Silva Alberto El Libro Del Haiku Cap 3 - El Margen --Gz

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EL MARGEN En la cultura japonesa, como en muchísimas otras, el concepto de centro proporciona uno de los símbolos constituyentes fundamentales. Evoca el principio del ser y de los tiempos. Remite al hogar y al ombligo materno. Prefigura el poder, en cualquiera de sus manifestaciones. Da un lugar y una imagen a la identidad colectiva. En mi opinión, sin embargo, es de su antítesis perfecta, el concepto de margen, que la poesía del haiku hace su terreno y su tópico. Apenas o nada se ocupa del centro. Ahora bien, estando el primigenio “tôpos” japonés constituido por un centro (el palacio del jefe señala el punto cero de la geografía urbana; el templo organiza a su entorno la vida aldeana; el monte sagrado marca el centro del cosmos), la poesía del haiku se orienta en una dirección inversa a la previsible, dada aquella dinámica social japonesa y su sedimentación en una peculiar cultura de la vida cotidiana. A fuerza de silenciar, de omitir incluso, la existencia de un centro, los haijin propenden al vaciamiento de ese centro y, en el límite, de todo centro. De forma paradójica, la negación práctica de un punto de referencia hace posible, en el caso de los hombres del haiku, que surja una afirmación inesperada: la poesía no se mueve en un ciclo cerrado y repetitivo sino que, al contrario, se erige en lugar de libertad de palabra. De esta forma el haiku contribuye a plantear dimensiones que hasta entonces parecían desconocidas en la cultura antigua japonesa y que, resumiendo mucho, se podrían caracterizar así: - Si es lícito hablar de “un lugar” de la poesía según el haiku, ese lugar se encuentra en un “afuera” geográfico y mental al que los poetas aspirar a trasladarse y que pretenden transformar en tema recurrente de su poesía. A tal lugar lo podemos con justicia llamar “el margen”. - Al resignificar continuadamente las palabras usadas para expresarse (dicha resignificación constituye su motivo, cuando es auténtica), el poeta del haiku de paso contribuye a recentrar la realidad que nombra, difuminando por todos los rincones cualquier noción de referencia, a fuerza de crear cada vez un lugar central en torno a su nuevo poema. Este procedimiento es el que le permite al haiku ser leído como poesía- poesía, más allá de unas raíces culturales que, de todos modos, en ningún momento se trata de invalidar. ……… En un sentido directo, físico, el margen es aquel lugar fuera del cual alguien está, queda o se mantiene. Concretamente, el margen es el extremo o la orilla de un espacio: así hablamos en el caso de un río o de un campo.

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Capitulo del libro sobre Haiku de Alberto Silva (Ed. Bajo la luna)

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EL MARGEN

En la cultura japonesa, como en muchísimas otras, el concepto de centro

proporciona uno de los símbolos constituyentes fundamentales. Evoca el

principio del ser y de los tiempos. Remite al hogar y al ombligo materno.

Prefigura el poder, en cualquiera de sus manifestaciones. Da un lugar y una

imagen a la identidad colectiva. En mi opinión, sin embargo, es de su

antítesis perfecta, el concepto de margen, que la poesía del haiku hace su

terreno y su tópico. Apenas o nada se ocupa del centro. Ahora bien, estando

el primigenio “tôpos” japonés constituido por un centro (el palacio del jefe

señala el punto cero de la geografía urbana; el templo organiza a su entorno

la vida aldeana; el monte sagrado marca el centro del cosmos), la poesía del

haiku se orienta en una dirección inversa a la previsible, dada aquella

dinámica social japonesa y su sedimentación en una peculiar cultura de la

vida cotidiana.

A fuerza de silenciar, de omitir incluso, la existencia de un centro, los

haijin propenden al vaciamiento de ese centro y, en el límite, de todo

centro. De forma paradójica, la negación práctica de un punto de referencia

hace posible, en el caso de los hombres del haiku, que surja una afirmación

inesperada: la poesía no se mueve en un ciclo cerrado y repetitivo sino que,

al contrario, se erige en lugar de libertad de palabra. De esta forma el haiku

contribuye a plantear dimensiones que hasta entonces parecían

desconocidas en la cultura antigua japonesa y que, resumiendo mucho, se

podrían caracterizar así:

- Si es lícito hablar de “un lugar” de la poesía según el haiku, ese lugar se

encuentra en un “afuera” geográfico y mental al que los poetas aspirar a

trasladarse y que pretenden transformar en tema recurrente de su poesía.

A tal lugar lo podemos con justicia llamar “el margen”.

- Al resignificar continuadamente las palabras usadas para expresarse

(dicha resignificación constituye su motivo, cuando es auténtica), el

poeta del haiku de paso contribuye a recentrar la realidad que nombra,

difuminando por todos los rincones cualquier noción de referencia, a

fuerza de crear cada vez un lugar central en torno a su nuevo poema.

Este procedimiento es el que le permite al haiku ser leído como poesía-

poesía, más allá de unas raíces culturales que, de todos modos, en

ningún momento se trata de invalidar.

………

En un sentido directo, físico, el margen es aquel lugar fuera del cual

alguien está, queda o se mantiene. Concretamente, el margen es el extremo

o la orilla de un espacio: así hablamos en el caso de un río o de un campo.

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Una característica intrínseca del margen es su inferioridad relativa con

respecto a su par opuesto, el centro percibido o, al menos, expresado, o

incluso únicamente supuesto. Aquellos espacios a la orilla del río, del

campo o de un núcleo poblado, probablemente estén sin aprovechar. O si

acaso, el único provecho consiste en utilizarlos para dejar tirado lo que

nadie precisa: piedras, matorrales, hoy en día basura. En cualquier

circunstancia, el margen es periferia que envuelve a un centro, enunciado o

secreto, el cual siempre queda “dentro”. Los barrios marginales

“envuelven” siempre al centro por el lado de afuera. Es fácil constatar

cómo la topografía urbana marca la crudeza de una relación social. En

lenguaje corriente, estar marginado significa vivir al borde, al exterior, de

lo que se suponen beneficios de la vida social: bienes materiales,

simbólicos o afectivos de todo tipo. El que está al margen no interviene en

los asuntos generales, los que sin embargo le conciernen. Quedar al margen

equivale a situarse fuera del sistema de equilibrios habituales. Estar al

margen, como quien dice, es nuevamente vivir a la intemperie.

