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DIRECTORIO
Septiembre 2016 Año 4, número 47
Director José Luis Barrera Mora
Editor
Luciano Pérez
Coordinador Gráfico Juvenal García Flores
Asistente de editor
Norma Leticia Vázquez González
Web Master Gabriel Rojas Ruiz
Consejo Editorial Agustín Cadena
Alejandro Pérez Cruz Alejandra Silva
Fabián Guerrero Fernando Medina Hernández
Ave Lamia es un esfuerzo editorial de:
Director
Juvenal Delgado Ramírez
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ÍNDICE
EDITORIAL 3
IMAGEN DEL MES “Nuestra Señora de los
Desaparecidos” Ana Bick 5
H. G. WELLS A SUS 150 AÑOS Luciano Pérez 6
EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS
José Luis Barrera 11
¡AY! DE ESTOS DÍAS TERRIBLES
Mario Bravo 14
AMAURY EPAMINONDAS
Loki Petersen 16
LA FRIALDAD
Adán Echeverría 18
DIÁLOGO ENTRE JUAN
SALCHICHA Y
HUITZILOPOCHTLI
Luciano Pérez 27
AGUAS DE LAS DULCES MATAS
Tinta Rápida 32
SOBRE LOS AUTORES 36
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fe de ser los mismos
aguafiestas de todos
los años, este no será
la excepción. Porque confor-
me transcurre el tiempo,
cada vez encontramos me-
nos motivos de celebrar una
falsa conmemoración patria.
Y es que si ya de por sí no
apoyamos la versión oficial
de la independencia mexica-
na, si a esto le agregamos
todas las vejaciones de las
cúpulas del poder, en conni-
vencia con la pasmosa indi-
ferencia del pueblo, pues el
festejo resulta por demás
inútil y absurdo.
Nada de ¡Viva México!
cuando el país se está ca-
yendo a pedazos. Cuando
ya ni el patrimonio cultural es
respetado, y donde cada vez
es más común que no haya
trabajo ni salario digno en
las bases (ya que en las
cúpulas el dinero se reparte
a manos llenas). Cuando la
gente sólo tiene memoria de
un penal mal marcado en un
mundial de futbol y se olvida
de quien fue el opresor y lo
vuelve a apoyar para ascen-
der al poder. Cuando ese
A
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mismo aparato opresor pide disculpas por un delito, y sólo obtiene a cambio, bromas y críticas
tibias de parte de los ofendidos.
Nada que celebrar en un país en donde el crimen organizado es dueño del poder, porque el poder
es el mismo crimen organizado.
¿Por qué celebrar cuando se debería de protestar?
De qué sirven los vítores patrioteros si mañana volverá a subir la gasolina, y los insumos básicos
y nuestros ingresos se verán cada vez más mermados.
A fin de cuentas, no somos los únicos que no celebran susodicha “Independencia Mexicana”, ya
que la mayoría lo único que quiere es emborracharse y tener un día de asueto para curarse la cruda.
Nadie celebra a la patria, unos porque no estamos de acuerdo y otros porque sólo se interesan en la
francachela patriotera, comprando banderitas y cohetones chinos para supuestamente festejar a
México.
Y como siempre, nosotros nos evadimos de la realidad nacional con la cultura. Nuestra señora
lamia nos acompañe y nos bendiga en esta labor emancipadora (al menos de la mente).
José Luis Barrera
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a Ciencia Ficción
(SF, Science Fiction,
son las siglas con
que se la reconoce univer-
salmente) es un género lite-
rario todavía joven, ya que
se le estima bajo ese nom-
bre apenas desde principios
de los años treinta del siglo
veinte. Sin embargo, las co-
sas que se denominan bajo
tal rubro ya habían sido
expresadas desde mucho
tiempo atrás. En el siglo V
a.C., en sus pláticas sobre la
Atlántida, Platón esbozó a-
suntos que la SF retomaría,
sobre un continente perdido
y una sociedad utópica. Pero
es en el siglo II d.C. cuando,
en su“Historia Verdadera”, el
retórico Luciano de Samosa-
ta realiza el primer texto pro-
piamente SF, bien que en un
tono satírico, tan peculiar del
autor; trata sobre un viajero
que llega a la luna, y en-
cuentra submarinos, aviones
y televisiones. Como siem-
pre, son los griegos los pri-
meros que han hecho todo
respecto a todo. En el propio
Apocalipsis, más o menos
de la época de Luciano, hay
aspectos raros y curiosos
que podrían visualizarse
como una típica guerra de
los mundos.
Sin embargo, era muy
pronto para que la SF pu-
diera afianzarse, pues aún
faltaba precisar más el lado
científico de ella, que es im-
portante para que exista
como tal. Y la ciencia, si bien
conoció alguna boga en la
antigüedad grecorromana,
es a partir del Renacimiento
que inicia su expansión, que
se afianzaría más durante la
época ilustrada del siglo
XVIII, la cual entiende lo
científico como superior a la
religión, y como ineludible
para que la humanidad pro-
grese. En el siglo XIX, ya
con la Revolución Industrial,
el desarrollo de la ciencia en
todos sus campos se
extiende totalmente, y no se
detendrá jamás, pues es en
el siglo XX donde adquiere
L
H.G.Wells, a sus 150
años
Luciano Pérez
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completa supremacía en la
vida de todas las personas,
para bien y para mal. Y es a
partir de ese siglo XIX que
nace con plena objetividad lo
que llegaría a ser la Ciencia
Ficción, y su primer logro es
la novela “Frankenstein: un
moderno Prometeo” de Mary
Shelley, publicada en 1818,
donde se hace notar lo que
la ciencia puede lograr, con
la creación de otro ser, una
obsesión de mucho tiempo
atrás; pero también se esta-
blece que ese mismo logro
científico puede tener conse-
cuencias inesperadas y con-
traproducentes. La SF alcan-
zó una imagen más optimis-
ta en la obra de Julio Verne,
quien no hace sátira como
Luciano ni lo ve todo negro
como la Shelley; él desa-
rrolla aventuras que aprove-
chan los avances científicos
para que el progreso huma-
no se proyecte, lo mismo en
el fondo del mar que en el
centro de la tierra.
Hace ciento cincuenta
años nació, en plena Revo-
lución Industrial y en el lugar
mismo donde ésta se
expandía, una figura que se
convirtió en uno de los ma-
estros consagrados de la
SF, quien, junto con Verne,
puso las bases modernas de
este género literario destina-
do a florecer prodigiosamen-
te, sobre todo en el ámbito
narrativo angloamericano.
Herbert George Wells, mejor
conocido como H.G. Wells,
vio la primera luz el 21 de
septiembre de 1866, en un
lugar cercano a Londres, en
Inglaterra. Sus padres eran
sirvientes en una casa aris-
tocrática, pero le procuraron
una buena educación, y al
joven Wells se le concedió
una beca para estudiar en la
Normal School of Science,
donde tuvo como maestro al
discípulo de Darwin, a Tho-
mas Henry Huxley (el abuelo
de Aldous Huxley).
Wells, a quien se le
ha considerado el Shakes-
peare de la Ciencia Ficción,
quiso dedicarse en un prin-
cipio a la enseñanza, pero
una grave enfermedad se lo
impidió, y optó por tomar el
camino de la escritura, don-
de no le iría mal. Tuvo una
larga vida, escribió muchos
libros, pero fue sólo durante
algunos años de su juven-
tud, entre 1895 y 1906, que
realizó los textos que le han
dado supremacía entre los
devotos de la SF, y que él
pretendió presentar como
crítica social. Después ya
casi no se ocupó de hacer
este tipo de libros, que
solían ser llamados de
anticipación, al no existir el
término de Ciencia Ficción;
se les decía así porque
anticipaban lo que podía
llegar a suceder en el
mundo, no como profecías
religiosas sino como visiones
probables derivadas de un
hecho científico.
