Mujer descubre el impacto y el poder de tus palabras

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En Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras, la autora y conferencista Christin Ditchfield, reta a las mujeres a aceptar el don de Dios de las palabras y pensar cuidadosamente en cómo usarlo. Presenta doce principios eternos para que las mujeres examinen su corazón, reconozcan cuándo las palabras son su "arma preferida", y aprendan a aprovechar esta bendición para traer vida, sanidad, y aliento a los demás. Cada capítulo incluye palabras sabias de mujeres influyentes en la historia, como también un estudio bíblico para personas individuales o grupos pequeños.

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Christin Ditchfield conoce realmente el impacto y el poder de sus palabras. Las palabras son poderosas para ayudar, sanar, animar e inspirar. La sabiduría y el aliento práctico de Christin me han ins-pirado a sacar el máximo provecho de mis palabras. Toda mujer se sentirá mejor preparada para la vida y el amor con la lectura de Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras. Ya he buscado mi papel de carta y me he preparado para enviar correos elec-trónicos. Estoy escribiendo notas, enviando tarjetas y haciendo llamadas telefónicas, porque estoy bien preparada después de leer Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras.

Pam Farrell, autora de Los hombres son como waffles, las mujeres como espaquetis

Agradable, sensato, gracioso. Este es un libro que toda mujer debe leer. Christin nos muestra que nuestras palabras pueden lastimar o pueden sanar, y nos lleva a realizar un examen de conciencia para descubrir cómo utilizarlas con propósitos redentores.

Jennifer Kennedy Dean, directora ejecutiva de The Praying Life Foundation; autora de Deleite del corazón:

Aspectos de la oración

Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras es el estudio más comprensivo que he leído sobre la importancia de decidir uti-lizar las palabras acertadas. La autora Christin Ditchfield describe de manera conmovedora el poder que tienen las palabras para lasti-mar, sanar, animar e inspirar. Toda mujer que desee transmitir vida, esperanza y verdad de manera eficaz deberá leer este libro.

Carol Kent, oradora; autora de La nueva normalidad

¡Me encantan las palabras de Christin Ditchield! En el púlpito, en su programa de radio y en las páginas de este libro. Como la música de un artista talentoso, cuyo corazón fluye a través de la sutil melodía de su instrumento, el corazón de Christin fluye magistralmente a través de las palabras de este libro, que nos invita a hacer un buen uso de las palabras para la gloria de Dios y para nuestro gozo. Al profundizar en las palabras de mujeres de la Biblia y de la historia, Christin dirige nuestra atención a una de las cosas más importantes de nuestra vida: la manera de utilizar nues-tro poder y nuestra libertad de hablar con los demás. Ella nos hace un llamado a algo más superior que la libertad de expresión: la dignidad de la expresión. ¿De qué manera usamos nuestras pala-bras para mostrar el amor y la majestad de Dios, y sanar a otros? ¿Cómo evitamos usar palabras críticas o vanas? En el mundo de hoy, en el que sobreabundan las palabras, Christin reta a toda mujer a usarlas como si fueran armas, con sumo cuidado, y como si fueran joyas que embellecen la vida de los demás.

Lael Arrington, autora de A Faith and Culture Devotional, www.laelarrington.com

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En mi casa tengo un cuadro que dice: “Las palabras son tan poderosas que solo deberían usarse para bendecir, prosperar y sanar”. Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras nos recuerda maravillosamente esa verdad. Gracias, Christin, por el reto que nos presentas y la bendición de tus palabras.

Kendra Smiley, conferencista; autora de Ser padres y Por el bien de tus hijos… ama a tu cónyuge

Christin, como de costumbre, nos revela su corazón, las Escri-turas y la importancia de escudriñar nuestro interior. Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras es indicado para el estudio individual o grupal. Las preguntas al final de cada capí-tulo te harán reflexionar, estudiar las Escrituras y escudriñar tu corazón. Recomiendo a mujeres de cualquier edad que lean este libro y lo tomen en serio.

Tonya Appling, madre que educa a sus hijos en el hogar

Aunque he leído otros libros y escuchado muchos sermones sobre el poder de nuestras palabras, Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras trajo una nueva convicción a mi vida en áreas que nunca tuve en cuenta en el trato diario con mi esposo, mis hijos y mis amigos. Deberíamos leer este libro una vez por año como un buen recordatorio de nuestra maravillosa responsabilidad como mujeres con respecto al poder de nuestras palabras. Aunque hace muchos años que Christin y yo somos amigas, todavía sigo admirando el talento que Dios le ha dado con las palabras. Le agradezco profundamente por no tener miedo de decir la verdad en amor. Estos son principios muy necesarios.

Briggette, Carolina del Sur, esposa y madre de dos hijos

Christin ilustra claramente el maravilloso don y la gran respon-sabilidad que tenemos como mujeres. Ha sido de aliento y a la vez un reto para mi vida.

Deborah Meacham, cuidadora a tiempo completo

Este puede llegar a ser el libro más útil para mujeres que jamás haya leído: práctico, accesible y personal. Las palabras de Chris-tin tocaron mi corazón de tal manera que me hicieron desear edificar y bendecir cada vida que se cruce en mi camino. Desea-ría haber leído este libro hace algunos años.

Daryl Ann Beeghley, cincuenta y tres años, madre, abuela y maestra con experiencia de educación en el hogar

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Christin Ditchfield

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Título del original: A Way with Words: What Women Should Know about the Power They Possess © 2010 por Christin Ditchfield y publicado por Crossway, 1300 Crescent Street, Wheaton, Illinois 60187. Traducido con permiso.

Edición en castellano: Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras © 2012 por Editorial Portavoz, filial de Kregel Publications, Grand Rapids, Michigan 49501. Todos los derechos reservados.

Traducción: Rosa Pugliese

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación podrá ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o cualquier otro, sin el permiso escrito previo de los editores, con la excepción de citas breves o reseñas.

A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso. Reina-Valera 1960™ es una marca registrada de la American Bible Society, y puede ser usada solamente bajo licencia.

EDITORIAL PORTAVOZP.O. Box 2607Grand Rapids, Michigan 49501 USAVisítenos en: www.portavoz.com

ISBN 978-0-8254-1230-1

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Impreso en los Estados Unidos de AméricaPrinted in the United States of America

La misión de Editorial Portavoz consiste en proporcionar productos de calidad —con integridad y excelencia—, desde una perspectiva bíblica y confiable, que animen a las personas a conocer y servir a Jesucristo.

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Contenido

1. Las mujeres y el poder de sus palabras 9

2. Palabras que hieren 21

3. Palabras que sanan 48

4. Palabras que revelan 68

5. Palabras que viven 83

6. Palabras que mueren 99

7. Palabras que cantan 116

8. Palabras que claman 137

9. Palabras que llegan 153

10. Palabras que enseñan 168

11. Palabras que resuenan 185

12. Las palabras no son todo 203

Bibliografía recomendada 213

Agradecimientos 215

Acerca de la autora 217

Notas finales 219

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Uno

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“Dios… hizo una mujer…” (Gn. 2:22).