La situación descrita se ajusta cómodamente al contexto expresivo de los

haikus. ¿Han sido los haijin dejados de lado? Conociendo el contexto

japonés antiguo (¡también podríamos referirnos a menudo el contexto

contemporáneo!), es posible que haya sido así: eran los tiempos de mayor

influencia social del “ie”, sistema de familia patriarcal caracterizado por la

obediencia y lealtad hacia los mayores, siempre más ricos, más sabios y

más poderosos que quienes por edad les sucedían. Antes de abandonar su

propio hogar, Bashô formaba parte de una familia de “budai” o vasallos de

un “ichimon”, miembro del círculo íntimo de parientes y allegados a un

“daymio”, señor del dominio, único y verdadero jefe. Inevitablemente

Bashô había sido educado en el conformismo y la sujeción a la autoridad.

Y sin embargo pudo marcharse, abandonando la telaraña de la

dependencia. También se marcharon en su momento otros grandes poetas

del haiku: Buson, quien habló sin cesar de un hogar al que nunca volvería,

Ryôkan, que volvió a los parajes pero sin ser admitido como digno de

formar parte de su familia original, Issa, a quien tardaron muchísimo en

reconocerle su derecho de primogenitura, etc. El hecho positivo de todo

esto es que los poetas del haiku se fueron apartando, más temprano o más

tarde y por propia voluntad, escogiendo (como medio para practicar su arte

poética) ponerse ostensiblemente dar un paso al costado.

No intento plantear una “sociología del Japón”. A ella me dediqué

intensamente y en su momento publiqué lo que me parecía conveniente

sobre el tema. Pero, finalmente, también yo me fui apartando de ese

quehacer tan hiperurbano y ahora es como lector que intento penetrar la

poesía y los poetas del haiku. Sólo quiero insinuar qué cosa podría

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significar, en el Japón de los siglos XVII y XVIII, abandonar la vida urbana

y sus severos códigos de conducta. La gran ciudad, lo mismo que la aldea,

constituía el espacio por excelencia para la eclosíon de rígidas

convenciones sociales. Igual, por ejemplo, que en España o que en los

países árabes, la ciudad lo ha sido casi todo en la vida social japonesa desde

una lejana antigüedad:

- En esa sociedad concebida desde el espacio urbanizado, las

convenciones se traducían en ciertas reglas, de las cuales la de la

productividad fue una de las más acuciantes, a fin de asegurar una

sobrevivencia alimenticia difícil. Se esperaba de cada uno que fuera

productivo al máximo de sus posibilidades, para lo cual lo imperativo

era tener un trabajo. La época de Bashô, Taigi y Kikaku, por ejemplo,

coincide con la eclosión de cierto tipo de “novela picaresca” japonesa,

epitomizada por los relatos de Saikaku Ihara, que cantaban la

renovación de la vida urbana, encabezada por la clase emergente de los

comerciantes y por la reorganización de la fuerza productiva en dos

grandes “ejércitos” laborales: el de los campesinos, principalmente del

arroz, y el de los menestrales, mayormente del comercio.

- En muchas sociedades, y es el caso de Japón, la regla de la

productividad imponía una segunda regla: la disciplinización colectiva,

tan profunda en el archipiélago nipón que se siguen observando sus

rasgos y efectos hoy día: obediencia al jefe, cualquiera y comoquiera

que éste sea, por el hecho de serlo. Proclividad a someterse a una

autoridad política que tiende a perpetuarse y en ciertos casos a hacerse

hereditaria, aquiescencia a la autoridad eclesiástica. Todo esto sugiere

condiciones propicias para la producción e inculcación de códigos

morales que combinan eficazmente los aspectos económicos con los

simbólicos.

- Una tercera regla no podía faltar a esta verdadera cita con el

sometimiento: abundante fertilidad femenina que asegurara el

mantenimiento y el aumento de la población, y con ello hacer posible la

traducción de un paradigma pasablemente autoritario en rígido esquema

familiar, con la bendición de una abundante descendencia y la

perduración del sagrado patrimonio de apellidos y herencia. De todo

ello la mujer quedaba excluida, así como quedaba excluida también de

la actividad literaria: ¿podrá sorprender que, a pesar de la ruptura que

supuso el haiku con respecto a estos esquemas sociales japoneses, la

organización de nuevos estilos de vida más libertarios prácticamente no

haya concernido a casi ninguna mujer?

Los poetas del haiku lucharon por situarse fuera de este centro de

autoridad, por así decir “enfurecida”, que les ofrecía la ciudad. Se fueron

“al campo”, asunto éste que también conviene entender correctamente. En

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la actualidad, al margen del centro se extiende el vasto suburbio, en forma

de arrabal prácticamente interminable, que a veces llamamos conurbano.

En la época de los haijin, alrededor de la ciudad no había más que

extensiones silvestres y vacías. A ese campo se fueron los haijin. El campo

era un mundo sin más regla que la ley interior de cada cual. El campo se

presentaba como un lugar donde era posible invertir el sentido de las reglas

urbanas:

- negando la regla de la productividad del negocio por la de otro negocio,

el del arte, mucho más ocioso, cierto, aunque igualmente productivo que

el del comercio;

- oponían una creativa convicción interior ante las fuerzas invasoras de la

coacción de tradiciones y costumbres consagradas;

- remplazaban la postiza pluralidad del grupismo laboral o familiar por la

singuralidad irrepetible del propio microcosmo.

¡Se trataba de gente muy poco presentable!

Es un hecho que en el campo se podía vivir sin trabajar. A eso privilegio se

acogieron todos los que pudieron, aunque pocos mostrarían en ello mayor

constancia que Issa. A veces con muy buena conciencia:

“Me tiendo un rato

¡Que el agua de los cerros

muela el grano!”. Otras veces con algún remordimiento:

“Duermo la siesta

Oigo a los campesinos

Me da vergüenza”. En asuntos de trabajo, Bashô demostró sin ambages que

su mente estaba en otra cosa: “Mi choza de paja

¿Será que siegan

del lado de afuera?”. Repasando su vida,

Shiki resume: “¿Mi biografía?

Le gustaban los caquis

y la poesía”. Cuando hay que trabajar, prosigue Shiki, nada

mejor que hacerlo sin tener encima a un jefe: “Solo

en el diario y afuera

llueve en mayo”. Claro que

Issa expresa la misma intención con un estilo bastante más contundente:

“Me tiro al sereno

con el libro de cuentas

por almohada”.

Como vimos, la vida ociosa e indolente resultaba incompatible con la vida

familiar. Bashô saca las consecuencias con una tranquilidad no exenta de

elegancia:

“En mi caso,

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cambiarse de ropa

es colgarla del hombro

y seguir andando”. Aunque su balance de año nuevo resulta bastante

más amargo: “(Fin de año)

Lazos de sangre rotos

Nostalgia, llanto”.

