La espada de la venganza jack ludlow

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Ya han transcurrido cuarenta añosdesde que el destino de dos niños,Aulus Cornelius y Lucius Faleriusquedó marcado por una profecía.Aulus, víctima de una traición, hamuerto y Lucius, convertido en elsenador más poderoso y ambiciosode Roma, luchará por evitar hacerfrente a su destino final. Mientrastanto en Hispania, un joven Aquilaintentará descubrir el mensajeoculto de un extraño amuleto enforma de águila que le entrega sumadre adoptiva en el lecho demuerte.

Jack Ludlow

La espada de lavenganza

República - II

ePUB v1.0AlexAinhoa 11.04.13

Título original: Republic: Book two. Thesword of revenge© David Donachie (Jack Ludlow), 2008© De la traducción: Carlos Valdés García,2010Diseño/retoque portada: AlexAinhoa

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)ePub base v2.1

A Edward Ephraim,que ha superado muchas

dificultadesdurante una vida fascinante, entrelas que tenerme como vecino no

ha sido la menor.

Prólogo

Consagrar un sepulcro a un granhombre era una ocasión magnífica, y loera el doble si la persona cuya vida serecordaba era considerada honesta,recta y amistosa con la gente corriente.Pocos dudaban de que el individuo alque se honraba aquel día había sido unhombre así; si tenía defectos que sepudieran demostrar, eran los del comúnde los mortales: por muy recto que unhombre intentara ser en su vida, nuncapodría permanecer indemne frente a la

naturaleza malintencionada o burlona delos dioses.

Nacido en una de las familiasnotables de Roma, Aulo Cornelio habíasido un gran general, el hombre quehabía dirigido las legiones contra losherederos de Alejandro el Grande y loshabía humillado. Sus victorias en Greciale habían granjeado el cognomen deMacedónico y una riqueza más allá decualquier sueño de avaricia, pero noeran solo sus cualidades en la lucha lasque lo hacían destacar. Era recordadocomo un administrador que, tanto enRoma como en provincias, no empleó lamano dura en las magistraturas que

había desempeñado, incluidas las dosocasiones en que había ocupado el cargode cónsul, y nunca había oprimido apobres y desposeídos en favor de losricos, los nobles o los poderosos.

Muchos soldados veteranos vivíanen la ciudad y podrían acordarse dehaber servido bajo su mando, yrecordarían sus modales tranquilos, sunobleza natural, al igual que supreocupación por su bienestar. No esque Aulo Cornelio fuera blando,cualquiera de las legiones que habíacomandado tenía renombre por su férreadisciplina y su buen orden. Pero, a decirde la mayoría, sus camaradas lo amaban

por una característica que estimabantodos los combatientes: tenía éxito.Como culminación de una brillantecarrera, Aulo Cornelio Macedónicohabía dejado tras de sí una estimulantehistoria para hacer que la población dela ciudad de Roma se sintiera orgullosa.Había sufrido una heroica muerte en laprovincia de Illyricum, al mando deapenas setenta hombres que habíanperecido con él, para contener, en unestrecho desfiladero, a un enemigomucho más numeroso y para que, así, laslegiones de su retaguardia pudieranprepararse para la batalla, combate en elque resultaron victoriosas.

—¿Es eso lo que andan diciendo? —preguntó Tito Cornelio, el hijo pequeñodel fallecido, que había llegado deHispania el día anterior—. ¿Que él y sushombres murieron para dar tiempo a quese preparara la Décima Legión? ¿Quefue un sacrificio deliberado?

—Es el bulo que están haciendocorrer el hombre que lo traicionó y susamigos.

Claudia Cornelia, viuda de Aulo ymadrastra de Tito, habló en voz baja,pues no estaba segura de que nopudieran oírla. Quinto, su otro hijastro,se preparaba para las ceremonias, sinque en apariencia le importasen las

falsedades referidas a la muerte de supadre que se difundían abiertamente porla ciudad.

—¿Y esa mentira va a pasar sin sercontestada?

Claudia sonrió con pesar.—Los seguidores de Vegecio

Flámino han pagado a gente para quevaya a baños, calles, mercados ytabernas a propagar ese cuento. Y esinteligente, Tito, porque con ello nohacen de menos a tu padre. En todocaso, hacen de él un ejemplo aún mayor,y eso atañe también a los soldados quemurieron con él. Consideran quecayeron como Leónidas y sus

espartanos, que dieron sus vidas apropósito por un bien mayor. ¿Quépuede haber más atrayente para unsoldado romano que ser comparado conlos héroes de las Termópilas?

—Entonces, es el momento dedesmentirlo.

Tito había conocido la verdad por elinforme que lo hizo volver de susobligaciones militares: cómo VegecioFlámino, el gobernador corrupto y obesode Illyricum, había provocado, con surapacidad, un levantamiento entre loslocales y, gracias a su ineptitud, habíapermitido que se unieran a las tribusdacias de más allá de las fronteras

provinciales, de manera que se habíaproducido una auténtica revuelta. AuloCornelio había encabezado unacomisión senatorial para investigar aVegecio y su archivo gubernamental. Aldarse cuenta de las serias depredacionesde su compañero senador (impuestosabusivos, sobornos descarados yartimañas legales), así como la forma enque su ejército, más acostumbrado a laslabores del campo que a las propias delos soldados, había dejado de serefectivo, lo había sustituido.

Aulo había devuelto la capacidad delucha a la legión de Illyricum, laDécima, mediante una buena instrucción

y su ejemplo personal, de forma que unarebelión que se había enconado duranteaños pareció desvanecerse. PeroIllyricum no había acabado aún depacificarse cuando estalló otra revueltaen el sur, en la vecina provincia romanade Épiro, que la Décima Legión, al serla fuerza militar grande más cercana,estaba obligada a sofocar. A la cabezade una avanzadilla, con la intención decontener lo que consideraba unlevantamiento local, Aulo Corneliohabía descubierto la verdad de aquello alo que se enfrentaba: un ejércitoenemigo lo bastante grande como parapresentar batalla. Envió a buscar

refuerzos, pero Vegecio Flámino sehabía negado a enviárselos, dejando aAulo aislado con su cohorte dereconocimiento en una estrecha gargantallamada el paso de Thralaxas, yforzándolo a luchar y a asumir bajasantes de que él estuviera preparado deverdad.

Si él y sus hombres hubieranrecibido el apoyo que deberían haberrecibido, su situación no habría sidograve, pero, con sus actos, elgobernador titular había condenado amuerte a aquellos que no pudieron huir.Incluso cuando estaba claro que no ibana recibir ayuda, Aulo habría podido

rehuir el peligro con la concienciatranquila (no formaba parte de lasobligaciones de un general romanoquedar aislado de su mando), pero,como era típico en él, no habríaabandonado a los hombres a los quehabía conducido a aquella ratonera parasalvar su pellejo.

—El resto de la comisión…Claudia interrumpió a Tito.—Cobardes defensores de Vegecio

Flámino, o don nadies a los que lesencantaría disfrutar del glorioso reflejode su triunfo venidero. Tu padre era elúnico hombre honesto en la comisiónque presidía. Los demás son lobos como

Vegecio, o corderos con demasiadomiedo como para balar la verdad.

Mientras hablaban, el continuomurmullo del gentío, que se ibacongregando fuera de la casa en laoscuridad que precede al alba, habíacrecido, y el grito siniestro de unaplañidera atravesaba los muros. Algunosde los congregados habían estadobebiendo y se habían unido a losespectadores con la esperanza de que elnuevo cabeza de familia de los Cornelioarrojara monedas a sus pies: tal era lacostumbre en los ritos funerarios de losadinerados, que eran tanto lacelebración de una vida vivida, como la

aflicción por una pérdida. Apareció unesclavo para informarles de que Quintoestaba preparado para empezar con lasoraciones a los manes, los dioses de losseres queridos que habían muerto, en elaltar de la familia. Tito y Claudia secubrieron la cabeza con capuchas ydespués se dirigieron hacia la pequeñacapilla que había junto al atrio, hogar delos lares de los Cornelio, repositorio delos genios de la familia.

El capataz casi pilló a Áquila. En supuesto antes del amanecer, Nicos habíacambiado de táctica, y esperaba ensilencio a que el furtivo apareciera en loprofundo del bosque, en vez de intentar

rastrearlo mientras cazaba, con trampaslas piezas pequeñas, con lanza lasgrandes, y robaba lo que no era suyo porderecho de la tierra vallada quepertenecía a Casio Barbino. Él y loshombres a su mando se aseguraron dequedar a favor del viento, de forma quecuando el chico se detuvo bien cerca dela primera de sus trampas, no estabaseguro de la razón. Era la ausencia deruido en un lugar que no debería estar ensilencio: algo semejante significabaamenaza. Inmóvil, no veía pájaros alvuelo ni en los árboles, y una mirada alcielo de la mañana no reveló halcones nicernícalos, ni siquiera un águila volando

alto. Si los pájaros no cantaban en elbosque, pero tampoco estaban calladospor temor a un ave rapaz al vuelo, esoquería decir que allí había algo más,algo lo suficientemente grande comopara imponer silencio.

Despacio y sin hacer ruido, se echóhacia atrás, mirando con cuidado dóndepisaban sus sandalias en el suelo delbosque cubierto de hojas, palitos yramas caídas. Si era un gran depredadorel que hacía que el bosque estuvieracallado, no tenía deseos de enfrentarse aél; si era un humano, pocasposibilidades había de que fueraamistoso. Áquila sabía bien lo enfadado

que estaba el capataz de Barbino por sucaza furtiva, porque Nicos le habíadicho a todo el mundo en el distrito quesabía lo que estaba pasando y lo quepretendía hacer con el látigo cuandoagarrara al culpable.

El conocimiento que tenía de estemundo boscoso no había abandonado aÁquila tras los acontecimientos de hacíacuatro estaciones; era difícil que pudieraser de otra forma con la constantecompañía de Minca. El enorme canyacía en silencio, respirando apenas,mientras Áquila revisaba sus trampas,pero se levantó en cuanto su amo volvióhacia él, con sus puntiagudas orejas

tiesas al presentir el peligro, y siguió aÁquila sin hacer ruido cuando este pasóa su lado. Enseguida estaban en campoabierto, jugando como suelen hacer unniño y un perro, enzarzados en unabatalla de tirones en torno a un palogrueso, mientras el sol se elevaba sobrelas montañas del este para alumbrar loscampos de pasto y el ganado quepastaba en calma.

Áquila fingió que no había visto alos hombres que acechaban en el límitedel bosque, un grupo que, una vez semovió, hizo un sonido que no habríaavergonzado a una manada de aquelmismo ganado. La visión de Minca los

mantendría allí; enorme y aterrador paraun extraño, el animal era tan dulce consu amigo como los corderos que solíacuidar. Ahora también era el perro deÁquila. A Gadoric, el pastor esclavocelta que lo había criado desdecachorrillo, se lo habían llevado haciael sur, a un lugar llamado Sicilia, dondeera probable que sufriera una muertelenta y agotadora mientras labraba loscampos, mal alimentado y trabajandobajo un sol abrasador.

Cuando el chico pensaba enGadoric, tuerto, alto y rubio, y enrealidad un guerrero y no un pastor, laslágrimas asomaban por los rabillos de

sus ojos. Había sido una de las laspocas personas en el mundo a las queÁquila había querido. Otra era Sosia,una joven y bella muchacha, esclava,como Gadoric, de Casio Barbino. Y alfin, Fúlmina, la mujer a la que creía sumadre. Los tres habían salido de su vidaun día horrible: Gadoric para ir aSicilia, Sosia, a Roma, y Fúlmina, alHades.

Antes de morir, Fúlmina le habíacontado la verdad sobre su nacimiento,que las personas a las que llamabamamá y papá no eran sus verdaderospadres, que lo habían encontrado enmedio del bosque, bien lejos de

cualquier población, allí tirado, lamañana después del festival deLupercalia, abandonado por alguien queno lo quería vivo. Ahora lo único quetenía era el anhelo de la única personade quien podía decir que se sentíacercano, el hombre al que llamaba papá,Clodio Terencio, que había servidodurante años en la legión de Illyricum, yseguramente había pasado mucho tiempodesde el momento en que tendría quehaber vuelto a casa.

Fúlmina insistía en que había sido unmilagro que lo encontraran en aquelclaro del bosque. Primero, que Clodioestuviera en el bosque, despertándose de

una pesada borrachera; después, el débilsol de una mañana de febrero, queiluminaba la zona donde yacía él.Quienquiera que lo hubiese abandonadoen el suelo, lo había dejado con lospaños en los que lo habían envueltodespués de su nacimiento, lo bastantegruesos como para detener el frío de lanoche. Cuando aquellos sentimientos depérdida y añoranza se volvíaninsoportables, Áquila visitaba el lugardonde lo habían encontrado junto alborboteante río y se preguntaba por laclase de gente que lo había abandonado.En el ojo de su mente veía fantasmalesfiguras a caballo (Clodio había visto

huellas de cascos), figuras cuyos rostroseran máscaras mortuorias indefinidas uhorribles apariciones encapuchadas quehablaban del Hades y de profanación.Después alzaba la vista hacia lasdistantes montañas por las que salía elsol cada día; una de ellas, que tenía unaextraña cima en forma de copa votiva,era el hogar de las águilas que seelevaban en los cielos, por las que habíarecibido su nombre.

En otros tiempos, habría ido a dondeestuvo la choza en la que lo habíancriado. Delante de aquel sitio, habríatocado el amuleto de cuero que habíasido el último regalo que le había hecho

Fúlmina, algo que había mantenidoescondido toda su vida. De cuero biencurtido y reluciente por la cera de abeja,llevaba la forma resaltada de un águilaal vuelo con las alas extendidas. Nuncase lo quitaba del brazo, porque Fúlminale había dicho que lo que conteníacosido en su interior era el heraldo de sudestino. También le había hecho jurarque no lo descosería hasta que fuera tanmayor como para no temer a ningúnhombre, juramento que él había hechodelante del altar de turba de suminúscula vivienda, un voto que nuncarompería.

También se sentía culpable cuando

se detenía y recordaba, dado el pocotiempo que había pasado aquí el últimoaño de vida de Fúlmina. En Gadorichabía encontrado a alguien que era comoel padre soldado al que tanto extrañaba.Cada momento de vigilia, y más de unopor la noche, lo había pasado en sucompañía. Gadoric, que fingía ser cortode ingenio y más viejo de lo que enrealidad era, caminaba encorvado, conel rostro escondido bajo un anchosombrero de paja, cuando cuidaba delrebaño de ovejas de Casio Barbino. Locierto es que había engañado a Áquila eldía que se conocieron: su intento dedarle un susto a un viejo pastor dio un

gran giro sorprendente para el chico,redoblado por el perro que nunca habíavisto ni esperado. Minca podría haberledesgarrado la garganta si el pastor tuertono hubiese intervenido.

Intrigado por el extraño color delpelo del muchacho, Gadoric se habíaconfiado a Áquila y le había revelado laverdad: que sólo deseaba una cosa, unaoportunidad de volver a su patria.También se aficionó a un chico conmuchas ganas de aprender y tiempo parahacerlo, hasta que, como un trío queincluía a Minca, se hicieroninseparables. El celta enseñó a Áquilacómo usar la lanza que había robado,

cómo disparar una flecha de punta depedernal y usar una espada de maderapara apuñalar, rechazar, cortar y aturdircon la empuñadura. Le enseñó a Áquilaalgo de su lengua bárbara a cambio demejorar con el latín rústico del chico,algo que el celta necesitaría en caso deescapar. A la luz de una vela de sebo, lehabía relatado extensas sagas celtas queel chaval se esforzaba por entender deltodo, aunque sabía que eran relatos deltipo de coraje y fortaleza con los que élsoñaba.

Aprendió que debía dejar los huevosen los nidos para que los empollaran,pues los pollos eran mejor alimento; que

debía cuidarse de no matar un cachorro,fuese de oso, de lobo, de zorro, dearmiño o de hurón, pues estos animalesvivían en consonancia con los árboles,el cielo y los ríos, que eran parte de lareligión de Gadoric. Le animó a comersólo peces crecidos del tofo y a que,cuando cazara pájaros o bestias, tomarasólo lo que fuese necesario, para que latierra continuase prosperando yproduciendo hasta la eternidad.

Cuando el sol iluminó la cercana VíaApia, Áquila dejó atrás el bosque y sedirigió hacia el lugar donde ahora vivía,la casa a medio construir de PiscioDabo. No llamaría hogar a la casa de

Dabo, pues nunca podría serlo. Era untecho bajo el que podría descansar hastael día en que Clodio, su padre adoptivo,volviera a casa. Entonces, juntospodrían reconstruir la choza que habíasido pira funeraria de Fúlmina, y la vidapodría volver a ser parecida a lo quehabía sido antes.

Capítulo Uno

Quienes se habían reunido para laconsagración de la tumba eran losfamiliares y los amigos más cercanos alfallecido, hombres de alta posiciónsocial; incluido, por supuesto, elcompañero de infancia de Aulo, LucioFalerio Nerva, uno de los dos censoresen servicio y, en el presente, el senadormás poderoso de Roma. Mientras lamayoría permanecía por allí, con lacabeza gacha, él miraba a su alrededorcon un aspecto que lindaba con la

impiedad, como si examinara a cada unode los presentes para medir laprofundidad y la honestidad de surespeto, y su actitud, aunque no lopretendiera, implicaba que TitoCornelio carecía de tal atributo.

Hombre delgado, de rasgos afiladosy cabello ralo, el ex cónsul era tantemido como respetado. Había sidoamigo de Aulo desde la época en queambos aprendieron a hablar, y las pocasocasiones en que el padre de Tito habíamencionado a aquel hombre, siempre lohabía hecho con admiración por sushabilidades como administrador, si biencon reservas respecto al uso del poder

que ejercía en el Senado. Cuando susojos de color de avellana se posaronsobre la viuda, el rostro del Falerioexpresó un ligero desdén. ClaudiaCornelia, que no podía ver a los ladosde su capucha, no observó la mirada,pero Tito sí. Lucio nunca había aceptadodel todo el segundo matrimonio de AuloCornelio, y veía como parte de unagrosera insensatez que un hombrecercano a los cuarenta, y tan famoso ypróspero como Macedónico, cometierael error de casarse con una cría que, ensus nupcias, apenas tenía dieciséis años.

Tito tenía doce en el momento de laboda, pero nadie podía circular por una

calle romana sin ver los salaces grafitiso sin oír los procaces comentarios delas clases bajas acerca del casamiento;las opiniones de los colegas de su padrellegaron a Tito como bromas de susalegres compañeros mientraspracticaban artes marciales en el Campode Marte. Al observar ahora a Lucio,Tito veía a un hombre seco y envaradoque miraba y actuaba como si la pasiónsensual fuese algo ajeno a su naturaleza;resultaba difícil creer que él mismohubiera engendrado un hijo. Aunque nohabía sido el único: Quinto había estadomuy en contra de los esponsales, y habíahecho saber a su hermano menor lo

mucho que le molestaba quereemplazase a su difunta madre unachica más joven que él, a la que veíacomo una don nadie que buscabaregodearse en la fama y la fortuna de supadre.

La mirada de Lucio pasó al final deClaudia a Tito, mientras su expresióncambiaba a una débil sonrisa,atemperada con un matiz de curiosidad,como si aquel hombre mayor dijera: «Séquién eres, pero ¿cómo eres?». Él ledevolvió la mirada de una forma tandirecta que hizo que el censor bajara lacabeza en actitud reverente, mientrasQuinto empezaba las oraciones a Júpiter

y Juno, el dios y la diosa principales delpanteón romano. Tito, con un ruegosilencioso a Honos, dios del valormarcial, del honor y de la justiciamilitar, alzó la vista a las máscarasmortuorias de sus antepasados,encendidas desde detrás con titilanteslamparillas de aceite, la de su padre lamás prominente de un linaje que databade cientos de años. Sintió una oleada deorgullo, porque en su mundo la familialo era todo (era el medio por el que unhombre alcanzaba la inmortalidad) yrezó junto a la diosa del futuro,Antevorta, para que un día sus propiashazañas ensalzaran el nombre de los

Cornelio y para que, cuando susdescendientes rezaran en aquel mismoaltar ante una máscara parecida a él, lohicieran con el mismo espíritu con queél lo hacía ahora.

La primera ceremonia terminórápidamente y el grupo, guiado porQuinto, salió al atrio. Allí estabanreunidos quienes habían acudido apresentar sus respetos pero no eran de lasangre de los Cornelio, o no eran tancercanos como para ser incluidos en losrezos privados de la familia. CholónPyliades se mantenía a un lado de la filade esclavos de la familia. Había estadomuy cerca de Aulo, más incluso que

Claudia, sirviéndole como esclavopersonal en Grecia, Hispania, aquí enRoma y en Illyricum. El griego fueenviado lejos del desastre de Thralaxaspor su amo, con un codicilo para eltestamento de los Cornelio que se leeríaaquella tarde, obligación que le habíasalvado la vida. Dado lo unido quehabía estado al hombe cuya muerteestaban conmemorando, fue unadecepción que Quinto no consideraseapropiado permitir que Cholón asitiesea la ceremonia privada en el altarfamiliar. Habría sido lo adecuado paraun sirviente tan leal, pero, conociendo asu hermano como lo conocía, Tito

sospechaba que algo así, un acto de puranobleza que habría sido algo natural ensu padre, nunca se le ocurriría a Quinto.

Senadores, magistrados y soldadoscon rango de legado, tribuno y centuriónestaban allí reunidos, todos con lascabezas cubiertas y prestos a inclinarseante Quinto. También estaban presentesmiembros de la clase de los equites, asícomo representantes de las provinciasitálicas aliadas. En realidad, AuloCornelio nunca había defendido la causade los caballeros y aliados quebuscaban compartir el poder romano,aunque había tendido a escuchar susquejas sin rechazarlos de inmediato.

Otros hombres estaban allí por motivosmenos respetuosos: al ser el hombre másrico de Roma, Aulo había prestadodinero para apoyar más de una empresaespeculativa. Aquellos deudores debíanpreguntarse ahora si su hijo y herederoles exigiría unos intereses tan altos porlos préstamos.

Al ser el hijo pequeño, Tito recibíaescasas miradas de comprensión, queseguían a las dirigidas a su madrastra.Su hermano era ahora el cabeza de lafamilia de los Cornelio, y como tal, se leconcedía el respeto debido a un hombrede inmensa riqueza y gran linaje, alguienque seguramente con el tiempo se alzaría

para ser poderoso en la tierra.El grupo del funeral salió a la calle

para ser recibido por algún que otrogrito, pero sobre todo por un murmulloreverencial que provenía de quienesllenaban las calles, y aquello continuómientras descendían de la colinaPalatina, en un trayecto que los llevabapor la Vía Sacra hasta la puertaQuerquetulana. Fuera de aquella puerta,en la muralla Serviana, se había erigidoun sarcófago que recogía por escrito, enunos bajorrelieves esculpidos enmármol, las hazañas del granMacedónico, lugar apropiado sólo porser aquella la puerta que emplearía un

general triunfante que hubiera recibidopermiso para conducir a sus victoriosaslegiones dentro de la ciudad. Detrás deQuinto iban dos sacerdotes del templode Apolo que llevaban una segundamáscara mortuoria y un pequeño cofresobre un cojín.

La máscara era similar que la quehabía sobre el altar, de un granparecido, tomado de una de las muchasestatuas del héroe que se habíanesculpido. El cofre tendría que habercontenido las cenizas de Aulo, peroestas habían sido pisoteadas junto con elpolvo en Thralaxas, mientras lasvictoriosas legiones comandadas por

Vegecio Flámino perseguían a los restosde las fuerzas rebeldes hacia el sur através de aquel mismo desfiladero, trasderrotar a su ejército principal. En sulugar contenía tierra de aquel lugar,traída por Cholón, que sería colocada enel sarcófago, pues en alguna parte deella habría una partícula de los huesosmachacados de Aulo CornelioMacedónico, mezclada con ceniza de laempalizada de madera a la que él habíaprendido fuego justo antes de morir, asícomo restos de los hombres a su cargo.

Junto a aquel sarcófago había unmonumento conmemorativo cuadrado ymás pequeño, coronado por una columna

puntiaguda, con una lista de los nombresde los legionarios que habían muertocon él. Encargado y pagado por Claudia,ella sabía que se trataba de algo que sudifunto marido habría aprobado, habíasido un hombre al que le gustaba aclararque por muy competente que fuera comocomandante, sólo era tan bueno comolos hombres a sus órdenes. Tito yCholón se detuvieron junto almonumento para leer la lista dehombres, cuyas familias sabrían cuandose leyese el testamento, que el generalque los había conducido a la muerte nohabía olvidado a sus familiares.

Los afligidos se reunieron en torno

al sarcófago, un rectángulo con unapesada piedra plana encima y un panel acada lado que describía alguna faceta dela vida de Aulo, situado en un caminoentre las murallas de la ciudad y la VíaTusculana, para que cada viajero queentrara y saliera de Roma pudieramaravillarse ante sus hazañas. Susservicios como cónsul y magistrado semostraban en uno de los paneles máspequeños, y en el opuesto, la medida desu riqueza, representada por abundantegrano y esclavos que trabajaban duro.Los dos paneles más grandes se habíanreservado para sus hazañas marciales; elque se veía desde la Vía Tusculana

estaba dedicado a su mayor logro, laderrota de Perseo, el rey macedonio:mostraba a aquel monarca encadenadotras el carro del victorioso Aulo, asícomo la enorme cantidad de botín quehabía llegado con el triunfo. Y en laúltima parte del panel, Perseoarrodillado y Aulo detrás de él, tirandocon fuerza de la cuerda con la queestrangulaba a su cautivo real.

Lucio Falerio Nerva permanecióligeramente distante al principio,mientras observaba de nuevo no laceremonia, sino a quienes a ellaasistían: Cholón, el esclavo personalgriego, con su piel tersa, su cabello bien

cuidado y su belleza afeminada; Quinto,todo gravitas y pomposidad, un hombrea medio hacer que Lucio sabía quetendría que cultivar; Tito, tan parecidoen lo físico y en lo moral a su padre, quepodría ser tanto una bendición como unproblema, por lo que tendría que esperary ver. Después estaba la dama Claudia,ahora una viuda que se acercaba a lostreinta años, aún notablemente bella. SiAulo había sido un tonto al casarse conella, Lucio sospechaba que no sería elúltimo, pues el paso de los años y suposición le habían dado presencia ybelleza. Sonrió, aunque no por Claudia,sino por el conocimiento que tenía sobre

ella y su difunto marido.Años atrás, cuando niños, Aulo

Cornelio y él se habían hecho unjuramento de sangre que los obligaba acuidar uno del otro en tiempos denecesidad y a ayudarse en laprosecución de sus carreras, pero Aulohabía fallado a la hora de apoyar aLucio en un momento en que debía estarpresente: en el nacimiento del hijo deLucio, Marcelo, la noche del festival deLupercalia. Peor aún, con el edificiocompleto del imperio en peligro, habíasido necesario un acto impío, laextirpación sangrienta de un tribuno dela plebe, para proteger aquel imperium.

Entre toda la gente, Lucio buscó a Aulopara que lo respaldara; su amigo deinfancia no había cumplido susobligaciones ni había ofrecido unaexplicación por aquella falta, levantandoasí la sospecha de que lejos de serpartidario de la facción que Luciolideraba, la de los optimates, se habíaunido a las filas de sus enemigos, lospopulares. Aquello era malo, pero notan problemático como lo que vino acontinuación: delante del Senado alcompleto, tras haber defendido a Luciode una acusación de asesinato, Aulo sehabía declarado a continuaciónindependiente de toda facción. Había

abandonado a Lucio y la causa patriciajusto en el momento en que su apoyo eravital para el éxito.

Enfadado y herido, Lucio habíapermitido que se infiltrara un espía encasa de los Cornelio (de hecho, elesclavo aún estaba allí) con el objetivode asegurarse de que Aulo era unenemigo pasivo y no activo. Thoas, unnúmida alto y atractivo, se habíaemparejado con la esclava personal deClaudia, situándose así muy cerca delcentro de la familia y aún más cerca dela propia dama, y resultó que era ella laclave del misterio de que Aulo hubierafaltado a las oraciones en el nacimiento

de su hijo. Había llevado varios añosdescubrirlo, pero al fin había aflorado laverdad, y ahora estaba escrita en unrollo que Lucio mantenía bajo llave ensu caja fuerte, y si bien exculpaba aAulo de toda sospecha de conspiración,en nada servía para aumentar la estimaque tenía por él el hombre al que habíafallado.

En la campaña de Hispania, Claudiahabía sido capturada por los rebeldesceltíberos. Cuando la encontraron, trasdos temporadas de campaña, estabaencinta y era evidente que Aulo no era elpadre. Sin duda había sido el juguete desus captores, que la habían usado y

habían abusado de ella a voluntad, yaunque él no era un hombre sensual, elpensamiento le produjo, como en elpasado, cierta pulsación de la sangre enlas entrañas, mientras la imaginabatomada una y otra vez contra suvoluntad, quizá por varios participantes.Ella debió de haber sido un premio tal,con sólo diecisiete años y tan atractiva,que él asumió que quien hubieseengendrado a su bastardo habría sido delos estratos más altos en la sociedadtribal, quizá un caudillo.

Daba lo mismo. Aulo, que tendríaque haberla matado nada más verla,había rechazado prescindir de ella, y la

misma noche que nació Marcelo, habíasupervisado un nacimiento secreto enuna villa desierta de las colinasAlbanas, antes de tomar al niño yabandonarlo en un lugar donde su muerteera segura. Lucio tuvo que reprimir unpensamiento que le habría hecho reír envoz alta de haberlo seguido. Estabaevocando otro panel esculpido para elsarcófago, uno que mostraría al granMacedónico adornado con un par decuernos, como un cornudo.

Tito se había desplazado al otrolado de la tumba mientras los sacerdotescomenzaban sus plegarias, previas alsacrificio de una cabra, para mirar el

panel que representaba aquella campañaibérica, además de la heroica muerte desu padre en Illyricum. Lucio Falerio seunió a él allí para examinar aquellasmismas imágenes, curioso y un pocoatribulado al notar en el cuello delhombre que Aulo había combatido enIberia un adorno, que en una inspecciónmás cuidadosa parecía un águila alvuelo. De pie junto a Tito, no pudoevitar una alusión tanto a aquello como asu portador.

—Breno, el caudillo de losduncanes.

—¿Has visto el adorno?—No. Sólo he oído hablar de él por

cien bocas diferentes. Nadie mencionaal hombre sin hacer referencia a sutalismán.

Lucio movió la cabeza, como si algooscuro se hubiese aclarado.

—Tu padre me habló bastante malde Breno después de su primerencuentro, y por los dioses que loodiaba. Dijo que ese hombre era lamayor amenaza para Roma desdeAníbal.

—Juzgo, por tu tono, que no estabasde acuerdo con él.

—Pensé que estaba obsesionado.—Entonces, yo también debo de

estarlo.

—He leído todos los informesllegados de Hispania estos últimos tresaños, Tito. Son, cuando menos,alarmistas, y sé que has intervenido enla recopilación de muchos de ellos. Selos mostré a Aulo antes de que partierapara Illyricum y él apoyaba todo lo quedecías.

—Mi padre no exageraba ni yotampoco. Breno es una grave amenazapara Roma.

Lucio hizo un gesto deincertidumbre; no quería mostrarabiertamente su desacuerdo con el jovenen un día semejante y en aquelescenario.

—Soy lo bastante aprensivo comopara asegurar que sé lo que estátramando ese tipo. Le espíanconstantemente, como bien sabes.

Tito estuvo tentado de insistir en queel Senado debería hacer más, pero noera el lugar para hablar de aquella formaal hombre que dirigía Roma. Eraprobable que Breno fuera una amenazamayor que la que Lucio pudieraentender: el censor no había combatidocon aquel hombre, y, tanto Tito como supadre, lo habían hecho en diferentesmomentos. Aquel druida de las islas delnorte difundía un mensaje que, de serpuesto en práctica, lo haría, de hecho,

mucho más peligroso que Aníbal, y supropio nombre ya era una advertencia.Otro Breno, a la cabeza de una granconfederación céltica, había asoladoGrecia y quemado media ciudad deRoma cientos de años antes. Su tocayoestaba decidido a reunir esa mismaconfederación, con la intención no dequemar parcialmente la ciudad, sino dedestruir todo el imperio. La esculturadel sarcófago lo mostraba derrotado,aunque Breno no lo estaba ni de lejos.Sí, había perdido una campaña, habíasido aplastado por Aulo, pero aquellono parecía haber hecho más queinspirarle para continuar. En todo caso,

ahora era más poderoso que lo quehabía sido en los años anteriores.

—Me encontré con Breno en miúltima acción, justo antes de que se meinformara de la muerte de mi padre.

—Ah, ¿sí? —respondió Lucio medioausente, con los ojos fijos todavía en laescultura y, más en concreto, en eladorno del águila de su cuello.

—Dirigió una partida de asaltodentro del área que está bajo mi mando.El idiota de un centurión, que deberíahaberlo sabido mejor, los persiguió conuna cohorte completa hasta las colinas,ignorando las órdenes estrictas de evitaralgo semejante. Los atrapó en un

desfiladero del que no había forma deescapar. Les cortaron la mano derecha atodos los soldados y nos los enviaron devuelta.

—¿Y el centurión?—Breno lo descuartizó ante mis

ojos.—Esa cosa que lleva al cuello, ¿qué

piensas de ella?¿Qué le pasaba a la voz de Lucio?

Tito no podía identificar aquel tono,pero carecía de la seguridad con la queel censor se había expresado antes.

—Es una especie de talismán. Mehan contado que proviene del templo deApolo en Delfos, que lo tomó su tocayo

cuando saqueó Grecia, y que lo llevapor causa de una profecía.

Hubo un temblor evidente en la vozde Lucio cuando repitió la palabra.

—¿Profecía?—Se dice que algún día un hombre

que llevará eso al cuello se levantará enel templo de Júpiter Máximo, y que esehombre habrá conquistado la ciudad deRoma.

Todo lo que Tito notó fue laagitación en la voz, Lucio miraba contanta intensidad al sarcófago que nopodía verle la cara. Si hubiera podido,habría sentido curiosidad, porque susemblante estaba palidísimo, y detrás de

él había una mente confundida y uncorazón que latía demasiado deprisacomo para confortarla. De niños, Lucioy Aulo hicieron una visita ilícita a unasibila; mal hecho, porque era algo nopermitido a los niños. Justo en esemomento, Lucio estaba recordando losacontecimientos de aquella noche: elterrorífico hedor de la húmeda cueva,los huesos de criaturas muertas a suspies, que hacía más espantosos aún laluz indiferente de las teas, el rostrooscuro y arrugado de la vieja brujaadivina que no se había dejado engañarpor sus vestimentas de adulto robadas.Los había reconocido por lo que eran, si

bien les había hecho una profecía queabarcaba sus futuros en conjunto, yaquellas palabras se grabaron a fuego enel cerebro de Lucio…

Uno someterá a un poderosoenemigo, el otro, luchará para salvarel prestigio de Roma.

Ninguno alcanzará su objetivo.Mirad hacia arriba si os atrevéis,

aunque lo que teméis no puede volar.Ambos os enfrentaréis a ello antes

de morir.La sibila, sin rastro alguno de tinta o

cálamo, había dibujado en un pedazo depapiro un águila al vuelo de color rojosangre, antes de arrojárselo a Lucio.

Mientras entonaba aquellas palabras, ysin ningún signo de contacto físico, eldibujo había estallado en llamas en sumano. Por mucho que intentó reírse deaquello, la profecía aún afectaba aLucio, incluso había preguntado aquienes volvían de Illyricum para ver sihabía alguna señal de águilas enrelación con la muerte de Aulo, y ahorahabía una aquí, delante de sus ojos. Elcensor levantó una mano y tocó la fríapiedra del sarcófago para enderezarse.Sintió el brazo de Tito sobre el suyo yoyó, a través de la afluencia de sangre asu cabeza, las palabras que dijo eljoven.

—¿Estás bien, eminencia?Lucio movió sin fuerza su otra mano.

¿Qué podía hacerle un águila esculpidaen piedra? No podía morir ahora, sutrabajo estaba inconcluso. La profecíaera falsa, se había convencido de ello enel pasado y ahora debía aferrarse a suescepticismo. Los adivinos eran de pocaconfianza, las profecías enunciadascomo acertijos eran demasiado oscurascomo para reivindicar su absolutacerteza.

—Estoy bien, estoy bien, Tito. Sólome sobrecoge lo trágico de la ocasión.Tu padre y yo fuimos amigos durantetoda nuestra vida, desde la infancia

hasta que éramos hombres adultos conhijos propios. ¿Acaso es sorprendenteque me afecte el dolor?

Tito tuvo que esforzarse pormantener el rostro serio para escondersus dudas. A Lucio Falerio no se lehabía dado el apodo de Nerva sin unarazón: era un hombre de emociones deacero, y no del tipo de los que sedesmayan junto a un sepulcro. Lucio,que mantenía su rostro escondido, serecordaba que aquel Breno no habíamatado a Aulo, que había sido derrotadopor este. La profecía era una simplecháchara, inventada por la sibila parajustificar sus honorarios. Despacio,

mientras razonaba estos pensamientos,los latidos de su corazón aminoraron yel color volvió a su rostro. Aun así,sintió que debía decir algo para distraeral joven que estaba a su lado.

—Puede que tu padre y tú, TitoCornelio, tuvierais una idea sobre laamenaza de ese Breno más clara que laque tenemos en Roma. Tendré cuidadocon eso.

También Claudia Cornelia habíaexaminado aquellos paneles esculpidos,aunque muchas más veces que Lucio,pues había influido en los dibujos apartir de los que se habían esculpido.Había sido ella quien recordó a Quinto

el amuleto del águila que llevaba Breno,del que también él había oído hablar,pero que no había visto. Cuando ellasugirió que se incluyera, el rostro delhijo mayor de Aulo hizo un gesto deprofunda curiosidad, aunque su interésinquisitivo no fue correspondido:Claudia no contaría a nadie la verdad.Al recordar a Aulo, había sentido denuevo aquella ternura que siempre sintiópor un hombre al que con propiedad sepodía calificar como bueno. Lospensamientos sobre la manera en que lehabía fallado como esposa le pesaban,pero al menos sabía que había muertoignorando la verdad, que había muerto

pensando que el niño que ella habíaconcebido en Hispania había sido elresultado de una violación.

Ahora estaba mirando a Tito y aLucio desde el otro lado del sarcófago,mientras se preguntaba por laconversación que había hecho que elhombre mayor pareciera enfermo. Sihubiera caído muerto allí mismo, ellahabría tenido que fingir lástima: si bienno odiaba a aquel hombre, tampoco legustaba. Para ella, él había abusado desu amistad con Aulo, y su marido, al serel hombre que era, había mantenido unalealtad que no había sido recíproca.Lucio y ella se habían enfrentado en el

pasado cuando ella buscaba pincharlocon la verdad: que era un mentirosoretorcido y un camarada en quien no sepodía confiar.

La necesidad de prestar atención alos rituales hizo que todos los presentesse concentraran. Se hicieron sacrificiosy la sangre de los animales se derramóen una cascada que tiñó la tierra a lospies de los sacerdotes. La mayoría habíainclinado la cabeza, pero no Cholón. Elgriego lloraba y quería que todo elmundo supiera lo mucho que amaba yechaba de menos a su amo. El hombreque estaba a su lado, el centurión reciénretirado Didio Flaco, que también se

había salvado de morir en Thralaxascuando Aulo le ordenó que partiera,estaba verdaderamente avergonzado.

—¡Contente, hombre! —le bufó.—No puedo.—Llorar es cosa de mujeres, no de

hombres.Con los ojos enrojecidos e

hinchados, Cholón miró de soslayo aDidio Flaco. Su corto cabello grisacerado, su tez morena y sus cicatriceseran características que delataban suocupación. Flaco había estado en laslegiones durante veinte años, y Cholón yél habían visto, a lo lejos y por lamañana temprano, el humo del fuego que

había consumido los cuerpos de Aulo ylos legionarios que quedaban. Cholónrecordó que aquel hombre se habíaquedado de piedra entonces, por lossoldados de su propia centuria.

—Los hombres pueden llorar ylamentarse si quieren. Quizá te refieres aque no es cosa de soldados.

—Yo ya no soy un soldado,compadre —soltó Flaco—, y bien puedoacabar pobre si las cosas no cambianpronto. Tenía esperanzas de que el viejoMacedónico solucionara aquello y mecargara de botín, pero no pudo,¿verdad?

Aquello ofendió profundamente al

griego: ser capaz de asistir a tan tristecelebración y permanecer con los ojossecos era una cosa, y otra muy distintaera ser tan insensible como parapreocuparse de los propios asuntos.

—He oído —añadió Flaco mientrasseñalaba el otro monumento, máspequeño— que el general dejó algo dedinero para sus hombres.

—Sólo para los que cayeron.—¿Y qué bien le va a hacer eso a

los muertos?Cholón se alejó, pues no quería

escuchar palabras semejantes, peroFlaco apenas se dio cuenta. Estabamirando las imágenes esculpidas del

triunfo macedónico: Aulo subido en sucarro con una corona de hojas de laurel;detrás de él, unos esclavos encadenadosllevaban tinajas llenas de oro. Mientras,se preguntaba si algún día, como lehabía asegurado siempre cada uno delos adivinos a los que había consultado,le llegaría una riqueza semejante. Habíaestado muy cerca de la abundancia enIllyricum, pero se la habían arrancadode las manos y acordarse de aquelloaumentaba su irritación.

Su humor no había mejorado alvolver a casa de los Cornelio, porque,como caminaba muy por detrás deQuinto, Flaco estaba demasiado lejos

para conseguir ninguna de las monedasque aquel estaba arrojando a la multitud.No es que hubiera oro allí, como muchosería cobre, aunque al menos obtuvo unconsuelo al entrar en la casa. Loinvitaron a una comida decente de lasque no podía permitirse. Con cuidadopara asegurarse de que nadie estabamirando, Flaco hurtó toda la comida quepudo y bebió todo el vino que lossirvientes estuvieron dispuestos a serviren su copa, así que, para cuando semarchó, tenía en la boca el regusto quele hacía querer seguir bebiendo.

Lo que bebió en la taberna vecina nise acercaba a la calidad de lo que había

tomado en la casa de los Cornelios, perolo que le faltaba en gusto lo compensabaen fuerza, por lo que Flaco estaba tanintoxicado como para hacer algo quenormalmente evitaba hacer, empezó acontar sus experiencias en el combate yal dirigir una centuria del ejércitoromano. Los que bebían a su ladoescuchaban sus historias con respeto,pero cuando estuvo borracho del todo ygolpeaba la mesa con su puño mientrasintentaba convencerlos de que habíaestado a un palmo de una fortunainefable, de hecho, un carro lleno deoro, que una vida regalada se le habíaescapado de entre los dedos por la

estupidez de un legionario llamadoClodio Terencio, la atención se disipó.Para cuando empezó a contar laenigmática profecía que tantas veceshabía oído, que decía que de cualquiermanera sería rico, ya estaba hablandosolo.

—Un aura dorada, eso es lo que dijoaquel hombre, lo que significa granriqueza. Llegará algún día, recordad mispalabras, y cuando llegue encontrarémejor compañía para compartir un tragoque vosotros, caraculos. Eso seguro.

Por suerte, estaba farfullando parasí; cualquiera que hubiese estadobastante cerca de sus desvaríos de

borracho le habría oído confesar elasesinato de un viejo adivino ilirio,entre las maldiciones con las quecondenaba al hombre por haberexpirado sin contarle la verdad sobre sufuturo en lenguaje comprensible.

En el tablinium de la casa de losCornelio, donde Aulo había conducidotodos sus negocios una vez, un Quintocada vez más enfadado estaba leyendoel testamento. Cholón oyó las palabrasque le daban la libertad y aunque sabíaqué venía a continuación, volvió a versedesbordado por la emoción. No era lamanumisión lo que enfurecía a Quinto,sino el dinero: una suma considerable

era legada al griego de forma que, enlibertad, estuviera más que acomodado.La fortuna que ya se le había entregado ala dama Claudia no se podía recuperar ytambién a Tito le dejaba una cantidadsuficiente como para evitar quenecesitara mendigar a su hermano porcausa de su sustento material. Pero, porencima de todo, estaba la donación a losfamiliares de los que habían muerto enThralaxas, dispuesta en un codicilo queCholón habría traído de Illyricum. Alprincipio, Quinto cuestionó su veracidady, una vez convencido de que había quecumplir sus términos, se quejó de que élquedaría arruinado. Era una tontería, por

supuesto, como observó Claudia.—Mi querido Quinto, tan sólo dejas

de ser el hombre más rico de Roma. Meatrevo a decir que tu padre tenía fe enque te ganaras ese honor por tus propiosméritos.

El largo día acabó cuando cada unode los Cornelio se retiró a sushabitaciones para ocultar suspensamientos. Quinto se llevó consigouna lista de los numerosos deudores desu padre y la revisaba para ver a quiénpodría forzar a que pagara enseguida.Tito visitó el altar de la familia por elcamino y, en privado, rindió homenaje ala memoria de su padre, a sabiendas de

que se había sentido impresionado porél cuando vivía y, ahora que estabamuerto, lo sentía aún más. Cholón fue alos aposentos de los esclavos por últimavez para llorar hasta caer dormido.Mañana tendría que buscar un lugar paravivir, no podía soportar la idea dehabitar bajo un tejado cuyo propietarioera Quinto Cornelio.

Claudia, atendida por su doncellaCalista, se preparó para ir a la cama,segura de que no dormiría. Tendida,miraría al techo y se preguntaría, pormilésima vez, sobre el pequeñín decabello rojizo, su niño querido, hijo delcaudillo celta Breno, que Aulo y Cholón

le habían arrebatado justo después de sunacimiento y al que habían abandonado.El misterio era dónde, sólo sabía quehabían partido a caballo y que no habíanvuelto hasta el alba del día siguiente.Tumbada en la oscuridad, imaginaríabosques sombríos y depredadoreshambrientos que se alimentaban delcuerpecito, que aún vivía y gritaba,ensoñaciones que eran pesadillas, y sumente siempre regresaría al amuleto quehabía enrollado en el pie del bebé con laesperanza de que alguien lo encontraray, al darse cuenta de que por lo menosuno de sus padres era rico y sepreocupaba por él, lo criara hasta que

fuera un hombre.De oro sólido, con la forma de un

águila en vuelo, con las extendidas alasgrabadas con delicadeza, antaño habíacolgado alrededor del cuello del únicohombre al que había amado de verdad:el padre del niño, Breno.

Capítulo Dos

A Piscio Dabo no le gustaba Áquila yno le gustaba tener que poner un techosobre su cabeza, en especial desde quese veía forzado a admitir, un día trasotro, que el muchacho, al que habíaintentado domar, había luchado contra élhasta llegar al empate. No se habíandado golpes, pero sí hubo puñetazos consus propios hijos, en concreto con suhijo mayor, Anio, aunque por aquellamisma razón: el rechazo de Áquila atrabajar en los campos. Anio, que ya

vestía ropa de adulto, era dos añosmayor que Áquila, pero entre ellos nohabía diferencia de altura ni decomplexión, como tampoco la había ensu predisposición a pelearse. Así queera un enfrentamiento igualado, hastaque el otro hijo de Dabo intervenía encontra de Áquila y lo superaban ennúmero.

Rufurio, el segundo hijo de Dabo,que en un principio tenía las mismasganas de golpear a Áquila que losdemás, últimamente mostraba unamarcada resistencia a tomar parte, ysólo se sumaba cuando era amenazadoen persona, y aquello, unido a la

creciente fuerza de Áquila, hizo que laspalizas se convirtieran con rapidez enalgo del pasado. El objeto de todaaquella ira no era que no desearatrabajar, siempre y cuando la tarea seajustara a él y a su destreza con lastrampas y la caza. Eso y su habilidadpara pescar con las manos significabaque contribuía al caldero más de lo quenunca hubiera podido con el trabajo enel campo. Con comida robada porsupuesto, y el capataz de Barbino lohubiera despellejado vivo si hubieraencontrado al culpable, pero Dabo noestaba robando y tampoco era reacio adisponer de comida gratis en su mesa,

así que hacía la vista gorda sobre suprocedencia.

Cuando no estaba de caza, Áquilatrabajaba feliz cerca de la villa:alimentaba a las gallinas y a los cerdos,o cortaba leña para el fuego, otra fuentede conflicto, dado que la proximidadimplicaba que podía comer cuandoquisiera y servirse agua del pozo,mientras los otros trabajaban bajo uncalor ardiente sin más comida o aguaque la que pudieran llevar. Y enaquellos tiempos, gracias a laprosperidad de su padre tenían quetrabajar a bastante distancia de la casa.

El perro era un auténtico problema,

los propios chuchos de Dabo le teníanterror, y bajaban sus rabos y gemían sise acercaba. Áquila había reaccionadocon enfado la primera vez que Dabosugirió que encadenaran a Minca, y dejóclaro que el perro y él saldrían por lapuerta a la primera oportunidad. Larotunda negativa del muchacho a que lousaran como un trabajador más de lagranja sólo podría cambiarse con unbuen tirón de orejas, pero, con aquelperro suelto, tendría que dárselo alguienvaliente. Aquel enorme animal negro ypardo, que se quedaba sentado cuandolos chicos de Dabo peleaban conÁquila, descubría los dientes sólo con

que el hombre se acercase. Dabo nisiquiera podía matar a aquella malditacosa: sabía que, de hacerlo, sería aÁquila a quien tendría que encadenar. Elmuchacho tenía una lanza escondida enalgún sitio y, el día que había muertoFúlmina y Dabo sacó al chico de losbosques, ya había aprendido que Áquilasabía cómo usarla. La había clavado enun árbol justo al lado de la cabeza deDabo, y él supo, por la mirada de losojos del chico, que había errado elblanco deliberadamente.

Sus propios hijos no lo podíanentender: a menudo, su padre se quejabaante ellos de Áquila, pero era

curiosamente reacio a hacer o decirnada al culpable. No podían saber quecada vez que el muchacho lo enfurecía,tenía una visión en la que Áquila corríaa la ciudad más cercana y contaba lahistoria de su vida en esta granja y conel hombre que era el dueño, lo quepodía conducir a que un recaudador deimpuestos llamara a su puerta. Y esodetenía la mano y el látigo que usabacon tanta liberalidad contra su prole.Por lo que atañía al Estado romano,Piscio Dabo estaba sirviendo con laslegiones en Illyricum, y el hecho de quela persona que estuviera prestandoservicio no fuera otra que Clodio

Terencio, padre adoptivo de Áquila, erala causa de la mencionada inquietud.

Habían cambiado sus posicionesporque Clodio estaba arruinado, era unjornalero sin tierra, lo que lo eximía delservicio. A Dabo le iba bien, lo que lehizo caer en la trampa, porque el Estadoromano sólo confiaba para su defensa enquienes tuvieran propiedades. Unhombre que había perdido su tierra (yClodio había perdido la suya a causa desu servicio en las legiones) no podía sercandidato al dilectus. Dabo habíaconservado su propia granja tan sóloporque su padre se había ocupado deella mientras él servía como soldado.

Así que el empobrecido Clodio, querecibía el subsidio en grano, habíaquedado exento de la llamada a filas, noasí el granjero Piscio Dabo, que podíaalimentar a su familia. Daba lo mismoque sus hijos fuesen demasiado jóvenespara encargarse del lugar mientras élestuviera fuera; daba lo mismo que loscampos se echaran a perder porque él noestuviera allí para ocuparse de ellos.Roma se había engrandecido por losgranjeros que luchaban, se mantendríagrande de la misma manera. Trasemborrachar a Clodio y repasar su vida,que estaba lejos de ser perfecta,recordaron, con un vino rosado, la

época en que ambos habían sidosoldados y Dabo lo persuadió para quese alistara con su nombre.

Los legionarios en servicio estabanexentos de los impuestos sobre la tierra,así que todo el tiempo que Clodio sirvióen lugar de Dabo, este no había pagadoni un as de bronce al legado local,gracias a lo cual había disfrutado de unmayor grado de prosperidad. Uno de susvecinos, que había marchado a luchar enla misma legión que Clodio, habíadejado a su mujer y dos niños paraencargarse de su terreno. El hijo mayor,principal sostén de la granja, habíamuerto de una gripe, así que el lugar se

estaba arruinando. Todo lo que senecesitaba era que una cosa más fuesemal y la mujer se vería forzada adeshacerse de la tierra antes de que sumarido pudiese volver a casa yarreglase aquello. Así que el «buenvecino» Dabo intervino y la sobornó alirresistible precio de recogerle gratis sucosecha y añadirle la mitad de la suya.Ahora era dueño de tres granjas; con unamás, Dabo tendría al fin suficiente tierracomo para realizar su sueño y pasar derecoger la cosecha a criar ganado.Empezaría con poco, pues ya tenía unbuen número de cerdos, pero podíahacer una auténtica fortuna con la

crianza de ovejas, auténticas monedasde cobre y plata, en lugar del sistemacasi totalmente de trueque en el queahora andaba metido.

Un recaudador de impuestos quebuscara ahora deudas de hacía diez añoslo arruinaría, pues se había excedido enlos gastos, al ocuparse de convertir suhumilde hogar en algo que se pareciesea una verdadera villa, acorde con elestatus al que aspiraba: el futuroganadero había comprometido lapequeña cantidad de dinero real quetendría que pagar por eso. Ahora eradifícil de imaginar, entre toda lainmundicia y escombros y polvo que

había en cada cuarto de la parte vieja dela casa, pero el sueño de Dabo era viviry morir como un caballero de verdad, uncaballero con una renta de cien milsestercios. La ganadería lo haríaposible; no todo de una vez, sino con eltiempo, pues con dinero de verdadpodría pasar de las semillas al pasto ydespués comprar un lote más depropiedades de vecinos que seesforzaban por sobrevivir.

El hecho de que el servicio deClodio hubiese durado diez años habíasorprendido tanto a Dabo como sin dudahabría enfurecido a su viejo compañero.Habían llegado noticias de que, tras

algunas grandes batallas sangrientas, lacampaña de Illyricum había terminado.La Décima Legión regresaría a Italiapara ser licenciada y con ella, Clodio,así que Dabo sólo tenía que esperar unpar de meses más y quedaría libre de lacarga de su contrato. No tenía sentidoenfrentarse a nadie a estas alturas, asíque, pese al gran enfado de su oprimidadescendencia, y con cierto coste para lapresión de su propia sangre, dejaba queÁquila hiciera tanto como le viniera engana.

—Mira a ese hijo de puta —se decíaal espiar al muchacho que charlaba conlos dos ladrones malnacidos que estaban

colocando los maderos que sustentaríansu nuevo tejado. Áquila, con suscabellos dorados flotando en la brisa,removía con un palo largo un cubo dealquitrán puesto al fuego, manteniéndololo suficientemente fluido como paracubrir la madera—. Lo que daría por sercapaz de molerle la espalda a palos aese vago cabrón. Trabaja para losextraños, pero no mueve un dedo por elhombre que lo alimenta.

Áquila disfrutaba al ayudar a los dosconstructores que una vez, como Clodio,habían sido pequeños granjeros, puesambos habían sido soldados y eranfelices al hablar de ello. Como

legionarios, habían hechoconstrucciones para el ejército romanoen muchas provincias remotas; ahora,construían para clientes como Dabo,pero se alegraban al contestar laspreguntas sobre su servicio de un joventan dispuesto a trabajar sin paga.

—Encontrar el sitio para uncampamento no es fácil —dijo Balbo, altiempo que se quitaba su gorro de cueroy enjugaba el sudor de la frente de sugran cabeza—. Para empezar, necesitasun terreno alto. Ojo, que no se puedeedificar en cualquier colina vieja,aunque la mitad de los generales delejército romano no parecen darse cuenta

de esto.—¡Generales! —Melio, su pequeño

y fibroso compañero, escupió al deciraquello, mientras torcía el gesto conodio. No le gustaban los superiores deninguna clase, e insistía acerca de susrazones—. Te matan, te mutilan o teconvierten en un mendigo.

Áquila avivó el carbón de debajodel horno para mantener al máximo elcalor. Minca, con más sentido en un díacaluroso, había encontrado un rincónfresco de tierra húmeda en el ladosombreado del pozo. Allí tumbado, conla lengua colgando, observaba cómo seesforzaba Áquila junto al fuego.

—Esa colina sería un buen sitio —dijo el chico mientras señalaba unasuave elevación que dominaba el terrenoentre la Vía Apia y los pies de lasmontañas. Mantenía su otra manolevantada para protegerse el rostro delintenso calor.

—Seguro que sí —replicó Balbo—,pero, ¿qué pasa con el agua? Ha de tenersu propio suministro de agua si es que seva a estar allí más de una noche, y tieneque fluir lo suficiente como parallevarse la mierda de la legión. Eso eslo más importante. Es mejor construir enun terreno llano con agua que hacersecon una colina seca como un hueso.

Después, se necesitan vías claras deasalto de las que puedas defenderte, y noquerrás que la línea natural de ataqueprovenga del este, porque con lasprimeras luces de un día claro tuenemigo podría avanzar hacia ti sin servisto.

Melio interrumpió para señalar ungrupo de árboles que habría que talar.

—Y después los utilizas paralevantar una empalizada que detenga aesos cabrones si atacan.

—¿Alguna vez os atacaron?—Más de una vez, hombre —el

flacucho Melio hinchó su pecho—. Hecortado la cabeza a hombres que

intentaban pasar por encima de nuestrasmurallas, y eran los únicos que nohabían recibido lanzadas antes de llegartan lejos. No podría decir el número deveces que este Balbo y yo no teníamosmás que nuestros escudos, nuestrasespadas y un compañero a nuestraizquierda para enfrentarnos a laperdición.

—Me gustaría oírlo.—Primero el trabajo, muchacho —

dijo Balbo—, después podemos pasar alas historietas.

Áquila era como cualquier chico desu edad, soñaba con la gloria, y seimaginaba a menudo a la cabeza de un

gran ejército que cargaba contra unenemigo fiero y bárbaro, y lo hacíaretroceder por su puro coraje personal.No tenía nada que ver con laspredicciones que le había hechoFúlmina, que le prometió aquellomismo: por lo común estaban relegadasal fondo de su mente y sólo eranrecordadas cuando tocaba porcasualidad el amuleto de cuero de subrazo derecho. Ahora, rebozado enpolvo de la cabeza a los pies, la visiónera diferente. Se vio de pie en la cimade una colina, con un plano en la mesaque tenía delante, mientras dirigía a loslegionarios que construían la fortaleza

más inexpugnable que el mundo hubieravisto nunca. Hombres como Balbo yMelio exclamarían sorprendidos ante supericia técnica y se maravillarían por elnúmero de sus innovaciones. Y alzaríansus espadas para saludar al héroe.

Claudia había sentido auténticopesar al oír las noticias sobre la muertede Aulo, y lloró muchísimo, lo que lehabía valido miradas recelosas, tanto deQuinto, como de Cholón, pues ambosestaban al corriente de las frías manerascon las que ella le había tratado cuandoestaba vivo. Ella no se habría rebajadoa intentar explicarse y sabía que, en elfuturo, cuando alguien hablase de

nobleza, sus pensamientos se volveríanhacia él. Pero también sentía alivio porél, y por la carga que soportaba alamarla a ella: Aulo había muerto enbatalla, así que, al fin, su espíritudescansaría en paz.

Fue angustioso escuchar una vez másla descripción de los acontecimientosque se había dado a la familia. Cholónfue sometido a un riguroso interrogatorioporque había estado allí y habíaobservado, en persona, las acciones deVegecio Flámino, y si se iba a haceralgo contra aquel hombre, losprocedimientos tendrían que iniciarseantes de que el triunfante general, que

esperaba fuera de la ciudad con suslegiones, entrase en Roma. Tito poseíauna franqueza bastante más austera ymilitar, que le evitaba ver el efecto quesus preguntas tenían en el sensiblerogriego.

—Por favor, Tito —dijo Claudia,que había visto el pecho agitado y habíaoído la respiración jadeante de Cholón,mientras este intentaba reprimir suslágrimas—. ¿No puedes ver la angustiaque estás causando?

El sonido que hizo Quinto fuebastante más elocuente, la simple ideade que un esclavo, aunque ahora fueralibre, pudiera tener sentimientos que

mereciesen consideración era ajena a él.Tras darse cuenta, Tito se acercó arodear con un brazo los hombros deCholón, preguntándose por qué el griegolanzaba una mirada tan envenenada a sumadrastra. Después de todo, ella habíaintervenido para protegerlo.

—Hermano —ladró Quinto, sinintentar esconder su impaciencia—.Hemos de visitar a Lucio Falerio. Nodeberíamos retrasarnos.

—Me han dicho que suele haceresperar a la gente, Quinto —dijoClaudia con un brillo malicioso en losojos—. Tu padre lo mencionó más deuna vez.

—Sólo es a causa del trabajo quehace en favor de la República, mi dama.

—Cierto, si bien tiene una visiónmuy peculiar sobre cómo deberían serlas cosas.

Quinto le lanzó una mirada queexpresaba que ella, como mujer, apenaspodía entender cosas semejantes. Indicóa Tito que lo siguiera y Cholón, que noquería quedarse solo con Claudia, saliódetrás de ellos.

—La muerte de vuestro padre hasido un golpe a toda la República.Tendremos que esperar mucho tiempopara ver a alguien como él.

Quinto Cornelio movió la cabeza

para indicar que estaba de acuerdo conLucio Falerio Nerva, pero no añadiónada a la conmiseración del hombremayor. Puede que su anfitrión fuesedelgado como un arbolillo, pero susvivaces ojos de color avellanadesmentían cualquier idea de quepudiese estar débil, y el apretón demanos que había dado a los dos hijos deAulo cuando entraron en su casa nocarecía de fuerza física.

—Trabajó en favor de Roma sinpensar en su propio bienestar.

Tito, que permanecía en pie a unlado, tenía la impresión de que Luciohablaba de sí mismo, no sobre su difunto

padre, al tiempo que se preguntaba porqué habían sido convocados allí suhermano y él. ¡Seguramente el senador,que hacía gala de una amistad tan íntimacon Aulo, no se habría sentido rebajadosi hubiera ido a visitarlos!

El hombre mayor se dio la vueltapara incluir a Tito en su siguienteafirmación.

—Los dos echaréis en falta susconsejos, ¿verdad? —los hermanosmurmuraron su asentimiento, mientrasLucio, asintiendo solemne, posaba unadelicada mano en el hombro de Quinto—. Esta es la razón por la que os heconvocado aquí. Puesto que vuestro

padre se ha ido, quisiera ofreceros, ensu lugar, mi humilde apoyo. El caminoque lleva a la prominencia está plagadode fosas para los incautos. No traiciononinguna confianza al decir que el mismoAulo dependía de mis consejos.

Lucio dio media vuelta con los ojosfijos en Quinto, de una forma queexcluía a Tito, mientras su tono de vozcambiaba y asumía un matiz más duroque antes.

—Después de todo, fui yo quien leconsiguió sus dos últimos puestos enHispania e Illyricum, igual que lo apoyéen otros tiempos y renuncié a misderechos como cónsul senior cuando

servimos juntos, para que así pudieraasumir el mando en Macedonia.

Tito experimentó las primeras levessensaciones de rencor y luchó paramantenerse en silencio y que así sussentimientos permanecieran ocultos. Eralo suficientemente adulto como para veren su padre algo más que un héroe,consciente, como cualquier hijo debíaserlo, de que había cometido errores;pero seguía siendo un modelo para élcomparado con este hombre, que, si sehacía caso de los rumores, se habíarebajado hasta el asesinato paraalcanzar sus fines políticos. Ahora, porel tono de su voz, Lucio parecía querer

decir que Aulo Cornelio no hubiera sidonada sin su ayuda.

Para Tito fue casi una sorpresahablar, las palabras parecían salir de suboca sin su intervención.

—Estoy seguro de que mi padreestaba agradecido en su justa medidapor la ayuda que recibió de sus muchosamigos. Ellos deberían disfrutar por elconocimiento de haber depositado suconfianza en uno de los hombres máscapaces de Roma.

El hombre mayor volvió su miradapenetrante hacia el más joven de losCornelio. Tito tenía la estatura y lacomplexión de su padre, así como sus

mismos rasgos: el cabello negro yespeso del joven Aulo, una nariz recta yprominente, y el tipo de frente quedenotaba tanto inteligencia comodignitas natural.

—Agradecido en su justa medida —dijo Lucio, mientras hacía vibrar laspalabras en su boca, como si lasestuviera saboreando. Entonces volvió allevar su atención a Quinto, se acercó aél y le puso una mano en el hombro—.Ya he dicho que admiraba a vuestropadre. No insistiré más en este punto,pues sólo envilecería el sentimiento. Porencima de todas las cosas, Aulo era unhombre práctico.

Incluso el rostro inexpresivo deQuinto parpadeó de golpe por la maneraen que Lucio había usado la palabra«práctico», pero no dijo nada para nointerrumpir: la importancia del hombreque tenía agarrado su hombro descartabacualquier comentario.

—El foro romano no era su hogarnatural. Por ejemplo, no estoy seguro deque siempre comprendiese laimportancia de la lealtad patricia. Aveces era difícil verlo como lo quedecía ser, un miembro de los optimates.

Lucio notó el gesto indignado en elrostro de Quinto y se giró de pronto,como si supiera que hablaría el más

joven de los dos, mientras levantaba sumano como una orden para quepermaneciera en silencio. Fue más labuena educación que el respeto lo quehizo que Tito se mordiera la lengua.

—Me expreso de una manera pobre.Pocas veces he conocido a un hombremás honesto que Aulo Cornelio, incapazde ningún subterfugio —se detuvo unmomento y después esbozó una finasonrisa—. Lo que es una desventaja enpolítica. Cuando hablo de lealtad, no merefiero al sentido personal. Me refiero ala adhesión a un objetivo mayor, esdecir, la seguridad de la República.Aulo sirvió a Roma en el campo de

batalla, y no dudo de que sus hijosprestarán el mismo servicio a su ciudad,pero él también era necesario en Roma.Hay tantos enemigos en la ciudad comolos hay en las fronteras. Os pedí quevinierais a verme hoy para poder estarseguro de que comprendíais lanaturaleza de vuestra herencia.

Ahora volvía a hablar sólo conQuinto, y excluía de nuevo a Tito, perolo hacía a propósito: las palabras queempleó únicamente se podían dirigir alnuevo cabeza de familia de losCornelio. Todas las responsabilidadesde la familia recaían en los hombros deQuinto, incluso la de dar los primeros

pasos para llevar a Vegecio Fláminoante la justicia.

—Pero, lo que es más importanteque eso, quiero sustituirlo. Soisherederos de una gran fortuna y de unnombre aún más ilustre. Con el tiempo,ambos asumiréis vuestro puesto en elSenado. Después de eso, conorientación, podréis llegar a convertirosen cónsules. Quiero que tengáis éxito yespero que me apoyéis en la defensa detodo lo que es sagrado, y que aprendáisel arte de la política a mi lado.

Quinto volvió a bajar la cabeza y,por fin, habló.

—Soy tuyo para lo que ordenes,

señor.Lucio ignoró el ceño fruncido de

Tito y dio unas palmaditas en la espaldade su hermano mayor.

—Me llenas el corazón de alegría aldecir eso, jovencito.

Tito saludaba con la cabeza a laspersonas con las que se cruzaban, quequerían saludar a los hermanos y, comovestían de luto, expresarles en silenciosus condolencias. Quinto no parecíadarse cuenta, pues caminaba a grandeszancadas por la calle, con la mentepuesta en el futuro lejano. No era unsecreto que ansiaba un alto cargo, queanhelaba servir como cónsul. La vida

entera de Quinto se había encaminado aesa única y suprema meta. Su hermanodecidió que debía devolverlo a la tierraal recordar las malas formas con que loshabían tratado.

—Tendría que haber ido él avisitarnos y haber presentado susrespetos a nuestra madrastra.

—Cállate, Tito.—¿No estás de acuerdo?Quinto se detuvo y se encaró con su

hermano.—¿Y qué si no lo estoy? ¿Tengo que

decirle al hombre más poderoso deRoma que le faltan modales?

—¡Creo que padre habría

encontrado una manera sutil dedecírselo!

—Hay un mundo de diferencia.Tenían la misma edad y fueron amigosdurante años.

—Razón de más para que LucioFalerio nos visitara.

Quinto frunció el ceño.—Eres igual que padre, ¿sabes?,

estás ciego ante la realidad. LucioFalerio no visita a nadie.

—Por eso tú estás a punto de unirtea su círculo de lameculos —soltó Tito.

—No te atrevas a dirigirte a mí deesa manera otra vez, hermano. He derecordarte que ahora soy yo el cabeza de

la familia y como tal, tengoresponsabilidades, una de las cuales esintentar ascender.

Tito era consciente de que habíallegado demasiado lejos: el ascenso desu hermano daba derecho a Quinto a sertratado con un grado de respeto, yaunque no podía rebajarse a pedirledisculpas, se forzó, sin embargo, ahablar en un tono más mesurado.

—Lo sé, Quinto, y aun así teaconsejaría que tuvieras cuidado… —Tito vio la mirada furiosa en los ojos desu hermano y habló con rapidez paraevitarlo—. Tengo tanto interés como túen el bienestar de la familia. Te rogaría

que te hicieras una pregunta. Si tantovalora Lucio Falerio la memoria depadre y nuestro futuro, ¿cómo es quevisitarnos está más allá de su dignidad?¿No será que, en realidad, no consideraque estas dos cosas merezcan la pena?

—Si un hombre como ese me ofrecesu buena posición, no lo rechazaré,como tampoco lo haría nuestro padre.

Tito habló con cuidado para quitarlehierro a sus palabras, mientras agarrabacon suavidad el brazo de Quinto.

—Padre era un igual para esehombre, no su cliente. No te aferres aLucio Falerio con más firmeza de lo queél lo hizo.

En respuesta, Quinto liberó su brazoy se adelantó.

Capítulo Tres

Marcelo Falerio sintió que su brazoderecho se entumecía, pero fue bastanterápido como para cambiar la vara a suotra mano, al tiempo que agachaba lacabeza para esquivar el siguiente golpe.Su oponente había avanzado para atacar,con la pierna adelantada flexionada paraafirmar el movimiento hacia delante.Marcelo describió un arco hacia arribacon su vara y la detuvo justo al hacercontacto con la bolsa de cuero encimade la ingle expuesta; después lanzó una

cuidadosa estocada. Cayo Trebonio dejócaer su arma y agarró sus genitales, másalarmado que herido, mientras hablabasin resuello.

—Fue un accidente, Marcelo.—No lo fue.—¡De verdad!Marcelo le dio otra estocada.—No mientas, Cayo. Nunca mientas.

Eres romano, recuérdalo.—Será una virgen Vestal si sigues

pinchándole ahí —dijo Publio Calvino.Su hermano gemelo, Cneo Calvino,

también habló.—Marcelo tiene razón.—Venga, Cneo —dijo Trebonio

desdeñoso—. Lámele las botas.En vez de eso, Cneo comenzó a

frotar con vigor el brazo derecho deMarcelo.

—¿Te ha dolido?—No —mintió él, pues le escocía

mucho. Cayo Trebonio le habíagolpeado con todas sus fuerzas,totalmente en contra de las reglas deljuego, si bien Marcelo se maldecía porhaber dejado el brazo al descubierto.

—¿Por qué siempre haces trampas,Trebonio? —preguntó Cneo.

—Es cosa de familia —gritó Publio,que había recogido la vara caída.

—¡Publio! —soltó Marcelo—. Cayo

está de luto por su abuelo, quien terecuerdo que murió como debe morir unromano.

El chico al que se refería se crecióentonces con orgullo, el relato de lamuerte de su abuelo a manos de losrebeldes ilirios era casi tan sugerentecomo el de Aulo Cornelio. Se habíaenfrentado a los hombres que loasesinaron como tenía que hacer unprocónsul romano, rebosante de orgulloe indiferencia, con nada más en susmanos que el hacha y los haces queindicaban el poderío del imperiumromano.

Publio torció el gesto.

—Puede que oficialmente, peroapuesto a que en realidad él piensa en locerca que está de las arcas de la familia.

—Da igual. Deberías haberlopensado, era obvio que los comentariossobre su familia no iban a serbienvenidos en ningún momento, peromenos ahora. Pido a los dioses quenunca me insultes a mí de esa forma.

Marcelo se dio la vuelta y se fueindignado por el campo; sus botaslevantaban nubecillas de polvo. Cneocorrió detrás de él y Publio suspiró.

—Ahí va, Trebonio. El gilipollasmás estirado de toda Roma.

Cayo Trebonio rio.

—Hablando de gilipollas, ¿creesque esas botas son lo único que le lametu hermano?

Publio levantó su vara y golpeó confuerza a Trebonio en la ingle. Cuandoeste se dobló, le puso la vara en elcuello.

—El problema de Marcelo es que esdemasiado blando. Pone la otra mejilla.Si me hubieras golpeado a mí como lediste a él, te hubiera arrancado lacabeza, y no me refiero a la que tienessobre los hombros. Te haría gritar igualque esa horrible hermana que tienes.

—Pax! —baló Trebonio.Publio alzó el palo y le azotó las

nalgas.—Vamos, que si no Timeón, nuestro

grande y glorioso maestro, te dará unadocena de estos.

El barullo de los niños que volvíandistrajo un momento a Lucio e hizo quese preguntara si un comportamiento tanbullicioso debía permitirse. Se habíadado cuenta de que Timeón, el tutor quehabía adquirido para enseñar a Marceloy a los hijos de sus vecinos, era menosestricto últimamente, desde el momentoen que vieron que su hijo le daba ungolpe detrás de la oreja al griego. Elchico había recibido una contundentepaliza por la infracción, pero aquello

había sido una solución a medias, no sepodía permitir interferir en los estrictosmétodos del pedagogo, que en el pasadohabía empleado con vigorosaregularidad un sarmiento. Comprar aTimeón le había costado una fortuna, ysi se estaba ablandando y nodisciplinaba lo suficiente a los chicos asu cargo (cuyos padres pagaban unabuena suma a Lucio por compartir susservicios), habría que venderlo yreemplazarlo. Había una sola manera deeducar y formar a un romano, y era conrigor, pero decidió dejar pasar lo quepodía oír, no ayudaría a la autoridad deTimeón que él interviniera.

Puede que fuera el documento quetenía delante lo que suavizó su naturaldesaprobación de aquella alegríajuvenil. Tras muchos años y unacuidadosa disposición, tenía en su manoel documento que transfería lapropiedad de dos enormes granjas enSicilia, la última parte de su tierra queestaba a más de un día de viaje desdeRoma. Ya nunca más se requeriría de élque pensara en examinar las cuentas y enorganizar distantes plantaciones ysistemas de irrigación. No es quehubiera estado en Sicilia, su abuelohabía adquirido aquellos dos terrenos enuna distribución de tierra cartaginesa

intervenida después de la SegundaGuerra Púnica. Muy extensas y difícilesde gestionar, en cualquier caso habíansido un sumidero para sus finanzas másque una fuente de ingresos, pues surendimiento era tan bajo que habíanecesitado de algún subterfugio paraconseguir un buen precio de sucomprador, Casio Barbino.

Al ser deficitarias, Lucio no queríaadmitir la auténtica razón por la quehabía obtenido un pago más alto por supropiedad de lo que en realidad estabajustificado. Casio Barbino había tenidosus razones para ofrecer un precio tanalto: quería asegurarse de que el censor

no lo eliminara de la lista senatorial ytenía motivos, puesto que era un sibarita,un hombre rico dedicado abiertamente alcomercio, que observaba las leyes sobreel lujo que censuraban el consumoexcesivo, más para infringirlas que pararespetar su espíritu. Por encima de todo,aquel tipo buscaba medrar, a pesarincluso de que nunca habíadesempeñado ningún cargo del cursushonorum, por lo que la generosidad conun hombre poderoso como Lucio FalerioNerva podía resultar provechosa.

Había sido un negocio en absolutoplacentero; de hecho, fue un signo de lostiempos en que vivían que Lucio llegara

siquiera a plantearse hacer negocios conun hombre semejante. Había visitado aBarbino en su finca ganadera, cercana ala pequeña población de Aprilium, encompañía de su hijo, esto último paraevitar ser visto en ningún tipo de tratocon aquel tipo, algo que hubiera puesto atrabajar las lenguas de Roma. Tan sóloel lujo de la villa de aquel hombre fuesuficiente para disgustar a Lucio, pero lamanera descarada en que Barbino habíaintentado sobornarlo con obsequios,primero con unos leopardosdomesticados, después al regalarle unajoven esclava, había hecho que lerechinaran los dientes. Como había

devuelto el primer regalo que le habíaofrecido, se había visto obligado aaceptar el segundo, las buenas manerasasí lo exigían, pero se había encargadode que la chica nunca entrara en su casa.La había enviado a una granja entreRoma y el puerto de Ostia.

Su administrador entró en silencio y,sin distraerle, dejó sobre su escritorio laúltima pila de informes recién llegadosde las provincias más alejadas de laRepública. Lucio dejó a un lado elcontrato de venta y se volvió con avidezpara leerlos. Ahora Illyricum estaba enpaz, su gobierno había pasado a manosde otro Flámino, en parte como

reconocimiento de su éxito al convertir aVegecio, antaño un enemigo político, encliente suyo, si bien uno reacio. Bienguardada en su cercana caja fuerte, teníala correspondencia privada que AuloCornelio, jefe de la comisióninvestigadora, le había enviado,informes suficientes como para ver aVegecio desposeído de algo más que suasiento senatorial; de hecho, eran tancondenatorios que podrían suponer suimpugnación, que lo condenaran porladrón y que lo arrojaran desnudo desdela roca Tarpeya.

Recordó el rostro del hombre alleerlos en su campamento legionario a

las afueras de Roma, fofo, como sucuerpo, por el exceso en el vino y lacomida, de forma que dentro de suarmadura de soldado parecía un bufónen lugar de un general. Lucio también leaclaró que conocía la verdad sobre lamanera en que Vegecio había dejadomorir a Aulo Cornelio y a sus hombres,le aclaró que su buena voluntad era loúnico que se interponía entre el exgobernador y la impugnación. VegecioFlámino lo había entendido con unaceleridad que mostraba su verdaderocarácter desvergonzado, mientrasacatara la línea de los Falerio y apoyaraa los optimates en la institución,

aquellas cartas permanecerían bajollave. En cuanto se apartase de esto,serían puestas a disposición del público.

Aquel permiso no sólo bloqueaba aVegecio Flámino, sino también a lafacción de la que era miembro dirigente,un grupo de senadores que causabanproblemas al coquetear con laoposición, gente que tenía que sersobornada de continuo para que aquelcoqueteo no derivara en auténticosproblemas. Tras neutralizarlos, ahoraLucio Falerio tenía la clase de poder enel Senado que aseguraba que cualquiervoto proveniente de la cámara seguiríacasi con certeza el camino que él

quisiera. Cerca de diez años habíacostado reparar totalmente el dañoproducido cuando Aulo Corneliodesertó de su lado, y la lástima era quetuviese que consentir en otorgar untriunfo a un hombre al que considerabauna babosa, un hombre al que, bajo lamás elemental de las inspecciones, se ledenegaría aquella recompensa. Habríaquienes, sin duda, querrían que seprocesara a Vegecio, y podrían balar,pero no tenían evidencia alguna, puessólo él las tenía.

Con toda la satisfacción que habíasentido en el momento de mostrarle aVegecio Flámino la correspondencia

secreta de Aulo, había sentido unapunzada de culpa, además del dolor porla amistad que Aulo y él habíandisfrutado en el pasado. Desde lainfancia habían sido inseparables, unainsólita pareja para muchos: Aulo tanbien dotado físicamente, y él, de menorcomplexión, con una lengua cortante enlugar de una espada afilada. Sí, habíaservido como soldado, y aunque aquellohabía estado lejos de ser una desgracia,no había supuesto para él lo mismo quepara Aulo, un campo para lo que Luciodeseaba que fueran sus talentosnaturales. Estos los había encontrado enotros ámbitos: no en la batalla ni en el

mando, sino en el suministro y el apoyo.Las legiones a las que estuvo vinculadosiempre estaban mejor equipadas ymejor alimentadas que cualquier otra,tanto entonces como ahora, y por causade esto podía reivindicar, aunque fueraotro el comandante real, haber sidoautor parcial de sus éxitos.

Antes del asesinato de TiberioLivonio, tribuno de la plebe, tenía enAulo a un hombre con el que podíacompartir sus pensamientos ypreocupaciones más íntimas, e inclusoahora le dolía admitir que echaba muchode menos aquello. Algún día, Marcelose convertiría en su confidente, pero era

aún demasiado joven. Tan poderosocomo era, Lucio sabía que no teníainmunidad contra las dificultades. Si noera manejado con propiedad, QuintoCornelio podría convertirse fácilmenteen un foco de disensión. Tendría quehacerle ver dónde residía su verdaderointerés: no en la persecución de VegecioFlámino, sino en la lealtad a sus igualespatricios. Fue grato observar que el hijomayor de Aulo mostraba signos deentenderlo, prueba de que tenía mejoraprecio por sus obligaciones que sudifunto padre.

El honesto Aulo Cornelio, que sehabía sentado en aquella misma

habitación y le había hecho jurar que erainocente de asesinato. ¿Hubiera podido,acaso, admitir que había contratado alos matones que apuñalaron y mutilarona Tiberio Livonio, un tribuno cuyapersona se suponía que era inviolable?No, no hubiera podido, lo mismo que nopodría admitir ante ningún ser vivo queel hijo que tanto apreciaba no era suyo,sino fruto de una relación entre sudifunta esposa y su propio esclavopersonal, un hombre llamado Ragas,quien, gracias a su fortaleza física y aque era un púgil excelente, habíaprotegido a Lucio en las calles de unaciudad en la que la violencia era

habitual. Aquel era su secreto, y sólosuyo, sus matones se habían ocupado deaquel esclavo la misma noche que sehabían ocupado de Tiberio Livonio. Fueuna ventaja imprevista que su esposa,una mujer a la que había llegado adespreciar por su descarada infidelidad,tras dar a luz a Marcelo, hubierafallecido la misma noche delnacimiento.

Tres muertes muy necesarias en unasola noche, el festival de Lupercalia. Elasesinato del tribuno de la plebe habíaresultado esencial para detener la mareade reformas que aquel hombre proponía:extender la ciudadanía a los aliados

italianos de Roma, cambiar la estructuradel voto en los Comitia de forma queminaría el mandato senatorial; todo ellopara disminuir el poder de losoptimates. Aún peor era la idea depermitir a los equites el derecho aasistir a los juicios en los tribunales. Laclase de los caballeros haría uso de esepoder con un único propósito: ir encontra de los patricios cuyas familiashabían conducido a Roma a la grandezaque ahora disfrutaba. Los imperios,como sabía Lucio, eran frágiles. Hubomuchos en el pasado y habían caído,para su mente por una única razón: elpoder del Estado se había diluido de tal

manera que las luchas políticasintestinas reemplazaron un gobiernocentral firme.

Con un respingo, Lucio se dio cuentade que había dejado a su mente vagar,pensar en cosas pasadas e inalterables.Importaba el ahora, no ayer o el díaanterior, así que volvió a los otrosrollos que componían los informes. Elsenador constructor de carreteras,Licinio Domicio, estaba ocupado conlas últimas secciones del camino querecorrería todo el trayecto desde Romaa Iberia, y que, por lo tanto, ayudaría amantener aquella provincia bajo control.Estaba experimentando ciertas

dificultades al construir, en un puntocercano al delta, un puente sobre el granrío que corría hacia el sur desde losAlpes hasta la ciudad griega deMassalia, necesitaría más tiempo,esclavos y dinero. Había un indicio dealboroto en la frontera con Numidia,donde los hijos de un rey aliadocompetían por la sucesión y causabanproblemas, pero la costa jónica erapróspera y estaba en paz, igual que todaGrecia. Estaba la molestia habitual delas tribus alpinas al norte del río Po, enla Galia Cisalpina, pero el mayorproblema era, continuaba siendo,Hispania, y en particular el caudillo

llamado Breno.Resultaba revelador que, en aquellos

últimos diez años, aquel nombre hubieraaparecido en los asuntos tanto delEstado como de su propia vida, primerocuando había leído los primerosinformes de Aulo desde Hispania,cuando, tras sorprender a las legionesdesperdigadas durante una marcha,aquel hombre había estado cerca deganar una importante batalla. Lamodestia con la que su viejo amigo leexplicó cómo había dominado unasituación desesperada permanecía aúnvívida en su mente; por ejemplo, nohabía hecho mención alguna de la

captura de Claudia. Pese a lasadvertencias de Aulo, que continuarondespués de aquella campaña, Lucio loveía como un enemigo derrotado, si bienno muerto, y se había aventurado tantocomo para calificar a aquel hombre depulga. Pero estaba empezando a darsecuenta de que aquel caudillo habíacrecido hasta convertirse, primero, en untábano de dolorosa picadura, antes deque una metamorfosis de su poder lovolviera una araña desarrollada ypeligrosa.

Era alarmante cuánto sabía Romasobre Breno: no de dónde venía conprecisión o por qué, sino qué había

conseguido desde su primera apariciónen la frontera romana. Contra todadificultad y experiencia previa, habíaunido a las tribus que vivían junto aRoma y así había estado muy cerca deconvertirlas en un ejército victorioso.Derrotado por Aulo, el hombre se habíaretirado al oeste, primero a las tierrasde los lusitanos, que rodeaban el granmar exterior, y una vez que lo obligarona marcharse de allí, a otras áreastribales, mientras hacía uso, en todomomento, de su posición de druida.Aquello le ganaba hospitalidad yconfianza en cada hogar, confianza de laque él abusaba al intentar apartar a los

guerreros más jóvenes de la lealtad a losmayores de su tribu.