Fue una experiencia que nunca olvidaría. Hace algunos años, me pidieron que me hiciera cargo del nivel preescolar de una escuela cristiana local, en sustitución de una maestra a quien necesita-ban en otro grado. En mi primer día, me pre-sentaron a los siete estudiantes de mi clase: seis niños bulliciosos a quienes les gustaba divertirse y una niña adorable llamada Colby. Después de una hora de juego libre, pedí a todos los niños que se acercaran a la mesa a colorear un dibujo. Antes de poder acomodar el enorme cubo de crayones en el centro de la mesa, los seis niños empezaron a zambullirse y a arrastrase sobre la mesa para alcanzarlo. Me tomaron por sorpresa con su avidez. En todos mis años de enseñanza, nunca había visto tanto entusiasmo por un cubo

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de crayones. Los niños casi llegan a las manos; se arañaban y rasguñaban, y se pegaban en la mano para apartar a los demás. Doy fe de que no podía entender el porqué de tanto alboroto. Había cien-tos de crayones en el cubo, suficientes para todos. Entendí todavía menos cuando me di cuenta de que se peleaban por los de color rosa.

Cada niño de la clase estaba decidido a sacar del tarro un crayón rosa y no soltarlo. Pronto me quedó claro que el rosa era el color favorito de Colby. Los niños querían colorear sus propios dibujos de color rosa para imitarla, y ganar su favor y aprobación. En el trascurso del día, des-cubrí que Colby dirigía la clase con su diminuto puño de terciopelo. Durante todo el día, los niños competían para sentarse al lado de ella, estar de pie junto a ella, compartir las hamacas o el tobo-gán. Con mucha dulzura, ella dictaba qué jue-gos se jugaban dentro y fuera del salón de clases. Cada vez que presentaba a los niños una opción de distintas tareas o posibles actividades, mira-ban a Colby para ver qué prefería. A los cuatro años, ella era la reina, y todos los niños de la clase eran sus siervos fieles. Sus deseos eran órdenes.

“Si la primera mujer que Dios creó fue lo

suficientemente fuerte por sí sola para poner

el mundo cabeza abajo, estas mujeres unidas

de seguro podrán darle vuelta y ¡ponerlo otra

vez del lado correcto!” —Sojourner Truth

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Me llevaría semanas de esfuerzo coordinado hacer que Colby perdiera su control sobre los demás, y destronarla con delicadeza. (Solo podía haber una “reina” en mi salón de clases). Pero fue una experiencia inolvidable, que me hizo entender una verdad profunda: el poder extraor-dinario de la influencia que tiene una mujer. Apenas en su primera infancia, una niña tenía poder para controlar y manipular a una clase llena de niños. Y no hacía falta que le enseñaran cómo hacerlo. No es que ella hubiera asistido a un seminario titulado “Aprenda a obtener lo que desea hoy”. No tenía edad suficiente para leer, así que era obvio que no había aprendido nin-guno de los consejos que ofrecen los manuales de autoayuda sobre cómo “ganar amigos e influir en las personas”. Había nacido con la capacidad de influir en los demás. Todas las mujeres nacen con esta capacidad. Es algo de Dios.

“La práctica de poner a las mujeres sobre un

pedestal comenzó a caer en desuso cuando

se descubrió que podían dar órdenes con

mayor facilidad desde allí”. —Betty Grable

“Dios… hizo una mujer…” (Gn. 2:22). El mundo les ha dicho a las mujeres que durante siglos no han tenido poder, que han sido vícti-mas desventuradas e indefensas de una sociedad dominada por los hombres. Débiles e inferiores.

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Pero nada podría estar más lejos de la verdad. Es sabido que en el trascurso de la historia, en cier-tas épocas y culturas, se nos ha negado el derecho a la educación formal, a una carrera profesio-nal, a la propiedad y a las libertades religiosas y políticas. Pero nunca hemos sido impotentes. Desde el principio, desde que Eva miró a Adán y lo tentó en el huerto del Edén, las mujeres han conseguido lo que han querido. Y han dicho lo que pensaban. Es una verdad que muy a menudo se refleja en proverbios de siglos de antigüedad y en expresiones coloquiales de todo el mundo:

“Detrás de cada gran hombre, hay una mujer”.

“Si mamá no está feliz, nadie está feliz”.“La mano que mece la cuna es la mano que

domina el mundo”.“El hombre puede ser la cabeza del hogar,

pero la mujer es el cuello, y ella gira la cabeza hacia donde quiere”.

Expresiones como estas reconocen la rea-lidad de que, como mujeres, de hecho estamos naturalmente dotadas por Dios de un gran poder y de influencia. Siempre lo hemos estado. Siem-pre lo estaremos. Algunas veces, ejercemos ese poder directamente. Otras, nuestra influencia se percibe mediante el ejemplo que damos, o la manera en que otros se sienten estimulados, alentados o motivados como resultado de su relación con nosotras.

En el siglo xix, mientras escribía una carta a Emilie, su prometida, Walter Reed, cirujano del

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ejército, se sintió impulsado a exclamar: “¡Oh, cuán grande es el poder de la influencia de una mujer cuando el corazón del hombre es llevado al sometimiento mediante el amor! ¡Su ceño frun-cido lo postra en el polvo; su sonrisa lo levanta hasta el cielo! ¡Ah! ¡Cuéntenme de los brillantes logros del hombre, y les contaré de un corazón encadenado! Cuéntenme de un esfuerzo que no conoce el descanso ni de día ni de noche, y les contaré sobre el poder de la influencia de una mujer. Ella puede degradarlo hasta el nivel de una bestia; puede elevarlo hasta la posición de un dios. ¡Cuán cuidadoso debe ser en el uso de esa gran influencia!”.1 (En gran parte, gracias al aliento y el apoyo que recibió de Emilie, un día Walter se haría famoso por el descubrimiento revolucionario de que los mosquitos transmiten enfermedades, como la malaria y la fiebre amari-lla, lo cual salvaría miles, si no millones de vidas).

“Nadie puede hacerte sentir inferior sin tu

consentimiento”. —Eleanor Roosevelt

Es hora de que nos demos cuenta de cuán increíble es el privilegio de ser mujer… y de ¡cuánta responsabilidad conlleva! Como muje-res, tenemos un poder extraordinario, y no solo sobre los hombres que forman parte de nuestras vidas. Piénsalo: hoy día, la esfera de influencia de una mujer es mucho más diversa y amplia que nunca. No comienza cuando (y si) nos casamos.

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No termina cuando nuestros hijos se van de la casa. No solo somos esposas y madres, sino también hijas, hermanas, tías y abuelas. Somos compañeras de trabajo, jefas y empleadas. Hoy día, tenemos un poder sin precedentes en la industria del entretenimiento, el ámbito empre-sarial, la política y los deportes. ¡Nuestra influen-cia ha aumentado en la iglesia, en la comunidad, en nuestra cultura y en todo el mundo!

Y la manera en que más ejercemos esa influen-cia es mediante nuestras palabras. Nuestras palabras tienen poder. Todo comienza cuando somos niñas de entre uno y tres años, momento en que los expertos en lingüística notan que casi el cien por ciento de los sonidos que salen de nuestra boca son para mantener una conver-sación o, en otras palabras, son una charla. No sucede lo mismo con nuestros hermanitos y sus amigos. De hecho, hasta el noventa por ciento de sus expresiones a la misma edad son ruidos incomprensibles: “¡Rum, rum! ¡Pum! ¡Paf!”.

“Creo que las mujeres tienen tanto derecho

y obligación de hacer algo con sus vidas

como los hombres…”. —Louisa May Alcott

Las mujeres aprendemos a hablar antes, y hablamos más. Mucho más. Se ha sugerido que un hombre adulto dice un promedio de 25.000 palabras por día. El promedio de la mujer es de:

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50.000.2 ¡Es una cantidad asombrosa! ¿Qué clase de palabras decimos? Palabras que edifican, palabras que destruyen. Palabras que guían, alientan y enseñan. Palabras que controlan, manipulan y engañan.

