Los pilares de roma jack ludlow

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Cuento épico lleno de acción dondeaventura e historia, ambición yamistad, brutalidad y amor secombinan para crear una obramagnífica que inicia la trilogía de LaRepública. Un augurio de muertemarcará la vida de dos jóvenespatricios: Aulo Cornelio y LucioFalerio. Ambos vivirán y lucharánpor desafiar al destino en lossangrientos días de la decrépitaRepública romana.

Jack Ludlow

Los pilares deRoma

República - I

ePUB v1.0AlexAinhoa 01.04.13

Título original: Republic: the Pillars ofRome© David Donachie (Jack Ludlow), 2007© De la traducción: Carlos Valdés García,2009Diseño/retoque portada: AlexAinhoa

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)ePub base v2.1

A Nick Webb,¡una estrella!

Prólogo

Fue una gamberrada, uno de esos actosde malignidad que Lucio Falerioatesoraba; uno que su mejor amigo, AuloCornelio, temía a causa de su respetomás fuerte por el poder de los dioses.¿Cómo podían saber dos chicos de doceaños que lo que experimentarían estanoche tendría influencia sobre el restode sus vidas?

Vestían ambos togas de hombreadulto, adecuadas para poder visitar a lafamosa Sibila, el oráculo que vivía en

una cueva en las colinas albanas cercade Roma, un privilegio no permitido alos chicos. El robo de aquellas prendasdemostraba que, aun con toda su fuerza ydestreza en el juego, era fácil superar aAulo cuando se precisaba el engaño. Enla villa de campo de su padre, al tratarcon los esclavos de su familia, sumanera de hacer las cosas habría sidoentrar de prisa, agarrar lo que quería yhuir. Lucio, un invitado, entró con airede propietario y salió con las prendasdobladas con cuidado en su antebrazo,sin preocuparse en apariencia por lapaliza que recibirían ellos y losesclavos si descubrían a los chicos. Las

ropas eran sólo parte del disfraz, y enesto Lucio podía vencer de nuevo a suamigo. Aulo tenía la nariz de su raza,prominente y recta, las mejillas llenas ylas hechuras de una frente noble, peropasaba apuros para mantener su espesocabello negro en algo que recordase unpeinado adulto. De algún modo, Lucio,más pequeño y de rasgos más suaves entodos los sentidos, se las arreglaba paraparecer mayor tan sólo por las manerasde superioridad con las que se conducía.

Fue sobrecogedor entrar en aquellacueva pobremente iluminada: un fríopenetrante, el susurro de murciélagosque revoloteaban sobre sus cabezas, el

goteo del agua como único sonido querompía el silencio. Bajo una lámpara deaceite mortecina, entregaron unasmonedas a una acólita cubierta con unvelo, se suponía que como ofrenda alpoder de la Sibila, aunque Lucio, con suacostumbrada actitud irreverente,susurró que era más como un soborno.Aulo no podía mirar a su amigoentonces, ni pudo decir nada: su corazónlatía tanto que sentía que alguien podríaverlo, como el sudor que podía notarmás abajo del nacimiento de su pelo.Lucio no sudaba y podía hablar sinsiquiera un rastro de temblor en su voz.

Fueron conducidos a una cámara

excavada en la roca, iluminada porantorchas titilantes, un lugar queapestaba tanto a heces de murciélagocomo a desechos humanos y animales,mezclados con un fuerte olor a incienso.Los detritus de criaturas muertastapizaban el espacio entre ellos y laSibila, que, sentada en un alto pedestalde piedra, miraba al frente con lo queparecían ojos ciegos. Ninguno de losjóvenes quiso examinar los huesosblanqueados que había a sus pies paraver de qué fuente provenían, pero laimpresión, comunicada con muchafirmeza, les decía que quienes jugabancon los dioses acababan como aquellos,

simples esqueletos que yacían a los piesdel oráculo. Con una voz más profundaque su tono habitual, Lucio pidió contranquilidad una predicción del futuro deambos.

La respuesta fue un siseo de laSibila, una bruja añosa con más arrugasprofundas en la cara que la corteza de unviejo olivo. Con la mirada al frente, ellales pidió sus nombres propios así comolos de sus ancestros. Ambos chicos, bienversados en las historias de sus familiasrespectivas, nombraron a noblesprogenitores que no sólo habían ayudadoa fundar la República romana, sino quetambién habían actuado para convertirla

en el mayor poder del mundo conocido.Lo que siguió fue un silencio quepareció durar medio reloj de arena, unoque acrecentó la atmósfera de misterio.

—No sois más que críos —resollóal fin la Sibila, mientras se pasaba lasuñas largas y desiguales por su cabellogris y enmarañado—. La consulta aloráculo es para hombres, no para niños.

—Hemos hecho una ofrenda —replicó Lucio—. Si la consulta estáprohibida a los chicos, ¿por qué no fuerechazada?

—Tú debes de ser el de los Falerio.—Lo soy —replicó Lucio, con voz

casi desafiante.

—Eres muy espabilado para tu edad.El de los Cornelio es pío, tú no lo eres.

—¿Deberíamos temerte a ti? —preguntó Lucio.

Aulo contuvo su aliento y todo sucuerpo tembló. Puede que Lucio noimaginara que aquella sacerdotisa podíamatarlos allí mismo, pero él sí lo hacía;los huesos que cubrían el espacio entreellos le hizo creer que otros habíansufrido semejante destino.

—Deberíais temer lo que puedodeciros, Falerio.

—Sibila, si puedes ver mi futuro,entonces ya está decidido. ¿Quénecesidad tengo entonces de temerlo?

Un dedo se movió para llamar a unafigura encorvada e inidentificable que searrodilló delante de la Sibila mientrassujetaba un papiro enmarcado. Ella, connada más que la uña de su índice,realizó una serie de trazos. La luz de lasantorchas que había tras ella seproyectaba sobre el fino material, asíque los dos chicos vieron, comosiluetas, aquellos trazos traducidos enuna especie de dibujo, mientras ellamascullaba su profecía.

—Uno deberá someter a unpoderoso enemigo, el otro, luchar parasalvar el prestigio de Roma, peroninguno alcanzará su objetivo. Mirad

hacia arriba si os atrevéis, pues, aunquelo que teméis no puede volar, ambos osenfrentaréis a ello antes de morir.

Un movimiento de la mano separó elpapiro de su endeble soporte, haciendoque se enroscara él mismo como unrollo, que la Sibila tomó y arrojó a lospies de ellos. Lucio se agachó arecogerlo y lo abrió para revelar undibujo de un pájaro en rojo sangre,burdo, aunque claramente un águila conlas alas extendidas en vuelo.

—¿Qué significa esto? —demandóLucio.

La carcajada sonó alta y sin humor,un cacareo que rebotó en los muros.

—Tú eres listo, Falerio, tú decides.Puede que Lucio fuera impío, pero

lo que a continuación sucedió hizo mellaincluso en su estudiada pose. Dejóescapar un grito estrangulado cuando elpapiro empezó a humear en su mano y elagujero de una quemadura aparecía en elcentro, y se extendió deprisa, como siuna némesis de bordes marronesconsumiera el documento, pero no antesde que el basto dibujo rojo se marcara afuego con la misma fuerza en sus mentes.Justo cuando chamuscaba la mano deLucio y le forzaba a tirar el papiro alsuelo, se apagaron todas las antorchasen la cueva y se sumergieron en la

oscuridad. Aulo comenzó a aullarencantamientos a Júpiter, el más grandede los dioses, en busca de protecciónpara él y su amigo, que ahora agarrabasu brazo con un doloroso apretón. La luzdel farol que apareció detrás de ellosles ofreció una salvación que los doschicos acogieron con entusiasmo, ysalieron tambaleándose de la cueva dela Sibila albana, detrás de una luz quenunca podrían alcanzar.

Aquella noche, a la luz deldormitorio compartido, mantuvieron elfarol encendido con poca llama mientrashablaban de la Sibila, la cueva, losolores, las acólitas, pero sobre todo de

la profecía. ¿Qué presagiaba aquello?Examinaron y repitieron cada palabrauna y otra vez, en busca de unsignificado. «Uno deberá someter a unpoderoso enemigo, el otro, luchar parasalvar el prestigio de Roma». ¿Cómopodrían hacer eso y no alcanzar suobjetivo?

—¿Cuál es nuestro objetivo? —preguntó Aulo.

—Gloria para nosotros, nuestrasfamilias y la República.

No había fanfarronería en laspalabras de Lucio, tan sólo la ambiciónde cualquier chico romano de buenacuna. «La Sibila debe de estar

equivocada», susurró mientras dejabaclavado con sus ojos de color castañoclaro a su amigo, como si al hacerlopudieran convertir una suposición en unhecho.

—¿Puede equivocarse un oráculo?—Aulo anhelaba con desesperación queLucio, más experimentado en las cosasmundanas que él, dijera que sí, pero sucompañero no le hizo ese favor, sinoque tan sólo repitió la última parte de laprofecía de la Sibila: «Mirad haciaarriba si os atrevéis, pues, aunque lo queteméis no puede volar, ambos osenfrentaréis a ello antes de morir».

—¿Quiere decir eso que moriremos

juntos?—Puede ser —dijo Lucio con tono

inseguro.—Todo lo que pido es una muerte

noble.Lo que para un adulto era una

banalidad, para cualquier niño de doceaños era una verdad. «No podemosenfrentar otra, Aulo, somos romanos».

Según avanzaba la noche, Lucioretomó su compostura, aquel aire decerteza que, si bien era dudoso, élmantenía con desembarazada afectación.Sugirió que usaran un cuchillo paramezclar su sangre y jurarse amistadeterna, lo que con seguridad actuaría

como un talismán para rechazar a losmalos espíritus. ¿Acaso no eran losdioses veleidosos, dados a comportarsecomo los humanos, a tomar partido,incluso a cambiar de opinión? ¡Nisiquiera el destino podía ser inalterable!Con su voz firme y seductora, LucioFalerio empezó a cuestionar la certezade la profecía. Como romanos nobles,podían consultar a los sacerdotes decada templo en Roma, sacrificar aves yanimales y hacer que les leyeran lossignos de sus entrañas; ¿qué miedopodían tener de un ave que no puedevolar? El papiro ardiente no era más queuna artimaña. Aulo Cornelio se

esforzaba por asumir la crecienteincredulidad de su amigo, pero sabíaque su propia voz traicionaba suintención fracasada.

La imagen de aquel dibujo de colorrojo sangre, aquella águila en vuelo,perduraba detrás de sus párpados, paraasustarle cada vez que cerraba los ojos.

Breno podía evocar una imagen desu inminente destino y por mucho quegolpeara su cabeza con las paredes lisasde su prisión subterránea, no podíaborrar la espantosa visión. Sólo unosdías antes había ocupado su sitio en elcírculo de enormes piedrasrectangulares para hacer lo mismo a otro

en un ritual. Más altos que diez hombres,cuando el sol se elevaba en un día claro,aquellos gigantescos bloques de granitoproyectaban sombras negras que seprolongaban hasta el borde del mundo.Vestido de blanco, Breno ayudó aformar el círculo de sacerdotesalrededor del altar plano sobre el queyacía recostado un hombre, con sus ojosvidriosos por haber bebido una infusiónde hierbas estupefacientes. Reunidos ala luz gris de antes de la aurora, lossacerdotes esperaron en silencio hasta elprimer signo de la salida de aquellabola de fuego de color rojo sangre porel este, el momento en que el dador de

vida salía a rastras de entre las almas delos muertos para que lo recibiera sangrebrillante. Pero este día, este amanecer,serían su sangre y su agonía. Ningunadroga adormecería sus sentidos nihabría en su cara ninguna sonrisa deéxtasis. El cuchillo cortaría su corazónmientras él, con el cuerpo colocado deforma que pudiera ver lo que ocurría, semantenía consciente por completo. Eseera el destino de un druida condenado.

Había trabajado duro por aquelloque estaba a punto de perder. Sersacerdote del culto era caminar como undios en la tierra. Chamanes de la mayorparte del mundo céltico, los druidas

poseían mucho poder: podían imponer lapaz o empezar una guerra, bendecir unaunión o maldecir al hijo recién nacidodel caudillo de una tribu. El vulgo temíasus poderes y donaba al templo de suisla tesoros que eran la envidia de sumundo, si bien, como todos los cuerposcreados por el hombre, el sacerdocioestaba plagado de rivalidadespersonales. Breno era sobrino de Orcan,que había intentado conseguir queavanzase con celeridad, mientras susrivales querían que la joven alma matasea un enemigo antes de hacersedemasiado poderoso por derechopropio. Moriría por su ambición y la de

su tío.Levantó los brazos con frustración y,

con la mera punta de las yemas de susdedos, empujó la pesada roca que hacíade techo de su celda, que necesitó seishombres para que la pusieran en su sitio.Su respiración se detuvo mientras laechaba a un lado, con facilidad y ensilencio, de forma que las estrellasbrillaron en el cielo sobre su cabeza ysiluetearon una persona encapuchada. Asu alcance apareció una mano que seagitaba nerviosa para indicarle que seagarrara, cosa que hizo y, al mismotiempo que él saltó, tiró de él haciafuera. El encapuchado le ayudó a

ponerse en pie y apretó algo en su mano.—Orcan te pide que partas, Breno,

porque teme que las palabras no puedansalvarte, pues prevalecerán aquellos quese oponen a él. En tu mano tienes unregalo suyo, tomado de la ArboledaSagrada. Te protegerá, te ayudará y tedará determinación.

Breno levantó aquello por sucadena. Incluso a la leve luz de lasestrellas aquello brilló: un amuleto deoro en forma de águila con las alasextendidas como si volara. Comosacerdote autorizado a entrar en laArboleda Sagrada, lo había visto antes ysabía que antes había estado al pie del

monte Olimpo, en el templo de Apolo enDelfos, hasta que aquel santuario fuesaqueado por una gran multitud deceltas. Había pertenecido al hombre encuyo honor llevaba su nombre, elcabecilla de un ejército que habíaasolado la tierra de los griegos, y queincluso había pedido un rescate porRoma; era un talismán que llevabaconsigo una profecía, una disfrazada deacertijo. Se decía que un día se alzaríaun caudillo que tuviera el derecho dellevarla, porque sería aún más grandeque el hombre que se lo robó a losgriegos. La predicción era que esehombre acabaría aquello en lo que el

gran Breno había fracasado, y quellevaría su espada hasta el templo másrecóndito de los dioses de Roma.

Había otra profecía, otra historiaenigmática, una que tenía unainterpretación menos agradable y de laque se susurraba entre murmullos en laArboleda Sagrada. Decía que un díaRoma se extendería para dominar todaslas tierras de los celtas, para someter nosolo a las tribus, sino también a sssacerdotes, y que arderían cuerpos ytemplos y a ellos los llevarían a la orilladel mar occidental. ¿No podía ser queambas se cumplieran? ¿Cuál era laverdadera lectura del futuro?

—Tu tío te lo confía con un mensaje.Ahora márchate, ve hasta el mismolímite de nuestro mundo donde estés másallá del alcance de tus enemigos. Te havisto en las visiones de sus malosmomentos: llevabas esto y estabas en eltemplo romano de Júpiter. Ha visto quetienes la fe para enfrentarte a Roma y,por lo tanto, el poder para cumplir laprofecía.

—¿Cuándo soñó eso?—Breno, se me confió el mensaje

que te he dado y nada más.Dicho aquello, se marchó, y dejó al

prisionero liberado preguntándose quédestino le esperaba, preguntándose

también a dónde habrían ido loshombres a los que habían asignado suvigilancia y por el poder de la menteque había causado el movimiento deaquella enorme cubierta de roca, algoque había conseguido con las yemas desus dedos. Levantó una vez más eláguila, que destellaba a la luz de la luna,y miró su forma (cabeza orgullosa, alasextendidas) antes de colgarse la cadenadel cuello.

Breno no huyó deprisa; tras haberinvocado la bendición del gran diosDagda y su compañera, la Madre Tierra,Morrigan, se fue caminando. Si fuese ahaber una persecución, tenía la

esperanza de que los dioses lafrustrarían. Antes de que la luna sehubiese renovado tres veces, habíadejado la isla norteña y había cruzado laestrecha franja de agua hacia el granterritorio de las tierras célticas, que seextendían para siempre en dirección alsol naciente, y la mayoría acababa en elpunto de encuentro con la arrogancia deRoma o la barbarie de las tribus sindioses del este. Viajó hacia el sur ydespués más hacia el sur, y abundabanlos comentarios a su paso, porque, en unpaís de gente adusta y morena, elcabello rubio rojizo de su cabeza era taninusual como su estatura. Como joven

viajero por el mundo céltico, no le faltóde nada, ya que cada hogar estabaobligado a tratarlo con hospitalidad,hasta que por fin llegó al punto en el quesu mundo chocaba con otro.

Breno permaneció de pie sobre unaalta escarpadura, mirando la ordenadallanura agrícola de abajo, una cuadrículade campos ordenados con cuidado. A lolejos había una ciudad de murallasblancas y tejados rojos, iluminados porlos rayos de la puesta de sol. Detrás deél quedaban miles de tribus celtas, deguerreros que podrían arrasar aquellosasentamientos romanos; lo único quenecesitaban era un líder. Se llevó el

águila a los labios, como había hechocada día desde su escapada, e hizo unapromesa: que un día regresaría a lastierras del norte no como fugitivo, sinocomo conquistador a la cabeza de unejército; y que un día se pondría de pieen aquel círculo de piedras y, con uncuchillo afilado en la mano, arrancaríalos corazones de los que habíanintentado matarlo.

Capítulo Uno

La pequeña capilla junto al atrio estabarepleta, aunque el número de personasque había en el reducido espacio eraescaso. En días normales, no habíanecesidad de que esta habitación de usofamiliar acogiese a una multitud; eranlas dimensiones de la cámara más que elnúmero de invitados las que dabanimpresión de abarrotamiento. Algunoseran de la familia, otros, amigosimportantes, senadores conocidos oclientes, mientras cerca del altar había

un grupo diferenciado, vestido en partecon pieles de cabra. El día del festivalde Lupercalia, aquellos hombres habíanhecho un alto en su camino a la cuevasagrada de la colina Palatina, y llevabanpuestas las pieles de los animales quesacrificaban en su culto. Al estardedicadas las Lupercales al dios de lafertilidad, ningún bebé podía encontrarun día más propicio para nacer.

El grueso de la asamblea loconstituían los que, como susanfitriones, vestían togas con ribetepúrpura y sandalias rojas: senadoresromanos que habían venido para sertestigos del nacimiento de un

descendiente de Lucio Falerio Nerva,uno de los hombres destacados de laciudad-estado, y para declarar, con supresencia, su lealtad tanto al hombrecomo a su causa. Mortales de menorcategoría llenaban el atrio, decididos areivindicar una participación en lagratitud de él porque los dioses lohubieran bendecido así, unaparticipación en el poder que losFalerio podían alcanzar en estos tiemposturbulentos. En las calles de Roma, asólo un par de pasos de allí, pocoshombres se aventuraban a pasear asolas; la ciudad estaba escindida enfacciones enfrentadas, mientras los

incívicos partidarios de Livonioluchaban contra el Senado por el controldel estado más poderoso que el mundohabía conocido.

Tiberio Livonio, un tribuno plebeyo,se empeñaba en imponer sus reformas ala asamblea del Comicio tribal, conactos que apelaban a los sectores másbajos de la sociedad romana, unaalteración de los derechos de voto querepartiría la autoridad entre las clasesde las treinta y cinco tribus, de maneraque incluso el miembro más mezquino ypeor educado podría estar al mismonivel que el más rico y aristocrático.Los nobles patricios, miembros de las

familias más antiguas e ilustres, comoLucio Falerio y los que se habíanreunido para ser testigos del nacimiento,se oponían a semejantes medidas contodas las considerables fuerzas a sumando. Para esta gente, el poder sólopodía ser confiado a hombres de calidady riqueza; cualquier otra opción erarendirse a la plebe.

Permanecían de pie en silencio, susrostros inmóviles, como las máscarasmortuorias de los ancestros Falerio quese alineaban en las paredes, sudandodentro de sus incómodos ropajes,mientras, fuera de la vista, lascomadronas trabajaban diligentes en el

dormitorio y mascullabanencantamientos para la intercesión deLucina, la diosa de los nacimientos.Todo invitado había ignorado estoicolos gritos de la esposa de Lucio,Ameliana, mientras ella, atada concorreas a su silla de parto especial, seesforzaba en dar a luz al bebé; aquelloera parte de la naturaleza de las cosas yno un tema de conversación. Ni unachispa de emoción cruzó sus semblantescuando los vagidos del bebé sesobrepusieron a los gritos dolientes dela madre. Ragas, el esclavo personal delamo, alto, musculoso y con los hombrosbrillantes por los aceites, cruzó el atrio,

mientras se abría camino a imperiososcodazos entre el gentío, para hablar aloído de su dueño.

Los huéspedes permanecierontranquilos e inexpresivos, mientrasLucio, tras haber recibido el mensaje,fue hacia el fondo de la habitación, consu rostro de rasgos finos e inteligente tanfalto de expresión como sus inmóvilesojos castaños. Todos alargaron el cuellomientras su anfitrión hacía una ofrendaen el altar dedicado al dios de la casa,un sacrificio al genio de la familia, puesera a través de estos lares, estos diosesde la casa, que un hombre como LucioFalerio, y antes que él, sus ancestros,

adquirían la inmortalidad. Por elsacrificio de un cachorro negro supieronque a Ameliana le había sido enviado unniño. Instantes después, como unaaparición bien escenificada en un drama,en una cesta de mimbre que llevaba unacomadrona, envuelto sin apretar en unospañales, llegó el niño a la capilla,llorando aún con poderío y con la caritaarrugada, de un rosa brillante por lafuria, y el pelo negro carbón que cubríasu cabeza todavía brillante por el aguaaromatizada en la que lo habían bañado.

Ragas tomó la cesta y se acercó a suamo. Había llegado el momento de laverdad; la esposa de un hombre podía

traer al mundo un bebé y ese bebé podíaser un niño, pero no era aún el hijo deLucio, no era aún un verdaderodescendiente de los Falerio, de cuyolinaje había constancia que se originabaen los días en que Eneas, en su huida delas ruinas de Troya, había fundado laciudad de Roma. El periodo quemediaba entre su nacimiento y lo queseguía, el niño era huérfano. Si se omitíael siguiente paso en el ritual familiar,permanecería así y la vergüenza seabatiría sobre la cabeza de AmelianaFaleria desde ese día en adelante. Unapausa repentina incrementó la tensión,mientras el esclavo mantenía en alto la

cesta, tan cerca como para que Lucioviese al niño, pero lejos para que suamo no lo pudiera tocar. Los huéspedessólo podían especular por cómo los doscerraban los ojos, el esclavo sonreía yel amo fruncía el ceño, antes de que lacesta se acercase un poco más. Lucio nomovió un músculo, casi en son de burlahacia su audiencia por la forma en queexaminaba al niño, mientras levantabacon cuidado los pañales para confirmarel sexo, como un reto a que alguienrompiera el encantamiento.

Alzó la cabeza y miró por lahabitación, inspeccionando cada rostro ala luz titilante. De pronto, frunció el

ceño, pues la única persona que habíaesperado encontrar estaba ausente. Allíestaba el joven Quinto Cornelio, con eluniforme de un tribuno de la milicia y elrostro, como el de los demás, cubiertopor el brillo del sudor, pero el padre delmuchacho, Aulo Cornelio Macedónico,no había respondido a lasconvocatorias, a pesar de que ya habíaregresado a Italia desde Hispania. ¿Quéhabía de los votos que se habían hechode niños, sellados con sangre,juramentos que habían renovado a travésde años de amistad: que siempre seacompañarían el uno al otro en cualquiermomento de necesidad o de

celebración?Nada era tan importante como el

nacimiento de un primogénito, muyposiblemente un niño, en especial paraun hombre que había estado casado sindescendencia durante unos veinte años,pero era más que eso. Su mejor amigo ysu aliado más incondicional, que habíaestado ausente de Roma durante dosaños, no había acudido a apoyar lacausa patricia en una época en que él ysu clase eran amenazados, cuandoexistía una posibilidad real de queestallara un conflicto entre las faccionesrivales que aspiraban a controlar elpoder del estado romano. Tratar a Lucio

así era una grave ruptura de laobligación, agravada aún más por laayuda que el perpretador había recibidoen la persecución de sus propiasambiciones. A Aulo nunca le habríanconcedido el mando en Hispania siLucio Falerio no hubiera utilizado todosu prestigio, y no hubiera organizado atodos sus partidarios en el Senado paraasegurar el nombramiento. Aún así, elbeneficiario, que era el soldado con máséxito de Roma, rehusó aparecer en unmomento en que su mera presenciapodría haber inclinado la que era unadelicada balanza. Con el insistentepensamiento de que su amigo estaba

menos comprometido con la causa queél, y que no le preocupaban los efectosque su no comparecencia tendría en lossenadores titubeantes, lo inoportuno desu ausencia lo abofeteó como un insultodeliberado.

Los murmullos de sus invitados,como un quejido bajo pero que seincrementaba, devolvió a Lucio alpresente, y sintió una ráfaga de ira, queenseguida se tiñó de arrepentimiento porlo que podía haber sido un juiciodemasiado precipitado, al evocar unaserie de imágenes de su compañero deinfancia y de sí mismo: mientras jugabanjusto al final de la infancia y crecían

juntos en una época en la que aún podíapelear con Aulo con alguna oportunidadde vencer, incluso se arriesgaron a unamaldición con aquella gamberrada de lacueva de la Sibila y compartieron elterror por la profecía y el alivio cuandoel miedo amainó mientras se hacíanhombres, hasta que al menos él, Lucio,pudo gastar bromas sobre águilas, nocomo su amigo, que ni siquiera podíaver una al vuelo sin invocar a Júpiter ensu ayuda. Él sí había estado junto a Aulocuando los dos hijos de este nacieron, sufelicidad por la buena suerte de suamigo teñida por el remordimiento de notener hijos.

Sabía que eran diferentes, y no sóloen el físico. Aulo no tenía nada delcinismo de su amigo, más mundano. Suvisión de las cosas era la de un simplesoldado, sin capacidad o sin ganas deadquirir la sutileza necesaria paraalcanzar el éxito en la arena política, yparecía tomarse la buena suerte comoalgo que se le debía. ¿No se daba cuentade lo mucho que Lucio le habíabeneficiado al ayudarle a mantener sustropas en el campo, al asistirle antemandos que le habían dado un campo debatalla para sus dones manifiestos?Había veces que Aulo le enfurecía consu falta de malicia, su deseo de ver las

dos partes de una discusión, pese a queaquel mismo rasgo —su palpablehonestidad— siempre le deparaba suclemencia. ¿Sería tan fácil perdonarlepor esto? Con cierta dificultad, echó desu mente ambas cosas: los recuerdos yla irritación. Lucio se inclinó y, con unmovimiento rápido, sacó al niño de lacesta. Después lo alzó con los brazosextendidos del todo, y reconoció antetodos que aquel niño era el fruto de susentrañas, su hijo y heredero. Grandesgritos de júbilo estallaron entre losinvitados reunidos, que empezaron aempujar para alabar al padre y bendeciral hijo. En la puerta de al lado, las

comadronas, que aún rezaban a la diosaLucina, hacían vanos esfuerzos porsalvar la vida de una madre que,pensaban todas, a los treinta y cinco erademasiado vieja para dar a luz su primerniño.

Aulo Cornelio Macedónico estabasolo junto al altar de hierba sin decorar,vestido con un sencilla ropa blanca,corta y suelta a la manera griega. Losapagados lamentos de su esposa, a quienatendía una sola y joven comadrona,parecían causarle un verdadero dolorfísico que él luchaba por contener. Pesea todos sus privilegios como el generalmás eminente del mundo romano, ningún

invitado asistía a aquel nacimiento yningún suplicante llenaba la habitación.Las paredes de su villa prestada estabantan desnudas como el altar, y la únicavela de sebo que crepitaba en el candildaba un ambiente fantasmal a lahabitación de las columnas. No se iban aaplicar ninguna de las reglas normales ala celebración del nacimiento de esteniño, y el hecho de que tuviera lugar eldía del festival de Lupercalia hacíaburla del acontecimiento más quehonrarlo.

—Vino caliente con miel —dijoCholón, su joven esclavo personal, alofrecerle un sencillo cáliz de piedra. El

aire fresco de principios de primaverahizo que Aulo sintiera un leve escalofríoal tomar la bebida—. ¿Su capa, amo?

—No, gracias —replicó Aulo sinpensar, con un susurro ronco.

Su sirviente no estaba seguro de quele hubiera oído bien, aunque nunca habíadudado de que cualquier respuesta suyasería la correcta. Así era siempre, yafuese dirigida a un soldado corriente oal noble monarca de un estado cliente deRoma. Nadie ejemplificaba mejor queAulo Cornelio Macedónico las virtudesde las que Roma se enorgullecía tanto;era recto, honesto y valiente, un soldadoentre soldados reverenciado por sus

hombres. La inconstante plebe de Romatambién lo aclamaba por ser un hombreque hacía algo más que falsas alabanzasde las antiguas libertades, si bien ahoraque había tumulto en su ciudad y se lenecesitaba en Roma con desesperación,aquí estaba él, escondido en su casa decampo vacía. ¡La plebe no lo alabaríapor eso!

Cholón sabía que hombres decondición más baja, enredados en elsucio mundo de la política, desdeñabana su amo con sorna porque lo veíanarrogante. Consideraban que un senadory ex-cónsul no mostraba suficientegravitas al deshacerse de su casa, sus

responsabilidades, sus amigos e inclusosu toga en una ocasión semejante, peroel general que había humillado a losherederos de Alejandro el Grande yhabía puesto de rodillas a la poderosaMacedonia, de forma que ahora era unestado vasallo de la República romana,podía ignorar y soportar ladesaprobación de cualquiera. Su familiaera tan antigua como cualquier otra enRoma: las máscaras mortuorias de susancestros reposaban con orgullo en losestantes decorados que se alineaban enlas paredes de la capilla de la familia,en la casa de los Cornelio de la colinaPalatina, situada justo sobre la ancha

avenida de la Vía Triunfal.De haber estado en esa capilla y

haber sentido la desaprobación deaquellos antepasados por estenacimiento clandestino, habría miradosus máscaras con desdén. Aulo CornelioMacedónico era el más importante de sutribu, el ejemplo más destacado delgenio familiar. A su muerte, su máscaraocuparía el lugar de honor sobre el altarde la familia cuando las generacionesvenideras se reunieran a rezar.Apreciaba su reputación tanto comocualquiera, pues sentía la profundanecesidad de conservar su honor, aunqueno querría ver a otro sufrir por

mantenerlo, en especial si era alguien aquien quería. No podría soportar que seavergonzase a su mujer en público poralgo cuyo mantenimiento era del todoculpa suya.

Marcia, nerviosa, contuvo unbostezo al sentarse, mientras mirabacómo la mujer sin nombre mecía al bebéen su pecho y lo animaba para quemamara, pero el crío, que ya lo habíahecho hasta hartarse, no respondía. Aveces la dama se quejaba, y reproducíalos sonidos exactos que, durante susesfuerzos, había pronunciado a través dela tira de cuero marcada por sus dientes,que ahora estaba tirada. Había dado a

luz, con los puños apretados, pocosminutos antes, echada boca arriba comolas campesinas. Si bien era unacomadrona inexperta y nunca antes habíaatendido un parto sin supervisión,Marcia sabía que muy pocos partosserían tan sencillos como este, aunque,pese a toda la facilidad del nacimiento,parecía que las cosas empezaban acambiar. La chica presentía dificultades,y la forma en que la habían convocadopara atender a aquella dama leprocuraba escaso consuelo. Había sidoarrancada de las celebraciones de lasLupercales, que eran tan apropiadaspara su oficio, con la promesa de una

rica recompensa si asistía al final.Como el bebé había llegado deprisa,

poco tiempo hubo para dedicar a lacuriosidad. La mujer había luchado congran fuerza de voluntad para contenersus gritos cuando el niño emergía de sumatriz, y su voz nunca se había alzadomás allá de los quejidos por el esfuerzoque emitía con creciente frecuencia. Sehabía prohibido a Marcia que golpeaselos pies del bebé y la exhausta madrerechazó con un movimiento de la manosu intento de darle vida al niño con unsorbo de vino. Una vez que cortó elcordón, la mujer amamantó de inmediatoal niño, que se alimentó con ansia y en

silencio, mientras Marcia quedópreguntándose de nuevo por las extrañascircunstancias que rodeaban todo elasunto. Era algo para contar a susamigas, pues nunca había oído queningún niño naciese en silencio.Entonces, Marcia se dio cuenta, con unligero sobresalto, de que no podríacontárselo a nadie: antes de que ladejaran entrar en aquel inhóspitodormitorio, había dado su palabra, conlos juramentos más terribles a la diosaJuno, de que nunca revelaría nada deaquel acontecimiento.

Con juramentos o sin ellos, nadapodía aplacar su curiosidad. Había

cosas extrañas que reflexionar, y no erala menor el hecho de que cuando Marciaintentó llamar al esclavo, para que elmarido que había dirigido losjuramentos se enterara, había sidodetenida con brusquedad: se encontrócon que la madre le ordenó quepermaneciera en silencio con un gestoviolento. Todo el asunto era un misteriodeliberado, y la persona que iba a pagarsu tarifa y que paseaba de un lado a otroen la puerta de al lado, quería que lascosas se mantuvieran así. La jovencomadrona sabía que estaba enpresencia de la nobleza: el porte delhombre, a pesar de su sencilla

vestimenta sin decoración, no le ofrecíaninguna duda, y la mujer, aquella dama,era también de noble nacimiento; eraevidente por su cabello bien peinado,sus caros ropajes y su actitud. No lehabían dado nombres, y sus intentos porpreguntar al esclavo griego que la habíallevado a aquella casa al darle unaprimera parte de su salario, se habíanencontrado con una respuesta afilada ydesagradable.

—Atiende a la señora, ayuda al niñoy no hagas preguntas. Puedes estarsegura de que el hombre que te paga esteoro no dudará en matarte si rompesalguno de los juramentos que se te han

exigido.Llegada a este punto, ¡ni siquiera

conocía el nombre del esclavo!Volvieron a ofrecer de mamar al niño,que dormitaba, y él chupó el pezónautomáticamente, aunque todavíademostraba poco entusiasmo por laleche. Su cabello, entre dorado y rojizo,y sus ojos de un azul encendido no eranfrecuentes, en fuerte contraste con elcabello negro azabache y los ojososcuros de su madre y su padre. Nuncase podía estar segura de estas cosas:Marcia sabía mejor que nadie quemuchas veces en las familias nacíanniños poco parecidos a sus parientes

cercanos.La mujer volvió a quejarse como si

aún no hubiera dado a luz. Era todo tanextraño. En realidad, deberían llevar alniño con su padre. De nuevo, con otroleve sobresalto, la joven comadrona locomprendió: el niño no iba a serreconocido. ¿Sería que ese niño, eseimpostor, era fruto de una uniónadúltera? ¿Y que la dama, que parecíatan noble y delicada, no fuese en verdadmás que una vulgar ramera? La madre,que aún se quejaba, abrió el puño quetenía apretado y dejó ver un objetobrillante, que luego arrolló en torno altobillo gordezuelo del niño. El oro de la

cadena relumbró al deslizarse por el piedel bebé, lo que hizo que Marcia seinclinara hacia delante para ver elamuleto. Era de oro, con la forma de unáguila en vuelo, con las alas colocadascon delicadeza para mostrar lasorgullosas plumas. Tras dejarlo bienasegurado, la dama cubrió todo elpequeño cuerpo con pañales. Entonces,después de besar al niño en la frente condulzura, le pellizcó fuerte. Él despertóde inmediato de su estado desatisfacción e igual que hacen todos losbebés, de manera muy ruidosa, pasó adar a conocer al mundo su llegada.

Durante toda aquella farsa, Aulo

había recorrido una y otra vez el atriovacío, y se maldecía por los sucesos delos últimos dos años. Su mente fue aúnmás atrás, al triunfo celebrado por laexitosa conclusión de su guerra entierras de los griegos, donde en parte sehabía cumplido la profecía, pues «habíasometido a un poderoso enemigo» altraer a Roma encadenado a Perseo, reyde Macedonia, para llevarlo a rastrasdetrás de su carro. Otros llevaban a loshijos varones de la corte del mismo rey,que serían educados como romanos ymantenidos como un vínculo de sangrepara asegurarse el comportamiento desus padres. La ciudad nunca había

presenciado un triunfo semejante; nisiquiera la derrota de Cartago habíatraído tanta riqueza a la República. Yapodía advertirle el esclavo que iba a sulado en su cuadriga que toda la gloriaera pasajera, porque los vítores de lasmasas añadidos a los elogios sinmoderación del Senado hacían que fuesedifícil oírlo e imposible entenderlo. Nohabía un solo soldado en las legionesque marchaban tras él que no se sintierainmortal aquel día.

Aulo había traído de vuelta máscosas aparte del heredero de Alejandro.Las riquezas que el gran antepasado dePerseo había saqueado de Grecia y del

Imperio persa también llegaron, en unahilera de carros que tardó dos díascompletos en recorrer su camino desdelas puertas de la ciudad hasta elCapitolio. Cientos de valiosas urnastrabajadas con delicadeza, llenas hastael borde de monedas de oro, eranllevadas en procesión tras él, seguidaspor otras más, rebosantes de joyas yobjetos preciosos, todas llevadas ahombros por hombres que una vezhabían sido soldados macedonios, delejército más temido en el mundo. Ahoraserían vendidos en el mercado y en talescantidades que el precio de los esclavosvarones se había desplomado.

También en su propio carro vino laarmadura de Alejandro el Grande: peto,casco y escudo, que conllevaban unsignificado casi mítico para todo elmundo civilizado. Su espada, que ningúnhombre se atrevía a llevar, no fuese quesemejante irreverencia hiciera que losdioses airados lo fulminaran, yacía en loalto de la pila. Aquellas eran lasposesiones del mayor conquistador queel mundo había conocido, y ¿quién habíaderrocado a sus descendientes? Nadiemás que Aulo Cornelio, ahoradesignado, por orden del Senado y elpueblo de Roma, Macedónico.

El triunfo quedó completado cuando

Aulo llevó arrastrando a su cautivo reala los escalones del templo de Júpiter,hizo una reverencia al más poderoso delos dioses romanos y después usó lacuerda de la que había tirado a lo largode la calle para estrangular ritualmente aPerseo frente a un gentío delirante queaullaba.

Cholón permanecía cerca de laentrada del dormitorio y observaba a suamo, mientras pensaba que algunoshombres nunca podrían dormirse en suslaureles. ¿A quién más podían culpar silos dioses, después de haberlosfavorecido tanto, los elegían paramostrar los riesgos del exceso de

orgullo? Como ateniense, se habíaalegrado al ver a los macedonioshumillados, pues su ciudad había sufridomucho en sus manos; pero aún no podíaentender a aquellos latinos: tras haberconquistado toda Grecia, no deseabanmás que hablar su lengua con soltura,discutir sobre filosofía griega, leer aescritores griegos y asistir a obrasgriegas al tiempo que parloteaban sinparar sobre los beneficios de la libertad.Para los bárbaros, aquellos romanos noeran lo suficientemente salvajes.

Con los macedonios comiendo de sumano, y después de haber matado a másenemigos de los que era necesario en

batalla, para asegurarse así el triunfo asu regreso a Roma, Aulo había detenidosus legiones. Perdonó a aquellos que serindieron, y sólo tomó rehenes y tambiénun número simbólico de prisioneroscomo esclavos. Cholón, griego y, encierto modo, más sabio, los habríamatado a todos, habría dejado que latierra se echara a perder en lugar dedevolvérsela y decir a quienes habíansido sus propietarios que estaríanseguros siempre que pagaran suficientestributos a la República y obedecieran elgobierno de la ley. Con el tiempo, selevantarían otra vez y otro ejércitoromano tendría que ser enviado para

someterlos.—¡Espera y verás si no tengo razón!Había dicho aquello en voz baja.

Era muy dado a tomarse libertades consu amo, pero sabía que no era elmomento para permitirse talcomportamiento. Cholón Pyliades seconsideraba un hombre pío, así que silos dioses elegían abandonar a losmacedonios y a sus aliados al permitirque la victoria fuera a los bárbarosromanos, entonces su amo, que tenía elpoder de hacer lo que quisiera, tendríaque haberlos castigado de formaapropiada y, cuando hubiera terminado,tendría que haberse retirado con honores

y no haber vuelto a la guerra a laprimera oportunidad.

Cuando el joven esclavo entró arecoger al niño, Marcia lo examinó ymiró una vez más su cabello rizado,recogido con una tira trenzada. Su rostroera pálido, casi femenino, con labiosllenos, y su figura, grácil y esbelta, loque hizo que se preguntara por larelación que había entre él y el hombrede fuera. Él observó a la mujer unmomento, mientras esperaba que letendiese al niño, que berreaba. ¿Dóndelo abandonarían? Era evidente queaquella era su intención. Tantosecretismo parecía innecesario, puesto

que abandonar niños era algo bastantecorriente, incluso entre los de alta cuna,que podían permitirse alimentar a unaprole numerosa. ¿Cómo se tomarían unaindirecta sobre un buen sitio? Despuésde todo, la mujer deseaba que elchiquillo viviera, sin tener en cuenta losdeseos de su marido. Había colocadoaquel amuleto alrededor del pie del niñopara identificarlo, como una señalsegura de que quería que volviera enalgún momento del futuro, y quizá habríauna bonita recompensa para la personaque lo hubiera criado. Pero despuésrazonó que sería mejor quedarsecallada. Sólo por los alrededores había

muchísimos lugares donde abandonar aun niño; alguien lo encontraría y, por unadécima parte de lo que le iban a pagaresta noche, se lo entregarían con gusto.

—¡Cholón!Como un latigazo, la orden tajante

cortó de golpe sus pensamientos, igualque los llantos del niño. El hombreestaba en la puerta con mala cara.Incluso después del esfuerzo del parto,la belleza juvenil de la madre relucía encontraste con el semblante de su marido,mayor que ella. Marcia intentó adivinarcuántos años se llevaba la pareja, lo quela llevó a especular aún más, puessemejantes uniones solían acabar entre

lágrimas. En respuesta a la llamada desu amo, el esclavo se agachó y tomó alniño, y después pasó por el espacio quequedaba en el umbral. Entonces, elrostro enfadado se suavizó: la narizrecta y prominente del hombre y susgruesas cejas negras perdieron su aireamenazante, sus labios abultados sesepararon y sonrió a su joven esposa.No fue una sonrisa de alegría, sino másbien de alivio porque el terriblecalvario de ella hubiera acabado, perocambió su rostro del todo, y cuandohabló a Marcia, su voz, suave y gentil,correspondía a su cambio de humor.

—Tu trabajo ha terminado,

jovencita, aunque voy a pedirte una cosamás. Quédate con la señora hasta quevuelva. Después mi sirviente te llevaráde vuelta a casa —Marcia sólo asintió,demasiado impresionada por supresencia como para hablar. Podía ver,al contrario que él, que la madre seestaba esforzando mucho para contenerlas lágrimas—. Pero no te entrometas enasuntos que no te conciernen.

Su rostro mantenía la misma sonrisa,pero sus ojos negros se fijaron en ella,con la advertencia de que su destinoestaría decidido si le desobedecía.Después se dio la vuelta y salió. Ella seentretuvo y relajó su vigilancia

exhaustiva; la dama dio rienda suelta asus sollozos en cuanto se fue su marido,y lloró hasta quedarse dormida. Lajoven comadrona se sentó en silenciojunto al lecho improvisado de la madre,y su mente se agitaba con pensamientossobre lo que había visto y lo que elfuturo podría depararle después de losacontecimientos de la noche.

Cholón ya había montado, con elniño dormido a su lado, metido en unaalforja, cuando su amo salió de la villa ymontó de un salto en su caballo, con laagilidad de un soldado veterano.

—¿Hacia dónde? —preguntóCholón.

Hubo cierto tono de mofa en larespuesta, porque ahora que el niñohabía nacido, parte del sentido delhumor de su amo salía al exterior.

—No me digas que no tienes ningunasugerencia, Cholón. Lo normal es que latengas.

—Hay varios sitios interesantescerca, general, bastante próximos apueblos. Si lo dejamos en la ladera dealguna colina, lo encontrarán cuandosalgan a recoger leña.

La voz se endureció.—Hacia el sur, Cholón. Y quiero un

lugar que esté a muchas millas decualquier sitio. ¡No quiero que lo

encuentren nunca!Tras decir eso, golpeó a su caballo y

partió, dejando a su sirviente detrás.Cholón arreó a su caballo y se inclinóhacia la cruz de la bestia para seguirle.Nada más moverse el caballo, el niñodespertó y el griego se sorprendióbajando la vista hacia la mirada fija deun par de brillantes ojos azules.Enseguida miró adelante, no fuera que lapiedad lo tentara, y, sin que fuera laprimera vez, masculló una maldiciónleve dirigida a su amo, que se habíaadelantado cierta distancia.

Capítulo Dos

Aulo galopaba con prisa, e intentababloquear los recuerdos de los últimosdos años y medio, esperanza vana, pueslas imágenes de aquel periodo nunca ledejaban. Después de quedarse viudo,había decidido casarse de nuevo y habíatomado como esposa a la hija de unviejo compañero del ejército, una chicaveinte años más joven que él. Visitabacon frecuencia la casa del padre de ella,y así había conocido a Claudia comouna cría bonita y precoz; se la encontró

otra vez cuando ella ya tenía dieciséisaños y se había convertido en unabelleza rodeada de ardientesadmiradores. ¿No era una locura que unhombre de su edad y posición social seenamorase de una cría así? ¿Y no eraaún más imprudente que incluso pidiesesu mano? Su primogénito era mayor queella, el otro, no mucho más joven, peroél había consultado a los augures, habíahecho sacrificios para asegurarse labuena fortuna, y todo, según lossacerdotes, había sido alentador. Losimpíos de los suburbios de Roma lotomaban por tonto: un gran guerrerohechizado por la túnica de una chiquilla,

lo que había dado lugar a queaparecieran obscenidades y grafitosimpúdicos entre el día en que seanunciaron los esponsales y laceremonia por la que Claudia seconvirtió en su esposa.

Lo que vino después se acercabamás a la felicidad de lo que Aulo habíaestado nunca. Intimidada por él, alprincipio su joven esposa se convirtiódurante semanas en un tipo de compañíade la que él sólo había oído hablar ynunca había experimentado, pese a quepodía decir que su matrimonio anteriorhabía sido bueno. Además de su belleza,Claudia poseía inteligencia y encanto, y

la diferencia de edad no parecíainterferir en su relación en ningúnmomento, en especial en el dormitorio.Ella era apasionada, bien dispuesta yservicial como esposa, y cuando letocaba tratar con la mayoría de losamigos de su marido, que erannaturalmente de la edad de él, era de unaalegría sorprendente. Aulo nunca habíasido tan feliz, y juraba a cualquiera quequisiera escuchar que cambiaría todassus victorias macedonias antes queperderla a ella.

Habían pasado menos de seis mesesdesde el casamiento, cuando llegaronnoticias de que había graves problemas

en Hispania. Las tribus celtas de laIberia interior, a las que hasta entonceslos romanos habían mantenido a rayacon destreza, y con una mezcla desobornos y halagos para mantenerlasdivididas, se habían unido bajo elmando de un caudillo nuevo yemprendedor llamado Breno. Era aquelun nombre para encender el miedo enlos corazones romanos: unos trescientosaños antes, se enfentaron a un celtallamado Breno, un jefe bárbaro quehabía saqueado la mayor parte deGrecia y toda Italia del norte antes deaparecer ante las mismas puertas deRoma. Contaba una leyenda que una

estoica defensa romana había forzado suretirada, pero una historia menosheroica mantenía que, mediante unsoborno de sacos de oro, habíanconseguido que se marchara después dehaber quemado la mayoría de la ciudad.Y ahora su tocayo aterrorizaba a laHispania romana, y esta vez lasfacciosas tribus de la montaña no sólose abatían sobre las ricas llanuras de lacosta en busca de botín. Unos informessugerían que habían sido organizadas enun ejército que amenazaba conconquistar todo el país, al que no sepodía permitir el paso. Demasiadossenadores, incluido Aulo, tenían

posesiones en Hispania: granjas,concesiones mineras y monopoliosrentables, además de la valiosa mano deobra esclava que trabajaba en ellas.

Ningún noble romano que sepreciara eludía sus responsabilidades,por muy rico y respetable que lohubieran hecho sus campañas pasadas,ni tampoco se permitía que interfirierasu reciente matrimonio. Apoyado deltodo por su nueva esposa, orgullosa enexceso de sus logros militares, AuloCornelio Macedónico enseguida hizopúblico que, como el soldado másdestacado de Roma, estaba preparado sifuera necesario. Fue un ofrecimiento

grato para muchos de sus coetáneos,aunque preocupó a muchos otros, en unasociedad que no era estable hacíatiempo, cuando las normas que habíangobernado la vida romana durante siglosparecían estar en peligro a causa dealgunos de los encargados de mantenerel Estado.

Se había extendido el enfrentamientoentre facciones, e incluso algunos deaquellos senadores que se resistían a laspérdidas por la depredación de aquelnuevo Breno, objetaron cuando se lesofrecieron los servicios de un hombresemejante, temerosos de confiar lacampaña a quien ya había cosechado

tanta gloria. ¿Acaso otro éxito no haríademasiado poderoso a Aulo, no loconvertiría en un hombre más temidoque admirado? Desde luego eraconocido por su honradez personal, perolos hombres que no están libres de latentación encuentran difícil de creer queexista alguien inmune al defecto de laambición.

En el pasado, cuando el Estado seenfrentaba a una amenaza demasiadodifícil de controlar para el sistemaconsular normal, se había otorgado porun tiempo poder supremo a un solohombre, una medida crítica que sóloduraba lo que la emergencia a la que

tenía que hacer frente. Aquella opciónhabía nacido de la necesidad deenfrentarse a un enemigo externo, peroahora muchos eran del parecer de que elenemigo estaba dentro. Un dictadortemporal dividiría aún más a lasfacciones, si es que eso era posible. Lossenadores como Tiberio Livonio estabanhaciendo campaña para cambiar lascosas: aparte de los derechos tribales alvoto, querían extender la ciudadaníaromana a los estados suplicantes deItalia, pues los antaño enemigos deRoma, ahora aliados suyos, eran unafuente de mano de obra en la guerra y deingreso de impuestos en la paz. Para

otros, la idea de que se concediese atales pueblos el mismo estatus quetenían aquellos que los habían vencido,era anatema. La ciudadanía romana eraun premio que sólo merecían quienesnacían con él; adulterar semejanteprivilegio sólo podía ser el preludio dela desintegración del Estado.

Sería ya bastante si sólo se tratarade eso, pero Livonio y sus seguidorestenían otros planes que atacaban elmismo corazón de la ciudad-estado.Roma había engordado con los botinesdel imperio y, en el proceso, se habíaconvertido en un imán para todo el queintentaba hacer fortuna y, en muchos

casos, para aquellos que sólo buscabanel alimento necesario para sobrevivir.La ciudad estaba abarrotada, y lasinmensas riquezas vivían puerta conpuerta con la pobreza grave. Por miedoa los disturbios, se había accedido aentregar un subsidio en grano, elsuficiente para sobrevivir, a losmiembros más pobres de la población,pero aquello no era suficiente para losreformistas: ahora querían que seentregasen granjas a los campesinos sintierras que llenaban los suburbios, comouna forma de sacarlos de la ciudad. Latierra tendría que provenir de quieneseran sus propietarios, la rica elite que

gobernaba la ciudad y había hechovastas fortunas con las conquistas deRoma. Mientras azuzaba al vulgo, quetenía mucho que ganar con las reformasque proponía, Tiberio Livonioamenazaba con hacer Romaingobernable.

Había que combatir y derrotar talesideas, pero mediante la política, no conun soldado exitoso a la cabeza delegiones guerreras, que tenían prohibidoentrar en la ciudad. Hacía unoscuatrocientos años que las familiasdestacadas habían fundado la República,después de expulsar a los reyestarquinios, pero aún perduraba el

recuerdo de su despotismo, lo que hacíaque los hombres sospecharan del éxito,no fuera que demasiada riqueza llevaraa cualquiera a perseguir el podersupremo, a derrocar al Senado,corromper la República y reinstauraruna tiranía real. Aulo CornelioMacedónico, vinculado como estaba a lacausa patricia, con una gran campaña asu nombre y otra concedida, podría versu mandato personal con el mejormétodo de restaurar el orden, y una vezconseguido, el mejor método paramantenerlo así por la continuación deese mandato. Lucio Falerio, que conocíaal hombre en cuestión mejor que nadie,

había usado de su importante oratoriapara ridiculizar esos temores.

—Temo que debo recordaros,compañeros senadores, cuánto debenesta augusta institución y el pueblo deRoma a Aulo Cornelio Macedónico. ¿Esél un advenedizo en busca deprivilegios? No. Es un hombre que notiene necesidad de mayor éxito militar.¿Es acaso tan pobre que necesitaemprender una campaña para gravar alEstado con los gastos de sumanutención? No lo creo, pues, por eltesoro y los esclavos que trajo al volverde Grecia, es uno de los hombres másricos de Roma, y sospecho que muchos

aquí presentes han tenido ocasión,cuando lo han necesitado, de pedirleprestado. Temo que muchos de nuestrosmiembros han transferido su propionivel de pensamiento básico a uncompañero senador cuyos principiosestán tan por encima de los de ellos,como para resultar incomprensibles.

Aulo se sintió animado al recordarla protesta que la acusación habíaprovocado, en la que las personas másruidosas en sus negativas, eran aquellasque ambos, Lucio y él, conocían comolas más corruptas. Se acordó del airemagistral en el rostro de su amigo enaquel momento, que le hizo sentirse

orgulloso de su cercana relación. Enmomentos como aquel, Lucio daba sumejor cara: sus ojos brillaban, su rostrocambiaba lo justo para remarcar su vozrica y variada, enfatizando su argumentocon un tono que bordeaba lasocarronería. En privado, tal vez sehubiese vuelto un poco cansinoúltimamente, irritable e impacienteincluso con sus amigos más cercanos ysus seguidores, lo que era pocosorprendente, dada la carga de trabajoque asumía; pero cuando esto fue decomún conocimiento por parte delSenado, Lucio fue el hombre capaz dedarse cuenta y respondió a ello. Aulo

examinó con especial atención losrostros de aquellos hombres a los queLucio y él consideraban aliados, lossenadores que compartían sus ideaspolíticas, aunque habían expresado supreocupación por el comportamientoarrogante de su amigo en los últimostiempos. Quiso decir a quienes locriticaban: «Observad esto ypreguntaos: dado que esta institución, elSenado romano, está dividida y revueltapor sentar en sus bancos a más canallasque individuos honrados, ¿podríaisgobernar esto con la mitad de la destrezaque tiene este hombre?».

—La encomienda esbozada por el

Senado —continuó Lucio— no exige unaconquista, sino tan sólo que las tribusceltíberas sean derrotadas, dispersadasy enviadas de vuelta a las montañas delas que proceden. Por lo tanto, pocagloria podrá ganarse en esta campaña:sólo el arduo batallar y el riesgo demuerte. Así las cosas, exijo saber quiénmás se presta voluntario.

Sólo le respondió el silencio, queera lo que esperaba de quienes leapoyaban. Era a sus enemigos y a losque no se posicionaban a quienes estabaretando, pues estos últimos eran la clavepara la mayoría. Lucio dejó de llamarloscobardes, pero no del todo. Se ganó su

apoyo al recordarles que él, en susegundo mandato como cónsul senior,tenía el derecho de dirigir el ejército,pero que, igual que había hecho con laguerra en Macedonia, estaba deseandorenunciar a su derecho, lo mismo que sucolega más joven, para asegurar tantouna rápida victoria como la vuelta a lanormalidad al enviar a Hispania comoprocónsul al hombre en cuyo mandatomilitar confiaba más. Lucio tomó lamano de Aulo y la alzó para que asípudiese acceder al acuerdo de susiguales, pues sabía que su amigo, porhumildad, tartamudearía al aceptar. ElSenado no era el ambiente natural para

Aulo: a él le gustaban las cadenas demando sencillas, las órdenes dadas yobedecidas. El equilibrio del pesopolítico o la necesidad de persuadir oaterrorizar a un senador reticente, paraque así pudiese ver dónde estaban susmejores intereses, no eran cosa suya,sino de Lucio.

Aulo sorprendió a Lucio al añadiruna condición: que, como iba a marchara una provincia romana con poderesproconsulares para contener unarebelión, su familia, incluida su jovenesposa, debían acompañarle. Ahora todoel mundo miraba al hombre que habíapromovido la moción de darle el mando,

para ver si él la rechazaría. Lucio habíahecho bastantes bromas procaces enprivado sobre lo enamorado que estabasu amigo, incluso admiraba en secretolas pintadas pornográficas con las quelos habitantes de los suburbios de Romaquerían expresar a sus superiores lo quepensaban de sus actos. Por su parte,encontraba torpe a Claudia, y la imagende Aulo babeando alrededor de ella leavergonzaba, pero no veía perjuicio enla idea y asintió. Tras la derrota sufridapor los indecisos, nadie en el Senado sehabía atrevido a protestar porque ungeneral llevase a su familia a unacampaña. Aunque prohibido en realidad,

parecía un precio reducido que pagarpor asegurarse sus servicios.

Además, el asunto era serio y habíapoco tiempo. Aquellos bárbaros teníanque ser castigados y devueltos a su sitio,forzados a firmar la paz o a morir. Aulo,una vez que el Senado aprobó sunombramiento, se embarcó hacia lacosta sur de la Galia para unirse a lascuatro legiones, dos romanas, las otrasauxiliares formadas de aliados italianos,que ya estaban marchando hacia Iberia.En dos semanas cruzó hasta la HispaniaCiterior, acompañado de sus hijos; Tito,el más pequeño, cabalgaba a su lado,montado en un pequeño caballito blanco.

Con la hilera de carros que llevaba elequipaje entre las dos legionesauxiliares, viajaba Claudia, acomodadaen una palanquín y rodeada por elcuerpo de guardia personal de sumarido. Quinto, su primogénito, un añomayor que Claudia, cabalgaba al frentecon Nepos, el legado de la caballería almando del destacamento. Dentro de unasemana estarían en la capital provincialde Sagunto, preparados para acometer latarea de derrotar a Breno. En aquelmomento, todo en su vida parecíaperfecto, y su felicidad, inexpugnable.

Con la confianza de que su caballono tropezaría ni se saldría del camino,

Aulo cerró los ojos con fuerza mientrassurgían recuerdos menos placenteros,cosecha de una verdad que él habíaignorado. Había un esclavo detrás de élen su cuadriga, mientras él, con la carapintada de rojo y vestido con la toga deoscuro púrpura de general victorioso,recorría la Vía Triunfal respondiendo alos vítores del gentío que se habíareunido para celebrar sus victoriasmacedonias. Aquel hombre estaba allípara recordarle, con susurros en su oído,que toda gloria era fugaz, que tenía queevitar el pecado de la hybris, que losdioses harían caer a cualquier hombreque osara olvidar que era un simple

mortal, que nadie podía burlarse deellos.

Batallar contra los bárbaros era algomuy diferente a ocuparse deldisciplinado ejército de un estado comoMacedonia. Aulo no esperaba uncombate formal en el que enfrentarse atodo el enemigo, pese a su superioridadnumérica. Sus informadorescorroboraron que, según se aproximaba,los celtíberos se habían retirado de lallanura costera a las colinas. Aquelloconfirmó su creencia de que sería unaguerra de emboscadas y asaltos. Sehabía preparado para una tarea difícil,con sus legiones separadas en centurias

y cohortes, con las que intentaríadestruir los medios por los que losrebeldes se mantenían. Necesitaban serdespiadados y crueles, quemar pueblosy destruir pastos y cosechas, tomarrehenes y esclavizar a mujeres y niños siquerían poner bajo control lainsurrección. Él, por su parte, tendríaque ser duro y evitar que sus tropasdegenerasen en una chusma y, si fuesenecesario, matar a algunos paramantener la disciplina. Tales medidas,necesarias en Macedonia, en Hispaniaserían incluso más indispensables.

¡Aquel esclavo que susurraba en piedetrás de él tenía razón! Era estúpido

asumir nada en la guerra, estar tanseguro de que sus enemigos esperaríanen las colinas a que atacase, tanto comoinsensato era confiar en que sureputación librase sus batallas por él. Sunombre significaba poco para losceltíberos y nada para aquel Breno, queera inteligente y más poderoso de lo quelos romanos habían imaginado. Dealguna manera había conseguido lo queellos creían imposible: consolidar a losbelicosos celtas en una sola unidad delucha. No tenía intención de dejar queAulo marchase en paz hasta sucampamento, y apareció de pronto a lacabeza de una multitud de guerreros

berreantes para atacar a un ejército queaún ni había empezado a perseguirle, unejército que marchaba en fila.

Mediante sus tácticas desordenadas,en lo que en realidad era un barullo enel que aquellos que podían tomar partelo hacían, los celtíberos se las habíanarreglado para dividir sus fuerzas alseparar a las legiones auxiliares de lastropas romanas. Con su estructura demando destrozada, había amenaza dedesastre, así que, tras ponerse a lacabeza de su infantería pesada, Aulocabalgó hacia la retaguardia, abriéndosecamino entre ellos, y reunió a las tropasitalianas bajo su mando personal. Ahora

todo dependía de su experiencia y suinstrucción como legionario. De cara aellos en formación clásica, volvió atrásluchando para unirse al resto de losromanos y así poder presentar un frenteunido a sus adversarios. Nepos, biendestacado y sin contacto con Aulo, habíademostrado coraje y buen sentido alaminorar la marcha forzada de suavanzadilla, que incluía a la caballeríanúmida de la legión, en su regreso alcuerpo principal de las tropas. Aquellole habría llevado a dar con un sólidomuro de guerreros que esperabaenfrentarse a él.

En su lugar, llevó su caballería en un

gran arco hasta el mismo pie de lascolinas desde las que Breno habíaatacado, y cogieron desprevenidos a losceltíberos. Una carga irresistible sobresu retaguardia, con su hijo Quinto enposición destacada, había quebrado elorden de los atacantes. Entonces Aulo yahabía organizado a todo su ejército en untodo cohesionado, preparado paraavanzar en cualquier dirección y atacar,pero se oyó dos veces el sonido de uncuerno y el enemigo se esfumó, con unadisciplina que ningún romano en luchacon un ejército celta se había encontradonunca, sin dejarse a ninguno contra elque luchar. Peor aún: los carros del

equipaje habían sido saqueados y,durante el saqueo, había perdido a suesposa. Tuvo que rebasar elemplazamiento de aquello mientrasintentaba perseguir al enemigo, forzadoa mirar entre los carros destrozados, lasposesiones esparcidas y los muertos delenfrentamiento. Su posición, la batallaen curso y la necesidad de estar almando le impedían cualquierpensamiento de detenerse y examinar losrestos para ver si el cuerpo de Claudiaestaba entre los muertos. Sólo después,cuando el sol se iba poniendo por eloeste, fue capaz de establecer que ellase había ido y que todos los hombres de

su guardia pretoriana habían muerto alintentar defenderla. Aquella tarderecibió el mensaje personal de que ellaestaba viva y que era prisioneraparticular de Breno, que exigía nadamenos que la retirada de las legionesromanas como precio por su libertad.