Por fin dio con los duncanes, unatribu en declive, y allí se quedó comocompañero del viejo caudillo,Vertogani, un hombre muy dado a tresserios vicios: la bebida, la fanfarroneríay la procreación sin límite. El hombre,que una vez había sido un gran guerrero,era ya anciano y se encontrabadebilitado por sus pasiones. Tambiénhabía engendrado demasiados hijos queansiaban sucederle, cada uno de loscuales había recibido parte de las tierrasde la tribu como feudo propio. Aquelloshijos no sólo disputaban entre ellos, sino

que buscaban alianzas con caudillosvecinos, una insensatez, pues estosvecinos sólo iban detrás de una cosa: elterritorio de los duncanes. A más de undescendiente, engañado por aquellosque se habían declarado sus amigos,tuvieron que permitirle volver al redilfamiliar y perdonarle por su estupidez.

Sólo después se hizo evidente quelas debilidades que esto creaba, enespecial la rivalidad para suceder aVertogani, fueron los factores queatrajeron a Breno, aquellas y laubicación de la fortaleza de las tribus.Numancia era un lugar fortificado por lanaturaleza, en lo alto de un acantilado

con vistas a la confluencia de dos ríos.Con la intención de ganar control detodo aquello, Breno había abandonadosus votos druídicos de celibato, se habíacasado con la hija favorita de Vertoganiy, después, procedió a asesinar a todoslos hijos del hombre que fueran tanincautos como para ponerse a sualcance. El hijo más sabio, al ver que supadre era esclavo de este intruso, y condeseos de seguir vivo, partió antes deque Vertogani muriese, para convertirseen la fuente de mucha de la informaciónque había adquirido Roma.

En primer lugar, Breno habíarecuperado tierra que se había perdido,

antes de reducir a las tribus vecinas a laclientela, en lugar de la rivalidad.Mientras su autoridad se extendía, él seconvirtió en la fuerza dominante delinterior y, al mismo tiempo, la fortalezade Numancia se fue haciendo más y másformidable. Breno, ahora caudilloindiscutible de los duncanes, habíaañadido un anillo fortificado tras otro asus defensas. Según los informes, noconfiaba mucho en el paisaje. Se habíanexcavado grandes zanjas frente a lasparedes del acantilado para doblar asíla altura de la ascensión, las murallas sehabían prolongado hacia arriba conmaderas, para formar un armazón lleno

de piedras sueltas, y detrás de estas, selevantaban grandes bastiones de tierra,de forma que Numancia eraimpermeable a los ataques con fuego.

El área central, hogar sagrado de latribu original, se había mantenidodespejado para que funcionase comolugar de culto y reunión. El pequeñotemplo de madera, dedicado al dios dela Tierra, Dagda, guardaba los tesorosde la tribu, que habían aumentado,parecía ser, gracias a los esfuerzos delnuevo caudillo. Los griegos quecomerciaban con Breno hablaban deobjetos de oro y plata engarzados conpiedras preciosas, que se sacaban en

todos los festivales de la fe celta y secolocaban alrededor del altar, unapiedra circular alzada sobre elmanantial, que fluía gorgoteante de latierra y proporcionaba una fuente deagua que no podía taponarse desde elexterior. Breno preveía un asedio, puesprestaba tanta atención a los cultivoscomo a sus murallas. Nómadas hastahacía poco, los celtas eran dados a criarganado en detrimento de otrosproductos; él los puso a arar la tierrapara sembrar trigo, y hacía trabajar tantoa los hombres como a las mujeres.Habían excavado grandes depósitos enla formidable roca con la intención de

almacenar el grano que sería necesariopara resistir un ataque.

Su esposa, Cara, era sin duda fértil,pues daba a luz cada año, y a pesar deque él se había deshecho de los hijos yherederos del liderazgo de la tribu, suesposa tenía una sarta de primos ysobrinos, así que su hogar personalhabía crecido al incluir a los miembrosmasculinos de aquella extensa familia,que actuaban como sus guardaespaldas.Lucio dejó de leer por un momentomientras su mente daba vueltas a unaidea. Breno era peligroso de verdad:animaba a otras tribus a la revuelta, lasrespaldaba con hombres y después

interrumpía su apoyo para lainsurrección en cuanto los romanosreunían sus fuerzas para oponerse a ella.Aquello dejaba a sus aliados aldescubierto. Incluso los lusitanos, hastaentonces cuidadosos de no molestar aRoma, se habían dedicado a lanzarincursiones piratas a ambos lados de lasColumnas de Hércules con sus pequeñasgaleras. Con su fuerza y su localización,aquello era algo a lo que Romaencontraba difícil responder.

Quizá la forma de lidiar con Brenofuese emular su propio ascenso enimportancia, alentar a otro miembromasculino de la tribu a que lo

suplantara, mediante engaños o a lafuerza. Lucio esperaba poco de losdemás caudillos. Aquellas tribus máscercanas a él que no estaban en realidadbajo su yugo, lo trataban con respeto,incluso aunque no reconocieran suliderazgo. Los mismos hombres quedaban información sobre los duncanes aRoma, servían a estos como espías desus vecinos. En cualquier caso, losinformes que salían de aquelloscampamentos eran aún más concretos.Breno era dado a predecir que algún díasucumbirían a él no por miedo, sino porrespeto.

Masugori, caudillo de una tribu que

había firmado la paz con Roma y lamantenía, era bastante sincero acerca delos propósitos de su vecino. El caudillode los duncanes proclamaba que todo loque necesitaba era un ejército romanocon un general tan estúpido y avariciosocomo para aventurarse más allá de loslímites del poderío latino. Una vez quehubieran sido atraídos a la amenazanteinmensidad interior de altas mesetas yvalles profundos, Breno podríainfligirles cierto daño. Dejad que lafama y la riqueza de Numancia seextienda por toda la península Ibérica;dejad que se sepa que hay otro poder tangrande como la República romana.

Apartó a un lado el rollo con unalúgubre sonrisa, todo lo que habíaintentado Breno para desatar una guerrahabía fracasado. A él debía de parecerleuna torpeza, pero era algo bastanteopuesto: para un Imperio que tenía eltiempo de su lado, era un sólido sentidotáctico. Sí, Roma combatiría con lastribus más cercanas a ellos en respuestaa los ataques que él iniciaba, y lasreduciría hasta que su única esperanzade supervivencia fuese pedir la paz,pero no iría tierra adentro para atacarlea él ni a ninguna de las otras fortalezasde las colinas, como Pallentia, algo queellos se verían forzados a interpretar

como una amenaza a suscomunicaciones. El pensamiento quehabía tenido antes, ahora tomó plenaforma: ante la ausencia de un enemigocontra el que luchar, dejarían que elpueblo de Numancia, con un ligeroestímulo por parte de Roma, se dedicasea las intrigas dirigidas a la única fuentede poder, ¡el propio Breno!

Aquella era la forma de tratar con él.

Capítulo Cuatro

Didio Flaco odiaba que le hicieranesperar, aun a pesar de que toda unavida como soldado lo habíaacostumbrado a algo semejante. No teníaelección: como centurión retirado, eratan bueno como pesada su bolsa, y élandaba bastante escaso de los fondosque necesitaba para instalarse con elestilo al que aspiraba. Tenía dinerosuficiente, acumulado en los saqueos ydepredaciones que había impuesto a sussubordinados legionarios, como cuando

les cobraba por licenciarse, para tenerun apartamento en lo alto de un edificiode viviendas, pero tendría que tomarvino peleón y poca comida si quería quele durase el dinero. No podía soportaraquella idea, o aún peor, la de volver ala granja de provincias de la que habíasalido hacía todos aquellos años paraser soldado. Podía regresar a laprovincia de Illyricum y montar algúntipo de negocio, pero tampoco aquellole atraía, en especial porque podíanhacerle preguntas sobre el recientefallecimiento de aquel viejo adivino, dequien había sido el último visitante.

Flaco maldijo en silencio a aquel

hombre porque sus agonizantes palabrasno le habían traído la paz. Aún tenía unaprofecía en forma de acertijo, una quehabía obtenido de más de un adivino.Quería creerlos con toda su voluntad,pero después de que la profecía casi secumpliera al sur de Thralaxas, era presade más dudas incluso que las que habíaabrigado con anterioridad. ¡Ay, lo quepodría hacer con algo de dinero! Teníael ojo puesto en una vivienda a pie decalle o en un primer piso, con ingresossuficientes como para vivir conpropiedad y vestir bien, una posiciónque le permitiría conseguir una jovenesposa romana. Puede que la persona a

la que había ido a ver pudiera ayudarle,al fin y al cabo, antaño habían servidojuntos como soldados y habían sidocompañeros, si bien aquel hombre habíasido su superior. Así que se sentó en laantesala de la casa de Casio Barbino, ala espera de que el hombre lo llamara.

A su alrededor podía ver la pruebade una gran riqueza: sólo el espacio, enuna ciudad tan abarrotada como Roma,era evidencia de aquella, sin contar lasestatuas y los muebles. El suelo delatrio, al otro lado de la columnata querodeaba el jardín, mostraba unintrincado patrón de mosaicos quedebían de haberle costado una fortuna a

Casio Barbino. Incluso la copa quesostenía en su mano, que le habíaentregado un joven esclavo, pulcro yapuesto, era el tipo de artículo quedeseaba robar cuando era soldado. Todoel lugar tenía aroma a helenismo, a lujogriego y a exceso. El viejo centurión,que no había conocido más que elejército durante veinte años, amabaaquello y dedicó al dios Porus el deseosilencioso de que aquel tipo deabundancia que se le estaba ofreciendofuese suya algún día.

El esclavo de cuidadosa manicuravolvió a aparecer y le pidió que losiguiera, así que Flaco permaneció en

pie, copa en mano, hasta que el esclavole honró con una mirada de talcondescendencia que, pese a su edad yposición, se ruborizó, dejó la copasobre la mesa y lo siguió hasta la puertad e l tablinium. Casio Barbino no selevantó para recibirlo ni levantó lavista, concentrado como estaba en lalista de cifras de su escritorio. Flaco secontentó con mirar la calva coronilla delsenador, que, puesto que nunca salía sinsombrero, era tan blanca como elcabello que le quedaba. De Barbinodecían que era un «hombre hecho a símismo»: nacido en una familiarazonablemente acomodada de los

estratos más altos de la clase plebeya,en una colonia romana junto a la VíaApia, había cumplido sus obligacionescomo soldado, pero había abandonadocualquier deseo de ascender por elcursus honorum, y había hecho lo quemuy pocos hombres de su experiencia seatrevían antes a emprender. Se habíadedicado abiertamente al comercio,trabajando en su propio nombre en lugarde hacerlo a través de intermediarios, yno solo a la agricultura y la ganadería,que incluso el más elevado noblepatricio veía como un deber de estado.

Casio Barbino había compradobarcos y había comerciado con el este;

había asumido los impuestos por laagricultura en nombre de la República;había comprado concesiones mineras yviñedos que producían beneficios, envez de ser sólo para consumo personal,y tenía asiento en el Senado, a pesar delas normas contra miembros que sepermitían dedicarse a tales actividadesabiertamente. Cuando sus pares másestrictos lo desdeñaban por esto, él eracapaz de derrochar sus riquezas en unacena enorme y cara, en abierto desafío alas leyes contra el lujo, y mirabadivertido cómo sus compañerossenadores se rebajaban para conseguirinvitaciones a comer delicias que ellos

mismos no podían permitirse.—Vaya, vaya, Flaco —le dijo al

levantar la vista. El rostro queculminaba aquel cuerpo gordo era tersoy redondo, y la obesidad del hombre,bien alimentada y cuidada—. Tienesmuchas canas en la cabellera, pero nohas cambiado mucho.

—Tú tampoco, señor.Barbino se levantó mientras se

frotaba la prominente barriga con lasmanos.

—Tonterías, hombre. Debo de pesarel doble que cuando era soldado.

Salió de detrás de su escritorio y sedetuvo junto al centurión retirado.

Después pasó su mano por el lisoabdomen de Flaco, una mano que sedetuvo un poquito más de lo necesario.

—Qué no daría yo por una panzacomo la tuya.

—¡Si esto no cuesta nada! Una tripaplana es lo que obtienes cuando notienes nada que dar.

Barbino rio y le dio una palmada enel hombro.

—Bien dicho, Flaco. Comodemasiado y los negocios me impidenhacer todo el ejercicio que debería.Pero no estamos aquí para hablar de tufigura o de la mía, ¿verdad?

Los ojos de Flaco perdieron su

mirada severa, que fue reemplazada poruna de súplica.

—¿Has pensado en mi petición?—Sí, señor, pero no estoy seguro de

poder hacerte el favor —Flaco lo mirólevemente alicaído. Entonces, como sihubiera recordado de pronto con quiénestaba, su rostro asumió la mismamirada vacía que siempre reservabapara las conversaciones con oficiales dealto rango—. Después de todo, no eresvendedor, ¿no es así? —no era unapregunta que necesitase respuesta, asíque Flaco no respondió—. Ni tampocotienes experiencia como marino para sercapitán de uno de mis barcos.

—Creo que podría actuar comoagente tuyo en algún sitio. En Éfeso oalgo así.

—Y así, sin duda, me robarías sinque me diera cuenta —Flaco estaba apunto de protestar cuando Barbino loatajó—. Habría pensado que si alguienfuese a retirarse rico de las legiones,serías tú. Por lo cabrón avaricioso queeras.

—No tuve suerte —dijo Flaco conamargura.

El otro hombre gruñó.—Suerte. ¿Qué tiene que ver la

suerte con esto? Me atrevería a decirque has tenido bastante dinero, pero no

has sabido conservarlo. ¿Qué ha sido?¿Demasiadas visitas al burdel? ¿Eljuego?

—¿Qué más da? Pero ser uncenturión debe preparar a un hombrepara algo.

—Prepara a un hombre para muchascosas, Didio Flaco, pero no paraocupaciones que dan algo más que unsalario, y no es eso lo que andasbuscando, ¿verdad? —Flaco movió lacabeza con brusquedad mientrasBarbino volvía tras su escritorio. Sesentó allí un momento en silencio, antesde volver a levantar la vista con los ojosbrillantes—. Tengo un trabajo que hay

que hacer del que puede resultar unpellizco, un trabajo que un viejocenturión con la nariz rota podría hacermejor que la mayoría.

Barbino levantó un trozo de papelcon sus dedos gordos y maldijo un pocoen voz baja. Cuando volvió a mirarhacia Flaco, vio que el hombre estabaprácticamente en postura de firmes, ensu rostro el gesto de un soldado quebusca evitar una reprimenda.

—No te estoy insultando, Flaco. Esque he comprado los derechos de unastierras en Sicilia, una gran transacciónde tierras de hecho, y tengo que pagaruna gran suma de dinero por ellas,

mucho más de lo que valen.—No me suena a algo propio de ti.—Lo que sea por una vida tranquila,

Flaco. Uno de nuestros más elevadossenadores, un censor en activo nadamenos, sugirió que mis actividadescomerciales, por no mencionar lamanera en que gasto mi dinero, podríanconsiderarse indecorosas para unhombre de mi posición.

—¿Y eso qué significa?Barbino pareció pensativo por un

momento, pero decidió no explicar elporqué: aunque podía ser expulsado pordedicarse al comercio y por derrochar,todavía era senador. Puesto que había

estado en el ejército, Flaco debía deconocer como cualquiera la diferenciaentre las normas tal y como estabanescritas, y la manera de aplicarlas.

—Censura en el terreno del Senado.Puede que incluso la retirada del rollosenatorial, pues los actuales cónsulesestán en servicio sólo porque el hombreque me amenaza los ha puesto ahí.

—Pues no entiendo…—Le compré dos latifundios a él,

Flaco, al nobilísimo Lucio FalerioNerva. Ahora hay un hombre que no seensuciaría las manos con el comercio,pero que no renuncia a aceptar unsoborno, siempre que pueda disfrazarse

de transacción normal.—¿Entonces la tierra no tiene valor?—No es eso. Envié a alguien para

que la examinara. Es un suelo buenopara el trigo, incluso a pesar de quehayan dejado que se eche a perder. Elviejo Lucio está demasiado inmerso enla política para supervisar el lugar conpropiedad, así que es más una casa deretiro para esclavos que una auténticagranja. El problema es lo difícil queresulta hacer dinero con el trigo desdeque el precio está regulado. Se sacaprovecho, pero no lo suficiente porcómo está ahora. Lucio Falerio utilizarámi dinero para comprar algo de tierra

más cerca de Roma, donde pueda criarun poco de ganado.

—¿Y no puedes criar ganado en esatierra siciliana?

Barbino negó con la cabeza.—Hace demasiado calor para pastos

de gran tamaño. No, lo único que sepuede hacer es aumentar el rendimiento,que es donde un recio y viejo centuriónpodría resultar útil.

Flaco se puso firme de nuevo,mientras Barbino, apoyándose en lamesa, fijaba en él una intensa mirada.

—Ya sabes lo que me encantaríahacerle a ese estirado patriciomalnacido. Me ha vendido esa tierra por

el doble de lo que en realidad vale, pero¿y si pudiera incrementar el rendimientohasta sacar un beneficio de la compra?

—¡Quieres restregárselo por lasnarices!

—Eso es, Flaco. Quiero ver unasonrisa helada en la cara de ese cabrónde cuello tieso cuando le diga que yo,Casio Barbino, he sacado un beneficiode sobornarle. No parece que comamucho ahora, pero cuando acabe con él,quiero que se ponga enfermo de verdadante la visión de una hogaza de pan.Quiero ponerme en pie en el Foro ypreguntar por qué tenemos que importartanto trigo de África si yo puedo obtener

un rendimiento semejante de mipropiedad, sin olvidarme de añadir, depaso, que el honorable Lucio Faleriotenía la tierra tan cultivada antes de queyo la comprara, que ha hecho que mitarea fuese sencilla. ¿Ves la belleza detodo esto, viejo amigo? Que ese Faleriogilipollas no será capaz de decir ni dehacer nada.

—¿Y qué pinto yo en esto?Barbino le clavó una mirada agria.—¿Te refieres a qué sacas tú de

esto?—Eso también —replicó Flaco al

tiempo que le devolvía la mirada.Barbino se levantó y, con las manos

en las caderas, enderezó la espalda.—Tú quieres dinero, yo quiero

venganza. La tierra está allí, las semillasy el sol están allí, lo mismo que losesclavos. Ahora sé que no tiene elmismo rendimiento en cosecha quelogran mis otras granjas, así que te daréla cantidad para el rendimiento y teproveeré de los fondos para cualquiermejora que necesites hacer, dinero paracosas como irrigación; e incluso tefacilitaré más esclavos si puedesjustificarlos. Tienes ambos sitios portres años y cualquier aumento en losbeneficios que consigas, puedesquedártelo. Fuera de eso, todos los

ingresos de las propiedades revierten enmí.

—¿Cuánto rinden ahora?—Un millón de sestercios al año,

Flaco, la mayoría de los cuales vuelvedirecto al suelo o a la barriga de algúnesclavo. Sé que quieres tener suficientepara ser un caballero. Dobla elrendimiento de esa tierra en Sicilia ypodrás unirte a mí en el Senado.

—Saco tan poco placer de mipresencia aquí como tú —dijo Cholón.

—Necesito más tiempo —replicóQuinto.

—Si hay algo que pudieraconsiderarse como el último deseo de tu

padre al morir, sería que se pagaranesas obligaciones.

—Hablas como un abogado, Cholón—dijo Quinto con acritud—. Es obvioque ser un hombre libre te va bien.

—No pretendía ofenderte con eso,Quinto Cornelio.

—Cómo cambian las cosas, Cholón.Ahora me llamas Quinto Cornelio en vezde amo.

Cholón frunció el ceño. Las formasapropiadas de tratamiento entreciudadanos romanos le resultaban pocofamiliares.

—¿No es lo correcto?Quinto miró al griego. La sencilla

túnica que vestía cuando esclavo habíasido reemplazada por una toga azul sinadornos. Su problema no era que supadre hubiera liberado a Cholón, sinoque hubiese dejado instrucciones para elcuidado de las familias de aquellossoldados muertos con él en Thralaxas,además, instrucciones escritas. No esque le importase, Quinto sabía queCholón nunca mentiría sobre algo así.Podía negarse a pagarles de inmediato,pero un hombre que deseara avanzar enel terreno público apenas podríasoportar la idea de que una acusaciónsemejante se vinculara con su nombre.

—Me has llamado por mi nombre,

eso es todo, Cholón. No puedo olvidarque hace un par de semanas no tehubieras atrevido.

—Y yo no puedo recordar que meintimidara la perspectiva. Quizá sea másprobable que tú no te hayas sentidocomplacido.

—Oh, sí, Cholón. Mi padre nunca sehubiese molestado si lo hubierasllamado por su nombre. Uno semaravilla de que un hombre puedagastar tanta energía en ser humilde.

Cholón se molestó, no permitiría quela memoria de Aulo CornelioMacedónico fuese mancillada por nadie,ni siquiera por su hijo mayor.

—En su caso era algo que se dabasin esfuerzo, una extensión natural de sunotable personalidad.

Quinto se sintió insultado. Se pusoen pie, algo que había decidido no haceren presencia de aquel ex esclavo.

—Bueno, pues esa notablepersonalidad fue tan generosa con sulegado que voy a tener que reclamar elpago de préstamos pendientes y vendertierras y esclavos para pagarles. Ypuesto que no tengo deseos dedesprenderme de mi herencia a unprecio más bajo que el que seríaexigible, debo avanzar despacio. Asíque, me perdonarás si estas personas se

ven forzadas a esperar.—Me he ocupado de tantos como he

podido con el dinero que me dejó tupadre.

—¿Qué?Cholón sonreía al hablar con

perfecta confianza, a sabiendas de queQuinto intentaba dirigirse a él de maneracondescendiente.

—Sé que me lo reembolsarás atiempo.

Aquel fue el punto en que Quintoperdió lo estribos. Con sus oscurascejas fruncidas, intentó acallar lainsolencia que percibía.

—¡No estés tan seguro, griego!

—Sí estoy seguro. Te falta muchopara llegar a ser como tu padre, peroaún eres lo bastante hijo suyo como parapagar las deudas de la familia.

—Sal de aquí —dijo Quinto entredientes—. Déjale la cuenta de las sumasque has pagado a mi administrador.Cuando tenga suficiente parareembolsártelo, te lo haré saber.

Cholón hizo una leve inclinación decabeza y se marchó. Claudia salía de sushabitaciones justo cuando él cruzaba elatrio, y como ella se detuvo delante, élno pudo hacer lo que quería e ignorarla.Así que se detuvo, inclinó un poco lacabeza y esperó a que ella hablara. Se

miraron el uno al otro durante unossegundos antes de que ella empezara,con una irónica sonrisa.

—Sé que no te gusto, Cholón, igualque conozco las razones.

Entre toda la gente, era el griegoquien había visto la forma en que lafrialdad de Claudia tras el nacimiento desu bastardo, un niño al que él mismohabía dejado en el frío suelo para quemuriera, había afectado a su difuntoamo. Había visto también cómo era larelación entre ellos antes de que lacapturaran: feliz y táctil. Claudia sehabía vuelto de hielo desde el momentoen que ella y su marido volvieron a

reunirse, y Aulo, que se culpaba de laterrible experiencia de ella, habíasufrido cuando, para el modo de ver lascosas de Cholón, no hubiera debido.

—Entonces, parece que hay pocomás que decir, mi dama.

Claudia hizo una pausa, con laesperanza de que él dijera algo más,pero Cholón se mantenía en silencio.

—He oído voces alteradas.—Una única voz alterada.Ella volvió a sonreír.—Quinto tiene carácter.—¡Ya lo creo!—¿Te importaría contarme la causa

de la discusión?

El rostro de Cholón era como unamáscara mortuoria.

—No era una discusión, mi dama.—Parece que has adquirido la

tirantez romana con gran celeridad —contestó Claudia bruscamente—. Es unalástima que al adoptar nuestros códigosno hayas asumido también nuestrosmodales.

La réplica fue tranquila; su actitud,imperturbable.

—Sin duda los asumiré con eltiempo si pongo cuidado al elegir mismodelos.

Claudia juntó sus manos mientras surostro asumía un semblante de inquietud.

—Esto no va a funcionar, ¿verdad,Cholón?

—¿Funcionar en qué sentido, midama?

—¿Me ves como a una enemiga? —preguntó ella—. Hubo un tiempo,¿verdad?, en que herí a Aulo, y tú meodias por eso.

—Puede que las emocionesdesaparezcan en aquellos que mueren,pero tienden a permanecer en los vivos.

—Sé que Quinto anda corto dedinero. Me pregunto si sabes por qué.

—Hubiera sido descortéspreguntarle.

—Hace muchos años, su padre me

transfirió una gran parte de su riqueza —Cholón lo intentó, pero no pudo reprimirel gesto de sorpresa de su rostro—. Pordesgracia para Quinto, parece que fue laparte de las propiedades más fácil devender. Ya sabes que lo normal es queel primogénito lo herede todo, peroAulo intuía que Quinto podría ser injustoconmigo…

—Me pregunto por qué intuiría eso—dijo Cholón con frialdad.

Claudia bajó la mirada, apretó lasmanos y se estremeció ligeramente.Quinto la había encontrado el día en queterminó su cautiverio; fueron sushombres quienes mataron a los guardias

personales de Breno para liberarla.También él vio su estado, y elpensamiento de que pudiese hacersepúblico le aterraba. Ella podía recordarlo que había pensado cuando Quinto fuea buscar a su padre, pues Claudia senegaba a moverse del lugar en que lahabía encontrado. Sentada en el carro,se había planteado la posibilidad dematarse, pero el niño se revolvió porprimera vez en su vientre y descartóaquella idea. Igual que Aulo, Cholónsólo conocía la verdad a medias y,aunque ahora que era viuda sentía latentación de serle franca, sabía que aúntenía que mantener la verdad en secreto.

—Ahora tú y yo somos las únicaspersonas que sabemos lo que pasó. Soyconsciente de la consideración en quetenías a mi marido. Dudo que puedaconvencerte alguna vez de lo mucho queyo lo apreciaba…

La interrupción fue brutal.—Dudo que él buscara tu aprecio.Ella alargó la mano y agarró el

brazo de él.—Relájate, Cholón. No puedo

explicártelo y tampoco me rebajaré paraintentarlo, pero si una vez fuimosenemigos, podemos ser amigos ahora. Elrecuerdo de aquel hombre me es tanquerido como a ti.

La voz de Cholón se quebró en unaespecie de sollozo.

—¡No puedo creerlo!Claudia lo agarró con más fuerza

cuando vio que bajaba la cabeza.—¿Con quién vas a hablar? ¿Con

quién puedes compartir tu pasado concierto nivel de comprensión?, o es quevas a estar hablando siempre conextraños sobre la grandeza del hombreal que amabas, aun sabiendo que ellosno te creen, que piensan que tan sólo teestás aprovechando de la sombra de unhombre famoso. Puedes hablar conmigo.Sé lo mucho qué el valía.

La ira volvió a aparecer.

—¿De verdad lo sabes?—Diez veces más que yo, si no cien.

Le hice más daño que ningún ser vivo,pero le pedí que me dejara —Cholón lamiró a los ojos en busca de la verdad—.Aulo se negó. En cierto modo, él mismose infligía el daño. Fue víctima de supropia nobleza.

—Él te amaba, mi dama.Claudia se enjugó deprisa una

lágrima en el rabillo del ojo.—Tengo dinero para pagar sus

donaciones, y para devolvértelas.—¿Estabas escuchando?Claudia lo negó con un movimiento

de cabeza.

—No necesito escuchar detrás de laspuertas. La viuda de uno de los soldadosvino con sus hijos a dar las gracias. Séque Quinto no le había pagado. Soycomo tú, Cholón. No quisiera que Aulosufriese una deshonra póstuma y, aveces, me gustaría que hubiera alguiende confianza con quien hablar.

Cholón bajó la cabeza, en partecomo agradecimiento, en parte paraocultar su aflicción. Thoas, el esclavonúmida, apareció desde detrás de unacolumna cercana. Cholón, más alerta queClaudia, se giró y lo vio. El color delhombre y su altura lo identificaban, ehicieron que el griego se preguntara si

Quinto no habría encargado a Thoas queespiara a su madrastra. No le parecía tandescabellado, y sólo sirvió para ahondarel abismo entre lo que pensaba delpadre y la ausencia de aprecio quesentía por el hijo. A causa de quedecidió no decir nada, Cholón perdió laoportunidad: su sospecha de Claudiasuperaba cualquier otra consideración.Si hubiera hablado, se habría enteradode que Thoas, junto con Calista, ladoncella de Claudia, habían sidovendidos por Quinto nada más leer eltestamento.

Capítulo Cinco

La carretera estaba polvorienta y elaire caliente y muy seco, así que DidioFlaco ordenó a sus hombres quedesmontaran y caminaran junto a loscaballos, orden que fue recibida conmiradas inexpresivas y mudas. Lepreocupaba que no se quejaran, estabaacostumbrado a la compañía delegionarios, que poco más hacían.Aquellos hombres no eran soldados,aunque un par de ellos debían dehaberlo sido alguna vez. Hacía poco

habían sido guardianes e instructores enuna escuela de gladiadores, que habíaquebrado por las deudas del dueño:hombres duros llenos de cicatrices ydespiadados, que apuñalarían a unoponente a petición de cualquiera queles pagara su sueldo. Les había ofrecidomás que eso para que actuaran como suguardia personal, porque lo que teníaque hacer era difícil y peligroso. Losesclavos sicilianos sobre los que estabaa punto de tomar el mando trabajarían omorirían, o probablemente ambas cosas,y ningún hombre solo se sentiría seguroen una situación semejante.

—¿Hasta dónde hemos llegado? —

preguntó Toger—. Necesito un trago.Flaco se detuvo y se giró para

contestar; aquel individuo, a diferenciade los otros, le inquietaba de verdad.Era un tipo rechoncho y de rasgosalargados, con enormes hombros y unacabeza cuadrada cubierta de apretadosrizos. Sus ojos, pequeños y porcinos,nunca cesaban de moverse, como siestuviera siempre en guardia contraalgún ataque invisible, impresión quereforzaban las arrugas de preocupaciónque surcaban su diminuta frente. Sonreíaen ocasiones, pero sin que la sonrisafuese amistosa en absoluto. El aspectofísico de Toger era amenazador y tenía

un temperamento salvaje eimpredecible. No gustaba a los otroshombres, aunque le reían sus pobresbromas con ganas y nunca cuestionabanninguna de sus sugerencias. Le teníanmiedo, y era bastante posible, pensabaFlaco, que la mejor manera deasegurarse la lealtad incondicional deestos fuese matarlo.

—Estamos cerca de un lugarllamado Aprilium —replicó, mientrasechaba un vistazo a los camposcultivados que bordeaban la carretera yse extendían hasta las tierras de pastopara ovejas y vacas en las laderas de lascolinas cercanas. Las villas sólidas y

bien atendidas junto a las que habíanpasado eran prueba más que suficientede la riqueza que producía una tierracomo aquella, igual que demostrabanque sus dueños no eran granjeroscorrientes. El mismo Barbino tenía unapropiedad por aquellos pagos (que élhabía evitado); de ninguna manera podíameter a su hatajo de matones en un lugarasí, pero pensarlo le recordó otroasunto. Su mente volvió al paso deThralaxas y a los hombres a los quehabía dejado morir allí—. Un par de losde mi cohorte venían de por aquí, lospobres cabrones.

Toger resopló con sorna.

—Razón tienes en lo de pobrescabrones si ahora tienen que estartrabajando la tierra.

—Están incluso mucho peor que eso.Fueron pisoteados sobre ella, eso si esque quedó algo de ellos después de quelos descuartizaran.

—No estarás pensando en hacervisitas de cortesía —preguntó Dedón,otro de sus rufianes.

Flaco no respondió. ClodioTerencio provenía de una tierra quequedaba cerca de las propiedades deBarbino, lo que hizo que el centuriónrecordase otras dos cosas: Clodio habíasido un legionario sustituto de alguien

mejor situado que él, llamado PiscioDabo. Lo segundo era que cuandoClodio murió le debía dinero. Tendríanque detenerse enseguida para pasar lanoche, encontrar un barracón con literasen alguna de las casa de postas plagadasde pulgas que había en la ruta. Cuántomejor y más barato sería invitarse a símismos a un alojamiento gratuito. Hastaahora Flaco había estado pagándolotodo, tanto sus sueldos, como su pensióncompleta: una guardia personal no habíasido parte de su trato con Barbino. Estegrupo no aceptaría dormir en un campo,y si se quedaban en una casa de postas,Flaco sabía que probablemente se

despertaría por la mañana paraencontrarse con que se había sumado asu factura un par de mujeres y variasjarras de vino.

Se volvió hacia Dedón y le sonriócon severidad.

—Estoy pensando en hacer unavisita, aunque dudo que sea bienvenido.

Toger esbozó una amplia sonrisa, ysus diminutos dientes amarillentoshacían un marcado contraste con susgruesos labios rojos.

—¿A quién le importa eso?Un poco más al sur, hicieron un giro

en la ajetreada carretera y empezaron apreguntar direcciones. Quizá si Dabo

hubiese sido un hombre menosmalhumorado, habría tenido de su partela natural hostilidad de la gente delcampo hacia los forasteros, más aúnhacia una banda de hombres comoaquellos. Eso le hubiera garantizado lacallada por respuesta a las preguntassobre la ubicación de su granja, pero sunaturaleza avariciosa, así como sumezquindad se habían hecho famosas enla localidad, de manera que inclusogente que no tenía trato con él, y portanto ninguna causa verdadera parasentir antipatía hacia él, se alegraba dedirigir a Flaco hacia el sitio correcto.

Los constructores, Melio y Balbo,

estaba a punto de terminar la jornada y,cuando todavía trabajaban en el tejado,fueron los primeros en avistar a lapandilla de hombres armados que seacercaba. Lo que vieron les hizoapresurarse en apartar sus herramientasy, por una vez, su actitud hacia Áquilafue tan seca como la de Dabo. Unaatmósfera de problemas inminentesparecía emanar de aquellos jinetesmientras entraban trotando en el recintoy llevaban sus monturas al frente de lasección principal de la casa. Minca selevantó con el rabo bien estirado y elpelo que cubría desde su cuello hasta sulomo erizado, señal segura de peligro.

Los trabajadores salieron de la parte deatrás del edificio, cuidándose depermanecer fuera de vista. Dabo, quehabía salido a recibir a aquellosvisitantes, se apresuró a entrar en casadespués de haberles echado un vistazo,mientras enviaba a un esclavo a avisar atodos los que estaban en los campos.

—Saludos —dijo cuando volvió asalir, al tiempo que miraba a Flaco,montado en su caballo con la puesta desol detrás de él.

—Estoy buscando a un hombrellamado Piscio Dabo.

La idea de mentir cruzó la mente deDabo, pero la descartó, seguro de que

aquel hombre sabía que estaba en lagranja correcta. Además, Áquila habíabajado de un salto desde el tejadoinacabado y había ido a colocarse juntoa él. El perro atajó a través del recinto yse apostó junto a las piernas del chico,mientras su presencia hacía que algunosde los caballos se asustaran hasta queÁquila lo agarró por la oreja, le dijoalgo en voz baja, en aquella lenguapagana aprendida del pastor celta quehabía sido dueño del animal, y Minca sesentó.

—Soy yo mismo —replicó Dabocon un aire de confianza que en realidadno sentía—. ¿Y a quién me estoy

dirigiendo?—¿De verdad hace falta decirlo?

Aquí está él, Piscio Dabo, de la Décima,legionario de infantería, que acaba depasar años luchando en Illyricum y noreconoce a su propio centurión.

—¿Es una especie de broma?—No lo es para Clodio Terencio —

replicó Flaco fríamente.El nombre heló la sangre de Dabo,

pero tuvo un efecto muy diferente enÁquila, que corrió hacia delante yagarró la greba de la pierna de Flaco.

—¿Lo conoces?Flaco bajó la mirada hacia aquel

chico cubierto de polvo, con el cabello

de punta, lleno de polvo de piedra rojamezclado con sudor. Entonces Dabohabló con voz dura y autoritaria.

—Entra en la casa, Áquila.Minca se puso en pie de repente y

gruñó ante el tono de Dabo. Flaco lomiró y volvió a mirar al chico.

—¿Áquila? ¿Este es el crío deClodio?

—¡A casa! —gritó Dabo otra vez,ignorando el gruñido amenazante delperro, que estaba a su lado.

Áquila estaba muy acostumbrado aignorar a Dabo, pero algo inusual en suvoz casi hizo que obedeciera. Se dio lavuelta para marcharse, pero las palabras

de Flaco, indiferentes y sin emociónalguna, lo detuvieron.

—El chaval debe saber que su papáha muerto, Dabo, ¿no crees? —Áquilagiró sobre sus talones y volvió aagarrarle la pierna; sus ojos enrojecidosmiraron suplicantes al canoso centurión.Flaco continuó en el mismo tonoinexpresivo—. Murió en un lugarllamado Thralaxas, junto con el resto demis hombres. Todos unos héroes, sepodría decir —debería haber visto quele causaba dolor, pero su voz seendureció y apuntó con un dedo a Dabo—. Tuvo una muerte de soldado,muchacho. El problema es que fue la

muerte de este hombre, no la suyapropia.

Los chicos de Dabo, recién llegadosde los campos, se habían reunido en ungrupo junto al pozo. Áquila agarraba confuerza la espinillera de cuero de lapierna de Flaco y su cabeza cayó haciadelante para apoyarse en el sudorosoflanco del caballo. Cuando la levantóotra vez y echó una última mirada aFlaco, con aquellos brillantes ojosazules repletos de esperanza en queestuviera mintiendo, el centurión pudover las marcas de las lágrimasabriéndose camino por el polvocompacto que cubría el rostro del chico.

No era un hombre blando, los años deservicio le habían quitado la pocaamabilidad que poseía, si bien ahorahabló con gentileza al agacharse paratocar el cabello de Áquila.

—Lo siento, muchacho. No hay unamanera agradable de decir que alguienamado se ha ido.

Áquila se alejó con violencia decaballo y jinete impulsándose en ellos,lo que hizo que la montura de Flacoreculase un poco por la fuerza delempujón. El chico corrió entre los otroscaballos, en dirección al grupo queestaba junto al pozo. Minca lo siguió, ytodos los jinetes tuvieron que tirar de

sus riendas, pues sus monturasintentaban evitar la negra amenaza quede pronto andaba entre ellas y ladrabacon furia al correr tras el muchacho.Desconcertados, los del grupo del pozopermanecieron inmóviles como una rocamientras Áquila se abría paso entreellos a empujones, aunque se separaroncon más rapidez para dejar pasar alperro, y después se dieron la vuelta paramirar como los dos cruzaban los camposa la carrera y se dirigían a los bosquesdel otro lado.

—Tú no has venido aquí sólo paradecirme que Clodio está muerto —dijoDabo.

Flaco, que también se había giradoen la silla para ver la huida de Áquila,se volvió para mirar al dueño de lagranja con una sonrisa sin ningún sentidodel humor.

—Desde luego que no.—Entonces, ¿qué quieres?—Menuda forma antipática de

hablar —dijo Flaco a la vez que movíala cabeza para poder incluir a la pandade rufianes en sus pensamientos—. ¿Esaes forma de recibir a un viejocamarada? A estas alturas un tipodecente ya me habría invitado a entrar atomar un trago y les habría dicho a miscompañeros que abrevaran y dieran de

comer a sus caballos —dejó clavado aDabo con una mirada heladora—. Y túeres un tipo decente, ¿no es así?

Dabo miró a Flaco con durezadurante un buen rato, mientras sopesabasus posibilidades. Ese centurión canosopodía causarle problemas inclusoaunque la guerra hubiese acabado, laslegiones se hubiesen licenciado yClodio hubiera muerto. Lo que habíahecho estaba mal y podía ser castigadosi se informaba a un pretor, sin olvidaral recaudador de impuestos de tierras.Entonces, Dabo examinó a la banda dehombres que Flaco había traído con él.Cada uno vestía un tipo distinto de

coraza, adecuada a la habilidad quetenían en su estilo particular de lucha,pero los cascos y los petos tenían unacosa en común: a juzgar por lasabolladuras y arañazos, llevaban encimasus buenas palizas. Sin afeitar, llenos decicatrices y de mugre por el tiempo quellevaban en el camino, no era precisohacer mucho esfuerzo con laimaginación para darse cuenta de lo quede por sí era evidente: aquel tipo nonecesitaría acudir a un magistrado paradesbaratar las cosas. Ya traía bastantesproblemas consigo mismo como parapoder arruinar la vida de Dabo parasiempre.

—Hay agua de sobra en elabrevadero. Si dais de beber a vuestroscaballos, les buscaré algo de pienso.

—¿Y mis hombres?Dabo volvió a mirarlos y sintió un

ligero escalofrío. No sería capaz deengañar a aquel grupo con polenta o pany queso.

—Hace semanas que quería asar uncerdo. Esta noche será tan buena comocualquier otra.

Flaco sonrió burlón y levantó la voz.—¿Habéis oído eso, muchachos?

Lechón asado para cenar, y apuesto aque el viejo Dabo tiene una bodega llenade buen vinacho.

Dabo asintió con la cabeza mientrasavanzaba hacia Flaco, que estabadesmontando. Le habló deprisa, pero envoz baja, situándose entre él y los otrospara que no pudieran oírle.

—Puede que la última vez meescaqueara, pero ya he sido soldado, yuno bueno de verdad. Todavía sé usar laespada y la lanza, así que si alguno delos de esta granja pierde aunque sea unpelo de la cabeza, puede que tushombres salgan a galope tendido deaquí, pero tú no saldrás.

Flaco se agachó y acercó su cara ala de Dabo.

—No me hables así, pedazo de

mierda. Si yo doy una orden, estos tedescuartizarán trocito a trocito. Túcébanos y no seas tacaño, ¿me oyes?, odejaré tu preciosa granja como lasruinas de Cartago.

Dabo intentó sostenerle la mirada aFlaco, pero no cabía duda sobre quiénera más fuerte. Cuando bajó la mirada,el centurión terminó de hablar.

—Te haré un favor, Dabo. Te dejaréque envíes fuera a tus mujeres por estanoche. No las quiero por aquí cuandolos míos estén hartos de vino.

Flaco podía oír a sus hombresroncar en el granero, y eso que estaba aunos cincuenta pasos de allí, en una

parte inacabada de la casa. Habíancomido bien (las mortecinas ascuas dela zanja del patio aún despedían unligero olor a la grasa de cerdo que habíagoteado sobre las cenizas) y habíanbebido mejor, llenos hasta rebosar deaquel mejunje de grano que tanto amabael difunto Clodio Terencio, el mismoque lo había emborrachado lo suficientela noche que accedió a sustituir a Dabo.Tumbado con los ojos cerrados, dabavueltas en su mente a qué hacer conDabo, Sicilia, Toger, Barbino y sussueños de riqueza inefable, y lospensamientos venían uno detrás de otro.No fue un sonido lo que le hizo abrir los

ojos, sino la sensación de que no estabasolo. El chico permanecía en pie con elperro a su lado, recortado contra la luzde la luna que entraba por la ventana sinterminar. Sujetaba en la mano una largalanza, demasiado grande para él, así queFlaco empezó a buscar su espada.

—Estarás muerto antes de ponertede rodillas —la voz sonó cascada yprofunda; aún no era la voz de un adulto,sino que más bien sonaba como la de unchico que se convertía en hombre—.Minca te destrozará la garganta.

—No estés tan seguro, muchacho, noes nada comparado con los lobos que hevisto.

—Quiero saber cómo murió —exigió Áquila.

A Flaco no le gustaba que lehablaran así, no estaba acostumbrado,así que respondió con un gruñido.

—¿Cómo demonios voy a saberlo?,yo no estaba allí.

La punta de la lanza bajó, pero lavoz no cambiaba.

—No me refiero a eso.Flaco estaba tenso y se preguntaba,

por insólito que pareciera, si el chicopodría matarlo. El perro era mucho máspeligroso, por supuesto, pero había vistoa menudo que a los perros les confundíaque les atacaras, en vez de esperar a que

el animal se metiera contigo. Se planteóhacerlo ahora mientras sopesaba lasprobabilidades, después se dio cuentade que la bebida que había tomado lehacía estar agresivo. Nada de esto eranecesario. ¿Qué sentido tenía suponer lopeor? El chico sólo quería saber cómohabía muerto su papá. Flaco podíacontarle lo que sabía y si la situaciónseguía siendo peligrosa después,entonces se vería forzado a hacer algo alrespecto. Pero primero tenía queconseguir que el chico se relajara.

—Háblame de tu papá, chico. Yosólo lo conocía como soldado.

Así que Áquila le contó lo que

recordaba, que no era mucho, pues sólotenía tres años por aquel entonces: unalma amable embrutecida por el trabajo,pero que siempre tenía tiempo paranadar o jugar. Y también le contó, sinañadir mucho más, que Clodio no era suverdadero padre.

Tras haber contado la historia variasveces, nada menos que a Lucio FalerioNerva y a Tito Cornelio, Flaco la habíapulido hasta la perfección, pero a aquelchico tenía que contarle algo más,explicarle, en primer lugar, por qué sehabía enviado una comisión senatorial aIllyricum, aunque no incluyó el hecho deque él se había beneficiado de las

depredaciones del gobernante al quehabían ido a investigar. VegecioFlámino siempre se aseguraba de quesus ganancias ilícitas se abrieran caminohasta sus oficiales inferiores. Tampocoiba a admitir que Clodio siempre andabadetrás de él para dejar el servicio,peticiones que Flaco siempre echabapor tierra porque el legionario no teníadinero para pagar la licencia a sucenturión.

—Con todo, era un buen soldado, tanduro como unas botas viejas —dijoFlaco, no muy seguro de estar contandola verdad. Nunca había visto a Clodioen un auténtico combate, sólo lo había

visto en las marchas diarias de veintemillas o mientras trabajaba como unesclavo cavando zanjas o levantandovallas para que Vegecio Fláminopudiera cobrar por su trabajo. Era aquelun hombre al que le alegraba maldecir.

—Ser procónsul es el camino seguropara ganar buen dinero, muchacho, peroeste Vegecio del que estoy hablándoteera un caso del todo distinto. Te robaríalos ojos y volvería a por las cuencas, yle parecía bien tener una provincia queno estaba en paz, porque así podíajustificar más impuestos para defensa.Pero, ¡ojo!, él se los embolsaba ydespués cobraba a granjeros y dueños

de minas para que sus soldados losprotegieran.

Les cobraba también por trabajar loscampos y por los sistemas de irrigación,lo que derivó en que la legión estuvieramejor entrenada para las labores delcampo que para luchar, aunque Flacodecidió pasar por alto también aquello.

—Cuando llegó la comisión, ladirigía un auténtico soldado desoldados, Aulo Cornelio Macedónico,un hombre que odiaba la corrupción.Claro que era algo fácil para él, puestoque era el hombre más rico de Romadespués de haber conquistadoMacedonia.

—¿Dónde está Macedonia?—¿Sabes dónde está Grecia,

muchacho?—No.—Entonces no tiene mucho sentido

intentar contarte dónde está Macedonia;tampoco es que importe, de cualquierforma. Ese Aulo hizo que a Vegecio letemblaran las rodillas, puso fin a todaslas pequeñas estafas en las que estabametido el gobernador, sacó a laslegiones contra los rebeldes y, en tresmeses, todo el lugar estaba en paz.

—En realidad sólo me importa sabercómo murió Clodio.

—Ya estoy llegando a esa parte,

chaval, pero no tiene sentido si no sabesqué condujo a que sucediera.

Flaco le contó cómo, después de quellegaran noticias de una revuelta en elsur, Aulo le hizo salir para reconocer elterreno al mando de una cohorte. Para elex centurión, resultaba dolorosorecordar aquella parte, no sólo habíavisto cómo los rebeldes golpeaban hastala muerte a soldados romanos y a otroprocónsul llamado Publio Trebonio,también había sido la noche en queClodio y él habían estado a punto deponer sus manos en el tesoro de Publio,que estaba en un carro bien alejado delsitio donde tenía lugar la matanza. Cerca

sí, pero no lo suficiente. Vaciaron lacaja fuerte y enterraron el oro, perocuando regresaron al día siguiente, conAulo Cornelio en persona al mando, lossacos que habían cogido y enterrado,una gran cantidad de dinero, habíandesaparecido. Lo único que encontraronfue una pila de cuerpos romanosdegollados.

—Pero Aulo todavía no estabacontento. Decía que las cosas no ibanbien más al sur, y hacia el sur que nosfuimos a la carrera, como quien dice,con el general delante, aunque paramosal ver que íbamos a tener que luchar.Resulta que nos enfrentábamos a un

ejército, no a una pandilla de rebeldes,¡miles de aquellos cabrones!, ilirios ydacios de cerca de la frontera, y todosse dirigían al norte; así que AuloCornelio decidió retroceder y cortar elpaso en Thralaxas. Después me envió devuelta para que llevara más soldados. Elproblema fue que el cabrón seboso deVegecio Flámino no sacaba nada deaquello y, si Aulo Cornelio estaba fueracon la avanzadilla, no había nadie que lediera órdenes.

Fue aquel un incómodo recuerdopara Flaco, la memoria de estar anteVegecio, sucio, cansado y hambriento,mientras el gobernador trasegaba vino y

comía uvas, con la seguridad de saberque no había nada que pudiera hacer odecir para provocar un cambio en lasintenciones de aquel hombre.

—Los hombres que tenía Aulo nopodían resistir en aquel lugar, no eranbastantes, y Vegecio lo sabía, así quefue tan bueno como para condenarlos amuerte. Por eso, cuando no aparecieronlos refuerzos, lanzaron un ataque paraentretenerlos y, después, todos los queaún podían correr salieron de allí.Clodio no fue uno de ellos ni tampoco elgran Macedónico, y la muerte fue elprecio que pagaron. Es difícil saber si elgeneral estaba loco o no, muchacho.

Ahora Flaco se había sentado,mientras un abatido Áquila estabarecostado junto a la ventana, con laespalda apoyada en la húmeda pared, lalanza y Minca a sus pies.

—Confió en que otro hombrecumpliera su deber. Vegecio no lo hizo ytodos ellos murieron por eso.

—Y ese Vegecio, ¿será castigado?Flaco rio en voz baja.—¿Castigado? Por lo que he oído, le

han concedido un triunfo, muchacho, y elSenado le ha dado las gracias. Notendría que haber sido así, creo yo.Como él no mató suficientes dacioscomo para justificar el premio, esos

cabrones mataron a un par de miles deilirios y dijeron que eran dacios paradisfrazar los números. Él mismo hizo unmontón de dinero con el trato. A los queno mató los vendió como esclavos.

—Quizá debería matar a eseVegecio.

—Yo que tú esperaría a ser un pocomayor. Por ahora, ara tus campos yengendra hijos propios.

—¡Yo no aro campos! —dijo Áquilacortante.

—¿Qué demonios haces entonces?—Hago lo que quiero. No era parte

del trato que yo tuviese que trabajar enlos campos de Dabo.

—Pues eso no va a durar. Tu papáha muerto.

La mano de Áquila tocaba elamuleto de cuero de su brazo derecho,recordatorio constante de lascircunstancias de su nacimiento.

—Ya te lo he dicho, él no es miverdadero padre.

—A mí me da igual, muchacho.Ahora estoy cansado, así que, ¿por quéno te llevas a tu perro a la cama y medejas dormir un poco?

—¿A qué edad me puedo alistar enlas legiones?

Flaco bostezó y se estiró antes detumbarse en su catre.

—Te falta un par de años aún.Tiempo suficiente para que te hagas conbastantes propiedades como paraconseguir el derecho. Puede que llamena Dabo otra vez.

—No me voy a quedar aquí.Flaco bostezó.—Pues, vete.—He oído a uno de tus hombres que

vais a Sicilia.—Así es.—¿Me llevarás con vosotros?—Ni en mil años. Ahora, lárgate.—Yo no soy responsable del dinero

que Clodio Terencio perdiera en eljuego —insistía Dabo.

Flaco sonrió con aspecto lobuno.—La persona con la que jugué a los

dados figuraba en la lista de los rollosde la centuria como Piscio Dabo.

—¿Y qué?—Que ese fue el tipo que perdió y

que me debe dinero.Dabo se levantó y dio un puñetazo

en la mesa; después caminó hacia laventana, desde donde podía ver a loshombres de Flaco ensillando suscaballos con la primera luz de lamañana.

—Ya he tenido bastante. Entráisaquí a empellones como bandidos, osservís vosotros mismos mi comida, mi

grano, mi agua y mi vino sin ofrecermeni siquiera un as de cobre como pago.Después, tienes la caradura de pedirmeque te pague las deudas de ese cabezade chorlito de Clodio.

—Alguien tiene que pagarlas, ycomo tú tienes el dinero, yo creo queeres tú.

—Bien, pues maldita sea si sé cómovoy a hacerlo.

—Puede que si volvemos a encenderel fuego y te atamos al mismo espetón enque asamos anoche aquel cerdo se teocurra alguna manera.

Dabo vio que Áquila salía de lacuadra. Se quedó mirando a los hombres

de Flaco con el perro a su lado.—Tienes la misma posibilidad de

sacarme dinero a mí que la tuviste desacárselo a Clodio.

Sin que lo viera Dabo, Flaco sehabía levantado y se había colocadodetrás de él. Agarró los hombros delgranjero, le dio la vuelta y lo empujócontra la pared al tiempo que lo cogíapor la garganta.

—¿Es eso cierto?—No tengo ni una moneda —croó

Dabo—. Incluso aunque quisierapagarte, no puedo.

Flaco golpeó con fuerza la cabeza deDabo contra el muro.

—Eres un mierda. Envías a otrohombre a cumplir con tu deber y despuéste sientas aquí a engordar, mientras losbuitres se alimentan de sus entrañas.¿Qué limosna les diste a cambio? ¿Unaspocas verduras y algo de grano, y, devez en cuando, le insinuabas a su esposaque a una mujer que tiene a su maridotan lejos podría gustarle que otro lecalentase la cama?

Dabo lo miraba con los ojos bienabiertos, en gran parte a causa del dolor,pero por otra parte porque se preguntabacómo sabía de las insinuaciones que lehabía hecho él a Fúlmina.

—El chico me lo contó todo sobre ti,

Dabo. No creo que merezcas vivir.—El chico. Llévate al chico —dijo

Dabo con un jadeo.—¿Para qué voy a querer a un crío

como él?—Es un buen cazador. Ponlo cerca

de un bosque y nunca te faltará carne enel caldero.

—¡Tengo toda la carne que quiera,imbécil!

—Entonces, ponlo a trabajar en loscampos. Ahora es mío, igual que si fuerami propio hijo. Te lo vendo comoesclavo por la deuda. Después, puedeshacer lo que quieras con él. Véndeselo aun burdel griego, no me importa. Con

ese pelo seguro que gana un dineral.Flaco apretó de nuevo la cabeza de

Dabo contra el muro, y el granjero abriómucho los ojos y la boca a causa deldolor.

—Sería un placer matarte, pero nocreo que merezcas los problemas queeso me acarrearía. Mejor agradece a losdioses que le preguntara a mucha gentecómo se llegaba hasta aquí. Si nohubiera tantos testigos que supieran aquién buscaba, te ahorcaría del árbolmás cercano.

La rodilla del ex centurión se hincócon fuerza en la entrepierna de Dabo almismo tiempo que lo soltaba, y el

granjero se deslizó muro abajo, dobladopor el dolor, para que Flaco le golpearamientras rodaba sobre un costado. Alfinal, Flaco le escupió. Después de unaúltima maldición, Flaco salió a la fríaluz del sol temprano, donde sus rufianes,que ya habían ensillado los caballos, leestaban esperando junto a Áquila, quelos observaba en silencio. El excenturión montó, tiró hacia un lado delas riendas del caballo y empezó acaminar.

—¿Tiene caballo el mierda dedueño de este sitio? —Áquila afirmócon la cabeza—. Pues ensíllalo,muchacho. Aquí no tienes futuro. Tu

guardián acaba de ofrecerte en venta. Note compraré ni para venderte otra vez.Clodio no era el mejor soldado delmundo, pero cumplió con su deber y asílo haré yo. Voy hacia el sur por la VíaApia. Puedes venir con nosotros si nosalcanzas.

Flaco hizo girar a su caballo y saliódel patio a medio galope. Áquila ya noestaba mirando, estaba en la cuadraensillando la yegua para arar de Dabo.

Drisia, la vieja adivina a la queClodio odiaba, estaba de pie junto alcamino. Había sido confidente deFúlmina y muchas veces leía sus huesoso escupía alguna pócima sobre el suelo

de tierra seca de la choza para leer lossignos que, según insistía, solo ellasabía interpretar. Flaco y sus hombrespasaron por allí, y el efecto de supresencia en los caballos fue aún másaterrador que Minca. Todos se asustarony tuvieron que obligarlos a pasar pordelante de ella, y cuando a Flaco lealcanzó una pizca de la peste que elladesprendía, entendió por qué. Ella abrióla boca y dejó escapar una perversa risasocarrona; después, arrojó un puñado degrano fresco sobre él, que se volvió amirarla mientras aún se estaba riendo yagitaba una mano alrededor de una bolsaque llevaba a la cintura, al tiempo que,

con la otra, le apuntaba a él. Flacosacudió la cascarilla de grano de su sillay arreó con fuerza a su caballo para quese moviera.

El chico, que llevaba la lanzaasegurada a su espalda, pasó junto aDrisia un par de minutos después, conprisa por alcanzar a los hombres queiban delante. La vieja bruja siseó con unresuello desdentado, y le mascullóaquella única palabra que usaba desdela muerte de Fúlmina, siempre que éltenía bastante mala suerte como paracruzarse en su camino.

—¡Roma!

Capítulo Seis

Marcelo se levantó antes del canto delgallo, pues sabía que, en casa, todostenían un ajetreado día por delante.Apenas había terminado de vestirsecuando oyó que lo llamaban, así quesalió corriendo hacia el estudio y no lesorprendió lo más mínimo encontrar quesu padre ya estaba rodeado de escribasy hasta el cuello de trabajo. Esperó conpaciencia a que concluyeran el asunto y,una vez que los hombres que lo asistíanse marcharon, su padre le invitó a

sentarse frente a él, preliminar para otrade sus charlas sobre el Estado de Romay la naturaleza de la política.

—Ha sido mi deseo quecompartieras mis pensamientos,Marcelo.

El chico esbozó en su rostro un gestoque aparentaba atención, algo que habíaaprendido muy pronto en su vida. Desdeel momento en que Lucio lo habíaconsiderado capaz de razonar, habíaincluido a su hijo en algunos aspectos desus ideas, y según había pasado eltiempo, aquello se había hecho máscomplejo. Ahora era tratado como unconfidente, quizá la única persona de

Roma con la que su padre eraabiertamente sincero. Lucio insistía enque si Marcelo iba a recibir su herenciay el poder que ahora él ostentaba, debíaentonces saber tanto cómo había sidoadquirida, como los métodos por los quese ejercía.

Aquellas sesiones habían sido algoque esperaba con ganas antaño, en unaépoca en que tales charlas eran mediospara enseñar a Marcelo historia romana,hablándole, en ocasiones, sobre losantiguos libros de profecías que laSibila de Cumas le había vendido aTarquinio el Soberbio, incompletosporque la Sibila se los había ofrecido al

rey romano a cambio de una fortuna enoro. Cuando él se negó a pagar, ellaquemó la mitad de los libros y le ofreciólo que quedaba al mismo precio. Otrorechazo condujo a otra parte quemada, yal final Tarquinio pagó el precio que leexigía por una cuarta parte de lo quepodía haber obtenido al principio. Luciolos había visto, e incluso había copiadoalgunos, por eso el padre y el hijohabían empleado más de una hora felizintentando encontrar el sentido de losacertijos que contenían los librossalvados de la quema, así comoespeculando sobre lo que se habíaperdido. Ahora todo aquello parecía

distante, hacía mucho que Lucio habíarenunciado a aquello y a sus leccionessobre historia para dedicarse a disertarsobre el día a día del estado de lapolítica romana, a la vez que hacíatiempo que su hijo había dejado de darlelas gracias por lo que consideraba unamolestia.

—Antes de esto ya te he contadocómo derroché mi juventud —Lucio seinclinó hacia delante con una levesonrisa en su rostro—. No la derrochédel todo, pues serví como soldado encuatro campañas. Sé que mi buenafortuna proviene de mi nombramientocomo praefectus fabrum. Soporto las

pullas de mis compañeros, unosauténticos idiotas que no podríanentender que un buen intendente es tanvital para un ejército como un buencomandante general. Cualquier bobopuede usar una espada, pero se necesitaalgo más que un brazo musculoso paraalimentar a una legión en marcha.

Marcelo contuvo un bostezo: yahabía oído antes todo aquello, lo que supadre llamaba su despertar. Con laesperanza de un ligero cambio en elrelato, hizo una pregunta.

—¿Aulo Cornelio se burlaba de ti?Lucio parpadeó por la interrupción,

con su mente atrapada en aquellos días

lejanos, cuarenta años atrás, cuando, nomucho mayor que su hijo, había soñadocon un tipo de gloria diferente, el tipo degalardón que aquel mismo día iba aserle otorgado a Vegecio Flámino. Elnombre de Aulo Cornelio coloreabaaquel recuerdo, y tintaba suspensamientos de envidia acompañadadel lamento por la pérdida de lasimplicidad de su temprana amistad. Nopodía decidir entre sentirse complacidoo irritado por la manera tan abierta enque Marcelo admiraba al hombre conquien él había emprendido la carreramilitar.

—No, Marcelo, él no se burlaba,

más bien al contrario. Entre aquelloscon los que yo servía, él fue el únicoque me animó a aceptar el puesto.Éramos muy amigos en aquellostiempos, y por mí hubiéramoscontinuado siéndolo de aquella manera.Pero no pudo ser así.

Marcelo abrió la boca para hablar,para preguntarle cómo un hombre tanhonorable pudo dejar de ser su amigoíntimo, y cómo a un villano comoVegecio Flámino, que claramente habíadejado morir a aquel mismo hombre,podía otorgársele un triunfo; pero supadre le arrebató la oportunidad.

—¡Harás el favor de no

interrumpirme otra vez!—Mis disculpas, padre, pero

desearía que me hablaras más sobre tustiempos en el ejército.

Si Lucio se dio cuenta del matiz, queimplicaba que hablara menos depolítica, no lo hizo notar.

—Ya experimentarás tu propia etapacomo soldado, Marcelo, así que nonecesitas que te hable de mi época enlas legiones. Y cuídate de los cuentos deviejos soldados porque son muyexagerados —Lucio arrugó la frente—.Tenemos que debatir un tema másimportante.

Marcelo agachó un poco su cabeza

en señal de acatamiento.—Hoy tenemos que asistir a la

coronación con hojas de roble de unhombre que, en realidad, no lo merece.Ayer dispuse ante ti los hechos para quelos consideraras, y noté una marcadafalta de entusiasmo por lo que dije, algoaceptable cuando se confronta derepente con una idea desagradable, perohas tenido tiempo para reflexionar.Ahora quiero que me expliques por quéal actuar como lo he hecho yo, heseguido el curso apropiado.

Marcelo seguía sentado y ensilencio, con la cabeza aún agachada.Conocía la respuesta, o eso pensaba,

pero era reacio a consentir enexplicarlo, pues en su corazón sabía queestaba mal. Rebelarse en la familia delos Falerio solía ser una experienciadolorosa, aunque Marcelo sentía unanecesidad absoluta de hacerlo en lo máshondo de su pecho.

—¿Y bien? —dijo Luciobruscamente.

Marcelo alzó la cabeza con rapidez.—No puedo entender por qué has

actuado como lo has hecho, padre. Creoque lo que has hecho deshonra a Roma,al Senado y a esta casa.

Miró con dureza a Lucio, cuyo rostrose había congelado en una máscara de

furia. Su hijo nunca había osadodirigirse a él así, y el sobresalto eraevidente en sus ojos. No hubo ningúngrito, no era esa la forma de actuar de supadre. Lucio se esforzaría por controlarsu voz y daría la orden de castigar a suhijo en un tono gélido e inexpresivo. Elchico no podía saber que, por muchoque a su padre le disgustara la idea deser cuestionado, también reconocía quesu hijo estaba llegando a un punto en quela aceptación automática de la posturapaterna le resultaba difícil. Todos loshijos discrepaban de sus padres, estabaen la naturaleza de las cosas, y el juvenilsentido de Marcelo sobre el valor de los

principios no era algo sorprendente:¿acaso él mismo no era así a su edad?Así que se recostó en su silla a la vezque formaba un arco con sus largosdedos.

—Explícate.Las palabras acumuladas salieron a

trompicones, desordenadas yapasionadas.

—Vegecio es un gusano corrupto.Me contaste en este mismo cuarto queenviabas a Aulo Cornelio a Illyricumpara poner fin a los flagrantes robos deaquel hombre. Sabes, reconócelo sinreservas, que Vegecio dejó a AuloCornelio en la estacada, lo dejó morir

como un perro para poder así hacersecon su triunfo. Los rumores del forodicen que es algo que él no merece deninguna manera, puesto que una buenacantidad de los huesos del campo debatalla eran de provincianos inocentes,no de rebeldes ni de invasores. ¿Cómopuedes levantarte en el foro y defenderla causa de Vegecio cuando deberíasexigir su impugnación?

Marcelo quedó en silencio. Susmanos, que había estado agitando confuria, yacían ahora a los lados. Lucio lomiraba sin expresión, mientras con lasyemas de cada uno de sus arqueadosdedos acariciaba su labio inferior.

Despacio, sus manos se separaron y seposaron planas sobre el escritorio.

—Uno se pregunta si el dineroempleado en tu educación ha merecidola pena. Ese ha sido el peor discursopronunciado que nunca haya oído. Haspermitido que el sentimiento destruya tuoratoria y también tu argumento. Aunquesé que has estudiado mi dilema. El únicofallo en tu conclusión es este: te hasdecantado por el bando equivocado.

—Es el bando del honor —dijoMarcelo desafiante.

La voz de Lucio fue tan cortantecomo un latigazo y lo cortó igual dedeprisa.

—No vayas demasiado lejos, hijomío. Ya te has tomado bastanteslibertades por hoy —su cabeza se movíadespacio, de un lado al otro—. Todo loque dices es del todo cierto, y seríaexcelente actuar siempre de formahonrosa. Aulo Cornelio era así, siemprecomparaba cada uno de sus actos con sudignitas. Tú lo admiras tanto que no teparece estúpido que un hombre de suposición se permitiera ser asesinadomientras estaba al mando de menos detrescientos hombres.

—Las Termópilas —dijo Marceloen voz baja.

—¡Roma! —dijo con brusquedad

Lucio, mientras apuntaba con el dedohacia la calle que había al otro lado dela pared—. No te atrevas a igualarningún mito helenístico con lasnecesidades de Roma. Sé que has leídolas historias de Ptolomeo. Alejandroconquistó toda Grecia y Persia, eincluso sometió e invadió Egipto; ¿yahora?, ¿dónde está tu Magna Greciaahora, Marcelo? Es polvo, un simplerecuerdo, como Esparta y lasTermópilas. No hace mucho que éramosuna ciudad como cualquier otra, presade poderosos vecinos. Ahora somos losamos de medio mundo. He hablado deesto bastante a menudo, y esto no ha

sucedido por algún tipo de accidente.Ciudadanos rectos, unidos en susacciones por el bien del Estado, y unsistema de gobierno que rechaza elpoder de un sólo hombre, lo hicieronposible.

Marcelo parpadeó. No era enabsoluto frecuente que su padre, unhombre cuidadoso con sus palabras, seexpresara de una manera tansimplificada. Añadido a que su normalactitud calmada había desaparecido,expresaba cada matiz tanapasionadamente como había hechoMarcelo.

—No fue la chusma la que rindió

Cartago, ni nuestros aliados ni ningúntirano, fuimos nosotros. No fuerongenerales ni mercenarios en busca depoder supremo quienes se hicieron conel control del este para que nosotros nosenfrentáramos a Partia, fueron cónsuleselectos y un ejército de hombres quetenían algo por lo que luchar: la propiatierra en la que labraban. ¿Y quién losguiaba? Nosotros, las familias queproporcionaron los generales y losmagistrados, que les dieron leyes yjusticia en los tribunales. Fuera de aquíhay gente que destruiría todo lo quehemos construido y no tengas duda deque también parlotean sobre el honor.

Semejante concepto es adecuado para unchico de tu edad, pero según los chicosse hacen hombres, deberían adquirirsabiduría. Cuando dices que hedeshonrado esta casa, te olvidas deañadir que he cumplido mi deber tantopor la familia como por mi clase. Alasegurar el triunfo de Vegecio lo hevinculado con firmeza, a él y a quieneslo apoyan, a la causa aristocrática. Sí, élactuó de modo abyecto y cobarde,aunque al final cumplió su obligación.Illyricum está en paz.

Lucio, que en su apasionamientohabía salivado un poco, se detuvo paraenjugarse la boca.

—¿Qué habría pasado si hubierasido impugnado? Algunos del foro sehabrían puesto en pie para sacar ventajade la confusión entre nuestras filas,habrían argumentado a favor de lareforma de la tierra y la ampliación delderecho al voto, de forma que cualquiercampesino de Italia sería un ciudadanoromano, y la justicia se convertiría enjuguete de la turba en vez de serprerrogativa de los nobles denacimiento. ¿Crees que las exigencias sedetendría ahí? No, el gobierno delImperio se convertiría en un juego entrefacciones políticas. ¿Y cuántoduraríamos entonces? Nos

desmoronaríamos, como todos losimperios anteriores a nosotros. Losfaraones, Persia, la Magna Grecia,Cartago, los seléucidas. Agradece a losdioses que yo tenga el sentido suficientede poner mi deber y la supervivencia deRoma por encima de mis deseosegoístas de honor personal. Laposteridad recordará que, aunquefracasé a la hora de colocar la virtudpor encima de la necesidad, desde luegohice bien por la República.

Lucio había perdido el control y,para su hijo, aquella era una visiónaterradora, pues las demostracionesapasionadas eran para él anatema. Se

puso en pie de repente, empujando haciaatrás su silla con un golpe, y levantó suvoz con aspereza.

—¡Ven conmigo, chico!Salió con paso firme de su estudio, y

Marcelo lo seguía inquieto mientrascruzaba el patio en dirección a lapequeña capilla. Una vez allí, abrió losarmarios decorados para descubrir lasmáscaras mortuorias de la familia.Después se volvió y arrastró a Marcelohasta el altar.

—¡Jura sobre los huesos de tusantepasados, chico! ¡Jura que nuncaantepondrás tu honor personal a lasnecesidades de Roma! Jura que

defenderás la ciudad contra aquellos queregalarían la riqueza de nuestra familia,que arrebatarían el poder de nuestrafamilia y convertirían a gente como losFalerio en perros —Lucio casi gritabaahora y zarandeaba a su hijo por loshombros, mientras las delgadas puntasde sus dedos se clavaban dolorosamenteen la carne de Marcelo—. Maldito seas,jura. Prefiero verte muerto antes quedejarte destruir lo que he luchado porconservar.

Una hora después, Lucio FalerioNerva ya estaba bastante amable, ysonreía y saludaba con la cabeza a susamigos, todos ellos clientes y

comprometidos con su causa. La casa delos Falerio rebosaba de invitados detodas las edades y de ambos sexos. Lasmujeres se hacían cargo de los niñosmás pequeños y habían sido relegadas,con sus niñas, a otra parte de la casa. Enel atrio estaban los hombres togados ylos chicos mayores, y Lucio era elcentro de atención. Tan pronto comopudo hacerlo de manera apropiada,Marcelo se alejó del lado de su padre,aún impresionado por el intercambio depareceres que habían tenido aquellamañana; las ceremonias que habíanacompañado al triunfo disfrutado porVegecio Flámino y su legión, no habían

servido para quitarle la sensación dedisgusto.

Un sirviente se aproximó a Lucio yle susurró al oído, y él alzó una manoantes de volverse hacia la puertaprincipal, lo que hizo que todo el mundoquedara en silencio. Permanecieroncomo estatuas mientras se abría lapuerta y Vegecio Flámino hacía suentrada, seguido de varios senadoresque eran o bien familiares, o bienclientes cercanos. Vestía todavía comoun soldado, con su capa triunfal púrpura,el rostro pintado de rojo y la corona dehojas de roble en su frente. Marcelo aúnpudo ver los rollos de grasa bajo su

armadura y su papada temblorosa deantemano mientras Lucio avanzaba pararecibirlo. Se abrazaron como hermanos;después su anfitrión se dio la vuelta altiempo que abría los brazos parapresentar a su nuevo invitado, y lahabitación estalló con los vítores yaplausos de los hombres. Lucio miró asu hijo, que aún estaba resentido por eljuramento que había hecho por lamañana, a través de la muchedumbre,con ojos severos y centelleantes,mientras todavía sujetaba con su mano ladel héroe conquistador. Parecía estardiciéndole a Marcelo: «Mira aquí. Elmismo día de su triunfo, ¡este hombre

viene a visitarme! ¡No hay nada máshonorable que esto!».

—¿Tu padre parece eufórico?Marcelo se giró para mirar a un

joven alto que vestía una simple togablanca. Se veía un gesto burlón en surostro, para remarcar el hecho de que setrataba de una pregunta y no de unaafirmación. Marcelo se dio cuenta deque, al fruncir tanto el ceño con labienvenida a Vegecio, había dadorazones a aquel hombre para que lepreguntara cuál era la razón.

—Vegecio le honra —dijo deprisa.El atractivo rostro se nubló, sus

oscuras cejas se unieron en una mirada

negra, mientras Marcelo intentabasituarlo, pues sabía que lo había vistoantes. El rostro estaba bronceado, comosi pasara mucho tiempo al aire libre, suvoz era profunda y su porte soldadesco.

—Nunca he sido de la opinión deque Vegecio pudiese honrar a nadie, nisiquiera a sí mismo.

—Te conozco, ¿verdad?Los ojos del otro hombre no habían

abandonado la escena del centro de lahabitación.

—La vergüenza final.Marcelo siguió su mirada y vio a

Quinto Cornelio, ahora un visitanteasiduo en casa de los Falerio, que

avanzaba para abrazar a Vegecio. Laamargura en la voz del hombre queestaba a su lado le dio la pista definitivay el reconocimiento llegó con rapidez,aún no había visto a Tito Cornelio hacíamuchos años.

Claudia Cornelia oyó los vítores y,puesto que sabía lo que implicaban,sintió que su corazón se contraía,mientras al mismo tiempo se preguntabapor la ingenuidad de tal reacción. Sehabía criado en una familia senatorial,con un padre indulgente que la tratabacomo a una niña inteligente, un hombreque explicaba la forma en quefuncionaba el mundo, en realidad, como

algo opuesto al mito por el que la gentese mantenía: la honestidad era rara, lacorrupción era la norma. Aulo habíasido la excepción y eso, junto con sufama, fue lo que primero la atrajo haciaél. Quizá Tito hubiese heredado lasideas de su padre. Desde luego parecíadispuesto a matar a su hermano mayorcuando averiguó lo que se proponía,sentimiento que ella aprobaba decorazón, si bien ambos se habíanmantenido en silencio. Quinto sufriríapor sus propios crímenes si los dioseseran justos.

El parloteo de las otras mujeresinterrumpió sus pensamientos, así que

Claudia volvió a atender a suconversación, que parecía versar deltodo en las posibilidades de serasaltadas y robadas en las calles, delprecio y la calidad de los esclavos parael hogar, y cuestiones como lascantidades robadas a amos indulgentespor esclavos a los que se había confiadola gestión de la casa, todas ellas enextremo tediosas. Se hubiera sentidomortificada si le hubieran dicho queaquellos sentimientos eran evidentes ensu rostro: los vítores, además de loscotilleos que había oído, tan sumamentebanales, de un grupo supuestamentecompuesto por la crema de la sociedad

romana. Valeria Trebonia la estabaobservando desde cerca, algo que habíahecho nada más entrar en la habitación.

En parte, era la belleza de Claudialo que excitaba su curiosidad; la esposadel difunto Macedónico era famosa entoda Roma por su majestuoso porte y susexquisitos modales, pero Valeriatambién prestaba atención a suindiferencia, la forma en que parecíaencajar en aquella escena sin pertenecera ella. La sencillez de su vestimentatenía algo relacionado con aquellaimpresión, pues Claudia evitaba todoadorno excesivo. Pese a toda presunciónde virtud de las damas de la habitación,

muchas se habían rendido a las últimasmodas griegas, adornaban sus cabellos ybordeaban sus vestidos con estampados.

No así Claudia Cornelia: su cabellonegro estaba peinado de forma sencilla,una masa de rizos por encima, recogidacon una redecilla trenzada, y el restocaía suelto en una cascada por la partede atrás de su elegante cuello. Su ropajeera igual de sencillo, un vestido blancoy liso, suelto por debajo de su pecho,que la hacía parecer llegada de otraépoca más austera. Con toda la plenitudde su figura, no había nada de afectaciónen ella. Destilaba arrogancia, sin trazaalguna de crueldad, una gran belleza que

no comportaba insinuación de vanidad, yuna compostura que denotaba su linajearistocrático.

Valeria admiraba enormemente aClaudia. Los ruidosos chiquillos quejugaban a su alrededor con abandonoparecían incapaces de atravesar suquietud y aún así la opinión que tenía desus madres se reflejaba en su semblante.La chica era precoz para su edad, y losprimeros signos de su madurez comomujer eran ya evidentes. Era inusual sertan extremadamente impresionable en lapubertad, pero Valeria Treboniasuperaba en un grado a las chicas de suedad. Con unos padres complacientes y

una casa llena de hermanos, a ella se lepermitía una libertad en la educaciónque se negaba a la mayoría de las chicasde su edad. Pocas familias semolestaban en educar a una niña fuerade la preparación necesaria para elmatrimonio y la crianza de los hijos,pero su padre se había hecho conesclavos eruditos para sus hijosmayores, lo que permitía a su hijaacceso a los conocimientos que aquellosimpartían. No es que a ella se lehubieran concedido estas cosas: en unacasa, y mucho menos en una sociedad,tan dominada por los hombres, Valeriahabía tenido que luchar por cada

privilegio que se había ganado.Ella se quejaba vivamente de las

ventajas otorgadas a su hermano Cayo,que estudiaba con el pedagogo griegoTimeón en aquella misma casa, pero suspadres se habían negado no sólo por elcoste, sino también por la idea de pedira alguien tan estricto con la tradicióncomo Lucio que admitiese a una chica ensu clase. Puede que este hubiera pagadouna fortuna por Timeón, pero habíarecuperado con mucho aqueldesembolso al vender sus servicios alos hijos de sus vecinos, con la ventajaañadida de dar a Marcelo compañerosde una clase adecuada.

La necesidad, así como el deseo demanipular, habían hecho astuta aValeria, por lo que tenía experiencia enel arte de jugar con las emocionesadultas para conseguir sus fines. Aquellahabilidad la extendía también a los de supropia edad, en especial a los amigos desu hermano, y recientemente habíadescubierto que existía más de unmétodo para incomodar a aquelloschicos ingenuos. Y al tiempo que sufigura maduraba, ella dejó a un lado lasburlas de los niños en favor del desdénde una mujer.

El objeto de su admiración la miróde repente, a sabiendas de que Valeria

la había estado observando fijamentedurante un rato. Claudia conocía a lachica: en una sociedad tan cerrada, en laque ricos y poderosos se reunían decontinuo en los mismos acontecimientos,se habían encontrado muchas veces. Lachica no se sonrojó al ser descubierta niintentó apartar la mirada, y Claudia, aldarse cuenta, vio también que Valeriahabía crecido, había florecido, y estabaencantadora con su ropa sencilla yjuvenil.

La mirada fija, muy cerca a undesafío, era típica: siempre habíapensado que la chica era algotemperamental, dada a las pataletas

emocionales, algo que sus padres nosólo permitían, sino que cedían a ello,impotentes frente a los cambios dehumor de su hija. Ella misma, que erauna persona estricta, nunca había sentidoque una dosis de buena y anticuadadisciplina romana fuese a resultar en unanueva Valeria Trebonia. Aun así, elcambio despertó su curiosidad, si lachica gruñona había desaparecido paraser reemplazada por una llamativajovencita, ¿habría desaparecido tambiénsu temperamento? Claudia le hizo unaseña y Valeria irguió su recién adquiridaestatura, además de su porte, quereforzaba la impresión de belleza en

pleno florecimiento.—Siéntate conmigo, niña.Valeria frunció el ceño, lo que

divirtió a Claudia, que había usado eltérmino «niña» a propósito. Pero surostro se despejó enseguida: aquelladamita no iba a permitirse que laincomodaran.

—Gracias, dama Claudia —replicóella, y se sentó tras una ligerareverencia.

Hay un ritual en estos encuentros queni siquiera la templanza puede evitar.Claudia tuvo que preguntarle por suspadres, incluso aunque su madreestuviese a la vista en el otro lado de la

habitación, esforzándose por controlar alos ruidosos hermanos pequeños deValeria. Así mismo, debían identificarla última vez que se habían encontrado yhacer comentarios sobre el carácteragradable de aquella ocasión. Teníanque intercambiar condolencias mutuas:Claudia había perdido un marido,mientras que el abuelo de Valeria habíasido apuñalado con saña hasta la muertepor los mismos rebeldes ilirios. PeroClaudia estaba decidida a evitar unacostumbre, la de decirle a la muchachaque había crecido, en parte para evitarla necesidad de adularla, pero más porcausa de que, al tratar con aquella

jovencita, una observación semejanteera superflua.

—Al menos puedes confortarteporque tu abuelo murió como debe morirun romano.

Valeria la miró un poco ansiosa altiempo que contestaba.

—Desearía haber estado allí paraverlo.

—¡Cómo! —exclamó Claudiamientras casi perdía la compostura.

—Encontramos a uno de lossoldados que lo vio morir, un centuriónllamado Didio Flaco. Mi padre lo trajoa casa y le pagó para que pudierarelatarnos la historia y jurara, en la

capilla de la familia, que nuestronombre ha sido ennoblecido por lashazañas del abuelo.

Claudia aún estaba sorprendida,pues veía en las sonrojadas mejillas deValeria y en sus ojos un brillo que eradesconcertante. Sabía que los Treboniocriaban a sus hijos de manera relajada,pero no podía creer que hubiesenpermitido a su hija estar presente en unaocasión semejante.

—¿Y tú estabas allí?Aquello trajo de vuelta parte del mal

genio al rostro de Valeria, y cierto tonode rencor a su voz.

—No. Pero a Cayo le permitieron

asistir. Tuve que escuchar a escondidaspara oír algo.

No parecía tener sentido comentarque lo que había hecho estaba mal y erairreverente; además, no formaba partede sus deberes reprender a la hija deotra persona. Tampoco es que tuvieraoportunidad, el entusiasmo había vueltoal rostro de Valeria y su voz tenía untono jadeante mientras contaba lo quehabía oído.

—Todas las mujeres fueronvioladas, por supuesto, mucho antes deque mataran a puñaladas al abuelo. Nopudieron encontrar ni un rastro de él, yasabes, así que tuvimos que encargar una

máscara mortuoria de memoria. Flacodijo que hombres y mujeres yacíanjuntos, como si fuera…

Aquí Valeria titubeó, insegura dequé palabra usar, pero Claudia tuvo laclara impresión de que, en su estado deansiedad, había estado a punto deblasfemar y sólo se contuvo justo atiempo.

—¡No puedo imaginar lo que te hacedecir que desearías haber estado allí!

Valeria puso una mano en el brazode Claudia, a la vez que apretaba paraaclararlo.

—Pero, ¿no lo ves? Le daría vida alas historias.

—¿Qué historias?—Aquellas que escribió Posidonio

sobre los hombres de las tribus de losAlpes. Es un buen historiador y cuentamuchas cosas sobre los celtas y suscostumbres, pero deja fuera demasiadosobre lo que pasa de verdad.

—Como las violaciones en masa ylos hombres mutilados.

Si Claudia esperaba una respuestarazonada de la chica, quedódecepcionada, Valeria asintió enérgica.

—¿Te imaginas lo que debe de sereso, luchar y derramar sangre, matar aun hombre antes de que él te mate a ti,que te hieran y sangrar, o ver arder a un

hombre vivo dentro de una jaula demimbre?

—No, gracias a los dioses —replicóClaudia mientras se levantaba,visiblemente disgustada—. Y si yo fueratú, joven dama, dirigiría mi mente haciavisiones más moderadas.

Valeria dirigió una amplia sonrisahacia la elegante espalda de Claudiamientras esta se alejaba. Aún laadmiraba y no había pretendido ofendera aquella dama mayor que ella, perohaberlo hecho le producía ciertaemoción placentera, incluso aunquehubiera sido un acto inconsciente. Losgritos del exterior, donde jugaban los

chicos, llamaron su atención. Aquelloacrecentó su sonrisa a la vez que salía amirar, mientras se comprometía, comolo hizo, a ser incluso más traviesa.

La pelota volaba de una mano a otraal mismo tiempo que los jugadoresbrincaban y daban saltos. Nunca pasabamás de un segundo en la palma deninguna mano, pues la cogían y deinmediato se la lanzaban a otro mientraslas chicas que observaban chillabanencantadas y animaban con entusiasmo asus favoritos. Marcelo agarró la durapelota de cuero con la mano, giró sobresus talones y se la pasó con disimulo aCayo Trebonio, a quien pilló del todo

por sorpresa, pues se había movido paracubrir la evidente posibilidad de unlanzamiento por encima de la cabeza.Este hizo un tirabuzón en medio del saltoal intentar saltar hacia atrás cuando aúnse estaba moviendo hacia delante, y laspuntas de sus dedos tocaron la pelota,pero no pudo agarrarla y se le escapópara acabar aterrizando en el polvo.Cayo tuvo la misma suerte y aterrizópesada y dolorosamente sobre sucadera.