Recuerda a las mujeres que han dicho pala-bras impactantes que han afectado tu vida. Las palabras de una maestra que creyó en ti… una abuela que oró persistentemente… una amiga que se tomó el tiempo de escucharte y luego te dio un consejo piadoso, en un momento muy importante de tu vida.

¿Y qué hay de las palabras que te hirieron? Quizá tu madre te dijo que eras una desilusión para ella. O tuviste una entrenadora que fue implacable en sus críticas sobre tu desempeño. Recuerda las chicas que se burlaron de ti en la escuela, que te dijeron que eras demasiado gorda, o demasiado flaca o demasiado alta. O la jefa que te presagió que nunca tendrías éxito en ese negocio. Recuerda las cosas que pensaste de ti en momentos de desaliento o desesperación.

¿De qué manera te han afectado esas pala-bras, para bien o para mal?

¿De qué manera tus palabras han afectado a los demás?

Estas son preguntas sobre las que he reflexio-nado mucho. Estoy muy agradecida por las mujeres que me alentaron; agradezco a Dios por ellas. Me cuesta perdonar y olvidar las palabras de aquellas que me hirieron profundamente. De hecho, lo único que me resulta más doloroso que

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el recuerdo de algunas de esas palabras que me han dicho es la idea de que pude haber dicho la misma clase de cosas a otros. Basta con una crítica imprudente o un comentario hecho sin pensar para causar ese dolor a otra persona.

Mis padres (¡todavía!) relatan con orgullo que a los dieciocho meses yo era una conversadora prodigiosa con un amplio vocabulario. Según mi abuela, empecé a predicarles a mis muñecas a los tres años. ¡Me gustaría poder decir que todas mis palabras han sido exhortaciones bíblicas! Pero, francamente, he metido la pata más veces de las que quisiera recordar. En ocasiones dije cosas que no debí decir, o no dije cosas que debí decir.

“Palabras, tan inocentes e impotente como son

en un diccionario, cuán poderosas para el bien y

el mal pueden ser en manos de aquel que sabe

cómo combinarlas”. —Nathaniel Hawthorne

Esto es algo con lo que lucho a diario, al igual que todas las mujeres que conozco. Con tantas palabras que decimos cada día, no es de extra-ñar que nos pase. Proverbios 10:19 dice: “En las muchas palabras no falta pecado…”.

La Biblia tiene mucho más que decir sobre el poder de nuestras palabras y la batalla para usarlas con sabiduría. El libro de Santiago señala lo siguiente:

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He aquí nosotros ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, y dirigimos así todo su cuerpo. Mirad tam-bién las naves; aunque tan grandes, y lleva-das de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere. Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de gran-des cosas. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y con-tamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal. Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella mal-decimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición (Stg. 3:3-10).

Esto da que pensar y nos lleva a preguntarnos cómo nos está yendo en nuestros esfuerzos por “domar la lengua”. ¿Las palabras que decimos son palabras que hieren o palabras que sanan? ¿Palabras que viven o palabras que mueren? ¿Y qué revelan nuestras palabras sobre lo que hay en nuestro corazón?

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Realmente no es una exageración decir que Dios nos ha dado el potencial increíble, el pri-vilegio extraordinario y la oportunidad sor-prendente de afectar la vida de nuestros seres queridos de una manera poderosa. Depende de nosotras aprovechar esto al máximo, aprender a usar las palabras con sabiduría y prudencia.

Estudio bíblicoAl final de cada capítulo, encontrarás preguntas como estas que te ayudarán a reflexionar sobre los principios bíblicos presentados y aplicarlos a tu propia vida. Sería conveniente que anotaras las respuestas por separado en un cuaderno o diario.

1. Anota el nombre de las mujeres que, para bien o para mal, tuvieron mayor influencia en tu vida. Podrían ser mujeres con quienes has tenido una relación muy estrecha y personal durante mucho tiempo, o mujeres que entraron y salieron de tu vida durante un tiempo muy breve. También pue-des incluir mujeres que te motivaron o inspiraron en la distancia. Piensa en cada una de ellas: ¿De qué manera te ayudó su influencia a dar forma a la mujer en quien te has convertido?

2. Ahora indica los nombres de las personas que afectas cotidianamente: amigos y miembros de tu familia, compañeros de trabajo, vecinos, etc. Piensa en cómo influyes en ellos, tu manera de interactuar con ellos y el tipo de ejemplo que das.

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3. Lee Santiago 3:2-10. ¿Cuál de las siguientes afir-maciones describe mejor lo que sientes sobre “el poder de la lengua” en tu propia vida?

£Nunca pensé mucho en eso.

£Soy muy consciente de eso. De hecho, ¡estoy bastante aterrada de decir algo incorrecto!

£Esta es un área de mi vida en la que me esfuerzo mucho. Sé que es importante.

£Hay algunos aspectos que tengo bajo control; otros me cuestan bastante.

£Me doy cuenta de que este es un problema importante en mi vida. Tengo que hacer algo al respecto.

4. Lee Salmos 19:1-14. Tal vez podrías subrayar pala-bras o frases que signifiquen mucho para ti. Des-pués, podrías resumir con tus palabras lo que dice cada versículo.

a. ¿De qué “habla” toda la creación? (vv. 1-6)

b. ¿Dónde encontramos sabiduría e instrucción, por no decir gozo y deleite? ¿En qué nos bene-ficia esto? (vv. 7-11)

c. ¿Qué dos clases de pecado le pide el salmista a Dios que lo perdone y que lo guarde de ellos? (vv. 12-13)

5. Esta semana, pídele a Dios que te haga más cons-ciente del poder y la influencia que Él te ha dado, y las oportunidades que tienes para afectar la vida de los demás. Presta atención al tipo de pala-bras que salen de tu boca cada día. ¿Son positi-vas, reconfortantes y beneficiosas para los que las

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oyen? ¿O son negativas, poco útiles o incluso des-tructivas?

6. Si todavía no lo has hecho, tal vez puedas memori-zar las palabras del salmo 19:14 y convertirlas en tu oración especial para esta semana:

“Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía, y redentor mío”.

7. Tómate unos momentos para anotar cualquier otra idea que desees en tu cuaderno o diario.

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Dos

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“La mujer sabia edifica su casa; mas la necia con sus manos la derriba” (Pr. 14:1).

Mientras entraba por la puerta principal, pude escuchar el llanto. Estaba en la escuela secunda-ria, y mi madre me había llevado a pasar el fin de semana con mis abuelos. Había llegado un poco temprano, y al parecer el grupo de estudio bíblico de mi abuela aún le faltaba para termi-nar. Intenté atravesar la sala de estar y pasar por el pasillo hasta el cuarto de huéspedes sin hacer ruido y sin molestarlos. Mientras caminaba, alcancé a ver a mi abuela de pie en el centro de la sala, temblando y llorando estremecedoramente; sus amigas la rodeaban, la abrazaban y oraban con fervor. Ya en el dormitorio, desempaqué mi maleta y eché un vistazo a algunos libros… y esperé. Cuando todos se fueron, mi abuela me llamó a la cocina para tomar una taza de té. No quería que me preocupara por lo que había visto

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u oído. Me explicó que el estudio bíblico había tratado sobre el tema de dejar ir las heridas del pasado, y que Dios había puesto el dedo en una herida de su corazón que Él necesitaba sanar, una carga de la que necesitaba ser libre.

