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Anuario del Grupo de Mujeres de la Iglesia Evangélica [Paseo de la Estación, 32] COORDINADORA: Jacqueline Alencar Polanco CONSEJO DE REDACCIÓN: Lidia González, Elena Gil, Carmen Criado, Élide Tapia y Matilde Rolhaiser DIBUJOS DE CUBIERTA: Miguel Elías ILUSTRACIONES Y FOTOGRAFÍAS: Miguel Elías, Durero, Arantxa Anttila, Floren B. Murciego, Johana Rolhaiser y otros DISEÑO Y MAQUETA: Javier Torre EDICIÓN: Ediciones Jorge Borrow ASESOR EDITORIAL: A. P. Alencart IMPRESIÓN: Kadmos CONTACTO C/ Abastos, 7 portal 6 1º B 37008 Salamanca (España) Telf. 923 192349 Depósito Legal: S. 889-2007 Editorial ELENA GIL Desde este Editorial queremos anunciar el nacimiento y la razón de ser de esta revista. Ha sido un proyecto trabajoso y valiente de nuestra hermana Jacqueline Alencar, abordado con gran ilusión. El contenido lo componen múl- tiples aportaciones de hombres y mujeres que quieren celebrar con nosotros los ya setenta y cin- co años de existencia ininterrumpida de nuestra iglesia evangélica en la ciudad de Salamanca. En una ciudad como ésta, por excelencia ciu- dad de cultura, tiene que haber cabida para una publicación memorial que nos hable de apertura y de mentes bien dispuestas a una investigación constante. En los setenta y cinco años de nues- tra presencia en Salamanca, hemos encontrado, tanto salmantinos como personas de otras latitu- des, una nueva manera de enfocar la vida. Artículos, charlas, poemas, fotografías…, bajo el nombre de SEMBRADORAS, muestran cómo vivimos, nos movemos y pensamos los cristianos evangélicos de este punto de Castilla y León. Hoy estamos contentas y más que satisfe- chas, nos basta con ofreceros lo impreso en es- tas páginas. Mañana será otro día, y posiblemen- te se pueda hablar del futuro. El nombre propuesto habla de mujeres traba- jadoras, fuertes, infatigables, pacientes, capaces de mirar al cielo gris plomizo de Castilla en días de tormenta y vislumbrar que la cosecha puede estar en peligro, pero capaces también de doblar las rodillas para trascender más allá de lo visible, hacia la Eternidad. Nuestro cariño vaya delante de esta revista, que en primer lugar es para vosotros, los que no nos conocéis y tenéis interés en saber quiénes somos; y, en segundo lugar, para aquellos que habéis colaborado en el proyecto, a quienes ade- más damos, de todo corazón, las gracias porque con vuestro bien hacer os habéis sumado a este testimonio. editorial

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Anuario del Grupo de Mujeresde la Iglesia Evangélica [Paseo de la Estación, 32]

COORDINADORA: Jacqueline Alencar Polanco

CONSEJO DE REDACCIÓN: Lidia González, Elena Gil, Carmen Criado, Élide Tapia y Matilde Rolhaiser

DIBUJOS DE CUBIERTA: Miguel Elías

ILUSTRACIONES Y FOTOGRAFÍAS: Miguel Elías, Durero, Arantxa Anttila, Floren B. Murciego, Johana Rolhaiser y otros

DISEÑO Y MAQUETA: Javier Torre

EDICIÓN: Ediciones Jorge Borrow

ASESOR EDITORIAL: A. P. Alencart

IMPRESIÓN: Kadmos

CONTACTOC/ Abastos, 7 portal 6 1º B37008 Salamanca (España)Telf. 923 192349

Depósito Legal: S. 889-2007

EditorialELENA GIL

Desde este Editorial queremos anunciar el nacimiento y la razón de ser de esta revista.

Ha sido un proyecto trabajoso y valiente de nuestra hermana Jacqueline Alencar, abordado con gran ilusión. El contenido lo componen múl-tiples aportaciones de hombres y mujeres que quieren celebrar con nosotros los ya setenta y cin-co años de existencia ininterrumpida de nuestra iglesia evangélica en la ciudad de Salamanca.

En una ciudad como ésta, por excelencia ciu-dad de cultura, tiene que haber cabida para una publicación memorial que nos hable de apertura y de mentes bien dispuestas a una investigación constante. En los setenta y cinco años de nues-tra presencia en Salamanca, hemos encontrado, tanto salmantinos como personas de otras latitu-des, una nueva manera de enfocar la vida.

Artículos, charlas, poemas, fotografías…, bajo el nombre de SEMBRADORAS, muestran cómo vivimos, nos movemos y pensamos los cristianos evangélicos de este punto de Castilla y León.

Hoy estamos contentas y más que satisfe-chas, nos basta con ofreceros lo impreso en es-tas páginas. Mañana será otro día, y posiblemen-te se pueda hablar del futuro.

El nombre propuesto habla de mujeres traba-jadoras, fuertes, infatigables, pacientes, capaces de mirar al cielo gris plomizo de Castilla en días de tormenta y vislumbrar que la cosecha puede estar en peligro, pero capaces también de doblar las rodillas para trascender más allá de lo visible, hacia la Eternidad.

Nuestro cariño vaya delante de esta revista, que en primer lugar es para vosotros, los que no nos conocéis y tenéis interés en saber quiénes somos; y, en segundo lugar, para aquellos que habéis colaborado en el proyecto, a quienes ade-más damos, de todo corazón, las gracias porque con vuestro bien hacer os habéis sumado a este testimonio.

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Las espigadorasCLAUDIO GUTIÉRREZ MARÍN

El sol abrasa y ciega con sus potentes rayos nuestros ojos. Pasáronse los tiempos de la siega, y en el campo, erizado de rastrojos, se yerguen, a lo lejos, relumbrantes montones de gavillas, sobre el gris del terruño, semejantes a gigantescas piedras amarillas.

Humildes, encorvadas sobre la tierra ardiente, largas horas permanecen, buscando en sus azadas un firme apoyo las espigadoras.

Pacientes, afanosas, como hormigas, han de formar un hacecillo escaso, cogiendo una por una las espigas que el sembrador abandonó a su paso.¡Cuán penosa, en verdad, es su tarea!; pero elllas cantan con los ojos fijos en el surco… ”Volviendo a nuestra aldea llevaremos el pan a nuestros hijos”.

Y en alas de este dulce pensamiento, ven alejarse el resplandor del día, porque el amor transforma el sufrimiento del trabajo más duro en alegría.

Trabajar por amor es ir dejando una huella de luz en el camino, y es permitir a Dios vaya forjando, con su santa bondad, nuestro destino...Ha declinado el sol. De los senderos surge un dulce revuelo de cantares; son las espigadoras, los obreros, que retornan, cantando, a sus hogares.

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La mujer en el orden de Dios

MARGARITA BURT

La historia de nuestro planeta se abre sobre un mundo oscuro, caótico, vacío y desordenado con densa oscuridad cubrien-do la faz del abismo. Dios habla y su palabra introduce orden. Hay luz, vida, vegetación, animales y, finalmente, como la culminación de su creación, el hombre, en el cual es de-legada la responsabilidad de mantener el or-den que Dios ha establecido: “Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear so-bre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar” (Sal-mo 8:5-8). Bajo la autoridad de Dios, él tenía que gobernar el hermoso mundo que Dios creó. A este mundo nuevo y reluciente Dios introdujo a la mujer, el broche de oro de su creación, sacado de la costilla del hombre para andar a su lado, bajo su protección. Era la ayuda que él necesitaba para no vivir en soledad, para procrear, y para disfrutar de la comunión de Dios juntamente con ella.

Que ella estuviera bajo su responsabili-dad, como parte del orden establecido por Dios, lo vemos por cuanto Dios le dio a él todas las instrucciones en cuanto a lo que tenían que hacer y lo que no tenían que ha-cer antes de que ella existiera: “Y mandó

Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto...” (Gen. 2:16). Caía sobre él la responsabilidad de instruirla en los ca-minos de Dios en cuanto a su voluntad para los dos. Fue después de esto que Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán; y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas para formar a la mujer. Con la creación de ella, todo ya estaba perfecto. Todo era luz y paz hasta el día fatal en que ella se salió de su lugar bajo la autoridad de su marido y trajo la oscuridad, el caos y el desorden al mundo otra vez.

Lo que hemos dicho es muy significativo. El pecado entró en el mundo por la insumi-sión de la mujer y esto condujo al desorden. En el designio de Dios, el orden consiste en un orden de autoridad, no de valor. En el cie-lo antes de la creación había orden. El Padre presentía su voluntad perfecta, el Hijo, obe-diente y en sumisión libre a esta voluntad, la llevaba a cabo en el poder y la comunión del Espíritu. Cuando el Padre preguntó antes de los albores del tiempo: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”, el Hijo contestó libre y gozosamente: “Heme aquí, envíame a mí” (Is. 6:8). La libertad y la sumisión no están reñidas. Sólo la persona libre puede someterse. Lo demás es imposición. La su-misión tampoco denota inferioridad: el Hijo es tan divino como el Padre y el Espíritu. La bellísima persona que Dios creó para estar bajo la autoridad del hombre no era menos que él en ningún sentido. Es que su esfera de responsabilidad era otra. Trabajando como equipo, los dos en uno, iban a ser el refle-

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jo humano de la unidad y colaboración que siempre ha existido en el cielo en la Deidad, de cómo el amor busca el bien del otro, co-labora en respeto mutuo, como parte de un orden mucho más hondo que la democracia, el orden de amorosa sumisión por voluntad propia a la autoridad de Dios.

Cuando Eva salió de la cobertura de su marido, perdió su libertad y se colocó bajo la tiranía de la serpiente. En lugar de ganar autonomía, ganó esclavitud. Esto era justo lo que la serpiente pretendía, porque así in-terrumpió el orden de Dios, contra el cual siempre había luchado, él mismo deseando desbancar a Dios y ocupar su lugar en la je-rarquía del universo. Lo de Dios es el orden, y lo suyo el caos y la lucha de poderes. Cuan-do Dios pide cuentas a la pareja por lo que han hecho, empieza con el hombre, porque suya era la responsabilidad de la obediencia de ambos. Cuando el Apóstol comenta la Caída de la primera pareja, dice: “El pecado entró en el mundo por un hombre” (Rom. 5:12), no porque él lo iniciara, sino porque él era la cabeza de la raza y como tal el primer responsable de la desobediencia de los dos.

Si el desorden entró en el mundo porque la mujer salió de su lugar, ¿cómo se vuelve a establecer? Volviendo ella a su lugar. Vino Jesús no para establecer un nuevo orden, el orden de la democracia, sino para reestable-cer el viejo orden, tal como su Padre lo quiso en el principio. Después de la Caída, lo que empeoró no fue la igualdad entre el hombre y la mujer, sino la lucha para ver quién man-daba. “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces… y tu deseo será para (dominar sobre) tu marido y él se enseñoreará de ti” (Gen. 3:16). Aquí te-nemos la lucha de los sexos, la dominación del hombre sobre la mujer, la mujer usando sus artimañas femeninas para escapar de este dominio injusto. La historia de la raza humana es testigo de esta lucha. La domi-nación del hombre sobre la mujer no fue el castigo de Dios, sino más bien algo mucho más profundo, una profecía de lo que ocu-rriría, la consecuencia directa del pecado, el resultado lógico. Ya no hay orden. Hay lucha para ver quién domina. Hay fuerza brutal por parte del hombre para mantener a la mujer en sujeción, y manipulación y seducción por parte de la mujer para defenderse o para do-

minar sobre su marido. Opresión y engaño. Tristeza y desilusión.

Al escenario de este drama entró el Se-gundo Adán. Dio su vida por su esposa y empezó una nueva raza, la de los redimidos. Su obra restauró el orden establecido por su Padre, en el cual la mujer se somete volun-tariamente a un marido que la ama y está dispuesto a dar su vida por ella, como fiel reflejo del amor de Cristo por la Iglesia. Este nuevo matrimonio es paralelo al de Cristo y la Iglesia en que la Iglesia se somete a Cristo y Cristo es su cabeza. La mujer se somete a su marido y él es su cabeza: “Quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo” (1 Cor. 11:3). El hombre es cabeza de la mujer en el mismo sentido en que Cristo es cabeza de la Iglesia. Es una sumisión libre de su parte, sin ninguna coac-ción de parte de él, tanto en la sumisión del creyente a Cristo como en la de la mujer a su marido. Si no, no sería sumisión sino impo-sición. Ella puede someterse, en obediencia al Señor, si quiere. Si no, no hay nada que pueda hacer su marido para conseguirlo. A éste no le es abierta la vía de la subyugación o la tiranía. No puede usar la fuerza brutal para imponer su voluntad y todavía ser un fiel reflejo de la relación entre Cristo y la Igle-sia. La voluntad que tiene que gobernar este piadoso hogar no es la del hombre, sino la

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de Dios, que el hombre tiene la última res-ponsabilidad de buscar el bien y la felicidad de su familia.

En este nuevo orden, en Cristo, ya “no hay hombre ni mujer” (Gal. 3:28) en el mis-mo sentido que ya no hay judío ni griego, es decir, que Dios no hace distinción de per-sonas en cuanto a la salvación; pero sigue habiendo nacionalidades y sigue habiendo dos sexos, hombre y mujer, cada uno con su papel distinto, iguales en Cristo, juntos para ser un fiel reflejo de la hermosa relación de amor y respeto que existe entre Él y la Iglesia. Cuando negamos esta verdad, per-demos nuestra identidad sexual y abrimos la puerta a matrimonios del mismo sexo.

Si uno quiere saber cómo ha de funcionar un matrimonio, se mira a Cristo y su Prome-tida (Ef. 5:22-33). Él la ama, la cuida como su propio cuerpo, porque es “hueso de sus huesos y carne de su carne”; “somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos”. La purifica y la limpia para que no tenga ni mancha ni arruga, trabaja para su santificación, cultiva su espiritualidad, se sacrifica por ella, entregándose en cuerpo y alma para su bien eterno, vela por ella, in-tercede por ella y la mima con ternura. Está orgulloso de ella y la quiere para sí mismo, celoso, con un amor exclusivo, santo y puro. Él es el fuerte, el galán, el líder que decide para el bien de los dos, lucha para la esposa y la defiende, se comunica con ella. Siempre está disponible, esperando oír sus oraciones, ¡más deseoso de hablar con ella que ella con Él! La comunicación es lo suyo. Le habla por su Palabra. Se abre a ella y se da a conocer. Busca comunión con ella. Quiere permane-cer en su compañía siempre, mientras dure la vida, y para toda la eternidad. Quiere que ella permanezca en Él, sin alejarse nunca. Pide su obediencia, si ella le ama: “Si me amas, guardarás mis mandamientos”, por-que ella quiere, porque le ama, porque está libre para hacerlo o no, y porque Él quiere que ella le ame libremente y que tenga una vía para expresar este amor, la vía de la obe-diencia. ¿Y quién no amaría a un marido así? ¡No es difícil someterse a un hombre que desea estar en comunicación siempre conti-go! La mujer está encantada con un hombre así, y dispuesta a obedecerle, aun cuando no lo entienda, porque confía en él, y esto

es suficiente. Los dos están felices en este amor y respeto. Al final de la historia, él dará cuentas a Dios por cómo ha ido el matrimo-nio, al igual que Adán; y ella dará cuentas por cómo le ha obedecido. Y los dos están muy contentos si han logrado formar un matrimo-nio que refleja fielmente la amorosa relación entre Cristo y la Iglesia.

Así que la historia termina como empezó, el Hombre y la Mujer unidos para siempre, disfrutando el bellísimo orden de Dios en su nueva creación.

(*) Nacida en Estados Unidos. Es licenciada en Magisterio por la Michigan State University y Master por la Universidad Internacional de Columbia (en Ca-rolina del Sur). Después de ejercer como profesora en una escuela pública de su país, en 1968 colabora con la obra evangelística en nuestro país, donde reside desde esa fecha. Casada con el reconocido escritor y misionero David Burt, colaboran juntos en el pas-torado de una iglesia en Barcelona. Entre sus varios libros están: Mi padre Dios, Autoestima de la mujer y Meditaciones para la mujer (dos volúmenes), todos editados por Publicaciones Andamio.

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Celebramos en estos días una efeméride importante: los setenta y cinco años de exis-tencia de la iglesia evangélica que en la ac-tualidad se reúne en el Paseo de la Estación, número 32, en Salamanca. Es una oportuni-dad para mirar hacia atrás, con profunda gra-titud hacia Dios por su misericordia y bondad hacia nosotros en todos estos años. Pero también es una circunstancia muy adecua-da para analizar el momento presente que vivimos como iglesia, y reflexionar sobre el rumbo futuro que queremos que tome nues-tra congregación. ¿Hace falta una renovación espiritual en nuestra congregación, y en tér-minos generales entre las iglesias evangéli-cas en España?

La renovación espiritual es un tema cen-tral de la revelación bíblica. En el Antiguo Testamento encontramos una abundancia de citas que demuestran que había una preocu-pación constante entre el sector piadoso del pueblo de Dios acerca de este tema. Entre los autores que mencionan con frecuencia la necesidad de tal renovación en Israel po-demos mencionar a Isaías (Is. 57:15; 40:31), Jeremías (Lam. 5:19-21), Oseas (Os. 14:1-6), Habacuc (Hab. 3:2) y los salmistas (Sal. 51:10, 12; 85:4-6; 80:14, 18-19).