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La primera novela de
Wells en este campo se
publicó en 1895, “La má-
quina del tiempo”, que evo-
ca una vieja inquietud huma-
na, la de viajar por el tiempo,
ya sea al pasado, ya sea ha-
cia el futuro, para conocer
las causas de lo que suce-
dió, o para saber las cosas
que habrán de ocurrir (y qui-
zá influir con algún cambio
que modifique alguna incon-
secuencia). Quizá jamás ha-
brá una máquina así, pero
uno nunca sabe. La SF ha-
bló ya de computadoras en
distintos momentos, cuando
aún era imposible la existen-
cia de éstas. Así que puede
ser que alguna vez se logre
viajar, ya no mediante un
sueño o una visión mística o
sicotrópica, sino directamen-
te en una máquina, con la
cual llegar al principio de to-
do en la época de los dino-
saurios; o al final, con una
Tierra completamente de-
vastada, habitada por fero-
ces Morlocks, seres primiti-
vos en una era futura, quizá
ya la que vivimos, todos con
su celular en la mano.
La segunda novela,
de 1896, es una curiosidad a
la que algunos llamaron
blasfemia, “La isla del doctor
Moreau”, donde un doctor
loco, como casi todos suelen
serlo, desde von Frankens-
tein hasta los de la actuali-
dad. Moreau ha realizado
intervenciones quirúrgicas
en animales para convertir-
los en hombres, degradan-
dolos así. De este libro se
hizo una película titulada “La
isla de las almas perdidas”,
con Bela Lugosi y Charles
Laughton, en 1932. Lo in-
teresante sería convertir a
los hombres en animales,
como lo hacía la bruja Circe
en los tiempos míticos.
En 1897 se publicó “El
hombre invisible”, todo un
clásico, a grado tal que un
admirador de Wells de toda
la vida como Jorge Luis Bor-
ges indicó con entusiasmo
que le hubiera gustado ser
ese hombre al que nadie
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veía. Dicho hombre bebe u-
na misteriosa pócima con la
cual adquiere el don de la in-
visibilidad, que si bien le trae
consigo algunas ventajas,
también propicia fuertes des-
ventajas. También se hi-
zo de esta novela una famo-
sa película, con Claude
Rains en el papel principal,
en 1932. ¿Quién puede ol-
vidar sus carcajadas escalo-
friantes cuando se quitaba el
sombrero, la bufanda y el
abrigo?
La cuarta novela ad-
quirió una inmediata celebri-
dad, “La guerra de los mun-
dos”, de 1898. Aquí se plan-
tea por primera vez una in-
vasión de los marcianos a la
Tierra, un tema que en ade-
lante sería tratado con fre-
cuencia, lo mismo en mu-
chos libros de SF que en el
cine, igual de manera exi-
tosa que en lastimosas pro-
ducciones Kitsch (todos re-
cordamos en México al San-
to y a Clavillazo, quienes,
cada uno por su lado, se en-
contraron en problemas con
la gente de Marte). Los mar-
cianos, procedentes de una
civilización superior que ha
logrado grandes avances
científicos, consideran fácil
la conquista de la Tierra, un
planeta habitado por gente
atrasada. Casi lo logran, pe-
ro no tomaron en cuenta
que en nuestro mundo ha-
bía algo desconocido para e-
llos, los virus, y uno de éstos
los mata. Así es como Lon-
dres, o más bien la Tierra,
queda a salvo. Basándose
en este libro fue que un casi
tocayo de Wells, Orson We-
lles, anunció en un programa
radiofónico durante el Hallo-
ween de 1938 la invasión
marciana, que provocó terror
en Nueva York y otras ciuda-
des. A los estadounidenses
todo les da miedo, ya desde
entonces.
Todas estas novelas
son todavía muy disfruta-
bles, se puede decir que no
han envejecido; y al margen
de que suele vérselas como
literatura juvenil, lo cierto es
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que fueron escritas para re-
flexionar, para entender, lo
cual un joven no está toda-
vía capacitado para hacer, a
menos que madure pronto.
El viejo ve una verdad, don-
de el joven sólo diversión.
Los últimos libros SF de
Wells no son tan impresio-
nantes como los que hemos
mencionado, aunque tienen
aspectos de interés que ca-
da lector habrá de descubrir:
“Cuando el dormido despier-
ta”, de 1899; “Los primeros
hombres en la luna”, de
1901; “El alimento de los dio-
ses”, de 1904; “Una utopía
moderna”, de 1905; y “En los
días del cometa”, de 1906.
Hay también una serie de
cuentos escritos en estos
mismos años, entre los cua-
les cabe destacar: “El impe-
rio de las hormigas”, “El hue-
vo de cristal”, “El valle de las
arañas”, “El hombre que po-
día hacer milagros”, “Una
historia de los días por venir”
(del cual se hizo una película
en 1935), y muchos otros
más.
La Ciencia Ficción es
un género que se ha difun-
dido mucho, que ha experi-
mentado varias transforma-
ciones a lo largo de los años,
y que, lejos de ser una forma
más de entretenimiento, es
una invitación a pensar en
nuestro destino, en lo que
hemos llegado a ser, en lo
mal que nos irá si no nos
dejamos de egoísmos y de
snobismos. Wells hizo que la
SF se convirtiese en una
llamada de atención, aunque
bien es cierto que, como le
sucedía a la profetisa
Casandra, nadie hace caso;
por lo tanto, que el mundo se
vaya al desastre final, tal vez
se lo merece. Sólo una
invasión marciana podría
salvarnos, así que si llegan
ellos, que supongo ya
estarán bien resguardados
contra todo tipo de virus, no
llamen ni al Santo ni a Cla-
villazo, pues la gente de
Marte viene a lo que no
hemos aprendido todavía, a
civilizarnos. Es por nuestro
bien. Finalicemos recordan-
do que H.G. Wells murió el
13 de agosto de 1946, ya en
la Guerra Fría, con dos
mundos, el del Este y el del
Oeste, combatiéndose entre
sí.
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l siete de septiembre
de 1976, hace cua-
renta años, una pe-
lícula causó escándalo y re-
vuelo en el panorama cine-
matográfico mexicano. Una
película ítalo – francesa diri-
gida por Bernardo Bertolucci,
y musicalizada magistral-
mente por el gran saxofo-
nista argentino y represen-
tante del jazz latino: Leandro
“Gato” Barbieri (fallecido en
abril de este mismo año).
Aunque la película es
de 1972, fue hasta 1976 en
que se estrenó en nuestro
país y algunos otros como
Italia; ya habiendo franquea-
do la censura mundial,
excepto la franquista (en Es-
paña se estrenó hasta
1978). Y como sucede con la
censura, se dejó ir por las
escenas sexuales que abun-
daban en el filme, sin vislum-
brar que lo verdaderamente
fuerte de la película era el
argumento sin condescen-
dencias éticas ni morales,
cuya crudeza es magnificada
por una magnífica actuación,
con el realismo que se exigía
Marlon Brando.
El actor americano, for-
mado en la escuela de
Actor´s Studio fue el encar-
gado de personificar al pro-
tagonista masculino (un
hombre recién enviudado de
45 años, de nombre Paul) y
el papel femenino de Jeanne
(una novel actriz mani-
pulable, que era la prometida
de un joven director de cine
que la convoca a filmar una
película en las calles de Pa-
rís) estuvo a cargo de una
hermosa actriz francesa de
19 años de edad: María
Schneider. Una de las con-
junciones protagónicas más
memorables en los anales
cinematográficos.
Ambos personajes se
encuentran una mañana de
invierno en un París deca-
dente (primero bajo un puen-
te, después en un bar y por
último en un departamento
E
El último
tango en
París
José Luis Barrera
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de alquiler vacío) que en-
marca sus propias deca-
dencias personales, y que
los lleva a enredarse en una
relación meramente sexual
por demás obsesiva y des-
tructiva. De hecho tienen se-
xo sin haberse conocido mí-
nimamente, sin haber traba-
do ninguna palabra entre los
dos, y nunca terminan por
conocer siquiera sus nom-
bres. Lo único que los une
es el sexo y la decadencia.