“La mujer es la salvación o la destrucción de

la familia. Ella lleva su destino en los pliegues

de su manto”. —Henri-Frederic Amiel

Aún entre lágrimas, mi abuela prosiguió su relato y me contó que aquella mañana se había dado cuenta de que había una herida que había estado reteniendo desde que era pequeña, algo que la había atormentado y que había sido un gran obstáculo durante toda su vida. Parece ser que, en una ocasión, durante un ataque de ira, su madre le había dicho que ella había sido un error y que nunca debió haber nacido. (Probablemente se refería a que ella había sido la razón por la que sus padres “tuvieron” que casarse). Su madre, mi bisabuela, no era una mujer muy sensible; tenía esa inexpresividad típica de los ingleses. Y aque-llo había sido mucho antes de conocer a Jesús. Dudo que alguna vez se le hubiera ocurrido pen-sar cuánta angustia provocaría la imprudencia de sus palabras. Sin embargo, más de sesenta años después, el dolor seguía siendo tan agudo que su hija apenas podía respirar. Durante décadas, las palabras de su madre la habían perseguido. Le robaban cualquier sentimiento

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de gozo, satisfacción o realización por sus logros. Mi abuela había sido campeona nacional de nata-ción durante su adolescencia, conductora de una ambulancia durante la Segunda Guerra Mundial y luego una esposa, madre y abuela muy amada. Servía activamente en el ministerio de su iglesia, y siempre se acercaba a las mujeres más jóvenes con un trato amistoso para darles la bienvenida y hacerles un seguimiento. No puedo contar la cantidad de mujeres que me dijeron cómo mi abuela había afectado sus vidas, cómo las había bendecido y alentado. Sin embargo, en momen-tos de debilidad, en momentos en que mi abuela se sentía vulnerable, el diablo usaba las palabras de su madre para burlarse de ella, atormentarla y convencerla de que era una persona totalmente inservible y sin valor, poco deseada y amada.

Herida por las palabras.El mundo está lleno de mujeres que pasaron

por la experiencia de que destrozaran sus espe-ranzas, truncaran sus sueños y arruinaran su imagen de sí mismas. Mujeres que quedaron con traumas emocionales, que fueron reprimidas o silenciadas por palabras hirientes que alguien les dijo. Para algunas, las heridas son más bien un obstáculo, un fastidio, un revés temporal o un tema doloroso que finalmente aprenden a “superar”. Una experiencia así bien puede llegar a ser una suerte de catalizador que motive y for-talezca a una mujer para ponerse a la altura de las circunstancias y demostrar que los que duda-ban de ella y la criticaban estaban equivocados.

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Pero, por cada una de estas, hay cientos —si no miles— de mujeres que sencillamente no pue-den superar el dolor. Mujeres que no han podido iniciar relaciones saludables, incapaces tanto de dar como de recibir amor incondicional, porque las han convencido de que no son dignas de él. Mujeres que no han podido alcanzar su poten-cial o perseguir lo que las apasiona, que se han negado a expresar sus dones y talentos ante los demás, porque una vez alguien las criticó con excesiva dureza o las acusó de ser orgullosas o de querer llamar la atención. Mujeres que literal-mente se han matado de hambre, porque alguien una vez les dijo que estaban gordas. Mujeres que se han suicidado para acallar las voces de crítica que constantemente resonaban en su cabeza.

Dado que he tenido el privilegio de minis-trar a mujeres por todo mi país, he escuchado muchas de esas historias, a menudo relatadas entre lágrimas. Yo tengo mis propias historias. Y probablemente tú también. Muchas de nosotras sabemos por experiencia propia que no es tan fácil hacer oídos sordos a las palabras necias: las palabras pueden dejarnos cicatrices de por vida.

¿Por qué, entonces, no somos más cuidadosas con las palabras que decimos a los demás? ¿Por qué decidimos hacer el mismo tipo de daño a otra persona?

Supongo que, a veces, sencillamente no pen-samos. No nos damos cuenta de lo que decimos. Somos imprudentes y subestimamos el poder de nuestras palabras y el impacto que pueden tener

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en los demás. Tal vez ni se nos pasa por la cabeza que otra persona podría tener un temperamento o una personalidad diferente a la nuestra, u otra sensibilidad, y que podría reaccionar a lo que decimos de una manera muy diferente a como nosotras lo haríamos.

“‘Cuidado con el fuego’ es un buen consejo que

conocemos. ‘Cuidado con las palabras’ es veinte

veces más importante”. —William Carleton

Puede ser que pensemos que nadie nos escu-cha. ¡Era solo un desahogo! Después de todo, ¿quién nos presta atención?

Tal vez solo intentábamos pasar por listas o inteligentes. ¿No pueden entender un chiste?

La cruda verdad es que a veces nuestras pala-bras ásperas son deliberadas. No es accidental cuando empezamos a atacar. Nos hirieron el orgullo, se frustraron nuestros planes, nuestro enojo está fuera de control. En esos momentos, el único dolor que sentimos es el nuestro. Todo lo que sabemos es que nos lastimaron… y quere-mos hacer lo mismo. ¡Alguien tiene que pagar! Y puede que sea un espectador inocente.

En otras ocasiones, de hecho, podemos pen-sar que estamos ayudando. Nos sentimos muy libres de expresar nuestras opiniones y dar con-sejos, porque sentimos que tenemos las mejores intenciones y no creemos que “hacer nuestra

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contribución” tenga nada de malo. Incluso puede que pensemos que estamos haciendo la voluntad de Dios, como ocurrió con Rebeca.

Todo comenzó con el nacimiento de sus dos mellizos, Esaú y Jacob. Durante un embarazo difícil, mientras los bebés se daban empujones constantemente, Rebeca recibió una profecía, una palabra del Señor: “…Dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; el un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor” (Gn. 25:23). A la luz de esa profecía y con la percep-ción de que la mano de Dios estaba sobre la vida de Jacob, Rebeca expresó su preferencia por su hijo menor. Las Escrituras nos dicen claramente que lo amaba más de lo que amaba a Esaú. Ella protegió a Jacob y se preocupó por sus intereses. Y si a él lo llamaban “el engañador” es porque aprendió un par de cosas de su madre.

Después de todo, fue Rebeca la que ideó el plan detallado que ayudaría a Jacob a engañar a su padre y a su hermano, y robar la primoge-nitura de Esaú. “Ahora, pues, hijo mío, obedece a mi voz en lo que te mando” (Gn. 27:8). Lo que Rebeca le dio a su hijo fue un mal consejo. Muy mal consejo. Demostraba sentir menosprecio por su marido y una falta total de amor mater-nal y compasión por su primogénito. Quizá tenía alguna herida y amargura en el corazón después de años de peleas familiares. Pero lo más probable es que tuviera buenas intenciones. Ella creía que estaba haciendo lo correcto. Solo

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estaba intentando ayudar a Dios… y cumplir en la carne la profecía que había recibido durante el embarazo. Después de todo, Él le había dicho que su hijo mayor algún día “serviría al menor”. Rebeca tenía tanta confianza en su manera de actuar que, cuando Jacob expresó sus dudas ante la posibilidad de que el plan le trajera maldición en lugar de bendición, Rebeca, de hecho, le dijo: “Hijo mío, sea sobre mí tu maldición; solamente obedece a mi voz…”.