Aquel era un trato que ni siquierapodía empezar a aceptar. Si ella teníaque perder la vida, entonces que laperdiera. Convocó a sus hijos, les hizojurar que guardarían el secreto ydespués les habló del trato y de sudecisión. Quinto, que era demasiadomayor como para sentirse muy vinculadoa su madrastra, ni siquiera se permitió

un parpadeo al expresar que estaba deacuerdo. Tito, más joven, y menos hechoa la severidad romana, asintió conlágrimas en los ojos; pero ambosestaban obligados a asistir a lasceremonias siguientes, en las que seinterpretaron los augurios en un intentode ver lo que depararaba el futuro, eincluso el devoto Aulo se sorprendiópor las señales positivas que revelaron.El abatido Aulo Cornelio habíaconseguido más de lo que creía. Susenemigos habían anticipado una fácilvictoria y se habían convencido de quedestruirían su ejército y dejarían sushuesos blanquearse al sol. Su rápida

acción para reunir sus fuerzas, ademásde la firme defensa de las legiones,habían destruido aquella ilusión, lo queforzó a los celtas a volver a sus tácticashabituales de ataques y emboscadas.Aunque aquel Breno parecía capaz deinfundir a las diferentes tribus un nivelde resistencia sin precedentes, y lesllevó dos temporadas de campañasponerlos a sus pies. Ya sin batallas deningún tipo, se trataba más de una serieinterminable de escaramuzas con unenemigo que se devanecía a la primeraseñal de auténtico peligro, a menudo conel sonido de aquel mismo cuerno que sehabía oído en la primera batalla.

Por la necesidad de ser implacable,Aulo daba ejemplo, y la sangre quederramó, los hombres que crucificó,tanto suyos como nativos, y las mujeresy niños a los que arrojó en la esclavituderan los testigos de su determinación.No se permitía la piedad, y aquellacrueldad que él incrementó alprolongarse la guerra, sólo fuesuavizada cuando se consiguió el efectode restar apoyos de su enemigo, puesAulo descubrió que Breno lidiaba conlos mismos problemas que él. Elcaudillo celta ya nunca consiguió repetirel efecto de aquella única batalla inicial,en la que había unido a los clanes bajo

su disciplina personal. Un éxitoindiscutible habría convertido suposición en inexpugnable, pero elfracaso parcial sacó a la luz lasdiferencias endémicas entre las tribus ysus cabecillas. No todos los jefesestaban satisfechos de aceptar sucontrol, y unos cuantos, sobornados porAulo, desertaron de su causa, de formaque Roma tuvo buena información sobreel hombre y sus métodos.

Breno había llegado de las brumosasregiones del norte, de las ventosas islasque eran el hogar espiritual del culto delos druidas; era tanto un sacerdote comoun guerrero, y aquello le daba gran

prestigio, puesto que podía lanzarhechizos y curar a los enfermos, traer lalluvia a las cosechas resecas y contarlargas historias de los bardos sobre lavalentía celta que se remontaban a losmismos orígenes del tiempo. Aquelhombre era hábil y cruel, poseía unalengua de seda y, según parecía, unapiedra en lugar de corazón. Mediantesus poderes religiosos, aquel norteñotejía un ingenioso tapiz ante unaaudiencia que sólo deseaba creer en susprofecías. Les contó que los romanospodían ser vencidos en batalla, y predijoel día en que las legiones seríanexpulsadas de Hispania y dejarían a las

tribus ibéricas como dueñas de suspropias tierras.

Pero también ofrecía unaperspectiva aún más tentadora: una vezque se hubiese logrado aquel objetivo,sería la hora de unir todas las nacionesceltas, una raza que prácticamentecircundaba todas las conquistas latinas,todas opuestas al poder de Roma. Lesrecordó que, bajo otro Breno, los celtashabían invadido y saqueado la ciudad, ylos convenció de que había llegado elmomento de hacerlo de nuevo y, en estaocasión, de destruir la ávida República,para recuperar de Roma todo lo quehabía robado de su mundo; un asunto

embriagador para una raza de hombresconocida por su naturaleza excitable ysu amor por el saqueo.

Nada de lo que había oído sobreaquel extranjero hacía que Aulo sesintiera seguro, ni como marido ni comocomandante del ejército, y menos aún elhecho de que Breno tenía razón. Si habíasido capaz de unificar a los celtas ydirigirlos en un campaña disciplinada,entonces Roma podía ser golpeada; yahabía ocurrido en el pasado, cuando unenemigo organizado se enfrentó a laRepública. La naturaleza facciosa de susenemigos formaba la base del éxitoromano y Aulo tenía una gran fe en la

idea de que, pese a todas suscapacidades, el plan de Breno sevendría abajo por el carácter de losguerreros a los que dirigía. Al menos enaquel aspecto los auspicios eran buenos,y Breno, con su arrogancia, contribuía alfracaso de su propio objetivo.

Después de que los cabecillascelebraran la primera batalla, porentenderla como un triunfo sobre laslegiones, Breno había interrumpido elfestín para reprenderlos y llamarlosfracasados. Llenos de bebida y en mediode grandes fanfarronadas sobre suslogros personales, no se habían tomadoa bien su tono agresivo, aunque frente a

frente con un hombre que parecía tenerpoderes sobrenaturales, pocos seatrevían a discutir. Dos jefecillos lointentaron, así que Breno los matódurante la noche, y después ordenó quese pasara por la espada a sus familias alcompleto, incluidas mujeres y niños; élen persona participó en la hazaña. Otros,tan ofendidos por sus palabras y susactos, pero con suficiente sentido comúncomo para permanecer en silencio,consideraron que lo prudente eradesertar y aceptar los sobornosromanos. Gracias a aquellos hombres ya la información que proporcionaronAulo pudo contener a un enemigo

superior en número.Desde el principio tuvo una pesada

carga que no podía compartir con nadie.La juventud y la belleza de Claudia,además de su posición como su esposa,hacían que fuera demasiado fácil para élevocar un desagradable destino, el de unjuguete del que sus captores podían usary abusar a voluntad. A menudo deseabaque estuviera muerta en vez de sufriendolo que él imaginaba, y sabía que talespensamientos le endurecían, le volvíancruel. Rechazaba, para sí mismo y paralas legiones, un descanso adecuado,mientras Breno, a su vez, le provocaba.En casi todos los campamentos que

encontraban y destruían, había discretasseñales de que su esposa había estadoallí, dejadas a propósito paraatormentarle.

Por fin, dieciocho meses después deperderla, cuando la nieve se espesaba alpie de las montañas del norte, su hijomayor cabalgó solo hasta el campamentoy pidió al cuestor de su padre, al legadoNepos y a los tribunos que dejaran latienda de mando para poder hablar enprivado.

—Tú también, Cholón —dijoQuinto, mientras el esclavo le servía unvaso de vino caliente de una vasijacorintia de oro y plata.

El griego miró a su amo; como ayudapersonal de Aulo, no tenía queresponder a las órdenes de ningún otro,ni siquiera a las del hijo y heredero desu señor. Pero al ver la mirada en elrostro de Quinto, su amo movió lacabeza para indicar que el esclavo debíaobedecer. Cholón dejó la vasija con unpoco más de brusquedad de lo que erahabitual para mostrar disgusto, pero losdos hombres se miraban absortos y no sedieron cuenta.

—¿Claudia? —preguntó Aulo en vozbaja. El terror afloró ante elasentimiento, sin que su expresiónmostrara ningún alivio—. ¿Está muerta?

—No, padre. Tu esposa está viva.Sorprendimos a una partida de lancerosenemigos en marcha. Escoltaban uncarro cubierto. Supe de inmediato quetendría que haber algo de valor en aquelcarro, porque decidieron defenderlo envez de huir. Murieron todos por eso,igual que tu escolta. Cuando entré en elcarro la dama Claudia estaba allí.

En la mente de Aulo empezaron asurgir imágenes de una mujer enferma omutilada, y sus ojos negros quedaronfijos en los de su hijo mayor.

—No te veo alegre, Quinto. Si eresportador de malas noticias, sería deagradecer que me las contaras.

Los hombros de su hijo se hundierony, por una vez, apartó la rígida actitudromana que era el núcleo de su ser.

—¿Que si son malas noticias, padre?La dama Claudia está bien y desea verte.

—¿No está herida ni lastimada? —dijo Aulo, sorprendido

Quinto cuadró sus hombros una vezmás, mientras miraba a un punto justopor encima de la cabeza de su padre yluchaba por mantener la compostura.

—Traigo un mensaje de ella para ti.El carro que capturamos y en el que laencontré sigue en el mismo sitio,rodeado por los cuerpos de nuestrosenemigos. Ella te pide que vayas para

que podáis hablar. Hasta entonces, nodesea moverse de allí, y no vendrá nientrará en tu campamento hasta quehayáis hablado.

—¿Qué quieres decir? —preguntóAulo con aspereza, molesto por elimpersonal tono militar que habíaempleado su hijo—. ¿Cómo te atreves adirigirte a mí de esa forma?

Quinto no se acobardó y mantuvo sumirada fuera de contacto; tampococambió su tono de voz.

—Traigo su mensaje, padre. Mepidió que te lo diera y que jurara que nodiría más. No puedo ni imaginar quequieras que rompa una promesa

semejante.Aquello fue una insolencia y Aulo

levantó su mano para golpearle. Quintono retrocedió cuando el puño cerrado sealzó sobre él. Entonces Aulo pegó ungrito:

—Cholón, mi caballo.Durante un instante más, miró a su

hijo con frialdad; después pasó a su ladopara salir de la tienda. Cuando la figurade su padre estuvo fuera de su vista,Quinto se quedó mirando la parte traserade la espaciosa tienda. Allí estaba elaltar, repleto de símbolos del regimientoy con aquellas vasijas de la familia delos Cornelio que habían traído de Roma.

En silencio, rezó a los dioses para quelo que sospechaba no fuera cierto,aunque era tan adulto y tan hombre comopara estar seguro de que lo era, y con elcorazón sobrecogido, se dio la vuelta ysiguió los pasos de su padre.

Sentada en la parte de atrás delcarro en el que Quinto le había dejado,Claudia Cornelia oyó el ruido de cascosde caballo, primero en la distancia,después el sonido aumentó en volumenhasta que pareció llenar su cabeza.Temía lo que iba a pasar, unenfrentamiento que nunca hubierasospechado que sucedería, y eso hizoque acariciara con mano temerosa su

vientre, que ya había empezado ahincharse, para intentar sentir la pataditadel niño que llevaba dentro. Entoncesrecordó el talismán del águila quellevaba al cuello, escondido de Quintobajo su capa, un objeto que podría servisible para Aulo. Se lo quitó deprisa, yal tocarlo sintió una conexión casi físicacon el poder que aquello encarnaba. Unaúltima mirada antes de esconderlo hizoque recordara la primera vez que habíapuesto los ojos en ello: por primera vezen casi un año, su mente regresó almomento de su captura y a losacontecimientos que habían cambiado suvida.

Capítulo Tres

Los primeros sonidos de la batalla, conlos toques de trompetas y las órdenes agritos que intentaban organizar ladefensa de la guardia pretoriana de sumarido, habían precedido la confusiónque siguió. El padre de Claudia le habíahablado muchas veces de la locura de labatalla, de la polvareda que envolvía atodos, desde el comandante hasta elsoldado raso, que, para la suerte de unsoldado afortunado, era a menudo másfundamental que la destreza. Había

pensado que él la perdonaría por pudor,pero aquel día aprendió la verdad.Desobedeció la orden de permanecer ensu palanquín con las cortinas corridas, ybajó para ver qué estaba sucediendo; eraalgo demasiado excitante como paraperdérselo. El ejército había formadofilas en un valle largo y hondo, con laslegiones romanas a la cabeza y lastropas auxiliares italianas enretaguardia, y se esforzaba por mantenerla formación frente a una multitud deguerreros que corrían colina abajo paraenfrentarse a ellos. Con un padre lobastante amable como para mimar a unahija inteligente, ella sabía lo suficiente

sobre estrategia como para entender quetiene ventaja el general que domina lasalturas; y aunque Aulo no aplicabaaquello, era tal la fe que ella tenía en lasuperioridad del poder romano y en ladestreza de su marido, que nunca se lehubiera ocurrido que las legiones podíanperder.

Métulo, el centurión al mando de lospretorianos, gritó enfurecido a losmuleros que dispusieran sus carros encírculo y que se armaran; sólo entoncesse dio cuenta Claudia de qué grande erael hueco que se había abierto entre loscarros del equipaje y cualquier posibleayuda del ejército de Aulo, del que los

elementos más cercanos ya apenas eranvisibles. Lo mismo ocurría con laretaguardia, pues la marcha en fila habíapermitido que la apretada formación dela mañana se extendiese y dejara aisladala sección central, con ella y elequipaje.

—Dama Claudia —ella se giróhacia la voz, alta y lo suficientementecerca como para ahogar el ruido de lastrompetas y los gritos de los defensores,para encararse a un joven soldado quellevaba un caballo por las riendas—.Me envían para que monte este caballo.Cayo Métulo sugiere que cabalgue haciadelante para reunirse con su marido. No

se detenga por nada ni ante nadie.Claudia miró la escena que había a

su alrededor: con el círculo de carrosque quería Métulo a medio formar, yaestaban matando a los bueyes y losdejaban caer entre los carros para quehiciesen de obstáculo en los huecos. Elcírculo lo formaban jóvenes soldados yveteranos, así como sirvientes delejército, cocineros, carpinteros,herreros, camareras, costureras,esclavos y algunos de los criadospersonales de su marido y los oficiales.¿Cómo podría levantarse y dejarlos? Suvalentía natural se mezclaba con elpensamiento de lo que haría Aulo en una

situción como aquella. Él nunca evitaríaninguna responsabilidad, pues eso y sumodestia eran lo que lo definían. Poreso, como esposa suya, ella tampoco loharía.

—Monta tú el caballo. Sal a galopey dile a mi marido que estamos aldescubierto, pero asegúrale que sussoldados resistirán hasta que puedarescatarnos.

El joven soldado dudó, pero, ante laorden de alguien con la posición de laesposa de su general, no pudo negarse,así que saltó a la silla de montar y cruzóel hueco que ya estaban cerrando paraque el círculo de carros quedara

completo. Cayo Métulo le gritó antes demirarla a ella; pero debió de ver en suexpresión que había sido ella quienhabía ordenado marchar al joven, y sellevó la hoja de su espada a los labioscomo saludo. Rodeada por el pánico,mujeres que gritaban, hombres, criadosy carreteros que corrían alrededor comopollos decapitados, Claudia nunca sehabía sentido tan inútil. Había visto aMétulo organizar a sus hombres, lamitad encargados del perímetro, losotros cuarenta miembros de su centuriaformados en medio para mantener unareserva móvil. Claudia sacó de lasprofundidades de su memoria las

historias que le había contado su padresobre la lucha y las cosas en las quepensaba un soldado en la batalla.

«La boca se te seca, la lengua sevuelve parecida al cuero. Piensas másen la necesidad de beber que en la demantenerte con vida».

—¡Sacad el agua! —gritó antes deagarrar a unos criados y empujarlos yconvencerlos de que obedecieran—.Mirad si hay alguna lanza en los carros,o espadas o hachas, cualquier cosa quepueda servir de arma.

El tiempo parecía haberse parado, yel efecto completo de sus palabrassucedió en un movimiento más lento que

la realidad, y oyó más que ver el primerataque de tanteo de un grupo aislado deguerreros celtíberos: el ruido metálicode las espadas al chocar con escudos ymetal, el silbido de lanzas y flechas quesurcaban el aire, los chillidos devíctimas desconocidas al ser heridas omorir, mezclados con los gritostriunfantes de quienes daban los golpes.Claudia estaba demasiado ocupada paraseguir el curso de la contienda, puessupervisaba la descarga de los barrilesde agua; se encargaba también de loscubos y los cazos, mientras organizabauna línea de abastecimiento hasta loshombres que luchaban, para asegurarse

de que tuvieran agua que beber. Todaherramienta cortante que había en loscarros del equipaje se había puesto enmanos de quien pudiera usarla, y casihabían doblado así el número deluchadores que Métulo tenía a sudisposición. Y ella había repetido lomismo a todos:

—No necesitaremos resistir muchotiempo. Mi marido está ahora mismo decamino para rescatarnos.

Pasó un rato antes de que se dierancuenta de la verdad. A través del polvoque levantaban los celtíberos al intentarpenetrar en el círculo de carros,pudieron ver que las legiones romanas

habían adoptado la formación de tortuga,con los escudos de la primera líneacolocados en vertical y el resto sobresus cabezas para protegerse de lasflechas; la formación avanzaba erizadade lanzas que sobresalían. Lo que nohabían visto era que los asteros, lasmejores tropas de Aulo, dejaban atráslos carros de equipaje, en vez de irhacia ellos, al ir al rescate de laslegiones aliadas. Claudia no podía saberque, al recibir su mensaje, su marido nohabía tenido otra elección que salvar suejército antes de poder pensar ensalvarla a ella.

Dentro del círculo de carros el

número de muertos crecía inexorable.Métulo había luchado lo mejor quehabía podido, mientras cuidaba de sushombres, y esperaba hasta el últimomomento para cerrar cualquier brechaque los atacantes hubiesen abierto, perocada contraataque pasaba por encima delos cuerpos de compañeros caídos; cadaéxito al repeler al enemigo se hacía acambio de bajas, que disminuían unafuerza ya de por sí débil en número. Losheridos luchaban junto a los que aúnpodían caminar, bien conscientes de quetras la derrota vendría la muerte, y defondo, por encima de todos los gritos ymaldiciones, y del ruido del choque de

las armas, las trompetas romanasordenaban maniobras que ellosesperaban fuesen en su ayuda.

Métulo había retirado a sus hombresjusto cuando la derrota era inminente,pues tres secciones de su muralla decarros habían caído, de manera que losúltimos treinta soldados supervivientesformaron una defensa alrededor delcarro que contenía el equipaje personalde Aulo y su familia. Dentro de aquelladefensa se apretaban todos losmiembros del ejército que no erancombatientes. Unos gemían, otroslloraban en silencio y unos pocosparecían tan sobrecogidos como para no

darse cuenta de lo que sucedía, pero lamayoría, hombres y mujeres, romanos ensu mayor parte, miraban al enemigo conmanifiesto desprecio y rezaban aFortuna, la diosa del destino.

—Dama Claudia, es mi deberofrecerle el uso de mi espada.

Claudia miró el rostro cubierto desangre de Métulo, los profundos cortesde espada en sus dos brazos, así como elgran tajo que cruzaba su frente y dejabaun jirón de piel colgando sobre un ojo.El polvo había cubierto tanto la sangrecomo el resto del cuerpo de él, incluidala armadura. Claudia se quitó el chal delino bordado que le cubría la cabeza y,

tras colocar hacia arriba eldesagradable jirón de piel, vendó con élla cabeza de Métulo para que pudieraver bien.

—Necesitas tu espada paradefendernos, Cayo Métulo.

Cuando pudo ver sus dos ojos, vioen ellos un dolor mayor que el que veníade sus heridas, pues, como él, pudo verque los hombres de las tribus celtíberasse habían arrastrado cuidadosos a travésde los huecos entre los carros, y ennúmero demasiado grande paracontenerlos.

—Sea consciente de lo que leespera, señora.

—Lo mismo que a todas las mujeres,Métulo. No permitiré que me libres deldestino de las demás.

—Entonces mataré a todas lasmujeres.

—¿No sabes que algunas de misantepasadas eran sabinas, Métulo? Ellassobrevivieron, y lo mismo haré yo.

Métulo sonrió entonces por lareferencia al rapto de las sabinas, partede la tradición romana conocida portodo ciudadano de la ciudad estado, unahistoria sobre cómo los brutalessoldados romanos habían asaltado a lasindefensas esposas de sus enemigos yaderrotados.

—Afronta tu destino, Métulo, y yoafrontaré el mío —había perlas cosidasen su chal, que ahora envolvía la cabezadel soldado. Arrancó dos y le tendió unaa él—. Paga al barquero con esto en vezde la moneda. Así te asegurarás de quetu trayecto por el río Estigia hasta elHades sea cómodo.

Por los llantos de detrás, así comopor los lamentos en voz baja de quieneslos rodeaban, Métulo supo que seacercaba el último ataque. Por segundavez aquel día, llevó la hoja de su espadaa sus labios para reverenciar el corajede la joven esposa de su general;después se dio la vuelta mientras los

enemigos cargaban y alzó su voz hastaque fue un grito, con la espada tendidahacia delante para recibir al enemigo.Luchó bien y mató a tres o cuatroguerreros antes de que una lanza leatravesara el cuello. Para entonces todossus hombres estaban muertos y en tansólo un par de segundos comenzó lamatanza de los que no erancombatientes.

Claudia intentaba llegar al frente,preparada para recibir el golpe asesinoque acabaría con todo. La perla quellevaba bajo la lengua parecía unapiedra enorme. Pero parecía que todo,desde las personas hasta los

acontecimientos, se había unido paracerrarle el paso. Aquello le permitióobservar que sólo morían los hombres(cocineros, carpinteros y boyeros),mientras las mujeres eran arrastradas alprimer espacio despejado, donde lasarrojaban al suelo después dearrancarles las ropas del cuerpo.Algunas ya habían sido violadas. Frentea la realidad y con su corazónsobrecogido por el deseo de haberaceptado la oferta de Métulo, el mismodestino la esperaba a ella. Varioshombres la agarraron y el que lasujetaba por el cabello era quien mayorfuerza hacía para arrastrarla al lugar en

el que el suelo estaba limpio de sangre ycuerpos. Su vestimenta, de mejorcalidad que la de aquellas que habíansufrido antes que ella, fue arrancada confacilidad, y sus gestos pudorosos alintentar cubrir su desnudez causarongran regocijo en sus asaltantes.

Por su cabello rizado y sus elegantesropas debieron entender que eraespecial, y decidieron juguetear con ellaen vez de entregarse a una violacióninmediata. Entre vueltas, golpes yempujones adelante y atrás, Claudiaintentaba sacar de su mente las caraslascivas, los labios goteantes de baba ylos ásperos gritos que no comprendía.

De alguna manera supo que se estabadiscutiendo quién tendría el privilegiode violarla en primer lugar, al ser ella elpremio mayor, una mujer muy joven,vestida con exquisitez y que, ahora queestaba desnuda, mostraba en toda sufigura y su suave piel la verdaderabelleza.

Fuera cual fuera el acuerdo al quellegaron, dos hombres la agarraron e,inmovilizada por los brazos, laarrojaron al suelo. Una sola mirada alhombre que la había ganado fuesuficiente para hacer que Claudiaquisiera cerrar los ojos: los dientesamarillos, la oscura piel bronceada

arrasada por la viruela, los ojos comolos de un cochinillo; pero luchó contraaquello. Cualquiera que fuese sudestino, Claudia tuvo que mirarlo defrente para que aquella bestia bárbarasupiera que hicieran lo que hicieran nopodrían quebrantar su espíritu romano.El brillo de su mirada y la perla que leescupió en la cara hicieron que éldudara sólo un segundo, así que ni él niella oyeron el silbido de la falcatadetrás de él. La gran hoja de acero de laespada celta apareció por el rabillo desu ojo como un relámpago de luz y lamirada de aquellos ojos porcinos seapagó mientras la cabeza era seccionada

del cuerpo y caía separada del troncocomo el juguete de un niño, seguida deun manantial de sangre que la empapó ehizo que, al final, cerrase los ojos.

Cuando cesaron los gritos y loschillidos, Claudia abrió otra vez losojos para ver que todos los que lahabían rodeado se habían replegadohacia atrás, excepto la silueta que serecortaba contra el cielo azul, la de unhombre grande, más alto y ancho inclusoque Aulo. Llevaba el pelo largo y,cuando se inclinó hacia delante con unamano extendida para levantarla, cambiódel negro silueteado a un color de ororojizo; pero lo que, más que aquello,

captó su mirada fue el talismán quellevaba su salvador, que al colgar desdeel cuello inclinado de él, había quedadoa la altura del rostro de Claudia.

Era de oro y, al recortar su sombrael brillo del sol, ella pudo ver que teníala forma de un águila al vuelo, con lasalas decoradas por un fino grabado.

Fue triste el momento en que losojos de Claudia se encontraron con losde su marido, pues él buscaba el gradode afecto que conocía de antes y ella eraincapaz de ofrecérselo. Aun así ellasintió una ternura que llegó como porsorpresa, lo que significaba que lamayoría de palabras ensayadas para

aquella confrontación quedaban sinpronunciar. Lo que siguió fue muydoloroso, pues ella decidió mentir enlugar de contar la verdad. Aulo, a lavista del estado de ella, se esforzó porocultar sus lastimados sentimientos,pero su naturaleza era tan franca que nolo consiguió. Claudia no tuvo el corajede seguir haciéndole daño, aunquesospechaba que sus actos estaban enparte provocados por el miedo a lo queAulo podría hacer si ella le contaba laverdad. Tenía que proteger al niño quellevaba dentro a toda costa.

—No te haré hablar de deshonra —dijo Aulo, mientras se enjugaba las

lágrimas de los ojos. Sabía que mostrarasí sus sentimientos era un error, perosentía tanto dolor en su corazón y tanseguro estaba de que tenía él la culpa,que no podía controlarse. Se preguntópor qué Claudia estaba extrañamentetranquila, como si, preparada desdeantes para aquel encuentro, hubieseagotado todas sus emociones antes deque él llegara. Él no podía saber laconfusión que llenaba su pecho ni lapresión que soportaba cuando contestóen un tono uniforme:

—No puedo imaginar cómo llamar aesto, esposo. ¿Qué es llevar el hijo deotro hombre sino una deshonra? He

rezado para que no me encontraras, paraque nunca lo supieras.

Él alzó sus ojos enrojecidos, comosi intentara ver a través del techo delona del carro para así pedir ayuda a losdioses. Sabía que tenía que hacerlo,tenía que adoptar la misma ausencia desentimientos con la que había batalladotoda su vida, la misma obligación deseguir adelante que le había hechoestrangular con sus propias manos al reymacedonio ante el templo de JúpiterMáximo. Era un soldado romano y debíacomportarse como tal. ¿Cuántas mujeresencinta habían muerto a manos de suslegionarios, cuántos niños, concebidos

en libertad, nacerían esclavos? Teníaque elegir: matar a Claudia o repudiarla;ambas acciones serían aprobadas por lasociedad de la que formaba parte.¿Cómo podía ser tan fuerte en la batalla,tan cruel, si era necesario, en laconquista, pero tan blando en susasuntos personales? ¿No lo maldeciríanlos dioses por su debilidad?

—De todas formas, no te apartaré demí.

La voz de ella aún sonaba baja,decepcionada.

—¿Para que todo lo que hasconseguido quede en nada? ¿El granMacedónico convertido en un

hazmerreír porque su mujer lleva dentroal hijo de un bárbaro celta?

En ese momento Aulo tomó su mano.Aunque su mente estaba activa, en buscade una solución a la que llegó, mientrasretaba a los dioses a que objetaran, suvoz sonó cargada de emoción.

—Hay una forma de hacerlo, miamor, hay una forma.

Inclinado para besar aquella mano,no alcanzó a ver la mirada de profundatristeza en sus ojos.

Aulo dejó a su esposa al cuidado deCholón, y se encontró una villa en lacosta en la que Claudia pudopermanecer alejada de miradas

indiscretas, atendida durante un tiempopor sirvientes locales a los que no seinformó de su identidad. Allí esperómientras su vientre se hinchaba, altiempo que su marido perseguía lavictoria final sobre el hombre que habíaabusado de su mujer. Para quien habíaluchado con dureza por tanto tiempo, elfinal llegó deprisa, casi como si lospoderes del druida le hubieranabandonado. Parecía incapaz de venceren un solo enfrentamiento y sus derrotassólo aceleraron el declive de su suertemilitar, así que, ante la falta de botín otrofeos, los cabecillas descontentosalejaron a muchos de sus guerreros.

Aulo les animaba y empleó su yaexitosa estrategia para separarlos deltodo, incluso fue tan poco severo comopara liberar a algunos rehenes yesclavos que había capturado, con grancoste personal en términos de pérdidasmonetarias. En cuanto hacían unjuramento a Roma y prometían respetarla paz, les dejaba marchar y volver aasentarse en las tierras de sus tribus.Avericios y bregones, que fueron losmás duros en la lucha, fueron las últimastribus en partir. Los últimos, un peligromortal a lomo de sus rápidos ponis,simplemente desaparecieron en lafortaleza de sus montañas sin querer

tratos con Roma. Masugori, jefe de losbregones, hizo la elección más prudente.Incluso aunque sus tierras estuviesenmuy en el interior, el joven caudillo,recién alzado al liderazgo por la muertede su padre en batalla, se tomó lamolestia de firmar una paz formal conRoma, advertido por sus sacerdotes deque aquello los protegería tanto a élcomo a su pueblo en el futuro. Con igualperspicacia, Aulo lo recibió como a uninvitado de honor y lo entretuvo en sutienda, incluso lo invitó a participar ensus oraciones familiares, en señal deauténtico respeto. Se ordenó a Tito queatendiera a los guerreros veteranos

bregones, que aprendiera algo de sulengua y que estudiara su método delucha.

Pero era el jefe el que importaba.Masugori era pequeño, moreno y teníalos ojos de un castaño claro. Losadornos de oro y plata que vestíaproclamaban su riqueza y poder,relumbrantes por la luz de las docenasde lamparillas de aceite que iluminabanla tienda de comandancia, y parecíanuna carga demasiado grande y pesadapara una constitución tan menuda. Aulopercibió incluso cierto grado deagudeza, cuyo evidente indicador era elhecho de que Masugori se había tomado

la molestia de intentar aprender latín. Elprocónsul probó a incitar una alianzacon Roma, pero resultó evidente que eljoven caudillo vio para qué era aquello:una estratagema para endosar a losbregones la carga de la contención delas tribus, y aliviar así a Roma de lanecesidad de mantener tropas enHispania. Maniobró con sutileza parazafarse de las varias trampas ytentaciones que Aulo le había puesto alpaso para terminar con lo que quería: nouna confrontación con sus vecinos, sinotan sólo la paz con el poder principal dela costa, lo que permitiría a su tribucomerciar desde el interior en paz y

aseguraría cierto nivel de prosperidad.Era de mayor interés el hombre

contra el que Aulo había luchado, y aquítenía a un hombrecito que conocía bien aBreno. La descripción física ya la tenía:alto, de ojos azules y cabellos de undorado rojizo, y vestido con sencillez,evitando el alarde al que los celtas eranpropensos. Breno no se adornaba conninguna torques ni peto, tan sólo llevabaal cuello un colgante decorativo, hechode oro y con la forma de un águila alvuelo, del que se decía que era un trofeotomado por el Breno anterior del saqueodel templo de Apolo en Delfos, y queestaba bendecido con poderes mágicos.

Al oír aquello Aulo sintió miedo;nunca había olvidado las palabras de laprofecía que había oído de joven. Loque Masugori estaba describiendo eramuy parecido al dibujo que las llamashabían consumido en manos de Lucio, yesta, con la mayor de las certezas, era unáguila que no volaba. ¿Quería decir esoque se encontraría con el tal Breno y queese sería el día de su muerte? Conextrañeza, Aulo encontraba la ideareconfortante, menos temeroso de algoque conocía que de lo misterioso; comosoldado, hacía mucho que había dejadode inquietarse por la muerte, y sólo lepreocupaba que el fin fuese de la manera

adecuada. Así que, si era voluntad delos dioses, era aquello lo que ocurriría,pero juró en silencio que se llevaría conél al Hades al hombre que habíacausado tantas dificultades a Roma y aél mismo. Más incómodo era lo queMasugori seguía diciendo, la idea deque en realidad Breno no había sidovencido.

—No aceptará que los romanos sondemasiado poderosos.

—¿Le dijiste eso? —preguntó Aulo.El joven caudillo asintió, mientras sunariz se arrugaba al captar el olorperfumado de un esclavo griego y seechaba hacia atrás para rellenar de vino

su copa—. ¿Y qué respondió?—Insiste en que ha hablado con los

dioses de nuestra raza y que el mensajeestá claro. Nosotros los celtas tenemosdiez hombres por cada uno devosotros…

Los ojos castaños del jovencitotomaron un aspecto temeroso al recordarla imagen del colgante del águila que eldruida tenía entonces entre sus dedos.Lo llamaba su talismán, el heraldo de sudestino. ¿Cuántas veces había escuchadoMasugori a Breno contarle que elhombre que portara aquello conquistaríaa las legiones? Como muchas profecías,esta no se había cumplir; alguien, en

algún lugar, había malinterpretado lospresagios.

—Se niega a creer que no podemosluchar contra vosotros y venceros.

Aulo hizo su siguiente pregunta concierta vacilación, pues en lo profundo desu ser sintió que conocía ya la respuesta:

—¿Y qué intención tiene ahora?—No rendirse. Se ha ido al norte, a

las montañas. Un hombre como Brenoquerrá consultar a los dioses desde unlugar cercano al cielo; pero volverá.Jura que su destino es enfrentarse aRoma, y que sólo los medios y laestrategia se le escapan. Nada de lo queha pasado ha afectado a su creencia.

El sol estaba detrás de Breno cuandohabía pronunciado sus palabras dedespedida, e iluminaba su cabello deoro rojizo como un halo; y aunqueestaban en sombra, sus brillantes ojosazules habían centelleado con iramientras sus palabras de despedida, quehabían sonado muy parecidas a unaprofecía, se grababan a fuego en elcerebro del joven caudillo.

—Vete, sella tu paz, Masugori, peroantes de que tú o yo seamos polvo, todohombre que acepte la palabra de Romaterminará como los huesos en un campode batalla ensangrentado, en una altapila para traer gloria a un general

romano.Aquellas habían sido las últimas

palabras que había ponunciado Breno, altiempo que levantaba el águila dorada yse la llevaba a los labios.

Capítulo Cuatro

La casa de los Falerio estaba vacíaahora; los invitados se habían ido yhabían dejado a Lucio solo. Fuera, en elatrio, hacía frío por el aire del fin delinvierno. Era extraño que un hombre desu posición se encontrase en una soledadsemejante, pero la muerte de su mujer enel parto había alejado de su puerta hastaal suplicante más fervoroso. Miró losdocumentos que tenía delante, intactossobre su escritorio, y se permitió unasonrisa callada. Los últimos en partir

habían sido sus aliados políticos máscercanos, todos ellos hombres famosos,todos nobles y algunos de los mejorescerebros en el Senado, aunque nisiquiera ellos adivinaban lo que estaba apunto de suceder. Con exquisitapuntualidad, su esclavo personal daciohabía dejado entrar por las habitacionesde los sirvientes a su banda de matonesa sueldo, envueltos en pesadas capascon capucha, justo al mismo tiempo queel último senador salía por la puertaprincipal. Su cabecilla, Gafón, jefe deuna escuela de gladiadores que habíaperdido todo en las apuestas, saludó aLucio Falerio con su espada cuando él

salió de su estudio privado.—Deja a tus hombres aquí —dijo

Lucio cortante, a la vez que indicaba aRagas que los vigilara no fuera quesintiesen la tentación de hurtar algo.

—Como ordenes, Lu…Gafón no pudo terminar porque el

senador le cortó:—Yo no usaré tu nombre, así que sé

bueno y evita usar el mío.Sus ojos pasaron del objeto de su

reproche al sombrío grupo de hombres.Su cabecilla hizo una reverencia con laespada mantenida aún en saludo, pero sequedó mirando con cortesía la espaldade Lucio. El hombre mayor ya se había

dado la vuelta para volver a entrar en suestudio. Gafón se volvió hacia sushombres y, encogiendo los hombros,trató de quitarle importancia al insulto,para expresar que, con lo que iban aganar esa noche, el cabrón de la franjapúrpura podía ser tan estirado comoquisiera.

—Podías haber venido solo —dijoLucio mientras se calentaba las manosen el brasero antes de levantar susprofundos ojos castaños para mirar a losde su visitante.

—No vi la necesidad, mi señor.Los ojos de Lucio se cerraron y su

cuerpo se crispó mientras intentaba

controlar su enojo. El esfuerzo hizo quesu cuerpo delgado temblara un poco.Normalmente era el más controlado delos hombres, por lo que se sorprendióde su reacción, y se alarmó aún más anteel pensamiento de que en realidadestaba nervioso.

—¡No es cosa tuya ver nada!—Si esta noche lo hacemos bien,

nadie tendrá dudas sobre quién estádetrás. Ninguna banda de niñatosborrachos va a matar a un hombrecomo… —Gafón dudó, pues no queríapronunciar el nombre—. Sin importar lolejos que se hayan marchado.

—Hay una diferencia entre difundir

un rumor en el mercado y dejar pruebassuficientes para poner a alguien ante unpretor.

Aquella última palabra hizo queGafón tragara con fuerza; la simplemención de un magistrado era suficientepara recordarle lo cerca que estaba deser vendido como esclavo por deudas.El invierno no era época para juegos yluchas de gladiadores. Si no se hacíapronto con algo de dinero, susacreedores se harían cargo de suspropiedades y a él lo venderían comotrabajador para la lejana granja de algúncapataz.

—Lo importante es que el asunto se

realice sin ser visto. Si alguien te ve y terelacionan conmigo, yo mismo pagaré elcastigo por tu error.

El endeudado jefe de gladiadorestuvo el temor repentino de que iban aretirarle el encargo, algo que la pandillade degolladores que había reunido noiba a tragar bien. Si descubrían quehabían salido de sus suburbios a cambiode nada, bien podrían decidirdesquitarse con él.

Lucio Falerio estaba considerandoabandonar todo el asunto. Tenía queresolver un asunto personal y otropolítico, así que necesitaba reflexionaren cierto modo para separarlos y

asegurarse de que uno no estabaensombreciendo al otro. Aquel idiotatenía razón: si él y su banda tenían éxitoesta noche, poca gente dudaría enculparle a él de lo sucedido. La idea deque algún joven patricio borracho de losque infestaban las calles y las tabernas,con demasiado dinero y demasiado pocosentido común, pudiese matar a untribuno plebeyo era de risa. ¿Hubierasido más inteligente quedarse con un parde sus invitados, para que ellos pudieranjurar que estaba en casa, abatido por lapena y las lágrimas en el momento enque Tiberio Livonio exhalaba su últimoaliento?

¡No! El testimonio de sus amigos nosería creíble; como mucho, sólo serviríapara convencer a quienes rumoreasen dela verdad de sus especulaciones. Sumejor defensa estaba en evitar una tretasemejante , y prefería depender sólo desu palabra. Había que hacerlo; unaruptura formal que forzara a los hombesa decidir a qué partido se unían.Algunos senadores, bien por la creenciade que las ideas de Tiberio Livoniomejorarían sus posibilidades, bien, enunos pocos casos, por una ideologíaequivocada, respaldaban propuestas queLucio sabía dañinas para la seguridadde la República. Una vez que se dejara a

Livonio alterar el equilibrio de poder enel Comicio tribal, con aquello seperdería para siempre, pues convertiríalo que era un patio de vecinas, que sepodía puentear con facilidad, en unaasamblea legislativa desde la queenfrentarse al Senado.

Su llamada Ley agraria, que limitabala cantidad de tierra pública que unciudadano podía mantener, golpeaba enel mismo corazón de la facción a la queLucio representaba. Era bastante malo:la idea de que la misma tierra, requisadapor el Estado, debía ser dividida enpequeños lotes y regalada a la escoriasin tierra que abarrotaba los barrios más

pobres de Roma, no era más que unsoborno a la chusma. Para Lucio,aquella era la receta para tenerproblemas sin fin, porque la chusmanunca podría quedar satisfecha: ceder asus demandas una vez era abrir la puertaa un río sin fin de nuevas reclamaciones.

Peor era el deseo del tribuno de laplebe de extender la ciudadanía romanaa toda Italia, pues diluiría para siempreel poder patricio por la ampliación delderecho al voto. Aquello atentaríacontra la riqueza y la autoridad políticade la misma clase al permitirmatrimonios entre clases, igual que alextender a aquella gente el tipo de

concesiones comerciales quefundamentaban la riqueza senatorial.Con un agudo sentido de la historia,Lucio Falerio sabía que los imperioseran construcciones inestables, sinderecho divino a una existenciacontinuada. Lo que se iba a proponerdebilitaría el Estado romano, y una vezque el espíritu de la diosa Discordiaquedara suelto, no hacía falta mencionardónde acabaría todo. Había que detenera Tiberio Livonio, y la mejor manera dematar el cuerpo de semejantes ideas eraseccionar su cabeza.

No se preocupaba de sí mismo enesto; el poder y la majestad de Roma lo

eran todo para Lucio Falerio. Habíadado todos sus momentos de conscienciadurante treinta años completos paraacrecentar aquel Imperio, así queentregaría con orgullo su último alientopara mantenerlo. Para él, sólo se podíaconfiar la tarea a los optimates: elloseran los hombres que habíansupervisado la creación del Imperio;debían unirse para combatir a lospopulares que, apelando a la simplecodicia de las clases más bajas,hundirían Roma como se habían hundidootros imperios, por un debilitamientofatal en la estructura de la autoridad quehabía dado lugar al éxito. Nada podía

oponerse a aquel único objetivo,tampoco, desde luego, la vida de unsenador. Lo señalarían a él sin duda,pero ¿quién creería que un hombre queacababa de tener un hijo, con su esposarecién muerta a causa de esto, elegiríaaquel momento para asesinar a su mayorrival político?

Por primera vez en dos décadassalió a la superficie la profecía de laSibila, y él recordó aquella noche en lacueva, así como los terrores yreflexiones que la habían seguido: Aulotan temeroso, él decidido a ser racional.Su amigo de la niñez había dominado asu poderoso enemigo, así que ¿sería este

el momento en que tendría queesforzarse para salvar el prestigio deRoma? ¿Acaso habría, después de todo,algo de verdad en aquella tontería de laSibila? Nunca había olvidado la imagendel águila, pero estaba seguro de queaquello no casaba con un hombre comoLivonio, a menos que los dioses lovieran como un ave de presa que seabatía sobre el estado romano. ¡No! Suenemigo no era un águila de afiladasgarras, sino más bien un gorriónparlanchín que necesitaba sersilenciado.

—Toma —dijo Lucio al arrojar aGafón una bolsita de cuero llena de

monedas. El hombre que la tomó ysopesó estaba bien acostumbrado acalcular los contenidos de un monedero;un hombre que sabía que lo que tenía ensu mano era la tarifa acordada, o bien seacercaba mucho—. Acordamos la mitadpor adelantado. Ya te habrás dadocuenta de que el contenido de la bolsa esmayor.

—¿Lo es, mi señor? —los ojos deGafón estaban muy abiertos y veteadosde una falsa sorpresa.

—Tengo otro encargo para ti —aquello cambió la mirada inocente poruna de sospecha apenas contenida—. Noes nada tan peligroso, pero es, para mí,

igual de importante. Por eso supone unarecompensa sustanciosa.

El asesino que había contratadopensaba que, si había otros honorarios,era algo de lo que sus matones nosabrían nada, por lo que, en caso de queél aceptara, el pago de lo que fuese quele iba a encargar, sería sólo para él.

—Tengo un esclavo que me hatraicionado —dijo Lucio, al tiempo queseñalaba a un pergamino enrollado confirmeza—. Podría matarlo, desde luego,tengo el derecho legal de hacerlo, peroasí no transmitiría el mensaje quenecesito.

—Podría morir junto a Livonio.

Lucio meneó la cabeza. Aquel Gafónera un estúpido, pero él lidiaba con esoa diario, muchas veces con hombres queostentaban una posición elevada;mientras rumiaba aquello, así que ocultósu pensamiento con facilidad: «Sucuerpo en la calle no transmitiría elmensaje necesario, aparte de su evidenteasociación conmigo».

Lucio esperó a que Gafón llegara ala conclusión a la que quería quellegase: el esclavo de su casa teníarelación, de alguna manera, con lospopulares que apoyaban a Livonio. Sumuerte tenía que enviar un mensaje tantoa estos, como al resto de esclavos de

Roma: espiar a sus amos sólo podíaacabar de una manera que no era sólo lamuerte, sino el olvido absoluto.

—¿Quiere que desaparezca?—Sí. Cómo lo hagas es cosa tuya.

Voy a llamarlo y a darle algunasinstrucciones relacionadas con tuencargo. Él entenderá enseguida quedesconfío de ti, con la misma arroganciaque le hace pensar que tengo fe ciega enél. Le pediré que te acompañe y que tevigile para asegurarse de que cumplesmis instrucciones al pie de la letra. Dejoa tu cargo decidir cómo lo haces ycuándo, pero quiero que te libres de él,y que quede a la vista alguna señal de su

muerte. Cumple esto también y tushonorarios por el trabajo de esta nochetendrán un sustancioso incremento.

—Acepto —respondió Gafón consequedad.

—¿No quieres pensarlo antes? —preguntó Lucio, con una expresión entrepícara y divertida. El dueño de laescuela de gladiadores, más preocupadopor su endeudamiento que por laperspectiva de otro asesinato, negó conla cabeza—. El esclavo llevará un rolloque también debe desaparecer —Gafónasintió, y después sonrió mientras elsenador continuaba—. Llevará ademásalgún dinero suyo, cuya carga espero

que le alivies.Gafón tendría que compartir aquello,

pero le importaba más saber cómodeshacerse de un cadáver.

—Asegúrate de volver tú solo paracontarme lo que has hecho —añadióLucio—. No hablarás nunca con nadiede esto, so peligro del mismo destinoque el de aquellos de los que teocuparás esta noche. Y diles a esosmatasietes que has traído contigo quetambién mantengan la boca cerrada.

Gafón era muy consciente de lapotencia de la amenaza. Puede que fueraarmado con una espada, pero estaríaimpotente contra el poder y la dignidad

de aquel hombre. Ya podía alegar hastaponerse azul que le habían contratadopara asesinar, que eso sólo legarantizaría su propia eliminación. Quesu pagador pudiese sufrir después erapoca compensación.

Lucio fue hacia la puerta e indicó aRagas que entrase. Tras una últimamirada a los matones allí reunidos, elesclavo entró en el estudio bieniluminado, de forma que a Gafón le fueposible examinarlo. Más alto que losotros dos hombres en la habitación,actuaba como si él fuese el amo y Lucioel esclavo. La piel alrededor de sucuello estaba descolorida, teñida por el

metal del collar de esclavo que llevabahacía muchos años, pero ni siquieraaquello disminuía en nada su dignidadnatural. Vestido con una túnica ligera ysuelta, los músculos de su cuerpo setensaban en sus brazos y en su pecho, yno mostraba ningún signo en absoluto deque el frío del atrio abierto le afectara.

Gafón sabía lo bastante sobre peleascon hombres como para reconocer alpúgil nada más verlo. Se notaba en elrostro desde luego; por su nariz, que unavez había sido recta y bella, y ahoraestaba aplanada por numerosos golpes; ypor la cicatriz en la frente y los nudillossobresalientes en sus manos alargadas.

Aquel hombre podría haber sidoguardaespaldas igual que esclavo, yhaber protegido a Lucio de los asaltosen las turbulentas calles de la ciudad.Pero a Gafón también le sorpendió lasemejanza de algunos rasgos en amboshombres. Lucio era como una versiónbella y mayor del esclavo, más macizo.Ahora estaba perdiendo el cabello, perosin duda su elegante cabello castañooscuro había sido una vez tan espesocomo el del sirviente, aunque eraalrededor de los ojos de ambos hombresdonde más destacaba el parecido:penetrantes pupilas de color castañooscuro bajo unas cejas marcadas.

—Eso es todo —dijo Lucio a Gafóntan pronto como el asesino se las arreglópara echar un buen vistazo a su víctima—. Espera fuera, junto a la puerta.

Gafón obedeció, disimulando lasorpresa que le producía que alguien tancercano a Lucio le hubiera traicionado.Pero tenía sentido, pues el púgil pasaríamás tiempo con su amo que cualquierotra persona, tanto dentro de la casa delos Falerio, como fuera en las calles.¿Quién sabría más sobre susmovimientos, a quién visitaba y lossenadores con los que hablaba? Y dadoque la mayoría de los hombres eranciegos a la presencia de un esclavo y

hablarían con libertad cuando estuvieracerca, ¿qué planes podía elaborar congente a la que Tiberio Livonioconsideraría que estaba de su lado?

Tras la puerta cerrada, el esclavorecibió de mano de su amo un rollo en elque se afirmaba que había sidopropiedad de la familia de los Falerio,pero que ahora, por orden del cabeza deesa familia, era libre. Aquel acto debíahaber tenido como testigos a sus amigoso a algún magistrado, pero desde quehabía asumido la posición de cónsul,había decidido prescindir de cualquierpúblico por la muy buena razón de queno estaba seguro de querer que aquella

manumisión fuese conocida por todos.Lucio estaba más incómodo, por cierto,que su ahora ex esclavo. Ragas siemprehabía actuado con las maneras con lasque había nacido, como un líder deguerra entre los de su tribu, lo que habíadado un doble filo a la relación con suamo desde el día en que fue aceptadocomo un regalo de Aulo Cornelio.Lucio, que no aguantaba insolencias, lehabía amargado la vida, con la intenciónde quebrar un espíritu empeñado endesafiar cualquier noción deservidumbre. Le había llevado meses yno podía decir que lo hubieraconseguido, pero sí había llevado a

Ragas a reconocer quién daba lasórdenes y quién obedecía, y en elproceso había desarrollado una extrañaadmiración por él. A Lucio no le gustabaRagas ni una pizca, pero veía cualidadesen él: algunos rasgos que él mismo tenía,y otros, más físicos, de los que carecíapero que deseaba poseer.

Compartían una determinaciónférrea, un rechazo a hundirse frente a laadversidad. Mientras el esclavo eraduro en lo físico, Lucio poseía unavoluntad de hierro que no podía serdesviada de su objetivo, una vezestablecido, característica que le habíavalido su apodo, Nerva. Más allá de

aquellos primeros enfrentamientos, elamo se había dado cuenta de que suesclavo personal también tenía cerebro.Aprendió latín con facilidad, tantohablado, como escrito, y tenía una menteastuta; pero había sido la atracción quesentía su esposa Ameliana por aqueldacio lo que le había prestado el mejorservicio de todos. El matrimonio habíasoportado cerca de veinte años sindescedencia, algo frecuente en unafamilia romana, pero que mortificaba aun hombre tan orgulloso como Lucio. Laadopción era la solución más comúnpara una familia patricia, pero él erareacio a dar ese paso, pues no deseaba

ofrecerse como carnaza para loscotilleos del vulgo ni ver dibujosprocaces en los muros de su propia villarelativos a su potencia en el dormitorio.Furioso en un principio por la atenciónque prestaba su esposa a un esclavo, asícomo por los escarceos nocturnosconsiguientes, su pragmatismo natural leforzó a mirar aquello con objetividad.Por fin llegó a verlo como la solución aun intrincado dilema y a saborear laburla de patio de vecinos que ahora ibaasociada a su nombre: se decía que sehabía distanciado tanto de todo, quehabía ahorrado su simiente todosaquellos años para un prodigioso

esfuerzo.—Al final, me has servido bien,

mejor de lo que los dos podríamoshaber imaginado.

Ragas levantó el rollo que loconvertía en hombre libre y enciudadano romano.

—Habría hecho más por esto.—¿Te quedarás en la ciudad? —

aquello justificó que el hombre queahora tenía derecho a no contestar,encongiera los hombros—. Aquí unhombre con tus habilidades triunfa, ysiempre podrás recurrir a mi buenaposición en caso de que necesites ayuda.

—Muchas veces hemos estado de

acuerdo, Lucio Falerio, en que laprecipitación es fatal. Miraré a mialrededor a ver lo que hay y despuésdecidiré qué camino seguir.

—Tengo un último trabajo para ti,esta noche, si es que deseas aceptarlo.En caso de que lo hagas, habrá unaretribución, por supuesto —Lucio alzóotro saquito de cuero. El dacio lo tomó ehizo que botara en su mano, lo que causóque Lucio añadiera—: esos hombres defuera han sido reclutados para unservicio muy especial.

—La decisión final. No hay más deque hablar.

Aquello provocó a Lucio una gran

sonrisa. Orgulloso de sus poderes dededucción, le gustaba reconocerlos enun hombre al que podía decir que habíaentrenado él. Ninguna expresión de surostro traicionó el pensamiento de queecharía de menos a Ragas, quizá no porsu insolencia, pero sí por su sagacidad ytambién por su poderoso físico y supresencia protectora. Pero debía teneren cuenta el buen nombre de su casa, yel secreto, igual que para TiberioLivonio, era el mejor método paraasegurarlo.

—¡Quiero estar seguro de que hacenlo que se les ha pedido! Ve con ellos,Ragas. No es necesario que tomes parte,

pero puedes traerme las noticias de quehan cumplido al pie de la letra lasórdenes que les he dado.

—¿Nadie sobrevivirá?La respuesta de Lucio llegó con una

sonrisa lupina. «Exacto».

Capítulo Cinco

Lucio esperó hasta estar seguro de quetodos se habían ido antes de dirigirse alcuarto del ama de cría. Ella dormíajunto al brasero, con su propio hijoacunado en sus brazos. La ignoró y fue amirar a la cuna en la que el reciénnacido descansaba en paz. Las largaspestañas negras de sus párpadosparecían cubrir una buena porción de surostro. El negro azabache del cabellocon el que había nacido se iría, perovolvería a crecer más espeso y tan fuerte

como su físico, ahora oculto por losrasgos redondeados del bebé.

Lucio acarició su manita. «Pido alos dioses que llegues a ser un hombre, yte yergas con un poder igual al míocomo representante de una noble casa.Serás el hijo que siempre he esperado.Mañana comenzaremos las ceremonias.Dentro de una semana, todo el orberomano sabrá de tu llegada».

Después de aquello, dio la vuelta ysalió de allí. En el camino de vuelta a suestudio, pasó junto al dormitorio en elque yacía su esposa, ahora silenciosa ypálida sobre unas andas, con sus manosblancas y exangües cruzadas sobre su

pecho. Lucio Falerio no dedicó unasegunda mirada a su cadáver.

Las calles de Roma nunca estabandesiertas, pero para una ciudad tanbulliciosa y abarrotada, aquella nocheinquietaba su silencio. Hacía frío yquizá las tabernas estuvieran llenas, ycualquier problema que pudiera traer elvino ya se destilaba en ellas. Quienesestaban fuera, al ver acercarse a Gafón ya su banda, juzgaban prudente elegir otrocamino hacia dondequiera que fuese eldestino al que se dirigían. Hubo ciertoremoloneo en el grupo cuando Gafónintentó asegurarse de que Ragas, quevestía, como los otros, una pesada capa,

tomara la delantera, mientras el esclavotambién estaba decidido a dejar laretaguardia, porque el jefe de la bandadaba vueltas a un enmarañado problema:¿mataría a Ragas antes de cumplir elencargo principal o después? El errorque cometió Gafón fue mirar tanfijamente a Ragas mientras intentabadecidirse. Para un hombre que amaba lalucha, que había sido un poderosoguerrero y que estaba a sus anchas en elcuadrilátero del pugilato, aquelloenviaba una señal de peligro que otrohombre no hubiera percibido. Ragas,que notaba la indiferencia de los otrosmiembros de la partida, se preguntó si

no estaría entregándose a una fantasíasin fundamento, pero, una vez que estuvoalerta de una amenaza potencial, ya nopudo relajarse.

Ninguno de los dos tuvo muchotiempo para pensar, pues la cueva deLupercalia, donde los ritos de lacelebración del culto estaban a punto determinar, no estaba a mucha distanciadel templo de Ceres. Hogar de losediles plebeyos, aquel era el destinoconocido de Tiberio Livonio y susseguidores una vez que terminaran lasceremonias. Al menos Gafón podríaalegrarse, mientras bordeaban el foroBoario, de que se estaban moviendo en

la dirección correcta: hacia los muellesy depósitos del puerto de Roma, unbullicioso laberinto de callejuelas,vacío por las noches, al que se podíallevar el cadáver de un esclavo sinarmar jaleo. Al final había decidido quéhacer: primero asesinaría a Tiberio;luego se ocuparía de su segundoencargo. Ragas sería decapitadodespués de muerto, y arrojaría su cabezay su cuerpo por separado en el Tíber. Adiferentes velocidades, las aguasarrastrarían ambas partes río abajo y,sacadas a la orilla en lugares distintos,nunca las relacionarían.

Gafón los oyó venir: cuatro ruidosos

individuos que se creían inmunes a losriesgos que afrontaban los mortalescorrientes. Igual que los hombres quehabían hecho un alto en su camino a lacueva de Lupercalia para asistir alreciente nacimiento de los Falerio, ibanvestidos con pieles de cabra. La sangresacrificial, ahora seca, que dabapotencia a los adeptos del culto, veteabasus cuerpos, iluminados por lasantorchas llameantes que llevaban.Gafón había situado a tres hombres quelos dejarían pasar, y se puso a la cabezade los otros tres para interceptar a supresa. Las luces que llevaban, ademásde su ruidosa conversación, facilitaban

las cosas hasta el ridículo; no oyeron alos hombres que se escabulleron detráspara seguir sus pasos y se sobresaltaronpoco cuando Gafón les impidió quecontinuaran su camino. Incluso cuandolas armas ocultas salieron a su vista nose podía apreciar ni un ápice de miedoen su comportamiento.

—¿Es que no sabéis quién soy? —exigió el más alto del grupo al quitarsela máscara de cabra de la cabeza. Aunlleno de sudor y manchado de sangre, nose confundía el conocido perfil deTiberio Livonio, tribuno de la plebe.

—Lo sabemos —replicó Gafón.Tiberio Livonio señaló hacia la

espada en la mano de Gafón.—Entonces sabrás que sólo levantar

eso en mi presencia es atraerse unacondena eterna.

—Una condena es lo que yatenemos, tribuno. Pero cuando cruces elEstigia te darás cuenta de que lo que teespera es el tipo de vida que los de laplebe vivimos como algo normal.

Tan seguro estaba Tiberio de suposición que ni siquiera intentó levantarsus manos para defenderse, y elsobresalto en su rostro se debió tanto almenoscabo de su certeza, como al filode la espada de Gafón que se hincó ensu barriga desnuda. Con los ojos muy

abiertos, su cuerpo se arqueó hacia elcabecilla de la banda, mientras este, conla misma táctica que enseñaba a susgladiadores, forzaba su arma hacia loslados y hacia arriba, para rasgar susórganos vitales y asegurarse una muerteinstantánea. Gafón sintió fluir la sangredel tribuno sobre el puño de la espada ysu mano, y observó hasta que el gemidode protesta se convirtió en un gorgoteode un rojo brillante, hasta que laespuma, aún más roja, empezó aderramarse de su boca. A su alrededorla luz perdía intensidad mientras que losque llevaban las antorchas caían entrealborotos a manos de sus hombres, y

gritaban, apuñalados una y otra vez oaporreados por idiotas que no tenían niidea de cómo ejecutar una matanzalimpia.

Cuando todo quedó en silencio,Gafón levantó una antorcha y se volvióhacia el callejón en el que permanecíaRagas, encapuchado y con la capaceñida al cuerpo.

—Acércate, amigo mío, y verás queestán todos muertos. Luego puedesvolver junto a tu amo y darle la noticia.

Ragas rehusó acercarse.—Puedo ver bastante bien desde

aquí.—Entonces tienes la vista de un

dios. Yo que tú me acercaría bastantemás para poder estar seguro.

Aunque era bueno con la espada,Gafón era menos hábil a la hora dementir, y en sus palabras sonaba unanota falsa, realzada por la luz de laantorcha y los cuerpos junto a sus pies.Al mirar a los ojos de Gafón, Ragas noveía humor ni nada que lo tranquilizase;todo lo que veía era la posibilidad de supropia muerte. Después de habercometido un crimen semejante, toda labanda tendría que haberse dispersado alinstante. Sin embargo, aún le quedabauna duda persistente, pues su muertetendría que haber sido ordenada y él no

podía llegar a creer que ni siquieraLucio Falerio hubiera caído tan bajo.

—Seguid vuestro camino —le dijo aGafón— y yo volveré con las noticiasde vuestro éxito.

—Pero míralos —le exigió Gafón,señalando con su espada hacia loscuerpos. Ragas tiró su capa y despuéssalió corriendo, y detrás de él la vozgritó las palabras que él temía oír,palabras que le decían que sus temoreseran reales—. Cogedlo. Diez denariosde oro para el hombre que me traiga sucabeza.

Los callejones del puerto, negroscomo el betún, eran tanto una ayuda

como una molestia. La gran cantidad deellos le ayudaban, pero era un obstáculola falta de seguridad de orientación,además de los muchos objetos queyacían ocultos a su paso, objetos quemás de una vez vieron sus dolorosascaídas sobre la dura tierra apisonada.Tuvo que hacerlo en silencio, pues susoídos podían alertarle de la proximidadde la ruidosa persecución. Habíaestrellas sobre su cabeza, pero no lassuficientes para abrirse camino, y amenudo quedaban ocultas por lossaledizos de los depósitos más altos. Aveces el sentido común le decía queparase y escuchase para ver si la

persecución se había alejado. Un miedorenovado le hacía continuar, al no estarseguro de los ruidos, de los que nopodía discernir a qué distancia sonaban.Varias veces estuvo a punto de chocarcon alguno de los matones de Gafón, ysólo el brillo de la luz de la antorcha lealertó de que la ruta que había escogidolo llevaría al peligro, no lo sacaría deél.

Su suerte se acabó en unos diezminutos. Vio una antorcha frente a él y,al girarse, se dio cuenta de que otrabrillaba en una intersección a suespalda. Ragas sintió que su corazón sedetenía cuando aquel brillo se convertía

en unas llamas, y vio detrás de él a unmatón lleno de cicatrices que sonreía yllevaba un garrote claveteado. Sonreíaporque podía ver con bastante claridad asu jefe, Gafón, con la espada en mano;así lo pudo ver Ragas cuando se girópara mirar. Un púgil tiene buenosreflejos; debe tenerlos, porque, cuandoestá en un combate, sólo una fracción desegundo le separa de dar o recibir ungolpe. Ragas no dudó: corrió hacia elmatón que llevaba el garrote, pues sabíaque tendría mejores opciones frente aella que frente al filo cortante y la puntamortal de una espada de gladiador. Elmatón se preparó, con el garrote medio

levantado para golpear el cráneo que seacercaba, mientras, detrás de él, Ragaspodía oír a Gafón acercarse pararematar la faena.

Por la forma en que se lanzó, con lospies hacia los tobillos del rufián, uno desus pies dio en el blanco y desequilibróal hombre. El garrote claveteado yadescendía, pero la mayor distancia hastael cuerpo que ahora estaba en el suelo,además de la pérdida de estabilidad,restó la mayoría de la fuerza al golpe.Aun así le rompió el antebrazo izquierdoque tenía levantado, y el eco del crujidodel hueso rebotó en los muros de lacalleja. Ragas se puso boca arriba,

temeroso de no ser consciente del dolor;sabía que su brazo izquierdo estabainutilizado, pero un luchador diestro nolo necesitaba. Su puño desnudo impactójusto en el borde de la mandíbula delmatón, y se pudo oír un crujido,acompañado de un grito de dolor quemurió en la garganta de aquel animalcuando cayó inconsciente. Ragas salióde debajo del cuerpo que caía y saliócorriendo, con su brazo roto sujeto,antes de que el cuerpo golpease el suelo.Oyó maldecir a Gafón mientras pasabapor encima del hombre inerte de subanda, y también el tintineo del filo desu espada al tocar algo sólido. No fue

ninguna idea de dirección lo que hizoque Ragas girara a su izquierda, tan sólola necesidad de autoconservación, perosus esperanzas se desvanecieron cuandovio la cinta de plata azulada del ríodelante de él.