Otro maestro del género, Ryôkan, nos hace saber sin reticencia qué piensa

de los “planes de vida”:

“Nunca me molesté en ponerme a la cabeza

Me he limitado a ir por ahí, a mi antojo,

dejando que todo prosiga su camino

Con tres medidas de arroz en mi bolsa

y un manojo de leña, ¿quién podría preocuparse

por la iluminación, por los fracasos?

¿De qué sirven la fama y la fortuna?

En mi choza me dedico a escuchar cómo llueve en la tarde,

hago flexiones sin ocuparme del negocio del mundo”.

Ajeno a cualquier preocupación corriente, Iso, haijin esta vez casado, da su

versión de lo que es este mirar despreocupado: “Hasta mi esposa

parece una visita

en la flamante casa

de la primavera”. Tanto

ocio no acaba de ocultar su motivo, que no es otro que la poesía. Estar en el

campo y no tener trabajo: ¿acaso existe un catalizador más activo de la

poesía? A esta pregunta no formulada parecería responder Bashô:

“Canta el arrocero

del condado de Oshû:

nace la poesía!. Había que estar en los campos de arroz. Y había que

estar sobre todo sin otra preocupación que escuchar la canción del arroz.

Shiki se asombra de esta nueva y tal vez impensada fecundidad del ocio

poético:

“Se abre el otoño

Cada día un trabajo:

¡dibujar flores!”. Y cuando Onitsura se pregunta por los resultados

conseguidos, no tiene más que decir: “Ofrezco estos secos

crisantemos y mis viejos

rimados tercetos”.

La libertad del caminante tiene un lugar físico: el campo. El haiku es

escritura que ocurre básicamente en la campiña:

“Gentes por el campo

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en primavera: ¿adónde van?

¿de dónde vienen?”. A las preguntas de Shiki no contesta Buson, tal

vez porque él es uno de esos que van y vienen: “La charla de la gente

va regando los campos

bajo la mirada atenta

de la luna”.

Tanta libertad tiene un nombre y también un precio: el retiro. Igual que los

sabios cínicos que ama y estudia en su obra Peter Sloterdijk, los poetas del

haikus se han situado “al margen del proceso civilizatorio”. ¿Se trata de

una fuga? Se trata en todo caso de una oportuna toma de distancia. Claro

que con la consecuencia de renunciar a una existencia que hubiera podido

parecer agradable sin por eso dejar de ser ilusoria: la de aquel que vive en

sociedad, es cierto, pero al precio de olvidar que pierde buena parte de su

más preciado tesoro, la libertad. La vida fuera de las reglas coercitivas del

común no deja de tener su grandeza: en esas condiciones, difícilmente algo

se convierta en rutina, cualquier minucia puede transformarse en

acontecimiento. El retiro en sí mismo es el evento, mil veces repetido,

durante el cual emerge, de las profundidades, cierto tímido ser que se

ocultaba en la profundidad de los mares a fin de alejarse en todo lo posible

de las reglas: su terreno es lo diferente, lo inédito y si cabe lo impensado.

Puede ser un melón escapando a su cárcel de hojas. Puede ser una campana

que proyecta su sombre en la nieve. En todo caso, el acontecimiento es

transformar en percepción, en pensamiento, en conciencia, algo que antes

vagaba disponible y silencioso por las tinieblas exteriores. Tal es el lado

luminoso de la vida del poeta silvestre.

En ese discurrir nonchalant, se comienza a producir en los haijin cierta

reorganización de los territorios de la infancia, tiempo por excelencia de la

irresponsabilidad y del ocio. Es este un tema recurrente de los haijin. Nos

lo dice, por ejemplo, Buson: “Primavera, indolente

alguien, calmo, retorna

a los días pasados”. Los viajes de Bashô a

menudo se explican por su afán de cumplir con impulsos infantiles: revivir

los rincones que eran suyos de niño, llevar flores a la tumba de su madre,

visitar a los cómplices de los primeros juegos, ahora dispersos por la isla de

Honshû. Por supuesto, Ryôkan lleva las cosas todavía más lejos: no vuelve

anónimamente a su Izumozaki natal, sino reivindicando a sus ancestros.

Pero sucede que, entretanto, el buen hombre se ha transformando en

mendigo, en alguien que después de haber dejado a su familia, terminó

abandonando también el convento. Después de tantos renuncios, descubre

que perdió nombre, título, herencia y, por supuesto, honorabilidad. Pero

igualmente se arriesga a volver y vuelve con la frente nada marchita. Pasa

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jugando con los niños todo el tiempo que le deja libre la diaria mendicidad

o sus ocasionales compañeros de juerga. Un pensar relajado de los tiempos

pasados, al menos de eso se trataba también en el caso de Shiki:

“Vengan a refrescarse,

espíritus remotos,

sin pensárselo tanto”.

El retiro tiene otra cara, oscura, la soledad, que los haijin nunca dejarán de

encajar y expresar. Para comprender de verdad en qué consiste descubrirse

solo, nada mejor que zambullirse por ejemplo en los inhóspitos parajes de

Yoshino: “en lo más profundo de la montaña (habla Bashô), los blancos

nubarrones se enganchan a las cimas, latigazos de lluvia entierran a los

valles”. Mientras, el poeta no acierta a distinguir fácilmente las cabañas de

los leñadores o la campana del monasterio. O bien hay que vivir, como

Ryôkan, en las faldas escarpadas del monte Kugami, a merced del buen

tiempo para poder bajar al valle y mendigar el agua de ahora mismo, el

arroz de esta tarde, comiendo una vez al día, como los perros. El haijin, ese

hombre solo, pasa buena parte de su tiempo sin siquiera divisar a otros

seres humanos. A veces, como Kikusha-ni, porque así lo desea:

“La luna y yo

Al sereno en un puente

Al fin solos, los dos”. Otras veces con algún sentimiento de horror al

sospecharse, como Issa, otro insecto más: “Un hombre,

una mosca

y una enorme sala”. Hay un

célebre haiku de Bashô, ya mencionado, que parece salido de la pluma de

Borges y que dice: “Este camino

ya nadie lo recorre,

salvo el ocaso”. Nadie, salvo el poeta errante. Salvo

Buson, hablándole al sol que cae, tal vez para evitar sentir que, como los

locos, se quedó hablando solo: “Vente conmigo

que también marcho solo,

tarde de otoño”. En muchos casos, se trata

de una soledad serena, reposada, que le hace exclamar a Shiki:

“Calma, soledad

Fuegos de artificio

Una estrella fugaz”. Shiki declara estar solo incluso en medio de

esas grandes aglomeraciones humanas convocadas en Japón por el “hana-

bi”, esos fuegos artificiales de los días de fiesta. Otras veces, estar solo

quiere decir residir en zonas despobladas: “Por donde vivo,

hay menos gente

que espantapájaros”. Soledad

que vira a la añoranza, aunque el clima sea óptimo, dice aquí Bashô:

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“Estando en Kyoto,

me canta el cuco

y añoro Kyoto”. Soledad que incluso vira a la melancolía, como en

este otro terceto, también de Bashô, que prefiero ofrecer en la rítmica

versión de Octavio Paz: “Melancolía

más punzante que en Suma,

playa de otoño”. Soledad que a veces roza la

desesperación, como ahora sugiere este poema de Issô:

“En la neblina,

en amor y en tristeza enlazados,

lado a lado”. La tristeza de la soledad no conoce ni espacios ni

tiempos precisos, parece decirnos Buson: “La brisa de otoño

mueve redes de pesca,

mueve penas, congoja”.

