Textos literarios para comentario crítico
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COMPILACIÓN DE TEXTOS LITERARIOS IES PONCE DE LEÓN
PROF. DAVID J. CALZADO COMENTARIO DE TEXTOS
1
Iban a matarlo? Súbitamente, su mundo se había estrechado tanto que
no le cabía la menor duda. Pero su consternación no se debía a la
probable inminencia de aquello, sino al hecho de estar al corriente
gracias a la efímera irrupción de realidad que nace de una coincidencia. El
haberse enterado de un complot letal contra su persona (su pacífica e incolora
persona) era un trance de tal envergadura que primero demandaba
sedimentarse, para luego ostentar las aristas lógicas del peligro. Pero saberlo a
partir del minúsculo acto de levantar un auricular (él) y escuchar el cruce de
dos dialogantes (ellos), que se comunicaban sin redundar en esos pormenores
que técnicamente son denominados medios, fines, o cosas por el estilo, pero
que sí dejaban claro la resolución de asesinarlo, es decir, de sustraerle su más
preciado e inútil patrimonio, era cosa inexplicable.
No caben dudas, pensó, han citado mi nombre completo, el número de una
casa que es la mía, en mi calle, y luego han dicho que ya era el momento de
eliminarme, de cepillarme, de pasarme la cuenta, de meterme en el traje de
palo. Y para acabar con toda consoladora mala interpretación, han sido
particularmente quisquillosos ante la importancia de desaparecer rápidamente
el cadáver.
La sangre, le temen a la sangre, han dicho: no quieren mancharse con mi
sangre.
No obstante, antes de pensar en sí mismo, antes de enmarcar en la
consecuente red de alarma sensorial el peligro que corría su cuerpo rosablanco
y afiebrado, le dio por pensar en las largas horas de su vida que habían estado
consagradas al teléfono. Noches enteras pasaba marcando al azar números
distintos, o simplemente levantando y esperando. Esperando. Hasta que
aparecían los ruidos, los cruces de voz, los diálogos sin rostro que él
escuchaba desorbitado. Incluso alguna vez, de tanto remarcar series ciegas,
había provocado una coincidencia de números reconociendo del otro lado la
misma exacta voz que dos horas antes le había hablado. Nunca pensó que su
hobby, el vicio de las líneas telefónicas imperfectas en una ciudad que se caía
a pedazos, fuera a regalarle la noticia de su muerte.
Las Bestias (fragmento), Ronaldo Menéndez, 2006
.
¿
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2
POEMA DE AMOR
Mi madre, que me encuentra más delgado,
y se preocupa porque tengo ojeras.
Mi padre, cada día más distante,
y, sin embargo, cada vez más cerca.
Mi hijo, que aparece con sus ganas
de vivir, y me rompe los esquemas.
Y, aunque lo dudes, tú,
que me soportas o que te rebelas
cuando reniego o callo, que compartes
mi malhumor y mis miserias.
Y poco más... Es todo lo que puedo
llamar amor a los cuarenta.
“Poema de Amor” en Variaciones y reincidencias, Javier Salvago, 1997.
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o, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si
fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquellos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya. Nací hace ya muchos años -lo menos cincuenta y cinco- en un pueblo perdido por la provincia de Badajoz; el pueblo estaba a unas dos leguas de Almendralejo, agachado sobre una carretera lisa y larga como un día sin pan, lisa y larga como los días -de una lisura y una largura como usted para su bien, no puede ni figurarse- de un condenado a muerte. Era un pueblo caliente y soleado, bastante rico en olivos y guarros (con
perdón), con las casas pintadas tan blancas, que aún me duele la vista al
recordarlas, con una plaza toda de losas, con una hermosa fuente de tres
caños en medio de la plaza. Hacía ya varios años, cuando del pueblo salí, que
no manaba el agua de las bocas y sin embargo, ¡qué airosa!, ¡qué elegante!,
nos parecía a todos la fuente con su remate figurado un niño desnudo, con su
bañera toda rizada al borde como las conchas de los romeros. En la plaza
estaba el ayuntamiento que era grande y cuadrado como un cajón de tabaco,
con una torre en medio, y en la torre un reloj, blanco como una hostia, parado
siempre en las nueve como si el pueblo no necesitase de su servicio, sino sólo
de su adorno. En el pueblo, como es natural, había casas buenas y casas
malas, que son, como pasa con todo, las que más abundan.