Es aquí donde la obra
del “gato” Barbieri, se entre-
laza en la historia, dándole el
toque melancólico y dramá-
tico que envuelve a la cinta
en todo momento. Una mú-
sica que tan sólo de oírla
nos remonta al departamen-
to de la Rue Jules Verne,
que es el lugar en el que
Jeanne regresa a sus vio-
lentos encuentros sexuales
con Paul. Ese lugar que se
vuelve deprimente por el
contexto propio de la trama.
La censura de la é-
poca estaba tan centrada en
los desnudos integrales que
se presentaban, que nunca
intuyeron que en la película
se haya escenificado una
violación real. De hecho la
propia Schneider declaró, a-
ños después, que la famosa
y agresiva escena cuando
Paul utiliza mantequilla como
lubricante para penetrar a
Jeanne, fue tan real como
sus lágrimas.
Sin embargo, a pesar
de ser ampliamente recorda-
da por estos detalles, suele
destacarse la interpretación
de un Brando ya maduro, y
la calidad del trabajo fotográ-
fico del filme, a cargo de
Vittorio Storaro, que contri-
buye en buena medida a o-
torgar un contrapunto de li-
rismo a una cruda trama ar-
gumental.
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La película dista mu-
cho de ser las tramas de fi-
nal feliz tan socorridas por la
industria fílmica comercial, y
en todo momento se en-
cuentra un ambiente verda-
deramente terrible, sin dar
concesión a los sentimenta-
lismos.
Contrario a lo que por lo
general sucede en la rela-
ción de la literatura con la ci-
nematografía, “El último tan-
go en París” no fue basada
en una novela, sino al con-
trario, el libro de Robert A-
lley, Last tango in Paris, es
una novela de 1973, basada
en el argumento cinemato-
gráfico de Bernardo Bertolu-
cci, y que fue una de las
maneras en que algunas
personas pudieron conocer
la escandalosa historia aún
con la censura impidiendo la
proyección de la cinta.
Era tal la fama y la polé-
mica que levantó la película,
que el libro terminó siendo
un Best Seller.
Y como siempre sucede,
la censura terminó catapul-
tando el éxito de la obra cen-
surada y “El último tango en
París” en el año de estreno
en México, cuatro años des-
pués de su filmación y tres
de haber obtenido el Oscar a
mejor director y a mejor
actor.
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y! de estos días
terribles en que la
sangre de los que
fueron y no están, brota a
cántaros al abrir las llaves
del lavabo, de la regadera, al
abrir incluso las llaves del
lagrimal de tus ojos tristes.
¡Ay! de estos días terri-
bles, mi amor, en que es ne-
cesario cuidarse de los bea-
tos novísimos y de sus pro-
tegidos. ¡Ay! de estos días
terribles que clavan sus
dientes en mi yugular, de-
seosos de convertirme en un
vampiro que gustoso asista
al festín de sangre y daños
colaterales.
¡Ay! de estos días terri-
bles y grises, en los cuales
hay que celebrar día a día al
no hallar nuestro nombre en
los avisos luctuosos. Tristes
y tristes días en que la lluvia
no alcanza para limpiar las
calles rojas, amarillas no, co-
mo en Macondo, sino rojas
de la sangre de él y ella, de
los malos de la historia y los
malos que se disfrazan de
buenos pero que resultan
igual de sangrientos que a
quienes dicen combatir, de
la sangre sobre todo de los
inocentes, de quien "iba pa-
sando", de quien no sintió
confianza para detenerse en
un retén, de quien en mala
hora no dobló a la izquierda
sino a la derecha y encontró
a la muerte, de quien es-
peraba a un amor, a un ami-
go, al hijo que no tardaría
mucho para salir de la es-
cuela, de quien pensaba en
pagar la cuenta del teléfono,
o de quien al escuchar las
noticias por la mañana pen-
só: "Qué bueno que hoy no
fui a ese lugar...", la sangre
de todos, de ellos, de noso-
tros, del migrante con sue-
ños americanos y pesadillas
mexicanas, sangre que no
servirá para firmar un pacto
de amigos o dibujar en la
cueva nuestras aventuras
cuando cazamos al mamut,
sino sangre que seca en el
piso, nos dice que alguien
ahí alguna vez fue.
¡A
¡Ay! de estos días
terribles
(Robándole una frase a Silvio...)
Mario Bravo
15 www.avelamia.com
¡Ay! de estos días terri-
bles, que serán estudiados
en diez, quince o veinte años
en la academia, en con-
ferencias y mesas redondas,
en congresos y seminarios,
desde donde dirán: "¿Cómo
pudieron vivir al ver morir
tanto y tanto?" ¡Ay! de estos
días terribles en que "la
muerte tiene permiso" de en-
trar y salir, de sentarse a la
mesa, jugar con mil niños y
ser primera plana en los
periódicos desde hace varios
años.
¡Ay! de estos días terri-
bles en que él no escucha
los gritos de dolor y rabia, si-
no que embelesado se en-
cuentra con el ruido de los
gatillos y cañones, con el so-
nido de la muerte y la
guerra.
¡Ay! de estos días terri-
bles en que la pantalla del
televisor muestra a la reale-
za de sangre azul, y omite a
quienes con sangre roja, co-
mún y corriente, mueren de
amor, de odio, de besos no
dados y de heridas abiertas,
de rencores y guerras no pe-
didas, pero sí padecidas.
¡Ay! de estos días terri-
bles que asoman la esperan-
za de terminar cuando te veo
a mi lado, en la calle, ha-
biendo despertado bien tem-
prano, con el bostezo toda-
vía en los labios y los sue-
ños colgando de la sien.
Días terribles que motivan
nuestro puño en alto, días
tristes y grises que duelen
menos con tu sonrisa, mien-
tras caminamos junto a miles
hacia el zócalo, mi amor.
16 www.avelamia.com
maury Epaminon-
das llegó en 1962 al
futbol de México,
procedente de dos de los e-
quipos míticos de Brasil, el
Vasco da Gama y el Sao
Paulo, en un momento en
que el balompié brasileño
era considerado el mejor del
mundo, al haber ganado dos
Copas del Mundo, una en
Suecia en 1958 y la otra en
Chile en ese mismo 1962.
Las directivas de la mayoría
de los clubes mexicanos de
Primera División se empeña-
ron en traer a buenos juga-
dores de aquel país sud-
americano, y gran parte de
éstos lograron buenos resul-
tados. Uno de ellos fue, qui-
zá el mejor de todos, Amau-
ry Epaminondas, quien ya en
su nombre llevaba el mito y
la historia de una buena vez.
Epaminondas fue el
insigne héroe de Tebas,
quien colocó a esta ciudad a
la par de las poderosas Ate-
nas y Esparta, e incluso a
esta última, que fue la urbe
militar helénica por excelen-
cia, Epaminondas la derrotó
dos veces, en Leuctra y
Mantinea (años 371 y 362
a.C. respectivamente). Él era
un estratega único, que con
su formación militar o falan-
ge, llamada “la hueste sagra-
da”, no había enemigo que
le pudiera hacer frente. Jun-
to al de Pericles y el de Ale-
jandro Magno, el nombre de
Epaminondas brilla entre los
grandes militares de Grecia.
En cuanto al nombre de A-
maury, el más eminente por-
tador del mismo fue el rey la-
tino de Jerusalén, Amaury (o
Amalrico), que en el tiempo
A
Amaury
Epaminondas
(1935-2016)
Loki Petersen
17 www.avelamia.com
de las Cruzadas le dio gloria
a Francia luchando contra el
poderoso sultán Saladino. Al
final éste venció, pero el rey
Amaury no le hizo fácil el
triunfo.