—Esta vez te ha pillado, Cayo —gritó Publio Calvino.

Marcelo ya se había acercado paraayudarle a levantarse, a la vez que le

preguntaba si se había hecho daño. Lacara del otro chico estaba contraída porel dolor, puesto que había caído sobretierra endurecida por el sol, pero detodas formas dijo que no con la cabeza:nunca habrían dejado de recordárselo sihubiera admitido haberse hecho daño.Marcelo le sacudió el polvo mientras élse equilibraba en la pierna sana, ydespués se acercó a recoger la pelota,que había rodado hasta los pies de lahermana de Cayo, Valeria, aunque ellano había hecho ni ademán de recogerla.

Cuando la estaba mirando, aMarcelo le dio un vuelco el corazón, loque hizo que se sintiera ridículo: la

conocía desde siempre y toda su vida lehabía desagradado, aunque algo habíacambiado en aquella cría desgalichadaque siempre se las había arreglado paraarruinar sus juegos de chicos. Derepente tenía curvas y su rostro, con sumelena arreglada para aquella ocasiónformal, parecía diferente en ciertomodo. Al agacharse para coger lapelota, su nariz percibió el aroma delcuerpo de ella y se encontró mirando elcontorno de sus largas piernas,fácilmente visibles a través del tejido desu fino vestido de lana, con sus ojosrecorriéndolas hacia arriba en direccióna la V formada donde se unían.

Marcelo se irguió de repente, con lamente revuelta: sólo se trataba deValeria arreglada. La indiferenciavolvería a surgir en el momento en quela viese con ropas normales, con elcabello suelto por los hombros; pero nopodía mantener aquel pensamiento si lamiraba a los ojos. Ella sonriólevemente, y su nariz se movió unpoquito, mientras sus labios parecíanhaber cambiado, haberse vuelto másgruesos y tentadores. ¿O era sólo queestaba sonriendo, dado que lo normalera que anduviera sacándole la lengua?

—Siento haberle hecho daño a tuhermano —dijo él a la vez que se

preguntaba por qué se habría molestadoen hablar.

—¿A quién le importa mi hermano?—ella pasó la mano por la partedelantera de su vestido con unmovimiento que él siguió con los ojos.Valeria sonrió aún más al ver que lamirada de él se detenía ante la visión desus pechos adolescentes, que empujabanel fino tejido.

—Vamos, Marcelo —gritó Publio—. Si no te das prisa, te penalizaremos.

Marcelo se giró deprisa y lanzó lapelota con fuerza a Cneo, que la agarrócon facilidad y apuntó por encima de lacabeza del aún dolorido Cayo, quien

ignoró el dolor de su cadera y saltó paracogerla. La pelota ya estaba a mediocamino de vuelta hacia Marcelo antes deque Cayo plantara su pie bueno en elsuelo. No la tiró con fuerza, no podíalanzarla con mucha energía desdeaquella posición, así que fue todavíamás sorprendente que a Marcelo, elmejor jugador de todos ellos, se leescapara del todo. Sonrió débilmenteante un error tan tonto y después hizo ungesto grosero en respuesta al sonido depedorreta que hizo Publio en sudirección.

Valeria se llevó los dedos a la nariz,como si intentara evitar el olor a sudor

fresco que le había llegado después deque Marcelo se alejara.

—Es demasiado pronto, eso te loconcedo, pero es algo que tiene queocurrir.

—Matrimonio —replicó Marcelo,aterrado.

—¿Por qué te resulta tan extraño,chico? —preguntó Lucio—. ¿Nunca hasoído hablar de algo así?

—Es sólo que nunca me lo habíaplanteado.

—No es cosa tuya planteártelo —insistió Lucio—, sino que soy yo quientiene que decidir.

Lucio había estado bebiendo, más de

lo que era bueno para él, algo inusual enun hombre tan abstemio, aunque era fácilentender el porqué. En su cabeza, ellíder de los optimates había evitado elmás contundente de los golpes. Alasociar a su causa a Vegecio y a susseguidores sin perder al mismo tiempoel apoyo de los Cornelio, Lucio se habíagarantizado una mayoría imbatible en elSenado, algo que bien merecía sercelebrado. Pero había sido la presenciade todas las esposas e hijas en su casa,además del ambiente, lo que condujo laconversación a aquel punto.

—Aun así —dijo con una leveinclinación de cabeza—, sería

interesante oír si tienes algo que sugerir.—No sabría por dónde empezar.—Es muy simple, Marcelo. Tenemos

más poder, en especial después de lo dehoy, que ninguna persona de Roma, asíque no necesitamos forjar más alianzaspara aumentarlo.

—¿Y el dinero? —preguntó su hijo.Lucio asintió.—Siempre está a mano, puesto que

somos una familia del linaje correcto.Tú sabes, Marcelo, que aunque heredéun patrimonio decente, he dedicado mivida a la consecución de objetivospolíticos, propósito por el cual hepermanecido en Roma. Por eso, hombres

de menor valía han sido capaces dellenar sus bolsas con conquistasmilitares o gobiernos provinciales, deuna manera que a mí me estaba vetada.

—¿Nos hace falta dinero?—Digamos que tenemos una fortuna

que necesita arreglos. Por lo tanto,debes casarte con alguien que tenga unauna muy buena fortuna, pero sin poder.Ellos estarán agradecidos por lo quenosotros les confiramos, ya sólo elnombre de los Falerio es algo, ynosotros podremos obtener una inmensadote que asegure que la familia mantienesu posición dominante en la sociedadromana.

Marcelo, que también había tomadoun par de vasos de vino, podía oler elaroma de Valeria en su nariz al evocarla imagen de ella, de pie ante él, y sintióque su sangre empezaba a acelerarse.

—¿La familia de los Trebonio esrica?

Lucio rompió a reír a carcajadas,mientras estiraba el cuello de forma quele hacía parecer un polluelo quedemandara comida desde su nido.

—No, no lo es, pero de todasformas, tampoco importaría. LosTrebonio son nobles desde hace menosde doscientos años. Tendré que soportarrebajar mis exigencias por una buena

dote, pero no quiero llegar tan lejos.

Capítulo Siete

Cholón estaba cansado, acalorado ypolvoriento: las cortinas corridas nopodían mantener el calor ni la porqueríafuera de su litera. Miró el rollo quehabía sobre sus rodillas por enésimavez, mientras rezaba por que llegaran aAprilium enseguida. Muchos de loshombres que habían muerto en Thralaxasprovenían de esta región, así que la cajaque llevaba a sus pies estaba repleta dedenarios de plata. La primera parte desu tarea sería sencilla: había enviado un

mensaje al pretor local en el que lepedía que organizara una reunión defamiliares de los difuntos que habíanvivido cerca de la población y queesperaran su llegada. Con esto sedesprendería de la mayoría de su carga,lo que agradaría a los porteadores quelo transportaban a él y su tesoro.Después, depositaría los fondosrestantes en el templo local de la diosaRoma, para posteriormente recorrer laregión con la esperanza de encontrar alos familiares de los otros fallecidos desu lista. A cada uno se le entregaría undistintivo que, junto con una prueba desu identidad, haría que pudieran recibir

su parte de la herencia.Recostado, intentaba olvidar el calor

y permitía que el vaivén de su silla leacercara a un estado parecido al sueño.Llevaba ya semanas en el camino;primero había ido al norte de Roma,ahora se encaminaba al sur. Le sentabamuy bien no ser ya un esclavo.Resultaba extraño que la Repúblicatuviera tanta confianza en el aura de laciudadanía, aunque permitía quecualquier esclavo liberado por unromano asumiera automáticamente losmismos derechos que su último amo.Aulo le había dejado más que suficientepara vivir con comodidad, si bien él lo

hubiera devuelto todo si hubiera podidosólo para tener a aquel hombre paraservirle. Aquello no iba a suceder, y unavez que hubiese cumplido esta tarea,tendría que encontrar una nueva manerade ocupar su tiempo.

Las relaciones con Claudia nohabían fructificado de inmediato, a pesarde que ella le había rogado que fueranamigos, pero habían mejorado, enconcreto porque compartían la mismarabia por el comportamiento de Quinto.Claudia estaba tan cerca de repudiar asu hijastro como Cholón de envenenarlo,un final apropiado para alguien queestaba dispuesto a abrazar al asesino de

su padre. Tito, enfermo por aquello delo que había sido testigo, habíaregresado a Hispania en cuanto pudohacerlo, mientras dejaba detrás lo que élmismo definió como «el hedor de lapolítica romana». Cholón empezaba apreguntarse si, cuando hubiese cumplidosu tarea, no debería marcharse, quizá aBiaia, que estaba junto al mar y era,según lo que había oído, un lugaridílico, más griego que romano. Con losojos cerrados y las cortinas corridas,supo que habían llegado a Aprilium porel rumor de voces que oía a través de lacortina, así que dejó a un lado suspensamientos sobre una villa con vistas

al mar, sobre las obras y la poesía queescribiría, y devolvió su mente alpresente y a la tarea que tenía entremanos.

Pero si el viaje hasta Aprilium habíasido malo, esto era peor. La primeraparte de su ruta había transcurrido poruna carretera adecuada, la Vía Apia, yahora lo llevaban por desatendidaspistas para carros: buenos para uncaballo, pasables para un carro, peropeor que inútiles para una literatransportada por cuatro porteadores quetropezaban. Por fin, tras haber sido lobastante zarandeado, se apeó de la literay caminó mientras miraba por encima de

los campos de cultivos y los pastoshacia las montañas que dominaban elhorizonte occidental, elevándose enriscos cada vez más altos desde allíhasta el centro de Italia.

El pretor de Aprilium había sidomás cuidadoso, todos los granjeros de lalista de Cholón eran ciudadanosromanos, tan sujetos al impuesto sobrela tierra como al servicio militar, asíque las instrucciones que se le habíandado eran bastante completas. Loshombres habían estado exentos deimpuestos durante su servicio, peroahora que estaban muertos, susfamiliares tenían que encontrar los

medios de satisfacer las necesidades delEstado romano. El pretor había evitadodecirlo, pero esperaba que al menos lamayoría del dinero que estabarepartiendo Cholón acabara en sus arcasmunicipales.

Él y su ahora vacía litera tuvieronque salir de la pista para dejar pasar aun carro cargado de verduras, de cuyamula tiraba una vieja encorvada con elpelo blanco y sucio, revuelto ydescuidado, y el rostro tostado, casinegro, por los años pasados al sol.Cholón aprovechó la oportunidad paraconsultar sus direcciones, aunqueprocuró evitar que le llegase el olor de

ella. La vieja se detuvo ante su petición,y a la manera de la gente del campo,pareció rumiar su pregunta.

—Mi madre, pues sí que se estáhaciendo popular —resolló ella, y a lavez sonrió y dejó a la vista sus encíasdesdentadas—. Tuvo una porrada devisitantes el otro día. Y eso que no teníapor qué recibirlos —entonces se rio,aunque el sonido fue más parecido a uncacareo, y su cuerpo huesudo se agitópor el esfuerzo—. Pues no te dará labienvenida después de lo que lehicieron.

—El hombre al que busco estámuerto —dijo Cholón, ignorando lo

ilógico de su afirmación—. Supongo quetiene un hijo del mismo nombre, ¿no? —ella no contestó y entrecerró sus ojoscon sospecha, mientras metía su manohuesuda en una bolsa que llevaba en elcostado. Cholón sintió que aquellaanciana podía estar despistándolo, puesa la gente del campo no le gusta laautoridad y, con su litera adornada y suselegantes ropajes, podía ser que él separeciera bastante a una figuraautoritaria—. Seguro que su familia merecibirá. Traigo una herencia para ellosde un hombre muy famoso, unarecompensa por su servicio en la legión.

Si pensaba que ella había estado

divirtiéndose antes, no fue nadacomparado con el estado al que quedóreducida a continuación de aquelloscomentarios. Sus ojos se abrieronmucho, una gran bocanada de fétidoaliento escapó de su boca abierta y eleco del ruido que hizo, un únicochillido, pareció rebotar en las colinascircundantes. Le siguió otro, y la mula,asustada, dio un respingo, pero el ronzalestaba bien sujeto y el animal recibióuna poderosa palmada. Después la viejase encorvó el doble, con las manosagarradas a sus costados mientrasjadeaba entre las encías para respirar;su pelo de punta se revolvía cuando

intentaba inspirar un poco de aire yseguía repitiendo las palabras que élusaba cada vez que ella dejaba de reírlo justo para respirar:

—Servicio… legiones… herencia…Cholón miró a sus porteadores para

ver si ellos podían ofrecerle algunaaclaración, pero parecían tandesconcertados como él, así que nohabía otra cosa que hacer que esperar aque la vieja se recuperara. Poco a pocosu respiración se hizo más regular, altiempo que sus manos tocaban susdoloridas costillas mientras volvíalentamente a la normalidad, y por finmiró a Cholón a los ojos.

—La mierda flota, amigo, y si tienesdudas, te convencerás cuando conozcasal hombre al que buscas. Todos solíanreírse de él, y de que sería un caballeroy todo eso. El caso es que seequivocaban.

Cholón seguía confundido.—Aún me tiene que dar la dirección

correcta.La vieja sacó un puñado de huesos y

los arrojó al suelo. Lo que vio allí hizoque temblara y miró fijamente a Cholóncon unos ojos vidriosos, que de repenteparecían llenos de furia y odio.

—No tiene pérdida, señor mío.Sigue esta pista hasta que veas una villa

nueva en construcción, tres paredes y unpórtico, como el de un auténticocaballero. Esa es la casa de Dabo —élse hizo a un lado para dejar que pasara yella empezó a reír de nuevo, aunque estavez de manera más suave, mientrasrepetía la misma letanía—. Servicio…legiones… herencia. Te esperaré aquí,griego. Asegúrate de volver junto a míen tu camino de vuelta. Yo y mis huesostenemos un mensaje para ti.

Cholón se abrió camino enfadado yapenas echó un segundo vistazo a loshuesos dispersos fuera de la pista. Eraun evidente intento de solicitar un pago acambio de alguna engañosa forma de

adivinación rústica. Estaba ya cerca dela granja, demasiado tarde para dar lavuelta y preguntarle, antes de que se leocurriera. Vestía como un noble romanoy hablaba un correcto latín, ¿cómo habíasabido aquella anciana que era griego?

—¿Qué te parece eso? —preguntóMelio desde su posición estratégica enel tejado de Dabo, señalando a lo lejoscon una mano.

Balbo se enderezó con una teja rojaen la mano, se protegió los ojos del soly miró en la dirección que señalaba eldedo de Melio para examinar la literaque se acercaba; después fijó suatención en Cholón, que caminaba junto

a aquella y llevaba, era muy evidente, unrollo en la mano.

—Un recaudador de impuestos —soltó de pronto y dejó caer la teja, quese deslizó ruidosa tejado abajo y cayódesde el borde al polvoriento suelo.

—Justo lo que yo pensaba —dijoMelio mientras miraba ansioso a sucompañero.

Dabo gritó enfurecido desde elpatio. Había estado observando a losdos hombres, al tiempo que sepreguntaba cómo podría hacer queacelerasen el trabajo, notablementeralentizado desde la marcha de Áquila.

—Cuidado con esas tejas, patán.

Cuestan dinero.Balbo lo ignoró y habló en voz baja

a Melio.—No queremos encontrarnos con

ningún recaudador, ¿verdad?—¡Desde luego que no!Balbo fue hacia la escalera.—Digo yo que mejor lo dejamos por

hoy.—¿A dónde vais? —les gritó Dabo

según cruzaban disparado el patio. Loignoraron otra vez, y saltaron al suelomientras él andaba por el patio paraenfrentarse a ellos—. Os he estadoobservando a los dos toda la mañana, yquiero deciros que no estoy contento.

Balbo le dio la espalda.—Esconde las herramientas, Melio.

No tenemos tiempo para llevárnoslas.—¿Qué quieres decir con «esconde

las herramientas»? Volved a lo alto deese tejado o no os pagaré ni un solodenario.

—Alguien viene a verte, compadre,alguien a quien no quieres recibir.

El rostro de Dabo empalideció bajosu sombrero de ala ancha, pues laimagen de Flaco había vuelto a sumente, pero su tacañería lo superó.

—Volved al trabajo. ¡Ahora mismo!Se miraron el uno al otro durante

varios segundos, a la vez que sopesaban

ambos el coste de que no les pagaran yel precio que tendrían que pagar si lossorprendían trabajando como albañiles.Oficialmente estaban censados comopobres y se beneficiaban del subsidio degrano; Balbo se encogió de hombros, seagachó y cogió su martillo antes dedirigirse otra vez a la escalera. Detrásde él, Melio susurró nervioso.

—¿Qué estás haciendo?Balbo se giró y habló con amargura.—¿Te imaginas lo que hará ese

cabrón agarrado si consigue una excusapara no pagarnos?

Melio miró a su empleador, que seretiraba, y se encogió de hombros

totalmente de acuerdo. Dabo se habíadado la vuelta y se apresuraba en llegaral lado abierto del recinto, mientrasmiraba hacia la pista. No tardó muchoen llegar a la misma conclusión que losalbañiles, y su corazón casi se detuvopor el miedo.

—Nueve años —se lamentó—,nueve años de impuesto sobre la tierra.Me van a arruinar.

Se giró y fue hacia la casa, llamandoa su esposa. Sus hijos Anio y Rufurioestaban en los campos, así que ellatendría que lidiar con aquella intrusión;después de todo, estaba oficialmentemuerto. Aquello hizo que se detuviera y

dejara de gritar: una cosa era quedarseen casa mientras otra persona combatíaen tu guerra, pero nunca había tenido encuenta que en realidad Clodio pudieramorir. En silencio, de pie en medio delrecinto creado para su nueva villa amedio construir, maldijo a aquelhombre: si estaba oficialmente muerto,entonces todo lo que había a sualrededor pertenecía a Anio, suheredero. Dabo luchó por poner algo deorden en sus pensamientos, relativos aun hijo al que le disgustaba él tantocomo a él le disgustaba Anio. Si elchico llegaba a enterarse alguna vez deaquello, lo más probable era que lo

echara a patadas de la propiedad. Podíaperderlo todo. Era el momento deempezar de nuevo. Lo que había hechoera ilegal, pero era una práctica regular,si no común, por la que los magistradospodían hacer la vista gorda. En cuanto alos impuestos, podía sobornarlos conuna cantidad que fuese mucho menor quelo que él debía, con una disculpahumillante por haber olvidado el censo.

«No hay futuro en estar muerto»,murmuró para sí. «Es hora de que Dabovuelva del Hades a la tierra de losvivos».

Entonces recordó que había estadollamando a su gorda y vaga esposa y que

ella aún no había contestado, así queentró como una furia en la parte acabadade la casa, contento de tener a alguiensobre quien derramar su ira.

Cholón sintió una extraña sensaciónal aproximarse a los edificios: hastaahora, todas las granjas que habíavisitado estaban arruinadas y suscampos descuidados, lugares dondehabía sentido que el dinero ofrecido porél sería una compensación insuficientepor la pérdida del hombre que senecesitaba para trabajar la tierra. Estaera distinta: aquí la prosperidad eraevidente y un vistazo por el lugar, consus campos bien labrados y su

cochiquera llena y próspera, revelabauna correcta atención. La casa en sí eraun desastre, pero a causa de que en esemomento estaba aún sin terminar. Pococostaba a la imaginación verla comosería, con un patio embaldosadoorientado al norte, alejado del calor delsol. ¿Cómo era posible que aquellagente fuese beneficiaria del legado deAulo? El rostro que lo recibió estaballeno de la desconfianza rural que élhabía llegado a esperar, un hombre dequizá unos cuarenta años vestido con unlargo blusón, que le llegaba por debajode las rodillas, con un gran sombrero depaja en la cabeza. No podía ser el

dueño, pues en nada parecía el tipo depersona que construiría un lugar comoaquel. Aun así, olía como un granjeroque acaba de terminar la tarea másingrata de la jornada.

Por su parte, Dabo se preguntaba aquién estaba a punto de recibir, pues nohabía nada de oficial en los ropajes desu visitante (ni siquiera la vara delcargo) ni en la librea de susacompañantes, vestidos con llaneza ycubiertos de polvo. Arrugó la nariz alcaptar el olor del perfume de aquelhombre, mientras se fijaba en la bandatrenzada que llevaba Cholón en sufrente, algo con lo que ningún romano de

buena cuna se dejaría ver ni muerto, y ensu voz, de tono amanerado, que para unrufián como Dabo sonaba como si fuera¡la de una chica!

—Estoy buscando a los familiaresde Piscio Dabo.

Dabo no dijo nada, mientrasintentaba entender el sentido de laspalabras. Cholón malinterpretó su carade desconcierto, tomándola por unaseñal de rústica estupidez, así querepitió la pregunta, y como seguía sinrecibir respuesta, se inclinó un pocohacia delante y empezó a pronunciarlasílaba a sílaba.

—Te he oído la primera vez —

respondió bruscamente Dabo, molestoporque hubieran creído que era unidiota.

Su visitante, un poco desconcertado,se quedó con un gesto condescendiente ydel todo inapropiado en el rostro. Dabomiró a los cuatro porteadores de detrásde Cholón, que esperaban una ordenpara posar la litera.

—¿Quién lo pregunta?El griego recuperó su dignidad,

cuadró los hombros y habló con dureza.—Primero me contestarás tú: ¿estoy

en la granja indicada?Dabo asintió.—Así es, pero no diré nada más

hasta que me digas por qué estás aquí yquién eres.

—Haz el favor de ser bueno y avisaal dueño. Mi encargo le concierne a él.

—Yo soy el dueño.Cholón se sobresaltó, después miró

a su alrededor, como si lo que habíadicho no pudiera ser cierto. El hombreera bastante mayor para ser padre de unlegionario muerto, pero el rollo de lacenturia decía que el fallecido era elcabeza de familia. Vio a los dosalbañiles, que permanecían ociosossobre el tejado, mientras escuchaban laconversación de abajo con rostrosrecelosos, así que intentó darle una nota

amistosa a su voz.—Entonces eres tú a quien he venido

a ver.Dabo no contestó; en todo caso, su

ceño se arrugó aún más y su voz sonabaahora totalmente hostil.

—¿Para qué?Cholón se sintió tentado de hacerle

un reproche, incluso de darse la vuelta yolvidar a aquel tipo acomodado quevestía como un pedigüeño. Por lo queveía a su alrededor, aquel no necesitabael dinero y sus modales eran ofensivos,pero no era asunto suyo interpretar lasórdenes del general. Así que respiróhondo y soltó la familiar retahíla, que

tantas veces había repetido el último parde semanas. Pero evitó mirar a los ojosde aquel tipo y, en vez de hacerlo, fijósu mirada por encima de su hombro,donde Melio y Balbo escuchaban ahurtadillas.

—Primero debo expresar miscondolencias por la pérdida del cabezade familia. Ten la seguridad de quePiscio Dabo cumplió con su deber haciala República y, en Thralaxas, tuvo unamuerte tan honorable como cualquierhombre puede esperar. En Roma, elrelato ya es materia de leyendas. Antesdel ataque final, el general al mando,Aulo Cornelio Macedónico, al darse

cuenta de que pocos de sus hombres, sies que alguno, sobrevivirían, meencargó dar a conocer a sus albaceas sudeseo. Este fue que todos los hombresque murieran con él deberían serrecordados en su testamento y que susfamiliares no deberían sufrir por susmuertes. Estoy aquí para cumplir esedeseo.

—Y, hablando en plata, ¿qué quieredecir eso?

—Quiere decir —contestó enseguidaCholón— que los herederos de Dabo sebeneficiarán de la muerte en batalla dePiscio Dabo. ¿Eres su pariente máspróximo? —Dabo echó hacia atrás la

cabeza y rio, reacción que molestó aCholón aún más. Al fin y al cabo, losmuertos merecían un respeto, así quegritó a aquel hombre—. ¿Eres parientedel legionario Piscio Dabo?

Dabo esbozó una amplia sonrisa ensu dirección, tentado de contarle sustemores por el recaudador de impuestos.En primer lugar se sintió aliviadoporque aquellos habían desaparecido yla segunda pregunta sólo había servidopara aumentar su buen humor.

—Soy familiar de Piscio Dabo,desde luego. No hay ninguno máscercano, amigo. Se podría decir queéramos gemelos.

—Me pregunto si podemosquedarnos callados y dejar que estoocurra —dijo Melio, que, como sucompañero de trabajo, había oído hastala última palabra de aquellaconversación. Ambos hombres sabíandel trato hecho por Dabo y Clodio, queya era de conocimiento general por laregión.

—Por derecho, cualquier dinerotendría que corresponderle a Áquila —replicó Balbo.

Aún estaba meditabundo,preguntándose si debería intervenir,cuando el visitante sacó un rollo de lalitera, lo recorrió con la vista al mismo

tiempo que seguía hablando y explicabael procedimiento para la obtención deldinero.

—¿Gemelo, dices? No encuentroevidencia de un gemelo en el censo.Sólo un hijo, Anio.

Dabo habló deprisa, con un nuevotono de respeto en su voz, alentado porla avaricia.

—Lo del gemelo era una broma,señor. Anio es el mayor de los hijos dePiscio Dabo. Está en los campos,trabajando.

—Entonces es con él con quien debohablar.

Dabo estaba perplejo; si le pedía

ayuda a Anio, el muchacho haría locontrario sólo por fastidiarle, pero élnunca admitiría ser aquel legionariohastarii vivo y con buena salud. Eso nosólo le supondría un peligro, sino quetambién tendría que despedirse decualquier moneda que estuviera encamino. Pero al menos el acto de ir abuscar a Anio le daría tiempo parapensar, así que tocó el ala de susombrero de paja y se dirigió hacia lasfranjas de campos que conformaban sugranja.

—¿Acaso es asunto tuyo? —preguntó Melio.

Balbo asintió, con los ojos fijos en

la espalda de Dabo, que se alejaba.—Sí, lo es. Así que si pensamos

decir algo, mejor que sea rápido.Cholón no se sorprendió: al ser

griego, se inclinaba más por felicitar aDabo a causa de su buen sentido, quepor asumir una actitud de romanoestirado y reprenderlo. Tampoco lodenunciaría, pues no era asunto suyo. Laúnica pregunta que necesitaba respuestaera cómo hacer llegar la herencia deAulo a aquel muchacho llamado Áquila,porque estaba seguro de que nosoportaría recorrer todo el camino hastaSicilia para entregársela. Los albañilesestaban de vuelta en el tejado,

trabajando, cuando Dabo apareció a lacarrera en el patio con un jovencito deunos diez años, demasiado joven paraser, con seguridad, el Anio Dabo queaparecía en el censo de dos años antes,censo que el padre se las habíaarreglado para evitar.

—Aquí lo tienes, señor —gritó elpadre—. Este el joven Dabo.

—¿De verdad?Dabo, engañado por la sonrisa de su

visitante, sonrió a su vez y se acercó,llevando consigo el olor de la pocilgaen dirección a Cholón.

—Es pequeño para su edad,¿verdad?, pero es un buen muchacho.

—Estoy seguro de que lo es —Cholón miró al chico, que de inmediatorehuyó su mirada—. ¿Cómo te llamas,muchacho?

Dabo reaccionó con exageradasorpresa.

—¡Pues Anio!—Deja que conteste él —Cholón se

volvió hacia el chico al tiempo queseñalaba a Dabo—. ¿Quién es este?

Rufurio, claramente nervioso,respondió sin pensar.

—Mi padre, señor.—¿Tu padre?—Lo que quiere decir es que…—Es del todo evidente lo que quiere

decir. Ahora, chico, ¿cómo se llama tupadre?

La confusión de Rufurio eracompleta, y movía la cabeza de Dabo aCholón, mientras el griego le dedicabauna mirada que lo animaba a hablar.Para el muchacho fue demasiadoimprovisar un nombre en el momento,incluso aunque su padre, que lo mirabacon un gesto enfurecido en su rostro,estuviera deseando que lo hiciera.

—Piscio Dabo.La mano del padre lo golpeó con

fuerza detrás de las orejas y Rufurio sealejó deprisa con un grito de dolor.

—¡Idiota!

Dabo hizo ademán de ir tras elchico, pero Cholón se interpuso entreellos y puso una mano sobre el apestosoblusón de Dabo. No fue la fuerza físicalo que detuvo al granjero, sino más bienque no sabía quién era aquel hombre yno estaría bien darle una zurra a alguienimportante. Además, los cuatroporteadores de la litera habíanempezado a moverse hacia él, a pesar deque su amo había levantado su otra manopara indicarles que permanecieranquietos.

—El chico te ha ahorrado unaazotaina, si no algo peor. Harías bien enrecordarlo.

Dabo sólo gruñó, al tiempo quemiraba furioso más allá de Cholón haciaRufurio, que estaba encogido.

—Ojalá te hubiera abandonado,mierdecilla. Maldigo el día en queClodio encontró a Áquila.

—¿Lo encontró? —preguntó Cholón.Quitó la mano con la que retenía a Daboy se frotó los dedos en un vano intentode librarse del olor del granjero.

—No hubiera encontrado al pequeñocabrón si yo no lo hubiera llenado a élde vino. Si hay alguien que merece unarecompensa, ese soy yo.

—No es una recompensa.—Es dinero, ¿no? —Cholón asintió

con la cabeza, mientras se echaba haciaatrás para evitar los escupitajos queDabo, en su ira, salpicaba a sualrededor—. Lo mismo me da. Hecuidado del crío y de su madre duranteaños, y lo metí en mi propia casa cuandoella murió. No soy de los que dan laespalda a un amigo, incluso aunque elchico no fuese de su propia sangre. Nohay muchos que puedan presumir dehaber sido acogidos dos veces.

Cholón no quería oír nada más deaquello: lo que quería era informaciónsobre aquel Áquila, y después podríadejar aquella granja, así como a aquelapestoso campesino.

—No dices nada con sentido. ¿Quées todo eso sobre el abandono y losniños acogidos?

—El niño, Áquila. Lo encontróClodio después de una noche deborrachera; estaba tirado a un par deleguas de la carretera en esos bosquesque puedes ver desde mi tejado. Sólolos dioses saben de dónde vino ese vagocabroncete con ínfulas de grandeza.Nunca ha cumplido un día de trabajo ensu vida, igual que su padre.

Cholón tuvo una corazonada sobreaquella noche muchos años atrás, elfestival de Lupercalia, cuando Aulo y élhabían dejado un pequeño bulto en unos

bosques alejados de una carreteraprincipal, pero la descartó. El abandonoera algo frecuente y semejantescoincidencias eran cosa de obras ycomedias, no de la vida real.

—Mi único interés es que el chicoreciba el dinero que se le debe. ¿Creesque regresará aquí?

—¡Nunca! —dijo Rufurio. Su padrelo miró furioso, pero estaba de acuerdo,y Cholón dio la vuelta para encarar alchico mientras este continuaba—. Tieneparientes en Roma, un panadero llamadoDemetrio.

—No son parientes, el chico nuncafue adoptado oficialmente —gruñó

Dabo. Entonces su rostro adquirió unaspecto astuto—. Hay hijos de la sangrede Clodio Terencio, así que habría quedarles algún dinero a ellos. Una hermanasuya vive al otro lado de Aprilium.

—¿Vivían con su padre? —Dabonegó con un movimiento de cabeza—.Entonces no son aptos. La herencia erapara quienes dependieran de él. ¿EseÁquila ha alcanzado la madurez?

—No.—Es decir, que tiene…Dabo miró a su hijo pequeño, como

para confirmar, por la diferencia deedad, la veracidad de su respuesta.

—Unas trece primaveras, supongo.

—Entonces es el único apto y eldinero es suyo. Dejaré instrucciones enel templo de la diosa Roma en Aprilium.En caso de que regresara, debesenviarlo a ese lugar.

—¿Y si no regresa? —preguntóDabo.

—Puedo buscar a ese DemetrioTerencio en Roma. Más que eso nopuedo hacer.

Ella los estaba esperando en elmismo lugar, acuclillada al lado de lapista con la mirada fija en los huesosesparcidos ante ella, y como su carrobloqueaba el camino, los porteadores deCholón se vieron forzados a detenerse.

Él caminó hacia ella para ver queapuntaba con un dedo hacia la tierraroja, en la que había dibujado la siluetade un águila picuda con las alasextendidas como si volara. La vieja nolevantó la vista cuando Cholóncarraspeó cortés, y al final él tocó elhombro de ella cuando ella norespondió. La escuálida figura cayóhacia un lado, la cabeza extendida haciaatrás, y Cholón pudo ver con claridadque no había vida en aquellos ojosnegros. Miró los huesos, tirados en elpolvo en el mismo sitio en que habíansido arrojados, y el águila dibujada,mientras se preguntaba qué mensaje, si

es que había alguno, contenían.

Capítulo Ocho

Pasada Neápolis, Flaco y los suyossiguieron hacia el sur, hacia Rhegium,con un sol incluso más caliente, y Áquilacerraba la marcha de la columna con laboca llena del polvo que levantaban losdemás. Minca tenía libertad para correrjunto a la carretera y beber a placer delos delgados arroyuelos que atravesabanlos campos de ambos lados de la ruta.La bulliciosa carretera pavimentadaestaba llena de carros y carromatostirados por bueyes de ojos apagados, y

de mensajeros a galope sobre caballosde posta que exigían derecho de paso,igual que hacían los oficiales y los ricosviajeros en litera con los que seencontraban de vez en cuando. Flaco ysus hombres viajaban por la mañana y aúltimas horas de la tarde, pues, tantohombres, como caballos, descansabandel calor del sol de mediodía durmiendoa la sombra. Por la noche, se detenían enalguna ciudad si podían, o, si ladistancia lo exigía, en las casas depostas del camino, establecimientosplagados de pulgas, con mala comida ypeor vino. Ahora Flaco tenía cuidado depagar por adelantado lo que necesitaran,

de manera que cualquier otro gastorecaería en quien lo hubiera pedido. Nogastaba nada en el chico, que estabaobligado a alimentarse de las sobras deotros viajeros y de dormir en el establo,con su perro y los caballos.

Todos los intentos de Áquila deentablar conversación con Flaco eranestériles: el ex centurión no tenía ganasde hablar de sus años en las legiones nide las hazañas de Clodio Terencio, quelo mejor que había conseguido era serun inocente, y lo peor, un bufón amistosoque siempre andaba escaso de lo quenecesitaba para marcharse; y que,además, se quejaba por todo: por tener

que servir en lugar de Dabo, por laaparente indiferencia de la esposa quehabía dejado atrás, de quien siempredecía que tenía en su poder algo tanvalioso que podría servir para pagar concreces cualquier permiso que él setomara. Flaco no era idiota, y había oídoa los hombres a su mando las promesasy excusas más manidas. Clodio habríaprometido la luna por volver a casa, yFlaco sabía que aquello iba a ser loúltimo que viera de él, sin importar ya eldinero que Clodio perdió apostando conél.

De hecho, cada vez que el chicomencionaba el nombre, Flaco pensaba

en el carro del tesoro, en aquel claromal iluminado y en la riqueza que, porlo que él pensaba, había perdido Clodio,en la profecía que escuchó según la cualmoriría cubierto de oro y en lo cercaque había estado su cumplimiento. ¿Porqué había intentado robar algo tanvalioso con la única ayuda de alguiencomo Clodio Terencio? Aquel hombrehabía nacido para perder. Si había unespíritu que velaba por Clodio, ese eraEgestes, la diosa de la pobreza.

Aunque en ocasiones hasta eldesalmado Flaco pensaba en aquellos alos que Clodio y él habían visto morir yla manera en que habían sido

asesinados; al fin y al cabo, erancompatriotas romanos. Los hombresciviles habían sido ahorcados en losárboles para servir como dianas deflechas y lanzas, las mujeres y las niñashabían sufrido el destino de toda mujeren una batalla perdida, pero tambiénhabía visto soldados asesinados, uno auno, obligados a abrirse camino entredos filas de hombres que queríansometerlos a golpes antes de darles elgolpe final para acabar con ellos.Aquellos pensamientos lo volvían aúnmás taciturno, y eso ocurría antes de queconsiderara siquiera a los hombres quehabía dejado atrás en Thralaxas. Todo

aquello eran cosas que deseaba olvidar,no eran memorias por las que quisieraser recordado.

Cuando Flaco gruñía que lo dejaraen paz, Áquila razonaba que aquelhombre mayor se arrepentía de su únicomomento de debilidad. No podía saberque cada mota de polvo en los dientesde Flaco le servía de excusa paramaldecir la suerte que lo había puesto enaquel camino, con años de duro trabajopor delante y en compañía de una bandade degolladores cuya lealtad nuncapodría comprar del todo, cuando habíatenido una fortuna en sus manos; nopodía saber que sus preguntas le traían

de vuelta a la memoria todo aquello. Ytenía otras inquietudes. Pronto se hizoevidente que Toger y sus compañerostenían acceso a dinero, aunque era unmisterio cómo lo conseguían, porquetenían muy poco cuando los contrató.Cada vez que el grupo se detenía en unaciudad y después de que los hombreshubieran comido, Toger desaparecíadurante una hora con otros dos, yregresaban con los medios para adquirirlas cosas sin las que parecían incapacesde poder vivir: vino y mujeres. Supresencia en cada expedición afirmabaclaramente que era un jefe alternativopara aquellos hombres, fuente segura de

futuros problemas. Mientras asumía quese estaban dedicando a robar, Flacodecidió que necesitaba seguirles unanoche. No iba a interferir: quería aaquellos hombres por las mismashabilidades que sospechaba estabanempleando, aunque había un límite. Siestaban haciendo algo más que robar,aquello podía suponer un riesgo para él.

Sus años en las legiones le habíandado olfato para los problemas. Esanoche, en una casa de postas a variasleguas de la ciudad más cercana, éltendría que haber sido capaz derelajarse, pero los hombres estabaninquietos. Podía ser que, por una vez, se

hubieran quedado sin dinero. Por lo queél sabía, no habían pedido más vino nihabían preguntado al propietario sobrequé otros servicios ofrecía. En concreto,Toger daba vueltas como un leónenjaulado, con la estrecha frentearrugada por el enojo y la frustración,mientras de vez en cuando dedicabamiradas de amenaza a Flaco con susojillos brillantes. El centurión comíadespacio y vigilaba las conversacionessusurrantes, acompañadas de excesivosgestos y de muchas miradas de soslayoen su dirección.

Toger y otros dos, Dedón y Charro,esperaron a que él estuviera en el

establo revisando los cascos de loscaballos, antes de escabullirse bajo lapoderosa luna, mientras Flaco losobservaba desde el umbral de la puertadel establo. Esperó hasta que estuvieronfuera de su vista y después empezó aseguirles; pero los otros hombresaparecieron de la nada y, aunque nopodía probarlo, estaba seguro de quebloquearían su persecución si intentabacontinuar. Flaco tenía demasiadaexperiencia como para arriesgar unflanco al descubierto, así que les sonrió,hizo un gesto para indicar que habíaolvidado algo y regresó al establo.

—¿Dónde estás, chico? —dijo en

voz baja.—¡Aquí! —la respuesta llegaba

desde encima de su cabeza y miró haciaarriba para ver a Áquila tumbado sobreuna bala de paja con el perro a su lado.

—¿Cuánto te gustaría dormir en unacama limpia y comer de tu propio plato?—Áquila no respondió, ni siquieraparpadeó: sus brillantes ojos azulesmantuvieron una firme y desconcertantemirada sobre el hombre mayor—.Togerha salido a dar un paseíto con un par decompañeros.

—Ya lo sé. Salen la mayoría de lasnoches. Estarán de vuelta en una o doshoras.

Flaco habló con impaciencia, puesla sorpresa por la observación del chicodesbordó su naturaleza, por lo comúncautelosa.

—¿Sabes algo sobre en qué andanmetidos?

—No.—Vale, eso es lo que quería saber.—Y tú no puedes irte porque los

otros te cortan el paso.—¿Cómo lo sabes?Por primera vez el chico sonrió.—Se pueden ver muchas cosas

desde aquí arriba. Se puede ver que hanido hacia el norte desde lo alto de lacolina y ya no se los puede ver desde la

puerta del establo.—Baja aquí —dijo Flaco de

repente, enfadado por la manera en queel chico, con sus calmadas respuestas, losuperaba. Áquila se dejó caer desde elgranero y aterrizó con suavidaddoblando las rodillas para atenuar elgolpe. El perro eligió un caminodiferente, pues saltó a un montón de pajay se tumbó allí para vigilar.

—¿Crees que podrías seguirlos?—Con facilidad. Estamos en el

campo, no en la ciudad. Nunca he oídoni he visto un elefante, pero, en lamaleza, Toger debe de sonar igual queuno —señaló con el pulgar hacia el

perro—. Y Minca lo olfatearía a unamilla de distancia.

Flaco lo agarró de una oreja y tiróde ella con suavidad, a la vez queignoraba al perro, que se habíalevantado y los observaba con atención.

—Eres un chulito cabroncete,¿verdad? Quiero saber a dónde han idoy qué han hecho. Averígualo y te pagaréla comida, pero si fallas, ese chucho y túpodéis volver a pie a la granja de Dabo,porque me quedaré como prenda esayegua suya.

Áquila no se acobardó ni gritócuando Flaco le tiró con más fuerza dela oreja, tan sólo miró fijamente al

centurión mientras evitaba encogerse.—Podré hacerlo si sueltas mi oreja.Flaco sonrió y lo soltó.—No te pareces en nada a Clodio,

¿eh?Áquila se dio la vuelta y estaba a

punto de salir por la ventana, mientrassu perro lo seguía nervioso, pero surespuesta fue lo bastante clara.

—¿Y por qué tendría que parecermea él?

La carretera se había construidosobre un paso elevado por debajo delcual corrían regatos a intervalos parafacilitar la irrigación. Áquila avanzó enla dirección opuesta a la que había

seguido Toger, cruzó la carreterapavimentada, se deslizó hacia abajo porel otro lado y corrió hacia el norte, parasalir del campo de visión de los otroshombres, que estaban fuera de la casa depostas. Con Minca detrás, pasó por elprimer canal cubierto por un arco y seabrió camino hacia el pequeñodesfiladero que había visto tomar al trío.Giró de nuevo hacia el norte y corriórápido y silencioso, a la vez queesquivaba los arbustos de aulaga ysaltaba sobre las ramas caídas. El perro,que se había adelantado, se detenía decuando en cuando para olfatear el vientonoroeste y gemía con suavidad si

detectaba algún olor fuerte. Áquila losoyó mucho antes de verlos, pues sudescripción de Toger no había sidoexagerada, y enseguida tuvo a los tres ala vista, Toger bien a la cabeza,avanzando a trompicones en paralelocon la carretera, sin intentar siquieramantener el silencio según avanzaba azancadas bajo la moribunda luz.

Áquila aminoró la marcha, llamó aMinca a su lado y se agachó detrás delos arbustos que le cubrían mientras losseguía. Aún se dirigían hacia el norte,estaba claro que con un destino enmente. Toger se detuvo, levantó un brazopara indicar algo a su derecha y todos se

encaminaron hacia allá. Áquila dejó quemarcharan, mientras esperaba a que sealejaran un buen trecho antes deencaramarse deprisa a uno de los pocosacebuches de aquel paisaje ralo yestéril. Las lámparas de la habitaciónprincipal de la villa brillaban conclaridad en el crepúsculo, y la maneradecidida en que los tres hombrescaminaban hacia allí la identificabacomo su destino, así que Áquila se dejócaer del árbol y corrió tras ellos,manteniéndose aún fuera de su vista. Sedetuvo en seco al oír ladridos de perros,a la vez que agarraba a Minca y loobligaba a sentarse, y se le heló la

sangre cuando oyó hablar a Toger a nomás de diez pasos. El viento habíaapartado su olor de la nariz de Minca ycasi habían tropezado con ellos.

—Los perros ladran a cualquiercosa, ya lo sabéis.

Uno de los otros dos hombres hablócon voz de enfado.

—Hemos venido al sitio por el ladomalo. Nos han olfateado con el viento.Además suena como si fueran unmontón. Nos triturarán si intentamosentrar a hurtadillas.

El tercero intervino.—Siempre te precipitas en estas

cosas, Toger.

Se oyó un leve ruido de forcejeo,después un jadeo, como si uno de loshombres estuviera dolorido, y la voz deToger, ruda, como siempre, que ahoraamenazaba en serio.

—Ten cuidado con lo que dices,malnacido.

La voz que replicó tenía un tonoestrangulado.

—Sólo intentaba explicártelo.—A mí tú no me explicas nada,

Charro. Te lo aviso. ¿Me entiendes?La tercera voz tenía una nota de

miedo.—No más matanzas, Toger.—¿Te estás volviendo blando,

Dedón?—Me estoy volviendo sensato. Ya

hemos matado en esta carretera, si lohacemos otra vez, un magistrado tendríaque tener el cerebro como un guisantepara no atar cabos. No podemos irdejando muertos por todo el caminodesde Roma a Sicilia.

La voz de Toger sonó iracunda.—¿Y qué sugieres, que hagamos

todo el viaje sin una gota de vino y sinmujeres?

—No, pero si podemos robar sinderramar sangre, es mejor dejarlo. Y noveo cómo podemos robar en una granjasin herir a nadie. Era una idea ridícula.

—¿Y si te dijera que ese granjerotiene un par de hijas de primera?

—Te las puedes quedar para ti si tehace ilusión, Toger. Yo digo queesperemos hasta parar en otra ciudad.

—Estoy tan seco como las tetas deuna vestal, y necesito una mujer.

—Nunca te he visto sin queestuvieras así, compadre. ¿Por qué no lepedimos a Flaco un adelanto de nuestraspagas?

La voz de Toger volvió a sonarenojada.

—No me arrodillaré delante de esehijo de puta.

—Pues, te guste o no, Toger, ahora

él es el jefe.Otro jadeo estrangulado acompañó

la respuesta de Toger.—Eso ya lo veremos un día de estos.

Quizá cuando me dé demasiadasórdenes.

—Entonces, vigila tu espalda,compadre —gruñó el tercer hombre—.Sin él no habrá ni comida ni bebida, porno hablar de las mujeres.

Toger resopló.—¿Qué? ¿Que uno de vosotros

intente matarme? Eso cuando los cerdosvuelen.

—Bueno, lo que digo es que estonunca va a salir bien. O bien entramos

ahí y los matamos a todos, incluidos losperros, o bien lo dejamos y volvemos ala casa de postas.

—Yo voto por dejarlo.—Y yo digo que entremos —gruñó

Toger.Por primera vez, la voz de Dedón

superó en determinación a la de Toger.—Entonces tendrás que hacerlo tú

solo.Áquila oyó el sonido de una espada

que golpeaba contra una roca, sonidoque hizo que los perros ladraranfuriosos otra vez, y esta vez fue losuficientemente ruidoso como para queuna puerta lejana se abriera.

—¿Para qué has hecho eso? —gruñóToger.

—Para ayudarte a recuperar elsentido, compadre.

Siguió a aquello una sarta demaldiciones, acompañada del ruido quehicieron al levantarse para marchar.Áquila estuvo en pie y lejos de allí antesde que los tres hombres se hubierandado la vuelta, y corría a toda prisa a laluz de la luna para poner tanta distanciaentre ellos como pudiera. Siguió lamisma ruta para regresar y llegó a laparte trasera de la casa de postas sin servisto por los hombres, que buscaban enel camino alguna señal de la vuelta de

sus compañeros. Metió a Minca en elestablo y fue en busca de Flaco, a quienle contó casi sin aliento todo lo quehabía oído. El centurión parecíapensativo y le preguntó sobre la charlaacerca del derramamiento de sangre,pero Áquila no le pudo contar más quelo que ya sabía.

—Bien, te has ganado cama ycomida, chaval —señaló hacia la mesa—. Sírvete algo de comer —al no habercomido bien durante días, Áquila teníaun hambre canina. Se llenó la boca depan y queso y se sirvió una mezcla devino y agua—. Puedes acostarte en elbarracón con los otros.

—¿Minca? —preguntó Áquila con laboca repleta de comida.

—Puede quedarse en el establo —contestó Flaco bruscamente—. ¡Yasegúrate de atarlo bien!

El dormitorio estaba lleno deviajeros dormidos. Los mercenarios,Toger incluido, estaban sentados fuera,hablando tranquilos, y quedaban ensilencio cuando alguien se acercaba. Elcenturión había pagado por el catre deÁquila, además del derecho a usar elsurtidor, y este aprovechó su privilegiopara lavar su blusón y sus pañosmenores, todo ello rebozado en polvopor los días pasados en el camino. Se lo

quitó todo, incluido su amuleto, queacariciaba con cuidado al tiempo quebombeaba agua en el abrevadero depiedra y pensaba en los muertos Fúlminay Clodio, en tiempos más felices coneste último, cuando, siendo aún un crío,nadaban juntos y se enzarzaban enpeleas de broma, y en la tristeza de supartida.

Mientras lavaba deprisa,derramando agua por todas partes, echósus ropas al agua, ahora ya sucia, y lasfrotó con vigor. Estaba escurriendo elexceso de agua de su blusón, cuando, alsentir que lo observaban, se dio lavuelta. Toger estaba de pie delante de la

puerta, con lo que parecía una sonrisa ensu cruel y desagradable rostro. Sus ojosporcinos bajaron a la entrepierna deÁquila y su sonrisa se ensanchó.

—Vaya, pero si ya eres un hombre—dijo con un resoplido. Estiró un dedopara señalar el vello que afloraba entrelas piernas del chico—. Aunque creoque aún te falta bastante.

Se pasó la mano por su entrepierna.—¿Quieres ver cómo es la de un

hombre de verdad?Áquila se puso su blusón

rápidamente, aunque estaba empapado,con la intención de ocultar su desnudez.Se estremeció cuando la tela fría y

húmeda tocó su piel y después alcanzósu amuleto.

—Vamos a echarle un vistazo a eso—soltó el rechoncho mercenario.

El chico lo miró desafiante mientrasataba el amuleto alrededor de la partesuperior de su brazo. El rostro de Togerse contrajo en su gesto de enfadohabitual y avanzó con pesadez hacia elabrevadero. Áquila intentó pasar por sulado, pero el hombre le puso una manoen el pecho y lo empujó hasta que suespalda estuvo apoyada contra la durapiedra; después acercó su cara y sualiento apestoso y el chico se apartóhacia un lado.

—Cuando te diga que hagas algo,niño, lo haces, porque si no puedo sermalo de verdad —Áquila vio que suslabios se separaban en una especie desonrisa y sintió que alargaba una manopara sobar su entrepierna—. Pero, mira,también puedo ser bueno. Me da a míque puedes necesitar alguien que tecubra las espaldas, tan jovencito comoeres. Puede que un par de esos de ahí tetenga ganas. No les preocupa muchodónde meterla, con tal de que estécaliente.

La barriga de Toger presionabaahora a Áquila. La mano libre delmercenario jugueteó con su cabello

dorado, después bajó y agarró elamuleto en el que resaltaba el águila.

—Bonito. A mí me quedaría bien.Puede que decida cogerlo algún día. Amenos que seas mi amiguito. ¿Qué medices, chaval?

Áquila no contestó ni tampoco podíamirar a los ojos del hombre, y sólo elsonido de unas voces que se dirigíanhacia el cuarto del surtidor lo salvó dela necesidad de contestar. Toger loapartó con violencia, metió las manos enel agua y sacó los paños menores deÁquila, que aún estaban dentro del agua.Después se los tiró al chico a la cabezajusto cuando entraban los otros

mercenarios.—No queremos que estén por

medio, ¿verdad, chico? Podrían excitara alguien.

Todos vieron las ropas que sehabían lanzado y recogido, y una vez quelas identificaron, les produjo bastantegracia. Puede que se preguntaran porqué el chico no se unía al jueguecitoprocaz, pero Áquila sospechaba queprobablemente lo sabían.

La mano le cubrió la boca antes deque estuviera despierto del todo y sintióque el catre se hundía mientras el pesose apoyaba a su lado. La voz de Togersusurró en su oído mientras empujaba su

cabeza hacia abajo hasta que su bocaestuvo enterrada en la paja del jergón.

—Si haces ruido, te parto el cuello.Áquila se revolvía en silencio, al

tiempo que movía la cabeza de un lado aotro. Podía sentir que Toger le clavabasu miembro e intentaba penetrarlemientras él apretaba con fuerza losmúsculos de sus nalgas y oía al hombremaldecir. Entonces el mercenarioempujó su cara en el catre para intentarobligar a Áquila a permanecer bocaabajo. Él se revolvió con fuerza, peroaquel hombre era todo músculos. Cruzólas piernas y apretó sus rodillas contodas sus fuerzas cuando Toger se puso

encima de él. El mercenario abandonósu intento de forzarlo, y en vez dehacerlo, se colocó de manera que supene quedó atrapado entre las nalgas deÁquila y su propia barriga. El chiconotó que empezaba a moverse, notó ladureza de su erección en la parte baja desu espalda. Toger se movía cada vezmás deprisa y también su respiración seaceleraba, hasta que un chorro delíquido caliente golpeó la columna deÁquila.

El mercenario dejó de moverse yempujó su boca contra la oreja delchico.

—Te lo haré, recuérdalo —susurró

—. Y llegará un momento en que lodesearás. Lo hubiera hecho ahora, perohabrías despertado a todos. Espera aque te pille solo —Áquila creyó oír quese reía—. Y cuanto más te revuelvas,chaval, más me gustará.

La mano ya no le tapaba la boca.Áquila habló en voz baja sin saber bienpor qué.

—No, no lo harás. A partir de ahoradormiré con mi perro.

Toger simplemente se rio, a la vezque empujaba la cabeza del chico contrala paja del jergón y con la otra hurgabaen la correa de cuero que sujetaba elamuleto, para desatarlo. No fue fácil,

pero al final consiguió aflojarla;después se agachó para susurrar otra vezen la oreja de Áquila.

—Si quieres que te devuelva esto,chico, hay una única manera deconseguirlo: pon esos bonitos labiostuyos a trabajar. Y en cuanto al perro, nopongas muchas esperanzas en él, porqueel viejo Toger nunca se arriesga. Hetratado con perros toda mi vida. Siechas un vistazo en el granero, sabrás dequé estoy hablando.

El catre crujió mientras selevantaba. Áquila se dio la vuelta y lovio caminar con descaro hasta su propiocatre al fondo de la habitación. Ninguno

de los otros hombres se habíadespertado, o, si lo había hecho, nohabría considerado aquello de suincumbencia. Se apretó la boca con lamano para refrenar sus lágrimas y selevantó deprisa. Corrió hasta elabrevadero para lavarse la porquería deToger. Una vez limpio, se dirigió algranero, deseoso de la compañía deMinca, del calor de algo en lo quepudiera confiar.

Toger había usado la cuerda con laque Áquila había atado al perro deGadoric, y lo había estrangulado apulso, para dejar después el gran cuerponegro colgado de una viga del granero.

Áquila cayó de rodillas con elsentimiento de estar completamentesolo, más solo que el día en que Fúlminamurió.

Se habían reunido junto a los caballos,que estaban atados y ensillados para lajornada de viaje. Toger daba la espaldaal establo cuando Áquila salió, con lalanza en la mano y equilibrada contranquilidad en su hombro. Sus ojos,igual que la punta de la lanza, apuntabana la espalda de Toger. Dedón miró porencima del hombro del otro y movió lacabeza para señalar al chico; Toger se

dio la vuelta y se sorprendió ante lavisión de la lanza.

—Saca tus armas —dijo Áquila convoz inexpresiva.

Las cejas de Toger se elevaron aúnmás, de forma que desapareciócualquier rastro de su frente.

—¿Cómo dices, chaval?—Te he dicho que saques tus armas.

Si no lo haces, te mataré de todasformas.

—¿Tú me vas a matar a mí? —Togerse llevó el dedo gordo al pecho y dio lavuelta para que los otros entraran en sujuego. Flaco, en pie detrás de sucaballo, sacó su espada de la vaina. Si

el chico hablaba en serio, cuando Togerlo matara, él tendría que acabar con elmercenario.

—Quieres que te devuelva esto, ¿no,chaval? —dijo Toger, mientras pasabala mano por encima del amuleto decuero, que ahora adornaba su brazo.

La cabeza de la lanza se moviólevemente.

—Eso y que pagues por habermatado a mi perro.

Toger resaltó lo ridículo de lasituación a los otros hombres.

—Mirad al enano enclenque. Siapenas puede levantar eso.

La voz de Áquila, tranquila y fría,

hizo que se giraran para mirarlo.—Es tu última oportunidad, Toger.

No lo diré otra vez.El mercenario no debería haberse

reído, y fue aún más estúpido que echarala cabeza hacia atrás de aquella maneratan exagerada. La punta de la lanza lealcanzó en el centro del cuello y lafuerza de su impulso era tal que saliópor la parte de atrás del cráneo.Después atacó Áquila, con gritosenloquecidos, pero para cuando suspuños golpearon a Toger en su peto decuero, el hombre ya no podía sufrir más.La sangre manaba de su boca y de sucuello, burbujeaba al mezclarse con su

aliento; cayó con las piernas tiesas yaterrizó en el polvo con un tremendoruido sordo. Toger croó una o dosveces, después su cuerpo quedóexangüe. Áquila, de pie junto a él,tembloroso, extrajo su lanza del cráneodel hombre. El flujo se convirtió en unchorro mientras el corazón bombeaba lasangre fuera del cuello roto, formandoun charco a los pies de Áquila. Con lalanza en el hombro, miró a los demás,que estaban boquiabiertos, anonadadospor lo que había ocurrido. No podíancreer que un simple crío pudiese matar aun hombre al que todos habían temido.

Su voz los devolvió al presente.

—Si alguno de vosotros trata dehacer lo que él intentó anoche, lo matarétambién.

Flaco devolvió la espada a su vainay levantó la voz.

—Diría que el chico nos ha hecho unfavor a todos —las cabezas se volvierony lo miraron, mientras intentaban captarel sentido de lo que había dicho. Flacosabía que ese era el momento: si noestaban de acuerdo, podía dejarlos atodos atrás—. Yo estaba dispuesto amatarlo de todas formas, así que Áquilame acaba de ahorrar la molestia. Ahoracavad un agujero, enterrad a ese cabróny pongámonos en camino.

Áquila había bajado la lanza y,temblando aún de la cabeza a los pies,dejaba que las lágrimas se deslizaranpor sus mejillas. Flaco se acercó y miróel cuerpo ya muerto; después searrodilló de pronto, le quitó el amuleto ypasó un dedo por el águila antes deatarlo otra vez en el brazo del chico, quesollozaba. Cuando terminó, le dio unapalmadita en la espalda y, después, lepuso la mano en el hombro paracalmarlo.

—Deberíamos apodarte Hércules,muchacho —Áquila levantó la vistahacia él, con los ojos aún húmedos, pueshabía temido morir, si no de mano de

Toger, a manos de sus amigos entonces—. Creo que te daré una paga e inclusote encargaré un trabajo especial.Permanece a mi lado en todo momento, ysi crees que estoy en algún peligro, usaesa lanza de la manera en que lo hashecho con ese cerdo. Mejor aún, puedesquedarte sus armas. Aprende a usarlastambién y quizá hasta yo tenga queevitarte.

Áquila se sentó a descoser lospuntos del amuleto con la punta delcuchillo de Toger, mientras cavaban latumba. Su mente volvía una y otra vez alas palabras que había empleadoFúlmina. Le había dicho: «Póntelo

cuando ya no temas a ningún hombre».Ahora no estaba seguro de que aquellofuese verdad, pero la sola idea de llevarpuesto el amuleto de cuero le resultabaimposible de contemplar, pues cada vezque lo tocara pensaría en Toger y en loque había pasado en el barracón: lasangre no había lavado su sensación derepugnancia. El oro brilló a la luz delsol mientras él miraba su herencia porprimera vez, maravillado por la maneraen que el pájaro, colocado contra elcielo azul, parecía volar. Descosiótambién la cadena, la pasó por elagujero de la parte de arriba delcolgante y la sostuvo en sus manos,

dispuesto a ponérsela, pero la sombraque se cernió sobre él hizo que el chicomirara hacia arriba. Dedón permanecíaallí con los ojos fijos en el águila.

—Fue un buen trabajo conseguir queToger no supiera que eso estaba en elamuleto, porque si no te habría colgadoa ti en el granero en vez de al cachorro.

Áquila se puso el colgante y empujóel frío metal contra su tibia piel. Cerrólos ojos y los rostros aparecieron anteél. Clodio, Fúlmina, Gadoric y Minca.Ahora del todo solo, no pudo contenerlas lágrimas que asomaron por lascomisuras de sus ojos, así que selevantó de repente y caminó hacia los

dos hoyos que los mercenarios habíanexcavado bien lejos del camino. Todoslos ojos estaban fijos en el objeto,brillante por la luz del sol, que colgabade su cuello. Arrojó el amuleto de cueroen la tumba más grande y se quedómirando mientras lo enterraban. Mincafue enterrado con más ceremonia queToger: se señaló su sepultura y se rezóuna oración, tan apropiada comodesgarradora.

No vio que Flaco miraba aquelcolgante de oro, mientras se maldecía yse preguntaba si, después de todo, habíasido sabio. Quizá había juzgado mal aClodio Terencio.

Capítulo Nueve

Sólo por el ambiente de la casa,Marcelo ya sabía que se estabapreparando algo. Fuera como fuese, lacarga de trabajo de su padre, además delnúmero de visitas a la casa, se habíaincrementado. Los equites habíanpromovido una medida para aumentar supoder mediante el control dedeterminados jurados, prerrogativa hastaentonces del Senado. Los caballeros sequejaban de que aquellas comisionessenatoriales de adjudicatarios hacían

imposible que se llevara a un miembrodel Consejo supremo ante la justicia.Pocos senadores eran tan intachables oestaban tan limpios de toda corrupcióncomo magistrados o gobernadoresprovinciales, o como para permitirsecondenar a uno de los suyos. Durantedécadas hubo un sonsonete dedescontento que formaba parte de laeterna lucha entre el Senado y lasiguiente clase superior de ciudadanosen la escala social, que buscaba mejorarsu estatus; pero, a juzgar por losdisturbios en los barrios más pobres dela ciudad, las cosas estaban llegando aun punto crítico.

Por primera vez se le permitía noestar al tanto de lo que fuera que estabaa punto de suceder. Quinto Corneliohabía ocupado el puesto de confidente yconstante compañía de Lucio, por lo quese dejaba que Marcelo se dedicara a susestudios y, lo que era más importante, asus juegos y su entrenamiento militar.Sus compañeros y él tenían libertad paramarchar al Campo de Marte en cuantoTimeón acababa sus clases. Elpedagogo, antes tan dado al castigofísico, había renunciado a su vara desarmiento y hacía tiempo que habíareducido sus castigos: puede quehubiera visto a sus alumnos practicar

con espadas de madera y jabalinas, y sehubiera dado cuenta de que aquelloschicos, llegados a la madurez y en elcaso de que se volvieran contra él,podrían causarle demasiado daño.Puede que incluso hubiera recordadouna advertencia que le había hecho unavez Aulo Cornelio: que era una malaidea excederse al disciplinar a un chicoque quizá algún día, cuando su padreexpirase, sería su amo.

Lucio había contratado los serviciosde un viejo soldado, Macrobio, para queentrenase a su hijo en la gran tradiciónde las armas romanas. Era una tareapara cuyo desarrollo estaba bien

cualificado; tras haber servido toda suvida en las legiones, surcaban su cuerpolas cicatrices de un centenar de batallas,y a pesar de su avanzada edad, susmúsculos aún eran firmes por elejercicio constante de su rutina diaria.Su nariz enrojecida y su rostro surcadopor venillas atestiguaban la otra parte desu rutina, pues era parroquiano nocturnode las tabernas más sórdidas. Marcelo,con el cuerpo engrasado y cubierto depolvo, embestía furioso con su espadapostes de madera; luchaba, saltaba,peleaba con los puños, lanzaba el discoy la jabalina, levantaba pesas y, comodescanso ligero, hacía rodar el aro y

tiraba dardos, todo ello antes desumergirse agradecido en las rápidasaguas del Tíber. Allí se bañaba junto alos otros jóvenes ricos de Roma, asícomo con los veteranos que aún acudíana diario al Campo de Marte a hacerprácticas con sus armas.

Así era la vida de un jovenaristócrata romano: Macrobio leenseñaba lo mismo a montar que aluchar, lo llevaba a las colinas querodeaban la ciudad y lo iniciaba en lasdestrezas de la caza. Allí, pese a laevidente habilidad de Marcelo en todaslas artes de los juegos, la guerra y lacaza, lo reprendía de una manera que el

padre del muchacho aprobaba. Lasimple pericia no era aceptable, nisiquiera la excelencia merecía el elogiodel legionario curtido en batallas, yMarcelo era excelente, lo bastante buenocomo para tener un público de hombresmucho mayores que él, además de loschicos de su edad. Corría con rapidez ysaltaba alto y lejos, peleaba con mañaasí como con fuerza, y a menudo vencíaa chicos de mucha más edad que él. Erapeligroso con la espada y el escudo,lanzaba la jabalina bien lejos y conpuntería, y no lograba ninguna de estascosas a expensas de su educación.

Incluso Timeón, a quien Marcelo

disgustaba más que cualquiera de susotros alumnos, tenía que aceptar que elchico lo hacía bien durante sus clases.Su griego era perfecto, dominaba laaritmética y escribía y hablaba bien enlatín, y según se acercaba a la edad enque un muchacho viste su toga de adulto,Lucio Falerio podía mirar a su hijo,ahora más alto que él, y sentir que laspredicciones que había hecho sobre elnacimiento del chico, que alcanzaría lagrandeza en las áreas que le habían sidonegadas al padre, estaban bienencaminadas para convertirse enrealidad. El recado de que acudierajunto a Lucio llegó tarde aquel día,

cuando Marcelo ya estaba cansado desus esfuerzos en el campo y también dellargo baño que había disfrutado en elrío. Habían llamado primero aMacrobio para que informara de susprogresos, mientras Marcelo tomaba unacomida rápida y ordenaba con prisa quele cambiaran la ropa, puesto que nuncase presentaría ante su padre con unropaje que apestase a sudor. Macrobiosalió del estudio y le indicó que entrara,y así lo hizo él, para encontrarse con queQuinto Cornelio estaba presente.

—Debes de pensar que te he estadoignorando, Marcelo —dijo Lucio de talforma que sonó como si fuera culpa de

su hijo. ¡Cuánto deseaba el chico poderexplicarle lo mucho que se deleitaba consu reciente libertad!—. No ha sido porelección propia, te lo aseguro, pues loque ahora está pasando afecta al mismocentro de las dificultades que asedian ala República.

Marcelo rogó en silencio que no losometiera a otro discurso, pero se diocuenta de que la presencia de Quinto leahorraría la repetición del típicoinforme sobre el estado actual de lapolítica romana.

—Siempre ocurre de la mismamanera —dijo Quinto—. Por mucho queen el Senado consideremos que

tendríamos que ceder, siempre hayelementos sediciosos que exigen más.

—¿Estáis seguros de que vuestrodesacuerdo es con los caballeros? —dijo Marcelo, en una intervención quehizo que su padre reaccionara molesto.

—¿Quién si no crees que atiza laspasiones del populacho? —espetó él altiempo que se inclinaba hacia delante—.Son ellos, que les prometen comida debalde y una vida mejor; luego se hacen aun lado, mientras su criatura ataca almás augusto cuerpo de hombres quenunca ha visto el mundo. La vida queviven es la que nosotros hemosconseguido para ellos. El mundo tiembla

al oír nuestro nombre, teme ofendernos.Reyes y embajadores vienen a Roma, ydoblan la rodilla ante nosotros…

La voz de Lucio se fue apagando yse recostó en su silla y cerró los ojos.Parecía débil y cansado. Marcelo miróenseguida a Quinto para ver si tenía lamisma impresión, que un arrebato dedescuido semejante era inusual en unhombre que siempre había sido famosopor su autocontrol. Ahora, cada vez más,su mal carácter parecía llevarse lomejor de él. Pero Quinto permanecíasentado con rostro inexpresivo, como silo que se había dicho fuese más unafrase hecha que el arranque de una

apasionada perorata.—Tú siempre me has explicado que

cualquier sistema tiene que ser unadisputa continua, pues todo grupo, alperseguir sus intereses, intenta aumentarsu poder. Es como una ley natural.

Aquello hizo que Quinto prestaraatención, sonándole, como le sonaba, afilosofía, algo que consideraba enextremo peligroso, puesto que tendía ahacer que los hombres cuestionaran elorden establecido. Miró con hostilidad aMarcelo, como si este hubieradenunciado al mismo Júpiter en persona,mientras Lucio abría los ojos y miraba asu hijo, con la huella de una sonrisa en

su rostro: era evidente que estabaencantado con lo que veía, pero norespondió a la cuestión.

—Entre nosotros hay muchadiferencia de edad, Marcelo, y hacetiempo que sospecho que puede que noesté vivo para verte asumir tu legítimopuesto de magistrado superior.

El chico contestó rápidamente, altiempo que pensaba que aquello era unanueva salida: su padre nunca hablaba desu propia mortalidad.

—Te deseo una larga vida y buenasalud, padre.

Lucio le agradeció el sentimientocon un movimiento de cabeza, y

Marcelo, que amaba a su padre, hablabaen serio: puede que fuera severo yexigente, pero para un chico de su edad,se trataba de los derechos de un padre ypor mucho que Lucio no considerase undeber atenuar el rigor de su vida, almenos mostraba a su hijo cierto gradode respeto poco frecuente en unarelación de este tipo. Siempre que elpadre le preguntaba su opinión, tenía losbuenos modales de escuchar surespuesta, y cuando pensaba que sehabía equivocado, a menudo leexplicaba con paciencia una soluciónmejor.

—Si hubieras nacido antes,

Marcelo, ya te habría pasado miscargas, como es natural —Lucio semovió hacia un lado y, con un gestoindiferente de la mano, indicó los rollosde papiro que abarrotaban cada estantede su estudio—. Pero no puede ser —entonces se inclinó hacia delante y llamóla atención de Marcelo sobre elsilencioso Quinto—. Debes empezar aconocer mejor a Quinto Cornelio. Me hetomado la libertad de discutir tu futurocon él.

El visitante le sonrió y había en suvoz un tono engañoso al hablar, suspalabras iban dirigidas a agradar más alpadre que al chico.

—He de decir que me place lo queoigo, Marcelo. Tanto Timeón comoMacrobio han alabado tus progresos.Desearía que mis propios hijos tuvieranel mismo grado de destreza.

—Me he confiado totalmente aQuinto Cornelio, Marcelo, y tengo laintención de dedicar todos mis esfuerzosa asegurar su acceso al consulado —ahora el otro hombre estaba radiante:con Lucio Falerio Nerva de su lado,tenía la seguridad de que alcanzaría eléxito—. Él y yo vemos las cosas de lamisma manera, y eso es algo que resultagratificante.

—Sería un estúpido si no siguiera

tus consejos en todo, Lucio Falerio.Ambos hombres inclinaron

levemente la cabeza, como si enfatizaranla verdad de lo que Quinto había dicho.

—Creo que ya hemos concluidonuestros asuntos, Quinto. ¿Podría rogarteque me dejaras un rato a solas con mihijo?

Aunque cortés, aquello no dejaba deser, sin embargo, una orden de unhombre que sabía que iba a serobedecido, si bien Quinto dudó un pocoantes de levantarse, lo que forzó a Lucioa ponerse en pie en primer lugar,dejando así claro que se trataba de algomás que un simple cliente con una

petición. Marcelo observaba fascinadocómo los dos hombres se despedían,mientras apreciaba cada matiz del modoen que cada uno trataba con el otro: viocómo Quinto ponía a Lucio en laposición de tener que mostrar él mismola puerta a su invitado. Todas las formasse mantenían con respeto, comocorrespondía a la diferencia de edad yposición entre ellos, pero Quinto hacíapatente que ahora eran las únicas doscosas que los separaban. Lucio no sesentía ofendido por esto, cuando volvió,estaba sonriendo y parecía haberrecobrado las fuerzas.

—Ese joven tiene el cerebro de su

padre, Marcelo, y le da mejor uso. Yacuando era niño me di cuenta de queestaba destinado a ser más que unsimple soldado.

Su hijo se preguntaba cómo setomaría Tito aquella afirmación: elsegundo hijo de Aulo CornelioMacedónico estaba satisfecho con sersólo eso. A ojos de Marcelo y por esarazón, era el mejor de los dos. Cuandosu padre mencionó aquel nombre, su hijose sobresaltó igual que si lo hubiesensorprendido entregándose a unpensamiento irreverente.

—Tito nunca deja de parlotear sobreHispania; se queja de que no prosigamos

la guerra con suficiente rigor, enespecial por los fuertes de las colinas.Parece tener una fijación con ese Breno,igual que le pasó a su padre antes que aél. Ya sabes que lo hemos discutido.

Marcelo no lo miraba, atrapadocomo estaba entre su admiración por unvaliente soldado y el temor a sersorprendido con dudas relativas a losprincipios de su padre.

—He puesto a prueba a Quinto enese aspecto, para ver si el pesimismo desu hermano le nublaba el juicio, pero, almenos en esto es tan lúcido comointeligente. Dejemos que las tribus seporten mal. Como yo, él considera que

Roma tiene asuntos más apremiantes queesos ladrones.

—¿Qué dijo exactamente, padre? —preguntó Marcelo, curioso a su pesar,pues tenía la ligera sospecha de que laopinión de Quinto incluía una buenacarga de mala intención.

—Que Tito se sitúa demasiado cercadel problema y no puede ver quetenemos tiempo. Dejemos que Breno ysus aliados castiguen la frontera. Nadaobligará a Roma a atacarlo, Marcelo, amenos que Roma lo considere necesario.

Lucio se sentó, aún visiblementecomplacido, y Marcelo se preguntaba siel aparente agotamiento de hacía unos

minutos había sido una actuación. Surostro no mostraba ahora señal algunade fatiga, estaba tan fresco comosiempre lo había estado.

—Quinto tiene algunos problemascon las deudas de su padre, que le hanhecho entretenerse un poco. Una suerte,pues me ha dado tiempo para puliralgunas de sus ideas más absurdas.Puede que sea sensato sobre elproblema de Hispania, pero lo es menosen cuanto al camino que debemos seguirlos optimates. Me ha inquietado a vecesque todo por lo que he trabajado pudieraser desbaratado, pero con Quintoimplicado con la causa y deseoso de

portar la antorcha, creo que puedodescansar más tranquilo esta noche, ytambién tú.

Lucio fijó en su hijo aquella miradainquisitiva, con la esperanza de queMarcelo adivinase la conclusión quederivaba de su comentario.

—¿No entiendes a dónde quierollegar?

—No, padre.—¿Qué sucedería si yo muriese de

repente?Marcelo protestó enseguida.—Sin duda no esperarás de mí que

tenga en cuenta tal acontecimiento. Seríairrespetuoso pensar en tu muerte.

A pesar de que continuabasonriendo, hubo un pequeño atisbo deaspereza en la voz de Lucio.

—Has heredado parte delsentimentalismo de tu madre. Soymortal, como cualquier hombre. Moriréy, dada mi edad, es muy probable quesuceda mucho antes de que puedaspensar en ocupar los cargos más altosdel Estado.

—Espero que no sea cierto, padre.Lucio miró hacia el bajo techo con

ojos de ensoñación.—También yo, Marcelo. A menudo

te he visto en mis sueños mientrassacrificabas tu toro y, después, asumías

tu puesto como cónsul senior en elSenado —volvió a mirar a su hijo, y ensus ojos se veía algo parecido al amor;en todo caso, era una expresión queMarcelo nunca había visto antes—.Nunca te hago alabanzas ni animo aotros a que lo hagan, pero Timeón yMacrobio, los dos, me han ofrecidoelogiosos informes sobre tu progreso.Aún tienes un largo camino por delante yel recorrido que seguirás está sembradode trampas, pero quiero que sepas que,en este momento, estoy orgulloso de ti.

Marcelo bajó la cabeza, conscientede que se estaba ruborizando.

—Quinto estaba aquí mientras ellos

hablaban y creo que estaba francamenteasombrado por sus palabras, cosa queestá bien, pues en el caso de que algome sucediera, debes dirigirte a Quintoen busca de ayuda —Marcelo volvió alevantar la vista mientras su padrecontinuaba—. Como ya has oído, heprometido ayudarle con el consulado.Bien podría arreglárselas sin mi ayuda,por supuesto, dado que tiene talento ydinero, pero de toda la gente serás túquien sepa lo que significa miaprobación.

—¡No puede fracasar!—Le he ofrecido más que eso. El

Senado está lleno de aspirantes y ex

cónsules que carecen tanto de podercomo de auténtica dignidad. Pienso queQuinto será diferente. Él heredará latarea en la que he trabajado todos estosaños. No sólo se convertirá en cónsul,sino que asumirá el liderazgo que ahorayo mantengo. Los hombres que son ahoraclientes míos, serán suyos en caso deque yo, sea por muerte, sea porenfermedad, sea incapaz de continuar.

—¿Estás enfermo, padre?—Me duelen los años, pero nada

más que eso —la pregunta del chico lehabía afectado, y dio media vueltadurante unos segundos—. Volvamos altema de Quinto. Como quid pro quo a

cambio de mi ayuda, Quinto ha tomadoel juramento de ayudarte a ti a su vez.No beneficiará a sus propios hijos porencima de ti. Todo lo que he levantadolo recibirá en fideicomiso hasta que túseas lo bastante mayor para asumirresponsabilidades.

—¿Mantendrá su palabra? —preguntó Marcelo. No confiaba enQuinto, y la expresión de su rostro lodejaba claro.

Raras veces había visto reír a supadre, pero Lucio lo hizo ahora, y sucuerpo delgado se agitaba de júbilo. Seagachó hacia el suelo y cuando volvió aenderezarse tenía una pequeña bolsa de

cuero en la mano. Lucio desató la correaque la mantenía cerrada y dejó caer unabola en la palma de su mano, que sujetóentre el índice y el pulgar para queMarcelo la viera. La luz de las lámparasde aceite se reflejó en el objeto, y semultiplicaba y movía cuando Luciojugueteaba con ello.

—He hecho que lo hagan para ti,Marcelo.

Al no estar acostumbrado a recibirobsequios de su padre, su expresión erauna mezcla de sorpresa y placer. Nuncahabía visto nada como aquel objetocentelleante.

—¿Qué es?

—Hubiera pensado que eraevidente.

—Parece cristal.—Y lo es. Es una esfera perfecta.—¿Cómo la hizo el vidriero?—Sólo los dioses lo saben. Es

griego, claro está.—¿Para qué sirve, padre?—¿No es del mismo tamaño que la

pelota de cuero con la que juegas? —Marcelo asintió—. Pues para eso sirve.Macrobio me cuenta que eres un ganadoren los deportes, el mejor que nunca havisto, me dice que nunca ha visto quedejaras caer la pelota en todo el tiempoque ha sido tu tutor.

—A todo el mundo se le cae lapelota alguna vez, padre.

Lucio frunció el ceño.—Pues más te vale no dejar caer

esta, chico. Si no, podría romperse enmil pedazos.

—Entonces, ¿no puedo jugar conella?

De pronto, Lucio volvió a sonreír yse recostó en su silla, con el índicearqueado en aquella postura tan familiar,con la bola de cristal en contacto consus labios.

—¿Por qué no?—Puede que sea el mejor jugador

del mundo, pero no puedo participar en

un juego sin que participen otraspersonas.

Lucio asintió, y aquella mediasonrisa aún permanecía en sus labios.

—¡Cierto!—Lo que quiero decir es que no es

necesario que la bola se me caiga a mí.Cualquier amigo mío puede ser quien larompa.

Lucio se inclinó hacia delante,mientras elevaba otra vez la esfera decristal hacia la luz.

—Imagina que esta bola eres tú, tumente, tu cuerpo, tu futuro y tusesperanzas —Marcelo parecía confuso—. Me preguntas si se puede confiar en

Quinto, pues, como dices, no puedesparticipar en un juego si no le lanzas labola a otro jugador. Si te dijera queestoy de acuerdo contigo, que no haynadie a quien puedas lanzar este objetocon total seguridad de que no resultedañado, ¡creo que entonces ya habríacontestado tu pregunta sobre QuintoCornelio!

Cholón se sentó mientras miraba la hojade papiro en blanco que tenía delante.Por fuera de su ventana, para distraerle,los sonidos de las bulliciosas calles deRoma fluían junto con los olores; esa

era, al menos, su excusa para noescribir. Pero en su interior sabía que noera cierto, sabía que su mente no leproporcionaba las palabras de la obraque veía con tanta claridad en su cabeza.Un niño, nacido en una familia noble,abandonado al nacer, pero rescatado,llegaba a la madurez y acababa comoesclavo en la casa de los mismos padresque se habían deshecho de él. Los temastambién estaban claros en su mente. Losromanos siempre parloteaban sobre lanobleza, como si fuese algo que sellevara en la sangre. Quería que el niñoabandonado fuese un zafio patán, paraque cuando la familia descubriese que

era de su sangre, intentara otra vezrenegar totalmente de él. Había jugadocon la idea de introducir un toque deSófocles, haciendo que el chico seacostara con su propia madre, peroaquello sonaría a tragedia, y Cholóntenía muchas ganas de escribir unacomedia, una obra que expusiera, através de la sátira, la hipocresía querodeaba la elevada opinión que losromanos tenían de sí mismos.

Oyó que un esclavo anunciaba lahora en la calle y dejó a un lado suestilo, al tiempo que sacaba de su mentela imagen en la que toda Roma loaclamaba como maestro de la comedia.

Aquella noche tenía que cenar conClaudia para informarle sobre su viajeal sur y el pago de la herencia de Aulo,y su mente regresó a aquel malvadocampesino llamado Dabo.

«¿Cómo se llamaba el panadero?Decio… Donato…».

Allí estaba otra vez, hablándose a símismo. Tenía verdadera necesidad deconseguir los servicios de un par deesclavos. Nada como la presencia deinferiores para mantenerse biendespierto. Aquella noche, más tarde,cuando estaba sentado frente a Claudia yescuchaba sus historias sobre Tito, susnietos y la pésima manera de tratar a su

esposa que tenía Quinto, no podía dejarde pensar en lo atractiva que era. No esque él albergara ningún deseo por ella,pero le resultaba extraño que, dada suindependencia económica, no hubieseuna hilera de pretendientes delante de supuerta.

Delante de su puerta estaba Thoas,el númida, que escuchaba con esfuerzopara ver si podía obtener algunainformación más. Se había encaprichadode una de las mujeres que regentabanuna taberna junto al mercado, pero pordesgracia esta tenía gustos caros. Comosu única fuente de dinero era eladministrador de Lucio, necesitaba un

constante suministro de informaciónpara mantener su trato. Calista, ladoncella de Claudia, estaba sentada solaen la habitación de su señora. Sabíadónde estaba su marido y lo que estabahaciendo. ¿Debería decirlo? Si lo hacía,Claudia enviaría lejos a Thoas, y estoera lo último que ella querría. Calistanecesitaba que su marido volviera a sucama, que le demostrara la mismapasión que había mostrado cuandoacababan de casarse.

—Pero seguro que los Claudio sonuna muy ilustre familia —dijo Cholón,que no encontró nada divertido el gestodesdeñoso de Claudia.

—Ahí lo tienes. Ese comentariodemuestra que no puedes entender losmisterios de los linajes romanos sóloporque se te haya otorgado laciudadanía.

—Oh, ya sé lo exclusivos que soistodos vosotros. Lo que no alcanzo aentender es que la idea de que unaClaudio se case con un Falerioprovoque tanta alegría.

—Es porque somos sabinos —dijoClaudia.

—Perdóname, pero, ¿cómo puedeser? Tu linaje familiar está lleno decónsules y similares.

—En origen, los Claudio eran

nobles sabinos. El último rey de Roma,Tarquinio el soberbio, nos invitó aentrar a su servicio, por lo que nosconcedió un estatus equivalente en laciudad. Para los romanos de purasangre, los intransigentes, todavía somosintrusos.

—¿Cuánto hace que ocurrió todoeso? —preguntó Cholón.

Claudia volvió a hacer un gesto dedesdén.

—Hace trescientos o cuatrocientosaños, pero para los Falerio es como sifuera ayer.

—Entonces, ¿por qué Lucio prometeen matrimonio a su hijo Marcelo con un

miembro de tu familia?—Por dinero, Cholón. Mi viejo tío

Apio Claudio es casi el hombre másrico de Roma. Ni siquiera Aulo, contoda la riqueza que trajo de Macedonia,lo superaba. La dote será inmensa.

Cholón se sintió tentado de preguntarpor qué Aulo se había casado con ellaentonces, pues los Cornelio reclamabanser una familia mucho más vieja inclusoque los Falerio, pero sabía que hubierasido una falta de tacto, además de algoinoportuno, y solo serviría para arruinarel relajado ambiente de la velada.Claudia, por su parte, se preguntabacuánto tendría que esperar para hacerle

a Cholón aquella pregunta de sumaimportancia. De haber sobrevivido, suhijo tendría ahora exactamente la mismaedad que Marcelo Falerio. Pronto habríauna ceremonia en la que el chico sepondría su toga de adulto, y como iba aser prometido con una Claudio, si biende otra rama de la familia, a ella lainvitarían a presenciar elacontecimiento; y no era algo que elladeseara.

