Capitales del arte

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CAPITAL ARTE AGOSTO / SEPTIEMBRE 2015 16 VAN GOGH CAPITALES DEL ARTE OSLO / AMSTERDAM

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Una exposición, en Oslo y Ámsterdam, junta a dos de los artistas más revolucionarios del paso del Siglo XIX al XX, unidos por sus vidas atormentadas, su modo de ahondar en la alienación del hombre moderno y su concepción del arte como vehículo de emociones. Los diferencia, no obstante, su capacidad para superar sus desequilibrios mentales: Van Gogh sucumbió, mientras que Munch logró llevar una larga vida creativa

maría cóndor

dos artistas ante el abismo

munch

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Dijo Van Gogh que cada uno de sus cuadros era “un grito de angustia”. Estas dos palabras, “angustia” y “grito” lo herma-nan con Edvard Munch, otro gran artista de las vanguardias que cierran el siglo XIX, las cuales no rompen con el pasado como harán las del XX sino que se adentran en el mundo de las emociones y reflejan el malestar existencial, la ansiedad

y la creciente alienación que empiezan a aquejar al hombre moderno. Herederos del romanticismo y del simbolismo y precursores del expresionismo, el arte será para ellos vehículo de manifestación de la interioridad, de los estados de ánimo, de sus tormentos espiritua-les y de sus frustraciones. La genialidad del holandés y del noruego se cifra ante todo en que, siendo los suyos unos empeños y actitudes absolutamente individuales y subjetivos, alcanzan un valor universal que los hacen representativos de lo humano en toda su dimensión.

Los espectros que pueblan buena parte de las obras de Munch están presentes, aunque de otra manera, en las de Van Gogh. La enfermedad mental, que uno superó y el otro no, tiene en ambos orígenes hereditarios pero se vio agravada por sus dificultades personales y por un entorno opresivo al cual no lograron adaptarse, el primero durante muchos años y el segundo nunca: Van Gogh acabó suicidándose en unos momentos de desesperación en los que le dominaban el terror a nuevos ataques de locura y un sentimiento de culpa por depender de su hermano Theo, además de verse acosado de nuevo por la soledad tras pelearse con el doctor Gachet igual que año y medio antes con Gauguin en Arles, episodio que puso fin a su utópico sueño de crear una comunidad de artistas en Provenza .

Munch, por su parte, después de su crisis más grave y de su prolongada estancia en un sanatorio de Copenhague en 1908, dejó atrás –amén del alcoholismo- su obsesión por la muerte y por la misma locura al menos hasta un punto que le permitiera cambiar de vida e incluso proyectar su tarea creativa en un ámbito más público, aun cuando en 1916 decidió comprar una finca en Ekely, cerca de Cristianía (el nombre de Oslo hasta 1925) y retirarse a ella en sole-dad.

No obstante, en esa fecha ha empezado ya a ser plenamente reconocido en su país –mucho después que en Alemania- y sigue exponiendo en toda Europa y Estados Unidos, a la par que trabaja en otros terrenos, el grabado y la fotografía; ya había hecho los decora-dos y el vestuario para dos obras de Ibsen: Hedda Gabbler y -emble-máticamente- Espectros.

Entre estos dos atormentados artistas hay una diferencia nota-ble que atañe a su elección de asuntos, a su modo de expresión y a la obra que nos ha dejado, y en última instancia a la forma pecu-liar que en cada uno revisten sus obsesiones. Para Munch, aunque realizó paisajes y muchos de ellos de gran interés, lo esencial es el ser humano y por tanto la figura; afirma que “el único aspecto impor-tante de la pintura“ es el humano, y que, para el efecto suscitado por un paisaje en un estado de gran intensidad emocional, “la naturaleza no es más que el medio”. Van Gogh, en cambio, a pesar de sus decla-raciones acerca de la importancia relativa de ambos géneros, vierte su alma entera en los paisajes de manera creciente según pasan los años y proyecta en ellos sus estados de ánimo, máxime desde que

Vincent van Gogh, La casa amarilla (La calle), 1888, Van Gogh Museum, AmsterdamPágina 16: Vincent van Gogh, autorretrato como pintor, 1887-1888, Van Gogh Museum, Amsterdam