La familia de Pascual Duarte (fragmento), Camilo José Cela, 1942.
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BERNARDA. (Arrojando el abanico al suelo.) ¿Es éste el abanico que se da a
una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre.
MARTIRIO. Tome usted el mío.
BERNARDA. ¿Y tú?
MARTIRIO. Yo no tengo calor.
BERNARDA. Pues busca otro, que te hará falta. En ocho años que dure el luto
no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos
tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en
casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordar el ajuar. En el arca
tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos.
Magdalena puede bordarlas.
MAGDALENA. Lo mismo me da.
ADELA. (Agria.) Si no quieres bordarlas, irán sin bordados. Así las tuyas
lucirán más.
MAGDALENA. Ni las mías ni las vuestras. Sé que ya no me voy a casar.
Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de
esta sala oscura.
BERNARDA. Eso tiene ser mujer.
MAGDALENA. Malditas sean las mujeres.
BERNARDA. Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a
tu padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso tiene
la gente que nace con posibles.
La casa de Bernarda Alba (fragmento), Federico García Lorca, 1936.
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LA PASIÓN
Salimos del amor
como de una catástrofe aérea
Habíamos perdido la ropa
los papeles
a mí me faltaba un diente
y a ti la noción del tiempo
¿Era un año largo como un siglo
o un siglo corto como un día?
Por los muebles
por la casa
despojos rotos:
vasos fotos libros deshojados
Éramos los sobrevivientes
de un derrumbe
de un volcán
de las aguas arrebatadas
y nos despedimos con la vaga sensación
de haber sobrevivido
aunque no sabíamos para qué.
"La pasión” en Babel bárbara, Cristina Peri Rossi, 1991.
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ntre brumas, Casimiro recordó algo. ¿Era esta chiquilla la que, en la
fiesta de Gabriel Arcángel, se había subido a la camioneta? Pero ese
día había tomado mucha chicha y no estaba muy seguro de que esta
cara fuese la borrosa de su memoria.
-Y quién dice que fui yo -le contestó de mal modo-. Con cuántos te fuiste, pues,
en esas fiestas. ¿Crees que me vas a agarrar de manso? ¿Que voy a cargar
con un hijo de Dios sabe quién?
No pudo seguir gritándola porque la muchacha salió corriendo. Casimiro se
acordó que don Pericles aconsejaba, para casos así, sentarse al volante y
arrancar. Pero unas horas después, cuando cerró su negocio, empezó a
deambular de un lado a otro por el lugar, buscando a la muchacha. Sentía
desazón y ganas de hacer las paces con ella.
La encontró en el camino, a la salida del pueblo, en una avenida de sauces y
tunales alborotada con el croar de las ranas. Ella estaba regresándose a su
anexo, muy ofendida. Al final, Huarcaya la aplacó, la convenció de que subiera
a la camioneta y la llevó hasta las afueras de la comunidad donde vivía. La
consoló como pudo y le dio un poco de dinero aconsejándole que se
consiguiera una de esas comadronas que también hacen abortar. Ella asentía,
con los ojos medio mojados. Se llamaba Asunta y cuando él le preguntó la
edad, le contestó que dieciocho, pero él calculó que se aumentaba.
Volvió a pasar por allí un mes después y, preguntando, llegó hasta la casa de
la muchacha. Vivía con sus padres y una nube de hermanos, que lo recibieron
con desconfianza, huraños. El padre, dueño de su propio terreno dentro de la
comunidad, había sido mayordomo de las fiestas. Entendía español, aunque a
las preguntas de Casimiro respondía en quechua. Asunta no había encontrado
a nadie que le diera esos cocimientos, pero dijo a Huarcaya que no se
preocupara. Sus padrinos, de un anexo vecino, le habían dicho que tuviera el
hijo nomás y que podía irse a vivir con ellos si la echaban de la casa.
Parecía resignada a lo que le ocurría. Al despedirse de ella, Casimiro le regaló
unos zapatos de medio taco y un chal floreado que ella le agradeció besándole
la mano.
La vez siguiente que pasó por el lugar, Asunta ya no estaba y la familia no
quiso hablarle de ella. El padre lo recibió más hosco que en la primera visita y
le dijo a boca de jarro que no volviera por allí. Nadie supo o quiso darle razón
de dónde vivían los padrinos de Asunta.
Casimiro se dijo que había hecho todo lo que estaba a su alcance por esa
chiquilla y que no debía quitarse más el sueño. Si la volvía a encontrar, la
ayudaría.