—Permite que te hable sobre elcretino más espantoso y odioso queconocí en mis viajes. Este tipo habíaenviado a otra persona para que sirvieseen su lugar en las legiones, mientras se

quedaba en casa y trabajaba en su granja—Cholón se inclinó hacia delante conun gesto de asombrada diversión en surostro—. ¿Sabes que tuvo el descaro deintentar engañarme para que le pagara aél la herencia de Aulo, a pesar de queestaba sano como un roble…?

Thoas ya se había alejado de lapuerta. Puede que hubiera algo queganar si exageraba lo que aquellos doshabían comentado sobre el futurocompromiso, pero, una vez que aquelgriego cabrón empezó con loscuentecitos de sus viajes, dudó que fuesea oír nada más de interés.

Capítulo Diez

Como muchos otros senadores, elabuelo de Lucio Falerio Nerva habíahecho bien en la distribución de loslatifundios de la isla de Sicilia despuésde la segunda guerra púnica. Aquellas«granjas» no era como las de Italia, puesse trataba de vastas tierras de cultivotrabajadas del todo por mano de obraesclava. La propiedad principal, en lallanura costera del norte, era fértil, y,gracias a las colinas cercanas, solíaestar bien irrigada. La otra, en un valle

hacia el centro de la isla, menosfavorecida, requería una mayordedicación para el riego de la que Luciohabía estado dispuesto a planificar o asufragar. Se había dejado que ambosterrenos avanzaran a trompicones sindemasiadas mejoras, bajo el control deun perezoso capataz, y, lo que era peorque aquello, este había permitido queesclavos y esclavas se mezclaran enlibertad, con resultados predecibles.Ellos mismos se construían cómodaschozas; algunos llevaban tanto tiempo enla tierra que sus hijos labraban junto aellos, ambas generaciones trabajabancon parsimonia y comían una buena

porción de lo que cultivaban. Tras unabreve visita a las otras propiedades deBarbino, Flaco atajó aquello la primerasemana al reconstruir los barracones delos esclavos (destruyó todo alojamientoexterior), a lo que siguió de inmediatoun severo corte del suministro dealimento.

Un agrimensor habría ideado unamanera práctica de aumentar el área decultivo y, de esta forma, el rendimiento,mejora que requeriría incrementar elnúmero de esclavos. Pero una inversiónsemejante podría recortar los beneficiosde Flaco, así que primero decidió verqué podía conseguir con los recursos

que tenía a mano. Por lo que él sabía,ninguna otra granja de la isla funcionabacon un régimen tan indulgente, y todasproducían beneficios más altos, así quela mejora inicial sería sencilla. Susiguiente paso era separar a las familias,una política que explicó a su banda demercenarios.

—De ninguna manera deberían tenermujeres ni un lecho. Eso los ablanda.Vamos a trasladar a todas las mujeres yniños tierra adentro. De todas formas,son inútiles para trabajar los campos, enespecial en época de labranza ysiembra, y derraman donde no deben lamayoría del agua que llevan. Los

enviaremos a la otra granja. Puedenempezar a trabajar en las zanjas deriego.

—No pueden romper piedras, Flaco—dijo Dedón, interrupción queresultaba más práctica que comprensiva.

—No, pero sí pueden moverlas.Romper piedras será el castigo para losque nos den problemas —recorrió de unvistazo a los mercenarios reunidos,consciente de su indiferencia—. Nocometáis el error de pensar que todoesto va a ser fácil. Para empezar,tendremos mucha ayuda de las otrasgranjas, pero una vez que pongamos ellugar en orden, dependerá de nosotros.

No tengo la esperanza de que todosvosotros estéis aquí en un año. Puedeque uno o dos de vosotros estéismuertos.

Aquello hizo que prestaran atención.—Nosotros sólo somos unos pocos y

hay cientos de esclavos. Algunos deellos trabajarán para nosotros, aquellosque preferirían despellejar a suscompañeros antes que trabajar la tierra,pero siempre nos superarán en número yhay un largo camino hasta Roma. Otrasgranjas, salvo las escasas huidas, tienenesclavos buenos y obedientes, pero sóloporque han sido duros con ellos.Trabajan o mueren, y si causan

problemas, trabajan más duro aún ymueren más deprisa. Nuestro grupo lo hatenido más fácil y no van a aceptar porlas buenas lo que planeo hacer. Sólo hayuna manera de mantenerse firmes antecualquier problema. Tenéis que serdespiadados. Ante la primera señal dedescontento, medidas duras. Matad sidebéis hacerlo, pero recordad que losesclavos cuestan dinero.

—Y, ¿qué hay de las mujeres? —preguntó Charro.

—Amenazadlas, pero no las toquéis,a menos que, claro está, os den algúnproblema. En ese caso, podéis hacer conellas lo que queráis.

Áquila, armado con una espada y unescudo además de su lanza, actuabacomo una especie de guardia personalde Flaco, así que veía muy poco de laangustia que aquellas órdenes causaban:tras dar sus instrucciones, el nuevocapataz se conformaba con dejar que sushombres las pusieran en práctica. Losmercenarios serían brutales, para eso seles pagaba, pero él no tenía deseoalguno de ser testigo de lo que hacían.Incluso Flaco habría impedido algunasde sus actividades más salvajes. El excenturión recorría las propiedades,mientras esbozaba sus planes para unmejor uso de la tierra y el agua

disponible. Áquila no vio cómoarrancaban a mujeres y niños de suscabañas, ni supo de las penurias de sumarcha a su encierro en la granja delinterior sin comida ni agua para elcamino, ni de los hombres queprotestaban, que eran colgados de lospulgares en árboles y desollados casihasta la muerte, o del destino de lasmujeres que lucharon para quedarse allí,víctimas de la relajada observación delas instrucciones de Flaco. Algunas,después de haber servido a toda labanda, aún tenían vida suficiente comopara ser devueltas a los barracones delos hombres, bajo la dura elección de

satisfacer sus necesidades o la oferta deuna muerte dolorosa.

Pero Áquila sí vio el humo de laschozas ardiendo en el horizonte, mirólos ojos vidriosos de los hombres queahora habían sido encerrados comorebaños en recintos cercados, vigiladosmientras trabajaban, encadenados juntos;vio también los buitres en el cielo, antesde que descendieran a alimentarse delos cuerpos de las mujeres y niños quehabían muerto durante la marcha. Habíapermanecido en pie junto a Flaco el díaque aquellos hombres desafortunados,que habían osado protestar por su trato,con muy escasas herramientas para picar

la sólida roca, empezaron el primerproyecto del nuevo sistema deirrigación. Sabía que los incentivos quese les habían ofrecido eran una mentira:no habría vida fácil una vez quehubieran cumplido el castigo. Áquilahabía estado con Flaco cuando estedibujaba los planos para el siguienteacueducto natural. Y si aquellos no sedestrozaban con eso, serían devueltos alos campos, a labrar y sembrar, en elmismo momento en que aquel canal através de las colinas estuvieseterminado.

Comía con los mercenarios yescuchaba sus historias, feliz de que lo

trataran como a un igual mientrasrelataban los incidentes más salaces. Élformaba parte de la banda, pues lohabían aceptado como uno más desde lamuerte de Toger, y estaba creciendo,dejaba de ser un chico paratransformarse en un hombre. Al fin,Áquila volvía a ser parte de una familia.

—Es hora de que mojes la mecha,chaval —dijo Dedón, afirmación que losdemás recibieron con unos pocoscomentarios procaces, acompañados desilbidos y vítores. Áquila se dio lavuelta deprisa para mirar hacia la mesa,desde donde Dedón había observadoque su mirada quedaba fija en las

bamboleantes caderas de Foebe, la másjoven de las esclavas. En la cabañahabía una docena de estas mujeres, quetrabajaban como cocineras, sirvientas oconcubinas. Algunas, como el objeto desus atenciones, se habían resignado a sudestino, y preferían aceptar lasatenciones de los mercenarios antes queenfrentar la alternativa; otras se lohabían tomado como si hubiesen nacidoa una nueva vida. Todas comían mejorque las otras esclavas, y si bien eltrabajo era desagradable, era menosarduo que acarrear polvo y rocas.

Estaban sentados en la cabaña, entorno a una larga mesa de madera con

los restos desparramados de su cena.Áquila, decidido a mantener el ritmo desus nuevos amigos en lo referente alvino, estaba ligeramente borracho. Ellostenían la terquedad de los hombresadultos acostumbrados a la bebida; éltodavía era joven, no tenía aún edad devestir la toga de adulto, así que dedicó atodos los de la mesa una mirada decomplicidad con la intención deconvencerlos de que la sugerenciallegaba bastante tarde.

—Ya tienes toda una mata de pelosen las pelotas —añadió Charro con unguiño exagerado. Después miró a suscompañeros y sonrió—. No me

sorprendería que se la hayas estadometiendo a alguna de las chicas cuandono estamos por aquí.

Áquila lo miró con malicia paraconfirmar la verdad de la afirmación,mientras se tocaba un lado de la narizlentamente con un dedo ante el coro depreguntas que vino a continuación.Dedón respondió con voz jocosa.

—Y dices que tiene pelos, Charro.¿Eso cómo lo sabes? ¿Has estadoechando un ojo mientras se lavaba?

—No sólo se lava, hermano. Esaáguila que lleva al cuello no es la únicacosa con la que juega.

Dedón fingió estar sorprendido.

—¿Es eso cierto? ¿Ha descubiertocómo usar esa mano derecha que tiene?

Áquila se ruborizó enfurecido,mientras todos se reían y hacían gestoscon sus manos para ilustrar el acto alque se referían.

—Yo digo que le echemos unvistazo para ver lo que tiene.

Los otros rugieron su aprobación.Áquila se puso en pie rápidamente, perolas manos de los dos hombres que teníaa cada lado ya lo habían agarrado. Envano, forcejeó para liberarse mientrasmás manos lo agarraban según el restode la banda se reunía a su alrededor.Una pareja de hombres cogió sus

piernas y se encontró con que lolevantaban en el aire. Lo tumbaron sobrela mesa, mientras él se retorcía aún tanfuerte como podía, y desparramabaplatos y copas. Sintió las manos en suropa interior e intentó volverse mientrasse la desgarraban; oyó los «¡Vaya,vaya!» de gozo y las expresionesdesvergonzadas, al tiempo que manteníalos ojos cerrados con fuerza mientras loexaminaban detenidamente. Bastasmanos toquetearon sus partes pudendascon más de una referencia al tamaño y ala función.

—Vamos a verlo con una mujer —gritó Dedón.

Más rugidos aplaudieron aquello. Lequitaron el blusón antes de volver alevantarlo en volandas. Los hombres lollevaron a la fuerza a una de lashabitaciones del fondo, y llamaron atodas las chicas para que fuesen testigosde lo que sucedía, y ellas se agolparonalrededor para ver aquel nuevoacontecimiento. Sólo Foebe se mantuvoapartada, sin ganas de participar.

—¿Quién será? —Dedón miraba conlascivia, con su dedo apuntando a lasque tenían más ansias de verlo—.Venga, chicas, fuera esas ropas y dejadque nuestro héroe os eche un vistazo.

Dos de las chicas se quitaron la ropa

y quedaron desnudas, preparadas para lainspección. Sus captores lo bajaron alsuelo, sujetando aún sus brazos confuerza, y le hicieron mirar a aquellasdos; los gritos que saludaron el inicio desu erección fueron más fuertes quecualquiera de los que se habían oídoantes. Él intentó controlarse, pero nopudo, pues ya había empleado buenaparte del tiempo en fantasear sobre elmismo acto que ahora le animaban allevar a cabo.

Dedón señaló su entrepierna.—Por lo que se ve, ya estás

preparado para el placer con las chicas,pero aún tenemos que decidir quién va a

ser la afortunada.Lo empujaron hasta que estuvo de

pie junto a la primera de las chicas, unacriatura bastante rechoncha con enormespechos. Dedón se había otorgado elpapel de juez y se agachó para ver elefecto que aquello tenía en el muchacho.

—Por los dioses, compadres, ¡estose mueve! La picha de Áquila tiene vidapropia.

Lo pusieron frente a la siguientechica, la mayor de todas, que movió unpoco las caderas para encandilarlo.Áquila notaba cierta sensación en suentrepierna, una mezcla de placer ydolor que se estaba volviendo

insoportable. Cerró los ojos e intentópensar en algo más, acción que Dedónmalinterpretó.

—No. Esta no es buena —elmercenario alzó la cabeza para elegiruna tercera candidata y, casi deinmediato, sus ojos cayeron en Foebe,que permanecía bien alejada del grupo—. Lo hemos estado haciendo de lamanera equivocada, compadres. Empecétodo esto porque nuestro gallito habíapuesto los ojos en el meneo de un culoen concreto.

Foebe debía de saber lo que iba apasar, porque pegó su espalda a lapared. Aquello sólo consiguió

envalentonar a Dedón, que cruzó lahabitación de un salto para agarrarla.Acercó a la chica a rastras y le gruñó aloído.

—Tienes suerte de estar aún aquípor la forma en que te comportas. Nocreas que no he visto que te esfumas porla noche. Es hora de que te ganes lo quetienes.

Él empezó a reírse, pues el juego depalabras había sido fortuito; despuésgiró sobre sus talones y la arrastró haciadelante, mientras repetía su comentariopara aclamación universal.

—Esta es la de Áquila. En cuantovea a Foebe en pelota, le crecerá un

palmo.Las mujeres, que sabían de qué lado

ponerse por su propio bienestar,ayudaron a Dedón a quitarle la ropa aFoebe. Áquila fue arrastrado hasta estardelante de ella y sabía, incluso aunquesus ojos estuviesen cerrados, que estabaante la más esbelta y joven de lasesclavas, una macedonia de, más omenos, su misma estatura. Dedón teníarazón. Habían sido sus caderas, que semovían con encanto bajo su vestido delana, las que había estado mirando y,para él, parte del atractivo de la chicaestaba en su resistencia a satisfacer a losotros. Se venía fijando en ella desde

hacía semanas, e intentaba reunir elvalor para encontrarla a solas, mientrassu confianza unas veces se henchía yotras se desinflaba, según las miradasinquisitivas que ella le lanzaba.

—¡Oooh! —se sacudió con unespasmo mientras la fría mano de ella lorozaba. Él abrió los ojos y vio que ellaestaba muy cerca, que no lo miraba apropósito, pues sus ojos estaban llenosde lágrimas. Áquila miró hacia abajopara ver que Dedón la tenía agarrada dela muñeca y que empujaba su mano,frotándola con suavidad contra él. Abrióla boca para protestar, para pedir a lagente que parase, pero Dedón habló

primero.—Mejor los ponemos a lo suyo,

compadres —gritó Dedón, que habíamalinterpretado la triste mirada de losojos del chico—. No creo que nuestronovato pueda aguantar mucho más.

Áquila sintió que volvían alevantarlo a la fuerza una vez más.Foebe se dejó llevar, sin resistencia,hasta el jergón de paja que había en elsuelo. Las mujeres la tumbaron, leobligaron a abrir brazos y piernas pararecibir a Áquila, a quien sus portadoresbajaron para colocar en posición. Dedónagarró su colgante de oro para quitarlode enmedio, al tiempo que susurraba en

el oído de Foebe.—Tienes dos opciones, chica. O

bien te encargas del chaval y te muestrasatenta, o te ato una soga alrededor delcuello y te cuelgo del árbol máscercano.

—No, Dedón —jadeó Áquila—. Noquiero.

El mercenario volvió la cabeza paramirar a Áquila a los ojos.

—Tonterías, chico. No te pongasblando.

—No se pone blando, eso seguro —dijo Charro con un grito de regocijo.

Dedón le sonrió.—Eso sólo prueba, amigo, que una

picha tiesa no tiene conciencia.Sintió los brazos de ellos en su

espalda, que lo empujaban. Habíanagarrado las piernas de ella, que ahorarodeaban los muslos de él. Unas manosfemeninas lo metieron dentro de ella.Foebe, animada por las amenazas deDedón, empezó a moverse contra él.Aquella sensación, que él se esforzabapor suprimir, aumentaba deprisa,demasiado deprisa. Sus nalgasdesnudas, acompañadas por sonorosvítores, se contrajeron con furiamientras él eyaculaba por primera vezdentro de una mujer, con la cabezaenterrada en la curva del cuello de ella,

y, al oír el sollozo en su garganta, éldejó de moverse.

La voz de Dedón parecía muydistante.

—Digo yo que mejor los dejamossolos, compadres. Puede que así eljoven Áquila pueda ocuparse de Foebede verdad.

Hubo muchas risitas mientras todossalían de la habitación. Áquila levantóla cabeza y se giró hacia ella, parapoder mirar a la chica a los ojos. Ella lesonrió con tristeza y volvió a darse lavuelta.

—Lo siento —dijo él, en voz baja.Aquello hizo que ella se volviera y

que buscara sus ojos para ver si estabasiendo sincero. Estiró una mano paratocar el águila dorada que colgaba entreellos. Los dos jóvenes se mirarondurante lo que pareció una eternidad.Después la otra mano de Foebe subióhasta el cogote de él y lo atrajo hacia sípara besarle en los labios. Tiempodespués, que él la tomara como suconcubina no trajo ningún resentimiento,y ella no volvió a quejarse. Áquila noestaba en absoluto seguro de si enrealidad le gustaba a ella, o si ella sólose contentaba con servir a lasnecesidades de un amante joven ypersistente, algo preferible a volver a lo

que antes tenía que aguantar; pero, alpasar días y semanas, él se dio cuenta deque era algo más que simple aceptación.Foebe había perdido la mirada de presaacorralada que tenía antes, aunque no esque tuviera mucha paz. Él pasaba todosu tiempo libre en brazos de ella, eintentaba hablarle entre sus encuentrosamorosos, lo que era difícil, pues él nosabía griego y ella sólo sabía el latínsuficiente para servir como esclava.Ella aprendió algunas palabras de él,pero él consiguió más de ella,empezando por su nombre, quesignificaba «luces brillantes». Con eltiempo, lograron mantener

conversaciones algo forzadas, losuficiente como para explicarse cómohabían llegado a estar en Sicilia.

Tras haber supervisado suiniciación, ahora los mercenariosparecían haberlo adoptado del todo.Cuando no recorría la granja con Flacoo estaba entre los brazos de Foebe, ellosasumían la tarea de enseñarle las artesdel combate: cómo montar a pelo yluchar desde un caballo, ensillado o no.Dedón era hombre de tridente y red,Charro, un maestro de la espada corta.Él ya sabía arrojar la lanza, pero losotros le enseñaron a luchar, a combatircon estacas, cómo matar con el umbo del

escudo, la forma de utilizar un cuchillo ouna soga de cerca, y cómo disparar unaflecha con un arco apropiado; y no eranblandos, lo que llevaba a muchasmagulladuras y más de un corte. Áquilanunca se quejaba, nunca dejaba ver si sehabía hecho daño. Foebe vendaba susheridas y frotaba con aceite susmúsculos cansados y crecientes, sinolvidarse de tocar con un dedo sucolgante, a la vez que susurrabapalabras en griego mientras alababa suáguila.

Con los meses, Áquila aumentó sufuerza y su velocidad, así que loscombates ya no estaban del todo

desequilibrados. Luchaba bien y nuncase quejaba cuando era derrotado deforma dolorosa, por lo que era popularentre los hombres. Como era menos rudoen sus maneras que sus compañeros y acausa de su decidido cariño por Foebe,era igual de popular entre las mujeres.Obsesionado por su necesidad deincrementar el rendimiento, incluso elendurecido Flaco consintió en participaren una ceremonia, con comida especial ysu propio vino, para celebrar el día demarzo que seguía al festival deLupercalia, en que Áquila vistió su togade adulto. Todas las concubinasayudaron en la preparación, tanto

tejiendo como cocinando. Algunaslloraron cuando él dio un paso al frente,vestido ya con un nuevo ropaje, con sucabello de oro rojizo cuidadosamentecepillado y peinado, el águilarelumbrante en pecho bronceado, ya nocomo un chico, sino como un ciudadanoromano y un hombre.

No pasaba un mes sin que hubiesealgún problema, y por mucho que Flacoodiase el gasto, se veía forzado aconsentir los ahorcamientos ocasionales.Las palizas eran cosa de cada díacuando los hombres eran conducidos, alalba, hacia los campos para trabajar,supervisados por otros esclavos a los

que habían reclutado los mercenarios.Ellos mismos actuaban como unaespecie de reserva móvil, dispuestos aimponer un control incluso más duro siel problema se agravaba. Flaco pasabasu tiempo entre sus dos granjas, entreamenazas y zalamerías, con más de unapromesa falsa, con tal de incrementar latierra cultivada. Apenas llamaba laatención que cualquier esclavo con lafuerza suficiente que sorprendiera a susvigilantes desprevenidos, hiciera todo loposible para escapar de semejanterégimen, pero aquello sucedía en toda laisla. Más preocupante era el hecho deque quienes escapaban tuvieran una sola

manera de alimentarse, y era robar aquienes eran como Didio Flaco.

La primera cosecha había mostradouna bajada en el rendimiento. Inclusoaunque Flaco lo había previsto, pues sedebía a su reestructuración, le produjoun enfado impresionante, y maltrató asus hombres de palabra por su vaguería,amenazándoles con recortar sus pagas.Esto lo pagaron los esclavos, porsupuesto: los llevaban a trabajar conmás dureza, pues incrementaron laspalizas, además de un par decrucifixiones ejemplares. No sóloafectaba a los hombres: las mujeres ylos niños lo sufrieron por igual, y el

joven guardaespaldas ya no estabaprotegido de aquello. Mientrascabalgaba de un sitio a otro, justo detrásde su jefe, Áquila podía comparar elambiente de ahora con el que existíacuando llegaron. No había ni rastro desonrisas en ningún sitio, sólo penurias ydolor. Aquellos con algo de ánimo, quehabían evitado la muerte o heridasgraves y no habían huido a las colinas,habían salido perdiendo, pues tenían quepicar piedra en los campos sin cultivar.Las mujeres cavaban zanjas en losterrenos más blandos, mientras sus hijosse llevaban la tierra para construirterraplenes en las pendientes más bajas.

Cuando montaba por allí, los niños,algunos de los cuales se acercaban a suedad, miraban hacia arriba con los ojosllenos de envidia por el dorado joven ysu caballo, sus armas, su piel sana ybrillante, y su barriga llena.

La labranza de primavera habíaterminado y los campos estabansembrados. Para los esclavos, solía serun periodo de descanso en comparacióncon otros. Pero no lo sería esta vez.Mantuvieron a algunos para que regaranlos campos, y al resto lo pusieron atrabajar, para aumentar la irrigación, enlas laderas de las colinas que, hastaentonces, habían permanecido incultas.

Ellos maldecían la tierra, que era casitan dura como su severo e implacableamo. Flaco dormía raras veces y nuncase relajaba, rechazaba los servicios delas esclavas y siempre andaba inquieto,al tiempo que vigilaba el crecimiento delos tallos del trigo. Despotricabadurante toda la cosecha, y maldecía anteel más mínimo desperdicio. Sólo cuandoempezó a ver que algunos de sustrabajos daban fruto, consintió en pasaralgún rato alejado de sus obligaciones.No eran unas vacaciones: Flaco habíasido invitado a debatir unas medidasconjuntas contra el bandidaje con losotros hombres que supervisaban las

granjas sicilianas. Se había dado unrecrudecimiento en los asaltos segúnaumentaba el número de esclavosperdidos, y era necesaria una accióncoordinada para arrancar a aquellosmaleantes de sus refugios en la montaña.

Si hubiese sido incapaz de mirar asus ayudantes a los ojos, entonces Flacono se habría marchado; pero ahora elcenturión sabía que podía, pues lacosecha de verano ya estaba recogida.No por mucho, pero apuntaba en ladirección correcta y él habíaincrementado la tierra que había quearar. Al año siguiente, siempre que losdioses los bendijeran con la cantidad de

lluvia precisa, vería, en el número decelemines que produjera su granja, algode lo que alardear. Empeñado en haceruna última revisión del progreso, Flacoinsistió en pasar por las granjas delinterior, con lo que aumentó el tiempode viaje en dos terceras partes.

Áquila estaba montado antes de lasprimeras luces y sujetaba el segundocaballo, mientras esperaba a que su jeferepitiera sus órdenes por enésima vez.La voz de Dedón sonó igual que la de unmarido quejumbroso cuando mostraba suconformidad con cada punto. Por finFlaco montó, pero no sin dar una últimaorden.

—Deja a la mitad de tus hombresaquí, Dedón, y llévate al resto de vueltaa la granja principal. Si hay algúnproblema, manda a alguien a buscarmede inmediato.

—Sí, sí —replicó Dedón con tonocansino, deseoso de que el hombre sefuera para poder volver a la cama.

—¡Entonces ya está! —pero Flacono se movía, como si el acto de tirar dela cabeza de su caballo fuese demasiadopara soportarlo. Áquila se agachó y tiróde las riendas en su lugar.

—No mires atrás, Flaco —le dijomientras salían a medio galope delrecinto.

Una vez que hubo sacudido el polvode sus propiedades, el viejo centurión serelajó. Subieron por el lomo de unaempinada colina; al sur, el monte Etna,que rugía y soltaba humo. Estaba dehumor para la charla, animado, sin duda,por el éxito, y por primera vez sepermitió recrearse en un pequeñorecuerdo, hablando de Clodio y de locerca que ambos habían estado de serricos, admitiendo incluso su plan pararobar el oro del gobernador.

—Fui yo quien vio el carro y elegí aClodio sólo porque estaba cerca de mípara vigilar lo que sucedía —Flaco fuebreve respecto a lo que Clodio y él

habían visto antes de aquello: soldadosromanos sometidos y violaciones enmasa por todo aquel lugar, y mujeresque acababan muertas y mutiladas. En sumente podía ver aquel carro apartado detodo eso, iluminado a veces, cuando losfuegos de los otros carros, que ardían,lanzaban llamaradas—. Lo tuvimos enlas manos, casi todo el oro, y loenterramos bajo un espeso arbusto, peroen la oscuridad dejamos una huella en lahierba que destacaba como un dedotieso con las primeras luces, así que,cuando volvimos al día siguiente, losrebeldes nos lo habían robado. Tendríaque haber sido mío, porque así fue

profetizado, muchacho.Áquila, que cabalgaba a su lado a

paso lento, adoptó una mirada neutra.Fúlmina había creído en sus dioses,aunque ellos le habían dado un vida duray una muerte dolorosa.

—No te creas que soy un idiota —continuó Flaco al notar la duda—. Unbuen número de adivinos lo ha visto. Laprimera vez que un adivino me contóque estaría cargado de riqueza, me reíde él, pero el segundo me contó lomismo, y después el tercero. El últimofue el más minucioso, y después de loque pasó con Clodio, volví a verlo.

—¿Y qué te dijo?

—Lo mismo.—¿Y le creíste? —preguntó Áquila,

incrédulo.Los ojos del hombre se estrecharon,

porque después de perder su oro, habíavuelto a ver a aquel adivino con laespada en la mano. Tras perder latemplanza, la había usado.

—Fueron sus últimas palabras, loque es algo revelador cuando confirmólo que había dicho antes —la voz deFlaco adquirió un tono sacerdotal, comosi así confiriese autoridad a las palabras—. Veo un aura dorada. Hay hombresalrededor, muchos, lanzan vítores. Tecubrirás de oro.

—Eso es mucho oro —dijo Áquila,que claramente no creía una palabra deaquello.

Flaco meneó la cabeza y miró haciael paisaje llano y bien cultivado dedetrás.

—Puede que quisiera decir que haréuna fortuna aquí. Creí que la habíamosconseguido entonces, tu papá y yo. Miprofecía cumplida, pero sin llegar aestarlo.

—¿Qué crees que pasó con el oro?Aquello enfadó a Flaco, en su mente

aún era suyo por derecho, y si alguien sehabía interpuesto en su camino hacia laposesión del oro, había sido aquel bufón

de Clodio, algo que no podía decirle aÁquila.

—Es probable que ese cabrón deVegecio Flámino lo pescara, y si lohizo, no lo devolvería.

Quedaron en silencio. Áquilasuponía que la codicia había provocadoel problema y por primera vez en muchotiempo, pensó en Clodio, al tiempo quesentía cierta compasión por su destino.Pero su mente volvió enseguida a Flacoy lo que había dicho sobre VegecioFlámino, mientras pensaba que era unpoco burdo acusar a otra persona de uncrimen que uno mismo tenía intención decometer. El camino había estado

subiendo durante un tiempo y tras dar lavuelta a la cima de la montaña, llegaronal punto en que empezaba a descender,un vasto llano cultivado y la extensaorilla del mar a la luz del sol.

—Iré allí algún día —dijo por fin elchico.

—¿Ir a dónde?—A Thralaxas. Me gustaría ver el

lugar donde murió Clodio.Flaco tan sólo gruñó y atizó a su

caballo para hacer que bajara la colinamás deprisa. La lanza, que pasóbrillando junto a Áquila, iba dirigida asu jefe, pero alcanzó a su caballo justodetrás de la pierna del ex centurión. El

animal se encabritó, lanzando a Flacosobre su flanco herido. Áquila se lanzóhacia delante, con la cabeza justo detrásdel cuello de su caballo, mientras Flacointentaba permanecer montado. Al miraratrás, vio que las flechas dirigidas a élse clavaban en el suelo. No lo hizoconscientemente, pero contó seis;además, añadió al lancero y llegó a laconclusión de que se enfrentaban almenos a siete asaltantes armados. Elchico había desenvainado su espada ygolpeó al caballo del centurión con laparte plana de la hoja, golpe que hizoque el animal volviera a caer sobre suscuatro patas, y Áquila, montado en su

caballo, agarró las riendas y tiró deellas para poner al animal enmovimiento. Flaco se asentó en la silla yadoptó la misma postura que Áquila, consu silueta lo más baja posible. Amboscaballos relinchaban, aunque sólo unosufría dolor para justificarlo, cuandosalieron disparados cuesta abajo, y suscascos volaban sobre el pedregal. Encuanto puso el caballo de Flaco enmovimiento, Áquila se estiró hacia atráspara alcanzar su lanza, la sacó del arnésy la colocó delante, como en una justa.Habría más, no tenía sentido atacardesde un lado y no cortarles el camino.

—¡Las rocas! —gritó, antes incluso

de que los tres hombres se levantaranpara detenerlos. Fue directo hacia ellosy alcanzó al primero en el pecho antesde que alzara su espada. El golpe,recibido por un hombre pesado quecorría hacia delante, casi le dislocó elhombro, pero al menos detuvo el galopede su caballo. Tiró de las riendas parahacer que se encabritara, mientrassujetaba la lanza con la mano, con tantafuerza que le dolía. Así sacó el arma delhombre agonizante y la dejó libre parausarla después. Tiró aún con más fuerzapara mantener al animal sobre sus patastraseras, mientras sus cascos manteníana otro asaltante apartado. Aquello le dio

tiempo para cambiar la manera deagarrar la lanza y, cuando el caballovolvió a caer a cuatro patas, arrojó suarma.

Fue un mal lanzamiento, pues noestaba equilibrado, pero rozó el muslode su presa y lo forzó a permanecersobre una sola pierna. Flaco había ido apor el tercer hombre con su espada yahora estaban enzarzados en una luchacuerpo a cuerpo; saltaban chispas de susfilos y el sonido del choque de losmetales levantaba eco en las colinas.Flaco rechazaba los golpes consuficiente destreza como para rebasar aaquel hombre, pues no estaba intentando

matarlo ni herirlo, sino alejarse de él.Ambos podían oír los gritos de susprimeros atacantes, que ahora bajabanpor el camino para unirse a la refriega.

—¡A galope, chico! —gritó Flaco ala vez que daba la vuelta a su caballopara que se dirigiera cuesta arriba.Describió una curva con su espada tanamplia como para hacer que su oponentesaltara hacia atrás, antes de tirar enredondo de las riendas del animal parasalir a galope detrás de Áquila. Pusieronuna buena distancia entre ellos y susatacantes antes de detenerse casi sinaliento, tanto ellos, como sus monturas.Áquila miró al centurión y sonrió.

—Por poco… —jadeó.—Tú no estabas inquieto, ¿verdad?

—preguntó Flaco, mientras respirabaagitado al hablar. Áquila abrió mucholos ojos—. Todavía no pueden matarme,chico, no he conseguido mi oro.

Capítulo Once

Habían ordenado a Tito que volviera aRoma y él no estaba seguro del porqué.Quizá sus constantes críticas sobre lanecesidad de organizar una campañaapropiada habían aburrido a sussuperiores: durante sus años enHispania, había servido de legatus paramás de un general recién llegado, asíque había asistido a más de unaconferencia para oír sus objetivos eideas. Cuando escuchaba sus órdenes,tenía la leve sospecha de que el Senado

no quería poner fin a la guerra, puessuponía un método de recompensar o deseducir a sus miembros. Nadaestimulaba su vanidad como laperspectiva de un triunfo, y puesto queno andaban escasos de aquel vicio, loshombres ambiciosos hacían cola por laoportunidad de conseguir uno en laúnica provincia que ofrecía una remotaoportunidad. La mano de Lucio siempreestaba presente en aquellos encuentros,pues surgía de su mayoría, que, además,ayudaba a asegurarlo. Si sus candidatosmarchaban a la guerra, los obligaba atantas restricciones que condenaba sussueños de subir al carro triunfal a que no

se cumpliesen.Justo ahora tenía que conversar

durante la cena con las únicas dospersonas del mundo para quienes la solamención de algo relacionado conHispania y, en especial, con Breno, eratabú. Sin conocer toda la historia querodeaba aquellos acontecimientos,sabía, sin embargo, que Cholón yClaudia evitaban cualquier alusión a lacampaña de su padre; lo que era pocosorprendente: su madrastra no daría labienvenida a ningún recuerdo de lo quedebió de haber sido un dolorosocautiverio, mientras que el griegopondría freno a cualquier cosa que, de

alguna manera, amenazara conmenoscabar a su difunto amo. El tema enel que él se había involucrado no podíaevitarse del todo, pero tendió acentrarse en cómo su servicio podríaampliar sus perspectivas políticas,mientras Claudia insistía en que, hasta elmomento, su carrera había sido un éxito.

—Uno moderado, quizá. Todos losencargos dependen de la decisiónpersonal del comandante y yo he tenidomucho más trabajo que la mayoría, algoque sólo puedo atribuir a la suerte.

—Tonterías. Todo es merecido —dijo Claudia.

—Lo que en realidad necesito es una

campaña de verdad, con la posibilidadreal de dejar mi huella. Nada de lo quehe conseguido hasta ahora me hace aptopara un cargo.

Tito sonrió con su modestia natural yen aquel momento su madrastra sintióuna punzada al ver a su padre, con vida,ante ella. El griego vio también laimagen y echó de menos estar junto aTito, y el hecho de que fuerainalcanzable sólo aumentaba su deseo.Sus recorridos nocturnos por las callesde Roma resultaban, en ocasiones, enuna gratificación sexual, pero no obteníanada más de los hombres con los que seacostaba, excepto algún que otro

moretón, pues estos solían tender a labrutalidad. Y ahora aquí, delante de él,estaba exactamente lo que buscaba enesas incursiones: la imagen de suantiguo amo.

—Tonterías —dijo con voz ronca, altiempo que intentaba, sin conseguirlo,disimular el nudo de su garganta.

—Está muy bien ser un legatusmilitar, Cholón, pero necesitaría ser almenos un cuestor, y uno con gran éxitoen lo suyo, para conseguir el dinero quenecesito para una auténtica carrera en lapolítica.

—Estoy segura de que, con eltiempo, conseguirás lo que necesitas —

añadió Claudia.Tito meneó la cabeza, pero no siguió

hablando. Su madrastra sabía tan biencomo él que las dos carreras erancomplementarias: pocos hombresvotarían a favor de conceder el altomando militar a alguien que nunca habíaejercido ningún tipo de magistraturarepublicana.

—No tengo la cantidad de dineroque necesito para una edilidad. Lacampaña me arruinaría, sin contar conlos juegos que tendría que costear.Prefiero pensar que justo ahora mihermano está sufriendo por esto mismo.Vosotros debéis recordar que en los

tiempos de padre no eran en absolutocomo son ahora. Hoy, unos con bestiassalvajes y combates a muerte degladiadores, cuestan una fortuna.

—Entonces, Quinto debería ayudarte—dijo Claudia.

Tito sonrió.—Yo no quiero pedírselo, y está por

ver que él se ofrezca.Cholón interrumpió.—Entonces es que ignora sus

responsabilidades y, debo decir, losdeseos de tu padre.

Tito tan sólo se encogió de hombros:como cabeza de familia, Quinto habíaheredado una gran suma de dinero y

mucho más en recursos. Llegado eltiempo de subsanar las depredacionescausadas por la última voluntad deAulo, él volvía a estar entre los hombresmás ricos de la ciudad. Lo que le habíaquedado a Tito, si bien era suficientepara vivir, ni se acercaba aproporcionarle los medios necesariospara embarcarse en una carrera pública.Si no podía encontrar una fuente deingresos alternativa, quedaría excluidod e l cursus honorum. Centrado en suprogreso personal, Quinto no veía comoparte de sus obligaciones emplear partedel enorme patrimonio en el progreso dela carrera política de su hermano menor.

—Yo tengo los fondos que necesitas—dijo Claudia.

—No es sólo dinero —replicó Tito—. Quinto también ha heredado a todoslos clientes de nuestro padre. Estáncomprometidos con él, con sucandidatura al cargo de pretor. Además,están sus tratos con Lucio Falerio, queprácticamente controla la casa. A menosque solicite la ayuda de aquellos en minombre, ninguna cantidad de dinero measegurará el cargo. Mi única posibilidadpodría ser un éxito rotundo en el campode batalla, y justo ahora Roma no tieneenemigos tan amenazantes como paraque debamos combatirlos.

Un esclavo permanecía en la puerta,esperando en silencio a que hubiera unapausa en la conversación. Fue Cholónquien se dio cuenta y se lo indicó a Tito,que le indicó que se acercara.

—Hay un mensajero en la puerta,honorable, que pide hablar contigo.

—¿A estas horas? —dijo Claudia.—Es de la casa del muy noble Lucio

Falerio Nerva.Tito frunció el ceño.—¿De veras?—Él no lo ha dicho, amo, pero lo he

reconocido.Tito no necesitaba el permiso de

Claudia, pues aquella casa era tan suya

como de ella, pero lo solicitó de todasformas.

—¿Puedo decirle que entre, damaClaudia?

—El mensajero ha pedido hablarcontigo a solas, amo.

—Habla con él en la puerta, Tito —dijo Claudia—. Tengo un miedo cervala que cualquier Falerio entre en estacasa.

Lo dijo en son de broma, pero erauna de aquellas chanzas que conteníanun tanto de incómoda verdad. Tito selevantó y se calzó sus zapatillas, saliódel triclinio y cruzó el atrio hasta lapuerta trasera. El esclavo de los Falerio

esperaba en pie justo en la puerta, condos de los esclavos de Quinto que no lequitaban ojo.

—Dejadnos solos, por favor —dijoTito en voz baja.

—Traigo una petición del muy nobleLucio Falerio Nerva —el mensajerodudó al ver el efecto que habíaproducido aquel nombre, claramentedisgustado porque no hubiera producidoninguno: el hombre que tenía delante nisiquiera había movido una de aquellaspobladas y oscuras cejas.

—¿Cuál es la petición? —preguntóTito sin alterar la voz.

—Te pide que te presentes ante él

esta noche.—Esta noche estoy ocupado, estoy

cenando con mi madrastra.El esclavo frunció el ceño. La idea

de que alguien antepusiera una cena consu madrastra a la convocatoria delhombre que dirigía Roma era absurda.

—Mi amo me ha otorgado el poderde decir que la petición es de naturalezaurgente.

—Debe de serlo, pero eso nocambia nada.

—Mi amo también solicita queinvoque el nombre de tu padre, el muynoble Aulo Cornelio Macedónico. En sumemoria él solicita que acudas a su

presencia —Tito reprimió su enfado y latentación de echar a aquel esclavo a lacalle: no redundaría en nada buenodesviar su ira hacia el esclavo. Además,estaba intrigado; Lucio apenas debía deser consciente de los sentimientos deTito hacia él. El esclavo continuó y suvoz asumió de alguna manera los tonossedosos de su dueño—. Mi amo sienteque ha fallado a su viejo amigo, y esalgo que desearía remediar.

—Pues le espera una larga noche,muchacho —soltó Tito.

—¿Puedo llevarle una respuestaafirmativa, señor?

Hubo varios segundos de silencio

antes de que Tito asintiera de golpe. Elmensajero se dio la vuelta y partióenseguida, dejando que él cerrara lapuerta.

Lucio salió en persona y lo condujoa su estudio, donde le rogó que sesentara antes de volver a su silla detrásdel escritorio. Se miraron el uno al otrosin hablar durante unos instantes antesde que el anfitrión abriese la charla.

—Algo me dice, Tito Cornelio, queno me tienes en muy alta consideración.

—Si alguien es consciente de losporqués de eso, deberías ser tú —replicó Tito sin rencor. De camino,había decidido que nada de lo que

hiciera Lucio le haría perder losestribos.

—No intentaré justificarme.—No puedes.El hombre mayor sonrió con

frialdad.—No me has entendido. Quiero

decir que no veo la necesidad. Duermotranquilo por las noches.

De nuevo se quedaron sentados ensilencio, mientras sopesaban laspalabras que habían sido pronunciadas,hasta que Tito habló, traicionando unapizca de impaciencia.

—Es tarde, me han obligado a dejara mi madrastra en medio de la cena.

¿Serías tan amable de decirme por quéme has hecho llamar?

—Te estoy agradecido, Tito. Notodo el mundo abandonaría a sumadrastra para venir a verme.

El sarcasmo fue demasiado y Titosoltó su réplica bruscamente.

—También puedo abandonarte a tipara estar con alguien por quien sientarespeto.

El insulto no hizo ni una muesca enla confianza en sí mismo de Lucio; suvoz permanecía inalterable.

—Me alegra ver que no eres depiedra —cogió un rollo de encima de suescritorio y lo desenrolló—. Me

recuerdas a tu padre, Tito, y según tusdistintos comandantes, como soldadoeres igual que él. Son todo elogios encuanto a tus destrezas militares.

—¿Has estado espiándome?Lucio se recostó con una mueca de

fingido asombro en el rostro.—¿Espiándote? Esa es una fea

palabra. Si fuese a espiar a alguien,sería alguien con poder como paraperjudicarme. Tú no entras en esacategoría.

—Y aún así buscas informaciónsobre mí.

—Tu padre y yo fuimos buenosamigos. Una vez, cuando éramos

jóvenes, hicimos un juramento de sangrepara sernos leales el uno al otro. ¿Acasono es adecuado, dado ese juramento, queyo busque noticias sobre su hijo?

—¡No!Lucio aún miraba el rollo.—Tienes razón, por supuesto. Tengo

asuntos mucho más importantes queatender; las hazañas de legados militarespoco conocidos, aunque bravos, tienenescasa trascendencia —Tito se puso enpie de un salto, pero Lucio levantó lavista hacia él, aún con una sonrisa—.Siéntate, Tito. No estoy dispuesto a serinsultado por tu supuesta honradez másde lo que tú lo estás a serlo por mi

aparente hipocresía. Te he llamado parapoder ayudarte. Si quieres irte, hazlo. Siquieres una carrera política que seajuste a tu carrera militar, siéntate.

Tito se detuvo, después se sentó.—¿Detecto cierto interés? —dijo

Lucio con las cejas levantadas.—Curiosidad, más bien —replicó

Tito—. Me has dicho que te recuerdo ami padre. Si es así, entonces, igual que aél, a mí no se me puede comprar.

Lucio suspiró.—Podemos pasar toda la noche aquí

sentados discutiendo los méritosrelativos de los sistemas políticos y lanecesidad de la conveniencia, pero me

temo que lo que a mí me fascina, sinduda a ti te aburriría.

—Por favor, ve al grano.—Muy bien. Creo que tu hermano se

está comportando mal. Creo que te hadejado de lado, a ti y a la memoria de tupadre —Tito se esforzó para mantenerun rostro inexpresivo; estabandiscutiendo ese mismo tema cuandoapareció el mensajero de Lucio. Eraextraño, casi parecía brujería—. ¿Noestás de acuerdo?

—Tengo por norma no discutirasuntos privados de mi familia fuera decasa.

—Pues eres el único que lo hace,

porque es un rumor popular en elmercado —levantó la mano para detenerla interrupción de Tito—. ¿Sabes que heprestado mi apoyo a Quinto en su intentode alcanzar la pretoría?

Tito elevó sus pobladas cejas.—Sé que tiene una confianza

excesiva.Lucio inclinó la cabeza para

agradecerle el cumplido.—También pretendo secundarle para

el consulado y, si desea el cargo, con eltiempo, para la censura.

—¿Por qué?—No es algo que esté dispuesto a

debatir. Digamos que cae dentro de la

misma categoría que tus asuntosfamiliares. Pero te diré esto: Romanecesita buenos soldados tanto comobuenos magistrados. Nada sería peorpara nuestra ciudad que entregar ahombres inexpertos el mando de losejércitos durante una guerra seria.

Sintió una terrible tentación de sacara colación el tema de Hispania, y el dealgunos de los idiotas que habían sidoenviados allí, pero Tito se mantuvo ensilencio. Lucio sabía más sobre aquelloque él mismo, aunque el viejo saco dehuesos nunca saliese de Roma. Puedeque otros enemigos amenazaran laRepública.

Le resultó difícil contener el temblorde excitación de su voz mientraspreguntaba.

—¿Esperas que haya una guerraseria?

—Nosotros, los romanos, tenemosmucho, así que otros están obligados aintentar arrebatárnoslo. Doy por sentadoque, como tu hermano, tú quierescombinar una carrera en el ejército conuna en política. Sin duda, tambiénquerrías ser cónsul algún día, ¿no esasí?

—Dudo que tenga la capacidad —dijo Tito.

—Tu padre dijo lo mismo —

contestó Lucio de golpe—, y sonaba tanestúpido en su boca como en la tuya.

Ya era hora, decidió Tito, de dar aconocer al viejo que él sabía a dóndeconducía aquella conversación.

—¿Me estás ofreciendo tu apoyo?Lucio esperó un momento antes de

hablar, al tiempo que medía suspalabras.

—Parece que estuvieras dispuesto arechazarlo.

Tito se inclinó hacia delante, y elgesto sombrío de su rostro enfatizó suspalabras.

—¡No estoy dispuesto a hacercualquier cosa para obtenerlo, si es eso

a lo que te refieres!Lucio se recostó en su asiento, pero

el movimiento no tuvo nada que ver conla agresiva afirmación de Tito.

—Solicito que se me permita hablarun rato sin interrupciones —su invitadoasintió y adoptó una postura másrelajada—. Tengo dos preocupaciones.Una es Roma, y la otra es el buennombre y la reputación de los Falerio.Hay ocasiones en que ambas puedenestar enfrentadas. Siempre he puesto elimperium del Estado romano en primerlugar y por esa misma razón meimpliqué en interés de tu hermano. Yo lehe hecho ciertos favores a él, y en

respuesta, él me ha prometido que, encaso de que yo sea incapaz de hacerlo,por muerte o enfermedad, él continuarámi trabajo.

—¿No confías en él?—Te he pedido que no interrumpas

—replicó Lucio con rudeza—. Tuhermano tiene material para ser un granservidor público. No tengo ningunaduda, tras haber hablado con él, de quesomos uno solo en los asuntos realmenteimportantes referidos a la futuradirección de Roma, pero su descuido enhacer que progreses me molesta. Estámal y habría que hacerle consciente deesto.

Tito volvió a interrumpir.—¿Por qué?—No hay ningún conflicto. Tú

mereces progresar. Roma necesitamagistrados como tú. Sólo puedetratarse de aversión personal o envidia oalguna inútil emoción semejante, lo quehace que no cumpla con su obligacióncomo cabeza de familia.

—Podrías decírselo.El autocontrol de Lucio patinó en

ese momento.—¡Idiota!—Ten cuidado, Lucio —gritó Tito, a

punto de saltar desde su asiento.El viejo levantó ambas manos en un

acto de sumisión.—Tienes razón, no debería

dirigirme a ti así, Tito, pero eresdemasiado directo, eres demasiadoparecido a tu padre. ¿Qué pasaría si yole dijera esas palabras a tu hermano, enprivado, y él me dijera, con el debidorespeto, que me ocupase de mis asuntos?

—Es evidente que tienes razonespara no hacerlo, pero no puedoentenderlas.

—Ni yo me molestaré enexplicarlas, pero quisiera decirle a tuhermano, en términos nada dudosos, queestá equivocado y de manera que hagabuen uso del mensaje. Mi hijo Marcelo

recibe su toga de adulto mañana. Tepido formalmente que asistas a laceremonia.

—¿Y?—Lo descubrirás mañana si decides

asistir. Lo único que te pido es esto: queen público me trates como a un amigo.También te pediría que fueses generosocon Marcelo. No creo que vaya a seruna tarea difícil. Después de todo, mihijo te admira mucho.

—Tu hijo apenas me conoce.Lucio levantó varios rollos.—No es así. Ha leído esto una

docena de veces. De hecho, es probableque te aburra con detalles de tus propias

hazañas heroicas.En una familia patricia, alcanzar la

madurez era una ceremonia tan públicacomo privada, lo que, por cierto, fuesuficiente para provocar un alto gradode nerviosismo en Marcelo. El más levecontratiempo del que se le pudieraculpar avergonzaría a su padre y a todoslos antepasados de los Falerio. Luciohabía repetido hasta la saciedad aMarcelo que nada tenía el valor delgenio familiar, el linaje y la fama,gracias a los cuales ellos habíanconseguido y mantenían su distinción;así que sintió un ligero escalofrío conlas primeras luces del día en que, por

última vez, vestiría su túnica infantil,con los bordes púrpura y corta. Losesclavos le colocaban guirnaldas en loshombros mientras aumentaba el ruido,que provenía de la multitud reunidadelante de la casa para presenciar elacontecimiento. Amigos y clientes de supadre, recibidos uno a uno por elanfitrión, llegaban a la casa y llenabanel atrio con el ruido de su conversación,mientras se preparaban para laprocesión al templo.

Tito cortó la conversación al llegartarde, pues no era un secreto que semantenía a distancia de aquella casa ytodo lo que representaba. Lucio se abrió

camino hacia la puerta para darle labienvenida y lo tomó de la mano confuerza. Tito, sin estar seguro de la razón,le correspondió en amabilidad, y Luciose dio la vuelta y miró a Quinto, quehabía sido uno de los primeros invitadosen llegar. Su rostro estaba inmóvil comouna máscara, pero se recuperó enseguiday se dirigió hacia la puerta, para quitarlea Lucio la carga de su hermano.

—Cuídalo bien, Quinto —dijo Luciocon voz un poco más alta de lo normal—. Tito bien puede ser nuestraconciencia.

Quinto estaba furioso, pero no seatrevía a mostrarlo; tan sólo la tirantez

de sus labios indicaba su humor.—Confieso que he descuidado

vergonzosamente a mi hermano, Lucio.Como tú, tengo demasiadasresponsabilidades y él mismo es unpoco remiso. Lleva en casa una semanay aún tenemos que hablar de su futuro.

—Que será uno brillante, estoyseguro —añadió Lucio con suavidad.Llegó otro invitado, un senador canoso,nervioso por haber llegado tarde. Luciose apartó de ellos y fue a recibirlo,mientras restaba importancia a susmanifestaciones de disculpa.

—¿Fue idea tuya, hermano, o loorquestó Lucio Falerio?

Tito miró a Quinto con gesto deperplejidad.

—¿De qué me estás hablando?

Lucio fue a recoger a su hijo en personay lo miró de arriba abajo paraasegurarse de que estaba correctamentevestido.

—Es hora de salir, Marcelo. Yrecuerda que eres un Falerio.

—Sí, padre.—He invitado a alguien especial

sólo para ti —Marcelo parecía confuso—. Tienes que prometerme que noaburrirás a Tito Cornelio con

demasiadas preguntas después de laceremonia.

—¿Tito Cornelio está aquí?—Debe de ser algo grande ser un

héroe, incluso a ojos de un niño tonto.Sin embargo, su destino es llegar a serun gran general, así que supongo que eslo adecuado.

La procesión se abrió camino porlas calles, con Marcelo a la cabeza. Lamultitud lo recibió con un clamor, comosi su recompensa dependiera de ello.Aún no estaban hastiados de lasceremonias, que se sucederían a lo largodel mes de marzo. En el mercado, lagente se agolpaba para ver, pues a los

romanos les encantaban lasexhibiciones. Siguieron su trayecto hastael Capitolio, donde Marcelo sacrificó eltoro de manera impecable, y deinmediato se puso su toga blanca deadulto. De vuelta en casa, se invitó a losconcurrentes a felicitar al chico enpersona. Cuando le llegó su turno, Titoquedó impresionado por la altura y laconstitución del joven, muy diferentes delas del padre. Tenía el cabello negro unpoco rizado, lo que establecía un fuertecontraste con su toga, blanca como latiza; sus ojos eran castaños oscuros yfirmes, su sonrisa, cálida y sin doblez.Se vio forzado a preguntarse cómo

Lucio, un tipo escurrido y fino como unacaña, podía haber engendrado a unmuchacho tan apuesto y sociable.

La impresión quedó reforzadacuando el chico lo agarró parapreguntarle sobre las guerras deHispania. Había leído los informes conavidez, así como las cartas privadas delos comandantes de Tito a su padre, asíque ya conocía la mayoría de losdetalles, pero mostraba un vivo interés yuna afilada inteligencia. El nombre deBreno le encandiló, y lo interrogóávidamente sobre los guerreros celtas engeneral, y sobre los fuertes de lascolinas en particular, con muchas

preguntas sobre cómo podían serdominados. Tito contestó a todo conhonestidad y enumeró los problemas,aunque con cuidado de no dejar caerninguna acusación sobre nadie por lafalta de éxito total.

Tras haber hecho más preguntas delas que eran estrictamente corteses, derepente el chico enmudeció, mientras semordía los labios como si se prepararapara algo.

—Tito Cornelio, quisiera pedirte unfavor.

—Pues hazlo. Si en mis manos estáotorgártelo, así lo haré.

—Dentro de tres años, tendré edad

para emprender mi servicio militar.Nada me agradaría más que hacerlo bajotus órdenes.

Tito sonrió.—Harías mejor en vincularte con

alguien que vaya a ser un general deéxito.

—Pero tú estás destinado a serlo —dijo Marcelo, auténticamentesorprendido.

—Dime, jovencito, ¿cómo sabes túeso?

Marcelo se estiró en toda su altura,quedando, aun así, una cabeza más bajoque su héroe.

—Mi padre me dijo que así sería.

Ahora era el hombre más adultoquien estaba sorprendido.

—¿Cuándo te dijo eso?—Esta mañana, pero yo sabía que

era así hace años.

—¿Por qué?Tito casi fue el último en marcharse

y Lucio lo miró muy de cerca antes decontestar.

—¿No crees merecer mis buenosservicios?

—Eso sólo tú lo sabrías, LucioFalerio, pero considero que eres unhombre que no hace nada sin tener un

propósito. Hasta la ceremonia de hoytenía una utilidad.

—¿Puedo alegar sentimentalismo?Lucio estaba jugando con él, pero

Tito decidió no recurrir a una respuestaairada.

—Por favor, no menciones másjuramentos infantiles.

—Puede que si conocieras lascircunstancias que llevaron a aqueljuramento entre tu padre y yo, fuerasmenos cínico.

Tito sonrió sin estar seguro delporqué.

—Viniendo de ti, hay cierto gradode insolencia en eso —el hombre mayor

inclinó ligeramente la cabeza parareconocer la verdad de sus palabras,mientras el más joven dejaba de sonreír—. Tengo una preocupación, LucioFalerio.

—¿Cuál es?—Hoy me has prestado un servicio.

Querrás algo a cambio. Me preocupa nocumplirlo, sea por aversión a hacerlo, oquizá porque no tengo ni idea de lo quese espera de mí.

El anciano puso una delgada manoen el hombro de Tito y le dio un apretónde ánimo.

—Confío en que eres hijo de tupadre. Cuando llegue el momento,

sabrás con precisión qué hacer.—¿No hay explicaciones ahora?Lucio negó con la cabeza.—Nunca temas, Tito Cornelio.

Cuando se te solicite que cumplas, seráuna tarea cuyo cumplimiento te haráfeliz. No sentirás en absoluto que meestás prestando un servicio.

Capítulo Doce

Cabalgaban ahora por una buenacarretera, una auténtica y pavimentadavía romana, recta como una flecha. Elmonte Etna, del que ya se habían alejadobastante, rugía y humeaba en ladistancia, aunque no podían ver muchohacia delante, pues la mayor parte de laciudad de Mesana quedaba oculta; conel cálido viento del sur, que a vecessoplaba hacia el este, era más fácil vertierra firme por encima del angostoestrecho. El humo se elevaba, espeso y

negro, con la franja anaranjada dellamas que se veía justo en su base, y aveces tapaba el sol al extendersedespacio sobre el estrecho azul brillantedel mar. Toda la costa había sidosembrada de trigo; ahora estabanquemando el rastrojo después de lacosecha y, detrás de los rápidos fuegos,los campos quedaban ennegrecidos ybaldíos, como si alguna gran plagahubiera azotado la tierra.

—Mira eso, chico —dijo Flaco altiempo que señalaba con entusiasmo através del fuego hacia los barcos degrano que cargaban en el muelle deMesana—. Hay una fortuna ante tus ojos,

y buena parte de ella pertenece a nuestroamo y señor —Áquila esperó mientrasotra nube negra se alejaba hacia el mary, por fin, se aclaraba lo suficiente paradejarle ver el puerto. Podía ver losbarcos, todos con una única velacuadrada enrollada en el mástil, con suslargas hileras de huecos para los remos—. Esos son también los barcos denuestro jefe.

Los ojos de Flaco brillaban, siemprelo hacían cuando contemplaba laperspectiva de la riqueza, suya o decualquier otro. Los caballos se agitabanpor el calor al pasar junto a otra hilerade llamas, que devoraba lentamente los

tallos secos. Una vez que hubieronpasado, llegaron a ver claramente todala ciudad. Rodeada por una murallablanca, la ciudad griega aún se parecía ala fortaleza que había sido antes de quelos romanos se apoderaran de la isla.Tras las almenas, alternaban losedificios bajos con numerosos templos,cada uno de los tejados de tejas rojascon un perfil diferente y diversosángulos de inclinación. Desnuda contrael cielo azul, una fila de cruces al ladodel camino destacaba claramente. Flacofrenó su caballo cuando se aproximarony alzó la mirada hacia los hombresatados a las cruces de madera, para

examinarlos a ver si estaban muertos.—Frescos de hoy —comentó sin

emoción alguna.—¿Quiénes son? —preguntó Áquila,

con la mirada dirigida con firmeza haciael suelo. No había disfrutado con la ideade la crucifixión en las granjas, y ahorano quería reconocer a aquellos hombres.

—Fugitivos, lo más probable. Haymás problemas con los esclavos aquíque en cualquier otra parte de la isla. Esrazonable, en una ciudad pueden ver conmás facilidad lo que se pierden —tiróde la cabeza del caballo hacia un lado yse dirigió hacia la puerta baja de lamuralla de la ciudad. A medio camino

entre los crucificados y la entrada habíauna serie de estacas clavadas en elsuelo, cada una con un hombre amarradoa ella—. Ahí está el grupo de mañana,es decir, si los que ya están colgados semueren del todo.

—¿Qué harán con ellos cuando esténmuertos?

—Es sencillo, chico —Flaco rio ydespués, cuando una última nube dehumo entró en sus pulmones, tosió—.Simplemente los tiran en uno de loscampos que van a quemar.

Fue la risa, seguida por la tos, lo quehizo que uno de los hombres atadoslevantara la cabeza. Llevaba el pelo

rapado a la manera de los esclavos, deforma que sólo tenía un mechón gris ensu mugrienta cabeza, y su rostrodemacrado era una masa demagulladuras por causa de los golpesque había recibido, mientras su blusóndesgarrado revelaba los verdugonessanguinolentos que le habían causadorepetidos latigazos. Áquila abrió la bocapara decir algo, después la cerró degolpe, mientras atizaba tan fuerte a sucaballo que hizo avanzar también al deFlaco.

El único ojo de Gadoric lo siguió,sus labios resecos abiertos en un gestode sorpresa, y la gran cicatriz que le

cruzaba el rostro, un blanco desnudocontra la piel quemada por el sol de surostro. Los pensamientos del chico eranun torbellino cuando cabalgaban bajo elarco de la puerta, mientras el eco de loscascos de los caballos resonabaruidosamente en el reducido espacio.Resistió la tentación de mirar atrás, apesar de que casi podía sentir aquel ojode basilisco fijo en él; su voz sonó unpoco temblorosa cuando se dirigió aFlaco.

—¿Esos hombres de las estacasserán crucificados?

El viejo centurión percibió el tono y,al responder, su voz hizo eco en los

edificios de la estrecha callejuela.—No serás un blandengue, ¿no,

chico? No te apenes por un esclavomuerto, amigo. Hace que los otrostrabajen duro.

La ciudad era más bulliciosa quecualquier sitio que Áquila hubiera vistonunca. Mientras se aproximaban alcentro, un espacio abierto dominado porun enorme templo de carrizos y adobe,el gentío aumentó tanto que moversepara avanzar se convirtió en una lucha yFlaco arremetía, con poco éxito, contraquienes le cortaban el paso: no podíansalir de su camino a causa de toda laaglomeración. Áquila podía ver los

atestados escalones del templo, llenosde gente que comerciaba. En un rincónsombreado, un profesor se dirigía a ungrupo de jóvenes, moviendo los brazosal tiempo que declamaba; en otro, losprestamistas llevaban a cabo susnegocios, con un gran barullo de gritos ypalmadas en la frente. Los espaciosentre las altas columnas estaban llenosde tenderetes, cada uno con suvociferante vendedor. Con el exceso decolorido, poco de lo que vio le quedógrabado: no podía apartar de su mente lamirada de odio que llenaba aquel únicoojo, la mirada de un hombre que sesentía traicionado.

Flaco se alejó del templo y siguióbajando hacia el puerto, aún conesfuerzos para abrirse camino haciadelante. Una vez fuera de la plaza, cesóla aglomeración, aunque todavía eradifícil que un hombre montado avanzaracon velocidad, hasta que llegaron a losmuelles, llenos de carros cargados decereal, cada uno con una hilera dehombres exhaustos que llenaban suscestas en la parte de atrás. Flacopreguntó por la dirección a uno de losabastecedores; el hombre se fijó en elcorte recién curado del flanco delcaballo antes de señalar hacia unenorme almacén.

La parte delantera estaba despejadade carros y, en su lugar, los esclavosentraban y salían con dificultad por laspuertas abiertas del almacén. Unoshombres armados bordeaban surecorrido, con chasquidos ocasionalesde látigo o de sarmientos al golpear unaespalda desnuda, que acompañaban losgritos de exhortación para que semovieran más deprisa. Justo en el bordede un muelle, un grupo de carpinterostrabajaban con largos pedazos demadera, que habían levantado paraformar un triángulo que ataban ahora concuerdas. Desmontaron ambos y ataronsus caballos a un poste; Flaco

permaneció un momento observando elconstante desfile del trabajo: todoshombres, todos con la mirada apagada ytodos con aspecto de estar malalimentados. Movió la cabeza como conaprobación antes de entrar en el sombríointerior del almacén.

Un tipo rechoncho, con un delantalde cuero por encima de su blusón y unatableta de cera en la mano, estaba de piejunto a un gran juego de básculas.Después de llenar cada cesto en elalmacén de grano, este se ponía en unabáscula. Después el hombre anotaba supeso antes de indicar que se lo llevaran.Mientras asentía a Flaco, y sin

interrumpir su trabajo, señaló hacia elfondo del edificio con estilo de madera.El aire estaba lleno de un fino polvodorado que cubría todo y a todos, lo quedaba a los esclavos, con sus salientescostillares, la apariencia de esqueletosmás que de seres humanos. Áquila subiódetrás de Flaco por unas estrechasescaleras, a través de unos biomboshumedecidos para contener el polvo. Enel piso de arriba del almacén estaba elcargamento que los barcos habían traídode Ostia: fardos de ropa, grandesvasijas de vino, armas y una pilacompleta de troncos de madera dura,cultivados especialmente para que una

rama de cada extremo formara la camade un arado. Al frente, con vistas almuelle, se había preparado una mesapara que se sentaran, de forma que loscapataces de las distintas propiedadespudieran ponerse cómodos y comeralgo, al mismo tiempo que veían cómose cargaban en los barcos los frutos desus granjas. Uno de ellos, hombre gordocon la cabeza calva y blanca, hablaba envoz alta y Áquila tuvo una vagasensación de reconocerlo, sin ser capazde ubicarlo. Mejor vestido que susacompañantes, tenía los ademanespropios de un hombre que fuese dueñodel lugar, y estaba ocupado explicando a

los demás sus planes para el futuro.—Cada vez que envías grano,

pierdes un poco. Un poco termina en elsuelo cuando cargas las carretas, unpoco más se pierde al recorrer lasdifíciles carreteras del interior. Ahora,es nuestro dinero el que se pierde granoa grano. Recordad que nos pagan el pesoque llega a Ostia, no el peso de lo quecosechamos.

Se volvió para recibir a Flaco y elchico pudo ver que pese a lo bienalimentado que estaba, pese alcuidadoso afeitado, la dureza de su cararedonda y sus ojos, más calculadoresque amistosos. Les saludó efusivamente

y recorrió de arriba abajo con su miradaa Áquila, antes de invitar a Flaco a quecomiera y se pusiera cómodo. El excenturión le devolvió el saludo ypresentó sus respetos a los que estabanallí; después, llenó un plato para elchico, le dio una copa llena de vino y loenvió a sentarse sobre un fardo bienalejado de la mesa, antes de prestaratención a sus propias necesidades.Áquila aceptó con una cortesíaapesadumbrada, pues en su mente aúnpermanecía lo que había visto fuera delas puertas, lo que le valió una miradainquisitiva por parte de Flaco. Distintafue la mirada que le dedicó aquel tipo

grande y gordo: tenía más que ver con sucuerpo ágil y joven que con su estado deánimo. Áquila lo ignoró y él volvió a lamesa, ansioso por exponer sus teorías.Flaco, sorprendido entre dospensamientos, no tuvo tiempo depreguntarle al chico qué le pasaba.

—Y todos os quejáis a mí por elpeso que apunto, porque nunca coincidecon el vuestro —las cabezas asintieronante aquello y, a pesar del tono amistosode la reunión, hubo más de una miradanegra a dirigida a él—. También yopierdo, amigos. Sólo tenéis que echar unvistazo a ese rastro de cereal entre lapuerta del almacén y el barco. Ese es

mío, cada grano. Hay un rastro igualitoque ese al descargar, y la mitad de lagente de Ostia baja sus pollos a losmuelles para alimentarlos de balde, ytodo eso asciende a un buen denario alfinal del día.

Se detuvo para llenar hasta arribalas copas de los que estaban más cercade él, y al hacerlo, se giró para volver amirar a Áquila. El chico, recostado en elfardo, no se dio cuenta, estaba mirandoal sol, que entraba por las puertasabiertas y volvía el chorro del vino quecaía en un rojo brillante, lo que le hizopensar en Clodio. Había observadoaquel mismo efecto un día caluroso,

cuando su padre adoptivo sostenía lacalabaza con vino por encima de sucabeza para verter como un experto elcontenido en su boca abierta, y la visióntambién le hizo regresar a un mundo quecreía perdido para siempre.

—¿Has pensado en algo pararesolverlo, Casio Barbino?

Aquello borró de su mente cualquierrecuerdo de Clodio y su pasado,mientras un fogonazo de odio recorría sucuerpo, porque, de repente, supo dóndehabía visto a aquel hombre gordo. Fueaquel día en que unos leopardos,supuestamente domados, habían atacadolas ovejas de Gadoric. Habían llevado

aquellos animales como regalo paraunos importantes invitados, uno de ellos,un pipiolo perfumado de su edad, tanresponsable como Casio Barbino delhecho de que los leopardos quedaransueltos a una distancia a la que podíanoler el rebaño de presas que élpastoreaba. El resultado fue del todopredecible, aunque, cuando Áquila contóa Gadoric lo que había sucedido, esteapuntó que las ovejas pertenecían aBarbino. Si quería dárselas para comera un par de grandes felinos, tenía todo elderecho.

El hombre que había amaestradoaquellos leopardos desde cachorros

estaba furioso; también lo estaba Áquila,y tenía razones para estarlo. Se enderezósobre el fardo y miró con dureza aBarbino, pero el objeto de su atenciónhabía vuelto su rostro hacia quien lehabía preguntado. ¿De verdad era ese elrico senador cuyos bosques habíarecorrido para cazar, el dueño de lagranja donde había visto a Gadoric porúltima vez, antes de encontrárselo hoy,atado a una estaca? De acuerdo con sucapataz, Nicos, él había violadobrutalmente a aquella esclava, Sosia, yhabía arrancado de su garganta un gritotan lastimoso que Áquila lo habíatomado por el lamento de un zorro

herido; después, la había enviado fuerade allí, añadiendo aquello a los malesde un día inolvidable. La idea de quealgo de lo que había hecho aquellosúltimos meses pudiese haberbeneficiado a Casio Barbino casi le hizoarrojar el plato que tenía en la mano a lacabeza de aquel hombre. Barbino,desconocedor del efecto que su nombretenía en el chico, recorrió con la vista asus delegados allí reunidos y dio surespuesta.

—Así es, tengo la solución, amigosmíos. Si miráis ahí fuera, veréis queestoy construyendo una grúa. Una vezque esté terminada, a cada uno de

vosotros se os darán unos planos paraque construyáis una vuestra.

—¿Con qué? —preguntó Flaco; alser el miembro más nuevo de aquelselecto grupo, era el más preocupadopor los costos.

Barbino sonrió.—No te preocupes, Flaco, yo os

facilitaré la madera. Os daré también lalona, especialmente cortada y con ojetesen los bordes para que la podáis atar ala grúa.

Miró a su alrededor para ver sialguno había relacionado las cosas, perosólo se encontró con miradasinexpresivas. Al final, su mirada recayó

en Áquila, pues el senador confundió elbrillo de los ojos del chico con interés.Barbino caminó hacia él con la jarra devino todavía en la mano, mientrasÁquila bajaba la vista al suelo,confundido por sus pensamientos aúnrevueltos y por la inseguridad. El jovenestaba sucio de la cabalgada, pero sualtura, su piel bronceada y el cabello deoro rojizo eran bastante para atraer a unhombre como Barbino. Entonces, losojos del senador se fijaron en el águiladorada que pendía de su cuello, que hizoque sus cejas se alzaran por la sorpresa.

Casio Barbino se consideraba unconocedor de arte griego y celta. ¿Qué

hacía un chico como aquel llevando unobjeto tan valioso? Áquila, inconscientede su interés, tomó el colgante en sumano y después alzó la mirada; sus ojos,como dos zafiros, se clavaron enBarbino. El senador no sabía que elchico quería matarlo, pero se dio cuentade que Áquila no se sentía acobardadopor su posición, hecho que sólo sirviópara aumentar su atracción. Sirvió unpoco de vino en la copa de Áquila sinque sus ojos se apartaran ni un momentodel rostro del chico.

—¿Lo adivinas tú, chico?La respuesta parecía tan obvia que

Áquila cedió de inmediato, pero su voz

tenía una calidad distante, como si sehablara a sí mismo.

—Metes el grano en los fardos ysubes los fardos a los carros. Despuésse cargan los fardos, directamente y porfuera, en el barco.

Barbino se dio la vuelta y sonrió alos demás, al tiempo que hacía unmovimiento amplio con la mano.

—Sin perder ni un grano. No habrámás pérdidas y, lo que es másimportante, no habrá más discusionesporque os hayan engañado —siguió aaquello un murmullo general deaceptación con mucho movimiento decabeza. Barbino dio media vuelta y echó

otro vistazo de pies a cabeza a Áquila.Acostumbrado a que la gente seencogiera ante su mirada, estaba claroque la tranquilidad lo desconcertaba—.¿Quién es este chico, Flaco?

El centurión, que conocía a Barbinohacía tiempo, frunció el ceño. Aquelhombre era un sátiro a quien no se podíadejar sólo con un trozo de carne, ymenos aún con una chica o un chico.

—Áquila Terencio. Es de unacolonia cerca de Aprilium. Su padre fueuno de los hombres de mi centuria quecayeron en Thralaxas. Lo recogí decamino al sur. Se podría decir que lo headoptado. ¡Es como un hijo para mí!

—Es un muchacho brillante —Barbino no había malinterpretado eltono de Flaco ni la fuerza de su últimaafirmación: el viejo centurión le decíaque mantuviera sus manos lejos de él—.Tengo unas tierras por Aprilium.

Los ojos del senador volvieron aposarse en él y se mantuvieron por unmomento en el colgante del cuello deÁquila, como si estuviera a punto depreguntar por su significado, pero secontuvo y volvió a levantar la vista.

—Quédate con Flaco, chico, él noquerrá quedarse aquí en Sicilia toda suvida. Sería una ventaja contar conalguien joven y ambicioso, que conozca

las granjas —no se giró al dirigirse aFlaco, sino que mantuvo sus ojosclavados con firmeza en los de Áquila—. ¿Le has educado?

Hubo una nota de ira distinguible enla réplica de Flaco: la manera en queBarbino hizo su pregunta sonaba areproche.

—No lo creí necesario.—Te aconsejaría que fueses menos

corto de miras. Si este chico tienecerebro, sácale provecho. Enséñale losnúmeros y si sabe escribir, tanto griego,como latín, podría tener un futuro.

—Justo ahora está aprendiendo aluchar —replicó Flaco.

Barbino aún no se había dado lavuelta.

—Admirable, pero limitado.Nuestro mundo está lleno de gente quesabe luchar. Pero no hay muchos quetambién sepan pensar.

—Puede que tengas razón.Ahora Barbino miraba la cota de

malla de Áquila y la espada que colgabasuelta a su costado.

—¡Hazlo, Flaco! —giró en redondopara encararse a su ahora ruborizadodelegado, que le dirigió a Áquila unamirada enfurecida, como si lo que habíasucedido fuese culpa suya. Barbinoregresó a la cabecera de la mesa, dio

una palmadita en el hombro a su nuevocapataz y cambió de tema—. Pero, viejoamigo, tenemos cosas más importantesque discutir.

Los miró a todos uno a uno mientrasdeambulaba por el lugar, obligándolos aincorporarse y a prestar atención: pese asus maneras joviales, Barbino exigíarespeto.

—Me he reunido con los otrosdueños y están de acuerdo en quedebemos coordinar nuestras accionescontra la amenaza creciente delbandidaje.

—Nos atacaron de camino haciaaquí —dijo Flaco.

—¿Dónde?Flaco explicó lo que había sucedido

como el soldado que era, sin hacerintentos de parecer heroico, paraconcluir con la opinión de quequienesquiera que hubiesen intentadotenderles una emboscada, no parecíanser ni capaces ni numerosos.

—No son numerosos ahora, Flaco,pero podrían serlo si bastantes esclavosescapan para unirse a ellos.

—Ninguno de los míos escapará —replicó Flaco con una mueca dedesprecio—. No tienen energía.

Unas toses respetuosas respondierona lo que había sonado un poco a

fanfarronada, especialmente encompañía de hombres que conocían sunegocio mejor que él, hombres cuyaayuda había buscado nada más llegar aSicilia. Flaco se dio cuenta de lo quehabía hecho y murmuró unas palabraspara indicar que aún tenía mucho queaprender y que le gustaría recibirconsejos, pero Barbino le interrumpió,lo que produjo otra mirada enfurecida.

—Eso es lo que ha causado elproblema que conocemos. La gentecomplaciente que piensa que siempreserán los esclavos de otro los quecausarán problemas. Pues, bien, no esasí, y si dudas de mí, no tienes más que

salir por la puerta del sur y lo verás contus propios ojos.

—¿Son tuyos esos hombres? —preguntó Flaco. Hizo un repentino gestode advertencia con la cabeza a Áquila,que había empezado a aproximarse.

Barbino frunció el ceño.—Es triste decirlo, pero lo son, y no

sólo estaban intentando escapar, sinoque fueron mucho más ambiciosos.Querían levantarse en armas y tomar laciudad, cosa que a nosotros nos havenido bien, pues los planes asustarontanto a los otros esclavos que lostraicionaron. Puede que esos bandidosde las montañas no sean muchos, pero

funcionan como un faro para todos losque están descontentos. Por eso tenemosque cortarlo de raíz. Es menos probableque los esclavos huyan si no tienenningún sitio adonde ir.

—¿Tenemos un plan de acción? —preguntó uno de los otros.

Barbino asintió.—Lo tenemos. Ya he convencido al

gobernador para que haga venir a susauxiliares. La base principal de esosladrones, al menos la de los que nospreocupan, parece estar aquí al norte.No van mucho por el sur del Etna, asíque lo emplearemos como un pivotedesde el que trabajar. Tienen mujeres y

niños con ellos, así que no puedenmoverse con rapidez. La mayoría denuestras fuerzas se reunirá al oeste y seextenderán por las montañas bordeandoel volcán. Los demás formarán unabarrera entre el Etna y el camino sur querecorre la costa. Si podemos hacer quesalgan a la llanura, podremos acabar conellos con facilidad.

Barbino apoyó ambas manos en lamesa y se inclinó hacia delante paraenfatizar lo que iba a decir.

—Quiero ver a cada uno de ellos obien muerto, o bien estirado en una cruzal lado de la carretera.

—¿Cuándo? —preguntó Flaco.

—Tiene que ser pronto. El tiempofrío se nos echa encima y los esclavostienen menos que hacer, así que nonecesitan tanta supervisión.

—Puede que eso sea así paraalgunos —respondió Flaco—, pero yoaún estoy trabajando en las zanjas deriego.

Barbino clavó su mirada en él.—Una de las cosas en las que esos

bandidos son muy buenos es en destruirsistemas de irrigación. Parece una buenaidea poner fin a eso, y no he olvidadoque hace muy poco eras un soldado,Flaco. Como el gobernador no puedereunir las tropas necesarias para

organizar una verdadera campaña,tendremos que ayudarle.

Áquila se había retirado a lasombra, y sólo oía a medias a Barbino.En su mente, podía imaginar sin esfuerzoa Gadoric mientras intentaba persuadir aotros de que la revuelta merecía la penay, después, traicionado por susdesvelos. Pensó en los hombres con losque compartía la cabaña: seinvolucrarían en esto y les deleitaría laperspectiva. Ante una orden clara dematar, lo harían con placer, sinmolestarse en saber si aquellos aquienes asesinaban eran hombresculpables o mujeres y niños inocentes.

Le preocupaba que, una vez que habíallegado a la madurez y a un buen nivelde destreza marcial, tendría que seguiradelante, obligado a participar; dehecho, se esperaría que disfrutara de laviolación y del asesinato que seríaninevitables, todo ello de parte de unhombre llamado Barbino.

—¿Y no podríamos solicitar tropasde Roma?

Barbino echó la cabeza hacia atrás yrio.

—¿Para qué? ¿Para sofocar a unosesclavos? Creo que te ha dadodemasiado el sol, Didio Flaco. ¿Desdecuándo ha necesitado Roma soldados

para someter a esclavos? —se dio unagolpecito en la parte de arriba de lacabeza, de un blanco desnudo encomparación con la piel olivácea de surostro—. Haz como hago yo, amigo.Lleva siempre un sombrero, en especialaquí en Sicilia.

Le había dicho lo mismo a Silvano,el gobernador, en la reunión de aquellamisma mañana, sin darse cuenta de queeste, político más astuto que Barbino, yahabía enviado una petición a Roma. Noes que estuviera en desacuerdo con elterrateniente sobre la necesidad detropas para sofocar a unos pocosesclavos, pero el gobernador sabía que,

en el febril mundo de la políticarepublicana, era buena idea cubrir todoslos frentes. Sicilia era un destinolucrativo en extremo, uno de los mejoresque el Senado podía conceder. Por lotanto, resultaba axiomático que losdemás, incluso aquellos a quienes podíallamar amigos, buscasen continuamenteque lo reemplazaran.

Capítulo Trece

Quinto Cornelio intentaba concentrarsecon todas sus fuerzas en los informesque Lucio le había pedido que leyera,pero su mente volvía una y otra vez a losjuegos que era su deber organizar. Iban aser caros, más que en un año normal,pues era necesario atajar el crecientedescontento de los barrios más pobresde la ciudad. La gente continuaballegando en masa desde el campo, y ungran número de ellos eran ex soldados,tanto ciudadanos de Roma, como

antiguos aliados. Ya de por síimpredecibles, su habilidad previa en laprofesión de las armas los hacíapeligrosos. El subsidio en grano sehabía convertido en una carga cada vezmás creciente para el estado y aquello,al menos, significaba que los informesde Sicilia captaban toda su atención.

Una mala cosecha en esa isla y suefecto en Roma podría ser incalculable.Lucio Falerio, con Quinto comovoluntarioso ayudante, controlaba ahorael Senado de manera que ningunafacción lo había conseguido en cienaños, pero esto tenía un lado negativo.Algunos de quienes se oponían a ellos, a

sabiendas de que cualquier intento decambiar las cosas en la legislaturaestaba condenado, tendían a buscarmedios exteriores para progresar en sucausa, y ¿qué mejor método elegir quealiarse con la gentuza desharrapadacuyas pocilgas desfiguraban lossuburbios de Roma? Si se les negara elpan, ese grupo bien podría quemar laciudad.

Las carreras de carros eran unaforma provechosa de permitir que elpopulacho soltara presión, pero nadafuncionaba tan bien como una auténticaserie de juegos bien organizados. Comouno de los ediles urbanos, no era algo

que pudiera evitar, pues recaía dentro desus responsabilidades de magistrado dela ciudad y estaba condenado por elcomportamiento de sus predecesoresmás derrochadores, que habían buscadosobornar a quienes votaban en loscomicios consintiéndoles sus caprichos.Habían pasado los tiempos en que unpar de jabalíes salvajes, un oso acosadopor perros y un toro bravo que intentasecornear a un criminal, satisfacían a lamultitud de Roma. Ahora eran lasbestias salvajes de África y Asia:elefantes contra leones o tigres, ymasivos combates de gladiadores quetenían que luchar hasta la muerte, algo

que multiplicaba el precio por diez.¿Cómo podía ser que una ceremonia queen tiempos había sido un combatefuneral entre guerreros especialmenteelegidos para honrar a un caudillo,hubiese crecido tanto como para llegar adominar ahora la manera de entretener alas masas?

Movió la cabeza hacia los lados, enparte por indignación, pero más comoayuda para concentrarse. Hispania,Illyricum, Numidia, Macedonia: todasrequerían su atención. Nunca habríasoñado que intentar mantener lasuperioridad política hubiera implicadotanto trabajo. Su mentor le pasaba tanto

trabajo como podía, mientras afirmabaal hacerlo que, en el futuro, Quinto nopodría aumentar su estatura política nimantener su posición a menos queentendiera todas las ramificaciones,todos los engranajes que constituían susmedios de mantener el poder. LucioFalerio permanecía en segundo plano,preparado para intervenir cuando lascosas llegaban a un punto muerto, altiempo que dejaba al joven pasmado porla aparente sencillez con que resolvíalos problemas espinosos. A menudopodía hacer que un senador recalcitrantese arrodillara con sólo susurrarle un parde palabras, y eso después de que

Quinto hubiese probado todo tipo dezalamerías y persuasiones durantesemanas. En realidad, todas lasdificultades provenían de losseguidores: podían ignorar a susenemigos, pero aquellos que pretendíancompartir sus puntos de vista eran fuentede constante irritación. Sus compañerossenadores, individuos supuestamenteaugustos y honorables, eran realmentecomo un grupo de críos reñidos,concentrado en mezquinas quejasinterminables y urgentes.

Uno se entregaba a rencillas sobre ladistribución de la tierra pública parasatisfacer lo que requería alguna forma

de compensación. Otro se quejaba deque el orden de prioridad adecuadohabía sido ignorado en algún debateinsignificante, lo que suponía una afrentaa su dignidad. Sólo podrían aplacarlossi se pudiera convencer a los doscónsules en activo, además de todos suspredecesores con vida, para quecedieran el derecho de hacer uso de lapalabra en primer lugar. Quinto sabíaque el dinero, en forma de monopolios,cesiones de tierras y exenciones,engrasaban el proceso más que losprincipios políticos. Él era realista yaquello no le escandalizaba, pero era unañadido a sus propias cuitas.

En cuanto a su persona, a él teníanque verlo por encima de cualquiersospecha de corrupción: si existiera elmás ligero atisbo de que estababeneficiándose de concesiones que otrosreclamarían como propias, se produciríauna hemorragia en sus filas. Así queQuinto Cornelio estaba obligado asoportar un duro e inacabable trabajo, agastar dinero en contentar a la plebe, almismo tiempo que se negaba cualquieringreso para apaciguar a sus iguales. Sequejaba de ello a voces, aunque nuncahasta el punto de insinuar siquiera suvoluntad de librarse de su carga.

Entró un esclavo para recordarle la

hora, tenía que acudir al foro paraparticipar en una bienvenida pública auna embajada de Partia, así que Quintodejó a un lado el informe de Silvano,gobernador de Sicilia, que advertía deun incremento de los problemascausados por esclavos fugitivos. Supetición de tropas regulares para ayudara erradicarlos era absurda, y estabaseguro de que los cónsules compartiríansu punto de visto: dejemos que loscolonos, que son quienes sacanprovecho, paguen por mantener la paz.Mientras se vestía y ponía muchocuidado al colocarse la toga, su mentevagaba de uno de los problemas que

acuciaban a la República a otro. Lasfronteras estaban bastante mal, pero aquíen la ciudad debía decidir qué consejoofrecer respecto a las actividades deciertos caballeros. Lo suficientementericos como para avanzar en el Senado,se les había denegado la admisión conlas más endeble de las excusas, lamayoría relacionadas con su moralidadpersonal. ¿Se comportarían, una vez quehubieran ascendido, como debían ydepondrían cualquier exigencia dereformar las cortes? ¿O llegarían a lacámara e intentarían inclinar la balanzahacia la clase de la que acababan desalir?