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Edvard Munch, Enredadera roja de Virginia, 1898-1900, Munch Museum, Oslo © The Munch Museum Página 17: Edvard Munch, autorretrato en Ekely, 1926, colección particular, Noruega

descarta la mancha impresionista y el punto neoimpresionista para adoptar su peculiar pincelada, el trazo que –en toques paralelos, en largas líneas sinuosas, en halos e irradiaciones sorprendentes o en una vorágine irresistible– da ritmo y estructura a las composiciones trasladando a ellas su inquietud interior, de la que hace participar a la naturaleza misma y que invade incluso el cielo estrellado, tradi-cionalmente considerado como el más indiferente a las peripecias humanas.

En sus cartas deja ver, sin embargo, el influjo que la contempla-ción de la naturaleza y sus ricos e infinitos detalles tiene en él, en su intento de hallar paz y sosiego, y el efecto calmante que ejerce sobre el artista, muy capaz de abandonarse al gozo de las maravillas naturales a pesar de sus conflictos interiores. No deja de haber un elemento naturalista en su afán por plasmar los detalles propios de cada lugar: los viñedos y trigales en Arles, los extensos olivares y los cipreses en Saint-Rémy. En ellos integra a menudo sus símbo-los favoritos, en ocasiones con resonancias bíblicas pero siempre en relación directa con sus obsesiones íntimas: el sembrador, el segador, el sol, los girasoles, el ciprés… Dice en una carta que el segador es imagen de la muerte y la humanidad es el trigo que siega.

Del mismo modo, la idea de la muerte se cierne sobre sus noctur-nos: “Como tomamos el tren para ir a Tarascón o a Rouen, tomamos la muerte para ir a una estrella”. Sin embargo, en otra carta descri-bía un paseo por una playa de noche y contaba cómo las estrellas centelleaban “más luminosas que las piedras preciosas que vemos en París […] ópalos, esmeraldas, lapislázulis, rubíes, zafiros”. Vemos

aquí en pleno funcionamiento su visión –en las dos principales acep-ciones de la palabra- de un modo tal que nos puede ayudar a enten-der una de sus obras maestras, la celebérrima Noche estrellada, y otras pinturas de asunto similar de los años 1888-1890. Es una noche transfigurada, habitada acaso por presencias misteriosas, parientes cósmicos de los espectros de Munch.

Los fantasmas que acosaron al artista noruego son más próxi-mos y nacen dentro de su propia familia; la muerte prematura, la enfermedad y el desequilibrio mental afligieron a sus seres queridos antes de tener él suficiente edad para poder comprenderlos. Incluso muchos años después –no en vano dijo “yo vivo con los muertos”- seguía reflejando aquellos acontecimientos en obras de profunda desolación que constituyen auténticas procesiones de espectros, ya que incluyen a personas que no podían estar presentes por haber fallecido con anterioridad. No obstante, esto, confiere a la escena una mayor universalidad: la muerte y la ausencia de cualquiera, de todos, convertida en un vacío, en la onda expansiva de una estallido que destruye todo sentido existencial. En este sentido, la proximidad de su obra más famosa, El grito (1893), y La madre muerta y la niña, unos años posterior, se hace evidente: el mismo gesto de negación de lo insoportable. Claro que El grito no representa una tragedia familiar sino una especie de trance, un momento no de locura sino de revela-ción, de lucidez suprema, y así lo narra el artista con palabras arre-batadas –“lenguas de fuego como sangre”- de alienación y angustia y, en las varias versiones del cuadro, con una violencia cromática y una distorsión formal que anuncian el expresionismo. Se ha dicho que tal

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vez Munch viera una momia peruana que, expuesta en París, causó gran impresión a Gauguin –quien la incorporó a su propia imaginería-, y desde luego nada más oportuno para representar al artista mismo y al ser humano genérico -protagonistas por igual del cuadro- que una momia que, por alguna razón, conservó en su rostro una expre-sión de terror primordial.