Lituma en los Andes (fragmento), Mario Vargas Llosa, 1993.
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LA PREGUNTA
En la noche avanzada y repetida,
mientras vuelvo bebido y solitario
de la fiesta del mundo, con los ojos muy tristes
de belleza fugaz, me hago esa pregunta.
Y también en la noche afortunada,
cuando el azar dispone un cuerpo hermoso
para adornar mi vida, esa misma pregunta
me inquieta y me seduce como un viejo veneno.
Y a mitad de una farra, cuando el hombre
reflexiona un instante en los lavabos
de cualquier antro infame al que le obligan
los tributos nocturnos y unas piernas de diosa.
Pero también en casa, en las noches sin juerga,
en las noches que observo desde esta ventana,
compartiendo la sombra
con el cuerpo entrañable que acompaña mis días,
desde esta ventana, en este mismo cuarto
donde ahora estoy solo y me pregunto
durante cuánto tiempo cumpliré mi condena
de buscar en los cuerpos y en la noche
todo eso que sé
que no esconden la noche ni los cuerpos.
“La Pregunta” en La Plata de los Días, Vicente Gallego, 1996.
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EL MINISTRO: ¡No has cambiado!... Max, yo no quiero herir tu delicadeza,
pero en tanto dure aquí, puedo darte un sueldo.
MAX: ¡Gracias!
EL MINISTRO: ¿Aceptas?
MAX: ¡Qué remedio!
EL MINISTRO: Tome usted nota, Dieguito. ¿Dónde vives, Max?
MAX: Dispóngase usted a escribir largo, joven maestro: -Bastardillos, veintitrés,
duplicado, Escalera interior, Guardilla B-. Nota. Si en este laberinto hiciese falta
un hilo para guiarse, no se le pida a la portera, porque muerde.
EL MINISTRO: ¡Cómo te envidio el humor!
MAX: El mundo es mío, todo me sonríe, soy un hombre sin penas.
EL MINISTRO: ¡Te envidio!
MAX: ¡Paco, no seas majadero!
EL MINISTRO: Max, todos los meses te llevarán el haber a tu casa. ¡Ahora,
adiós! ¡Dame un abrazo!
MAX: Toma un dedo, y no te enternezcas.
EL MINISTRO: ¡Adiós, Genio y Desorden!
MAX: Conste que he venido a pedir un desagravio para mi dignidad, y un
castigo para unos canallas. Conste que no alcanzo ninguna de las dos cosas, y
que me das dinero, y que lo acepto porque soy un canalla. No me estaba
permitido irme del mundo sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles.
¡Me he ganado los brazos de Su Excelencia!
Luces de Bohemia (fragmento), Ramón María del Valle Inclán, 1920.
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LUIS.– Lástima me das. ¡Lástima y asco! (Lo lleva hasta la puerta y lo echa
afuera sin ninguna consideración. El BADILA, allí, protesta sin atreverse a
entrar de nuevo.)
BADILA.– ¡Abusas porque puedes, cara de catre! ¡Por no fiarme medio litro
cómo te pones! ¡Algún día me la pagas, chusquero, sinvergüenza! ¡Ladrón de
los pobres, que vendes por Valdepeñas el Canalillo, ladronazo! ¡Que estás
secando el Manzanares, so canalla! ¡Que vendes la pañí a siete el litro,
caradura! (Según insultaba, ha ido retirándose prudentemente,de espaldas, y
nada más salir de escena, se oye que grita.) ¡Ay! ¡Ay!
AUTOR.– ¿Qué le ha pasado?
LUIS.– (Desde la puerta, ríe.) Se ha caído en la zanja esa de lo de la obra, el
mamonazo. (Se retuerce de risa.) ¡Ay, qué tío! ¡Se ha caído en la zanja y no
puede salir, el tuercebotas ese!
BADILA.– (Grita, dentro.) ¡Socorro, hijos de puta! ¡Sacadme de aquí, cabrones!
AUTOR.– Voy a ayudarle, a ver...
LUIS.– No, hombre. Déjelo que la duerma ahí dentro. Lo más que puede haber
ahí es algún zurullo, pero él ni se entera. Ya verá como se queda dormido tan a
gusto.
AUTOR.– Con tal de que no se haya roto una pierna.
LUIS.– Qué va, hombre. Chillaría de otro modo, ¿no me comprende?