Palabras insensatas.El consejo bien intencionado pero irreflexivo

de Rebeca resultó ser nefasto, porque Dios no necesita ayuda. Él nunca recompensa las maqui-naciones y las manipulaciones. La maldición sí cayó sobre Rebeca. Su engaño salió a la luz. Ella provocó un daño irreparable a la relación con su marido. Y ese día perdió a sus dos hijos. Su hijo mayor se llenó de amargura y resenti-miento por esa intromisión; su hijo menor tuvo que huir del país para escapar de la ira de su hermano. Rebeca no volvería a verlo nunca más en su vida. Proverbios 14:1 revela lo siguiente: “La mujer sabia edifica su casa; mas la necia con sus manos la derriba”.

Zeres es un ejemplo aun mejor (o peor). ¿Recuerdas la historia de Zeres? A menudo nos referimos a ella como la historia de Ester, pero las Escrituras nos señalan que Zeres desempeñó un rol importante. Y no fue un buen rol. Amán, su marido, era un hombre que estaba consu-mido por el orgullo. Quería destruir a toda la

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raza judía por lo que percibía como un insulto por parte de un hombre, Mardoqueo, el primo de Ester. Si lees toda la historia en Ester 5 y 6, es posible que notes una cosa. Amán no ideó sus maquinaciones perversas por su cuenta. Tres veces se nos dice concretamente que Amán le hacía confidencias a su esposa, Zeres, y también a sus amigos, y ellos le aconsejaban qué hacer (Est. 5:10, 14; 6:13). Cuando Amán se quejaba por su orgullo herido y arremetía contra sus enemi-gos judíos, su esposa no hacía ningún intento de calmarlo o de ayudarlo a ver las cosas en pers-pectiva. No le ofrecía ninguna palabra tranquili-zadora de afecto para calmarle el ego herido. No expresaba la admiración o el respeto que sentía por él. Por el contrario, lo incitó y alentó a dar rienda suelta a su enojo. Zeres incitó a su marido a buscar revancha. Pero cuando el plan comenzó a irse a pique, se volvió en contra de él y expresó el pronóstico nefasto de que no había esperanza para él; que todo estaba perdido; “…caerás por cierto…” (Est. 6:13). ¡A propósito de hablar de patear al caído!

No puedo evitar preguntarme si las pala-bras de su esposa le resonaban en los oídos, exagerando la desesperación que llevó a Amán a aferrarse de la reina para clamar por su vida, una decisión tonta que, al ser malinterpretada, le costó la vida. Había sido Zeres la que tuvo la idea de construir la horca de cincuenta codos de altura en la cual Amán planeaba hacer que colgaran a Mardoqueo; horca donde el mismo

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Amán sería colgado, junto con la totalidad de sus diez hijos. Los hijos de ella (Est. 7:10; 9:13).

“La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos” (Pr.  18:21). Tendemos a pensar que las “pala-bra que hieren” consisten principalmente en descalificaciones chocantes e insultos crueles. Pero tanto Rebeca como Zeres nos muestran que hay otras maneras en que nuestras palabras se convierten en armas. Consideremos algunas de las más populares de nuestro arsenal:

Consejos no solicitados (y que a menudo no son bíblicos). Acabamos de ver dos ejemplos con-vincentes de esto. Solo agregaré que no creo que alguna vez haya estado en una tienda de comes-tibles, una peluquería, una fiesta o un estudio bíblico donde no haya escuchado por lo menos a una mujer decirle a otra: “¿Sabes lo que tienes que hacer?”. Estoy segura de que yo misma he sido culpable de eso unas cuantas veces. Pero si la otra persona no nos ha pedido ayuda, un con-sejo dado con la mejor intención puede incluso interpretarse como insensible o impertinente. Podría parecer una reprimenda. O sumarle con-fusión, nerviosismo y estrés a alguien que ya se siente abrumado e inseguro por qué camino tomar. Puede que no tengamos todos los datos necesarios para ofrecer sugerencias verdade-ramente sabias y bien pensadas. Es posible que no nos hayamos tomado el tiempo para pedir la guía de Dios para esa persona o circunstan-cia en especial. Con demasiada frecuencia, nos

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dejamos llevar por el momento y descubrimos que nuestro “consejo de expertas” en realidad no es más que una respuesta frívola, una reacción emocional o palabras de sabiduría que provie-nen de Oprah Winfrye, el Dr. Phil* o las revistas femeninas de la caja del supermercado, y no de la Palabra de Dios. Las consecuencias pueden ser devastadoras.

Críticas no tan constructivas. Para muchas de nosotras esto es difícil de asumir, porque real-mente tenemos la intención de que nuestras crí-ticas sean constructivas. Queremos que nuestros pequeños comentarios y nuestras sugerencias motiven a nuestros seres queridos y los alienten a cambiar (para bien, por supuesto). Pero, con demasiada frecuencia, solo los rebajan, desani-man y deprimen. Podríamos dedicar el resto de este libro a mencionar todos los comentarios poco amables que madres bien intencionadas han dicho a sus hijas respecto de su aparien-cia, la elección de su carrera, su novio o esposo o la falta de ellos, sus hijos o la falta de ellos. En lugar de alentarlas, les ponemos presión. Decimos que solo queremos que nuestros seres queridos sean felices. Pero ¿cómo pueden serlo, cuando todo lo que oyen de nosotras es que no son aceptables y dignos de ser amados en su con-dición actual? Ellos entienden el mensaje de que son una desilusión para nosotras, que nos han decepcionado.

*Reconocidos conductores de programas de televisión esta-dounidenses.

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Se ha dicho que algunas personas encuen-tran defectos como si existiera una recompensa por hacerlo. Creo que eso es verdad. Si no tene-mos cuidado, podemos crearnos el hábito de estar todo el tiempo criticando a los demás, encontrándoles defectos y rebajándolos, sin una buena razón. Y ya sabes, hay una recompensa —una “comisión de intermediario”— por este tipo de actitud crítica y esta manera de tratar a los demás. Recibimos algo a cambio. Cuando todo lo que vemos de las personas es lo “malo”, obtenemos un espíritu oprimido. Obtenemos la reputación de ser una persona desagradable y negativa. Obtenemos mucho tiempo para noso-tras, porque nadie quiere nuestra compañía. Y obtenemos la promesa solemne de parte de Dios de que algún día nos juzgará con la misma vara inalcanzable con la que juzgamos a los demás (Mt. 7:1-5).