El Tíber no ofrecía seguridad, sucorriente era rápida y traicionera, y lopeor pasaba bajo los puentes de dentrode la ciudad, por duplicado además paraun hombre con un solo brazo sano, peroera mejor que la certeza que veníadetrás de él: una espada de la que notenía forma de protegerse. Al salir almuelle, Ragas saltó sobre sus piescontra los tablones de madera para

añadir un poco más de impulso a sucarrera. Cuando llegó al final, se tirócon todas las fuerzas que pudo reunir. Elsalto le llevó más allá de las barcasamarradas. Después de dejar la terrafirma y antes de que las gélidas aguas secerraran sobre su cabeza, Ragas oyó queGafón gritaba de frustración.

El hombre que tenía que haberleasesinado se quedó sólo a diez pies dela salpicadura, pero era como si hubieraestado a diez leguas. Gafón no sabíanadar e incluso si hubiera sabido, pornada habría entrado en el Tíber dondeera estrecho y profundo. Así que sedetuvo para intentar ver en el brillo

plateado del reflejo de la luna en el aguauna cabeza flotando. Uno a uno, losrestantes miembros de su banda seunieron a él, y fueron enviados río abajopara buscar a Ragas.

—Seguro que está muerto —dijoGafón cuando volvieron a encontrarse—. Estoy seguro de haber oído que se lerompía el brazo cuando le golpeó elgarrote. No podría sobrevivir en ese ríocon dos brazos sanos, menos con unosolo.

Gafón intentaba afirmarse de algunamanera, aunque cuando regresaban adonde aún yacía el hombre del garrote,razonó que poco le importaba. Las

posibilidades de que el esclavo hubierasobrevivido iban de cero a cerca de laimposibilidad, y si lo había conseguido,¿querría que alguien lo supiera? Laúnica persona interesada era quien habíaordenado que lo mataran.

—Miradlo —dijo Gafón, de piejunto al bulto encogido del miembro desu banda—. Se suponía que era unluchador callejero y pierde elconocimiento con un golpe.

La luz de la antorcha iluminó elcolor crema claro del rollo que habíajunto al cuerpo yacente. Gafón lorecogió, le pasó la antorcha a otro y lodesenrolló. No podía leerlo, pero las

palabras de Lucio Falerio llenaban suspensamientos.

—Este rollo también tiene quedesaparecer. Y desaparecerá —razonóGafón ante la idea de que en su manotenía una garantía de su propia seguridad— dentro de mi caja fuerte.

—Bien, muchachos —dijo—.Volved a casa. Yo iré y le diré a nuestroestirado patrón que sus deseos han sidocumplidos.

La impresión del agua helada, quellegaba directa de las nieves que cubríanlos montes Apeninos, hizo que unasacudida recorriese el cuerpo de Ragas,si bien no era sólo el frío lo que temía,

sino también la velocidad de un curso deagua crecido. Tambaleándose río abajoen los turbulentos rápidos, luchaba paramantener su cabeza bastante fuera delagua para mantener aire en suspulmones, mientras con su brazo buenointentaba permanecer alejado de laribera del río. Ragas consiguió estoúltimo, pero se había olvidado de lospuentes del Tíber y fueron estos los quelo mataron. Como los arcos forzaban elcamino de las aguas, la velocidad de lacorriente aumentó y él fue enviado entretambaleos a un furioso torrente que lovolcó sobre sus pies de manera que yano sabía si miraba hacia arriba o hacia

abajo.Todavía bajo el agua, su cuerpo se

enrigidecía por el frío, y Ragas supo queiba a ahogarse, pues con un solo brazono tenía manera de salvarse. Su mente sedirigió primero a los dioses que habíaadorado toda su vida para rogarles queintercedieran, consciente de que nuncalo habían hecho durante todos los añosque él les había guardado obediencia yde que no lo iban a hacer ahora. Pero,entonces, cuando sus pulmones ya sellenaban de agua, vio la imagen de aquelniño en la canastilla mientras él se latendía a Lucio, el niño que asegurabaque su linaje estaba seguro. Así que,

después de todo, quizá los dioses no lehabían abandonado. En muchasocasiones pudo haber muerto en batalla,pero ellos le habían mantenido con vidahasta que hubo cumplido aquella únicafunción. Y si la tierra ya no tenía otrouso para él, podía partir en paz.

Era imposible reconocer el cuerpoque emergió río abajo; desnudo,golpeado como estaba por las rocas ytan arañado por la arena que parecíacomo si lo hubieran desollado. No habíamanera de decir quién era aquel hombreo de qué estrato de la sociedadprovenía. Que emergieran cuerpos ríoabajo hacia el puerto de Ostia no era

nada nuevo; podían ser pobres muertosde hambre, víctimas de robo y asesinato,esclavos asesinados por sus amos,incluso hombres desesperados que sequitaban la vida.

Quienes lo encontraron eran gentedecente, granjeros y pescadoressuficientemente devotos como paraaplacar a Manía, la diosa de losmuertos; así que tuvieron la gentileza delevantar una pira y dar al cuerpo unaespecie de entierro, con la intención deque el alma de aquella desconocidavíctima fuese llevada a los cielos en elhumo de su cadáver ardiente.

Gafón regresó solo, como había

prometido, a casa de los Falerio, paracontarle a Lucio que sus órdenes sehabían cumplido, contento de que elhombre que le había empleado pareciesebastante satisfecho como paraobsequiarle con otra bolsa de oro porsus esfuerzos. Pero no le permitió partirsin lo que el senador denominó unconsejo, aunque él sabía que era unaamenaza.

—Ten cuidado en cómo pagas aaquellos a los que debes dinero, Gafón.La evidencia repentina de riqueza, oincluso las proclamaciones de unainesperada buena fortuna, hacen que loshombres se hagan preguntas, y eso hace

que cotilleen.—Tendré cuidado, Lucio Falerio, y

si puedo ser de utilidad otra vez…—No veo la necesidad de que

volvamos a encontrarnos de nuevo.Gafón notaba el rollo dentro de su

túnica, apretado contra su barriga. Deacuerdo, se volverían a encontrarcuando las cosas volvieran a su cauce.Lucio Falerio pagaría una maravillosacantidad por aquello, sólo paraasegurarse de que nadie relacionaría ladesaparición de su esclavo personal yguerrero con los asesinatos que él y subanda acababan de cometer. Salió a lascalles, que ahora estaban llenas de gente

salvaje y antorchas llameantes, puesquienes habían apoyado al tribunoplebeyo y veían en él una esperanza parael futuro, reaccionaban ruidosos a lanoticia de su muerte.

Capítulo Seis

No tenía que haber estado allí, fuesecual fuese el lugar en el que estaba, y,mientras se obligaba a abrir los ojos, almismo tiempo intentaba enfocar la vistapara poder ubicarse. Lo normal era queClodio despertase en la choza, templadocuando el viento no era demasiadofuerte, con el olor familiar de los murosde ladrillos de adobe, los gruñidos desus cerdos, el cacareo de sus gallinas yel aroma de la turba ardiendo en elfuego. Ahora tenía frío y el poco sol que

se filtraba a través del dosel de losárboles le hacía daño en los ojos. Segiró sobre un costado, pero lasretorcidas raíces de los árboles parecíantan amenazadoras de cerca que se volvióa echar de espaldas, mientras conteníaun quejido por el dolor punzante queinvadía su cráneo. Poco a poco seconvirtió en un dolor apagado, con unprimer destello de memoria: una nocheentera de borrachera con sus amigos. Nohabía empezado así, sino como un tragorápido para resultar amistoso, pero auna copa de fuerte vino tinto sin aguarhabía seguido otra, hasta que laperspectiva del enfado de Fúlmina por

su prolongada ausencia se difuminó.Para cuando empezaron con losdestilados de cereales, aquello estabamucho más distante, y se alejaba máscon cada vaso, hasta que cualquierinquietud por lo que le diría su mujer seevaporó del todo al final.

¡Y ahora aquellos pensamientosregresaban con su venganza! Echado,con los ojos aún bien cerrados, pasabarevista en su palpitante cabeza a laspalabras que sabía iban a ser surecibimiento, las mismas que había oídodecir a Fúlmina antes con bastantefrecuencia. Clodio abrió sus ojos por uninstante y, despacio, se puso en pie con

esfuerzo, pues sabía que tendría quehacer frente al enfado de ella y seríamejor que lo hiciera cuanto antes. Suboca estaba tan seca como el esparto,con su lengua, como un pedazo de cuero,en medio, y en el nacimiento de su narizsentía aquella sensación dolorosasemejante a un principio de resfriado.Debía de haber estado roncando tanfuerte como para despertar a un muerto.Se balanceó un poco hacia atrás y haciadelante, consciente de que aún sufría losefectos del alcohol, y apoyó una manoen el árbol más cercaano paramantenerse erguido.

—Nunca más —dijo con voz ronca,

mientras acariciaba su garganta,promesa aquella que a menudo hacía porla mañana, cuando le dolía la cabeza, yque se esforzaba en cumplir mientras seponía el sol. Miró a su alrededor alentorno poco familiar, y su voz roncasonó de nuevo cuando se reprendió a símismo—: lo has hecho otra vez, ClodioTerencio.

Mucha gente, cuando seemborrachaba, al menos podía encontrarel camino de vuelta a casa, aunque fueraa gatas, pero Clodio no: beber le hacíabuscar el aire libre, donde podía mirar alas estrellas y cantar a los dioses en loscielos. Canciones dulces, aunque a

Fúlmina le gustaba decirle lo contrario:que si se hubiera escuchado cantarborracho, sabría entonces por qué losdioses no le otorgaban ninguna de suspeticiones. Al frotarse las sienes con losdedos notaba cierto alivio momentáneopara su dolor de cabeza, pero no para suboca ni para su garganta. Intentaba tragarpara aliviar su sufrimiento, pero no teníasaliva, así que se apartó del apoyo delárbol y dejó que su propio peso lecondujera colina abajo adonde estabaseguro que encontraría agua.

—Fúlmina.Su voz surgió como llena de arena

cuando pronunció con ronquera el

nombre de su esposa. ¿Cómo podía serque todo el mundo la viera como unapersona buena y amable? Se movió atrompicones entre los árboles,enderezándose por sí mismo cuandoperdía el equilibrio, y mientras lamaldecía a ella y a sus amigos, quesiempre le hablaban de lo afortunadoque era por tener una mujer así. Inclusosus amigos varones hacían siemprehincapié en cómo ella mantenía su tipo,aunque no tenían que convivir con ella, yquizá si ella no fuera tan amable ygenerosa, y se hubiera abstenido dealimentar a todo el que se cuidaba dellamar a su puerta, no habrían llegado

con tanta rapidez a la situación de tenerque venderlo todo, incluida la pequeñagranja de la que habían sidopropietarios.

La corriente borboteaba bajo eloscuro dosel que los árboles formabansobre el claro arroyo. Clodio se metiódentro hasta las rodillas, jadeante por lagélida temperatura mientras el aguaproveniente del glaciar se metía en sussandalias. Mientras se inclinaba parabeber, se dijo que, conociendo aquelrío, estaría en casa antes de que la arenadel reloj dejase de bajar por el cristal.Clodio había olvidado que la pasadanoche había bebido el fuerte licor de

Dabo, el alcohol que su viejo amigotedel ejército destilaba del cereal, unbrebaje mucho más fuerte que el vino.Peor aún, porque si bebías una buenadosis por la mañana, solía dejarte tanborracho como hubieras estado la nocheanterior. Sus manos, puestas en forma detaza, se movían con celeridad mientrasél tragaba cantidades de agua dedeshielo y se echaba más aún por lacabeza. La sequedad de su gargantacedió de inmediato, pero, aún de pie, setambaleó alarmado y una oleada decalidez llenó su cuerpo al tiempo que sedesvanecía el dolor de su cabeza. Depronto, echó hacia atrás la cabeza y

lanzó una sonora carcajada; su larga ydescuidada cabellera, aún mojada,goteaba por la espalda de su túnicamugrosa.

—¡Menudo anciano estoy hecho! —gritó, con un movimiento del brazo comosi se dirigiese a la audiencia—. Miraque asustarme de un desliz ante unacosita como Fúlmina —su rostroredondo y enrojecido se frunció en ungesto profundo y amenazante, a la vezque se dirigía en voz alta a su audienciaimaginaria, Nemestrino, dios de losbosques, y las ninfas que moraban enaquel claro de la foresta—. ¿No soyacaso su marido? ¿No está ella obligada

a obedecerme?Clodio agitaba su puño ante el rostro

imaginario de su esposa, pero se detuvode pronto cuando el lamento de un niñorasgó el aire. Un poco sobresaltado,perdió el equilibrio al buscar el origendel llanto, de forma que el agua le llegóal pecho cuando cayó de rodillas, y lehizo estremecerse. Clodio se puso en piede nuevo con esfuerzo y cruzó el arroyoentre salpicaduras hacia el sonido, hastaque vio un paquetito blanco en unapequeña zona soleada. También vio unacarita rosa, arrugada por el malestar, yuna boca muy abierta. Al agacharse paraverlo más de cerca, su cuerpo se

interpuso entre la luz del sol y los ojoscerrados con fuerza del niño, lo que seañadió a su disgusto. Por lo revuelto queestaba el suelo alrededor del pequeñoclaro, Clodio se dio cuenta de quehombres a caballo habían visitado alniño y, por encima de las copas de losárboles, vio, al darse la vuelta, lamontaña en la distancia, un volcánextinto, con su cima hueca con forma devaso votivo.

Clodio no era un padrazo, nunca lohabía sido, pero había cogido a suspropios retoños, borracho y sobrio, lobastante como para coger a aquelrenacuajo. Sus penetrantes ojos azules

estaban abiertos, fijos en él con unamirada sin parpadeos. Acarició al críoque lloraba bajo la barbilla, metió lamano dentro de los pañales y la llevóhacia las piernas del bebé para sentir elpequeño escroto y el pene.

—Vaya, amiguito —dijo, ya con lavoz clara y suave—. ¿Cómo es que hasllegado a un sitio como este?

Clodio se agachó y se humedeció undedo, que llevó a la boca del crío. Elniño, de repente en silencio, mamabacon avidez, mientras sus encíassujetaban con fuerza el nudillo. Cuandoretiró su mano, el llanto empezó denuevo. La otra mano del niño agarraba

el dedo índice de Clodio con fuertestirones, señal de que necesitabaalimento.

—Eres un renacuajillo resistente, ¿aque sí? —tiró de su dedo índice, pero sucarga no le dejaba marchar—. Y fuertetambién, ¿eh?

Ignoró los grititos del niño mientrasél hablaba con suavidad, y echó unvistazo al sol, que, con su fuerzalimitada del invierno, era probable quehubiera salvado la vida del bebé, y queademás le indicó hacia donde dirigirse.«¿Quién querría dejar morir aquí fuera aun tipejo precioso como tú, ¿eh? Creoque será mejor que te lleve a casa para

que Fúlmina pueda echarte un vistazo».Fúlmina se enfurecería con él por

haberse emborrachado y haber pasadotoda la noche fuera, pero la conocía bieny había visto bastante a menudo la formaen que miraba a los niños recién nacidoscomo para sospechar que aquelamiguito, con su pelo de color doradorojizo y su fuerza al agarrar, desviaríacualquier insulto que su esposa pudieralanzarle a él. Empezaría a gritarle tanpronto como lo viera, pero una vez queFúlmina tuviera aquel fardo en losbrazos y mirara aquellos brillantes ojosazules, le perdonaría.

No fue todo calma chicha. Ella le

gritó bien, primero por su ausencia, a loque siguió una orden para que llevara ala chica, Prana, desde el otro lado delcampo a la parte de atrás de la choza.Ella había tenido un bebé la semanaanterior, así que unos segundos despuésde su llegada el crío estaba callado,mamando con ansia del pecho de Prana.Clodio se sintió muy cansado, con lafatiga consuntiva del hombre que sufrelos efectos de la bebida, y empezó aponerse cómodo en un banco.

—¡No te sientes! —le espetóFúlmina—. Pon un poco de agua en elfuego.

—Si casi está —replico Clodio,

inclinado sobre el fuego y removiéndolocon la espada rota que había traído a suvuelta de la guerra.

—Entonces enciende más. Estebichejo necesita que lo bañen.

—Pues bájalo al río.El rostro de Fúlmina mostraba la

expresión que reservaba para dirigirse alos idiotas, que Clodio veía condemasiada frecuencia.

—Oh, sí. ¿Tú crees que un crío queha estado toda la noche expuesto alfrío…?

Clodio contestó antes de darsecuenta de que al hacerlo cometía ungrave error.

—A mí no me ha hecho daño.Su esposa le escupió tajante:—¡Qué pena me da! Podrías morirte

congelado en cualquier momento y nadiete echaría de menos. Además, éstetodavía tiene sangre encima. Al pobrebichín ni siquiera lo lavaron antes dedespacharlo.

—¿Por qué vas a lavar algo que noquieres quedarte?

La mirada en los ojos de Fúlmina ledijo que a quien nunca querría lavar eraa él. Clodio se preguntó, y no porprimera vez, qué le había pasado aaquella chiquilla esbelta con la quehabía levantado su casa hacía ya muchos

años. Para cuando había avivado elfuego alrededor de la negra olla debarro, ahora llena de agua, el niñoestaba saciado y Prana había vuelto consu propia prole. Fúlmina lo puso sobresu hombro, mientras le cantaba consuavidad y le daba palmaditas en laespalda. Clodio se había sentado juntoal fuego y, de vez en cuando, metía eldedo en la olla: si el agua se calentabademasiado, la terracota se quebraría.

El crío soltó un sonoro eructo, loque trajo una gran sonrisa al rostro deFúlmina, que se sentó al otro lado delfuego de turba mientras lo acunaba en suregazo.

—¿Dónde lo encontraste?—Arroyo arriba, cerca del límite de

la finca de Barbino.Aquello hizo que Fúlmina frunciera

el ceño, pues se habían visto forzados avender su granja al rico Casio Barbino,y cualquier uso que se hiciera de sunombre siempre le molestaba.

—No quiero ni preguntarte quéestarías haciendo por allí arriba —bufóenfadada—. Seguro que estabascantando otra vez a los dioses, soborracho.

Clodio quería explicarle que habíasido un accidente, que un simple trago lehabía llevado a otro. Tenía la fiesta de

las Lupercales como excusa, pero laexperiencia le decía que permanecieraen silencio en lo que a eso se refería.

—Hay un buen par de leguas desdeallí a cualquier carretera. No queríanque fuese encontrado.

—¿Qué te hace pensar que la genteque lo abandonó venía de la carretera?

—Huellas de cascos. Yo diría que,al menos, dos caballos. Debe de ser unpaisano robusto, aunque estaba bienabrigado. Si se hubieran molestado ensoltarle esos pañales, no habríasobrevivido a la noche pasada.

—Pobre bichejo —dijo Fúlmina alempezar a desvestirlo para poder

bañarle—. ¿Aún no se ha calentado eseagua?

Clodio metió el dedo en la olla.—Casi está. Pero no fue sólo la

ropa. Toda esa orilla del río es umbría.Lo dejaron en uno de los pocos lugaresdonde da un poco el sol una vez que tocala cima de las montañas. Creo que, enrealidad, fue eso lo que lo mantuvo vivohasta que aparecí yo. La pregunta es:¿qué vamos a hacer con él?

Fúlmina había abierto las ropas,dejando al aire la mitad superior delcuerpo rosa del crío con el muñoncillodel cordón umbilical rojo e irritado.Mientras le quitaba lo demás, le

arrullaba: «Arrorró, arrorró».Clodio se agachó y atizó el fuego

con cuidado, de espaldas a su mujer.—Alguien se tomó muchas molestias

para ocultarlo. No tiene mucho sentidocriar un retoño que no quiere nadie.Quienquiera que lo engendrara no nosagradecerá que lo criemos hasta que seaadulto y entonces se lo devolvamos, esosiempre que pudiéramos descubrir quiénlo dejó tirado en primer lugar.

—Hay alguien que quiere que vuelva—dijo Fúlmina—. Y de qué forma.

—Sí, ¡seguro! —se burló Clodio—.Hay muchísimos lugares por aquí paraabandonar a un crío si quieres que viva.

No necesitas andar escondiéndolo enmitad de la nada…

Fúlmina habló sin ira, casi conamabilidad de nuevo, excepto por eltono de urgencia.

—Cállate, Clodio Terencio, y miraesto.

Clodio se giró despacio, y enseguidacaptó el centelleo de la cadena y eldestello del águila entre los dedos deFúlmina. Se incorporó deprisa paraechar un vistazo de cerca. Era hermoso,incluso para unos ojos noacostumbrados a examinar objetospreciosos. Todos los rasgos del aveestaban grabados sobre el oro.

—Alguien quiere que este niño seacriado, Clodio. Esto es una marca paraidentificarlo, así como una señal paraindicar a quien encuentre al niño que lapersona que lo saque adelante tendrá unarecompensa cuando lo devuelva.

—Es oro —dijo Clodio alarrancárselo de la mano, mientraspasaba los dedos por las plumas del ala.Notó las pequeñas hendiduras en laparte de atrás y le dio la vuelta al objetopara examinarlo. Fúlmina lo mirabaextrañada, intentando ver si se hacía eltonto, porque ella sólo había visto unpedazo de oro una vez en su vida, en unamuleto en la muñeca de la esposa del

pretor local. Había destellado al sol eldía que el magistrado crucificó a losesclavos de un hombre rico que habíasido asesinado. Aquello fue todo unacontecimiento: todas las mujeres,jóvenes y viejas, vieron aquel amuletode oro, y, hasta meses después, huboconversaciones, llenas de interminablesilusiones, sobre una vida que pudieseincluir tales lujos.

Sin embargo, Clodio había sidosoldado, y era aquello de lo que todoslos veteranos hablaban: de un botín, porlo general de oro y plata, y que seescurría entre sus dedos al menorcambio del destino. Fúlmina recuperó el

águila e imitó la manera de Clodio derecorrer el amuleto con los dedos. Soltóun pequeño jadeo, como si ella mismase hubiese herido, pero se recuperóenseguida cuando Clodio se echó haciadelante para volver a tocarlo, con losojos rebosantes de codicia y asombro.

—Puede que tus cantos a los diosesy tus peticiones de favores no hayan sidotodos en vano, marido. Puede que porfin tengamos algo de buena suerte.

—Me pregunto cuánto valdrá esto.—¿Qué?Clodio estaba tan ocupado en mirar

el oro que tomó la reacción de sorpresade Fúlmina por una pregunta de verdad.

—El amuleto de oro. Si lovendemos, ¿nos daría lo suficiente paracomprar otra granja?

Ella frunció el ceño.—Ocúpate de esa olla antes de que

reviente, ¡tonto!Clodio quitó la olla del fuego. Un

poco de agua se derramó sobre su manoy, por su temperatura, supo que la habíaretirado justo a tiempo, lo que leprodujo un suspiro de alivio. Una ollacomo aquella, cocida en un horno decarbón, valía un pellizco, y era unelemento valioso que les seríaimposible reemplazar. Entonces sonrió:si vendieran el amuleto, era probable

que pudieran costear una docena deollas como aquella, quizá incluso una decobre batido. Volvió a acercar el agua asu esposa, que había dejado al niñitosobre la tosca superficie de la mesa demadera. El bebé pateaba con las dospiernas y movía los brazos en el aire,mientras empujaba las manos deFúlmina.

—Vaya, vaya —arrulló Fúlmina unavez más—. Aquí tenemos a un pequeñoluchador.

Pasó a bañar al pequeñín; le quitabacon suavidad las franjas oscuras desangre seca del cuerpo. Ahora que yaestaba satisfecho, al chiquillo parecía

divertirle, pues miraba a Fúlmina consus ojos azules bien abierto y balbucíafeliz.

—Bueno, ¿qué opinas? —demandóClodio.

Fúlmina no levantaba los ojos delniño.

—¿Qué opino sobre qué?—¿Sobre qué? —dijo impaciente

Clodio, que sentía que su buena suerte alencontrar al chico le permitía lapequeña licencia de reprender a sumujer—. ¿De qué acabamos de estarhablando? —sacó la mano y levantó eláguila de forma que quedó en la palmade su mano—. ¿Qué valor tiene esto?

Aquello hizo que Fúlminainterrumpiera el baño. Se levantó y seestiró cuan larga era. Aún así todavíaquedaba a una buena cabeza por debajode su marido.

—Pero tú eres tonto, maridito. Sólopuedes pensar en vender esa cosa parapoder tener suficiente dinero con el queseguir bebiendo.

—Eso no es verdad. Preguntaba sisería bastante como para comprar unagranja.

—Ya te bebiste una granja, Clodio—dijo desdeñosa—. Me atrevería adecir que podrías arreglártelas confacilidad para beberte otra —Fúlmina se

estiró y le dio unos golpecitos a un ladode la cabeza—. Piensa por una vez, eintenta ver más allá de la primera frascade vino. Alguien abandonó a este niñoen un lugar secreto para que no fueseencontrado, pero quienquiera que lepusiera este amuleto quería que viviese.¿Cuánta gente por estos alrededorespodría permitirse poseer algo comoesto?

Clodio se encogió de hombros.—No muchos, marido mío; y

¿cuántos de ellos habrán tenido un niñodesde que se puso el sol anoche? —dejóde hablar, mientras observaba la lentamirada de comprensión que cruzaba el

rostro de su marido—. No seríademasiado difícil averiguarlo sipreguntáramos por ahí. Entonces losabríamos.

—¿Y después, qué?—Cada cosa a su tiempo, marido.

Vamos a averiguar quién es estepequeñín y después podemos decidir loque haremos —arrancó el amuleto de lapalma de Clodio—. Quienquiera que seapagaría más que el valor de esto porverlo crecer hasta que fuese un hombre.

—Catorce años es mucho tiempo,Fúlmina. Otra boca que alimentar.

Su esposa lo paralizó con unamirada glacial.

—Podemos arreglárnoslas si temantienes alejado de la bebida y tededicas a algún tipo de trabajo. Tehiciste el sordo a la hora de criar anuestros hijos, veamos si puedes hacerlomejor con este.

Clodio sabía cuándo lo habíanderrotado, sabía cuándo era el momentode hacer una retirada táctica y su reglade oro era siempre cambiar de tema.

—Bueno, si se va a quedar connosotros, necesitará un nombre. ¿Qué teparece Lupo? Como nació la noche de lafiesta de Lupercalia.

Fúlmina bajó la mirada hacia elamuleto. El águila brillaba, con

auténtico aspecto de estar volando.—Lupo no, maridito. Con un amuleto

de esta forma, no podemos llamarle deotra manera que no sea Áquila.

Preguntaron por todo el distrito.Había bastante desacuerdo sobre elabandono de niños, incluso el de los queeran deformes, puesto que, en un mundoen el que la palabra del marido era ley,era decisión absoluta del padre, aunquela madre estuviese en desacuerdo demanera virulenta. En tal caso, la esposalo organizaría para que una familia enconcreto «encontrase» al niño y lespagaría para que lo criasen. Con suerte yun acercamiento discreto, podrían

encontrar a alguien que quisierapagarles por criar a Áquila. En el peorde los casos, obtendrían la promesa deuna futura recompensa. Clodio fueenviado tan lejos como pudiera llegar apie en un día, pero no había evidenciade que ninguna dama de linaje noble oninguna esposa de mercader o granjerorico hubiera dado a luz en el distrito.

Los viajeros y los comerciantes queencontró en el camino tampoco pudieronayudarle, y poco a poco, según pasabanlas semanas, la búsqueda se fueapagando.

Para aquellas fechas, Fúlmina habíaempezado a tener sueños, en todos los

cuales aparecía aquel niño abandonado.A Clodio sólo le daba los detalles másescuetos de lo que aquello auguraba e,incluso entonces, él estaba tentado deburlarse, aunque sabía que su esposa eramuy creyente en aquellas cosas. Despuésella se encontró con Drisia, la adivinalocal. Clodio no podía soportar aaquella mujer, una bruja asquerosa deedad indeterminada, que parecía nolavarse nunca. Para él, estar de cara alviento que venía de ella era como estardemasiado cerca de una letrina delegionarios, y como no se esforzaba pormantener su opinión para sí mismo, sudesagrado era correspondido con

efusividad. En vano hizo un intento deprohibir que entrase en la choza, sólopara encontrarse con que le obligaban asalir a él con escasa cortesía, y leforzaban a observar el asunto a través deuna grieta en la pared.

Drisia preparó una poción dehierbas, mezclada con un poco de vinopeleón. Enjuagó su boca con aquellomientras emitía un leve sonidoquejumbroso. Después, escupió aquellosobre la tierra apisonada del suelo,donde se formaron glóbulos en el polvo.Las dos mujeres se inclinaron haciadelante para examinar el patrón que sehabía formado y Drisia señaló varias

formas. Él podía ver que Fúlminaasentía y, después, aunque ella no queríacontarle lo que la adivina habíaprofetizado, insistía en que el amuletodel águila tenía algún tipo de poderesmágicos que afectarían al futuro delniño. Para Clodio todo aquello era unatontería; a sus ojos, aquel amuleto teníaun buen poder: que el dinero que podríaconseguir con él podría cambiar su vida.

Drisia volvió al día siguiente yempleó todo su repertorio de artesadivinatorias. Lanzó huesos al suelo yobservó con cautela la forma en quecaían; destripó varios animales ypájaros silvestres y examinaba sus

entrañas. Fúlmina desarrollo un apegoabsoluto a su «aguilita» y cualquiersugerencia de que él o su amuleto de orotendrían que marcharse, era recibida conuna diatriba furibunda y amenazas dedeshaucio al mismo Clodio, mientras lacarga de una boca extra que alimentar leforzaba a él a buscar algún trabajoadecuado. Empezó a maldecir el día enque había encontrado al crío.

Cinco leguas hacia el norte, la jovencomadrona Marcia se había entregado ala misma búsqueda. Ella tampoco podíaencontrar información sobre el bebénacido en la fiesta de Lupercalia, y aúnno tenía ni idea de la identidad de la

extraña dama que había dado a luzaquella noche. El tiempo, según los díasse convertían en meses, aquietó suspesquisas, a pesar de que cada año, enla fiesta de Lupercalia, volvía con lamente a aquella noche y se preguntabapor el nombre de aquel patricio de fazsevera capaz de un aspecto tan amablecuando ponía los ojos en su jovenesposa. ¿Qué habría sido de aquelgriego afeminado cuyo nombre, Cholón,había escupido su amo en un momentoinesperado? ¿Qué dirección habríantomado después de que el esclavo laacompañara a casa? Cuando regresó a lavilla en busca de pistas, la había

encontrado desierta y vacía de cualquierevidencia de ocupación. Por encima detodo, Marcia ansiaba saber a dóndehabían cabalgado justo después delnacimiento. ¿A dónde habían ido aabandonar al niño, en aquel viaje quelos había mantenido fuera hasta biendespués de que rompiera el alba del díasiguiente?

Capítulo Siete

Una vez más, la casa de Lucio FalerioNerva estaba llena de gente. De pie engrupos, alrededor de la fuente sin agua yde los braseros encendidos en elespacioso atrio, sus conversacionesproducían un zumbido mientras discutíanlos acontecimientos de los dos díasprevios: Tiberio Livonio muerto junto acuatro acompañantes, todos vestidos consus ropajes de sacerdotes del culto deLupercalia. Aquello había conducido aunos graves disturbios cuando la gente a

la que representaba, los pobres ynecesitados, salieron de sus suburbiospara pedir a gritos un castigo; aquellohabía dado al partido patricio unaexcusa para responder con susservidores armados, lo que, a su vez,condujo a la matanza de los seguidoresde Livonio. Habían muerto alrededor detrescientos mientras los patriciosincitaban a sus seguidores a que matarana sus enemigos políticos.

Aunque sus muertes palidecían allado del efecto de la masacre inicial. Elasesinato de un tribuno plebeyo, unhéroe para los desposeídos, cuyapersona era tenida por inviolable, había

sido un crimen abyecto. Todo Romaestaba ansiosa por saber los nombres delos asaltantes, si bien pocos parecíandudar de que el autor del ataque era eldueño de aquella casa. En desafío alpeligro de otra masacre, así como a lasórdenes de los lictores para que sedispersaran, una muchedumbreenfurecida se había reunido delante dela casa para berrear obscenidades.Aquellos lictores, cuya tarea eramantener el orden cívico, fueronforzados a montar guardia en la puerta.El alboroto aumentó al abrirse la puertade la calle para que entrara otra visita, yen la habitación reinó el silencio cuando

entró Aulo Cornelio Macedónico. Unsuspiro colectivo surgió de las gargantasde quienes tenían poca oportunidad deentrevistarse con Lucio, pues susperspectivas habían disminuido tantoque casi desaparecían. Todos los demássabían que la simple presencia de aquelhombre alargaría de manera notable eltiempo que tendrían que esperar: Aulosería admitido en el estudio delprohombre en cuanto informaran alanfitrión de su llegada.

Vestido apropiadamente con su togasenatorial, con la cabeza cubierta poruno de los pliegues a modo de capucha,Aulo ocupó un lugar por sí mismo, en un

punto bastante alejado de la entrada delestudio. Varios hombres hicieronreverencias en su dirección, paraindicarle que muchas conversacionesestaban abiertas a su participación.Aunque devolvió las reverencias concortesía, Aulo permaneció distante.Igual que aquellos clientes de Lucio,también quienes deseaban aprovecharsede la generosidad de Aulo, puesto que élera uno de los hombres más ricos enRoma, se mantenían a distancia a causade su mirada, que no invitaba a ningúnacercamiento. Mientras conducía fueradel estudio a un anciano caballero, eladministrador de Lucio no vio a Aulo y

estuvo a punto de indicar a otro hombreque entrara, cuando un susurroapresurado le hizo darse la vuelta. Fuecomo una escena de una comedia dePlauto. La mano del administrador saltóa su boca de la manera menosprofesional y se precipitó al estudiopara decírselo a su amo. Los segundoscompletaron un minuto antes de quevolviera, lo que de hecho aumentó latensión; pero cuando el hombre ignoró aAulo e indicó al solicitante anterior quepasara, el ambiente se enrareció.Durante un buen rato nadie pudo hablar,tan sólo miraban a Aulo para ver lo queharía.

El objeto de su curiosidad nisiquiera movió sus negras pestañas; nohubo reacción en absoluto ante tanevidente desaire, incluso aunque, pordentro, él estaba molesto. Aulo habíavenido con tres cosas en mente: celebrarun nacimiento, llorar una muerte y paradescartar el temor de que aquello por loque la muchedumbre protestaba fuera,que Lucio había sido el responsable delasesinato de Tiberio Livonio, fueseverdad. Mientras reflexionaba sobretodo esto sucesivamente, volvió lamirada hacia la inquisitiva audiencia,como si desafiara a que uno de ellosmencionara lo que acababa de suceder,

o a que estableciera el grado del insultoque se le acababa de hacer en público.Nadie lo hizo, y pronto se reanudaronlas conversaciones, si acaso más altasque antes, porque los reunidosintentaban encontrar un sentido a aquelinesperado cambio de rumbo en losvientos políticos.

En el barullo de pensamientos quepululaban por la mente de Aulo, lavisión del niño que había abandonadosurgía una y otra vez, sin invitación,como un bulto blanco sobre la fríatierra. Había evitado mirarlo desdedemasiado cerca al permanecer montadoen aquel caballo, que de repente se

había vuelto caprichoso, porque nodeseaba atormentarse con la imagenfísica, pero, en su lugar, todo lo queconsiguió fue trasponer los rostrosinfantiles de sus dos propios hijos. Pormucho que intentara concentrarse en supróximo encuentro con Lucio, que ahorapor obligación iba a ser difícil, no podíaborrar el recuerdo de haber mirado aCholón mientras dejaba al niño dormidocon un cuidado poco apropiado con loque se pretendía. Aquella noche de lunallena, los árboles habían suspirado conel viento ligero, como apenados; y almirar el contorno de las montañasdistantes, con la silueta de un volcán

extinto, Aulo había notado el frío delaire mientras el cielo claro absorbía dela tierra el poco calor que el día habíadejado, aquel frío que aseguraría unamuerte lenta, pero indolora.

Otros dos caballeros y un senadorentraron mientras Aulo seguía en espera.Todo el tiempo estuvo intentando dirigirsus pensamientos a los temas que teníaentre manos, o a la confusión que leshabía recibido a él y a su esposa cuandoentreban a la ciudad que amaba y por laque había luchado. La visión de cuerposen las calles, de bandas armadas quepasaban junto a él con espadas yaensangrentadas y una mirada en los ojos

que prometía más matanza. No dejaba depensar que, de haber estado presente,podría haber sido capaz de preveniresto, pero el claro de un bosque a la luzde la luna bien alejado de la Vía Apiaseguía entrometiéndose. El cuerpohabría servido de alimento a algúndepredador, así que los huesecillosestarían esparcidos. Quiso sacudir lacabeza para destruir la visión que tuvoen ese momento —¿por qué le conmovíatanto una muerte cuando habíaparticipado en tantas?—, pero habíademasiados ojos puestos en él,demasiada gente en busca de unareacción a lo que habían visto.

Por fin, mientras toda la habitaciónseguía sus pasos, el administrador seabrió camino a través del atrio hasta lafigura alta e imponente que esperaba ensolitario. Sus palabras entre susurrostuvieron como respuesta un breveasentimiento, y Aulo, con la cabeza altay sin mirar ni a izquierda ni a derecha,se dirigió hacia el estudio, mientras oíaque, detrás de él, el administradoranunciaba que no habría más negociosaquel día. El estudio estaba mucho másoscuro que el atrio, lo que apenas lesorprendió, pues el espacio que habíadejado atrás estaba abierto tanto a la luzdel día como a los elementos. Aquí la

luz provenía de un brasero encendido yunas lámparas de aceite, y el grueso desu efecto se concentraba en el escritoriodel dueño. Sólo entonces se dio cuentaAulo de qué echaba de menos: a Ragas,el guerrero esclavo con el que habíaobsequiado a la casa después de volverde Macedonia, sempiterno acompañantede Lucio, que sabía tan bien comocualquiera que, con el cargo queostentaba, podía ser objeto de unasesinato.

—Saludos, Lucio Falerio —dijoAulo.

Levantó el brazo para descubrir sucabeza como signo del genuino respeto

que sentía por aquel hombre, pero sumano quedó congelada en el aire. LucioFalerio ni siquiera miró, sino quecontinuó escribiendo, rascando con supluma el basto pergamino. Fue aquellauna de las pocas veces que, en su vidaadulta, Aulo se sintió estúpido, y nosupo qué debía hacer. Descubrir sucabeza mientras le ignoraban de maneratan obvia habría sido indigno.

—Qué difícil es saber qué hacer,¿verdad, Aulo?, cuando no estás segurode quiénes son tus amigos.

Lucio no había levantado aún lavista y Aulo intentó discernir algo por eltono de voz: ¿era enfado, culpa o tan

sólo despecho? Lucio y él habíandiscutido bastante a menudo no puedesser amigo durante treinta años de unhombre como él sin tener una riña devez en cuando, pero habían sido, en lamayoría de los casos, de corta duración.Cuando el error era suyo, Aulo siempredeseaba admitirlo, mientras que Lucioestaba dotado de la inteligencia y lalabia para, al final, convertir cualquierdisputa en motivo de regocijo. Lospocos momentos en que Aulo pensaba ensu prolongada fidelidad, llegaba a laconclusión de que, aunque muy distintosen muchos aspectos, se equilibraban eluno al otro, el guerrero sin dobleces y el

político astuto. Aulo supo, por la maneraen que le había dejado esperar en elatrio, que esta vez era diferente.

Ante semejante bienvenida, tras unaespera como la de una personacualquiera, Aulo se veía forzado aaceptar una incómoda verdad. No era unsecreto que Lucio se había vuelto másácido y menos tolerante con el paso delos años y el aumento de las cargas queasumía, como tampoco lo era sutendencia a los arrebatos de ira, quesólo se podían atribuir a los celos.Algunos de sus comentarios sobre sumatrimonio con Claudia, repetidos porlenguas chismosas, no le habían hecho

ninguna gracia y, antes de partir haciaHispania, Aulo le había censurado porel hecho de su propensión a tratar aalgunos de sus amigos con el mismodesdén que reservaba para susenemigos.

Al bajar la mirada hacia el cada vezmás ralo cabello de aquella cabezainclinada, le pareció que él tambiénpodía emplear una actitud semejante, ypor primera vez en su vida y pese atodos los años que había considerado aaquel hombre compañero, aliado yconfidente, no estuvo seguro de que laspalabras que iba a pronunciar fueran deltodo ciertas.

—Nunca he tenido motivo paradudar que éramos amigos, Lucio.

En la voz de Falerio hubo un rastrode tono gruñón al responder, lo que hizoque Aulo se molestase en serio porprimera vez desde que había entrado enla casa.

—¡Entonces es que eres másafortunado que yo!

—Así ha sido hasta ahora —respondió cortante Aulo, con sus negrosojos encendidos de ira—. Ningún amigomío ha sido nunca digno de humillarme.

La coronilla despoblada de Lucio seagitó un poco; el brillo de su calvareflejaba la luz de las lámparas

cercanas.—Vuelves a ser afortunado. —ahora

la voz se había suavizado para volversecasi afectuosa, pero mientrascontinuaba, Lucio seguía sin mirar a suhuésped—. Un amigo mío hizo algo muyparecido hace poco, alguien ligado a mípor el compañerismo de toda una vidaasí como los más solemnes juramentosde sangre. Puede que la humillaciónexagere un poco el caso, pero esteamigo encontró digno estar ausente en unmomento en el que cualquier verdaderocamarada que tuviera en sus manos estarpresente, sabría que debería estar. Merefiero, Aulo, al nacimiento de mi hijo.

Aquello le hirió, pues el juramentode sangre que se habían hecho de niñosera un pacto que implicaba un granacuerdo para un hombre tanprofundamente religioso como Aulo.Sabía, desde que se había enterado delnacimiento y de la muerte, que se habíaquebrantado una importante obligación,lo mismo que sabía que Lucio debíasaber de su presencia en suelo italiano,tan cerca de Roma. El hombre teníamotivos para estar enfadado. Así que,tras reprimir su propia irritación por elmodo en que había sido tratado,respondió en tono respetuoso.

—Vine aquí a felicitarte por el feliz

nacimiento, Lucio, y para acompañarteen el sentimiento por la pérdida de ladama Ameliana. Sé cómo debes sentirte,pues yo mismo perdí una esposa.

Aulo se descubrió la cabeza almencionar el nombre de ella y empleó laexcusa de su verdadero dolor, al hablarde la esposa fallecida de Lucio, pararesolver el, en apariencia, intratabledilema, al tiempo que aún mantenía unamedida de dignidad. Como si hubierasido bendecido con un sexto sentido,Lucio eligió aquel preciso instante paralevantar la vista de los papeles que teníadelante, con los ojos entrecerrados y loslabios con un gesto de reproche.

—Así que te descubres tú mismo,Aulo. ¿Entonces debo asumir que mienfado es injustificado?

Lucio se dirigía a él como si fueraun niño perdido, pero Aulo decidiódejarlo pasar de nuevo, en el nombre desu larga relación y la muerte a la queacababa de aludir.

—Si hubiera podido estar aquí,habría estado. ¡Deberías saberlo!

Lucio frunció el ceño con fuerza,como si tal afirmación le supiese aimprobabilidad.

—Puede que si hubiese oído por quéte retrasaste, mi dolor se hubieraatenuado. Porque, tenlo por seguro,

Aulo, me dolió. Y me disgustó.El silencio duró varios segundos,

pues Aulo no tenía intención de mentir aLucio, porque nada podíaempequeñecerlo más en su propiaestima que tener que seguir ese rumbo.Sin embargo, tampoco estaba preparadopara decir la verdad: sólo él, su esposay Cholón conocerían ese secreto; paraél, un verdadero amigo no pediría unaexcusa si no se le había ofrecidoninguna. De nuevo sintió que eranecesario reprimir una creciente oleadade ira, y se dio cuenta de que tenía queluchar por controlar su voz y mantenerun todo agradable.

—No tienes derecho a exigirmeexplicaciones, Lucio.

Lucio se echó hacia atrás conbrusquedad en su silla.

—Estoy de acuerdo, Aulo. Unodebería esperar que el compañero de sujuventud no se viera forzado a exigir.

—Vine para felicitarte yacompañarte en el sentimiento —bufóAulo, mientras se estiraba en toda suimponente altura, y toda su composturase hizo añicos ante tal arrogancia, igualque su profundo sentimiento de culpa—.Vine también como amigo, dispuesto adisculparme por mi ausencia, pero midisculpa tendría que ser suficiente. Aún

no ha nacido el hombre que me puedaexigir una explicación. ¡Has idodemasiado lejos!

El anfitrión se pasó una mano por lafrente como si estuviera cansado. Frentea alguien con un físico tanimpresionante, otra persona podríahaberse estremecido, pero no LucioFalerio: respondió con tranquilidad.

—Puede que sí, amigo mío, puedeque sí —dijo, con lo que ahora parecíaintención de calmar, pues su voz sehabía llenado de cordialidad, con unmatiz de pena y preocupación—. Pero¿no ves cómo perciben nuestrosenemigos ese comportamiento? Está

siempre al acecho para meter una cuñaentre gente como nosotros.

La palabra «nosotros» desentonaba,pues Aulo tenía la sospecha de queLucio la usaba para referirse casi porcompleto a sí mismo. Además, ¿quétenían que ver aquellos supuestosenemigos con algo que era del todopersonal? Lucio continuó, y su voz eratodavía cordial:

—Si me dices que te retrasaste y quefue por un propósito honorable, nopreguntaré más.

Aulo contestó con una impresión deahogo en la garganta, porque sabía quelos dioses iban a juzgarlo por lo que

dijera, y aquello le producía unasensación incómoda.

—Me retrasé, y el propósito era unoque, como hombre de honor, no podíaevitar.

—Entonces has hablado bastante,amigo mío —dijo Lucio al levantarsepara salir de detrás de su escritoriomientras le tendía su brazo—. Démonoslas manos, como en el pasado, yapartemos el tema de nuestras mentes.

Aulo dio un paso adelante con alivioy agarró el brazo de Lucio justo pordebajo del hombro, agradecido porqueél hubiese abandonado su heladoraprepotencia. El hombre que había

venido a ver, el amigo que recordaba, lecorrespondió, y al mismo tiempo leconcedió una cálida sonrisa.

—Me temo que la carga de mistareas hace de mí un pobre anfitrión. Fueuna error hacerte esperar, hice mal enpermitir que mi resentimiento sedesbordara en una respuesta tan pública.

—Haces demasiado —repuso Aulo,con sentimiento genuino. Quería decirque Lucio debería parar, tomarse untiempo para sí, dejar que otros llevaranlas cargas de liderar la causa patricia.No lo hizo porque sospechaba quederrocharía su aliento en vano. Luciomovió su cabeza como si estuviera

confuso.—Hago lo que debo, amigo mío,

aunque tu inquietud me enternece.Después, en un momento dado, Lucio

cambió, y surgió un vislumbre deaquella agradable juventud que una vezhabían conocido: la sonrisa, que parecíaarrastrarle, sumada a la expresión de susojos de color castaño oscuro, quecuando se concentraban te hacían sentircomo si estuvieras en el mismo centrode sus pensamientos. Aquel era el Lucioafable que podía seducir a la gente paraque estuviera de acuerdo con él, tanalejado del maniático que estaba allícuando Aulo había entrado, un cambio

de humor que sintió que le permitíaaveriguar algo sobre lo que sentíacuriosidad.

—¿Dónde está Ragas? Casi nopuedo recordar haberte visto alguna vezsin él.

—Lo liberé el día del nacimiento demi hijo, Aulo, y ¿puedes creer que cogióy se marchó en una hora, jurando quevolvería a su patria y se alejaría deRoma, a la que odiaba? Fue muyrencoroso con esa repulsa. Una lástima,porque creo que podría haber tenido ungran futuro aquí.

—Entonces te conseguiré otro,Lucio.

Lucio soltó una fuerte carcajada,algo extraño en él.

—¿Debe Roma empezar otra guerrasólo para conseguirme otro esclavopersonal?

—Ya sabes que tengo muchos en mistierras, más de los que son necesariospara trabajar la tierra.

Lucio replicó, pinchándole con undedo tierno y amistoso.

—Ya sé que los almacenas concuidado, Aulo, y que sólo los traes a laciudad para venderlos cuando losprecios están altos.

—Los vendo, Lucio, cuando puedorecuperar el coste de su alimentación.

Lucio le tiró un poco de la mangapara llevar a su amigo fuera de lahabitación.

—Ven, Aulo. Tengo que enseñarte ami hijo. Es el hombrecillo más vigorosoque nunca te hayas encontrado.

Le dirigió fuera de la parte de atrásdel estudio y bajaron la columnata por ellado del jardín. El sonido les alcanzóenseguida, y vigoroso era la palabraapropiada para definirlo.

«Ese niño grita como para despertara los muertos», pensó Aulo.

De inmediato se arrepintió de sufalta de piedad, pues era probable que elcuerpo de la esposa de su amigo

estuviera por allí cerca. A su vez, estohizo que se preguntara por la alegríadesbordante de Lucio, que seguramentedebería estar mezclada con un profundopesar por aquel fallecimiento, aunque nohabía signos de pena en su actitud. Dehecho, al entrar en la casa, Aulo sehabía sorprendido de ver a tanta gentepresente, como si aquel fuera sólo un díanormal en la vida de un hombreimportante. Sin considerar lo que habíasucedido en las calles de Roma, erabastante lo que había ocurrido entreaquellas paredes; el lugar tendría quehaber estado desierto. Nadie podíaculpar a un hombre, por muy elevada

que fuera su posición, de su rechazo adesarrollar negocios después de unapérdida semejante.

El ama de cría, con su niño en elregazo, se levantó cuando ellos entraron.Lucio le indicó con la mano que salieray, tras agarrar otra vez el brazo de susacompañante, lo condujo hasta la cuna.Bajaron la vista hasta el niño, quelloraba.

—Míralo, Aulo. ¿No es unhombrecito perfecto?

Allí estaba de nuevo el sentimientode que los años se precipitaban, puesLucio estaba entusiasmado y no hacía niel intento de disimularlo. Con el tiempo

y por necesidad, se había convertido enel más reservado de los hombres, en unexperto en disfrazar sus sentimientos,por antonomasia. Era un pensamientorevelador, por tanto, el que Auloalbergaba, uno matizado por elremordimiento: por una vez su amigo seestaba comportando como un ser humanonormal.

—He enviado a alguien a Grecia apor una lista de preceptores. Quiero queaprenda griego como primera lengua.Tendrá los mejores pedagogosdisponibles en todas las materias, sinreparar en gastos. Aprenderá mejor quenadie los pilares gemelos de Roma: el

poder la ley y el uso de la espada. Serámás atractivo que su padre, y quieran losdioses hacerle tan alto y derecho comotú —el crío seguía con su lloro, ajeno alentusiasmo del padre que ya lo adoraba,que parloteaba con animación mientrassujetaba con firmeza el brazo de suhuésped—. Ya he consultado a lossacerdotes, Aulo, y los augurios sonexcelentes. Fíjate en la fecha de sunacimiento, por ejemplo, la fiesta deLupercalia. ¿Qué mejor día podría pedirun romano para llegar al mundo? Será ungran magistrado y un gran soldado,amigo mío. Ha sido criado para pleitearen los tribunales y para comandar

ejércitos. A su tiempo se encontrará consu herencia, y otro de los Faleriopermanecerá como cónsul en el ForoBoario.

Los ojos del padre estabanencendidos, brillaban ante laperspectiva de la futura grandeza de suhijo, y fue un pensamiento inadvertido loque hizo a Aulo mencionar que el niñono tendría madre.

—Para echarlo a perder, quieresdecir —replicó Lucio al levantar lamirada. Su amarga expresión de anteshabía vuelto—. Para hacer de él unblando.

—Vamos, Lucio. Las madres pueden

enseñar mucho a los chicos. Si no mecrees, pregunta a mis hijos.

Lucio se permitió una media sonrisa.—Puede que sea así, Aulo. Puede

que me case de nuevo, como tú, peroesta vez exigiré más comodidad que laque nunca me dio la madre de este niño.

Lucio siempre había tenido una vetade crueldad —algo que no estaba fuerade lugar en el mundo que habitaban—,pero hablar con tanto rencor de unaesposa leal, que acababa de cumplir consu deber al dar a luz a aquel niño,cuando apenas estaba fría, era bastantechocante.

—Ten cuidado de no cometer

blasfemia, Lucio.Lucio incluso rio en son de burla;

siempre se mofaba de Aulo por sudevoción.

—Tú te preocupas por la blasfemiamientras yo me preocupo por Roma.

—¿Cómo piensas organizar lasceremonias? —preguntó Aulo,desconcertado y algo perplejo por cómoreaccionar.

La respuesta fue vaga, como si laidea de la doble responsabilidad nuncahubiera pasado por la mente de Lucio, yhubo un grado de confusión por lanaturaleza plural de la palabra que usó.

—¿Ceremonias?

—La costumbre exige que entierresa tu esposa al noveno día. Es también eldía en que se supone que tendrás quecelebrar el nacimiento de tu hijo y darleun nombre.

—Haré las dos cosas, Aulo, notemas.

—¿El mismo día?—Por supuesto —insistió Lucio—.

Pero toda Roma sabrá en cuál de lasceremonias he puesto mi corazón.

Hizo volver al ama de cría para quesacara al niño de la cuna. Así lo hizoella, y se preparó para darle el pecho alniño para que mamara.

—¡Detente! —gritó Lucio—. Deja

que espere hasta la hora acordada. Aningún soldado romano le hace dañoestar hambriento.

—Aún no es un soldado, Lucio.Aquella apreciación fue recibida

con una mirada que reflejaba fanatismo.—Deja que empecemos las cosas

como queremos que sigan, Aulo. Esteniño, al que quiero llamar Marcelo, esun romano. Se le enseñará acomportarse como tal desde el mismomomento de su nacimiento. Tan prontocomo pueda entender el apodo deOrestes, sabrá que su mismo nacimientoen un día de fiesta semejante fue tanpotente que su madre tuvo que ser

sacrificada para llevarlo a buen término.Ese será el punto de referencia para susfuturas metas en la vida.

—Entonces le espera una duraeducación, Lucio.

La determinación de Lucio nopareció verse dañada por el matiz decrueldad inherente a sus palabras.

—Así es, Aulo.

Capítulo Ocho

Emprendieron el camino de vuelta alestudio y Lucio aún cotorreaba sobre elbrillante futuro que preveía para su hijo,hasta que Aulo sintió que el tema seagotaba y cambió de tercio. Tenía tresobjetivos que cumplir en su visita y erahora de atacar el más problemático.

—Me ha sorprendido encontrarteenfrascado en tus negocios en un díacomo hoy.

Como para remarcar la verdad deaquel comentario, Lucio volvió derecho

a su escritorio y al papeleo. Aulo seencontró mirando de nuevo aquellacabeza calva cuando su anfitrión seinclinó sobre sus asuntos.

—Tengo que hacerlo, amigo mío.Después de los acontecimientos de losdos últimos días, no podía dejar que lachusma insinuase que me estabaescondiendo.

—Pero incluso a ti se te permite untiempo de luto —replicó Aulo al tiempoque se acomodaba en una silla.

Lucio levantó la mirada, con losojos fijos.

—¿De verdad? No, dejemos el lutopara esos que amaban a Tiberio

Livonio.Hubo una pausa de segundos antes

de que Aulo respondiese, porque él nisiquiera había mencionado losasesinatos; de hecho, se estabarefiriendo a Ameliana.

—¿Estás al corriente de losrumores?

Lucio movió su pluma condesprecio.

—¿Lo de que fui yo quien lo mató?—Sí —contestó Aulo con la voz

tensa.Lucio emitió un suspiro bastante

exagerado y continuó escribiendo.—Se supone que, el mismo día que

murió mi esposa, saqué tiempo paramatar a un hombre por el que sentía undesprecio absoluto. Sus seguidores lehalagan. Nadie es así de importante,Aulo.

Aquello impresionó a Aulo, y le hizopensar de una manera que hubieraquerido evitar. Lucio no había mostradoni una señal de aflicción, no habíallorado ni se había cubierto la cabeza.Hoy se había dedicado a sus asuntoshabituales. ¿También había sido unasunto habitual que aquellos asesinosmataran al tribuno de la plebe, quecometieran un crimen cuyasrepercusiones podían inflamar la ciudad

entera? Aulo se engañaba al pensar queconocía a Lucio mejor que cualquierotra persona viva, incluso que su esposarecién fallecida, aunque en aquelmomento se quedó pensando si deverdad lo conocía.

—No te sorprenderá oír que algunosde los murmuradores de ese mismomercado dicen que yo ordené a Ragasque matara a Livonio y después lo enviéfuera. Una completa tontería, desdeluego. Lo que más daño me hace es quealgunas personas piensen que soy tanestúpido como ellos.

—Pero la acusación sigue en pie,Lucio —aquello hizo que su anfitrión

levantara la mirada.—Seguramente tú, entre toda la

gente, no le darás credibilidad, ¿verdad?—Nunca escucho cotilleos, Lucio, e

intento no responder a los rumores. Perosi esa acusación se hace pública, alguientendrá que refutarla.

—Yo puedo refutarla —soltó Lucio.Aulo podía ver que se había

molestado por la manera en que supluma volaba ahora sobre el papiro ycasi se paraba después, con la tentadoraperspectiva, no sólo para Lucio, dedejar reposar el tema. También a causade un motivo egoísta: todos lo veíancomo amigo cercano y aliado de aquel

hombre; si el rumor no era detenido,podía salpicarle a él por asociación. Nohabía luchado en sus guerras ni habíaconseguido su triunfo para que quedaranmancillados por una posibilidad comoesa.

—¿Crees que es eso es sabio,Lucio? Toda la ley romana se basa entener a otro litigando por tu causa.

La cabeza se alzó como por unresorte. Ahora aquellos ojos castañososcuros estaban fríos.

—¡No necesito un defensor!—Yo creo que sí —al ver cómo se

tensaba la mandíbula en el rostro de suamigo, continuó deprisa—. Creo que

todos lo necesitamos a veces. No quieroque te arrebaten tu dignidad por refutaresas alegaciones viles y falsas. Túmismo te has referido a esos enemigosque intentan meter una cuña entrenosotros. Alguien está obligado amencionar el tema en el Senado, ya seadirectamente o por alusiones. No veo deque otra manera podría ser si no, cuandouna persona tan importante comoTiberio Livonio ha sido asesinado. Dehecho me estoy ofreciendo yo mismopara el papel de defensor por tu parte.

Lucio le sonrió con gesto de lobo.—¿Crees que tu elocuencia eclipsa

la mía?

—Ni en un milenio —replicó Aulocon sinceridad. Él nunca había sidocapaz de igualar a Lucio en ese aspecto—. Pero mantengo mi punto de vista deque es mejor tener a alguien más quepleitee por tu caso que hacerlo túmismo.

Ahora la pluma apuntaba a Aulo.—¿Incluso aunque no haya caso del

que responder?—Estás jugando con las palabras,

Lucio. O admites que tengo razón o mepides que desista.

Lucio dejó caer la pluma y sereclinó en su silla, con los dedosformando una flecha bajo sus labios.

—Quizás tengas razón. Cualquierimbécil puede hacer esa acusación en elForo.

Aulo intentó llevar el tema a supropio terreno, sin estar seguro,mientras escuchaba su propia voz, de sihabía escogido el tono apropiado.

—He oído decir que un hombre nose siente limpio cuando tiene inclusoque defenderse a sí mismo de los cargosmás infames y con menos fundamento.

Lucio replicó con el mismo tonopensativo.

—Dudo que fuera a sentirme de esamanera, Aulo. Pero todavía puede quetengas razón.

Ansioso, Aulo se movió haciadelante en su asiento.

—Entonces está decidido. Si alguienes tan idiota como para sugerir que tútienes las manos sucias por la muerte deTiberio Livonio, hablaré yo en tunombre.

Lucio sonrió detrás de sus dedospuestos en punta.

—¿Me permites que te aconsejesobre cómo deberías acometer esto?

Aulo le devolvió la sonrisa, pese aque podía notar la rigidez en sumandíbula.

—Claro. En tanto que tú estásobligado, por respeto a mi honor, a

jurarme en persona que lo que diré serála verdad.

Lucio se sentó absolutamentetranquilo, aunque hubo una tensiónpalpable cuando habló.

—¿Por qué siento que has empezadoesto para atraparme?

—¡Atraparte! —Aulo echó haciaatrás su cabeza y rio, en realidad paraevitar mirar aquellos ojos inquisitivos,porque, muy en el fondo, sabía queprecisamente era aquello lo que habíahecho. Adoptó su mejor actitud deembaucador, el papel de viejo soldado,con la esperanza de provocar así más aLucio—. Todo lo que quiero es

defenderte y mostrar de esa forma quetengo una fe completa en ti; por favor, nopienses que tienes que darme ningunagarantía en absoluto.

La voz sonó ahora gélida, el rostro,inmóvil y duro, no mostraba rastro deafecto ninguno.

—Ah, pero debo hacerlo, amigomío. Juro sobre los huesos de misancestros que yo no maté a TiberioLivonio.

Aulo rio otra vez, mientras rezabapor que sonara auténtico. —Lucio, dudoque nadie, por muy gastado que tenga elseso, piense en verdad que tú mismodiste los tajos.

Lucio indicó con un movimiento deldedo el barullo sostenido y ruidoso dela calle, el ruido de una muchedumbreque los lictores todavía mantenían araya.

—Hay algunos con tan poco sesoque gastar, que creen eso en concreto.

—¿Esa gentuza?Lucio se inclinó hacia delante, y con

voz uniforme, ceremoniosa y controladadijo:

—Sé lo mucho que cuidas tu honor,Aulo Cornelio Macedónico. Yo juro quemis manos no intervinieron en la muertede Tiberio Livonio.

Aulo puso su mano sobre la de Lucio

y la apretó con fuerza, para intentarcomunicar el alivio que sentía, mientrasaún intentaba disimular con sus ojos.Aquella era la razón por la que habíaacudido allí, medio temeroso de que noocurriera, y sintió una oleada de afectopor Lucio, incluso aunque sabía que lehabía dañado. Aquello pasaría: eranamigos, siempre lo habían sido, y, con eltiempo, cuando Lucio llegase aconsiderar lo que acababa de suceder,se daría cuenta de que Aulo sólo teníasus mejores intereses en el corazón.

—Quiero aplastar a tus enemigos,Lucio.

La tensa sonrisa, nacida de aquella

cuidadosa interpretación, parecía lomáximo de lo que Lucio era capaz.

—Te escucharé con embelesadaatención, para ver cuánto de mi estiloretórico has interiorizado.

—Tengo suficientes palabraspropias, Lucio.

—Estoy seguro, Aulo. Estoy seguro.Lucio se levantó, y su huésped siguió

su ejemplo.Se dieron la mano otra vez y Aulo

habló con seriedad, pues había forzadolos límites de la amistad hasta el límite ynadie más que él era consciente deaquello.

—Este es un momento difícil, Lucio.

Por favor, llámame para cualquier cosaque necesites.