La vida asilvestrada de los haijin fluctúa entre la bendición y la condena.

La condición de la vida campestre, partida entre el gozo y el dolor, acaba

asemejándose a cualquier vida de hombre, enlazando, de instante en

instante, la alegría y la pena, los brillos y la oscuridad. El caminante lleva

por techo el cielo y pisa con sus sandalias el estrecho sendero que separa el

elusivo mundo de lo contradictorio, viviendo ambas realidades a la vez,

como quien hace equilibrio en el perfil de una pared, en la cresta de una

ola, en el filo casi invisible de una cuerda que conecta azarosamente los dos

bordes de un abismo.

………

En un sentido figurado, vivir al margen del ritmo de la vida social urbana

supone zambullirse en la vida elemental, natural. Aquí es donde interviene

en el haiku un segundo motivo, correlativo y dependiente del anterior: la

naturaleza. Un aspecto central de la relación que los haijin establecen con

el entorno natural es la mezcla constante de fascinación y de

estremecimiento que les produce vivir a la intemperie, sumidos a los ritmos

y también a las arritmias de la geografía japonesa.

“Toda la luz del día

brilla en la trompa

de las sardinas”, exclama asombrado Buson ante un espectáculo que

tal vez otros no están allí para presenciar. Shô-u, en cambio, habla desde su

tierra al escribir este evocador poema: “Se alza el Fuji

en el centro de mi tierra

en plena primavera”. Intuímos que

se encuentra en el centro del espacio y en el centro del tiempo, tal y como

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los imagina o los desea. En plena ruta, ahora es Onitsura el que nos

comunica algo del “kimochi” o sentimiento de la primavera:

“Agua por acá

Agua por allá

Primavera del agua”. La escena a menudo es recóndita, casi

minimalista. La sutil respuesta de Shôhaku provoca una escritura rayana en

el silencio: “Silencio de una hoja

de castaño cayendo

al manantial”. Las glorias naturales intentan prolongarse en el

decir de espléndidos haikus como éste.

Pero no todas son glorias en este contacto entusiasta del hombre con su

entorno. De manera significativa, Bashô culmina su diario “Nozarashi”

recordando una vez más que viajar es fundamentalmente fatigarse. Y

remata con este comentario: “De mi túnica

nunca puedo acabar

de sacar piojos”. Es parte de lo que,

continuamente, refiere en otros diarios: se declara “reventado”, “desecho de

extenuación”, “ya ni cuento (dice) los achaques que siento”, y se pone en

marcha “esperando que amaine la tormenta en esta montaña desgraciada”.

En cuanto a Ryôkan, su estricta rutina de pobre convicto solamente se

altera cuando espera “sepultado debajo de la nieve” a que mejore el clima.

Volviendo a Bashô y mientras éste recorre las aldeas de la parte costera de

Suma, no se hace muy conciente de la dureza de la vida de estos

pescadores. No comparte su trabajo, prefiriendo trepar de excursión “a la

cima del monte Tetsukai”. Lo guía un desganado jovencito dela zona. ¡Y

hay que ver lo que sufre y se queja el poeta mientras sube por senderos

llenos de trampas, sudando como un chivo y pensando por momentos que

allí dejará sus huesos! Observemos que el haijin enfrenta muchas veces la

asperaza natural como parte de su ascesis de vida autosuficiente, como

quien adopta una postura estética ante la realidad. Pero la verdad es que las

inclemencias hacen de las suyas, mucho más allá de cualquier propósito

ascético. En este punto, las referencias son muy numerosas: “Mi cabeza se

astilla” (por el golpe del sol), dice Shiki, yendo no se sabe adónde. Más

adelante constata que a los demás les sucede otro tanto:

“Bajo un sol de justicia,

el amo cultiva

sus crisantemos”. El calor acelera de forma inquietante la

reproducción de los insectos y así, de acuerdo al apunte de Issa,

“le da el pecho en la cama

la madre y mordiscos

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de chinche enumera”. La tranquilidad que el paseante Bashô

aspiraba a conseguir en su divagación, se ve enérgicamente contrastada por

las inevitables condiciones naturales: “Todo está en calma

El son de las cigarras

taladra rocas!. Y también atraviesa

seguramente el tímpano del incauto que camina a campo traviesa.

Cualquier desequilibrio de la temperatura resulta molesto y entonces, ¿por

qué no decirlo? Eso hace Shiki: “ ‘Cuarenta grados’:

en su fiebre el enfermo

sigue en verano”, aunque el calendario

pruebe que ya llegó el otoño. Ese otoño que, en un haiku muy próximo, el

mismo Shiki caracteriza por sus “mañanas frías”. El viento es cierto que

despeja las ideas, aunque también produce bastante estremecimiento, como

en este terceto de Bashô: “Isla de Sado: acorralada

entre mares bravíos

y rampantes galaxias”. Si la maldición del

verano se resume en el calor agobiante, con su secuela de chicharras,

pulgas, moscas y mosquitos, el invierno se hace gravoso por el frío, como

ya nos lo decía el pobre Issa durante un viaje:

“El usuario anterior

de este ermita, ¡qué frío

habrá pasado!, ¡qué dolor!”. El frío “crispa los dedos”, “se desata”,

“azota”, “castiga”, “aplasta”, inmoviliza la naturaleza, agudiza los ruidos,

certifica hasta la evidencia el karma de la pobreza. De todo esto dan prolija

cuenta numerosos haikus. Como por ejemplo éste, de Issa:

“Se van las voces,

pasada medianoche;

se queda el frío”.