En el Nuevo Testamento vemos como el apóstol Pablo insiste en la importancia del tema (Ro. 12:1-2; Ef. 4:22-24; Col. 3:9-11; Tito 3:5), y el apóstol Juan recoge el llama-miento urgente de Cristo para que algunas de las iglesias de Asia dieran prioridad al arrepentimiento y al avivamiento (Ap. 2:5; 3: 3, 19-20).

¿Qué podemos decir acerca de las igle-sias del Señor en España a principios del si-glo XXI? Esta cuestión de la renovación es-piritual, ¿es también un tema prioritario para nosotros en la actualidad? ¿En qué punto del proceso cíclico de declive espiritual y renova-ción, tantas veces descrito en la Biblia, nos encontramos en este momento?

Si estamos en un momento de abundan-te bendición, viendo al Señor actuar con gran

poder, comprobando que nuestro testimonio tiene un impacto notable en la sociedad, y contemplando la conversión de muchas al-mas, el crecimiento y la edificación de la igle-sia, y la extensión dinámica de la obra del Señor, entonces sigamos en esta línea. Pero si estamos conscientes que no es así, que nuestra luz no está brillando con fuerza en nuestro entorno, que las conversiones no se ven con frecuencia, que no se plantan nue-vas iglesias con frecuencia, y que hay seña-les de debilidad espiritual, inmadurez y falta de compromiso en nuestras congregaciones, no debemos adoptar una postura de indife-rencia y apatía frente al reto de la renovación que nos presenta la Palabra de Dios.

Es indudable que el Nuevo Testamento enseña que a nivel individual la búsqueda de la renovación espiritual es un elemento im-prescindible si queremos mantener una vida cristiana saludable y seguir avanzando hacia la meta que Dios nos ha colocado delante (Fil. 3:12-14). ¿Podemos decir lo mismo de la vida espiritual corporativa de la congrega-

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sLa renovación espiritual: ¿una

necesidad urgente para la iglesia?TIMOTEO GLASSCOCK

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ción? A la luz de pasajes como Mateo 5:13-16, la respuesta parece ser que sí. Si nos descuidamos, la sal pierde su sabor, la luz deja de alumbrar y la iglesia se vuelve infiel a su misión.

Como ayuda a la hora de hacer un che-queo para averiguar el nivel de salud espiri-tual de nuestras congregaciones, sugiero un baremo basado en la descripción de la igle-sia en Jerusalén que tenemos en Hechos 2:42-47. El poderoso avivamiento espiritual que recorrió la ciudad con enorme impacto, a pocas semanas de la muerte y la resurrec-ción del Señor Jesucristo, comenzó con el descenso del Espíritu Santo sobre el peque-ño grupo de discípulos en el Día de Pente-costés. En este día nació la primera iglesia cristiana, un modelo de lo que debe ser una congregación cristiana en cualquier momen-to de la historia. Notemos algunas de sus ca-racterísticas.

1. El entusiasmo por profundizar en laPalabra de Dios

“Y se dedicaban continuamente a las en-señanzas de los apóstoles” (Hch. 2:42). La exposición de las grandes verdades de la fe cristiana reveladas en la Biblia tuvo un lugar central en la vida de la iglesia, y fue recibida con gran entusiasmo por los hermanos. Un aspecto importante de la vida comunitaria de la iglesia consistía en profundizar en la Pa-labra de Dios y reflexionar juntos acerca de sus enseñanzas.

¿Es evidente en nuestras iglesias hoy un verdadero entusiasmo por escuchar y apren-der de las Escrituras? ¿La Palabra de Dios ocupa un lugar preferencial en la vida fami-liar como antaño? ¿Tenemos la sensación a veces que la reacción de muchos, como en tiempos de Malaquías, es más bien: “¡Ay, qué fastidio!” (Mal. 1:13). ¿Encontramos apasionante o aburrido el estudio de la Bi-blia?

¿Nos asusta el bajo nivel de conocimien-tos bíblicos entre muchos hermanos de la congregación? Si hiciéramos una encuesta entre los miembros de nuestras iglesias so-bre el tiempo que cada uno pasa con la Pala-bra, y el tiempo dedicado a ver la televisión, a navegar y chatear por Internet, a jugar en el ordenador o la consola, y otras activida-des de ocio, ¿los resultados serían positivos

o desalentadores? Debemos anhelar que la exhortación del apóstol, “La Palabra de Cris-to more en abundancia en vosotros” (Col. 3:16), sea una realidad en nuestras iglesias, disipando nuestra ignorancia de Dios y de su voluntad e impulsándonos a una mayor con-sagración a su servicio.

2. El disfrute de la comunión auténtica

“Y se dedicaban continuamente… a la co-munión” (Hch. 2:42). La iglesia de Jerusalén vivía una experiencia hermosa de comunión cristiana, marcada por un nivel alto de contac-to entre los hermanos, de amor fraternal y de respuesta pronta y práctica frente a las nece-sidades de los hermanos (Hch. 2:44-46).

¿Es cálida la comunión en nuestras igle-sias? ¿Sacrificamos otras actividades para poder estar juntos y estrechar lazos de fra-ternidad cristiana? ¿Qué es lo que predomi-na en la congregación: el amor que cubre multitud de pecados, o el chisme y la crítica, y hasta a veces los enfrentamientos y el ren-cor, la falta de perdón y de reconciliación? ¿Cómo va el tema de la hospitalidad (Ro. 12:13; He. 13:2; 1 P. 4:8, 9)? Los que nos ro-dean, ¿saben que somos discípulos de Cris-

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© Floren B. Murciego

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to por la forma en que se manifiesta el amor entre nosotros (Jn. 13:34, 35)?

3. La adoración sincera y ferviente

“Se dedicaban continuamente… al parti-miento del pan” (Hch. 2:42). En obediencia a las instrucciones del Señor Jesucristo, se reunían regularmente para adorar a su Salva-dor y Señor, partiendo el pan en memoria de Él y recordando su promesa de volver para llevar a los suyos consigo a la presencia del Padre. Sus vidas, marcadas por este espíritu de adoración y alabanza, hicieron un impacto muy notable en sus vecinos en Jerusalén: “alabando a Dios y hallando favor con todo el pueblo” (Hch. 2:47).

Jesús ya había enseñado a sus discípu-los la importancia central de la adoración en la vida del pueblo de Dios. “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque ciertamente a los tales el Padre busca que le adoren” (Jn. 4:23). ¿Esta-mos satisfechos con los niveles de alabanza y de adoración que alcanzamos en nuestras iglesias? ¿Nuestros cultos están marcados por una adoración espontánea, sentida, go-zosa y sincera? ¿O a veces predominan el silencio, la apatía, la desgana y la pesadez, la sensación de que nuestros corazones están fríos y nuestros labios sellados? ¿Cuántos creyentes no se levantan nunca para decirle

al Señor sencillamente “Gracias por haber-me salvado”? ¿Es posible que, consciente o inconscientemente, vemos la adoración más como un deber desagradable que como un privilegio gozoso?

Hay momentos cuando es difícil no sacar la conclusión de que nuestra relación con el Señor durante la semana ha sido tan distan-te y fría que cuando llega el momento de ala-barle juntos, no tenemos nada que decirle ni nada que agradecer.

4. Las oraciones

¿Estamos contentos con el nivel de la vida de oración de nuestras iglesias? ¿Fun-cionan positivamente nuestras reuniones de oración? ¿Asisten todos los hermanos que tienen la posibilidad de hacerlo? ¿Entende-mos toda la congregación que la reunión de oración es vital para la salud espiritual y el testimonio poderoso de la iglesia, que es la “sala de máquinas” donde se genera el po-der para hacer avanzar la congregación hacia el cumplimiento de su misión? ¿Las oracio-nes son sinceras y eficaces, un auténtico cla-mor al Señor, o a veces estamos repitiendo fórmulas que ya han perdido prácticamente su sentido? ¿Rellenamos el tiempo o busca-mos contactar con el Dios de todo poder?

5. La evangelización

“Y el Señor añadía cada día al número de ellos los que iban siendo salvos” (Hch. 2:47). El impacto del testimonio de la iglesia en el poder del Espíritu Santo hacia la socie-dad a su alrededor no evitó la persecución, pero sí condujo a un crecimiento constante de la iglesia en base a muchas conversiones. Tiempos de avivamiento espiritual provoca-rán mucha oposición, pero tendrán como fruto la extensión significativa del reino de Dios al producir en muchas personas el nue-vo nacimiento.

¿Estamos contentos con el nivel de evan-gelización en nuestra iglesia local? ¿Vemos asistir regularmente personas inconversas nuevas a nuestras actividades? ¿Nuestras predicaciones del evangelio se reducen en muchas ocasiones a predicar a los santos y a los bancos? ¿Cuántas nuevas asambleas se han formado en Castilla y León en los últi-mos años? ¿Hay un ritmo potente de exten-sión de la obra? ¿Cuántos proyectos serios

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de abrir obra en pueblos sin testimonio exis-ten en este momento? ¿Dónde están los jóvenes que sienten la llamada del Señor a servirle a pleno tiempo en la evangelización pionera? ¿Nos sentamos con frecuencia los responsables de las iglesias locales para re-flexionar y preguntarnos qué es lo que pasa con la evangelización, y qué es lo que hace falta para mejorar su efectividad?

El propósito de todo lo dicho no es ser negativo y pesimista, dejándonos abruma-dos por el desánimo y dispuestos a tirar la toalla. Pero si queremos de verdad experi-mentar tiempos de avivamiento y de renova-ción espiritual en el poder del Espíritu Santo, y gozarnos viendo la conversión de muchas personas, la apertura de nuevas iglesias y la extensión de la obra del Señor, necesitamos primero ser muy sinceros en cuanto a la rea-lidad de nuestra situación espiritual. Es sólo cuando estamos profundamente convenci-dos de la urgencia de esta renovación que estaremos dispuestos a buscarla de todo corazón y compartir con Habacuc aquella oración ferviente que le salía del alma: “Avi-va, oh Señor, tu obra en medio de los años, en medio de los años dala a conocer” (Hab. 3:2).

Una visión más clara lo tuyos necesitan;Se tú el que nos abra aquel Libro inmortal,

Las páginas de fuego que muertos resucitanY son de nueva vida el limpio manantial.

Una visión más clara los tuyos necesitan:Un corazón más tuyo, más dócil, más leal,Y no los corazones que gimen y dormitanY olvidan el trabajo del tramo terrenal.

Una visión más clara los tuyos necesitan.Atrae las miradas al árbol de tu cruz;Los hielos que nos cubren a tu luz se derritanY brille en nuestras frentes el bien de tu salud.

Pero, Señor, tú eres del pueblo rescatadoSu todo: luz, amores, saber y redención.Perdona nuestros yerros, perdona nuestro estado,Y sé tú quien nos alce a nueva bendición.

¡Ayúdanos, oh Cristo! ¡Ayuda nuestros pasos!¡Qué no sea tu Iglesia infiel a su misión!¡Señor, no nos envuelva la luz de los ocasos!...¡Oh, rasga pronto el velo! ¡Aumenta la visión!

(Mariano San León)

(*) Licenciado en Derecho por la Oxford University. Nacido en Inglaterra (1947) y con más de treinta años de ministerio pastoral en España, primero en Marín (Pontevedra) y ahora en Salamanca como Anciano de la Asamblea de Hermanos (Iglesia Evangélica de Pa-seo de la Estación). En nuestro país son reconocidas sus reflexiones bíblicas publicadas en “Edificacióncristiana”, “Andamio” y “Notas diarias”.

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El desafío del ministerio

GLORIA Q. DE MORRIS

¡¡Setenta y cinco años!! Muchas fueron las mujeres que se cobijaron al amparo del amor de esta iglesia durante esos años. Al-gunas fueron simples espectadoras… no dejaron huella. Otras, en cambio, fueron mu-jeres fieles que perseveraron en la oración de fe, sosteniendo así como columnas a los ancianos, líderes, y miembros de esta con-gregación. Junto a ellas también estuvieron las involucradas en otros ministerios igual-mente fructíferos.

Una nueva etapa comienza, por lo que será bueno recordar que como miembros del cuerpo de Cristo todas tenéis una fun-ción que realizar, y una misión que cumplir. Hay unas palabras muy llamativas dirigidas por el apóstol Pablo a Arquipo, y por exten-sión a nosotras, que bien pueden represen-tar una exhortación o un recordatorio: “Mira que cumplas el ministerio que recibiste en el Señor” (Col. 4:17). Lo acertado de ese térmi-no se aprecia al comprobar que el diccionario define “ministerio” como “servicio especial que se realiza en favor de una persona”. La Palabra de Dios muestra que todos los cre-yentes hemos sido llamados a ministrar en nuestras diversas capacidades. Como nos dice Ef. 4:7: “A cada uno fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo”. Esmaravilloso pensar en la distinción especial que hemos recibido, el privilegio de ejercer un ministerio para Dios. Al leer otra vez esta exhortación vemos que también destaca la procedencia del ministerio “que recibiste en el Señor”. Esto nos recuerda la verdad de Jn. 15:16: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros...”. No se trata de un ministerio que nosotras hemos asumido o comenzado por cuenta propia porque nos ha atraído o nos ha apelado, sino de un ministerio que hemos recibido del Se-ñor como don Suyo.

Pero hay otra palabra significativa en nuestro texto: “Cumplas”. Sugiere que al-gún día tendremos que rendir cuentas de ese ministerio que hemos recibido del Señor, para ver si lo hemos cumplido o no. Enton-

ces se sabrá si hemos sido fieles o no en el desempeño del ministerio que se nos ha en-cargado. De ello dependerá si recibiremos o no recompensa. Pero aún ahora debiéramoshacernos un autoexamen preguntándonos:“¿Estoy yo cumpliendo con el ministerio que el Señor me ha dado?”. Hermanas, la mis-ma naturaleza del tema que estamos exami-nando exige que no nos conformemos con algo meramente teórico, sino que busque-mos ser prácticas y veamos las formas en que podamos asegurarnos que cumplimos el ministerio y la misión que el Señor en Su gracia soberana nos ha encomendado. Eso sólo será posible si hay de parte nuestra:

La disposición a hacer precisamente lo que Dios nos indica, a obedecerle y someter nuestra voluntad a la Suya. Dios mide nues-tro servicio, no por nuestra capacidad sino por nuestra disposición. Hay otra palabra en nuestro texto a la que quizás no hemos pres-tado demasiada atención por ser la última de la frase, o por utilizarla con demasiada fre-cuencia: “Señor”. Hay un versículo que sin duda servirá para darnos cuenta de la trascen-dencia de este nombre: “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor” (Rom. 14:9,1). Asimismo, lo que eso significa para nosotras lo encontramos en la punzante pregunta que el mismo Jesús hicie-ra: “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que Yo digo?” (Lc. 6:46).

Es totalmente incomprensible que le lla-memos a Él “Señor” y no reconozcamos Su señorío y autoridad sobre nosotras, y digamos “No” a lo que Él nos indica hacer. Me recuer-da lo que pasó en Jope con el Apóstol Pedro. Estaba en la azotea de la casa de Simón el curtidor orando cuando le vino una visión y una orden divina muy clara. Pero él respondió diciendo: “Señor, no” (Hch. 10:14). Esas dos palabras evidentemente eran incompatibles y por eso el Señor tuvo que amonestarle.

Muchos siglos después, en un Retiro Es-piritual que se ha venido realizando durante más de 120 años en el norte de Inglaterra, en un lugar llamado Keswick, un siervo de Dios muy conocido habló sobre el Señorío de Cristo. Al final hizo un llamado a la consa-gración y varios se quedaron. El predicador se acercó a uno de ellos, una mujer, y ella le manifestó con lágrimas en los ojos: “Quiero rendirme a Cristo, pero no puedo”. Enton-

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ces él le hizo abrir su Biblia en este pasaje de Hch. 10:14. Le entregó un bolígrafo y le dijo: “¿Ve esas dos palabras: Señor, no? Tache la que no corresponda” y se fue para conver-sar con otros.

Al cabo de unos minutos volvió y miró por encima del hombro de esta mujer y vio la página humedecida por sus lágrimas, pero notó con alegría que había tachado la palabra “no” y subrayado el título “Señor”. ¿Qué harás tú? Es muy importante que contestes esta pregunta. Si estamos dispuestas a so-meter nuestra voluntad a la Suya, entonces podremos considerar lo que demanda nues-tro ministerio. Sin duda habréis escuchado la expresión “Nunca mucho costó poco”. Pero en relación con el ministerio cristiano un siervo de Dios fue más explícito al afirmar: “El ministerio que no cuesta nada tampoco logrará nada”. Parece que el rey David en-tendía esto bien cuando afirmó: “No ofrece-ré a Jehová holocaustos que no me cuesten nada” (2 Samuel 24:24). ¿Pensamos así no-sotras? Pero ¿cuántas estarán dispuestas a pagar ese precio?

Me recuerda aquella mujer que había quedado embelesada de la forma en que el violinista Fritz Kreisler había tocado en un concierto, y cuando terminó se acercó al vir-tuoso y le dijo: “Daría mi vida por tocar como Ud.”. Para su sorpresa, él le contestó: “Es precisamente lo que yo he dado, mi vida”.