—Gracias, amigo mío —dijo Lucio,mientras inclinaba la cabeza conaparente emoción, y, en señal derespeto, le acompañó él mismo a lapuerta de la casa. Sin embargo, una vezcerrada la puerta, llamó a gritos a suadministrador. El hombre, que estabaacostumbrado a sus modales, notó queestaba enfadado y se apresuró pararecibir instrucciones. Encontró a su amode pie, firme como una roca, con lamirada fija en una lámpara de aceite.Después su rostro empezó a moverse,mientras murmuraba para sí mismo.

Lucio se sentía engañado, sentía que laúnica persona en la que podía confiar lehabía fallado, y no precisamente ese día.¿Por qué? Era sólo por esa piedad porla que Aulo era tan famoso, una rectitudque era fácil para un hombre demasiadoineficaz como para involucrarse en elmanoseado mundo de la política. Quéfácil es mantener tus manos limpias ydejar que otros hagan el trabajo sucio.

Entonces tuvo la idea de que podíaser que hubiera otra causa. Aulo le habíatendido una trampa, de eso no cabíaduda, y se había negado a explicar porqué había faltado al nacimiento deMarcelo a una persona con la que no

tenía derecho a guardar un secreto.Muchos años atrás, Lucio Falerio habíaaprendido que nunca se puede tener unafe ciega en ninguna persona. Alarmadopor el camino que tomaban sus propiospensamientos, que incluso una personatan cercana a él como Aulo pudierajugarle una mala pasada. Lucio hablódeprisa, destacando cada palabra conuna elevación de la voz.

—Quiero saber dónde estuvo AuloCornelio Macedónico la noche de antesde ayer. No estuvo aquí para elnacimiento de mi hijo y sé que atracó enOstia hace ya una semana. Su hijoQuinto me aseguró que tampoco estaba

en casa y eso significa que pasó la nocheen algún otro sitio. Quiero saber dónde,pero, lo que es más importante que eso,¡quiero saber con exactitud con quiénestaba!

El administrador bajó la cabezamientras la voz de su amo iba increscendo, todavía irritado tanto por lanecesidad de ocultar completamente susverdaderos sentimientos, como porhaber hecho un juramento en falso.

—No repares en gastos, porque, asíte lo digo: me huelo una traición.

Por primera vez en su vida, Aulo sesintió aislado, una sensación que tuvo elefecto de hacer que se sintiera un poco

absurdo. Aquí estaba él, en su propiacasa, rodeado de su familia y docenasde esclavos preparados para obedecersus órdenes y cuidar de su bienestar, sibien todo parecía una ilusión. Su esposa,que aún se resentía de las consecuenciasdel parto, estaba dormida. Quinto estabaen casa de la familia de los Galbinos, enuna cena con su futuro suegro: ahoraestaría en el regateo, intentando, comolo decía él con crudeza, doblar la dote.Tito hacía lo mismo que todos loshombres jóvenes de su edad: buscaríaplacer en las callejas disolutas de laciudad, aunque, de haber estadopresentes, ninguno de ellos le habría

proporcionado el consuelo quenecesitaba para calmar sustribulaciones.

Claudia había sido una presenciadistante desde que la habían hallado enaquel carro. Se había sometido condocilidad a las órdenes que laconvertían casi en una reclusa, demanera que su estado permaneciera ensecreto, y había regresado a Italia con éldespués de que sus legiones hubieranpartido. Durante aquel viaje, hiciera loque hiciese, Aulo no pudo encontrar lamanera de animarla, no hubo forma dereavivar la alegría que, antes de que lacapturasen, disfrutaban cada uno en

compañía del otro. Había tratado de nopensar demasiado en la ocasión delnacimiento; baste decir que el díaanterior, parte final de su viaje a Roma,lo habían pasado en completo silencio.Él razonaba que, tras una experiencia tanterrible como la que ella tenía que habersufrido, le llevaría tiempo sanar lascicatrices de su mente por lahumillación que se había visto forzada asoportar. Se preguntó distraído si lasVírgenes Vestales tendrían algún ritualde purificación para algo así, y tomónota en su mente para hacer unasdiscretas averiguaciones.

Las relaciones con su hijo mayor se

adaptaban al patrón tradicional: lemostraba mucho respeto, aunque no lecabía duda de que Quinto lo considerabaanticuado y sin relación con la vidamoderna. De Tito, muy parecido a él enlo físico, sospechaba que sentía unligero temor hacia su padre, demasiadointimidado por su reputación como paraconsiderar siquiera que su edad lepermitía ciertas libertades, entre ellas lade tratar a su padre como a un igual devez en cuando. Sus ojos se agitaronligeramente cuando captó un movimientoen una esquina de su campo de visión.Cholón había vuelto para echarle unvistazo y así asegurarse de que su amo

estaba cómodo.—Cholón Pyliades —dijo sin

acritud—, quieres dejar de revolotearpor aquí como una quimera, por favor, yquedarte donde pueda verte o marcharteya a dormir.

—Sólo puedo hacer eso cuandoestés acostado, amo.

Aulo rio, pero con ello nodemostraba placer, sino un sardónicosentido de la amargura.

—¿Acostado?—Si quieres pensar en voz alta, me

complacerá escucharte.—¿Con qué finalidad, Cholón?—Si se me permite la libertad de un

comentario, amo, está claro que estáspreocupado.

Aulo sintió que parte de su tensiónse disipaba al sonreír, y se preguntócuántos de los patricios de su tiempohabrían arrojado algo a la cabeza de unesclavo por haber hecho una apreciaciónsimilar, pero Cholón siempre había sidoasí, pues se veía como algo más que unsimple sirviente personal. Inclusoaunque el griego estuviera dispuesto, élno podía discutir con él la situación deRoma, el sentimiento de que ya no podíasostener por más tiempo las ideas quehabía apoyado año tras año. Aún erapeor que pudiera abrigar el pensamiento

de que su amigo de juventud, que habíacambiado tanto por la corrupción delpoder, se hubiera rebajado al asesinatopor apoyarlas. El esclavo personaldesaparecido le intranquilizaba, puesaunque Lucio le había hablado de lavanidad de aquel hombre y la lucha quehabía enfrentado para entrenarlo, habíanllegado a forjar lo que parecía unvínculo irrompible. Puede que Luciohubiera matado a Ragas —algo que noera infrecuente—, el propio Aulo habíatenido que recurrir a ello con uno o dosesclavos indomables en el pasado. Pero,si lo había hecho, ¿dónde estaba elcuerpo? Aquellos pensamientos le

encaminaban a zonas de especulaciónmás profundas en las que no queríainternarse, así que se refugió en losrecuerdos.

Si la amistad entre Lucio y él leshabía parecido natural, Aulo sabía quehabía desconcertado a otros, en especialcuando llegó el tiempo de que ambosemprendieran el servicio militar. Lucio,de complexión menuda y hombrosestrechos, no tenía ninguna aptitud parael arte de la guerra. Tenía que esforzarsepara arrojar una lanza a cualquierdistancia y era un oponente fácil devencer con la espada. Al darse cuenta deque carecía del físico requerido y de las

destrezas de combate para el mando enla línea de frente, pero que poseía unácido sentido del humor, Lucio habíaescogido denigrar aquellas destrezascomo una forma de compensación. Aulo,seguro de sus propias habilidades, reíasus pullas, pero no lo hacían otros, quehabían manifestado más de una vez eldeseo de tirar a aquel autodenominadohumorista a la letrina. Era probable quehasta entonces Lucio no tuvieraconocimiento del número de veces queAulo le había salvado de lasconsecuencias de sus mordacescomentarios. A pesar de todo, aquellaausencia total de habilidad en la lucha

había permitido a Lucio descubrir suauténtica vocación: simplemente sehabía convertido en un magnífico jefe deintendencia.

Ninguno de los ejércitos con los queLucio había marchado había pasadonunca necesidad de algo de la cadena desuministros o en el proceso deabastecimiento; mediante el regateo y elrazonamiento, había agudizado aquellasdestrezas que le habían facilitado unmovimiento sin interrupciones hacia lavida política. Había ocupado cadaoficio público en el cursus honariumcon la misma eficiencia que habíademostrado en el ejército, y muchos de

los años siguientes los pasaronseparados, mientras Aulo continuaba sucarrera militar en varias avanzadas delImperio. No obstante, cuando se habíanreunido, el vínculo que sentían el unopor el otro parecía tan fuerte comosiempre, y Lucio ayudaba a Aulo paraque le siguiera por los diferentes oficiosdel Estado, y a que le devolviera aquelservicio con un apoyo políticodesinteresado. Incluso habían servidojuntos como cónsules, Lucio, elveterano, satisfecho por dejar que suamigo cosechase la gloria de sucampaña macedonia, mientras élpermanecía en casa, según decía, al

cuidado del negocio.Al recordar aquello, así como lo que

había sucedido tan recientemente en lascalles de Roma, Aulo se preguntaba siotros, incluso Lucio, veían lo tambleanteque era el edificio que sostenían, elImperio de la República. ¿Sólo se lespermitía a los soldados combatientes,que miraban desde distantes fronteras,observar que si el centro no se manteníaen pie, nada más podría sostenerse; queel Imperio entero podía despedazarsepor las disputas entre las faccionespolíticas internas? Su mente volvía alcaudillo celta al que hacía poco quehabía derrotado. Dejar suelto a un

hombre como Breno en un mundoturbulento era no poner un final a losdaños que podía provocar. En realidadya había hecho bastante en la casa de losCornelios y, con un movimiento rápido yfurioso, se levantó del triclinio.

—Me voy a la cama, Cholón.—Sí, amo.Pero Aulo no se durmió, porque

tenía que desempeñar dos ingratas tareaspor la mañana: una que, eso esperaba,protegería a Lucio y acallaría elalboroto que ahora rodeaba el asesinatode Tiberio Livonio. Sin embargo, la otraera la más dura, y había decididoemprederla justo mientras recorría el

camino de vuelta desde su visita a casade los Falerio. Su amigo había hecho sujuramento de inocencia y Aulo estabasatisfecho, pero Lucio no parecíaconsciente de que, incluso aunqueestuviera libre de culpa, sus propiasacciones habían engendrado laatmósfera en la que podía tener lugar uncrimen tan abyecto. Aquello amenazabalos mismos fundamentos de laRepública. Aulo no tomaría parte enalgo semejante y sabía que necesitabaencontrar una vía por la que aquellopudiera aclararse en público.

Capítulo Nueve

Lucio estaba en su escritorio antes delcanto del gallo, leyendo varias misivasque habían llegado durante la noche. Elsistema de mensajeros a caballo queatravesaban el Imperio era uno de lospilares del control romano, y daba a loscónsules en el poder la posibilidad deactuar con rapidez en caso deemergencia. Aquello, añadido a losinformes de los gobernadores de lasdistintas provincias, daba a quien sesentara en su lugar una perspectiva muy

completa de sus responsabilidades. Elpensamiento de que aquello era así lehizo sonreír, porque parecía que, amenudo, él sabía más sobre lo queocurría en las fronteras que sobre lo quepasaba en las casas de sus enemigospolíticos, en alguna una simple pedradaarrojada desde la puerta principal.Incluso sus amigos podíandesconcertarle, de lo que era un ejemploel comportamiento de Aulo Cornelio.Tras una buena noche de sueño, no teníadudas de que había un motivo másprofundo detrás de lo que había tenidolugar la tarde anterior, ¿algo que noalcanzaba a ver? Para Lucio, Aulo era

un hombre brillante al mando de laslegiones, también, por cierto, un buenadministrador y un cónsul junior deayuda, pero, y no en último lugar, serio ycalculador. Aulo se esforzaría en tramaruna conspiración y, desde luego, laejecutaría.

Aunque existía la posibilidad deque, después de todos aquellos años,hubiera errado en su juicio y que aquelsimple soldado fuera de hecho bastanteretorcido, no sólo para traicionarle a él,sino para hacerlo de manera que lodejara perplejo. Si tan sólo Aulohubiera estado en Roma cuando debía,quizás podría haber derrotado a la

facción livoniana sobre el suelo delSenado. ¿No sería su viejo amigo enrealidad responsable, en parte, de lo quehabía ocurrido? De pronto aquelpensamiento le parecía absurdo: si Aulohubiera estado cerca, él habría tenidoque descartar cualquier plan de matar aLivonio hasta que estuviese fuera de laciudad, pues aquella bien conocidapiedad de los Cornelio habría sido másun inconveniente que una ventaja.

Suspiró por su propia locuramientras tomaba el penúltimo informedel montón de su escritorio. Este decíaque el gobernador provincial deIllyricum había caído enfermo de

gravedad en el puerto de Brindisium,cuando se dirigía a hacerse cargo de susobligaciones; si el hombre no lograbarecuperarse, tendría que encontrar unsustituto que estuviera preparado parapartir de inmediato. Aquello no tendríaque representar de ningún modo unadificultad, pues la gobernación era unaoportunidad de disfrutar tanto dinerocomo reputación. Ciertos sectores de laprovincia, en concreto la franja costerade Dalmacia, eran tan pacíficos comoItalia, pero tierra adentro, en elterritorio montañoso, las tribus nonecesitaban a los romanos paraprovocar un enfrentamiento. Abundaban

las enemistades a muerte, cuyas razonesoriginales hacía mucho que estabanocultas por tanta muerte y destrucción.Hacia el oeste, Illyricum tenía tambiénuna frontera larga y porosa, que eraatacada constantemente por las tribusceltas de Dacia, por lo que mantener lapaz nunca había sido fácil. Y aunque erauna tierra llena de fértiles valles, queproducían abundantes y valiosascosechas si se podía mantener el orden,y las concesiones mineras eran tambiénmuy rentables, los ingresos impositivoseran sustanciales, igual que lo era laremuneración del gobernador. No seríaun puesto difícil de ocupar.

Al levantar aquella misiva, habíaquedado al descubierto un últimodocumento: los informes iniciales quehabía confeccionado su administrador enrelación a Aulo Cornelio. Eran bastanteescasos; el hombre había sido incapazde encontrar nada de interés. Eraposible que algo más de tiempoprodujera la información que élrequería, aunque ahora se preguntase sivaldría la pena el esfuerzo. Lucio seobligó a salir de aquella ensoñación.Tenía que acudir al Senado en un par dehoras, acompañado de su amigo másantiguo. Sería un día importante, y si enel caso improbable de que el aire

estuviera cargado de una absolutahipocresía, así él lo sabría antes de queel sol alcanzara su cénit.

La sesión comenzó en total alboroto,pues no parecía haber ningún senadordispuesto a ceder la palabra a otro. Losrollos se agitaban con furiosadisconformidad, o se usaban comopunteros para dar más peso a insultospersonales. Lucio, junto a Aulo, que,igual que él, permanecía en silencio,observaba desencantado aquel tumulto,pues en su mano estaba silenciar aquellocon sólo ponerse en pie. Sus seguidorescallarían por respeto, los indecisos, porcuriosidad, y hasta sus enemigos

dejarían de cotorrear ante la simpleperspectiva de oír las mentiras quesospechaban que iban a surgir. A pesarde lo mucho que odiaba la confusión,aquella demostración se adecuaba a supropósito, porque si había algo queLucio conociera de sus compañeroslegisladores, era su miedo al desordenpúblico. Sin importarles lo mal que sepusieran las cosas en la Curia hostilia,cerrarían filas para asegurarse de quetales disputas no se extendieran paraincitar una revuelta, algo que seinflamaba con demasiada facilidad enlas abarrotadas casas de vecinos de laciudad.

La población de Roma había crecidoalarmantemente. Los campesinosdesarraigados de toda Italia formaban ungrupo descontento, pues se les negabanlos derechos políticos al faltarles laciudadanía, y estaban deseosos de seguira cualquier líder que prometieraresarcirles de sus agravios. Sinembargo, peores que la plebe eran losciudadanos granjeros, incapaces desubsistir de la tierra, muchos de ellossoldados arruinados por el prolongadoservicio en las legiones. Ellos tambiénhabía venido a la ciudad, primeroatraídos por el reparto de grano queintrodujo el tribuno de la plebe, lo que,

a su vez, había doblado el número de lastreinta y seis tribus que formaban losComitia, haciendo demasiado rebelde loque había sido un cuerpo de electoresfácil de controlar. Desde que toda laestructura del poder político descansabaen aquella asamblea de ciudadanosromanos, ocultar los problemas a susmiembros era de capital importancia.Una vez fuera de control, podríaalterarse toda la naturaleza de la formaen que se gobernaba Roma.

Aulo Cornelio era tan consciente deaquello como cualquier otro; laRepública era un concepto delicado,siempre vulnerable, y que empezaba a

serlo más. Ser el gobierno permanentedel funcionariado requería virtud,aunque cada vez más esta se estabaconvirtiendo en algo raro, arruinada porla riqueza de las conquistas, de cuyoaprovisionamiento, algunas veces, élhabía tomado parte. Todo el litoralmediterráneo enviaba riquezas a laciudad, ya fuera en forma de tributos enmoneda e impuestos, ya comodonaciones de urgencia, de los que elreparto de grano era uno de los másevidentes. Los senadores, los caballerosy los negociantes astutos se habíanenriquecido más allá de sus sueños deavaricia, igual que él por sus conquistas,

y ocupaba más parte de su tiempo enprestar dinero que en preocuparse porél, o en gestionar sus reservas deesclavos manipulando el mercado paraobtener el mejor precio. Y mientrasestaban sentados sobre un volcán depobreza y el hueco entre los quenadaban en la abundancia y los que seahogaban en la escasez se ensanchabacada vez más, se perdían los vínculosque mantenían unido al Estado.

Así, las cosas que antes se habríanestimado atroces, se estaban volviendoaceptables; de ser así, si el asesinato defuncionarios públicos, que antes era unablasfemia, se hiciera cotidiano, Roma

estaría perdida. Aulo se puso en pie yescudriñó la cámara con una fría miradaque silenció uno a uno a sus alteradosiguales. Allí de pie, nadie podía dudarde la medida de su gravitas, porque, tanquieto como una de las estatuas que sealineaban en la Vía Sacra, su presenciaabrumaba. Su aspecto físico, su estatura,el bronceado de su piel, con el cabelloencanecido en las sienes, los durosrasgos de su atractivo rostro sólo eranuna parte de aquello. El poder emanabade él de tal manera que era fácilcomprender cómo podía comandarlegiones, controlar una batalla ydemostrar a sus tropas que era tan bravo

como el más valeroso de los hombres alos que dirigía.

Extraño resultaba el aspecto delpequeño Lucio, detrás de él: encorvadohacia delante, con las piernas cruzadas yla mejilla apoyada en la mano, y con losojos entrecerrados, como si estuvieracontento de escuchar sin más. Porsupuesto estaba sentado, lo queacentuaba el contraste entre amboshombres, aunque si estuviera de pieAulo aún habría dominado la reuniónpor su físico. Una idea interesante paraquien quisiera considerarla era que,pese a lo impresionante de su porte,Aulo era poco poderoso sin un arma a

mano, mientras que Lucio tenía un granpoder por sí mismo, a pesar de suencorvada insignificancia actual, lo quepodía influir en la manera en que ellosescuchaban lo que aquel orador teníaque decir. Allí había un hombre al querespetar, no uno al que temer.

Decidido a ejercer un controlabsoluto, Aulo dejó que el silenciopersistiera y esperó un minuto enteropara comenzar su discurso. Quienes noadivinaban su intención de defender aLucio ahora debían de intuirlo: la formade entrar en la cámara cogidos delbrazo, así como el silencio en quehabían permanecido durante el

desordenado debate tendrían que haberalertado a todos del hecho de que Auloestaba preparado para adelantarse a laacusación y encarar de frente el asuntode la culpabilidad de Lucio. Que alguientan recto y con tanta paciencia eligiesehacerlo debería ser suficiente parainfluir en gran parte de los noimplicados. Los senadores que,momentos antes, se habrían unido confacilidad en un clamor que pediría laimputación de Lucio Falerio, ahora sesentaban expectantes y en silencio.

—Es tradición de los debates en estacasa permitir que nos deleitemos en laretórica, para demostrar nuestros

talentos en aquellas artes que elevan aun hombre por encima del rebaño, ypara provocar la admiración en susiguales. Ahora os pido que me diculpéispor no alcanzar la calidad deseada en loque estoy a punto de decir al Senado,pues, teniendo en cuenta la gravedad delos recientes acontecimientos, tandelicados usos son inapropiados.

Recorrió la cámara un murmullo quemurió en cuanto Aulo alzó una mano.

—Un noble romano, un ciudadanobueno y honesto, miembro de esteaugusto cuerpo, fue asesinado concrueldad hace tres noches. En los analesde los crímenes contra el Estado, este

está entre los peores, a la misma alturaque la tiranía de los despreciables reyestarquinios que construyeron esta mismacuria en la que nosotros hablamos comohombres libres.

Sólo quienes vigilaban a Luciovieron que sus dedos agarrabancrispados el rollo que tenía en la mano,mientras levantaba la cabeza y cuadrabalos hombros. Nadie estaba tan cercacomo para ver cómo se dilataron suspupilas —ya de miedo, ya de enfado—ni para observar el esfuerzo que lecostaba esbozar una sonrisa relajada.Determinado a enfrentarse a ellos, amirar a la cara de quien quisiera

acusarle, descruzó las piernas y seadelantó en su asiento, como si sepreparara para ponerse en pie de unsalto y exigir su turno de palabra. Perono lo hizo; tan sólo quedó escuchandomientras Aulo proseguía.

—Si bien, por cosas que he oído,sórdidos rumores difundidos porcampesinos cortos de entendederas, hayuna exigencia de agravar este crimencometiendo otro que es todavía peor:que a la muerte de un hombre recto debaseguirle la desgracia de alguien de lamisma estatura moral, ¿qué puede sermenos apropiado que esto para elsupremo cuerpo judicial de la

República? Abundan los rumores de queuno de nosotros ha tomado ladiscrepancia política y la hatransformado en un acto criminal.Rumores, compañeros senadores, queapuntan a Lucio Falerio Nerva.

Aquellos que, pese a todo, apoyabana Lucio gritaban: «¡Qué vergüenza!»; susenemigos, menos numerosos, se llevabanairados sus rollos al corazón, pero lamayoría, aquellos que nunca sesignificaban, permanecían en silencio,satisfechos con escuchar al noble AuloCornelio Macedónico hasta el final.

—¿Qué se puede ganar al perpetrareste acto nausebundo? ¿Dinero? ¿Dónde

encontraríais en Roma a un hombremenos avaricioso que Lucio FalerioNerva? ¿Quién de entre vosotros haapartado consideraciones de gananciapersonal para que podáis dedicar todasvuestras energías al bien común? Puedeque mi amigo no me dé las gracias pordecir esto, pero mientras muchos de losque aquí están han incrementado suriqueza cien veces, en ocasiones aexpensas del Estado, mi noblecompañero ha visto menguar susposesiones por la negligencia. ¿Por qué?Porque se preocupa más del poder y lagrandeza de la República que por sufamilia o por sí mismo.

La última frase fue recibida con unamezcla de asentimientos, negacionesviolentas y unos pocos senadoresindicaron con la cabeza su incredulidadantes que alguien pudiera tragarse uncuento semejante.

—Después se ha rumoreado que secometió tal acto para ganar poder, comosi este hombre no dispusiera ya debastante.

Algunos de los miembros, en unintento de que Lucio los viera hacerlo,dijeron en voz alta: «sean los diosesalabados». Otros volvían a llevarse losrollos al pecho y lo maldecían como sifuera un tirano. Aulo dejó que el ruido

continuara y se extinguiera por sí mismo.Dio un cambio a su voz, en busca de untono amistoso, en vez de declamar.

—Compañeros senadores, estradición de esta asamblea que surjandiferencias de opinión, incluso disputasque son lo bastante serias como paraamenazar el propio tejido de la políticaque estamos decididos a defender. ¿Quéclase de ovejas seríamos si todos losaquí presentes estuviéramos de acuerdoen cada asunto? Es el debate lo que nosha formado, la amplia variedad decreencias lo que nos da nuestra fuerza.Este Senado ha supervisado laexpansión del poder de Roma hasta que

ningún otro estado organizado puedehacernos frente. Mantenemos unasfronteras que habrían causado envidia alcorazón del mismísimo Alejandro.

Aulo se detuvo para permitirles unmomento de alarde, también parapermitir a sus compañeros senadoresque recordaran su propio triunfo.

—Y, en esta casa, ¿quién permanececon su cabeza y sus hombros por encimade todos nosotros gracias a su habilidadpor llamar la atención en el Senado?¿Qué hombre se preocupa más que él deque se mantenga la dignidad delSenado? Ningún otro que el mismoLucio Falerio Nerva. ¿Cuál de nosotros

tiene más habilidad para atraer laatención sobre sus principios? ¿Acasoun hombre así, con tanto a su favor, serebajaría a asesinar en secreto, aprovocar disturbios y confusión quepodrían poner en riesgo todo lo queconsidera querido por la meraperspectiva de una venganza personal?

Aulo se detuvo antes de atronar lasala repitiendo la palabra:«¡Venganza!».

—No obstante, los rumores tienencierta base. Hay quienes están decididosa sacar ventaja de los recientesacontecimientos para ganar unaengañosa superioridad política, y yo

mantengo que eso ocupa el mismo nivelde delito que el asesinato. Lo único quepropongo a esta casa es lo siguiente: quequienquiera que haya cometido esaatrocidad no pueda obtener elbeneplácito de la República frente a susresponsabilidades. Esto, más que eljuramento que él en persona me ofreciópor voluntad propia, exonera a LucioFalerio Nerva. Pido con humildad que larepetición de tales acusaciones seconvierta en una ofensa criminal.

Lucio se había relajado, y ahoralucía una sonrisa genuina y no forzada.Aulo, con su falso estilo militar, habíajugado una baza admirable. En verdad,

no había sido como un apoyo comoLucio lo había entendido, pero el efectoera evidente. Incluso algunos de los quese consideraban sus oponentes eranpresa de las dudas y la moción que Aulohabía propuesto les cerraría la bocapara siempre. Ahora podía asentir haciaaquellos que le apoyaban más de cerca,hombres que, era probable, no habríancreído una palabra de lo que AuloCornelio acababa de decir, pero nopodía importarle menos. Ellos querían aTiberio Livonio muerto tanto comocualquiera, y desde que aquello habíaocurrido, estaban satisfechos.

Se sorprendió un poco cuando su

defensor continuó. Aulo había planteadosu caso y en realidad no había nada másque decir. Además, la experiencia ledecía a Lucio que, una vez que se haalcanzado cierto punto, es mejordesistir, pues una defensa así podíallegar a ser excesiva. Le molestaba noestar en posición de interrumpir, élmenos que nadie en la cámara, y surostro elegante y huesudo mostraba sufrustración.

—Hay que hacer todo lohumanamente posible —proclamó Aulo— para poner delante de la justicia a losperpretadores de este inmundo crimen.Los hombres deben saber que la muerte

de un tribuno de la plebe no va apermanecer sin castigo. También tienenque ser conscientes de que sus ideas ysus principios no mueren con él. Esperoy confío en que todos compartiremos miopinión: Tiberio Livonio llevaba el biende la República cerca de su corazón dela misma manera que mi buen amigo ycompañero senador, cuya defensa hepresentado hoy. Ambos hombresmerecen ser escuchados.

El silencio de asombro que siguió aaquellas palabras, hablaba a gritos a losque tenían la sagacidad para interpretarlas observaciones de Aulo. No habíahecho nada menos que separarse de la

adhesión servil a la facción de losFalerio. Puede que no hubierarecomendado la panacea política deTiberio Livonio a la asamblea, perohabía indicado que al menos él estabapreparado para debatirla. Ahora ya nohabía sonrisa en el rostro de Lucio, sinosólo el gesto de un hombre que luchabapor ocultar una ciega furia.

Lucio tenía que hablar, que darle lasgracias al hombre que le habíadefendido; y lo hizo, con toda ladestreza que pudo reunir, pero en elmomento final de su peroración elagradecimiento que le hizo a Aulo se loofreció con los dientes apretados. Los

dos hombres dejaron el Foro porseparado: Lucio, como era habitual,rodeado por solicitantes y aduladores,todos ansiosos por prometer su apoyo;Aulo, solo, rehuía incluso a quienes lehabrían felicitado. Sentía un vacío en suinterior, como si se hubiera seccionadoalgún órgano vital de su cuerpo. Al díasiguiente, Aulo dejó Roma, tras enviarmensaje a Lucio de que lamentaba noasistir ni al funeral de su esposa ni a lacelebración del nacimiento de su hijo, yque, después de tanto tiempo fuera deItalia, necesitaba recorrer susposesiones, que, sin su atenciónpersonal, se echarían a perder. Cuando

regresó tres meses más tarde, enrespuesta a los emplazamientos cortesespero apremiantes, de Lucio, llegó a unaciudad que había cambiado, con unapoblación para la que el asesinato deTiberio Livonio no era más que unlejano recuerdo.

Acudió al encuentro con cierto temory, para asegurarse de no ser humilladouna segunda vez, envió delante a suadministrador para concertar una cita.Recibido como un viejo amigo, su aliviofue inmenso. Lo llevaron al cuarto decría para que viese cómo crecíaMarcelo y, ya de vuelta en el estudio,Lucio incluso pudo hablar del debate y

del discurso de Aulo sin un ápice demalestar.

—Como tú mismo observaste en elSenado, Aulo, yo también hedesatendido lamentablemente mispropiedades. Ahora que acaba miperiodo de servicio, debo emprender lalabor que tú ya has terminado y esperovisitar mis posesiones.

En aquellos viajes, Aulo habíatenido mucho tiempo para sopesar suacto de separación, algo sobre lo que notenía intención de regresar, pero queríaque aquel hombre supiera que, a pesarde lo que había sucedido, en el campode lo personal si no de lo político, aún

le consideraba su amigo, aún seconsideraba obligado por aqueljuramento que se habían hecho añosatrás. Nada en el comportamiento deLucio le decía que ahora era tenido porpeligroso, un hombre a cuyo alrededorpodía coaligarse la oposición, algo queLucio nunca permitiría por mucho que supoder hubiera sufrido la mella de ladeserción de Aulo. No había perdido elcontrol del Senado, pero, sin el apoyoincuestionable de su viejo amigo, suautoridad había disminuidoseveramente. Ahora tenía que negociardonde antes podía mandar.

—¿Quieres que te acompañe? —

preguntó Aulo. Lucio se rio—. Nunca enla vida. Estaré mortalmente aburrido pornecesidad. No se me ocurriría siquierasometerte a algo así, sobre todo porquetú ya has pasado meses de una torturasimilar.

Aulo estaba perplejo y se notaba,pues el mensajero que Lucio habíaenviado le pidió que regresara a Romasin demora.

—Pero tu mensaje sonaba algourgente.

—Es verdad, y te pido perdón.Debías de estar aún cubierto por elpolvo del viaje cuando te llegó —Aulose encogió de hombros mientras Lucio

continuaba—. Seguro que recuerdas quete dije, de camino al Senado el día queme defendiste, que el gobernador deIllyricum estaba enfermo.

—¿Todavía está en Brindisi?—Sus cenizas sí —dijo Lucio con un

suspiro—. Le ha costado tres mesesmorir. Mientras tanto toda la provinciase está deteriorando. Necesito deinmediato un sustituto en cuyascapacidades pueda confiar, y como esnatural, mis pensamientos se han vueltohacia ti.

—¿La casa estará de acuerdo,Lucio?

Su viejo amigo rio como si le

asombrara la ingenuidad de la queestaba siendo testigo.

—No tienes ni idea de lo alta que esla estima que te tienen tus compañerossenadores, Aulo. Ahora ven lo que yo hesabido desde siempre: que eres undechado de virtudes. ¡Si tú estás deacuerdo, ellos también!

Aulo se ruborizó ante la expresión«dechado de virtudes», mientrasconsideraba la proposición que, losabía, tendría que rechazar, puesto queacababa de regresar hacía poco deHispania. Que se le concediera otrodestino, y además uno tan lucrativo,provocaría las envidias de algunos

cuarteles, y en otros, al llegar aquel demano de Lucio, minaría laindependencia que tanto se desesperabapor conseguir. Sin embargo, contraaquello estaba su profundo deseo deestar lejos de Roma. Tito estaba en elprimer periodo de carrera del serviciomilitar y Quinto, a punto de casarse.Quizá los preparativos para aquelacontecimiento habían disimulado laprofunda grieta que permanecía entreClaudia y él. El último cuartel habíasido una tortura que nada tenía que vercon viajar recorriendo susdesperdigadas posesiones, y más consus infrecuentes y discretos regresos a

Roma. Su esposa se mantenía fría ydistante, y nada de lo que él pudierahacer parecía ser de ayuda. Ellanecesitaba aún más tiempo pararecuperarse de su traumática experienciaen Hispania y de aquel dolorosonacimiento. Estaba claro que lapresencia de Aulo dificultaba elproceso, y había una vieja pero aúnválida expresión que decía: «la ausenciahace que el cariño crezca».

—Siempre estoy al servicio delEstado, ya lo sabes —dijo.

—Bien —exclamó Lucio—. Tienesque cenar conmigo antes de partir.

Aulo asintió, y Lucio lo tomó del

brazo en un gesto de amistad que era deltodo falso. Por dentro se sentíasatisfecho: Lucio sabía que debíamantener cerca a aquellos en los que noconfiaba del todo, pero hay más de unamanera de despellejar un gato. Lamuerte de Tiberio Livonio habíaacallado el clamor que pedía reformas,pero no lo había matado del todo y, porsi acaso, Lucio, que se enfrentaba mejora una multitud de enemigos que a unosolo, tenía que vigilar aún más. Habíauna tarea que debía ejecutar: vender suspropiedades más alejadas yconcentrarse en sus posesiones dealrededor de la capital. Nunca más

afrontaría la necesidad por una ausenciaprolongada, y creía que mientras tuvieraque estar fuera de la ciudad esta últimavez, dejar a Aulo Cornelio en el Senadoera una idea demasiado peligrosa comopara planteársela. Incluso aunqueestuviera presente, Lucio no podía estarseguro de controlarlo.

Capítulo Diez

—No eres el mismo de siempre,Clodio —dijo Piscio Dabo, dándoleunas palmaditas en la espalda a susudoroso compañero.

El contraste entre los dos hablabapor sí mismo: Dabo, de constituciónenjuta, vestía ropas limpias y sin polvo;Clodio Terencio, de complexión robustay desarreglado, llevaba el cabello y laropa grises por el polvo del grano. Seinclinó hacia delante para levantar otrosaco de grano, y jadeó su respuesta más

que hablarla mientras se echaba la cargaal hombro.

—Soy más viejo, Dabo, eso seguro,pero como jurarían los dioses, no mássabio. —Dabo le siguió por el patio.

—Eso suena a palabras de Fúlmina,no tuyas.

—En estos tiempos no oigo muchaspalabras de Fúlmina, pocas palabras yaún mucho menos otras cosas, pararematar. Si habla alguna vez, es paradecir que necesitamos más dinero.

Dabo meneó la cabeza con gesto detristeza.

—Ese crío abandonado se haapoderado de su vida.

Clodio lanzó el saco a la parte deatrás del carro; después se apoyó allí unsegundo con la esperanza de que eldueño del molino estuviera demasiadoocupado para darse cuenta de queholgazaneaba, mientras pensaba en supasado, en cómo una vida en la que unavez hubo algo de placer ahora parecíallena de penalidades. En seis o sieteaños había pasado de ser dueño de unagranja a ser jornalero. Dabo, cuya vidadiscurría en la dirección opuesta, lomiraba de cerca, pensando que si suviejo camarada tenía algún defectorecurrente, era ser demasiado blando, ynada lo demostraba mejor que la manera

en que su vida se ordenaba ahora paraadaptarse a un crío que ni siquiera erasuyo.

—Se ha apoderado de la míatambién, amigo —suspiró Clodio—.Áquila necesita esto, Áquila necesitaaquello. No puedo acordarme de laúltima vez que pude permitirme unaborrachera.

Dabo mostró una amplia sonrisa yvolvió a palmear su espalda.

—En mi casa eres bienvenido,compadre, ya lo sabes.

Clodio lo miró con cuidado, puesllamar amigo a Dabo era hacerconcesiones. Cierto era que habían

compartido alguna frasca mientrasintercambiaban historias de sus días enlas legiones, pero en el último par deaños Dabo había prosperado, por lo queconsideraba que estaba por encima deClodio, el jornalero. Dabo no sólo habíaconservado su propia granja, sino quetambién se había hecho con la tierra desu padre y con los ingresos de ambashabía comprado otra de la familia de unpobre diablo que se había desangrado enHispania. Piscio Dabo ahora era unpropietario y, con suficiente bebida, seabriría tanto como para pavonearse ycontarle a todo el mundo que pretendíamorir como un caballero. Necesitaría

poner el ojo en algo más que tres granjaspara tener propiedades suficientes ypoder ingresar en una clase tan elevadacomo la de los equites, y suspretensiones eran fuente de diversión asus espaldas en el vecindario.

—Tú ya no repartes las invitacionescomo solías, Dabo.

El otro hombre lo miró indignado.—¡Invitaciones! ¿Desde cuándo

necesitas una invitación para visitar micasa?

«Siempre, en los últimos tres años»,pensó Clodio, pero no dijo que su viejocompañero de borrachera se habíaconvertido en un estirado por la época

en que el crío había aparecido. Fuetambién casualmente la época en queDabo adquirió su tercera granja.

—No me gusta aparecer sin más. Noes cortés. De cualquier forma, podríaser que estuvieras ocupado.

—Nunca estoy demasiado ocupadopara ver a un viejo compinche —replicóDabo con tono divertido—. Pásatepronto por allí y lo celebraremos conuna buena.

Una voz que salía del molino cortóel aire caliente de la mañana.

—¿Qué te crees que estás haciendo,vago asqueroso?

Clodio volvió al trabajo de un salto,

cruzó deprisa el patio y agarró un sacodel montón. Casi corrió para cargarlo enel carro y durante todo el tiempo la vozle perseguía:

—¿Por qué te habré empleado?Podría tener un esclavo haciendo tutrabajo a cambio de la comida, en vezde repartir contigo los denarios queahorro con esfuerzo.

—¿Denarios? —musitó Clodio alpasar junto a Dabo—. No he recibidonunca una moneda mayor que un as decobre de ese cabrón.

—Esto es un trabajo insufrible,Clodio —dijo Dabo alzando la voz paraque su amigo, que corría hacia el montón

de sacos, pudiera oírle—. Me da a míque necesitas algo un poco mejor queesto.

Clodio contestó desde debajo deotro saco.

—No quiero discutir sobre eso,amigo.

—Mejor te pasas a verme pronto.No puedo estar aquí y ver a un camaradalegionario en un trago como este.

—Deja a Clodio en paz para quesiga con su trabajo.

Dabo le gritó al dueño del molinocon la voz aún más alta.

—Métete un par de cáligas en laboca, haragán seboso. Y recuerda, cerdo

samnita, que estás hablando con un parde ciudadanos de Roma.

—Ciudadanos de Roma —seregocijó el molinero—. Menudosciudadanos: a uno se le sale el culo delos riñones y el otro es un pedorro quese cree por encima de su posición.

Dabo gruñó y parecía dispuesto aentrar en el molino a arrancarle lasorejas al dueño.

—Dabo, no —masculló Clodio—.Ese cabrón me las hará pagar a mí.

Dabo fulminó al molinero con unamirada y sus ojos aún estaban furiososcuando se giró para hablar con Clodio.

—Tú pasa a verme, ¿me oyes?

Áquila cruzó corriendo elpolvoriento patio, con su melena doradaflotando tras él, en cuanto Clodio estuvoa la vista. Con todas sus quejas sobre elmuchachito, Clodio estaba contento conél. Era un chiquillo, se metía en todo ysiempre andaba metido en líos, como supadre adoptivo. A pesar de los rigoresde su día de trabajo, Clodio levantó alniño y lo lanzó bien alto al aire.

El niño chilló de placer y dijo:—¡Ota!Clodio resopló con fuerza.—Vamos, nene. Tu papi ha tenido un

día muy duro.El niño levantó sus brazos con

insistencia.—¡Ota!—Sólo una más, ¿vale?Áquila asintió, pero hizo que su

padre le estuviera lanzando al aire hastaque Fúlmina le detuvo.

—¿Qué intentas hacer, desgraciarlelos sesos al niño? Si lo meneas tanto,acabará tan bobo como tú.

Le sorprendió ver que Drisia salíade la choza, y aún más que se fijara en élcon una mirada maligna. Casi no sehabía cruzado con ella desde la épocaen que había encontrado al niño, y laadivina estaba incluso más agostada delo que Clodio podía recordar. Incluso

así, nunca parecía envejecer ni, por loque él podía decir, tampoco se habíacambiado nunca la ropa, que estabamugrienta y olía peor que un establo devacas en verano, mientras que su pelo,gris y mate, estaba apelmazado, sinpeinar y sucio. Clodio sospechaba quela vieja bruja alentaba las fantasías deFúlmina sobre el niño, porque su mujersiempre parecía gruñirle más después deque aquella apestosa le hubiera hechouna visita.

—¿Te he contado alguna vez lo queles hicimos a algunos de aquellossalvajes salios, pequeño Áquila? —dijoClodio, mientras sujetaba al niño en sus

brazos para evitar lanzarlo otra vez.Caminó bajo el acogedor sombrajo queformaba la techumbre de juncos alsobresalir por encima de la puerta de lachoza. Áquila, con sus ojos azules muyabiertos por el interés, dijo que no conla cabeza—. Eran una gentuza apestosa.Nunca se lavaban, así que siempre sepodía saber cuándo estaban a punto deatacar, porque los perros delcampamento empezaban a aullar.Además de eso, tenían ese grito deguerra con el que nunca acababan, unruido para sacar a cualquier hombre desus cabales, te lo aseguro. No se lespodía hacer callar nunca, así que lo que

hicimos cuando los capturamos fueenterrarlos con algo de arena a la orilladel agua.

—¡Nadá! —dijo Áquila impaciente.—En un minuto —replicó Clodio y

agitó un poco al niño. Levantó la vozpara asegurarse de que las dos mujerespudieran oírle—. Justo a la orilla delagua, como te digo. Entonces leshacíamos lanzar su grito de guerramientras el agua subía. La marea no subemucho en el mar de en medio, pero locierto es que subió lo bastante comopara cerrarles la boca a esos cabronesgalos.

Fúlmina sabía a dónde apuntaba

aquella historia. Le dio un codazo aDrisia al contestar:

—¿Y no se te ocurrió probarlo túmismo, eh? Clodio, te has bebido eljornal, como sueles hacer con cadamoneda que entra en esta casa.

Clodio frunció el ceño y dejó al niñoen el suelo. Le gustaba beber, no podíanegarlo, pero con lo corto que andaba desuministro, se sintió agraviado. Áquilamiraba al uno y al otro, consciente deque otra vez iban a discutir. No loentendía y aquello se veía en la ansiedadque reflejaba su rostro. Fúlmina se diocuenta y su tono de voz cambió porcompleto.

—Venga, pequeñín, alegra esa cara.Papi ya está de vuelta y te va a llevar alrío para que te mojes.

Clodio olisqueó con fuerza, acercóla cara y señaló con la cabeza endirección a Crisia.

—Lo que pasa es que alguien máspodría remojarse en el río.

Fúlmina le miró furiosa.—Lárgate de casa un ratito.«Más profecías», pensó Clodio, por

eso querían que el niño y él se quitasende en medio. Entró en la choza y agarróun mendrugo de pan ácimo que habíasobre la tosca mesa, para metérselo enla boca al salir a la tarde templada y

soleada. Sus siguientes palabras fuerondifíciles de entender, pero elmovimiento de su cabeza le dijo aÁquila que Fúlmina decía la verdad:papi iba a llevarle a nadar, así que saltócon alegría y corrió hacia el río. Suspadres adoptivos sonrieron conserenidad; después sus miradas seencontraron y las sonrisasdesaparecieron.

—No os eternicéis ahí abajo —soltóFúlmina—. Las noches están creciendoy no me puedo permitir daros de comera la luz de la vela de sebo.

—Esto no es vida para un hombre —dijo Clodio, y después salió al trote en

pos del niño.Fúlmina entró en la choza, echó un

vistazo a la olla de polenta y la removió.«Por una vez en mi vida, estaría bienencontrar un hombre de verdad».

Áquila se había quitado su túnica yse zambulló directamente. A sus tresaños podía incluso nadar un poco,aunque más que nadar parecía elchapoteo de un perro. Su cuerpo estababronceado y su cabello, del color deloro, tomaba un tono rojizo al mojarse.Por aquellos alrededores, donde lagente, incluidos sus padres adoptivos,tenían el cabello y la piel oscuros, él erala causa de muchos comentarios. Clodio

murmuró un rápido encantamiento aVolturno, el dios del río, y después seentregó al baño para refrescarse ylimpiarse. No se quedó mucho tiempo enel agua, sino que se sentó a la orilla yvigiló los chapoteos del niño en lacorriente.

Pocas veces podía decir Clodio queera feliz, pero esta fue una de ellas.Había sentido indiferencia por sus otroshijos, en parte por haber estado fuera,prestando servicio como legionario,cuando ellos eran de la edad de Áquila.Para cuando regresó, ellos ya eran tanmayores como para llevarle la contraria,y Clodio ya tenía bastante de aquello

con Fúlmina como para recibir más delo mismo por parte de su prole. Pero,incluso teniendo aquello en cuenta, ellosno habían tenido lo que tenía aqueljovencito. Puede que fuera porcuriosidad, pero gustaba a todo elmundo de los alrededores, pues ejercíacierta atracción sobre la gente. Quizáfuera por su alborozo, pues siempreestaba riéndose, siempre en movimientoy nunca era taciturno. Incluso el vagoseboso del molinero le había ofrecido aÁquila un poco de pan untado con mielel día que había corrido a visitar ellugar de trabajo de papá. Fúlmina, quepensó que se lo habían robado, había

gritado al crío cuando lo encontró; peroél, sin una lágrima, la tomó de la mano,como si se diese cuenta de que ellaestaba gritándole sólo porque estabaasustada por él.

—Menuda faena ser pobre —dijoClodio al tiempo que alzaba la cabezapara dirigirse a los dioses. Le habíanoído bastante poco últimamente, nicanciones nocturnas ni largas peticionespara que intercedieran—. Si no podéisbendecirme con algo de fortuna, guardadun poco para el joven Áquila. Quizá leayudaríais a encontrar a su verdaderafamilia. Ellos tienen dinero para criarloy que sea algo en la vida. Maldita sea si

yo lo consigo.El bulto empapado aterrizó justo

encima de él y lo pilló por sorpresa ensu ensoñación, totalmente desprevenido.Rodaron por la arena gris que bordeabaaquel lado del riachuelo, entre risotadasy gritos; Clodio fingía pegar a Áquilacon severidad, mientras encajaba lospuñetazos del niño, fuertes para sus tresaños, en buena parte. Permitió queÁquila ganara y él se sentó a horcajadassobre su padre, con una sonrisa de orejaa oreja, diciendo: «Rinde, rinde».

Clodio se rindió feliz.—Dabo se rebaja un poco para

mezclarse con los que son como tú.

—Lo que pasa es que se ha dadocuenta de que la verdadera amistad nose basa en el dinero.

—Tú sueñas —dijo Fúlmina conbrusquedad, aunque en voz baja, pues elniño dormía—. Tiene un montón degente con la que emborracharse. ¿Porqué iba a elegirte a ti?

Clodio pensó que Dabo habíainsinuado algo sobre algún tipo detrabajo, pero no quiso decirle nada aFúlmina, a sabiendas de que ella sólo seburlaría.

—Bueno, eso no cuenta. Fue unainvitación normal.

—Ah, eso es. Una comadreja como

Dabo dobla su dedito y el grandiosoClodio sale a la carrera agradecido.Bien, pero asegúrate de estar listo parair al molino mañana, porque si no teecharán del trabajo.

—No lo harán —insistió Clodio—.Ese cerdo es demasiado tacaño.

—Se hará con un esclavo si llegastarde una vez más.

—Ese no. Significaría soltar dinerode verdad. Prefiere darme una miseriacada día a sacrificar algo de su preciosocapital para comprar el trabajo de unesclavo.

—Lo que me preocupa, Dabo, esque, si los precios bajan, ese cerdo se

hará con un esclavo.Dabo asintió con el rostro lleno de

amistosa preocupación. «Y bajarán,compadre, en cuanto haya una guerradecente. El precio de los esclavosbajará como lo hace siempre».

—Y eso no es muy probable, ¿no esasí?

Estaban sentados fuera de la casa deDabo. No era una casa en realidad, sinomás bien una choza elevada con espaciopara acoger el ganado, pero tenía más deuna habitación, por lo que podíacalificarse como casa. La gorda esposade Dabo se había ido a la camaobligada, y los hombres estaban

sentados al aire libre, en una templadanoche primaveral; bebían sin parar, perotranquilos.

—Pues habrá guerra pronto —replicó Dabo—. Han empezado con elreclutamiento.

—A mí no me afecta laconvocatoria, gracias a los dioses —dijo Clodio, y echó un trago de la grancalabaza que le había pasado Clodio.

—Entonces tienes suerte de serpobre —gruñó Dabo.

Fue la manera en que Dabo lo dijolo que alarmó a Clodio.

—¿A ti sí?—¡Eso se rumorea! —dijo su viejo

camarada con amargura—. Noconsiguen completar las levas por losmétodos normales. He oído que planeanllevar a gente que ya cumplió suservicio en cuanto reciban las leyesapropiadas.

—¡Eso es un sacrilegio!—Lo era antes, Clodio, pero ahora

los cónsules tienen a los sacerdotescomiendo de su mano, igual que lasleyes. Pueden hacer lo que quieran, y loharán en cuanto consigan suficienteshombres.

Clodio echó otro trago de vino antesde replicar.

—Seguro que no es más que un

rumor.—Esperemos que tengas razón —se

quedaron sentados en silencio un rato,cada uno con sus pensamientos yrecuerdos. Fue Dabo quien habló por fin—: aquella vida en las legiones no eratan mala.

—Buena tampoco era —replicóClodio, dejando a un lado por una vez elbrillo optimista que solía acompañar susmemorias del ejército.

—Las mujeres estaban bastantedispuestas.

Clodio se reía.—No recuerdo que importara mucho

si estaban dispuestas o no.

—Buena razón tienes, Clodio —seregocijó Dabo—. Las ensartábamos decualquier forma.

—Lo que hace que me preguntecuántos de los esclavos de Roma fueronengendrados de simiente romana.

—Unos cuantos, viejo, unos cuantos—Dabo chocó con cuidado su vaso debarro cocido contra la leñosa calabazaque Clodio tenía en la mano. Esta sonó ahueco, así que Dabo la llenó hasta elborde antes de completar el brindis—.Por los buenos días de antaño.

—Faenas para descoyuntarse sobrela marcha, y después aún más al montarel campamento para la noche —dijo

Clodio con pesadumbre.—Y botín, Clodio.—No creo recordar que el mío

durase tantísimo tiempo, Dabo. Ycuando volví, la granja se había ido a laruina. Eso es lo que hicieron por mí seisaños de servicio.

Dabo había vuelto al mismo tiempo,pero él había conseguido que su granjafructificara con provecho, así que creíasaber a quién culpar por la desgracia desu compañero, y no era a la divinaprovidencia.

—Tuviste una suerte pésima,Clodio, y no fue error tuyo. Sin un padreque atendiese tus campos y unos hijos

demasiado jóvenes para trabajarlosbien.

—Creo que Fúlmina hizo lo mejorque pudo —dijo Clodio, en una extrañaexpresión de alabanza por su esposa.

—Me sorprende cómo mantiene subuen aspecto. Con todo el trabajo quehace, todavía es una mujer de buen ver.

—Yo creo que está hecha de piedra.Le sugerí que Áquila podría tener unaamiguita.

—¿Y qué dijo a eso?Clodio se rio sin alegría, después

echó otro buen trago.—Dijo que era yo el que me moría

por una amiguita, y que, si quería una,

podía hacer algún trabajo extra y pagarpor el placer en el burdel de Aprilium.

—Es triste cuando una mujer teretira sus favores. Hace que la vida seadura.

La bebida estaba empezando aafectar a Clodio. Se rio y vació lacalabaza.

—Y que lo digas, Dabo. En estostiempos me basta el trasero de una ovejapara excitarme.

—¿Recuerdas lo de aquel centurióny la cabra?

—¿Que si me acuerdo? —sealborozó Clodio.

Se dispersaron mientras

intercambiaban cuentos trillados yrecuerdos, hablaban de los buenostiempos, dejando a un lado los malos, ycoronaban cada historia con un vaso devino, hasta que la vida en el ejército lesparecía lo más elevado a lo que unhombre pudiera aspirar. La bebida fluía,y Dabo bajó a la bodega y volvió conuna botella llena de su potente destiladode cereal. ¡Cómo reían! Recitaron dememoria todas las viejas bromas yenseguida estaban cantando lascanciones, con sus palabras obscenas,que las legiones han empleado, desdetiempos inmemoriales, para atenuar eldolor de una larga caminata. Dabo, que

estaba bebiendo bastante menos queClodio, se aseguraba de que la calabazade su invitado nunca estuviera vacía.

Intentaban recuperarse del dolor enlos costados después de una anécdotaespecialmente hilarante. Trataba de unoficial al que le gustaban los chicos, queintentaba persuadir a su comandantepara que le dejara atacar una ciudadcercana porque había oído que en ellahabía un burdel de hombres repleto dejovencitos escitas. No podía decirlo así,por supuesto, y ni siquiera era verdad,sino que uno de los soldados másinsolentes había inventado la historiacomo broma. Todos se habían acercado

tanto como podían a la tienda delcomandante para escuchar a escondidasla conversación, que se hacía cada vezmás desesperada mientras el hombreveía que se rechazaban todos susargumentos.

Clodio contaba bien la historia.Imitaba a la perfección la voz aguda deloficial, igual que el tono áspero paraexpresar las respuestas del comandante,con su creciente irritación. Dabo sólopodía abrazar sus costados, intentandorecuperar el aliento, mientras Clodio,que se reía tanto como él, había caídorodando por las escaleras, espantando alos pollos, y ahora estaba encogido, con

las manos en el estómago, a medias porel dolor, a medias por la histeria.

—¡Qué vida, eh, Clodio!—La edad de oro —jadeó Clodio.—¿Sabes qué necesitamos ahora,

viejo amigo? —dijo Dabo al bajardando tumbos los tres escalones, yayudó a Clodio a ponerse en pie—.Necesitamos una mujer. Qué me dices sinos subimos a ese carro y nos vamos ala ciudad.

Clodio empezó a agitar la cabeza y adarse golpecitos en el cinturón paraexpresar su falta de fondos. Dabo pasósu brazo por el hombro de su invitado.

—No te preocupes por eso, viejo

amigo. Esta corre de mi cuenta.—Nunca —replicó Clodio con

profunda incredulidad.—Condenadas mujeres, Clodio —

dijo Dabo arrastrando las palabras—.Les das un abrazo y te reciben con uncodazo en las costillas. Yo digo que sonunas condenadas. No tratan tan mal a suspollos. Si el gallo no cumple, se vuelvenlocas, le cortan la cabeza y a la cazuela.Luego van y compran otro, pero anosotros no se nos permite ni cumplir.

—Tienes razón. Pero date cuenta deque un codazo es mejor que un tajo en elcuello —masculló Clodio y esbozó unamplia sonrisa de experto.

—Deja que oigan a Cerberoolfatearlas de camino al infierno. Estoydispuesto a levantarte…

—¿Levantarme? Creo que puedolevantarme solo, ¡gracias! —resoplóClodio, retomando el tono de voz deloficial homosexual. Los dos estallaronen carcajadas y se retorcieron de nuevo.Dabo, que fue el primero enrecuperarse, agarró a su amigo y loempujó hacia el carro.

—Allá vamos, Aprilium —canturreó.

Aunque Clodio se preguntara porqué la mula, que tendría que haberestado en el establo, había pasado la

noche entera enjaezada a las varas delcarro, estaba demasiado borracho comopara preguntar.

Clodio cantó durante casi todo elcamino a Aprilium, y como Dabo habíasido tan listo como para traer una vasijallena de licor de cereal, ni su garganta nisu nivel de ebriedad decayeron. Entrelas canciones y las peticiones habitualesde algún tipo de intercesión por parte delos dioses, Dabo se quejaba ante laperspectiva de tener que volver a laslegiones.

—Ahora soy un hombre enriquecido,Clodio. He puesto los ojos en otro lugaral lado de la vieja granja de mi padre.

Con un pellizco de suerte puedo reunirtodas las tierras y dedicarme a la cría deganado.

—Ahí es donde está la plata, Dabo.Todos los ricachones de Roma estánbien metidos en la cría de ganados —suanfitrión golpeó fuerte con la mano en elcostado del carro—. ¡Eso es! Lo últimoque necesito son otros seis años en elejército. Eso me arruinaría los planes.

Clodio intentó consolarlo con unapalmadita en la espalda.

—Es una vergüenza, Dabo. Sisiguieras adelante, ya podría decir queconozco a alguien que es un caballero.No hay mucha gente por estos

alrededores que pueda llamar amigo aalguien que tiene cien mil denarios —seinclinó y agarró la vasija—. Oye, esperoque bebas algo más delicado que estamierda cuando seas rico.

Por primera vez aquella noche,Dabo se puso pretencioso, y las manerasamistosas lo abandonaron.

—Es justo eso, lerdo. Si voy a laslegiones no seré rico. Acabaré como tú,con el culo al aire.

El humor de Clodio cambió igual dedeprisa.

—No me digas que tengo quetomarme como algo amable que mellames lerdo.

Dabo lo ignoró.—Y me han llamado en primer lugar

sólo porque poseo algo.Clodio puso toda la simpatía de la

que fue capaz en la respuesta.—Pero no estás seguro de que vayan

a llamarte a filas.Dabo pareció volver a su ser y

perdió su tono beligerante.—Así es, Clodio. Echa otro trago,

viejo amigo, y perdóname si algo te haofendido. No es culpa tuya no tener casini qué llevarte a la boca. Eso es lo queme atenaza las tripas: si fueran allamarte a ti a filas, ¿qué daño haríaeso?

—Depende de contra quién fuese aluchar.

—No me refiero a eso. Es la ley quedice que sólo los hombres conpropiedades son de confianza paraluchar. Menuda bazofia. Si no tienesnada que perder, no te quieren. Si tienesuna granja, te meten en el ejército,porque asumen que tienes algo quedefender. Tu granja se echa a perdermientras tú estás fuera, así que acabascomo un pobre al que no pueden llamary que vive de las donaciones públicas.

—Gracias al bendito TiberioLivonio —masculló Clodio a la vez queechaba otro trago—. He necesitado esa

donación de grano en más de unaocasión.

—Dime, Clodio, si te llaman a filasporque, por ejemplo, cambia la ley, ¿túqué harías?

—Pues iría. ¿Qué más puedo hacer?Puede que en cierto modo sea mejor,porque, ya te lo digo, Dabo, estoy hartode cargar sacos de grano por unamiseria. No es que con la paga delejército fuese a poder criar un cerdo conlas sobras. Mi familia se moriría dehambre si me fuera.

—¡Eso es! —gritó Dabo, con tantasinceridad como podía en su voz—. Situvieras un salario decente, suficiente

para mantener cómodos a Fúlmina y tujoven Áquila, ¿qué pensarías delejército?

—¡Me iría mejor que trabajandopara ese mezquino del molino!

—Bebe, viejo amigo —dijo Dabo;puso la mano en el pie de la vasija y laempujó hacia arriba—. Hay mucho másen el sitio del que esta salió.

—Eres tonto, Clodio —Fúlmina lehabló sin rencor. Su voz sonaba másresignada que áspera, algo que sumarido agradecía mucho por su dolor decabeza—. Siempre lo fuiste, y ahora teirás y es bastante probable que hagasque te maten.

—No soy tan fácil de matar.—¿Te vas lejos? —preguntó Áquila,

que, por el gesto de su cara, seesforzaba por entender aquel extrañoconcepto.

—Voy a ser un soldado otra vez,hijo.

—¿Puedo ir yo?Clodio se agachó y puso sus manos

en los hombros del niño.—No, muchacho, tienes que

quedarte aquí y cuidar a mamá. —Áquila había oído aquello demasiadasveces cuando Clodio se iba a trabajar almolino como para quedarse contento conla perspectiva—. Puede que cuando

crezcas tú también puedas ser unsoldado. Y si tu papá puede tener unpoco de suerte, puede que incluso seasmiembro de la primera clase, unprinceps.

Su esposa inspiró con fuerza. Laadivinación de Drisia prometía muchomás que eso, pero no era algo queFúlmina discutiera con el escépticoClodio. Aún así, no pudo dejar pasaraquel comentario.

—Algún futuro para Áquila, ymientras tanto el niñato mayor de Dabocrece para ser un caballero.

—Dabo está bastante lejos de serlo—dijo Clodio mientras la miraba, por

una vez en suelo seguro con la promesaque le había hecho Dabo de mantener asu familia mientra él estuviera fuera—.Pero al menos tendré algo de su riquezapara que se me pegue. Al menos esta vezno estaré en la parte de abajo delmontón.

Después volvió a mirar aldisgustado chiquillo.

—¿Qué me dices si papá te hace unaarmadura igualita a la que él va allevar?

Aquello dio una alegría infinita aÁquila. Clodio se puso a ello: usandoramitas y corteza, talló las decoracionesdel escudo y la coraza con un cuchillo

afilado. Tuvo mucho tiempo parahacerlo, pues había dejado su trabajo enel molino. Dabo, que también leproporcionó el equipo que necesitaríapara el servicio, estuvo de acuerdo enmantenerlo hasta que por fin lo llamarana unirse a su manípulo. Mientrasestuviera fuera, Fúlmina recibiríacomida, vino, aceite y combustible conregularidad como salario por sersoldado sustituto. Dabo se habíaasegurado, desde luego, de que Clodiodejase su marca en su nombre en lacomisión de reclutamiento, y habíaañadido la misma marca a un acuerdosupervisado por un notario la misma

noche que fueron a la ciudad. Por lo queatañía al Estado romano, ClodioTerencio se había convertido en PiscioDabo.

Capítulo Once

Claudia Cornelia se sentó derecha en susilla y observó al hijo mayor de sumarido, mientras pensaba que, a pesarde la forma en que pretendía emular a supadre, Quinto era del todo diferente a él.Casi unos desconocidos desde elsegundo matrimonio de su padre, al finhabían pasado tiempo juntos el añoanterior, en sus viajes para visitar aAulo en Illyricum. Claudia no habíadisfrutado de la experiencia ysospechaba que su hijastro había sacado

aún menos de aquello en términos deplacer. Las conversaciones con Quintotendían a ser forzadas en el mejor de loscasos, y no pocas veces acababan endisputa. Aún así, el viaje había sidomejor que la estancia, pues la felicidadque Aulo demostraba a su llegada,después de dos largos años, se hundíalentamente de vuelta en eldesconcertante sufrimiento quecaracterizaba su relación antes de que éldejara Roma.