¿Podría hacer algo para evitar quelos otros estados italianos sobornaran alos senadores para promover la idea dela ciudadanía universal, o encontrar losmedios para devolver a algunos de loshabitantes de los suburbios, no romanos,a sus propias tierras? Cada uno de lospliegues del pesado ropaje blancoparecía representar un interrogantedistinto, cuyo abordaje requeriría tantocuidado como el alboroto que estabaformando con su apariencia. Quinto aúnno se había aburrido de talesceremonias, todavía le entusiasmaba quele solicitaran la representación de suciudad cuando unos potentados

extranjeros buscaban bien una alianza,bien la coexistencia pacífica. Deseabaestar elegante sin resultar afectado.Frente a los embajadores del este,pomposamente vestidos, él queríarecalcar que Roma estaba controladapor hombres que no necesitabanoropeles para realzar su dignitas. Hoy,a petición de Lucio Falerio, no habríaanillos de oro en el Senado; el simplehierro, como antaño, era suficiente paraél y, por lo tanto, era suficiente paratodos. Satisfecho al fin, Quinto dejó susaposentos y fue hacia la puerta. Estabaen medio del atrio cuando se abrió lapuerta para dejar pasar a Cholón, y el

senador miró con amargura al griego.—No sé por qué no te mudas aquí.—Valoro mi libertad, Quinto.Gran placer le produjo a Cholón la

manera en que aquel doble sentidodisgustó al dueño de la casa, que lerecompensó arrugando la frente.

—¡Mucho cenas tú con mimadrastra! Si fuese cualquier otro,estaría preocupado, pero supongo quecontigo su virtud no corre peligroninguno.

Nada podía preocupar menos aCholón que lo que la mayoría de la gentedecía de él, en especial lo relacionadocon sus inclinaciones sexuales, pero

aquel hombre le molestaba tanto comopara provocar una respuesta sarcástica,sin importar lo que hubiera dicho.

—Estoy muy de acuerdo, Quinto.Ella corre mucho más peligro cuando noestoy cerca. ¡Qué gratificante es quetengas el cuidado de observar todos susmovimientos!

El gesto de confusión del rostro deQuinto fue auténtico.

—No sé a qué te refieres.—Por supuesto que no. Es una mera

coincidencia que Thoas tenga siempre laoreja pegada a su puerta.

—Thoas… ¿El númida?—¿Quién si no? —replicó Cholón,

mientras fruncía los labios en lo queconsideraba muestra de evidenteofuscación.

—Imaginas las cosas, Cholón. Mimadrastra me los compró a él y a sumujer el mismo día en que se leyó eltestamento. Ahora es esclavo suyo, nomío.

Aquello sorprendió al griego, que sehizo a un lado para dejar que pasaraQuinto. Siguió su camino hasta elprincipal de los aposentos de Claudia deuna forma curiosa. No cabía duda de queel númida escuchaba detrás de laspuertas y, de hecho, Quinto no tenía queser su dueño para obtener la

información. Podía estar pagando aaquel hombre por hacerlo. Tenía unaopinión tan baja del cabeza de familiade los Cornelio que nunca se detuvo aconsiderar cualquier otra posibilidad.

—¿Por qué siento que siempre estása punto de preguntarme algo? —Claudiale sonrió, dando una clara impresión decuriosidad, pero era evidente que sesentía confundida— ¿Puedo hablarte sinambages?

—Nunca pensé que lo hicieras deotra manera —replicó ella.

—Muchas veces tengo la impresiónde que, cuando hablamos, tienes unapregunta en la punta de la lengua.

Cuando hablas, tu expresión no siemprecasa con las palabras que utilizas.

—Quizá tenga una pregunta peculiar.—¡O una pregunta incómoda, mi

dama! —había hablado con más acritudde la que pretendía: la mirada de alarmaen el rostro de ella así lo demostraba—.Por favor, perdóname. No pretendíadisgustarte.

—¿Te caigo bien, Cholón? —preguntó ella.

—No ceno regularmente con gente ala que odio —replicó él con frivolidad.

Pero Claudia estaba seria, y unasarrugas de preocupación surcaban suatractiva frente.

—Eso no es lo que te he preguntado.—Sí, me caes bien.—Si te preguntara por el único

secreto que tienes y te implorara, ¿me locontarías? —él movió la cabeza, peromás por causa de la duda que porque senegara. La voz de ella estaba bajo férreocontrol, lo que le daba una cualidad dedureza, cuando en realidad se estabaesforzando por parecer suplicante—.Tienes que ser capaz de adivinar lo quees, Cholón. Quiero saber dóndeabandonó Aulo a mi hijo.

Él se quedó sentado y en silenciodurante un rato, mientras movía muydespacio la cabeza de lado a lado.

—Después de que, al fin, me hayashecho tu pregunta, tengo que preguntartesi es esa la única razón por la que hesido invitado a cenar con tantafrecuencia.

La voz de Claudia sonó rota y ellaestaba al borde de las lágrimas.

—Estoy tan desesperada, necesitotanto una respuesta, Cholón, que nopuedo decirte si tienes razón o no.

Cholón se levantó de golpe.—Tengo que irme.Ella levantó una mano que temblaba

de pánico.—No. ¡Quédate!—No puedo. Me has preguntado si

me caías bien. ¿Serviría de respuestaque te dijera que, si me quedo aquí, mesentiría tentado a traicionar unaconfianza sagrada?

—Por favor…Las lágrimas fluyeron y él tampoco

pudo evitar llorar.—El niño murió, dama Claudia. No

traiciono ningún secreto si te digo que tumarido se aseguró de que así fuera.

—Él no lo habría matado. ¡Nohubiera podido!

—No con su propia mano, peroestaba tan lejos de cualquier sitio dondepudieran encontrarlo que no pudo habersobrevivido.

—Entonces, no haría ningún dañoque me dijeras dónde fue.

Al otro lado de la puerta, Thoasdeseaba tanto como Claudia que Cholónhablase. Cuando la puerta se abrió degolpe, fue sorprendido medio agachado,y el griego, con los ojos llenos delágrimas y apurado por marcharse, casilo tiró al suelo.

A Marcelo le habían concedido elprivilegio de observar cómo sedesarrollaba la escena desde un lugarmuy ventajoso. Con cuidado parapermanecer bien oculto tras la columna,miraba mientras la fila de senadores,vestidos todos con togas blancas

bordeadas por una franja púrpura,seguían su camino hacia las escalinatasque rodeaban el espacio abierto del foroBoario. Los embajadores de Partia, aquienes se había acomodado fuera de laciudad por una semana, hicieron de suentrada por las puertas de la ciudad unespectáculo digno de recordar. Delantede ellos, unos barredores, que entonabanrezos constantes a la diosa Deverra,limpiaban la Vía Sacra, mientras unahilera de esclavos portadores decántaros con agua vertían esta paraasentar las nubes de polvo y la luz delsol relumbraba en los hilos de oro queornaban todos sus ropajes. La multitud

romana no gritaba como lo haría si unhéroe conquistador entrara al corazón deRoma con la guirnalda del triunfo en laguerra, pero daba exclamaciones deasombro ante la gran cantidad depreciosas joyas que adornaba a aquellasmagníficas criaturas de piel oscura.

Todo sombrero, todo cuello y tododedo portaba alguna evidencia de lariqueza del Imperio Parto. Detrás de losembajadores, sus escoltas llevaban conellos regalos para el pueblo, cadavalioso objeto transportado sobre uncojín de terciopelo, a lo que lapoblación daba la bienvenida conaplausos, consciente de que no

volverían a verlos otra vez. Luegollegaron los animales, capturados en elinterior de las tierras de Oriente, tierrasque incluso Alejandro no había podidosometer. Tigres de más allá del Indo,leones de Arabia Félix, grandes osospardos de los interminables bosques delnorte. La novedad era un oso blanco ynegro metido en su propia jaula, quechupaba satisfecho algún tipo de brote.Algunos reaccionaban ante aquellocomo lo harían ante una mascota, otrosse preguntaban cómo se las arreglaría enla arena semejante criatura.

Los cuernos sonaron cuando eldesfile dejó la Vía Sacra y cruzó el

espacio abierto hasta llegar, por fin, alpie de las escalinatas que ascendían alforo. Marcelo sabía que un sólo hechodemostraría la estima en que se tenía aaquellos embajadores: el número deescalones que descenderían los augustossenadores para recibirlos. Las nacionesconquistadas ni siquiera merecían unmovimiento desde el interior, mientrasque había una gradación para losestados aliados según su importanciapara Roma, bien por el tributo quepagaban, bien por las tropas queproporcionaban. Pocas naciones podíanatraer a los senadores hasta su nivelcomo reconocimiento de igualdad, pero

los partos lo consiguieron.Estos numerosos herederos de las

tierras de Darío podían, si así loquerían, causar interminables problemasen las posesiones orientales de Roma.Por eso, a una señal de los cónsules enactivo, toda la fila de senadoresdescendió lentamente, conacompañamiento de trompetas, hasta elpie de las escaleras, acompasando sullegada junto al estrado con la de susvisitantes. El ruido del gentío, que ahoravitoreaba poderosamente, hizo que laspalabras que intercambiaron fueraninaudibles. Marcelo sabía que seríansimples cortesías. Las negociaciones

difíciles, las concernientes a larenovación del tratado, a lascompensaciones por los incidentes enlas fronteras y el nivel de los castigosque se impondrían a quienes habían rotola paz, tendrían lugar en otro sitio y enprivado. Este era el espectáculo públicode la diplomacia: sonrisas, reverenciasy aceptación de los regalos de losvisitantes. Lucio estaba ahora bien alfrente, tras haber reculado para permitira los cónsules que recibieran a laembajada. Aquí, en este escenario, teníauna de las pocas oportunidades derepresentar su papel ante el pueblo.

Marcelo dejó que sus pulmones se

llenaran en manifestación de su orgullo,al tiempo que su padre aceptaba unadiadema con joyas incrustadas. Lucioindicó que se adelantara a uno de losdoce sacerdotes presentes, miembrosdel colegio de Pontífices encargados deldeber de supervisar las necesidadesreligiosas de la República. Después lespasó el regalo haciendo un granderroche de ostentación, claraindicación de que, al aceptar unaofrenda tan valiosa, sólo lo estabahaciendo en nombre del pueblo deRoma. Después de un ejemplosemejante, nadie podría hacer otra cosa.Los vítores del gentío se hicieron

regulares cuando ambos cónsules y cadauno de los senadores honrados pasaronsus obsequios a los sacerdotes. Ellos, asu vez, los dedicarían al templo deIuppiter Optimus Maximus, que seelevaba por encima de ellos en la colinaCapitolina.

Todo el mundo, desde el campesinomás pobre hasta el ciudadano más rico,estaba incluido en la ceremonia,organizada para que sintieran que ellos yla ciudad estado eran una sola entidadcon cabezas de hidra, de las queaquellos hombres vestidos de blancoeran simples representantes. Lucioexhortó a Quinto y entonces este entabló

una profunda conversación con elprincipal emisario parto. Aquello diopie a que Marcelo se preguntara quéhabía pasado entre ellos, pues Quintodejó de hablar al final con una sonrisaque le ocupaba todo el rostro, a lo quesiguió un cálido apretón de manosotorgado a Lucio Falerio. Pero aquelpensamiento se desvaneció cuando elcónsul se acercó al líder parto y locondujo escaleras arriba hacia eltemplo.

Aquel día, más tarde, Lucio llamó aMarcelo para hablar de lo que habíasucedido durante el encuentro másprivado. Su padre estaba cansado y

surcaban su rostro arrugas de fatiga,resaltadas por las sombras quearrojaban las temblorosas velas, pero suvoz sonó fuerte y sus conclusiones, tanafiladas como siempre.

—Todas esas sonrisas y reverenciaseran sandeces. Fueron tan belicosos enprivado que estuve a punto dearrepentirme por haber aconsejado alSenado que los recibiéramos en elestrado. Deberíamos haber hecho quesubieran los escalones para reunirse connosotros.

—¿Significa eso problemas? —preguntó Marcelo.

—No de inmediato, pero es sólo

cuestión de tiempo antes de que algúnincidente en la frontera desate unaguerra a gran escala —Lucio dio unosgolpecitos con ambas manos sobre lamesa en un gesto de frustración—. Noson las posesiones romanas las queproducen tiranteces, esas las podemoscontrolar; son aquellas en las quetenemos intereses mutuos sobre las quenunca llegamos a un acuerdo respecto areyes o gobernadores aliados. Como esbastante natural, ellos favorecen a loscandidatos que se inclinan hacia Partia.

—A la vez que nosotros tenemos losnuestros.

—¡Exacto! —Marcelo escuchaba

mientras su padre disertaba sobre todala frontera oriental y nombraba a cadarey y cada estado que había entre Partiay Roma: Comagena, Bitinia, Ponto,Capadocia. Todos eran frágiles y susgobernantes no eran capaces degarantizar que la sucesión permaneceríaen el ámbito de su propia familia, y si sepodía, solían enfrentar a sus herederosentre ellos para asegurarse su propiobienestar. Por esto apenas sorprendíaque los dos grandes poderes estuvieraninteresados, y era aún menossorprendente que fracasaran enencontrar una solución que fuesesatisfactoria para ambos.

Lucio se frotó los ojos.—Llegará algún día, Marcelo. Las

mismas condiciones se aplican a Partiay a Cartago. No podemos vivir en paz yarmonía para siempre con un estado quenos amenaza o busca igualarnos enpoder. Uno debe perecer, el otro,prosperar. Cuando llegue ese día,espero que el Senado tenga el buensentido de asegurarse de no ocuparningún otro lugar.

Marcelo se levantó al primer atisbode que su padre estaba a punto de hacerlo mismo. Una vez de pie, Lucio lealcanzó un rollo atado con fuerza.

—Es hora de dormir, creo yo. Te

reunirás conmigo por la mañana, peroantes de hacerlo, examina el contenidode este rollo. En él están recogidastodas las quejas con las que nosasaetearon hoy. Quiero que las revises ytengas algunas soluciones preparadaspara los problemas que plantean.

Marcelo reprimió el refunfuño quesentía por dentro.

—Gracias, padre.Al salir del estudio, Marcelo se

acordó de Quinto y de las sonrisas enque se deshacía su rostro.

—¿Por qué estaba tan contentoconsigo mismo?

—¿Ya sabes que él es el

responsable de los juegos que habrádentro de una semana? —Marceloasintió—. Pues, bien, les pregunté a lospartos si los pagarían ellos como regalopara el pueblo de Roma.

—¿Y estuvieron de acuerdo?—Más que eso, hijo mío. También

ofrecieron a sus escoltas como regalo,para que luchen contra los gladiadores oincluso los soldados a los que losenfrentemos. Quinto tiene todo elderecho de estar contento. Va a tenerunos juegos excelentes de verdad, queagradarán al populacho y aumentarán suprestigio, y no le van a costar ni un as.

—Espero que te lo haya agradecido

—dijo Marcelo con un tono ligeramenteamargo.

Capítulo Catorce

Tras recoger sus armas, Áquila seescabulló sin que nadie se diera cuenta,y dejó a Flaco, a Barbino y a los demáscapataces entregados a una tediosaconversación sobre rendimientos de lacosecha y el alza en los precios deesclavos. Habían llevado los caballos aun establo cercano y echarles un vistazoera su prioridad inmediata. Ambosestaban alimentándose felices y cadauno espantaba con su cola las moscasdel morro del otro. La montura de Flaco,

dañada por la lanza, no parecía afectadapor la herida, que el establero habíavuelto a vendar después de recubrirlacon un apestoso ungüento. Dejó susarmas junto a las que pertenecían aFlaco, que habían quedado en la esquinade la cuadra.

—¿Para cuándo los vais a necesitar?—preguntó el establero al tiempo queindicaba con su cabeza las monturas.

—Quien sabe —replicó Áquila consinceridad—. Puede que hoy, puede quemañana.

—Bueno, podéis venir cuandoqueráis. Casio Barbino es dueño delestablo, así que no hay que pagar nada.

Fuera, los hombres todavía searrastraban por el muelle para cargar losbarcos con el grano, y Áquila losobservaba mientras intentaba poner algode orden en sus pensamientos. Pocoacostumbrado a elegir, no estaba segurosobre qué rumbo tomar: todos losacontecimientos de su vida habían sidoel resultado de acciones de otraspersonas, y ahora se enfrentaba él solo aun turbio montón de alternativas. Susdedos buscaron en el colgante una ayudapara pensar, y parecía sacar fuerza deél; o, al menos, parecía que le aclarabasus opciones. Atravesó con cuidado lahilera de esclavos, después salió del

muelle y siguió el trayecto de vueltahacia la explanada ante el templo dePalas Atenea. Aún estaba llena de gentey era más difícil cruzarla a pie, concodazos y maldiciones para mantener unmovimiento de avance, que lo que habíasido hacerlo a caballo. Por fin consiguióabrirse camino a través de laaglomeración y alcanzó los escalones depiedra, gastados por los pies deincontables devotos.

La columnata del pórtico estaballena de comerciantes que vendían todotipo de productos; pocos, si es quealguno, tenían mucho que ver con elculto de Palas Atenea. Por fortuna, tenía

algo de dinero que le había dado Flaco,y esto le permitía comprar cosas, lo que,a su vez, hacía posible que preguntara.Las cuestiones generales le informaronde que las puertas de la ciudad secerrarían por la noche, no contra ningunaamenaza real, sino por asentadacostumbre. La crucifixión de losesclavos provocaba poco interés, pueslos habitantes se sentían mucho másatraídos por formas de castigo mássangrientas.

—No puedo aguantar lascrucifixiones —le dijo el hombreestrábico que vendía higos frescos—.Para cuando los han levantado, ya están

medio muertos, especialmente si se hanllevado una buena paliza de antemano—Miró a Áquila de cerca con su ojobueno; el otro estaba orientado endirección a Italia, que sólo distaba unpar de leguas cruzando el estrecho.

—Y después, ¿qué pasa?El chico succionó el higo y giró la

cabeza hacia los lados.—Pues, nada, eso es lo que pasa. Y

digo yo que tendrían que clavarlos y noatarlos, dándole la oportunidad a unciudadano de la población de darle almartillo. Y tendrían que estar frescos,bien alimentados y bien cuidados antesde que ocurra —guiñó el ojo hacia tierra

firme—. Entonces, cuando lesrompiéramos las piernas, lo notarían deverdad, ¿eh?

Hubo muchos más comentarios deeste estilo, en una discusión generalsobre las ventajas y los inconvenientesde la lapidación, la decapitaciónpública, el descoyuntamiento en la rueday la desmembración con caballos. Otraspreguntas revelaron que Gadoric y losotros hombres atados a las estacaspermanecerían al otro lado de laspuertas, bajo guardia.

—No es que se vayan a ir a ningúnsitio, chaval. Si los guardias piensan endormir, es probable que les rompan las

piernas esta noche. No es algo extrañopara un hombre agonizante y mañanapocos estarán como para quejarse de ladiferencia.

Áquila se sentó en las escaleras deuna esquina, mientras escuchaba lalección del pedagogo a sus alumnos. Elpoco griego que había aprendido deFoebe no bastaba para entender todo loque se decía, pero captó los nombres deHéctor y Patroclo, y así supo que elhombre estaba hablando del sitio deTroya, a la vez que usaba gestos,además de su discurso, para contar a suclase relatos de héroes y de susvalerosas hazañas. De repente, Áquila

estaba de vuelta en la choza del pastor,con Minca a sus pies, y escuchaba laslargas sagas de Gadoric sobre loshombres del norte, y las sensaciones quehabía tenido entonces regresaron entropel. El pastor siempre habíasostenido que la costumbre celta erasuperior a la de Roma, pues en el mundolatino todo se ponía por escrito. Porprimera vez, Áquila se preguntaba siGadoric estaba o no en lo cierto, algoimportante, pues tuvo relación con loque haría después. Recordó también laspalabras de Barbino, dado que lo que lehabía dicho a Flaco era equivalente auna orden: tenía la oportunidad de

recibir educación, la oportunidad deaprender a escribir, un valioso recursoen el mundo en que vivía. Barbino habíamencionado un confortable futuro, pueslos capataces eran bien recompensados.

La alternativa era cruda: dejarlotodo atrás para encaminarse hacia unsino desconocido y, muy probablemente,hacia una muerte dolorosa. No podíancompararse ambas cosas, aunque elrecuerdo de Gadoric, casi un padre paraél, y el tiempo que habían pasado juntosobsesionaban a Áquila. Volvió a pensaren los muchos consejos que habíarecibido del pastor, con la esperanza deencontrar en la sabiduría y el

conocimiento de aquel hombre laspalabras que lo liberaran de su dilema.Si tuviera la oportunidad, Gadoric lediría que permaneciera con Flaco yBarbino: nadie en su sano juiciointentaría ayudar a que un prisioneromedio muerto escapase, por mucho quelo quisiera. El chico levantó la vistahacia el sol abrasador, que empezaba aponerse en el cielo azul. Pese a todassus especulaciones, sabía que ladecisión ya estaba tomada desde elmomento en que había visto aquellahilera de esclavos y había agarrado conla mano su talismán del águila. Enrealidad, no tenía elección. Áquila se

puso en pie de un salto y se dirigió alpuesto del hombre que vendía el vinolocal, donde compró una botellarecubierta de mimbre.

¡Eran la escoria! Zarrapastrosos,vagos y malhablados. Áquila se acordóde aquel día en que Clodio dejó el hogarpara incorporarse a su legión, con elmetal y el cuero de su uniforme pulidosy brillantes, su lanza y su escudocolgados a su espalda al estiloreglamentario. ¡Un auténtico soldado!Era una parodia aplicar ese mismonombre a aquellos dos haraganes. Porsupuesto, no eran romanos, sino locales,mercenarios contratados por el

gobernador de la provincia. Áquilasonrió y sirvió más vino en suscalabazas, llenándolas hasta el borde.

—Para nosotros no es divertido, esotenlo en cuenta —dijo el más alto de losdos al señalar con su pulgar hacia dondeestaban los tres hombres atados a lasestacas—. Es decir, una vez que estánde puertas hacia fuera.

—No, chaval, nosotros nosdivertimos puertas adentro —dijo elotro, un tipo pequeño, gordo e igual desucio, mientras soltaba una risa jadeante—. Empiezan siempre con la cabezabien alta, te escupen en los ojos, peroenseguida veremos. Nos lamerán el culo

a cambio de una mirada amable cuandohayamos acabado.

Áquila echó un vistazo a loshombres medio caídos de las estacas.Incluso en penumbra podía distinguir laevidencia, en sus cabezas y sushombros, de que les habían golpeadocon saña. Los tres hombres de loscrucifijos estaban inmóviles, y el últimoespasmo del que estaba en medio sehabía producido hacía una hora. Si aúnno estaban muertos, tan cerca estaban dela muerte que casi no había diferencia.

—El vendedor de higos prefería lalapidación —dijo Áquila—, dijo queera un auténtico disfrute, que sólo

superaba la decapitación.El guardia más alto se inclinó hacia

delante, con su rostro huesudo y sinafeitar, dolido y sus ojos llenos dereproche y duda.

—No para nosotros, que sólotenemos que quedarnos quietos y mirar,porque cuando decapitan a alguien, nosomos nosotros quienes tienen queblandir el hacha.

—¿Quién querría ser soldado? —dijo el otro a la vez que le acercaba sucalabaza vacía.

Gadoric sólo había levantado lacabeza una vez desde que Áquila habíallegado, para echar un vistazo, con su

único ojo, que no expresó nada.Mientras estaban sentados, charlando ybebiendo, los ruidosos carros habíansalido de la ciudad, pues loscomerciantes, en su mayoría granjerosdel interior, se marchaban a casa parapasar la noche. Quienes estaban en loscampos y buscaban algo de descanso ode diversión dentro de las murallas de laciudad, habían entrado en manada por lapuerta al tiempo que el sol se escondíadetrás del horizonte.

—¿Dais de comer a esos hombres?—preguntó Áquila.

—Se supone que sí —replicó elguardia pequeño y se frotó con la mano

la negra barba de tres días que cubría subarbilla. El alto movió la cabeza paraque dejara de hablar, pero la bebidahabía soltado la lengua de su compañero—. No tiene mucho sentido desperdiciarla comida dándosela a un muerto.

—¿Y quién se la come?—No lo sé. La vendemos en el

templo. Les encanta.El tipo alto volvió a hablar; su cara

y su voz dejaron traslucir sus sospechas,prueba de que, en su opinión, Áquilaestaba haciendo demasiadas preguntas.Ahora no parecía convencerle que aqueljoven, tan generoso con su vino, tuvierael gran interés que decía tener, el deseo

de ver morir a un hombre en una cruz.—Será mejor que te vayas antes de

que cierren las puertas, chaval. Si no tequedarás aquí fuera a pasar la noche,como nosotros.

El pequeño abrió la boca parahablar, pero el otro hombre le dio unapatada en la pierna.

—Mejor te largas, ¿no te parece?Áquila agitó la botella.—Aquí queda una gota. También

sería bueno ver cómo se acaba.Los guardias intercambiaron miradas

y, tras un imperceptible movimiento decabeza, le acercaron sus calabazas.Áquila las llenó justo cuando, detrás de

ellos, se oyó a sus compañeros gritandoque las puertas estaban a punto decerrarse. Él sospechaba que no secerrarían para aquellos dos: encenderíanun fuego, lo alimentarían bien,esperarían a que la ciudad se hubieseserenado y, entonces, llamarían a lapuerta para que los dejasen entrar. Lacuestión era si mutilarían a susprisioneros antes.

Se levantó, les dio las buenas nochesy se alejó en la creciente oscuridad. Elsol acababa de ponerse y el cielo eranegro sobre su cabeza y azul claro haciael oeste, con muy pocas estrellas y laluna aún tras el horizonte. En cuanto su

cuerpo se perdió en la oscuridad de lamuralla de la ciudad, giró hacia el mar yse dirigió hacia la zona de maleza juntoa la orilla donde había atado a losanimales hacía una hora. Era probableque Flaco estuviera más disgustado porla pérdida de su caballo y sus armas quepor la desaparición de Áquila, y estaríasoltando maldiciones por el dinero quele costaría reemplazarlos, pero sería dedía antes de que descubriera que loshabía perdido. Estaba en la villa delgobernador, comiendo buena comida ybebiendo demasiado vino. Se sentiríadesbordado por el placer de cenar conun personaje tan eminente, casi como si

fuera su igual, y no pensaría dos vecesen Áquila, que había mencionado unavisita a un burdel, hasta que no sepresentara allí por la mañana.

Permaneció quieto mientrasescuchaba los sonidos de Mesana, quese iba cerrando para la noche. Pocosgastarían el aceite necesario paraencender una lámpara, así que se iban ala cama y se levantaban con el sol.Habría actividad por los alrededoresdel templo, pero aquello estaba en plenocentro de la ciudad. Aquí, en las afueras,sólo tenía que preocuparse de guardiasadormilados y mal equipados. Observócómo ascendía la luna por el cielo y

sintió que el aire se refrescaba mientrasel despejado cielo nocturno absorbía elcalor del día. El punto de luz de lahoguera de los guardias ponía a los trescrucificados en un descarnado relievecuando la luz de las llamas resplandecíaen sus cuerpos inertes. Sintió un frío ensu corazón que igualaba al de la noche:si fallaba, su destino sería el mismo queel de ellos.

Con sus armas, además de unapequeña bolsa de comida, Áquila semovió silencioso por la tierra plana yendurecida, manteniéndose cerca de lasmurallas. Cruzó la carretera y seacurrucó en el hueco de la puerta de la

ciudad para no poder ser visto desdearriba. Cuando se aseguró de estoúltimo, correteó veloz hasta un puntomás allá del pequeño campamentoexterior y describió un amplio arco paravolver hacia el fuego desde un lugardetrás de los tres hombres de lasestacas. Avanzó en cuclillas hasta queestuvo justo detrás de Gadoric, y dejó sulanza. Primero, tenía que asegurarse deque el hombre estaba vivo: no tendríasentido continuar si Gadoric estuvieramuerto. Dijo un par de palabras en sulengua céltica, y su corazón dio un saltoal ver que la cabeza de aquel seenderezaba de golpe.

—Estás vivo —susurró.—¡Tú! —pronunció Gadoric con

dificultad. Le costó tantísimo esfuerzodecir aquella única palabra, que Áquilase preguntó si su amigo tendría fuerzaspara decir algo más. Le puso la mano enel hombro y se lo apretó paratranquilizarlo.

—No hables, sólo escucha. Prontoesos dos guardias van a volver a laciudad. Antes de que se marchen, estánobligados a venir y echarte un vistazo.Puede que incluso quieran romperte laspiernas para que no puedas escapar.

Gadoric dejó caer la cabeza; eraevidente que estaba exhausto cuando

Áquila terminó.—Si vienen sólo a mirar, vivirán,

pero si agarran el martillo, los mataré alos dos.

Metió la mano en la bolsa y sacó unhigo, que sujetó para que el celta,sediento y famélico, pudiera comerlo.Gadoric lo mordisqueó ansioso, y eljugo chorreó fuera de su boca y por subarbilla.

—Tranquilo —Áquila acercó suboca a la oreja del hombre cuando loslabios de este se movieron, y su vozsonó tan queda que tuvo que repetir laspalabras que había dicho Gadoric paraasegurarse de que había oído bien—.

¿Los demás? —su mano volvió aapretarle el hombro—. En cuanto sehayan ido los guardias, amigo, antes no.No quiero matar a menos que tenga quehacerlo.

El fuego había disminuido, aunquetodavía brillaba lo suficiente paraproyectar un círculo de luz. Los dosguardias se pusieron en pie y el alto selevantó la túnica y meó en los pies deuno de los hombres crucificados,dirigiendo el chorro de arriba abajo porlas piernas rotas. Todo el rato estuvoriendo y hacía bromas que Áquila nopodía oír. El pequeño estaba levantandoel pequeño campamento y, una vez que

hubo terminado, los dos cogieron unasantorchas y se dirigieron hacia Gadoricy sus compañeros.

—Tenía buen vino ese cabroncetecotilla —dijo el alto a voz en grito.Áquila se quedó helado; después,desenvainó su cuchillo y lo clavó en elsuelo delante de él al ver que el hombrebalanceaba el martillo de mango largosobre su hombro.

—No era cotilla, sólo teníacuriosidad. No había visto nunca unacrucifixión, ¿verdad?

—Me mata que puedas ver ladiferencia. ¿Viste la quincalla quellevaba al cuello?

—¿Crees que tenía mucho valor?—Lo suficiente como para jubilarse,

compañero.Áquila levantó la lanza de Flaco y

esperó, mientras se preguntaba si sussospechas serían ciertas. ¿A cuál de lostres prisioneros intentarían inmovilizarprimero? Se alejó en redondo detrás delpastor a la vez que ellos se aproximabanal que estaba a la izquierda de Gadoric.El guardia alto levantó la cabeza deaquel y la soltó. Cayó inerte.

—A este le queda un suspiro.El pequeño le acercó su antorcha y

lo miró de cerca.—Me da igual. Más vale prevenir

que curar.—Pues, venga —replicó el alto al

tiempo que alzaba el martillo hasta quela cabeza del arma casi le tocó laespalda.

Áquila arrojó la lanza y saltó detrás,con el cuchillo, que había cogido nadamás soltarla, en la mano. Alcanzó al altoen el pecho y sus manos dejaron caer elmartillo mientras miraba primero lalanza, después a la figura que seabalanzaba sobre él. Intentó levantar unamano para advertir a su compañero, quetambién había quedado paralizado por lalanza, que sobresalía. El pequeñoempezó a darse la vuelta, pero Áquila ya

estaba sobre él y le hizo girar otra vez.Su mano se elevó hasta debajo delmentón de aquel y el cuchillo se deslizósin esfuerzo a través del tejido blandodel cuello. El alto aún se mantenía enpie, aunque se bamboleaba adelante yatrás. Abrió su boca para gritar ochillar, pero Áquila lo agarró por lostalones, haciendo que cayera a plomosobre su espalda. Blandió el cuchillo denuevo, esta vez con un movimientodespiadado.

Fuera cual fuese el sonido quehubiera intentado proferir, murió en sugarganta destrozada, y él expiró unosinstantes después, mientras su sangre

fluía de la herida abierta de su cuello,derramándose sobre la dura tierra juntoa sus ojos vidriosos. Áquila no lesdedicó ni una mirada: cortó primero lasataduras de Gadoric y bajó al hombrehasta el suelo; después, abrió la bolsade comida y la esparció delante de él. Elpastor se sentó, con la cabeza aún gacha,incapaz de moverse, al tiempo queÁquila corría a liberar a los demás. Elesclavo cuyas piernas habían estado apunto de partir los guardias, ya estabamuerto, era probable que el exceso desol y la falta de agua lo hubieranmatado. El otro gritó de dolor cuandoÁquila cortó sus ataduras, y el chico le

tapó la boca con la mano y le rogó entres idiomas que estuviera callado. Loentendió en griego y Áquila lo arrastróhasta donde estaba sentado Gadoric;después, se acercó a la hoguera pararecoger la tinaja de agua que había vistoantes. Cuando regresó, ambos hombresse estaban frotando las muñecas paramitigar el insoportable dolor causadopor la vuelta del flujo sanguíneo a susmiembros. Les dio de comer concuidado y, para que pudieran beber, lesdaba agua en el hueco formado por susmanos.

—¿Crees que puedes montar acaballo? —preguntó a Gadoric.

La pregunta sorprendió al celta.—¿Tienes un caballo?Áquila sonrió, sus blancos dientes

brillaron a la pálida luz de la luna y lasestrellas.

—Tengo dos. Tú come y bebe. Iré atraerlos.

Su voz asumió un tono de urgencia alseñalar con el dedo hacia los dosguardias muertos.

—Tenemos que partir enseguida.Alguien estará esperando a esos, asíque, cuando no aparezcan, los guardiasde la puerta de la ciudad se preguntarándónde están. Puede que salgan ainvestigar. Otra cosa, yo puedo

moverme sin que me vean o me oigan,pero eso no se aplica a los caballos. Notiene sentido que intente traerlos de lasriendas, así que montaré. En cuantooigáis los cascos, recoged la comida,poneos en pie y preparaos para montar.

Gadoric puso de rodillas y después,con el apoyo de la estaca, se puso de pielenta y dolorosamente.

—Es mejor asegurarse de que nospodemos levantar.

Áquila ayudó a levantarse al otroesclavo y lo llevó medio a rastras hastala otra estaca, mientras le hablaba conprisa en griego y le ordenaba quepermaneciera derecho. Recogió él

mismo la comida y metió el pan y lafruta en la bolsa; después fue a echar unúltimo vistazo a Gadoric.

—Si viene alguien mientras recojolos caballos, salid por el lado derechode la carretera.

El pastor asintió con un movimientolento de cabeza; después levantó lacabeza y sonrió, algo difícil de ver en laoscuridad, pero, allí estaba, y aquelloalegró al chico. Volvió corriendo pordonde había llegado y se detuvo aescuchar junto a la puerta. Unas pocasvoces débiles, pero ninguna señal dediscusión sobre los dos hombres quehabía matado. De vuelta a la maleza,

quitó las trabas de las patas de losanimales y, tras montar en el suyo, tomólas riendas del caballo de Flaco y salióde allí al trote. El sonido de los cascossobre la dura tierra resonaba como unosgrandes tambores en sus oídos. Puedeque la voz que oyó hubiera gritado porcualquier cosa, pero Áquila no esperópara averiguarlo, puso a su caballo amedio galope, después a galope tendido.

Se oyeron más gritos según seaproximaba a la línea de estacas ycrucificados. Los dos esclavos heridosaún estaban apoyados en sus estacas, asíque Áquila desmontó y llevó loscaballos hacia ellos. Agarró al

extranjero y lo aupó a la grupa delcaballo. El hombre, que evidentementeno era un jinete, no sabía montar bien,así que Áquila cogió la traba y se la atóa las manos, pasó agachado por debajodel caballo y ató el otro extremo a suspies. Deprisa, reunió el resto de comiday ató la bolsa al pomo de la silla. Elgriterío aumentó cuando las puertas dela ciudad empezaron a abrirse. Agarrólas riendas de aquel caballo y las ató alpomo de su propio caballo, y luegocondujo ambos animales hacia la estacadonde estaba Gadoric.

Su voz volvía a sonar cascada,preñada de desesperación.

—No creo que pueda hacerlo.El chico lo empujó hacia el caballo,

se agachó y le levantó un pie. Ahora lasvoces eran más fuertes, se acercaban ysonaban excitadas. La falta de reacciónde los dos guardias debía de haberlesalertado de lo que pasaba. Áquila tiróde las piernas de Gadoric y lo levantó,de manera que el celta cayó de brucessobre la cruz del caballo. Áquila sacó sulanza del guardia muerto y montó de unsalto detrás de Gadoric; después, arreóa su montura con nervio. La sobrecargahizo que el caballo se moviera despacio.¡Demasiado despacio! Los soldados dela ciudad corrían hacia ellos a toda

velocidad y ahora el chico pudo ver susuniformes, pues los alcanzó el brillo dela pálida luna; también vio las puntas desus lanzas, levantadas y preparadas parael lanzamiento. Volvió a arrear alcaballo y este empezó a trotar. No habíatiempo para sentimentalismos, así quedio la vuelta a la lanza y la clavó en elflanco del caballo. El caballo intentóencabritarse, pero el peso de los dosjinetes se lo impedía.

Áquila volvió a clavársela y, con unaterrado relincho, el caballo arrancó.Sus perseguidores mantuvieron el pasoal principio, pero una vez que loscaballos aceleraron, la brecha entre

ellos se abrió. Los golpes sordos de laslanzas al golpear el suelo tras él eranruidosos, pero no tan estridentes comolos gritos de frustración; hasta que sefueron apagando. Pero era sólo unrespiro: regresarían a la ciudad ysacarían a parte de la caballería, yÁquila sabía que eran un blanco fácil enla despejada llanura. Sacudió con fuerzalas riendas de su caballo mientras loguiaba por los campos de rastrojos aúnhumeantes, en dirección a la línea negrade las colinas que se recortaban contrael cielo iluminado por la luna.

Capítulo Quince

—No me extraña que padre prefiriesela vida militar —dijo Tito.

Cholón acababa de terminar su listade los últimos escándalos que habíanestremecido Roma, la mayoría de loscuales concernían a sus ilustressenadores. Estaban los casos corrientesde intento de seducción, de pederastiaflagrante y de fraude financiero, si bienlo más alarmante había sido la maneraen que algunos, incluidos los másveteranos, habían intentado recuperar

los presentes que les habían entregadolos partos. Informado por lossacerdotes, Lucio Falerio Nerva habíapronunciado una encendida denuncia enel foro. Puesto en pie, no les habíaahorrado la vergüenza y había aludidoabiertamente a los sobornos que algunosmiembros habían recibido parafavorecer los intereses de los rivalesorientales de Roma, dejando de lado poruna vez su ordinaria reserva al dirigirsea sus iguales y les había dirigido algunasverdades de difícil digestión en palabrasque ahora eran la comidilla de todaRoma.

—Tu padre siempre mantuvo que la

reputación de esos no aguantaba unexamen desde muy cerca.

Tito echó la cabeza hacia atrás y rio.—Desde cerca. Se puede oler la

corrupción desde los Pilares deHércules hasta el Ponto. Ordenan a loshombres que mueran en las fronterascuando ellos infringen abiertamentetodas las leyes que han promulgado paracontrolar su propio comportamiento. Lossenadores hacen fortunas al mismotiempo que escatiman en la provisión desuministros adecuados para los soldadosque están en campaña. ¿Acaso no sabenque esos soldados, que sobreviven conescasos víveres, oyen hablar de cómo

ellos alimentan a docenas en sus mesascon caras exquisiteces importadas, decómo se llenan los bolsillos unos a otroscon puestos lucrativos, lo que es unescándalo aún mayor? Ya es hora de quealguien se lo diga, aunque nunca hubieraesperado que fuera Lucio.

Cholón miró por su ventana, aunquela altura limitaba mucho las vistas, quese reducían a su vecino más cercano, aunos diez pies al otro lado de lacallejuela.

—¿Cómo marcha la campaña de loscaballeros?

Tito hizo una mueca.—No lo bastante bien. La gente

como Lucio es demasiado astuta comopara ser sorprendida por los vototribales en los comicios. Sabeexactamente a quién sobornar, y tambiénconoce a esos caballeros cuyo únicosueño es ser senadores. Mientrasconserve el cargo de censor, o lo ocupealguno de sus candidatos, el Senado estáa salvo de todos, menos de sí mismo.Nadie que no haya sido aprobado por élpuede entrar.

—¿Y no eres tú mismo uno de suscandidatos? —preguntó Cholón.

Tito lo miró detenidamente, a la vezque pensaba que seguía siendo aquelmismo tipo cuidadosamente afeitado que

recordaba desde hacía años, aunque elúltimo comentario parecía haberestropeado aquella suave contención. Lapregunta rozaba con la impertinencia,pero el griego siempre le había habladoa su padre de la misma manera y, encierto modo, resultaba halagador que lotratara así, en vez de estar sujeto alapenas disimulado desprecio con el queCholón se dirigía a su hermano Quinto.

—Para ser estrictos, es mi hermanoquien me respalda, si bien, desde queestá cerca de Lucio Falerio, sueminencia se ha asegurado de que losvotos de los Falerio estuvieran a midisposición.

—Es extraño. Nunca imaginé queestarías en deuda con los Faleriodespués de lo que ocurrió.

—No me provoques, Cholón —replicó Tito con una sonrisa irónica, a lavez que rechazaba hacer máscomentarios.

Las cejas del griego se elevaron degolpe con una alarma fingida.

—¿Te estaba provocando, Tito?—Sabes que lo estabas haciendo,

resbaladizo sapo ático —esto fue dichocon una amplia sonrisa y no produjoofensa alguna—, a ti, y sólo a ti, te lovoy a explicar. Lucio sólo me pidió queasistiera a la ceremonia de madurez de

su hijo. Y eso hice. Quinto, al verme encasa de su patrón, captó la indirecta,justo lo que Lucio quería que pasara.Incluso llegué tan lejos como para, a suvez, preguntarle a su eminencia quéquería él.

—¿Y?—Me dijo que sabría qué hacer

cuando llegue el momento.Cholón arrugó la frente.—¿Un favor sin especificar para un

momento sin especificar? Suena como sifuera a pedirte un gran favor.

—Me conformo con dejárselo a losdioses, Cholón, y dado que cuadra conmis principios, lo aceptaré con felicidad

—vio que el ceño del griego se fruncíaaún más, y sabía la causa. Su persistentedescontento con lo que había sucedidoen Thralaxas era bien conocido—.Quinto no hará lo que debería, aunquesea senador, excepto en el caso de queafecte a sus intereses a largo plazo, asíque me atañe a mí exigir reparación. Yesto significa que, con el tiempo,también yo tendré que entrar en elSenado. Sólo puedo obtener el dineropara hacerlo como soldado triunfante.Nunca conseguiré un millón desestercios en Roma.

—Y ahora, como cuestor urbano,¿no estás a cargo de fondos públicos?

Tito ignoró la interrupción.—Lucio Falerio ha presionado a

Quinto al reconocerme, así que mihermano hará todo lo que pueda paraconseguirme un puesto beneficioso encuanto mi tiempo de servicio se acabe.No porque me quiera, sino porque Luciole ha hecho entrar en razón. Concuerdacon su propia dignidad que yo prospere,pero no creo que esto se prolongue hastaque logre un escaño en el Senado.

—Dijiste al llegar que necesitabasque te hiciera un favor, ¿no es así?

—Sí. Eres un tipo listo, Cholón —notó que el griego hinchaba el pecholevemente—. Aunque mi padre dijo

varias veces que no eres tan listo comote crees.

Los ojos del griego se entrecerraronal mismo tiempo que se tensaban sushombros.

—Eso es un insulto, Tito. No es elmodo normal de solicitar un favor.

—Es cierto, pero tú no harás lo quete voy a pedir por amor hacia mí. Encuanto esté en el Senado, y si es que élaún está vivo, pretendo impugnar aVegecio Flámino por lo que ocurrió enIllyricum.

—Estás perdiendo el tiempo, Tito.Ningún senador lo declararía culpable.

—Pero, ¿y si no son ellos los que

presiden el caso? ¿Y si el tribunal quejuzgue a Vegecio estuviera compuestopor caballeros?

—¿Planeas convertirte en senador y,al mismo tiempo, quieres aliarte con loscaballeros?

Tito asintió enérgico.—Así es, y quiero que tú me ayudes.

En vez de sentarte aquí a escribir obrasque nadie va a representar nunca, quieroque asumas tus obligaciones comociudadano romano. Padre te dejóbastante y si te lo propones, estarás en laclase de los caballeros tan pronto comose elabore el siguiente censo.

Cholón estaba furioso, aunque más

por causa de las precisas palabras de suvisitante que por su impertinencia aldecirlas.

—En primer lugar, me informas deque no soy tan listo como yo pienso, yahora me dices que ni siquiera séescribir. De verdad, Tito, tienes unaextraña manera de buscar apoyo. ¿Tequeda algún otro insulto que soltarmeantes de que te pida que te vayas?

—No conocí a mi padre tan biencomo debería, pero creo que si volvieraa la vida, dedicaría más tiempo a losasuntos de Roma que el que dedicó alcampo de batalla. Algo ha ido mal,Cholón. Puede que sea porque nos

hayamos hecho demasiado grandes en elmundo. La ciudad apesta a vilezapermitida. Al tiempo que Romaampliaba sus conquistas, el espíritu queanimó a nuestros ancestros ha sidocorrompido por la pura codicia. Siqueremos mantener lo que tenemos,hemos de cambiar las cosas en el centro.Si no podemos contar con losresponsables, debemos hacer que losque tienen poder rindan cuentas a susconciudadanos. Y si eso significa quehaya caballeros con poder para juzgar asenadores, que así sea.

—Sigo sin saber qué me estáspidiendo.

—Que participes, Cholón, y cuandocreas que tienes algo útil que decir, o unconsejo que dar, que me lo digas.

Cholón miró ambas caras de la hojade papiro, vacías, a excepción de un parde dibujos garabateados en losmárgenes.

—¿De verdad crees que podemosdesafiar a quienes son como Lucio yQuinto?

—Lucio Falerio no nació poderoso,Cholón, se hizo él mismo, y por lo quepuedo decir, su honestidad personal estáfuera de toda duda. Pero cree que elSenado debería tener autoridad sinrestricciones sobre el Estado; que los

caballeros deberían contentarse con loque tienen y que nuestros aliadositalianos sólo tendrían que proveertropas para que murieran en nuestronombre. Han dejado que losacontecimientos en Hispania sedesborden, y el jefe de los duncanes seburla de nuestros gobernadoresprovinciales.

Tito observó que los ojos del griegose estrechaban ante la mención deBreno, y siguió sin detenerse.

—Hasta él cierra los ojos, o lamente, a lo que sucede. Quizá piense quees el precio que debe ser pagado pararetener el poder senatorial. Creo que se

equivoca, y pienso que el éxito de unaimpugnación contra alguien comoVegecio Flámino podría destapar esatinaja de gusanos para una inspecciónadecuada.

—Vegecio podría estar muerto antesde que llegues al Senado.

Tito le dedicó al griego una adustamirada.

—Eso es verdad, pero créeme,Cholón, no hay escasez de candidatos ala condena.

El polvo se levantaba detrás de lasruedas mientras Tito maniobraba con sucarro por el Campo de Marte. Habríatenido que esperar un poco, hasta que el

espacio se despejara, para poner aprueba a sus caballos corriendo de unextremo a otro del campo, pero estacarrera de obstáculos humanos era unabuena oportunidad para unentrenamiento más preciso de susanimales. Manejaba las riendas condestreza para adelantar a derecha y aizquierda a luchadores, a púgiles y aaquellos que practicaban con armas.Enseguida llegó a la orilla del río y algirar para seguir corriente arriba, unamuchedumbre que presenciaba una peleaobstaculizó su camino. Desde suposición aventajada, Tito podía ver aljoven Marcelo, que llevaba una

protección en la cabeza. El muchachosudaba a chorros, mientras intentabaparalizar a su ágil oponente con un buenpuñetazo. La muchedumbre que rodeabaa los dos luchadores lo vitoreó yabucheó a su oponente, que no parecíadispuesto a enzarzarse en un verdaderocombate, pues sólo se concentraba enesquivar los golpes que llegaban en sudirección.

Tito tiró de las riendas para detenersu carro fuera del círculo deespectadores; la plataforma móvil leproporcionaba una vista perfecta. Elmuchacho luchaba contra un adulto contoda la barba, aunque Marcelo le sacaba

una cabeza. Además, tenía aspecto deser un profesional: el modo en que semovía y se agachaba demostraba queconocía su oficio y que, si retrocedía, noera a causa del miedo ni del dolor. Titose dio cuenta de que el oponente, quereculaba enfurecido, intentaba agotar aMarcelo, pues hacía una tarde calurosa yel sol derramaba su fuego desde un cielosin una sola nube. Podía ver también alviejo centurión, Macrobio, que, de pie yen silencio, observaba a su alumno:resultaba difícil interpretar el gesto desu rostro, mezcla de desprecio ysatisfacción.

El profesional se detuvo en seco y

sorprendió a Marcelo con un golpe enlas almohadillas que le cubrían lasorejas. Aquello fue el preludio de unpuñetazo dirigido al estómago delmuchacho, y Marcelo sólo consiguiózafarse con un torpe brinco hacia atrás,que lo dejó sin equilibrio para elsiguiente asalto, pues su oponente seadelantó raudo. Él lo esquivó lo mejorque pudo, pero un buen número depuñetazos le alcanzaron y fueron golpesduros; el hombre no le perdonaba ni unaal joven, lo trataba como si fuera de suedad. Marcelo mantenía las manoslevantadas para cubrirse la cara, altiempo que aguantaba el ataque

sostenido. Le llovieron golpes en laparte superior de los brazos y en loshombros mientras se movía condescuido, hasta que el hombre se detuvouna milésima de segundo y se preparópara dar un golpe directo queatravesaría las defensas del muchachoen cuanto este se asomase entre suspuños para ver por qué se habíadetenido su oponente.

Marcelo no le dejó esperar. Una desus manos salió disparada y, como suoponente mantenía su guardia demasiadobaja, le sorprendió desprevenido. Elizquierdazo le alcanzó en plena mejilla ylevantó y giró su cabeza, lo que dejó

expuesto su mentón barbado para recibirel siguiente puñetazo, pero el hombreera demasiado experto como paraesperar. No luchó contra el impulso delgolpe, en su lugar, siguió su trayectoriadejando que el puñetazo alejara surostro del peligro de forma que elgancho de derecha de Marcelo no tocósu mentón por una pizca. El hombretenía los pies bien colocados y giró unpoco, de forma que su mano derechaabrió hueco fácilmente a través de ladefensa de Marcelo y le atizó un golpeque derribó al muchacho limpiamente.

El gentío que observaba se adelantópara ayudar a Marcelo a ponerse en pie;

mientras, Tito arreó a sus caballos ehizo rodar su carro alrededor paradetenerse junto a Macrobio. El tutor delchico no se había movido, pero sucabeza sí se movía y su rostro plagadode venitas rojas estaba contraído en ungesto que no presagiaba nada bueno a sualumno.

—¿Contra quién estaba luchando,Macrobio? —preguntó Tito.

El viejo levantó la vista.—Nicandro, un luchador profesional

griego.—¿No es un poco joven para

enfrentarse a púgiles profesionales?Su nariz púrpura y picada de viruela

se arrugó de enfado.—Quiere ser soldado. Si me

aseguras que todos contra los queluchará serán aficionados, dejaré deentrenarle ahora mismo.

—Lo que quiero decir, Macrobio, esque estaría mejor luchando contra chicosde su misma edad.

El viejo guerrero volvió a arrugar lanariz, y su enfado parecía teñido con unrastro de orgullo.

—De eso nada, Tito. Los machaca atodos.

Nicandro, el profesional, habíaayudado a Marcelo a levantarse yhablaba con él animándole, al tiempo

que le daba palmaditas en sus encogidoshombros y le aseguraba que habíamantenido una buena pelea. Tito le pasólas riendas a Macrobio y saltó del carro.Marcelo, al ver que se acercaba, seenderezó y se esforzó por mantenersefirme. Nicandro también levantó la vistay, aunque no conocía al conductor delcarro, pudo ver por sus ropas y el modoen que los demás mostraban respeto queera alguien importante.

—Tendré cuidado de evitar a estemuchacho los próximos cinco años,señor. Y si, ya crecido, viniera a Greciapara la Olimpiada, lo acompañaría devuelta con una rama del mismísimo

olivo de Zeus.Tito puso su mano bajo el mentón

del muchacho y le levantó la cabeza. Susojos aún estaban un poco vidriososmientras Marcelo sacudía su cabeza enun intento de aclarar su visión, y en surostro se veía el dolor que acompaña ala derrota.

—Dime, Marcelo, ¿Macrobio ya teha enseñado a conducir un carro? —elchico negó con la cabeza muy despacio—. Pues asumiré como un deber hacerloyo mismo.

Marcelo sonrió débilmente haciaTito.

—Me temo que hoy no seré de

mucha utilidad como alumno.—Tonterías. Has recibido un buen

golpe, pero eso no es nada que no puedacurar el agua fría.

Tito miró los rostros reunidosalrededor con gesto inquisitivo.

—¿Quiénes sois amigos suyos? —varios reivindicaron el honor al levantarlas manos y Tito sonrió, mientras mirabalos ojos de Marcelo al tiempo que lesdaba una orden—. Pues es vuestraobligación, como amigos suyos,reanimarlo. Echadlo al Tíber.

Manos entusiastas agarraron al jovenpúgil; lo levantaron a pulso y lo llevaronal cercano río, donde, con la debida

ceremonia, lo elevaron tres veces porlos aires antes de soltarlo para queaterrizara en el agua con gransalpicadura.

—Date la vuelta, chica.El cuerpo desnudo y esbelto, de piel

olivácea y brillante, giró lentamente yLucio Falerio se fijó en la elevación desus pechos y en los pezones erectosmientras ella cumplía la orden. Sucabello castaño oscuro, recién lavado yaún algo húmedo, cubría toda su espalday llegaba hasta abajo, donde apuntabansus firmes nalgas. Eran como dosesferas perfectas con una línea recta yoscura allí donde se unían con las

piernas. Resultaba gratificante queningún exceso de carne en el nacimientode sus muslos echara a perder las líneascurvas que se extendían desde su esbeltotalle.

—Vuélvete otra vez —dijo sinpasión alguna el hombre mayor, y lachica obedeció, si bien mantuvo lamirada baja, con aire virginal, y colocósus manos de forma que taparan elescaso vello de su monte de Venus. Lavoz de Lucio asumió un tono de enfado—. Quita las manos de ahí y mírame alos ojos.

La chica obedeció deprisa y mirófijamente a Lucio con sus ojos

almendrados, al tiempo que sus labiosrojos se entreabrieron para mostrar susblancos dientes.

—¿Es virgen?Lucio se dio cuenta de que el

capataz de su granja de Campaniadudaba: el tipo sabía que no le conveníamentir a Lucio, pero era evidente quehabía tenido la tentación de hacerlo, alasumir que, incluso aunque no se lehubiera especificado, era lo que su jeferequería.

—¿Y bien?—¡Por desgracia, no!Los hombros del capataz se

hundieron en su cuerpo como una forma

de reforzar su arrepentimiento, pero,pese a toda su aparente humillación,estaría condenado si tuviera quecontarle la verdad al senador. Según losguardas que se la habían llevado antesde que la enviaran, Casio Barbino lahabía utilizado como utilizaba a todas:sin sentimientos. Lucio Falerio Nerva notomaría nada que hubiera tocadoBarbino, ni siquiera una esclavaregalada, pero su capataz pensaba queera un despilfarro tenerla donde estaba,en una granja que su amo visitabararamente. Además, se estabaconvirtiendo en un problema, no por símisma, pues era una criatura mansa;

pero los esclavos varones que estaban asus órdenes, un rudo grupo, iban detrásde ella con deseo, y su misma esposa,que había visto cómo sus ojos seguíanlas caderas cimbreantes de la joven, lehabía reprendido por su propio interés.Era mucho mejor que ella estuvieraaquí, en Roma, donde, si Lucio lopermitía, podría crear un vínculo con unesclavo más refinado de la familia, conel beneficio añadido de que facilitaríaun poco su propia vida doméstica.

—¿No la recuerdas, Eminencia?—¿Acaso debería?—Fue un regalo de Casio Barbino

que me enviaste hace dos años. Mientras

era de su propiedad, estuvo muy unida aun chico de su misma edad. Se cree quelas cosas pudieron haber ido demasiadolejos.

—Sería típico de Barbino. Elhombre ni siquiera puede controlar a susesclavos —Lucio se adelantó y pasó unamano por la piel suave y morena—. Lospadres, ¿griegos los dos?

—Sí. Me dijeron que el padre era deTracia y la madre, macedonia.

Lucio estuvo a punto de preguntarpor el tracio. Famosos por su fuerza y suentereza, en especial, bajo el sol, solíanemplearlos en Sicilia para sembrar eltrigo. Entonces recordó, justo a tiempo,

que había vendido su propiedad en laisla. La necesidad de hacerlo le enfadó,pues no tenía costumbre de perdercontacto con la realidad. Se dio cuentaahora de que el abucheo que habíadedicado a sus compañeros senadorespor el asunto de los regalos partos habíasido poco inteligente. Su capatazmalinterpretó el gesto que talespensamientos generaron y hablóimpulsivamente.

—Hay otras muchachas en la granjaque son vírgenes, Excelencia, aunqueninguna es tan bonita como esta.

—¡No quiero una virgen! —Lucioagarró entre el pulgar y el índice la

barbilla de la chica. La presión erafirme sin llegar a ser dolorosa—. Eresmía, chica, en cuerpo y alma, ¿te dascuenta? —la chica asintió con dificultad—. Si me satisfaces, serás bienrecompensada, pero si frustras misdeseos, arruinarás tu belleza en una minade plomo. Vendrás aquí, a mi casa,como una esclava más de la familia. Lastareas que te encomendaré no serándemasiado arduas y por eso tusobligaciones serán leves. ¿Entiendes?

La chica asintió de nuevo. El capatazle había contado todo sobre elcompromiso de matrimonio, así quesabía que la hija de Apio Claudio no

tenía aún diez años. La boda entre esta yMarcelo Falerio no se celebraría hastadentro de unos años.

—Mi hijo es un joven apuesto y creoque te tratará con amabilidad. Si túhaces lo mismo, él no tendrá quederrochar sus energías en el burdel. Conel tiempo, él tendrá una esposa yentonces te devolveré a la granja conpermiso para que tengas un hombre ytraigas hijos al mundo —la chica, queuna vez había soñado con el matrimonioy los hijos en la granja en la que sehabía criado, intentó reprimir unasonrisa: quizá este hombre mayor ladevolviera allá—. ¿Cómo te llamas?

Ella susurró su respuesta.—Sosia, mi amo.—Bien, eres un bonito ejemplar,

Sosia, lo bastante bonito para hacer queun hombre viejo desee tener veinte añosmenos.

—¿Dónde está mi hijo? Envié abuscarlo hace media hora.

El administrador de la casa seinclinó ligeramente.

—Aún no ha regresado del Campode Marte, mi amo.

Lucio miró el cielo de la tarde.—No seas bobo. Si casi ha

oscurecido ya.—Se ha acostumbrado a detenerse

donde los Trebonio de vuelta a casa —el administrador vio a su amo fruncir elceño y se apresuró en hablar, no fueraque la culpa recayera en él—, o eso mecuenta su esclavo personal.

—Pero si ve al chico de losTrebonio todos los días, hombre. Vanjuntos a clase, por no hablar de losjuegos.

—No es al chico a quien va a ver,amo. Creo que se ha encariñado con lahermana de Cayo Trebonio, Valeria.

—¿Cuánto hace que ha pasado?—Varias semanas, amo —mintió el

administrador: hacía varios meses, envez de simples semanas.

La voz sonó como el chasquido deun látigo e hizo que el hombre seencogiera.

—¿Y no has creído apropiadoinformarme de esto?

—Enviaré a buscarlo ahora mismo,amo.

—¡Ve tú mismo!—Pero, amo…Lucio se adelantó, agarró al hombre

por el cabello y lo bamboleó conviolencia.

—Sí, idiota. Pensarán que has sidoreducido a simple siervo de la casa, amísero recadero, y todos los esclavosdel Palatino se reirán de ti durante

semanas. Estás avisado, recadero, estoes lo que llegará a suceder si me ocultasinformación sobre cualquier cosa, másaún si es sobre el paradero de mi hijo.

Valeria pasaba su mano por el brazode Marcelo, aún magullado por losgolpes que había rechazado en sucombate pugilístico, mientras élterminaba de contarle las últimasnoticias sobre la frontera de la HispaniaUlterior. Al corriente de los informesque le llegaban a su padre,probablemente era el joven mejorinformado de Roma, y los de su edad loescuchaban ansiosos, ávidos de noticiassobre la guerra dondequiera que esta

ocurriese, pero nadie tenía la pasión deValeria y ninguno le exigía quedescribiese cada detalle con unainsistencia tan concienzuda. Habíasurgido otra insurrección, esta vezcausada por una tribu llamada de losavericios. Montados en pequeños ponis,se movían con mucha facilidad, y eran elpeor tipo de enemigo al que podíanenfrentarse los disciplinados romanos.Como siempre, tal alzamiento fuesecundado, e incluso fomentado, por losduncanes, que esperaban a que cualquierlegado romano fuera lo bastanteestúpido como internarse en las colinasal perseguir a la caballería ligeramente

armada.Los avericios parecían

especialmente duros, pues no secontentaban con matar, sino que, en vezde esto, tenían tendencia a torturar yviolar a una escala que no se había vistohacía décadas en Hispania. Al principio,cuando se proponía relatarle estashistorias, Marcelo había intentadoimpresionar a Valeria con sus vívidasdescripciones; ahora ya no: aún leexplicaba los detalles truculentos, perolo hacía para ver su manera dereaccionar, cómo contenía el aliento yluego lo soltaba, lo que a veces lollevaba a adornar historias que ya de

por sí, y sin embellecer, eran bastantehorribles.

—Prefiero que vengas así —sumano acariciaba su blusón rojo lleno desuciedad—, a veces hace que todo seamás real.

—¿Cuando huelo a estiércol y asudor? —Marcelo se estremeció por lasuavidad de su caricia. Valeria vestíasus ropas de diario, un sencillo vestidoblanco de lana, ceñido al talle con uncinturón decorado. Llevaba el cabellopeinado de la misma manera, ahuecado yrizado sobre la frente. Sus ojos oscuros,en apariencia divertidos, miraban al altomuchacho que permanecía en pie ante

ella. Una parte de él no resistía latentación de hacerle un reproche—. Esaes una idea muy rara, Valeria.

A su vez, él intentó tocarle el brazo,con la esperanza de que, al hacerlo,podría acercarse más a ella, pero ella seescurría y, casi dándole la espalda, lereplicaba con voz de niña pequeña.

—Ah, ¿sí, Marcelo? Para mí escomo estar con un soldado reciénllegado de las mismas batallas quedescribes, con la sangre de sus enemigosfresca aún en su espada. Un héroe que,tras haber masacrado a los bárbaros,viene a reclamar su premio.

—Que los dioses nos aparten de

tanta bazofia poética —dijo su hermanoCayo, arruinando del todo el ambientede intimidad.

Marcelo, que había estado inmersoen aquel sentimiento, se enojó.

—¿No puedes irte a otro sitio,Cayo?

—Nada me daría mayor placer,amigo, pero si me voy, tendrás aquí a ladoncella de Valeria para vigilarte, y temantendrá a unos diez pies de distanciade ella. Lo único que olerá Valeria sonlos sobacos rancios de la doncella y nohabrá ninguna de esas pequeñas cariciasque yo os permito.

Valeria se dio la vuelta y le sacó la

lengua de la misma manera que, hastahacía poco, había reservado para gentecomo Marcelo.

—Puerco.—Mejor ser un puerco que una

víbora, hermanita —replicó su hermanosin alterarse.

—Por favor, no hables así a Valeria—insistió Marcelo.

Cayo asumió una expresión altanera,aunque era imposible saber si ibadirigida a Marcelo o al esclavo que sehabía acercado sigiloso para ponerse asu lado.

—Lo siento, amigo. Ni siquiera túpuedes negarme mis privilegios de

hermano —se volvió hacia el esclavo—. ¿Qué es lo que quieres?

El esclavo sonrió burlón para grandisgusto de Cayo, que no se calmó conla manera en que el hombre se dirigiódirectamente al otro chico, ignorando supregunta.

—Marcelo Falerio, el administradorde tu padre está en la puerta y solicitaque acudas de inmediato.

—¿Su administrador?La respuesta del chico sólo aumentó

aquella sonrisa de la cara del esclavo,pues el administrador de los Falerio eraun estirado malnacido, y aún así estabaen la puerta, como un vulgar criado

doméstico. A muchos agradaría suhumillación.

—¡Maldito seas! —retrucó Cayo—.Te he hecho una pregunta.

La sonrisa desapareció del rostrodel esclavo y se apartó temeroso deCayo, aunque era veinte años mayor queel chico.

—¿Y no te he contestado, señor?—¡No, no me has contestado! En

esta casa te diriges a mí, no a misinvitados, por muy honorables que sean.

—Vaya, Cayo —dijo Valeria medioen broma, al tiempo que levantaba losbrazos fingiendo alarmarse—. Con lomayorcito que parecías.

Marcelo tenía los ojos puestos enella y en sus pechos, que abultabandebajo del vestido. No cabía duda deque ella había crecido, y él tuvo quesacar de su mente la imagen de sucuerpo. Se colocó entre el enfurecidoCayo y el intimidado sirviente, y sedirigió a su amigo.

—Tengo que irme. Si mi padre haenviado a su administrador, será algo deimportancia.

Se volvió y se inclinó levementeante Valeria. Ella le sonrió con dulzura,aunque las aletas de su nariz seestremecieron un poco y su voz bajóhasta ser un susurro irresistible.

—Recuerda lo que te he dicho,Marcelo. Ven a verme todos los díascuando vayas hacia tu casa y cuéntametodas las últimas noticias —otra vez ellaestaba cerca y las yemas de sus dedos sealargaron para tocar una marca púrpurabastante grande que él tenía en la partesuperior del brazo—. Y si te hiriesen enel Campo de Marte, si te hiriesen deverdad, yo misma vendaré la herida.

Marcelo frunció el ceño, pero notuvo tiempo de plantearse por qué unachica romana de noble cuna tendría queocuparse de la tarea de un esclavo. Sefue tras dar las gracias al hombre quehabía llevado el mensaje, que aprovechó

la oportunidad para escabullirse deposibles problemas siguiendo sumarcha.

—No deseo prohibírtelo —dijoLucio—, pero no quiero que entres encasa de otro senador oliendo como unbarrendero resudado.

—Ni a Cayo ni a su hermana parecemolestarles —se quejó Marcelo—, yqueda de camino a casa.

—A mí sí me molesta, y basta.Vendrás primero a casa, te bañarás y tevestirás con ropas adecuadas. ¿Estáclaro?

—Sí, padre.—Y recuerda que estás

comprometido con una Claudio. Eso noes obstáculo para que persigas a otras,pero te exige un nivel de discreciónapropiado.

No tenía sentido, ningún sentido, queMarcelo dijera que prefería a ValeriaTrebonia, y no sólo por el punto de vistade su padre. Allí sentado, era fácildecirse a sí mismo que la evitaría, quese mantendría alejado de la casa y delos interminables jugueteos de la chica,pero su resolución siempre flaqueaba.No había manera de no pasar pordelante de aquella puerta principalcuando regresaba a casa del Campo deMarte y la actitud de Valeria en aquellas

ocasiones era muy diferente de la queempleaba en otras épocas. Él era fuertecon otras personas, chicas incluidas, ynunca daba pie a la más mínima libertad,pero todo eso parecía evaporarse enpresencia de ella. Valeria le causaba undolor que ningún sentimiento deinferioridad podía controlar, casi comosi ella supiese que era el único objetode sus fantasías nocturnas y, por eso,aprovechaba toda oportunidad deacercarse tanto como para convertir laevidente excitación de Marcelo en algoinsoportable. Podía ver en los ojos deella una luz que se aproximaba a laburla. ¿Qué veía ella en los ojos de él?

Apartó a Valeria de su mente y se centróen su padre, que aún seguía hablando.

—Sé que eres tan ardiente comocualquier chico de tu edad —sonreía, apesar del duro tono de su voz—. Ve a tuhabitación, Marcelo. ¡Ya verás como tusnecesidades serán bien atendidas pormí!

Marcelo recorrió con su nariz ladistancia que iba de la axila de ellahasta su pezón, respirando el musgosoaroma del cuerpo de ella. La primeravez que habían conducido a la esclava asu habitación, cualquier reserva que élhubiese sentido se evaporócompletamente. Sosia era propiedad de

los Falerio, era suya para hacer con ellalo que quisiera. Que hubiese demostradopoca pasión había agradado a Marceloen realidad, puesto que a él lo absolvíade la necesidad de sentir o deresponder. No quería llegar a conocer aesta chica, sólo quería usarla. Podía seruna figura en la oscuridad sobre la queél proyectaría cualquier pensamientoque deseara. Sus labios rodearon elpezón erecto y su lengua se moviórápida arriba y abajo, mientras Sosiaintentaba mantener sus reacciones bajocontrol y reprimía los sonidos quepudieran dar a entender intimidad.Aunque era difícil, pues en la oscuridad

un hombre puede muy bien ser otro, y elcuerpo de ella era muy sensible a lascaricias cuando su mente no podíarechazar la imagen de Áquila. Así fuecomo sobrevivió a la crueldad deBarbino, y la misma visión le ayudaríaahora al bloquear las atenciones que leprestaba su nuevo dueño.

Sosia no tenía conocimientos sobrelas maneras romanas, en especial, sobrelas de la nobleza, así que cuando lasmanos de Marcelo se apoyaron en sushombros y la giraron, de forma quequedó boca abajo, estaba confusa.Ahora la lengua recorrió de arriba abajoel hueco de su columna, tocando

ligeramente el finísimo vello de suespalda. Mientras permanecía tanestirada como era posible, oyó queMarcelo murmuraba un nombre;después, una de las rodillas de él estabaentre sus piernas y las separó. Él soltóun leve gruñido y se introdujo con fuerzaen ella. El nombre que él habíamurmurado, Valeria, fue expulsado de lamente de ella por el dolor.

Capítulo Dieciséis

El rastro que estaba dejando Áquilasería fácil de seguir, pero no tenía otraopción. Habían dejado atrás la llanurade la costa y empezaron a internarsecolinas arriba mucho antes delamanecer. Ahora, con la salida del sol,pudo volver la vista hacia el pie de lascolinas detrás de él, con los campos detrigo quemados, extendidos según elpatrón romano, surcados a intervalosregulares por carreteras y senderos quese extendían hasta el mar. Gadoric y su

compañero rebelde, de nombreHipólitas, estaban con los caballos en unprofundo barranco y a menos quehubiese una persecución inmediata, seríaallí donde pasarían el día. Había pastopara los caballos en una elevacióncercana, y era posible que tambiénhubiera agua, pues la hierba estabaverde, y la misma elevaciónproporcionaba además un lugarapropiado para vigilar si alguien losseguía. Se dejó resbalar por la pendientepedregosa hasta las aulagas que había enla boca del barranco y se abrió caminohasta encontrar a Hipólitas tendido bocaarriba, dormido en apariencia, mientras

Gadoric se esforzaba por permanecerdespierto para que toda la carga delrescate no recayera sobre los jóveneshombros del muchacho.

Áquila se arrodilló a su lado y hablócon calma.

—No hay señales de que nos esténsiguiendo.

Los ojos enrojecidos del celta seentretuvieron en el colgante de oro queoscilaba ligeramente ante sus ojos;después los cerró con fuerza, como si elesfuerzo de mirar fuese demasiado.

—Lo harán. No se quedarían a darvueltas por el campo, de noche, una vezque perdieran nuestra pista —unas toses

profundas estremecieron su cuerpo, perosiguió hablando—. Pero saldrán confuerzas redobladas con las primerasluces.

—¿Tan importantes somos?Gadoric se pasó una mano por la

frente.—Para ellos, sí. Si tienen gente que

pueda seguir nuestras huellas, nodeberíamos esperar aquí.

Áquila sonrió, un problema quedebía haber considerado antes acababade asaltarlo.

—¿A dónde iremos, Gadoric?—Tenemos que unirnos a los otros

esclavos fugados de las colinas. Hay

cientos de ellos por aquí, en algunaparte.

El chico decidió no decir nada de loque había ocurrido el día anterior;Gadoric estaba demasiado exhausto, asíque puso su mano en el hombro delpastor para hacer que se tumbara en lahierba. Notó que el hombre se resistía,aunque en realidad estaba débil.

—Descansa, amigo mío. No puedensorprendernos. Desde aquí puedo vertoda la carretera de la costa.

—Tenemos que encontrar a los otrosesclavos fugados.

—No, Gadoric. Necesitas descanso,comida y tiempo para recuperarte. Si

esos esclavos huidos son buenos paraalgo, nos encontrarán antes que loscapataces.

Eran como insectos, simples motasen la distancia que avanzaban despaciopor las pistas entre los campos y sedetenían de vez en cuando para que elhombre que seguía sus huellas pudieraencontrar sus pisadas. Contó treintahombres y, aunque a tanta distancia nopodía estar seguro, creía que Flaco losdirigía. Detrás de él, los caballosmordisqueaban la jugosa hierba, y losesclavos dormían más abajo. Áquila yahabía bebido hasta hartarse el aguafresca que manaba de una fisura en las

rocas antes de perderse bajo tierra. Lacomida que había llevado no duraríamucho más, así que había tendido unastrampas para cazar algo. Con unas ramashabía construido un sombrajoempleando su capa para proteger suespalda del sol ardiente, y desde aquelpunto sombreado, con el agua al lado,podía observar el avance de susperseguidores sin incomodidades.

Como había sospechado, su rastroera fácil de seguir. Un caballosobrecargado al llevar a dos personasdeja una huella de cascos mucho másprofunda de lo normal. El asunto seharía más difícil cuando llegaran a las

colinas, pero acabarían por llegar, pesea todos los problemas; lo sabía. No erasólo por las palabras de Gadoric: nohabrían salido en una partida tan grandesi no quisieran ver las tres crucesocupadas. Además, Flaco debía dehaber sumado su desaparición a la delos dos condenados. Con la presencia deCasio Barbino en Sicilia, el ex centuriónestaría enormemente avergonzado por lapérdida de su asistente, sus caballos ysus armas. Áquila volvió a pensar en loshombres que les habían tendido unaemboscada ayer; diez, puede que docepersonas, no muy bien armadas. ¿Erasólo un grupo de bandoleros o había

más?Sólo tenían dos posibilidades. O

bien desaparecían, o bien se unían a ungrupo que ahuyentara a los hombres quevenían tras ellos. Primero tenía queaminorar la marcha de estos últimos,Gadoric e Hipólitas necesitaban tiempopara recuperar sus fuerzas, pero sipermitía a aquellos que avanzaran a lavelocidad actual, se vería forzado amoverlos enseguida. Los importanteseran los rastreadores: si los mataba,toda la persecución sería en vano. Pero,¿cómo? Contra treinta hombres tenía unalanza, su arco y un carcaj de flechas, dosespadas y un cuchillo. Salió de debajo

del cobertizo improvisado ydesenganchó su capa marrón; trascomprobar que los caballos estaban bientrabados, bajó para echar un vistazo asus compañeros. Dormían, con lacomida restante y el agua entre ellos, asíque tomó la comida y la colocó bajo unarbusto, y después enganchó el sacovacío en su cinturón. Colocó unasramitas para dejarle a Gadoric elmensaje de que volvería, como solíanhacer jugando hacía mucho tiempo.Tomó su lanza y caminó colina abajo enbusca de un lugar desde el que atacar,uno que preferiblemente estuviera tancerca de la llanura de la costa como

fuera posible.Con movimientos ágiles y

silenciosos, fue capaz de disfrutar de lasensación de estar otra vez en losbosques. A cada oportunidad, Áquilasubía a cualquier elevación que lepermitiera ver el progreso de susperseguidores. La partida había dejadoya el llano y empezaba a ascender porlas colinas, pero aunque no estuvieran ala vista, él conocía su localización. Ungrupo de hombres tan grande hacíamuchísimo ruido y era posiblelocalizarlos por las desbandadas depájaros que volaban asustados de losárboles. Él seguía las huellas hacia

abajo y ellos las seguían hacia arriba.¡Estaban obligados a encontrarse!

Encontró su lugar, un estrechobarranco cuyas paredes se elevabanunos quince pies sobre el rastro. Loideal para él hubiera sido un lugar aúnmás abajo, pero no tenía garantías depoder encontrar algo tan bueno comoeste lugar. Áquila estudió ambos lados,con cuidado de no pisar el rastro, puessi sus perseguidores tenían algo desentido, no se internaríaninconscientemente por un barranco tanpeligroso como aquel, como mínimo seprepararían para un ataque. Lasposibilidades de treinta contra uno se

reducían bastante por el estrechodesfiladero que los obligaría a avanzaren frentes de un máximo de treshombres, pero esos tres y los quevinieran detrás estarían preparados, muyposiblemente con arco y flechas.Cualquiera que se mantuviera en piepara arrojar una lanza presentaría unblanco fácil, así que tenía queinquietarlos, hacer algo para que erraransu objetivo. Primero, recogió ramitassecas y las colocó en los huecos entreárboles que había entre el barranco y elsitio que había elegido para su ataque.Si alguien se acercaba por ese camino,se enteraría y podría huir.

Lo siguiente fue más difícil, y dadala escasez de tiempo de que disponía, labuena fortuna lo bendijo. Nunca es fácilcazar serpientes, ni siquiera cuandosabes dónde mirar, especialmente enmedio de un día caluroso. Áquila buscócon cuidado entre la hierba alta con unarama cortada de forma especial y elsaco de comida en la mano, al tiempoque se concentraba en las zonas desombra y debajo de las rocas, dondeestarían durmiendo. Encontró dosvíboras, les apretó la cabeza con elextremo del palo y después las cogió ylas metió dentro del saco. Ya en laposición elegida, dejó su arco y tres

flechas delante de él. Entonces semantuvo quieto para que así el bosque asu alrededor, alterado por su presencia,pudiera volver a la normalidad.

Los que ascendían estaban haciendoun ruido enorme, se enredaban en lamaleza que había al lado del rastro yasustaban a animales grandes ypequeños, algunos de los cuales pasaroncorriendo junto a Áquila. Se quedóhelado al oír el ruido de ramitas que serompían, y después giró en redondomientras un inmenso jabalí pasódisparado junto a sus pies, demasiadoconcentrado en huir como para dedicarlesiquiera una mirada pasajera, pero al ser

una bestia tan grande, Áquila lo mirótemeroso. De cuartos traseros tan altoscomo un hombre en pie, los retorcidoscolmillos que asomaban de su hocicoeran lo bastante largos para destriparle,con el refuerzo de un peso suficientecomo para romperle ambas piernas siembestía con todas sus fuerzas. Enmejores tiempos, Gadoric y él habríanobtenido un gran placer cazando unanimal semejante.

Cesaron los ruidos, pues susperseguidores habían detenido suscaballos, y él se esforzó en oír susvoces, pero el único sonido era un débilmurmullo de órdenes susurradas,

seguidas de los cascos amortiguados porel camino de arena. Aflojó la aberturadel saco y lo acercó con cuidado alborde del barranco cuando aparecierondos hombres; uno de ellos seguía elrastro, mientras el otro vigilaba loslados del barranco, seguidos de cercapor varios que montaban en fila de ados, con los arcos preparados y lasflechas dispuestas en las cuerdas. Elhombre que avanzaba al frente era unrastreador, el objetivo de Áquila. Elhombre se dio la vuelta e hizo una señahacia atrás, y Áquila inspiró de golpecuando apareció Flaco. El viejocenturión detuvo su caballo a la cabeza

de la columna y alzó la cabeza de formaque parecía mirar directamente aÁquila, mientras olfateaba el aire, comosi hacerlo pudiera alertarle de cualquierpeligro oculto. Era evidente que estabaal mando; se volvió e indicó a los demásque siguieran. Si Áquila iba adetenerlos, era este el momento, peroFlaco, que iba a la cabeza, bloqueaba elobjetivo que buscaba. La lógica leindicaba que matar al cabecillafuncionaría igual de bien, pero lossentimientos hacían que resultaraimposible. Puede que Flaco fuese cruely avaricioso, pero había sido bueno conel joven que ahora tenía su vida en sus

manos.Las serpientes siseaban

enloquecidas e intentaban escapar delsaco, al tiempo que sus cabezas semovían de lado a lado. Áquila agarró eltejido del saco por el fondo, sacudió subrazo y arrojó los reptiles hacia abajo,sobre el camino arenoso. Aterrizaroncon un golpe seco, a dos pies delante deFlaco, y de inmediato huyeron de él conpánico. El caballo de Flaco, que estabajusto en su camino, se encabritó a pocossegundos de que las víboras llegaran, loque provocó que los caballos de detráscorcovearan y dieran la vuelta. Áquilase puso en pie y hubo una fracción de

segundo en que los dos pares de ojos seencontraron. Flaco debió de haber vistoque Áquila colocaba una flecha en elarco, y estaría seguro de que, con ladestreza del muchacho, iba a morir.Áquila tensó la cuerda con la punta de laflecha apuntando aún al corazón delviejo centurión. Apuntó a un lado, a nomás de media pulgada, pero erasuficiente. El rastreador, cuyo caballohabía girado para apartarse de lasserpientes, recibió el flechazo, que nohizo blanco en la cabeza de Flaco pormuy poco. Se oyó un impacto sordocuando la flecha se hincó en la espaldadel hombre, y las flechas temblaron en

el extremo del largo astil.Disparó una flecha más y entonces

se encogió rápidamente a su derecha,mientras los flechazos de respuestasilbaron entre los árboles que había porencima de su cabeza; una o dos pasaronjusto por el lugar que ocupaba al estarde pie, pero, con el alboroto, ningunaflecha iba bien dirigida, pues loscaballos, asustados todavía por lasserpientes, se habían desbocado. Laconfusión se hizo evidente en el chorreode órdenes confusas y opuestas, hastaque la voz atronadora de Flaco,ordenando que se callaran, se elevó porencima de las otras. Áquila se colgó el

arco del hombro y, tras recuperar suúltima flecha, corrió en diagonal por laladera de la colina, lanza en mano, entreuna espesa maleza que no intentaríancruzar hombres a caballo. Flaco no eratonto, enviaría a algunos hombres a piepara que lo cazaran y él sólo podíaconfiar en ser más rápido que ellos o enevitar la captura gracias a su superiorhabilidad en aquellos bosques.

Se movió deprisa, ignorando laperturbación que provocaba su paso,pues ahora los bosques eran un tumulto ytodos los pájaros cantaban en un corounificado que daba la voz de alarma;aquello, añadido al sonido de los

hombres que lo perseguían, que sellamaban unos a otros mientrasavanzaban rompiendo la maleza, loespoleaba. Atravesó de un golpe ungrupo de arbustos para llegar a otrapista, abierta durante años por losanimales, y empezó a correr colinaarriba. El inmenso jabalí bajabacorriendo y pasó tan cerca de él quehubiera muerto de intentar alancearlo,así que Áquila saltó hacia un lado,arrojándose sobre un matorral lleno dedolorosas espinas. Incapaz de girardeprisa, el jabalí pasó disparado porallí, pero frenó con sus pezuñas y por finse detuvo con un estremecimiento.

Áquila se puso en pie de un salto yarrojó su lanza a un lado. Levantó elarco y colocó una flecha mientrasesperaba el ataque del animal, a pesarde que se preguntaba si su arma tendríaalguna utilidad contra una criaturasemejante. Pero aquello no ocurrió; paraun animal enfurecido y corto de vista, elsonido de los hombres que perseguían aÁquila era mayor aliciente que laproximidad de este. Así que cargó conpesadez pista abajo, al tiempo queganaba velocidad por lo empinado de lapendiente. El joven ya subía corriendopara cuando oyó los gritos: el primero,de un hombre en peligro, seguido

inmediatamente por otro, de ese mismohombre, herido de muerte cuando eljabalí lo alcanzó. Después, sus alaridosmezclados con los del jabalí, agudos ychirriantes, cuando sus compañerosintentaban salvar a su amigo matando alanimal. El bosque todo reverberaba conlos berridos de hombre y bestia, a juzgarpor el sonido, ambos en trance demuerte. Áquila tenía la esperanza de queel jabalí no lo hubiera matado, pues unhombre malherido entorpecería aún másla persecución.