En contraste con los hombres del haiku, para quienes la naturaleza

constituye “un manto” (nada protector, por lo que vemos) de “polvo y

cielo”, numerosos lectores (detrás de los cuales se oculta la innegable

erudición de ciertos críticos) han manifestado tendencia a suavizar, a

edulcorar, esta recia y muchas veces cruel relación basada en una continua

contradicción no resuelta: la observación del esplendor natural nunca

intenta disimular la dureza, la incomodidad y el dolor que produce la vida

sometida a la inclemencia de los factores naturales. ¿Se trata, me pregunto,

de la diferencia entre mirar desde la calle o desde el escritorio? En fin, ¿qué

imagino que siente ese tipo de lector al que me refiero? Tal vez hay un tipo

de lector ingenuo de los haikus que piensa que, escapándose de la sociedad,

el hombre vuelve, retorna a la naturaleza, “locus amoenus” o sitio

agradable por excelencia para la mentalidad tradicional. Se afirma entonces

que el hombre puede comprenderse mejor a sí mismo cuando acepta formar

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parte de la naturaleza. Así, el ser humano se haría capaz de concebir

correctamente al mundo. Según esta concepción, que a falta de otro nombre

llamo tradicional, la naturaleza es un libro en cuyas páginas cada uno, si

quiere, puede leer toda la realidad (a condición, claro está, de vivir en

sintonía con ella). Esto es así fuera de toda duda, siempre de acuerdo con la

concepción que anima a numerosos comentarios tradicionales acerca del

haiku: existe algo que podríamos denominar un “orden natural”, expresión

de un equilibrio que solamente se restablece en plenitud cuando el hombre

se acopla a las leyes de un universo que funciona con independencia del

mandato de las conciencias. Aquí se les plantea un serio problema: las

leyes sociales muchas veces contrarían el orden natural (desde un punto de

vista ecológico, cierto, pero también moral y metafísico). Y en tales casos,

afirmar las leyes de la naturaleza conlleva tener que negar los dictámenes

sociales, sobre todo cuando estos pretenden suplantar los silenciosos

designios de la naturaleza. Esta mentalidad la he encontrado en numerosos

tratados sobre el haiku, incluyendo algunos de los mejores.

Si la naturaleza, siempre de acuerdo con aquella interpretación, es el lugar

del orden, de un orden “verdadero”, se desprende otro tópico frecuente: el

contraste entre corte y aldea y, más ampliamente, entre la ciudad y el

campo. Leyendo a diversos comentaristas (cuyas huellas se pueden seguir

en la bibliografía adjunta), pareciera que la naturaleza constituye nada

menos que un paraíso, “perdido” en los recovecos de la vida urbana, pero

felizmente “recobrado” en el gesto valiente de marcharse, fugarse o

riterarse de la urbe a la campiña. Muchos leen el haiku como una crónica

agraria, a lo máximo como una poesía naturalista centrada en la minuciosa

descripción del mundo agrario, bucólico y protector. Tratando de entender

su manera de considerar, sospecho que actúan movidos por varias

presuposiciones.

- Una de ellas sería la comprensión de la fuga al campo como un gesto

puramente simbólico: ¿qué dirían si escucharan este ciertos poetas como

Bashô, Buson, Issa o Ryôkan, por citar únicamente a aquellos

errabundos a los que todos consideran maestros en el arte de componer

haikus?

- Otra presuposición consistiría en considerar al campo como un espacio

previsible hecho de regularidades implacables. Pero entonces: ¿dónde

poner la continua mención de inundaciones, temblores, incendios, etc.,

fruto de la acción inopinada de una naturaleza que destruye tanto como

crea?

- Y la tercera presuposición que, sospecho, anima algunas lecturas

tradicionales es la comprensión de la vida de los haijin desde el punto de

vista de la disciplina religiosa y su rusticidad como ilustración de cierto

mandamiento budista, o zen.

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No es que las anteriores interpretaciones me parezcan falsas. Pero sí

pueden resultar algo engañosas si persisten en ser parciales. ¿En qué

consistiría su parcialidad? En la ocultación del carácter no unívoco,

ambivalente, del mundo natural. A este respecto, puede ser oportuno

proponer varios recentramientos del concepto de naturaleza, que tal vez nos

ayuden a comprender mejor las inteciones de los poetas del haiku.

Lo primero es que el ser humano que nos presenta el haiku es, a partes

iguales, aliado y enemigo de la naturaleza. Y es que, en cierto sentido, el

hombre es un privilegiado que presencia, desde el palco de su sensibilidad

inteligente, el espectáculo maravilloso de la naturaleza. Le sucede a Issa:

“¿Llega a haber noches

tan bellas en la China?

(pregunta el ruiseñor)”. A la mañana siguiente, es Ryôkan el que se

maravilla: “Mil gorrioncitos

batiendo las alas

en un espléndido

día de otoño”. O Buson, cuando observa:

“Flor de ciruelo: al subir

el aroma se vuelve

orla de luna”. Todo es ocasión favorable para testificar la epifanía de la

naturaleza, como aquí le sucede a Chiyo-ni: “Bajo la lluvia

todo se vuelve

más hermoso”.

La comunicación del haijin con su entorno es tal que no faltan ocasiones en

que el hombre “se haga” él mismo naturaleza. Aquí quien habla es Shiki:

“Juntar hongos, transformarse

mi voz en el viento

de otoño”. Onitsura expresa de forma impresionante los niveles de

complicidad que se establecen: “Abre el oído,

somételo al silencio

de las flores”. Por esa vía, el mundo

humano entero se vuelve mundo natural, como consigue manifestarlo aquí

el maestro Bashô: “Al fresco mi cuarto

se vuelve todo jardín,

todo montañas”. Y está Ryôto, recomendando:

“Cuéntale al sauce

todo el odio y el deseo

de tu corazón”.

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Sin negar lo anterior, digamos que al mismo tiempo y a menudo sin

transición, la naturaleza se muestra, como vimos, inclemente, ciega cuando

castiga. Buson: “El pájaro grande

devorando al pequeño

en la pradera”. El viento es salvaje, la lluvia aplasta la

vegetación, el tifón hunde barcos, los torrentes arrasan casas. Los ejemplos

abundan. Basten algunos, como éste de Shiki:

“Oscurece

La tormenta se afianza

Mi m iedo crece”. O esta otra descripción elocuente, de Bashô:

“Piedras que vuelan,

atormentadas,

en el otoño del monte Asama”. Así, el que vive al sereno no deja de

experimental el frecuente rechazo de la naturaleza, al que responde con su

propio rechazo de todo lo que hace a la naturaleza intolerable: la

indefensión, la agresión atmosférica, los punzantes ataques de todo tipo de

animalejos, que en el húmedo clima de Japón nos acompañan en todas las

estaciones.