Con la ausencia del cabeza defamilia, Quinto se había mudado con suesposa y su hijo a la casa de su familia,un emplazamiento que le permitía mayor

grado de independencia que el que habíadifrutado en casa de su suegro. Antes dela comida, había dirigido los rezosfamiliares con voz sonora, y habíarepresentado los rituales de maneraminuciosa. A Quinto le gustabadivertirse, pero esta noche era sólo unareunión familiar. Aun así, era típico deél insistir en una cena con todo su ritualsólo para dos personas. Claudia sehabía visto obligada a arreglarse elcabello y a ponerse un vestido suelto yformal. La esposa de Quinto, Pulcra,estaba otra vez encinta y se encontrabamal y sin apetito, por lo que suincomprensivo marido le había

ordenado que se metiera en la cama.A Claudia le contaron que Quinto

había sido un niño juguetón y unmuchacho salvaje, popular entre suscompañeros de escuela. Aquel espíritudespreocupado, si es que alguna vezexistió, se había ido; ahora era elmismísimo ejemplo de un noble, llenode gravitas y consciente de su posiciónen el mundo romano. Como pretor,Quinto aspiraba al objetivo último depresentarse al consulado, aunque aún lefaltaban un par de años de espera antesde poder ser elegible y muchos cargosintermedios que ocupar. Lo llamaban lacarrera de honor, aunque cuando

Claudia pensaba en algunas de lasdespreciables criaturas que habíansubido esa misma escalera, incluido unbuen número de ellos que habíaalcanzado el premio eminente y supremode servir como cónsul, se preguntaba siese nombre era apropiado.

—¿Tengo que empezar yo toda laconversación? —dijo Quinto desde supuesto en el triclinio. Su voz tenía esedeje petulante que, combinado conarrogancia, se había convertido en eldistintivo de su comportamiento.

Claudia recibió aquello con unaligera sonrisa.

—¿Puede una simple mujer hablar

en la cena sin permiso, Quinto? Nisoñaría con romper los límites de lo quese sabe que son los buenos modales. Mesorprende que seas tú, entre toda lagente, quien sugiera algo tanextravagante.

—¡Yo entre toda la gente! ¿Quésignifica eso exactamente?

—Oh, vamos, Quinto. Tú teenorgulleces de tus modales.

Quinto levantó un pie describiendoun arco y llevó su mirada a la puntera desus sandalias.

—Creo que a una madrastra se lepermite abrir una conversación con elhijo mayor de su marido.

Aquella manera de eludir el términohijastro era un rodeo para enviarle uninsulto, con la intención de subrayar queQuinto aún la veía como una especie deintrusa en la familia de los Cornelio.Claudia respondió tratándole con unamirada entre burlona y horrorizada.

—No lo permitan los dioses.—¿Prefieres burlarte de mí?—Eres tú quien tiende a provocarlo,

Quinto.Él intentó asumir un aspecto de

desinterés.—¿Eso crees?Su desgana enfureció a Claudia y le

habló con aspereza, con un tono más

arisco de lo que pretendía.—Todo lo que haces lo emprendes a

la luz de su efecto en tu preciosacarrera.

—¿Preciosa? Esa palabra hace quemi comportamiento parezca sospechoso—Quinto se envaró un poco.

—¿Quieres decir que no valoras tucarrera?

—Por supuesto que no.Claudia pensó en su apocada esposa,

enviada a la cama sólo porque podíaavergonzarle por su falta de apetito, yhabló con un rastro de tristeza.

—Más que nada en el mundo, creoyo.

—Me niego a aceptar esainsinuación de reprimenda que hay entus palabras —soltó él.

Claudia esbozó una sonrisa de mofa.—Oh, querido. Parece ser que te he

ofendido.—No me has ofendido, pero no

alcanzo a entender por qué te preocupami comportamiento. No puedo pensar enqué es lo que yo he hecho para ser lacausa de que hables así.

Claudia mantuvo la sonrisa burlona,y su voz fue impregnándose de una notade ironía.

—No has hecho nada de lo quetengas que avergonzarte.

—¿Avergonzarme? Esa es otrapalabra que está fuera de lugar. Sé queno eres muy dada a las explicaciones,dama Claudia, pero agradecería que poruna vez hablaras sin ambages.

—Ahora eres tú quien haceinsinuaciones.

—Puede que sí, pero me gustaríamucho saber a dónde quieres llegar.¿Qué es lo que he hecho para ganarme tuapenas disimulado desprecio?

Claudia se inclinó hacia delante.—Yo no te desprecio.Quinto bajó el pie al suelo y apartó

con la mano al esclavo que intentabaservirle. Claudia había observado que

uno de sus mayores defectos era lamanera en que buscaba la aprobación delos demás, incluso la de aquellos a losque era probable que despreciara. Aulo,su padre, no era así: él lo miraba todocon una clara idea de lo que estaba bieno mal, y después actuaba enconsecuencia. El tiempo había permitidoa Claudia ver incluso que las accionesde él, cuando llegó al carro aislado en elque ella estaba, surgían del mismo rasgode nobleza natural. Que se vieraatrapada por el comportamiento de él noalteraba en nada el hecho de que Aulohubiera actuado desde la más elevada delos motivaciones, siempre sin darse

cuenta de la desesperación que le habíainfligido a ella, porque no se dieron lascircunstancias en las que pudieradecírselo. Quizá la escasa diferencia deedad entre ella y el hijo mayor de élexacerbara la separación natural entredos personas que eran, en esencia,incompatibles. En apariencia, Quintohabía adorado a su madre y siempre seencargaba de invocar su memoria en losrezos. Y así era como tenía que ser:según Aulo, ella había sido unahonorable dama romana, y era razonablesuponer que sus hijos se hubieranenojado cuando su padre tomó otraesposa.

Quinto esperó hasta que el esclavono pudiera oírles antes de volver ahablar.

—No me desprecias, pero tampocoestás orgullosa de mí, ¿no es así?

Claudia se preguntó si estabapreguntándole en realidad lo que ellapensaba o si le hacía una pregunta quenunca podría dirigirle a su padre. ¿Osimplemente estaba a la caza deelogios? Por la forma que él tenía detratarla, y a todas las mujeres de hecho,lo que ella opinara no debía contar paranada. La vía fácil para salir de aquellosería decirle: «Por supuesto que sí,Quinto». Pero no podía hacerlo.

—No sin reservas ¡no! —replicóella.

—Eso me huele a más equívocos.—Por favor, Quinto. Hay muchos

que te admiran, con eso basta. No hashecho nada para ofenderme y muchascosas para agradar a tu padre. Aunque élquerría, igual que yo, que fueras unpoquito menos serio.

Aquello le sorprendió. «¿Serio?Nadie me ha acusado nunca de eso».

—Los padres, en especial lospadrastros, observan a sus hijos de otramanera, puede que más de cerca queotra gente.

Aunque ella pensaba que nadie

observaba a Quinto tanto como élmismo: se comportaba como un hombreque viera su propia imagen en una obrade teatro. Su hermano pequeño, Tito, eramucho más relajado, pero este segundohijo era la misma imagen de Aulo, tantoen lo físico como en lo moral. Claudiapudo ver que Quinto se había enfadado,y se arrepintió de haber llevado laconversación por aquellos derroteros.Su hijastro carecía de sentido del humor,lo que significaba que, en ese momento,él necesitaba decir algo para restaurarsu autoestima.

—También los hijos observan a susmayores, señora mía, y no siempre les

gusta lo que ven.Claudia hizo el esfuerzo consciente

de sentarse derecha en su triclinio yalisó los pliegues de su túnica pararecomponer su aspecto antes de replicar.

—¿Y bien?—Como mi padre está ausente,

hablaré con libertad…—Por favor, ¡hazlo!Quinto se recostó en su triclinio, a

sabiendas de que había reafirmado sudominio sobre la conversación.

—Me parece a mí que nuestra visitaa Illyricum podía haber sido algo másfeliz. Él desde luego parecía contento devernos a todos cuando llegamos, en

especial a ti, aunque en pocos días él sehundió en un profundo desánimo queduró hasta nuestra partida. Estará encasa antes de que el año termine y, deocurrir lo mismo aquí en Roma, puedeque Tito y yo nos preguntemos por larelación que existe entre vosotros.

La voz de Claudia sonó fría. Denuevo, Quinto hacía que pareciera unaintrusa en casa de los Cornelio.

—Que os lo preguntéis es del todocorrecto, Quinto, ¡siempre y cuando noos entrometáis!

El tono de ella parecía aumentar ladesgana en la voz de Quinto en vez dedisminuirla.

—¿Quién necesitaría entrometerse?Quizá pienses que disimulas muy bien tufrialdad hacia él, pero no es así. Esbastante fácil de ver para cualquiera quese preocupe de mirar.

—Si pretendes que te explique a timi relación con tu padre, me temo quevas a salir decepcionado.

La calma se evaporó y la voz de élsonó dura.

—No necesito explicaciones,señora. Recuerda quién fue el que terescató de aquellos bárbaros.

Claudia dejó caer la cabeza haciaatrás y los rizos oscuros de su melenacayeron en cascada por su espalda.

—Eso no lo olvidaré nunca.—Y yo no soy ciego ni estúpido.Ella volvió a alzar la cabeza y miró

directamente a los ojos de su hijastro.—Esto nos está llevando a algún

sitio, Quinto.—Así es. Me preocupo porque nada

de lo que hagas, o hayas hecho, ensucieel nombre de mi familia.

—¿Te refieres a tu nombre? ¿Odeberías decir a tus expectativas? —replicó ella con brusquedad.

Quinto habló despacio a propósito.—No sé por qué mi padre tolera

esto.—Mejor se lo preguntas a él.

—Creo que ya ha sufrido bastante.Puede que no tenga ojos para verlo, peroyo sí los tengo. Como creo que los tienemi hermano. Si alguna vez sale a lasuperficie la verdad de lo que ocurrió enHispania, nuestro nombre quedaríacubierto de fango.

—Y tu preciosa carrera quedaríavarada, en punto muerto —Quintointentó hablar, pero ella le calló de ungrito—. No me interrumpas. Soy de unafamilia que es tan noble como la tuya.Mientras tu padre esté vivo, responderéante él y sólo ante él. Me preguntasteantes qué era lo que despreciaba de ti.Pues bien, esta cena es una de las cosas

que desprecio. Estás tan preocupado detu dignidad que ni siquiera puedes haceruna cena informal en tu propia casa.

Quinto se sorprendió de verdad anteel ataque por este tema, y así lo mostróen su rostro, pero Claudia le negócualquier oportunidad de responder.

—Espero, créeme, que estimes a tupadre y desees imitarle, pero no puedoevitar pensar que careces de la únicacualidad que él posee en abundancia, lacualidad que lo convierte en un granhombre, cuya carencia te hará mediocre,sin que importe lo alto que llegues en lapolítica. Esa cualidad es humildadnatural.

Quinto sintió el aguijonazo de aquelreproche, aunque en realidad no fuegrave, pues él era un hombre hecho yderecho, un pretor y, como magistradode alto grado, poco acostumbrado a quele trataran así. La causa de su enojovenía del ataque que su madrastra habíadirigido a su autoestima, más que deninguna de las palabras concretas queella había empleado. Se levantó degolpe, y en su cara redonda se agitaba lapasión reprimida, sus negros ojosestaban llenos de algo evidentementeparecido al odio.

—Tiene suficiente humildad naturalcomo para tolerar el insulto diario que

tu frialdad amontona sobre él. Si yocarezco de esa cualidad, entonces doygracias. Si yo fuera él no me habríaescondido en una provincia olvidada delos dioses como Illyricum. ¡Acabaríacon esto de una u otra forma!

—Y yo aceptaría eso, aunque sólofuera por su buen nombre —replicóClaudia en voz baja.

En su furia, Quinto no la oyó. Estabasaliendo ya del triclinio, mientras sequitaba las sandalias a patadas y pedíasus cálceos. Pero le envió una últimapulla antes de partir.

—Me arrepiento del día en que teencontré y dejé que vivieras por mi «tan

humildísimo» padre.Claudia sintió que las lágrimas

anegaban sus ojos y los cerró con fuerzapara detener el flujo. Nadie searrepentía tanto de aquel día como ella,nadie sufría la maldición nocturna de losrecuerdos. Incluso sincerarse conalguien tan desfavorable como Quinto lehabría proporcionado cierto alivio de laconstante agitación mental que invadíasu vida.

El ruido de pies que se arrastrabanpor el suelo la alertó de que losesclavos habían entrado en el comedorpara recoger. Se puso de pie con prisa y,con la cabeza gacha para que no

pudieran ver que estaba afligida.Claudia corrió a su cámara, mientraspensaba que, si bien las cosas eranmalas ahora, pronto serían peores. Elperiodo de Aulo como gobernador deIllyricum llegaba a su fin. Volvería acasa para vivir con ella bajo el mismotecho, como un recordatorio constantepor el día de los torturados sueños queenvenenaban sus noches.

Aulo volvió en primavera; tras élquedó en Illyricum una provincia en paz,una frontera del todo impermeable frentea los ataques. Fue recibido en Roma pordos cónsules agradecidos por la formaen que había aminorado sus cargas

mediante su inteligente gobierno. Élsabía bien que eran seguidores de LucioFalerio, que había lidiado con durezapara organizar su encuentro, así comosabía que el verdadero informe lellegaría a él, pero había que respetar lasbuenas formas para mantener la ficciónde que aquellos dos, que ostentaban elsupuesto cargo supremo de laRepública, eran sus propios hombres.

La nota de Lucio llegó también de lamanera adecuada, con una fecha y eldeseo de que Aulo le visitara, que élmismo, como hombre que aún seinteresaba por la seguridad de laRepública, recibiría a su más viejo y

más querido amigo, Aulo Cornelio, yestaría encantado de escuchar de supropia voz los detalles de lo que habíahallado en Illyricum y de lo que habíadejado a su vuelta; y que, después de unespacio de catorce días, nadie, nisiquiera la lengua más maliciosa, podríaacusarle de interferir en los asuntos delEstado. «Hubo un tiempo», pensabaAulo mientras leía, «en que cuandovolvía a casa Lucio habría estado en sucasa para recibirlo, en una demostraciónde afecto que habría sido muy bienacogida».

Otros senadores fueron a verlo entrela recepción de la nota y el encuentro,

hombres que eran oponentes políticos dela facción de los Falerio. Algunoshabían sido seguidores de TiberioLivonio y compartían con sinceridad susideas sobre la ciudadanía y lasconcesiones de tierra a los pobres; otroseran más oportunistas y esparcíanelevados principios al tiempo queesperaban engatusarlo para querespaldara alguna causa que tenía másque ver con su codicia personal o suambición, que con el gobiernopropiamente dicho. Todos, si bienfueron recibidos con cortesía y tratadoscon la más correcta hospitalidad, semarcharon disgustados. Aulo ni siquiera

consintió en discutir la naturaleza delpoder de Lucio, y menos aúncondenarlo. Todo lo que consiguieronfue la constante repetición del sonsoneteque decía que su anfitrión no era aliadode ninguna parte, que era un sirviente deRoma, sin deseo de ser o de apoyar anadie que buscara ser amo de laRepública.

El encuentro con Lucio fue cordialsin llegar a ser efusivo, y ambosfingieron que era sólo la curiosidad loque hacía que el anfitrión hurgara contanta profundidad en lo que habíaocurrido durante el gobierno de Aulo, yuna ayuda a la memoria el que su

escriba tomara nota de tantos detallessobre cosechas y prospeccionesmineras, rentas impositivas contragastos y el estado de las relaciones conlas fronteras de la provincia. Aunque síquedó claro, según avanzaba laconversación, que Lucio estaba algomenos que feliz, y Aulo tuvo quereprenderle varias veces con suavidadpor sus arbitrarios métodos deinterrogatorio. Sólo después de una deellas, salió a la luz la razón de suirritabilidad.

Al no haber tenido influencia en laelección de su sucesor, Aulo, cuando sele preguntó, rechazó dar su opinión

sobre las habilidades de aquel, algo enlo que Lucio era menos moderado, y fuedurante su perorata sobre los defectosque percibía en el tal Vegecio Fláminocuando Aulo captó que, en parte, leestaba reprochando haber debilitadotanto el poder de los Falerio que elcabecilla de aquella facción se habíavisto forzado a acceder al nombramientode un hombre que no aprobaba enabsoluto.

—Ya sabes cómo luché contra todolo que Tiberio Livonio proponía, pero almenos él, a su manera casquivana, eraun hombre honesto. ¡Vegecio no lo es!Él y otros como él han aceptado el

testigo de Livonio como si fuera un palocon el que golpearme, y no les basta conla forma en que el populacho corea suscanciones, sino que me acorralan contralos muros como a una bestia. Ellos ya nocreen en sus ideas más que yo, peroengañarían felices a nuestros aliadoslatinos y aceptarían sus sobornos parapresentar tales medidas ante laasamblea. No tienes ni idea de lo duroque he tenido que trabajar paramantenerlos a raya y para reemplazartecuando llegó el momento. Sólo porevitar la derrota en algo de lejos másimportante, me vi forzado a acceder.Cada voto supone hacer una concesión a

uno u otro interés. No debería ser así, yno sería así si los hombres supieran vermejor dónde están sus obligaciones.

—Entonces, retírate —dijo Aulo,cansado de aquella letanía deautocompasión mezclada con quejasdisfrazadas.

Lucio entrecerró sus ojos al mirar aAulo.

—¿Dejarías tú el campo de batallasin una victoria? —la falta de respuestafue contestación suficiente—. No, amigomío, no lo harías, y tampoco lo haré yo.

—Lucio, cenemos juntos y podremoshablar de otras cosas, cosas másagradables.

—Me temo que sería difícil, Aulo,tal es mi preocupación por la Repúblicaque llega a ocupar todo mi tiempo. Almenos mis candidatos para laselecciones consulares del próximo añoestán relativamente a salvo. Si mehubiese negado al nombramiento deVegecio Flámino, no lo habrían estado.

Aulo repitió su invitación como unamanera para mantenerse al margen de lapolítica, de la que ya estaba aburrido.

—Pero, ¿intentarás venir a cenar?—Lo intentaré, sí. Y será un placer

volver a ver a la dama Claudia, cuyoentretenimiento, he de decir, hedescuidado en tu ausencia, si bien ella

declinó más de una de mis invitaciones.A Claudia no le gustaba Lucio, y

ambos hombres lo sabían, porque ellatambién había oído las bromas queLucio había ayudado a difundir en laépoca de su casamiento.

—Estoy seguro de que fue poralguna buena razón.

—Por supuesto —dijo Lucio con unaamplia sonrisa—. Aunque debo decirque está menos vigorosa desde quevolvisteis de Hispania. Me temo que irde campaña no le sienta bien.

Aulo sabía que no debía reaccionar.Lucio también le estaba haciendoreproches, pero no pudo contener un

tono seco en su voz.—Creo que has olvidado lo cansado

que puede ser luchar en el campo debatalla, amigo mío.

—Tiene una gran ventaja sobre lalucha en el Senado, Aulo. En el camposabes con exactitud quiénes son tusenemigos y quiénes, tus amigos —cuando Aulo estaba a punto dereaccionar, Lucio añadió deprisa y conun tono destinado a desarmarle—, peroestoy deseando pasar una velada encompañía de vosotros dos, y, te loaseguro, la política no nos molestará.

Cuando Aulo invitaba a Lucio acenar, ambos sabían que no sería un

encuentro personal. Aparte de su propiafamilia, estaban presentes los parientespolíticos de Quinto, igual que estabanlos padres de Claudia y varios antiguoscomandantes de campo de Aulo, cadauno en su triclinio. Como era costumbre,comieron sin bebida y después bebieronsin comida, un vino aguado, aunquepotente, que fue el punto en que lascosas dieron un giro a peor.

Incluso con toda aquella gente paradistraerle, la velada no fue un éxito.Lucio y Claudia, juntos al ser él elinvitado de honor, se interrumpían eluno al otro continuamente, aunque lohacían entre sonrisas, lo que hacía que

los otros invitados se preguntaran siaquellos comentarios mordaces eranejemplos de ingenio o de malicia. Aulolo sabía mejor, sabía que su mujerestaba defendiéndole, porque Lucio, apesar de su promesa, no podía dejaraparte la política, lo que a él leconfundía demasiado como paraintervenir. ¿Por qué una mujer que enprivado no le mostraba ningún afecto eratan resuelta al defender su reputación enpúblico? Él sabía que ella tenía pocotiempo para Lucio, y aquello seremontaba a la época de su casamiento.

Lo que no comprendía era queClaudia tuviera su propia opinión de

Lucio, formada durante los cuatro añosque él había estado en Illyricum. Eramiembro de un grupo de mujeres debuena posición que se reunían conregularidad sin la compañía de susmaridos, y como hacen las mujeres,hablaban, la mayor parte del tiempocompartían unas con otras lasfrustraciones, aspiraciones, dudas ycertezas de cada cónyuge ausente. Unabroma muy repetida en aquellos tiemposera que si se quería saber lo que enrealidad estaba pasando en Roma, lomejor era preguntarle a la esposa de unsenador. Las acciones de Lucio Falerioaparecían a menudo, cómo podrían no

concederle su relevancia política, yraras veces las elogiaban.

—La integridad, mi querida damaClaudia, es algo que está muy bien eneste lugar, pero Roma no puede basarsus conquistas sólo en eso.

Si bien nadie entendía lo que Lucioestaba diciendo, Claudia sí: no era nadamenos que un sutil menosprecio de sumarido y su decencia natural. Ella habíaalabado esa virtud cuando Luciointentaba dar a entender que cualquierhombre que permaneciese apartado delos asuntos de Estado, por mucho que seviese a sí mismo como virtuoso, estabaviviendo de hecho en un mundo de

sueños. Roma progresaba por actos, nopor contemplaciones.

—Pero, ¿acaso no es eso lo que nosdiferencia de los bárbaros, LucioFalerio, la idea de que debemos hacer locorrecto hasta en el caso de que vayacontra nuestros intereses? Entre toda lagente, tú destacas como ejemplo deautosacrificio en pos del buenfuncionamiento del Estado.

La mirada afilada que acompañaba aaquellas palabras eliminaba de ellastoda sinceridad. Lucio sabía que estabasiendo acusado de todo lo contrario.

—Yo me esfuerzo por un ideal, loadmito.

—Lo que debe proporcionarte unagran satisfacción.

—Lo único que sé es que me damucho que hacer.

—Tiene que ser agotador tener querecordar a otros, todos y cada uno de losdías, que la integridad es necesaria entodo.

—Creo que es la hora de losmúsicos, padre —dijo Quinto, el únicoentre todos los invitados que sabíaexactamente lo que estaba pasando.Aulo estuvo de acuerdo, ordenó que losllamaran e intentó cambiar el tema deconversación.

—¿Tiene Marcelo alguna aptitud

musical?—No, gracias a los dioses —replicó

Lucio—. Las actividades de mi hijo selimitan a las destrezas que puedan serleútiles en el campo de batalla y hacer deél un buen administrador.

—Deberías animarle, Lucio —dijoClaudia con tono malicioso—. Lamúsica ayuda mucho a suavizar latosquedad natural en los jóvenes. Sepuede ser a la vez un soldado y un poeta.Te sugiero que aprenda a tocar la lira.

—Claudia, es suficiente —dijoAulo, pues aquellos juegos de palabrasestaban yendo demasiado lejos.

Ella asintió para indicar que, en

adelante, permanecería en silencio, peroLucio no estaba dispuesto a dejarlopasar.

—No sabía, dama Claudia, queconocieras tan bien a los hombresjóvenes.

—Quizá sea mayor que el tuyo, dadoque mis recuerdos de juventud son másrecientes.

—Conozco a muchas mujeres queadmiran esa tosquedad a la que terefieres cuando los chicos se hacenhombres.

—Sin embargo, no has vuelto acasarte después de la muerte de la damaAmeliana; algo que encuentro

sorprendente, dado que tantas mujeresdeben admirarte.

Aquello era un insulto que hizo queAulo se levantara, pero Lucio estabademasiado versado en aquel arte comopara no devolver el cumplidomultiplicado.

—Una lástima, lo sé, especialmentecuando Aulo y tú me habéis dado tangran ejemplo.

Los músicos ya estaban reunidos yAulo, por el temor de una disputaabierta, les hizo gestos furiosos para queempezaran a tocar. Las notas de aperturafueron lo suficientemente altas comopara ahogar lo siguiente que dijo Lucio,

por lo que sólo Claudia le oyó expresarsu pena porque Aulo y ella no se lashubieran arreglado para tener hijos. Almirarla con atención, supo por el dolorque cruzó el rostro de ella, que habíaacertado.

Capítulo Doce

Aulo giró sobre su espalda con lamisma sensación desagradable quehabía estado con él desde la noche quevolvió a casa. El problema era que nopodía llegar a culpar a su joven esposapor su falta de interés, al ser él muchomayor que ella. Y aquella diferencia deedad se marcaba cada vez más con cadaaño que pasaba, hecho que había ido apeor por la larga separación de suservicio proconsular en Illyricum. Élsabía que la piel de ella estaba seca,

pero el sudor en su propio cuerpoparecía mofarse de él. Ella no sudaba,todo el esfuerzo era de él, y había sidoasí durante años.

—Lo siento, Aulo.—¿Por qué pareces tan triste?—Porque lo estoy. Porque no puedo

darte lo que necesitas.Aulo se apoyó en un codo, con su

cuerpo sobre el de ella. Pasó su manopor su pecho firme, rozando apenas elpezón. Claudia, con los ojos muycerrados, sintió un leve temblorinvoluntario.

—No es como si no pudieras sentir.Pensaba que el tiempo sería bastante

para sanarte. Y rezaba para que nuestravida fuese como fue una vez.

Ella rio con dulzura, pero con ellotransmitía sufrimiento, no felicidad.

—El perfecto matrimonio romano,los dos del más refinado linaje pese a ladiferencia de edad y unas gotas desangre sabina en mi pasado. Un guerreromaduro y condecorado unido, en formadel más estricto matrimonio, con sujoven esposa. Creo que tu viejo amigoLucio Falerio estaría celoso.

Aulo estaba confundido. Era extrañoque Claudia le ofreciese otra cosa que ladisculpa habitual.

—¿No es suficiente?

—Debería serlo.La voz de Aulo traicionó el enojo

que tanto luchaba por disimular bajo suhabitual calma exterior.

—¡No es eso lo que te hepreguntado!

Ella abrió los ojos y le miró a lacara; después alargó la mano y tocó sucara.

—Ninguna mujer tiene derecho aexigir más que un marido como tú. Eresun regalo de los dioses.

—Y aún así tú rechazas ese regalo acada ocasión —replicó él—. Apenasnos hablamos durante el día, y túdeambulas por la casa como si tu mente

estuviera en otro sitio; si no hayinvitados, cenamos casi en silencio yaquí en la cama eres como una estatua.En cambio esta noche, cuando Luciointentaba echarme en cara mis ideas,saliste en mi defensa.

—No sé por qué te molestas, Aulo.Él habló casi sin sentimientos,

decidido a ocultar a ambos laprofundidad de su pasión y la culpa quesentía por lo que le había ocurrido a ellaen Hispania.

—Me molesto porque te quiero.—Cualquier otro hombre me habría

apartado de su lado, quizá por otramujer.

La mano de Aulo subió de su pechoa su garganta.

—Tengo el derecho de matarte,Claudia, si así lo deseo.

—No me resistiré, Aulo, y teliberaré gustosa de la obligación dedevolver mi dote.

No quiso que sus palabras sonarangroseras, pero el tono exacto para lo queella intentaba decir se le resistía.

—¡Por qué! —gritó él, cediendo porfin a un enfado evidente, y su mano secerró sin querer alrededor de su tráquea.

—¿Por qué?Los hombros de Claudia empezaron

a estremecerse. Aulo vio que estaba

llorando y aflojó la presión; su cabezacayó en el hombro de ella y preguntó envoz baja, con sus palabras apagándoseen su piel.

—¿Por qué?Ella se esforzó por mantener la

fuerza de su voz.—Me alegro de que estés enfadado,

marido mío. Muchas veces deseo quemuestres tu enfado más a menudo.

Cuando él replicó, el dolor en supropia garganta se hizo evidente.

—Necesito algún tipo deexplicación, Claudia.

—Algo murió dentro de mí, Aulo. ¡Yera algo esencial! Pese a todos tus

esfuerzos, no puedes resucitarlo y tedigo ahora que esto es lo último quediré. No hablaré de esto nunca más y sideseas responder, hazlo mostrando tuenfado. Odio tu lástima más que nada enel mundo.

Después de aquello, Claudia le diola espalda y cerró los ojos con fuerzamientras recordaba aquel día de labatalla. Pensaba que era extraño nopoder recordar nunca los rostros deaquellos guerreros asesinos queintentaron violarla, a pesar de que podíarevivir con bastante facilidad lossentimientos de miedo y repugnancia quehabía experimentado entonces. Era como

si el cambio en su vida hubiese sido tandrástico que los hubiera bloqueado,como si el relumbrante filo de la falcatahubiera cortado las dos partes separadasde su existencia, separándolas así parasiempre. Aquella decapitación detuvo atodo el mundo, así que el único sonidoque ella podía oír eran los sollozos y losgritos apagados de aquellas mujeresmenos afortunadas que ella. Cuando susalvador la ayudó a ponerse en pie ycubrió su desnudez con una capa de lanabasta, su estatura se hizo aún másevidente. Ella apenas le llegaba alpecho e incluso a través del polvo en elaire y del olor de la muerte que la

rodeaban, ella le había olido: unafragancia almizclada a sudor fresco quenunca había dejado su memoria.Entonces él habló en perfecto latín, conuna voz profunda y armoniosa, parapreguntarle si sufría algún dolor.

—No —había contestado Claudia,consciente, mientras los dolores de suviolación empezaban a hacerse notar, deque estaba mintiendo. Le dolían losbrazos por la manera en que la habíanllevado a rastras, el pecho y la espaldapor los golpes de los tirones y losempujones. Podía sentir dónde habíantirado de su pelo hasta que casi se habíaseparado de su cuero cabelludo y el

dolor punzante de su ojo sospechaba queprocedía de un golpe a un lado de lacabeza.

—Mírame.Claudia reprimió su inclinación a

responder como forma de plantear undesafío, como forma de demostrar aaquel bárbaro que ella no estaba allípara obedecer órdenes, pero otra fuerzaparecía ejercer una presión másreveladora que le hizo levantar lacabeza. Lo que primero se encontrófueron sus ojos, grandes, de un azulpenetrante y luminoso, un rostrobronceado, no ennegrecido por el sol, ysu cabello dorado y largo. Él alzó la

mano para tocar su mejilla justo en elpunto donde ahora le dolía, y aquellosojos azules se cerraron mientras elrostro adquiría un aspecto de profundaconcentración. Casi de inmediato,Claudia notó que el dolor se atenuaba, yen unos segundos había desaparecidopor completo. Tras abrir los ojos, hablódeprisa en una jerga tribal que ella nopudo entender.

Una serie de emociones confusasdominaba a Claudia. Sabía que debíaagradecer a aquel hombre que hubierasalvado su honra —y, muyprobablemente, su vida— y no podíaevitar estar impresionada por su

presencia, la calma sin esfuerzo con laque imponía respeto, aunque claramenteera un enemigo, por lo que ella sentíaque debía despreciarlo. Era aquella unaemoción que intentaba evocar, sólo paraencontrarse que, cuando habló, su vozsonó sumisa.

—¿Quién eres?—Soy Breno, jefe de los celtíberos.

Les he dicho que te lleven a tucampamento. Serás tratada con todorespeto. El que arranque un cabello de tucabeza sabe que tendrá que enfrentarseconmigo.

—¿Y las otras mujeres? —preguntóClaudia, segura de que todos los

hombres ya estaban muertos.—No me interesan. No tienen a un

general romano por marido.El aislamiento, en una tienda sin luz

confeccionada con pieles de animal,permitió que los pensamientos deClaudia se rebelaran. Se sentó en laúnica silla e imaginó toda situaciónposible: que Aulo llegara a caballo alcampamento celta para rescatarla; almismo rescatador arrastrado entrecadenas y derrotado, y después ardiendoen una jaula de mimbre ante sus ojos. Ensu cabeza los ejércitos chocaban yambas partes ganaban y perdían, y supropio destino posible se mezclaba con

el calor y la sangre de la batalla. ¿Quéharía Breno con ella? ¿La había salvadode sus bárbaros sólo para aprovecharsede ella a su gusto? ¿Sería sacrificada auno de sus dioses paganos? Y a travésde todo aquello, dos imágenes luchabanpor prevalecer: primero el rostro deAulo, con su piel morena, sus ojosnegros, severo con su pelo negrosalpicado de canas, preocupado por subienestar; y en segundo lugar, el deBreno. No era tanto su rostro como supresencia, el poder de una personalidadtan grande que ella aún podía olerle, aúnpodía oír su voz y el roce de su manosanadora. Los sonidos del exterior se

intensificaron al caer la noche ysumergir el interior de la tienda en unaoscuridad absoluta que sólo servía paraaumentar su inquietud, para hacer queoscilara una y otra vez de la bravura alborde del pánico. Dormir parecíaimposible, pues cada vez que cerrabalos ojos las imágenes de los que habíanmuerto aquel día saltaban acusadoras;poco mejor era mantenerlos abiertos:sentía que sus fantasmas estaban en latienda, agolpados sobre ella, y leexigían saber por qué ella estaba vivacuando ellos habían perecido.

El clamor que crecía fuera de latienda llegó para aliviar aquello y su

estado de confusión y soledad le hizofácil traducir los chillones sonidos deuna lengua que no entendía a su propiolatín nativo. Predominaban las vocesindividuales, intercaladas conrepentinos bramidos de aclamación.Después hubo una sola voz, enfadada,que arrancaba uniforme y aumentaba aritmo constante hasta ser un grito, al quepronto se unían otras en lo que parecíaser una riña. Más voces se sumaron a ladisputa hasta que no se podía oír anadie; entonces el faldón de la tienda selevantó y entró Breno con una antorchaen llamas.

Aún llevaba encima el polvo de las

acciones del día y la gran espada de ladecapitación a un costado, y vestía unatúnica corta y unas calzas que manteníansujetas las tiras de sus sandalias.Mientras colocaba la antorcha en untrípode de metal, Claudia volvió aobservar sus rasgos angulosos yreconoció para sí que eraextremadamente atractivo, por suestatura, sus fuertes hombros y su rostroesbelto y bronceado. Después, serecordo a sí misma de repente que era elenemigo de su ciudad y de su marido. Élrevisó la tienda: el lecho sin deshacercubierto por un vellón de oveja, elsoporte de mimbre que sujetaba una

jofaina y una jarra de agua, de los queella no había hecho uso; después sevolvió hacia Claudia, que estaba quieta,envuelta en su capa de lana, sentada enuna pose rígida.

—¿Estás cómoda?—Soy una prisionera.Era evidente que la postura

arrogante que ella mantenía le divirtió.—Estuve prisionero en su momento,

mi dama, y no era como esto. Cuandotemas dormirte porque las ratas tecomen los dedos sabrás lo que es serprisionera.

—¿Y mi marido?—Está vivo y sigue al mando de su

ejército —después Breno suspiró, antesde añadir con un movimiento hacia atrásde su cabeza—. Esos idiotas secomportan como si hubiéramosconseguido una gran victoria. Se estáncontando unos a otros lo valientes queson —su rostro mostró una expresiónextraña, que Claudia inerpretó, alprincipio, como desesperanza, pero queun examen más cercano demostró queera frustración—. Tu marido es un buensoldado.

—El mejor que ha tenido Roma —replicó Claudia pomposa.

Breno sonrió por primera vez.—Entonces puedo estar seguro de

que, una vez le haya vencido, no tengonada que temer.

—No vencerás a Aulo, e incluso silo consigues, el año que viene llegaráotro ejército.

—Y otro el año siguiente —replicóél, con una voz que no mostraba rastrode miedo ante la perspectiva—, siempresuponiendo que yo permanezca aquí a laespera de ser atacado. En vez deponerles a todos ante el problema devenir a Hispania, me encontraré conellos delante de las puertas de Roma.

En ese momento, Claudia tuvo quecontrolarse para no reír. Sus palabras,pronunciadas con aquella calma, a ella

le seguían sonando como una locura.—Te crees más poderoso que

Aníbal.—Yo no, mi dama —dijo Breno al

mismo tiempo que sujetaba entre susdedos el águila de oro; aquella acciónvolvió a atraer la atención de Claudia.El amuleto destellaba a la luz de laantorcha mientras él lo movía, y parecíahaber cobrado vida, como si el aveestuviera volando en realidad—, pero síla raza a la que pertenezco. Hoy tumarido ha tenido suerte, pero nosvolveremos a encontrar de nuevo.Deberá tener suerte una vez más, dehecho cada vez que luche contra las

tribus celtas. Estas sólo necesitan tenersuerte una vez.

A la vez que hablaba, se acercó a lajarra y a la jofaina, se desabrochó elcinto de la espada y se quitó su túnica.De repente, Claudia cayó en la cuenta deque aquella tienda era la de Breno, porlo que fue bastante evidente que ella erasu prisionera personal. Intentó nomirarle mientras él tomaba la jarra deagua y derramaba la mitad de sucontenido sobre su cabeza, pero laimagen de los músculos en movimientoen aquella espalda ancha y morena seresistía a abandonarla. El faldón de latienda volvió a levantarse para dejar

pasar a dos muchachas, una de lascuales llevaba ropa limpia para Breno yla otra, una bandeja con comida quedejó sobre el vellón que cubría el lecho.Ninguna dijo una palabra, aunqueClaudia vio su interés por la manera enque observaban al hombre, con miradasque hicieron que ella se preguntase porlos arreglos domésticos de él. ¿Teníauna esposa o una serie de concubinasdispuestas a satisfacer sus necesidades?¿Por qué sentía tanta curiosidad?

—Come —le ordenó él.Tenía hambre, un hambre canina de

hecho, pero tenía también su orgullo.—No deseo tomar nada que

provenga de ti.Aquella mirada de frustración

volvió a instalarse en su rostro.—Por favor, no seas ridícula. He

enviado un mensaje a tu maridodiciéndole que si quiere que vuelvas, ély sus legiones deben abandonarHispania.

—Nunca aceptará ese trato.—No, no lo hará. Dudo de que tu

cautiverio afecte a uno sólo de sus actoscomo soldado.

—Entonces harías bien en matarmeahora.

Claudia sabía que habíasobreactuado al decir aquello: había

apartado la cabeza de él, con la miradahacia arriba en un intento de transmitir asus palabras cierto grado de nobleza.Permaneció así mientras él se acercaba,muy consciente de su proximidad cuandoél permaneció en pie junto a su silla. Sumano tocó su mejilla y le hizo girar lacabeza, y su contacto envió un escalofríopor todo su cuerpo.

—Creo que afrontarías la muerte coneste mismo aspecto.

—Eso espero.—Orgullo romano.—Espíritu romano.La mano de él cayó hasta el borde de

la capa y lo separó un poco para revelar

la carne desnuda. Rozó su piel con unsolo dedo, todo ello mientras sus ojosazules se mantenían en los de ella, conuna mirada fija que ella no podíadetener. Claudia sintió que su cuerporeaccionaba a su contacto, con uncosquilleo que recorrió sus brazos hastalas yemas de sus dedos, una sensaciónentre el dolor y el placer que la forzabaa tensar los músculos de su estómago.Claudia sabía dos cosas: que no debíasentirse así, pues era inmoral yperverso; y que también era unasensación que nunca antes habíaexperimentado, y que no quería que seinterrumpiera.

—Quisiera que ese espíritu romanose mantuviese, lo que quiere decir quetienes que comer. Hemos traído desde elcampo de batalla el carro con tuspertenencias. Deberías lavarte y tambiénvestirte.

El contacto físico y visual serompieron a la vez. Breno agarró suenorme espada, de hoja muy curva,ancha en la base y estrecha cerca de laempuñadura, y después, la antorcha.

—También deberías dormir.Saldremos con la primera luz del día.

Claudia intentó levantarse y seencontró con que sus esfuerzos quedabaninterrumpidos por gritos y lamentos,

insegura sobre si lo que oía llegaba desus sueños o de la realidad. CuandoBreno regresó, su túnica limpia estabamanchada de sangre tan fresca yabundante que soltaba destellos a la luzde la antorcha. A través de un ojoentrecerrado ella vio cómo volvía adesvestirse, incapaz de oír bien lossuaves ensalmos que sonaban como unaoración. Así, con la cabeza echada haciaatrás, los ojos cerrados y el talismán deláguila de su cuello en la mano, separecía mucho a un hombre que pidieraperdón.

Breno mantenía a Claudia a su ladodondequiera que fuera. Los celtíberos

cambiaban de campamento a menudo,raras veces permanecían en un mismositio más de los tres días que les llevabahacerse con el exceso de alimentos delos alrededores. Gran parte del tiemposu mundo estaba limitado por profundosvalles boscosos y rocosos acantilados,con algún atisbo ocasional de la llanuracostera que dominaba su propia gente, yla única constante era un sol abrasadormatizado, cada par de días, portremendas tormentas plagadas de truenosy relámpagos. Cuando montaban sustiendas, a ella siempre se le asignaba lade él; cuando cabalgaban, su caballoestaba pocas veces a más de un par de

pasos del suyo y, como él era muy atentocon ella en el trato, era imposible nocorresponder, igual que era imposible,especialmente para alguien que no podíahablar una palabra de su idioma,entender la clave de los problemas bajolos que Breno actuaba.

Mientras se alejaban a caballo deaquel primer campamento, los restos dela matanza, hombres, mujeres y niños,aún yacían donde habían caído. Con elpaso de los días, ella entendió que elloseran caudillos de tribus y sus familias,hombres que pensaban que una batallacontra Roma era suficiente y que queríanregresar a sus propias tierras con lo que

habían podido conseguir. Pudo ver laforma en que aquellos jefes que aún semantenían a su lado miraban a Breno: nohabía afecto en sus atenciones, sino másbien una cautela nacida del deseo desobrevivir. Aunque él los manteníaunidos como una sola fuerza de ataquepor algún poder sin nombre, susincursiones para encontrar romanos conlos que enfrentarse siempre acababanresultando en un regreso al campamentocon un abundante botín. Seguía a cadasalida una fiesta y la narración de largosrelatos heroicos para continuar despuéscon la comida y la bebida, todo elloobservado y atendido por un cabecilla

que no podía eliminar de su mirada unligero atisbo de desdén. Porque todo loque hacían era lo que él ordenaba.

Breno ejercía un tipo de mando queClaudia había observado en su marido,pero también tenía algo más: unainfluencia elemental sobre aquellos conlos que trataba. Según iban pasando losdías y las semanas, ella empezó a darsecuenta de que una parte de aquel mismopoder se estaba apoderando de ella. Lacercanía atemperaba tanto su resolución,como su orgullo. Era imposible estarcon alguien como Breno y mantener esatirantez propia de los romanos, sinesperanza de intentar evitar la

conversación con un hombre tan curiososobre Roma y sus asuntos, que a ella lehacía evadirse con las historias de supropio pasado. Así, Claudia aprendiósobre la tierra de bruma y lluvia de laque él provenía, lejos, al norte, en cuyasminas se extraían el oro y el estaño ydonde la gente pintaba sus rostros deazul. Oyó hablar de las terribles pruebasque afrontaban quienes, como él,deseaban servir como druidas,castigados por el fuego, la tierra y elagua, atados, para enfrentarse a estaúltima, a una roca mientras el gran mardel oeste laceraba sus cuerposdesnudos, y del voto que hacía cada uno

de ellos, renunciando de por vida a lacompañía femenina.

Breno podía relatar la historia de suraza, narraciones que retrocedían hastamás allá de las nieblas del tiempo, quehablaban de batallas ganadas y dehéroes, que invocaban la intercesión delgran dios Dagda y su compañera, laMadre Tierra, Morrigan. Aquel hombrepodía describir con detalle las pocionesque sanaban, igual que aquellas otrasque mataban, y recitar todo el canon dela ley celta, cuya interpretación habíaaprendido. Pensaba cada vez menos enAulo; en apariencia, su maridodesaparecía de sus preocupaciones para

convertirse en un recuerdo distante, puessus pensamientos cedían su espacio aconversaciones imaginarias con Breno,y Claudia, que aún tenía dieciocho años,era bastante madura y experimentadacomo para entender que los sentimientoscrecientes que albergaba por aquel celtaeran recíprocos. Fue por la manera queél tenía de mirarla, por aquella sonrisaque sólo dedicaba a otros pocos.Además, ella era capaz de hacerle reír,y le gustaba hacerlo, puesto que la culpade aquella primera noche, tan solo porhablar con el enemigo, se debilitaba conel correr del tiempo.

Como hombre, Breno tenía una

tendencia natural al contacto físico, puesera muy dado a tocar a aquellos con losque mantenía una conversación. Aquellolo aplicaba tanto a los comandantes delas tribus, como a ella, lo que la llevabaa preguntarse si ellos sentían esa mismasensación, aquel sentimiento queimpregnaba cada poro de su piel con unapersistente impaciencia. ClaudiaCornelia se acostaba con su marido conel recuerdo de que había sido ella, y noBreno, quien había actuado para llevarlas cosas a su conclusión. De hecho, ellallevaba puesta aquella misma capa conla que él había cubierto su desnudez eldía que se conocieron. No sintió una

pizca de remordimiento cuando tomó lamano de aquel celta alto y de ojosazules, para que se acercara a ella, yposó sus labios en los de él. No tuvoningún recuerdo de Aulo cuando dejóque aquella capa se deslizara desde sushombros para revelar el mismo cuerpodesnudo. Breno se resistió, perodébilmente, incapaz, a pesar de susvotos, de enfrentarse a una mujer tandecidida.

Fue ella quien le quitó la túnica ydespués se arrodilló, apoyando sucabeza en la ingle de él, para desatar lastiras que le sujetaban las sandalias.Breno medio le suplicaba que desistiera,

pero sólo lo hacía de palabra. Por unavez, era Claudia quien tenía el poderbásico, no él, un poder tan fuerte comopara llevarlo al lecho cubierto por elvellón de oveja, para tirar de su cuerpodesnudo hacia el de ella. Fue la mano deella, no la de él, la que sujetó elcolgante del águila detrás de la cabezade él para que no le hiciera daño. Loque salía de la garganta de Brenomientras le hacía el amor sonaba muyparecido a aquello. Justo ahora lorecordaba, igual que recordaba lassensaciones a las que había sucumbido,sensaciones que eran tan nuevas paraella como para su amante bárbaro.

Capítulo Trece

Tito Cornelio regresó a Hispania nocomo el hijo pequeño del granMacedónico, aquel crío montado en unponi, sino como un tribuno con todas susplumas al mando de varias centurias, almismo lugar en particular donde supadre había empezado su campañatantos años antes. Ya había visitadoantes el campo de batalla, aquel valleplano donde ya había experimentado laacción. Después de tantos años y en unentorno tan apacible, se hacía difícil

recordar aquellos miles de guerreros enlucha, las nubes de polvo, el entrechocarde las espadas, el clamor de la batalla,el olor de la sangre y la muerte. Lo quepersistía era el recuerdo de lo queocurrió después: la larga y difícilcampaña; el constante riesgo deemboscadas cuando las cohortes de supadre se abrían camino por las montañaspara hacer salir al enemigo; losincendios y el pillaje que erannecesarios para eliminar a cada tribu; ycómo su padre había llevado en silenciosu propia carga, concentrándose en lasestrategias necesarias para aislar y, porfin, vencer a Breno. La lista

interminable de tribus y caudillos quehabían acabado accediendo a la paz,todos obligados a dejar a familiaresdirectos como rehenes en el campamentoromano hasta que la campaña hubieraacabado, era prueba del buencomportamiento continuado.

Tito miraba a aquellos hijos ysobrinos de los jefes de las tribus contoda la arrogancia propia de su raza,pero aquello se suavizó con el contacto:eran bárbaros, zafios en su forma dehablar y en sus modales, pero aún asídespertaban la fascinación de una menteinquisitiva. Las tentativas de contacto seiniciaron después del intercambio ritual

de miradas sospechosas, algo que eraalentado por la costumbre de su padrede tratarlos como huéspedes de honor enlugar de prisioneros. El razonamientoera simple: si aquellos jóvenes conocíanmejor Roma, la respetarían más.

Los aspectos de su muy diferentemodo de vida eran absorbidos durantelos juegos que compartían: luchas conespadas de juguete, en las que cada ladoaprendía cómo rechazar las armas delotro, la espada corta romana contra lasfalcatas de madera. Se enzarzaban encompeticiones de tiro con arco ylanzamiento de jabalina, en encuentrosde lucha y de pugilato, en carreras de

caballos en las que descollaban a losceltas y, una vez que la campaña huboalcanzado cierto nivel de éxito, enexpediciones de caza. Tito aprendió adiferenciar una tribu de otra, cómoexpresar nociones básicas en su lengua,mientras les enseñaba a ellos losrudimentos del latín. A ellos no lessatisfacía competir con él, sino queestaban más decididos a superar a algúnrival de otra tribu. Las estrechasrelaciones, los odios y las disputas entrelos distintos clanes eran demasiadocomplejos como para dominarlos, y senecesitaba tacto para evitar ofender.Aulo alentaba a su hijo, en especial

cuando por fin se llevó la paz a lafrontera, a mostrar respeto y amistad aljefe de los bregones, que sólo era un parde años mayor que Tito, pero que seríacaudillo por herencia. En este caso lacuriosidad era recíproca: Masugoripodía hablar un poco de latín y queríasaber tantas cosas sobre Roma comoTito sobre la cultura celtíbera, y seconvirtió en la persona que tuteló aljoven romano en el idioma, los dialectoslocales, las costumbres y, lo que era aúnmás importante, quién odiaba a quién,conocimiento que le permitió entendercon más claridad a aquellos con los queentraba en contacto.

Escuchar cómo describía Masugorilas pendencias endémicas de lasdiferentes tribus, las cambiantesalianzas, la forma en que de continuohacían incursiones en las tierras de losdemás para robar ganado, cosechas ymujeres, hizo que se preguntara cómohabría conseguido aquel Brenoreunirlos, pues estaba claro que aquellosceltíberos no sólo eran incontrolables,sino que sus disputas eran muyduraderas. El mismo Masugori no erainmune a aquello: mantenía sus odiospor las tribus de los límites de suspropias tierras, igual que por otras másallá, y hablaba de algunos

acontecimientos de manera que los hacíaparecer muy recientes, para que Tito seenterase después de que estaba hablandode ataques y contraataques de los que lehabía hablado su abuelo.

Al ver otra vez aquel paisaje, lasplanas llanuras costeras interrumpidaspor montañas, Tito fue consciente decuánto había olvidado. Sin embargo,gracias al contacto con las tribus máscercanas, recordó poco a poco algunascosas: palabras y frases, laidentificación de las tribus por lavestimenta y las decoraciones de suspeinados, torques, hebillas y pomos deespadas; todo ello le era útil para su

tarea actual, para la que necesitaba lapaz. La obligación que había asumido,supervisar la construcción de una partede la calzada romana entre CartagoNova y Sagunto, era tan vital para élcomo la noción de combate. Como atodo joven romano, a Tito Cornelio se lehabía repetido hasta la saciedad que lascalzadas que construían eran los nerviosdel Imperio, parte del genio de suRepública. Gracias a aquellas vías,rectas como flechas, su dominiopermanecería donde otros, que habíancrecido demasiado para poder sercontrolados, habían fracasado.

Hubo algunos enfrentamientos con

bandas errantes, escasas contiendas conpequeños grupos con propósitos desaqueo, que le obligaban a mantener unatropa montada en movimiento preparadaen todo momento. Hasta aquella mañana,parecía imposible que se diera unabatalla propiamente dicha, situación queacontecimientos de última hora habíancambiado de manera dramática.

Tito mordió con fuerza la tira decuero cuando el cirujano se ocupó delcorte de su brazo. A pesar del dolor,sólo podía sentirse satisfecho, puestoque el recuerdo de la acción reciente leinfundía el tibio brillo del éxito. Este esel momento que teme todo soldado, ese

primer regusto a guerra real, el instanteen que cada nervio de tu cuerpo pideseguridad a gritos, aunque sabes quedebes quedarte y luchar y —si esnecesario— morir. Los celtíberos,cientos de ellos en lugar del par dedocenas habitual, habían salido de suretiro en la montaña bajo el manto de lanoche, habían esperado, ocultos en lospinares cercanos, hasta que los soldadosterminaron su desayuno y se dedicaron alas faenas de construcción de la calzada;entonces atacaron. Con sus pocoshombres armados y a caballo, Tito habíacargado para detener su avance y, enpocos minutos, se encontró rodeado.

Aquellos no eran una banda ordinaria demerodeadores de alguna tribu local, asíque no habría deshonrado su nombre sise hubiera dado la vuelta y hubieraintentado escapar, porque inclusodurante su carga, y ya en medio de lalucha consiguiente, había observado queestaba enfrentándose a hombres de másde una tribu. Pero era imposible huir:los hombres de la calzada, a los quesuperaban en número, necesitabantiempo para hacerse con sus armas yescudos, tiempo para formar y atacarcomo un cuerpo disciplinado. Confiabaen que ellos y su segundo al mandohicieran lo correcto. Gritando por

encima del choque de los metales, Titoordenó a sus hombres que desmontaran,mataran a sus caballos y formaran uncírculo.

La táctica funcionó: con una presatan fácil ante ellos, los celtíberos nopodían pasar por alto la oportunidad.Así que ignoraron su auténtico objetivoy el peligro creciente a su retaguardia, eintentaron llegar a la caballería romanaque estaba rodeada, resbalando en lasangre de los caballos muertos y de loshombres, mientras intentaban superar labarricada formada con los animalesmuertos. Tito y los suyos casi muerenbajo la brusca acometida del ataque,

mientras aquellos que estaban detrás delos hombres contra los que luchaban,incapaces de sumarse a la lucha, seguíanpresionando con ansia, y empujaban asía sus compañeros contra las espadasromanas, al tiempo que incrementaban laaltura del obstáculo que tenían quetrepar. Fue aquello, más que sus propiosgolpes defensivos, lo que salvó a lacohorte de ser aplastada.

Cayo Julio, el otro tribuno militar,confesó más tarde que ya había dado porperdido a Tito, igual que a sus hombres,y que, en vez de preocuparse por sudestino, se había concentrado en formarsus propias tropas sin prisa. El sonido

de las trompetas según avanzaba por finel relevo, redujo por una vez la presiónsobre Tito, pues los guerreros de laretaguardia se volvieron para combatir ala infatería de Cayo, lo que no hizo sinoaumentar el peligro. Ahora, los hombresque le estaban atacando, ya sin presión,daban golpes más certeros yaprovechaban el aumento de espaciopara conseguir un efecto más mortal. Sussoldados empezaron a caer, vendiendosu vida tan cara como podían, destino alque el propio Tito se había resignado:Cayo vencería, pero sería demasiadotarde para él.

Quien fuera que comandaba al

enemigo lo salvó a él. Un cuerno sonódos veces en la distancia, dos notassostenidas, y con una disciplina que sesuponía que no tenía, el enemigointerrumpió la acción y partió hacia elnorte en orden. Por encima de loscuerpos de hombres y caballos, Tito vioque se acercaban romanos; después segiró para ver desaparecer a susatacantes en una creciente nube de polvorojo, llevándose con ellos los pocostrofeos que habían sido capaces dearrancar a los legionarios muertos.

—¿Qué tal la herida?Cayo Julio llevaba todavía la

armadura de batalla completa, si bien la

mayoría de sus hombres se habíaquitado la coraza y el casco y despuéshabía vuelto a la construcción de lacalzada. Otros se habían desnudado yapilaban a los atacantes muertos,separándolos de las bajas romanas, querecibirían un entierro apropiado. Quizápor la noche regresaran los celtíberos apor sus compañeros caídos; si no, seríanpasto de los lobos y de los buitres.

Tito se miró el brazo derecho, que elcirujano se afanaba en suturar.

—Me temo que tendrás que escribirtú el parte.

Aquello hizo que Cayo frunciera elceño.

—Será un documento breve.—Hay que decir más de lo que

piensas, Cayo.—Atacaron nuestras líneas, algo que

hacen bastante a menudo.—Esto ha sido diferente. Nunca

hemos hecho frente a un grupo tannumeroso y ordenado —Tito podía verque su segundo al mando no le entendía—. Si atacan, lo hacen en grupospequeños, para intentar robar nuestrasmulas o nuestros suministros. Esta vezno. Esperaron para pillarnosdesprevenidos, se mantuvieronescondidos hasta que comimos yempezamos a trabajar. Esta vez querían

matar romanos.—He enviado exploradores para

evitarlo —dijo Cayo. Miró a sualrededor, a los hombres que trabajabanduro detrás de él—. Tendremos quecompletar su número con esclavos siqueremos terminar esta sección de lacalzada alguna vez.

—Y es más importante la manera enque interrumpieron la acción.

Cayo Julio resopló con sorna.—Huyeron, Tito. Siempre lo hacen

así una vez que nos hemos organizado.—No huyeron, les ordenaron que se

retiraran —Tito se dio cuenta de queCayo Julio no había oído el cuerno y que

pensaba que el simple hecho de suataque les había forzado a retirarse.Tampoco se había enterado de que loscuerpos que habían dejado atrás eran dediferentes tribus y, mientras se loexplicaba, pudo ver que ponía la caralarga. Cayo se había estado preguntandosi recibiría algún tipo de elogio por susesfuerzos al hacer huir al enemigo ysalvar a sus camaradas—. El cuernosonó dos veces y ellos obedecieron deinmediato, todos ellos. Sé que esto habíapasado antes, cuando estuve aquí encampaña con mi padre.

El cirujano alzó la vista a lamención del padre del joven. Él mismo

había servido con Aulo y, al mirar aTito, se sorprendió por el parecido. Noera sólo físico: ejercía el mando demanera tranquila y sin esfuerzo, ademásdel aire de hombre que siempre seríamodesto sobre sus logros personales.

—No veo que eso marque ningunadiferencia —dijo Cayo Julio.

Al entender cómo podía cambiar lacarrera de un hombre recibir un premiopor su coraje, en especial si hubierasido por salvar vidas romanas, Tito seexplicó con tacto, y le habló a Cayosobre la campaña de su padre contraBreno, así como las ideas del druidasobre una gran confederación celta.

—Solíamos hablar de aquello y nosestremecíamos. Y tú también lo harías sipensaras en el número de tribus en losAlpes y hacia el norte, y después lesañadieras los de Hispania y Dacia. Máshombres de los que Roma podríacombatir. Si alguna vez se unieran entorno a un único líder, podría haber unanueva derrota en el Alia.

—¡Vaya! También te has llevado ungolpe en la cabeza. ¿Cómo puedesigualar lo que ha sucedido esta mañanacon la derrota de cuatro legiones haceunos doscientos años?

Tito sonrió y después miró hacia elnoroeste, donde las montañas coronadas

de nieve se alzaban hacia el brillantecielo azul.

—Sí, claro, tienes razón: estoydejando que mi imaginación sedesmadre, pero es que hoy ha sucedidoalgo extraño y es nuestro deber informarde este hecho a nuestro general. En elfondo no queremos que los celtasintenten saquear Roma por segunda vez.

—Siempre y cuando se me permitamencionar que ganamos —dijo CayoJulio un poco resentido.

En realidad, Tito no estabaescuchando, pues aún miraba los pinaresde las colinas y se preguntaba si dehecho habían conseguido la fácil

victoria que Cayo Julio suponía. Sólocuando se movieron los vislumbró en lacima de una colina desnuda de árboles:una pequeña partida de jinetescolocados a la perfección parasupervisar los hechos recientes. Cuandose movieron, un pequeño objeto en elcuello de uno de los jinetes reflejó el soly envió un resplandor que parecía unarma enviada directamente contra él.

Licionio Domicio, uno de losingenieros más destacados de Roma,estaba sentado, y, con ojos inexpresivos,miraba a algún punto más allá de lacabeza del tribuno mientras Titoinformaba. Se sabía que las únicas cosas

que despertaban del todo su interés eranlas calzadas, los puentes y los viaductos.La prueba de aquello estaba en la mesaa la que estaba sentado, que estaba deltodo cubierta de planos y dibujos.Aunque había servido con honores en elpasado, como soldado y gobernadorprovincial, se podía confiar en que noignoraría las implicaciones de lo queestaba diciendo Tito. Si bien Domiciorelacionaba todo el asunto con losproblemas de su actual proyecto deconstrucción: el aprovisionamiento deuna calzada que recorría todo el trayectodesde Hispania, siguiendo la costamediterránea de la Galia, luego del

norte de Italia, hasta unirse con lacalzada que llevaba a Roma. Comohabía sido difícil asegurar el respaldosenatorial para un encargo tan caro,cualquier cosa con el potencial deinterrumpir su trabajo le producíaansiedad.

Se había reunido con los jefes de lastribus antes de empezar aquella secciónde la calzada, y un buen soborno leshabía arrancado la promesa de quedejarían en paz a los constructores,aunque Domicio era muy consciente delas limitaciones de una tácticasemejante: los celtas aceptarían sudinero y robarían lo que pudieran, pero

si aquello se mantenía dentro de unosniveles aceptables, sería dinero biengastado. ¿Acaso habían roto aquel tratoy aquello podía presagiar futurosproblemas? No había duda de quealgunos de los muertos provenían detribus que habían aceptado sobornos,pero ¿habrían actuado con conocimientode sus caudillos? ¿Justificaba lainformación que había recibido que seapartaran tropas del trabajo deconstrucción para castigar a lostransgresores? Como haría cualquierpolítico romano con experiencia,decidió transigir, y eligió enviar a sujoven tribuno a una misión que le

asegurase totalmente lo serio que podíaser aquel estallido.

—Por qué no, Tito Cornelio, ya quesiempre me estás sermoneando sobre loshábitos de esos bárbaros.

—Admito que los conozco un poco,señor.

—Pues ahora los conocerás mejor,jovencito. Necesito saber a qué nosenfrentamos.

Tito tenía dos métodos para reunirinformación, y ambos incluían pagar.Algunos celtas estaban dispuestos avender información sobre su raza,mientras que los tratantes griegos quecomerciaban con el interior buscaban

concesiones, como una reducción dearanceles por parte de quienescontrolaban las rutas hacia losprincipales mercados, los gobernadoresromanos de las dos provincias deHispania. Tito prefería a los griegosporque era menos probable quemintieran. Mientras escuchaba de susinformantes nombres de tribus, caudillosy localizaciones, el pasado volvió a élde manera más nítida. Algunos de losjóvenes con los que había competidoocho años antes habían llegado a serjefes. A todos ellos se les tenía respeto,pero por encima de aquellos que podíancausar problemas a Roma, una persona

destacaba por encima de todas lasdemás: un chamán druídico y guerrero,alto y de cabellos del color del ororojizo, que dirigía a una tribu llamadalos duncanes, cuyas tierras estaban en elinterior de la meseta central. En una razanotoria por sus excesos en el vestir, élno llevaba más que ropas lisas y untalismán de oro al cuello, con la formade un águila en vuelo.

Su nombre era Breno, el mismohombre al que había combatido su padrey fue él quien había dirigido el ataque enel que Tito había sido herido, a lacabeza de hombres a los que sus propioscaudillos, ahora enfadados, habían

prohibido participar. Como prueba de susinceridad, algunos ofrecieron devolverel oro de Domicio, pero Tito no quisoaceptar, primero porque sospechaba queaquello había sido ideado para provocarun rechazo, y en segundo lugar, el hechode que poseyeran dinero romano era loúnico que los obligaba a mantener lapaz. Su rechazo tuvo también la ventajaañadida de que fueran más abiertosrespecto a la amenaza real, y daban laimpresión de que temían a Breno, unlíder tan persuasivo como para apartar asus jóvenes guerreros de sus lealtadesnaturales.