Era evidente que Gadoric e Hipólitas

todavía dormían, pues no hubo ningunaseñal o sonido de movimiento cuando élse acercaba al barranco escondido paraechar un vistazo a los caballos y a sustrampas. Observó la hierba, descoloridapor el ángulo del sol, en el punto dondese había tendido antes aquel mismo día.Después de seis horas no era posibleque aún estuviera aplastada, a menosque alguien más se hubiera apostado enel mismo lugar. Áquila permaneció ensilencio y a la escucha, mientras susojos revisaban toda la zona en busca depistas. Puede que Gadoric hubierasubido a aquella elevación, pero si lohabía hecho, ¿por qué no estaba aquí

ahora?, y si hubiera estado allí hacíapoco, habría visto a Áquila recorrer elúltimo espacio de terreno a través delescaso arbolado. Quizá lo que antesesperaba ya había sucedido. Si era así,tenía que moverse con cautela para noprovocar alarma.

A sabiendas de que había terrenosaún más elevados, desde los que podíaser visto, cada movimiento que hizo fuedeliberadamente lento. Los caballos,descansados y saciados de agua y pasto,lanzaron caprichosas coces cuando lesretiró las trabas y lo siguieron de buenagana cuando los condujo hacia elbarranco escondido. Por nada

atravesarían los arbustos de aulaga, asíque los ató a unas ramas antes de abrirun hueco y pasar por él. Por la maneraen que sus dos compañeros permanecíanen pie, supo que no estaban solos;Gadoric lo miraba fijamente con suúnico ojo y le hizo una advertencia en sulengua bárbara, aunque no le sirvió denada. Las dos lanzas presionabansuavemente contra sus costados antes deque el hombre hubiera terminado dehablar, y unas manos le quitaron supropia lanza, su arco y su cuchillo,mientras lo empujaban hacia el centrodel pequeño claro.

—Bueno, este no es esclavo —dijo

una voz, que hablaba griego, detrás deél.

Otra voz replicó.—A mí me parece un romano,

Tirteo.—Se llama Áquila. Trabaja para ese

cabrón de Flaco que se encarga de lasgranjas de los Falerio desde hace doscosechas.

—Un poco joven, Penteo —dijo elprimer hombre.

La voz que había dicho su nombreestaba llena de odio.

—Bastante mayor como para matar amujeres y niños.

Áquila se dio la vuelta despacio:

tres hombres, nada de metal ni cuero,luego no eran soldados. El hombre de enmedio, el más alto de los tres, decabello rizado y nariz ganchuda, llevabauna espada colgando a un lado. Losotros tenían lanzas que apuntaban haciaél, pero no le asustaban: si decidíanmatarlo, no lo harían con una lanza.

—El propio Flaco está montañaabajo con unos treinta hombres.

—Si está montaña abajo, estádemasiado lejos para salvarte, chico —dijo el hombre llamado Tirteo.

—Si Flaco me coge, sufriré undestino peor que el que él os impondríaa vosotros. Le he robado su caballo y

sus armas, y he matado al menos a unode sus hombres; pero, lo que es aúnpeor, lo he humillado delante de CasioBarbino.

Penteo inspiró con fuera al oír aquelnombre, al tiempo que Tirteo miraba aGadoric y a Hipólitas, detrás de él.

—Estos hombres dicen que hanescapado y, por su aspecto, es fácil decreer, pero ¿tú? Estás bien alimentado ybien armado.

—Estos hombres no habríanescapado si no les hubiera ayudado.Ahora estarían colgados en una cruz demadera.

—¿Por qué les has ayudado? —

preguntó Penteo. Era un hombre derostro cetrino, con canas prematuras y unpar de grandes ojos marrones conoscuras ojeras. Por su mirada, estabaclaro que encontraba absurda aquellaidea.

—Me ayudó —dijo Gadoric.La explicación que llegó a

continuación fue inconexa y, por el gestodel rostro de Tirteo, del todoinsatisfactoria. Gadoric todavía estabadébil y su griego era muy pobre. Cuandopreguntaron a Hipólitas, este pudo almenos responder con claridad, pero noconocía a Áquila en absoluto, así quesólo pudo confirmar que sí, que el

muchacho les había ayudado a escapar.—Quizá sea un modo ingenioso de

atraparnos —dijo Tirteo—. Liberas a unpar de esclavos, te internas en lasmontañas y esperas encontrar algunosmás. Dices que Flaco te persigue. Puedeque sólo te siga.

—Entonces, ¿por qué habría matadoa uno de sus hombres?

—Sólo tenemos tu palabra paracreer eso —susurró Penteo. Su lanzabajó ligeramente cuando se dirigió aTirteo, quien, estaba claro, era elcabecilla—. Te digo que lo conozco. Ytú también lo recordarías si hubiesesvisto ese pelo que tiene, por no hablar

de eso que lleva al cuello. Me acuerdodel día en que llegaron. Era como unhijo para Flaco y, cuando losmercenarios traídos de tierra firmehacían el trabajo sucio, cabalgaba juntoa él por todas partes, presumiendo deesa águila de oro y de su cuerpo bienalimentado, mientras mujeres y niñosmorían de hambre.

Tirteo miró a Áquila de manerainquisitiva y el chico le devolvió lamirada, mientras formaba en su mentelas palabras que necesitaría parasalvarse. Foebe sólo le había enseñadoun poquito de griego, que no bastabapara explicar la impresión que tenía:

que probablemente parte de la ira dePenteo se componía tanto de celos comode privaciones, y la manera en quemiraba al talismán del águila estabaclaramente bañada en codicia.

—Dice la verdad. Yo estaba muycerca de Flaco por motivos que notendría mucho sentido explicar —levantó una mano hacia Gadoric, quetodavía se esforzaba por seguir laconversación—, pero estaba más cercade este hombre, que me ayudó a crecerdespués de que mi padre se marchara ala guerra. Cuando lo vi atado a unaestaca y oí cuál sería su destino, no pudedejar que muriese.

Penteo pinchó con su lanza elestómago de Áquila.

—No confíes en él, Tirteo. Déjamematarlo.

—No confío en él —replicó elhombre más alto—, pero ni mecomportaré como nuestros antiguosamos ni lo condenaré porque sí.

—No estoy en situación de ofrecerconsejos, pero Flaco y sus hombresvienen hacia aquí siguiendo nuestrorastro. Todo lo que he conseguido esponerlos en guardia, lo que losretrasará, pero estará aquí antes de quecaiga la noche. O tenéis hombressuficientes para aguantar aquí y

combatirlos, o tenéis que huir.—Los hombres que tengamos es

asunto nuestro. Átalo, Penteo.El ex esclavo sonrió, soltó su lanza y

se apresuró a obedecer. Tirteo avanzó yse dirigió a los otros dos, al tiempo queseñalaba con la mano las marcas deheridas recientes.

—De todas formas, vosotros soisbienvenidos. Vuestras cicatrices son lainsignia de nuestra tribu.

—Yo mismo me encargaré de ti —murmuró Penteo al apretar la cuerda quemantenía juntos los brazos de Áquila.Después agarró el águila que colgaba dela cadena y tiró de la cabeza de Áquila

hacia delante hasta que sus narices casise tocaron—. Perdí una mujer y dosniños en vuestro grupo. He soñado conmatar a Flaco desde entonces, pero túocuparás su lugar. Una cosa sí teprometo, y es una muerte lenta.

Tirteo volvió hacia atrás conGadoric e Hipólitas tomados del brazo.

—Penteo, ayuda a estos dos a subira los caballos.

—¿Y él?—Está bien alimentado. El cabrón

puede andar.Marcelo leía el informe mientras su

padre lo observaba. Ahora se habíanvuelto más parecidos, no es que el

carácter de Lucio se hubiera suavizado,sino tan sólo que su hijo había maduradodemasiado para ser tratado como uncrío.

—Mi primera impresión es queSilvano exagera —Lucio asintió altiempo que Marcelo continuaba—. Esevidente que tiene que pagar para quesus auxiliares acudan, pero enviar tropasa Sicilia sería una carga para el Estado.¿Qué beneficio saca él?

—Me atrevería a decir que ha hechouna buena cantidad con su posición degobernante, pero dudo que sea excesiva.

—¿Qué cantidad sería excesiva?—Dos millones de sestercios al año.

Lo que debería rendirle su gobierno esla mitad de eso.

—¿Cómo podemos saber cuánto estáobteniendo?

—Por los lamentos de los isleños.Si estuviera esquilmándolos, tendríamosun caudal continuo de quejas.

—Pero, ¿existe la posibilidad deque su petición esté provocada portemores justificados más que porcualquier disminución que puedasuponer para sus ingresos?

—No es algo infrecuente que losesclavos huyan —dijo Lucio.

Marcelo levantó el rollo y lo agitó.—Que es justo lo que sucede, un par

de cientos de esclavos se internaron enlas colinas, y tienen que robar cereal yganado para sobrevivir. Eso esbandolerismo. Creo que se dará cuentade que tiene hombres más quesuficientes para esa incursión por lasmontañas que ha planeado.

Lucio sonrió y mostró que estaba deacuerdo.

—De cualquier forma, yo tendríaserias dudas a la hora de exponer la ideaante el Senado. Nunca están dispuestos agastar el dinero público, por lo que laidea de enviar soldados a Sicilia nosería bien recibida.

Marcelo dejó el rollo sobre el

escritorio de Lucio.—¿Tengo libertad para retirarme

ya?—Sí, pero llévale el rollo a mi

administrador. Este es el segundoinforme que nos ha enviado Silvanosobre el mismo asunto. Quiero que lolleve a casa de Quinto Cornelio.Veamos qué opinión tiene él.

—¿No sería más fácil decirlesimplemente lo que tú piensas?

Lucio hizo un brusco movimiento decabeza hacia su hijo.

—Esto ya se envió a los cónsules,así que requerirá un debate y será élquien proponga la respuesta a la cámara.

Dejemos que sea él mismo quien decida.Marcelo recorrió la casa, pues

incluso después de esta sesión con supadre, aún se resentía por la manera enque Valeria lo había humillado. Lamirada que había recibido al llegar conretraso, limpio y bien vestido, estaballena de altanería. Cneo Calvino,vestido aún con su blusón lleno demugre, había sacado provecho, aunquehabía cierta duda en cuanto a su nivel deagradecimiento. Por lo que Marcelosabía, al otro ni siquiera le gustaban laschicas, si bien ella lo había tratadocomo a un heroico pretendiente, todocon el propósito de enfurecerlo a él. Le

dolía aún más que Cneo hubiese entradoen el espíritu de las cosas, queexagerase ante Valeria y que incluso lasuperase en sus revoloteos de poéticashipérboles. Toda la amabilidad de suamigo se había evaporado cuando seretaron el uno al otro, en coplillasrimadas, hasta grados cada vez máscrecientes de ensañamiento. Juró quehabía terminado con los juegos deValeria, nunca más permitiría a aquellachica que lo hiciera sentirse celoso.

La habitación estaba oscura, y asíera como a él le gustaba, no quería ver aSosia en absoluto. Por supuesto, ellaestaba allí como siempre, y el catre

crujió cuando él se arrodilló junto aella. La fresca piel que tocaba era, en suimaginación, romana, igual que lo era elcabello cuando él levantó la cabeza deella de la cama. Los labios, incluso laresistencia que mostraban, eran laaversión de una dama de noble cuna,pero ella sucumbió cuando él embistiócon sus caderas hacia delante, y, en sumente, se apagó aquella voz repetitiva yburlona.

Capítulo Diecisiete

Puede que los esclavos fugadosconociesen las montañas que les dabancobijo, pero por desgracia parecíancarecer de las destrezas necesarias paraescapar de una persecución. Dado sunúmero, el rastro que iban dejando eratan evidente que rozaba el ridículo, y lospocos intentos de sugerir algo que hizosu prisionero fueron atajados por elcetrino Penteo con el extremo de sulanza. Áquila, que intentaba averiguartodo lo que pudiera sobre sus captores,

investigaba con cuidado, consciente deque cualquier pregunta directa alcabecilla, Tirteo, no sería contestada.Pero, mientras avanzaban torpementepor los caminos de aquella pedregosamontaña, tuvo tiempo para unacercamiento indirecto, y así descubrióque aquel trío nada tenía que ver con elataque reciente que Flaco y él habíansufrido. Por aquello y por otros indicios,dedujo que los esclavos vivían engrupos fragmentados: no eran la bandaorganizada y dedicada al pillaje queimaginaba Barbino.

La partida se detuvo cuando se pusoel sol y, como le permitieron descansar

junto a Gadoric, pudo explicarle todo loque había sucedido desde la última vezque se habían visto. Consiguió ademássu apoyo, pues sabía que tenía quepersuadir a sus captores de que, sicontinuaban de aquella manera, Flacolos atraparía al día siguiente y todosellos morirían, así que Gadoric llamó aTirteo y Penteo vino detrás. La lunahacía que el cabello de este último separeciera a la plata, como la cabeza dealgún viejo entrañable, impresión queenseguida borraba su áspera voz.

—Ese se queda atado. ¡No meimporta lo que diga nadie! —acompañóaquellas palabras con una mirada hacia

Tirteo.Fue Gadoric quien replicó.—No necesita que lo desates. Todo

lo que os pido es que sigáis los consejosque vamos a daros.

Tirteo se rascó pensativo su narizganchuda. Tenía que haber adivinadoque, débil como estaba, Gadoric dejaríaque Áquila lo explicara todo. Parecíaque, desde luego, Penteo lo habíasupuesto, pues se apresuró a mover sucabeza en desaprobación. El cabecillaobservó al muchacho de cerca,impresionado por la madurez y laseguridad que eran tan evidentes enalguien tan joven.

—¿Se me permite una pregunta? —dijo Áquila. Penteo volvió a respondernegativamente con la cabeza, peroTirteo asintió—. Supongo quenormalmente los soldados no semolestan en internarse en las montañaspara perseguiros —otro bruscoasentimiento—. No quiero faltar alrespeto cuando digo que no piensan quemerezcáis el esfuerzo. ¿Qué es unpuñado de esclavos que subsisten conesfuerzo en las colinas, para hombresque lo tienen todo?

—Algún día se lo demostraremos —soltó Penteo al tiempo que empuñaba lalanza.

—Hay quienes ya lo hacen. Hanempezado a atacar las granjas alejadas ya robar o destruir las cosechas. Elgobernador y los propietarios estánpreparando una fuerte batida a través delas montañas para capturarlos.

—¡Nosotros no hemos hecho nadade eso! —dijo el griego. Áquila señalólos sacos de cereal que llevaban yTirteo respondió la pregunta implícita—. Es una miseria y siempre nos laapropiamos lejos de nuestra base.

Áquila sonrió.—Eso no os salvará. Ni siquiera

supondrá una diferencia. A este paso,Flaco nos cogerá a todos mañana.

—Abandonará —dijo Penteo.—No te persigue a ti, idiota. Me

persigue a mí.Ahora fue el turno de sonreír para

Penteo.—Entonces, ¿por qué no te atamos a

un árbol para que pueda encontrarte?—¡No!Gadoric se incorporó con cierta

dificultad y su único ojo brillaba de ira.Por un rato, Tirteo miró con dureza

tanto a Gadoric como a Áquila. Podíadejarlos a todos, dado que era el avancede aquellos hombres enfermos lo queaminoraba su marcha, pero ningúnesclavo huido podía hacer más que

ayudar a un igual, y en evidentereconocimiento del cambio de estatus deÁquila, le dirigió su pregunta a él.

—¿Y qué sugieres?El muchacho no dudó. Pese a su

corta edad, sabía con exactitud lo quepensaba que debían hacer.

—Primero, no podemos permitirnosparar por la noche. Debemos seguir.

—Tus amigos no parecen estarpreparados.

Áquila se encogió de hombros.—Tendrán que estarlo. Ninguno de

nosotros sobrevivirá si no.Tirteo no contestó durante un buen

rato, mientras todos los demás

permanecían en silencio en espera deuna respuesta.

—Desátalo, Penteo —el otrohombre, más joven, abrió la boca paraprotestar, pero no tuvo oportunidad dehablar—. ¡Hazlo!

La noche parecía interminable segúnse internaban más y más entre lasmontañas, a veces iluminados por laluna, pero con más frecuencia en unaoscuridad total. Áquila empleó todas lashabilidades que le había enseñadoGadoric y dejaba pistas falsas parafrustrar a Flaco y a sus soldados, altiempo que desdibujó el rastro hacia suverdadero destino, al usar una rama con

sus hojas atada al último caballo,cuando llegaron a los caminos.Siguieron en movimiento durante todo eldía siguiente y Tirteo daba a Áquilaindicaciones generales de la direcciónen que tenían que marchar. No engañó almuchacho, que supo que su guía estabahaciendo que dieran un amplio rodeo, ala vez que evitaban su auténtico destinohasta que estuviera más seguro de susacompañantes.

Hacia el sur, ahora que ya habíanascendido lo suficiente, el humo delvolcán Etna, que aparecía cada vez queentraban en una zona despejada deárboles, actuaba como fulcro de su ruta.

Hicieron continuos desvíos dentro delos bosques al cruzar de una pista a lasiguiente, y aprovechaban cada corrientede agua, cada roca y cada pendientepedregosa. Después de dos días, Áquilay Tirteo, que retrocedían para controlarel avance de sus perseguidores mientraslos otros descansaban, pudieroninformarles de que Flaco se habíarendido y había dado la vuelta haciaMesana.

Por fin Tirteo los guió por el caminodirecto y, usando los picos másprominentes y la posición del sol paraorientarse, Áquila supo que, tras unaligera caminata hacia el este, habían

girado hacia el norte en la línea decolinas que lindaba con la granja deFlaco en el interior. Sabía también, puesse lo habían contado a menudo, quePenteo había escapado de allí, pues erael lugar donde había trabajadoduramente con su familia antes de lallegada de Flaco y su nuevo régimen deasesinatos. La venganza por lo que habíasucedido entonces consumía a aquelhombre, que no dejaba de hablar de lasuerte de sus seres queridos. Laspalabras hacían que Áquila pensara enla dulce y amable Foebe y en el resto demercenarios de Flaco, que eran de todomenos eso. La echaba de menos más que

a ellos, aunque había convivido conaquellos hombres cerca de dos años,había comido con ellos, había bebidocon ellos y había sido entrenado porellos para luchar. Eran crueles, perotambién lo era el mundo, y a pesar detodas las letanías de Penteo sobre losabusos cometidos contra los esclavos,Áquila no podía condenarlos.

Los últimos dos días habían sidomás duros para Hipólitas que paraGadoric, que era un espécimen conmucha más fuerza física. Hipólitas habíapasado los últimos tres días atado a lasilla, y su rostro se iba volviendo cadavez más gris. Estaba demasiado

exhausto para mostrar cualquier aliviocuando por fin llegaron al pequeñoasentamiento de Tirteo: seis chozas demimbre mal construidas junto a unarroyo en un baldío valle montaña arribaque hizo que Áquila mirase sorprendidoa su alrededor. El suelo era pedregoso yárido, difícil de arar y del que casi eraimposible obtener alimento; además, lahierba era escasa y no proporcionabaapenas pasto. No le extrañó que tuvieranque robar el grano. ¿Cómo sobrevivíaaquella gente en semejante lugar, enespecial en invierno? Cuando vio a lospobladores, hombres escuálidos,mujeres esqueléticas y niños de piernas

arqueadas, supo que no podrían.Los tres recién llegados fueron

cobijados en la choza más ruinosa, que,en apariencia, había pertenecido a unfugitivo que había fracasado al intentarsobrevivir en aquel árido paisaje.Áquila atendía a los dos hombres y,cuando le devolvieron las armas y ledieron permiso para buscar comida, fuecapaz de aumentar la dieta de todo elasentamiento. Gadoric se restableciódeprisa, y pronto estuvo listo para unirsea él. Hablaban mientras cazaban. Elcelta no se mostró sorprendido cuandoel muchacho le contó que Clodio yFúlmina no fueron sus verdaderos

padres; a la vez, el águila que llevaba alcuello lo fascinaba. Interrogó a Áquilacon detenimiento, y parecía frustradocuando el joven era incapaz de arrojarninguna luz sobre su procedencia. Confrecuencia la tomaba en la palma de sumano para examinarla con minuciosidad.

—Hubo un tiempo en que cadacolgante tenía un significado especial,una historia propia. Pero, ¡esta…!

—Tenía un significado —dijoÁquila apenado.

Pensaba en el día en que habíapuesto por primera vez lo ojos sobreella. El celta asintió con mirada lúgubre,y también él se acordó de Minca

mientras daba la vuelta al colgante.Gadoric era un alma supersticiosa yestaba convencido de que podía sentirun extraño poder que emanaba delobjeto que tenía en la mano. Áquilatambién lo había sentido desde el primermomento en que lo llevó puesto, peroera reacio a admitirlo, incluso antealguien tan próximo. Aquello implicaríaexplicar los sueños de Fúlmina, asícomo las profecías de Crisia, aquellavieja bruja. No es que Gadoric fuese areírse en su cara por creer en semejantescuentos, sino más bien lo contrario: elcelta creería cada palabra que él dijera,pero su joven amigo no quería especular

sobre la naturaleza de los sueños y laadivinación. Ya había tenido demasiadode eso. Si Gadoric pudiera haberle dadoalgún tipo de respuesta, alguna clave,quizá sobre cuál era su procedencia, lehabría ayudado. Estaba claro su origencelta y era obvio que estaba relacionadocon su parentesco, pero Gadoric nopodía ayudarle, así que Áquila lorecogió y se lo colocó alrededor delcuello, tras decidir que un cambio detema sería bienvenido.

—¿Cómo es que acabaste atado aesa estaca? Nunca me lo has contado.

Gadoric era un buen contador dehistorias, y esta no fue una excepción.

Mientras trabajaba con Hipólitas, habíaintentado organizar una huida en masa,después de dos años de sobrevivir,medio muertos de hambre y azotadoscon regularidad, en los muelles de cargade Mesana. Él y otros cabecillas habíansido traicionados. Hipólitas, el otroúnico superviviente y, según testimoniode Gadoric, el verdadero motor de laintentona, había sido esclavo familiar; asu amo le había disgustado tanto quefuera adepto de la magia, que lo habíaenviado a los muelles en lugar devenderlo.

—No tienes ni idea de lo valienteque es este tipo —dijo Gadoric—, o

cómo puede inspirar a los hombres. Hepasado media vida como guerrero.Hipólitas no ha blandido una espada ensu vida, pero nunca cupo duda sobre aquién seguirían los otros. Él tiene el dony sabe encontrar las palabras que toquenel corazón de un hombre y lo muevan arealizar grandes hazañas.

—Vamos a tener que movernospronto —Áquila había dicho aquellocon tanta frecuencia que no podíaeliminar el tono petulante de su voz.

—Un par de días más puede suponeruna gran diferencia.

Gadoric hablaba de la salud deHipólitas; Áquila pensaba en el

gobernador y su milicia, en un Flaco aúnenfurecido y sus hombres, enmovimiento por aquellas mismascolinas. El tono de petulancia seconvirtió en uno de ira.

—Eso es muy cierto. Podrían vernosa todos muertos.

—No se moverán tan deprisa —dijoGadoric con desdén.

Áquila frunció el ceño, bienconsciente de una cosa: sólo Gadorictenía alguna posibilidad de convencer aTirteo para que abandonaran sus chozasy fueran hacia el sur. Cualquier cosa queél propusiera sería objeto de las burlasde Penteo.

—Aquí hay mujeres y niños. Si losguiamos nosotros, no tendrán quemoverse demasiado deprisa paracapturarnos.

Gadoric tiró en redondo de lacabeza del caballo para encararse con elchico.

—¿Y si te digo que deberíamosquedarnos y luchar?

Áquila miró hacia el asentamiento,que quedaba detrás, de manera muyexpresiva, a pesar de que quedaba fuerade su vista.

—Te contestaría que la malaexperiencia te ha trastornado.

—No es eso, Áquila. Hay otros

fugitivos en estas montañas. Sipudiéramos reunirlos…

—¿También es idea de Hipólitas?Gadoric sonrió al tiempo que asentía

lentamente.—Siempre has tenido cabeza, pero

piénsalo. Si huimos, ¿quéconseguiremos? Tirteo y quienesdependen de él cambiarán un árido vallepor otro. No son cazadores ni guerrerosy este terreno no les dará de comer. Conel tiempo, morirán o se verán forzados arendirse. Pero, ¿y si nos asentamos eintentamos trabajar esta tierra? No soygranjero ni tampoco lo es Hipólitas,pero ¿y tú?

—Si pudiéramos regresar a tierrafirme…

Era este un pensamiento que Áquilahabía albergado desde el momento enque llegaron, y que se había reservadopara sí hasta ahora. Pese a lo poco quele quedaba allí, representaba su hogar.

—Quizá tú pudieras hacerlo. Yo notengo ganas de volver a poner nunca unpie en Italia.

—Hay otros lugares, Gadoric.—Y, ¿qué hago? Yo, un esclavo

marcado, ¿me presento al capitán dealgún barco y le pido pasaje? —los dossabían que un esclavo fugitivo no teníaelección. Tendría suerte si lo devolvían

a trabajar a los campos, pues su destinomás probable sería la muerte en losremos de una galera. El antiguo pastorsiguió hablando con seriedad—. Áquila,tú eres un romano nacido en libertad.Hipólitas y yo también nacimos libres.Queremos volver a ser libres.

Áquila abrió la boca para hablar,pero no tenía palabras que decir, así quebajó la barbilla hasta el pecho en unsilencio embarazoso. Gadoric nuncapodría ser libre en territorio romano, amenos que Barbino se lo diera a él, unaperspectiva a todas luces imposible.Sabía que el hombre lo estaba mirandocon aquel único ojo azul, como si

esperase a que él sacara una conclusiónobvia.

—Hay un camino, chico —dijoesperanzado.

—¿Contra Roma?—Habla con Hipólitas. Él tiene el

poder de ver el futuro. La noche pasada,mientras hablábamos, me habló de suvisión. De un ejército de esclavos quehacía temblar a Roma…

Áquila no supo qué le hizo agarrarsu colgante al contestar, pero eso hizo, yde alguna manera le dio la confianza quenecesitaba para cuestionar unaafirmación tan absurda.

—¿Confías en las visiones?

—Con toda mi alma —replicóGadoric, sin darse cuenta de que elmuchacho también se dirigía la preguntaa sí mismo. En su rostro se marcó talnivel de sobresalto que cualquierahubiera interpretado lo contrario—.¿Cómo nos hablarían los dioses si no?

—¿Los dioses nos hablan?—El día que llegaste a nuestro lado,

Áquila, cuando estábamos atados aaquellas estacas, Hipólitas había dichoque vendrías.

Apretó con más fuerza el colgante.—¿Yo?—Tú no, pero habló del rescate. Yo

pensé que eran las palabras de un

hombre desesperado, pero antes de quese pusiera el sol, levanté la vista paraverte a ti. Después de algo así, ¿cómopuedo dudar de él?

—Puede que tengas razón, Gadoric.Puede que los dioses sí nos hablen,aunque me pregunto si dicen siempre laverdad.

—Nos hablan en acertijos, Áquila,pero los hombres como Hipólitaspueden ver el auténtico significado.

—¿Siempre?Gadoric sonrió.—No siempre, pues de otra forma él

hubiera sabido que íbamos a sertraicionados.

—¿Y si se equivoca de nuevo?—Te dirá lo que yo te diría: que

para nosotros es mejor morir que seresclavos.

—Si luchas contra Roma, con todaseguridad morirás.

Gadoric rio como solía hacercuando cazaban juntos en los bosques desu hogar.

—Podríamos vencer.Áquila echó la cabeza hacia atrás y

también rio, pero no era la suya una risade alegría, sino más bien una carcajadaburlona.

—Tenía yo razón, tu malaexperiencia te ha trastornado.

Había algo en Hipólitas que hacíacasi imposible cualquier desacuerdo.Cuando no estaba presente, era fácildecir que era un soñador y, muyposiblemente, un charlatán, con sushechizos y pócimas, pero una vez queempezaba a hablar, reducía todo a ideastan simples que las dificultadesinherentes a la solución parecíandisminuir también.

—Hay diez veces más esclavos en laisla que romanos.

—Y los sicilianos…—¡Los odian tanto como nosotros!Áquila interrumpió.—No lucharán contra Roma. ¡No

pueden!—No queremos que luchen.

Queremos que se mantengan aparte.Su voz era suave y convincente, y

sus ojos, grandes e imperturbables. Sucabeza estaba calva por naturaleza, y nocomo Áquila había supuesto alprincipio, porque lo hubieran afeitado.Una gran nariz y un mentón prominentedominaban su rostro alargado, y susmanos, de dedos largos y huesudos, quenunca se estaban quietos, parecían darpases mágicos mientras hablaba. Áquilahabía descubierto que era natural dePalmira, en Siria, si bien no tenía la másremota idea de dónde estaba el lugar.

—Estas colinas están llenas dehombres, todos ellos fugitivos y todos enpequeños grupos, que se pueden destruircon facilidad. He mirado el futuro. Loshe visto unidos.

—¿Con o sin armas?Hipólitas ignoró el tono escéptico de

Áquila.—Las armas se pueden fabricar o,

mejor aún, robar, y se puede entrenar aesos hombres en su uso. Y lo mismo conla comida para mantenerlos. Las granjasestán repletas y, en lugar de quedarnosquietos a la espera de que nos ataquengrupo a grupo, ¿por qué noemprendemos una ofensiva? —sus

dedos se disparaban en todasdirecciones, como si la isla enteraestuviera representada en la tierraapisonada de la choza—. Primero aquí,después allá, siempre en movimiento deun sitio a otro de las montañas, y cadaesclavo que liberemos será un soldadoen el combate.

—Roma no se quedará quieta —dijoÁquila, al tiempo que se inclinaba haciadelante para dejar claro su punto devista—. Algún día os enfrentaréis a unejército.

Sus ojos relucieron y sus dedos seunieron delante de ellos.

—Algún día seremos un ejército.

Su mano salió disparada y agarró eláguila dorada que se balanceabalibremente.

—Hay poder aquí, puedo sentirlo.Quizá algún día, Áquila, pida a losespíritus que me cuenten de dónde viene,porque puedo ver el pasado igual que elfuturo.

—¿Crees que está loco? —Áquilaasintió mientras Gadoric le ponía lamano en el hombro—. Y aún así irás conél.

—Dices que no tienes futuro,Gadoric, sólo el de un esclavo. Yo notengo ni eso. Ya no soy un romano libre.Estoy fuera de la ley desde el día en que

te liberé.—Entonces, ¿te unirás a Hipólitas y

a mí?Con el corazón apesadumbrado,

Áquila se giró y se enfrentó a su amigo.—Hay sólo una cosa que tengo que

decirte, algo que debes contarle aHipólitas. No podéis vencer, pero meuniré a vosotros, incluso aunque searomano.

—¿Por qué razón?Había pensado largo y tendido, y por

primera vez se sentía un hombre deltodo adulto que tenía que tomar suspropias decisiones. El proceso y laconclusión fueron igual de incómodos, y

conocía las palabras que quería decirigual que sabía que nunca las diría.¿Cómo podría decirle a Gadoric que loquería, que era la única familia quetenía? Pese a todo lo que habíadescubierto y presenciado, no podíaculpar a Flaco y a sus mercenarios, ni aRoma. Miró a Gadoric condetenimiento. Probablemente el celtapensaría que su único interés era laesperanza de que Hipólitas dijera laverdad; que pudiera, mediante sushechizos y encantamientos, ver elpasado igual que veía el futuro; quealgún día orientara a Áquila hacia elcamino para encontrar a sus verdaderos

padres.Después estaba Foebe, que aún era

una esclava y estaba en manos de unhombre que se había convertido en suenemigo. No podía admitir que echabade menos su compañía, por la sensaciónde que su amigo se reiría de él. Muy ensu interior, sabía que tenía algo que vercon su propio destino, sin estar seguroen absoluto de cuál era ese destino. Nopodía decir estas palabras, inclusoaunque Gadoric, con su fe en los dioses,fuese a tragárselas del todo, así que diouna respuesta que agradase al celta sinaclarárselo.

—Desde aquella vez que me

enseñaste a arrojar una lanza, siempreme ha parecido que todo lo que he hechoha sido planeado para prepararme parala guerra —miró directamente a aquelúnico ojo, azul e imperturbable—. ¿Mecreerías si te digo que no puedoresistirme a un combate?

Capítulo Dieciocho

Cuando Flaco se despertó, estabatodavía muy borracho; lo había estadodesde su regreso de Mesana, pues eracapaz de recodar todas las palabras dela reprimenda a voces que habíarecibido de su jefe, que había decididoreprenderle delante de todo el grupo decapataces, añadiendo así la humillaciónal rapapolvo. Nadie se había dirigido aél así desde que era un soldado raso, ycomo Barbino tenía en sus manosdespedirlo de su granja, devolverlo de

golpe a una vida de relativa privación,había tenido que permanecer en silencioy tragar todo aquello. Su humillantedisculpa, además del juramento de matara Áquila, había contenido la corriente deinsultos, así como había eliminado laamenaza a su prosperidad.

El sonido de alguien que vomitabajunto a su ventana le puso aún másfurioso, pues se dio cuenta de que habíasido aquel ruido lo que lo habíadespertado. El viejo centurión selevantó de su camastro y fuetambaleándose hasta la ventana,mientras insultaba a gritos al culpable.Al asomar su cabeza al aire fresco de la

mañana, Foebe giró en redondo paramirarlo y se llevó la manoautomáticamente a los labios paralimpiarse los restos del vómito. ParaFlaco, su rostro fue como un trapo rojopara un toro.

—Tú —gruñó.—Lo siento, amo —replicó Foebe

deprisa. La chica había hecho todo loque estaba en sus manos parapermanecer fuera de su camino desdeque Flaco había regresado solo. Noestaba segura de lo que había ocurrido,pero como este había enviado fuera atodos sus mercenarios, tras ordenarles agritos que encontraran y mataran a su

hombre, no cabía duda de que Áquila noregresaría. Intentó alejarse, pero unaorden brusca de Flaco la detuvo.

—Entra aquí, chica. Quiero tenerunas palabras contigo.

Se hablaba a sí mismo cuando ellaentró en su habitación, retrucando en vozbaja sobre la traición mientras su manofrotaba con furia su entrepierna. Foebepermaneció sumisa ante él, con laesperanza de que esa actitud calmara sutemperamento. Fracasó: de pronto,Flaco levantó una mano y la agarró delpelo, y ella gritó dolorida mientras éltiraba de ella, la obligaba a ponerse derodillas y después tiraba de su cabeza

hacia atrás para que se viera obligada amirarle a la cara.

—¿Sabes lo que me ha hecho esemuchacho, chica? ¿Lo sabes? —sualiento apestaba a vino agrio y susescupitajos ya estaban fríos cuando seposaron en el rostro de ella—. Me hatraicionado, eso es lo que ha hecho. Hatraicionado al hombre que lo salvó.

—¡Por favor!Sus palabras débiles y lastimeras no

hicieron nada para tranquilizar a Flaco.En todo caso, lo enardecieron.

—Por favor, chica. Eso es lo quehiciste. Le diste placer a ese mocosoingrato a mi costa y él fue blando

contigo.Flaco empujó la cabeza de ella hacia

su entrepierna y apretó su rostro contrasu sudada ropa interior de cuero.

—Hay que pagar un precio, chica, ycomo tu héroe no está aquí para escupir,puede que tengas que hacerlo tú en sulugar. Debería hacer que mis hombres sedesquitaran contigo, que te montaranhasta que sangrases. Puede que entoncesel joven Áquila acuda a galope pararescatarte.

Tras quitarse la parte baja de susropas, el capataz empujaba una y otravez la cabeza de la chica contra suentrepierna, pero había estado bebiendo

durante días, y ningún esfuerzo deconcentración ni imágenes vívidaspodían ayudarle. Ni siquiera aunque ellahubiera estado dispuesta habría podidoél, pues el efecto del vino le habíarobado la capacidad de hacer lo quequería hacer, así que descargó su rabiaen el cuerpo de la joven. De repente sedetuvo al recordar que ella lo habíadespertado al ponerse enferma al otrolado de su ventana, y volvió a tirar haciaatrás de su cabeza, de forma que pudieraver su rostro bañado en lágrimas.

—Estás preñada, ¿verdad? —Flacoaún mantenía agarrado con fuerza sucabellos, así que ella sólo pudo asentir

con cierta dificultad—. Tiene que ser deÁquila. Hace meses que no te acercas aotro.

El terror en los ojos de la chica lehizo reír con un sonido horrible que hizoque ella empezara a estremecerse demiedo, pero él dejó de reír. En laimaginación borracha de Flaco, estabade vuelta en aquel barranco de lamontaña con una flecha apuntando a sucorazón. Áquila había podido matarlo, ydebería haberlo hecho. El viejocenturión sabía bien lo bueno que era,había visto cómo mató a Toger con unalanza. Sabía que si el chico hubieradisparado directamente, no hubiera

podido errar, pero Áquila había dudadoy, después, había apuntado a otrapersona, mientras perdonaba adrede lavida a Flaco.

—Es difícil matar así a alguien —masculló, al tiempo que miraba a travésde la ventana hacia el cielo, y soltó elcabello de la chica al hablar, así queella quedó acurrucada a sus pies. Al nosaber de qué estaba hablando, Foebe nodijo nada—. Los dioses podríanfulminar a un hombre por un actosemejante.

Flaco volvió a bajar la vista haciaella.

—Tengo que matarlo, chica. Ha

hecho que quede como un idiota, peropuedo perdonar a su mocoso; una vida acambio de otra, eso aplacará a losdioses.

Foebe no dio a Flaco ningunaoportunidad de cambiar de idea, salió encuanto hubo reunido sus pocasposesiones y se aferró a lasinstrucciones del viejo centurión para elvendedor de esclavos de que la aceptaraa cambio de un par de manos paratrabajar los campos. Flaco vio cómo semarchaba; después, vació el contenidode su copa, que había pasado la nochejunto a él, sobre la negra tierra.

—Ya no es tiempo de beber —se

dijo—. Hay que ganar dinero.Áquila y Gadoric pasaron las dos

semanas siguientes sobre sus sillas demontar, recorriendo las montañas enbusca de esclavos fugitivos. Encontrarona muchos que hicieron caso de suconsejo y huyeron, pero pocos quisieronquedarse y luchar, pues ellos carecíande la capacidad de persuasión quepermitía a Hipólitas exaltar laimaginación de las personas. Fue él, queaún estaba bastante enfermo, quienpropuso la solución. En vez de decirlesque se quedaran y lucharan, les pedíaque se abrieran camino hasta un vallealto cerca del humeante monte Etna, que

se asentaran allí y prestaran atención. Sipodía persuadirlos, se quedarían; si no,entonces tendrían tiempo suficiente paraalejarse de la avanzadilla de represaliasromanas.

Después, pese a los ruegos deGadoric para que hiciera lo contrario,anunció que debía dejar el campamento.Hipólitas insistió en montar él mismo acaballo con idéntica determinación quehabía dedicado al contarles quenecesitaba internarse él solo en lascolinas, y rechazó cualquier sugerenciade que alguien debiera acompañarle,mientras prometía permanecer fuera nomás de dos días, al tiempo que le pedía

a Tirteo que levantara el campamento yestuviera preparado para moverse encuanto él regresara.

—Tengo que estar solo. Sóloentonces puedo invocar a los espíritusde los muertos para que me muestren elcamino —acompañó aquellas palabrascon una mirada fija que hizo que hasta suseguidor más incondicional temblara demiedo—. Aquí hay demasiadas dudaspara ver con claridad, pero solo bajo lasestrellas, sé que oiré a los dioses. Ellosdirán lo que se debe hacer.

Todos miraban ansiosos cómo semecía su figura en la silla según sealejaba, y al menos un par de ojos

permaneció fijo en aquel punto lossiguientes dos días, hasta que, con lapuesta de sol, Hipólitas, aún másdemacrado, pero con paso más firmeque cuando se había marchado, volviócabalgando al campamento.

—Los augurios son buenos —dijomientras se reunían todos a su alrededor—. Los dioses me han dado un mensajeclaro. Será duro y habrá pérdidas, perosi tenemos fe, podemos vencer.

Quienes habían aceptado lainvitación y se congregaron en torno almonte Etna debían de habersepreguntado si el olor a sulfuro queimpregnaba el aire, presagiaba una

muerte horrible. No todos habíanacudido, y de hecho en total eran menosde un tercio de aquellos a los queGadoric y Áquila habían convocado,aunque el griego, que fue llevado allugar en una parihuela, cambió bastanteante la visión de la variopinta asamblea.Se levantó para hablar y despreciócualquier intento de ayudarle; parecíasacar fuerzas del simple acto dedirigirse a una multitud. Al tiempo quecaminaba detrás del fuego, encendido amodo de baliza, pero que ya no era másque unas brasas incandescentes, levantólos brazos y de inmediato todos lospresentes quedaron en silencio.

—Camaradas esclavos —gritó. Suvoz, con una extraña y hueca sonoridad,levantó eco en las colinas que losrodeaban—. Mirémonos, vestidos conharapos y medio muertos de hambre. Mepregunto cuánto os reiríais de mí si osllamara héroes rivales de Heracles.

Aquella asociación con el nombredel guerrero más poderoso entre losgriegos les hizo reír, nerviosos alprincipio, después más alto, mientrassus costillas se estremecían paraestimular su regocijo, hasta que elsonido invadió la improvisada plaza.Hipólitas dejó que se recrearan en suhumor, que funcionaba también para

calmar sus nervios, antes de volver alevantar sus brazos para ordenarsilencio.

—Pues habéis trabajado igual quetrabajó Heracles. Habéis combatido a unmonstruo mayor que cualquiera de losque él afrontó. Habéis triunfado dondegrandes reyes fracasaron —la voz bajóde tono hasta que su profundo timbreparecía rivalizar con el rugiente volcán—. Habéis desafiado el poderío deRoma.

Aquella afirmación fue seguida porun murmullo de desconcierto.

—Tenéis dudas sobre esto, ¿verdad,amigos? Aun así, estáis aquí sentados,

en estas colinas, casi libres del yugo queRoma había colocado en vuestropescuezo —calló para dejar queaquellas palabras se diluyeran antes dealzar una mano cautelosa—. Habréisnotado que he dicho «casi».

Su voz sonaba ronca, con unacalidad absorbente que les hacía atendersus palabras mientras él hablaba de lastierras que habían dejado atrás, de lasbatallas que muchos habían librado, lasderrotas sufridas y la mala situación a laque tales conflictos les habían reducido.Sus manos se movían despacio, al ritmode su voz quebrada y profunda, paraatraerlos a la red de esperanza que

estaba tejiendo. Áquila le había oídohablar antes y, a su pesar, había quedadoimpresionado, pero Hipólitas nuncahabía hablado como esta vez. Se volviópara mirar a Gadoric; el celta tenía labarbilla alta, su cabeza levantada conorgullo y su único ojo, brillante por lasexpectativas. Igual estaban los demáshombres y mujeres del gentío. Hipólitaslos conmovió hasta las lágrimasmientras resumía su propio destino, y lapérdida de su familia era un relato conel que ellos se podían identificar, puesera demasiado parecido a los de losdemás. Entonces, su voz cambió demanera abrupta, se llenó de ira mientras

el esclavo de Palmira enumeraba loscrímenes del estado romano, que loshabía dejado a ellos en manos dehombres que no se preocupaban enabsoluto de su bienestar, y menos aún desu felicidad.

—Ellos sacan sus beneficios, esossenadores de Roma, y eso les permitehacer oídos sordos. Tienen ojos paraver, pero pocos llegan a mirar. Antesque disminuir su creciente riqueza, dejanque cada hombre y cada mujer mueranen esta isla; así son estos hombres quehan conquistado medio mundo y hanexpoliado sus tesoros. Un estado que yano quiere nada nos dejará morir

derrengados por el trabajo para teneraún más.

La voz volvió a cambiar, elevándoseahora incluso más, y como si quisieradar credibilidad a sus palabras, elvolcán comenzó a rugir. Hipólitas, ahoraen trance y con los ojos vidriosos,parecía capaz de acompasar suspalabras a los sonidos de la montaña, ycada conclusión a la que llegaba, eraacompañada por una respuestasubterránea.

—Y, ¿quién tiene el coraje dedesafiarlos? No son los reyes y susejércitos. ¡Somos nosotros! ¡Esclavosdesharrapados que se atreven a decir

basta!Señaló hacia el volcán detrás de

ellos con los brazos abiertos paraabarcar a su audiencia.

—Escuchad, amigos, porque losdioses están hablándonos. Hemosopuesto resistencia al escapar, pero noes suficiente, eso es lo que dice lamontaña. ¿Qué granja iguala en guardiasa los hombres que nos hemos reunidoaquí?

Hubo un sonoro estruendo y una grannube sulfurosa emergió del volcáncuando el Etna eructó. Hipólitas alzóuna mano de golpe y su voz igualó aquelrugido.

—Ese es el sonido de la guerra, delos dioses, que nos dicen que tomemoslo que es nuestro, la comida quecultivamos y el suelo que aramos. Losdioses ordenan que nos unamos, queataquemos las granjas una a una yliberemos a nuestros camaradas ensufrimiento —bajó la voz hasta ser unsusurro, lo que hizo que su embelesadaaudiencia se inclinara hacia delante paraoír sus palabras—. Me interné yo soloen tierras salvajes para hablar con losespíritus. Tuve una visión, amigos, y vifuego.

Hipólitas parecía morderse la carainterna de las mejillas. Levantó las

manos y las juntó con una palmadadelante de su boca. Una llamarada saliódisparada de su boca y formó un arcoentre él y las brillantes ascuas. Quienesestaban más cerca de él cayeron debruces, con temor a plantearse siquierauna magia semejante. El orador volvió adar una palmada ante su boca y lallamarada murió.

—En mi sueño vi que nosotros, yano harapientos, sino alimentados yvestidos, trataríamos con Roma de iguala igual. Viviríamos en villas consirvientes que atendieran nuestrasnecesidades. Esclavos, en númerosuficiente como para hacer temblar a las

legiones, poderosamente armados,haríamos capitular al conquistador —hizo una pausa que los mantuvoexpectantes. El Etna volvió a crujir eHipólitas gritó de verdad por primeravez, sorprendiendo a todos por el poderque acarreaba su voz—. Obedeceré alos dioses igual que obedeceré mivisión. Desafiaré al poder de Roma yharé que pacten con nosotros. ¿Quién seunirá a mí?

Pasó menos de un segundo antes deque todo el semicírculo de esclavosestallase en sonoros vítores. Los pocosque tenían espadas, las blandían en elaire, mientras lanzaban gritos de guerra,

y el Etna rugió poderoso de nuevo, comopara espolearlos.

Durante la intervención de Gadoric,cejó el entusiasmo eufórico y prevalecióel sentido común. Invitado por el griegoa liderar a los esperanzados esclavos enla batalla, vertió de inmediato un jarrode agua fría sobre la excitaciónimperante. No podían combatir a losromanos tal como estaban, así quepersuadió al renuente Hipólitas paramudarse al sur del Etna hasta que labatida a través de las montañas hubierapasado.

—No estáis acostumbrados a laguerra, Hipólitas. Si permanecemos

aquí, seremos masacrados. Los romanosemplearán hombres adiestrados,nosotros no lo estamos.

Por el gesto del rostro del griego,era evidente que con su referencia a lafalta de instrucción militar de Hipólitas,el celta le había enojado. Otros,impresionados por su hechicería oporque vieron dónde estaba elverdadero poder, deseaban decirle locontrario; pero Hipólitas habíareconocido a Gadoric en público comosu comandante militar. Según dijo, lealegraría estudiar la técnica hasta sertambién diestro en la guerra.

Después de que encontraran el tercer

asentamiento abandonado, Flaco supoque los pájaros habían volado, pero nole dijo nada al comandante, pues hacerlosólo le habría traído más dolores decabeza. Áquila estaba presente cuandoBarbino había expuesto el plan para labatida en las montañas, y estaba claroque los esclavos habían seguido suconsejo y se habían alejado antes de queel gobernador, Silvano, a la cabeza desu milicia y respaldado por todos losmagistrados del norte de Sicilia,emprendiera la que ahora era ya unacampaña estéril. Barbino se habíamarchado antes de que comenzara elataque, para volver a Roma, decidido a

votar en las próximas eleccionesconsulares y a asistir a los juegosedilicios, y resuelto a asegurarle alSenado que, pese a las inquietudes devieja de Silvano, todo estaba bajocontrol en esta provincia romana.

Los juegos a los que asistió a suregreso fueron la comidilla de Romadurante años. Quinto Cornelio habíacontratado algunos animales pococorrientes antes de que los partos leofrecieran los suyos, así que tuvosobreabundancia de espectáculos queofrecer a su público, tantos que acabaríaantes el día que el entretenimiento. Suplanificación fue meticulosa, pues sabía

que la excitación del momento debíaaumentar in crescendo, hasta alcanzar elpunto álgido cuando todos sus invitadosimportantes estuvieran presentes. Entreestos, estaban incluidos los embajadorespartos, los cónsules en ejercicio y losdos cónsules electos. Recién elegidos,Servio Cepio y Livio Rutulio asumiríansus funciones al principio del año.

Rutulio ya estaba fastidiando a LucioFalerio con un permiso para llevar unalegión consular a Hispania, mientras sejactaba en voz alta de que pondría finala la guerra en la frontera y se presentaríaen el Senado con la cabeza delproblemático Breno en una bandeja de

plata. Servio Cepio, menos belicoso,sonreía apesadumbrado y recordaba aRutulio, compañero más joven que él,que nada podía hacer sin suconsentimiento y que, mientras noconocieran la opinión del Senado, no setomaría ninguna decisión. Rutulio no sehabía dejado engañar por eso, sabíaquién tenía poder y quién era débil, yhabía estado presionando tanto a Luciocomo a Quinto con mucho vigor.

Los sacerdotes hicieron su sacrificioante la ruidosa multitud y declararon eldía fasto, y Lucio, dentro de susatribuciones como presidente, declarólos juegos inaugurados. El programa

comenzó con algunos viejos favoritos(perros cazando venados y osos), antesde dar paso a uno que siemprecomplacía a la muchedumbre: un toro yun oso encadenados juntos, condenadosa luchar hasta que uno cayera muerto. Eltoro sólo tenía sus afilados cuernoscomo armas, mientras que el oso, que nose podía mover a más de un par de piesde aquellas peligrosas puntas,necesitaba tener la fuerza brutasuficiente para romper el musculosocuello del toro si quería sobrevivir. Alser animales que raras veces luchabanentre ellos, siempre había un paréntesismientras los dos se adaptaban a los poco

familiares peligros.Sus cuidadores tenían que pincharlos

y abrirles dolorosas heridas, y estasenfurecían a las bestias, a quienes no lesquedaba más alternativa que volcar surabia el uno sobre el otro. El torocorneó al oso un par de veces, al tiempoque emitía un sonido a medio caminoentre un aullido y un rugido, antes de queaquella criatura de piel negra se dieracuenta al fin de su difícil situación. Trasalzarse sobre sus patas traseras, susgrandes garras hicieron presa en loscuernos y los sujetaban con tanta fuerza,que el toro no podía mover el cuello;entonces, la fiera osuna intentó

arrancarle los ojos con sus colmillos.Los alaridos del gentío ahogaron elhorrendo bramido que produjo aquello,un sonido que se elevó hasta un nivelensordecedor cuando uno de los ojos fuearrancado junto con la mitad de la caradel animal.

Joven, esbelto y fuerte, enloquecidopor el dolor, el toro se revolvió con talpoder que se zafó del abrazo del oso.Tenía poco espacio para usar suspezuñas, pero consiguió dar una coz confuerza suficiente como para quebrar unapata trasera de su atacante. Incapaz demantenerse derecho sobre una sola pata,el oso cayó, pero se mantuvo agarrado a

los cuernos y arrastró al toro tras de sí.Aquel acto, opuesto a los esfuerzos deltoro por mantenerse levantado, retorciósu cuello y lo partió. De repente, enlugar de resistirse contra el poderosotirón, el toro quedó inerte. El oso, queaún tiraba con fuerza, cayó hacia atrás, yla criatura muerta lo siguió en su caída,de forma que uno de sus afiladoscuernos se abrió camino a través delpecho del oso en cuanto golpearon laarena ensangrentada. El animal serevolvía frenético mientras intentabaquitarse de encima el peso que lo estabaaplastando, pero semejante acción sólosirvió para acabar con su vida, pues los

cuernos del toro muerto hicieron aquelloque no habían conseguido hacer cuandoestaba vivo.

—Menudo resultado, Quinto —gritóLucio Falerio, esforzándose por hacerseoír por encima de la entusiasmadamultitud—. Los sacerdotes no mentían.Tus juegos ya serían recordados sólopor esto, incluso aunque acabaran ahora.Nunca he visto nada igual.

El público compartía su opinión ytodos los presentes se levantaron paraaplaudir al estrado. Marcelo y Tito, losinvitados favoritos, se adelantaron parafelicitarle. Lucio, como presidente,agradeció los aplausos de la multitud,

pero tuvo la precaución de que su manoseñalara hacia Quinto Cornelio, paraque así el autor de tan destacadoacontecimiento pudiera recibir sumérito. Incluso los embajadores partosse pusieron en pie para aplaudir y,ataviados como siempre, entusiasmaronaún más al gentío. Desde entonces enadelante, todo sucedió como si Quintohubiera sido bendecido por el poder delmismísimo Jupiter.

El elefante, enfrentado a cuatroleones, fue tan bravo como sólo podíaserlo una criatura de su especie, y noconforme con permanecer a ladefensiva, se decidió a atacar a sus

oponentes. Cargó por toda la arenamientras soltaba poderosos bramidos, yalcanzó a una bestia que se dejó atraparcontra la valla; después de atravesarlocomo un experto con uno de suscolmillos con punta metálica, empleó sutrompa para arrojarlo a la multitud. Laapretada audiencia se apartó como porarte de magia y la malherida criaturaaterrizó en un espacio abierto, mientrasse retorcía de dolor y rugía, pues eraevidente que su espinazo estabatronchado. Con cuidado parapermanecer lejos de sus aún poderosasfauces, la muchedumbre la emprendiócontra el animal con todo lo que tenía a

mano, y golpearon su cuerpo hasta quequedó inerte. Mientras tanto, en la arena,los demás leones habían atacado. Ahorael elefante tenía uno colgando de suoscilante trompa, mientras otro seaferraba con precariedad a su lomo, conlas garras hincadas en su carne gris, eintentaba perforar a mordiscos la gruesapiel del pescuezo para conseguirmatarlo. El tercer león, que describíacírculos por el suelo, fue tan insensatocomo para acercarse demasiado y murióaplastado como un mosquito bajo la granpata del elefante.

La bestia agitaba su trompadesesperada, en un intento de soltar al

león, que, gruñendo y desgarrando,estaba dispuesto a arrancársela,demostración de que, al final, teníacerebro. De pronto el elefante cargócontra la barrera y la balanceó de modoque empujó al animal contra laempalizada de madera, y entoncessimplemente se apoyó en ella decostado. Pudo oírse el crujir de huesospor encima de los estruendosos gritos deaprobación del gentío, acompañado deuna gran fuente de sangre cuando el leónquedó aplastado. El último oponente delelefante estaba aún sobre su lomo y, consus grandes colmillos, arrancabapedazos de los pliegues de su piel gris,

dejando al descubierto la carne y loshuesos de debajo. Su primitivo instintole decía al hambriento león que lasupervivencia estaba justo en el punto enque la cabeza del elefante se unía a sucuerpo; si rompía el delgado hueso quelos mantenía unidos, la gran bestia sederrumbaría y sería presa fácil en unposterior asalto.

Repentinamente el elefante se vinoabajo como un árbol que cae, y toda laestructura de la plaza tembló cuandoeste tocó el suelo. El león voló unosveinte pies antes de tocar el suelo y rodóotros diez antes de ponerse de nuevo enpie. El elefante estaba gravemente

herido, eso era seguro, la lentitud conque intentaba levantarse era prueba deello. El león no esperó, fue a por suoponente en cuanto pudo corriendo haciadelante para retomar el ataque sobre eldañado pescuezo. Cuando saltaba losúltimos diez pies, el elefante alzó y girósu gran testa, acto que realizó en unmovimiento pausado; el público quedóde pronto en silencio y a la expectativa.El león, comprometido, no podía hacernada. Intentó rodearlo, pero no podíaevitar el colmillo con punta metálica. Seensartó él mismo, pues su cuerpo seabalanzó con tal fuerza, que el extremodel colmillo asomó de golpe fuera de su

lomo. El elefante, claramente agotado,no hizo más; tan sólo apoyó su cabeza enel suelo, contentándose con esperar aque los últimos estertores de suadversario cesaran. Después se levantócon esfuerzo y, con el cuerpo del leónempalado aún en su colmillo, saliódando tumbos de la arena con untumultuoso aplauso.

A continuación entraron los hastariipara luchar contra todo tipo de criaturas.Leones otra vez, panteras, osos y lobos.A pesar de su experiencia, algunos deaquellos combatientes de animalesentrenados murieron, pero sufrieron esedestino muchos más de sus animales.

Siguió a aquello un relevo ligero:primero gacelas, después cebras y, alfin, jirafas se enfrentaronlastimosamente contra varios grandesfelinos. Para el momento en que laescolta de los embajadores partos entróen la arena, el rastrillado de la arenapoco podía hacer para eliminar laespesa capa de sangre con que estabaapelmazada. La hilera de cien hombresse colocó en su puesto a un extremo dela plaza, todos ellos alineados, con losescudos y las armas preparados, a laespera de sus oponentes.

Cayó el silencio sobre la multitudcuando todos esperaban tensos para

observar la llegada del contingenteromano. Entonces sonaron los cuernos, yel tribuno del corpus urbanis, lascohortes de la ciudad, condujo a sushombres a la arena. Algunos dedosseñalaban entusiasmados a variosmiembros de la unidad. Quienesconocían sus caras pudieron verclaramente, incluso bajo sus cascos, queni Quinto Cornelio ni Roma estabandispuestos a enviar tropas inexpertascontra los partos. Parte de la tropa laformaban hombres cargados decondecoraciones que ya se habíanretirado del servicio. Habían traído amuchos de los centuriones de la ciudad

vestidos con uniformes de reclutas paraluchar. Ninguno de los hombres eramenos que un principi, el grupo expertomás veterano y más pesadamentearmado de todos los legionarios. Eltribuno marchó hasta el estrado y, altiempo que levantaba su espada corta,saludó a Lucio Falerio.

—He venido a recibir órdenes,Excelencia.

Lucio ya había discutido sobre estocon Quinto, además de añadir su opiniónde que una lucha a muerte no seríabienvenida. No dudaba de que losromanos ganarían, pero temía el efectoque semejante resultado tendría en las

pacíficas relaciones con el imperio deoriente. Apuntó también lo indeseableque sería tener que proporcionar unaescolta para que aquellas criaturasvestidas de manera tan afectadaregresaran a su hogar. Quinto no habíapresentado ninguna objeción a aquello, yse guardaba su opinión hasta que losjuegos estuviesen en marcha: si nohubieran ido tan bien, habría insistido enuna lucha a muerte para coronar elacontecimiento. Después de todo, teníaque tener en cuenta su reputación.

—En grupos de diez, tribuno. Matadsi tenéis que hacerlo, perdonad vidas sipodéis. Siempre que luchéis con

nobleza, vuestros compatriotas romanosestarán satisfechos.

El tribuno lo favoreció con otrosaludo antes de volver junto a sushombres. A un grito de mando, los diezprimeros se adelantaron para enfrentarseal mismo número de partos. Luciolevantó la mano y, para permitir que elsilencio que sobrevino incrementara latensión, la mantuvo así por lo quepareció una era. Después la bajó degolpe, satisfecho al observar que lasprimeras jabalinas romanas volabanhacia sus blancos antes de que su manohubiera regresado a su regazo. Lospartos respondieron al lanzamiento y

después se lanzaron hacia delante, perolos legionarios romanos mantuvieron suposición, mientras encajaban susescudos para romper el ataque. Doshombres murieron contra sus espadas,que sobresalían.

En cuanto los partos perdieron sucohesión, su línea se rompió y variosatacantes fueron derribados, lo quepermitió a los romanos doblar ennúmero a sus oponentes. Habíanrecibido y habían entendido sus órdenes:las hojas de sus espadas cortaspermanecían limpias de sangre, peroempleaban las empuñaduras adiscreción y los hombres que eran

golpeados caían sobre la oscura arena.No todo fue en la misma dirección: unpar de romanos demasiado confiados sedesplomaron atravesados por las lanzasde los partos más despiertos, peroenseguida el resto estaba encima de susenemigos, al tiempo que volvían susojos hacia el estrado, mirando a Luciopara la decisión final. Él señaló con elpulgar hacia arriba, y los muertos yagonizantes fueron sacados de la arena.

Todas las luchas posterioressiguieron un patrón similar, y sólo unavez los partos consiguieron superar a loslegionarios curtidos en batalla. Paracuando los dos últimos grupos se

enfrentaron, Quinto pudo sentir que elgentío se estaba aburriendo. El nivel deruido en la plaza había disminuido conaquellas victorias romanas casicontinuas, así que se adelantó parasusurrar en el oído de Lucio. Su peticiónfue claramente mal recibida, pues elhombre mayor meneó su cabezaenfurecido.

—Está pidiendo una lucha a muerte—dijo Tito en voz baja.

—Eso supondría un excelente finalpara sus juegos —replicó Marcelo.

—El problema es que tu padre acabade decir en público que no.

No pudieron ver el rostro de Quinto,

pero sus hombros encogidos lesindicaron lo mucho que aquel rechazo lehabía enojado. El tribuno habíareservado a sus mejores hombres hastael final y él mismo avanzó, a su cabeza,para enfrentarse al último grupo de lainfantería parta. También él debía dehaber notado que la multitud estabamenos entusiasmada ahora que antes. Auna orden brusca, sus hombres, en lugarde permanecer quietos, avanzaron endisciplinada hilera y arrojaron susjabalinas con puntería mortal. Aquellocogió a sus oponentes totalmentedesprevenidos, los dejó confundidos yvolvió del todo infructuosos sus intentos

de defenderse. Cuatro murieron porlanzazos, otros tres más fueron heridos.El último trío luchó con fiereza, pero lasuperioridad numérica de sus enemigosacabó fácilmente con ellos en el suelo.El tribuno, con el rostro encendido deplacer, se volvió al estrado y Quintovolvió a inclinarse hacia delante. Estavez, la cabeza de Lucio permanecióquieta mientras escuchaba la petición.La multitud debía de haber sentido loque se estaba tramando, y el ruido de suentusiasmo se desvaneció. Marcelotambién contenía su aliento, mientras sepreguntaba qué haría su padre. Rechazarla petición de Quinto en sus propios

juegos lo avergonzaría, pero acceder aello tras haberse negado en públicomenoscabaría al viejo senador.

Lucio se volvió hacia losembajadores partos con la manoextendida, ofreciéndoles claramente ladecisión. Su líder se levantó, hizo unareverencia a Lucio y levantó su manohacia la arena. Su pulgar asomaba en elcostado de su mano y, muy consciente delo dramático de la situación, lo mantuvoasí durante todo un minuto. Después,para regocijo de la muchedumbre, logiró hacia abajo. Nada de lo que habíasucedido antes fue comparable al ruidoque se levantó ahora, cuando los

ciudadanos de Roma, roncos después deun largo día, elevaron un último gritoenardecido a la vista de sus héroes, quealanceaban y apuñalaban a los hombresrecostados a los que habían vencido.

Capítulo Diecinueve

El asesino intentó acabar con la vidade Lucio Falerio Nerva después delsacrificio de los toros, mientras la filade senadores avanzaba hacia el foropara la sesión de apertura. ServioCepio, como cónsul senior, encabezabala procesión con Livio Rutulio a un pasopor detrás. Lucio, reconocido comoPrinceps Senatus, estaba tan cerca deRutulio que nadie podría decir quién ibadelante de quién. Marcelo marchaba allado, orgulloso de la posición que su

padre tenía ahora, tanto por su edad,como por su prestigio. Notó que unhombre se separaba de la multitud y sóloél vio, por el ángulo de aproximación,que el tipo no buscaba una petición en sutoga, sino un arma. El brillo de unmango de acero largo y fino actuó sobreel joven antes de que supiera quién erala víctima prevista.

Salió disparado cuando el hombreempuñó la hoja y el tiempo asumió unadimensión nueva, casi estática; cadamovimiento tardaba una era encompletarse, destinado cada uno aquedar grabado en la memoria delmuchacho. Fue demasiado lento por una

fracción de segundo: su mano estiradasólo consiguió desviar ligeramente elfilo, si bien con ello salvó la vida de supadre. El cuchillo recorrió su pecho y leprodujo una profunda herida de la quemanó un chorro de sangre roja, en vez deentrar directo al corazón como sepretendía. Lucio cayó hacia atrás,conmocionado y en silencio, aunquesintió el dolor. Por el rabillo del ojo,Marcelo vio cómo reculaban los otrossenadores y vislumbró la mancha roja ybrillante en la toga blanca de su padre,pero aún estaba más concentrado en elasesino, que se había girado paraenfrentarse a él y blandió el filo en

redondo para clavárselo en la tripa. Elmuchacho le golpeó con la manoderecha con todas las fuerzas que pudoreunir, al tiempo que empujaba con laizquierda para esquivar el cuchillo.

Le abrió un tajo en la parte carnosadel brazo que tenía extendido en elmismo momento en que Marceloagarraba la muñeca que lo sostenía.Volvió a lanzar su mano derecha, en unpuñetazo de auténtico púgil que aplastóla nariz de aquel hombre consalpicaduras de sangre en todasdirecciones. Sus rodillas se doblaron yMarcelo volvió a golpearle, esta vez enuna oreja, mientras los gritos de pánico

empezaban a embotar sus sentidos: lossenadores pedían protección a gritos yel gentío daba alaridos y chillidos. Elasesino había retrocedido hacia lamuchedumbre, que estaba demasiadoapretada como para permitirle escapar.Marcelo, que aún lo tenía cogido de lamuñeca, lo golpeó otra vez, perosorprendentemente el hombre se arqueóhacia delante y su boca se abrió paraemitir un grito agudo. El joven Faleriolevantó el puño para golpear de nuevo,pero sintió que la muñeca que se habíaestado esforzando por mantener sujeta,quedaba inerte: el cuchillo cayó de lamano de su oponente y quedó clavado en

la tierra. Las rodillas del hombrecedieron y cayó sobre el muchacho conlos ojos muy abiertos, como si sehubiera desvanecido; al ser demasiadopesado para que Marcelo lo sostuviera,se derrumbó sobre el suelo. Toda lagente pudo ver la espada corta que lehabían clavado en la espalda con talfuerza, que sólo asomaba laempuñadura.

Lucio había sido llevado al podio, laplataforma desde la que tantas veceshabía hablado, y ahora yacía con losojos cerrados, mientras los lictores ibande un lado a otro como gansos inquietosy daban órdenes que se contradecían.

Quinto Cornelio, que había estado abastante distancia por detrás, se abriócamino entre los demás senadores ysubió de un salto a la plataforma, altiempo que daba órdenes con voz demando y enviaba a uno de los lictores abuscar al cirujano. Después organizóuna guardia alrededor de Lucio, con suhermano Tito, que había permanecido enlos escalones del foro, al mando.Hicieron retroceder a los espectadorescuriosos para que el herido pudieserespirar. Marcelo se encontró con quetambién a él lo apartaban y los pies demuchos hombres pisotearon el cuerpodel asesino muerto antes de que Tito se

abriera paso a codazos para montarguardia también sobre aquel.

—Marcelo —gritó mientrasseñalaba su ubicación a los soldadosque obedecían sus órdenes—. Traed alhijo del senador.

Desenvainaron sus espadas con unsonido áspero, familiar para cualquieraque hubiera estado cerca de un soldado,y la muchedumbre pareció desvanecersemientras estos avanzaban hacia dondeesperaba Marcelo con lágrimas en losojos.

—¡Está vivo! —gritó Tito, al tiempoque rezaba para tener razón, pues larespiración del viejo senador le había

parecido enormemente forzada. Tomó aMarcelo del brazo y lo condujo hacia elpodio, donde le ayudó a subir mientrasgritaba a los que rodeaban a Lucio quese apartasen. La sangre había empapadola parte delantera de la toga de su padre,pero sus ojos estaban abiertos ybrillaban, severos y enojados.

—Sácame de aquí, Marcelo. ¿O esque en este estado de dolor tengo quequedar a la vista de toda la chusma?

Áquila miraba las estrellas tumbadoboca arriba, y sus dedos jugueteaban conlas alas del águila colgante, mientras loshombres se movían sin descanso a sualrededor. Ahora las hogueras habían

disminuido y sólo eran ascuas quebrillaban en la oscuridad, pero él estabademasiado inquieto para dormir; dabavueltas en su cabeza a losacontecimientos del último par desemanas y los relacionaba con el sueñoque acababa de tener, aún inusualmenteclaro en su mente. Volvió a pensar enaquel día en que se habían reunido todosen la base del monte Etna. El discursode Hipólitas le había resultado tanestimulante como a los esclavosfugitivos, y había quedado igual deestupefacto por el fuego mágico queaquel había producido con su boca,sentimiento que duró mientras

permanecieron al sur del volcán,probablemente porque había estadodemasiado preocupado para preguntarsede verdad con qué se habíacomprometido. No es que las cosashubieran amainado después de que loshombres del gobernador hubiesenregresado a su vida normal: los esclavoscomenzaron a entrenarse para la acciónen cuanto regresaron al norte, a colinas ymontañas que ahora ya estaban libres dela amenaza romana.

El joven, bien entrenado en lacarrera de las armas, se habíaincorporado a aquello de buen corazón yhabía ayudado a Gadoric a separar a

aquellos que ya habían servido comosoldados, para que estos a su vezpudieran ocuparse de enseñar apequeños grupos, mostrándoles lasdestrezas más básicas que senecesitaban para ser combatientesdisciplinados. Había permanecidoapartado de los cabecillas por la noche,pero sabía que mientras se sentabanalrededor del fuego, Gadoric, Tirteo eHipólitas discutían varios objetivos yasí era como tenía que ser: demasiadasvoces significan confusión. Pero tambiénhabía oído la excitada charla de Penteosobre el justo castigo y sobre no pensaren la sangre que iba a ser derramada, o

en la carne mortificada que serviría paraarreglar viejas cuentas.

No obstante, y posiblemente fuera laprimera vez que ocurría desde queaccedió a tomar parte en esta empresa,sus pesadillas le habían recordado queera romano. Se le había aparecido unaFúlmina más joven, con los cabellosnegros en vez de grises, y le habíahablado de su glorioso destino, así comoClodio, con su uniforme de legionario,le había preguntado si su muerte enbatalla contra los enemigos de Romaserviría para que el chico que habíaencontrado en los bosques pudieratraicionarlo ayudando a unos esclavos

griegos a derramar sangre romana. Y loque era aún peor, había soñado con labruja de Crisia, que había predicho aFúlmina la fortuna de su hijo muchosaños atrás. En el sueño, ella tenía en sumano el águila de oro y le decía quetuviera cuidado de no enfadar a losdioses; después repetía, una y otra vez,lo que había pronunciado años atrás:«Vete a Roma, vete a Roma». ¿Tambiénhabía muerto Drisia?

Áquila despertó de repente con lamano en torno al colgante, lo que leproporcionó alivio inmediato, y yadescansado, sintió menos inquietud, altiempo que resurgía su sano

escepticismo hacia los dioses y susintervenciones, pues había visto cuán amenudo engañaban a sus adoradores. Nilas canciones de Clodio ni las súplicasde Fúlmina les habían ahorrado un finaldoloroso y en penuria, pero los sueñoseran diferentes, pues sucedían cuandolas almas de los muertos, que podían vermucho más allá que los vivos, hablabancon aquellos a los que habían dejadoatrás con la intención de guiarlos.Áquila así lo creía, Gadoric, el celta,juraba que eran la clave de toda vida eincluso Hipólitas había usado el poderde sus sueños para dominar a la multitudde esclavos huidos. Áquila levantó el

águila y la frotó contra sus labios;después se puso en pie y marchó alencuentro de Gadoric. Se lo explicaríaprimero a él y, entonces, podrían ir ahablar con Hipólitas.

—Recordad, no matéis al capataz,no a su familia —dijo Hipólitastranquilamente.

No era la primera vez que lo habíadicho, pero de nada había servido parasuavizar las miradas furibundas en losrostros de los hombres que lo rodeaban,algunos de los cuales habían escapadode aquella misma granja y alcanzaban aentender el porqué. Penteo, porsupuesto, era quien más había

vociferado en sus objeciones, mientrasseguía citando la sarta de crímenes queél había sufrido en persona, mientras sucolor cetrino empalidecía con elapasionamiento. Prevalecería Hipólitas:pese a lo enjuto de su constitución, eracapaz de dominar a aquellos fornidosluchadores. No fueron los sueños deÁquila los que persuadieron al griego demostrar cautela, sino su origen: mientrasel joven enumeraba sus razones, él habíaagarrado el colgante que colgaba delcuello del muchacho y titilaba a la luz dela hoguera. Hipólitas cerró los ojosdurante un segundo, antes de abrirlos depronto para fijar en Áquila una mirada

hipnótica.—¿Te despertaste con esto en la

mano? —preguntó.Áquila asintió lentamente, pero no

pudo mover sus ojos, que parecíansujetos por alguna fuerza externa.Hipólitas hablaba y su mano libre semovía despacio justo fuera del ángulode visión de Áquila, pero las palabrastenían poco sentido, pues lo único que élpercibía era el tono vibrante ysoporífero de su voz. Sintió queHipólitas tiraba ligeramente del colgantey aquello disipó cualquier hechizo queestuviera tejiendo. Áquila meneó lacabeza y después alargó la mano para

retirar el águila de la mano del griego.Era imposible decir lo que vio en losojos del otro hombre, pero parecíasorprendentemente decepcionado.

Sus ojos resultaban igual dehipnóticos y sus manos se movían igualque lo habían hecho junto a la hoguera,cuando explicó sus razones a lossoldados que se habían reunido, yparecía un espíritu maligno mientras elsol iluminaba su rostro entusiasmado.No hubo mención a los sueños ni a lospoderes místicos de un talismán de oro:por una vez, Hipólitas confió en elsentido común, si bien parecía emanarde una fuente sobrenatural.

—Nada serviría tanto paracondenarnos a los ojos del Senadoromano como el hecho de que cualquierade sus ciudadanos resultara herido. Loconsiderarían un acto de guerra yresponderían con la misma moneda.Recordad nuestro objetivo, que es lalibertad —miró de reojo a Áquila, comopara asegurarse de que el jovenpermanecería en silencio—. No lo vi alprincipio, pero ahora sí. Si perdonamosla vida a su gente, podemos apelar a lajusticia.

—¡Justicia! —soltó Penteo—. ¿Deun romano?

Fue Áquila quien replicó.

—Si buscáis justicia, será lo queobtendréis; si buscáis la guerra, Romaos destruirá.

—Destruirnos a nosotros —dijo conaire despectivo y enfatizando la últimapalabra—. ¿No será, Áquila, que laserpiente ha vuelto a cambiar de piel?

La mano de Gadoric frenó larespuesta de Áquila, pero habló aPenteo con la misma voz airada que elmuchacho habría empleado.

—Cuidado, griego. Si vuelves ainsultar a este romano, puede que él temate.

—¿Vamos a dejar que vivan losromanos mientras nos matamos entre

nosotros? —las palabras de enfado deHipólitas los devolvieron al asunto queestaban tratando: su primer ataque, quetenía que ser un éxito. Si fracasabanaquí, ni visiones ni sueños mantendríancon vida las esperanzas de la multitud.

Salieron de las montañas enoscuridad, avanzaron medio camino porla llanura de la costa antes del amanecerpara agazaparse junto a la carretera queiba directa a su destino, a varias leguasde distancia. En calidad de comandantemilitar, Gadoric había escogido unapequeña granja en la costa norte cercanaa Tyndaris. Adujo varias razones paraello: primero, estaba bastante alejada de

su base y no tenía vigilancia. Sería unasencilla forma de familiarizar a sustropas y serviría también para anunciar,una vez que se extendieran las noticiasdel ataque, que ninguna granja estabasegura, ni siquiera una relativamentecercana a una gran ciudad y alejada delas montañas, y con apoyo de hombresarmados fácilmente disponible. Enúltimo lugar, tras el ataque quedaríaclaro a todo el que conociera el país quelos esclavos fugitivos habían pasado delargo ante muchas oportunidades mástentadoras, y esto, a su vez, provocaríauna sensación de nerviosismo en loscapataces romanos.

Fue incluso más fácil que lo queGadoric había previsto. Toda laprovincia de Sicilia, que llevaba cienaños bajo gobierno romano, se habíavuelto complaciente. Hacía mucho quelos habitantes locales habían dejado decausar problemas, contentándose conservir a sus amos romanos igual queantes de ellos habían servido a loscartagineses. Los pocos que sepercataron de la partida de hombresarmados en la carretera y a plena luz deldía, apenas se molestaron en echarles unvistazo de cerca, y a mediodía habíantomado el control de la granja sin haberdado ni un golpe, pues el capataz

romano y sus guardas estaban en loscampos, supervisando a los esclavos. Sugorda esposa se desvaneció totalmenteal pensar en su destino a manos deaquellos rufianes, pero la hicieronvolver en sí y le dijeron, delante de losdemás miembros de la familia, quepreparara una comida decente, primeropara sus captores y después, para losesclavos que regresaban.

El hijo del capataz, que se habíaescondido al principio detrás de sumadre, demostró tener más agallas alintentar huir para avisar a su padre.Áquila lo descubrió y dio la voz dealarma, mientras salía a perseguirlo

justo cuando oyó las carcajadas dePenteo. Era la primera vez que advertíael sonido que hacía aquel hombre, unruido extraño, chillón, como de cacareo,del tipo del que emitiría un idiotadesquiciado. Vio también queenarbolaba su lanza e, ignorando losgritos de advertencia que dirigían haciaél, se preparó para arrojarla contra elmuchacho que corría. Áquila cambió sutrayectoria y cargó contra él. Su mano yahabía arrojado la lanza cuando Penteofue derribado, y Áquila acompañó lacaída con un puñetazo. La nariz dePenteo reventó al mismo tiempo que lalanza se clavó en el suelo, justo delante

del hijo del capataz. El chico se quedóhelado, temblando como una hoja, con lanariz a poca distancia del mangobamboleante.

Penteo maldecía desde detrás de susmanos, cubiertas con la sangre quemanaba de su nariz, y exclamaba quehabía apuntado para errar el tiro, peroÁquila había visto sus ojos cuandoarrojaba la lanza. Sabía, si es que losotros no, que sólo la falta de experienciahabía salvado al chico. Llamaron aHipólitas para que emitiese un juicio, yfue imparcial: maldijo a ambos mientraslos hombres que estaban alrededor de lagranja, tras discutir entre ellos, parecían

dividirse en grupos separados. Estabanlos que, de acuerdo con Áquila, secontentaban con obedecer órdenes, perohabía otros que, como Penteo, sentíanclaramente que perdonar vidas romanasera un error.

Con un grito enfurecido que hizocallar incluso a Hipólitas, devolvió laatención de todos al presente. El solempezaba a bajar en el cielo y era horade ocultarse, porque el capataz y susesclavos iban a regresar de los camposy todo debía parecer normal. Hipólitas,molesto por el cuestionamiento de suautoridad, parecía resuelto a discutir y,por un momento, los dos cabecillas se

miraron mutuamente con dureza, pero elúnico ojo del celta triunfó en la lucha devoluntades. Tras acceder a la peticiónde Gadoric, Hipólitas se situó detrás delsilo de grano, y el resto fue donde él lesordenó.

Oyeron chasquidos de látigos desdesus escondites, un sonido que tenía unamortal familiaridad, y podían imaginarsin esfuerzo al grupo de esclavosencadenados, que se tambaleaban yarrastraban los pies entre filas deguardias. Enseguida estuvieron a lavista, cansados, tan cubiertos por elpolvo de los campos que era imposibledistinguir a los hombres de las mujeres.

Cada vez que alguno tropezaba, losguardias le propinaban un generosogolpe con una vara de sarmiento; a unchico que cayó de rodillas, le soltaronuna patada tan fuerte que levantó delsuelo al pobre renacuajo. Habríaquedado allí tendido de no ser porqueotros dos, que apenas parecían tenerfuerzas para levantar sus propiascabezas, se agacharon para ayudarle aponerse en pie. El sonido de sussollozos cruzaba también el suelo llano,a lo que ayudaba el aire, cada vez másfresco, del breve crepúsculo. Esperarona que los esclavos hubiesen sidoencerrados en su redil para pasar la

noche, y cuando se cerró la puerta, loshombres de Gadoric aparecieron de lanada, corriendo en pequeños grupospara capturar a sus presas; lossuperaban en número: había diezhombres por cada guardia. El capatazromano fue el único que intentóresistirse y desenvainó la espada quellevaba al costado, pero Gadoric yÁquila lo redujeron con facilidad.

Los guardias fueron desarmadosenseguida y los ataron contra las cercasde madera del redil. Llamaron aHipólitas y este salió de detrás del silocon un martillo que blandió ante lasnarices del aterrorizado capataz antes de

abrir la puerta del redil y entrar, trasindicar que nadie debía seguirle. En estaocasión no tenía el volcán como telón defondo para ayudarle, pero no lonecesitó. Quienes estaban fuera solo looían cuando levantaba la voz, aunquetodos conocían las palabras que usó,pues, comparada con la de los fugitivos,la elección de aquella gente era aún máscruda. En el caso de que rehusaranseguirle, era probable que los romanospasaran por la espada a quienes sequedaran para dar ejemplo a otrosesclavos con la tentación de rebelarse.Empleó de nuevo la magia oratoria queya había funcionado en las laderas del

Etna, y que aquí levantó gruñidos ygritos de aclamación, mantenidos hastaque su promesa final, audible paraquienes estaban fuera del redil, de quelos dioses estaban de su lado, fueahogada por un rugido de aprobación.

El griego empleó el martillo paragolpear el metal de las cadenas, puesestaba ansioso de que lo consideraransalvador de todos y cada uno en su pasode la esclavitud a la libertad, hasta que,por fin, se abrieron las puertas eHipólitas salió, seguido por treshombres de aspecto demacrado. Primeroles mostró al capataz, atado a la ruedade un carro. La actitud del hombre

evidenciaba la potencia de Roma comoenemigo: estaba convencido de que ibaa morir, pero no suplicaría ni rogaría aunos esclavos. En vez de eso, los mirabadesafiante y Áquila no podía hacer másque admirarlo. Sin la humillación quehabía esperado, Hipólitas condujorápidamente a sus polvorientoscompañeros a inspeccionar a susguardias, que ahora, desarmados, seencogían contra los muros.

—¿Y algunos de estos hombres sonex esclavos? —preguntó. Unos dedosapuntaron ansiosos a tres de los guardiasy uno de los esclavos acumuló suficientesaliva como para escupirles. Hipólitas

aplaudió aquello con una adusta sonrisa—. Nada hay peor que un esclavo que sevuelve contra los suyos. Volved avuestro redil. Os entregaremos a estassabandijas de una en una.

El rumor de conversación agitadaque emergió del cercado cuando ellosentraron otra vez, fue la prueba de queno estaban solos en sus ansias devenganza. No había escasez de manosvoluntariosas y se reunieron alrededorde los guardias, que ahora, arrodillados,pedían clemencia en vano. Penteo sereía de ellos con aquel mismo cacareochillón que le hacía parecer trastornado;entonces, con la entusiasta ayuda de los

que compartían su sed de sangre, lesarrancó cascos, petos y, finalmente,túnicas, hasta que, desnudos yvulnerables, se pusieron en pieapretados y aterrorizados. Agarraron alprimero y lo levantaron en volandaspara contener su forcejeo, mientras otrosabrían las puertas del redil. Dentro, losesclavos, hombres, mujeres y niños,permanecían callados, con los ojosvidriosos, pero fijos en el guardia, quese revolvía al tiempo que Penteo y susayudantes lo arrojaban a sus pies. Alprincipio, apenas se movieron;remoloneaban a su alrededor y loapartaban de la vista de quienes estaban

fuera del círculo, en cuyo centro elguardia aún suplicaba piedad, con unavoz que se convirtió en un chillidoimplorante.

Hipólitas ordenó cerrar las puertascuando los gritos pasaron del miedo aldolor, y Áquila cerró los ojos. Sabíaque, tras la puerta, estaban literalmentedesgarrando a aquel tipo con las manosdesnudas. Una de las otras víctimaspotenciales, aprovechando que quieneslo rodeaban estaban paralizados por lossonidos que salían del redil, agarró unaespada y se dejó caer sobre ella. Dio unalarido mientras la hoja se clavaba en sutripa, e Hipólitas, en una inusual muestra

de emoción, corrió hacia él y lo golpeóvarias veces; después ordenó que loarrojaran por encima de la valla paraque los que estaban dentro pudieranhacerse con él antes de que expirara. Laúltima víctima no forcejeó: se quedócomo un harapo lacio y desnudomientras lo llevaban hacia la puerta. Laabrieron y el círculo de esclavos seseparó para dejar a la vista loscadáveres destrozados que había en elsuelo. Sus restos polvorientos, al igualque sus rostros, estaban llenos desangre, parte de la cual goteaba por susbarbillas. Hasta Hipólitas palideció anteaquello, pero la última víctima tenía que

morir. Seguía en trance cuando loempujaron hacia los esclavos y laspuertas volvieron a cerrarse. Esta vez nohubo gritos ni alaridos, tan sólo el golpefirme de un cuerpo humano que estabasiendo reducido a pulpa sanguinolenta.

—Gadoric, el yugo —dijo Hipólitasmientras caminaba hacia el capataz.Echó un rápido vistazo a Áquila, quepermanecía junto al carro, y despuéshabló en voz baja—. Tú mereces elmismo final, cerdo —el romano noreaccionó, a pesar de que también habíapodido ver a través de aquellas puertas—. Puede que debamos arrojar a tuesposa ahí dentro.

