2016.01.20. Liliana Bodoc

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Little Boy Por Liliana Bodoc MIE 20.01.16 El cuento por su autor Cuatro elementos, cuatro libros de relatos. El cuento que ahora comparto con ustedes, basa- do en un personaje tristemente histórico, perte- nece al fuego. Cuando escribo cuentos, me gusta enhebrarlos en un eje temático. Lo hice con los colores y con los pájaros... Esta vez, previo paso por las figuras geométricas, me quedé con los elementos. Agua, aire, fuego y tierra; no podemos vivir sin ellos. Tierra, aire, fuego y agua, están presentes en nuestras vidas de múltiples maneras. El agua es río y es también sudor, es lluvia y es llanto. El fue- go es un fósforo y es un incendio voraz, es el ve- rano, y es la bomba atómica. La escritura de estos cuentos me llevó por múltiples búsquedas y caminos. Me metí con gé- neros que, hasta el momento, nunca había inten- tado. Cuentos realistas y fantásticos; pero tam- bién cartas, sonetos, fábulas, algo de teatro... Quise que estos libros fueran así, cambiantes y contradictorios, como los elementos. Elegí “Little Boy” pensando en que, segura- mente, la mayoría de los lectores del querido suplemento veraniego serán adultos. Pero lo hi- ce también porque en él se refleja una idea de escritura que se me hace cada vez más imperio- sa: narrar asuntos y hechos que me trascien- dan, que vayan mucho más allá de mi intimidad y mi historia personal. Mi álbum de fotos es aburrido, mis tormentos no dan para la impren- ta. Creo que lo mejor siempre está afuera, nun- ca encerrado entre las cuatro paredes de mi in- dividualidad. En estos últimos tiempos me ha dado por buscar mis historias en los altillos y los sótanos de la humanidad. Por fin, también elegí “Little Boy” porque este verano nos va a obligar a permanecer en estado de atención. Por suerte, el sol no se tapa con una mano.

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Little Boy Por Liliana Bodoc

MIE 20.01.16

El cuento por su autor

■ Cuatro elementos, cuatro libros de relatos. El

cuento que ahora comparto con ustedes, basa-

do en un personaje tristemente histórico, perte-

nece al fuego.

Cuando escribo cuentos, me gusta enhebrarlos

en un eje temático. Lo hice con los colores y con

los pájaros... Esta vez, previo paso por las figuras

geométricas, me quedé con los elementos. Agua,

aire, fuego y tierra; no podemos vivir sin ellos.Tierra, aire, fuego y agua, están presentes en

nuestras vidas de múltiples maneras. El agua es

río y es también sudor, es lluvia y es llanto. El fue-

go es un fósforo y es un incendio voraz, es el ve-

rano, y es la bomba atómica.

La escritura de estos cuentos me llevó por

múltiples búsquedas y caminos. Me metí con gé-

neros que, hasta el momento, nunca había inten-

tado. Cuentos realistas y fantásticos; pero tam-

bién cartas, sonetos, fábulas, algo de teatro...

Quise que estos libros fueran así, cambiantes y

contradictorios, como los elementos.

Elegí “Little Boy” pensando en que, segura-

mente, la mayoría de los lectores del querido

suplemento veraniego serán adultos. Pero lo hi-

ce también porque en él se refleja una idea de

escritura que se me hace cada vez más imperio-

sa: narrar asuntos y hechos que me trascien-dan, que vayan mucho más allá de mi intimidad

y mi historia personal. Mi álbum de fotos es

aburrido, mis tormentos no dan para la impren-

ta. Creo que lo mejor siempre está afuera, nun-

ca encerrado entre las cuatro paredes de mi in-

dividualidad. En estos últimos tiempos me ha

dado por buscar mis historias en los altillos y los

sótanos de la humanidad.

Por fin, también elegí “Little Boy” porque este

verano nos va a obligar a permanecer en estado

de atención. Por suerte, el sol no se tapa con

una mano.

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MIE   20.01.16

✒Theodore Van Kirk tenía de-masiadas medallas como parasaludar a cualquiera. 15, ademásde otros galardones que había

recibido en los últimos años co-mo reconocimiento a su acción por la patri a.

Theodore Van Kirk era unhombre estricto en sus horarios,así que subió al ascensor con eltiempo necesario. Quería llegar tranquilo a su reunión con el co-leccionista privado que deseabaadquirir su licencia de vuelo. Notenía dudas de que sería unaconversación interesante. Theo-dore escucharía calmadamente para luego deci r que no er acuestión de precio sino de honor.Yque su licencia de vuelo, laque llevaba consigo aquella ma-drugada de agosto, no estaba ala venta. Con seguridad, el co-leccionista iba a ofrecer una ci-fra suculenta. En esos años,veinte desde el final de la gue-rra, muchos habían intentado lomismo. Pero Theodore Van Kirk esperaba su lugar en un museo.

Por todas estas cosas, más sus15 medallas, el ex piloto no re- paró en la per sona que hab ía enel ascensor. Apenas alcanzó adarse cuenta de que se trataba deun hombre.