El chamán se había hecho con una

base propia segura para su tribu muy enel interior; sólo hacía pruebas desde allíy venía a la costa a causar problemas. Silos caudillos de las montañas orientalesle habían acogido, había sido a causa desu tradicional hospitalidad más que poramor hacia aquel hombre y sus metas.Ellos también podían recordar, igual queTito, lo que había ocurrido antes: larebelión que él había dirigido y lamanera brutal que tenía de ejercer elmando. No era algo que quisieranrepetir —estar tan cerca del poderromano también significaba estar enprimera línea de las venganzas de Roma—, aunque los jefes de las tribus tenían

que tomar precauciones, pues, enaquella sociedad de guerreros, muchosveían como una cobardía hincar larodilla ante Roma. No era ninguna ayudatener a aquel intruso enardeciendo laspasiones de los que consideraban a suslíderes demasiado apáticos, así que sóloardían en deseos de volver a contar aTito cómo habían renacido comoamenaza.

Después de la derrota de su revuelta,Breno se había retirado más hacia eloeste, hacia el interior de la penínsulaIbérica, para lamerse las heridas, a lastierras que limitaban con la granconfederación occidental de los

lusitanos. Aquellos ocupaban unterritorio fragmentado en la parteoriental de la península Ibérica que seextendía por toda la costa rocosa delgrande y tumultuoso mar exterior, y sólocompartían una frontera en el sur conRoma, cerca del viejo puerto cartaginésde Gades. Aquella frontera estaba enuna calma relativa, pues los romanossolían dejar a los lusitanos en paz: elgrupo de sus tribus era tan grande y elpaís tan inhóspito que provocarlossupondría una guerra a gran escala enuna tierra que, en apariencia, producíapoco de provecho.

Breno había cruzado al territorio

lusitano para trabajar entre la gente,atraer la lluvia a las cosechas resecas,leer el futuro y entretener en loscampamentos que visitaba con sus largasnarraciones orales tan amadas de losceltas, dondequiera que habitaran. Sureputación se extendió hasta que, comomuestra del respeto en que se le teníacomo druida, los caudillos lusitanoshabían invitado a Breno para queoficiara en el gran festival de Samhain.Este tenía lugar en una arboleda sagrada,llena de altas piedras puestas en pie,como aquellas que había dejado atrás enel norte, sede de un templo con lareputación de contener tesoros de oro y

plata que no tenían precio. Por lo queTito podía deducir, Breno traicionó laconfianza depositada en él, pues en pagoa la hospitalidad recibida, intentósocavar deliberadamente a susanfitriones. Una vez que habíaidentificado a los hombres quesucederían a los caudillos presentes,hambrientos de poder pero aún sinriquezas, o que mostraban suficienteaprecio por la paz, predicó su anteriordoctrina de la guerra destructiva contraRoma e intentó revivir su idea de unagran confederación céltica para aplastarel poder de la República.

Aquello ya era historia. Obligado a

marcharse por los furiosos caudilloslusitanos, Breno se había dedicado aviajar una vez más, de regreso a lasfronteras occidentales de algunos de losclanes que había liderado contra AuloCornelio. Había vagabundeado entreellos, sin ser siempre bien recibido, y lainformación a la que Tito habíaaccedido lo situaba en uno u otromomento en todos los campamentostribales de aquellas tierras, mientrasrecorría toda la Iberia céltica. Al final,había llegado a Numancia, hogar de unclan llamado los duncanes. Aquí fuerealmente bien acogido, por los poderescon los que sanaba al enfermo y

eliminaba las plagas de sus escasascosechas, pues los duncanes eran unatribu en declive.

La hospitalidad celta siempre habíasido el aliado más potente del druida, yaquí se daba por partida doble, enespecial desde que el caudillo, un viejoguerrero llamado Vertogani, lo habíaacogido en su propia cabaña. Amigo dela comida, la bebida y las vírgenes, elanciano había acogido a alguien conquien poder fanfarronear, orgullosocomo estaba por el arco de cráneos quedecoraba la entrada de su casa. La tribuhabía sido temida antaño, al igual queVertogani, pero ahora él era viejo e

inútil, y su pueblo, estrujado entre loslusitanos al oeste y las tribus cada vezmás poderosas del este, que intentabanhacerse con sus tierras, se arrastrabahacia la extinción.

Vertogani había vivido muchos añosy, durante ese tiempo, en una constantesucesión de jóvenes esposas, habíaengendrado demasiada descendencia,especialmente hijos, a cada uno de loscuales se había hecho con una pequeñaparte de la tierra de la tribu. Cansadosde esperar, aquellos sucesores habíansucumbido con facilidad a los encantosde sus codiciosos vecinos, paraencontrarse con que las promesas de

elevarlos al liderazgo de los duncanestendían a evaporarse una vez que losagresores tenían sus tierras bajo control.Algunos de ellos, derrochadoresescarmentados por la experiencia,habían vuelto al redil para serperdonados por su muy indulgentepadre. Allí esperaban con paciencia aque el anciano muriese para poderreclamar su título, pero no habíancontado con Breno.

Él había dejado de lado sus votosdruídicos de celibato al casarse con lahija favorita de Vertogani, y deinmediato empezó a hacer maniobraspara reemplazar a su padre, mediante

insinuaciones de sus ideas comoconsejos al anciano, de forma que, enrealidad, él era el verdadero jefe. Uno auno, sus rivales, los hijos naturales deVertogani, murieron en extrañascircunstancias. Otros familiares delviejo caudillo, incluidos muchos de losque habían relatado gran parte de estahistoria a quienes se la contaron a Tito,habían tenido el buen sentido demarcharse, de forma que, cuando por finel anciano caudillo sucumbió, sóloquedaba un hombre para reclamar sulugar.

Tito no podía entenderlo, y susinformantes celtas tampoco podían

explicárselo. ¿Por qué iba Breno ameterse en tantos problemas para asumirel poder en una tribu tan débil enhombres y riqueza? Entonces, poco apoco, según le llegaba más y másinformación a través de los tratantesgriegos, se dio cuenta de que para él losduncanes tenían una ventaja preciosaque superaba todas las demás: laubicación de la principal ciudadela dela tribu. Numancia, una enorme colinacon tres farallones escalonados, sealzaba al resguardo de las montañascentrales, en la confluencia de dos ríos.Las cabañas de los duncanes seasentaban en la cima de aquel gran

monte, que dominaba todo el campo delos alrededores. Cuando Tito preguntó alos griegos quién comerciaba con Breno,empezó a entrever el esquema de susintenciones: Breno ya había empezado areforzar el lado del fuerte de la colinaque requería defensa, con la intención deconvertir Numancia en inexpugnable,algo evidente para quien tuviera ojospara verlo.

Los tratantes griegos más avezadosdibujaron bocetos de lo que ya habíaconseguido, así como un mapa bastantedecente de los alrededores, lo quepermitía a Tito añadir las ampliacioneslógicas que resultarían de tal trabajo.

Breno seguía manifestando su mensajede guerra contra Roma, lo que atraía alos insatisfechos de otras tribus, así que,si el viejo jefe había perdido guerreros,Breno los estaba reuniendo enabundancia. Bien seguro en su territorio,había empezado a recuperar las tierrasrobadas bajo el poder de su predecesory, mediante una mezcla de luchas yzalamerías, empezaba a extender elmiedo entre sus vecinos. El resultadoera un dominio de potencia creciente, enel que, bien mediante acuerdos, bienmediante amenazas, él era el líderreconocido, alguien con evidentesintenciones de profundizar aquella

esfera de influencia de una manera queestaba destinada a llevarle, una vez más,a un conflicto con Roma.

Tito tenía tanta información sobreBreno que casi parecía que el druidaquisiera que los romanos conocieran suspensamientos. No puedes levantargrandes murallas defensivas, anillo trasanillo, con suficiente espacio en suinterior como para un ejército y esperarque pasen desapercibidas. Tampoco élpodría haber extendido su red dealianzas sin acabar alertando al únicopoder de la península con los mediospara contener sus ambiciones. Todos susdiscursos de los que se informaba

hacían referencia a su odio por Roma,palabras pronunciadas con tantafrecuencia que le habían sido referidastextualmente a Tito por una fuente trasotra.

—Ahí lo tiene, señor, el tema de laspesadillas de mi padre. Primero, unavictoria en Hispania, después ladestrucción de Roma al unificar a todaslas tribus celtas desde Iberia, a través dela Galia, hasta Dacia.

—Bonita historia, Tito Cornelio —dijo Licinio Domicio—, pero dudo quesea cierta. Si quieres oír tres opinionesdiferentes, lo único que tienes que haceres preguntar a dos caudillos celtas.

Tienen la costumbre de no estar nuncade acuerdo en nada. Créeme, lo sé bien.Los combatí a los pies de los Alpes, loque es duro, y firmé tratados de paz conellos, que es aún peor.

—Consiguió organizarlo así contrami padre. Entonces luchamos contra unaalianza, no contra una tribu.

—Pero sólo en Hispania, y él perdió—declaró el viejo senador. Volvió amirar los rollos, aquellos en los queTito había escrito su informe, como sicomprobase sus datos—. Ese Brenopuede cotorrear todo lo que quiera:necesitará más que palabras, por muypotentes que sean, para unir a toda la

confederación celta. Ni su gran diosDagda, aunque saliese de las entrañas dela tierra, podría hacerlo.

—Creo que su dios supremo habitaen un árbol, señor, no en las entrañas dela tierra.

—¡Pues mejor aún! ¡Sus sesos estánhechos de madera, como los de quieneslo adoran!

—Entonces, ¿no hacemos nada,señor?

—Tenemos que construir unacarretera, Tito Cornelio —agarró elrollo y empezó a enrollarlo con firmeza—. Y esto irá a Roma. Tenemoscónsules que deciden estas cosas. Que

ellos hagan su trabajo mientras yo hagoel mío.

Capítulo Catorce

Lucio Falerio se sentó mirando losrollos que tenía delante, un conjunto quehabía tenido que buscar en lasabarrotadas estanterías que había en suestudio. Mientras esperaba a que llegaraAulo, no había sido capaz de resistir latentación de refrescar su memoria.Habían pasado seis años desde la últimavez que los había ojeado, y ocho añosdesde el acontecimiento que describían.Su administrador, ahora en pie ante él yen silencio, con cara de preocupación,

había hecho todo lo posible: la cantidadtotal de rollos ante su amo lodemostraba. No se le podía culpar porsu incapacidad para descubrir lainformación que Lucio requería, aunquelo cierto es que daba la impresión de unhombre que preveía una reprimenda.

Con su amo ausente, los esclavos dela casa de los Cornelio habían sidoentretenidos a lo grande en las tabernas,se les había preguntado cuando estabanborrachos y, en un caso, uno había sidodirectamente sobornado, pero no habíasalido nada de aquello. Suadministrador, reacio a abandonar,incluso había actuado como casamentero

para una de las sirvientas personales dedama Claudia. Le había presentado aaquella caprichosa chica a un bellonúmida llamado Thoas, enviado a Romade la granja de los Falerio en Sicilia.Este esclavo, que superaba los seis piesde estatura y era atractivo, y pretendíaservir como esclavo personal de Lucio,había actuado para volver loca de amora la joven sirvienta. De esta forma,Lucio había acabado con un espía en lamisma casa del hombre cuyosmovimientos estaba invstigando, aunqueincluso con eso, y con casi un año depaciente investigación, aún no habíapodido averiguar dónde había estado

Aulo la noche en que nació Marcelo.Ante el pensamiento del nombre de

su hijo, su mente lo llevó de inmediatoal propio chico. Se había puesto muchocuidado en la educación de Marcelo, eincluso se había ejercido más en elasunto de elegir un preceptor apropiado.Había probado varios y los habíaencontrado deficientes, con alarmantestendencias a permitir comportamientosen su hijo que Lucio considerabaimpropios de un un romano. Cada uno deellos, desde luego, provenía de aquellamaldita tribu de griegos formados tannumerosos en los catálogos de losmercaderes de esclavos; eso sí, siempre

que pudieras pagarlos. El que por finhabían comprado, de nombre Timeón, unateniense, había costado casi tanto comosu cocinero, pero Lucio había sacado unbonito provecho al enrolar a los hijos deotros patricios para que Timeónenseñase a toda una case de chicos envez de sólo a Marcelo. Esto suponía laventaja añadida de dar a su hijocompañeros de juego de su misma edady clase, y, como dueño de la escuela, supadre estaba en posición de examinar aaquellos compañeros de juegos paraasegurarse de su idoneidad. Diez chicos,todos de las más nobles familias,asistían cada día.

Y nada que no se supiera ya: Timeónno era de los que toleraba elcomportamiento bullicioso. Entre sumaterial de enseñanza tenía un sarmientode vid y a Lucio le alegraba saber que lousaba incluso con Marcelo. Veía, con elojo de su mente, el sarmiento chasquearsobre la espalda de su hijo. Aquella erala manera de criar a un romano: con unrégimen violento y una dieta estricta. Eladministrador, al ver la expresión delrostro de su amo, mientras élcontemplaba el castigo regular de suheredero, la malinterpretó como unapróxima reprimenda, y habló deprisacon la esperanza de desviar la cólera

que se acercaba.—Como verá en el último informe,

amo, el númida ha confirmado que AuloMacedónico desembarcó en Ostia, sibien en realidad no llegó a Roma hastael día posterior al nacimiento del amoMarcelo.

—Mientras sus hijos habían llegadoa casa semanas antes —dijo Lucio,mientras hurgaba entre las hojas depapiro hasta que encontró la quebuscaba.

—Seis semanas antes, amo. AuloMacedónico se embarcó en Emphoraehacia Massilia, en lugar de volverdirecto desde Hispania.

Lucio recordaba el tiempo conmucha más claridad que losacontecimientos, o la ausencia de estos,en los rollos: la República enconmoción, los disturbios mientras unaturba, empeñada en apoyar a Livonio ysus llamadas reformas, amenazaba condesbordar sus suburbios; habladuríassobre la elección de un dictador, con laclara implicación de que aquel hombredebía ser Tiberio, algo que habíaatajado de la única manera que sabía. Asus propios ojos, Lucio no habíaaprobado el asesinato, sino que habíapuesto fin a una conspiración que habríasocavado los cimientos del Estado. El

caos consiguiente pareció reforzar suposición, pero aquello había sidoincidental y, en cualquier caso, sólohabía durado unos días, hasta que Aulohabía pronunciado el discurso que loapartó de la causa de los optimates.Todavía tenía que lidiar con losresultados de aquella deserción, todavíatenía que tratar con una asambleaconflictiva en la que mantenía una luchaconstante para refrenar a la mayoría quequería, y a veces tenía que ceder terrenono sólo a sus oponentes, sino a hombresque buscaban sacar provecho de sunecesidad de votos.

Lucio se preguntaba si Aulo sabría

lo dañina que había sido su declaraciónde independencia, consciente de que élmismo nunca había subestimado el gradode apoyo que un hombre de tan evidentehonestidad le prestó en el pasado.Incluso podría decir que la vida habíasido más simple mientras Aulo y élseguían el cursus honorium. LaRepública había mantenido un sólidoequilibrio: parecía que todo el mundoconocía su lugar en la estructura de lascosas, y el cambio, si es que alguno sellegaba a debatir, era gradual; fue unaépoca dorada. Entonces se entristeció,pues por mucho que hubiera endurecidosu corazón cuando llegó a la seguridad

del estado, no había podido evitarperder la única amistad en la que estabaseguro de poder confiar, y en realidadsintió una quemazón en el nacimiento dela nariz, que pellizcó para evitar que laslágrimas empezaran a manar. En sumente aparecían imágenes delcompañerismo que habían disfrutado:las peleas en broma, las travesuras, lapesca y la caza juntos, las lecciones degriego, en las que Lucio siempre ibaaventajado. Al darse cuenta de que serecreaba en la nostalgia, Lucio se obligóa ser pragmático: los sentimientos lodestruirían todo con sus buenospropósitos, a menos que, por supuesto,

Aulo no fuese tan honesto como deseabaaparentar.

—Incluso las legiones regresaronantes que su general —dijo, y eladministrador asintió—. Puesto que nohabía una razón conocida para ello, sólopuedo asumir que retrasó a propósito suretorno a la ciudad en un momento enque sabía que las cosas se poníandifíciles.

—Todos sus esclavos personales,excepto Cholón, volvieron con sus hijosQuinto y Tito Cornelio, amo.

Lucio volvió a examinar los rollosde papiro.

—Eso es lo que resulta tan extraño.

Los envió a todos de vuelta. Según losinformes, la dama Claudia perdió a susdos doncellas en la campaña, así que suesposa se quedó sin asistencia personalen absoluto. ¿Por qué?

El administrador aventuró la mismaopinión que había tenido durante todosaquellos años, pues, si pudiera pensaren una docena de razones que podríanlevantar la sospecha del hombre encuestión, no veía necesidad de evitaralimentar la mosca detrás de la oreja desu amo. Aquello hacía la vida más fácil.

—Porque ella no la necesitaba. Ellay su marido, tanto en la Galia como enItalia, eran invitados de alguien que

podía proporcionarles cualquiercomodidad personal, alguien tan ricocomo para tener abundancia de esclavosen sus propiedades.

—Y desde Ostia pudo marchar encualquier dirección. Qué fácil le habríaresultado seguir hacia las colinas deCampaña, llenas de villas quepertenecen a mis enemigos máspersistentes. ¿Con quién hablaría paraabandonar así nuestra causa?

Lo que quería decir era: ¿quiénhabría ejercido sobre su viejo amigomayor persuasión que la que él podíaejercer? Aulo siempre había delegadoen él en política, siempre había confiado

en su juicio por encima del de otroshombres. Se pellizcó de nuevo la nariz,pero esta vez fue un poco deautocompasión lo que creó la necesidad.Su administrador encogió los hombroscuando él levantó la vista hacia él, loque enfadó a Lucio y con un gesto, leordenó que saliera, mientras volvía a unmontón de rollos, copias de losdespachos más recientes que acababande llegar de las provincias.

El sarmiento aguijoneó de un expertolatigazo el lóbulo de la oreja deMarcelo. Él luchó para controlar susgestos para que Timeón no pudiera verque le había hecho daño. El preceptor

disfrutaba infligiendo castigo físico y eljoven hijo de su amo era su principalobjetivo. Tenía más cuidado con losotros, para evitar que los padres,enojados por su tratamiento, no losretiraran de la clase, puesto que elmismo Lucio Falerio, que asentiría conaprobación si Timeón le informara delnúmero de golpes que habíaadministrado a Marcelo, se dejaríallevar por una furia irrefrenable siperdía un alumno y el ingreso que esapérdida conllevaría. El griego sabíacuánto le había costado a su amo.

—Te haré la pregunta otra vez, amoMarcelo.

—¿Es que la respuesta eraincorrecta? —replicó Marcelo condescaro.

Notó que sus compañeros seestremecían, pues hablar a Timeón enaquel tono insolente era la formaperfecta de incitar otro golpe. Obligadopor ello el preceptor, esta vez elsarmiento le atizó al joven en la partesuperior del brazo. Esta vez no pudocontrolarse y se vio forzado a cerrar losojos con fuerza.

—¡Y cómo voy a saber si larespuesta es correcta, miserable criajo!—gritó su preceptor—. Ya te he dichoantes que no masculles.

Marcelo siempe desafiaba a Timeón,incluso a veces para interceder ennombre de los otros alumnos y dirigir elcastigo hacia sí, y, mientras leadmiraban por aquello, eran muy dadosa decirle que era un loco. Marcelorespondería, mientras su pecho infantilse inflaba un poco, que, como romano,no permanecería quieto mientras veíaque se infligía un castigo sinjustificación. La mayor parte del tiempogustaba a sus compañeros, pero cuandohacía aseveraciones pomposas comoaquella, lo detestaban. En talesocasiones se ponían contra él: tenían quehacerlo, porque ni por separado ni en

parejas podían igualarlo en fuerza ydeterminación.

Timeón había alzado el sarmientomuy por encima de su cabeza, con unbrillo en sus ojos mientras se preparabapara descargar sobre Marcelo unlatigazo con toda la fuerza que tenía,pero la figura en el umbral, entrevistadesde la comisura del ojo, quepermanecía en silencio y quieta, detuvosu brazo en el aire. Marcelo habíalevantado su cabeza para demostrar queno tenía miedo y, cuando el golpe nollegó, también se giró para mirar. Alto eimponente con su toga senatorial, elvisitante mantuvo la mirada de Timeón

igual que un terrier mantiene la de unconejo asustado. Ahora todos los chicoslo miraban: veían a un adulto, miembrode un grupo considerado en ocasionesenemigo, en otras, amigo. Marcelo, consu visión sentimental del Imperio de laciudad estado, veía al perfecto romano.El cabello canoso un poco rizado, losojos oscuros y penetrantes, la narizprominente y sus labios, mantenidos enuna media sonrisa, daban a entender queera una persona sin miedo. La confianzaque emanaba de él era casi tangible: notuvo que hablar para imponerse, bastócon que estuviera. Allí estaba unsenador romano, un ex cónsul a juzgar

por la anchura del borde púrpura de sutoga, un hombre que con una sola manopodría hacer callar a un tribu desalvajes, o detener un motín en las filasde una legión, sin siquiera alzar la voz.Habló, una sola frase breve, con untimbre de voz profundo y atractivo,modulado para desinflar elsobrestimado ego de su destinatario.

—En el caso de que te canses de laenseñanza, amigo mío, el ejércitosiempre tiene necesidad de muleros.

Marcelo contuvo con rapidez unarápida y chispeante risotada, mientraslos otros chicos intentaban ocultar sussonrisas. El hombre del umbral movió

su cabeza ligeramente y sonrió aMarcelo mientras Timeón dejaba que subrazo bajara a su costado, sin saber bienqué hacer. El chico se enderezó y miródirectamente aquellos ojos, que dealguna manera parecían ser ambosseveros y tibios. Con el espíritudesafiante que era a la vez su mayorbendición y su peor defecto, replicó ennombre de la clase entera.

—Deje tranquilas a las mulas, señor.Seguro que ya saben bastante. Esteprofesor sólo las llevaría a un callejónsin salida.

Los labios se abrieron en unasonrisa plena.

—¿Eres tú Marcelo Falerio Orestes?Por si acaso, el chico se enderezó

aún más. Poca gente empleaba aquelnombre completo, pues aludía a lascircunstancias de la muerte de su madre.

—Sí, señor.Los ojos del visitante, visiblemente

endurecidos, se volvieron despaciohacia Timeón.

—Entonces ten cuidado, profesor. Sile ocurre algo al padre del chico, tu amoserá él. Bien podrías encontrarterezando por un puesto tan elevado comoel de un mulero. Si yo fuera él, al llegarmi herencia, te pondría a blanquear losinteriores de las cloacas.

Un esclavo que daba la hora rompióel hechizo, y el hombre saludó con lacabeza una vez más a Marcelo y se fue.Timeón dijo con voz ronca:

—La lección ha terminado. Ordenadesto antes de marcharos.

Una medida de la pérdida deautoridad que acababa de sufrir fue quesu clase le ignoró. Salieron juntos a todaprisa y se dirigieron al callejón de laparte trasera de la casa para jugar. Aulose volvió para mirarlos mientraspensaba en sus propios hijos, que yahabían crecido demasiado como paradarle la alegría que aquelloscompañeros darían a sus padres. El

mayor era un magistrado con la miradafija en el consulado, mientras que elpequeño estaba en el ejército, y, segúnhabía oído, ya había recibido su primeraherida en una leve escaramuza. Habíaocurrido hacía unos meses y, sin másnoticias, él asumía que Tito estaba deltodo recuperado de lo que le habíadescrito en sus cartas como un simplearañazo.

Una copia del informe que Domiciohabía enviado a Roma, en el que semencionaba a Tito Cornelio y suslogros, estaba entre los rollos delescritorio de Lucio Falerio. No habíallegado a sus manos por su capacitación

oficial de censor, sino que los cónsulesen ejercicio le habían enviado lainformación, pues ambos habían sidodesignados por él y eran muyconscientes de la deuda que habíancontraído con una figura fácilmentereconocible como el hombre másdestacado en Roma. Tito había sidoconcienzudo, lo que hacía que Lucio sepreguntara cómo todo lo que habíaestado sucediendo en el interior habíapasado desapercibido para losgobernadores de las dos provinciashispánicas. ¡Así que el cabecilla contrael que se había enviado a luchar a AuloCornelio hacía diez años había vuelto

para causar más problemas! Lucio leyólos detalles de sus actividades conrecelo, sabedor de que la gente a la quese paga por informar suele adornar susrelatos para realzarlos. La manera enque los comerciantes y los renegadoshabían descrito aquella fortaleza en lascolinas, además de los planes de Brenopor ampliarla, hacía que parecierainexpugnable. Lucio estaba menosimpresionado: Numancia estabademasiado lejos como para molestar aRoma. Si el tal Breno estabafortificando el lugar, seguramente eracomo defensa contra las tribus aledañasy no contra la República. En cuanto al

problema en la frontera, sucedía de tantoen tanto, y por lo tanto no causabaespecial alarma. Descartó las amenazasde una gran confederación céltica sintenerlas en cuenta.

Domicio tuvo la precaución deañadir que, por lo tanto, le habíandejado relativamente en paz y que, comono había sufrido más que provocacionesmenores, no tomaron represalias, aunqueel astuto y viejo ingeniero añadió queunas tropas adicionales seríanbienvenidas. Lucio, que tenía buen ojopara el disimulo, pudo leer entre laslíneas de aquella afirmación: Domicioconocía mejor que nadie la especial

naturaleza de Iberia en la memoriacolectiva del pueblo romano, pues elnombre de Aníbal aún se utilizaba paraasustar a los críos y hacer que secomportaran bien. El cartaginés habíallegado desde Hispania tras cruzar losAlpes con sus elefantes, aniquilar a dosejércitos romanos en el lago Trasimenoy en Cannas, para después pasar losdoce años siguientes atravesando Italia alo largo y ancho, incendiando,saqueando y destruyendo. Durante suinvasión, recibió ayuda y apoyo en lossaqueos que infligía en la patria italiana,de las tribus celtas que odiaban a losenemigos de Aníbal, clanes que

compartían frontera con Roma alrededorde las provincias norteñas.

La única forma de mantenerlos araya era castigarlos por cualquierinfracción. Domicio tendría que haberabandonado sus obras de construcción yhaber atacado de una vez, pero aquelhombre se preocupaba más de sucarretera que del porvenir de losgranjeros de la frontera. Tenía laintención de seguir adelante con sutrabajo, pero el viejo zorro escribía quesi el Senado insistía en que castigara aBreno, entonces tendría que facilitarlelos medios para hacerlo. Semejanteactitud no incitaría al censor a sonreír,

pero sí lo hacía ahora, pues en muchasocasiones Lucio Falerio había tenidocausas para sorprenderse por lastravesuras de los dioses.

Resultaba extraño que ese díallegara a sus manos un informerelacionado con el tal Breno. Se habíaasumido que el chamán era historia,aunque evidentemente no era así. La otraparte de aquella historia esperaba paraverlo en ese mismo momento. Tocó lacampana que convocaba a suadministrador con la intención de darlelas instrucciones de que trajera a suvisita, Aulo Cornelio Macedónico, deinmediato, pero cambió de idea y se

puso en pie. Dadas las circunstancias,una pequeña magnanimidad no caería ensaco roto, así que salió de su estudiopara recibir él mismo a su visitante.

Aulo era un hombre puntual en unaciudad en la que muchos no lo eran: sehabía acostumbrado, si no resignado, alhecho de que lo mantuvieran esperando.Lucio Falerio era uno de los peores,aunque se le perdonaba con másfaclidad que a otros, porque no lo hacíapor una falta de respeto, sino porque alser uno de los dos censores —ycabecilla de una poderosa facciónpolítica— asumía el trabajo de diezhombres, al tiempo que recibía sartas de

solicitantes, o de partidarios necesitadosde que se les recordase dónde instía élque estaban sus intereses. Su amistadhabía sufrido un enfriamiento tirante,aunque los buenos modales semantenían: no se había producido laruptura y todas las cortesías se cumplíansin falta. Se habían reunido en todos losfestivales y ceremonias religiosas; seveían a menudo, incluso en los juegos,en las casas de compañeros senadores oen el Senado. Sólo era de esperar queAulo se encontrara excluido de lasdiscusiones políticas más íntimas.

Él creía que la amistad y aqueljuramento de sangre trascendían la

política, y daba por sentado que su viejoamigo sentía lo mismo. Con concienciade sus deberes, había apoyado a Lucioen su triunfante campaña por la censura,le había prestado dinero para sus juegosy había aceptado que, como titular deese cargo, estaba aún más ocupado, asíque en los últimos tiempos, desde elpunto de vista social, se veían inclusomenos. No sabía por qué Lucio le habíapedido que lo visitase, pero estabaseguro de que no era para pedirleconsejo. A pesar de su aversión por elchismorreo, no había oído nada buenode los que estaban más próximos a aquelhombre. Al parecer, se estaba volviendo

cada vez más reservado y autoritario, yexigía lealtad absoluta a su visión deRoma, lo que hizo que Aulo sepreguntara si estaba allí para unentrevista incómoda. Pero en aquelmomento, mientras cavilaba sobre cómorespondería, Lucio salió en persona arecibirle, su rostro, de huesos afilados ymarcado por el cansancio, engalanadode sonrisas, en reconocimiento tanto desu compañerismo como de su igualdad.

—Mi buen amigo, ¡cuánto me alegrode verte! —gritó, con los brazosextendidos. Le dio a Aulo un abrazomecánico y, mientras hablaba, le tomódel brazo para llevarlo de vuelta a su

estudio—. ¿Cómo es que en estos díasnos veamos tan poco?

Había un ligero deje de despecho ensu voz, como si la falta de contactosocial entre ellos fuese culpa de suvisitante. Aulo reprimió la tentación decontestar con brusquedad y mantuvo sumismo tono.

—Has declinado más de unainvitación a cenar, Lucio.

Su anfitrión levantó los brazos ymostró sus muñecas huesudas con ungesto que implicaba frustración, a pesarde que ambos hombres sabían queClaudia era parte de la razón.

—Lo sé, amigo mío, y tú has sido

muy comprensivo al no tomarlo a mal.Se precisa una educación de verdaderoaristócrata para saber cuándo unadisculpa es sólo eso y no una ofensadisfrazada. Lo que Roma necesita esmás gente de tu carácter. Los cónsulesque tenemos hoy en día son un manojode amargados.

Lucio lo miró a la cara, sus manosen los brazos de Aulo, con una miradaen los ojos que rechazaba cualquierresponsabilidad por las dudosascualidades de quienes ejercían el poder,hombres que no podrían haber soñadocon sus cargos sin su ayuda.

—Si no me he disculpado todavía,

por favor, acepta que lo haga ahora. Lapresión del trabajo es tan grande que medeja poco tiempo para el placer.

—He visto al joven Marcelo en elaula —dijo Aulo, con la intención dedetener aquella oleada de insinceridad.

—Ah, sí —replicó el padre delchico, y sus ojos se encendieron—. Unperfecto ejemplar de juventud romana,¿no te parece? Hace que su viejo padrese enorgullezca, aunque a veces meenfada con su necesidad de atención.

Aulo esbozó una seca sonrisa.—Parece que también hace enfadar

un poco a su profesor.—Entonces espero que el tipo le

castigue con severidad por eso.Aulo había intentado interceder en

favor del alumno y sugirió que Luciorefrenara al pedagogo, pero aquellaspalabras hicieron que se mordiera lalengua. El castigo que el hombre estabaadministrando tenía la aprobación totalde su patrono, así que sólo se las habíaarreglado para ahorrarle al chico ungolpe de sarmiento y no era tan tontocomo para pensar que sus palabrasdetendrían al profesor por muchotiempo. El hombre volvería a azotarmañana, y con más veneno paracompensar su humillación.

—Por favor, siéntate —dijo Lucio y

esperó hasta que Aulo hubo obedecidoantes de continuar—. Te pedí quevinieras para así poder informarte de unasunto que me preocupa mucho. Pero heencontrado que cierta información, queacaba de llegar, puede interesarte más—con una amplia sonrisa, arrojó al otrolado del escritorio el informe deDomicio; el pesado rollo aterrizó con unruido sordo—. Recién llegado desdeHispania, hoy mismo, y con unaagradable alusión a tu hijo Tito.

El nombre de Breno alcanzó a Aulocomo una lanza dirigida a lo másprofundo de su ser. No fue sólo laprecaución lo que hizo que leyera

despacio aquellas palabras, sino que sucorazón palpitante y la necesidad deocultar sus emociones a Lucio hacíandifícil que se concentrara. El druidarenegado había regresado con suvenganza.

—Interesante lectura —dijo Lucio.—Ya lo creo que lo es.—Son tonterías, por supuesto. Esos

griegos exageran. ¡Siempre lo hacen!—¿Has leído lo que está predicando

a esas tribus?—No es nada que no haya leído

antes, Aulo. Es un mensaje que se repiteen cada frontera que compartimos conbárbaros.

La verdad de aquella afirmaciónhizo que Aulo se controlara, y se esfozópara mantener su voz y sus pensamientosbajo control. Se le ocurrió mencionaraquel amuleto del águila y relacionarlo,como lo hizo, con la profecía quecompartían. La idea murió cuandorecordó que Lucio nunca lo habíaconsiderado de la misma forma que él;siempre se había burlado de él por susmiedos y justo en ese momento aquellaera una reacción que no deseabaprovocar, en especial porque el amuletoy su portador estaban tan lejos,demasiado lejos como para suponerninguna amenaza para ninguno de los

dos. A menos, claro está, que Brenotuviese éxito en sus aspiraciones a largoplazo.

—Puede que tengas razón, Lucio,pero escucha el consejo de alguien queha luchado contra él.

—¿Y cuál es ese consejo?—Espíalo, soborna, amenaza y

convence. Asegúrate de que sabes loque hace antes de que lo haga, y lo quepiensa antes de que lo piense. ¡Noesperes a que actúe! Anticípate a cadauno de sus movimientos. Ese hombrepuede representar la mayor amenazapara Roma desde Aníbal.

—Ese tipo te ha poseído, Aulo —se

estiró y tomó el rollo de manos de Aulo—. Pero tan importante, sin duda, comoes, tenemos otros asuntos que tratar.¿Asumo que estás disponible para servira la República de nuevo si se teconvoca?

—Como siempre —contestó Aulocon rapidez, mientras señalaba elinforme con el dedo—. Y con una fuertepreferencia por volver a Hispania. Dejaque me enfrente a esta amenaza.

Lucio dejó caer su cabeza haciaatrás y rio.

—Tonterías, Aulo. Ese Breno, quees como una plaga, está a la mismaaltura que una pulga. Te doy mi palabra,

está por debajo de tu dignidad. Elproblema que tenemos está en Illyricum,provincia con la que aventuro que estásaún más familiarizado. Necesito quevuelvas allí.

—Dudo que Vegecio Flámino sevaya a tomar eso por las buenas.

—¿Y si fuera él el problema?—Explícate —dijo Aulo, sin nada

que se pareciese al entusiasmo.Costó un poco convencerlo, pues

nada podía ser peor para un gobernantede provincias que permanecer bajo lamirada de un predecesor. Aquello duróhasta que Lucio le mostró algunas de lascosas que los locales habían dicho sobre

Vegecio, cartas que evidenciaban quetodo lo que había conseguido él alpacificar el lugar había sido sacrificadoen el altar de la avaricia de aquelhombre. Lucio quería enviar unacomisión para investigarlo, y quería queAulo la dirigiera.

—Creo que estarás de acuerdo enque necesita una amonestación —cuandoAulo miró a Lucio, su expresión dejabaentender que tenía en mente castigos másdolorosos—. Pero no puedo hacer nadacon unas cartas de unos provincianoscontrariados, porque no puedopresentarlas ante el Senado comoevidencia. Tan sólo desestimarían las

quejas.—Hombre, si hay bastantes…Lucio interrumpió, pero no de

manera brusca.—Conoces a nuestros colegas

senadores tan bien como yo, Aulo. Hayalgunos honrados, como tú y yo, pero nolos suficientes. El resto no se tomaráesto como quisiéramos, más bienpensarían en lo que han hecho en elpasado y en lo que les gustaría hacer enel futuro, y juzgarán a Vegecio por esoscriterios más que por la verdad. Esehombre está haciendo una gran cantidadde dinero y pocos desearían ver que sepone freno a su habilidad para hacer

fortuna. Además, tengo que decirte queen el caso de que aceptes este encargo,formarás parte de una comisión en laque hay miembros que admitiríanabiertamente que son amigos deVegecio. Asumo, si es que lo que dicenestas comunicaciones es cierto, que nodesearías que Vegecio conservara sugobierno.

—No estoy seguro de si querría queconservara su cabeza.

—Entonces debo decirte que eso nosucederá. Reemplazarlo comogobernador ya será bastante duro.

—Mejor sería si pudiera ir solo.—Estoy de acuerdo, pero eso no es

posible. Colocarte como cabeza de lacomisión implica que tengo que darcabida a los puntos de vista de otrospara mantener el equilibrio en la casa.Es probable que te agrade saber que nisiquiera yo puedo forzar al Senado aadoptar cualquier medida que quiera.

Lucio se sintió tentado de añadir queAulo era en parte responsable deaquello, pero detuvo su lengua. Su temorinicial, cuando Aulo se separópúblicamente de él, fue que seconvirtiera en el centro de la oposición.Lucio podía adivinar cuánta gente habíaintentado persuadirlo para que aceptaraaquel papel. Tenía la esperanza de que

su viejo amigo permanecería solo y enla distancia, y que apoyaría aquellaspropuestas con las que estuviera deacuerdo, a la vez que se mantendría ensilencio cuando no pudiera hacerlo. Estapropuesta era una que estaría deseoso derespaldar.

Con una sonrisa para quitarle hierroa una observación un poco espinosa,Aulo replicó:

—A ti no te agradará saber quepienso que es así como debería ser.

—Al contrario, amigo mío. Si heluchado por algún principio en mi vida,es para que semejante situación no sóloexista, sino para que se mantenga —

Lucio se detuvo y miró a Aulo a los ojos—. Voy a referirme a algo que quizásería mejor dejar sin decir. A veces mepregunto si tú me entiendes, Aulo, lomismo que me pregunto si crees queaspiro al poder supremo.

—Si pensara así, sería tu enemigo.—Lo sé, y espero que seas

consciente de que te respeto por ello.—Si alguna vez he fallado al

apoyarte, Lucio, ha sido porque miconciencia no me ha dejado elección.

—¿Y qué hombre honesto no teelogiaría por ello?

—Me disgusta la idea de marchar aIllyricum sin un mandato apropiado.

Lucio se permitió una sombra desonrisa ante lo que no era nada menosque un cambio de tema deliberado. Lahonestidad, o la falta de esta, no era unterreno en el que Aulo deseara entrar.

—Tengo una idea para eludir eso.—¡Eludir al Senado!—No. ¿De verdad crees que te

pediría que hicieses algo así? Lo que tepropongo es que me hagas llegarcualquier información que reunas encartas privadas?

—¿Por qué?—Se las mostraré a algunos de

nuestros colegas senadores y sé queantes de que el informe de la comisión

llegue, es muy probable que ellos esténen desacuerdo con lo que este diga. Losamigos de Vegecio te forzarán incluso ati a llegar a un acuerdo para ver susactos a la luz de lo precedente más quede la justicia. Cualquier intento dedisentir te convertiría en una sola vozque, incluso aunque venga de ti, no seráescuchada. Pero ciertas personas,personas destacadas, sabrán quépreguntas hacer, preguntas que puedendesenmascarar el informe comofraudulento. Entonces, si tú expresaras tudesacuerdo en el espacio del Senado,podríamos provocar la caída de unhombre que no merece menos.

—¿Cuánta enemistad existe entreVegecio Flámino y tú?

—Él es enemigo del Imperio deRoma, Aulo, y en ocasiones mis afectosy mis aversiones coinciden con eso. Detodas formas, quieres decir rival, noenemigo, y lo cierto es que él no lo es.

—¿Cartas privadas? Me huele ajuego sucio.

—Sólo si la verdad sale a la luz,cosa que no sucederá, porque tedevolveré tu correspondencia tan prontocomo regreses a Roma.

—Ya sabes que las quemaré.—Aulo, viejo amigo, no tienes ni

idea de cuánto me extrañaría que no lo

hicieras.

Capítulo Quince

La batalla estaba alcanzando suculminación. Marcelo Falerio, espadade madera en mano, se había adjudicadoel papel de Escipión, el Africano,mientras que a Cayo Trebonio se lehabía asignado el de Aníbal. Marcelocomandaba sus tropas para abrir filasjusto cuando el esclavo apareció. Intentóignorarlo —el hombre estabainterrumpiendo su juego de guerra—,pero aquello parecía imposible. Cuandoel esclavo, cansado de hacerle gestos

con la mano, pasó directamente entre losdos ejércitos contrarios que seenfrentaban en una fingida batalla deZama, y arruinó del todo, a la manera delos gemelos de Calvino, el movimientoenvolvente de la caballería de Marcelo,este tuvo que interrumpir el juego.

—Tu padre ordena que vayas a suestudio, amo Marcelo.

—¡Ahora no! —chilló el niño.El esclavo tan sólo lo miró: con un

padre como Lucio Falerio, hablar de loapremiantes que eran sus llamadas seríasuperfluo.

—No le hagas caso, Marcelo —gritóel intérprete de Aníbal.

—Si te vas ahora, vencerán loscartagineses.

—Lo siento.—Dile a tu padre que a ese se le

olvidó llamarte.—Menuda idea la tuya, Cayo.

¿Cómo puedes hacer una sugerencia asíy decir que eres romano?

Trebonio sacó la lengua y le hizouna pedorreta.

—Ahora mismo soy cartaginés.—No creo que ni siquiera ellos

caigan tan bajo como para hacer quecastiguen a un esclavo inocente.

—No seas idiota, Marcelo —dijootro chico—. ¿A quién le importa un

esclavo?Marcelo se quedó mirándolo con una

mirada gélida y, tras adoptar lo que élpensaba que era la postura propia de unromano, una pose que ellos llamaban supinta de Horacio, siguió al esclavohacia la puerta trasera de su casa.

—Míralo —bufó uno de los gemelosde Calvino—. Parece que tiene un paloen el culo.

—Más alto —dijo Cayo Trebonio,pues el otro niño se había asegurado deque Marcelo no pudiera oírlo.

—No pasa nada. Sigamos con labatalla. Yo seré ahora el Africano.

El chico tomó su posición a la

cabeza de su pequeña banda de tropas ydio su primera orden:

—¡En guardia! Abrid las filas ypreparaos para recibir a los elefantes.

Marcelo permaneció en pie delantedel escritorio paterno. Recién cumplidoslos nueve, incluso a tan tierna edad seesperaba de él que se reuniera con supadre para debatir sobre todas susúltimas decisiones y llegar a unaconclusión que fuera satisfactoria, algoque formaba parte de su entrenamiento,como Lucio nunca se cansaba de decir asu hijo. Su padre era muy versado en lahistoria de Roma, de una manera queningún tutor griego podría igualar, así

que aquello no siempre era un juicio.Había tenido poder en el Senado, ocerca de él, durante tanto tiempo que sehabía empapado en conocimientos sobrelas personalidades más destacadas de laRepública, desde los reyes tarquinioshasta sus contemporáneos; unconocimiento que había dotado a Luciode sus dos conceptos rectores: elprimero era que Roma nunca deberíavolver a caer bajo la tiranía de unmonarca, con la advertencia de que él noera un demócrata ateniense, puesto quese oponía por igual a compartir el podercon todo el mundo. Para su forma depensar, sólo los que formaban parte de

la clase adecuada tenían la templanza,combinada con la falta de avaricia, paragobernar sabiamente. Aquel era susegundo principio y, en apariencia, elmás fuerte que él, como patricio, estabadispuesto a sacrificar incluso su vidapor mantenerlo.

Como hijo consciente de susobligaciones, aunque aún demasiadojoven para pensar con independencia,Marcelo compartía los prejuicios de supadre, así que él también pensaba que elsubsidio en grano había empeorado lascosas en lugar de mejorarlas, al atraer aRoma más gente de la que la ciudadpodía alojar con comodidad. Se

burlaría, con el mismo tono de sorna queLucio, si alguien sugiriese que habríaque extender la ciudadanía a los aliadositalianos de Roma, o si litigase en lascortes en contra de la rapacidad de lossenadores. La República no eracodiciosa, sino victoriosa, un poder másbeneficioso para el mundo quecualquiera que hubiese existido antes,algo por lo que el conquistado deberíaestar agradecido. Gracias a Roma,aquellos habitantes de Italia disfrutabande paz y prosperidad, mientras que elúnico y augusto cuerpo, el supremo forode los magistrados, mejor con muchoque cualquier rey, representaba en sí

mismo la ley que hacía que Romafuncionase.

Lucio se recostó en su silla, cruzólas manos sobre su estómago y sonrió asu hijo.

—Ahora bien, chico. Tenemos unproblema en Illyricum. Creo que tehablé de esto el otro día.

—Sí, padre.—Olvida eso de «sí, padre» —

replicó Lucio—. Háblame de ello.Marcelo alzó su cabeza hacia atrás y

habló como un soldado que recitara uninforme, con una postura satisfactoria.No costó especial trabajo a laimaginación paterna ver al chico un

poco mayor, hablando con la misma voz,y en esa misma postura, a un superiormilitar.

—A causa del estallido de unarebelión, un ejército consular de doslegiones, además de tropas auxiliares,ha estado en la provincia durante cuatroaños. En ese tiempo no se ha vistoenvuelta en ninguna verdadera batalla.Los informes del comandante VegecioFlámino afirman que se trata de unaguerra de naturaleza dispersa y que losprovincianos rebeldes no se congregaráncon suficiente fuerza como para ofreceruna oportunidad a nuestras tropas.

Marcelo bajó la mirada hacia su

padre que sólo dijo:—Continúa, muchacho.—Afirma además que deseaba evitar

exponer las legiones a enfrentamientosdispersos ya que era más probable queesto redujese sus fuerzas más que las delos rebeldes. Otras cartas de laprovincia incluyen numerosas peticionesde la ciudadanía para que se haga algo,pues sus cosechas, su ganado y susconcesiones mineras sufren constantesataques de bandas de merodeadores.También dan a entender ciertasactividades irregulares por parte delgobernador.

—Creo que has olvidado algo —

dijo Lucio cuando Marcelo volvió adetenerse.

—Perdóname, padre.Lucio se echó hacia delante y clavó

en su hijo una mirada de acero.—En verdad debes prestar más

atención, Marcelo. Si pierdes aspectostan importantes como el que es evidenteque has dejado pasar en tu informe, nopuedes esperar un triunfo en la vidapública. En cada caso que se examina ose defiende hay puntos principales.Recuérdalos, trabaja sobre ellos y elresto se hará fácil.

—Sí, padre.—Nada de eso ni la conclusión a la

que llegamos el otro día tendrán sentidosi no incluyes el dato de que las tribusdacias están haciendo incursiones através de la frontera, con fuerza, yluchan junto a los rebeldes ilirios. ¿Porqué no se mueve el gobernador parainterceptarlos? ¿Qué pasos ha seguidopara formar un servicio de informaciónque le permita hacerlo? Sin el apoyodacio, sería fácil contener a un par debandas de ilirios descontentos, ¿no esasí?

—Sí, señor.—¿Y a qué conclusión llegamos?—Tú eras de la opinión de que

Vegecio se quedaba sentado y sin hacer

nada, mientras se llenaba los bolsillosde sobornos, contento con evitarenfrentamientos de cualquier tipo,especialmente cualquiera que pudieraresultar en una inspección de susambiciones aquí en Roma; que unaacción enérgica y veloz habría aplastadola rebelión hace tiempo.

Su padre replicó con paciencia.—Lo que dije fue esto: que Vegecio

estaba poco dispuesto a luchar y másinteresado en hacer uso de sus poderesproconsulares para amasar una fortuna.Una vez que lo hubiera conseguido,regresaría a Roma con la intención deemplear esa fortuna en avanzar en su

carrera política. Puesto que no es niamigo ni aliado político mío, esa no esuna consecuencia a la que yo le dé labienvenida. Así que el meollo delproblema no es lo que está haciendo enIllyricum, sino cómo algún día suinactividad impactará aquí en Roma.¿Entiendes lo que te digo?

Mientras Marcelo asentía, Lucio sepreguntaba qué haría alguien como suhijo con un hombre como VegecioFlámino, un individuo flojo,cuidadosamente afeitado y con uninsaciable amor por el dinero. Tenía lareputación de ser propenso al abuso y,como todos los de su calaña, se

ensañaría con el débil mientras que, antealguien con fuerza, se achantaría: unejemplo del todo deplorable. La casa deFlámino era antigua, pero, con su líneamasculina en decadencia, había sidonecesario recurrir a la adopción paramantener el nombre con vida: algobastante común y que, en algunos casos,había sido un éxito espectacular, peroque para Lucio resultaba un temaarriesgado. Conllevaba el riesgo de queuna familia noble acogiera en su senoprotector a alguien como Vegecio,criado en origen en un clan con un viejonombre romano, pero sin dinero paramantener su estatus patricio.

Los informes hablaban de que lamayoría de los jóvenes oficiales deVegecio le odiaban tanto por suindolencia como por susmalversaciones, pero aún más por latotal carencia de carácter en ese hombre.Era un general negligente que habíadejado que sus legiones se apoltronaran;un administrador que vendía susprivilegios en lugar de asumirlos; unhombre cuya única preocupaciónparecía ser la comodidad de su personay su barriga. Pero tenía amigos, razónpor la que se le había concedido lapreciada sinecura de Illyricum despuésde que Aulo Cornelio renunciara al

cargo. Una muestra de las limitacionesdel poder de Lucio era que hubo queceder espacio en el Senado a otrasfacciones, y después de haberfavorecido tanto a su propio candidato,su política había sido pacificar a susopositores cediendo la sucesión a suhombre. Lucio suspiró por dentro,entristecido por el hecho de que todo elbuen trabajo que había hecho Aulo yacíaahora hecho trizas. La gente que sepreguntara por qué se esforzaba tanto ycon tanto empeño sólo tenía que mirar aun hombre como Vegecio Flámino, lanaturaleza de su puesto y el resultado,para ver cuánto quedaba aún por hacer

para proteger a la República. No todoslos enemigos de Roma estaban en elexterior.

—Ahora, Marcelo —dijo, de vueltaen el tema que trataban—, con toda estainformación en tus manos, te levantas enel Senado para sugerir una línea deacción, a sabiendas de que sus amigoshablarán en su defensa y que nadaextremo podría ser rechazado. ¿Quédices tú?

Marcelo, que amaba el ambiente másrelajado de las ocasiones en que supadre hablaba de historia romana,odiaba aquellas sesiones, pues nuncapodía hacerse con ellas del todo bien.

—Debe hacerse algo para queVegecio persiga la guerra, o si no debeser relevado.

—Eso es obvio, muchacho. Lo quequiero son los medios para lograrlo —Lucio esperaba a que el joven hablara.Marcelo miraba a un punto por encimade la cabeza de su padre, pues sabíaque, por la ansiedad, su mente se habíaquedado en blanco—. Mi paciencia noes inagotable.

—Una comisión —dijo Marceloaterrado. Fue la única cosa en la quepudo pensar y el corazón le dio unvuelco. Su padre le prohibiría volver areunirse con sus amigos para jugar

fuera: por culpa de una respuesta tanlamentable y desastrosa sería enviado asu cuarto a estudiar. La verdaderarespuesta lo sorprendió.

—¡Excelente! Ahora que hassugerido esto y que, con la debidaelocuencia, has persuadido a tuscompañeros senadores para que teapoyen, ¿a quién enviarías?

—Perdona, padre, pero no creo queyo tenga el conocimiento para respondera una pregunta semejante.

Lucio por fin sonrió.—Una sabia contestación, Marcelo.

Lo has hecho bien hoy, pero llevemoseste problema a un plano abstracto.

Todo el asunto debe ser abordado endos fases. Primero, debe acordarse lacomisión sin nombrar a sus miembros.Esto lo aprobarán con facilidad, porquelos amigos de Vegecio Flámino querrántomar parte. Después, reunimos nuestrasfuerzas, elegimos un momento en que noestén disponibles y nos aseguramos deque al menos algunos de loscomisionados sean gente del tipocorrecto. Así que llegamos a la siguientepregunta, Marcelo. ¿Cómo debe ser lapersona a la que el Senado leencomiende el mando de la comisión?

—Una persona con suficienteautoridad.

—En parte tienes razón, porque,después de todo, la autoridad delSenado viajará con él, pero suele seruna buena idea enviar a alguien quetiene autoridad por derecho propio.Ahora, ¿qué cualidades requiere estepoderoso individuo?

—¿Sería necesario que dependiesede ti?

Lucio meneó despacio la cabeza condisgusto, descontento porque su hijo lehubiera recordado que no era tanpoderoso en estos casos, pues, por lodistintos que eran los objetivos, lasnecesidades y los puntos de vista de losmiembros, aquello era como intentar dar

una forma estúpida a unas arenasmovedizas. Era cierto que él tenía másclientes y seguidores que ningún otro,pero había que actuar con cuidado alorganizar fuerzas semejantes, ymantenerlas felices como individuos ycomo grupos era una ocupación a tiempocompleto.

—Podría hacer que nombraran a unobvio cliente mío, pero la mociónafrontaría un reto en la siguiente sesióncon todos los senadores. Entiende,Marcelo, que los hombres que merespaldarían en una crisis, merechazarían fácilmente en un área que noparece tan grave, algunos sin más razón

que demostrar que tienen cierto grado deindependencia.

Marcelo, que en realidad no tenía laclave, sacó de su memoria una de laspalabras que su padre empleaba con másfrecuencia.

—Experiencia.—Otra vez excelente, muchacho —

gritó Lucio, de verdad satisfecho.—¿Existe un hombre así, padre? Uno

que sea la elección perfecta.Lucio retomó su expresión de

severidad.—Aprende esto, Marcelo, y

apréndetelo bien. Por muchas cualidadesque tenga un hombre, nunca es perfecto.

El Senado deberá enviar a Illyricum noperfección, sino al hombre másapropiado que pueda encontrar. Esehombre ha estado aquí hoy. —Lucio selevantó y le dio la espalda a Marcelo,mientras alcanzaba un nuevo juego derollos en los estantes—. De hecho, hadicho que te vio.

—¿Quién es, padre?—Aulo Cornelio Macedónico. No es

lo que yo diría perfecto, pero es unsoldado victorioso y fue el anteriorgobernador de Illyricum. La gente diceque los excesos del hombre que losucedió han encendido la rebelión.Parece ser que Aulo era muy admirado

por los locales a causa de suimparcialidad, aunque me atrevería adecir que hizo una buena cantidad dedinero en el lugar.

Marcelo había oído hablar de Aulo,incluso había estudiado su campaña deMacedonia. Aquel hombre era unaleyenda.

—Si además derrotó a losmacedonios en batalla, me parece a míque será un gran hombre.

Lucio aún le daba la espalda a suhijo, así que no vio el brillo en sus ojos.

—No, hijo mío, él no tiene lonecesario para ser un buen hombre. Tepuedo decir que lo conozco mejor que

ninguna persona viva, y tiene unoscuantos talones de Aquiles.

Mientras decía aquellas palabras,Lucio se acordó de las palabras de Aulosobre Breno. La prudencia en la defensade Roma era algo que había reportadobeneficios en el pasado y quizá Aulotuviera razón. No sería dañino y costaríapoco mantener la atención sobre esedruida. Se detuvo cuando ya habíaempezado a redactar un informecautelar, y forzó a su mente a volver alpresente. La entrevista con Aulo en partele había divertido, y en parte le habíamolestado, porque le resultaba difícilsentarse frente a su amigo de antaño y no

sentirse traicionado por aquel hombre,mientras sabía por la mirada de los ojosde su visitante cuánto diferían susemociones del tono de su voz. Aulodaría cualquier cosa por una verdaderareconciliación, pero eso era imposible:si él no podía dar las cosas por buenascon una mentira, la verdad no losacercaría, porque el idealista de Aulonunca aceptaría que sólo funcionan lassoluciones prácticas, nunca aceptaríaque semejante idealismo era a veces unarenuncia a la responsabilidad.

No es que se hubiera convertido enodio por ambas partes. Aulo no era dadoa ello y él no tenía tiempo para una

pasión tan inútil, y mientras estabansentados allí, él aún había sentido queestaban ligados inextricablemente el unoal otro: él no podía ignorar a Aulo ytampoco Aulo podía desdeñarlo a él,pues compartían mucho pasado; dehecho, el vínculo que habían formadocuando niños todavía era irrompible.Estaba, por supuesto, aquella profecía,cuyo recuerdo sólo volvía a Luciocuando Aulo estaba presente; pero ahoraera algo distante y sin aristas, ya que laedad y la experiencia habían vuelto aLucio aún más excéptico que lo quefingió ser aquella noche.

Incluso con la presencia del hijo se

sintió sólo de nuevo: cuánto deseabasentarse con alguien en quien confiaradel todo, alguien que debatiera con él ycuestionara sus propias afirmacionesinternas, aunque al mismo tiempoentendiese sus motivaciones ypensamientos. Aulo debería haberestado allí para eso, pero se habíaapartado él mismo con tanta fuerza comopara perder cualquier posición deconfianza. Al menos su afamadaindependencia le haría ideal parasolventar el desastre creado porVegecio Flámino, y si acataba aquelloque Lucio le había pedido, ayudaría, asu manera inconsciente, a reparar el

daño que había causado tantos añosantes.

Entonces Lucio se acordó de quetenía a su hijo, que aún era demasiadojoven para cumplir ese papel, pero quecrecería para ser en primer lugar suacompañante, después su colega y, porfin, su sucesor. Con esta perspectiva, notenía necesidad de su viejo amigo.

—Sí —dijo—, Aulo Cornelio seencargará de la tarea que nos ocupa, apesar de sus múltiples defectos.

Marcelo no se atrevió a disentirabiertamente con su padre, si bien sabíaque estaba equivocado. ¿Cómo iba a serposible que un hombre parecido a Aulo

Cornelio Macedónico fuese presa de susdefectos?

Capítulo Dieciséis

Fúlmina estaba envejeciendo, y cadavez le resultaba más y más difícilcontrolar a Áquila; hay que decir que nose trataba de que ella lo intentase cadavez con más fuerza, pues los dioses lehabían hablado a través de sus sueñosigual que las meditaciones de la viejaadivina Drisia. Fúlmina, que era un almacándida, creía que el destino estabapredeterminado, tanto el suyo, como eldel muchacho, por lo que los diosescuidarían de Áquila sin que ella tuviera

que salir de su rutina para castigarle. Y,en realidad, las cosas a las que él sededicaba eran sobre todo aquellas quese permitían todos los jóvenes de suedad. Ahora, a sus diez veranos, sacabauna buena cabeza a los de su edad, y era,con mucho, el más fuerte y el más osadocon diferencia. Trepaba a los árbolescon más rapidez, nadaba más deprisa ypeleaba mejor, sin llegar a ser un matón.Las otras madres, que necesitaban quesus hijos les ayudasen en el campo,solían quejarse con ganas cuandoÁquila, libre de tales tareas porqueDabo cubría las necesidades de lafamilia, aparecía y les tentaba para ir a

jugar a los bosques.Muchos días dependía de sus

propios recursos, algo que no leagradaba mucho. No era divertidorastrear solo las huellas de un jabalísalvaje, y podía resultar tedioso pasarhoras tumbado sobre su tripa mientrasvigilaba las idas y venidas de lascomadrejas que salen y entran de susmadrigueras, a veces con un conejomuerto o un pajarillo en sus bocas.Además, era muy peligroso estar solo:una jabalina con sus jabatos podía matarpor una provocación. En inviernotambién había que estar atento a loslobos, aunque los osos ahora eran

difíciles de ver; pues hacía tiempo quese habían retirado de aquella partecultivada del mundo y se habíanintroducido en los bosques, arriba, enlas montañas, altas y majestuosas, que seerguían hacia el este. Algún gran felinopodía llegar a cazar a las tierras bajas yesos eran los más peligrosos de todos.

A veces Áquila se sentaba en lo altode un árbol en el límite del bosque ymiraba hacia las montañas lejanas, quese extendían de norte a sur como unagran barrera. Las águilas, sus tocayas,anidaban allí y volaban a lo largo y a loancho sobre las corrientes de airecaliente en busca de alimento. En

ocasiones alguna se ponía a la vista y élsuspiraba al pensar que seríamaravilloso ser capaz de volar y mirarel mundo desde semejante altura. Comoun dios de verdad. Puede que aquellasaves entendieran el tamaño del mundo;él no podía, pues nunca había estado amás de media legua de la choza quellamaba hogar.

Solía estar solo, pero los días quepasaba en el bosque le familiarizaroncon la naturaleza, pese a que no sabíabien cómo se llamaban las plantas y losárboles. Conocía las aves y los animalesporque eran constante fuente deconversación y persecución entre los

locales: las aves que se podían comer, ylo mismo aplicado a los animales, puesestos, a pesar del hecho de que losbosques eran una propiedad privada,constituían la mayoría de la carne en laalimentación de las familias más pobres.Según se acercaba el invierno, seorganizaban cacerías ocasionales dejabalíes, pero se trataba de unacontecimiento para los hombres, nopara los chicos. Otros animales eranidentificados como no comestibles peropeligrosos: mataban pollos, gansos y elganado más pequeño. Él se tumbabainmóvil y escuchaba el murmullo de laforesta, y con el tiempo pudo distinguir

los sonidos de los pájaros de los de lasotras criaturas. Aprendió a reconocer elsilencio que caía cuando un predadormás grande andaba por lasproximidades; entonces él también semantenía en silencio y buscaba un lugarseguro, por lo general en un árbol.

El muchacho pensaba y preguntabasobre Clodio todo el tiempo. Ahorahacía siete años que su padre se habíaido, y sólo tenían las esporádicaspalabras que algún soldado de paso lecontaba a Fúlmina. El uniforme dejuguete colgaba en el muro de la choza:demasiado pequeño ya, aún era unconstante recordatorio de su padre

ausente. Hasta en los bosques añoraba aClodio, porque él sabía cosas que nosabía Áquila y con gran placer le habríaenseñado a su hijo cómo atrapar pájarosy los mamíferos más pequeños. Unpadre le habría contado las historias queFúlmina rehuía: ella le contaba cuentossobre bondad y buenos modales, o, sipensaba que había sido demasiadorevoltoso, de jóvenes transformados enburros o cerdos. Evitaba las historiassobre heroísmo, pues todos sus dioseseran deidades pastoriles: Clodio lehabría hablado de las vidas de guerrerosy héroes. Los demás padres se alegrabande incluirlo cuando narraban historias,

pero no era lo mismo que estaracurrucado junto al papá de uno, con unfuego llameando en la oscuridadabsoluta del bosque una noche fresca,escuchando el sonido de una voz amadaque habla de mitos, de magia y dehazañas guerreras.

De tiempo en tiempo sus andanzas lollevaban cerca de la gran villa junto alcamino que, desde Roma, llevaba haciael sur, pero no se acercaba demasiado ala luz del día, pues temía que quienes seencargaban de mantener fuera delbosque a los que eran como él, paraevitar la caza furtiva, lo persiguieran, yque supieran que él tenía sus

inconvenientes. Sólo podía entrar en elrecinto en invierno, cuando oscurecíatemprano, y se había hecho experto enacercarse a las conejeras y agarrar unconejo para llevar a la olla de casa en latemporada fría. Su mamá comería feliztodo lo que él llevara a casa, pero no sealegraría al ver en su puerta aladministrador de Casio Barbino, eldueño de la villa, que era el hombre alque más odiaba ella del mundo.

—Si lo ves, Áquila, sabrásenseguida que es él. Está gordo comouna gorrina preñada, por la mucha ybuena comida que roba a la gente comonosotros. Con toda esa tierra para su

ganado y ovejas, incluida nuestra antiguagranja, tiene la panza tan llena que nome sorprendería que se lo comiera todoél solo.