Un segundo y crucial recentramiento se refiere a aquello que abarca la

naturaleza. Podemos convenir en que la naturaleza acaba en la línea

inabarcable del horizonte: sea el cielo en el que, según Bonchô “rueda la

luna”, sea la cumbre de esas montañas “veladas por la niebla”, o el lejano

océano por el que se aventuran las naves de Corea o de Holanda. Lo

anterior es lo que se dice con mayor frecuencia. A fin de comprender

cabalmente a la naturaleza conviene, sin embargo, entender que, en la

visión de los poetas del haiku, la famosa naturaleza empieza en la

inmediatez del cuerpo humano. Concretamente, en el cuerpo del propio

poeta que vive a la intemperie. El haijin experimenta a la naturaleza desde

su propio cuerpo. Los fenómenos que marcan la inagotable variedad del

mundo natural son algo que el poeta observa con sus ojos, algo que toca,

que huele, que escucha, que paladea. Para Bashô, la primavera pasa por el

sabor del ciruelo. El día se alarga al mismo tiempo que los ojos de Taigi,

extraviados en la contemplación del mar. La sombra forma parte de ese

cuerpo que “encarna” la naturaleza de los haikus:

“Hasta mi sombra

se ve más rubicunda

¡Mañana clara!” Y la percepción de la calandria primaveral se sujeto

al resfrío de Yayu: “Fue estornudar

y se perdió de vista

la calandria”. ¿No estaría pensando en otro haiku, de

Bashô?: “Alguien se suena

y parece que se abren

Page 14: Silva Alberto El Libro Del Haiku Cap 3 - El Margen --Gz

las flores de ciruelo”. Con una audacia muy propia de la ilógica

lógica del zen, Onitsura glosa al maestro Dogen y evoca de esta forma

enigmática la centralidad humana de toda naturaleza:

“Ojos horizontales

Narices verticales

Flores primaverales”. En bastantes ocasiones, el cuerpo que registra

no es el del propio haijin sino el de alguien mencionado en el curso del

poema, como en este bello verso de Shiki:

“Presencia

de una mujer entre esos hombres

¡calor!” Situaciones creadas por el cuerpo para significar algún

aspecto de la naturaleza: “Un hoyo recto

de orinar en la nieve

junto a la puerta” (Issa). Es tan fuerte este

recentramiento humano de la naturaleza operado en la poesía del haiku, que

a menudo asistimos a la antropomorfización de lo animado y de lo

inanimado. En cuanto a la naturaleza, de las numerosísimas referencias que

separé al preparar estas notas, únicamente quiero mencionar unas pocas.

Por ejemplo este simpático terceto de Shusai:

“De charla el primer sol

y una nube

fugitiva de un cuadro”. O aquel de Issa: “Cara de luna

No más de trece años

(le calculan)”. En cuanto a

la humanización de lo inanimado, eso es lo que les ocurre con frecuencia a

las estatuas de Buda: según Shiki, duermen “siestitas primaverales”

mientras que en verano, según Issa, “el viejo pino

sueña lánguidamente

que se hace Buda”. Con el invierno,

llega el frío y entonces Issa, de nuevo, no puede menos que observar:

“Cristal de luna

en las piernas desnudas

de las deidades”.

Así llegamos a un paraje peligroso: las estaciones. Las he mencionado al

pasar al incluir diversos ejemplos. Esta antología se subdivide en

estaciones. ¿Qué significa? Es mejor detenerse y preguntarse: ¿qué son las

estaciones para los hombres del haiku? Responder a esta pregunta

favorecerá un tercer recentramiento de la noción de naturaleza, en función

precisamente de la presencia del hombre como parte de aquélla y en

función de la ambivalencia emotiva y valorativa que introduce la presencia

del hombre en el seno del movimiento natural. Al comienzo de su diario

“Oi no kobumi”, Bashô pronuncia una auténtica declaración programática:

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“Se trata del waka de Saigyô, del renga de Shôgi, de la pintura de Sesshû o

del arte del té de Rikyû, un único principio guía su camino. Sucede que, en

materia dee arte, conviene seguir a la naturaleza creativa, haciendo de las

cuatro estaciones nuestras compañeras. De todo lo que vemos, no hay nada

que no sea flor, de lo que percibimos, no hay nada que no sea luna. Aquel

que en las formas no distingue una flor se asemeja a los bárbaros. Y quien

no siente a la flor con el corazón se hace pariente de las bestias”. Y

concluye diciendo: “¡deja la barbarie, aléjate de la bestialidad, sigue a la

naturaleza, retorna al mundo natural!”. De una forma más consonante con

la poesía, ajeno a teorías sin carecer de hondura y sensibilidad intensa,

Onitsura, por su parte, lo que es convicción extendida entre la gente del

haiku: “Meterse dentro del ciruelo

a base de cariño,

a base de olfato”. Quiero sugerir que, para los haijin, no importa

tanto que las estaciones expresen la repetitiva continuidad de un ciclo

natural. Incluso pueden equivocarse en su percepción, como Bashô, quien,

al comenzar su diario “Sarashina kikô” (Viaje a Sarashina), confiesa su

“ignorancia” y su “confusión” al no saber que poner delante y qué poner

detrás en lo que se refiere a la sucesión de las etapas estacionales. Cree que

está en otoño, pero le divierte esta indefinición y no se muestra ansioso por

informarse sobre el tema. No son frecuentes las referencias al ciclo natural.

Es más, por todo lo que llevamos viendo, ¿qué interés podría tener este

asunto para ellos? Lo que de veras les importa es que el “tópos” de la

naturaleza les brinda un instrumento eficaz para expresar dos dimensiones

esenciales de su esperiencia como poetas del haiku. Me refiero a la

impermanencia y a la intemperie.

La adhesión al impulso de vida (perennemente inaugurado y reeditado por

cada fenómeno natural) se consigue al precio de aceptar el predominio de

lo transitorio. El clima de Japón, con se extrema variabilidad, se presta

útilmente para ilustrar la condición de la vida: lo que se nos ofrece en un

momento y parece asentado, al punto desaparece. Tôsei lo expresa

talentosamente: “La luna se apura

en lucir entre el ramaje

cargado de lluvia”. Y los que se han reunido en la

arboleda de cerezos en flor le piden “una tregua” a las nubes para que la

luna llena ilumine los capullos blancos. Por su lado, el poeta Issa, a este

imprevisto, azaroso, devenir de todo lo creado lo transformó en tema de

muchos de sus haikus, como el que sigue:

“Este mundo de rocío,

mundo, sin duda, de rocío,

aunque siendo rocío…”.

Por su parte: “Los grillos cantan

Page 16: Silva Alberto El Libro Del Haiku Cap 3 - El Margen --Gz

¿Quién podrá sospechar

que a su muerte le cantan?”, se pregunta Bashô, apuntando al

corazón de una presencia que muy pronto se ausenta. Y Shiki pareciera

responderle, varios siglos más tarde: “Caen hojas del sauce,

desechos que se lleva

la corriente”.