BADILA.– (Sigue gritando.) ¡Auxilio, cabronazos! ¡Rojos de mierda, cuando
salga os fusilo! ¡A mí, la Legión! (El AUTOR desiste de salir).
La Taberna Fantástica (fragmento), Alfonso Sastre, 1968.
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e había dejado llevar por una mezcla de casualidades estúpidas: un
camión que le había adelantado por la derecha, impidiéndole la
incorporación a ese carril y hacia el centro de Nueva York, como cada
madrugada, y un coche rojo frente a él, que le hizo frenar permitiendo que otros
vehículos le cerraran el paso por la derecha y dieran al traste con su intención
vaga, triste, incierta, de tomar la misma dirección de cada mañana desde hacía
exactamente ocho años, cuatro meses, y veintisiete días. Cuando terminó el
plato de huevos revueltos con beicon decidió marcharse. Pagó, dejando unos
cuantos centavos de propina que la camarera no agradeció. Salió del bar, se
subió en el coche, repostó, y tomó la autopista en dirección al sur. En la radio
de su coche sonaba el único disco de Jeff Buckley. Comenzaban los primeros
acordes de «The last goodbye». Un avión estaba a punto de estrellarse contra
una de las torres en las que trabajaba, haciendo saltar el mundo por los aires,
rompiendo definitivamente la baraja de este enloquecido juego. Él seguía
conduciendo. No sabía que el no haber tomado el carril de la circunvalación
que llevaba al centro de la ciudad, ahora una barbarie en llamas, le había
salvado la vida. Nunca lo supo.
A medida que avanzaba hacia el sur el paisaje cambiaba levemente. La voz de
Jeff Buckley seguía poniendo música a aquella huida que apenas empezaba a
tomar forma. El mundo del que ahora desertaba estaba compuesto por
ficheros, informes, datos, mesas, contabilidades, cálculos de beneficios y
porcentajes. Luego estaba el naufragio en su cama, y el frío, y la piel de ella tan
lejana, en otra órbita, en otro silencio, en otro lugar. Entonces sucedió lo de la
llamada de teléfono la noche anterior: aquella vieja fingiendo equivocarse de
número, aquel silencio espeluznante antes de colgar. Y la culpa, como un
imborrable telón de fondo...
Últimas dos horas y cincuenta y ocho minutos (fragmento), Miguel Ángel Maya, 2008.
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no de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía
rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos
los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de
adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma
característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo
manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada.
Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido,
así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se
movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que
dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no
hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban
como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de
limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en
góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o
dos, creían que era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se
hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de
vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer,
se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los
supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían,
naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super
era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa
ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que
eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban
pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.
“El Carrito” (fragmento), César Aira.
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NO VOLVERÉ A SER JOVEN
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
“No volveré a ser joven” en Poemas póstumos, Jaime Gil de Biedma, 1968.
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ue el primero que se bajó del automóvil, cubierto por completo por el
polvo ardiente de nuestros malos caminos, y no tuvo más que aparecer
en el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que Bayardo
San Román se iba a casar con quien quisiera.
Era Ángela Vicario quien no quería casarse con él. «Me parecía demasiado
hombre para mí», me dijo. Además, Bayardo San Román no había intentado
siquiera seducirla a ella, sino que hechizó a la familia con sus encantos. Ángela
Vicario no olvidó nunca el horror de la noche en que sus padres y sus
hermanas mayores con sus maridos, reunidos en la sala de la casa, le
impusieron la obligación de casarse con un hombre que apenas había visto.
Los gemelos se mantuvieron al margen. «Nos pareció que eran vainas de
mujeres», me dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que
una familia dignifica da por la modestia no tenía derecho a despreciar aquel
premio del destino. Angela Vicario se atrevió apenas a insinuar el
inconveniente de la falta de amor, pero su madre lo demolió con una sola frase:
-También el amor se aprende.
A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y vigilados, el de
ellos fue de sólo cuatro meses por las urgencias de Bayardo San Román. No
fue más corto porque Pura Vicario exigió esperar a que terminara el luto de la
familia. Pero el tiempo alcanzó sin angustias por la manera irresistible con que
Bayardo San Román arreglaba las cosas.
Crónica de una muerte anunciada (fragmento), Gabriel García Márquez, 1981.
F
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a abuela de Bertha Jensen murió maldiciendo.