—Ten cuidado de que CasioBarbino no te oiga, Fúlmina —ella sevolvió para ver a Piscio Dabo en elumbral de la puerta, con un saco de trigoen una mano y un haz de leña atado a suespalda. Él miró los pájaros quecolgaban cabeza abajo de la cuerda yañadió—: y si ve eso, será aún peor.

—¿Y Barbino va a venir aquí,Dabo? En la vida; ni podría entrar por lapuerta si viniera.

—Yo puedo entrar por la puerta

cuando quieras, de día o de noche.Áquila vio que Fúlmina hacía una

mueca y se sorprendió por el gesto de lacara de Dabo, aunque no pudoentenderlo. Lo único que sabía era queDabo venía justo después de Barbino elgordo en la lista de quienes asqueaban aFúlmina.

Dabo dejó el saco de trigo y se quitóla leña de la espalda.

—Debes de estar muy sola sin elviejo Clodio por aquí.

Fúlmina se quedó detrás de su chicoy le puso las manos en los hombros.

—No cuando está Áquila.—Ese no es el tipo de compañía que

creo que necesitas.—Bueno, tampoco tú eres el tipo de

compañía que quiero.Dabo parecía decepcionado y se

enfadó un poco.—Como quieras. Envíame mañana

al chaval y te llenaré el cántaro deleche. —después miró a Áquila—. Y túprocura no pelearte con mis chicos estavez.

—Empezaron ellos.—No es lo que mis chicos dicen.

Quizá deberías pasar por allí y trabajarun poco, como tienen que hacer ellos;así no tendrías tanta fuerza quedesperdiciar.

—El día que Áquila trabaje paragente como tú, Piscio Dabo, será elmismo que los cielos se derrumben.

—Ya sé, ya sé. Él va a ser un granhombre —se reía Dabo mientras semarchaba, y el sonido hizo eco en elinterior de la choza de turba—. La únicapersona que alguna vez se arrodillaráante él serás tú, Fúlmina, y será paraatarle las tiras de las sandalias. Granhombre de mierda.

—¿Papá va a venir algún día a casa?—preguntó Áquila nada másdesaparecer Dabo de la puerta.

—Algún día, hijo. Volverá algúndía.

—El día que vuelva me iré con él alos bosques.

—Claro que sí —contestó Fúlmina,a la vez que se preguntaba cómoreaccionaría su marido, después de unaausencia tan larga, ante un chico casi tanalto como él.

De nuevo estaba solo, descalzo y enbusca de huellas de animales, cuando derepente el bosque se quedó en unsilencio absoluto. Áquila se puso en piecomo un rayo y caminó hacia el árbolgrande más cercano. Descalzo, con sussandalias atadas a la cintura, trepó confacilidad al retorcido roble, mientras sucorazón latía fuerte. Si resultaba que

aquello era algo como un oso o un felinogrande, podría trepar a los árbolesmejor que cualquier chico de diez años.Se apretó con fuerza a lo largo de unagruesa rama, pues su túnica marrónoscura y su piel bronceada secamuflaban con la corteza del árbol.Cuando oyó los cencerros, rio y apretóel rostro contra la madera paraamortiguar el sonido. ¡Un pastor! Él,Áquila, había corrido a esconderse paraevitar unas ovejas. Se quedó quieto, a laescucha, mientras el sonido de loscencerros crecía, y vio cómo el animalque servía de guía entraba en el claro ycamina justo bajo de su escondrijo.

Cuando salió del claro, el pastor entróen él desde otro lado. Era un hombrealto y su cabello, largo y casi blanco,asomaba por debajo de un maltrechosombrero de paja. Más que caminar,arrastraba los pies, con la cabeza gacha,y se apoyaba en un largo cayado, trassus ovejas, sin prestar atención a lo quelo rodeaba. Un hombre viejo que hacíael trabajo de un hombre viejo.

El chico se dio cuenta de quepasaría justo por debajo de él y, con ladeliciosa emoción de una travesurainminente, decidió darle al pastor elsusto de su vida. Mientras el hombrepasaba bajo el árbol, Áquila se dejó

caer de la rama y, con un salvajealarido, cayó justo detrás de él, a unapulgada de su espalda. La velocidad a laque su víctima dio la vuelta losorprendió, igual que el grito gutural quesalió de sus labios. Áquila habíaaterrizado de rodillas para detener sucaída y se encontró a sí mismo, heladopor una fracción de segundo, mirando elrostro más amenazador que había visto:mientras se giraba, el sombrero de pajadel hombre había caído. Bajo la granmelena de cabello revuelto y como delino, la piel era de un rojo brillante,pelada en los sitios en lo que habíasufrido el contacto con el sol. La boca

estaba abierta como en un gruñido, perofue el tajo profundo, descarnado yaterrador, que le cruzaba la cuenca de unojo, lo que más aterrorizó al niño:aquello y el hecho evidente de que elpastor no era un viejo.

Intentó escapar, y al hacerlo, selevantó y se dio la vuelta. Un perroenorme cruzaba con pesadez el claro,mostrando los colmillos desnudosmientras se drigía hacia él. Se quedóhelado otra vez, al intentar decidir haciadónde saltar a la vez que se maldecíapor dentro por ser tan tonto. El bosqueno se habría quedado en silencio porunas ovejas o un pastor: fue la presencia

de ese perro inmenso lo que lo habíaacallado. Con la velocidad a la que sedirigía hacia él parecía no tener escape.El cayado le dio justo en los tobillos ylevantó sus pies casi a la altura de sucintura; Áquila cayó de plano sobre suespalda, y el aire salió de un golpe desus pulmones. Podía oír gritar alhombre, aunque no podía encontrarsentido a las palabras que decía. Elcayado bajó con velocidad y presionó sugarganta justo cuando el perro saltaba.Las patas le golpearon en las costillas yle causaron más dolor aún, pero losgrandes dientes mordieron el cayado demadera en lugar de hundirse en la tierna

carne de su cuello.El pastor, que todavía gritaba,

movió el palo y tiró del amenzanteanimal hacia un lado. Como aquelenorme hocico canino se le habíaacercado tanto, Áquila había cerrado losojos con miedo. Los mantuvo cerrados yescuchó mientras la voz, que aúnhablaba en una lengua extraña, pasabade los gritos furiosos a un tono normal, ydespués, por fin, a una letanía calmante.Cuando él abrió los ojos y giró lacabeza, el perro estaba sentado yacezaba un poco, con su gran lenguacolgando fuera de su boca.

—¿Herido? —preguntó el pastor en

un latín con fuerte acento, mientras searrodillaba para echarle un vistazo. Elrostro, ahora que no estabareaccionando a una agresión repentina yque no estaba tan cerca, parecía muchomenos aterradora, aunque era difícilevitar mirar a la cuenca de ojo vacía.

—Lo siento —musitó Áquila, con unojo aún puesto en el perro.

—Creo tú sientes. Minca casi matóti. Él proteger amo suyo, como perrobueno debe.

La voz era bastante amable,profunda y áspera, pero cálida yamistosa. Dijo algo en la otra lengua aldar unos golpecitos en la cabeza del

animal y el perro gimió y tocó su manocon el hocico. Áquila se enderezó hastaque estuvo sentado. Aún le faltaba elaire y se frotó el pecho donde lasgrandes patas le habían golpeado.

—¿Quieres acariciar Minca?Áquila acercó su mano cauteloso,

manteniéndola bien lejos de las faucesdel animal. La gran cabeza cuadrada consus orejas puntiagudas no era algo queinspirara confianza en él, pese a que losenormes ojos castaños miraban demanera bastante amistosa. El perro, casinegro, con un colorido marrón claroalrededor del hocico y los cuartostraseros, adelantó la cabeza para

olisquear sus dedos y Áquila sintió quesu áspera lengua lamía sus yemas.

—Tú bien ahora él conoce ti. Túlevantar, él no atacará más.

El hombre tomó el brazo de Áquilapara ayudarle a levantarse, y el chico sedisculpó de nuevo.

—No quería hacer ningún daño.El hombre rubio sonrió.—Tú dar a mí susto —alargó la

mano que tenía libre para tocar elcabello de Áquila con una mirada decuriosidad en su único ojo sano—. ¿Quéhacer tú en bosque?

—Jugar.Entonces el pastor tocó el borde del

blusón de Áquila, que evidentemente erala vestimenta de alguien pobre.

—Tú tener amo bueno, chico.—¿Amo?El hombre sonrió y luego encongió

los hombros.—Chico esclavo con tiempo para

jugar.—¡No soy un esclavo! —contestó

Áquila bruscamente, con una voz quehizo que el perro se levantase—. Soy unromano libre.

—No preocupar ti —dijo el pastorcon rapidez, al ver que el chico seapartaba un poco de la criatura— Mincabueno como cordero.

Aquello pareció recordarle sus otrasobligaciones y soltó una sarta deórdenes que hicieron que el perrocorriera hacia el cencerreo de lasdistantes ovejas. Después se dio lavuelta y miró a Áquila de arriba abajoantes de hablar.

—¿Romano libre tú? —preguntó ensu mal latín, al tiempo que volvía a tocarel cabello de Áquila. Después tocó surostro con suavidad—. Piel tuya biencon el sol, mía no. Si tú romano, esosignificar tu padre es romano libretambién.

—Desde luego que sí.Él sonrió aún más ante la enérgica

manera de hablar del muchacho.—Entonces ¿padre trabajar en

campos, hijo correr a jugar?Áquila hinchó el pecho con orgullo.—Mi padre está de servicio con la

décima Legión del Ejército Romano enIllyricum.

—¿Tener él color pelo igual?—No.Áquila frunció el ceño y no hizo

ningún esfuerzo por esconder sudesagrado: toda su vida había estadoaguantando las pullas sobre su altura ysus cabellos, frente a algo más queextrañas insinuaciones sobre su dudosoparentesco. Pocos se atrevían a dejarse

oír entonces, porque él golpearía acualquiera con que tan sólo sugirieseque era diferente. Las chicas eran laspeores, pues a ellas apenas se les podíadar algo más que un tirón de orejas;aunque en los últimos tiempos solíanhacer sus comentarios de manera quellamaran su atención más que paraburlarse de él, y sólo se hacíandesagradables cuando él respondía a suinterés con desdén.

El único ojo sano no parpadeaba ysujetaba al chico con su miradasolitaria.

—Así que padre tuyo en legiones.¿De dónde tu madre?

—¿Qué quieres decir?—¿Ella romana?—¡Claro que sí!—¿Padre estar algún vez en Galia?Áquila habló como si no entendiera.—¿Galia?El hombre señaló por encima de su

hombro.—Arriba allí, norte.—Sé dónde está la Galia. Está llena

de gigantes rubios que luchan desnudos.Las legiones siempre los derrotan… —Áquila se dio cuenta de que estabahablando con un gigante rubio quehablaba en una lengua extraña y cayó enun silencio avergonzado mientras

aquella sonrisa desaparecía y laaspereza de aquella voz se hizo menosamable.

—Legiones no siempre ganar, chico.Áquila alzó ahora su mirada hacia

él.—¿Te hicieron prisionero?El pastor asintió con la cabeza sin

mucha gana.—¿Entonces tú romano libre?Áquila replicó desafiante.—Sí.—¿Tú tener nombre?—Áquila Terencio.El hombre levantó la cabeza para

mirar al cielo, como si reconociese su

origen.—Bien, aguilucho, yo tener nombre

también. Ser Gadoric, y yo un esclavo,pero antes libre como tú. Áquila letendió la mano y el hombre la tomó conuna sonrisa.

—¡Romano libre dar mano aesclavo!

—¿Es malo hacerlo? —preguntóÁquila confundido.

El pastor se rio y recogió sumaltrecho sombrero de paja.

—No, chico, bueno es hacerlo, perono pasar mucho. Vamos, ver si quedar amí algún animal.

Las ovejas estaban apiñadas en un

rebaño apretado y Minca estaba echadojusto frente a ella, con las patasestiradas y los ojos atentos a la menorseñal de movimiento.

—Es un poco grande para ser perropastor.

—Él perro de cazar venados. Éltener dos semanas cuando yo capturado.Yo guardar él en abrigo mío, cerca depiel —llamó al perro en su extrañalengua y este corrió a reunirse con él,para que le rascara las orejas con vigor—. Ahora él vigilar ovejas.

Gadoric le dio algunas órdenes másy el perro se alejó corriendo hastaperderse de vista. Después le dio unos

golpecitos al carnero que guiaba y deinmediato este se puso en marcha en ladirección opuesta, alejándose del olordel perro.

—¿A dónde vas? —preguntó Áquila.—A campo por ahí —señaló con su

cayado hacia el sur de los bosques.Áquila sentía curiosidad por aquel

hombre, Gadoric. Era un esclavo, perouna vez había sido libre y, con aquellacicatriz y su ojo muerto, probablementehabía sido un esclavo. Podía teneralgunas historias interesantes paracontar.

—¿Puedo ir contigo?—Yo iba preguntar ti —dijo

Gadoric y palmeó al joven en elhombro. Quizá Áquila sintieracuriosidad por él, pero aquello no eranada comparado con el interés que aquelcelta de cabellera de lino sentía por elchico de cabellos de oro rojo.

Cuando salieron de los bosques, elpastor, que se había puesto otra vez susombrero, encorvó sus hombros yadoptó otra vez los andares arrastradosde un viejo. Áquila lo miró extrañado.

—¿Yo poder confiar ti? —preguntóGadoric, deteniéndose de golpe.Sorprendido, Áquila no contestó y sequedaron mirándose con atención, hastaque al fin, sin saber bien qué decir, el

chico encogió los hombros.—¿Cómo voy a saberlo? —Áquila

volvió a encogerse de hombros. Gadoricse inclinó sobre su cayado, con clarainseguridad sobre si sería inteligentehablar. Cuando lo hizo, sonaba igual deinseguro.

—Yo poder pedir tú jurar por diosesromanos tuyos, pero yo no creer ellos.

—Yo sí —dijo Áquila enseguida,mientras evocaba en silencio el nombrede Santo, el dios de la buena fe.

—No. Yo saber hombres jurar portodos dioses de mundo, y más por vidade padre, que ellos no traicionar algo,después ver todos hacerlo —se llevó un

dedo a su cara llena de cicatrices—. Yopreferir mirar en ojo, ojo sólo mío endos ojos tuyos, y preguntar directo.Áquila Terencio, yo contar ti secreto,¿poder yo confiar tu guardarlo?

El chico cruzó su pecho con el brazoen un saludo de soldado y empleó laspalabras que se le había dicho que eranapropiadas.

—Sobre el altar de Santo y bajopena de muerte.

—No morir para guardar, hijo —dijo Gadoric con una sonrisa, y volvió atocar el cabello de Áquila—. Sólo nocontar a vecinos todos.

—¡No lo haré!

Así que Gadoric le contó queaparentaba su paso arrastrado paraquedarse allí. Había fingido que estabaenfermo cuando lo trajeron al sur, puestomaba unas hierbas que le poníanenfermo de verdad. Todos los quehabían sido traídos al sur con él, habíansido enviados a Sicilia, a trabajar en loscampos de cereal con unas raciones demiseria. Al estar demasiado débil paraun trabajo semejante, lo habíanmantenido aquí como pastor para elmagnate local, Casio Barbino.

—Casio Barbino es un hombre muyrico. Es muy importante por aquí.Compró la granja de mi padre, por eso

él tuvo que irse a las legiones. Barbinotambién es dueño de este bosque y serumorea que le ha dicho a su capataz queazote a cualquiera que encuentresacando caza de él. Todo el mundo letiene miedo.

—Yo no tener miedo él —sentencióGadoric—. Pero esta parte Italia máscerca hogar mío que Sicilia. Un día yo irde vuelta.

—¿Barbino te va a liberar? —preguntó Áquila.

—No, chico, él no liberar mí —Áquila sintió un rastro de miedo en lamirada del único ojo de Gadoric—.Pero puede yo arrancar apestoso

corazón romano suyo como recuerdopara vuelta a casa.

Debió de darse cuenta de que habíaasustado al crío, porque rio de nuevo yvolvió a darle palmaditas en el hombro;después le indicó con la cabeza lasovejas, que pastaban felices en unashierbas altas.

—Hierba para vacas, no paraovejas. Necesitar perro mover ellas,¿no?

Silbó. Minca salió de los bosques ycorrió hacia ellos.

—¿Querer tú decir Minca quéhacer?

—Me gustaría, siempre que no me

ataque.El perro daba brincos de alegría y

meneaba el rabo, y era evidente que noiba a atacar a nadie.

—¿Tú no querer?—Sí —dijo Áquila ansioso. Fúlmina

no le dejaría tener un perro, puesmantenía que se comería la comida queera para ellos, y además no teníanningún trabajo que jutificara tener unanimal.

—Minca no entender latín. Tú tienesaprender lengua mía antes de darórdenes a él.

—Aprendo rápido —dijo Áquilacon avidez.

—¿Intentamos, no?

Capítulo Diecisiete

Marcelo observaba con intensafascinación cómo los dos gladiadoresdaban vueltas el uno alrededor del otro.Ya habían trabado combate dos veces yel bitinio, luchador profesional, tenía enun brazo un tajo hondo que sangraba conprofusión, pero en poco había dejado depinchar a su oponente, un griegolacedemonio que ahora tenía un corteequivalente en el costado, justo bajo elbrazo con el que manejaba la espada.Ninguno había sido capaz de sacar

ventaja en los encarnizados embates, porlo que se veían forzados a separarse lojusto para recuperar el aliento. Él sedaba cuenta de que su padre lo mirabade vez en cuando para ver cómoreaccionaba a la vista de una luchaauténtica y de sangre real.

Marcelo quería animar a gritos algriego, pero no se atrevía: no era propiodel comportamiento de un joven patriciomostrar su parcialidad, en especialcuando se le había concedido a su padreel sitio de honor. Organizaba los juegosun cliente suyo, un hombre que sepresentaba como candidato a la elecciónde Ediles urbanos para aquel año, y

aquella lucha era el acto final. Desde lapresidencia Lucio tendría que decidir siuno de aquellos hombres viviría omoriría, y el único criterio sería sucoraje y su destreza con las espadascortas y los escudos que llevaban en lasmanos.

También estaban allí todos susamigos de la escuela con sus padres yhermanos, así que miró con disimulohacia la familia de los Trebonio, y susojos se encontraron con los de lahermana de Cayo, Valeria. Ellaenseguida le mostró la lengua yacompañó el gesto con un movimientodesdeñoso de la cabeza. Marcelo, a

quien le habría gustado tener unhermano, estaba agradecido por no teneruna hermana: parecía que aquellos desus amigos que tenían hermanas, sufríanbastante por ese privilegio, y ningunomás que Cayo Trebonio, ya que Valeriaera una auténtica amenaza. Mordaz yentrometida, no dejaba que los chicosjugaran en paz. Peor aún, por lo que aMarcelo se refería, parecía empeñadaen incluirlo en sus tormentos, como si elhecho de que fuera hijo único lo hicieseacreedor de su atención.

Su madre era compasiva eindulgente, ciega, en apariencia, alcomportamiento de la chica, mientras

que su padre estaba fuera. No es que supresencia hubiera hecho las cosasdiferentes: Marcelo lo recordabaincluso menos amigo de la disciplinaque la madre. Marcelo odiaba más quenada aquellas ocasiones en que todas lasfamilias eran invitadas a su casa, puestoque Valeria animaba a todas las demáschicas para que, juntas, se burlaran de ély sus amigos más allá de lo soportable.Movió un poco la cabeza para sacarse laimagen de ella de la mente y volcó denuevo toda su atención en la pelea.

¿Por qué estaba a favor del griego?Marcelo no lo sabía en realidad, pero ellacedemonio llevaba el yelmo más

atractivo, pulido hasta deslumbrar ycoronado por tiesas crines de caballo.Teñido de rojo oscuro, hacía que elmuchacho pensara en Aquiles, Áyax ylos otros héroes griegos de laantigüedad, quizá incluso en el mismoAlejandro. El bitinio vestía algo soso,poco más que un casco puntiagudo,decidido a luchar con algo ligero en vezde con algo imponente. Para Marcelo,versado en las obras históricas dePtolomeo, se trataba de la lucha delhéroe alejandrino contra la tiranía persa.Ningún romano podría dirigir su apoyoal otro bando, aunque muchos lo hacían,sin duda porque habían apostado por el

otro. Era muy bien conocido porquehabía sobrevivido a varios combates enjuegos anteriores sin mucho más que unarañazo, y debía de haberse despedidode su oponente griego, menosexperimentado, bastante antes de esto.Con el primer choque, pareció alegrarsede demostrar su destreza y alborotó algentío con algunos juegos de espada muyelaborados.

El griego, que luchaba de un modomucho más prosaico, se había defendidode las elegantes estocadas con ciertadificultad y, tras haber demostrado sushabilidades a aquellos entre el públicoque apoyaban su causa, el bitinio se

había apartado para descansar, mientrasdescribía círculos en torno a suoponente durante un minuto completo,antes de abalanzarse para terminar conevidentes intenciones: un par deestocadas rápidas para desarmar a surival, un corte considerable para hacerque sangrara y, por fin, un golpe con laespada para arrodillar a su oponente;después podría dejar el destino delhombre en manos de Lucio Falerio. Peroel griego no estaba dispuesto a jugar y lanaturaleza del combate había cambiadocon rapidez, pues el bitinio se encontróde pronto a la defensiva, con unoponente que dio una estocada más allá

de su guardia para cortarle un brazo. Elchorreo de sangre supuso un estímuloinstantáneo, y el combate se volvió deinmediato mucho más intenso. El bitinioatacó con mucha furia y devolvió elcumplido hiriendo al otro, pero no pudosuperar a su oponente y la frustraciónempezó a aparecer en la manera en quese desarrollaba la lidia.

El ruido se atenuó cuando losluchadores se distanciaron, pero seelevó en un crescendo aún más altocuando los dos combatientes, con unresonante choque de espadas, selanzaron uno contra el otro al mismotiempo. Se acometían con violencia,

mientras el repiqueteo de los metalesque chocaban apenas podía oírse porencima del rugido de la multitud. Susescudos chocaban cuando ambosintentaban desequilibrar al otro, comopreludio de una estocada fatal. Elbitinio, que utilizaba su escudo paraprotegerse por delante, se encogió haciaun lado y entonces lanzó un golpe deespada con todas sus fuerzas a la alturadel cuello. Sorprendió al griego con elescudo mal colocado y, de haberlealcanzado el golpe, lo habríadecapitado. Marcelo oyó que su padrehablaba con aspereza, quejándosedeprisa de un golpe tan malintencionado,

mientras el griego caía de rodillas y laespada recortaba los mechones de crinde lo alto de su yelmo. No permanecióarrodillado, sino que aprovechó elimpulso y volvió a erguirse en toda sualtura con velocidad. Tras levantar suescudo por encima de su cabeza, golpeócon el umbo el sencillo casco delbitinio, lo que empujó hacia atrás lacabeza de este. Siguió al golpe laespada del griego, y el rugido de lamuchedumbre se hizo casiensordecedora cuando cortó la gargantade su oponente, al entrar esta en mediode la mandíbula y salir por el otro lado.

Marcelo mantuvo su entusiasmada

mirada en la escena mientras la sangremanaba del tajo en un gran borbotón. Lacabeza del bitinio, con el cuelloseccionado hasta el hueso, sebamboleaba hacia un lado, como siestuviera a punto de separarse totamentedel cuerpo, y los tendones y músculosblanquecinos contrastaban con eltorrente de sangre espumeante que salíaa borbotones de las venas desgarradas.Su padre maldijo en voz alta, algo a loque él no estaba acostumbrado, cuandoel bitinio cayó sobre la arena como untoro sacrificado y murió entre sacudidasy temblores.

—Esto es un escándalo, Hortensio

—escupió Lucio al hombre de suizquierda, el candidato a edil quepagaba aquellos juegos. El gentío sehabía quedado en silencio, por lo que lavoz de senador más viejo atronó—. Deverdad tienes que hablar con tu jefe degladiadores sobre la manera en que esostipos se están comportando.

—Estoy de acuerdo, Lucio Falerio—replicó el joven aspirante amagistrado, a sabiendas de quecualquier ofensa a su honorable invitadopodría suponer un serio obstáculo parasu futura carrera. Marcelo se preguntabasi en realidad estaría de acuerdo: habíasido un combate muy bueno y, por lo que

había oído, algo como lo que acababade presenciar, la muerte de un luchadora manos del contrario, si bien frecuenteen el sur, era extremadamente raro en lapropia Roma. Se remontaba a losorígenes del combate como ritosfunerarios de grandes jefes, donde unosguerreros escogidos luchaban hasta lamuerte sobre sus tumbas por el derechoa acompañarlos al Hades.

—No podemos permitir que estos sematen unos a otros sin permiso,Hortensio. Si no, ¿qué sentido tiene quehaya un magistrado presidiendo losjuegos?

Hortensio lo miró muy serio al

contestar.—No debemos permitir que usurpen

tus privilegios, Lucio Falerio.—¿No será esto una forma artera de

escatimar dinero, verdad, una garantíapara ahorrarse un salario?

Marcelo pensó que su padre habíahecho una pregunta ridícula, y tambiénlo pensó Hortensio, a juzgar por laexpresión de su rostro. Por fortuna,Lucio volvía a prestar atención a laarena, y el sudoroso griego quepermanecía en pie de cara a la tribuna,con la espada en alto delante de supecho jadeante.

Hortensio habló deprisa, ansioso por

agradar.—Como este hombre te ha privado

de tu derecho a elegir entre la vida y lamuerte de su oponente, creo que lo únicoapropiado sería, Lucio Falerio, quedecidieras tú su suerte. Puede que hayaresultado vencedor, pero está a tudisposición.

Lucio asintió una vez, con los ojosaún fijos en el hombre que tanto le habíaenfurecido. Marcelo también tenía ahorasu mirada fija en el griego, a medias poradmiración, a medias para evitar mirarel creciente charco de sangre y losórganos descubiertos del bitinio queyacía a sus pies.

—Esta es la primera visita de mihijo a los juegos, Hortensio. ¿Lepermitirías tomar parte en la decisión?

Marcelo se puso tenso cuando elanfitrión contestó.

—Con gusto.—¿Bien?Marcelo parpadeó. A duras penas

entendía lo que había sucedido, perosabía lo bastante como para estar segurode una cosa: su indignado padre tenía elderecho de quitarle la vida al gladiadorgriego, ¿y por qué? Tan sólo porque elhombre había tomado una decisión sinsentido que correspondía a su padre. Sesuponía que los gladiadores tenían que

entretener al público; era evidente quetenía que haber sangre paracomplacerlo, pero matar a sus oponentesa propósito y sin permiso, seconsideraba un insulto, y ahora Lucioharía que los guardias lo alanceasenhasta la muerte. ¿Por qué tenía queformar él parte de una farsa semejante ode una consulta que tenía la misma faltade sentido? Incluso más tarde aquelmismo día, cuando había tenido tiempode sobra para pensar, al describir elintercambio a sus amigos, no podíadecir qué provocó las palabras que dijoni el insolente tono en que las dijo.

—¿Se me va a pedir que decida su

suerte, padre?—¡Cómo! —dijo Lucio, bastante

sorprendido al apartar sus ojos delgriego y mirar a su hijo. No quiso hablardurante varios segundos, pero cuando lohizo, su voz tenía aquel tono queadvertía a Marcelo de serios problemasa la vista—. ¿Crees que estáscapacitado, chico?

—¿Se me permite contestar a unapregunta con otra pregunta, padre?

—Sí —respondió Lucio.—¿Has decidido que ese hombre

debe morir?Aquello pilló a Lucio por sorpresa,

cosa extraña, y Marcelo supo que tenía

derecho a hacerlo por aquella mismarazón, aunque la pregunta forzaba unarespuesta negativa.

—Mi decisión está abierta.—¡Mentiroso! —la palabra flotó sin

trabas en su mente, y Marcelo sintió queun escalofrío recorría su cuerpo.Todavía estaba en edad de asumir laomnipotencia paterna lo bastante comopara oír incluso sus más secretospensamientos, así que eligió suspalabras con mucho cuidado.

—Entonces, señor, tendrás quejuzgar tú si estoy capacitado. Si sientesque no es así, te ruego con humildad tupermiso para no tomar parte en la

decisión.Marcelo sabía que su padre veía

siempre oposición en lugar derazonamiento, así que no tenía esperanzade escapar a su ira al señalar loindeseable de la posición en la que supadre le había colocado a la fuerza.Pero Lucio tampoco era un idiota, ytenía mucha más experiencia que su hijoen percibir la verdad que se escondetras las palabras de los hombres.

—¿Dejarías que viviera?—Sí, padre.—¿Por qué?—Ha luchado con valor y creo que

respondió al golpe mortal que su

contrario lanzó contra su cabeza. Creoque reaccionó como un soldado en elcampo de batalla, señor, y no como ungladiador preocupado por sobrevivir yrecoger su salario.

—¿De verdad?De poco sirvió la leve sonrisa en la

cara de su padre para tranquilizar aMarcelo. Entonces Lucio indicó algriego que se acercara a la tribuna y elhombe caminó hacia delante, pisando elcadáver de su enemigo muerto. Lucio seadelantó para dirigirse a él, con fluidez,en su propia lengua.

—Dime, hombre, ¿cuánto hace queeres gladiador?

—Seis meses, honorable —dijo elgriego, y su voz sonaba más profundapor las protecciones metálicas de loslados de su brillante yelmo.

Lucio intentó sonar amistoso, perodada la naturaleza de la discusión, elefecto fue frío.

—Sólo seis meses. ¿Has participadoen muchos combates?

—Este ha sido el primero, señor.Aquello hizo que Lucio frunciera el

ceño y, además, que echara una miradade reojo a Hortensio, con una muyevidente acusación de mezquindadimplícita, pero su indecisión solo duróun segundo. Lucio volvió a preguntar al

gladiador.—Bien. ¿Y qué hacías antes de esto?—Era esclavo, pero mi amo me

vendió para saldar sus deudas.Cierto tono de impaciencia se

advertía en la voz de Lucio, como sisospechara que el griego se regodeabaen la conversación adrede para añadirun minuto a su vida.

—¿Y antes de eso?—Hace doce años era soldado,

honorable, al servicio de Macedonia.—¿Puedo hacer una pregunta, padre?

—dijo Marcelo con entusiasmo,animado por los pensamientos sobreaquel ejército macedonio, antaño

invencible, que había sido derrotado porAulo Cornelio.

La cabeza de Lucio giró de pronto ysus ojos perforaron los de su hijo.

—No, Marcelo, no puedes.Después, hizo un gesto de despedida

con la mano. El griego alzó su espada amodo de saludo y, mientras se girabapara alejarse, el gentío, que en su mayorparte no sabía bastante griego como paraentender aquel intercambio de palabrasy había estado conteniendo larespiración, manifestó a gritos queestaba de acuerdo con la inesperadadecisión. Lucio frunció el ceño aún másprofundamente. Odiaba todo lo que

parecía apaciguar a la masa.A Marcelo se le había permitido

volver a casa con Cayo desde losjuegos, y durante todo el trayecto habíatenido cuidado para evitar lasatenciones no requeridas de Valeria. Porfortuna ella compartía aquella aversióny se había marchado a jugar con susmuñecas en cuanto entraron por lapuerta. La casa de los Trebonioincomodaba a Marcelo, pues Cayo teníamuchas de las cosas que él deseaba,posesiones que su padre le prohibía.Había varios perros y gatos, así comojaulas llenas de pájaros de canto.Aquella era una casa familiar que él

apenas podía comprender, llena de ruidoy actividad, con seis críos quecorreteaban, todos de menos de diezaños, y para la mente ordenada deMarcelo, completamente fuera decontrol. Distraían a los esclavos de lacasa.

Los perros perseguían a los gatos,que, a su vez, no eran de confianza siestaban con los ratones o los jilgueros.Por lo menos un niño siempre lloraba ypedía justicia contra otro de sushermanos, mayor o menor. La madre deCayo parecía insensible a toda aquellaturbamulta; sonreía benévola si habíaalgo que de alguna manera podía

molestarle, y le aseguraba a aquel de sushijos que lloraba que las cosas leparecerían mucho mejor en un par deminutos. Siempre tenía razón, porquesurgían las congojas de otro niño yacallaban lo que fuera que estuvieramolestando al que se quejaba primero.

Cayo y Marcelo habían estadojugando a las tabas con nueces comofichas para apostar, pero el hermanopequeño de Cayo, Lineo, de sólo cuatroaños, tenía terribles problemas paraconstruir una fortaleza con sus ladrillosde madera. Marcelo fue a ayudarle, pesea que su amigo se quejaba porque habríaque echar a aquel criajo a patadas de la

habitación para que ellos pudiesencontinuar con su juego, con lo quereducía a Lineo a un mocoso llorica, apesar de que no mostrara ni rastro delágrimas. Cayo estuvo de acuerdo enayudar, tan sólo por asegurarse algo depaz, y ambos le construyeron a Lineo unmagnífico fuerte con almenas, torres y unportón de entrada, y después le ayudarona colocar sus legionarios de juguete,antes de volver a la mesa baja paracontinuar con su juego.

Valeria entró justo en mitad de lasiguiente ronda de tiradas, con sumuñeca de terracota vestida como unadama de la aristocracia romana, efecto

que completaba una peluca rizada. Seacercó indecisa a la mesa y observó unrato a los chicos, sin duda esperanzadade que su presencia les interrumpiría.Ambos la ignoraron a propósito, inclusocuando inició una conversaciónimaginaria con su muñeca sobre losdefectos de los chicos romanos encomparación con las chicas romanas.Cuando también aquello cayó en oídossordos, se fue hacia Lineo, que estabaagachado, y le felicitó tímidamente porla manera en que había levantado sufuerte.

—Lo hizo Marcelo para mí —seseóLineo, excluyendo insincero a su propio

hermano.—Ah, ¿sí? —replicó ella con un

elevado tono de voz de exageradasorpresa.

Introdujo uno de sus pies en un arcoancho y derribó del todo el fuerte a lavez que esparcía los ladrillos por todaspartes. Marcelo y Cayo se vieronforzados a prestar atención porque elniño pequeño dejó escapar un llantoangustiado. Valeria permanecía allí,muñeca en mano, con una mirada entredesafiante y de triunfo dirigidadirectamente a ellos. Cayo saltó a porella, pero ya se había ido, y al pasar porla puerta pedía a gritos a su madre que

fuera a salvarla del asesino de suhermano.

Capítulo Dieciocho

A media mañana del día siguiente,Marcelo estaba sentado en su semivacíahabitación y reflexionaba sobre sudestino. La basta madera de su catre learañaba las piernas dolorosamente. Supadre ya estaba enfadado con él a causade su comportamiento en los juegos deHortensio la tarde anterior, pero ahorahabía hecho algo más serio, pues al finalhabía reaccionado a los persistentescastigos de su tutor, Timeón, y no depalabra, sino físicamente.

Debía permanecer quieto y derechosin prestar atención al frío y laincomodidad, porque su padre llegaríaen algún momento y entraría sin avisar.Cuando apareció, su hijo quisoasegurarse de que no había rastro dedejadez ni aire de insolencia que élpudiera interpretar como dirigidos a supersona. Había ideado su defensa segúnlos mismos principios de la oratoria quesu padre tanto admiraba. Si no podíaconvencerlo de que él, Marcelo, teníarazón, entonces tendría que soportarimpávido cualquier castigo que Lucioencontrara conveniente imponerle. Supadre no era un hombre que demostrara

la ira de ningún modo, así que cuando lapuerta se abrió, lo hizo despacio, lo queen cierto modo daba más miedo.Marcelo se puso tenso y luchó contra elimpulso de bajar la mirada. La miradapenetrante de su padre se fijó en la suya,en busca del más leve parpadeomientras Marcelo se levantaba. Entoncesvio al esclavo de la casa detrás de supadre: aquel hombre llevaba un látigo enla mano.

—Esta no es una obligación queencuentre agradable —dijo Luciofríamente—. Es algo para lo que notengo tiempo. Pero creo que tengo queasumir esta tarea, porque no puedo

consentir que te comportes como unjornalero borracho. Eres un Falerio. Mehas puesto en ridículo.

—¿Se me permite defenderme? —preguntó Marcelo. Pudo oír el tembloren su voz, así que supuso que su padretambién lo habría detectado.

—¿Qué posible defensa puede haberpara un comportamiento semejante?

—¿No es una de las piedrasangulares del Derecho romano que todohombre tiene derecho a una defensa?

Aquello agrietó el estudiado barnizde su padre.

—¡Cómo te atreves a hablarme así!Marcelo inspiró profundamente,

enfrentado aún a la mirada airada de supadre.

—Hablo por la admiración de todolo que me has enseñado, padre.

—No recuerdo haberte enseñado ausar tus puños. Quiero decir fuera delgimnasio.

—Pero nunca te has cansado dedecirme que es mi deber oponerme a latiranía. —Lucio arrugó el entrecejo.

—¡Tiranía! ¿De qué estás hablando,chico?

Esta era su oportunidad y sería laúnica. Si no articulaba el comienzo desu caso en cosa de segundos, su padreordenaría al esclavo que lo azotara, y

Marcelo no tendría más opción quesometerse. Se dijo a sí mismo que habíasido la injusticia lo que lo enardeció, lanecesidad de enmendar un mal patente,no ningún miedo al castigo, pero unaleve vocecilla dentro de él arrojaba unaduda coherente sobre aquello.

—¿Debería rechazar un castigo quetengo bien merecido, señor?

—¡Por supuesto que no!—¿Y qué debería hacer ante la vista

de un arbitrario abuso de poder? —Supadre se quedó mirándolo y Marcelo sepreguntó cuánto hacía que Lucio no eracapaz de replicar enseguida a unapregunta. Aprovechó la oportunidad que

le brindaba la pausa—. Podría sugerirte,padre, que la oposición a la amenaza dela tiranía es el primer deber de unciudadano romano.

Lucio incluso parpadeó, mientras sepreguntaba si era una burla que su hijole citase palabras que él mismo usaba amenudo, pero Marcelo no le diooportunidad de hablar.

—Es más, podría sugerir esto: queexponer a un alumno a un régimen quesatisface los instintos más bajos de unhombre que se recrea provocando dolor,sólo por provocarlo, es contrario a lasenseñanzas que tú, tú mismo, te hastomado tantas molestias en inculcarme.

Lucio recuperó su compostura;después se permitió una media sonrisa.Había una silla en un rincón de lahabitación, la única otra pieza demobiliario aparte del catre. Luciorecogió su toga con el más elegante delos gestos y después se sentó.

—¿Quieres defender tu caso, chico?Adelante. ¡Procede!

—Gracias, padre —tomó otrainspiración profunda. Sabía que estabahablando demasiado deprisa, pero nopodía evitarlo—. Cuando era máspequeño, en los momentos iniciales demi educación, aprendí muy deprisa quenunca podría esperar contestar

correctamente todas las preguntas que seme hicieran. Descubrí también que lapena por tal incapacidad era dolorosa.Acepté esto como algo bastanteapropiado, pues el estilo de mieducación había sido decidido por ti.Era mi deber no sólo acatar el modeloque tú habías establecido, sino apoyarloactivamente. Tenía que aprender cosas ysi no podía hacerlo, las consecuenciasrecaerían de manera muy adecuadasobre mí.

Marcelo sintió la terrible tentaciónde empezar a utilizar gestos, peromantuvo sus manos tan pegadas a suscostados como pudo, para que así sus

palabras pudieran trascender tanto asinceridad como a estilo retórico.

—Pero no sólo me enseñaba unpedagogo. Ha sido también miprivilegio tenerte como profesor, que meiniciaras en los misterios del derechoromano y la política. He aprendido quetú, mediante tus habilidades, que yo,como hijo tuyo, daría mucho por emular,te has alzado a una posición en la que sete considera uno de los hombressobresalientes del Estado romano.

Lucio hizo una ligera inclinación decabeza en agradecimiento a todo elmundo, como si estuviera sentado en subanco en el Foro. Marcelo sintió que el

ahogo de su pecho cedía un poco. Diotambién gracias a los dioses porconcederle el poder, a edad tantemprana, del discurso elocuente.

—Me has enseñado muchas cosas,padre, demasiadas para poderenumerarlas aquí. Ahora deboconcentrarme en aquellas enseñanzasque son relevantes para el dilema al queme enfrento.

Su padre frunció el ceño anteaquello, como si Lucio no aceptara queun crío de la edad de su hijo pudieratener ningún dilema en absoluto.

—En primer lugar, quiero tratar elproblema del respeto. Mientras siento

respeto por tu persona de verdad yfácilmente, debo confesar que nosiempre puedo extender ese sentimientoa todos los adultos —su voz cambiócuando se hizo una pregunta a sí mismo—: ¿Es esto encomiable? Para mí,Marcelo Falerio, respetar a una personamayor debería ser la emoción primaria.Esto es lo que se me ha enseñado y nodebería hallar dificultad en cumplir conlo que es mi deber.

Se detuvo de nuevo, al tiempo que sepreguntaba si no estaría empleandodemasiada retórica. Después de todo, supadre debía estar preguntándose por loque vendría a continuación y en su cara

no había nada que le dijera cómo loestaba haciendo. En la puerta, el esclavomiraba hacia el techo. No es que unamirada suya de aprobación hubieraaumentado las esperanzas de Marcelo,así que, sin estar aún seguro, siguióadelante.

—Pero he de confesar unaincapacidad semejante. Tú hasestablecido un modelo para mí, y cuandolo aplico, ¿puedo decir de verdad quesiento respeto por todo adulto que meencuentro? En realidad, no puedo. Pocoste igualan. Este es el primer punto. Elsegundo punto sobre el que me gustaríallamar tu atención, con todo respeto, es

uno al que ya he hecho alusión. Puestoque el primer deber de un romano esoponerse a la tiranía, ¿puedopermanecer inmóvil y observar uncomportamiento semejante en acción, yno hacer nada por ponerle freno?

Marcelo empezó a acalorarse con sutarea, mientras se dirigía a la toleranteinexpresividad de su padre. Habló de lagloria de la tradición romana, de laexpulsión de los reyes tarquinios, ynombraba a héroes y reprobaba avillanos para apoyar su caso. Hablótambién de la necesidad del fuerte deproteger al débil, lo que había sido labase de la expansión de la República a

partir de una ciudad estado hasta ser unImperio. Por fin llegó el momento de laperoración, los argumentos finales, sujustificación por haberla emprendido apuñetazos con Timeón. Una vez más, elhombre había utilizado demasiado elsarmiento. Desde aquel día, meses atrás,en que Aulo Macedónico le habíadetenido a punto de soltar un azote,Timeón se había hecho aún más liberalcon la vara. Los golpes eran más fuertes,más frecuentes, igual que el placer quele producía administrarlos relumbrabaen el rostro del hombre.

—Ya he afirmado, padre, que es mideber tolerar el régimen que me has

impuesto, como lo es soportar micastigo sin acobardarme. Sin embargo,tengo un deber contigo que trasciendeincluso eso. No puedo ignorar una cosa:que las lecciones con las que mebeneficias son de mayor valor que las decualquier profesor griego, por muycapaz que sea. Cuando me enfrento contener que elegir entre acceder a tusdeseos por un lado, y seguir tusprincipios por otro, sólo puedo elegir uncamino. Poner una cosa por encima de laotra sería insultarte hasta un nivelinaceptable. Timeón el pedagogo hallegado a disfrutar tanto del sarmientoque lo emplea sin moderación. Tampoco

puedo creer que esto, tenerme sentadobajo el látigo de un tirano sin hacernada, sea parte de la educación de laque tú deseas que me beneficie.

Al dejar de hablar, Marcelo estabaperplejo. Puede que se hubiera dirigidoa su padre como si fuera un senadorcompañero suyo, pero seguía siendo suhijo y, como un miembro de aquellaaugusta asamblea, no podía terminar suparticipación en el debate sentándosesimplemente. Mientras decía sus últimaspalabras, sabía que le restaban valor ala impresión que había intentado crear, yque, en realidad, sonaban a laimpertinencia que se había esforzado

por evitar.—Cedo la palabra —tartamudeó.—Interesante disertación —replicó

Lucio con calma—. Intentas decirme quehas puesto mis principios por delante demis órdenes, lo que implica que, alhacerlo, el castigo que se te haadministrado era excesivo. Tiránico, dehecho, así que tú, como romano, tesentías obligado a oponerte a él.

Marcelo no contestó. En aquel juegono se le permitía. Lucio, pensativo, setocaba el mentón.

—Bien argumentado, chico, y puedeser que tengas razón en esto. QuizáTimeón se haya vuelto un apasionado de

la vara. Si es así, tienes el derecho dehacérselo saber de manera que loentienda. La cuestión es: ¿la únicamanera es darle puñetazos hasta el puntode que necesite los cuidados de unmédico? —Lucio permaneció unsegundo en silencio, pero no cabía dudade que aún no había terminado—. Puedeque sí, Marcelo. Yo nunca toleraría, asabiendas, que un griego azotara a unromano, en especial si fuera algoinjusto.

Volvió a detenerse, y esta vezmiraba al esclavo que aún permanecíaquieto en el umbral de la puerta.Marcelo sintió que sus esperanzas

reverdecían. El poder de susrazonamientos convencería a su padrepara que ordenase a Timeón que cesara,y entonces Marcelo podría acallar esainsistente voz interna, que susurraba sincesar su acusación de cobardía. Podríadecirse a sí mismo, igual que a suscompañeros de clase, que habíaargumentado a favor de una noble causay había triunfado. Su padre se levantó yse dio la vuelta, como preludio a susalida del cuarto.

—De todas formas, Marcelo, hasignorado un punto muy importante. Noeres el único chico en la clase. Creesque atacar a tu profesor es algo

apropiado. ¿Qué pensarán los demás?Marcelo Falerio puede hacer esto, ¿porqué yo no puedo? Puede que tuvierasbuenas razones. También puede ser quesiguieras mis principios en este asunto,pero al seguir sólo uno, has ignoradootro, y el deber de un Falerio es ser unejemplo.

Cuando pasó rozando al esclavo, alsalir, aún hablaba.

—Por mucho que admire tu retórica,Marcelo, sé que tengo que reprimir tuespíritu. Y si esto te duele mucho,recuerda que sólo lo hago paradesanimar a otros. No disfrutaré al oírtegritar de dolor, pero es muy necesario

que sea así.Era evidente que el esclavo ya había

recibido instrucciones. Mientras la vozde su amo se desvanecía, entró en lahabitación y cerró la puerta; Marcelo lomiraba con resolución. De detrás de suespalda sacó otra vara de sarmiento.Entonces no era el látigo, sino el mismoinstrumento que usaba su profesor. Elesclavo miró fijamente a los ojos delchico mientras levantaba el sarmientopor encima de su cabeza. Marcelo siguiómirando, al tiempo que se esforzaba porevitar el parpadeo que llegaría comouna reacción natural al azote; el esclavotensó los hombros y comenzó a azotarle.

No pudo evitarlo: sus ojos se cerraron.Oyó el sonido de los golpes y se

preguntó por qué no sentía dolor;después miró para darse cuenta de quemiraba a los ojos del esclavo mientrasel polvo de la burda manta se elevabapor detrás de él. Marcelo miró porencima del hombro cuando el esclavolevantaba la vara de la cama. La huellaque había dejado era profunda. CuandoMarcelo volvió a mirar al hombre,recibió un guiño.

—Ahora, si en ello estaba eseimbécil de Timeón, amo Marcelo,ningún esclavo de la casa dudaría. Nosdaría gran placer curtirle el pellejo.

Tendrá que gritar un poco,pues, oparecerá sospechoso, pero ¿cómo sabrásu padre si las marcas en su espalda selas he producido yo o ese cabrón quetiene para enseñarle?

El esclavo alzó la vara de nuevomientras los principios se enfrentaban alsubterfugio en el corazón del muchacho.¿Qué consecuencias tendría que aceptaraesa oferta del esclavo? ¿Podía engañar asu destino y mantener la dignidad?Entonces, la cara redonda y sudorosa desu diminuto profesor se le apareció, ydevolvió al esclavo una sonrisa que fuecorrespondida.

—Eso sí, tampoco pegue mucho

grito, amo Marcelo, porque si no supapá sospechará.

Golpeó otra vez la manta con todassus fuerzas, y enseguida sonó un alaridode dolor.

Capítulo Diecinueve

La luz mortecina de las velas de seboparecía arrojar sus propios hechizos enla cabaña de Gadoric, lo que se añadíaal poder de sus palabras mientras éldeclamaba una larga saga celta. Áquilaescuchaba con atención arrebatada: laspalabras aún no le resultaban tanfamiliares como para poder seguir lahistoria fácilmente y el pastor llevabahablando cerca de una hora, sindetenerse nunca mientras recitaba dememoria un relato de guerra, dioses

caprichosos y magia. Esta sólo era unade las muchas sagas que el pastor habíanarrado y Áquila lo había aprendidotodo sobre la forma de luchar de losceltas y sus rivalidades tribales, asícomo sobre su religión. No había nadaescrito: cada poción sanadora omaleficio se confiaba a la memoria,igual que las historias de un mundoíntimamente relacionado con lanaturaleza y los elementos, donde unárbol podía ser mejor amigo que uncompañero. Un mundo en el que latierra, el fuego y el agua proporcionabanlos medios no sólo del sustento, sino dela devoción.

La religión pastoril de Gadoric teníamucho que ver con la de Fúlmina, que semantenía apartada de lo que veía comocostumbres griegas importadas, aunquealgunos de los mitos celtas tenían ecosde los héroes celestiales adorados enRoma. Estaba Dagda, un dios delfirmamento similar a Júpiter; Taranis,dios de la guerra que igualaba a Marte;equivalentes masculino y femenino paralas deidades griegas Apolo y Ártemis.Pero, dado el número total de dioses yobjetos sagrados, a Áquila aquelpanteón le parecía un caos absoluto, sinque hubiese poder suficiente paraimponer el orden en un mundo

fracturado. Sólo los hombres sagradosde los celtas podían entenderlo deverdad, lo que hacía que el chicosospechara.

Fúlmina odiaba a los augures ysacerdotes y le había enseñado a serescéptico con los de su especie. Semantenía con firmeza en su creencia:estos sólo celebraban sus rituales pordinero, posición o para ganar podersobre sus seguidores. El muchachodisfrutaba con los cuentos de Gadoric,pero no tanto como disfrutabaaprendiendo cómo arrojar una lanza ocómo disparar uno de los dardos depunta de pedernal de los tres que tenía el

celta, armas que estaban prohibidas alos esclavos. Gadoric había robado lalanza de la cabaña del guardia que habíajunto al camino de la villa de losBarbinos; si el capataz del senador sedaba cuenta, sería suficiente para verlocrucificado.

Incluso le resultaban másplacenteros los ocasionales viajes de undía por las estribaciones de lasmontañas, cuando se enviaba a lasovejas a pacer las altas hierbas de lasladeras. Tras dejarlas paciendo bajo lamirada vigilante de Minca, Gadoric y elchico buscaban el rastro de criaturasmás grandes, osos y grandes felinos, y el

pastor le enseñaba qué señales buscar ycómo rastrear sus recorridos. Cerca dela villa o en las colinas cazaban sucomida cada día, a veces de noche, sihabía luna llena, y como las trampasceltas eran ingeniosas, pocas veces nohabía carne en la olla de Fúlmina. Sumentor le enseñaba todo lo que sabía ylas estaciones pasaban como una imagenborrosa de feliz actividad.

La primera expedición nocturna sinMinca no fue un viaje de caza, yGadoric se mostraba extrañamenteremiso a explicar a Áquila lo que iban ahacer. Pero la ausencia del perro, que sehabía quedado a guardar la cabaña del

pastor, pronto quedó explicada por sudestino, nada menos que lasdependencias de esclavos de la villa delos Barbinos. De haber olfateado unpoco del olor de Minca, los perrosguardianes habrían dado la alarma yhabrían atraído a hombres con antorchasencendidas por si se tratara de algúntipo de depredador peligroso. El celta,con el chico a su lado, vigiló losbarracones durante un buen rato,mientras la luz del día desaparecía.Esperó hasta que los graneros estuvieroncerrados, las linternas encendidas dentrode todos los edificios ocupados y la lunatan alta como para iluminar todo el

paisaje. Sólo entonces empezó aarrastrarse hacia adelante en dirección ala valla de mimbre construida paramantener fuera a los animales salvajes.

—Seguir mí —susurró Gadoric ensu latín destrozado, e hizo una aberturadonde la valla estaba unida con uncordel anudado.

—¿Vamos a robar unos conejos? —preguntó Áquila.

El «no», susurrado con regocijocontenido, desconcertó al chico, quesiguió a Gadoric hasta el largo edificioen el que sabía que estaban las estanciasde los esclavos. A mitad de caminoGadoric se detuvo y, tras estirarse, dio

unos suaves golpecitos en un postigocerrado, que se abrió un poquito justo unpar de segundos después.

—Tú quedar aquí bajo postigo,Áquila. Si uno venir y estar muchocerca, tú tirar tierra, después tú alejar devista suya. Tú ir a roto valla y esperarmí en campo otro lado.

El celta se levantó, abrió el granpostigo y de un salto entró con facilidad,al tiempo que dejaba a Áquila, aúndesconcertado, en cuclillas y con laespalda apoyada contra el muro depiedra. A través del hueco que habíaentre el postigo y el marco de la ventanapor encima de su cabeza, pudo oír

susurros, seguidos de un sonido de risasahogadas mezclado con una suave risade mujer. Lo siguiente fue el silencio;después, el crujido de algo de madera,un sonido que empezaba a repetirse concreciente frecuencia. Luego comenzaronlos gemidos, al principio apagados, peroen aumento hasta que sonaron comoamortiguados. Al niño le parecía quealgo tan ruidoso podría oírlo cualquieradentro del recinto. Demasiado alarmadocomo para quedarse allí, se movió concuidado bajo otros postigos cerradoshacia el final del edificio y miró al otrolado de la esquina hacia la fuenteinactiva en el centro de un patio bañado

por la luz de la luna. Por fortuna nohabía nadie por los alrededores. Nadie,ni siquiera los perros, parecía habersealarmado por el ruido que, estabaseguro, aún podía oír. Aun así,consideró prudente coger un poco detierra suelta por si acaso.

—Hola. ¿Quién eres?El sobresalto que le produjo aquella

voz fue absoluto, incluso aunque fuerasuave y femenina, y lo dejó clavado enel sitio como si cada gota de su sangrepareciera dirigirse a sus tripas.Despacio, levantó la vista hacia otropostigo abierto y hacia una chica queestaba allí asomada. Sonreía y no

parecía amenazadora, pero aquello noservía para hacerle sentir seguro. Si losorprendían en el recinto, tendría suertesi escapaba con sólo una soberanapaliza.

—¿Quién quiere saberlo? —preguntó, con más bravuconería quecoraje.

—Mi nombre es Sosia —contestóella en tono amable—. ¿Vas a decirmeel tuyo?

—Áquila… —entonces dudó, puesno quería añadir el nombre de Terencio,que lo haría más fácil de identificar porel capataz.

—¿Estás con el pastor?

Otro sobresalto.—¿Lo conoces?—Todo el mundo lo conoce —había

suficiente luna como para mostrar cuántoalarmó aquello a Áquila, así que ellaañadió rápidamente—: Bueno, no todoel mundo, sólo las mujeres. Viene avisitar a Nona bastante a menudo, peronormalmente sólo.

—¿Quién es Nona?—Una esclava.—¿Y qué hace con ella? —Sosia

soltó una risita y dijo:—Escucha —a pesar de la

amortiguación, los gemidos sonabanclaros y cada vez más frecuentes;

después llegó el primero de una serie degritos sofocados y quejidos guturales—.Si Nicos, el capataz, los pilla, se pondráfurioso.

—¿Por qué?—Los esclavos no pueden aparearse

sin permiso.—¿Aparearse? —dijo Áquila,

olvidándose de susurrar, lo que hizo quela chica se llevara un dedo a los labios—. ¿Están haciendo eso?

—¿Qué otra cosa podrían estarhaciendo?

Áquila se sintió un poco tonto, miróhacia arriba y sonrió al darse cuentacuando miró a la chica que parecía

bonita, que su sonrisa era agradable ysus ojos tenían una dulce cualidad queencontraba simpática. Aquellospensamientos se desvanecieron por loque parecía una pelea, pues los gruñidosy los gritos se fundieron en un estallidofinal, que hizo que Áquila volviera a laesquina del edificio para mirar hacia elpatio.

—No vendrá nadie —murmuróSosia—. El amo no está en casa, así quetodo el mundo hace lo que le apetece. Elpastor te contará que es diferente cuandoCasio Barbino está aquí. En ese caso, élnunca se atrevería a acercarse a losbarracones de los esclavos.

—¿Tú también eres esclava?—Sí —replicó ella de una forma

que indicaba que era obvio.—Yo no lo soy —presumió Áquila

—. Soy libre de nacimiento.Ella frunció el ceño, como si la idea

de que alguien no fuese esclavo leresultara extraño.

—Creo que nunca he conocido anadie que sea libre de nacimiento,excepto mi amo y aquellos a los querecibe como invitados. Si el pastorviene otra vez, ¿por qué no llamas a mipostigo?

—¿Para qué?Aquello la desconcertó un poco y se

detuvo antes de contestar.—Es agradable hablar con alguien

que no es un esclavo. —El leve crujidode un postigo que se abría indicó aÁquila que Gadoric salía, y se acercóhacia allí, seguido por una petición untanto lastimera—. Llamarás la próximavez, ¿verdad?

Pasaron dos semanas antes de queGadoric hiciera otra visita a losbarracones de esclavos, semanasdurante las que el muchacho pensómucho en la chica. Esta vez Áquila nohizo preguntas y, en cuanto el celtadespareció en el cubículo de Nona, fuehacia el postigo de Sosia. En aquella

ocasión, los dos jóvenes sólo hablaron,pero la tercera vez se dieron la mano, yaquello produjo una extraña sensación aÁquila, una que nunca antes habíaexperimentado, una especie de dolorplacentero que recorría su brazo y,después, su cuerpo entero.

—Debéis tener cuidado, Áquila.Nos han dicho que nos preparemos parala llegada de Barbino desde Roma.Cuando él esté aquí, tu pastor ya sabeque no debe venir, y tú tampocodeberías.

—No me da miedo Barbino —dijoél—. Dice mi madre que es una babosagorda.

—Cuando está aquí los esclavos, loshombres, actúan como auténticosguardianes.

La idea de no ver a Sosia por causadel gordo Barbino era ridícula para elchico.

—¿Y no hay un sitio donde podamosvernos?

La rapidez de su respuesta indicó aÁquila que ella había pensado en ello,que no se trataba de una ocurrenciarepentina, y se preguntó por qué le habíaobligado a hacer él la pregunta.

—Donde se tiende la colada a secarpasados los graneros. Está cerca delbosque, y bastante lejos de la villa y los

barracones como para no tenervigilancia.

—Te buscaré.—Ten cuidado.Aquello se convirtió en una

costumbre regular en los días de Áquila:aún cazaba con Gadoric, aún aprendíasus habilidades y su lengua, pero ahoralo hacía con un ojo puesto en otra parte.Por la tarde, en vez de quedarse con elpastor, volvía deprisa a la chozafamiliar, con Minca pisándole lostalones, para quitarse la suciedad deldía, antes de encaminarse a través de losbosques hacia las cuerdas donde setendía la colada. Verla a la luz del día

allí de pie fue una agradable sorpresa.Tenía una figura esbelta y su cabellocastaño claro, que recogía durante eldía, colgaba largo y brillante en mediode su espalda cuando lo soltaba. Surostro era suave e inmaculado, y susonrisa era incluso más bonita cuando laencendían los últimos rayos del sol.

Fueron sólo un par de días los quepasaron juntos, tiempo suficiente paraque Áquila le contara sus historias sobresu papá legionario, su madre y elacuerdo con Dabo que le daba tantalibertad, además de la suerte de tenercomo amigo a Gadoric. Ella tenía pocoque ofrecer frente a aquello: nacida en

la casa de los Barbinos, no conocía otravida, aunque insistía en que había tenidouna educación grata. Había másesclavos de los que se necesitaban paracumplir con las tareas necesarias, ellanunca tenía excesivo trabajo y sólo lehabían golpeado dos veces en su vida. Asu padre lo habían enviado a otrapropiedad nada más nacer ella, paraevitar que fuera negligente en susobligaciones, y poco después a sumadre, pero las mujeres de la casa lahabían criado como si fuera su propiahija.

—¿Cómo puedes ser feliz si eres unaesclava?

—No conozco otra vida, Áquila.Sosia y Áquila nunca intercambiaron

más que un beso casto, pero se dieronlas manos y, a pesar de los obstáculos,hablaron de un futuro que nunca llegaría.Ella era esclava y él había nacido libre;Sosia pertenecía al gordo Barbino y, amenos que Áquila tuviera los fondospara comprarla y darle la libertad, asíseguirían las cosas. La chica adoraba aMinca, cuyos hocico y lengua tendían, sies que ellos se acercaban demasiado, ainterponerse entre sus caras.

Fúlmina se sentó con pesadez en uncostado de la tina de madera: la coladatendría que esperar hasta que ella

tuviera más energía. Quizá pudiesecardar algo de lana, cualquier cosa quele permitiese quedarse sentada un poco.El dolor en su bajo vientre empeoraba yella parecía tener menos fuerza cada día.Al principio, achacó el dolor a unacarne de cerdo apestosa que habíaenviado Dabo unos meses antes comoparte de su acuerdo.

—Típico de él —dijo ella en vozalta mientras se tocaba el vientre, pues,una vez más, pensaba que podía sercierto—. Cuanto más se enriquece, mástacaño se vuelve.

Quizá Dabo no estuvieseenriqueciéndose, pero sí estaba

adquiriendo más tierra. Había sacadoprovecho de la llamada a filas paracomprar, a precios de risa, las granjasde otros hombres que habían marchado ala guerra. Había mucho cuchicheo entrelas mujeres sobre su habilidad paraevitar servir en las legiones, igual quesobre la manera en que había utilizado asu fantasma dilectus para no pagarimpuestos —si él no estaba aquí, siestaba de servicio en las legiones, noestaba obligado. Los hombres tambiénse quejaban, pero aunque la mayoríaadivinaba lo que había pasado, nodecían nada, pues era una mala ideainformar a ninguna autoridad sobre nada,

pues una vez que empezaran a meter lasnarices en las vidas de la gente, nunca sesabe a dónde podrían llegar. Y enrealidad, que alguien, a menos que dierala casualidad de que fuese una ratamiserable como Dabo, pasara porencima de los que tenían el poder eraalgo más digno de admirar abiertamenteque de condenar.

Miró hacia fuera a través de lapuerta de la choza. Se hacía tarde y ellahabló de nuevo, en voz baja. «Dóndeestará ese chico».

Raras veces estaba Áquila en casa,pues se levantaba al romper el alba ysalía a los bosques. El mismo día que

conoció a su nuevo amigo, se lo habíacontado a Fúlmina, aunque no lo de sumanera de comportarse como un viejo,y, al principio, ella estaba dispuesta aprohibirle que viese a aquel Gadoric.Después de todo, había alguna genteindeseable por los alrededores y esasbromas que hacían los hombres sobrelos pastores no siempre ibandesencaminadas. Pero enseguida se hizoevidente que aquello era imposible amenos que encontrase algo más para quehiciera el chico, y en sus momentos másoptimistas, ella estaba agradecida:aquellas últimas dos estaciones, elpastor esclavo le había despertado el

interés por algunas cosas. Aquelloacabó con las quejas del chico por lafalta de amigos con los que jugar ycazar, pues Áquila olvidaba ,o no secuidaba de recordar, que ellos no teníansu libertad. Nunca tuvo en cuenta la ideade que debería trabajar: Fúlmina habíatrabajado duro toda su vida, y no iba aver a su precioso Áquila agachado parahacer el tipo de trabajo agotador al queun chico de su edad sería enviado porgente como Dabo. Él estaba destinado acosas más grandes.