La Entrega que demanda nuestro ministerio

Dar lo mejor. Quizás no lleguemos al ex-tremo que se señala en Malaquías 1:6-8, de ofrecer lo peor al Señor; pero cuántas veces sólo le damos las sobras de nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestras posesiones. De-bemos dar lo mejor de nuestro amor, como María que ungió los pies del Señor con aquel ungüento costosísimo. Lo mejor de nues-tros años. Apelo a las hermanas jóvenes que estén leyendo este artículo, que tienen toda una vida de servicio y ministerio por delante, recuerden que el Señor, y los demás, espe-ran lo mejor de vuestros talentos y dones empleados en Su ministerio.

Pero… quizás te preguntes: ¿Por qué debo dar lo mejor? Porque Él ha dado lo me-jor por nosotras dejándonos un magnífico ejemplo de entrega: “Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5:25).

Además, sólo disfrutaremos de lo mejor si hemos dado lo mejor primero, y así descu-briremos la verdad de “Más bienaventurado es dar”.

Dar lo máximo, o sea, no sólo lo que so-mos potencialmente, sino lo que podemos llegar a ser al desarrollar aquellos dones y talentos que Él nos ha dado para emplear en Su servicio cada día más, ayudadas por el Espíritu Santo. Resulta importante, además, sentir nuestra responsabilidad, para que se pueda confiar en nosotras porque asumimos plenamente nuestros compromisos y cum-plimos nuestra palabra y promesas. A esto cabe agregar perseverancia. Para la mayoría de las mujeres el entusiasmo por lo que ha-cen es demasiado pasajero o temporal. Gra-cias a Dios por aquellas que despliegan un entusiasmo constante. Debemos reconocer, como nos dice el apóstol Pablo, que hay di-versidad de dones. Sería imposible nombrar-los todos, así que solamente haré mención de algunos que considero muy necesarios para la congregación, y no se están ejercien-do, o sí lo están en una forma muy escasa.

Ministerio de aliento y ánimo segúnapreciamos en 1Tes. 5:11: “Animaos unos a otros..., así como lo hacéis”. Cuánta falta hace este ministerio. Significa estimular, em-pujar a la otra persona con nuestras palabras y nuestro ejemplo. En Isaías 41:6,7 tenemos un ejemplo de cómo funciona esto: “Cada cual ayudó… esforzó… animó”. Allí tene-mos algunas de las formas de infundir ánimo

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y aliento en los demás, de modo tal que ayu-damos a dotarlos de los elementos y fuerzas necesarias para enfrentar el presente y el fu-turo con determinación y confianza. Animar es edificar, fortalecer, es elevar sus reservas de esperanza y fe. A su vez el aliento impul-sa el potencial hasta el logro de lo propues-to. Es buscar lo bueno en la otra persona y ayudarle a magnificarlo. Otra forma de servir y ayudar a otros es mediante el:

Ministerio de aconsejar. Este es efectivo tanto en el hogar como con los miembros de la iglesia. La base escritural para ello la ve-mos en Col. 3:16: “Enseñándoos y exhortán-doos los unos a los otros”. El verbo procede de la misma raíz griega que “paracleto”, em-pleada por el Señor para describir al Espíritu Santo como el Consolador. Significa ponerse al lado para ayudar mediante un consejo, ex-hortación o amonestación en amor.

Ministerio del consuelo. Se podría decir de muchas personas, especialmente muje-res, como Jeremías dijo de Jerusalén: “No tiene quien la consuele”. Algunas de no-sotras, en cambio, hemos sido bendecidas con el consuelo del Dios de toda consolación a través del ministerio de una hermana. El propósito de consuelo es muy claro. Hemos sido consoladas para que a su vez podamos consolar a otros (2 Cor. 1:3,4).

Ministerio de la enseñanza. Buena parte de la enseñanza bíblica para niños y adoles-

centes está en las manos de las mujeres. Muchas son las que enseñan y predican a otras mujeres, ganándolas y edificándolas para Cristo.

Ministerio de hospitalidad. Obviamente ha de ser una prioridad para la mujer cristia-na. Además, es un requisito para las esposas de los Ancianos, pero también es un privilegio para las solteras. Aunque hay muchos otros ministerios mencionaremos uno más, el Mi-nisterio de ayudas, que abarca muchos otros.

Todo ministerio debe caracterizarse por la docilidad y humildad. Esta es la virtud que consiste en tener una correcta estimación de una misma y actuar de conformidad a ella. Es a su vez reconocer nuestra propia indignidad ante Dios y tener la disposición de servirle. La humildad nos hace conocer el límite de nuestras fuerzas, nos revela nues-tros propios defectos para corregirlos. Nos hace vivir en la verdad de lo que nosotros somos ante Dios. Este espíritu de humil-dad nos llevará a una dependencia absolu-ta en Él, recordando las palabras del Señor: “Sin mí nada podéis hacer”. Él nos exhortó, además: “Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí”. En el campo el yugo sig-nifica trabajo, servicio. En el yugo hay dos sitios de apoyo, si inclinamos la cabeza y la ponemos bajo uno de ellos, queda todavía el otro. Tenemos que permitir que el Señor lo ocupe, para así trabajar juntos. De esa ma-nera, será una realidad la segunda parte del versículo: “porque mi yugo es fácil y ligera mi carga”. ¿Sientes cansancio, apatía, des-gano en el ministerio que estás ejerciendo? Seguro que lo estás haciendo sola, entonces el yugo es una carga.

Vuelve al primer amor y al Deseo de agra-dar a Dios, y Él te ayudará a hacer todo de bue-na gana, “sirviendo o ministrando de buena voluntad como al Señor y no a los hombres” (Ef. 6:7). El ejemplo sublime de nuestro Se-ñor fue magistralmente demostrado al lavar los pies de Sus discípulos. Él dijo entonces: “Ejemplo os he dado”. Servirle con humildad y devoción debe ser nuestro deseo.

(*) Nacida en Argentina. Desde 1965, junto a su esposo Carlos Morris, está dedicada por completo a la obra evangélica a través de conferencias, programas radiales, artículos en prensa y, de forma destacable, como directora de la revista “Caminemos juntas”, que acaba de celebrar sus 17 años de creación.

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La sabiduría de Salomón

STUART PARK

Salomón es conocido en todo el mundo como el rey sabio por antonomasia, y en el punto más álgido de su glorioso reinado “excedía a todos los reyes de la tierra en ri-quezas y en sabiduría” (1 Reyes 10:23). Sus conocimientos abarcaban las ciencias natu-rales, la música y la literatura, y era experto poeta y compositor (1 Reyes 4:32-33). Pero el sabio Salomón destacaba sobre todo en el ámbito moral y espiritual.

Salomón había pedido el don de la sabidu-ría para “discernir entre lo bueno y lo malo” cuando Jehová se le apareció en sueños en Gabaón (1 Reyes 3:9), y aunque era sabio por naturaleza (1 Reyes 2:9), la sabiduría que le dio renombre mundial no era meramente natural, sino “sabiduría de Dios para juzgar” (1 Reyes 3:28).

El autor de los libros de los Reyes descri-be distintas actividades en las que la sabidu-ría de Salomón se manifestaba: su sabiduría como administrador del reino (cap. 4), como contratista de obras (cap. 5), como construc-tor del templo (cap. 6), y como líder profético de su pueblo (cap. 8). Sin embargo, una sola anécdota, aparentemente insignificante, le ha dado fama universal: el célebre “juicio salo-mónico” en el que el rey juzgó entre una ma-dre falsa y una madre verdadera en el asunto espinoso de su hijo (1 Reyes 3:16-28).

El juicio de las dos madres

El juicio de las dos madres no reviste, a primera vista, un carácter excesivamente brillante. Las dos madres eran rameras, mu-jeres solitarias, marginadas y nada refinadas. Una de ellas era mentirosa, cínica y ladrona, dispuesta a hacerse con el hijo de su rival con alevosía y nocturnidad, y probablemente era una consumada actriz. La otra, la madre verdadera, amaba a su hijo con toda su alma, aun a costa de tener que renunciar a él y en-tregarle a la primera para salvar su vida.

Hoy en día, el caso sería fácil de resolver: bastaría una prueba de ADN. Pero el golpe de gracia que propició Salomón hizo más que

descubrir la identidad de la madre verdadera y desenmascarar a la falsa: puso de manifies-to en qué consiste la “sabiduría para discernir entre lo bueno y lo malo” -sabiduría que está al alcance de todo creyente en Dios (Santiago 1:5)- y revela la manera en que juzga Dios.

La espada de Salomón

Es de notar que el rey (Salomón no es nombrado a lo largo del juicio) dejó hablar a las dos mujeres mientras se acusaban y se defendían mutuamente. Por sus propias pala-bras serían justificadas, o condenadas, como también indicó el Señor (ver Mateo 12:37). El rey, por su parte, se limitó a decir: “Traedme una espada”. Nos imaginamos que semejan-te orden, en boca de un déspota o un tirano, sonaría a sentencia de muerte. Pero en boca de Salomón aquellas palabras fueron de sal-vación, tanto para la madre como para su hijo recién nacido. “Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra” -ordenó a continuación el rey.

La estrategia del rey fue sencilla: con la punta de aquella espada tocó a la madre ver-dadera en lo más hondo de su alma: “Enton-ces la mujer de quien era el hijo vivo, habló al rey (porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo), y dijo: ¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis; ella es su madre”. Y descubrió la falsedad de la otra: “Mas la otra dijo: Ni a mí ni a ti; partidlo”. La madre verda-dera habló desde sus “entrañas” (la palabra hebrea es matriz); la otra, en cambio, habló desde la dureza de su engañoso corazón.

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La espada de dos filos

La espada de Salomón fue eficaz, y nos recuerda la función de la propia Palabra de Dios: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y dis-cierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13).

Así fue con la madre verdadera: la espada de Salomón penetró en lo más profundo de su alma e hizo aflorar el clamor más hondo de su ser. Para ella, el trono de Salomón fue un trono de gracia; pero tristemente para la otra, la madre falsa, la palabra fue para con-denación, no para salvación.

El trono de la gracia

Ésta, y no otra, es la función de la Palabra de Dios: nos impulsa a buscar socorro en el trono de la gracia: “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cie-los, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nues-tra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue ten-tado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confia-damente al trono de la gracia, para alcanzar

misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:14-16).

La razón por la que Dios nos puede socorrer es clara: Él, lo mismo que aquella pobre ma-dre de nuestra historia, tiene un Hijo amado, a quien por amor a nosotros quiso renunciar, entregándole en manos de un enemigo men-tiroso y cruel. En la cruz del Calvario la espada del juicio divino cayó sobre Jesús, el inocente Hijo de Dios, “porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Así es que la pequeña anécdota, aparen-temente insignificante, de las dos madres rameras, esconde el mensaje más importan-te y maravilloso del universo. Dios salva a los hombres y mujeres que le buscan, que con-fían en su bondad y que se acercan -no sin temor y temblor- a su trono de gracia, descu-briendo ante Él los secretos de su corazón. Como escribió el apóstol Pablo: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo en-tregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?” (Romanos 8:32).

Más que Salomón en este lugar

La sabiduría de Dios es mayor que la de Salomón, y el amor de Dios es más profun-do, incluso, que el de una madre. Escribió Isaías: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida…” (49:15-16).

Sí, en las palmas de las manos de su Hijo, Jesucristo, “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimien-to” (Colosenses 2:3), verdaderamente “más que Salomón en este lugar” (Mateo 12:42).

(*) Nacido en Inglaterra (1946). Es licenciado en Filología Románica por la Universidad de Cambridge y doctor en Literatura Española en la Temple Univer-sity (EE.UU.). Vino a España por vez primera en 1967. Bajo los auspicios de Operación Movilización y con la ayuda de David F. Burt, participó en los inicios de los Grupos Bíblicos Universitarios (GBU). Es Ancia-no de la Asamblea de Hermanos de Valladolid -don-de vive desde 1976- y profesor del Instituto Bíblico y Seminario Teológico de España (Barcelona). Entre sus muchos libros están: Desde el torbellino (1991), ¿Cómo interpretar la Biblia? (1993) y ¿Resucitó Je-sús? (1993).

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Bases de una familia sana

PABLO MARTÍNEZ VILA

Como creyentes vivimos hoy atrapados entre dos polos extremos en relación con la familia. Por un lado, el modelo del mundo occidental, para muchos un símbolo de pro-greso y de modernidad. Los que propugnan este modelo «nuevo» desacreditan, o inclu-so ridiculizan, a la familia tradicional, la cons-tituida por un padre, una madre y los hijos, incluyendo a veces también a los abuelos. La presentan como una realidad ya pasada de moda y la llaman «patriarcal», porque así suena aún más obsoleta (el uso y manipula-ción de las palabras es muy importante en el campo de la ética). Su postura es que en pleno siglo XXI «la familia patriarcal» ha sido superada por conceptos mucho más «pro-gresistas». Son modelos en los que se glori-fica la independencia de cada uno para hacer «lo que bien le pareciere» en cada momen-to, guiados por una ética self made hecha a gusto del consumidor.

«Familias a la carta». Muy ilustrativas son al respecto las declaraciones de una ex mi-

nistra del gobierno español y escritora: «Al vivir sola, tus relaciones son totalmente li-bres y de ese modo ganan en calidad y en profundidad. Puedes vivir sola y tener una relación estable con un señor o señora, una amistad profunda con alguien; puede que tu compañero viva en la misma ciudad o no, que os veáis mucho o poco, siempre o nun-ca, con hijos o sin hijos, todo es posible, so-mos libres» (sic). Hacía estas afirmaciones después de ridiculizar la fidelidad matrimo-nial y descalificar la idea del amor para siem-pre como un mito. Por cierto, estas decla-raciones constituyen todo un manifiesto de religión secular -un verdadero credo laico. ¡Y luego acusan a los cristianos de proselitis-tas!

Así, cada uno se organiza la familia a su manera como mejor le convenga: no impor-ta que haya sólo una madre, o dos padres o dos madres. Lo único que importa es la liber-tad para «montármelo a mi manera porque tengo derecho a ser feliz» (declaraciones textuales). Lo más importante es ser feliz, entendiendo por felicidad la ausencia de pro-blemas o una pérdida de tu independencia.

«Familias de Disneylandia». Hasta aquí hemos visto el extremo triste de la sociedad actual. Sin embargo, algunos creyentes caen

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en el polo opuesto, quizás como respuesta a esta ideología tan contraria a la voluntad de Dios para la familia. Es el golpe de pén-dulo que surge más por reacción que por reflexión. Nos presentan un modelo de fa-milia perfecto, impecable. Una familia sana -creen- nunca tiene problemas, es aquella cu-yos miembros nunca discuten o alzan la voz, donde siempre hay sonrisas y buen humor, en una palabra, ¡el cielo en la tierra! Este modelo más parece sacado de Disneylandia que de la enseñanza bíblica. Pero, además, es fuente de frustración para los que intentan alcanzar tal nivel «super-espiritual» (o quizás deberíamos decir «pseudo-espiritual»). Cui-dado con los libros o las conferencias que enfatizan este enfoque triunfalista porque no refleja el realismo de la Biblia al abordar la vida de familia.

Hacia un modelo realista de familia

El modelo bíblico de familia es un modelo realista: no hay familias perfectas. Desde el principio de la historia, en concreto desde la Caída y la entrada del pecado en el mundo, la familia ha estado sujeta a fuertes tensiones y problemas. Recordemos como las primeras manifestaciones del pecado aparecen jus-tamente en las relaciones familiares: Adán, en un alarde de irresponsabilidad, se lava las manos de cualquier culpa y señala a su espo-sa Eva: «la mujer que Tú me diste por com-pañera me dio...». Por cierto, este patrón de conducta se repite constantemente en mu-chos matrimonios, incapaces de asumir sus fallos o su responsabilidad. La razón siempre la tengo yo; la culpa siempre la tiene el otro. A esta primera tensión conyugal le sigue el drama de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, acto espantoso de violencia

familiar, preludio de la violencia doméstica tan tristemente de moda hoy.

No podemos disimular ni auto-engañar-nos. Desde que el hombre es hombre, la familia ha sido escenario de algunas de las páginas más sangrientas de las relaciones humanas. ¿Por qué? La respuesta nos da una clave importante en nuestro estudio: la familia es uno de los blancos favoritos del diablo. Lo ha sido siempre. Su estrategia -dividir, engañar y hacer violencia- aparece de forma constante aun en las familias de la Biblia. Sorprende que en las familias escogi-das por Dios para cumplir sus propósitos hay muchas tensiones y el pecado o los errores no escasearon en su seno. Así fue con la fa-milia de Abraham, de Isaac, de Jacob, por no decir nada del gran rey David, modelo en tantas áreas, pero una calamidad en su vida familiar. Hasta tal punto fracasó David como padre y cabeza de familia que hacia el final de su vida lo reconoció con humildad y con-fesó en sus palabras postreras: «Mas no es así mi casa para con Dios». (2 S. 23:5). Sin embargo, ¡qué alivio, qué gran consuelo sa-ber que Dios usa familias rotas para cumplir sus propósitos. No importa que vengas de una familia con problemas o que nunca ha-yas podido disfrutar de la estabilidad de un hogar en paz. Nos alienta descubrir que en la genealogía del Señor Jesús aparecen fami-lias que estaban muy lejos de ser perfectas, incluso hay una ramera. Dios, en su gracia, se vale de vasos de barro aun para los pro-pósitos más excelsos.