Ella había vivido toda su vida en puntas de pie, como pidiendo perdón por
molestar, consagrada al servicio de su marido y de su prole de cinco hijos,
esposa ejemplar, madre abnegada, silencioso ejemplo de virtud: jamás una
queja había salido de sus labios, ni mucho menos una palabrota.
Cuando la enfermedad la derribó, llamo al marido, lo sentó ante la cama y
empezó. Nadie sospechaba que ella conocía aquel vocabulario de marinero
borracho. La agonía fue larga. Durante más de un mes, la abuela vomitó desde
la cama un incesante chorro de insultos y blasfemias de los bajos fondos.
Hasta la voz le había cambiado. Ella que nunca había fumado ni bebido nada
que no fuera agua o leche, puteaba con voz ronquita. Y así puteando, murió; y
hubo un alivio general en la familia y en el vecindario.
Murió donde había nacido, en el pueblo de Dragor, frente a la mar, en
Dinamarca. Se llamaba Inge. Tenía una linda cara de gitana. Le gustaba vestir
de rojo y navegar al sol.
“La abuela” en El libro de los abrazos, Eduardo Galeano, 1989.
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e observado atentamente el rostro blanco de Elena. Su palidez ya no es
tan macilenta como en el momento de la muerte. Sencillamente ha
perdido todos los colores. Quizás la muerte sea transparente. Y
heladora. Durante las primeras horas he sentido la necesidad de mantener su
mano entre las mías, pero poco a poco me he encontrado unos dedos sin
caricias y he sentido miedo de que fuera ése el recuerdo que quedara grabado
en mi piel insatisfecha. Llevo varias horas sin tocarla y ya no soy capaz de
reposar junto a su cuerpo. El niño sí. Ahora yace exhausto acurrucado junto a
su madre. Por un momento he pensado que pretendía devolver el calor al
cuerpo inerte que le sirvió de refugio mientras duró el zumbido de la guerra.
Sí. Hemos perdido una guerra y dejarnos atrapar por los fascistas sería lo
mismo que regalarles otra vez otra victoria. Elena ha querido seguirme y ahora
sabemos que nuestra decisión ha sido errónea. Quiero pensar que jamás se
cometió un error tan generoso. Debimos hacer caso a sus padres, a los que
pido perdón por permitir que Elena me acompañase en mi huida.
Que te quedes, no te harán daño, le dije. Que te sigo. Que me matan. Que me
muero. Hablábamos de la muerte para dejar la vida al descubierto. Pero nos
equivocábamos. Nunca debimos emprender un viaje tan interminable estando
ella de ocho meses. El niño no vivirá y yo me dejaré caer en los pastos que
cubrirá la nieve para que de las cuencas de mis ojos nazcan flores que irriten a
quienes prefirieron la muerte a la poesía.
Los girasoles ciegos (fragmento), Alberto Méndez, 2004.
H
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16
Por encima del mar, desde la orilla americana del Atlántico
¡Si yo hubiera podido, oh Cádiz, a tu vera,
hoy, junto a ti, metido en tus raíces,
hablarte como entonces,
como cuando descalzo por tus verdes orillas
iba a tu mar robándole caracoles y algas!
Bien lo merecería, yo sé que tú lo sabes,
por haberte llevado tantos años conmigo,
por haberte cantado casi todos los días,
llamando siempre Cádiz a todo lo dichoso,
lo luminoso que me aconteciera.
Siénteme cerca, escúchame
igual que si mi nombre, si todo yo tangible,
proyectado en la cal hirviente de tus muros,
sobre tus farallones1
hundidos o en los huecos
de tus antiguas tumbas o en las olas te hablara.
Hoy tengo muchas cosas, muchas más que decirte.
Yo sé que lo lejano,
sí, que lo más lejano, aunque se llame
Mar de Solís o Río de la Plata2,
no hace que los oídos
de tu siempre dispuesto corazón no me oigan.
Por encima del mar voy de nuevo a cantarte.
“Por encima del mar...” en Ora marítima, Rafael Alberti, 1953.
1 Farallones: rocas altas o peñascos abruptos que sobresalen en el mar.
2 Estuario de los ríos Paraná y Uruguay, en el Atlántico.
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ecíase que había entrado en el seminario para hacerse cura, con el fin
de atender a los hijos de una su hermana recién viuda, de servirles de
padre; que en el seminario se había distinguido por su agudeza mental
y su talento y que había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica
porque él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna, de su aldea perdida
como un broche entre el lago y la montaña que se mira en él.