Amaury Epaminondas
Junqueira nació el 25 de di-
ciembre de 1935, y sus ini-
cios como centro delantero
fueron en el popular Vasco
da Gama. Luego jugó en el
Sao Paulo, club en el cual,
en la temporada 1958, mar-
có 44 goles en 60 partidos,
todo un récord. Fue en 1962
que llegó a México contra-
tado por el equipo Oro, que
en ese entonces era uno de
los mejores del futbol mexi-
cano, a pesar de que todavía
no se coronaba campeón. A-
maury fue fundamental para
que este sueño tan anhelado
se realizara, auxiliado por
Manuel Tavares Necco, tam-
bién centro delantero. Los
dos formaron una pareja te-
mible, ni las poderosas Chi-
vas Rayadas pudieron con
ellos, y precisamente en un
juego entre ambos clubes
fue que se decidió quién
sería el campeón, el cual
resultó ser el Oro, a fines de
1962. Era un deleite ver a
Amaury corriendo a rematar
los centros enviados por su
paisano el medio Nicola Gra-
vina, o por el mexicano Fe-
lipe “Príncipe” Ruvalcaba, e
incluso centros enviados por
el defensa Gustavo “Halcón”
Peña. Epaminondas solía
ser efectivo en el cabeceo, y
en la rapidez para el remate
con cualquiera de las dos
piernas. No por nada ganó
títulos de goleo, tanto en el
Oro como en el Toluca. A
este último club llegó en
1966, y lo hizo campeón dos
veces, en 1967 y en 1968,
estando al mando el gran Ig-
nacio Trelles (acaba de cum-
plir cien años, y lo recor-
daremos en un próximo artí-
culo), y siendo par de Amau-
ry como el otro centro delan-
tero el famoso Diablo Mayor,
Vicente Pereda, uno de los
jugadores más finos que ha
tenido nuestro futbol.
En México, Amaury
anotó un total de 117 goles,
en el Oro y en el Toluca. A
partir de 1969 se retiró, y de-
cidió quedarse a vivir en la
capital choricera, donde
siempre fue muy querido y
recordado. Tampoco lo olvi-
daron en Guadalajara, y me-
nos cuando el Oro entró en
una época de total decaden-
cia, que lo llevó a su desapa-
rición. De todos los brasile-
ños que han jugado en Mé-
xico, quizá sólo Cabinho le
es igual a Amaury en calidad
de juego, en presencia sobre
la cancha, en decisión para
ganar. Y hoy lo recordamos,
a Amaury, pues acaba de fa-
llecer el pasado 31 de marzo
del presente año, y al pare-
cer pasó desapercibido su
fallecimiento, quizá porque
las nuevas generaciones lo
desconocen, o porque las
viejas ya han muerto tam-
bién. Vaya pues al gran Epa-
minondas (“el Epaminon-
das”, le decía el cronista Án-
gel Fernández), nuestro re-
cuerdo, pues ya su solo
nombre nos trae a la mente
ecos de tiempos legenda-
rios, los de Tebas y Jerusa-
lén, por un lado, y los del
Oro y el Toluca, por otro.
18 www.avelamia.com
odo apuntaba a una
historia como cuento
de hadas que todo lo
cubría con su magia. Ella de-
bió preverlo y entregar solo
sexo sin compromiso como
el que se alquila o se oferta
en internet; pero tuvo que
seguir los instintos y desobe-
decer flagrante las ideas del
cerebro. Echarse un polvo y
no volver a verse, era la con-
signa para la que se había
preparado, cuando terminó
de bañarse aquella tarde. Se
miró hermosa en el espejo y
se supo plena. Al medio día
habían intercambiado teléfo-
nos después del tercer café,
acompañados de un “¿cuá-
ndo nos vemos?”, y un “pa-
saré a tu casa esta noche”,
que preludia una relación de
pertenencias y desespera-
ciones por verse más segui-
do. La cacería termina cuan-
do las mujeres deciden ser
presas para cazadores expe-
rimentados, y aquel hombre
lo era.
Había un inconveniente
para aquella lujuria que se
dibujó en sus ojos, pero de-
cidió ocultarlo y devolver el
¡Hola! del hombre de barba
desordenada, que le miraba
sin discreción desde la fila,
en ese café donde fue a re-
lajarse mientras robaba mi-
nutos de su almuerzo, antes
de volver a la oficina. Qué
podía significar aquel secre-
tito de cuatro años de edad
que cuando decisiones to-
madas bajo la regadera
(“Hoy quiero disfrutar un
hombre que no sea todo
látex”), para dejarse abordar
por ese tipo entallado en
mezclilla. El niño ella salía
se quedaba en casa mirando
televisión, jugando con su
sobrina-niñera: "Mami ven-
drá más tarde". Qué escollo
podría ser su hijo para a-
quella noche de no sería in-
conveniente para la travesu-
ra.
Haber tenido un hijo no
se le notaba en ese cuerpo,
todo pasión rebosándole la
ropa; deseaba presentarse
desnuda en los espejos de
algún techo, para la rapiña
mirada de un hombre que
supiera aquilatar su entrega.
Quería ser ensalivada, tener
unas manos rudas y ásperas
que le apretaran la carne.
Para qué tanta lindura en los
centímetros de piel, si no era
tocada y disfrutada en la
hombría de algún malnacido
T
La frialdad (Del libro Mover la sangre)
Adán Echeverría
19 www.avelamia.com
de pene colgante. ¡Hola!, ha-
bía dicho él mientras
esperaban el café, dispues-
tos cada quien a leer su pro-
pio libro en alguna mesa (el
montaje del libro siempre da-
ba resultado), en cualquier
rincón que les brindara si-
lencio y un poco de paz, al
menos para ella que debía
volver a la oficina, antes de
pasar a la guardería por su
pequeño. Pero en vez de
leer comenzaron la escritura
de una historia en las hojas
blancas que se habían ofre-
cido con sus ganas, dispues-
tas a ser pintarrajeadas.
Ella no pudo prever un
futuro de nubarrones os-
curos ni paredes herméticas
de frío metal que la derrota-
rían, y aventó su propio
“¡Hola!”, cargado de coque-
tería, por encima del café
humeante que le acababan
de servir, y caminó hacia su
mesa, esos pocos pasos que
cayeron como copos de nie-
ve en la calentura, derritién-
dose, y dejando en cada go-
ta una invitación para ser
alcanzada. Aceptó la invita-
ción (y el reto), consiguió a
su sobrina como niñera, y se
dio un jabonoso baño antici-
pando sus deseos (si se pre-
senta la oportunidad, la to-
maré). Él acudió a la mesa
donde ambos pudieron des-
cubrir y extender sus cartas
de vida con alguna historia
inicial, que tal vez no fuera
verdad. No hablar de pasa-
das relaciones era el argu-
mento tótem, y aunque se
pudieron contar sucesos per-
sonales ninguno de los dos
tenía por qué ser ni la mitad
de honesto. Para qué decir
que tenía un hijo, que solo
quería coger; se trataba de
una noche y de un hombre
que no fuera todo látex, para
reemplazar aquel dildo que
le mantenía tranquila la furia
semanal del sexo, porque
todo era dedicarse a su pe-
queño. ¿Acaso este hombre
no quiere lo mismo?
Todo lo que se deja a-
vanzar comienza a desbor-
darse. Se gustaron desde el
inicio y quisieron repetirse en
los ojos del otro, cuantas ve-
ces fuera necesario: Qué ha-
rás este fin de semana. Na-
da. Puedo verte. Está bien.