Van Kirk no saludó al descono-cido. Solo pensaba en su reunióncuando comenzó a bajar desde el piso diecisiete de un edificio quetenía veinte pisos fastuosos. Eledificio y el ascensor eran moder-

nos y elegantes, aun para la ciu-dad más bella de la tierra.Desde luego, Theodore Van

Kirk no tuvo ningún reparo endarle la espalda a su acompañan-te. Estaba ensimismado en unasonrisa de orgullo, pensando enlos elogios que recibiría.

“Y usted, con tan solo 24 años,llevó a cabo la proeza que nos diola victoria.”

“Y usted guiando aquel peque-ño avión en medio de la noche.Porque era un avión pequeño,¿verdad?”

Entonces él asentiría. Sí, un bombardero B29 con 12 tripulan-tes a bordo.

12 tripulantes. Ysin embargoVan Kirk fue el más entrevistado,el más celebrado por sus conciu-dadanos, y por las autoridades ci-viles y militares. El ex piloto te-nía una explicación para aquella preferencia: él nunca se habíaarrepentido, y había aceptado conorgullo las acciones realizadas encumplimiento de su deber.

En cosas como ésas pensabacuando subió al ascensor en el pi-so diecisiete, con paso seguro.

Pero llegando al piso trece, jus-

to en la tumba de paredes, el as-censor se detuvo y todo quedosúbitamente a oscuras. Theodorealcanzó a pensar, vagamente, que

era una suerte que no hubiese allíuna mujer. Enseguida comenza- ban a chillar y a golpear el pisocon sus tacones.

Claro que él no tenía miedo.Un hombre con 15 medallas al

valor no iba a asustarse por un as-censor detenido. Bufó porque losimprevistos le molestaban tantocomo los chillidos femeninos.

Sacó un encendedor de oro del bolsillo interno de su saco parailuminar la botonera.

 –Debe ser un corte de luz –di- jo, dirigiéndose a su vecino deoscuridad.

 –Buenas tardes –respondió lavoz de un hombre de medianaedad, voz muy suave para el gus-to de Van Kirk.

En ese momento era imposibleimaginar que la situación se pro-longaría mucho más de lo acepta- ble. Afuera, varias manzanas neo-yorquinas estaban oscuras.

El ex piloto comenzó a pensar en las explicaciones que deberíadar si es que el desperfecto no sesolucionaba rápido. La luz en laesfera de su reloj le permitía con-trolar el tiempo. Siempre lo hacía.Lo hizo aquel 6 de agosto, veinteaños atrás, cuando la orden fue“Alas 8 horas con 16 minutos”.

Su camisa blanca empezaba ahumedecerse cuando el otro hom- bre volvió a hablar.

 –Lo conozco –dijo.Van Kirk no pudo evitar pensar que su fama lo perseguía hasta enun ascensor detenido.

 –Gracias –contestó con unasonrisa mecánica que nadie pudoapreciar.

El hecho de que aquel hombresupiera que se trataba de un héroede guerra lo obligó a comportarsecon educación. Por eso eligió uncomentario que, en otras circuns-tancias, no hubiese hecho.

 –Habrá que aceptar el destino yesperar con paciencia.

 –Eso mismo, el destino –dijo elhombre. Yagregó: –Fue el 6 deagosto de 1945. Alas 08 y 1 6 dela mañana.

Protegido por la más absoluta penumbra, Van Kirk hizo unamueca de hastío... Encima le to-caba un sabelotodo.

 –El piloto que lo acompañabase llama Paul Tibbets. Yel artille-ro, Tom Ferebes.

 –Parece usted un ciudadanomuy enterado. Ojalá todos fuesenasí –dijo.

 –Y la bomba tenía un apodo:Little Boy.

 –Felicitaciones.

Para entonces, Theodore VanKirk empezaba a pensar que laespera sería insoportable. Habría preferido estar solo, completa-mente solo, y poder dar riendasuelta a su fastidio. En cambio,estaba en compañía de un expertoen la Segunda Guerra, un presun-tuoso que no paraba de darle da-tos estúpidos. Datos que, desdeluego, él conocía de memoria.

De no haber sido por el encie-rro, lo hubiera despedido con unademán. O quizás, si estaba enun buen día, le hubiese otorgadouna firma.

El tiempo pasaba en su reloj, yen todas partes. Ya llevaban cinco

minutos de espera.Por suerte, algunas voces lesindicaron que estaban al tanto desu encierro y que mantuvieran lacalma porque el apagón eragrande.

 –Al parecer, tenemos para unrato –Van Kirk contuvo el enojo.

 –El tiempo no tiene sustancia –dijo el hombre desconocido–. Sehace y se deshace, explota, se ex-tiende como una nube de humo.

¡Lo único que faltaba era queaquel individuo se creyera filó-sofo!

 –Bueno –fue la seca respuestadel ex piloto, que empezaba acansarse. Sin embargo, el hom- bre continuó:

 –Usted recibió 15 medallas. Yyo me permití sacar una cuen-ta... Es una medalla cada 9333muertos.

 –No entiendo. –¿Nunca hizo números? Prue-

 be. 140 000 muertos dividido 15medallas.