Seguía sin mostrar más que unamirada desafiante.

—O quizá a tu hijo.Por primera vez su rostro mostró un

rastro de temor, y entonces sus hombrosse hundieron y su voz sonó ronca cuandohabló.

—Tomadme a mí, perdonad alchico.

—¿Y tu mujer? —preguntó Hipólitascon una ligera sonrisa.

El capataz volvió a cuadrar loshombros.

—Ella es la madre del chico y esuna romana. Si le preguntas a ella, tedirá lo mismo.

Hipólitas pegó su rostro al delcapataz.

—Así que si quiero hacerte daño deverdad, hacerte sufrir como han sufridolos demás, sólo necesito torturar a tuhijo ante tus ojos.

Áquila se movió para intervenir,para decirle a Hipólitas que desistiera.El griego levantó la mano, pero laspalabras que dijo a continuación ibandirigidas al prisionero.

—No temas, cerdo. No hacemos laguerra a los niños. Ni tu esposa ni túsufriréis más que la pérdida de vuestradignidad.

Señaló hacia el yugo, que ahora

mantenían levantado dos hombres.—Pasaréis por debajo de eso, todos

vosotros, en reconocimiento de queahora vuestros esclavos se hanconvertido en vuestros amos; y túentregarás un mensaje, cerdo. Diles atodos tus compañeros capataces y a losamos codiciosos que están cebándose enRoma, que los esclavos ya no estándispuestos a morir en sus campos.

Se volvió un poco hacia un lado, altiempo que levantaba la voz para quetodos pudieran oírle, incluidos losesclavos manchados de sangre quehabían terminado su entretenimiento ysalían ahora del redil.

—Roma puede tener su grano, tantocomo Sicilia produce ahora, y tendrámás en el futuro. La gente que ahora locultiva continuará haciéndolo, pero nocomo esclavos. Lo cultivaremos comohombres libres.

Dio la orden de que desataran alcapataz, y sacaron de la casa a su esposay a su hijo.

—Recuerda el mensaje, cerdo.Roma puede tener su grano.

Hicieron que estos y los guardiasque quedaban pasaran por debajo delyugo, eterno signo de servidumbre,prueba ahora de un poder que yacíaderrotado. La comida que habían

preparado los esclavos de la casadesapareció enseguida en las gargantasde los hambrientos trabajadores delcampo y todo lo que se podía transportaro llevar, aperos de labranza, bueyes,herramientas, así como comida y armas,fue sacado de la granja. Hipólitas, quehabía estado observando aquella labor,hizo que todos se alejaran de la casa yse quedó solo, dándoles la espalda y conlos brazos extendidos, como si buscarael poder de los cielos para lo que estabaa punto de hacer. Entonces sus manos sejuntaron de repente, con una sonorapalmada, delante de su boca y unsurtidor de llamas salió disparado hacia

el borde de la paja que cubría el tejadode la granja. Seca como yesca, prendióinmediatamente, hasta que Hipólitasvolvió a dar una palmada y el chorro defuego cesó. Después, se dio la vuelta ymiró a los aterrorizados prisioneros; sucabeza calva y sus rasgos sobresalientesle daban un aspecto demoníaco.

—No son sólo los esclavos aquienes debéis temer, romanos. El poderde los dioses está en contra de vosotros.Ahora, largaos y contad lo que habéisvisto.

Todos los edificios habían ardidomucho antes de que el capataz y sufamilia estuvieran fuera de su vista. Los

esclavos liberados fueron reunidos denuevo, pero esta vez por amistososfugitivos, que los convencían para quese apresuraran mediante zalemas y sinayuda de látigos, para dirigirse hacia lascolinas y hacia la libertad. Gadoric,Áquila y los hombres mejor entrenadosformaron un cordón en la retaguardia,preparados para volverse y luchar si loshombres armados de la ciudad deTyndaris se aventuraban a salir parainvestigar la columna de humo que seelevaba desde los edificios en llamas.

Desde aquel día, era extraño que semantuvieran inactivos. Tenían que hacerincursiones para alimentar a las nuevas

bocas, y cada incursión suponía máscuerpos atormentados por la necesidadde alimento. Además había escasez dearmas y el tiempo estaba empeorando,por lo que la provisión de alojamientose convirtió en un grave problema. Lapequeña banda inicial había crecido deforma sustancial al unirse a ellosesclavos liberados y fugitivos, hasta quesu comandante militar convocó unareunión para tratar esto y las futurasoperaciones.

—No podemos, ni debemos, seguirfuncionando como una sola unidad —dijo Gadoric.

A Hipólitas no le hizo gracia que le

dijeran lo que había que hacer, pero, alcarecer de conocimientos, siempre sehabía supeditado al celta en estosasuntos, aunque él mismo estabaprestando un mayor interés a estos temasy buscaba consejos en fuentes variadas,de forma que persuadirle costaba cadavez más. Aunque había sido invitado aasistir a la reunión, Áquila se mantuvofuera del debate. Otros, en particularPenteo y quienes pensaban como él,estaban presentes y ninguna intervencióndel muchacho, por sólida que fuera,sería bienvenida, incluso aunque lamayoría aceptase que, pese a su cortaedad, Áquila era el segundo al mando de

Gadoric.—Seguramente cuanto mayores sean

nuestras fuerzas, más seguros estarán —replicó Hipólitas al tiempo que mirabalos rostros de los reunidos como sibuscara apoyo para su punto de vista.

Gadoric intervino rápidamente, asabiendas de que sólo quienes noestuvieran de acuerdo con él hablaríanclaro. Al hacerlo, respondió de un modomás desdeñoso de lo normal.

—Dependemos más de la velocidadque de la cantidad. Cuando atacamosuna granja, no tiene sentido emplear cienhombres si para hacerlo bastan treinta.

Los negros ojos del griego brillaron

enfurecidos.—Ahora el gobernador mantiene a

sus hombres patrullando todo el tiempo.¿Y si nuestros treinta hombres se topancon cien de los suyos?

—Parece que tengo que recordarteque deseamos evitar una guerra. Inclusosi superásemos en número a las patrullasdel gobernador, yo recomendaría queevitásemos el enfrentamiento.

Hipólitas torció el gesto, eraevidente que para él aquello sonabademasiado parecido a la cobardía.Claramente Gadoric era consciente de laimpresión que había causado, tanto porsu manera de hablar, como por las

palabras que había empleado, así queenseguida continuó.

—Es mejor atacar tres granjas a lavez.

Hubo un largo silencio mientrasHipólitas sopesaba las opciones, peroempleó el tiempo para dejar a todosclavados con una mirada intimidatoria,como para asegurarse de que entendíanque, fuera cual fuera el consejo, ladecisión final era suya.

—¿Quién dirigiría los ataques?—Yo estaría al mando de uno,

Áquila de otro y Tirteo del tercero.—Y, ¿quién obedecería a un crío?

—soltó Penteo.

La réplica de Gadoric fue heladora.—¿Te importaría ir a por tus armas,

griego? No pongo ninguna objeción aque te enfrentes a Áquila por el puesto.

El rostro cetrino de Penteo se pusotan gris como sus cabellos, y enseguidanegó con la cabeza. Hipólitas se llevólos dedos a los labios para demostrar laprofundidad de sus pensamientos, yÁquila, respaldado por el apoyo de suamigo, ofreció su opinión.

—Estoy de acuerdo con Gadoric, ycreo que al final estaremos más seguros—su líder le dedicó una mirada deinterés, así que continuó—. Los grupospequeños se mueven más deprisa y no

creo que los romanos vayan a quedarsesentados a la espera de un ataque. Sipermanecemos juntos, les ofrecemos unúnico blanco, una oportunidad deaplastar esta rebelión en una solaacometida.

—Sólo si saben dónde vamos aatacar —Penteo, con su malicia habitual,ahora reforzada por la humillación, selas arreglaba para insinuar, sin decirloclaramente, que Áquila, el romano, noera de confianza.

—Ya he tenido antes ocasiones dellamarte estúpido, Penteo, así que novolveré a tomarme la molestia. Hasexagerado mucho sobre mi relación con

Flaco. ¿Qué crees que hacía él antes devenir a Sicilia? —Penteo se quedómirándolo: conocía la respuesta tan biencomo cualquiera—. Ha pasado la mitadde su vida sirviendo como soldado, lamayor parte del tiempo combatiendorebeliones en las provincias. Hastaahora, si nos hemos enfrentado a algunaresistencia, ha sido por parte de unamilicia mal entrenada. Si hubierantenido soldados de verdad, hace mesesque nos habrían capturado, pero es sólocuestión de tiempo que traigan tropasromanas. Entonces, aprovecharán todoel conocimiento que hayan obtenido loutilizarán contra nosotros. Si nos

ceñimos a los mismos métodosdemasiado tiempo, Flaco y hombrescomo él nos capturarán y, cuando lohagan, se asegurarán de superarnos ennúmero. Aniquilarán a los combatientesy crucificarán a los demás. Justo ahorael gobernador estará trabajando en algúnplan para derrotarnos, basado en nuestrapolítica de incursiones con un sologrupo. Si comenzamos a atacar en varioslugares al mismo tiempo,desbarataremos sus cálculos.

—Bien dicho, muchacho —intervinoGadoric.

Penteo le dedicó el tipo de miradaque los humanos suelen reservar para

las ratas.—¿Algo más?—¡Sí! —contestó Áquila con

brusquedad—. Necesitamos establecerpuntos de encuentro para los nuevosesclavos. Justo ahora, nuestrosluchadores mejor equipados tienen quebajar todo el camino hasta los llanos ydespués volver cada vez a las montañas.Si pudiéramos poner en servicio aalgunos de los menos hábiles, para quelos reunieran en los valles, loscombatientes podrían continuar haciendoaquello por lo que destacan: asaltargranjas.

—Vamos a tener un montón de gente

de la que cuidar —dijo Tirteo—. Seacerca el invierno. ¿Cómo vamos aalimentarlos?

—No creas que los romanos no hanpensado en eso —replicó Gadoric.

Hipólitas, que se había mantenido ensilencio, habló por fin, y mencionó unaidea en la que muchos habían pensado,pero que pocos veían realista.

—De cualquier forma, no podemospermanecer en las colinas. Antes odespués tenemos que atacar y tomar unade las ciudades fortificadas.

Capítulo Veinte

Llevaron un triclinio al estudio deLucio, que al fin acalló los continuosgritos furiosos que salían de sudormitorio, y él pasaba el día allítumbado, rascándose los vendajes queenvolvían su magro cuerpo. Ni lasmuchas advertencias de su doctor habíanpodido convencerlo de que descansara,así que el hombre tomó la decisión sinprecedentes de hablar con Marcelo aespaldas de su padre.

—Debes de haber notado lo

demacrado que está —dijo Epidauriano.Como correspondía a su importancia,atendía a Lucio el practicante demedicina más eminente de Roma, que nosólo trabajaba como doctor, sinotambién como sacerdote del templo deEsculapio, el dios de la sanación.

Marcelo asintió, si bien no estabaseguro de tener que decir nada.

—Debe descansar. Que pase suscargas a otros. En realidad, le haría biensalir de Roma.

El doctor esperó a que Marcelohablara, y le agradó que el joven setomara su tiempo, mientras prestaba ladebida atención a sus palabras, en vez

de contestarle atropelladamente, lo quehabría sucedido con la mayoría dejóvenes de su edad. Pero, desde luego,era hijo de su padre y, por todo lo quese decía, un modelo de todas lasvirtudes romanas destinado a grandeshechos. Desde luego, así lo parecía.Epidauriano lo estudió con cautela, casidiseccionando a Marcelo con sus agudasobservaciones. Llevaba su oscurocabello rizado, pero a la maneramasculina, de una forma descuidada queevocaba una época más temprana, sinpeinar como se hacía ahora, segúncostumbre griega. Su rostro, aunquejuvenil, mostraba toda la gravitas

asociada a su familia y lasresponsabilidades de esta, tantopresentes como futuras; su frentedenotaba tanto cerebro como tesón.Parecía combinar una actitud educadacon una potencia física patente, puessacaba a su padre una buena cabeza;fornido y musculoso, su piel estababronceada por la vida al aire libre, y susmanos, encallecidas por el uso de lasarmas. Sin embargo, sus dedos eranlargos y elegantes, y los usaba conmoderación, lo que sólo aumentaba suefecto. Los ojos del joven quedaronfijos en los del doctor. Eran oscuros,imperturbables, pero sus largas pestañas

sedosas evitaban cualquier rastro dearrogancia.

—Debes entender, señor, que mipadre se dedica a lo que él considera eltrabajo de su vida.

—Por el que toda Roma le estáagradecida —dijo Epidauriano consuavidad. Lucio era un importantebenefactor de varios templos, entre losque incluía sabiamente el de Esculapio.

Marcelo sonrió, iluminando así, porotro lado, su serio rostro.

—Podríamos estar discutiendo esaafirmación un buen rato, doctor.

—Pero, seguramente habrá otros enquienes pueda delegar, ¿verdad? —

ahora Marcelo rio, lo que hizo queEpidauriano abandonara su tonosepulcral; de hecho, habló de forma muycortante—. Como bien dices, puede queno toda Roma esté agradecida. Al fin yal cabo alguien, aún desconocido,intentó asesinarlo. Si no quieres que esafracción que sí lo admira tenga quevestirse de luto, tienes que hacer quedeje de trabajar.

—Me gustaría tener ese poder —replicó Marcelo.

—Marcelo Falerio, nadie sabecuánto poder tiene hasta que intentaejercerlo. Tú naciste para ser poderoso,ahora debes preguntarte esto: ¿en qué

momento deseas hacerte con tuherencia?

Marcelo había hecho todo lo queestaba en sus manos para parecer unhombre adulto, pero no podía disfrazarsu juventud. Quinto Cornelio reprimióuna sonrisa al darse cuenta del modo enque el muchacho compuso su gesto,como un pensador griego en reposo, loque era bastante divertido.

—Todavía no sabemos quién fue elresponsable, lo que, aparte de todas lasotras preocupaciones que tiene, estásacando a mi padre de sus casillas.

—Puede que nunca lo sepamos conseguridad —dijo Quinto.

—Por favor, no le digas eso —replicó Marcelo deprisa, al tiempo queabandonaba su estudiada pose.

—Lucio Falerio debe saber quetiene muchos enemigos, entre senadoresy caballeros. Algunos de nuestrosaliados italianos estarían dispuestos acometer un asesinato si pensaran que alhacerlo conseguirían la ciudadanía, y nosatisficimos del todo las peticiones delos embajadores partos, algo de lo queél se lleva la culpa —Marcelo estudiabaa Quinto, saboreaba y analizaba cadapalabra en busca de cualquiersignificado que pudiera estar escondidoentre ellas, y a aquellas palabras les

faltaba énfasis—. La verdadera cuestiónes si, tras haber fracasado, la gente queintentó matarlo hará un segundo intento.

—Su doctor me ha aconsejado quedebería abandonar Roma pararecuperarse.

Aquello hizo que Quinto seenderezase, aunque intentó controlar elmovimiento. Él era el herederoreconocido del poder de Lucio, todo elmundo lo sabía, y, como muchossucesores, estaba ansioso por hacersecon el poder. Esta vez hubo un ligerotono taimado en su voz.

—Eso me inquieta, Marcelo. Tupadre ha sido amable conmigo al

hacerme de su confianza. Pensamoscomo uno solo, y aunque estoypreparado para asumir cualquier cargaque él coloque sobre mí, confieso ciertasensación de nerviosismo.

—No se irá —dijo Marcelo,satisfecho con el ligero gesto de protestaque recorrió el cuerpo de Quinto—. Nisiquiera si Epidauriano le dice quemorirá por el exceso de trabajo.

—Cueste lo que cueste, debemosmantenerlo con vida.

Aquella tentativa de sinceridad hizoque Marcelo se preguntara por lo muchoque ansiaba Quinto el poder (después detodo, cualquiera podría haber contratado

a aquel asesino). No era algo que éltuviera ansias de conseguir, si bien supadre lo había arreglado para que, conel tiempo, llegase a sus manos.

—Carezco del ingenio para pensaren una manera de sacarlo de aquí,Quinto Cornelio —el joven hizo unaligera inclinación de cabeza—. Por esohe recurrido a ti.

El senador se sentó con el borde desu toga cogido entre los dedos, mientrasreflexionaba sobre aquellas palabras.No le engañaba: este joven tenía cerebrosuficiente como para discurrir unasolución, tan sólo carecía de la tallapara hacer que se cumpliera. La

pregunta que estaba dirigiendo a Quintoestaba clara.

—Si se le pudiera convencer de queasumiera un asunto importante, uno quele hiciera salir de Roma…

—Pero uno que fuera demasiadoarduo —añadió Quinto, solícito.

—Un delegado con la categoríasuficiente podría hacer la mayoría de sutrabajo actual.

—Visitaré a tu padre hoy, Marcelo,a la hora nona —dijo Quinto—. Sería deayuda que estuvieras presente.

—Pareces un magistrado de juguete—dijo Valeria en voz baja, mientras sumano acariciaba su toga blanca

inmaculada.Estaban sentados en el jardín de

casa del padre de ella, con su doncellapersonal a menos de seis pies dedistancia. Marcelo, al sentir su enfado,la deseó más que nunca. Había intentadocumplir la promesa que se había hecho,pero de alguna manera su resoluciónsiempre fracasaba. Abstenerse de visitara Valeria no era fácil, pues Cayo era unode sus mejores amigos. Además de eso,y a causa de que la Roma patricia era enrealidad bastante pequeña, solíanencontrarse en cada acto o festival.Siempre era lo mismo para Marcelo: eldeseo de dominarla, de hacer que

actuara como Sosia, de que hiciera todolo que él ordenara, era aplastante. Sinembargo, lo que ocurría era lo contrario,incluso hasta el punto en que Valeria leasestaba una humillación muy pública.Sólo un tonto lo toleraría, si bien, en supersecución de un palabra amable deaquella chica, Marcelo había llegado adesafiar a su padre al visitar la casacada día desde el intento de asesinato,sin cambiarse primero. Intentabaarrimarse a ella, avanzando pulgada apulgada por el banco de piedra, peroella se apartaba.

—Hoy no he ido al Campo de Marte,Valeria. He tenido que visitar a Quinto

Cornelio. ¿Te molesta que aun así hayavenido a verte?

Ella apartó su cabeza de él con unrespingo, mientras levantaba la nariz, loque hizo que estirara su esbelto cuello.Mientras lo admiraba, él se preguntabasi le gustaría acariciarlo con sus labios,o estrujarlo entre sus manos.

—Eso es algo que aún tengo quedecidir, Marcelo Falerio.

La formalidad le obligó a reprimiruna maldición. Había estado a punto deir a casa para ponerse sus ropas delucha antes de venir aquí, a sabiendas deque no había peligro de reprimendas.Mientras su padre había estado

confinado a su cama, Marcelo podríahaber hecho todo lo que había querido;pero decidió no hacerlo. ¿Cómo alguienque acababa de visitar a uno de lossenadores destacados de Roma, y habíasido recibido en su casa con honores,podía rebajarse ante una simplemuchacha, por mucho que la deseara,vistiéndose con una vieja corazamaltrecha y un apestoso blusón? Partede aquel sentimiento persistía aún y lehacía hablar de forma más directa que lonormal.

—¿Qué hay de malo en estar limpio?Haces que parezca un crimen.

—¿Acaso no te lo he pedido,

Marcelo?Valeria nunca se lo había dicho con

tantas palabras, sino que, por susinsinuaciones y la manera en quereaccionaba, él sabía que el aspecto deaquellos maltratados accesorios, asícomo sentir y oler el resultado de susesfuerzos, daban vida a las partes másescabrosas de las historias que él lecontaba. Era como si ella fuese unaespecie de amazona a la que se habíadenegado su verdadera vocación porhaber nacido en el momento equivocado,y estaba decidida a vivir su auténticavida, por sustitución, a través de él.

—Mi padre me lo ha prohibido,

aunque le he desafiado más de una vez—Marcelo se detuvo. Nunca le habíahablado a nadie sobre la orden de supadre, y el gesto torcido en el rostro deValeria era la evidencia de que hacerloahora no iba a suponer la aprobación dela chica. Buscó una excusa en su mente,consciente, mientras hablaba, de suspoco convincentes e ilógicas palabras,así como de la manera pusilánime enque las pronunciaba—. No puedoaprovecharme de su estado. Hasta queno esté lo bastante bien como pararetomar su vida, tengo que obedecerle.

Ahora las cejas de Valeria seelevaron, lo que le daba un aura de

belleza realzada.—¿Por qué te lo prohibió?—Dijo que era indigno, impropio de

un Falerio.—Y supongo que está bien para una

Trebonio, ¿no? —replicó Valeria consarcasmo, al tiempo que dejaba claroque no se le había escapado eldesprecio, incluso aunque Marcelo nohubiese pretendido decirlo—. Así queeliges agradar a tu padre antes que amí…

Marcelo no se sintió atacado poraquello.

—Es mi padre. No tengo elección.—¿Qué le dijiste cuando arregló el

matrimonio con la hija de ApioClaudio?

—¿Que qué le dije?El tono de voz que ella empleó a

continuación, persuasivo y ansioso, sonóa nota falsa.

—¿Yo te importo algo, Marcelo?Él miró a su alrededor, en parte para

evitar dar una respuesta, pero más paraasegurarse de que la esclava no habíaoído las palabras de su ama. La doncellaparecía estar muy concentrada en sulabor de costura, como si no tuvieseinterés en escuchar su conversación.

—¡Contéstame! —susurró Valeriaapremiante.

—No sé qué decirte.—Es muy simple, Marcelo. ¡La

respuesta es sí o no!Nunca habían hablado de esto,

aunque, a menudo, él había intentadollevar las conversaciones en estadirección, pero siempre sin insistir, unpoco a causa de que estaba inseguro desi las emociones que sentía consistían enamor o simple posesión. Había muchascosas de Valeria que le disgustaban,como su vanidad o la manera en quetrataba a sus padres y al resto de sufamilia. Era cruel con los esclavos, deun modo que él consideraba impropio,pues hacía que se humillaran ante ella

por causas menores; pero, por encima detodo, odiaba su forma de comportarsecon la gente de su edad. Era como ungato con las chicas, o bien buscaba quela abrazaran, o bien arañabadolorosamente. Con los chicos era peor,pues no podía soportar verloscortejando a ninguna otra. Su coqueteríale enfurecía, en especial cuando su únicaintención parecía ser darle celos.

—Sí —susurró él.—Entonces, ¿qué le dijiste a tu

padre sobre el compromiso?—¡No le dije nada!—¿Por qué no? —dijo ella entre

dientes—. Si me amas, tendrías que

habérselo dicho.Aquello puso a Marcelo ante de un

dilema. En primer lugar, el asunto habíacambiado: ella había pasado sinesfuerzo de un verbo, importar, a otro,amar, que era bastante sustancioso.Hasta Valeria, con lo obsesionada por símisma que estaba, debía saber que nadiele decía lo que tenía que hacer a LucioFalerio, y menos aún su hijo. Aparte deeso, él apenas podría admitir que habíapropuesto el nombre de ella como unaindecisa sugerencia, sólo para que leinformaran de que no se consideraba quelos Trebonio fuesen lo bastante buenospara relacionarse con los Falerio. Así

que inspiró profundamente, hinchando elpecho, y replicó con la única respuestaen la que pudo pensar, sin serconsciente, como siempre, de que aladoptar aquella actitud, parecía ysonaba pomposo.

—Mi padre exige, y merece, micompleta obediencia.

—Entonces, Marcelo, ¿por qué, si telo ha prohibido, vienes directamenteaquí desde el Campo de Marte? —élabrió la boca y la cerró, como un pezque respira bajo el agua, pero enrealidad no había nada que decir—. Túno me amas, Marcelo. Me quieres, esoes todo, ¿y qué harías conmigo una vez

que hubieses terminado? —la chica selevantó de golpe, lo que hizo que sudoncella, al notar que la chica a su cargose había enfadado, levantase la miradade la ropa que estaba remendando.Valeria ya estaba a medio camino de sudormitorio antes de hablar con ella porencima del hombro—. Marcelo Falerioya se va. ¡Haz el favor de acompañarle ala puerta!

Marcelo se quedó al otro lado de lapuerta trasera, desconsolado yenfurecido, y maldijo a Valeria igualque a sí mismo. Ella había subido a unahabitación del piso de arriba, y estabamedio asomada para poder verlo.

Obligada a echarse hacia atrás para noser vista cuando por fin él arrancó aandar, había logrado ver el semblantefurioso del muchacho, lo que le provocótanta risa, que tuvo que apoyarse en lapared de dentro para no caer, mientraspermitía que la piedra fresca sofocara elardor que emanaba de su hormigantecuerpo.

Quinto Cornelio recorría el estudio,con la mente acelerada mientrasintentaba sopesar las ventajas queobtendría por la ausencia de Roma deLucio Falerio Nerva, nervioso porque elencuentro estaba próximo, y eso ledejaba poco tiempo para pensar. Los

últimos informes estaban esparcidos porla mesa, evidencia de su precipitación alintentar encontrar en ellos una soluciónal problema de adónde debería marcharel anciano. No partiría de buena gana,desde luego: sería necesarioconvencerlo y eso, a su vez, implicabaque el asunto tendría que ser losuficientemente importante para superarun examen tan a fondo. Lucio tenía elpoder de cambiar cualquier cosa queeligiera, por tanto, su presencia no seríabienvenida fuera de Italia, ni siquierapor aquellos a los que había designadoél mismo.

No todos los rollos que había sobre

su mesa provenían de mensajerosoficiales, pues algunos eran solicitudesde las provincias que pedían ayuda paracontener la rapacidad de losprocónsules romanos. Había un excesode corrupción que necesitaba freno,aunque era algo conocido por Lucio y,teniendo en cuenta que había vivido conese conocimiento hasta ahora, noparecía probable que le entusiasmara laperspectiva de encabezar una comisióncualquiera para hacer que sus igualesejecutaran mejor sus responsabilidades.

Hispania era el destino lógico paraél, pues aquella tierra sombría causabamás problemas a la República que

cualquier otra, y la idea de que un bufóncomo Livio Rutulio fuese allá eraridícula. Dada su naturaleza, y sucerebro de garbanzo, propiciaría el tipode desastre que Roma había pasadoaños intentando evitar. Quizá un hombrecomo Lucio pudiera encontrar, dondeotros no habían podido, una manera decontrolar al tal Breno y de anular elpeligro que representaban las colinasfortificadas dominantes, como Palentia yNumancia. ¿Sería posible que, con suingenio, el hombre que controlaba Romapudiera burlar al antiguo druida: o bienllevar la paz a las provincias, o biendeterminar, de una vez por todas, que

nada se podía hacer? Para Quinto,Hispania ofrecía ventajas patentes, pues,al estar en el mismísimo límite delpoder romano, lo que además implicabauna travesía marina, alejaría al viejo desus asuntos por un largo periodo detiempo, al tiempo que le permitiría a élaumentar su propio prestigio a costa delde Lucio. En contra estaba el hecho deque su mentor lo vería tan claro como él.

Por otra parte, estaba esa revuelta deesclavos en Sicilia, sobre la cual, sihabía que creer a Silvano, estabanperdiendo el control rápidamente. Si esoera cierto, sería por culpa delgobernador. Si bien apoyaba a los

optimates, Silvano mantenía un tibiodon nadie. ¿Acaso tentaría a LucioFalerio la oportunidad de neutralizarlo ode atarlo corto? El senador salió de casapara dar el corto paseo hasta la puertade los Falerio, mientras repasaba en sumente los argumentos que iba a emplear,a sabiendas de que el viejo zorro astutoal que estaba a punto de visitarpercibiría cualquier deslealtad casiantes de que fuera pronunciada. Intentórelegar al fondo de su intelecto lainsistente voz que le decía que se habíaenredado en el encargo de un estúpido.

La simple mención del nombre deHispania provocó una mirada que le

dijo a Quinto, de manera muy clara, quecualquier discusión sobre el tema seríainfructuosa, así que lo sustituyóenseguida por su segunda idea.

—¿Sicilia? —dijo Lucio, lejos deestar complacido. Su rostro parecíaavinagrado, como si acabara de morderun limón.

—Ya no se trata de una revueltaaislada de unos pocos esclavos, LucioFalerio. Los últimos informesmencionan un ejército de esclavos.

—He leído los informes, Quinto, ylos he desechado como exageraciones,que es lo que tú tendrías que haberhecho.

—Estoy de acuerdo, Lucio —replicóQuinto, conciliador—, pero supondríanuna maravillosa excusa para queabandonaras Roma, sin salir en realidadde Italia. Podrías dirigir una comisiónpara investigar los disturbios. Puede quehaya algo de cierto en los rumores.Silvano insiste todavía en que enviemosa las legiones. Necedades, por supuesto:nunca llegará el día en que Roma tengaque hacer formar a un ejército contra losesclavos.

Lucio lanzó una mirada a su hijo,que estaba intentando parecer inocente.

—No tengo deseos de salir deRoma, Quinto. Que un par de nuestros

compañeros senadores hayan huido nosignifica que yo deba hacerlo.

Varias docenas de sus iguales, todosellos simpatizantes de la facción de losoptimates, habían encontrado de repenterazones apremiantes para visitar suspropiedades el día antes del atentadocontra su vida. Permanecerían fuera dela ciudad mientras pensaran que existíaalgún riesgo.

—¿Por qué intentaron matarte,padre? —preguntó Marcelo. Los tresquedaron en silencio. La mirada queLucio dirigió a su hijo hablaba por símisma, pero Marcelo era ya demasiadomaduro como para ser reprendido

delante de un extraño, incluso ante unotan eminente y cercano como Quinto. Eljoven hizo caso omiso de la mirada ysiguió hablando—. Si ese asesino lohubiera conseguido, ahora habríadisturbios en toda Roma. ¿Cuántossenadores habrían huido si ahoraestuvieras muerto?

—Eso no lo sé —replicó Lucio,pero Marcelo se dio cuenta de que elgesto de su padre había cambiado: sumirada fija había sido reemplazada poruna pícara expresión inquisitiva.Conocía demasiado a su hijo como paracreer que lo que estaba diciendo fueseespontáneo, pero reprimió su lengua,

pues su curiosidad era mucho mayor quesu ira potencial.

—Mi opinión es que quienes seoponen ponen a ti en el Senado estándetrás de ese acto.

—Los senadores no se rebajan alasesinato —dijo Quinto con desdén,aseveración que provocó una tosecillacortés, así como una mirada inexpresiva,por parte de Lucio—. Me inclino más apensar que fueron los partos losresponsables. Lo que sucedió, enespecial el inmediato asesinato de tuasaltante, apesta a intriga oriental. Perocreo ver a dónde está apuntando tu hijo.Me has nombrado heredero de tu poder,

y has informado a todos tus clientes deque esto es así, si bien en los momentosposteriores a un asesinato, no estoyseguro de poder reunir todo el apoyocon el que normalmente contamos. ¿Y silos otros, preparados y a la espera,eligen este momento para provocar elcaos?

—¿Cuántas veces habéis discutidosobre esto? —dijo Lucio con acritud, ala vez que miraba a uno y otro.

Quinto abrió la boca para decir quenunca, pero el joven se adelantó.

—Una vez, padre, y yo no le daría elnombre de discusión, igual que noquiero ser castigado por mostrar

inquietud a causa de tu salud.Lucio se esforzaba por mantener su

rictus de enfado. Incapaz de hacerlo, sevolvió hacia Quinto, no fuera queMarcelo captara un ápice de su gratitud.

—Lo que estás insinuando, Quinto,es que necesitas afirmarte poradelantado, para que así nadie puedatener ninguna duda de tu posición en elcaso de que algo me suceda.

—¡Sí! —replicó Quinto, con laesperanza de que su intento de agarrarsea aquel asidero no fuese demasiadoobvio.

—¿Sicilia? —dijo Lucio, mientraspaladeaba la palabra en su boca.

—No hay que apresurarse, Lucio.Puedes tomarte todo el tiempo delmundo en llegar allí.

—Tonterías, Quinto. Nadie secreería que me tomara la molestia amenos que el asunto fuese grave.

—Nadie se creerá que de verdad tehas ido, padre. Pensarán que estássentado justo en las afueras de Romaesperando para abalanzarte.

Lucio esbozó una extraña sonrisahacia Marcelo, mientras se preguntaba siel chico se había propuesto avisar aQuinto o sólo lo había hecho poraccidente.

—Necesitarás un legado militar,

Lucio. Puedo sugerirte a mi hermanoTito. Su periodo de servicio casi haconcluido.

—Una idea excelente, Quinto.El otro hombre habló como si no

pudiera creer lo que Lucio estabadiciendo.

—Entonces, ¿estás de acuerdo?—Lo estoy. Tendrás acceso a todos

mis documentos, Quinto. Además deeso, serás libre para actuar como loconsideres apropiado. Esta herida puederesultar una bendición.

—¿Cómo?Lucio clavó en Quinto una mirada

taladradora.

—Quizá pueda retirarme antes de loque suponía.

Envió recado a Servio Cepio nadamás marcharse Quinto, a pesar de queMarcelo se quejaba porque se iba afatigar. El cónsul senior no necesitabaque le suplicaran su asistencia: al fin yal cabo, su año de servicio, que élesperaba pacífico y provechoso, habíaempezado mal. De no haber sido cónsul,también él habría huido de la ciudad,aunque sólo fuera para alejarse de lasexageradas críticas de su compañeromás joven, Rutulio, que estabatotalmente a favor de diezmar, matandoa uno de cada diez, la población de la

ciudad; de manera que aquellos quehabían intentado matar a Lucio, y con él,a la facción de la que ellos eranmiembros, supieran que su vil hazaña noiba a quedar impune. Con tacto, y sin serdemasiado explícito, resumió las ideasde Rutulio a Lucio y le agradó ver que alPrinceps Senatus le parecían igual dedespreciables.

—¿Aún está decidido a marchar aHispania? —preguntó Lucio.

—Es su constante cantinela, como siesperase desgastar mi resistencia igualque el agua que cae sobre la piedra.

—He aceptado asumir una tarea enSicilia.

Cepio, pequeño y de rasgos afilados,demostró un gran control de sí mismo. Siaquella noticia le había sobresaltado,nada en su actitud lo delataba.

—¿De verdad? Entonces, la gente deesa provincia debería sentirse halagada.

—Por consejo del doctor, además delos ruegos de mi hijo. Dicen que estarfuera de Roma me ayudará arecuperarme. Quinto Cornelio insinuó amedias que me fuese a Hispania —Luciodejó de hablar; estaba seguro de que,con un momento para pensar, alguiencomo Servio Cepio entendería todas lasramificaciones de aquella idea—. Ledije que no, por supuesto.

—Muy sabiamente.—Lo que me inquieta, Servio, es

que, mientras esté en Sicilia, Rutuliopueda hacerse con suficientes votoscomo para presionarte a ti y emprendersu camino.

—Creo que Quinto Cornelio y yopodemos contenerlo.

—Eso es algo que me gustaría versolucionado antes de mi partida, de unaforma u otra.

Servio iba al mismo ritmo queLucio, si no uno o dos pasos por delante.Sabía que Roma se desestabilizaría conla partida de Lucio. La responsabilidadfinal sobre los acontecimientos recaía en

los cónsules, y si las cosas sedescontrolaban, ellos asumirían con lasculpas.

—La única manera de asegurarte tupaz mental es encargar a otra personaque vaya a Hispania.

—Que es por lo que te he pedidoque vinieras.

Servio levantó una mano y fuedescontando argumentos con sus dedos.

—Hispania merece atención, peroestá demasiado lejos para que tú viajeshasta allá. No se puede confiar enRutulio en una situación semejante, sibien quienquiera que se encargue deaquello ha de tener la talla necesaria

para asegurarse de que prevalecen losdeseos del Senado; y eso no nos dejamucha gente para elegir.

—¡No! —replicó Lucio—. Y lo queel Senado necesita en Hispania es aalguien bien versado en política, no enla guerra. He defendido durante añosque ese Breno debería ser sobornado yno atacado. Descansaré bien en mi lechosiciliano si sé que el hombre que fue aHispania no sólo compartía mis puntosde vista, sino que además tenía elingenio para llevarlos a cabo.

—He sido corto de vista, LucioFalerio, por lo que te pido humildementeperdón. Puede que el constante goteo de

ideas de Livio Rutulio me haya cegadosobre lo que se requería. Si me das tuapoyo, yo mismo me pondré en marchapara ir a Hispania.

—¿Y Rutulio?—Con Roma desequilibrada, tendrá

muchísimos asuntos de los que ocuparseen casa.

Servio, ahora un hombre satisfecho,se levantó para despedirse. El PrincepsSenatus acababa de hacerle un granfavor. Justo ahora, a pesar de todos losproblemas en la frontera, Hispania eraprobablemente un lugar más seguro queRoma. Cualquier error que se cometieraen el centro de la República perseguiría

por siempre a quien lo perpetrara; loserrores en la periferia, especialmente enun puesto que había burlado a hombresmás listos que él, no se tendrían encuenta. Se habría sentido menoscomplacido de haber oído lo que Luciole dijo a su hijo después de que élmarchara.

—Ambicioso, sobornable eintrigante. Quinto estará mucho mejorcon Rutulio. A él puede controlarlo,pero Servio Cepio, si se le presentarauna oportunidad de mejorar su posición,no podría resistir la tentación deaceptarla.

Capítulo Veintiuno

Marcelo estaba harto de mirar rollos,pero su padre había insistido: sólo élpodía ayudarle a separar los que quería,pues ya no confiaba en su administrador.Una vez que Quinto tuviese acceso aesta habitación, el hombre podríadecirle que se había llevadodocumentos, aunque no supiera lo quecontenían. Una vez que la segunda cajafuerte estuvo llena, Lucio la cerró, lepuso su sello y ordenó a Marcelo que laescondiera en la bodega. Entonces hizo

que lo llevaran al Senado en una litera, yallí propuso él mismo una moción,secundada por Quinto, para que unmiembro senior de la cámara fuese aSicilia a investigar los disturbios. Lavotación se desarrolló sin problemas;era cierto, había algunos que teníantierras allí y temían por sus ingresos,pero la mayoría buscaba un respiro de lamirada de águila de Lucio Falerio, quese aprestaría a enumerar sus errores sidebatían contra él.

Lo único que le estropeó el día aLucio fue que Casio Barbino, con elolfato de una comadreja, adivinó quequien había propuesto la moción quería

la tarea para sí. Propuso el nombre delFalerio antes de que el hombre que lohabía organizado tuviera la oportunidadde hacerlo, y habló de sus colegassenadores, en especial de Lucio y deQuinto, en términos tan excesivos quetodo el mundo en la cámara sabía queestaba mintiendo.

—¿Qué podría ser más apropiadoque esto: que nuestro más augustomiembro inspeccione en persona losasuntos de la más importante provinciade la República? Tuve la buena fortunade comprar algo de tierra en Sicilia anuestro augusto colega. Si algunohubiese dudado de que se preocupaba

más de Roma que de su propiobienestar, esas granjas me habríanconvencido de lo contrario. No eraasunto de Lucio Falerio Nerva el cultivode sus propiedades. No, amigos míos,pues había dejado que sus campos seecharan a perder y se arruinaranmientras él cuidaba de los asuntos deesta cámara. Me siento casi como uncriminal. Al fin y al cabo, pagué unprecio justo, pero ahora me encuentrocon que el rendimiento se haincrementado tanto, que ya estoyobteniendo beneficios.

Barbino se giró hacia Quinto, y surotundo volumen se bamboleaba

mientras intentaba contener su regocijo.—Ruego muy humildemente a Quinto

Cornelio, que comparte con LucioFalerio el amor por la República, queaúne la buena agricultura con la política.Permite que Lucio parta a Sicilia paraque se asegure de que todo marcha bien,para que vea con sus propios ojos cómoprospera la tierra, y si él está deacuerdo en hacerlo, yo, agradecido porsu sacrificio, tanto ahora como en elpasado, consagraré toda la producciónanual de sus antiguas granjas al templode Esculapio como señal de mi alivioporque se haya propuesto para una tareatan onerosa —movió la mano con un

gran gesto teatral que abarcó todas lasgradas—. Compañeros senadores,apoyo la moción.

Lucio había sonreído a Barbino en elcamino de salida, incorporándose en sulitera, decidido a que el hombre noviese que estaba disgustado, pero unavez que estuvo fuera permitió queMarcelo se hiciera una idea de loresentido que estaba. Sabía, igual quetodos los que habían asistido al debate,que Barbino nunca hubiera osadotratarlo así si él hubiera estado enbuenas condiciones.

—Tengo que hacer algo pararecompensar la elocuencia de ese

hombre cuando regrese. Casio Barbinopodría encontrarse con que tiene unlugar más destacado en el Senado. ¡Ocon que no tiene ninguno!

—Avanzaré despacio, TitoCornelio, con frecuentes paradas paradescansar; así debo hacerlo, pues losdoctores insisten. Además, tengo quemantenerme al tanto de lo que sucede enla ciudad.

Lucio había organizado un flujocontinuo de mensajeros para que seencontraran con él en la Vía Apia: noquería estar demasiado al sur si Quintodemostraba ser del todo incapaz. Asíque, no sólo lo retrasaría su salud.

—Necesito autoridad para actuar —dijo Tito.

—Tendrás toda la autoridad de miposición y mi persona —replicó Lucio.Podía ver por el rabillo del ojo aMarcelo, que movía su peso de un pie aotro en una demostración de impacienciapoco común y, a ojos de su padre, muyimpropia—. Me temo que debo cargartecon mi hijo, Tito Cornelio. Si le obligoa seguir el paso de mi litera, me llevaráa la tumba enseguida.

Marcelo dejó de moverse ypermaneció erguido.

—Consideraría un honor permanecera tu lado, padre.

—Un deber, Marcelo.—¡No!Marcelo deseaba ir con Tito más

que nada en el mundo, aunque lepreocupaba apartarse de su padre, pueslo que Lucio pensaba que eraimpaciencia, era en realidad indecisión.El anciano sintió que una lágrima leescocía en la comisura del ojo y aquellole sobresaltó, puesto que no era decarácter lacrimoso, pero su propio hijohabía perforado la coraza que rodeabasu corazón. Raras veces tocaba aMarcelo o le mostraba ninguna señal deafecto, pero ahora lo hizo: le pidió quese acercara más para darle un doloroso

abrazo.—Ve con Tito Cornelio, hijo mío, y

compórtate de forma que me hagas sentiraún más orgulloso.

—Espero que tu partida de Roma notenga nada que ver conmigo, Cholón.

—Por favor, te aseguro que no espor eso, dama Claudia.

Ella le dedicó una lúgubre sonrisa.—Sin embargo, pocas veces te veo

estos últimos días, incluso a pesar deque he prometido no hacer preguntasembarazosas.

Cholón apenas podía contarle laverdad: que, en nombre de Tito, habíaasumido un papel político activo y

buscaba a aquellos caballeros que, conhonestidad, iban en pos de reformas,más que la masa, que por lo generalconfundía tales cosas con la necesidadde mejorar sus intereses personales. Susesfuerzos acababan de empezar a darfruto, pues, de hecho, habían llegado aun punto en el que algún tipo de acciónera inminente cuando sucedió elatentado contra Lucio, acontecimientoque había supuesto una parada en todo.Algunos caballeros, como sussuperiores senatoriales, habíanencontrado razones apremiantes paraestar fuera de la ciudad; otros, conmenos cobardía, aconsejaban una

demora. Acelerar los asuntos deinmediato parecería sospechoso,conectado, de alguna manera, con elgolpe del asesino.

Cholón había argumentado locontrario (que una oportunidad comoaquella no se repetiría en años), perohabía sido incapaz de reunir apoyosuficiente. Entonces, cuando Quintoinformó a Tito de su nuevo encargo,acompañar al Princeps Senatus aSicilia, la mente ágil del griego habíaatado cabos. A pesar de sus mejoresesfuerzos, sus maquinaciones eranconocidas; peor aún, Quinto y suscolegas eran conscientes de que Tito

estaba involucrado. El sentido común ledictaba que también él dejara la ciudadpor un tiempo. Ninguno de aquellospensamientos se reflejaban en su rostro,que mantenía el mismo gesto que antes:inquieto, pero ligeramente divertido.

—¿Qué podría decirte que teconvenciera? Lo único que busco es unambiente más griego. Siento que meahogo en Roma y, además, con lamarcha de Tito… —Cholón se encogióde hombros, pero no dijo más.

—¿A dónde irás?—Iré bien hacia el sur, a Biaia, mi

dama, aunque reconozco que los templosde Sicilia me atraen. En especial,

Siracusa, que, como bien sabes, fuecolonia ateniense.

—Así que, ¿se acabaron las obras,Cholón, y las comedias que satirizabannuestros estirados modales romanos?

El tono de burla de su voz hizo queél fuera bastante brusco.

—Puede ser que, una vez que estélejos de la ciudad, sea capaz de veros avosotros, romanos, más claramente.

—Puede que incluso veas algunavirtud —Claudia sonrió y le tocósuavemente el dorso de la mano—. Y amí, ¿quién me queda a mí si Tito y tú osvais?

Cholón pensó que si Claudia tenía

algo de sentido común, tendría unahilera de amantes, pero no lo dijo.

—Tienes a tus nietos.—Cierto —dijo ella con amargura,

haciendo que él se diera cuenta de sufalta de tacto.

Cholón sintió un sobresalto al darsecuenta de que estaba en la misma ciudadque Lucio Falerio Nerva. Sólo el granvolumen de tráfico había hecho que seencontraran la primera vez, pues elajetreo de Neápolis era, si acaso, mayorque el de Roma. Sus literas, atrapadasen el atasco, acabaron una junto a la

otra. Lucio, que observaba a través deun hueco en sus cortinajes, lo reconocióde inmediato.

—¡Cholón Pyliades! —gritó. Elgriego reconoció el saludo pero decidióno responder, y el rostro del senadorasumió un gesto de mofa—. Oh, vaya,Cholón aún alberga un odio mezquinopor el malo y viejo Lucio Falerio.

Cholón no conocía demasiado bienal anciano, pero había estado más altanto que cualquiera de los pensamientosde Aulo Macedónico. Para Cholón,Lucio representaba la otra cara de lamoneda romana: mientras Aulo habíasido amable y generoso, este era cruel y

miserable. Sabía que, de niños, habíansido buenos amigos, y no era algoinusual, pero habían permanecidocomprometidos el uno con el otro, loque a él le había desconcertado, puestoque no parecían tener en común nada enabsoluto. Mientras podía ver confacilidad lo que Lucio ganaba con unamigo tan honesto como lo había sido sudifunto amo, no tenía ni idea de québeneficio reportaba a Aulo tal relación,y si había alguien en la familia quequisiera hacer justicia por lo que habíasucedido en Thralaxas, ese era él.

Había observado a Lucio losuficiente, mientras este se ocupaba de

sus negocios en Roma y apartaba algentío a su paso, acompañado por loslictores o, cuando estaba fuera deservicio, por su esclavo personal. Aquelhombre siempre le había dedicado ungesto muy amargo y un único propósito.Ahora le sonreía de oreja a oreja, algoque Cholón nunca había visto. Era comosi el calor del sur hubiese derretido su,por lo común, congelado exterior yLucio, delgado como era, mostrase laevidencia de cierta fuerza y el gradojusto de encanto, por la manera en queinsistió en que cenaran juntos.

—Tito Cornelio me contó que tededicabas a escribir obras —dijo Lucio,

con un gesto y un tono de voz quehicieron que sonara como si talocupación fuese similar a torturar gatos.Luego estaba la sospecha de que suanfitrión estaba siendo poco ingenioso apropósito, para no mencionar susactividades políticas.

—Ya sabes cómo somos los griegos,Lucio Falerio, siempre dejamos pasarlas horas por holgazanería. Como raza,carecemos de propósito.

Cholón había pretendido ciertogrado de ironía, pero le pasó del tododesapercibida a su anfitrión, que tomósus palabras al pie de la letra.

—Las obras ya son bastante malas,

pero deberías evitar a toda costa lafilosofía.

—No veo el daño que puedeprovenir de un estudio de filosofía.Estoy seguro de que el único objeto delasunto es la mejora de esa criaturadefectuosa, ¡el hombre!

—El único asunto no es más que undescontento alimentado. Los estoicosestán tan ligados a la virtud que ningúnhombre puede escapar a sus estrictasnormas, mientras que los epicúreos sondevotos del placer, que debe de estarconsolidado en la flagrante corrupción.

—Lucio Falerio, ese es el peorresumen de la filosofía que he oído

nunca. Mira, estoy de acuerdo contigo enla insufrible mojigatería de losestoicos…

Lucio le interrumpió con un gestomalintencionado en su descarnadorostro.

—Entonces, ¿no consideras que lacontinua persecución del placer debilitala moralidad?

Cholón se dio cuenta de que elanciano sólo pretendía resultarprovocativo, una diversión humorísticapara crear conversación, pues habíaetiquetado correctamente a Cholón comoseguidor de Epicuro, pero segúnhablaban, y a pesar de que afirmaba

despreciar todo el asunto, Lucio mostrósus verdaderos colores. Era de esperarcierta adhesión a los principios de losfilósofos en un hombre dedicado a lavida pública, y estaba claro que LucioFalerio era, en cualquier caso, un cínico.Discutieron sobre la virtud y lapersecución del conocimiento, los hiloscomunes del discurso socrático, y Lucioactuaba siempre como abogado encontra de cualquier punto de vista queCholón expusiera. Fue un gran placer yextremadamente complejo, pues elanciano, con toda su experiencialitigante en las cortes romanas, era unastuto adversario. Uno tras otro llegaban

los platos y los comieron todos; yahabían vomitado una vez, pero conaquella cantidad de deliciosa comida,Cholón se preguntaba si necesitaríavomitar una segunda vez.

Soltó un sonoro eructo en medio deuna frase.

—A riesgo de repetirme.—Privilegio que ya has ejercido

más de una vez.—Sería de buena educación dejarme

terminar —Lucio, que aún sonreía,asintió para que el griego continuara—.Lo único que digo es que si todos losconceptos filosóficos pudieranresumirse en uno solo; si un hombre

pudiera amar el placer y la virtud enigual proporción, tener un saludablerespeto por los dioses y, aun así, viviren armonía con la naturaleza; aceptarque el universo es mayor que él y que loque está predestinado no se puedecambiar, sino que se debe sufrir,disfrutar, de hecho…

Lucio meneó la cabeza con gestoburlón de sorpresa.

—Menudo hombre sería ese, contodas esas cualidades. El mismísimoJúpiter tendría envidia de semejanteportento.

—Ese hombre debería, por méritospropios, alzar su cabeza y sus hombros

por encima del rebaño —replicóCholón, en un tono ligeramentemalicioso.

—Cierto, y te contaré la diferenciaentre Grecia y Roma, Cholón. Vosotros,los griegos, lo encumbraríais, inclusohasta el punto de sufrir su tiranía.Nosotros, los romanos, lo expulsaríamosde la ciudad, eso si antes no lohubiéramos arrojado desde la rocaTarpeya.

—Entonces, es que sois bárbaros —dijo Cholón, fríamente.

—Unos con bastante éxito, ¿no teparece? —replicó Lucio con malicia.

—¿Es ese el secreto de la

hegemonía romana? ¿La barbarie?—¡No! —Lucio continuó con un tono

más serio—. Nuestro éxito se basa entres cosas. Tesón, mano de obra yflexibilidad —Cholón levantó una ceja,invitándole a que continuara—. Enépocas pasadas, ni siquiera la mejorclase de ciudadanos romanos era muybuena en actividades puramenteintelectuales. Somos granjeros quetienen que arar con dureza los surcos.Las actitudes que obligan a la tierra arendir, se transfirieron al campo debatalla. Recuerda que nunca dejamosluchar a un hombre que no tiene nadaque defender. Cada soldado de la legión

lucha por su propio hogar, por lo que nonecesitan arengas altisonantes nigenerales que deban fingir que sondioses. Pero, la verdadera dificultadpara nuestro enemigo es esta: que puedederrotar a un ejército, pero no al estado,porque, sin reyes, Roma es flexible. Elsiguiente cónsul formará otro ejército. Silo derrotan, o incluso lo matan,elegiremos a algún otro para que seencargue de la batalla. La República esimplacable.

—Así que, ¿habéis desgastado elmundo como hace la arena con losdientes? —preguntó Cholón.

Lucio asintió sonriente, aceptando

como un halago lo que el griego habíapretendido que fuera un leve insulto.

—¿Puedo sugerir un paseo al aire dela noche? Ya ha refrescado un poco.

El aire era templado sin llegar a sercaliente, y ahora caminaban a un pasolento que marcaba Lucio. Había tantosgrillos que resultaba difícil oír y elembriagador aroma de las florescolmaba su olfato.

—Aún queda mucho por hacer,Cholón. Antes de que ese hombreintentara matarme, estaba preparandouna moción para presentar ante lacámara que habría asegurado parasiempre los derechos de la clase

patricia. Es un triste reflejo de lodisminuidos que estamos, que muchoshayan abandonado la ciudad. Tuve quedejar a un lado mi idea de introducir laLex Faleria.

Cholón tuvo que lidiar con variospensamientos: si Lucio había sido tanabierto con él, quizá sus anterioresmiedos no estaban justificados, peroaquel delgado anciano era un maestro delas intrigas, así que podía ser una simpleestratagema para atraparlo. Sinembargo, había un pensamiento quedestacaba: dio las gracias en silencio alasesino que, sin él saberlo, habíaprestado un gran servicio a Roma.

—Me sorprende que, en talescircunstancias, hayas decididomarcharte.

—Al principio, no podía dormir —dijo Lucio, mientras tomaba el brazo deCholón para apoyarse—. Me inquietabacómo marchaban los asuntos en Roma,pero cuanto más me alejo de la ciudad,más cuenta me doy de que las cosas nodependen de mí. Quinto tiene ahora laresponsabilidad y como no hay nada quepueda hacer hasta que regrese a Roma,no tiene sentido hacer conjeturas.Además, esto me da la oportunidad dever cómo se las arregla. Después detodo, es posible que no sobreviva para

ver esos asuntos arreglados. Bien puedeser que mi moción acabe como la LexCornelia.

—Esa es una respuesta muy estoica—dijo Cholón con profunda ironía.

—No empecemos otra vez con eso.No creo que tenga fuerzas para másfilosofía.

El viejo senador estaba cansado;siempre había sido delgado, pero ahoraparecía un cadáver, y la luz de laslámparas de aceite repartidas por eljardín arrojaban sobre sus enjutosrasgos un relieve afilado y esquelético;incluso sus ojos, a esta hora tardía,habían perdido su brillo.

—Aún así parece un paso extrañopara que lo tú lo des. Sicilia está algopor debajo de tu dignidad.

—Puede parecerlo de primeras,pero según los últimos informes, lascosas están empeorando sin cesar —elanciano suspiró, mientras se frotaba losojos con las manos—. Puede ser queSilvano tuviera razón. Si hubiésemosenviado las tropas en primer lugar,habríamos aplastado todo estomuchísimo antes.

—Estás fatigado, Lucio Falerio.—Sí que lo estoy, Cholón. La herida

aún me molesta, pero aquí estoy, frente aun delicado problema. Me levanté en el

Senado e hice que la asamblea votasecontra la propuesta de enviar tropas,igual que hizo Quinto. Ahora resultaríaextraña una petición de soldadosproveniente de mí.

—Si son necesarios…Lucio lo dejó pasar, demasiado

cansado como para explicar todas lascomplejidades: poco bien le haría aQuinto que su primera propuesta seria ala cámara fuese una contra la que, enorigen, Lucio y él habían argumentadocon vehemencia.

—Me queda un consuelo. Puede queen esta etapa tardía de mi vida llegue acomandar un ejército.

—¿Me aceptarías un consejo sobreel nivel de vida al que deberías aspirarahora?

—No —replicó Lucio con dureza, asabiendas de que Cholón sólo loutilizaría para ensalzar a su fallecidoamo—. Pero me pregunto si serías tanamable de visitarme mañana. Puede quebusque otra clase de consejo.

—Eres griego. Ellos también songriegos.

—Eso es una simplificaciónexcesiva, Lucio Falerio —respondióCholón—. Yo soy ateniense. Losesclavos de Sicilia son macedonios opalurdos de Asia Menor.

Lucio, que tenía buen aspectodespués de haber dormido toda la noche,rechazó aquella objeción con unmanotazo.

—Deseo intentarlo antes de pediruna legión a Roma. Si tengo éxito podréalegar haberle ahorrado dinero y vidas ala República y, si te sirve de algo, fuealgo que dijiste anoche lo que me dio laidea.

Una vez más, Cholón tuvo lasensación de que Lucio estaba siendofalso, que no estaba dispuesto a explicardel todo sus motivos, pero lo agradeció.Los caballeros ya eran bastante malos,pero los enredos de la política del

Senado le resultaban demasiadodesconcertantes, y tampoco lograbarecordar haber dicho nada que pudieseprovocar semejante idea en el senadorla noche anterior. La oferta eratentadora, a pesar del peligro, puesactuaría en nombre de Roma, con el tipode autoridad para hacer la paz o laguerra que en su día había disfrutadoAulo Cornelio Macedónico. Y, como lehabía dicho a Claudia, tenía medio enmente ir a Sicilia y visitar los templosde todas formas.

Capítulo Veintidós

Áquila no podía estar más erradosobre Didio Flaco; si bien apoyaba otroataque a los rebeldes, su principalinterés seguían siendo los ingresos de sugranja, y no estaba solo, lo quedificultaba mucho la labor delgobernador. Tenía pocas fuerzas a sudisposición; aparte de un puñado desoldados romanos de caballería, lamayor parte de los hombres a susórdenes eran lugareños escasamenteformados, mal equipados y peor

dirigidos. Estupendos para labores deguardia, pero inútiles para luchar contrauna fuerza creciente de rebeldes si nopodían contar con el respaldo de tropasde veteranos reclutados en las granjas.El plan para hacer otra incursión através de las montañas había sufridoinfinitos aplazamientos, las acciones dequienes habían solicitado apoyo noestaban coordinadas. Por décima vez,había enviado a Roma una solicitud deasistencia, a la que habían hecho oídossordos. La ciudad tenía demasiadosproblemas de los que encargarse; lahuida de unos cuantos esclavos apenashabía tenido eco, especialmente cuando

sus propietarios todavía no habían vistomermar sus beneficios debido a lainsurrección.

La noticia de que iba a recibir a unrepresentante del Senado, en lugar desoldados, provocó una furia enorme enSilvano, acentuada por el hecho de quela persona enviada fuese Lucio FalerioNerva. Como consecuencia de estamisiva, envió informe tras informe,describiendo el deterioro de la situacióny mandando volver a todos susmilicianos a sus cuarteles, de modo quelas tres bandas distintas eran libres dedeambular prácticamente a su capricho.Evitaban lugares bien protegidos, lo que

significaba que Flaco se quedabaprácticamente solo, libre parapreocuparse de la siembra de invierno.Sus acequias estaban terminadas, latierra de cultivo se había incrementadoen un cuarto, con lo que prácticamentehabía reemplazado las secciones enbarbecho y, puesto que había vuelto aponer a mujeres y niños a trabajar en loscampos, tenía suficientes esclavos parala siembra de aquel año, consciente deque perdería parte de ellos, los que nopodían trabajar con las escasas racionesque recibían para alimentarse.

Llovía a cántaros, empapando a todoel mundo, con la lluvia llevada por un

viento que parecía lo bastante fuertepara acallar al mismísimo monte Etna.Áquila, tropezando y resbalandomientras su caballo intentaba mantenerel equilibrio en los senderos enlodados,trataba de ganar velocidad. Cuanto anteslograse encontrar algún tipo de abrigopara aquellos esclavos liberados, mejor;debilitados por el trabajo, el hambre yla tensión de su escapada y, ahora, aquelmal tiempo, tenían que cargar conmuchos de ellos. Sorprendido alencontrar a Gadoric en su punto deencuentro, se adelantó, dejando que elresto de sus hombres llevasen adentrosus cargas. La mirada del celta no fue de

bienvenida e hizo una seña a Áquilapara que saliese del campamento ypudiesen hablar en privado.Desmontaron y se acurrucaron en suscapas bajo un árbol. Gadoric miraba dereojo la fila de esclavos que entraba enel campamento.

—Tenemos que detenernos duranteel invierno.

Áquila dirigió una mirada irónica alcielo grisáceo cubierto de nubes.

—Puede que sea demasiado tarde.—He intentado persuadir a

Hipólitas, pero no me escucha. Estáobsesionado con liberar a tanta gentecomo sea posible, aunque apenas

podamos alimentarlos. Cree que cuantosmás tengamos más fuertes seremos.

—Sin duda es decisión tuya,Gadoric. Ahora eres un hombre libre,puedes parar esto cuando quieras.

El celta ignoró la mordazobservación.

—Díselo a Hipólitas. Últimamenteno está tan dispuesto a escuchar misconsejos.

—Dudo que alguna vez lo estuviese.Los dos hombres se miraron el uno

al otro; uno, un hombre alto, adulto, concicatrices procedentes de numerosasbatallas, y el otro, un joven de cabellodorado, casi igual de alto, pero sin

marca alguna. Ninguno de los dos queríaser el que dijese lo que ambos tenían enmente: que el griego estaba siendovíctima de su propia retórica. Hipólitasestaba empezando a creerse invencible yno tenía deseo alguno de aceptarconsejos de nadie.

—Si logramos convencer a Tirteopara que se una a nosotros, Hipólitastendrá que ceder. Tenemos queencontrarle y convencerle.

Áquila se limitó a asentir con lacabeza, sin convencimiento, y fue asupervisar su cargamento.

Seguía lloviendo sin parar cuandoencontraron el campamento de Tirteo.

La lluvia corría por su espaldaencorvada y bajaba por los flancos delcaballo. Gadoric levantó la cabeza paraexaminar la garganta, cortada de formairregular de oreja a oreja.

—Eso es lo que pasa cuando eresblando —gruñó Penteo, que, con el pelogris pegado a la cabeza, tenía másaspecto de cadáver que su difunto líder—. Era como tú, temía derramar sangre.

—¿Qué pasó? —preguntó Áquila.Penteo se encogió de hombros, como

si lo que tenía que decir importase poco.—Uno de los guardias tenía un

cuchillo. No le registraron bien.—Quedaos aquí —replicó Gadoric

—. Ni un ataque más hasta que tengáisnoticias mías.

Penteo abrió los ojos, sorprendido, ymiró a Áquila con aquella profunda yarraigada sospecha que ya era habitualen él. También parecía a punto deprotestar, pues, como segundo en lacadena de mando, el liderazgo de aquelgrupo recaería naturalmente en él y, conÁquila en un puesto similar, su falta deaños no podía ser utilizada en su contra.Gadoric, alzándose como una torresobre él, habló primero.

—Tendrás tu ración de lucha,Penteo, no temas. Tal vez más de la querealmente deseas.

No fue fácil convencer a Hipólitas.Se veía como la única causa del éxito delos bandidos, olvidando que,personalmente, no sabía manejar unarma. Áquila estaba en lo cierto cuandohabía insinuado que el hombre habíacaído presa de su propia palabrería,pero quienes le rodeaban también habíancontribuido, mostrándose servilmente deacuerdo con todo lo que el líder decía yhalagándole a menudo de maneraescandalosa. Gadoric pronto se diocuenta de que el griego no atendería arazones, por lo que el celta decidiósabiamente seguirle el juego, pintándolela hermosa estampa de un gran ejército

de esclavos realizando fabulosasconquistas. Las ciudades abrirían suspuertas y ofrecerían homenajes, no a losesclavos, sino a su líder Hipólitas, y lamismísima Roma se estremecería al oírsu nombre, pero todo ello estaría enpeligro si seguían con sus asaltos depoca monta.

Al principio, Hipólitas no hizointento alguno por ocultar su desdén porlos últimos consejos militares deGadoric, pero la situación cambió deforma inexorablemente, a medida queaquella imagen de grandeza personal sedibujaba ante él. Sus ojos, ligeramenteelevados, miraban por encima de la

cabeza del hombre hacia el humosulfuroso, que se alzaba en la lejaníadesde el volcán humeante, apenasvisible contra el cielo gris; luego sumirada se volvió vidriosa, como sipudiese ver con claridad en su mentetodo lo que se le ofrecía. Sus labios semovían silenciosamente mientrasGadoric, siguiendo la tradición de suraza, tomaba prestados elementos de unrelato épico para crear otro. Los labiosdel griego empezaron a moverseprimero, rápidamente seguidos por sucabeza, que asentía con cada triunfoimaginario. Gadoric acabóprácticamente por cantar su historia,

pero controló su voz, que volvió a lanormalidad.

—Pero, para hacer todo estodebemos alimentar a nuestros hombrescon miras a fortalecerlos. Debemosentrenarlos adecuadamente para lalucha, como un verdadero ejército, otomarán el campo de batalla comogentuza descontrolada.

Áquila interrumpió; creía queGadoric había ido demasiado lejos,puesto que sin duda Hipólitas albergabacierta tendencia al endiosamiento. Eraevidente en su voz cuando habló concierto toque irónico:

—No te gustaría que tu nombre se

asociase con gentuza, ¿verdad,Hipólitas?

El griego salió de su estado cercanoal trance para mirar fijamente al joven y,por primera vez, Áquila vio undesagrado sin disimulos. Luego sus ojosse dirigieron al amuleto de oro quecolgaba de su garganta y la mirada pasóa ser de codicia. Consciente de queHipólitas lo codiciaba, Áquila agarró eláguila con la mano, preguntándose sihabía echado a perder la idea deGadoric por aquel prosaico yligeramente irónico comentario, y lamirada de su amigo le indicó sin lugar adudas que así era.

—Eres un hombre sabio y un hombrecomo tú se maneja con prudencia —continuó, intentando distender laatmósfera—. Debemos tomar unaciudad, tú mismo lo has dicho. ¿Quéciudad? ¿Cómo atacaremos? ¿Cuántoshombres necesitaremos? No podemosdejar estas cosas al azar.

Esta sarta de preguntas cambió lascosas, puesto que Hipólitas, aún en susmomentos de mayor endiosamiento,sabía que no estaba cualificado parajuzgar tales cuestiones. Poco a poco,ahora sin dificultad, se vio obligado adarles la razón en todo. Pondría fin a losasaltos, salvo cuando fuese necesario

conseguir comida, iniciaría másentrenamientos y pondría a otroshombres a forjar armas. Gadoric, conÁquila y una pequeña banda de hombresa caballo, llevaría a cabo elreconocimiento de diversas ciudadessicilianas y decidiría cuál era másfactible atacar.

—¿De verdad podemos tomar unaciudad?

La pregunta fue hecha al ver lasdistantes murallas de Agrigento. ParaÁquila parecían tan inexpugnables comotodas las que había visto en las últimassemanas y aunque se encontraba cómodoen la silla, estaba cansado de sus viajes

sin fin. No habían pasado todo el tiempocabalgando o contemplando murallas,gran parte la habían dedicado a hablarcon los lugareños, que en su totalidadparecían albergar similares opinionespoco halagüeñas sobre las ventajas depertenecer a Roma.

Aquí, en el sur, si teníanconocimiento de la revuelta de losesclavos en Mesana, apenas habíatenido eco. No sospechaban queaquellos jinetes bien alimentados quehablaban un griego prácticamenteininteligible con acentos bárbaros noeran simples viajeros, por lo que eranlibres para criticar a Roma, añorando

una edad de oro muy anterior a la tutelade Cartago, cuando la isla había sidogobernada por la oligarquía griega deSiracusa. A partir de ahí, Gadoric sehabía ido solo para inspeccionar elpaisaje con la mirada del guerrero queera. Fue después de una de aquellasexcursiones solitarias cuando llegaron aaquel lugar. Escuchó la pregunta, sonrióy habló en voz baja para que sólo elmuchacho pudiese oírle.

—No mediante un asalto, Áquila,pues no contamos con ninguna de lasarmas de asedio que tenéis los romanosni nada similar para derribar lasmurallas, ni tampoco los conocimientos

necesarios para construirlas, sino, talvez, negociando.

La respuesta llegó cargada desarcasmo.

—Nos gusta vuestra ciudad, porfavor, ¿os rendís?

Gadoric señaló más allá de lasmurallas que contemplaban, dirigiendosu dedo hacia el feroz mar azul grisáceo.

—Agrigento es la ciudad sicilianamás cercana a África. Yace, sin ayudaalguna, entre dos grandes ríos, algo que,si creemos a los granjeros de la zona,siempre la ha hecho vulnerable.

—¿Por qué?—Toda ciudad asediada busca una

forma de aligerar el asedio. Agrigentoes un puerto, por lo que ese aliviovendría más fácilmente por mar. Eso eracierto cuando la ciudad era cartaginesa,pero, ¿dónde está la flota romana?Probablemente desperdigada por todo elMediterráneo.

—¿Soldados?—Cualquier ejército que viniese por

tierra tendría que cruzar un río fácil dedefender, elija la ruta que elija.

Áquila volvió mentalmente a suniñez, a Clodio enseñándole a nadar,algo que todo legionario debía aprender.

—Eso no detendrá a un ejércitoromano.

Gadoric le sonrió.—¿Qué ejército romano? Imagina

que estás dentro de esas murallas, queno son tan imponentes como parecendesde esta distancia. Lo sé, lo hecomprobado. Como no había ningunaamenaza creíble, han dejado que searruinen. Has oído rumores sobre unosdisturbios en el norte, unos cuantosesclavos haciendo asaltos y saqueos, yde repente, una mañana, te levantas yencuentras a todo un ejército acampadoen la puerta de tu casa.

—No creo que podamos llamarnosejército aún.

—Lo seremos para cuando

lleguemos aquí. Pretendo marchar haciael sur por la llanura de la costa,recogiendo a todos los esclavos quepodamos por el camino.

Áquila miró a Gadoric con ciertogrado de aprensión: ¿también él habíacaído víctima de su visión? Hacía quetodo sonara tan simple, como si suspotenciales oponentes fuesen gente sinimportancia, en lugar de las formidableslegiones que habían conquistado todo loque se habían propuesto. Era un sueñotentador, que eliminaría todas susdificultades. Desgraciadamente, suorgullo por las proezas militaresromanas, profundamente arraigado, no le

permitía compartirlo.—¿Y si las negociaciones fracasan?

¿Qué pasa si te encuentras ante lasmurallas cuando lleguen a los romanos?

Gadoric le miró fijamente con suúnico ojo, bajando la voz nuevamente, ylas palabras que utilizó pusieron derelieve dos hechos: primero, que el celtatenía los pies bien anclados sobre latierra y, en segundo lugar, que, aunsiendo grandes amigos, se enfrentaban adilemas muy diferentes.

—Entonces lucharemos, Áquila.Debemos seguir adelante, porque nopodemos volver atrás. Sólo tú tienes esaopción.

Penteo había vuelto a llevar a sushombres al campamento principal,puesto que su primera intención eraconseguir que Hipólitas le confirmasecomo igual de Áquila. Desde esaposición se propuso dominar a loshombres que habían quedado atrás, cosamás difícil que su otra tarea, que eraconvertirse en el único confidente dellíder. Esto último lo logró alcanzandonuevas cotas de halagos a Hipólitas. Elde Palmira era visto cada vez más amenudo con Penteo, asintiendosabiamente mientras su compañeroexponía alguna idea sobre la gestiónfutura del ejército de esclavos. En cada

reunión, los demás oían a Penteo repetirel mismo mensaje, que era recibido conaplausos.

—Recuerda, Hipólitas, que sólo túeres nuestro líder. Queremos que tú, ysólo tú, nos guíes. Tú ordenas y nosotrosobedecemos.

Minaba con insidias y asiduidad laposición de Gadoric, no haciéndole demenos, sino alabándole. Hipólitas nopodía cuestionar la capacidad militardel celta, pero el goteo constante dealabanzas de Penteo, salpicado dealusiones a su superior y preclaro genio,erosionó rápidamente cualquier buensentimiento que Hipólitas albergase por

el hombre con quien había escapado.Penteo, al parecer siempre deseoso deagradar, explotaba sutilmente lasituación, alimentando poco a poco elcreciente ego del líder.

—Mírame, Hipólitas. Yo no erasoldado. Era granjero antes deconvertirme en esclavo y, aún así, cogíuna lanza y salí a luchar. Puedo,modestamente, afirmar que he tenidocierto éxito.

—Yo le insinué a Gadoric quepodría hacer lo mismo.

—¡Y te dijo que no! ¿Tal vez temaponerte en riesgo?

El hombre mayor frunció el ceño al

oír aquello y Penteo no añadió nadamás; bastaba para que Hipólitas sacasesus propias conclusiones. Por elcontrario, pareció cambiar de tema.

—Me pregunto si es prudente nohacer nada en absoluto en todo elinvierno. ¿No lo verán los romanoscomo un signo de debilidad, un signo deque la rebelión se ha agotado?

La noticia de su regreso a casa sepropagó con rapidez y un gentíoconsiderable se congregó antes de quehubiesen desmontado. Hipólitas recibióa Gadoric como a un hermano perdidohacía mucho, tomándolo en sus brazoscon una sonrisa, abrazándolo y

arrastrándolo luego a su cabaña. Áquilales siguió lentamente, dejando que losdos viejos camaradas disfrutasen de unmomento a solas. Echó un vistazo por elcampamento, ahora bien organizado, conun montón de cabañas nuevas en lugarde las tiendas de mimbre improvisadasque había cuando llegaron allí porprimera vez. Algunos de los hombres alos que habían comandado seadelantaron, ansiosos por saludarle,pero la sonrisa se borró de su caracuando le dijeron lo que había sucedido,lo que provocó que diese media vuelta yentrase a toda prisa en la cabaña.

—¡Penteo! —el grito de aquella

única palabra hizo que los dos hombresse girasen para mirarle—. ¿Cuántotiempo hace que se fue?

—¡Te atreves a cuestionarme! —repuso Hipólitas.

—¿Áquila? —dijo Gadoric,sorprendido por la expresión del rostrode su amigo.

—Se ha ido en busca de Flaco conochenta hombres.

—¿Quién? —inquirió el celta,todavía confundido.

—Penteo tenía mi bendición —dijoHipólitas, con un manotazo displicente—. Acordamos que…

—¡Viejo idiota! —hacía mucho

tiempo que nadie cuestionaba aHipólitas, y mucho menos le insultaba, yla sorpresa de su rostro fue total, casicomo si hubiese recibido una bofetada—. Desea vengarse de Flaco desde queempezó esta revuelta. Gadoric lemantuvo alejado de la zonaprecisamente por esa razón.

El celta todavía parecía confuso y laatronadora respuesta de Hipólitas no leayudó.

—¡Yo soy el líder aquí! No creasque esa fruslería que llevas colgada alcuello te da derecho a cuestionarme.

En absoluto intimidado, agarró suamuleto, mostrándoselo a Hipólitas.

—No estoy seguro de en quéconfiaste, en mis sueños o en esto, peroel mensaje era claro. Nada de sangreromana, ¿recuerdas? Esa era la norma yse suponía que nos daría algunaesperanza.

Por primera vez, Hipólitas, con losojos llenos de temor fijados en el águila,pareció dudar, y su voz, por una vez,carecía de confianza.

—Penteo sabe eso tan bien comocualquiera.

—No te dijo adónde se dirigía,¿verdad?

—Debemos recordar a los romanosque estamos aquí.

—Hipólitas —dijo Gadoric contristeza.

—¡Fuera! No permitiré que se mehable de este modo —gritó el griego—.Debéis obedecerme.

Gadoric lo cogió por los hombros,lo zarandeó y le habló en voz baja.

—No huimos de una tiranía parasoportar otra, Hipólitas —se miraronfijamente el uno al otro durante unossegundos, antes de que Gadoric volviesea hablar—. Ve a buscarle, Áquila.Detenlo si puedes.

Su nariz le informó antes que susojos de que llegaba demasiado tarde; elviento del norte llevó hasta sus fosas

nasales una bocanada de aire quemado.El caballo, al que había llevado allímite de su resistencia, estaba agotado,de modo que no podía hacer queacelerase el paso. El humo negro sealzaba en el cielo y, conforme seacercaba, vio las llamas en la base.Entonces oyó los gritos, agudos, que semezclaban con una sonora risa maníaca.El fuego subía y se elevaba sobre loscuarteles que una vez fueran su casa.Cuando vio lo que Penteo y sus hombresestaban haciendo, bajó de su caballo deun salto y corrió todo lo rápido quepudo hacia el fuego. Los gritos se hacíanmás fuertes, así como la risa, y apenas

vio la hilera de cuerpos desollados quecolgaban de los árboles. Aunque sihubiese observado con más atención, nohabría reconocido a ninguno de loshombres con los que había convivido,como Dedón y Charro. La piel habíasido arrancada de los cuerpos, dejandoal aire una masa pastosa que goteabahasta el suelo oscuro y sobre el montónde duelas rotas que había a sus pies.

Vio a una de las mujeres huir poruna ventana, con el pelo en llamas, loque en la distancia hacía que parecieseuna antorcha encendida. Llevaba a unniño pequeño en brazos. Uno de loshombres de Penteo le puso una

zancadilla, la agarró mientras caía, laizó a ella y al niño con fuerza y luegovolvió a arrojarlos al edificio en llamas.Áquila estaba ahora en medio de losasaltantes: algunos de los hombres,asqueados como él, se habían retiradode aquella atrocidad. Penteo estaba enmedio del recinto, dirigiendo laoperación, con la cara y los brazos rojospor la sangre que le había salpicadotodo el cuerpo. Rodeado por las llamas,con la mirada salvaje y su pelo gris,parecía un loco, riéndose con aquelagudo cacareo que le poseía enpresencia de la muerte. Gritaba conenloquecido deleite mientras sus

hombres arrojaban sus lanzadas hacialas ventanas para hacer retroceder a lasmujeres que intentaban escapar de lasllamas que lo consumían todo.

Áquila lo agarró y lo volteó,abofeteándolo para intentar querecobrase el juicio.

—¿Qué estás haciendo?—¡Putas! —escupió Penteo

señalando los cuerpos que colgaban delos árboles—. Dieron placer a esasalimañas. Algunas de ellas esperan hijosde esos bastardos. Este fuego limpiaráesa plaga.

Áquila le dio un puñetazo que le tiróal suelo, luego corrió hacia aquel

infierno gritando el nombre de Foebe,pero ya no había nadie vivo allí, pueslas llamas habían empezado a engullir elaire y se alzaban formando un picoparpadeante, llevándose consigo lasalmas de las mujeres y niños muertos enuna enorme pira funeraria. Algunos delos hombres de Penteo, tanensangrentados y con los ojos tanenloquecidos como su líder, le habíanvisto asestar el golpe, habían visto caera su líder, y se dirigían hacia él,furiosos. Otros, principalmente hombresque habían servido con Gadoric, y queno habían participado en aquellabarbarie, se adelantaron para protegerle,

con las espadas y las lanzas dispuestas.Por un momento, ambos grupos seencontraron uno frente al otro, hasta queuno de sus rescatadores cogió a Áquiladel brazo y lo alejó de allí. Sólo cuandose hubo alejado del calor del fuego sedio cuenta de que estaba llorando.

Le llevaron hacia una honda fosa quehabían excavado en el suelo, rodeadapor grandes sacos de grano; Áquila seapoyó en uno y miró hacia abajo. Allíestaba Flaco, tan ensangrentado comolos hombres de los árboles, pero aúncon vida. Le habían cortado manos ypies y Penteo había colocado las manosdonde debían estar los pies, y los pies

en el lugar de las manos.—Ahí está —Áquila se giró para

mirar a Penteo, cuya mirada no habíaperdido un ápice de la locura de antes.Se reía como un loco mientras hablaba—. Tu amigo romano ya no es tanpoderoso, ¿verdad?

Áquila quería matarle, pero si lointentaba ahora, otros morirían.Aquellos dos grupos de hombres, queseguían mirándose con desconfianza,lucharían y, una vez iniciada la lucha,¿quién podía saber cuántos acabaríanmuertos? Ya nada podía hacer por Flacoy Foebe. Penteo se acercó más, el olorde su sudor mezclándose con el hedor de

la sangre seca.—¿Oíste esta profecía, Áquila?

¿Que no moriría hasta verse cubierto deoro? Me la contó mientras le arrancabala piel.

Echó la cabeza hacia atrás y rio confuerza, y quienes le apoyaban tambiénrieron, una loca cacofonía mezclada conel fuerte crujido de las llamas. Áquila sedio la vuelta y saltó a la fosa paraarrodillarse junto a Flaco. Los ojos delcenturión, mirándole desde su caraaplastada y cubierta de sangre,parpadearon al reconocerle.

—Nunca te di las gracias por nodarme la espalda, Flaco —y con esto,

sacó una moneda de su bolsa y empezó acolocarla bajo la lengua de Flaco—. Nopuedo vengaros a ti y a Foebe ahora,pero lo haré, lo juro. Piensa bien de mícuando hayas cruzado el Estigia.

Los ojos volvieron a parpadear y loslabios se separaron para revelar losdientes pulverizados. Un suave siseoescapó de la garganta del centurióncuando la moneda cayó en el charco desangre de su boca. Intentaba hablar, perono salió ninguna palabra. Áquila selevantó y, sacando su espada, le saludócomo el soldado romano que había sidouna vez. Unas manos descendieron paraayudarle a salir de la fosa y se quedó

mirando en silencio mientras loshombres de Penteo rajaban los sacos.Luego, entre gritos de regocijo,vertieron el grano en la fosa, sofocandola vida que le quedaba y cumpliendo laprofecía del que una vez fuera centurión,Didio Flaco.

Capítulo Veintitrés

No tenía más opción que enviar unmensaje verbal: Gadoric no sabía leer niescribir, de modo que Áquila le envió sudespedida con uno de los hombres enquien sabía que el celta confiaba.Rodeado por las ruinas llameantes de lagranja, había visto a Penteo dirigir a sushombres de vuelta a las colinas. Loscuerpos ensangrentados de losmercenarios seguían colgados de losimprovisados patíbulos, así que los bajóy trasladó los cadáveres a las ascuas,

luego apiló leña sobre ellos para hacerun fuego. Una brasa encendida bastópara prender la tumba de Flaco; el granoarde con facilidad, especialmentecuando está seco. Sólo entonces recordólas palabras de Penteo sobre el hecho deque las mujeres estaban embarazadas delos mercenarios. ¿Habría llevado Foebeen su vientre un hijo suyo? Era posible.Tocó el águila que llevaba al cuellobuscando orientación, mientrasrecordaba la forma en que ella la habíatocado, y se sintió culpable; nunca habíaintentado realmente liberarla de unavida que debía de haber odiado despuésde su partida.

A su espalda, las llamas volvieron aalzarse hacia el cielo, alimentadas porla grasa de los numerosos cuerpos delos mercenarios, y supo que era hora deirse, pues el humo atraería a loshombres de las granjas cercanas paraaveriguar qué había pasado.Desandando el camino sin saberrealmente adónde se dirigía, Áquilaabandonó su intención original de seguiral grupo que iba delante de él hastapoder encontrar a Penteo solo y matarlo.Eso le devolvería a una situación quedecidió evitar después de haber perdidotodo sentimiento hacia aquella revuelta,que parecía más diseñada para

satisfacer a Hipólitas que para liberar amás esclavos. Al menos Gadoric sabríalo que le preocupaba y esperaba que lecomprendiese, y tal vez se desvincularíade aquella inútil empresa antes de quefuese demasiado tarde.

Cabalgó hasta que estuvo demasiadoexhausto para seguir avanzando,desmontó, se preparó un lecho parapernoctar y pasó las horas de oscuridadagarrado al águila, perseguido porsueños de fuego y muerte. Las semanassiguientes las pasó solo, lo bastantecerca del campamento de esclavos paraobservarlos, pero lo bastante lejos paracazar y pescar en paz. Dormía bajo las

estrellas, envuelto en su capa, y lasnoches se iban haciendo más cálidas amedida que se acercaba la primavera.

—¿Dónde están ahora? —preguntóTito.

Silvano miró a Marcelo antes deresponder, preguntándose por qué aqueljoven, que todavía no tenía edad para elservicio militar, participaba en aquellasconversaciones. Él le doblaba la edad aaquel legado, Tito Cornelio, y habíaocupado muchas magistraturasimportantes en Roma antes deconvertirse en gobernador de Sicilia y,aún así, se veía obligado a explicarsecomo un don nadie. Clavó un dedo en el

mapa que había sobre la mesa situadaentre ellos.

—Abandonaron las montañas haceunas tres semanas, se dirigieron al sur,rodeando Catana y Leontini. Creemosque van a marchar sobre Siracusa.

—¿Cuántos son?—Su número aumenta día a día —

respondió el gobernador, como si fuesedemasiado obvio para que fuesenecesaria una explicación.

—El número importa poco —dijoTito—. Lo que quiero saber es sucapacidad de lucha. Si reclutamos atodos los romanos de la isla,¿podríamos crear una fuerza lo bastante

poderosa como para oponer batalla o, almenos, reforzar Siracusa?

Silvano se molestó, sin darse cuentade que Tito no pretendía ser grosero.Sencillamente estaba demasiadoinmerso en el problema militar paraplantearse si estaba siendo cortés.

—¿Qué crees que he estadohaciendo, quedarme aquí sentado sinhacer nada? Escribí a Roma el añopasado para advertirles, pero nadie hizocaso. Si hubiese tenido un mínimo apoyoreal podría haber ido a las colinas yhaberlos expulsado fácilmente.

Tito, con el poder que le habíaotorgado Lucio Falerio, no tenía que

medir sus palabras aun cuando aquelnoble senador estuviese muy por encimade él, y le pareció que el hombrepretendía culpar de todo a cualquieramenos a sí mismo.