Y al día siguiente. Claro. Y si
desayunamos y te llevo lue-
go al trabajo. Perfecto. Y la
trampa se había cerrado so-
bre su pie, con aquella son-
20 www.avelamia.com
risa que no podía quitarse a-
hora del rostro. Se sabía
feliz pero habría que contarle
que tenía un hijo. "¿Cuál es
el problema?" dijo él abra-
zándola. Cuando un hombre
se decide a vivir con una
mujer que tiene hijos, las
mujeres suspiran y los hom-
bres dicen: “¡Qué ganas, ca-
brón, qué ganas!” Si se trata
de echarse la cuerda al cue-
llo, cualquiera te la acerca. Y
el hombre de esta historia
estaba ahí, dispuesto y ca-
ballero, apuesto y gentil. La
mujer dobló las pestañas, re-
ventó toda en suspiros y
haciendo a un lado su enor-
me fortaleza de madre capaz
de salir adelante sola, se
precipitó en un: “¡Va, vivire-
mos contigo!”
A la tercera semana de
intenciones se derramó la
mala nota dentro de aquel
apartamento de dos recáma-
ras, en el piso más alto de
un edificio moderno, que el
hombre había dispuesto pa-
ra que ella se mudara con su
hijo. Pasó de ser una historia
de cuentos de hadas, a ser
una nunca imaginada pesa-
dilla. De vivir en aquel cuarto
que le prestaba la familia,
para habitar con su hombre
un piso entero en un edificio
en la mejor parte de la ciu-
dad. Creerse dueña de un
espacio propio, como él se lo
hacía sentir, y subir por los
elevadores sin ser vistos, en
esa privacidad que les brin-
daba estar en lo más alto,
¿quién sube sin ser invita-
do? Pero el niño rompió con
el esquema del romance en-
tre la madre y el novio a-
mante dueño.
Cuando el pequeño co-
menzaba a lloriquear de
hambre, de miedo, de tris-
teza o por el capricho de no
quedarse solo en su cuarto,
la madre solía correr a cal-
marlo. "Déjalo llorar, si co-
rres a verlo lo seguirá ha-
ciendo. Ya se acostumbra-
rá". Pero ella se vestía con
aquella bata transparente y
se bajaba de la cama: "Qué
tal si le pasa algo"; y aque-
llos berridos que el niño lan-
zaba pidiendo por su Mamá,
apagaban las voces de ra-
toncitos melosos que se iban
devorando poco a poco en-
tre las sábanas, en la recá-
mara nupcial de seda color
vino y puerta cerrada; aquel
llanto iba creciendo desde
los pulmoncitos y clausuraba
los aullidos del orgasmo que
terminaban por ahogarse en
la garganta, en la punta de la
lengua, en el bien lubricado
y ya violeta glande que se
quedaba 'a casi', porque ella
detenía el movimiento de ca-
deras y abría los ojos alerta,
como un venado que ha sido
alumbrado por los faros de
un carro a media carretera,
para escuchar atenta e in-
tentar descubrir la razón que
asustaba a su crío: "Tengo
que ir a verlo, es mi hijo".
Y cuántas erecciones
perdidas tras una mujer que
se desprende de su erotis-
mo, se viste de mamá con
su batita blanca, transparen-
te, y corre a arropar al niño
que se despertaba toda la
noche. Recogerlo del suelo
en el pasillo donde se estaba
acostadito, como un cacho-
rro que dejan fuera de la ca-
21 www.avelamia.com
sa. Levantarlo y en el abrazo
decirle: “Acá estoy, no pasa
nada, tienes que dormir en
tu cuarto como niño grande,
Qué haces tirado en el pa-
sillo si tienes tu camita abri-
gadora, Sé valiente, no te va
a pasar nada, estoy en mi
cuarto, y tú en el tuyo. Tan
sólo duérmete y déjanos dor-
mir a nosotros también”. Era
necesario poner un alto, y el
hombre fue a meterse bajo
la regadera, para luego to-
mar su parte de la cama y
dormirse masticando algún
pequeño drama.
Las noches pasan con
esa lentitud que tienen los
pensamientos que se enci-
man unos sobre otros y ale-
tean por la casa buscando u-
na salida: es el insomnio que
provoca el silencio en la pa-
reja. Qué puede decir ella a-
hora, qué disculpa puede o-
frecer a un hombre que se
cierra y le da la espalda. Con
cada minuto que los relojes
caminan, la mujer se mira a-
sustada por no poder com-
paginar aquello de dar las
buenas noches tanto al niño
como al hombre del que se
siente vulgarmente enamo-
rada. Con el paso de las no-
ches y la repetición de la ac-
titud del niño ella fue expul-
sada de la recámara: "Qué-
date con tu hijo, no vengas a
meterte a mi cuarto, si no
puedes educarlo para que
esté solo, a cada rato te le-
vantarás y jamás podremos
disfrutar el uno del otro; y
ninguno de los tres lo-
graremos dormir. Vete con él
y déjame en paz".
– Sabías de mi hijo. Lo
dormiré y volveré contigo.
– Has arruinado el mo-
mento, duérmelo y mañana
buscaremos alguna solución.
– ¿Arruiné el momento?
– No pensarás culpar al
bebo, ¿verdad?-, y el hom-
bre cerró la puerta.
La mujer se metió a la
cama con su bebo, lo apretó
a su pecho, y mientras dis-
frutaba su respiración calma-
da, podía sentir bajo la tela
de la bata sus rozados peso-
nes aun ensalivados por su
hombre, ese hombre escon-
dido en su guarida, odián-
dola. Se acariciaba los pies,
el uno con ayuda del otro,
tratando de darse consuelo
para entender el cambio en
su pareja, cómo era posible
que no entendiera que el ni-
ño tiene miedo de estar solo.
El insomnio daba vueltas a
la casa, y no fue sino en la
luz creciente del amanecer
colándose por las ventanas
que ella saltó hacia la recá-
mara para reparar el daño
con el sexo matutino que sa-
bía que su hombre disfruta-
ba. Pero él se había vestido,
castigándola, y gritaba que
algo hiciera para el desayu-
no. Ella tendría que ser pa-
22 www.avelamia.com
ciente para ser de nuevo a-
cariciada al caer la noche,
para ser de nuevo penetrada
por aquel toro que le hacía
doblarse de rodillas.
–Comeré en el trabajo–,
y salió dando un portazo, de-
jando el desayuno y la an-
gustia servidos en la mesa.
El día pasó amargo a-
penas, porque los juegos
constantes del niño la entre-
tenían y le hacían olvidar de
a poco el mal humor de su
pareja. Podía entretenerse
en cuánta cosa pudiera reali-
zar para la casa: arreglar las
cortinas, barrer, acomodar
los libros de su novio, recu-
perar un pequeño espacio
para los juguetes de su hijo,
lavar la ropa, cocinar siem-
pre los platos que sabe que
él disfruta, y estar lista y ba-
ñadita para cuando él pudie-
ra regresar. El hombre volvió
del trabajo con una caja de
metal de apenas un metro y
treinta centímetros por cada
lado, con una sola abertura,
cerrada con una puerta. Del
lado contrario de la puerta
había un mecanismo para a-
brir pequeños orificios que
dejaran pasar el aire. A ella
le pareció una caja fuerte
extraña, hasta que él le con-
tó para qué la había manda-
do construir. Hasta que tuvo
que mirarla como la jaula
que era. No quiso preguntar,
ni intentar algún reclamo,
veía al hombre entusiasma-
do contándole y le parecía i-
rreal. Ella pudo decir que era
una estúpida idea, que cómo
se atrevía a sugerirlo, que se
podía meter la caja en el cu-
lo o por donde mejor le cu-
piera pero que ella cogía a
su hijo, y sus pocas cosas, y
ahora mismo se largaba,
aunque no tuviera adónde ir,
aunque tuviera que doblar la
cola y pedir apoyo a la fa-
milia, regresar al cuartito,
volver a conseguir empleo y
pedirle otra vez a su sobrina
que cuidara del pequeño
mientras le conseguía guar-
dería. Escuchaba las pala-
bras de su hombre mientras
la ira de animal rabioso na-
cía desde el vientre llegando
hasta su boca como un ve-
neno que le impulsaba a
pensar: “Tú fuiste quien me
buscó en aquel café, yo ni si-
quiera había notado tu pre-
sencia y ¿ahora me traes u-
na caja de metal para meter
a mi hijo cuando te moleste?