Por otra parte, y como se ha mencionado con frecuencia en páginas

anteriores, la adhesión a la belleza del cosmos (inagotablemente

ejemplificada por el mundo animal, vegetal, mineral, atmosférico,

planetario) se consigue, pero al precio de vivir intensamente expuesto a

esas condiciones externas. Aquí, también, son tan numerosas las menciones

que cuesta escoger algunas que ilustren lo que los poetas del haiku se

esfuerzan por decir y repetir. Issa, por ejemplo, en este espléndido terceto:

“Desnudo yo

Desnudo mi caballo

Llueve a cántaros”. Al raso y monte arriba tiene que estar Kyokusai

para poder componer este verso: “Una cascada

se precipita en la noche

impávida de frío”. ¿Qué decir al leer este

haiku estremecedor de Bashô?:

“El sonido del remo

en el agua

en la noche

en el hielo del alma”. La intemperie es inquietud que se apodera del

que va marchando, Buson en este caso: “Fría como nieve

la luna del invierno

sobre cabellos blancos”.

Intemperie es la inclemencia que se abate sin distinguir hombres de

animales: “El lanchón

con un toro en la borda

en la torva invernal”.

El tema de las estaciones es el tema de las ganancias y de las pérdidas.

Ganancias, a veces, como la de Bashô: “Hago del fresco

mi propia residencia

(y en ella duermo)”. Pérdida en

cambio, como cuando Shiki presencia un incendio incontenible en el burgo

tokyoíta de Kanda: “Tres mil braseros

soplando aire caliente:

ciudad en llamas”. El tema de las estaciones es,

igualmente, el del derrroche fastuoso y el de la lucha por la supervivencia,

Shadô canta la opulencia de la naturaleza: “¡Tantos y tan difíciles

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los nombres de las hierbas

primaverales!”. Mientras

Raizan le hace eco, concluyendo con pesar:

“Mientras florecen los cerezos,

yo me voy marchitando

¡y no quiero morir!”

………

Existe, todavía, un tercer sentido que darle a este “tópos” del margen. Tiene

que ver con la escritura. Como sabemos, margen es el espacio que queda en

blanco a cada uno de los cuatro lados de la página manuscrita, impresa,

grabada, etc. En la caligrafía japonesa, el margen adquiere una importancia

suplementaria ya que ocupa casi toda la hoja: un escritor japonés llena muy

poco la página, casi todo queda vacío, casi todo es margen. Y si el espacio

del que hablamos se queda sin saber qué hacer, sorprendido, descolocado

(¿no acabamos de decir que queda en blanco?), ocurre que está en situación

de crisis, o sea en posición propicia para decidir. ¿Qué decide el poeta del

haiku?: quedarse en el margen, pero en el sentido de allí hacerse fuerte, sin

ahogarse en el texto ya caligrafiado, a fin de poder zafar, evadirse del

mandato de lo que una vez fue escrito. ¿Y qué es lo que había sido escrito

antes de que llegaran los hombres del haiku? Nada más y nada menos que

una tradición poética gobernada por un sistema retórico muy desarrollado y

puntilloso.

Así, escribir en el margen de la página significa para los haijin varias

pequeñas y cruciales operaciones complementarias. Una es escribir en los

sitios que quedan libres en la poética del waka, poesía clásica de

inspiración china, aceptando como inevitable escribir dentro de un universo

literario dominado por aquel waka, aunque, al mismo tiempo, desviándolo

suavemente a base de parodia. En efecto, existe una modalidad o subg´nero

del haiku que aparece representado en esta antología y del que ahora

apenas tengo espacio para hablar: es el senryu, al que podemos considerar

por momentos como un haiku cómico o esperpéntico. ¿En qué consiste la

comicidad de estos poemas, cuando deciden zafar de lo serio? En parte en

la parodia de los viejos conceptos literarios, para empezar el waka y su

aclimatación en el tanka (seria serie de versos en estrofas de 7-5-7-7-7).

¿Será de esa forma que estará pensando Issa cuando compara con un

batracio a cierto notorio maestro budista y refinado calígrafo de tanka?:

“El sapo sentado

cantando (igualito

que Saigyo)”. La relectura de las autoridades consagradas lleva a

reescribir lo mismo en un tono que relativiza cualquier divinización de lo

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anterior. Porque, convengamos, la preceptiva japonesa fue “divinizando”

poco a poco a Bashô, el patriarca iniciador del haiku, transformándolo en el

Shakespeare japonés. Muchísimos comentaristas consideran que el haiku

más famoso de Bashô es uno que ¡oh casualidad!, también va de batracios:

“La vieja charca

Zambullón de una rana

Ruido del agua”. Un siglo después, un nuevo maestro triunfante del

haiku (igualmente elevado posteriormente al nicho de los maestros),

consideró oportuno retomar aquel haiku, a esas alturas extremadamente

conocido:

“La luna se mira en el agua

¿Quién la enturbia?

¿La nube o el sapo que salta?” Otro siglo más tarde, y en plena crisis

y decadencia del haiku (ahogado por el tupido ramaje de la retórica y de la

academia) florece un nuevo haijin (al que hoy en día entronizan como

nuevo inmortal del terceto). Se trata de Ryôkan, quien también se siente

impelido a retomar el tema del fundador Bashô, pero de una forma que en

todo es propia de su nueva concepción del arte del haiku:

“En otro estanque

no hay sonido ni hay salto

(tal vez ni hay rana)”. Los eruditos discuten aceradamente sobre

estos haikus y en artículos o libros dejan espacio para su interpretación, por

cierto bastante ardua. Situado yo mismo al margen de esos debates, me

alcanza con insistir en la voluntad de escribir de forma ajena a la retórica

antigua, en los márgenes del sistema literario (ya que también en los

márgenes del sistema social).

Hay otro significado de la palabra margen que también guarda relación con

la escritura: “ocasión”, oportunidad, espacio para un evento (como cuando

se aclara que, para hacer algo, se necesita cierto margen de maniobra).