Y ¡cómo quería a los suyos! Su vida era arreglar matrimonios desavenidos,
reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre
todo consolar a los amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir.
Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija
de la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada,
trayendo un hijito consigo, don Manuel no paró hasta que hizo que se casase
con ella su antiguo novio Perote y reconociese como suya a la criaturita,
diciéndole:
–Mira, da padre a este pobre crío que no le tiene más que en el cielo.
–¡Pero, don Manuel, si no es mía la culpa…!
–¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe…! y, sobre todo, no se trata de
culpa.
Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su
vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de don Manuel, reconoció por
suyo no siéndolo.
San Manuel Bueno, mártir (fragmento), Miguel de Unamuno, 1931.
D
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erían las diez de la mañana de un día de octubre. En el patio de la
Escuela de Arquitectura, grupos de estudiantes esperaban a que se
abriera la clase.
De la puerta de la calle de los Estudios que daba a este patio, iban entrando
muchachos jóvenes que, al encontrarse reunidos, se saludaban, reían y
hablaban.
Por una de estas anomalías clásicas de España, aquellos estudiantes que
esperaban en el patio de la Escuela de Arquitectura no eran arquitectos del
porvenir, sino futuros médicos y farmacéuticos.
La clase de química general del año preparatorio de medicina y farmacia se
daba en esta época en una antigua capilla del Instituto de San Isidro convertida
en clase, y éste tenía su entrada por la Escuela de Arquitectura.
La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar en el
aula se explicaba fácilmente por ser aquél primer día de curso y del comienzo
de la carrera.
Ese paso del bachillerato al estudio de facultad siempre da al estudiante ciertas
ilusiones, le hace creerse más hombre, que su vida ha de cambiar.
Andrés Hurtado, algo sorprendido de verse entre tanto compañero, miraba
atentamente arrimado a la pared la puerta de un ángulo del patio por donde
tenían que pasar.
Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el público a la
entrada de un teatro.
Andrés seguía apoyado en la pared, cuando sintió que le agarraban del brazo y
le decían:
—¡Hola, chico! Hurtado se volvió y se encontró con su compañero de Instituto
Julio Aracil.
El árbol de la ciencia (fragmento), Pío Baroja, 1911.
S
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19
[Abdullah Samuels quema neumáticos en África]
Abdullah Samuels quema neumáticos en África.
La nube es negra y densa y el poblado
cierra (cuando es posible) sus ventanas.
Vende hierro.
Lleva así veinte años. Vende hierro.
El gobierno le ha dicho que no puede.
Le ha dicho un periodista que no debe.
Le ha dicho una ONG que se envenena,
que envenena al poblado y a sus hijos.
Pero cada mañana Abdullah Samuels
Se levanta temprano y busca ruedas.
Lleva así veinte años. Vende hierro.
[Abdullah Samuels…] en Basura, Ben Clark, 2011.
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20
ólo la hipocresía farisaica y cerril de los espíritus de orden
que subordinan la marcha del mundo a la preservación de sus
privilegios bastardos a costa de cualquier injusticia y de
cualquier sufrimiento ajeno, podría escandalizarse o sorprenderse ante los
hechos. Pues, ¿qué sucedió sino que la prosperidad inmerecida de los
logreros, los traficantes, los acaparadores, los falsificadores de mercaderías,
los plutócratas en suma, produjeron un previsible y siempre mal recibido
aumento de los precios que no se vio compensado con una justa y necesaria
elevación de los salarios? Y así ocurrió lo que viene aconteciendo desde
tiempo inmemorial: que los ricos fueron cada vez más ricos, y los pobres, más
pobres y miserables cada vez. ¿Es, pues, reprobable, como algunos
pretenden, que los desheredados, los débiles, los parientes pobres de la
inhumana e insensible familia social recurriesen a un único camino, al solo
medio que su condición les deparaba? No, sólo un insensato, un torpe, un
ciego, podría ver algo censurable en tal actitud. En la empresa Savolta, debo
decirlo, señores, y entrar así en uno de los más oscuros y penosos pasajes de
mi artículo y de la realidad social, se pensó, se planeó y se intentó lo único
que podía planearse, pensarse e intentarse. Sí, señores, la huelga. Pero los
desamparados obreros no contaban con (¿me atreveré a pronunciar su
nombre?) ese cancerbero del capital, esa sombra temible ante cuyo recuerdo
tiemblan los hogares proletarios…
La verdad sobre el caso Savolta (fragmento), Eduardo Mendoza, 1975.
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