Verdad no expresada en amor. El simple hecho de que algo sea cierto no significa que siempre sea bueno, tierno, servicial o incluso apropiado decirlo. Esto incluye la costumbre de aporrear a los demás con el uso de las Escrituras en un intento equivocado de encaminarlos. Gran parte de lo que dijeron los amigos de Job técnicamente era cierto… solo que no se aplicaba a sus cir-cunstancias particulares, y no era precisamente reconfortante, alentador ni motivador. Una mujer que conozco se sentía como Job. Muy de repente, su familia se encontró frente a una cri-sis tras otra: la pérdida de un empleo, la muerte

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de un padre anciano, el intento de suicidio de su hija adulta y el proceso de divorcio de su hijo adulto. Para colmo, tanto ella como su esposo se enfermaron de bronquitis. Cuando, por primera vez en cinco semanas, finalmente pudieron asis-tir al culto, se desplomaron sobre el banco de la iglesia, exhaustos y desesperados por recibir algún tipo de alimento espiritual. Pocos minu-tos después, fueron acosados por una mujer que apenas los conocía y que estaba decidida a llamarles la atención por su reciente ausencia. “He notado que no han venido a la iglesia últi-mamente —comenzó a decirles—. La Biblia dice que no debemos ‘dejar de congregarnos’. Todos estamos ocupados, pero para nosotros debe ser una prioridad. Debemos comprometernos con nuestra asistencia. —Y agregó—: Solo les digo esto porque se supone que debemos ‘hablar la verdad en amor’”. ¿En serio? No había ningún amor en sus palabras. Solo se estaba entrome-tiendo. El amor habría dicho: “Qué bueno volver a verlos. Los extrañamos. ¿Cómo han estado?”. Y después: “¿Cómo los podemos ayudar?”.

“Humor” que se nos va de las manos. Solo estábamos bromeando. Estábamos presu-miendo. Nos estábamos divirtiendo un poco. Hasta que se nos fue de las manos. Por cierto, existe un momento y un lugar para el sarcasmo; con un propósito. Puede ser una herramienta eficaz para resaltar la hipocresía y humillar al que es orgulloso y arrogante. (Dios recurre bastante a esta estrategia). Pero el sarcasmo

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no existe para que lo usemos para ridiculizar permanentemente y hacer trizas a las personas que decimos amar. Incluso cuando nuestras ocurrencias tienen la clara intención de causar gracia, incluso cuando están acompañadas por la risa, un aluvión cotidiano de desaires, menos-precios o acotaciones impertinentes, pueden ser muy agresivas para la autoestima de la otra per-sona. Incluso los que a diario disfrutamos de las “salidas ocurrentes” tenemos que admitir cuán rápido lo “listo” e “inteligente” puede volverse desagradable y tedioso. Como se quejó Benedicto cuando se hartó de este tipo de intercambio de palabras con Beatriz en la obra Mucho ruido y pocas nueces, de Shakespeare: “Habla puñales, y cada palabra suya es un golpe”.

“El verdadero arte de la conversación no es

solo decir lo debido en el momento debido,

sino no decir lo debido en el momento

de la tentación”. —Dorothy Nevill

Agrega un poco de sarcasmo a un halago y quitarás del corazón de una persona todo el orgullo y la alegría, el entusiasmo y la sensación de haber logrado algo. “¡Qué bien! Por una vez limpiaste tu cuarto. Qué pena que no se ve así todos los días”. O: “Tu maestra dice que eres muy organizado y disciplinado en la escuela… ¡ojalá fueras así en casa!”. Una de las excusas

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favoritas: “No nos reímos de ti; nos reímos con-tigo”. ¿ Realmente?

Chismes. Analizaremos el chisme con mayor detalle en el capítulo 6 debido a su relación con nuestro corazón y nuestra mente, y cómo los afecta. Pero quiero mencionarlo aquí por-que es una de las maneras en que herimos a los demás, ¡y no solo cuando lo que hemos dicho llega a oídos de la persona! Cuando hablamos abiertamente y con soltura, y emitimos juicios sobre los problemas privados y las tragedias de otros, moldeamos la opinión pública de ellos. Los exponemos a más juicios, críticas y burlas, a menudo con efectos más trascendentes de lo que podemos imaginar. Más de una vez, para mi vergüenza y pesar, he caído en la cuenta de que he evitado, ignorado o sentido antipatía por una persona que podría haber sido (o que alguna vez fue) mi amiga, solo por lo que otra persona me dijo sobre ella. ¿Habrán tenido mis propios comentarios imprudentes el mismo efecto en los demás? “El hombre perverso levanta contienda, y el chismoso aparta a los mejores amigos” (Pr. 16:28).

Echar en cara el pasado. Según el diccionario, echar es “hacer que algo vaya a parar a alguna parte, dándole impulso”. Eso es lo que hacemos cuando echamos en cara el pasado. Empeza-mos a discutir, y les enrostramos a los demás cada error y cada pecado que alguna vez hayan cometido. Les recordamos una y otra vez cuáles son sus mayores fracasos morales, sus derrotas

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más humillantes. Es nuestra manera de poner-los en su lugar o señalarles por qué no pueden pretender que confiemos en ellos. Dios dice que Él ha perdonado y olvidado, pero nosotras no, y queremos asegurarnos de que los demás lo sepan. Puede que ellos piensen que tienen bue-nas noticias, una oportunidad emocionante o esperanzas para el futuro. Nosotras creemos que les hacemos un favor al enfrentarlos a su realidad y recordarles cuánto se han equivocado en el pasado.

Lo creas o no, hay alguien cuya tarea oficial es recordar el pasado y echárselo en cara a todos: su nombre es Satanás. La Biblia lo llama “el acu-sador de nuestros hermanos”, porque eso es lo que hace de día y de noche (Ap. 12:10). Trabaja horas extras para atormentar a los creyentes con el recuerdo de los pecados y fracasos que hace tiempo fueron cubiertos con la sangre de Jesús. ¿De verdad queremos ser sus ayudantes?

El tratamiento del silencio. Aunque parezca extraño, una de las maneras en las que herimos con nuestras palabras es cuando las retenemos. Cuando nos negamos a expresar lo que pensa-mos y sentimos, cuando no decimos por qué estamos molestas o en qué se equivocaron los demás, los dejamos fuera. Llenamos el corazón de ellos de ansiedad y frustración, incluso pavor. Hacemos que se sientan aislados, distanciados y rechazados, sin decirles una sola palabra. Y, después de todo, para eso es el tratamiento del silencio. Esto no debe confundirse con tomarnos

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un descanso o un tiempo para calmarnos; el tra-tamiento del silencio tiene que ver con la mani-pulación y el control. Es una forma de castigo o venganza que, en cierta manera, parece más virtuosa que un arrebato de ira. Pero este tipo de actitud no es propia de una mujer emocio-nalmente saludable y espiritualmente madura. Y por cierto, no es bíblico (ver Mt. 18:15-17).

Estas son solo algunas de las armas que tene-mos a nuestra disposición; hay muchas más.

¡Ojalá pudiéramos limitarnos a enumerar las palabras y frases que nunca deberíamos decir! Así, sería fácil evitarlas, ¿verdad? Lamentable-mente, no es tan simple. Lo que hace que una palabra sea hiriente a menudo depende de cómo, a quién y en qué contexto se dice. Por ejemplo: “¡Eres igual que tu padre!” puede ser un halago excelente o un dardo venenoso.

“Por doloroso que sea, un acontecimiento

emocionalmente profundo puede ser

el catalizador que nos ayude a tomar

una dirección más favorable para nuestra vida

y la de aquellos que nos rodean.

Procuremos aprender de cada

situación”. —Louisa May Alcott

No se trata solo de lo que hay en nuestro corazón, sino de lo que está en el corazón de la persona a la que hablamos. No siempre podemos

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saber cuándo hemos tocado una zona sensible. Quizá no tenemos idea de que estamos echando sal a una herida abierta. Algunas de nosotras tendemos a ser más tajantes, francas, incluso polémicas cuando nos comunicamos con los demás. Tenemos que entender que el hecho de que un comentario no lastimaría nuestros senti-mientos no significa que no lastimaría (o podría lastimar) a los demás. Si por donde pasas dejas atrás un rastro de heridos ensangrentados, no pretendas estar frente a Jesús y culpar a todos los demás por ser “demasiado sensibles”.