—Podrías haberlo hecho de todasformas sin traer tropas de Italia. Hastallamaste a la milicia y dejaste que sequedasen holgazaneando junto al fuego.Parece que quedarte sentado sin hacernada es exactamente lo que has hecho.

Silvano, que era un hombre quehablaba claro, alzó las cejas y replicócon la voz cargada de sarcasmo.

—Lo sé. Lo único que tenía quehacer era reunir al mayor grupo de

cretinos que he tenido la desgracia deconocer, que están dispersos por toda laisla, y convencerlos para que dejasenque sus cosechas se pudriesen en loscampos mientras recorrían toda Siciliapara recuperar a una tropa de esclavosque volvería a desaparecer a la menoroportunidad —se echó hacia adelante,con el dedo apuntando con gestoinsultante a Tito—. Si tan listo eres, TitoCornelio, con tu rollo de instruccionesdel Senado, hazlo tú mismo.

Luego se dio media vuelta y salió dela estancia hecho una furia.

Áquila había seguido su rastrobordeando el collado del monte Etna

que, como era habitual, humeaba y rugíaamenazador, luego les siguió por lasladeras hasta que toda la masa defugitivos, con sus mujeres, ganado yniños, salió a la costa norte de la ciudadde Catana. Al bajar hacia la llanura, trasellos, encontró granjas vacías, con lasviviendas saqueadas y los almacenesvacíos, pero ningún cuerpo. Los rumoressobre el ejército de esclavos se habíandifundido rápidamente y todos loscapataces y guardias de la redonda,habían abandonado sus tierras y huido aSiracusa. Incluso desde cierta distancia,Áquila podía ver crecer en tamaño lahueste a medida que los esclavos

liberados, expuestos al verbo fluido deHipólitas, corrían para unirse a ellos.Para cuando las murallas de Siracusasurgieron en el horizonte, sus filasllenaban el paisaje.

Marcelo estaba en pie sobre lamuralla. Al norte podía ver la nube depolvo creada por los insurgentes quemarchaban hacia la ciudad, a su espalda,de haberse dado la vuelta, habría vistonumerosos barcos saliendo del puertomientras los romanos menosincondicionales, acompañados por losgriegos que les habían ayudado,intentaban huir por los angostosestrechos hasta Italia. Los intentos de

Tito por persuadirlos para que sequedasen habían sido en vano; de hecho,le habrían preguntado cáusticamente quéhacía en la isla un supuesto legadomilitar sin el respaldo de un par delegiones.

—Estarán ante las murallas mañana—dijo Tito.

—¿Nos quedamos? —preguntóMarcelo.

—Sí. No tienen barcos, por lo queno pueden bloquear el puerto. Prontodescubrirán que es imposible tomarSiracusa sin el apoyo de una flota.Tenemos que hacer llegar un mensaje atu padre. Si logramos inmovilizarlos

aquí, será fácil introducir tropas en laciudad por el mar. Si bajase otra legióndesde Mesana, podríamos atraparlosentre dos fuerzas y destruirlos.

Pero no se detuvieron para tomar laciudad; Gadoric sabía que necesitabauna flota para someter un lugar comoaquel, al igual que sabía, por loslugareños, que Siracusa había soportadolargos asedios, incluso frente a ejércitosenemigos que poseían abundantesnavíos. Era demasiado romana y estabademasiado fortificada para ser tomadacon facilidad. No obstante, la rodearon,pero sólo para poder dejar los campossin alimento ni esclavos en un radio de

varias millas. Los habitantes de Siracusaque se habían quedado bajo el mando deTito y que se habían preparado paraluchar hasta que llegase ayuda desdeItalia, se levantaron una mañana paraencontrar la llanura que se extendía antela ciudad libre de enemigos, que habíanlevantado sus campamentos por la nochey habían puesto rumbo al sur. Áquilaobservó la partida de veinte romanos acaballo dejar la ciudad y salir en subusca. Eran muy pocos para luchar, suintención evidente era seguir a suenemigo.

Gadoric, desviándose hacia el oestepor la costa meridional, ignoró las

ofertas de rendición de la pequeñaconurbación de Camarina, moviéndosecon rapidez para adelantarse al pánicoque se esparcía con rapidez,circunvalando la gran ciudad de Getavadeando el río hasta el norte. Apuró lamarcha de sus bandas entrenadas hastael siguiente río, uno de los dos quebordeaban la ciudad de Agrigento,dejando atrás a la masa de esclavos sinformación para que les siguiesen. Enviódestacamentos a caballo para cortar lospuentes y asegurar los vados del río aloeste y ordenó a la masa de esclavosrezagados que se dirigiesen a las laderasdel norte de la ciudad, luego pasó dos

días organizándolos en gruposmanejables. Finalmente, sin luna quealertase de su llegada, ordenó a todosque bajasen a las llanuras que seextendían a ambos lados de Agrigento.

Los habitantes de la ciudad, quesuponían que la amenaza, si realmenteexistía, todavía se encontraba al este deGeta, se despertaron una mañana paradescubrir lo que parecía un gran ejércitoacampado ante sus decrépitas murallas,con una única oferta para ellos. Abridlas puertas y conservaréis la vida;resistid y toda la ciudad pasará por laespada. Los esclavos recién liberados,en realidad inútiles para la lucha,

impresionaban lo bastante en susestáticas formaciones recién aprendidascomo para que quien se asomase desdelas decrépitas murallas de Agrigentocreyese que la situación eradesesperada. Hipólitas, con Gadoric yPenteo a su lado, se adelantó a caballopara hablar con los notables de laciudad reunidos en las murallas. Leshabló de la tiranía de Roma, les dijo queno albergaba deseo alguno de herir a suscompatriotas griegos, y les prometió quesu ejército no ocuparía la ciudadmasivamente, sino que se dispersaríapor las granjas de los alrededores paraayudar, como hombres libres, a cultivar

las tierras. Prometió respetar lostemplos y a las mujeres y acatar losestatutos de la ciudad, siempre y cuandose le tratase con el mismo respeto que élpretendía otorgarles.

Incluso los que querían resistirsesabían que era imposible. De habertenido tiempo, podrían haber reparadolas murallas, haciendo la ciudad taninexpugnable como lo había sido hacíacien años, pero no había tiempo, elenemigo estaba a las puertas. Sólo laslegiones romanas, apoyadas por unasólida flota, podían enfrentarse a aquelejército de esclavos. De las legionesromanas no había ni rastro y, además, en

una ciudad griega como aquella, pocomás bienvenidas habrían sido queHipólitas. Él sacó partido de esto,hablando de libertad para toda la isla,de liberarse del yugo de Roma, conesclavos y hombres libres colaborandopara crear un futuro próspero. Semejantesueño, semejantes palabras, hubieranresultado irrisorias en boca de otrohombre, pero Hipólitas poseía aquellavoz convincente, capaz de captar laatención del mayor de los gentíos, juntocon la apoteosis de su fuego mágico.Para él, las puertas se abrieron antes deque el sol llegase a su cénit.

Marcelo miró a Tito para ver cómo

reaccionaba, pero su rostro permanecióinmóvil, pétreo, contemplando laspuertas de Agrigento, abiertas de par enpar, y los esclavos tan libres para entrarcomo los ciudadanos para marcharse.Hipólitas y su desharrapada hordacontaban con una ciudad y un buenpuerto y podían ver que parte de aquelejército ya estaba ocupado en repararlas murallas.

—Bien, Marcelo —dijo Tito por fin,indicando las murallas blancas—. ¿Quécrees que significa esto?

—Una larga y dura lucha, una flotapara bloquear el puerto, armas de asediopara derribar las murallas y varias

legiones para llevar a cabo el asalto.Tito hizo girar a su caballo.—Lo primero que tenemos que hacer

es sellar las entradas por el este y eloeste. Ese ejército es bastante grande.Cuando se propague la noticia de quehan tomado una ciudad, todos losesclavos de Sicilia intentarán unirse aellos.

Marcelo señaló el jinete solitarioque los observaba desde la cresta.

—Sigue ahí. ¿Nos sigue a nosotros oa los esclavos?

—Es hora de averiguarlo —gritóTito, que había ignoradointencionadamente al hombre que les

seguía, aunque su presencia constante lehabía molestado enormemente, como unpicor que no podía rascar. Espoleó a sucaballo y se dirigió directamente haciaél, seguido por Marcelo y el resto de sushombres.

Áquila les observó por un momento;se dirigían hacia él como una flecha, conla creciente nube de polvo quelevantaban los cascos de sus caballosenfatizando el efecto de sus ondeantescapas rojas. Dio media vuelta con sucaballo y bajó tranquilamente al trotepor la cresta. Sólo cuando se alejó de suvista, espoleó su montura y echó agalopar, dirigiéndose hacia las

profundas quebradas que surcaban lasladeras de las montañas que rodeabanAgrigento. Le resultó fácil dejar atrás asus perseguidores.

—La principal prioridad es una flota—dijo Tito—. Debemos requisar barcosde Rhegium y Neápolis. Cualquieravaldrá, siempre que podamosmanejarlos con verdaderos soldados.

Lucio escuchaba con atención, con lacara demacrada; sintiendo aún losefectos de la herida del pecho, el viajeno había sido indulgente con su salud.

—¿Temes que busquen aliados?—Es lo que yo haría, Lucio Falerio.

Hay bastante gente en la costa del norte

de África que todavía añora una Cartagofuerte. Puede que hayamos arrasado laciudad, pero estoy seguro de que elsueño persiste y no podemos estarseguros de lo lejos que llegarán. La ideade conquistar Sicilia atraerá a más deuno de nuestros enemigos.

Lucio se dirigió a su hijo.—Es primordial para la política de

Roma que ninguna otra potencia se hagacon Sicilia, Marcelo, recuérdalo. Sipermitimos que eso pase, toda Italia serávulnerable.

—Sí, padre —respondió.—Lo que quiero decir, Lucio

Falerio, es que no tenemos tiempo para

consultarlo con Roma.—Consultar a Roma sería una

pérdida de tiempo de todas formas,aunque debamos hacerlo, pero cualquierlegión que logremos reunir llegarádemasiado tarde —Tito frunció el ceño,preguntándose de qué estaba hablandoLucio, pero la aclaración llegórápidamente—. ¿Qué posibilidades hayde obtener una cosecha decente deSicilia en las circunstancias actuales?

—Ninguna en absoluto.—Bien, Marcelo, ¿qué podemos

deducir de esto?Al estar alejado de su padre,

Marcelo había perdido el hábito de estar

preparado para aquellas preguntas, perola respuesta llegó con bastante facilidad,puesto que ya se la había planteado.Cada vez más a menudo, se descubríaevaluando una situación tal como loharía Lucio, a menudo sorprendiéndosea sí mismo por la complejidad de susconclusiones.

—Habrá disturbios en Roma amedida que aumente el precio del grano.Es posible que haya que disminuir elsubsidio de grano en primavera, cosaque, sin duda, provocará motines. Encuanto llegue a la ciudad la noticia deque es necesario un ejército consularpara subyugar a los esclavos, quienes

tengan grano empezarán a acumularlo,de modo que no habrá que esperar a queescasee de verdad. Los disturbiospodrían desencadenarse mientrasintentamos reunir las legiones. No hayduda de que nuestros aliados sufrirán elaumento de precios en primer lugar, porlo que no estarán dispuestos a despojarsus granjas para proporcionarnos tropasde apoyo cuando necesitan que todos loshombres trabajen las tierras.

—Desordenado, Marcelo, aunqueacertado —dijo Lucio—. Tienes queperfeccionar la forma de exponer tusconclusiones.

A pesar de lo ácido de sus palabras,

era evidente que estaba complacido consu hijo; se veía en sus ojos cuando sedio la vuelta para dirigirse a Tito.

—Ese endemoniado subsidio degrano es el verdadero problema; desdeque está en vigor no ha dejado de llegarescoria desharrapada a la ciudad parareclamarlo. Si alguien intentasereducirlo, o anularlo, le lincharían. Y loque es peor, cualquiera que prometamantenerlo, sea cual sea el coste para eltesoro, puede obtener el cargo quequiera. La chusma votará por pan hoy yse lamentará mañana.

—No te sigo —dijo Tito—. No voya fingir que no entiendo la política de

Roma, pero sólo alcanzo a ver unproblema militar que requiere unasolución militar.

—Veamos primero si podemosencontrar otra manera —Tito le miróaún más desconcertado—. Conocí a esegriego en Neápolis, el hombre quesirvió a tu padre.

—¿Cholón?—Hizo un pequeño encargo para mí.

Debemos esperar a que vuelva antes dealertar al Senado de las dimensiones delproblema.

Cholón no tuvo dificultades paraentrar en la ciudad de Agrigento, puesno suponía amenaza alguna, un

adinerado viajero en una parihuela conocho sirvientes. Cuatro de ellos lellevaban, el resto transportaba otraparihuela abierta, en la que iban susposesiones. Por supuesto, le hicierondetenerse a las puertas de la ciudad y lepreguntaron el motivo de su viaje.

—¿Por qué ha venido aquí? ¿Estáloco, amigo? Ahora mismo este debe deser el lugar más interesante de todo elMediterráneo. Estamos viviendograndes acontecimientos.

—¿Ha venido a ver al rey de losesclavos? —le dijo el guardia con obviodeleite.

—No tenía conocimiento de ningún

reinado. Me es familiar el nombre de ungriego de Palmira llamado Hipólitas.

—Ese es, señor.—Así que aspira a la diadema.

Debo echar un vistazo a ese rey, puestoque ha hecho que Roma se estremezca.Me gustaría mucho hablar con él. ¿Esposible acceder a él?

—Más que a ningún otro, su señoría.Nuestro rey no tiene aires de grandeza.Recuerda que fue un esclavo, como elresto de nosotros.

—¿Entonces, todos lo reconocen? —preguntó Cholón.

El guarda se inclinó hacia delante eintentó no estremecerse ante el hedor del

hombre.—Los lugareños no se dejan

dominar, pero lo harán. Sólo hace faltauna asamblea para que pueda seraclamado. Bastará con unos cuantospinchazos de nuestras lanzas.

—Suena como si ya estuvieseorganizado.

El guarda se giró un poco y guiñó unojo con la sutileza de un malcomediante. Sin duda esperaba unamoneda.

—¿Cuándo tendrá lugar esaasamblea? —preguntó Cholón mientrasbuscaba su bolsa de cuero.

—Mañana al mediodía.

—¿Podrías conseguirme un buenlugar para verla?

—Puedo hacerlo, señor, pero nohasta haber cumplido con mi deber. Unode los hombres que guardan al rey esamigo mío.

Cholón le lanzó dos denarios deplata, que el hombre cogió con pericia.

—Toma esto, amigo. Uno para ti yotro para tu amigo. Si te pregunta quiéndesea gozar de una buena vista, dile queun rico viajero de Atenas, de nombreCholón Pyliades, quiere echarle un buenvistazo a ese portento. Descansaré en eltemplo de Diana.

Esto supuso aún menos problema

que la entrada a la ciudad; la fuente dedonaciones habitual del templo se habíasecado desde la llegada de los esclavos.Los hombres adinerados, temerosos delfuturo, escondían su dinero y vestíanharapos. Cholón fue más quebienvenido, fue agasajado, y lossacerdotes, como los de todas partes,parecían contentos de humillarse porunas cuantas monedas ruidosamentearrojadas en su bandeja corintiafinamente labrada. Estaba contento; eramucho más fácil tratar con griegossobornables que con los sentenciososromanos. Claro que Lucio Falerioprácticamente le había otorgado poderes

proconsulares, con lo que en los últimostiempos había evitado los agrioscomentarios sobre los defectos de losromanos. Se preguntó qué dirían Tito yClaudia si pudiesen verle ahora.

Claudia nunca había consideradolimitada su vida hasta que habíansurgido los problemas relativos a labúsqueda de su hijo perdido. Aulo lehabía dado independencia, pero eso nola liberaba de las limitaciones naturalesque vivía cualquier mujer, mucho menosuna de familia noble, y no podía viajarpor el país como un hombre, hacerpreguntas. En vida de su marido eraimposible una búsqueda tan extensa

como la que ahora planeaba. La breveexcursión que había realizado y sucharla con la matrona que había asistidoal parto del niño habían sidoinfructuosas. Después de Thralaxas,Claudia había puesto sus esperanzas enCholón y se negaba a aceptar que su hijoestuviese muerto, como Cholón insistíaen decir, de manera que repasaba una yotra vez sus palabras, grabadas en sumemoria, en busca de alguna pista. Elgriego había mencionado un camino;habían dejado al niño en el bosque,lejos de una gran vía. Ese tipo decalzadas no eran numerosas y habíaincluso menos desde el nacimiento del

niño.—¿Un mapa, señora? —preguntó

Thoas, que nunca había oído hablar desemejante cosa.

—Sí —Claudia le explicó primeroqué era y cómo creía que un esclavopodía hacerse con uno—. Si no puedesencontrar a alguien que los venda, debede haber mapas en el templo de JunoMoneta.

El esclavo repitió el nombrelentamente. Conocía el lugar, unaestructura de madera en la cima de lacolina Capitolina, junto al edificiodonde acuñaban las monedas. Lo habíaobservado a menudo, preguntándose si

sería posible excavar un túnel del uno alotro.

—Soy un esclavo, señora, y no rindoculto a sus dioses. ¿Puedo entrar en unlugar así con esa petición?

—Esto es Roma, Thoas. Hasta unesclavo puede rendir culto en nuestrostemplos. Te daré algo para que pagues alos sacerdotes, más una solicitud porescrito para que se te confíe cualquiermapa.

Quinto Cornelio se encontraba ahoratrabajando tan duro, si no más, como lohabía hecho Lucio en el pasado, peroera feliz, pues no deseaba otra cosa enla vida más que dirigir hombres en

Roma. Necesitaría una victoria militarpara lograrlo, pero si alcanzabasuficiente prestigio, podría elegir su añoconsular y, con él, su campaña. Estabade buen humor mientras iba de sudormitorio al estudio, dejando por unavez a su ratonil esposa con una sonrisade placer en el rostro.

Thoas jamás hubiera imaginado queel hijastro de su querida querría trabajarhasta tan tarde y lo había comprobado,escuchando mientras Quinto y su esposahacían el amor ruidosamente. ¡Quéextraño que una criatura tan apocadagritase tanto en la cama! Al parecer,había dejado a su marido exhausto, así

que estaba fuera de su camino para elresto de la noche. Aparte de ellos, todala casa dormía profundamente. La luz dela lámpara del despacho alertó primeroa Quinto, por lo que se acercó a lapuerta con cautela, luego el crujido delos papeles le alarmó. Después de loque le había pasado a Lucio Falerio,nunca iba a ningún sitio sin un cuchillode hoja larga. Como no compartía cuartocon su esposa, llevaba la misma ropaque había llevado todo el día, armaincluida, de modo que la sacó, sedeslizó por la puerta abierta y vio alesclavo númida de su madrerevolviendo los papiros del armario

donde guardaba los mapas.Lo primero que se le pasó por la

cabeza fue que el hombre era unimbécil: no había nada de valor entreaquellos mapas. Era poco probable quesupiese leer, de modo que había abiertoel armario equivocado, pero eso nocambiaba el hecho de que Thoas estabaintentando robar algo y sólo había unaforma de tratar algo así. El númida eraalto, musculoso y podía ser un oponentedifícil. No era momento paraarriesgarse.

Thoas empezó a girarse cuandoQuinto le apuñaló, lo que quería decirque la cuchilla se había hundido en el

costado de la pierna y no en la espalday, al girarse, añadió efecto almovimiento lateral que Quinto habíautilizado, desgarrando los músculos delmuslo más de lo que el senadorpretendía. Quinto era soldado, y tandiestro en las artes marciales comocualquiera de sus contemporáneos. Elpuñetazo zurdo golpeó la boca abiertadel esclavo, le hizo saltar varios dientesy amortiguó el sonido que Thoas habíaempezado a emitir. Quinto sacó su otrapierna de debajo de él y se dejó caer,golpeando el pecho del esclavo con lasrodillas mientras este llegaba al suelo.Luego llevó el cuchillo a la garganta del

númida.—Emite un solo ruido y te arranco el

buche.El terror hacía que los ojos de Thoas

pareciesen blancos contra su pieloscura, el miedo le hizo balbucear, elcuchillo presionado contra su gargantale detuvo. La mente del esclavo iba atoda prisa, pues no parecía haber salidadel embrollo en que se encontraba.Entonces tuvo una idea. No tenía sentidosuplicar clemencia arguyendo queactuaba en nombre de Claudia, pero, ¿yde Lucio Falerio Nerva? En Roma todostemían a Lucio y en las tabernas serumoreaba que eso incluía a Quinto

Cornelio, de modo que, cuando llegó lapregunta, dio la respuesta que creyó quele salvaría.

Encontraron su cuerpo en una calleque conducía al mercado, con lagarganta rebanada. Por la noche Romaera un lugar lo bastante anárquico comopara que el asesinato fuese habitual yThoas, que era muy dado a pasar lanoche bebiendo en lugares que no podíapermitirse, gastando un dinero que notenía en mujeres que jamás podíaesperar conseguir, había hallado un finalmerecido, probablemente a manos dealguien celoso de sus atenciones haciasu amante. Claudia, como favor para

ayudar a su desolada doncella, costeó elfuneral del númida, aunque sepreguntaba qué estaba haciendo fuera aaquellas horas. Más misteriosa aún fuela forma en que Quinto, sin explicaciónalguna, le entregó la nota que habíaescrito para los sacerdotes del templode Juno Moneta. Al hacerlo, su hijastrovolvió a maldecirse por aquel momentode furia ciega, cuando oyó el nombre deLucio Falerio. Aquello le había hechorebanar la garganta del hombre sinpreguntarle qué estaba buscando.

Capítulo Veinticuatro

Fue obvio que de inmediato, a pesar delas promesas de su líder, el ejército deesclavos había tomado la ciudad. Elguarda de la puerta había sido esclavo yla entrada del palacio, normalmentepunto de encuentro de la oligarquíalocal, también estaba guardada porfugitivos; una pregunta bastó paraaveriguar que ahora era la únicaresidencia del «Rey de los Esclavos».Cholón aguardó en un lugarprivilegiado, mientras el gentío se

congregaba y observaba la aparición deaquel portento en la plaza de delante delpalacio. Estaba rodeado por susconsejeros, uno de los cuales, un tipoalto y rubio con un solo ojo, le sacabauna cabeza a su líder. El gentío,convertido ahora en una densa masa decuerpos que se habían congregado paraatisbar a aquel hombre, se desató ensalvajes y desenfrenados vítores.

Hipólitas seguía estando delgado,igual de calvo y con los mismos ojosbravos, pero había cambiado su sencillatúnica por una vestimenta máselaborada, hecha de materiales másnobles. Llevaba joyas en muñecas y

cuello y por la forma en que se movía ylos gestos que utilizó para agradecer losvítores, hacía fácil imaginarlo luciendouna diadema. El discurso impresionómenos a Cholón, pero estaba dispuesto areconocer que su juicio podía sersesgado. El ritual con el fuego saliendode la boca de Hipólitas y formando unagran bola sobre su cabeza dejó atónita ala multitud, incluso a aquellos fugitivosque ya habían visto a su líder practicaraquella magia. Luego hubo otro discursorepleto de mensajes de paz y hermandad,que terminó con seis palomas blancasalzando el vuelo desde la manga deHipólitas.

En cuanto terminó la asamblea,Cholón redactó su petición. Lossacerdotes principales del templo deDiana, que se unirían a su solicitud deuna audiencia privada, la entregarían.Tenía que ser discreto si queríamantener la cabeza sobre los hombros,pero el placer que le brindaba su nuevopapel no se veía disminuido por elpeligro. La impresión que le habíadejado el hombre que había vistoaquella mañana contrastaba mucho conla escasa información de que disponíanLucio y los romanos.

Esta sugería una persona casi divinaen su sencillez, un hombre que estaba

por encima de toda avaricia, pero éltenía la sensación de que aquel hombrede finas ropas y deslumbrantes joyas noera así. La aparente magia de las llamaspodía impresionar a una multitudignorante, pero no tenía el mismo efectosobre él, pues estaba seguro de sabercómo se hacía. Si algo convencía aCholón de que podía hablarprovechosamente con Hipólitas era laforma en que había aceptado elapelativo de «Rey» gritado pornumerosas gargantas. No había habidointento alguno de atajarlo, ningunamodestia, sino una evidente bienvenidaen sus ojos y un reconocimiento en sus

gestos de que tal título no era sino sulegítima retribución.

El mensaje que enviase tenía queestar expresado en un lenguaje quesugiriese discretamente la naturaleza desu misión. Si efectivamente el talHipólitas era un hombre recto, supetición encontraría un claro rechazo.Los sacerdotes venales, aceptando lagenerosidad con que les agasajó con maldisimulada codicia, escucharonatentamente mientras esbozabaverbalmente sus instrucciones. Nada quepudiese comprometerle a él o aldestinatario podía ponerse sobre papel.

—Decidle que Cholón Pyliades,

natural de Atenas, antiguo esclavo, perotambién ciudadano de Roma, desea unaaudiencia privada. Deseo hablar con elrey de los esclavos en persona y a solas.Poned cuidado en reconocer sumajestad, puesto que le agrada el título.Podéis decirle que traigo una oferta delrepresentante elegido por la repúblicade Roma que le garantizará a él y susseguidores paz, vida y prosperidad. Noejerzo presión alguna para que esteencuentro tenga lugar y estoy dispuesto apartir sin que se produzca, seguro de quelos hados ya han dispuesto el cursofuturo de los acontecimientos. Tal vezesta empresa prospere, tal vez cada uno

de los caminos de Sicilia acabe cubiertode crucifijos. Como griego y antiguoesclavo, puedo comprenderlo. Comociudadano de Roma, soy demasiadoconsciente del poder de que disponedicho estado.

Miró a su alrededor, a lossacerdotes congregados. Hombres bienalimentados con escasos escrúpulos quesólo aceptarían dos cosas: poder ydinero. Sacudió la bolsa llena de orosobre su mano.

—Hay un dicho sobre los romanos.Cuando saquean una ciudad sonmeticulosos, matan hasta a los animales—levantó la cabeza y miró las vigas del

templo de madera. El modo en que lossacerdotes se estremecieron leconvenció de que era suficiente—.Vendrán y prenderán fuego y, podéisestar seguros, los romanos matarán atodos los hombres, mujeres y niños deAgrigento si se permite que esta revueltacontinúe. Como augures y sacerdotes,Hipólitas os pedirá una predicción. Lediréis que veis este templo como unaruina humeante, la ciudad arrasada hastasus cimientos y la llanura que se abreante las murallas convertida en una masade cadáveres. Hacedlo y os prometo queesta estructura de madera seráreemplazada por otra mayor, hecha de la

mejor piedra.—¿Cuánto le pagaste a los

sacerdotes por esa profecía agorera? —preguntó Hipólitas.

Cholón alzó las cejas fingiendosorpresa.

—¿Pagar? Les he dado algo poralojarme.

—Creo que mientes —Hipólitas,recostado, como Cholón, en un divánsobredorado, no enfatizó sus palabras,pero intentó sostenerle la mirada aCholón con sus absorbentes ojos.

Cholón le respondió con suavidad.No era labor de los enviados mostrargenio, incluso ante insultos personales.

—Si estás convencido de ello, metemo que ninguna palabra mía hará quecambies de opinión.

—¿Así que Roma me teme?—Esa suposición podría ser fatal.

Sería más preciso decir que Roma escauta. Has tenido éxito, Hipólitas, perosólo hasta un punto.

El griego de Palmira estabapreparado para el juego. Si estabafurioso, estaba controlando su ira.

—¿Qué punto?—Roma no puede cultivar alimento

suficiente en Italia. Se ha dedicadodemasiada tierra a la cría de ganado, demanera que depende de Sicilia para

conseguir grano. Si esa cosecha esmenor de lo normal… —Cholón dejó lafrase sin terminar y se encogió dehombros, seguro de que su anfitriónsabía el resto tan bien como él.

—Me he ofrecido a proporcionargrano, posiblemente más del que Romarecibe ahora. Todo el grano quenecesitéis, siempre y cuando nos dejéisen paz. Sacad a los romanos de Sicilia ydejad a los esclavos. Es muy sencillo.

—Qué perspectiva tan tentadora —dijo Cholón con tono cansado—. Perosabes que no puede ser. Al fin y al cabo,no eres ningún loco, Hipólitas.

—Para cuando vuestras legiones

lleguen las murallas seráninexpugnables. Pero no voy a quedarmeesperando en la ciudad. Saldré a vuestroencuentro, con un ejército debidamenteentrenado, donde se cruzan los ríos.Vuestra flota tendrá que luchar contramis navíos si queréis asediar la ciudad.

—He visto pocos barcos en elpuerto, no una flota, desde luego.

—La habrá, no temas. ¿Le vale lapena a Roma sacrificar hombres ydinero por algo que puede tener sinluchar?

Era un buen momento para alterar elcurso de la conversación que, a juzgarpor cómo se iba levantando el tono de

voz de Hipólitas, amenazaba conconvertirse en un enfrentamiento.

—Parece que estas gentes quierenaclamarte como su rey.

Hipólitas se sentó de repente, yhabló con severidad.

—No es más que un título, menos delo que ahora soy para ellos.

—¿Qué eres ahora para ellos?—Omnipotente, cercano a los

dioses, un vidente que lee sus sueños yhabla con fuego en la boca.

Cholón había esperado ansiosamenteaquella pretensión de divinidad. Su vozsonó como la seda:

—Ten cuidado de que no se te caiga

la cáscara de nuez algún día —el dePalmira intentó no reaccionar y a puntoestuvo de lograrlo, pero no pudo evitarla sorpresa de sus ojos—. Es una nuezcon agujeros ¿no es cierto?, y llevaspedernales en tus muñecas. Nunca hevisto el líquido que echas en la nuez. Meatrevería a decir que ahí es donde resideel misterio —luego sonrió; sus accionesprevias habían revelado lo mucho quecodiciaba los oropeles del trono—.Entonces, ¿te gustaría ser rey, Hipólitas?

—Ya te lo he dicho, no es más queun título.

—Pero igualmente agradable,aunque me temo que semejante paso sólo

serviría para enfurecer aún más a losromanos.

—¡Disfruto enfureciendo a losromanos!

—Me gustaría hablarte libremente,Hipólitas, dejar a un lado lasdelicadezas de la diplomacia, porque tusilusiones te costarán la cabeza —continuó, a pesar de la furiosa miradaque lucía el rostro de su anfitrión—. Loprimero que debes entender es que no sepermitirá que ninguna otra fuerza tomeSicilia. Sencillamente, es demasiadoimportante para la República. Si esnecesario, sacrificarán Hispania paramantener esta isla. La segunda ilusión es

que los hombres que tienen el poder enRoma actúan como un cuerpo racional—ahora era el turno de Cholón paraincorporarse—. ¿De quién crees que esla tierra que has arrasado, los esclavosque crees haber liberado? Algunos delos senadores ganan millones desestercios al año en sus propiedades deSicilia. ¿De verdad crees querenunciarán a eso?

—¡Y el precio! —retrucó Hipólitas.—¿Por qué habrían de preocuparse

cuando serán otros los que tengan quepagarlo? Votarán para aplastarte yproteger sus riquezas, y luego sequedarán sentados en Roma, quejándose

si dura más de una campaña sinimportarles nada los granjeros quemates. La tercera ilusión es la peor. ¿Deverdad crees que un pueblo que haconquistado medio mundo va a permitirque unos esclavos lo desafíen?Crucificarán a todos y cada uno de tushombres y te arrojarán al foso delTuliano para que te devoren las ratasmientras mueres de inanición, sólo parademostrar que son invencibles.

—¿Y has venido hasta aquí paracontarme eso, pollino ateniense?

Cholón se recostó repentinamente,dejando al furioso Hipólitas con unaexpresión ligeramente estúpida.

—No. He venido para ofreceros atodos vosotros vuestras vidas.

Hipólitas se reclinó entonces,luchando por mantener la compostura.

—Continúa.—A la persona enviada aquí por el

Senado se le encomendó la tarea hacerindagaciones sobre los disturbios. Estopodría extenderse fácilmente paraincluir las causas.

—Esas están bastante claras —dijoHipólitas fríamente.

—Este hombre es esa rara criatura,alguien completamente libre de codiciapersonal. También es un hombre conpoder para cambiar las cosas. Y además

de eso tiene poder para protegerte —Cholón empezó a hablar rápidamente,pues había llegado al punto crucial de suproposición—. En el Senado se tomaránmedidas para limitar los excesos de losterratenientes, de modo que, a suregreso, los esclavos estarán bajo laprotección del Estado de Roma. Tú y losdemás líderes seréis liberados, se osdarán pensiones, y se os permitirá vivircómodamente el resto de vuestros días.

—¿Me estás pidiendo que traicionea mi ejército?

—Hacer que los maten o crucifiquensería la verdadera traición. No pretendoamenazarte, Hipólitas, pero no habrá

más emisarios después de mí, sólolegiones.

El silencio que siguió duró unminuto entero. Hipólitas sostuvo lamirada de su visitante, como si alhacerlo pudiese discernir de algún modola verdad de lo que decía. Finalmentehabló:

—Podría hacer que te abriesen encanal.

Cholón se puso en pie, luego hizouna pequeña reverencia.

—Puedes, rey Hipólitas.En la sofocante atmósfera de aquella

revuelta, la sospecha era natural; laprimera vez que Gadoric marchó solo su

partida provocó pocos comentarios,pero cuando se hizo habitual, Penteo, enespecial, ardía en deseos de saberadónde iba el celta en sus solitariosviajes, saliendo al amanecer yregresando antes de que las puertas secerrasen por la noche. Cuando le siguió,la respuesta no le causó placer alguno.En cuanto el celta regresó fue llamadoante Hipólitas, quien, sin confesarle queya lo sabía, le preguntó amablementedónde había estado. Gadoric no intentóocultárselo y reconoció abiertamenteque había cabalgado hasta las colinaspara reunirse con Áquila.

—El muchacho no supone ninguna

amenaza para nosotros.—¿Entonces por qué está allí? —

inquirió Hipólitas, que no estaba deacuerdo, aunque no estaba dispuesto adecir por qué.

Gadoric se encogió de hombros,reacio a explicarle sus conclusiones:que era la única persona viva con quienÁquila tenía vínculo alguno ahora. Sehabía sorprendido tanto como Penteo eHipólitas ahora al recibir el mensaje desu joven amigo por primera vez. Sehabían reunido y se habían abrazado,habían hablado y habían recordado. Elmuchacho se había negado a seguir elconsejo de marcharse, a menos que lo

hiciesen juntos. Explicar tal cosa eraimposible, Gadoric tenía la impresiónde que Áquila albergaba la fantasiosaidea de rescatarle cuando las legionesllegasen por fin. Nada de todo aquellotendría sentido alguno para aquellosdos, así que era mejor no decirlo.

—No has respondido a la preguntade Hipólitas —dijo Penteo con frialdad.

—Creo que no sabe adónde ir.Hipólitas tenía la mirada vacía del

verdaderamente inocente cuando volvióa hablar:

—Puede volver a unirse a nosotrossi lo desea.

Gadoric no se dejó engañar: Penteo

odiaba a Áquila, además de temer elcastigo por la muerte de Flaco, eHipólitas no confiaba en él. La vida deljoven romano no valdría un denarioretorcido si cruzaba aquellas murallas,aunque ninguna invitación iba a atraerlo.Áquila era tan mordaz con respecto a larevuelta y su líder como le enfurecía elelevado cargo que ahora poseía Penteo.En cualquier caso, Gadoric disfrutabasus reuniones clandestinas tanto como suamigo. Le daban la oportunidad dehablar libremente, expresar sus dudassobre la dirección que toda la empresaestaba tomando.

—Siente que, como romano, no

puede matar a su propia gente.—Nunca debimos haber confiado en

él —gruñó Penteo.Hipólitas lanzó las manos al aire con

un gesto de futilidad.—Bien, no podemos hacer nada más.

Gracias por ser tan abierto, Gadoric.Debo decir que, cuando Penteomencionó tus viajes por primera vez, mepreocupé.

—No tienes de qué preocuparte.Volvió a alzar las manos, esta vez

con exasperación.—¿Y si te pasase algo? ¿Qué iba a

hacer yo?—No le has prohibido que sigan

reuniéndose —se quejó Penteo cuandoGadoric desapareció.

—No, Penteo, no lo he hecho.—¿Por qué no?—¿Cuál crees que sería su reacción

si le dijese que existe la posibilidad dellegar a un acuerdo con los romanos?

Penteo había adquirido práctica enser el cortesano de aquel hombre.También tenía conocimiento de la visitade Cholón, sin tener la menor idea de supropósito. Pero era lo bastante listocomo para relacionar ambas cosas deinmediato, por lo que ni pestañeó y suvoz no mostró emoción alguna.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Uno que podría aceptar. Digamosque nuestra posición como líderes seríareconocida. Que, al menos, se nosdispensaría de regresar a la esclavitud.

—Gadoric te diría que te tirasesdesde lo alto de las murallas.

Hipólitas sonrió con gesto grave.—Me pregunto si es un buen

consejo. Creo que lo odias.—Ah, ¿sí? —preguntó Penteo con

cautela.—Eres un hombre que odia con

facilidad, Penteo —el de Palmira soltóuna carcajada repentina—. Pero yotambién. Preguntaste por qué no leprohibí ir a ver a su romano.

—Sí.—Cuando le pregunté adónde iba me

lo dijo, de inmediato. Gadoric aún nosabe que le seguiste. Por nuestro bien,dejemos que siga siendo así.

—Nada me daría más placer que verel cuerpo de Áquila colgado por lospies —dijo Penteo.

—Tal vez podamos organizarlo —Hipólitas se miró las uñas, como si laspalabras que siguieron no tuviesenimportancia—. Si fuese posible, mecomplacería inmensamente que metrajeses el águila de oro que cuelga desu cuello.

Penteo emitió aquel cacareo que

hacía que todo el que lo oía sepreguntase si estaba loco.

—Te traeré su cabeza entera, con elamuleto aún colgando.

Los sacerdotes mayores del templode Diana entraron e Hipólitas les saludóantes de volver a dirigirse a Penteo.

—Discúlpame. He sido invitado arendir culto con estos hombres. Seríaimpío declinar.

El otro hombre no dijo nada pero, ala luz de la reunión con Cholón, podíaadivinar lo que iba a suceder.

—Hipólitas dice que uno de loslíderes nunca accederá. Los demás haránlo que él diga.

—¿Quién es? —preguntó Lucio.—El hombre que dirige el ejército,

un celta de nombre Gadoric. Al pareceres tan interesado como los demás peroodia demasiado a Roma como paraacordar una tregua.

—Entonces Hipólitas debedeshacerse de él.

—Prefiere que lo hagamos nosotros—repuso Cholón—. No puede dejar quele vean matar a uno de los suyos cuandoles está prometiendo una vida mejor.

Lucio asintió.—Me parece adecuado. Se ha

derramado sangre romana. Si nosvengamos, algunos de los que desean

protestar se tranquilizarán. ¿Y el restode los términos?

—Una muestra de fuerza,especialmente navíos.

—Tito y mi hijo lo estánorganizando.

—Pretende ser aclamado y desea sertratado con todos los honores debidos aun rey aliado.

—¿Y los demás líderes?—Al futuro rey Hipólitas parecían

importarle poco. Pasó la mayor partedel tiempo hablándome del tipo de villaque exigía, cuántos sirvientes deseaba yel tamaño de su estipendio anual, que essustancioso.

Lucio sonrió, y su magro rostro seiluminó.

—Los terratenientes pueden pagarlo,pueden permitírselo, en especial gentecomo Casio Barbino. Tal vez contengasu lengua y le haga tratar a sus esclavoscomo es debido.

—Protestarán, Lucio Falerio. Susingresos ya se verán perjudicados porlas reformas que propones introducir.

La cara del otro hombre se deshacíaen sonrisas, acentuando aún más susbien definidos huesos.

—Dejemos que protesten, Cholón.Es un espectáculo que sin dudadisfrutaré.

La única experiencia de Marcelo enel mar había sido la corta travesía desdeItalia hasta Sicilia en un barco mercante,pero esto era distinto. Tras recibir lasinstrucciones esenciales de su padre, ély Tito, a la cabeza de una improvisadaflota, bordeaban la isla rumbo al sur. Lamayor parte de los navíos eran galerasmercantes requisadas en contra de losdeseos de sus propietarios; ellos iban abordo de un buen trirreme, con sus treshileras de remos manejadas porluchadores que habían sido reclutadosen Brindisium, alejados de su quehacerhabitual de controlar la piratería en laruta comercial del Este.

Le encantaba; el sube y baja de lasolas venció a Tito desde el primer día,pero no a Marcelo. El olor del aguasalada, la sensación de espacioilimitado, la forma en que el barco semovía cuando le tocaba el turno demanejar el gran timón que sobresalía dela popa, le levantaban el ánimo. Hizo unturno a los remos, provocando ciertaadmiración entre los demás remeros porsu vigor y su determinación paramantener el ritmo, aunque el esfuerzo ledejó hecho un guiñapo exhausto sobre lacubierta. Marcelo volvió en cuanto serecobró, ansioso por dominar el arte yalcanzar el nivel máximo de eficiencia

de quienes manejaban el barco.Con el viento en popa y la gran vela

cuadrada bien tensa, avistaron Agrigentojusto después del amanecer del tercerdía. El patrón, a petición de un Titoligeramente verde, dispuso el barco parala batalla, replegando la vela y enviandoa todos los remeros a sus puestos. Elcómitre empezó a marcar el ritmo,haciendo que el esbelto trirremeavanzase poco a poco y, conformeaumentaba el tempo, los remeros seesforzaban más, aumentando los golpesde remo sin perder nunca el ritmo. Laspasarelas que había sobre las cabezasde los remeros estaban llenas de

soldados, la primera onda expansiva enun ataque, a la que se unirían los deabajo una vez terminada la necesidad demaniobrar. El trirreme se adelantó a losbarcos mercantes que lo acompañabanhaciendo volar el agua en un gran chorropor encima de la proa.

Podían ver los pocos navíos delpuerto, barcos graneros que losdefensores habían desplegado por laembocadura, con los costados repletosde hombres armados hasta los dientes,que serían de bien poca utilidad contralos navíos romanos quadremes yquinqueremes, más pesados yconstruidos para el combate en

distancias cortas en lugar del abordaje.Pero Tito y Marcelo iban en un trirremey el patrón consideró que era su deberindicarles algunas de las limitacionesinherentes a ese tipo de embarcación.Estaban a bordo de un barco construidopara avanzar con rapidez, cuyo métodode ataque principal era embestir alenemigo y luego abordarlo, pero estabansolos, por lo que cualquier conflictoresultaría costoso. Señaló por elcontrario otra galera, ocupada encolocar una botavara de madera. Losinsurgentes estaban utilizando un barcomercante de manga ancha para bajarunos enormes troncos al agua, unidos los

unos a los otros por robustas cadenas.Tito, aún ansioso por pelear ymuriéndose por asaltar el punto másfuerte del enemigo, consultó con elcapitán, quien viró un poco el trirreme,de manera que la proa quedó apuntandodirectamente al barco que estabacolocando la botavara.

Los hombres de abordo no eransoldados y la galera, de un tipo utilizadopara transportar piedra, era lenta en lasmaniobras. Cuando cayeron en la cuentade que eran la víctima buscada,abandonaron su tarea e intentaron volveral interior del puerto, conscientes de queno estaban bien equipados para repeler

un ataque. Las demás galeras rebeldes,que ya habían levado anclas, sacaron aalgunos hombres de la cubierta paramanejar sus timones. Marcelo vio lasfilas de remos yendo hacia atrás y haciaabajo, mordiendo el agua, sintiendo lapresión ejercida para poner aquellosbarcos en movimiento. Se levantaban ycaían, y el agua empezó a agitarse aambos lados conforme los barcos seponían en marcha.

—Deberíamos retirarnos, señor —dijo el patrón, que no había previsto estegiro de los acontecimientos—. Nopodemos asumir un riesgo tan grande.

Aquello no agradó a Tito que, ante

la perspectiva de entrar en acción, teníamucho mejor aspecto.

—Si logramos evitar que coloquenla botavara, facilitaremos cualquierintento futuro en el puerto.

El patrón, un marino canoso con elrostro moreno y curtido por el tiempo,meneó la cabeza ferozmente.

—Si embestimos a ese navíoestaremos atrapados en él cuandolleguen los demás. No duraremos ni dosminutos contra todos esos soldados. Meniego a arriesgar mi barco.

Marcelo estaba mirando las galeras,que se disponían a cerrarles el paso. Novio los ojos de Tito clavados en su

espalda, no sabía que el legado, quetenía poder para dar órdenes a aquelmarino de pelo gris, había decidido noatacar porque no deseaba arriesgar lavida del único hijo de Lucio FalerioNerva.

—Muy bien, patrón, puede rechazarla acción.

El marino era consciente de quehabía contrariado a Tito, que sin dudaera lo bastante poderoso para acabarcon él, y, como no conocía al legado,ignoraba su imparcialidad innata. Si nohacía algo para salvar su reputación,podía caer en desgracia.

—Sería una pena hacerlo sin darles

algo con lo que entretenerse, señor.Gritó una serie de órdenes, haciendo

virar el trirreme para adoptar unatrayectoria convergente con los barcosgraneros más próximos. Marcelo, en laproa, observaba con atención mientrasla distancia entre las galeras seacortaba. Echó a correr por la pasarelay pidió una lanza, la agarróansiosamente y volvió, pasando junto alos soldados que aguardaban, a la proa.Tito abrió la boca para ordenarle quebajase, pero no dijo nada, sospechandoque el muchacho, próximo a probar porprimera vez el sabor de la batalla,probablemente le ignoraría. Ya casi

estaban encima de ellos y el barcogranero que iba en cabeza viró paraevitar la embestida, con el costadoabarrotado de hombres armados, con laslanzas dispuestas. Fue entonces cuandoel patrón dio su orden, razonablementeseguro de que ninguno de los hombres abordo del navío que se disponía a atacarhabía visto a un trirreme en acción.

El tambor sonó más fuete y lavelocidad del barco romano aumentóligeramente, cerrándose rápidamentesobre su enemigo. Las primerasjabalinas empezaron a volar, cayendo alagua entre los barcos mientras el patrón,apoyado en el timón y ayudado por

varios hombres que tiraban de loscabos, vociferaba otra orden que hizoque el tambor sonase con un latidoprácticamente continuo. Marcelo viodesaparecer los remos debajo de él y eltrirreme viró al completo. Con perfectasincronía, el resto de los remerossacaron los remos del agua, lossostuvieron fuera un segundo yvolvieron a sumergirlos. Su acciónacercó el trirreme al barco granero, quecorría a su lado, y la proa embistió elprimer remo enemigo casi de inmediato.

Marcelo sintió que el barco seestremecía, alzó el brazo, con la lanzadispuesta, y eligió como objetivo al

hombre más robusto del barco granero,un tipo enorme con una espesa barbanegra. Los remos golpeaban comolátigos bajo sus pies mientras el trirremese deslizaba a lo largo del costado delbarco granero, cuyos remeros, menosdisciplinados que los romanos, nohabían levado sus remos, a pesar de lasdesesperadas órdenes que les gritabanpara que lo hiciesen. Al llegar a sualtura, el hombre de barba negra,distraído como sus compañeros por elcaos que había bajo la cubierta, levantóla vista justo a tiempo para ver elpeligro. Alzó su escudo y su lanza,echando el brazo hacia atrás para lanzar

un poderoso golpe.Marcelo evitó por poco el escudo,

su lanza pasó junto al mismo bordecuando el hombre lo levantó,incrustándose en su pecho. Un piediestramente lanzado barrió las piernasde Marcelo, que cayó pesadamentesobre la cubierta del trirreme, al tiempoque los hombres que rodeaban a suvíctima le arrojaban sus lanzas enrespuesta, que volaron sobre su cabezasin alcanzarle para aterrizar en el mar,al otro lado del barco. Marcelo levantóla cabeza y miró la cara sonriente deTito Cornelio, que le protegíaencorvado sobre él con el escudo,

evitando todo peligro.—Creo que mueren más hombres en

su primera lucha que en ningún otromomento. No sé si por la emoción o laestupidez.

Marcelo se echó sobre sus rodillas yse encontró mirando la popa del barcogranero mientras daba media vuelta,totalmente inutilizado, con una masa dehombres heridos en la cubierta. Todoslos luchadores del navío romano habíanlanzado al menos una jabalina mientrasel trirreme barría los remos del costadodel barco enemigo y ahora, como porarte de magia, sus remos volvieron aaparecer en sus puestos y, mientras se

zambullían en el agua, el patrón tiró deltimón y el trirreme viró al completosobre su propio eje para dejar atrás alresto de las galeras enemigas que seaproximaban para enzarzarse en lalucha. Tito y Marcelo regresaron a lapopa mientras el patrón pasaba el timóna uno de sus subordinados y señalabalos barcos que les seguían.

—Si logro que me persigan lobastante lejos, tal vez podamos alcanzaral barco que estaba colocando labotavara después de todo.

Como si hubiesen oído sus palabras,los remos de los barcos rebeldes sealzaron en el aire, abandonando por

completo el agua. Bajo las cubiertas, loshombres que habían manejado aquellosbarcos estarían agachados sobre susremos, tratando de recobrar el aliento.No había forma de que aquellas galeraspudiesen perseguir un trirreme, nisiquiera a uno que avanzaba lentamenteen un intento por atraerlos.

Capítulo Veinticinco

Tito desembarcó sus tropas en cuantole fue posible y montó un correctocampamento romano en una bahíasituada a cinco millas de la ciudad, biendentro de las barreras del río al este. Nolograrían mantener su posición si elejército de esclavos decidía atacar, peroservía para recordar tanto a los fugitivoscomo a los habitantes de Agrigento queel poder de Roma seguía existiendo. Altrirreme se le encomendó la tarea depatrullar las cercanías para avisarles a

tiempo de cualquier intento de incursióndesde el mar y Marcelo pasaba la mayorparte del tiempo a bordo del barco,perfeccionando su técnica de remo, sinalejarse nunca demasiado del patrónentre un turno y otro, acosando alhombre con un sinfín de preguntastécnicas.

Los días se convirtieron en semanasmientras Cholón viajaba entre elcampamento y la ciudad, ultimando losplanes que devolverían a los esclavos asus granjas, si bien bajo las condicionesmenos brutales que Lucio pretendíaimponer en el Senado. Tito habíainstigado un servicio regular desde la

península y diversas guarniciones delsur enviaron discretamente legionarios asu campamento. Lucio insistía en que nose hiciese nada que alertase al Senado,pero las fuerzas romanas aumentaban díaa día, principalmente por undestacamento de caballería.

Lucio llegó para encontrar a su hijoen tierra por una vez, en el tipo decampamento regular en el que habíaservido como soldado tantos años atrás.Los saludos paternos fueron breves; elsenador ocupó la tienda de Tito y, consu salud mejorando por fin a paso firme,inició una profunda consulta con Cholón.

Se reunieron de nuevo en el punto de

encuentro acordado, contentos deencontrar al otro en buena forma. El altocelta, a lomos de un magnífico, aunqueun tanto inquieto, caballo, lucía ahora unelaborado y caro atuendo: una túnica delana fina y coraza y grebas de cuerofinamente labrado. Sobre el arzón de sumontura reposaba un casco griego conpenacho y su escudo tenía incrustacionesde oro y plata cuidadosamente tallados.Hasta sus armas brillaban. Áquilallevaba la coraza abollada que habíautilizado los dos últimos años y lamisma espada con la empuñaduramanchada de sangre, de modo que, allado de Gadoric, parecía un campesino.

Una vez intercambiados los saludosrituales, no tardaron en discutir lasituación de la revuelta de los esclavos.

—¿Seguís planeando luchar? —preguntó Áquila.

El celta frunció el ceño.—Ahora estamos hablando. Habrás

visto el campamento romano que hay aleste, junto a la costa.

Áquila asintió, pero no añadió lotentado que había estado de unirse a él;ver a aquellos soldados vestidos delmismo modo que su papá Clodio habíasupuesto una poderosa atracción por sufiliación primaria.

—Podríamos conducirlos al mar en

una hora —dijo Gadoric mirando porencima de su hombro— y dejar que sushuesos se sequen al sol.

—No se quedarían a luchar,Gadoric. Han mantenido barcossuficientes para huir si tienen quehacerlo.

—Cierto, pero estaría bienintentarlo, en lugar de quedarnossentados sin hacer nada.

—¿Cómo está Hipólitas?Eso produjo una sonrisa irónica.—El rey Hipólitas, si no te importa.—Extraño título para un antiguo

esclavo.—Dice que facilita las

negociaciones con los romanos, pero laverdad es que le encanta el nombre, asícomo los oropeles de ser rey. Se havuelto bastante regio en las últimassemanas.

Áquila habló con sincerapreocupación; sabía que, a pesar de losriesgos, su amigo estaría mucho mejorlejos de tipos como Hipólitas.

—¿Los romanos se hacen másfuertes cada día?

Gadoric asintió.—Debemos decidir qué hacer

mañana, si luchamos o aceptamos lascondiciones de los romanos.

—¿Cuáles son sus condiciones?

—Pregúntamelo mañana. Hasta elmomento sólo Hipólitas las conoce.Hace todas las negociaciones en privado—las cejas de Áquila mostraronclaramente lo que pensaba al respecto—. Tiene sus razones. Me estremezco alpensar qué pasaría si nuestra genteimaginase siquiera que estamoshablando. De todos modos, sabe cuál esmi postura. Le he dicho que sólopodemos aceptar la libertad total.

—¿Sigues decidido a luchar ymorir?

El hombre mayor sonrió.—Después de todo lo que te he

enseñado, Áquila, tu forma de pensar

sigue siendo demasiado romana.Áquila hizo una mueca.—Lo sé. Sería más feliz en el otro

bando. ¿De verdad aceptáis la muertelos celtas?

—Nunca mentiría sobre eso —dijoGadoric con tristeza.

Aquella tristeza indicaba la verdad:a ningún hombre le agrada la idea dedejar de vivir, aun cuando siempre lehayan dicho que la muerte es algo quehay que esperar con ansia. Gadoric teníatantos problemas con respecto a su fecomo cualquiera, nunca había estadoseguro si quienes se suponía que losabían todo, los sacerdotes druidas de la

fe celta, podían ver realmente el Asgardprometido, aquel paraíso para las almasde los guerreros, o si sus afirmacionesno eran más que una argucia parapromover el valor en hombres quepodían temer morir en la batalla.

—Da igual —continuó—. Cuandollega, la muerte responde todas esaspreguntas, pero la forma en que unhombre se va lo es todo.

Estiró la mano y cogió el águilacelta de Áquila en su mano, agarrándolacon firmeza. El joven inclinó la cabeza,agarró la cadena y se la quitó.

—Toma, Gadoric.Aquello dibujó una sonrisa en la

cara del mayor, que examinó el amuletoun momento, girándolo para hacerlobrillar al sol, y luego alzó la vista haciasu propietario.

—Esto era para mantenerte a ti convida, Áquila, no a mí.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?—Simplemente cogiéndolo.Áquila abrió la boca para responder,

pero Gadoric le detuvo. Volvió aponerle el amuleto al cuello, lo agarróde los hombros con un gesto paternal, sedio la vuelta y caminó hasta su caballopara coger el saco de comida y vino quehabía traído de Agrigento. Los ojos deÁquila, al seguirle, captaron el fulgor

del sol sobre el metal en algún lugarlejano.

—¿Has traído un guardaespaldasesta vez, Gadoric?

—No, he venido solo —se dio lavuelta con el saco en la mano y, al ver lamirada del joven, malinterpretó su causa—. Vamos, ya basta de hablar de lamuerte. Comamos.

Lucio Falerio miró el rollo queCholón le había dado, asintiendo,satisfecho, conforme lo leía.

—Hipólitas ha tanteado a todos losdemás líderes. Aceptarán nuestra ofertade libertad y pensiones. Salvo uno.

—¿El celta con un solo ojo del que

me hablaste?Cholón asintió.—Les saca más de una cabeza a

todos ellos, tanto en sentido figuradocomo en la vida real. Hipólitas es untipo que habla compulsivamente y se haganado su superioridad explotando enexceso un pico de oro y algún que otroprimitivo truco de magia. Los demás sonunos don nadies que le siguen en todo,más temerosos de perder el pellejo queotra cosa. Si el tal Gadoric fuese ellíder, ni siquiera habrían accedido ahablar.

—Pero no ha disuadido a Hipólitasde que lo hiciese…

—No.—Entonces, por noble que sea, es un

idiota.La puerta de la tienda se abrió y

apareció Tito, enmarcado por la luz deldía a su espalda.

—Un mensajero para ti, CholónPyliades, del templo de Diana.

Cholón miró rápidamente a Lucio, aquien había enfurecido la interrupción.

—Debo verle. Es lo acordado.—Muy bien —dijo amargamente el

anciano—. Hazlo pasar.A pesar del calor del día, el hombre

que entró iba envuelto en una pesadacapa con capucha, que declinó quitarse

incluso ante el eminente senador. Cholónse quedó de pie mientras el hombre lesusurraba el mensaje al oído. Una vezentregado, se dio media vuelta y salió dela tienda con gesto altivo. En cuestión desegundos, oyeron el sonido de loscascos de su caballo abandonandorápidamente el campamento romano.

—¿Buenas noticias? —preguntóLucio.

—Eso creo —respondió.Pero Cholón no tenía aspecto de

haber recibido buenas nuevas, parecíaun hombre cuyo perro favorito acababade morir. Más tarde, mientras veía aldecurión dirigiendo su caballería fuera

del campamento, con Marcelo luciendosu uniforme completo a su lado, suexpresión parecía todavía másdesprovista de gozo.

Áquila cabalgó a paso constantehasta el borde de la cresta, mirandoocasionalmente hacia la cima paraobservar el progreso de Gadoric,agradecido de que el celta no hubiesepermitido a su caballo tomar ladelantera, puesto que el raquítico ponide tierras altas de Áquila no podíacompetir con aquel magnífico animal; leestaba costando mantener el ritmo,mientras que el otro hombre apenas seesforzaba. El calor se había ido del sol

y a aquella altitud hacía un calor que noresultaba tan sofocante como el de lallanura. Las colinas de su izquierdallegaban casi hasta el sendero,dejándole una estrecha repisa por la quecabalgar, por lo que Áquila soltó unamaldición al ver caer la roca quebloqueó su camino y contempló en vanola pronunciada pendiente que se abría asus pies y la abrupta cara de roca queacababa de quedar expuesta a suderecha.

Ya no podía seguir a Gadoric, peroel resplandor que había visto antes, quesólo podía proceder de algo metálico, lepreocupaba. Hizo girar a su caballo,

desandó sus pasos, desmontó y empezó atirar del poni por la pendiente hasta lasiguiente cresta. El animal resbaló y sedeslizó, pero estaba preparado paraaquel tipo de terreno y finalmentesalieron a un llano cubierto dematorrales. Tras abrirse paso hasta elfinal, vio un sendero abierto por el lechoseco de un río que bajaba hasta el valle.Allí estaba Gadoric, que se habíaadelantado una legua entera, una siluetadiminuta con un rastro de polvolevantándose tras él. Áquila miró haciala ciudad, cuyas blancas murallasparecían moverse en la calima que elcalor levantaba de la planicie costera.

Desde aquella altura vio la trampamucho antes que su amigo: varioshombres a caballo bloqueaban la rutapor delante de él en un punto en que seestrechaba en una garganta, con el solhaciendo refulgir sus lanzas, mientras laotra mitad del grupo, unos veintehombres, se ocultaban tras unas matas deaulaga y árboles, dispuestos a acorralaral celta en cuanto pasase. Incluso aaquella distancia pudo distinguir por elcolor uniforme de sus capas que eransoldados de la caballería romana. Gritóuna inútil advertencia, pero eraimposible que Gadoric le oyese, por loque dirigió a su poni hacia el sendero,

forzándolo a bajar a gran velocidad, sinimportarle que él o su caballo muriesenen el intento.

Gadoric tiró de las riendas en cuantovio a los romanos repartidos por elvalle, más de veinte hombres a caballoque le bloqueaban por completo elcamino, y el ruido de los cascos le hizogirar sobre su montura para ver quehabía otros tantos tras él. Tal vez fueseposible subir las pronunciadaspendientes del valle en un poni demontaña verdaderamente ágil, peroaquel caballo, esbelto y de huesos finos,criado para correr, jamás lograría subirla ladera. Dos hombres se separaron del

grupo de delante y se adelantaron, y sóloentonces, al acercarse, se dio cuenta deque uno de ellos, a pesar de suimponente altura y constitución, era unjoven.

—¿Eres el comandante de losesclavos llamado Gadoric? —dijo elromano mayor, que llevaba la insigniade decurión.

El celta le miró fijamente con suúnico ojo sano, fijándose en la insigniade su coraza y el torque de su brazo, queindicaba que se trataba de un hombreque había demostrado su valentía en labatalla.

—Soy Porcio Cato —continuó el

decurión—. Comando la caballería deTito Cornelio, legado militar delPrinceps Senatus, Lucio Falerio Nerva—Gadoric miró al joven y observó quesu coraza estaba tan finamente decoradacomo la suya, pero no llevaba distintivoalguno; el decurión, al notar el interés deGadoric, añadió—: Este es el hijo delsenador, Marcelo Falerio. Como puedesver, Gadoric, tu situación esdesesperada. Si entregas tus armas teescoltaremos de vuelta a nuestrocampamento.

—¿Y después? —preguntó Gadoric.—Eso no soy yo quien ha de

decidirlo —repuso Porcio.

—Volveré a ser esclavo.—Tal vez.Gadoric sacudió lentamente la

cabeza y alargó la mano para sacar elcasco griego del arzón de su silla.Cuando habló, su voz no conteníaemoción ni miedo alguno. De hecho,tenía la cabeza en las palabras que hacíatan poco le había dicho a Áquila.

—Tu forma de pensar es demasiadoromana, amigo. Prefiero morir en labatalla.

—Eso es una estupidez —dijoMarcelo, impresionado por el hombre apesar de ser enemigos.

—Es estúpido para un romano,

muchacho. Para un celta la muerte no essino el principio —miró a Porcio—.Ofrezco un combate uno contra uno.Reto a Tito Cornelio.

Porcio sonrió.—Debo declinar en su nombre. Tal

vez si tuvieses un ejército que terespaldase nuestro legado accedería.

Gadoric alzó su casco, sonriendojusto antes de ponérselo.

—Eso es algo que siempre deseé,enfrentarme a vosotros, romanos, con unejército detrás de mí.

—Es tu última oportunidad —dijoPorcio.

—Me dirijo a Agrigento, romano.

Hazte a un lado.De repente, arrojó el casco a un

lado. Gadoric soltó su rubia cabellera,dejándola caer hasta sus hombros, sacósu lanza y su escudo de la parte de atrásde su montura y se lo colocó en el brazoizquierdo. Porcio hizo dar la vuelta a sucaballo y, seguido por Marcelo, regresóa la fila de soldados que seguíabloqueando el valle. Se volvieron paramirar a Gadoric, ahora armado ydispuesto para el combate.

—¿Puedo hacer una sugerencia a loshombres, Porcio Cato?

El oficial le miró, era el hijo deLucio y no era idiota.

—Puedes darles órdenes si lodeseas, muchacho.

Marcelo levantó la voz paradirigirse a los demás.

—No le ataquéis. Quedaos quietos eintentad derribar su caballo.

Se oyó un murmullo insatisfechoentre los caballeros que, obviamente,estaban ansiosos por matar. La voz dePorcio retumbó en el aire, acallando lasprotestas.

—Haced lo que se os dice, malditasea. Le queremos vivo, a poder ser.

Tras la línea que impedía la retiradadel celta un solo hombre vestido con unapesada capa cabalgó lentamente hasta el

centro del valle, surgiendo de lasmismas matas de aulaga y árboles quehabían ocultado a los soldados queformaban la segunda parte de laemboscada. Se había quitado la capuchay su rostro era ahora claramente visiblea la luz del crepúsculo. Al mirar atráspara evaluar sus posibilidades, Gadoriclo vio también. Marcelo supoinstintivamente que aquella visión leenfurecía por la forma en que el celtatiró poderosamente de las riendas parahacer girar a su caballo.

Antes de terminar el giro, ya estabacargando contra la hilera del otroextremo del valle, dirigiéndose

directamente hacia el hombre de la capa,cuyo caballo, sin duda alterado por sujinete, empezó a recular, doblando laspatas traseras para intentar retirarse. Lossoldados de la otra fila no habíanrecibido instrucciones, por lo quebajaron sus lanzas y cargaron contraGadoric, aunque no tendrían tiempo paraganar velocidad antes de que el celta lesalcanzase. Porcio espoleó con fuerza asu caballo para intervenir, pero debía desaber que era inútil: la distancia erademasiado grande. Marcelo se adelantóal trote, observando el desarrollo de laacción.

Gadoric ignoró a la caballería

romana. Se levantó sobre la montura,con una mano en el pescuezo del caballoy el peso del resto de su cuerpo sobrelas rodillas. Cabalgaba con una destrezaimpresionante, y parecía alzarse comouna torre sobre los hombres que ibanhacia él. Justo cuando llegaban a sualtura, arrojó su lanza, apuntando porencima de sus cabezas al jinete solitarioque venía tras ellos, pero el hombreestaba demasiado lejos, con lo que laacción fue más desafiante que efectiva.Las lanzas romanas, alejadas a cortadistancia, le alcanzaron en el pechoexpuesto, penetrando su ornamentadacoraza de cuero, pero el peso de su

carga le hizo continuar y se lanzóferozmente, todavía erguido, contra lahilera de atacantes como un jabalíenloquecido. El caballo, que tambiénhabía sido alcanzado por una lanza,flaqueó, pero Gadoric tiró de las riendaspara mantenerle la cabeza en alto,utilizando la otra mano para sacar suespada. Marcelo oyó el gritó querecorrió el valle, no era un grito dedolor, sino un agudo grito de guerra,emitido por la garganta de un guerrerocelta herido de muerte.

El hombre que intentaba alcanzarhizo girar a su caballo de una formaextraña, intentando huir mientras el celta

rompía la fila romana. La velocidadmantuvo el avance de Gadoric, que seacercaba a su presa, pero Marcelo vioque sus hombros se derrumbaban yvolteaban, vio la espada alzada cayendode la mano del guerrero. El enormecuerpo cayó de lado al tiempo que laspatas delanteras del caballo cedían ycaballo y jinete chocaron contra elsuelo. El ruido de la madera al rompersellenó el aire crepuscular cuando el pesodel jinete caído partió las lanzas aúnincrustadas en su pecho. Una gran nubede polvo se levantó en el aire mientrasel caballo y el jinete se arrastraban porla dura tierra y se detenían: el animal

retorciéndose salvajemente, el guerrero,completamente inmóvil.

Marcelo espoleó a su caballo y seacercó, como todos los demás, ansiosopor examinar el cuerpo. Porcio mirabacon tristeza el cadáver, pero el extraño,que se había aproximado con cautela,sonreía, con su rostro de faccionessuperficiales lleno de placer. El cabelloprematuramente gris absorbía el solmoribundo y parecía brillar. Echó lacabeza hacia atrás, se llenó la boca y,con un gesto exageradamente elaborado,escupió sobre el cuerpo inerte deGadoric.

—Llevaremos el cuerpo al

campamento —dijo Porcio.—No —replicó el extraño—.

Dejadle aquí. Que los buitres sealimenten de sus huesos.

—Merece algo mejor —respondióPorcio.

—Ah, ¿sí, romano? Te digo que lodejes aquí.

La voz de Porcio se endureció.—¿Por qué habría de escucharte?El extraño echó hacia atrás su capa

para revelar una coraza tan espléndidacomo la del hombre que acababa demorir.

—No creo que vaya a ayudar en lasnegociaciones o a complacer al legado,

Tito Cornelio, que insultes al nuevolíder del ejército de los esclavos.

El hombre se echó a reír con unestridente cacareo que resonó en lascolinas de los alrededores; luego, congesto burlón, hizo una profundareverencia sobre su montura.

El poni de Áquila lo había intentado,pero finalmente tuvo que desmontar ycorrer, dejándolo, con las patas abiertasy sin aliento, a media legua del lugardonde Gadoric se había metido en laemboscada. Oyó el grito de guerra alto yclaro, y supo que era demasiado tardepara intervenir, pero siguió corriendoigualmente. El silencio le hizo detenerse

en los árboles y, respirando condificultad, caminó con cuidado hasta elborde. El círculo de jinetes estabainmóvil, mirando hacia dentro, así queGadoric estaba allí, muerto: su amigo nohabría permitido que le cogiesen convida. Oyó las órdenes para que lacaballería formase y observó cómorompían el circo y los jinetes formaban.Tres hombres seguían junto al cuerpoinerte, fácilmente identificable por suscorazas finamente labradas. Uno era unoficial romano, el otro, un joven queparecía de su misma edad, pero fue eltercero el que captó su atención. Aquelcabello plateado y el rostro de facciones

superficiales eran inconfundibles. Asícomo su voz.

—Bien, Porcio Cato, ¿accederéis túy este joven a acompañarme aAgrigento? Al fin y al cabo, es adecuadoque un general lleve escolta.

Echó la cabeza hacia atrás y dejósalir aquella risa ligeramente alocada, lamisma que Áquila había oído cuandoPenteo enterró a Flaco en seis pies degrano dorado.

Hipólitas y Penteo, con cuatrolíderes más, salieron por una de laspuertas pequeñas de la ciudad y seabrieron paso a través de las líneasromanas sin más evidencia de su paso

que el ocasional crujido de los arreos.Los legionarios se introdujeron en laciudad por la misma puerta,desplegándose rápidamente, casa porcasa, para tomar y desarmar al ejércitode esclavos en grupos manejables. Tito,con una pequeña escolta, se abriócamino hasta la plaza del palacio paracoordinar desde allí las acciones de sushombres, mientras Marcelo, inquieto eimpaciente, esperaba con Cholón y supadre fuera de la ciudad hasta que elresultado de la operación estuvieseasegurado. Por más que rogó, no habíaconseguido participar en tan peligrosaempresa.

Murieron hombres, romanos yesclavos, a pesar de los intentos de Titopor tomar la ciudad de forma pacífica,pero lo logró. Los esclavos recibieronel alba con una ciudad controlada porsoldados romanos, mientras el grueso desus fuerzas, acampadas en la llanura omanteniendo las filas del río al este y aloeste, descubrían que su refugio, laciudad de Agrigento, les había sidoarrebatado. Peor para su moral fue lanoticia de que Gadoric había muerto yque sus líderes, a cambio de suseguridad personal, les habían vuelto avender al sometimiento. Incluso contralos grupos más pequeños de romanos,

sus esperanzas parecían derrumbarse,pues carecían del ánimo para entablaruna auténtica lucha.

Cholón estaba junto a la puertaprincipal de Agrigento mientras losesclavos capturados eran sacados de laciudad. Reconoció una cara, la delhombre que le había recibido en aquelmismo lugar el día de su llegada;entonces parecía feliz, un tantoarrogante, con los ojos llenos deesperanza y risa, ahora aquellos mismosojos miraron el rostro del griego de unmodo diferente. Habían perdido todaexpresión, como si el hombre que habíatras ellos hubiese dejado de existir, no

fuese en realidad más que una cáscara,no fuese humano. Dos muchachoscaminaban con dificultad a su lado, sushijos, a juzgar por el parecido. Unolucía la misma expresión mortecina quesu padre, pero el otro miró a Cholón contal odio que el griego tuvo queafianzarse para evitar dar un paso atrás.

—El Senado te agradecerá esto,Lucio Falerio —dijo el gobernador—.Un resultado magnífico, sin sangre nipérdidas económicas.

—Mientras tengamos cosecha, estarécontento. En cuanto al agradecimientodel Senado, me temo que se apagará encuanto introduzca un estatuto para

proteger las condiciones de trabajo delos esclavos.

El gobernador, Silvano, no queríahablar de eso, no fuera a ser que suspalabras se asociasen con un decreto tanpeligroso.

—¿Zarpas hoy?—Zarparé mañana. Ese pomposo

charlatán, Hipólitas, zarpa hoy.—Creía que partiríais juntos.—No puedo soportar un día más con

ese hombre —replicó Lucio—. No logroentender cómo llegó a liderar larevuelta. Cualquiera con dos dedos defrente echaría a correr ante semejanteindividuo. En cuanto a los demás, los

llamados líderes, no son más que unhatajo de campesinos, por más queluzcan finas ropas griegas. Carnerosviejos disfrazados de corderos.

Marcelo opinaba lo mismo que supadre; después de pasar en compañíadel griego de Palmira todo el viaje através de Sicilia, su tono persuasivo y suconstante amor propio le resultabanofensivos. No sabía que el fuego quehabía hecho tan efectivas sus palabras sehabía apagado. Sólo un romano le habíaoído dirigirse a una multitud, o exponersu causa libertaria entre susurrosmientras tejía trucos con sus manos.

Áquila sería inmune ahora; los acuerdosa los que Hipólitas había llegado conLucio Falerio Nerva, de los que hablabatoda la isla, significaban que ya no leimportaba a nadie. No esperó para vercómo el ejército de esclavos era llevadode vuelta a sus granjas, encadenado;construyó una pira para Gadoric, quemóel cuerpo de su amigo con los honoresdebidos, y cruzó la isla a caballo, pordelante del grupo de Lucio, hastaMesana. Allí, se embarcó comomarinero en un pequeño navío mercantehasta Italia y estaba esperando enRegnum cuando atracaron. Se habíacongregado una multitud para ver aquel

espectáculo, pues cada barco quellegaba a puerto había anunciado lanoticia.

Su furia, tan cercana a convertirse enlocura, a punto estuvo de explotar al verlos finos ropajes que llevaban, peor aúnera la parihuela que les esperaba parallevarles a su nuevo hogar y la escoltade caballería proporcionada por elpretor. Atraían al gentío por dondepasaban, por lo que no presentabadificultad alguna seguir al grupo; eracomo una procesión real en la transitadacalzada que atravesaba Brutium, Lucaniay más allá, hasta la ciudad samnita deBeneventum, que se alzaba en el centro

de Italia, rodeada de montañas.Su villa miraba a un caudaloso río

desde un promontorio rocoso queofrecía estupendas vistas de la ciudad enla otra orilla. La escolta partió para serreemplazada por un número menor deguardias reclutados entre los lugareños.Hipólitas estaba exultante, de pie en laterraza, consciente de que la vida iba serbuena, que ya no tendría que obedecerlos dictados de otros hombres y, si bientenía que sufrir la compañía de Penteo ysus iguales, que parecían incapaces depensar, no sabían leer ni escribir y cuyaúnica intención, mientras viajaban haciaaquel lugar parecía ser encontrar el

mejor modo de llenar la villa de vino ymujeres, era un pequeño precio para unhombre que, en el mejor de los casos,nunca había ocupado mejor residenciaque un pequeño cuarto cuadradocompartido con otros esclavos de lacasa.

Se giró desde la terraza para mirarel espacioso dormitorio que ahora erasuyo. Había otras estancias, un cuarto debaño privado para su uso exclusivo, undespacho y un gran atrio donde podíarecibir invitados. Vendrían losmagistrados locales, así como losciudadanos notables del estado samnita,al fin y al cabo, el rey de los esclavos

era famoso. Daría banquetes que daríanque hablar a toda la ciudad, construiríauna biblioteca que los eruditos del lugarirían a consultar, entablaría elevadasdiscusiones con filósofos y tal vezescribiría un tratado que, cuandomuriese, mantendría el nombre deHipólitas vivo para las generacionesfuturas.

Los guardias samnitas estabanatónitos, pues no habían oído nada porla noche. En todos los dormitorios habíalos mismos nombres en las paredes,escritos con sangre, pero no significabannada para aquellos hombres. ¿Quiéneseran Gadoric, Flaco y Foebe? ¿Y qué

significaba aquel dibujo de un águila enpleno vuelo? Lo único que había en eldormitorio de Hipólitas, aparte deldibujo y las firmas sangrientas, era unacáscara de nuez aplastada sobre el suelode la terraza. Encontraron los cuerpos alo largo de los días siguientes, río abajo,conforme las rápidas aguas del río losiba arrojando a sus orillas sembradas derocas. Cuatro de ellos habían muertodegollados, entre ellos Hipólitas, quientambién había perdido la lengua.

Epílogo

La noticia del asesinato de Hipólitas ylos demás llegó a Lucio Falerio acincuenta leguas al norte de Neápolis,donde había hecho un alto en su viajepara descansar. Tito había seguidoadelante para llevar la noticia alSenado, cosa que engrandecería sunombre ante la opinión pública ybeneficiaría a su candidatura comopretor que, a su vez, le facilitaría elacceso al mando de los ejércitos.Marcelo, como es natural, se había

quedado con su padre y pasaba eltiempo visitando el cercano santuario dela Sibila de Cumas, que antañoalbergaba a otra que había hecho sufrir aTarquinio el soberbio, que queríahacerse con sus predicciones.

Lucio se recuperaba; la conclusiónde los acontecimientos de Sicilia y lassemanas pasadas en un campamentoestable le habían levantado el ánimo yhabían permitido que su cuerpo serecobrase. Si bien tal cosa no permitíaque su rígida interpretación del bien ydel mal se suavizase. Su respuesta antelas noticias llegadas de Beneventumcareció de toda compasión.

—Quienquiera que lo haya hechopensaba en los intereses del tesoro deRoma, ¿no te parece?, y no creo que elmundo vaya a llorar a tipos comoHipólitas.

—Pensé que te complacería —dijoMarcelo con una mirada que Lucioentendió.

Su padre ignoró la insinuación de sumirada de que tal vez hubiese sido élquien había enviado a los asesinos; teníaotras cosas en la cabeza. Dado su éxitosin derramamiento de sangre en Sicilia,Lucio era probablemente más poderosoahora que nunca, por lo queprobablemente le resultaría fácil

imponer sus reformas a través de loscenturiones, que le garantizarían elpoder sobre los optimates y confinaría alos populares y sus estúpidos objetivosa la pila de ideas descartadas. Despuéstal vez se retirase; un discurso más anteel Senado sería suficiente paradespedirse y ver correr las lágrimas dela hipocresía. Su hijo le entregaba unrollo que no le apetecía leer.

—¿Has visto a la sibila? —preguntórápidamente.

—Más que verla, la he oído —respondió Marcelo, dejando caer elrollo sobre el escritorio. Intentó alejarla infelicidad de su voz hablando rápido

para ocultarla—. Está colgada en unajaula de mimbre, en una caverna enorme,sobre las cabezas de quienes la visitan.Creo que la tienen allí para que su vozresuene contra los muros y dar mayorefecto a sus profecías.

—¿Y te hizo alguna profecía,Marcelo?

—No, padre. Lo único que conseguípor mi excesivamente generosadonación al templo de Apolo fue unaúnica frase diciéndome que heredaríatodo lo necesario para asegurarme unfuturo de mi padre, que había aseguradoel pasado para mí.

—¿Se dirigió a ti por tu nombre? —

preguntó su padre.Marcelo asintió.—Los sacerdotes deben de tener

algún método para decirle a la sibila aquién se está dirigiendo.

Lucio le ofreció una leve sonrisa asu hijo.

—Heredarás de tu padre. ¿Dijocuándo?

—¡No!—Ninguna profecía es sencilla y

clara.—Tampoco son siempre ciertas,

padre. Es un negocio lleno decharlatanes.

Lucio estaba de acuerdo con su hijo

pero seguía detestando que leinterrumpiesen, y era evidente en sucara. Tenía que cumplir un deberpaterno, darle a su hijo una fe que élnunca había poseído. Sabía que Marceloera distinto a él, a pesar de todos susaños de formación; el muchacho siemprenecesitaría algo en que creer aparte dela mera idea de Roma. Las profecíaspodían llenar un vacío y hacer queMarcelo actuase con prudencia en lugarde llevado por sus emociones. A pesarde las reformas que estaba a punto deintroducir, la República siempre estaríaen peligro, siempre necesitaría hombresque la defendiesen de la amenaza de la

tiranía. Cuando abrió la boca parahablar, su mente regresó a la profecíaque había oído de niño, con AulioCornelio. Lucio había cumplido aquellapredicción, incluso había sobrevivido aun intento de asesinato. Estaba a puntode culminar su vida con un triunfo másdulce que cualquiera celebrado por unsimple general.

—Debes ver más allá de laspalabras para encontrar su significado.Si no están claras para ti, lo están paramí. Tal vez la cercanía de la muerte nosdé una visión más clara de las cosas.

Vio la mirada de consternación en elrostro de su hijo y extendió una mano

para tocar su brazo.—No temo la muerte, Marcelo.

Temía que todo aquello por lo que habíaluchado desapareciese a mi muerte, quela República cayese en las manosequivocadas y se desintegrase. Comosabes, he visto los libros sibilinos enRoma. Contienen muchos portentos, peroestán escritos en forma de acertijos enverso y son difíciles de entender. Sólouna cosa parece clara. Roma siempreestará en peligro, tanto por enemigosexternos como por hombres ambiciosos,pero la República durará y prosperará silos hombres adecuados lideran elestado. Debes aceptar eso.

—Lo hago, padre.—La profecía sibilina, transmitida

oralmente, tiene una claridad de la quecarecen los libros. Tal vez un día logresverlos y estoy seguro de que estarás tanconfuso como lo estaba yo —Lucio seacarició las costillas por el lugar dondese había clavado el cuchillo, haciendoque su hijo se preguntase si todavíasentía dolor—. Esta profecía tuya haaliviado mi mente.

Marcelo frunció el ceño.—Es poca cosa.—Lo es todo —su mano agarró el

brazo de Marcelo y el muchacho reparópor primera vez en la piel traslúcida que

cubría los huesos prominentes, y lasmanchas marrones de la edad—. Apesar de lo que estoy a punto de hacer,todavía quedará trabajo. Mis reformasnecesitarán protección. Esa es tu labor.Así lo ha dicho la sibila.

—¿Y qué hay de Quinto?—Serás diez veces más hombre que

él, Marcelo. Confía en Tito, pero no leconsultes, pues te ayudará por sunobleza. Quinto también te ayudará, peroexigirá un precio. Debes pagar eseprecio, pero poco a poco. En la bodegase encuentra el arca con los rollos y enella está todo lo que necesitarás… —suvoz se apagó por unos momentos. Lucio

se recostó, frotándose el pecho otra vez—. Te conozco. Te he criado como losromanos de antaño, para que seas rectoy honesto. Yo era como tú, Marcelo,hasta que me di cuenta de que los diosesme habían marcado una meta más alta.Lo que encontrarás en esa arca no teagradará, pero una vez te hice jurarcomo yo lo hice y poner a Roma antetodo. La sibila ha confirmado tujuramento. No pienses mal de mí.

Su mano agarró con más firmeza aúnel brazo de Marcelo y miró a su hijo alos ojos.

—Siempre Roma ante todo,Marcelo. Nunca el orgullo, nunca la

conveniencia y jamás un corazón débil.Marcelo recogió el rollo, más para

cambiar de tema que por verdaderointerés.

—Te han enviado esto desdeBeneventum, padre.

—¿Qué es? —preguntó Luciomientras su hijo desenrollaba el papiro.

—Quienquiera que matase aHipólitas y los demás lo hizo porvenganza. Escribió varios nombres consangre en las paredes.

—Eso ya me lo has dicho. Aparte deGadoric, esos nombres no me dicennada.

—Al parecer, había un dibujo en

cada cuarto, un águila en pleno vuelo. Sepreguntaban si podía darnos alguna pistasobre quién cometió los asesinatos.

Marcelo colocó el rollo desplegadoante su padre. Él también estabamirando el dibujo, por lo que no vio lamirada de horror en los ojos de Lucio,pero le oyó murmurar las palabras y segiró para mirar. Lo que vio le dejóatónito, pues la sangre habíaabandonado el rostro de su padre.

Mirad hacia arriba si os atrevéis,aunque lo que teméis no puede volar.

Ambos os enfrentaréis a ello antesde morir.

De repente, Lucio se encontró de

nuevo en aquella cueva de las colinasalbanas, apenas un muchacho al lado desu amigo Aulio Cornelio, ambosfingiendo ser hombres, y las palabras dela profecía que habían oído llenaron sumente, junto con el momento en que untrozo de papiro como el que ahoramiraba ardió en llamas espontáneamenteen sus manos. Con una visión que sólose le concede a un hombre al borde de lamuerte, sabía que Aulo había vistoaquello mismo en Thralaxas, que lamisma águila de color rojo sangre queahora tenía ante sí, diciéndole que todoaquello por lo que había luchado durantetoda su vida podría no suceder.

—Ordena que traigan mi litera —dijo con voz entrecortada, agarrándoseel pecho—. Debo ir a Roma.

Marcelo parecía dispuesto aprotestar. Su padre, cuyos ojos no sehabían apartado del dibujo del águila,gritó:

—¡Soy tu padre, muchacho, debesobedecerme!

El corazón de Lucio Falerio Nervadejó de latir antes de que hubiesenrecorrido diez leguas. Marcelo mandódrenar y embalsamar el cuerpo antes detrasladarlo a un carro. Forzando el pasoy cambiando continuamente los caballos,llegó a la capital en tres días. La pira de

su padre se alzaría sobre Roma y sugenio se dispersaría con las nubes dehumo por el aire sobre la ciudad quehabía consumido su vida.

Jack Ludlow es el pseudónimo deDavid Donachie, novelista históriconacido en Edimburgo. Sus novelasmuestran un interés particular en lahistoria naval de los siglos XVIII y XIX.Ha sido vendedor de artículos tandispares como máquinas de escribir oincluso jabón, aunque, desde hace unos

años, su dedicación a la escritura escompleta.

También escribe novelas de ficciónbajo el pseudónimo de Tom Connery.