Ahí tenemos, por tanto, al creyente en lu-cha por encontrar la voluntad de Dios para la familia en medio de fuertes presiones. Ello nos lleva a una pregunta capital: ¿Hay una teología práctica de la familia que nos sirva

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a nosotros hoy? ¿Cuáles son las característi-cas bíblicas de una familia sana?

Características de una familia sana

Decíamos antes que no hay ninguna familia en la Biblia libre de problemas o lu-chas. He escogido como modelo la familia de Noemí y Rut porque en ella aparecen los elementos clave para una familia sana. An-tes de considerarlos, sin embargo, observe-mos que en la historia de la familia de Rut hay tres ingredientes que aparecen de forma consecutiva:• El sufrimiento: las circunstancias que no

podemos cambiar, aquello que nos acon-tece.

• El amor: la reacción de la familia a estas circunstancias. Es la parte que nos co-rresponde a nosotros: lo que hacemos ante lo que nos sucede.

• La restauración: la respuesta y provisión de Dios. Él, en su providencia misteriosa, actúa a lo largo de toda la historia familiar.Estos tres elementos se repiten en millo-

nes de familias. De ahí que la historia de Noe-mí y Rut sea un clásico cuyo estudio contiene una enseñanza riquísima para las familias hoy. A la luz del libro de Rut, una familia sana tie-ne tres características. En el presente artículo consideraremos sólo la primera.1. Sabe sobreponerse a los problemas: ca-

pacidad de lucha.2. Sabe expresar el amor en sus diversas fa-

cetas: capacidad de transmitir amor.3. Sabe confiar en Dios como el arquitecto

de su vida familiar.

Sabe sobreponerse a los problemas: ca-pacidad de lucha

En una familia sana sus miembros se esfuerzan por superar los problemas y so-breponerse a las adversidades. Unas veces son conflictos internos producidos por las tensiones propias de la convivencia. Nunca enfatizaremos lo suficiente que la salud de un matrimonio no se mide por lo mucho o lo poco que discuten los cónyuges, sino por el tiempo que tardan en reconciliarse. Su capacidad para afrontar estas diferencias y resolverlas de forma madura es mucho más importante que una paz aparente, fruto de una convivencia superficial.

En otros casos, el golpe viene de fuera, acontece a modo de desgracia: una enferme-dad, un accidente, el paro, dificultades econó-micas, un hijo difícil son eventos que ponen a prueba la unidad familiar. Tanto si los pro-blemas son internos como si nos vienen de fuera a modo de tragedia, la respuesta sana consiste en afrontar tales circunstancias con serenidad y buscar salidas con decisión. La familia inmadura, por el contrario, se derrum-ba a las primeras de cambio cuando surgen tales tensiones o calamidades, es incapaz de buscar salidas y cae en uno de dos errores frecuentes: los reproches mutuos, buscan-do cabezas de turco -culpables- en los otros miembros de la familia, o una autocompasión paralizante: «¡Yo no merezco esto; qué mal me ha tratado la vida; nada me sale bien!».

El libro de Rut ilustra muy bien este prin-cipio. En una primera etapa (Rt. 1), encon-tramos a una familia destrozada por el dolor. Al trauma de la emigración a una tierra ex-tranjera por causa del hambre, se le añade la muerte inesperada de los tres varones, el esposo y los dos hijos. Así, Noemí queda sola, viuda, con sus dos nueras en una tie-rra extraña. Recordemos que una viuda en aquella sociedad quedaba en una situación de grave marginación, indefensa y desampa-rada desde el punto de vista social.

Esta etapa inicial fue tan dura que llega a exclamar: «No me llaméis más Noemí, sino Mara -que quiere decir “amarga”- porque en grande amargura me ha puesto el Todopo-deroso. Yo me fui llena, pero el Señor me ha vuelto con las manos vacías» (Rt. 1:20-21).«Mayor amargura tengo yo que vosotras...»

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(Rt. 1:13). No es de extrañar que esta mu-jer piadosa se lamente abiertamente ante Dios. Esta expresión de sentimientos forma parte de la fe, no la contradice, y está en línea con muchos grandes siervos de Dios que en momentos de tribulación abrieron su corazón ante aquel «cuyos ojos están sobre los justos y sus oídos atentos al clamor de ellos» (Sal. 34:15). Dios en ningún momento reprende a Noemí; por el contrario, estaba muy cerca de ella controlando y guiando los acontecimientos para llevarlos a buen fin.

Ahora bien, la capacidad de lucha requiere un requisito: saber sufrir. Pablo empieza su formidable descripción del amor en 1 Co. 13precisamente con estas palabras: «El amor es sufrido». ¿Será casualidad que ponga este rasgo en primer lugar? No, en absoluto. El amor maduro tiene como primera caracte-rística que sabe sufrir, es capaz de luchar y afrontar los problemas que, de forma inevita-ble, afectarán la vida familiar. Necesitamos, no obstante, puntualizar que el «ser sufrido» no es una invitación al masoquismo. La idea no es que el cónyuge tiene que aguantar sin rechistar y de manera indefinida todo lo que le venga; por ejemplo, los malos tratos y la violencia repetida. Ésta sería una interpreta-ción torcida, más propia del estoicismo que de la fe cristiana.

Para entender el amor como «sufrido» necesitamos recurrir a otro concepto bíbli-

co esencial y que ocupa también un lugar central en la vida familiar: la paciencia. En el sentido bíblico ser paciente está muy lejos del fatalismo y la pasividad ante el sufrimien-to. La paciencia es ante todo «grandeza de ánimo» (makrotimia). Éste es el sentido que tiene en 1ª Cor. 13:4 cuando se describe la primera característica del amor.

¿Por qué fracasan tantos matrimonios y se rompen tantas familias en nuestros días? ¿Por qué tantos hijos enfrentados con sus pa-dres o los hermanos entre sí? No podemos simplificar un tema difícil y delicado. Como profesional de la psiquiatría conozco la com-plejidad de los conflictos conyugales y fami-liares. Pero tengo la convicción profunda de que muchos de estos conflictos se resolve-rían, independientemente de sus causas, si los cónyuges -ambos- tuvieran mayor disposi-ción a «ser sufridos» en el sentido de buscar activamente salidas a sus problemas. Ello re-quiere tener paciencia el uno para con el otro, lo cual no abunda en nuestra sociedad hedo-nista que glorifica el bienestar individual -«ten-go derecho a ser feliz»- y desprecia la lucha y el sacrificio en las relaciones personales. Mu-chos aplican hoy a las relaciones el principio del «mínimo esfuerzo partido por dos». Esta forma de pensar y de vivir está en las antípo-das de los principios bíblicos. Los creyentes debemos revisar hasta qué punto estamos despojando nuestras relaciones familiares de este requisito primero del amor, «ser sufrido». Quizás bastaría con añadir pequeñas dosis de amor sufrido y paciencia para prevenir mu-chas crisis de familia y de matrimonios. Ahí radica una de las claves para correr cualquier carrera de fondo -y la vida familiar lo es- con perseverancia. Se consigue mucho más con unas gotas de miel que con barriles de hiel.

(*) El Dr. Pablo Martínez Vila es médico psiquiatra en ejercicio desde 1979. Realiza además un valorado ministerio como conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado al mundo universita-rio, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Univer-sitarios durante ocho años. Actualmente es presiden-te de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos. Ha adaptado su artículo de otro aparecido en la revista “Pensamiento Cristiano”.

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Hace apenas tres años, sólo había un pu-ñado de inmigrantes africanos en mi barrio madrileño. Ahora no le tiene nada que envi-diar a Babel. La diferencia también se nota en la iglesia: los españoles se mueven entre los suyos, y los inmigrantes, en su mayoría latinoamericanos, se apoderan de las últimas filas.

Tanto los españoles como los inmigran-tes tienen sus quejas, y a mí me cuesta sa-ber dónde posicionarme porque por un lado he nacido en España, y por otro lado soy de nacionalidad extranjera. Los creyentes es-pañoles dicen, «Es muy difícil con ellos. No se involucran en la iglesia, excepto algunas cosas básicas. No puedes contar con ellos. Están un día sí, otro no…». Los creyentes extranjeros dicen, «Es muy difícil con ellos. No nos dan responsabilidades. Son orgullo-sos y tienen muchas ideas preconcebidas».

Si nos descuidamos, la inmigración divi-dirá nuestras iglesias. Además de reconocer los problemas que están surgiendo, cada cre-yente debe preguntarse: ¿Cómo podemos amarnos unos a otros y crecer en unidad?

Cinco pasos para el lado receptor

Si estás en el lado receptor, el primer paso es tuyo. Las instrucciones que se dan a lo largo de la Biblia son innegables, desde el mandamiento a los israelitas de no afligir a los extranjeros, hasta las amonestaciones de no hacer acepción de personas en San-tiago. Nunca te olvides de que Dios pone un alto valor sobre los extranjeros y los guarda (Salmo 146:9). En realidad, el principio fun-damental es sencillo. Para dar la bienvenida a los inmigrantes, no tienes que formar par-te de ningún ministerio «oficial». Sólo tienes que tener la disposición de amar.

«Creo que el amor es lo que marca la diferencia», dice Enrique, un anciano de la iglesia de La Elipa (Madrid). «Los inmigran-tes son muy sensibles y muchos vienen con miedos y complejos de inferioridad. Ellos no van a tomar la iniciativa para integrarse; más bien se refugiarán en otros de su mismo país. Nosotros tenemos que aceptarles, amarles y tratarles como iguales a pesar de que ten-gan costumbres o formas diferentes».

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sEllos y nosotros:

La inmigración en la iglesiaCinco maneras de mostrar amor

desde ambos bandos

ELIZABETH CLARK WICKHAM

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Desde el lado receptor, puedes hacer tu amor más tangible con estas cinco accio-nes:

1. Dar el primer paso. Te puedes acercar a las personas nuevas, sean extranjeras o no, sobre todo a personas de tu edad. Es tan fácil como presentarse y hacerles preguntas. Debes tener la mentalidad de bienvenida presente en todo momento: persona nueva que entre por la puerta, persona a la que vas a saludar en cuanto puedas.

2. Derrochar cariño. Si no careces de cari-ño físico, no te darás cuenta de lo difícil que es vivir sin ello. Muchas personas están so-las en España y nunca sobrará que les des un abrazo. Mercy, una creyente ecuatoriana que reside en Sevilla, dice: «Si no existe esa parte de cariño y de expresión –un abrazo, una palmada– falta algo. Sin una sonrisa, los nuevos que van llegando no se van a sentir bien. Yo recibí eso desde el comienzo, junto con preguntas y preocupación».

3. Llevar la amabilidad más allá de la igle-sia. El resto de la semana es tan importante como el domingo –y quizá esto sea lo que realmente te cueste, porque ampliar un cír-culo de amistades en el que estás cómodo, o quedar con más gente cuando tienes la agenda sobrecargada, es un sacrificio. Sin embargo, aprende a ponerte en la piel de los demás. «Una invitación a un café o una comida, una preocupación por su situación o problemas (familiares, laborales o legales) hará mucho más que cien predicaciones», dice Enrique. «Yo preguntaría a los españo-les cuándo han invitado a un inmigrante a comer en sus casas, cuándo han compartido un café o han viajado juntos».

4. Percibir las necesidades reales. Las ne-cesidades que más llaman la atención desde un principio son las físicas. Manolo y Conchi,

de la iglesia de Betania en Sevilla, han traba-jado sobre todo con inmigrantes de Europa del Este. Ellos explican la problemática con la que llegan: «En muchos casos está la ba-rrera del idioma, tener los papeles en regla, encontrar pronto un trabajo, y, a veces, bus-carles alojamiento en las casas de los cre-yentes».

A la vez, tampoco pierdas de vista las ne-cesidades espirituales. Por ejemplo, un joven americano puede decirte que ha sido líder de alabanza en su iglesia. Aunque sea cierto, puede que tenga lagunas en su entendimien-to espiritual. Hay mucho que aprender de extranjeros más preparados; por otro lado, otros pueden tener una comprensión super-ficial del evangelio, y en este caso tienes la responsabilidad de guiarles hacia la salvación o la madurez en Cristo. Si no te sientes pre-parado para hacer un estudio bíblico, siem-pre puedes proponérselo a un creyente con más experiencia, y acompañarle.

5. Interesarse por su cultura. Su cultura es un tesoro, no algo inferior. Concédeles la libertad de hablar de su cultura y compararla a la tuya, la nueva cultura a la que se están adaptando. Puedes ayudar escuchando y aprendiendo; te enriquece el simple hecho de probar su comida, escuchar su música,

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Puerto de Los Cristianos (Canarias)

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o preguntarles por sus costumbres en Navi-dad. Esto también hace que la relación sea recíproca.

El primer paso es del lado receptor, pero eso no quiere decir que los inmigrantes se deban quedar de brazos cruzados.

Cinco pasos para los recién llegados

Si eres inmigrante, ¿cómo puedes aportar a la iglesia? Con el mismo amor en acción, y con buenas actitudes, puedes involucrarte de estas cinco maneras:

1. Dar, no sólo recibir. Al llegar a un nuevo destino, tus necesidades son muchas. Aun-que tengas todos los papeles en orden e in-cluso un trabajo y una vivienda esperándote, dependes de los que te rodean para orientar-te. Sin embargo, no te acostumbres a sólo recibir. Desde el primer momento, averigua cómo puedes dar tú a los demás. Ofrécete para colaborar con cualquier necesidad en la iglesia, participa en las reuniones, o invita a la gente a comer a tu casa, y sé fiel a tus nuevas responsabilidades.

2. Involucrarse en nuevas actividades y hacer amigos españoles. Este consejo va de la mano con el anterior. Ten tú la iniciativa para involucrarte en las actividades eclesia-les y busca todas las oportunidades posi-bles para hacer amistades españolas. Jenny, boliviana que reside en Marbella, dice, «Es importante salir, conversar y abrirse para co-nocer y no tener tanta vergüenza». Una ami-ga suya, Ana, de Paraguay, añade, «Hay que empezar nuevas amistades porque uno se siente muy solo lejos de amigos y familia. Yo lo pasé muy mal hasta que conocí gente de la iglesia evangélica y me agarré a Dios».

3. Tener una mentalidad misionera. Un misionero novato suele esforzarse en segui-da en hablar el idioma, comer lo autóctono (sí,

hasta las hormigas rebozadas en chocolate) y vestirse como la gente del país porque tiene algo crucial que comunicar –el evangelio– y cuanto antes se acople, mejor lo comunica-rá. Su adaptación no es fácil, pero al tener un objetivo tan importante, ve con otros ojos lasdificultades de la aclimatación. Igualmente, afrontarás tus nuevos retos mejor si te con-sideras embajador, el puesto privilegiado de todo creyente. Estás en España con un pro-pósito: Dios va a obrar en ti y a través de ti.

4. Respetar. Respeta las leyes de legali-zación y el papeleo que requiere tu nuevo país, las formas distintas en la iglesia (como apagar el móvil en la reunión o celebrar la Cena del Señor de manera diferente), los horarios y los estándares en el trabajo, y el idioma y la cultura. Erolida, venezolana, dice de su estancia en Alemania y luego en Espa-ña que «uno debe aceptar a la gente como es. Como inmigrantes es mejor respetar los criterios de la cultura». Ahora que reside en España, se ha adaptado al castellano tenien-do a mano un diccionario español.

5. Dejar atrás los complejos. Haz lo posi-ble por deshacerte de tus complejos, porque te cohibirán al relacionarte con la gente. Mer-cy dice: «Por vergüenza no nos acercamos, por no saber si vestimos bien o no, o por el complejo de ser de este país o aquel… Tene-mos que olvidarnos de todos esos comple-jos». Tu valor no depende de tu nacionalidad, sino del hecho que has sido creado a imagen de Dios; eres una persona digna, amada, te traten como te traten en España. En la igle-sia, como creyente, tienes un lugar especial y un propósito que cumplir.

Cinco pasos por ambos lados no son la panacea. Son sencillamente eso: pasos. Pa-sos que cierran la distancia. Pasos que nos acercan en amor a la unidad. Fuera, la ciudad se ha convertido en Babel, pero, entre no-sotros, la Iglesia es la nueva Jerusalén: un lugar donde miembros de toda tribu, lengua, pueblo y nación han sido acogidos bajo la sangre de Cristo.

(*) Nacida en Madrid, Elizabeth Clark Wickham, licenciada en Periodismo, es directora de Mujerde-hoy.org, una revista para mujeres en Internet.

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La importancia de la ternura

ESTER MARTÍNEZ VERA

La ternura es algo imprescindible en la vida de los seres humanos. Desgraciada-mente no todos los padres son tiernos con sus hijos y esto puede hacer que, después, en su adultez, esta persona que no ha reci-bido no sepa dar afecto en su justa medida. En el caso del matrimonio es imprescindible que la ternura sea un componente esencial en la relación. Dios, que conoce muy bien al ser humano, insta al marido, una y otra vez, a amar a su esposa de forma tierna has-ta el punto de insistir: “y no seáis ásperos con ellas”. ¡Cuánto nos conoce el Señor! Y ¡cuánto le importamos! Esa ternura debe te-ner como sustrato la amistad, el respeto y el sacrificio.• Amistad: El cónyuge ha de ser siempre

el mejor amigo. Los amigos pasan tiem-po juntos, tienen proyectos en común, se comunican, necesitan verse, contarse cosas, disfrutar juntos, saber que el otro no te va a fallar, poder contar con él/ella siempre.