Por otra parte, habrá veces en que, por muy amables, consideradas y gentiles que intentemos ser, algunas personas se ofenderán. He cono-cido a más de una mujer que veía la vida a través de los lentes de “todos me odian”. Si le decías: “¡Qué día tan hermoso!”, lo que ella oía es: “¡Qué pena que seas tan fea!”. Aunque es triste, es su problema, no el nuestro. A fin de cuentas, en realidad no hay nada que podamos hacer al res-pecto… excepto orar por ella e intentar amarla de todos modos.

Habrá personas que tergiversen nuestras palabras a propósito, nos malinterpreten deli-beradamente y, por propia voluntad, se ofendan cuando no fue nuestra intención ofenderlas. Muchas de esas personas han quedado tan afec-tadas por las heridas que les hicieron que son incapaces de ver y oír con claridad. Otras son, sencillamente, malas. Y es un hecho. Jesús nos advirtió que algunos nos aborrecerían simple-

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mente por nuestro amor por Él (Mr. 13:13; Lc. 6:22). Nuestra fe misma les resulta ofensiva. Los convence de su propia condición de pecadores, y eso no les gusta (2 Co. 2:14-16). Es la verdad lo que los ofende, no nosotras.

Entonces, ¿de qué somos responsables? ¿Qué podemos hacer? Según parece, podemos hacer mucho. Pero no tiene por qué ser una tarea abru-madora o imposible. Los siguientes son algunos pasos que te ayudarán a ponerte en la senda correcta:

1. ¡Presta atención! Si no lo has hecho ya, comienza desde ahora. Escucha las palabras que salen de tu boca. ¿Son amables, tiernas y útiles? ¿O son ásperas y llenas de críticas y juicios? Ima-gina que eres la estrella de tu propio reality show. Si las cámaras te siguieran las veinticuatro horas al día, siete días a la semana, ¿qué captarían en la grabación? Mientras transcurre tu día, pídele a Dios que te haga mucho más consciente de las palabras que dices y del poder que tienen para afectar a las personas con las que te relacionas.

2. Asume la responsabilidad de domar tu propia lengua. No eres responsable por lo que dicen otras personas. Ni siquiera por cómo reac-cionan ante ti. Eres responsable ante Dios por hacer un esfuerzo por domar tu lengua. “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Ro. 12:18). Ora con el salmista: “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Sal. 141:3). Memoriza otros versículos que te recuerden lo

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que dice Dios sobre el poder de la lengua y cómo debemos usar ese poder.

Identifica situaciones en las que te sientes más tentada a perder el control y decir lo que no corresponde. Luego, piensa una estrategia para manejar esas situaciones en el futuro. Por ejem-plo, puedes salir a caminar o hacer mandados durante la hora del almuerzo en lugar de estar sentada en el comedor intercambiando chismes de la oficina. Piensa por adelantado en cosas que podrías decir para cambiar el tema de conversa-ción cuando una amiga te está llevando en una dirección por donde sabes que no debes ir. Si tiendes a ser demasiado crítica respecto de tu familia, haz una lista de las cosas positivas que aprecias de cada uno y luego procura felicitarlos por esas cosas. Pide a una amiga o un familiar de confianza que te supervise y te ayude con eso. Una de mis amigas ha creado con su marido un código de señales que usan para ayudarse en situaciones sociales. Cuando ella comienza a dominar una conversación y a dar consejos no solicitados, él le aprieta el hombro suavemente. Cuando él se enardece demasiado y comienza a discutir, ella le da una palmada en la rodilla. Juntos se mantienen en la senda correcta.

Establece algunos límites. Hace unos años, tomé la decisión de no hacer bromas a personas que no me caen bien, porque me di cuenta de que no podía evitar espetarles comentarios sar-cásticos. Superficialmente, parecía que lo hacía por diversión, pero había un verdadero veneno

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oculto, y era muy probable que alguien saliera herido. Hoy día, solo bromeo con las personas que conozco y quiero de verdad, porque el afecto que siento por ellas me impide ser cruel o poco amable. Sé evitar las cosas que las ponen muy sensibles. También sé que es mucho más proba-ble que me llamen la atención al confrontarme y corregirme si me paso de la raya. Cuando nece-sito desahogar mis frustraciones, hay ciertas personas que busco, y ciertas personas que evito. Sé que necesito un oyente que me manifieste empatía y comprensión, pero que no me aliente a pecar. Y necesito una persona cuya fe en otros o amistad no se vea afectada por lo que yo le diga.

Las estrategias y los límites serán diferentes para cada una de nosotras, así como lo son las tentaciones. Pero Dios ha prometido darnos toda la sabiduría, el valor y la fortaleza que necesi-tamos para ganar esta batalla si se lo pedimos (Stg. 1:5; 1 Co. 10:13; He. 4:15-16).

3. Cada vez que sea posible —y tan pronto como lo sea—, pide perdón a los que heriste con tus palabras. Con sinceridad y de corazón, diles: “Lo siento. Me equivoqué. Por favor, per-dóname”. Dilo en persona, por teléfono o por escrito, lo que sea más apropiado según las cir-cunstancias. Muéstrate humilde y admite ante la otra persona (tu esposo, tus hijos, tu vecino, un colega o una amiga) que esta es un área en la que te das cuenta de que tienes verdaderas dificulta-des, que es algo que te estás esforzando por cam-biar. Cuéntales los pasos que estás dando para

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controlar tu lengua. Pídeles que sean pacientes contigo y que trabajen a tu lado para ayudarte a mantenerte encaminada.

“Una disculpa es el pegamento

mágico de la vida. Puede arreglar casi

cualquier cosa”. —Lynn Johnston

Por supuesto que hay algunas palabras que no podemos retirar. Algunos errores no se pue-den deshacer. Es posible que no podamos con-tactar con todas las personas que alguna vez hemos lastimado; ¡incluso puede no ser apro-piado en todas las situaciones! Pero, por cierto, podemos pedirle a Dios que Él nos perdone. Si la otra persona sigue viva, podemos pedirle que la bendiga dondequiera que esté y la sane de cual-quier herida que le hayamos ocasionado. Pode-mos hacer un esfuerzo por aprender de nuestros errores, para que no los repitamos constante-mente en nuestra relación con los demás.

4. Perdona a las personas que te hirieron con sus palabras. Puede que ellos no tengan idea del dolor que te causaron; pero también puede que sí. Sin embargo, ya sea que se dis-culpen o no, tienes que perdonarlos. Tienes que soltar el dolor, la amargura y el resentimiento. Las Escrituras nos dicen: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entraña-ble misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos

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unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo voso-tros” (Col. 3:12-13).

La verdad es que, en algún punto, todos hemos hablado sin pensar, hemos reaccionado con enojo o frustración, hemos espetado cosas que no sentimos de verdad, hemos dicho cosas que después lamentamos, cosas de las que nos arrepentimos. Necesitamos que Dios y otras per-sonas nos perdonen. Por lo tanto, es necesario que extendamos el perdón de Dios a los demás (Mt. 6:14-15; 18:21-35). Por favor, entiéndeme: no digo que sea fácil. No lo es. Pero cada vez que estoy tentada de decirle a Dios que es demasiado difícil, que la ofensa es demasiado grande y la herida demasiado profunda, recuerdo la historia de Corrie ten Boom.