Estás enfermo”. Pero en vez
de hacerlo, la mujer bajó la
cabeza como un ganso en-
vejecido, agarrándose del a-
mor que le hacía cosquillas
en la nuca.
Después de cenar jun-
tos, y de ver un poco de
televisión, el hombre puso el
cuerpo dormido del niño
dentro de la caja, para poder
gozar de su mujer sin in-
terrupciones. Hacer el amor
o devorarle la ética, el or-
gullo, el alma toda. La prime-
ra noche apenas era un sor-
do llanto el que se escu-
chaba desde la caja, y cuan-
do la mujer quería atreverse
a ver si el niño estaba bien,
su hombre le llegaba al fon-
do y ella cerraba los ojos, los
oídos, cerraba el corazón y
sólo eran golpes mudos ato-
rados en las frías paredes
metálicas del cubo. Sonidos
que crecían dentro de la ca-
23 www.avelamia.com
beza de la mujer, que ya no
alcanzaba los ojos blancos
del orgasmo, pero sí a herir-
se la lengua desesperada
por ignorar a su hijo; porque
a pesar de todo, la mujer
gozaba, y mantenía la tenue
esperanza de darle gusto a
su hombre, pensando que
luego del coito podía sacar a
su hijo de aquella prisión,
pegárselo al pecho y llevarlo
a la cama para devorarlo a
besos: “Todo va a estar bien,
pequeño, todo va a estar
bien”. Su hombre sonreía, y
ella se daba cuenta que ha-
bía llegado la mañana.
Las noches se fueron
repitiendo, el hombre llegaba
y después de cenar metía al
dormido niño a la caja. Así o-
currió las dos primeras se-
manas. Luego exigió a la
mujer: “No esperes que lle-
gue para meterlo a la caja,
no soporto verlo”.
– Tiene miedo, ¿pode-
mos dejarlo fuera esta no-
che?, se portará mejor te lo
aseguro.
Pero no había razones
que pudieran admitirse. El
niño pasaría las noches a-
dentro de la caja. Los días
se volvieron un desequilibrio
que giraba frente a sus ojos,
en el espejo de su cama, en
las noches de su angustia,
porque aquel hombre se
mostraba tan dueño de sí, e-
namorado, tierno. Ahora e-
ran sólo ellos dos, como de-
bieron serlo siempre. Y ella
se mostraba radiante o eso
sospechaban los vecinos,
las pocas veces que los lle-
garon a mirar salir al cine, o
caminar de vuelta de alguna
cena romántica, sin sospe-
char que la tenía prisionera
mientras la presumía por las
calles satisfecho. Cuando él
se iba a trabajar, ella gritaba
su desesperación para esca-
par; corría hacia la caja para
abrirla de inmediato. Hasta
que una mañana él decidió
no dejar la llave, el niño te-
nía que permanecer encerra-
do todo el día, todos los días
por el resto de su vida. Ella
quiso pedir ayuda pero el de-
partamento estaba cerrado,
24 www.avelamia.com
su teléfono móvil sin crédito,
y al abrir la lap top pudo
constatar que había cambi-
ado la clave del wifi. El sue-
ño se había clausurado.
Ante la sociedad este
era un hombre terriblemente
loco por el amor de su mujer,
todos los que los conocían
podrían confirmarlo, terrible-
mente loco y apasionado. E-
ran envidiados como pareja.
Pero ella sabía que se había
ido a vivir con un demente
del que tendría que escapar,
pero ya no hubo tiempo. No
podía encontrar alivio en el
llanto, mientras no encon-
trara la manera de abrir la
maldita caja y sacar a su pe-
queño. Aquello de vivir en el
piso más alto del edificio te-
nía sus desventajas, Nadie
tiene por qué subir sin haber
sido invitado, y la puerta de
casa se mantenía cerrada
para sus gritos. Era inútil, los
ruegos de “¡Es mi hijo, sá-
calo! terminaban en sangre y
moretones”, seguidos de vio-
lentos besos, penetraciones
a la fuerza, y aquella alegría
del que posee un cuerpo con
violencia.
Los días irían pasando
y ella perdería la cordura
dentro de esta relación en la
que era rehén y en la cual
había condenado a su pe-
queño. Las uñas se le que-
braban arañando la caja.
“Mamá, mamá”, escuchaba
todo el día, y se escondía de
aquel hombre cuando regre-
saba; pensaba en matarlo
pero aquel regresaba a go-
zar su cuerpo, aunque ella
no estuviera dispuesta. “Cá-
llate mujer, demasiado hago
dándoles de tragar a los dos.
Te pedí que lo educaras y no
quisiste, es mi turno de en-
señarte lo que es domes-
ticar”. La mujer no tenía pa-
labras de consuelo para su
hijo prisionero; aquello de :
“sólo será cosa de unos
días, velo como un juego, se
irá acostumbrando a ti”, era
un rutilante infierno. El niño
iba decreciendo en el aban-
dono, y la desgracia. “Sa-
quémosle un rato, te lo su-
plico”, y él accedió de mala
gana: “sólo mientras veo el
fútbol”, y le lanzó las llaves.
Las cogió hecha un mar de
mocos y corrió a sacar a su
hijo sucio de orines y caca,
con el rostro descompuesto,
las carnes pálidas, la mirada
perdida de ojos amarillos
que se cerraban y apreta-
25 www.avelamia.com
ban, y el continuo sollozar de
dolor en las articulaciones
por estar doblado siempre
en ese pútrido agujero: "La-
varás la maldita caja, y en la
noche espero que ese cha-
maco esté limpio y de nuevo
a donde pertenece".
– No lo quiero volver a
meter.
– Lo que tú quieras no
es algo que tenga que discu-
tir, te he dicho lo que harás.
No esperes que termine el
partido y me levante para
hacer lo que te he ordenado.
Habría que escapar,
pero cómo, el adónde no era
importante. Aquellos ojos y
aquel cuerpo cada día me-
nos acostumbrados a la luz,
en el desarreglo de la mente,
con el alma empobrecida
marcaban los poco más de
quince días de un infante
que sobrevivía dentro de una
caja de metal, de un niño
que había sido destruido
dentro de la oscuridad. Al
caer la noche y terminar el
espectáculo del soccer, él
había golpeado a la mujer
para luego encerrarla en el
baño, tomar al niño y lan-
zarlo dentro de la caja. Des-
núdate mujer que ahora
vuelvo, había dicho, mien-
tras le arrebataba al niño dé-
bil que apenas podía man-
tenerse despierto. Cerró la
puerta de la caja gritando:
“¡Maldito escuincle ya te hi-
ciste caca otra vez!”
La madre no pudo más
y se armó de valor. Le dice a
su hijo que a partir de ahora
todo irá mejor. El hombre re-
gresa con un ramo de flores
para su mujer y la encuentra
en el baño, desnuda y de-
sangrándose en la pileta. La
mira desde el quicio de la
puerta: “Hija de puta”, dice
entre dientes, cierra la rega-
dera dejando que la sangre
se acumule al borde de la
alcantarilla. Toma el cuerpo
de la mujer en brazos y en-
cuentra con la vista el arma:
un cepillo de dientes roto por
el mango. Piensa que ya no
necesita alimentar al niño de
la caja.
Sólo pasaron tres no-
ches de ignorar la caja y lim-
piar bien para evitar olores.
Los nueve pisos por debajo
del departamento, eran sufí-
ciente barrera para los curio-
sos. Tres días. A la cuarta
noche una nueva hembra a
quien poderse dedicar. Otra
mujer en su cama que se mi-
raba rindiéndose a esa dro-
ga que algunos llaman amor.