• Respeto: Todos necesitamos ser respe-tados. Los insultos, la desvalorización, los malos tratos, minan la relación hasta que ésta muere. Pero el respeto es, además, importante por lo que implica para los hi-jos. Si una madre no respeta al padre y con sus palabras le quita cualquier autori-dad, le denigra, le menosprecia, etc., será muy difícil que ese hijo quiera identificar-se con él. Lo mismo ocurrirá con las ma-dres y las hijas. Pero el respeto no sólo se pierde a través de gritos e insultos, tam-bién se degrada a alguien cuando no se le tiene suficientemente en cuenta, cuando se menosprecia su cuerpo, cuando se le da poca importancia y no se valora lo que hace…

• Sacrificio: Una relación duradera siempre implica sacrificio. Es importante que cada uno de los dos componentes de la pareja sea capaz de “morir” un poco a favor del otro. Que cada uno haga el máximo para que el otro viva mejor o sea más feliz. Es

exactamente lo contrario al egoísmo. Es el amor de Cristo por la Iglesia. Es el pen-sar en el otro antes que en uno mismo. Es dejar de lado la autorrealización para que el otro se realice. Y si esto lo hacen los dos el encuentro “sacrificial” resulta maravilloso. Hay hombres que abusan de sus mujeres y hay mujeres que abusan de sus maridos, no dejándoles descan-sar, exigiéndoles en exceso, pidiéndoles que renuncien a todo lo que les propor-ciona cierto placer, no queriendo tener relaciones sexuales. El sacrificio es ne-cesario porque las relaciones de pareja no se mantienen en perfecto estado por generación espontánea. Se han de traba-jar cada día, luchar por mantenerlas. Es como una planta que si no regamos, mo-vemos la tierra, etc., se muere pronto.Con el sustrato mencionado podremos

plantar las semillas de la ternura. Demostrar ternura y comprensión durante las situacio-nes de tensión es una de las maneras más poderosas de edificar una relación íntima. El poder de la ternura en el matrimonio es in-creíble. Comprobaremos que esto es verdad cuando seamos capaces de reaccionar con cariño y mansedumbre ante cualquier acción del cónyuge que nos induzca a gritar o a in-sultar o a sermonear. La ternura es necesaria del marido a la mujer y de la mujer al marido. A veces pensamos que sólo la mujer nece-sita manifestaciones cariñosas, esto no es así, muchos hombres, sobre todo los más sensibles, necesitan mucha ternura, cariño

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y manifestaciones de afecto para sobrevivir sin enfermar.

Reaccionar con ternura no sólo ayudará al otro sino también a uno mismo. Funciona porque es como un milagro, ya que la “blan-da respuesta siempre aplaca la ira”, la del cónyuge y la propia. Si tratamos al otro como nos gustaría que lo hicieran con nosotros, los motivos de tensión, en el seno familiar, se convertirán en motivos de acercamiento.

Debemos conseguir que la ternura se convierta en un hábito en nuestro hogar. Efesios 4:32 es en sí mismo un manual de instrucciones: “... sed benignos, perdonán-doos unos a otros...”. Se trata, sobre todo, de no hacer daño con nuestras palabras o actitudes. Es comunicar al otro a través de lo que decimos que es muy valioso, es abra-zar en vez de recriminar, es mirar sin querer fulminar, es no atemorizar, es no gritar, es no insultar, es AMAR..., es devolver lo que recibes.

Si esa bondad traducida en amor es una de las más importantes claves para el cre-cimiento de la pareja, no debemos olvidar que también es una herramienta increíble en la vida de nuestros hijos. La mejor herencia que les podemos dejar es que ellos vean la ternura entre sus padres. Eso les proporcio-nará una seguridad que perdurará a lo largo de su existencia.

Muchas veces pretendemos llevar la ra-zón e imponernos dialécticamente a fuerza de gritos e insultos. Esta actitud nos permite

ganar algunas “batallas”, pero no olvidemos que también conseguiremos perder la “gue-rra” al final de nuestros días o antes de eso si nuestro cónyuge tira la toalla.

He tenido en mi consulta mujeres y hom-bres que despreciaban o no daban valor a lo que recibían cada día del otro, le rechazaban continuamente, parecía como si les sobrase el afecto del que eran foco. Pero ese es un ejercicio muy peligroso. Puede ser que sin darse cuenta, poco a poco, el otro/a vaya perdiendo el interés en la relación, se vaya marchitando la ilusión hasta que, desgracia-damente, no quede nada. Muchas veces, en ese momento fatídico, el que parecía no necesitar de las caricias o de los halagos descubre la verdadera necesidad de sentirse amado/a, pero ya es tarde, se ha quedado solo/a, aunque el cónyuge esté aún allí, pero ya no está como antes, ya no siente la nece-sidad que sentía. Entonces puede empezar un penoso camino del que no sabemos nun-ca el final.

En la pareja no se puede vivir el amor sin dar y recibir, aunque eso, en algunos mo-mentos de la vida, pueda representar un sa-crificio del que ya hemos hablado. El amor que no se ejercita, que no se manifiesta con palabras y hechos se agota. El cansancio, la desgana, puede hacer su aparición y enton-ces es muy difícil recuperar lo perdido.

Trata a tu cónyuge como si se tuviera que morir mañana. Si eso fuera así, seguro que no escatimarías esfuerzos y cariño, ¿verdad? Pues como si...

(*) Doctora en Filosofía por St. Alcuin House Uni-versity. Licenciada en Psicología y Máster en Psico-logía Clínica por la Universitat Rovira i Virgili de Tarra-gona. Reconocida conferenciante y profesora.

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Tema de fondoReflexiones sobre

el ministerio de la mujer

en la iglesia local

RUBÉN LUGILDE YEPES

Si hay un tema que no deja a nadie indi-ferente en estos años, que provoca enfrenta-mientos y discusiones, que lleva a algunas per-sonas a cambiar de congregación e incluso a que haya iglesias que se dividan, no es, como podría pensarse por semejantes consecuen-cias, la negación de la resurrección de Jesús, la falta de ética cristiana fundamental o el re-chazo de la certeza de la Segunda Venida. No, se trata de asuntos relacionados con la forma de regular el uso de los dones, los diferentes ministerios o incluso atuendos personales. Es decir, el tema de “la mujer en la iglesia”. Y ya en principio debería sorprendernos: ¿cómo es posible que el uso de los dones, los deseos de servir al Señor, las formas de adorarle sean un “problema”? ¿Cómo puede ser causa de con-flicto lo que debería ser un motivo de alegría y bendición: que en el cuerpo de Cristo convi-van fraternalmente hombres y mujeres?

En estas breves reflexiones no pretendo resolver todos los aspectos del tema, pero sí recordar cuál es la posición formal de nuestra

iglesia, aclarar en la medida de lo posible los aspectos clave de la enseñanza bíblica, ayudar a la convivencia y respeto mutuo entre her-manos, y sobre todo, dirigirnos a todos a un servicio coherente y consagrado al Señor que nos rescató.

La inquietud por el alcance y límites bíbli-cos de la participación de las hermanas en las actividades de la iglesia local es algo que de manera abierta o no suele estar presente en la vida de nuestras Asambleas. De hecho lo ha estado a lo largo de la historia de la Igle-sia desde tiempos del Nuevo Testamento. En nuestro caso particular, a comienzos de la década de los noventa del siglo pasado se buscó la colaboración de hermanos de otros lugares que nos pudiesen ayudar a reflexionar bíblicamente. Para algunos este planteamien-to podría ser innecesario y un simple deseo de adaptar el evangelio a la moda social. Sin embargo, la motivación siempre ha sido ase-gurarnos de que nuestras doctrinas y prácti-cas se fundamentan en la Escritura y no en las costumbres o tradiciones heredadas. En consecuencia, no sería la primera vez, ni será la última, que los cristianos descubren con la Palabra en la mano que algunos aspectos que “siempre han sido así”, en realidad eran la interpretación de maestros consagrados que estaban más condicionados por las circuns-tancias de su tiempo de lo que ellos mismos podían sospechar. Y probablemente sus con-clusiones eran las más adecuadas para que

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© Johana Rolhaiser

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en esos momentos las costumbres eclesiales no supusiesen un estorbo para el testimonio evangélico, lo cual era la estrategia definida con claridad por el apóstol Pablo (1Co. 9.20-23). Quizás hoy la situación sea exactamente la contraria, y sería interesante reflexionar so-bre qué consideraría Pablo legítimo para alcan-zar a nuestra generación con el evangelio sin dejar de ser fieles al mismo. Por eso nuestra búsqueda nunca puede ser acomodar la Pa-labra a los tiempos, sino discernir cómo vivir nuestros tiempos a la luz de la Palabra.

Por otro lado, en este como en otros te-mas, es una temeridad pensar que todo está absoluta y meridianamente claro cuando a lo largo de los siglos ha traído de cabeza a her-manos fieles y capaces. El primer paso debe ser siempre acercarse con humildad para comprender el significado del texto y recono-cer la aplicación adecuada en un contexto so-cial siempre cambiante y que, evidentemente, es muy diferente al que tuvieron que afrontar nuestros hermanos del primer siglo… o los del siglo XIX. Baste como ejemplo mencionar que nuestros pantalones masculinos serían vistos como un ridículo atuendo de bárbaros incivilizados por un hermano de una iglesia de cualquier ciudad romana, ya que lo educado era aparecer en público con largas togas, y en casa con una túnica corta por encima de las rodillas. O que todavía hoy en nuestro país hay “minorías étnicas” que se escandalizarían de ver a hombres y mujeres sentados juntos en el mismo banco sin ningún pudor… ¡y encima pretendiendo alabar al Señor!

En el caso de nuestra iglesia local, tras años de conversaciones y estudios ocasiona-les, decidimos abordar el tema de una manera sistemática, dedicándole bastantes sesiones de las Clases Bíblicas de Adultos del domingo por la mañana. Fueron meses de estudio bíbli-co y diálogo abierto, tras los cuales el Consejo de Ancianos se tomó un año más de reflexión y oración. Entonces propuso unánimemente sus conclusiones a la congregación en una reunión oficial. Así, desde Octubre de 2001, de una manera formal nuestra iglesia local reconoció nuestra actual posición doctrinal y práctica, cuya expresión escrita está a dis-posición de cualquier hermano de la iglesia. Evidentemente, es un tema en el cual sigue habiendo diferentes interpretaciones perso-nales, pero en su momento pudimos com-

probar cómo el Señor dirigió todo el proceso para que se desarrollase en un espíritu de unidad y respeto mutuo, cumpliendo el prin-cipio de seguir siempre “lo que contribuye a la paz y la mutua edificación” (Ro. 14.19). De esta manera, el acuerdo final no significó la imposición de una interpretación sobre otra, sino el consenso y respeto de la congrega-ción a la enseñanza bíblica de su Consejo de Ancianos. Sin duda, el proceso en sí es algo que deberíamos tener siempre presente para abordar temas conflictivos.

Pero entremos en materia. Lo primero que quisiera plantear es, ¿por qué es necesario analizar el ministerio de la mujer en la iglesia? La respuesta es bien sencilla: porque en la vi-vencia eclesial existen diferencias en cuanto a lo que es admisible para un hombre o para una mujer. Ahora bien, ¿cuántas de esas diferen-cias son bíblicas? ¿Existe algún tipo de limita-ción en el desarrollo de los dones y ministerios de las hermanas? ¿Son esas limitaciones fruto de los condicionamientos sociales o parte del plan de Dios para todas las edades? De forma simplificada podríamos decir que en el ámbito evangélico contemporáneo encontramos los siguientes enfoques:

a) El conservador o tradicional, que inter-preta los textos bíblicos prohibiendo la partici-pación pública de las hermanas en la iglesia, y que limita su ministerio “verbal” al ámbito femenino e infantil. Habitualmente estos her-manos consideran vigente el uso del velo y suelen poner restricciones también en el tipo de ropa. En algún caso defienden también que el lugar idóneo para la realización personal de la mujer casada es el ocuparse de la casa y los hijos.

b) El conservador “abierto”, que defien-de una interpretación que respalda el ejerci-cio público de los dones, pero entiende que el liderazgo en la iglesia está formalmente re-servado a los hombres. No suelen definir un tipo de atuendo, más allá de lo decoroso, y no hacen énfasis en el uso del velo.

c) El “abierto” (me niego a emplear el término liberal) que hace más énfasis en los aspectos igualitarios del evangelio que en los textos restrictivos, y por lo tanto entiende que no es legítimo poner límites de ningún tipo a los dones y ministerios por motivos de “gé-nero”. En algunos casos para llegar a estas conclusiones relativizan el valor de las ense-

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ñanzas paulinas en este tema, pero no todos recurren a este peligroso e ilegítimo método.

Todos los que sostienen estas ideas di-ferentes afirman que sus conclusiones son bíblicas, y por lo tanto, intentan demostrarlo basándose en los textos bíblicos. Pero lo cier-to es que para defender su perspectiva, habi-tualmente cada uno pone el énfasis o prioriza unos textos por encima de los otros, ya que es evidente que la misma Escritura que dice que en Cristo “no hay varón ni mujer” (Gal. 3.28), también dice “que no permito a la mu-jer ejercer autoridad sobre el varón” (1Ti. 2.12). O también lo mismo que se regula cómo las hermanas deben orar y profetizar (1Co. 11.5), más adelante se dice que las mujeres deben callar en las congregaciones (1Co. 14.34). Así que si nos limitamos a “lanzarnos” versículos unos a otros, lo único que conseguimos es discutir curiosamente sobre un tema del cual ha quedado expresamente escrito que no de-bería ser motivo de discusión.

Personalmente he de confesaros que es-toy un poco cansado de la polémica que ro-dea a este tema, sobre todo porque tengo la impresión de que no hay tanto una búsque-da de la enseñanza bíblica como una defen-sa numantina de las posiciones previamente fijadas. Y cuando en alguna congregación se define una posición concreta, parece que si alguno no está satisfecho, por exceso o por defecto, lo convierte en un asunto central e intenta defender su causa “a tiempo y fuera

de tiempo”. Pero a la vez entiendo que son muchas las personas que, con sinceridad, de-sean tener una comprensión cabal de lo que el Señor considera legítimo y lo que no, tanto para poder desarrollar cada cual sus propios dones y ministerios, como para tomar las de-cisiones adecuadas por parte del liderazgo de la iglesia, o sencillamente disfrutar con la conciencia tranquila de las participaciones y los ministerios de la iglesia local a la que uno pertenezca.

Así pues, ¿qué dice la Escritura? ¿Cómo hemos de entender y aplicar los textos que se refieren a la participación y el ministerio femenino? Como ya hemos mencionado an-tes, para algunos el tema está claro: “la Biblia dice que la mujer debe callar en la Iglesia, y no hay más que debatir”. Se aferran a la “li-teralidad” del texto, y dan por supuesto que así se resuelve el problema. Pero en realidad lo agravan. Porque si la respuesta está en rei-terar la literalidad de una frase aislada, ¿cuál es su aplicación? ¿Deben estar las mujeres siempre en silencio? ¿No pueden cantar? ¿Decir “amén”? ¿Responder si se les pregun-ta… al ser bautizadas? Si no pueden ejercer ningún tipo de autoridad sobre el varón, ¿aca-so podrían decidir el inicio de una canción de alabanza congregacional con un instrumento musical? Y si, aludiendo a otro texto, las mu-jeres no son aptas para enseñar la Palabra, ¿cómo se les permite hacerlo precisamente a las personas más influenciables, es decir, los niños, que a veces son varones bautizados? Permitidme la “caricatura”, pero es evidente que la literalidad nos llevaría a situaciones ab-surdas. Por otro lado, la insistencia en la “letra de la ley” podría obligarnos a que los varones tuvieran que orar siempre con las manos en alto (1Ti. 2.5); evitar el matrimonio a menos que sean incapaces de dominar sus impulsos sexuales (1Co. 7.8-9); admitir una segunda vía de salvación al margen de la justificación por la fe y reservada sólo a las mujeres (1Ti. 2.15); o incluso resolver una apendicitis por medio de un ungüento oleoso administrado por los an-cianos (Sant. 5.14). El propio Jesús tuvo que reprender a los fariseos por su mal uso de la literalidad de la Ley. No, el respeto al Señor de la Palabra nos obliga a ser diligentes en su uso y estudio, esforzándonos en compren-derla con sencillez, pero no con simplismo. Desde una perspectiva “evangélica”, la inter-

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pretación literal persigue la comprensión de la revelación tal y como pudieron entenderla sus receptores originales (es decir, atendiendo a su contexto y circunstancias), para relacionar-la con el sentido más amplio del conjunto de la Escritura y aplicar esos principios en cada generación.

Entonces, ¿qué dice la Escritura? O mejor dicho, ¿por qué parte de la Escritura debemos comenzar? Pues lógicamente… por el princi-pio. Y si nos acercamos a Génesis 1-3 des-cubrimos varias cosas: que hombre y mujer son esencialmente iguales; que ambos tienen autoridad sobre la creación; que su relación era de armoniosa complementariedad; que el pecado arruinó su relación, ya que ella actuó independientemente de su esposo, mientras él renunciaba a su responsabilidad de cuidarla y además aprovechó para culparla de sus ma-les. Estos principios creacionales y las conse-cuencias de la caída los veremos retomados en algunos textos del Nuevo Testamento so-bre el tema que nos ocupa.