A Corrie y a su hermana Betsie las arrestaron por ocultar judíos en su casa durante la ocupa-ción nazi de Holanda. Las enviaron a un campo de concentración, donde sufrieron dolores y tor-mentos indecibles. Posteriormente, a Corrie la liberaron y, durante los siguientes años, viajó por el mundo para dar testimonio de la gracia sustentadora de Dios. Un día, después de hablar en la reunión de la iglesia, Corrie estuvo frente a frente con uno de sus antiguos guardias de la prisión. El hombre se había convertido y que-ría pedirle que lo perdonara por su crueldad en el campo de concentración. En ese momento,

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todos los recuerdos horribles le volvieron a la mente con vívidos detalles.

“Me pareció que se me helaba la sangre —dijo Corrie después—. Y quedé petrificada… y no podía. Betsie había muerto en ese lugar… ¿podía ese hombre borrar su muerte lenta y terrible con solo pedírmelo?”.

Los segundos parecieron horas, mientras Corrie luchaba con lo más difícil que alguna vez hubiera tenido que hacer. “Tenía que hacerlo”, dijo. “Lo sabía. El mensaje de que Dios perdona tiene un requisito previo: que perdonemos a los que nos han hecho daño. Jesús dice: ‘Si no per-donáis a los hombres sus ofensas, tampoco vues-tro Padre os perdonará vuestras ofensas’”.

“Sin embargo, estaba petrificada con una frialdad que tenía atrapado mi corazón. Pero el perdón es un acto de la voluntad, y la voluntad puede funcionar independientemente de la tem-peratura del corazón. En silencio, oré: ‘Jesús, ¡ayúdame! Puedo levantar la mano. Puedo hacer eso. Tú provee el sentimiento’”.

De repente, el poder sanador de Dios inundó todo su ser. Con lágrimas en los ojos, Corrie gritó: “Te perdono, hermano… ¡Con todo mi corazón!”. Corrie dijo al respecto: “Nunca había sentido del amor de Dios con tanta intensidad como en ese momento”.1

¡Qué testimonio tan increíble! Sinceramente, creo que si Corrie pudo perdonar, nosotras tam-bién podemos, porque el mismo poder sanador,

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el poder de Dios, están hoy a nuestra disposición.* Por nuestro propio bien, tanto como por el de los demás, debemos tomar la decisión de perdonar.

Con el paso de los años, Dios me ha hecho profundamente consciente de mis propias carencias en esta área. He derramado muchas lágrimas por palabras que desearía no haber dicho. Estoy muy agradecida por la sangre de Jesús que nos limpia de todo pecado, de toda nuestra “maldad” (1 Jn. 1:9). Y por el hecho de que la gracia de Dios sea suficiente para noso-tros (2 Co. 12:9). Sus misericordias son nuevas cada mañana (Lm. 3:23). Cada día nos ofrece un nuevo comienzo.

En cuanto a mí, estoy decidida a aprender y crecer, y hacer que todo esto me transforme en una mujer madura, no “más dura”. Dejaré de lado las palabras que hieren y optaré por decir palabras que sanen.

Estudio bíblico 1. Piensa en las conversaciones en las que participas

cotidianamente: en casa, en el trabajo y en la iglesia. Cosas que te dices a ti misma, cosas que dices a tu familia y amigos. Palabras que dices en persona o

*Si tus heridas son muy profundas —si, por ejemplo, has sido víctima de maltrato verbal o has estado luchando durante muchos años por superar el pasado—, te aliento a que contactes con tu pastor, la líder del ministerio de mujeres o una conse-jera cristiana, alguien que pueda acompañarte y ayudarte en tu camino a la sanidad. También puedes encontrar ayuda en la bibliografía recomendada al final de este libro.

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por teléfono. Cosas que escribes en correos elec-trónicos o publicas en foros y blogs. ¿Cuáles de estas “armas” observas que usas con mayor frecuencia?

£Consejos no solicitados (y que a menudo no son bíblicos)

£Críticas no tan constructivas

£Verdad no expresada en amor

£“Humor” que se te va de las manos

£Chismes

£Echar en cara el pasado

£El tratamiento del silencio

2. Lee Efesios 4. Sería bueno que subrayaras las pala-bras o frases que significan mucho para ti. Luego, responde las siguientes preguntas:

a. ¿Qué clase de palabras deberían describirnos como seguidoras de Cristo? (vv. 2, 13, 23-24, 32)

b. ¿Qué clase de palabras no deberían salir de nues-tra boca? (vv. 25, 29, 31; ver también Ef. 5:4)

c. ¿Qué clase de palabras deberían salir de nuestra boca? (vv. 15, 25, 29, 32; ver también Ef. 5:4)

3. Pide al Espíritu Santo que te muestre si hay alguna persona a quien has lastimado con tus palabras, alguien a quien necesitas pedirle perdón. Tal vez lo sepas de inmediato o descubras que Dios te trae alguien a la mente más adelante. Cuando suceda, decide que harás algo con lo que Dios te ha reve-lado. Ora por sabiduría sobre si debes llamar, escri-bir o hablar en persona. Considera si le debes una disculpa privada o pública. (Generalmente, si un pecado se cometió en privado, la disculpa debe

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ser privada; si se cometió en público, la disculpa debe ser pública). Por muy dolorosa que sea la idea de humillarnos y confesar nuestro pecado, no es ni remotamente tan doloroso como llevar el peso de la culpa y la vergüenza. Más allá de cómo sea recibida nuestra disculpa, podemos estar en paz, sabiendo que ahora nuestra conciencia está tran-quila. Hemos hecho lo que podíamos hacer por arreglar las cosas. Hemos sido obedientes a la Pala-bra de Dios. Tenemos su perdón, su misericordia y su gracia.

4. Lee Mateo 6:14-15. ¿Hay alguien a quien necesites perdonar? Ya sea que sepan que te hirieron o no, ya sea que la herida haya sido intencional o no, ya sea que te pidan disculpas alguna vez o no, haz un compromiso (y refuérzalo tan a menudo como sea necesario) de que soltarás la herida y el dolor; y decide perdonar. Escribe una afirmación que exprese ese compromiso.

5. Considera en oración que, en ciertas circunstan-cias, las Escrituras afirman que tenemos una res-ponsabilidad de acercarnos a las demás personas y hacerles saber que nos han lastimado, para que tengan la oportunidad de disculparse y para que pueda haber sanidad y reconciliación (ver Mt. 18:15-17). Asegúrate de que tu corazón esté en el lugar correcto, que tu meta no sea sencillamente des-cargarte o tomar revancha, sino ofrecer perdón y restauración.

6. Elige uno de los siguientes versículos (o alguno de los antes mencionados en el capítulo) para memo-rizarlo y meditar sobre él durante esta semana. Cópialo en una tarjeta o nota autoadhesiva y

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pégalo en algún lugar donde lo veas con frecuencia: en el espejo del baño, el refrigerador, el tablero del automóvil, junto a la pantalla de tu computadora o el televisor, o al lado del teléfono.

Salmos 15:1-3 Proverbios 18:21

Salmos 141:3 Efesios 4:29

Proverbios 10:19 Filipenses 2:14-15

Proverbios 13:3 2 Timoteo 2:23-25

Proverbios 15:1 1 Pedro 2:21-23

Proverbios 15:28 2 Pedro 3:15-16

7. Tómate unos momentos para anotar cualquier otra idea o reflexión que desees agregar.