La noche fue todo terremoto.
Y al amanecer, la nueva mu-
jer caminó de la habitación a
la cocina por un vaso de le-
che. El hombre aún despa-
rrama su desnudez entre las
sábanas. La mujer lo mira de
cuerpo entero y en su sober-
bia sabe que pudo hacerlo
feliz, que puede hacerlo feliz
si las cosas se repiten, por-
que ella es responsable de
aquella flacidez y aquella
calma que muestra el cuerpo
del aniquilado mancebo. Un
pequeño ruido apagado lla-
ma su atención en la otra re-
cámara.
La caja metálica es el
único objeto al centro de la
misma. Se acerca y pega el
26 www.avelamia.com
oído a su frialdad, trata de
escuchar. Quizá se trate de
la caja fuerte: "Así que es ri-
co"; sabiéndose una extraña
que decidió irse al aparta-
mento de un hombre que re-
cién conocía, supo que al-
gún secreto debería conte-
ner.
– Adentro se esconde
el amor.
Ella sonrió al verse
descubierta husmeando, y
dio unos pequeños saltitos
juguetona para apartarse de
la caja:
– No quise ser chis-
mosa; sentí curiosidad.
– No te preocupes. Voy
por las llaves para que mires
dentro.
– No tienes por qué.
C ¿No quieres conocer
el rostro del amor?-, había
dicho mientras metía la llave
en la cerradura. Ella caminó
unos pasos para situarse a
espaldas de él.
– Ahora lo conocerás.
El amor, o al menos, el ca-
dáver del amor. Acá lo man-
tengo, para jamás olvidarme
de que he amado. ¿Quieres
ver?
Dejó que se acercara,
abrió la caja y cuando ella se
agachó para mirar adentro,
la empujó hacia el fondo.
Ella cayó sobre el cadáver
de la anterior mujer, la ma-
dre que había sido tan feliz
en aquella fila del café. Y
mientras el hombre cierra la
puerta, la nueva mujer pega
de gritos y patalea al verse
encerrada, hasta que siente
los dedos de una manita que
le toca las piernas.
-
27 www.avelamia.com
os personajes
excéntricos se en-
cuentran en el tea-
tro de títeres del doctor Fau-
stus, y habían actuado jun-
tos innumerables veces en
los divertidos a la vez que
siniestros hechos del teólogo
que ya no sólo se confor-
maba con saberlo todo, sino
que ahora se empeñaba en
amar a alguien, y ya tenía a
quién. Y mientras reposan
en el baúl de los muñecos,
conversan, para que el tiem-
po transcurra más rápido en
lo que llega la siguiente ac-
tuación. Juan Salchicha está
vestido de payaso, y Huitzi-
lopochtli como guerrero az-
teca. Le pregunta aquél a
éste:
─ ¿A cuántos has matado
con tus armas de piedra,
amigo?
─ A muchos, pero no aquí en
Germania, sino en mi tierra.
─ La empapaste de san-
gre…
─ Sí, pues allá soy un dios
terrible, el que lleva la guerra
por doquier.
─ Acá tendrás oportunidad
de utilizar tus dones, pues
tenemos muchas guerras.
─ Quiero una, aunque no
creo que mis armas sirvan,
pues hay aquí demasiada
pólvora, como la que usaron
los españoles para acabar
con los míos.
─ La pólvora definió el des-
tino de la humanidad.
─ Por lo menos así fue en lo
que llaman América, donde
han matado a casi todos.
─ Y si eres guerrero, ¿cómo
es que…?
─ ¿Que no impedí el desas-
tre? Por la pólvora. Mis ar-
mas son inútiles ante ese es-
pantoso ruido y humo.
─ Yo por eso me niego a la
milicia. Prefiero la comici-
dad…
D
Diálogo entre Juan
Salchicha y
Huitzilopochtli
Luciano Pérez
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─ Diviertes y te diviertes.
─ Sí, y como todos me creen
tonto ríen mucho más con-
migo que con otros persona-
jes.
─ Haces desesperar al buen
doctor.
─ Tal es mi tarea. Si los pa-
yasos no hacemos eso con
los doctos, entonces éstos
de dormirían en sus laureles
y no se esforzarían más.
Hay que hacerlos enojar, pa-
ra que se decidan a escribir.
─ ¿De qué escribe el doctor?
─ Como todo está en latín, él
dice que ignoro qué es y no
me deja verlo. Pero me he
dado cuenta de que sólo
agarra la pluma después de
una ardua discusión con-
migo, que aunque no sé
mucho de teología oficial-
mente, algo he aprendido
acerca de ella a lo largo de
mis cómicos años.
─ ¿Qué sabes de los dio-
ses? Sabes bien que yo soy
uno.
─ Sé que ustedes sólo se o-
cupan de sí mismos y que
los humanos les somos indi-
ferentes.
─ Eso no es verdad. Yo me
preocupé por mi pueblo, lo
conduje de norte a sur a
encontrar su destino en una
isla que luego sería México.
─ ¿Y entonces por qué los
españoles los destruyeron?
─ Ya te lo dije, por la pól-
vora.
─ Se supone que un dios
puede contra todo. Si no, no
lo es.
─ ¿No es un dios?
─ No, porque es débil.
─ Amigo Juan, los dioses te-
nemos debilidades. En apa-
riencia somos fuertes, pero
en esto hay limitaciones. Por
eso murió el de la cruz, su
padre se negó a ayudarlo a
la hora buena.
─ Ese es un caso muy distin-
to. Murió, pero no murió, si-
no que resucitó, se fue y…
─ ¿Y?
─ Y ya no se supo más de
Él. Pero esto es cuestión de
fe, y quien no tiene fe mejor
que no que diga nada.
─ Yo no tengo fe.
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─ No estás obligado a tener-
la, pues no eres de nuestra
progenie.
─ ¿Qué soy?
─ Un dios.
─ ¿Y el de la cruz?
─ Él es Dios.
─ No veo la diferencia.
─ Mira, amigo, yo creo que
esos asuntos te los explica-
ría mejor el doctor, pues la
verdad es que no entiendo
mucho del para qué de co-
sas como esa.
─ Estás muy serio, quiero
que me hagas reír.
─ Pero si me estoy riendo, lo
que sucede es que estoy
cansado.
─ ¿Te ríes de los dioses?
─ De ellos y de todo. Están
locos y me proporcionan
materiales para mis actos.
─ ¿También el de la cruz?
─ También Él, pero ahí debo
ser más cauto, más sutil;
que no me entiendan, pero
que se me entienda.
─ Dame un ejemplo.
─ Te digo que estoy can-
sado, así que no diré más.
Tenemos que dormir un rato,
que luego nos llamarán a
entrar en escena.
─ Yo no duermo. Cuéntame
un chiste.
─ De religión no.
─ De cualquier cosa.
─ ¿Sabes por qué el doctor
quiere enamorarse?
─ No.
─ Porque el amor entontece,
y si el doctor se vuelve tonto
podrá enfrentarse mejor a
mí.
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─ No me dio risa.
─ A mí sí, pues te digo que
me divierte ponerlo en apu-
ros. Por eso prefiere hablar
con sus discípulos, quienes
nunca lo verán mal.
─ ¿Por qué lo pones en apu-
ros?
─ Porque así le avivo la
desconfianza dentro de sí
mismo, y eso lo decide a es-
cribir para refutarme. No de-
biera ser de tal modo, pero
así es.
─ ¿De quién quiere ena-
morarse?
─ De Margarita.
─ ¿La muñeca de cara bo-
nita y boca como un dulce?
─ Esa misma. Yo ya estoy
enamorado de ella.
─ ¡Adelante pues!
─ Oh no, a mí jamás podrá
quererme, ella sólo quiere
personas que hayan pasado
por un aula, lo cual yo no.
─ Ve a un aula.