Si avanzamos la lectura por el resto del Antiguo Testamento, descubriremos cómo el papel sacerdotal y regio fue entregado a algu-nos varones escogidos (no a todos), pero a la vez veremos a mujeres jugando papeles des-tacados, hasta el punto de que sus palabras forman parte de la Palabra (Miriam), ejercieron

el liderazgo (Débora), o profetizaron de parte del Señor (Hulda). Eran excepciones, sí, pero significativas ya que mostraban la disposición del Señor a admitir la autoridad y el “ministe-rio” femenino aún bajo el régimen del antiguo pacto.

Pero si algo nos debe hacer reflexionar a los cristianos es la propia actitud de Jesús hacia las mujeres, que destaca aún más en medio de los prejuicios de su época. Frente al recha-zo de los maestros de su tiempo, algunos de los cuales llegó a decir que era preferible que-mar la Torah antes que enseñársela a una mu-jer, Jesús sorprendió a sus contemporáneos relacionándose con ellas abiertamente (lo cual resultó escandaloso), admitiéndolas entre sus seguidores, y enseñándoles el evangelio de tal manera que incluso su primera revelación ex-plícita como Mesías fue hecha a una mujer (sa-maritana y de dudosa moralidad) y a mujeres fue confiado el anuncio de la Resurrección, el acontecimiento histórico y espiritual de mayor trascendencia de todos los tiempos. Sin duda, esta inclusión de las mujeres en la comunidad del reino caló hondamente en los discípulos, ya que el libro de los Hechos comienza con un grupo de hombres y mujeres esperando jun-tos la llegada del Espíritu Santo.

Pero algo que debemos notar también es lo que Jesús no hizo: a pesar de la evidente

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© Arantxa Anttila

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valoración y dignificación de la mujer, él no es-cogió a ninguna de ellas como apóstol. Este hecho, que algunos atribuyen al condiciona-miento social, quizás apunte hacia una limita-ción del ministerio femenino, tal y como des-pués recogen las epístolas y la práctica de la iglesia primitiva.

Las primeras comunidades cristianas si-guieron el modelo de su maestro, acogiendo en su seno sin distinción a los hombres y muje-res que confesaban a Jesús como su Mesías. En Pentecostés se cumplían las expectativas del Antiguo Testamento acerca de la llegada de un día en el cual hombres y mujeres, ni-ños y ancianos serían receptores del Espíritu de Dios y transmitirían su mensaje a todos los pueblos. Vemos así el inicio del reparto de los dones también sin distinción entre hombres y mujeres, como capacitación sobrenatural para ejercer el sacerdocio y el ministerio como pueblo redimido. Así, a lo largo de las páginas del Nuevo Testamento, vemos a las mujeres recibiendo la palabra y convirtiendo sus ca-sas en la sede de las iglesias locales (Lidia), ejerciendo el diaconado (Febe), colaborando activamente con los apóstoles, orando, profe-tizando y en suma, sirviendo al Señor que las había redimido de la misma manera que a los hombres. Para impedir el desarrollo de este privilegio espiritual a “la mitad” de una con-gregación tendríamos que tener argumentos bíblicos muy claros. Y como veremos, la evi-dencia apunta hacia todo lo contrario.

En las primeras iglesias se dieron dificul-tades de todo tipo (no olvidemos que nues-tro modelo no son tanto las primeras comu-nidades en sí como la enseñanza del Nuevo Testamento), y entre ellas estaba la puesta en práctica de esa nueva libertad alcanzada en Cristo. Para aclarar las dudas y corregir las deficiencias y excesos que aparecían, los apóstoles se comunicaron con las iglesias por medio del correo, legándonos así las cartas del Nuevo Testamento. Pero precisamente el hecho de que las cartas son escritos “circuns-tanciales”, nos obliga a investigar cuál era el problema subyacente antes de poder com-prender la solución propuesta. Baste como ejemplo recordar que Pablo escribió varias cartas a los hermanos de Corinto para corregir graves problemas de doctrinas y prácticas, y para contestar sus consultas específicas. Este enfoque nos puede ayudar a entender el sig-

nificado de los textos que se refieren al papel de la mujer en las iglesias.

¿Cuál era el problema que se estaba dan-do en la congregación de Corinto? En realidad casi habría que preguntarse cuál era el que no se daba, porque tenían enfrentamientos per-sonales, conductas escandalosas, cultos caó-ticos y hasta dudas acerca de la resurrección. ¿Y qué pasaba con algunas hermanas? Pues parece ser que habían aplicado de una manera muy inadecuada su nueva libertad en el Se-ñor. Si bien Pablo reconoce explícitamente su derecho a orar y profetizar en público (y otras interpretaciones habituales de ese texto no hacen más que retorcerlo o ponen a Pablo en el absurdo papel de autorizar algo para negar-lo sólo unas líneas después), igualmente hace ver a las hermanas que se estaban excedien-do. Es llamativo observar que en 1Co. 11.2-16 Pablo alude tanto a los principios creacionales permanentes como a las costumbres sociales transitorias, y eso nos puede dar una clave para nuestros tiempos. Veámoslo.

Había algo que Pablo no podía admitir, y con él ninguna iglesia de cualquier tiempo y lugar: que el aspecto y conducta de las hermanas fuese un escándalo social y una deshonra y desprecio hacia su marido. Y en Corinto la for-ma de vestirse, en este caso la cobertura del cabello, era un signo externo claramente com-prendido por todos. Efectivamente, más que respetables mujeres casadas lo que parecían era vulgares prostitutas. Y eso era una afrenta primero a su marido, pero en último término al propio Señor. ¿Cuál era la solución? Aceptar las costumbres naturales para su época. Y eso sigue siendo válido hoy. Quizás en algunas so-ciedades el velo o su ausencia tenga implica-ciones morales, pero en la España contempo-ránea ya no, o incluso podría valorarse como un signo de discriminación e inferioridad. Sin embargo, seguro que todos somos capaces de diferenciar una mujer cuyo aspecto mantie-ne la dignidad de su matrimonio y otra que no, a pesar de que vivamos en un tiempo donde el decoro parece haber desaparecido.

Pero los problemas de Corinto iban más allá. En el propio desarrollo del culto, parece que las mujeres no sabían mantener una actitud ade-cuada. En realidad no era un problema exclusi-vo de ellas, ya que Pablo tiene que invitar a los hombres que compartían un “pensamiento es-piritual” a que siguiesen un mínimo de orden,

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así como que los que tenían manifestaciones de lenguas supiesen reconocer cuándo debían mantenerse callados. Y en ese contexto invita a las hermanas a “saber callar” y mantener un silencio respetuoso en medio del culto. Para algunos este texto de 1Co. 14.34 “anularía” lo dicho en 1Co. 11.5, pero ¿es lícito contradecir la Escritura con la Escritura? Más bien somos llamados a armonizarla, y el contexto del ca-pítulo 14 nos lleva con naturalidad a entender que Pablo no está prohibiendo la participación de la mujer, sino el desorden y las interrupcio-nes (por eso es preferible “que pregunte en casa”). Y también en este caso tenemos un principio permanente: el respeto debido hacia sus esposos, que quedaría en entredicho por su manera de comportarse, frente al “deco-ro” de la época que entendía escandaloso esa familiaridad en público. En consecuencia, las leyes del momento (a la que Pablo se estaría refiriendo, ya que no hay ninguna cita en el An-tiguo Testamento que lo regule directamente) restringían la voz femenina al ámbito domésti-co, de manera que socialmente se consideraría tan vergonzoso hablar en una asamblea públi-ca como aparecer desnuda. Indudablemente, hoy nadie vería escandaloso que un hombre y una mujer hablasen en un mismo espacio público, pero sí podría considerarse irrespetuo-so aprovechar la participación en un culto para que, por ejemplo, los esposos se echaran en cara cuestiones domésticas o se ridiculizasen con sus preguntas.

El tercer texto conflictivo lo encontramos en 1Ti. 2.11-15. Sin duda, es un texto difícil de entender y fácil de torcer, como diría el após-tol Pedro, lo cual es una razón de peso para no basar toda una enseñanza y prácticas eclesia-les en una particular interpretación. El análisis exegético de este complejo pasaje excedería con mucho los objetivos de este artículo. Por eso me limitaré a lanzar algunas ideas que es-timulen la reflexión personal. De nuevo debe-mos recordar que Pablo está dando consejos a Timoteo, su discípulo y colaborador, quien estaba en esos momentos al frente de la congregación en Éfeso. Como en el caso de Corinto, había problemas que resolver, algu-nos de cuyos detalles se nos escapan.

No obstante, creemos que está claro lo que el texto no puede significar a la luz del resto de la Palabra: que las mujeres son por naturaleza personas fácilmente engañables y, por lo tanto, incapacitadas para enseñar; tam-poco puede significar que existe una manera alternativa de salvación para ellas a través de la maternidad. Pero, tras una lectura atenta del texto, podemos observar algunas cosas clarificadoras. Lo primero es el aspecto tre-mendamente positivo y liberador de asentar el principio de que la mujer tiene todo el derecho de ser enseñada. Y para serlo hay algo impres-cindible, como sabe cualquier profesor: que el aprendiz lo haga con un mínimo de atención y silencio, lo cual parece que no siempre era posible entonces… ni ahora. Pero las expli-caciones de Pablo nos hacen sospechar que algunas hermanas de Éfeso eran bastante rea-cias a ser enseñadas por los hombres. ¿Ha-bría alguna falsa enseñanza sobre quién era el responsable de la caída? Parece que sí, ya que Pablo se extiende en ello. ¿Rechaza Pa-blo cualquier tipo de enseñanza femenina, o quizás algunas mujeres estaban imponiéndo-se sobre los hombres en general y sobre sus maridos en particular? De nuevo la respues-ta podría ser afirmativa, ya que aquí Pablo no está refiriéndose a la autoridad que la Escri-tura enseña como compartida por hombres y mujeres en la vida cotidiana (véase Gen. 1.28; 1Co. 7.4, ¡autoridad sobre el marido!; 1Ti. 5.14) o en la participación en la vida eclesial. Y es que una lectura atenta del texto nos lleva a comprender que la palabra “dominar” no es sinónimo de “autoridad legítima”, sino que se relaciona con la idea de “usurpación”, lo cual

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nos recuerda lo ocurrido en Edén. Y este es un punto importante, ya que lo que Pablo está rechazando aquí no es que las mujeres pue-dan tomar determinadas iniciativas dentro de la iglesia, sino que pretendan imponerse con superioridad sobre los hombres, lo cual, dicho sea de paso, es tremendamente pertinente para una sociedad como la nuestra en la cual se está queriendo compensar el machismo del pasado con un feminismo igualmente au-toritario y excluyente.

Así pues, tras la lectura de los textos an-teriores podemos sintetizar algunos principios básicos sobre el ministerio de la mujer en la iglesia, que coinciden en lo sustancial con los que hemos acordado para nuestra congrega-ción.

En primer lugar, entiendo que es legítimo y necesario que las mujeres creyentes en comunión -al igual que los hombres- ejer-zan su sacerdocio y desarrollen sus dones de manera pública y audible en la iglesia lo-cal, alabando, orando y profetizando (es de-cir, hablando “para edificación, exhortación y consolación”, 1Co. 14.3), en sujeción a la dirección del Espíritu, manteniendo el buen orden de los cultos, manifestando una actitud humilde, con respeto a las bue-nas costumbres, siendo consideradas con los demás y en particular las casadas hacia sus maridos, buscando siempre la edifica-ción de la iglesia. Sin duda, uno de los mar-cos idóneos para todo lo anterior lo cons-tituye el tiempo de libre participación en el culto de Comunión, así como otros cultos, reuniones y actividades de la iglesia.En cuanto al desarrollo de otros tipos de ministerios, la existencia de diversidad de dones en todos y de mujeres diáconos en la iglesia del Nuevo Testamento nos per-mite reconocer también la conveniencia de que haya mujeres que desarrollen sus dones sirviendo, coordinando y asumiendo responsabilidades en diversas áreas, siem-pre desde el reconocimiento -como en el caso de los varones- de la autoridad de los ancianos de la iglesia y el orden estableci-do en la congregación.En cuanto a las limitaciones, entiendo que la autoridad delegada por Dios en las con-gregaciones recae sobre hermanos varo-nes reconocidos por las mismas congre-gaciones como Ancianos o Pastores. En

el Nuevo Testamento no encontramos evi-dencias claras que apoyen que una mujer pueda ejercer este ministerio. Sin embar-go, el mismo Nuevo Testamento exhorta a que todos los creyentes -hombres y mu-jeres, jóvenes y mayores- ejerzan su sa-cerdocio, desarrollen sus dones y cumplan su ministerio en el contexto de una iglesia local y bajo el impulso, dirección y supervi-sión de sus ancianos. Por tanto, las prácti-cas de la iglesia local deben organizarse de manera que se asegure el libre desarrollo de esos dones y ministerios por parte de todos los creyentes en comunión.Por consiguiente, el Señor abre a todo

hijo suyo un amplio abanico de posibilidades de servicio. El mundo que nos rodea necesi-ta desesperadamente su Luz, y somos noso-tros, hombres y mujeres redimidos los que tenemos la responsabilidad de hacérsela lle-gar. Para ello el Señor ha diseñado su Iglesia, como un lugar de comunión y testimonio. Un lugar de unidad y diversidad. Es hora de que todos pongamos nuestras habilidades, oportunidades y dones para llevar a cabo la tarea que tenemos por delante. No es el de-bate de “género” lo que debe ocuparnos, sino el deseo de consagrarnos juntos como hermanos y hermanas a la tarea de vivir el evangelio del reino en nuestra generación. Si las formas o matices suponen un obstácu-lo, es que todavía no hemos comprendido lo que significa ser Iglesia:

Por tanto, si hay algún estímulo en Cristo, si hay algún consuelo de amor, si hay alguna comunión del Espíritu, si al-gún afecto y compasión, haced completo mi gozo, siendo del mismo sentir, conser-vando el mismo amor, unidos en espíritu, dedicados a un mismo propósito. Nada hagáis por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de vo-sotros considere al otro como más impor-tante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás (Fil. 2.1-4).

(*) Nacido en Vigo (1967). Licenciado en Historia por la Universidad de Salamanca, profesor de Institu-to y director del Proyecto Éfeso de Formación Bíbli-ca. Es Anciano de la Asamblea de Hermanos (Iglesia Evangélica de Paseo de la Estación) y presidente de la Asociación Cultural “Jorge Borrow”.

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SoledadHernández Martín

Mi conversión al Señor Jesucristo es como sigue: Nací en una familia católica, a los 22 años me casé con Florentino y nos fuimos a trabajar a Palma de Mallorca. Pasarían unos tres años y un compañero de trabajo de mi esposo le habló de la Palabra de Dios, y le regaló un Nuevo Tes-tamento.

Yo noté el cambio en mi esposo. Él oraba y leía la Palabra de Dios. Al nacer nuestra primera hija, Mari Carmen, entendí que Dios estaba en nuestra vida y hogar, ya que todo sucedió tal como pedíamos al Señor. Pero aún no conocía-mos una iglesia evangélica.

Catorce meses después nos nació Horten-sia, la cual tenía alguna dificultad en sus pies y aún no andaba a los trece meses. El médico me dijo que le comprara unas botas especiales y que tardaría en poder caminar con normalidad. Por esos días Juan, el amigo de mi esposo, que era simpatizante de la Iglesia evangélica (aun-que no estaba integrado en ella) nos invitó a ir un domingo al culto. Nos dijo que había un evangelista muy bueno y quería que lo escu-cháramos. Se trataba de Don Fernando Vangio-ni, y era su último día en Palma. Nos fuimos al culto y dejamos a nuestras niñas con los ni-ños y la esposa de Juan. El mensaje fue estu-pendo. Era el primero que escuchábamos y al final hubo una invitación para recibir a Cristo. Aunque nosotros ya nos considerábamos cre-yentes, nos pusimos en pie con otras dieciséis personas. Fue una bendición inolvidable, pero el Señor nos tenía otra sorpresa reservada. Al regresar a casa de Juan, nuestra niña Hortensia caminaba y jugaba con los otros niños con toda normalidad. Mi esposo y yo lo aceptamos como una bendición de Dios.

A partir de ese día quedamos integrados en la iglesia. Un tiempo después hubo cambio de pastor y el entrante nos dijo: “ustedes no han hecho la pública profesión de fe”; y nos quita-ron la participación a la cena del Señor. Otras clases y nos bautizamos y, poco después, nos vinimos para Salamanca y nos integramos en la Iglesia evangélica de Hermanos en C/ Monroy 10 sin ningún problema.

Aquí nos nacieron otros dos hijos: Samuel y Noemi. Estos más revoltosos que las dos pri-meras, pero han sido una bendición del Señor y yo todos los días doy muchas gracias a Dios por mi esposo, por los cuatro hijos que me ha dado y por la Iglesia Evangélica de Paseo de la Esta-ción 32, donde me encuentro muy a gusto.

FloriTamames

¡Hola!, soy Flori. Aunque mi testimonio es muy largo, os lo quiero contar a grandes rasgos. Yo nací y me crié en un hogar católi-co, llamado cristiano; y digo llamado cristiano porque en casa de mis padres sólo se mencio-naba el nombre de Dios para blasfemarlo. Yo era la más religiosa, me gustaba mucho ir a la iglesia a rezar a los santos porque era lo que nos habían enseñado, que el cielo había que ganarlo con rezos y buenas obras.