Ahora sí, Theodore Van Kirk  perdió la paciencia.

 –¡Si intenta hacerme algún re- proche...!

 –Señor Van Kirk, la matemá-

tica no reprocha.El ex piloto de guerra, conde-

corado por la acción que puso fina la Segunda Guerra Mundial, de-cidió acabar con la conversación.Y por primera vez golpeó confuerza las paredes del ascensor detenido antes del piso trece. Notenía pensado pasar un mal rato,en absoluto. Su idea era sostener una charla amistosa con el colec-cionista privado que iba a ofre-cerle una buena cifra por su regis-tro de vuelo.

 –Si me disculpa –dijo–, prefie-ro estar en silencio.

 –Desde luego... Es hermoso elsilencio. Hiroshima también lo

hubiese preferido.La oscuridad se encrespó.Van Kirk creyó saber quién

era el otro hombre en el ascen-sor. Uno de esos pacifistas quehabían actuado como traidores ala patria. Sin embargo, el si-guiente comentario iba a des-orientarlo. Aél, ¡justamente a él!Al piloto que había guiado suavión sobre los cielos japonen-ses para lanzar la bomba en elsitio indicado con una cruz rojaen los mapas de guerra.

 –Estaba tan pl ácida la mañanaen mi ciudad... Era tan celeste elcielo... El hombre se movió ape-nas. Theodore Van Kirk sacó por segunda vez su encendedor deoro, y arrastró el dedo por la piedra.

La llama iluminó el rostro deun hombre de alrededor de cua-renta años, de piel muy blanca yojos rasgados. ¿Estaba sonrien-do? La llama se apagó. Van Kirk volvió a encenderla. ¿Era unasonrisa o una mueca feroz? Laluz del encendedor era incierta yescasa. Como fuera, no habíaduda alguna de que el hombre seestaba acercando. Ya se hacía

notorio el calor de su cuerpo. –Debo confesar le que nunca

soñé con esto. No sueña unhombre con tener tanta fortuna.Esta oportunidad es obra del cie-lo, y tendré que aprovecharla.¡Theodore Van Kirk! Nuncaimaginé esto. Pero aquí estamos,usted y yo.

La voz era amenazante. YThe-odore Van Kirk se puso alerta. Enesos años había ganado peso, ha- bía perdido agilidad. Pero nuncase había arrepentido por lo hechoen favor de su patria, y no iba ahacerlo ahora.

 –¿Desea escuchar 140.000nombres? ¿O sólo el de mis dos

 pequeñas hermanas? –No me interesa escuchar nin-guna cosa...

Van Kirk no pudo terminar.El hombre se abalanzó sobre él

como si lo estuviese viendo, detal modo que Van Kirk perdió piey quedó inmovilizado. No hacíafalta más para que el ex piloto en-tendiera que aquel desconocidosabía muy bien lo que estaba ha-ciendo. Tal vez la rodilla delhombre presionando su vientrehizo que Van Kirk, condecoradocon 15 medallas, perdiera orín.

 –Se llamaban Yuuno y Natsuki.Y lo mejor que hubiese podido pasarles era la muerte. Pero no tu-vieron esa suerte. Yen su nom- bre, usted va a repetir lo quesiempre dijo.

El desconocido apretó su brazocontra la tráquea de TheodoreVan Kirk, que apenas pudo sacar un sonido áspero:

 –No entiendo. –Usted lo dijo, una y otra vez,

en sus entrevistas... “En las mis-mas circunstancias, lo haría denuevo. Estábamos en una guerra”¡Vamos, continúe!

Van Kirk sabía de memoria lo

que tantas veces había afirmado,en ocasiones de recibir sus meda-llas. 15 medallas. Una cada 9333muertos.

 –¡Repita!YVan Kirk repitió. –En las mismas circunstancias,

lo haría de nuevo. Estábamos enuna guerra, luchando con un ene-migo que tenía fama de nuncarendirse.

 –Ellas se llamaban Yuuno y Natsuki. Perdieron los dientes yel cabello, la piel se les fue de a pedazos.

Van Kirk no supo si lo que caíasobre su rostro era sudor o llantode su atacante.

 –¡Continúe con su discurso! –Una nación debe tener el valor de hacer lo que debe...

Theodore Van Kirk hablabacon la voz enronquecida por la presión.

 –Siga... –Una nación debe tener el valor 

de ganar la guerra con una pérdi-da mínima de vidas.

 –Repita. –Pérdida mínima. –Repita. –Yuuno y Natsuki. –Repita. –Volvería a hacerlo. Nueva York se iluminó de

 pronto: ventanas, carteles, monu-mentos, vidrieras.

El ascensor se detuvo en planta baja. Cuando se abrieron las puer-tas automáticas, salieron doshombres que no parecían cono-cerse. Uno cargaba 15 medallas.Otro, dos niñas muertas.

Cada uno tomó su camino. Y Nueva York también.

En el año 2007, Van Kirk su- bastó su registro de vuelo por 358.500 dólares. Murió a los 93años en el estado de Georgia.

Por Liliana Bodoc

Little Boy 

GustavoMujica

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