No obstante, el grito al que alude el título no lo lanza la figura sino que tiene otro y más enigmático origen; en su relato dice Munch: “Y oí que un inmenso grito interminable atravesaba la naturaleza”.

Munch reelaboraba y combinaba los motivos que más posibili-dades le ofrecían para volcar sus pesadillas; después de Tarde en la avenida Karl Johann (1892) con su compacta fila de aparecidos, de aspecto no mucho más humano que la pura mueca del Grito, unirá el escenario de éste –el fiordo de Cristianía desde Ekeberg, a su vez combinado con el antepecho del camino de Ljabro- a otra procesión de ”cadáveres pálidos” que él vio recorrer “un camino tortuoso, y el final era la tumba” en Angustia (1894).

Otros exteriores de Munch presentan una similar perspectiva acelerada basada en una diagonal en marcada fuga hacia el fondo; son en su mayoría escenas de mujeres o muchachas en un puente con el mencionado antepecho: otro lugar real, pues, pero transfigu-rado por su imaginación e impregnado de misterio y de connotaciones amenazadoras.

En todas estas obras fue capaz, por tanto, de dotar a sus exterio-res de un tono claustrofóbico normalmente restringido a los interio-res. Igualmente siniestros son los ámbitos en los que se encuentran las parejas de supuestos enamorados, hombres lívidos, de rostro apenas caracterizado, y mujeres más que fatales, vampiros de largos y envolventes cabellos rojos. En el proyecto de ciclo que tituló Friso de la vida, concebido para simbolizar las emociones humanas prima-rias como “eternas fuerzas universales”, plasma su conflictiva visión de la mujer y el amor como una relación alienante y destructiva.

Los interiores de Munch, por su parte, poco tienen que ver con el florecimiento de esta modalidad en la pintura nórdica de las déca-das entre ambos siglos, ni con representación alguna de hogares acogedores y plácida vida familiar; en ellos ubica sus desgarradores recuerdos de enfermedad y muerte.

Como a Van Gogh, también a Munch le fascinó el espectáculo del cielo nocturno, que pintó repetidas veces en la década de 1920. Su Noche estrellada de 1922-1924 es una especie de despedida, aunque le quedaban veinte años de vida; la vista, fantasmagórica y cargada de presagios, está inspirada en el final de John Gabriel Borkman, una obra de Ibsen cuyo protagonista, tras salir de su aislamiento, sale de casa una noche y pone fin a su vida. Se impone recordar aquí la más descarnada e impresionante de sus efigies de vejez, el Autorre-trato entre el reloj y la cama, muy próximo ya su fallecimiento en 1944; reloj y cama son símbolos del paso del tiempo y la expectativa del final y él se sitúa de pie entre los dos, antes de sumirse en las sombras y reunirse, por fin, con sus espectros. n

DaToS ÚTILES Munch : Van GoghOslo, The Munch Museum Hasta el 6 de septiembre de 2015Ámsterdam, Van Gogh MuseumDel 25 de septiembre de 2015 hasta el 17 de enero de 2016

Vincent van Gogh, noche estrellada sobre el ródano, 1888, Museé d’Orsay, ParísEdvard Munch, noche estrellada, 1922, Munch Museum, Oslo © The Munch Museum

Los intentos de Van Gogh de trabajar en el comercio del arte -un tío suyo y su hermano Theo eran agentes de la prestigiosa casa parisiense Goupil-se encontraron, como era de esperar, con un estrepitoso fracaso. Vincent y Theo llegaron a un acuerdo por el que Theo se quedaría con todos los pai-sajes que pintara a cambio del estipendio mensual que le pasaba; el mar-chante lo consideraba pago por sus obras y sabía que algún día serían va-liosas. Así, pues, no es cierto que sólo vendiera un cuadro en su vida –Viña roja, a la pintora belga Anna Boch, que en realidad lo adquirió ya fallecido Vincent-; además, en París regaló, vendió o intercambió bastantes paisajes y flores. Munch se resistía a vender sus obras; decía que las necesitaba para seguir creando. A su muerte había en su casa 1.100 cuadros y de-cenas de miles de otras obras; el conjunto constituyó la base del Museo Munch de Oslo.

Regalos, ventas e intercambios

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