Por aquel entonces decidimos fijar nues-tra residencia en Salamanca. Yo seguía con mi norma de frecuentar la iglesia católica. Un día, una vecina nos invitó a una de las reuniones que se hacían en su casa cada mes. Nos dijo que unos protestantes venían a estudiar la Bi-blia. Al escuchar que se trataba de protestan-tes, me molesté. Al final decidimos ir para ver qué hacía esta gente; no por interés de escu-char lo que decían, sino para que la señora nos dejara tranquilos y no nos molestara más. Sin embargo, me importó mucho lo que allí escu-ché, tanto que aquella noche no pude dormir, pues me la pasé llorando y pidiéndole a Dios que me guiara hacia la verdad. Y Dios me es-cuchó, porque desde aquel día acudimos a to-das las reuniones aun sin ser llamados.

Poco tiempo después, volvimos al pueblo. Allí fue donde empezaron los problemas y los sufrimientos por causa del cura. El caso fue que cuan-do se nos murió una niña, él se opuso a que la enterrásemos en el cementerio. Entonces tuvieron que intervenir las au-toridades y pudimos hacerlo. El cura se vengó no dejándonos en-trar por la puerta; así que se tuvo que romper una pared y por allí entró la gente con la niña. Fueron pruebas muy duras, pero el Señor nos mantuvo firmes y fieles a su palabra (ensegui-da empezamos a estudiarla). Damos gracias al Señor por los hermanos que puso delante de nosotros, a los cuales estamos muy agradeci-dos. Al Señor sea la gloria y la honra por todos los siglos. Amén.

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© Miguel Elías

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Una mujerllamada Dámaris

A. P. ALENCART

EN una vuelta del girasol del tiempo,cuando las palabras de Pablo aún estaban frescas por Atenas,pude conocer a Dámaris, la creyente.

No fue magia, sino fe abrazada para siempre; no fue dejarme morir para ser alanceado por primitivas centurias.

Fue Verboque no amortaja ni ahoga al corazón;fue voz comunicando la feliz historiade una mujer que en el areópagoestuvo al lado de Dionisio.

Dámaris escuchó y creyó:así traspasó un grueso muro de prejuiciosy pudo contarme que también ellaera poeta.

La tarde entera hablamos del Jesús que es el Cristo, del apóstol que sembróla plenitud de nuestra esperanza,de las burlas a que nos someten los incrédulos.

Dámaris, vivir con Dios es encontrarnosen una comunión que no sabe de siglos.

EncuentroPAULINA F. CABRERA

Yo estaba sola,vacía, sin sentido,inmersaen una soledad sin tiempo.

Sin sangre,sin latidos, sóloun montón de poleodesolado.

Te sentí llegarhasta mi nadaemergiendo desde tu paísde hierba y luz.

Te sentí venirJesús,tiempo sin soledad,trigal henchido.

Mi polvo desoladose fundióen la hierba y en la luzenamorado.

Y te nacíhecha florcomo una llamaradaen tu costado.

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¡Arriba el ánimo! (Salmo 103:1-5)

ELENA GIL

Es éste un salmo muy especial. No se escribe como muchos, desde la angustia o la prueba, sino desde la alegría de recuerdos grandiosos que provocan una profunda grati-tud en el corazón gastado de un rey luchador.

Esta primera estrofa del salmo 103 es un cántico de gratitud muy personal, en el que se aprecian tres partes bien diferenciadas.

1.El salmista y su adoración (vv. 1-2).2.Los motivos de su adoración (vv. 3-5a).3.La actuación benéfica de Dios (v. 5b).

1. El Salmista y su Adoración (1-2). Es una adoración...

a) Inspirada. Su corazón ha traído a la me-moria el pasado, y no puede reprimir ahora la gratitud y la satisfacción que inundan todo su ser. Historia tras historia, y la mano de Dios manifestada en bendición. Pero aun con el re-cuerdo, puede uno quedarse contemplándolo placenteramente sin dar salida a la gratitud ha-cia quien se lo merece.

b) Dispuesta. Así que, se insta a sí mis-mo: “¡Bendice, alma mía...!”, se invita a ex-presar lo que siente, a hacerlo bien: “todo el ser”, no sólo los sentidos más superficiales, sino desde “el fondo del ser” (dice otra ver-sión), y a quien le corresponde: al Auténtico, al Poderoso, al Único... (“a su santo nombre”, 1b). Para el judío el nombre representaba la personalidad completa.

c) Expresada. La salida de toda la grati-tud que inundaba el corazón del salmista ha de manifestarse no sólo en obediencia y ser-vicio sino también en palabras. David insiste en ello, y sabe por qué lo hace: se conoce a sí mismo, y la tendencia humana de olvidar. Conoce también a su Benefactor, y lo que le agrada (Sal. 69:30,31).

Para ti y para mí, ¿cuántas veces encon-tramos que nuestras palabras son demasiado torpes para expresar lo que sentimos, y calla-mos? El salmista tiene años ya de cercanía al Señor, y muchas cosas en su haber que el paso del tiempo puede hacerle olvidar de

donde vinieron. De modo que es bueno para nosotros también tomarnos tiempo y hacer recuento, como hizo David.

2. Los motivos de su Adoración (3-5a). Para ayudarse en su adoración, David hace ba-lance, y una lista: perdona, sana, rescata, coro-na y sacia.

Perdona todas tus iniquidades. El perdón total, como el primero de la lista, puesto que sin él no hay posibilidad de acercamiento a Dios.

Sana todas tus dolencias. ¡Cuántas situa-ciones de curación habrá experimentado Da-vid en sus muchos años! Heridas de guerra, enfermedades, y aun crisis emocionales que produjeron sus daños.

Rescata. David se ha sentido librado de la muerte en más de una ocasión, y esto le lleva a dar salida a la gratitud con palabras que brotan de lo más profundo de su alma en adoración. ¿Qué de nosotros? El hombre ha sido creado para la vida, y la muerte nos produce angustia. Si te has sentido alguna vez libre de las garras de la muerte, sabrás lo que David sentía.

Corona. Como rey, el salmista sabe lo que representa la corona sobre su cabeza, a la vis-ta de todos: un privilegio que le vino dado, un adorno que no era suyo, y que señalaba su posición. David entiende que tantos favores y misericordias recibidos le distinguen, y no pue-de por menos que prorrumpir en un cántico de gratitud por ellos, metiéndolos también en la lista de las grandes cosas: el pecado, la enfer-medad y la muerte, nada debe quedar atrás.

Sacia. El término que la R.V. 60 ha traduci-do por “boca”, parece que en su sentido origi-nal significa “ornamento de alegría”, “deseo

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de goce” o sencillamente “anhelos”. La B.A. traduce “colma de bienes tus años”. Sacia, harta, colma son palabras que dan sensación de llenura, de que Él va más allá de lo que esperamos, y que el Nuevo Testamento nos ayuda a comprender a través de los escritos de Pablo en expresiones tan conocidas como: “Aquel que puede hacer todas las cosas mu-cho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos” (Ef. 3:20).

3. La actuación benéfica de Dios (5b). La iniciativa de Dios en bendición sobre David es como el broche de oro para este cántico: “para que tu juventud se renueve como el águila”. ¿Podrías pensar en algo mejor?

• Recuperación de las fuerzas en un cuer-po gastado.

• Rejuvenecimiento emocional para el desanimado.

• Renovación espiritual para el que se siente rechazado.

Se han escrito muchos comentarios acerca del símil del rejuvenecimiento de las águilas. Algunos dicen que esta magnífica y gran ave renueva su plumaje anualmente, y no se deja ver mientras lo cambia, hasta que, majestuo-sa, sale con una nueva apariencia, como si de un rejuvenecimiento se tratara. Otros dicen que aproximadamente a la mitad de su vida (40 años) se arrancan a sí mismas pico, garras, y aun las plumas rotas de sus potentes alas para salir, cinco o seis meses después, con una renovación tal que les permite vivir treinta años más, porque su capacidad para cazar ha sido también restaurada.

No es tiempo para el desánimo. Hay aún esperanza para nosotros, del mismo modo que la hubo para David.

Pequeñas llamasLOIDA E. PAZ GONZÁLEZ

Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carre-ra que tenemos por delante. Hebreos 12:1.

Tuve el privilegio de conocer de primera mano, o casi, el precio que algunos hermanos nuestros pagaron por ser valientes y diferen-tes en un mundo hostil al evangelio. Desde pequeña he sido consciente del legado que como evangélicos recibíamos de otros que pusieron sus vidas al servicio del Señor para traer el evangelio a un país atrasado y cegado en su ignorancia.

En este año en que celebramos el 75 ani-versario de nuestra iglesia también hemos re-cordado a muchos que colaboraron en la obra del Señor y pusieron sus vidas a Su Servicio. Ellos son testigos para nosotros y de quienes recibimos el relevo. Ahora que está en nues-tras manos hemos de correr, proseguir ade-lante. Para correr bien hay que despojarse de lo que estorba, en especial del pecado. No po-demos amar nuestras vidas más que a Dios si queremos servirle. Hay un precio que pagar, al igual que nuestro Señor que soportó la cruz por amor a nosotros. Lo hizo mirando el gozo que le esperaba después. Él debe ser nuestro mayor aliciente y nuestro ejemplo. Pero tam-bién lo son todos esos héroes de la fe en el Antiguo Testamento, nuestros hermanos que dejaron sus países más prósperos, y sus vidas más cómodas, para venir al nuestro y, cómo no, aquellos que empezaron siendo unos po-cos, reuniéndose en las casas, soportando el estigma de ser diferentes cuando lo más pru-dente era pasar desapercibidos.

Lo que el Señor espera de nosotros está claro: que corramos con perseverancia, sin cansarnos, sin perder el ánimo. Aquí estamos. Recibimos una antorcha que ya brilla, pero que hay que sostener en alto para que alumbre a nuestro alrededor. Quizá seamos sólo peque-ñas llamas, pero ese es nuestro desafío: que no se apague. Pagaremos un precio, sin duda. Pero Nuestro Señor lo merece y el gozo que nos espera no tiene igual.

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La mujer y la adoraciónBRIGITTE LUTZ

1. ¿Qué entendemos por adoración? Como no todo el mundo entiende lo mismo por “ado-ración”, y el tema ha causado bastantes con-troversias en las iglesias, me parece opor-tuno compartir algunas definiciones que he encontrado al estudiar el tema:“La adoración es el servicio generado por la reverencia y la sumisión a Dios, quien es to-talmente digno” (Ryrie); “La adoración es la comunión con Dios, en la cual los creyentes, por gracia, centran la atención de sus mentes y sus corazones en el Señor, glorificándole humildemente en respuesta a su grandeza y su Palabra” (Leafblad); “La adoración de Dios consiste esencialmente en entrar en una re-lación con Él en los términos que Él propone y en la forma que sólo Él hace posible” (Pe-terson); “La adoración se produce en nuestro corazón. Todo lo que soy yo deleitándome en lo que es Dios” (David Morse).

2. ¿Quién recibe nuestra adoración? Dios es el único que debe recibir adoración (Mt. 4:10). Ningún ser humano podría saber lo más mí-nimo acerca de Dios, si no fuera por su auto-revelación (Ro.1:19-20; He.1:1-3). ¡Dios se ha dado a conocer de muchas maneras! Para poder ofrecer a Dios una adoración que Él pueda aceptar, que le agrade y le honre es imprescindible conocerle bien. Tenemos el gran privilegio de poseer la Palabra de Dios, en la cual encontramos todo lo que se pue-de conocer de Dios. ¿Quieres adorar a Dios? ¡Tómate tiempo para conocerlo!

3. ¿Qué clase de adoradores busca Dios?a) Adoradores verdaderos (Jn. 4:21-24). El adorador verdadero es aquel que adora en espíritu y en verdad. El hombre no puede adorar a Dios a su manera. Sólo es posible acercarse al Dios santo en la forma que Él mismo propone y Él hace posible. El adora-dor verdadero entonces es aquel que recono-ce y acepta que sólo a través de Jesucristo se puede llegar al Padre (Jn. 14:6), que ha na-cido de nuevo y adora a Dios impulsado por el Espíritu Santo que mora en él; todo ello en la nueva esfera del espíritu (Ef. 2:18).b) Adoradores entregados a Él por completo (Ro.12:1-2). La única respuesta lógica a “las

misericordias” de Dios es una entrega com-pleta de nuestra vida al Señor -ponernos a Su entera disposición para servirle-. No hay ado-ración a Dios sin servicio a Dios. Ejemplos: María, la madre de Jesús (Lc. 1:38, 46-55); Ana, la profetisa (Lc. 2:37-38).c) Adoradores que le amen con todo su ser (Mr. 12:30; 1Jn. 4:19). Dios desea nuestro amor. Todo lo que hagamos debe ser moti-vado por el amor a Él. Dios acepta cualquier expresión de amor que le ofrezcamos como un “sacrificio de olor fragante”. “La adora-ción es el proceso de amar a Dios” (Dan Ho-lingsworth). Ejemplo: María, la hermana de Marta (Lc. 10:38-42; Jn. 12:1-8).d) Adoradores que vivan en santidad diaria-mente (Sal. 24:3-4; 1P. 1:14-17; 1Jn. 1:5-10).No olvidemos nunca que Dios es un Dios santo. Cualquier pecado obstaculiza nuestra comunión con el Señor. Necesitamos cons-tantemente limpieza para poder estar en Su presencia y ofrecerle una adoración agrada-ble. Ejemplo: El profeta Isaías (Is. 6:1-8).e) Adoradores que le honren, le alaben y le den gracias en todo tiempo (He. 13:15; 1ªTs. 5:18; Sal. 145:1-2). Dios merece recibir hon-ra, alabanza y gratitud siempre, por lo que Él es y hace. Él es Dios: no cambia. Siempre tiene el control de todas las cosas. Todos sus propósitos se cumplirán. Nunca se equivo-ca, tampoco con lo que permite en nuestras vidas. Nunca deja de amarnos. Nunca nos abandona. Siempre se preocupa de nosotras. ¡Cómo no le vamos a alabar y darle gracias! Enfocar nuestra mirada en el Señor, en su persona, en sus obras y en todos los bene-ficios que hemos recibido en Su Hijo Jesu-cristo, nos lleva inevitablemente a la alabanza

Charlas mensuales de la reunión de mujeres

(Esquemas de algunas de las intervenciones)

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sy a la gratitud, y además, fortalece nuestra fe en medio de las pruebas. A través de la alabanza y de la gratitud expresamos nuestra confianza en Dios y animamos a otros a con-fiar en Él. Eso honra a nuestro Dios. ¿Cómo reaccionamos en las circunstancias difíciles de la vida? ¿Con queja y amargura?, expre-sando así nuestra desconfianza en el Señor o ¿con alabanza y gratitud?, expresando así nuestra confianza en Él. Ejemplos: Job (Job 1:20-22); Ana, la madre de Samuel (1S. 1:19, 27-28 y 2:1-10); David (Salmos - por ejemplo: Sal. 59; Sal. 103; Sal. 145).¡Dios nos creó y nos salvó, a fin de que sea-

mos para alabanza de su gloria!

La mujer y el servicio(Vivir para servir: María, un

ejemplo de sierva)EUNICE AREA GIL

Introducción: Diferentes maneras de enten-der la vida: individualismo, lo lógico, el sinsenti-do, la vaciedad. ¿Cuál es mi actitud frente a la vida? Aprendiendo de María: poco se sabe de su vida antes de su llamado, pero nos impresiona su actitud al encontrarse con las demandas del ángel para ella; no dudó en responder: “he aquí la esclava del Señor”. Leer Lucas 1:26-56.

Bosquejo: Desarrollo del tema: A) La prepa-ración del siervo. B) La decisión del siervo. C) La problemática del siervo. D) Características del servicio. E) La recompensa del siervo.

A) La preparación del siervo: Dios va a utili-zar en su servicio instrumentos de por sí inútiles, pero que están dispuestos a aceptar el reto. Para ello son imprescindibles dos requisitos: 1. Conocer quién es Dios. Sorprende la visión

que María tenía de su Dios. Lucas 1:46-47: “Engrandece mi alma al Señor”. “Mi espíritu se regocija en Dios, mi Salvador”. María está diciendo quién es Jesús para ella, teniendo una visión profética de aquel a quien iba a en-gendrar. Este Jesús va a entregar todo por mí, por ello es Mi Salvador; en consecuencia yo le quiero dar todo a él, ya que él es Mi Señor, Mi Dueño. Reflexión: ¿Quién es Jesús para ti?

2. Reconocer quién soy yo. ¿Qué concepto tie-ne María de sí misma? Lucas 1:48: “Ha mira-do la bajeza de su sierva”. Es decir, él me va a usar en algo muy grande, aunque yo reco-nozco que por mí misma no valgo nada.

B) La decisión del siervo: Hemos de tener claro que, en principio, servir no es hacer, servir es obedecer. María de nuevo es un ejemplo. Lucas 1:38: “Hágase conmigo conforme a tu palabra”.

Lo que María está diciendo es: “Sí, estoy dis-ponible, quiero servirte cueste lo que cueste”. Reflexión: ¿Cuál es nuestra respuesta a las de-mandas del Señor?

C) La problemática del siervo: Los proble-mas también forman parte de la vida de servicio: ¿cuáles tuvo que enfrentar María?1. Los miedos: Lucas 1:29,30: “… se turbó con

sus palabras…”; “… no temas, le dijo el án-gel…”. Los miedos forman parte de nuestra incapacidad y, en consecuencia, han de lle-varnos a la dependencia de él.