Dicen que la ocasión hace al ladrón: digamos ahora que es la ocasión la que

hace al poeta de haiku. Reflejos rápidos ha de tener el haijin para

aprovecharla, con garras felinas, como en el terceto de Issa:

“El gatito

que atrapa un momento

una hoja en el viento”. El margen de maniobra del que dispone es

tan sólo un instante. El instante capturado por Nikyû:

“Instante

entre la luna que se va

y el sol que llega

(libélula)”. Son instantes veloces, que precisan de reacciones

instantáneas, como a menudo las de Issa:

“Muy veloz el granizo

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se escapa por el aire,

se licúa en el fuego”. Lo que se trata de entender y de decir es algo

que apenas dura un tiempo brevísimo y se evade. Al decir de Sôseki:

“En el fondo parecen

evadirse esas piedras:

cristales de agua”. A veces se ha dicho que el haiku desarrolla

una estética y hasta una metafísica del instante. Afirmación certera, pero

que conviene manipular con mucho cuidado. La poética del haiku abre, es

verdad, a una nueva comprensión de un concepto por demás resbaladizo:

“contemplación”. ¿De qué se trata? “Nada más lejos del quietismo

furibundo y contraído de los místicos occidentales”, protesta Octavio Paz.

Por mi parte, matizando bastante el juicio sobre la mística occidental, diría

que la contemplación de los haijin consiste en estar al acecho esperando el

instante. Según ciertas traducciones, Buda, ha sido dicho, es “el que está

atento”. Y el haijin hace de la artención un arma letal que le permite, por

ejemplo a Chiyo-ni, decir todo de nada: “Sobre montes y llanos

nada se mueve

Sólo hay alba

Sólo hay nieve”. Muchas veces los

instantes se superponen, sometiendo a prueba el temple expresivo del

poeta. En esos lances se muestra la cualidad de un auténtico maestro, como

aquí Buson: “Los zorros que juegan

La luna que brilla

Narcisos que observan”. Y hay que estar sumamente atento,

como Rankô, para ser capaz de esta pequeña proesa que relata:

“Sólo se escucha

caer camelias blancas

Noche de luna”. El que se hace capaz de advertir y robar el instante

que pasa, podrá calcular la cuantía del beneficio que obtiene en su ocioso

negocio, teniendo en cuenta la diferencia entre lo que arriesgó (su sazón,

que se queda sin espacio propio, pues el poeta se queda “vacío”) y lo que

con suerte consigue ganar (un asomo de instante identificado con el fluir

del universo).

Aunque cuente, por lo visto, con un margen tan grande, el haiku por su

gusto se hace breve, brevísimo. Apenas una acotación, como ésta de

Hashin: “No hay cielo ni tierra

Sólo nieve

que cae eternamente”.

O como la de Shiki, en pleno camino otoñal: “Bosque entre sombras

Cae una baya

Eco en el agua”. Incluso

después de haber obtenido con el paso del tiempo todo tipo de credenciales,

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fama, prestigio y un lugar privilegiado en el panteón literario japonés, el

haiku aspira a seguir siendo apenas una nota escrita al vuelo en un papel de

arroz: una hoja con algunos ideogramas. Sin creerse banal, tampoco

imagina que dice la última palabra sosbre algo. Se cree lo que es: una serie

de acotaciones caligrafiadas en el margen del texto de la propia vida. La

grandeza del haiku está contenida en su misma simplicidad. Pero, como en

este terceto de Raizan, lo simple en cualquier momento hace estallar

cualquier contenedor y se expande por el mundo circundante:

“Cañas del patio:

en el espejo

de mi tazón de caldo”. Acotaciones de alguien, aquí anónimo, que

jamás olvida que vivir o morir también son poco más que apostillas, cosas

que suceden mientras se vive a la intemperie:

“¡Ay, gorgojito!

El resto de tu canto lo he de oir

en el país de la muerte”.

………

Mezcla de alegrías y pesares, mezcla de instantes que sin tregua suceden a

otros instantes, Oscar Wilde daba en el blanco al enunciar aquella célebre

paradoja que dice: “La vida…es sencillamente un mauvais quart d’heure

compuesto de momentos exquisitos”. Con su desplazamiento al margen, los

hombres del haiku se esfuerzan por reunir condiciones propicias para el

desarrollo de un arte poética distinta de las maneras clásicas. Es cierto que

en sus textos todo centro se difumina, como tal montaña o cual templo,

“detrás de un velo de neblina”. Pero la conclusión no es una traicionera

conversión de lo marginal en lo central. En la poesía del haiku, el centro y

el margen se manifiestan en definitivua como parte de un único territorio,

el de la textualidad. Y en ese único ámbito percibimos que lo que se diluye

es la noción misma de principio rector. En la trama del haiku no hay

origen, sino sólo comienzo. En instantes de claridad, aparece un terceto

como el cursor que puntea un lugar en la inmensa pantalla vacía. El cursor

se mueve sin casi descansar; y eso indica que se mueve (evoluciona, muta)

el sentido central de las grandes palabras: el camino, el retiro, la naturaleza,

la contemplación,la soledad, el silencio. Ese sentida nunca se queda quieto,

fijo, paralizado. Nunca vive en el centro porque las palabras nunca tienen

un único centro semántico. El haiku, como toda poesía, es sentido

provisionalmente establecido aunque a la larga otra vez errabundo,

mutante. Como en un complicado tapiz, unos hilos completan a otros hilos

en el proceso de ocultarlos parcialmente. Esta poesía de intensa oralidad se

escribe con ideogramas a menudo cambiantes. Movedizos como a menudo

el animo de quien, como Issa por ejemplo, necesita diez o quinces intentos

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simplemente para expresar la voluminosa presencia de la mosca en una

interminable sala,como pautas para intensificar el sentimiento de

aniquilación que produce la soledad. El margen brinda un espacio con

mayores posibilidades de libertad de palabra (al menos antes de que

aparezca la rural y casi militarizada “guardia civil” de los rétores y

académicos): el haiku declara, desde su marginalidad, la libertad de sus

palabras. Y eso no solamente significa que un concepto puede variar de

sentido, sino que, además, muchas veces los signos lingüísticos encierran

acepciones diversas ante las cuales lo mejor es no optar. O más bien,

aceptar la pluralidad semántica, dejar proliferar los significados en la

dirección que más les acomode, dejándose llevar por la oscilación del

sentido, consecuencia del vaivén o vibración de los cuerpos vivos. Esto es

equívoco, se dirá. Y podría responderse que, en su manifestación, la

realidad que capta un ser humano nunca es unívoca y que hacer acepción

de sentidos implica situarse en una lógica dualista de penas y alegrías,

éxitos y fracasos, sujeciones y dominios. El proyecto poético del haiku va

en otra dirección: transformar las oposiciones jerárquicas sociales,

culturales, en suma mentales (sintetizadas por la metáfora del centro) en

simultaneidad de conocimiento y de ignorancia, de explicación y de

sinsentido (erigiendo a la metonimia en arte del adosamiento y de la

implicancia mutua: en buenas cuentas en un ejercicio de la paradoja y del

oxímoron).