─ Alguna vez lo intenté y me
echaron a palos, pues según
ellos yo no sabía latín. Pero
no fue por esto, sino porque
les dije muchas verdades a-
margas.
─ Entonces ella podrá querer
al doctor, pues éste sabe
mucho.
─ El problema es que el a-
mor lo hará olvidarse de sus
conocimientos tan ardua-
mente adquiridos. Además,
hay un diablo que lo aconse-
ja en todo, para que todo le
salga mal.
─ Ese diablo es mi amigo.
─ En efecto, tú y él son dia-
blos.
─ Y dioses.
─ Lo son.
─ Y el de la cruz… ¿igual?
─ No quiero hablar más de
él, alguien puede oírnos y el
doctor se disgusta mucho
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conmigo cuando despliego
proposiciones que él consi-
dera heterodoxas.
─ No conozco esa última pa-
labra.
─ Olvídalo, pues se supone
que tampoco yo.
─ ¿Es latín?
─ Es griego.
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ace poco asistí con
un viejo amigo y un
grupo de nuevos
amigos a tomar un pulque en
una tradicional pulquería de
los rumbos de la Basílica de
Guadalupe, que de acuerdo
a su nuevo dueño tiene casi
tiene setenta años. Lo cual
no lo dudamos ni un solo
momento, ya que no se
parece a una de las mo-
dernas pulquerías en donde
nuestra bebida espirituosa
por excelencia, emborracha
el snob de la chamacada.
La barra de azulejo azul
denota el paso del tiempo, y
si volteamos hacia abajo con
algo de curiosidad, encontra-
remos una delgada canaleta
que refiere a los tiempos en
que no había baños: Sim-
plemente los caballeros des-
enfundaban y a hacer los
que les correspondía des-
pués de mucho “neutle” in-
gerido. Esto también nos se-
ñala aproximadamente la e-
dad de la pulquería. Por su-
puesto que hoy la canaleta
ya no tiene ningún uso y
para ello existen unos baños
sencillos que sólo sirven pa-
ra lo que deberían servir to-
dos.
La pulquería, como mu-
chas otras, tuvo un pasado
cercano de casi extinción, y
por eso es grato encontrarse
con la que sobrevivieron a
las épocas en que los alba-
ñiles, y otros tantos parro-
quianos asistentes a estos
lugares, cambiaron la inges-
ta de pulque por la cerveza.
Y nadie estaba interesado
en tomar pulque, porque era
para los “jodidos”, y los “jo-
didos”, se habían olvidado
casi por completo de él por-
que ya no había sitios de
confianza en donde poder
disfrutar de un “Caldo de
oso” de buena calidad.
Se decía que no se podía
ir a cualquier pulquería por-
que en unas el pulque no
tenía la consistencia para
hacer “el alacrán” (ese sis-
tema infalible de tirar un po-
co de pulque al suelo para
comprobar su viscosidad), y
otros decían que el pulque lo
hacían con “muñequita” (es
decir: que hacían con una
H
Agua de las
dulces matas… Tinta Rápida
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“muñequita” de caca para
que fermentara más rápido).
Esto, junto con la mala fama
de que se hicieron por ser
refugio del lumpen citadino,
que conllevaba un ambiente
“bárbaro y francamente co-
rriente”.
La que en otro tiempo
fuera bebida de los dioses,
pasó por el consumo de la
clase baja, y hoy es bebida
predilecta de los yupies, que
se emborrachan rescatando
las tradiciones. Aquellas pul-
querías que gozaban de una
numerosa clientela fueron
desapareciendo ante el cre-
ciente desprestigio de la be-
bida y los locales para be-
berla, y algunas otras sobre-
vivieron vendiendo cerveza
para mantener la ganancia.
Hoy en día, esas sobrevi-
vientes se levantan como
templos para rendirle culto a
la hermosa y joven diosa
Mayahuel.
Y aquí la historia de la
diosa y de la bebida:
“Esta bebida tuvo
una gran importancia
en la vida de los indí-
genas del centro de
México debido a que
era utilizada como be-
bida ritual y como o-
frenda ceremonial para
los dioses. El pulque se
consumía sólo en fes-
tividades y banquetes,
aunque las borracheras
estaban sumamente
penadas fuera de ese
contexto. Hay una la le-
yenda de Quetzalcoatl
y su embriaguez ver-
gonzante que le obligó
a huir de Tula. En los
tiempos míticos los
hombres poseían los
granos de maíz que ga-
rantizaban su sustento,
pero carecían de otros
productos que les pro-
porcionaran placer y
gozo. Los dioses acor-
daron darles algo que
los hiciera propensos al
canto y al baile. Quet-
zalcoatl decidió que u-
na bebida intoxicante
brindaría placer a sus
vidas, y recordó enton-
ces a Mayahuel, diosa
del maguey”.
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“La abuela de la
diosa era una Tzitzi-
mitl, es decir, un de-
monio celestial de la
oscuridad. Quetzalcoatl
convenció a Mayahuel
de irse con él a la tie-
rra, allí los dos se reu-
nieron en un frondoso
árbol y tomaron la for-
ma de rama cada uno.
Desafortunadamente,
la arpía de la abuela de
Mayahuel, al percatar-
se de su huida, convo-
có a las demás Tzitzi-
mime para que la ayu-
dasen a encontrar a la
diosa. Cuando la locali-
zaron inmediatamente
destruyeron el árbol y
la rama en donde esta-
ba oculta Mayahuel fue
quebrada; así su abue-
la despedazó a Maya-
huel y dio las partes de
su cuerpo a las otras
Tzitzimime, ellas la de-
voraron y dejaron sus
huesos roídos. Cuando
Quetzalcotal, cuya ra-
ma no había sido rota,
recuperó su aspecto,
recogió los huesos y
los enterró con grandes
muestras de tristeza.
De ellos surgió la pri-
mera planta del ma-
guey, milagrosa fuente
del pulque, que luego
se reconocería como
una variedad de agave,
denominada atrovirens
Kawr o manso". (*)
(*) Fragmento de la obra
Aztec and Maya Myths, de Karl
Taube, en traducción de Elisa
Ramírez Castañeda y que apa-
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reció en el artículo "Los
orígenes del pulque" en la
revista Arqueología Mexicana,
Vol. IV, núm. 20, julio-agosto
1996, pág. 71.
La pulquería que nos dio
cobijo antes de salir a re-
correr las colonias vecinas
al cerro del Tepeyac, para
conocer algo de su historia y
su arquitectura, fue “La vic-
toria”, ubicada en la calle
Moctezuma esquina con Mi-
randa, en la colonia La Villa.
Se encuentra a unas calles
de Calzada de Guadalupe y
muy cerca de la estación del
Metro La Villa - Basílica.
Aquí se puede rememo-
rar las viejas pulquerías,
donde el albur, el molcajete
con salsa, y el bicarbonato
eran parte de la tradición. Lo
que se extraña (y es que en
ninguna pulquería los he
encontrado ahora) son los
tradicionales vasos en que
se servían antaño: las ma-
cetas (de 2 litros), las jarras
pulqueras, los tornillos (va-
sos delgados labrados en
forma de rosca para un me-
dio litro), cacarizas (jarras
de cristal de un litro), chiva-
tos (tarros de un cuarto de
litro), catrinas (jarras lisas
para un litro), jícaras (de un
litro, medio y un cuarto de
litro), violas (jarras largas de
medio litro) y las tripas
(vasos altos y delgados de
medio litro).
Espero la pronta reunión
a tomar un “curado” de ca-
cahuate, de avena o de
fibra, o ya de plano si ando
demasiado “bruja”, un “Cara
pálida”, pero eso si con la
grata compañía, porque el
pulque no se hizo para los
solitarios.
“Agua de las dulces
matas, tú me tumbas, tú me
matas, tú me haces andar a
gatas”.
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Al terminar el año cuatro después de
Lamia (d. L.), tendremos un mes con muy
variados tópicos, todos imperdibles.