2. Las dudas: María experimentó en sus propias carnes la punzada de muchos interrogantes. Lucas 1:34: “… ¿cómo será esto? Pues no conozco varón…”; Lucas 1:35: “… el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra…”. Las dudas nos harán ver de quién nos viene la capacidad de servir.

3. La incomprensión: Incomprensión de los de fuera: todo el pueblo estaría en su contra.

4. La soledad: Sola visita a Elisabet, sola (con José) hace el camino a Belén, sola estuvo muchos momentos de su vida, hasta llegar al momento álgido de ver a su hijo colgado en una cruz.

5. El sufrimiento: Lucas 2:35: “… una espada traspasará tu misma alma”. ¡Vaya si la tras-pasó!Las experiencias negativas también forman

parte del coste que tienen que pagar los siervos.D) Características del servicio:

1. Humildad vss. Orgullo. Dice Filipenses 2:3-5: “Nada hagáis por contienda y vanagloria, sino con humildad…”.

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víos por amor los unos a los otros…”. La recipro-cidad del servicio es un énfasis a subrayar.

3. Alegría vss. Amargura. Salmo 100, un can-to a la alegría de servir.

4. Diligencia vss. Pereza. Romanos 12:11: “En lo que requiere diligencia, no perezosos; fer-vientes en Espíritu sirviendo al Señor”.

5. Dependencia vss. Autosuficiencia. María dependía totalmente del Señor, creyendo a pies juntillas lo que el ángel le dijo: “Nada hay impo-sible para Dios”.

6. Anonimato vss. Personalismo. El Señor Jesús puso mucho énfasis en que supiésemos de quién esperamos la recompensa a nuestro servicio.

7. Dinámico vss. Estático. A nadie le pertene-ce en exclusividad ningún tipo de servicio. El Se-ñor nos usa como quiere, cuando quiere y donde quiere.

E) La recompensa del servicio. Recompen-sa inmediata: Hechos 20:35: “Más feliz es el que da que el que recibe”. Recompensa eterna: Ma-teo 25:21: “… bien, buen siervo y fiel…”.

Conclusión:María fue una mujer que con su disposición

a servir cambió el rumbo de la historia de toda la humanidad. A cada una de nosotras el Señor nos llama a servicios concretos; igual que ella, de nuestra respuesta dependerá el avance de la obra aquí y ahora. Alguien dijo en una ocasión: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”. Que el Señor nos ayude a tomar la mejor deci-sión respecto a este tema.

La mujer y la familiaNURIA GARCÍA

1. La situación actual de la mujer: La mujer de hoy tiene un papel muy diferente a la mujer de ayer (últimas décadas). Ha pasado de un ex-tremo al otro. Muchos de los cambios son posi-tivos, pero muchos otros no son tan buenos.

El hecho de que la mujer actual pase la ma-yor parte de su tiempo fuera del hogar perjudica de forma negativa a toda su familia. Es bueno que la mujer reciba una buena formación para estar mejor preparada ante las exigencias de la sociedad. Ahora bien, su talento, sus energías y su mejor tiempo tendrían que dirigirse primera-mente a los de su hogar, ellos son quienes más la necesitan.

2. El rol de la mujer dentro de la familia: La mujer tiene una influencia fundamental en la fa-

milia, para bien o para mal. Casi todos pasamos los primeros años de nuestra vida, los más deci-sivos, junto a nuestra madre. Dios nos ha dado a las mujeres una responsabilidad muy grande y tenemos que aprovecharla para ser de gran ben-dición para los nuestros.

El hogar debería de verse como un centro de formación de futuros hombres y mujeres, tener una visión a largo plazo, y también mucha pa-ciencia. A veces los frutos de nuestro esfuerzo no se ven inmediatamente, incluso podemos no llegar a verlos, pero la labor que hacemos con ellos nunca es en vano.

3. La mujer que agrada a Dios: El ejemplo bíblico por excelencia que nos describe detalla-damente cómo es la mujer que agrada a Dios se encuentra en Prov. 31:10-31. Es una mujer que busca honrar a Dios primeramente y servir a su familia. Trabaja dentro y fuera de casa y su ilusión es ver a los suyos crecer física y espiri-tualmente.

Nuestro éxito como mujeres, esposas, ma-dres, hermanas, amigas... siempre vendrá en función de nuestra relación personal con Dios, y en la medida en que le dejemos involucrarse en nuestra vida.

Tener una perspectiva correcta de la vida nos empuja a seguir adelante; Dios nos ha dado la vida y nos ha regalado todo lo que tenemos, sin merecerlo. Nos ha mostrado su amor enviando a su Hijo Jesucristo para pagar lo que nosotras debíamos. A través de Él, Dios ya nos ve justas y nos acepta como hijas amadas.

Aplicación práctica: la alegría: Nuestros ho-gares necesitan alegría. Desgraciadamente hay muchos ladrones de alegría: preocupaciones, tensiones, enfermedades, autocompasión, mie-dos... Pero podemos tomar la iniciativa y cambiar de actitud. Aunque algunas veces sean más di-fíciles que otras podemos decidir estar alegres. La alegría tiene que nacer del corazón. ¿Cómo?

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sPensando en la actuación de Dios en nuestras vidas, ya sea en el pasado, presente y futuro. A) Pasado: Dios nos amó antes de que existiéramos y nos ha salvado a través de la obra de Jesús. Esto ya es nuestro para siempre. B) Presente:Todo lo que nos pasa, sea bueno o malo, está bajo su control y lo permite para nuestra edifi-cación. C) Futuro: Nos espera una vida eterna, mejor que la de ahora, sin dolor ni sufrimiento y con un gozo inimaginable estando en su presen-cia (2 Cor. 4:17).

La mujer en sus distintas etapasLIDIA GONZÁLEZ

Aceptando los cambios (Salmo 139: 1-18). ¿Hay alguna circunstancia que se escape al amo-roso cuidado de nuestro Dios? Vamos a comenzar con situaciones que tenemos en la Biblia: Padres de Moisés (Ex. 2). Ellos hicieron todo lo que esta-ba a su alcance ejerciendo fe (Hebreos 11:23) ¡Y cómo lo cuidó Dios en el río y en el palacio! Los padres decidieron y lo llevaron a cabo. El resto lo hizo Dios. Ana, la madre de Samuel, pidió a Dios, Él se lo concedió; hizo una promesa y cumplió. El resto lo hizo Dios (1ª Samuel 1: 27-28). La mucha-cha que servía a la mujer de Naamán: “Cautiva, sola, lejos de la familia” (2ª Reyes 5: 2 y 17). Sin embargo, a pesar de su juventud, con su actua-ción difundió el conocimiento del Dios de Israel. Ana, aunque viuda y muy anciana, continuó fiel y testificando (Lucas 2: 36-38).

¿Eran estas mujeres gigantes espirituales? Eran como nosotras, viviendo en un mundo caí-do. No estaban en el cielo. Nosotras tampoco lo estamos. Vivimos del lado de acá, expuestas a todo tipo de problemas. Seamos realistas: el pleno bienestar será allá arriba, donde no mora el pecado ni sus consecuencias. Así que, sea cual sea nuestra situación es temporal, transito-ria, tiene fin, estamos de paso. Nuestro lugar de destino es allá arriba. En la etapa que estemos, edad o circunstancia que pasemos, hemos de acoplarnos (sin comprometer nuestra fe): sea otro país, otra ciudad, otros vecinos, otro colegio y otra iglesia (Jeremías 29: 4-7), aportando cuan-to podamos, no exigiendo.

Dios nos ha puesto aquí donde estamos, con todas sus circunstancias, y así quiere usarnos. Nunca estamos lejos de su mirada y cuidado. Él es para nosotros “un pequeño santuario” (Eze-quiel 11:16).

Hay bendiciones especiales para los más dé-biles: “extranjeros, huérfanos y viudas” (Deut. 10: 17-18). Sus promesas son para cada uno (Mat. 28:20). “Todos los días”, “hasta la vejez y

hasta las canas” (Isaías 46:4 y 41:10) y “más allá de la muerte (Salmo 48:14). De manera que ni la muerte... nos podrá apartar de Su amor (Roma-nos 8: 38-39).

¿Lo creemos? Necesitamos traer estas ver-dades a nuestra mente y hacerlas prácticas en nuestras vidas, y ¡funciona!, pues las experien-cias de cada día nos hacen capaces para aceptar y afrontar los caminos más drásticos. Apoyé-monos en lo que nos dice el profeta Isaías (Is. 41:13): “Yo soy el Señor, tu Dios, que sostiene tu mano derecha, yo soy quien te dice: No temas, yo te ayudaré”.

La mujer joven y la iglesiaREBECA LAGOS Y LAURA GÓMEZ LIZ

Andrea tiene 17 años y estudia 1º de Bachi-llerato. Es muy activa y sociable, y tiene un gran grupo de amigos, creyentes y no creyentes. Le gusta hacer deporte y tocar la guitarra.

Estela tiene 23 años y estudia Ingeniería Agrícola. Apenas tiene tiempo para otras cosas aparte de estudiar, pero como le encanta la na-turaleza, en cuanto puede se va de senderismo con sus amigos.

Soledad tiene 29 años y se acaba de inde-pendizar. Se ha mudado a otra ciudad donde le han ofrecido el puesto de jefe de ventas de una empresa de telefonía móvil. Tiene un horario flexible que le permite dedicarse a su verdadera pasión: la fotografía.

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Camila tiene 33 años, lleva 3 años casada y vive en un pequeño pueblo cerca de la ciudad. Es cajera a media jornada en el supermercado del pueblo.

Dolores tiene 35 años y tiene 2 niños de 4 y 2 años. Trabaja por las mañanas como profesora de inglés, y dedica el resto del día a su familia.

Cinco personas con circunstancias muy di-ferentes, pero ¿qué tienen en común?: 1) Son MUJERES; 2) Son JÓVENES; 3) Pertenecen a la misma IGLESIA.

Pregunta: ¿Cuál es el rol hoy en día de una MUJER JOVEN en su IGLESIA? Algunos dirían: “Los jóvenes valéis para todo, encargaos voso-tros de hacerlo”. Por otra parte, otros dirían: “Las cosas están bien como están, han funcionado así todos estos años. Tenéis mucho que aprender de la vida”. Es decir, TODO o NADA. Y los dos tienen parte de razón. La juventud tiene sus ventajas y desventajas. Veamos algunas de ellas:

VENTAJASJuventud: es un momento precioso que de-

bemos aprovechar, ya que pasa muy rápido.Oportunidades: tenemos tiempo libre, un

círculo de amigos (compañeros de estudios o de trabajo, las mamás de los compañeros de nuestros hijos, etc.), y muchas posibilidades de poner nuestros dones al servicio del Señor.

Visión diferente: nuestras ideas diferentes ayudan al enriquecimiento de la Iglesia, apor-tamos un punto de vista distinto y eso es muy positivo si lo utilizamos para complementar y no para enfrentarnos.

Energía, entusiasmo: abordamos nuevos proyectos con muchas ganas, y solemos tener la energía para llevarlos a cabo si nos sentimos apoyadas.

Naturalidad: especialmente los adolescen-tes, aportan frescura a todo lo que hacen, por-que lo hacen en principio “a su manera”, sin atarse a esquemas o formas prefijadas.

DESVENTAJASJuventud: la parte negativa de ser joven es

la inexperiencia, tenemos mucho que apren-der, y ahí entra el papel de las “no tan jóve-nes”, que nos aportan su sabiduría y consejo, desde el cariño y el respeto.

Observadas: así nos sentimos muchas ve-ces, rodeadas por mil ojos que analizan todo lo que hacemos. Esto crea cierta presión, pero es positivo siempre y cuando nos sintamos apoyadas y no criticadas.

Variables: todos los creyentes pasamos por buenos y malos momentos en nuestra vida espiritual, pero la adolescencia ya es en sí un período de grandes altibajos en todos los sen-tidos, y esto nos puede hacer inestables e in-constantes.

Egoísmo: podemos llegar a creer que todo gira a nuestro alrededor, que lo más importan-te soy yo y lo mío, o hacer cosas para destacar ante los demás, si no tenemos la perspecti-va correcta de qué estamos haciendo y para quién.

Negativas: así son las respuestas que po-demos recibir ante proyectos e ideas, y esto desanima mucho. Se puede correr el riesgo de negarse de entrada a todo lo nuevo propuesto por los jóvenes, por el simple hecho de que son jóvenes. Nuevamente vemos aquí la im-portancia de la labor de apoyo y consejo de las hermanas mayores.

Con sus ventajas y desventajas, y con sus cir-cunstancias tan diferentes, seguro que las 5 jó-venes de la introducción podrían perfectamente encontrar su lugar dentro de su iglesia, cada una utilizando sus circunstancias, el tiempo del que disponen y los dones que el Señor les ha dado. ¿Qué les sugerirías tú?

¿Te identificas con alguna? ¿En qué momen-to estás tú? ¿Cómo podrías sacar lo mejor de ti para ponerlo al servicio del Señor? No valen excusas, tienes mucho que aportar a tu iglesia. Como leemos en 1ª Timoteo 4:12, “Ninguno ten-ga en poco tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza”.

Quizá esas etapas ya han quedado atrás en tu vida, pero seguro que conoces a muchas herma-nas que necesitan tu sabio consejo y tu ayuda para encontrar su lugar… Recordemos lo que dicen las Escrituras en Tito 2:3-5, “… las ancianas asimismo (…) que enseñen a las mujeres jóvenes…”.

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tasHermana de paso

CHERYL “CAROLINA” JOHNSONColaboradora de “En vivo”

Estados Unidos

No recuerdo exacta-mente lo que yo espe-raba al llegar a mi nueva ciudad, hace casi dos años y medio. Segura-mente esperaba algo así como gente vesti-da con traje flamenco, dando palmas y gritan-do “¡ole!” a todos por la calle, evitando a los toros en cada esquina,

y, sin duda, una dieta de paella y sangría.Al igual que mi imagen ingenua sobre la vida

española, también he tenido que afrontar la ima-gen limitada que se tiene de lo que es un “guiri”. ¿Alguna vez os habéis sentido como extraños, distintos?… Pues así es como me siento cada día que estoy aquí en España. Soy diferente y es bastante obvioJ. Sin embargo, ya no me moles-ta tanto ser diferente.

¿Qué pasa cuando nuestro trabajo como Cris-tianos es “ser distinto”? A lo mejor vosotros en-tendéis este sentimiento mejor que yo. Yo crecí en el sur de los Estados Unidos, llamado el “Cin-turón de la Biblia”. Su cultura protestante es bas-tante parecida a la cultura católica aquí... Muchas personas, incluso en mi familia, son campeones del teatro de ir a la iglesia y saber las respuestas cristianas.

Al llegar a España fue difícil encajar. La inmi-gración en España es un tema tan nuevo y hay tantos estudiantes extranjeros inmaduros que muchas personas suelen olvidar verte como ser humano. En lugar de ello te ponen en una caja, con una etiqueta, un estereotipo: por la apa-riencia, por la nacionalidad, por las creencias en Dios... Vaya ironía, que yo, una persona que no me gusta llamar la atención de nadie, he venido a España para mostrar el amor de Jesús a estu-diantes universitarios.

No obstante, me he dado cuenta, durante mi estancia en España, de que me ha sido favora-ble el hecho de ser distinta. No siendo españo-la, he podido hacer muchas cosas que llaman la atención de los estudiantes. Y en este sentido, la iglesia tiene algo aún más relevante que mis intercambios de inglés para llamar la atención de los demás… Tiene el amor de Dios. Ya sea que proceda de una cultura del Caribe o una cultura menos efusiva, en este mundo la gente se da cuenta cuando una persona actúa por amor. La iglesia tiene un poder (y una responsabilidad)

increíble de impactar en la vida del prójimo, sea quien sea. Me pasó a mí.

Doy gracias a Dios por los creyentes de Sa-lamanca con quien tengo amistad. Gracias a los jóvenes (Samuel, Ana, Primo, Rubén, David, Noemí, etc.) que me trataban con mucha pacien-cia aun cuando no hablaba con fluidez el español. Gracias a Kent y Belén Albright que me dieron la bienvenida y siempre me trataron como de la fa-milia. Gracias a Noemí Martín por su sinceridad y la oportunidad de conocerla mejor en Atlanta. Gracias a aquellos con quienes he pasado una Navidad, a los que me han hablado después del culto, a los que oran por los estudiantes de “En Vivo”… y podría seguir. Os agradezco.

SembradorasMATILDE ROLHAISER

¿Por qué sembradoras?... ¿Qué es sem-brar?... Según el diccionario es: A) Esparcir la semilla en la tierra preparada para recibirla. B) Provocar, originar, dar motivo a una cosa. C) Preparar o hacer una cosa para que produz-ca su provecho o fruto. ¿Cómo sembrar?

Con: SencillezEsperar (con paciencia) Motivar (incentivar) Buscar (la buena tierra) Reflejar (el fruto que espera-mos)Ama (esa tierra) Dar (nuestro tiempo)Orar (por ese crecimiento)Regar (con la palabra)Alienta (a perseverar)Sirve… Sirve.

Si quieres encontrar motivo a tu vida, SIRVE, SIRVE a Dios y te sentirás la persona más digna. Debemos dar el mensaje de esperan-za y fe en Cristo.

El Señor dijo: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro frutopermanezca…

Juan 15:16