Pero no podía mantenerlo en casatodo el día, así que, si él salía a losbosques, incluso si alguna vez

permanecía fuera la mayor parte de lanoche, ella sólo tenía que confiar en queél, con la ayuda de los dioses, cuidasede sí mismo, algo que, por otra parte,tendría que hacer si ese dolorempeoraba un poco. Tan sólo deseabaque dejara de traer aquel perro enorme acasa, pero también en esto había pocoque hacer. Puesto que él solía estar fuerahasta después de que anocheciera, supastor insistía en que el perro loescoltara de vuelta a casa. No es quequisiera que se quedara en casa:Fúlmina no estaba segura, perosospechaba que Áquila había empezadoa tener un interés repentino por las

chicas. Todo lo que hacía cuandollegaba a casa era devorar su comida ymarcharse, pero recientemente mostrabauna imprevista tendencia a lavarse, queno era algo que hiciese cuando iba aestar con chicos.

Clodio sabía que había hecho untrato malo, que favorecía a Fúlmina y aÁquila mucho más de lo que lebeneficiaba a él. Habían pasado lostiempos en que el Ejército romano podíahacer campaña desde principios deprimavera hasta el final del verano, paravolver después a ayudar con la cosecha:las conquistas y las obligaciones delImperio eran demasiado grandes. Servir

como soldado llevaba ahora todo el año,y tampoco durante uno o dos años:incluso el alistamiento estándar de seisaños había caído en desuso y él estabaahora en su séptimo año. Lo que erapeor aún para Clodio: la DécimaLegión, en aquel periodo, había sidotransferida, desde una vida cómoda enlas fronteras del sur de la Galia, aIllyricum, para sofocar una rebelión delas tribus locales contra el gobiernodirecto de Roma. Para empeorar lascosas, ahora estaban bajo la supervisiónde un inepto comandante y gobernadorllamado Vegecio Flámino.

Pocas oportunidades de botín o

recompensa había en ambos puestos: lasriquezas venían de las nuevasconquistas, no de las viejas, así queClodio se encontró viviendo de lassobras, de la misma manera que habíatenido que hacer en casa, pues tampocoes que Vegecio fuese más activo en elasunto de la distribución puntual de lapaga. El general prefería hacerpréstamos al exterior durante un tiempopara embolsarse el interés antes depasar lo que quedaba a las tropas.Clodio, que no era tan astuto comoalgunos de sus compañeros en sacarlesel dinero a los locales, no quería másque volver a casa y decirle a Dabo que

el trato había terminado, que era elmomento de que el cabrón cumpliera élmismo sus obligaciones.Desafortunadamente, aquel era unmensaje que sólo podía dar a Dabo enpersona y la única persona que podíahacer que aquello ocurriera era sucenturión, Didio Flaco.

—Sólo con que pudiera volver acasa, honorable, sería capaz de arreglarlas cosas. Tengo alguna cosa de valorallí, algo que haría algo más que saldarla deuda de mi marcha.

Clodio puso toda la sinceridad quepudo en aquel último intento, pues sabíaque la deuda recaería en Dabo cuando

este asumiera su propia responsabilidad,y si todo aquello salía mal, entonces aúnquedaba aquel colgante del águila deoro que Fúlmina había escondido.Nunca había sido capaz de persuadirlapara que le dijera dónde estabaescondido, y mucho menos parasepararla de aquello, igual que ellanunca le había contado todas las cosasque Drisia había profetizado sobre elfuturo del chico, pero a esta distancia yen tal situación, las dificultades deconvencer a su esposa de la necesidadde renunciar al fin a aquello parecíandel todo superables. No era la primeravez en su vida en que la desesperación

hacía de Clodio un optimista.—¿Cuánto tiempo crees que llevo en

las legiones, Piscio Dabo? —preguntóel centurión Flaco, utilizando el nombrecon el que Clodio se había alistado en elrollo de la compañía. Él era un veteranocanoso con cicatrices para demostrarlo,con la piel como cuero bien gastado, elcabello corto y de un gris acerado, yunos ojos que parecían capaces de ver através de un escudo de pellejo curtido yendurecido. Superior inmediato deClodio, solía utilizar la vara desarmiento con generosidad si losesfuerzos de sus hombres le disgustaban.

—Demos gracias a los dioses

porque tú hayas cumplido tantos años deservicio, honorable —contestó Clodiocon rapidez—. Todos los colegas dicenque se sienten más seguros bajo tumando que bajo algunos de los niñatos alos que han ascendido recientemente.

Flaco estaba muy acostumbrado alas zalamerías, y solía tomárselas comoalgo debido, igual que el dueño de unataberna cree en las palabras amables desus primeros clientes de la mañana. Alsonreír mostró los huecos de sudentadura.

—Dieciocho años, Piscio Dabo, ydiez de ellos en mi puesto actual. Situviera un sestercio de plata por cada

promesa de pago futuro que heescuchado en estos diez años, tendríadinero suficiente para tener un puestolegítimo en la clase de los caballeroscuando me retire. ¿Y sabes cuántodinero cuesta ser apto para esto?

Clodio era consciente de queaquello era el preludio de un rechazofrontal. La sonrisa del centurióndesapareció para dar paso a una miradaque helaba la sangre.

Cien mil sestercios, palurdo. ¿Y quéposibilidad crees que tengo deconseguirlo en el año de servicio queme queda en este miserable agujero demala muerte? Si quieres marcharte, eso

significa dejar el dinero sobre la mesa,así que mejor vuelves al trabajo yahorras un poco más. Ahora vete a lamierda y déjame en paz.

Clodio hizo muchos esfuerzos paraahorrar lo suficiente como parasatisfacer a Flaco, no tenía alternativa.Durante años se había hablado de lareforma de las legiones, ya que era unsistema muy abusivo, pero en realidadnadie se había ocupado nunca decambiar nada. Tan sólo el centuriónpodía otorgar el permiso, y cuánto mástiempo se quisiera, más cantidad pedíaél para concederlo. Con Flaco, Clodiohabía dado con uno de los miembros

más avariciosos de la especie deladrones malnacidos colocados enpuestos de autoridad por encima depersonas como él. La paga llegaba detiempo en tiempo, pero justo cuandoconseguía ahorrar, una borrachera ounas jugadas de tabas disminuían supequeña reserva de capital. De hecho,cuando se trataba de jugar a las tabas o alos dados, lo normal era que perdieratodo lo que había ahorrado, y los viajesesporádicos a la plaza donde estaba laguarnición le vaciaban la bolsa igual dedeprisa. Pasar una noche en las tabernasy burdeles de Salonae le dejaban con lacabeza cargada y la bolsa muy vacía.

La peor idea que tuvo fue jugar consu centurión con la esperanza de ganarseel permiso. Flaco recibió tantas veces elfavor de Venus en los dados que ahoraClodio tenía una deuda sustancial quepagar para quedar en paz con aquelhombre; mientras tanto, su mujer y elchico vivían con comodidad, así eracomo lo imaginaba el contrariadolegionario. No era cierto, desde luego, ysi Clodio se hubiera dado cuenta de lasotras proposiciones de Dabo, las quehacía porque él estaba ausente, habríaestado aún más descontento. No es queaquellas preocupaciones adicionalestuvieran ningún fundamento: Fúlmina ya

conocía bastante a los hombres comopara saber que prometerían la tierrapara seducir y, llegada la hora decumplir su promesa, daban poca cosa devalor.

—¿Estás seguro? —preguntó DidioFlaco con la mirada atenta fija en elviejo encorvado que tenía enfrente.Entre ellos yacía un juego de pequeñaspiezas de marfil con imágenes, númerosy símbolos grabados. Las piezas habíansido seleccionadas y separadas para serleídas por un hombre que decía entenderlos portentos que anunciaban.

—Nada es seguro —replicó eladivino, con los ojos entrecerrados en

su cara surcada de arrugas—. Losdioses nos hablan con enigmas.

Flaco había pensado en hablarle delos otros, pues no era esta la primeravez que el centurión visitaba a unvidente: como persona pofundamentesupersticiosa, había consultado a uno encada uno de los puestos en que habíaestado. Pero aquel adivino de Salonae,reputado como el mejor de la ciudad,podría preguntarle por qué queríaasegurarse sobre predicciones que ya sehabían hecho. Didio Flaco no podíaadmitir que era presa de grandes dudas;convencido la mitad del tiempo de quelos dioses, o las estrellas, lo decidían

todo, la otra mitad sólo era conscientede la evidencia que le presentaban suspropios ojos: que la vida era puro azar.Todavía quería oír su futuro, pero enlenguaje claro, aunque aquel hombre quetenía delante era como los demás, puesenvolvía sus predicciones en palabrasenrevesadas y acertijos que no teníansentido.

—Dímelo otra vez —le ordenó.El viejo miró las piezas dispuestas

ante él.—Veo un aura dorada y te veo a ti

bajo una gran carga valiosa. Consiste enalgo que valoras mucho, que hastrabajado duro y te has esforzado por

adquirir. Hay hombres a tu alrededor,muchos, y gritan.

—¿De alegría? —preguntó Flacomientras se echaba hacia delanteimpaciente, para confirmar lo que otrosle habían contado.

El adivino era sabio en más de unsentido: sabía bien cómo decirle a uncliente lo que quería oír y, al mismotiempo, mantener un tono de duda en suvoz, pues un entusiasmo demasiadopatente haría mella en el aura deomnisciencia de la que dependía.

—Quizá sea de alegría —entoncesse inclinó hacia delante para volver amirar las piezas de marfil grabadas que

cubrían la mesa, y su voz se hizo másansiosa—. De alegría. Sí,definitivamente es de alegría.

—¿Y el aura dorada? —preguntóFlaco con voz inquieta.

—Gran riqueza, centurión. Un auradorada significa gran riqueza.

Flaco arrojó otra moneda encima dela mesa, esta vez de oro, parte deldinero que llegaba a sus manos a travésde sus tropas.

—Habla claro, adivino, y eso serátuyo.

El viejo levantó la vista, clavó susojos acuosos y pálidos en Flaco, y hablócon una voz tan firme como su mirada:

—Me arriesgo a la condenación.Con el corazón palpitante, Flaco

sacó dos monedas más. Sentía que al finestaba a punto de oír toda la verdad.Dejó las monedas en la mesa junto a laotra y los ojos del adivino se movieronraudos hacia ese lado para observarlas.Después, tras haber sumado su ganancia,levantó los ojos para mirar fijamente asu excitado cliente.

—Serás cubierto de oro y loshombres te aclamarán. No puedo decirtemás.

Alargó una mano para coger eldinero de Flaco, pero el centurión laagarró, la apretó con fuerza y tiró del

adivino hacia delante.—Entonces, ¿es un buen futuro?—Bueno no —replicó el adivino al

tiempo que su cara arrugada se plegabaen una sonrisa desdentada—, brillante.

Flaco le soltó la mano y permitióque recogiera su premio. Luego selevantó.

—No te olvidaré, adivino. Cuandola profecía se cumpla, recibirás tu justarecompensa.

—Si los dioses lo quieren —replicóel viejo en calma.

Al dejar la casa del adivino, justo alsalir por la puerta, Flaco no olvidórecitar una rápida oración a la diosa

Cardea.Poco interés había en casa por las

hazañas de la Décima Legión. Lasconquistas entusiasmaban a losciudadanos; lo que sucedía en unaprovincia romana rebelde comoIllyricum significaba, en comparación,poca cosa, así que Clodio y suscompañeros se sentían ignorados y conbuena razón. Estar alejados del centrode atención era bastante malo, pero estarmaldecidos con un comandante comoVegecio hacía las cosas diez vecespeores.

—Le importamos un bledo —dijoClodio/Dabo al más cercano de sus

compañeros de trabajo—. Nos tratacomo a una fuerza de trabajo privada y,después, se embolsa nuestra pagadurante meses.

La vara de sarmiento le cruzó laespalda desnuda, porque, al estarlanzando paletadas de tierra por encimade su cabeza en una profunda zanja dedrenaje, no había visto que Flaco seacercaba. Clodio gritó cuando la largavara de madera flexible silbó y legolpeó.

—Vegecio podría pagarte con unabuena azotaina en la rueda.

Clodio se acurrucó en un intento dequedar fuera del alcance del sarmiento

que veía oscilar en manos de Flaco.—Ahórrate el aliento para cavar,

escoria, o no te va a quedar nada enabsoluto que respirar.

Clodio maldijo en voz baja, concuidado para asegurarse de que Flaco,que ya se iba, no pudiera oírlo. «Para titodo está bien, cabrón avaricioso. Elviejo Vegecio Flámino te da una partede lo que saca de nuestro trabajo».

—Hay que tener ojos en el cogotecuando este cerdo está por aquí —susurró uno de los hombres que había ensu sección—. Espero que pase algopronto, o ¡tendremos que cavar laprovincia entera!

Al mantener a sus soldados alejadosde su auténtico trabajo, Vegecio Fláminopodía arrendarlos para excavar zanjasde irrigación y obras similares, yembolsarse las ganancias, porque,mientras esto satisficiera a algunos delos terratenientes romanos que estabanausentes, no conseguiría alborotar a losque vivían realmente en la provincia, enespecial a los de las fronteras. Losmurmullos de descontento empeoraban.Pero no era algo que preocupase aVegecio: la necesidad de enfrentarse alos rebeldes y devolver la paz y laprosperidad a Illyricum estaba ensegundo lugar, detrás de su propio

bienestar y el estado de sus arcas.Vendía las concesiones de impuestospara granjas a precios exorbitantes,costes que sólo añadían leña al fuego delos disturbios, ya que pasaban a los yasobrecargados provincianos, y habíarumores de que Vegecio estaba haciendouna buena fortuna con los sobornos quele pagaban los locales también por suprotección, y repartía pequeñosdestacamentos de tropas para protegerlas granjas más lejanas. Cae por supropio peso el hecho de que sólo senecesita protección frente a unaamenaza, por lo que al senador leinteresaba mantener con vida el peligro.

Una parte de esto había llegado aoídos de Fúlmina. La mayoría de lossoldados habían empezado con másriqueza y, en cualquier caso, con menosdespilfarros que su marido, o puede quehubieran servido con centuriones queexigían una cantidad más asequible paralos permisos de vuelta. Llegabanmensajes de que Clodio estaba sano ysalvo, si bien descontento, acompañadosde promesas de un inminente regresocargado con algo de botín.

«Clodio siempre anda metido enlíos» era el estribillo básico que ella oíade boca de aquellos mensajeros de paso,para quienes su verdadera identidad no

era un secreto. Fúlmina siempre sepreocupaba de que vieran al chico decabellos de oro rojo, les daba lasgracias con amabilidad, les ofrecía vino,aceite y pan recién cocido, y les enviabade vuelta con el mensaje de que ella yÁquila estaban bien y eran felices.

—Clodio Terencio tiene queanteponer su obligación con laRepública a cualquier pensamientosobre nuestro bienestar —había dichoFúlmina, con palabras cargadas con todala sinceridad que fuera capaz de reunir.

Clodio/Dabo no se engañó cuando ledevolvieron aquel mensaje. Aquellosaltisonantes sentimientos apenas

escondían un mensaje que le decía que,si deseaba no regresar nunca, ella nolanguidecería hasta morir por la falta desu compañía. Desde luego que quienesregresban alababan al chico y decíanque era un muchacho excelente, grandepara su edad y muy vivo. Al principio,Clodio agradecía los halagos, pero eltiempo y los pensamientos sobre lascomodidades del hogar le quitaron cadavez más la inclinación a hacerlo, hastael punto de que acogía cada menciónsobre aquel chico extraño con ungruñido. Seguían a aquello sus bienensayados motivos de queja, entre losque destacaba con mucho la falta de

cualquier posibilidad de enriquecerse.Los pensamientos sobre el botín

hacían que, con frecuencia, su mentevolviera a aquel amuleto. Para Clodio,cuanto más pensaba sobre ello, másgrande se hacía su sentido de lainjusticia. Maldita Fúlmina y susensoñaciones, maldita Drisia y suschismorreos, qué más daba su saco dehuesos. Aquí estaba él, con racionesescasas la mitad de las veces, perdidoen medio de ningún sitio, con un nombrefalso, siempre a entera disposición decualquiera que quisiera ordenarle haceralgo, incluso sufrir una muerte dolorosa,y todo mientras su mujer mantenía

escondida la posibilidad de suliberación y prodigaba al chico el afectoque, en propiedad, como marido suyo,tendría que recibir él. Le resultaba duroacordarse de que una vez había deseadocriarlo como a su propio hijo.

Capítulo Veinte

La inminente llegada de la comisiónsenatorial estimuló la actividad deVegecio Flámino. Ahora, en lugar delaburrimiento y de cavar zanjas, Clodiose enfrentaba al peligro y la mutilación,pues las legiones se apresuraban en ir deun sitio al siguiente, siempre bajo laamenaza de emboscadas, con laintención de hacer salir a los rebeldes ypresentarles batalla, pero Vegecio lohabía dejado para demasiado tarde y laprovincia aún estaba en confusión

cuando llegaron los senadores. Clodioestaba encantado de que, a la cabeza dela comisión, hubiera venido elmismísimo Macedónico. Ahora había unauténtico soldado, un hombre que habíahecho una fortuna considerable, tantopara él, como para las tropas quecomandaba. Todos los legionariosrezaban para que asumiera el poder, yno quedaron decepcionados. Pese a lasmuy expresivas protestas delcomandante titular, Aulo empezó a tomarparte en la dirección de operaciones.Operaba por medio de Vegecio, eracierto, pues fingía consultarle cada paso,pero todos sabían de dónde venían

aquellas órdenes por su naturaleza.Primero, Aulo estableció un

entrenamiento apropiado en tácticas decampo y de batalla; después, cuandonotó que las tropas habían vuelto aentender su trabajo, las lanzó contra elenemigo y, organizadas con lainteligencia adecuada, las cosas dieronun giro a mejor. Los campamentosrebeldes fueron localizados ydestruidos; los caudillos desleales,capturados y crucificados, hasta que lainsurrección pareció apagarse por faltade liderazgo. Aquellos quesobrevivieron al ataque, se retiraron enapariencia hacia la frontera, a tierras

bárbaras, y por fin la provincia parecíaestar en paz. Clodio no estabadesanimado: incluso pese a que no habíaconseguido echar mano de ningún botín,por lo menos podía esperar el regreso acasa.

El mensajero que entró a galope enel campo de la legión en Salonae arruinóenseguida aquella idea. VegecioFlámino estaba con Aulo cuandollegaron las noticias y el mensajerocubierto de polvo fue conducidodirectamente a la tienda de comandanciaque había junto al estrado de losdiscursos, para que le soltase su informeal general.

—Salve, noble Vegecio Flámino,comandante de la ilustre Décima Legión,de parte del noble Publio Trebonio,gobernante de la provincia de Epiro…

El mensajero parecía determinado apasar por todas las formalidades,además de los rituales de tratamientoentre un romano de alta cuna y otro. Sinembargo, Aulo intervino.

—Somos todos nobles, tribuno,pero, por el estado de tu uniforme,sospecho que el mensaje es urgente.Bebe un poco de vino para refrescarte,después estarás bien para informarnos.

Vegecio frunció el ceño sindisimulos. Aquella era su tienda de

comandancia: él tenía el derecho deofrecer o no hospitalidad a aquel jovenmugriento. Aulo Macedónico siempre secomportaba así desde que había llegado,y Vegecio tuvo la tentación derecordarle que el mensaje estabadestinado a él. Luego se contuvo: Aulohabía insinuado que, a pesar de los quesus compañeros de la comisión y amigosde Vegecio pensaban, le habíaninformado de ciertas acusaciones sobresobornos que había por allí. No seríabuena idea contrariarle. El gobernadorno sabía que ya había contrariado a sucompañero senador lo suficiente. Almantener allí a soldados romanos

durante años, más que meses, habíacometido un pecado capital a ojos de losCornelio. Aulo no sólo era conscientede que las acusaciones de soborno eranciertas, sino que estaba del tododecidido a imputar a Vegecio ante elSenado cuando volviera a casa, y habíacomunicado en privado a Lucio Falerio,como habían acordado, los detallescompletos de lo que había sido capaz deaveriguar.

El tribuno apuró hasta el fondo lacopa que le habían ofrecido; después serecompuso y recitó su informe con tonode estar en una plaza de armas.

—Publio Trebonio ordena que se te

diga que ha tenido que huir del Epiro yse ha llevado consigo toda la poblaciónromana local que ha podido.

—¡Malditos sean esos griegos! —dijo Aulo—. ¿Es que no se van a cansarnunca de rebelarse?

—Quizá fuimos demasiado blandosen el pasado —sugirió Vegeciotranquilamente—. Nos consideransimples bárbaros, satisfechos con vestircomo campesinos y rendir culto en sussantuarios.

Aulo ignoró la alusión que habíahecho de él. Como acto dereconciliación tras su guerra triunfanteen Macedonia, el vencedor había

recorrido Grecia vestido con sencillez ysólo acompañado por un guardaespaldaspersonal y su sirviente Cholón. Habíaorado en la mayoría de los santuariosprincipales y se había enzarzado endebates filosóficos con los académicosde Atenas, todo ello con la intención demostrar a los griegos que, sipermanecían en paz, no tendrían nadaque temer del Imperio romano.

—No podemos gobernar el mundopor la fuerza, Vegecio, carecemos de losmedios.

Vegecio continuó con el mismo tonode voz despreocupado, con lainclinación justa hacia el lado cortés del

insulto.—Parece que de lo que carecemos

es de los medios para gobernar porconsenso.

Aulo le espetó su respuesta.—Nuestra tarea debería ser más

sencilla si algunos de nuestros generalesfueran más diligentes.

Aquello derivó en un arrebatoautoritario, pues Aulo indicó almensajero que siguiera con su informe.El hombre miró del uno al otro,confundido, antes de dirigirse a Aulo.

—Muchas de las comunidades másalejadas han sido masacradas. PublioTrebonio desea que quede claro que ha

sido derramada sangre romana en ciertacantidad, y que parece apropiado algúntipo de acción punitiva. Sabe tambiénque el noble Vegecio Flámino seráconsciente de que el Epiro está situadoen la ruta directa de las comunicacionesromanas con el este. Cree que se debedar ejemplo con rapidez y urge a que,como él carece de tropas en suficientecantidad, la Décima Legión, con sustropas auxiliares, marche hacia el surpara restaurar el orden.

—Petición que se habrá enviadoadecuadamente a Roma —dijo Vegeciocon arrogancia.

Aulo suspiró, pero consideró

necesario afirmar lo que era obvio.—Me atrevería a decir que, con una

revuelta entre manos, Trebonio sienteque la prisa en estos asuntos sueleconllevar una conclusión rápida. Estarápreocupado por que el levantamiento nose extienda.

—Muy admirable, pero no puedomovilizar mis tropas hacia otraprovincia sin un permiso.

—Déjanos —dijo Aulo,dirigiéndose al tribuno—. Dale losdetalles de lo que se necesita al Cuestor,con una petición de que se alerte a lastropas para que emprendan una marchaforzada en cuanto sea posible.

—No harás tal cosa. ¡Vas demasiadolejos, Aulo Cornelio! —gritó Vegecio,aguijoneado por primera vez de surelajada actitud. El tribuno, que habíaempezado su saludo, permaneció rígido,sin saber qué hacer con seguridad.

—Eso es mejor, pienso yo, que no ira ninguna parte —replicó Aulo concalma. Después, con una sonrisabenévola, miró al tribuno, que miraba altecho, aún detenido en medio de susaludo, con el brazo cruzado sobre supeto de cuero y el puño apretado—.Joven, ve a mi tienda. Ordena alsirviente que te prepare un baño. Estoyseguro de que los tribunos de la Décima

se alegrarán de darte algo de comer ytambién de prestarte alguna ropa limpia.Cuando hayas comido, se te dará uncaballo que esté descansado. Tusórdenes son ir a Brindisi en barco,después tomarás caballos de postashasta Roma con un mensaje mío para elSenado.

Vegecio se sentó en silencio, y sugordo rostro fue tiñéndose de rojo muyoscuro. El tribuno terminó su saludo, diola vuelta y salió. Aulo, que aún manteníala sonrisa benevolente, se giró hacia elcomandante titular.

—Como ves, Vegecio, estoyasumiendo la responsabilidad. Si el

Senado cuestiona mis acciones, estoyseguro de que seré capaz deconvencerlos de mi honestidad personal.Algo que, sin embargo, me temo que estéa tu alcance.

Vegecio sentía un nudo de miedo ensu estómago.

—No sé qué quieres decir.—Creo que sí lo sabes. Si quieres

conservar algo de ese dinero que hasadquirido este último par de años, yoque tú localizaría enseguida a tu cuestory confirmaría las órdenes que le he dadoal tribuno.

Vegecio intentó decirle que aquelloera una mentira jactanciosa, pero no le

venían las palabras.—Yo…Al final, Aulo perdió la paciencia y,

con la misma voz que habría dirigido atodo un ejército consular, le dijo aVegecio en lenguaje llano cuál sería sudestino si no ordenaba los preparativosnecesarios para la marcha.

—Debo advertirte de que misinformes sobre tus actos, o más bien lafalta de ellos, ya están de camino aRoma. Haz lo que te digo o yo enpersona haré que te acusen, te desposeande todo lo que posees y te arrojen alpozo Tuliano para ser comido por lasratas. Eres una desgracia para el nombre

de Roma. ¿Crees que hasta el últimohombre de los locales no sabe lo quehas estado haciendo? Ya te he dicho queno podemos gobernar por la fuerza, quedebemos gobernar por el respeto a laley, las leyes de la ciudad querepresentamos. ¿Cómo podemosimponer el respeto por el Imperio deRoma con ladrones mezquinos, como tú,que llenan hasta reventar su bolsa?Tienes que elegir, Vegecio: redímete ote llevaré de vuelta a Roma a rastras yencadenado.

Vegecio salió corriendo de la tiendasin dudarlo, y aquellos oficiales que letenían poco respeto, se sonrieron para sí

mismos.—Y, quién sabe —dijo Clodio

cuando corrieron por el campamento lasnoticias de que marchaban al sur—,puede que después de todo sí haya unpequeño botín.

Claudia habría admitido de buenagana, si la hubieran puesto a prueba, queera probable que estuviera embarcadaen una búsqueda estéril. Volver a visitarla villa era fácil, ya que pertenecía a unmiembro de su propia familia y en elpresente, estaba igual de desocupadaque había estado la noche delnacimiento. Se había sentido tentada avenir muchas veces, pero encontrar el

momento en que Aulo estuviera fuera deRoma al mismo tiempo que sus doshijos, había demostrado ser un obstáculoinsuperable, e incluso ahora searriesgaba a que la descubrieran. Eraalgo extraño que alguien de su posiciónsocial escogiese viajar con sólo sudoncella personal, Calista, y el maridode esta, Thoas, como asistencia.

Thoas, que había jurado mantener elsecreto, había contratado a unosdesconocidos para que transportaran susandas en vez de emplear a los esclavosde la casa. Aquello sólo estabapreparado para provocar comentarios enel domicilio de los Cornelio y para

dejar un rastro que pudiera aflorar enalgún comentario accidental. Aulo y Titoestarían fuera durante tanto tiempo queera de esperar que el viaje de Claudiase desvaneciera de la memoria colectivaantes de que cualquiera de ellosregresara. Quinto estaría de vuelta en unmes o así, pero era tal la profundaaversión que provocaba, que ella teníarazones para creer que los esclavos dela casa se asegurarían de que ignoraraesta extraña excursión.

—Quiero que busques y encuentres auna comadrona que responde al nombrede Marcia —tomó una pequeña bolsa demonedas de su cofre y se la tendió a

Thoas.—¿No conoce algún otro nombre, mi

señora? —preguntó Thoas.—No —replicó ella con un tono de

ligero desprecio—. Tampoco quiero queinvestigues más. Tan sólo encuéntrala ytráemela.

El alto númida se inclinó, lo quehizo que su cabeza quedara al menos ala altura de ella, y Claudia se dio cuentacon un sobresalto de que no conocía muybien a aquel hombre. Por su altura y sufuerza física, no era el tipo de esclavopara el servicio doméstico, yseguramente era más apto para laboresmanuales o para ser un esclavo de

protección personal. Pero era el maridode Calista, así que tenía sentido traerlopara que se encargara de aquella tarea,porque ella no podía salir a preguntar enel vecindario por sí misma. Él se habíacasado con la persona con la que habíatenido más confianza en los últimosocho años: Claudia confiaba totalmenteen Calista, así que estaba segura depoder confiar en él.

—Es un asunto muy personal, Thoas—añadió en un tono más amable—.Cuento con que seas discreto. No esalgo que quisiera que estuviese en lasconversaciones del resto de la casa.

El númida volvió a inclinarse.

—Estoy aquí para cumplir tusórdenes, mi señora.

Encontró a Marcia con bastanterapidez, pues había un númerodeterminado de comadronas locales;pero Thoas no era tonto y añadió variosdías de más a la búsqueda, mientras seapropiaba de una buena cantidad deldinero de su ama en el proceso, dineroque supuestamente distribuía comosobornos para recopilar información,aunque en realidad lo gastaba en vino,mujeres y placer, así como en la mayorde todas las satisfacciones: la capacidadde comportarse como un hombre libre.

Para Claudia, aquellos días se

alargaban, días en los que revivía cadaacontecimiento de su vida: su infanciaen casa de sus indulgentes padres; supadre era un honesto pero nadaenriquecido senador, un buen soldadoque la crio como orgullosa romana; loshalagos de un matrimonio con un hombrecomo Aulo Cornelio Macedónico, cuyaseriedad, presencia y logrosimpresionaban tanto a una chica dedieciséis años. Fue un matrimonio quesorprendió a sus amigas, aunque Claudiapercibió también sus celos: ¿acaso nohabía cazado al soldado mássobresaliente de la ciudad, además delhombre más rico de Roma? Y, pese a la

diferencia de edad, él era tan atractivocomo agradable, y mostraba a todo elque tuviera ojos para ver que estabaperdidamente enamorado de ella.

La vida después de las ceremoniasde casamiento le cambió las ideas aúnmás: ella ya no era una jovencita a laque consentir, sino que se habíaconvertido en la dama Claudia Cornelia,persona acaudalada. La gente, enespecial las mujeres mayores, quehabrían sido condescendientes en suanterior estado civil, ahora le mostrabanel debido respeto. Dejó de ser la niña deuna gran casa para convertirse en amade otra igual, y Aulo enseguida le

confirmó su confianza en ella al darlelas llaves de la caja fuerte y de laspuertas, de forma que todos en la casasabían que ella estaba a cargo de todoslos arreglos domésticos.

Hombres de todas las edades que enel pasado la habían elogiado por suaspecto, ahora se declarabanasombrados por su sagacidad cuandoella aventuraba una opinión. Su maridola trataba justo con el mismo respeto y,con un cuidado casi paternal, despertabael lado apasionado de la naturaleza deella. Herir a un dechado de virtudessemejante no era fácil y Claudia nosacaba placer con ello, pero hacia las

primeras semanas de estar en compañíade Breno se había dado cuenta de que sehabía casado con Aulo por su posición,no por su persona, así como paracomplacer a su padre. Estaba enamoradade la imagen, no del hombre, y nada ledemostraba mejor aquello que lareacción física que sentía en presenciadel celta, una vibrante conmoción alhacer el amor que era muy diferente delos tiernos encuentros que habíadisfrutado con Aulo. Algunas vecesmaldecía la decisión de viajar aHispania con Aulo, algo que, en parte,se había debido a sus propias súplicas.Todavía joven, ansiaba la aventura,

aunque era esclava de la idea de ser laotra mitad de un Imperio proconsular.En su imaginación, igual que seenseñoreaba de los romanos de laprovincia de Hispania, reconfortaba algran general al mismo tiempo queinspiraba a sus legiones hechos dearmas inéditos hasta aquel momento.Con Claudia a su lado, Aulo CornelioMacedónico añadiría incluso más lustrea su nombre.

¡Debería haberse quedado en casa!En Roma, Claudia habría evitado latentación, obligada por familia, nombrey responsabilidad: nunca habríaconocido a Breno, nunca habría

experimentado la naturaleza apasionadadel verdadero amor, habría permanecidosatisfecha con su posición; no habríahecho infeliz a su honesto marido ynunca habría sufrido el tormento deperder el hijo de su amante celta.Claudia no habría tenido que vivir lamentira de que el hijo que había dado aluz había sido concebido sin suvoluntad. Decirle otra cosa a Aulo,proclamar el gozo que sintió cuandosupo que estaba encinta de otro hombre,le habría destruido. Habría sido feliz, envez de atormentarse por saber que, trashaber forzado a Breno a romper susvotos de celibato, le había fallado por

su incapacidad de proteger a su hijo.Muchas veces se imaginaba

contándoselo a Aulo, sólo para huirdespués de semejante pensamiento:primero, de la batalla en la que el carroen el que ella viajaba fue tomado porQuinto, de la mirada en los ojos de suhijastro cuando se dio cuenta de suestado. Entonces había pensado enquitarse la vida, en el momento entreaquel encuentro y su llegada, pero conun hijo en su vientre no podía hacerlo, alo que siguió la determinación de ver alniño nacido a cualquier precio. Dehaber dicho a Aulo la verdad, puede queincluso él los hubiera matado a los dos

en un ataque de celos. ¿Había sido laelección correcta? Una vez bajo suscuidados, el deseo de su marido deocultar lo que pensaba que era ladesgracia de Claudia había supuesto unaprisión de la que ella no pudo escapar.Al apartarla de miradas entrometidas,bajo la protección de desconocidos cuyaúnica labor consistía en asegurarse deque ella permanecía sin ser vista,cualquier elección le había sido vedada.Su corazón se desgarraba por el miedocada vez que oía hablar de las victoriasromanas, el temor de que algún día Auloentraría por la puerta para decirle queBreno había muerto. Aquello no

sucedió, pero el sueño de su amante sevino abajo, y a tal velocidad que supusoque el niño que llevaba en su vientrenaciera aquí en Italia en vez de enHispania.

Cuando las legiones volvieron acasa, Aulo tenía que volver con ellas. Suelección de no marchar con ellas enlugar de embarcarse fue consideradoalgo extraño entre las tropas que habíansalido victoriosas. Cuando arribaron aOstia, las andas en las que iba a viajarella se subieron a bordo para que así nopudiera verla nadie que estuviera en laorilla, y viajaron de incógnito hasta estavilla, donde había dado a luz en este

mismo piso por el que ahora ellacaminaba de un lado a otro. ¡Demasiadopara el orgullo de la dama ClaudiaCornelia! La imagen de aquel bebéestaría con ella para siempre: el azulbrillante de sus ojos y su cabello, de uncolor rojizo mezclado con oro, húmedoaún de las aguas que habían facilitado sunacimiento. Quizá el amuleto que ella lehabía puesto alrededor del pie fuerademasiado valioso, pero era el únicoobjeto que tenía ella para podersalvarlo, un talismán que había tomadode su padre para recordar mejor aBreno. Aquel orfebre celta había sidohábil y la réplica que había hecho era

tan perfecta que ella no podíadistinguirla directamente, por lo que nopodía estar segura de tener el original. YBreno nunca se había dado cuenta, nisiquiera cuando tocaba el sustituto quellevaba al cuello.

Ella había sentido algo muy extrañoen el momento de colocar el amuletoalrededor del pie del bebé, como si sucabeza se llenara de fogonazos de luzintercalados con imágenes fugaces de suguerrero celta de ojos azules, imágenesque se desvanecían tan pronto como ellalas dejaba marchar. Pero, entonces,Claudia supo que estaba agotada, y nopodía estar segura de que lo que había

reconocido fuesen visiones auténticas envez de alucinaciones.

Claudia estaba tan nerviosa que sugarganta se negaba a funcionar, y estabasegura de que la comadrona estaba másrelajada que ella. Aquello estaba cercade la verdad, pues, en presencia deaquella dama noble de nacimiento,Marcia mantenía su cabeza medioinclinada, y ocultaba así el miedo quehabía en sus ojos. Contestó todas laspreguntas con el mismo tono, lo quesugería indiferencia.

—Es un asunto de cierta importanciapara mí.

El tono cortante de la dama hizo que,

por fin, Marcia levantara la cabeza ymirara a Claudia a los ojos.

—Olvida que la vi colocar aqueltalismán alrededor del tobillo del niño.Supe que quería que viviera.

La voz de Claudia se llenó detristeza.

—Pero no sobrevivió, ¿verdad?—Mi señora, el niño no fue

abandonado por aquí. Pregunté a todo elmundo, incluso ofrecí una recompensa.Yo sabía que usted volvería apagármelo multiplicado por diez. Sumarido y aquel esclavo griego se fueronen sus caballos cuando se lo llevaron.Usted dormía, por lo que no los vio

cuando regresaron. No volvieron hastadespués de la aurora.

Claudia se levantó deprisa. Si estaMarcia tenía tan pocas luces, ella seríacapaz de averiguar cosas sobre ella:quién era y, lo más importante, conquién estaba casada. La conexiónfamiliar de la villa se lo aseguraría.Como no podía ser de ninguna utilidad,sólo era valioso su silencio.

—¿Recuerdas los juramentos quehiciste aquella noche?

—De sobra, señora —replicó lacomadrona, con un ligeroestremecimiento, aunque lo querecordaba era aquella mirada del

hombre de ojos negros, una mirada quela amenazaba con la muerte.

Claudia le lanzó una mirada muydirecta y un poco amenazante.

—Eso es bueno.—¿No puede preguntar al esclavo

griego dónde abandonaron al bebé?Claudia respondió con una sonrisa

sin humor, acosada como estaba porvisiones de un cuerpecito yerto, ahora yaun esqueleto con aquel amuleto comoúnica cosa aún intacta en la diminutasepultura. Claudia agitó la cabeza conviolencia, y se recordó a sí misma lanaturaleza de su marido. Era cierto queera un guerrero y que podía ser

despiadado, pero a pesar de toda laangustia y rabia de Aulo por lo quehabía pasado, ella no podía creer que unhombre como él pudiese matar a sangrefría a un crío recién nacido.

—No, Marcia. No puedo, no más delo que podría preguntarle a mi marido.

Thoas se apartó a toda prisa de lapuerta y corrió a esconderse detrás deun pilar cuando Marcia y Claudiasalieron al vestíbulo. No lo habíaentendido del todo, aún quedaba pordesvelar mucho del misterio, pero puedeque supiera lo suficiente. Eladministrador de los Falerio le habíaprometido una rica recompensa por

aquel secreto. Después de casi unadécada, mientras se iba cansando cadavez más de su minúscula esposa, habíarenunciado a la esperanza de liberarsede su pesado abrazo, pero puede queahora cambiase aquello. Seríainteresante ver si, después de todos esosaños, el administrador de Lucio Falerioaún quería aquella información.

Capítulo Veintiuno

Lucio miró los informes que Aulo lehabía enviado, sin darse cuenta de que,en cierto modo, eran caducos. Sucorresponsal había sido riguroso, y nosolo había enumerado los distintoscrímenes de Vegecio Flámino, sino quetambién había incluido multitud deevidencias atestiguadas. En el cambiantemundo del Senado, con sus veleidosasalianzas y sus constantes rencillas, Aulohabía provisto a Lucio del equivalentepolítico al oro en polvo. Acusar a un

senador era una posibilidad a la que seapelaba a menudo, pero que pocas vecesse ejercía; de hecho, a Lucio ledesagradaban tales acciones, que sóloservían para mostrar los defectossenatoriales a la masa. Era mejormantener la ficción de la honestidad.

La imposibilidad de la perfección encualquier aspecto le hizo alcanzar otrorollo que su administrador la había dadoel día anterior. El hombre se habíacomportado con una petulanciainsufrible, e insinuaba que habíasuperado a su amo por la forma en quesu idea había dado fruto muchos añosdespués de haber sido iniciada. El

esclavo númida, Thoas, lo había hechobien y él merecía su recompensa, aunqueLucio no podía creer que hubieranecesitado tanto tiempo en conseguir lainformación que había recogido. Ahorale resultaba chocante que en ningúninforme de los que Aulo le habíaenviado desde Hispania no hubiese niuna sola mención a su esposa. Si lehubiese preocupado ella en algúnmomento, Lucio se habría dado cuentaen aquella época, pero para él ella noera más que una molestia menor, unadistracción que podía afectar a suopinión sobre el hombre que estaba almando en Hispania. Lo que hubiera

hecho, y cuándo lo hubiera hecho,entraba dentro de los dominios delchismorreo, y no era nada que llamara laatención de un hombre tanprofundamente inmerso en la políticaformal.

Su mente regresó al día en que suhijo había nacido, y recordó cuánto sehabía enfadado por la ausencia de Auloy se preguntó por qué. La promesa deinfancia, sellada con sangre, de apoyoeterno significaba menos para Lucio quepara Aulo. Sabía, incluso cuandoinvocaba la promesa, que era sólo unaexcusa para su enojo y no la causa.Entonces se acordó de la conmoción de

aquel día, en medio del festival deLupercalia, que se fundía con la tensiónen las calles. Estaban sus propiasintenciones con respecto a TiberioLivonio, así como la necesidad dedeshacerse de Ragas. Había estadonervioso, pues necesitaba a Aulo, en unaépoca en la que aún sentía que podíaconfiar en él. Puede que aún pudiera, apesar de los años de sospechas, ahoraque sabía con certeza que Aulo no sehabía involucrado en ningunaconspiración contra él. La informaciónde aquel rollo demostraba con bastanteclaridad que se había comportado comoun idiota: ¿por qué buscaría proteger a

una mujer adúltera? eso era algo queestaba más allá de Lucio. La soluciónmás fácil habría sido arrojar a Claudiapor la borda en el camino de vueltadesde Hispania.

Se permitió una sonrisa: todo elmundo conocía los peligros de que unhombre mayor se casara con una mujerjoven y hermosa; es más, él mismo habíahecho varias bromas al respecto. Conpereza, se preguntó quién habríaengendrado al mocoso, mientras seplanteaba si merecía la pena esforzarseen descubrirlo. Se sintió ligeramentetentado de echarle en cara aquellainformación a Aulo, aunque sólo fuera

para ver cómo un hombre cuyahonestidad se había convertido enproverbial se quedaba sin respuesta.Pero descartó la idea y se reprendió a símismo por tan crueles pensamientos. Enel pasado habían sido amigos, puede quevolvieran a serlo. Todo dependía dehasta dónde quisiera llevar Aulo elasunto sobre el que le había escrito acasa.

Al pensar sobre los dos asuntosrelacionados, Lucio se dio cuenta de queformaban dos partes de la profecía queAulo y él habían oído de niños. En lahumillada Macedonia, Aulo habíasometido a un poderoso enemigo,

mientras que él, Lucio, había asesinadoa Livonio. ¿Acaso eso no era «lucharpara salvar el prestigio de Roma»? Seinclinaba menos a dar la bienvenida a laúnica línea que destacaba en sumemoria: «Pero ninguno alcanzará suobjetivo».

—Yo sí alcanzaré mi objetivo —espetó en voz alta, con una voz losuficientemente airada como para hacerque su administrador diera un pasoatrás.

—¿Amo? —dijo el administrador,del todo confundido.

Lucio levantó la vista al darsecuenta de que había hablado en voz alta.

Había estado intentando recordar laspalabras exactas de la última parte de laprofecía, algo sobre pájaros que nopodían volar, pero no lo recordaba, loque constituía una molesta señal de laedad y, para disimular ante su sirviente,volvió a examinar sus rollos y a cavilarsobre su viejo amigo. Siempre habíasentido una leve envidia por Aulo, quetenía una abundante destreza militardonde él no tenía ninguna, pero la mismaaparición de la edad significaba queLucio ya era bastante viejo como paraexaminar esa envidia con objetividad.De joven, no había sido en absolutodiferente de todos los demás: soñaba

con un triunfo romano apropiado, en elque él dirigía el carro triunfal, con elrostro teñido de rojo y la frente ceñidade hojas de roble, igual que había sidoel de Aulo cuando regresó deMacedonia. Y pensar que un hombresemejante, que había conseguido tanto,tuviese que recorrer semejantes caminosy pusiese en peligro su reputación, y¿por qué? Por una mujer que era, conmucho, demasiado joven para él enprimer lugar.

Su reacción a la ausencia de Aulo enel nacimiento de Marcelo no había sidonada comparado con la manera en que lehabía acorralado respecto al asesinato

de Tiberio Livonio. Aquello le habíadolido de verdad, pues le había forzadoa decir una falsedad manifiesta. Lucio sepermitió una sonrisa, pues sabía que nohabía sido aquella su primera evasiva nisería la última. Le sorprendía laingenuidad de gente como AuloCornelio, tontos profundamentereligiosos que pensaban que el mundopodía ser dirigido por una simpleverdad, respaldada con un par deconquistas militares. Aquello era casitan malo como el robo corrupto yflagrante de senadores hipócritas comoVegecio Flámino. Mientras tanto, comolos populares, reivindicaban que tenían

en el corazón los intereses de losdesposeídos, pero en realidadaprovechaban cualquier oportunidadpara dejar al estado sin blanca. Si bien,tal falta de honestidad podía rendirdividendos políticos. Él no podíadepositar su confianza en ninguno deellos: era tan probable que el hombrehonesto causara problemas como que lohiciera el ladrón. Sopesó los dos rollos,uno en cada mano, consciente de que lasposibilidades que le brindaban eraninfinitas. El conocimiento era poder, yaquí había dos instrumentos que,utilizados del modo apropiado, podíanproducir un maravilloso resultado. Él

podía vivir sin profecías, y en cuanto alos triunfos, su hijo los lograría.

—Las andas están preparadas, amo—dijo su administrador—. ¿Debo traeral amo Marcelo?

—Dudo que tengas que hacerlo. Laforma que tenía de saltar de un pie alotro esta mañana me hace pensar que yase habrá subido a la suya.

Siguió a aquello una sarta deórdenes mientras Lucio se encaminabahacia la puerta principal: era necesarioasegurarse de que los mensajerosmontados conocieran su ruta haciaAprilium y la localización de las casasde postas en las que se alojarían las dos

noches del viaje; y si todo lo quenecesitaban se había empaquetado yestaba en las andas que iban libres. Eladministrador contestó afirmativamente,pese a que le habían preguntado y habíarespondido todas esas preguntas unadocena de veces, lo que probaba que suamo se había vuelto más irritable conlos años, y no por primera vez deseóque se hubiera vuelto a casar, pues unhombre con una esposa era mucho másdócil que un viudo gruñón.

Mientras veía que la caravanabajaba de la colina Palatina, recordócon cierto afecto a la dama Ameliana,muerta hacía diez años. Había sido una

mujer rolliza y bondadosa pornaturaleza, muy dada a la tolerancia, quehabía hecho agradable la vida en la casade los Falerio. Su muerte en el partohabía pasado casi inadvertida en elalborozo del nacimiento del amoMarcelo: aquello había borrado todo lodemás, reflexionaba el administrador,incluida la desaparición del esclavopersonal dacio, Ragas. En lasdependencias de los esclavos hablabana veces de aquel compañero, aunque anadie de las estancias de los sirvientesle gustaba: era arrogante y con tendenciaa la intimidación, y no era tímido a lahora de alzar aquellos puños enormes

para ganar una riña. No había duda deque, como todos los bárbaros, era capazde una violencia extremada, así que,cuando hablaban, no suponía demasiadoesfuerzo para la imaginación sumar sudesaparición a la muerte de TiberioLivonio y ver que ahí había unaconexión.

El administrador hizo un silenciosohomenaje a Júpiter, con la esperanza deque las ideas impías que acompañabansu línea de pensamientos no fuesenciertas. Si Ragas hubiese matado altribuno de la plebe y a sus compañerosdel culto de Lupercalia, sólo podíahaber sido bajo las órdenes de su amo.

Si esto era cierto, algo semejantesupondría una maldición para esta casay todos los que residieran en ella.

A Gafón le hacía mucha falta untrago, lo que no era nada inusualaquellos días, pues era la única maneraen que podía obtener algo de paz, laúnica manera que tenía de olvidar que,una vez, había sido alguien. Se locontaba con frecuencia a suscompañeros de borrachera, les hablabade su escuela de gladiadores, del oroque les había sacado a los senadores yles había engañado al hacerles creer quelas peleas por las que estaban pagandomerecerían el dinero, cuando, de hecho,

les vendía unos cabrones fofos queapenas podrían levantar un arma ymenos aún, usarla, o amañaba losresultados a su favor de antemano.Después daba a entender secretos,hazañas que nunca podían ser nada másque un dedo en los labios para sugerir aquienes le escuchaban que erainformación que lo mantendría lejos delas cloacas. Insinuaba también que habíaun noble senador que pagaría mucho poraquello, pero nunca mencionaba sunombre. A veces, en calidad de prueba,dejaba ver dentro de su túnica el asa demarfil del rollo que le había quitado aRagas, cada vez más mugriento por los

frecuentes manoseos, y acompañabaaquello con las palabras de que lo quehabía en su interior le conduciría a unavida de leche, miel y vino sin fin.Fanfarrones todos ellos, como son losborrachos, de aquellos compañeros quepasaban el día con él en las tabernas,ninguno creía una palabra de aquello,pues estaban demasiado ocupados enrelatar sus propias fantasías como paradar mucha credibilidad a las de otro.

Él también estaba enfadado, pueshabía intentado cambiar el rollo porvino, ofreciendo su última posesión poruna miseria comparado con su valor,pero dos taberneros ya lo habían

rechazado, y un tercero no le habíaofrecido más que una jarra, alconsiderar que el papiro estaba usado yno tenía valor, aunque el poseedorpodría sacar algo de alguno de losescribas que en ocasiones de dejabancaer por allí en busca de un trago. Hubouna época en que Gafón podía luchar,una época en que había entrenado abuenos gladiadores con suficientehabilidad para hacer que lo temieran,pero ahora su cuerpo ya no eramusculoso y su cerebro, inutilizado porlos efectos de años de vino, no podíandecir qué hacer a sus brazos. Fueracomo fuese, intentar luchar con el

tabernero que, estaba seguro, le habíainsultado, fue una mala idea, e intentargolpearle con una de sus propias ánforasvacías fue fatal.

Por el precio de la bebida que lehabía negado a Gafón, dos de susclientes habituales sacaron el cuerpo, decuyo cráneo destrozado aún manaba lasangre, hasta un callejón. Ya loencontrarían los vigilantes. Sin nada enel cuerpo que lo identificara, Gafónsería sólo otro de esos desafortunadosque plagaban Roma, algún paleto delcampo desplumado por una de lasbandas que se ganaban la vida con elrobo y el asesinato, o alguien molido a

palos por una panda ambulante dejóvenes ricos y borrachos. Quemarían sucuerpo junto a docenas de otros cuerpos,sin más ceremonia. El rollo, que habíasido recogido del suelo, fue arrojado enun cajón y olvidado.

Mientras el sol empezaba a ponerse,Áquila, que apacentaba a las ovejas enla cuesta entre la parte de atrás de losestablos y la cisterna de agua mientrasesperaba ver a Sosia, se puso su capapara protegerse del fresco de la tarde.La casa estaba más agitada que decostumbre, y él adivinó, porque ya lohabía visto antes, que Casio Barbinoestaba en su residencia. Con él por allí,

todo lo que era necesario hacer seacometía con un aire de ajetreo, y por sihubiera quedado alguna duda, la fuenteque se levantaba en medio del patioestaba funcionando y lanzaba un chorrode agua alto al aire. Desde su posiciónen lo alto de la colina, veía la caravanaque bajaba por la carretera desde elnorte: varias andas, dos con cortinas,decoradas y privadas; otra sólo paratransportar cofres reforzados con metal,y una escolta fuertemente armada,algunos montados, y los lictores delantepara despejar el camino, lo que indicabaque quienquiera que viajara era unimportante oficial de camino al sur,

hacia Nápoles, algo que no era unavisión poco común en la Vía Apia. Peroque torciesen para cruzar el puentesobre la acequia que separaba lacarretera de la villa era menos común.

Marcelo nunca había estado tan lejosde Roma, así que, en el camino hacia elsur, había pasado el rato separando lascortinas, dispuestas para dejar fuera elpolvo del camino, con la intención deconsiderar la ruta que estaban siguiendo.Había mucho que ver, no sólo quienesseguían el camino, sino también lacambiante naturaleza del paisaje. Unasveces era un marjal plano, otras, unbosque profundo y oscuro, y aquí, ya

cerca de su destino, buenas tierras degranjas mezcladas con bosques y unascolinas que se elevaban al este, hacialas cumbres blancas de los distantesApeninos. Su padre iba delante,trabajando, como de costumbre, con unescriba que caminaba junto a sus andas yleía la correspondencia que lesacababan de entregar mensajeros de laciudad. Esa noche, no cabía duda,dictaría las respuestas y estas, firmadasy selladas por los cónsules en ejercicio,serían enviadas a todas las direccionesdel Imperio por los mismos mensajeros,que cabalgarían por vías romanas y sedetendrían a las casas de posta romanas

que mantenían preparada una provisiónde caballos de refresco. De esta forma,un gobernador que estuviera en un lugartan lejano como Hispania, podríaescribir al Senado y recibir unarespuesta en diez días. Los soldadosluchaban para ganar territorios, pero erael sistema de los mensajeros consularesel que los mantenía seguros.

Mientras entraban en la villa deBarbino, Marcelo cerró bien la cortina,pues a su padre no le alegraría ver queun Falerio había permitido que sudignidad se viera superada por sucuriosidad. Para Marcelo, eraimportante permanecer en el lado

correcto del temperamento paterno,puesto que pocas veces se le permitíaacompañar a su padre cuando estedejaba Roma. Sólo alejarse de suprofesor era un privilegio, y no acudir ala escuela en absoluto, redoblaba aqueldisfrute. El protocolo era estricto, y unesclavo se encargó de la tarea deinformar al amo y a su hijo de que ya eracorrecto apearse, pues el dueño, suesposa y la familia, y también sussirvientes superiores, ya estabandispuestos de manera adecuada a losrituales necesarios para recibir a unapersona tan elevada como Lucio Falerio.

Al abrirse la cortina de las andas de

Lucio, el propio Barbino se acercó conlos brazos extendidos y el rostrocontraído en una amplia sonrisa.Marcelo lo examinó: estaba gordo, sebamboleaba al caminar y tenía unacabeza gruesa con rasgos que cuadrabancon su físico. Su nariz era grande ytambién lo eran sus gruesos labios: sólolos ojos, hundidos en sus mejillascarnosas, parecían demasiado pequeñospara su cuerpo.

—Mi buen amigo, te doy labienvenida —chilló Barbino mientrasagarraba el brazo de Lucio, que yaestaba en pie—. Que hayas venido averme en lugar de convocarme para que

te visitara en Roma resulta un granhonor.

Las palabras que su padre habíadicho antes de partir volvieron aMarcelo. «Barbino no es el tipo depersona con la que desearía que mevieran por las calles de Roma, ytampoco que llame a mi puerta. Debe deser uno de los hombres más avariciososque conozco, y tiene la moral de unaserpiente. Su familia es de linaje pobre,son más volscos que romanos, aunque éles un senador, rico, sin ningún poderpropio y con necesidad de un valedor.También sabe que yo tengo el poder ysuficiente información sobre sus

desfalcos como para privarlo del rollodel Senado».

—¿Vas a vincularte con él?—Eso lo decidiré cuando hayamos

concluido nuestro negocio, Marcelo.El negocio fue la venta de la última

propiedad remota que poseía Lucio,unas granjas en Sicilia que habían sidouna sangría para su tiempo y su dinero,más que un activo. Habían sido difícilesde vender, pero Barbino, que poseíaotras propiedades en Sicilia, les habíaechado un vistazo en su última visita yentonces había indicado que le daría aLucio un precio justo. Lucio no eratonto: sospechaba que Barbino estaba

comprando el camino hacia su favor, nounas granjas de las que podría sacarprovecho.

—Debéis estar fatigados después devuestro viaje. La casa de baños estápreparada para vosotros.

Marcelo buscó por los alrededoresuna casa de baños, pero no pudo vernada que se asemejara a los bañospúblicos en Roma. Se dio cuenta de queBarbino debía de tener una propia, loque era un auténtico lujo, incluso en unavilla en el campo.

—Mi hijo la necesitará, desde luego—replico Lucio—, porque al ir sacandosu larga nariz entre las cortinas, se ha

cubierto de polvo del camino. Yoprefiero ir directamente al negocio,Barbino. Dejemos el baño para después.

—Como desees, Lucio Falerio —Barbino intentó chasquear los dedos,pero eran demasiado carnosos parasonar mucho. Poco importaba: suadministrador se adelantó de inmediato—. Nicos, lleva al joven amo Marcelo ala casa de baños.

Todos los demás —lictores,escribas y escolta— fueron enviados aun granero vacío, mientras que Lucio fueconducido al atrio de la villa, unespacio importante con una fuente máspequeña en medio. Marcelo, que

caminaba detrás, oyó a su anfitrióndirigirse con brusquedad a suadministrador y ordenarle que enviara aun jinete al camino para ver qué habíaocurrido con algo, pero fue incapaz deentender bien qué era mientras loconducían por un corredor hacia sudestino. Con un abundante suministro deagua proveniente de los arroyos de lamontaña y de madera, Barbino habíahecho buen uso de lo que leproporcionaba la naturaleza, así quetanto la habitación como la piletasoltaban vapor. Se sentía sucio por elviaje, así que le agradó desnudarse y sezambulló en el agua. Cuando salió, había

allí un masajista esperando paramasajear cualquier tensión que hubieransufrido sus músculos, y una chica muybonita, con largos cabellos castaños,para verter pequeñas gotas de aceitearomático templado sobre su pielsudorosa, y frotar después para limpiarlos poros. Semejante capricho nunca sehabía permitido en la casa de losFalerio: Lucio, a quien a menudo sepodía encontrar en los baños públicos,fruncía el ceño ante tales dispendios,siempre dispuesto a acusar a aquellosque se deleitaban con aquellos lujos, devulgares y antirromanos.

En aquel momento, Lucio estaba

siendo, de hecho, demasiado romano,pues intentaba calcular cuánto estabadispuesto a pagar Barbino por obtenersu buen cargo. Como muchos hombresricos, el anfitrión aspiraba a más riquezay tenía en su casa a un hombre que nosólo podía asegurar su posición, sinoademás facilitarle más oportunidades debeneficio que nadie más en el Senado.Pero Barbino también ansiaba larespetabilidad: había alcanzado suestatus senatorial a causa de su dinero,pero nunca había prestado servicio enninguno de los cargos que correspondíana un hombre de su posición y aquello lehacía sentir vulnerable. Al ser

demasiado viejo para empezar el cursushonorum, aún anhelaba la eminencia queacarreaba un servicio semejante a laRepública. Lucio Falerio estaba enposición de satisfacer aquellos deseos.

Capítulo Veintidós

El carro, una jaula de viaje conbarrotes, que llegó una hora después queaquellos importantes visitantes, puso aÁquila en pie y le hizo salir de lasombra de un árbol y bajar la cuestapara una mirada desde más cerca. Noestaba solo, casi todos los muchachosdel pueblo habían seguido el carro hastala puerta de la propiedad de Barbino,mientras saltaban arriba y abajo yseñalaban a los dos grandes felinos.Estos se movían de un lado a otro sin

descanso, y sus ojos hambrientos semovían por encima de la excitadamuchachada. Las ovejas que tenía a sulado debieron de captar algún olor,porque subieron la colina a toda prisapara apiñarse contra la valla querodeaba el bosque más cercano. Habíagatos monteses y linces en los bosquesen los que él cazaba, pero nunca habíavisto gatos como aquellos. Tenían pielesamarillas, con abundantes manchasnegras, y los cuerpos de ambos eranbrillantes y ágiles. Sin ser tan grandescomo Minca, parecían igual depeligrosos con sus dientes descubiertosque tenían el doble de tamaño que los

del can. Por suerte el comerciantecondujo su carro por la entradaprincipal de la villa e hizo una maniobracerca de la parte trasera de los límitesde la propiedad, lo que permitió aÁguila una buena vista de cerca.

—Leopardos —replicó elcomerciante cuando le preguntaron—,de África.

—¿Son fieros? —preguntó Áquila alllegar directo a la valla para echar unvistazo desde más cerca.

—Pueden serlo, chaval —replicó elhombre, mientras desenganchaba susbueyes—. Pero este par está domadopara ser mascotas en una casa.

—¿Y quién los domó?—Yo mismo —los bueyes fueron

conducidos al abrevadero de piedra altiempo que Áquila examinaba los gatosmás de cerca, capaz de ver ahora conmás claridad los collares que llevaban.Reanudó su interrogatorio tan prontocomo el comerciante regresó—. Esfácil, de verdad. Hay que cogerlosjóvenes, lo que normalmente significamatar a la madre; después los cría unamano humana para que se acostumbren anosotros. Los mantienes con leche ycosas parecidas y se olvidan de que soncazadores. Pero no duran. Siempre lesdigo a mis clientes que los tengan tres o

cuatro años, y que después se los vendanal dueño de un estadio para un combate.Se vuelven irritables al envejecer y lepueden arrancar un bocado a un humanosi les cambia el humor.

—¿Por qué no los crías?Tanto Áquila como el comerciante

se dieron la vuelta al oír el sonido de lanueva voz. Vieron a un muchachomoreno de cabello oscuro vestido conuna capa de buena lana que llevabaabierta para dejar ver un blusón de unblanco níveo, ceñido en la cintura conuna cuerda de cuero anudado y rematadaen cada extremo con remates de oro.Áquila pudo ver que sus sandalias eran

tan suaves y bien trabajadas como suvoz, y que su cabello húmedo había sidocortado y peinado para que sus rizosenmarcaran con cuidado su frente.

—No merece la pena, joven señor—contestó el comerciante—. Hay quealimentarlos mientras crían y ponerlesun lecho, y eso significa carne, quecuesta dinero comprar. Es mejor traer alas criaturas de África. Allí haymuchísimas y a los de allí les hace muyfelices cazarlos por un as de cobre odos.

Áquila se había dado la vuelta pararegresar con sus ovejas. No era el miedolo que le hacía retirarse, sino más bien

la vergüenza natural de un chico pobreque se había acercado demasiado aalguien que era claramente lo contrario.Para el comerciante, él era un «chaval»;el otro chico, un «joven señor». Eraimposible no mirar a una persona así sinsentirse un inepto con el peloalborotado, un grasiento gorro de cueroy ropas sencillas. No tenía experienciacon personas ricas, sólo había visto unao dos veces a Barbino, y a distancia,cuando este llegaba a la villa o semarchaba de ella, pero sabía que no legustaban: daban órdenes a la gente, yeso era algo que no gustaba a Áquila.Sin embargo, se dio la vuelta para

mirarlo desde lejos, y se dio cuenta, porla manera en que descendían loshombros del comerciante, de que estereconocía la posición del chico con elque estaba conversando.

Por razones que no podía nientender, intentó imaginar cómo seríapelear con él: eran del mismo tamaño yestaban igual de bien desarrollados,incluso aunque la piel del desconocidono brillara. Áquila decidió que legustaba la idea, y calculó que podríavencerlo, aunque dejó la idea de lado,pues sabía que incluso levantar un puñopodía conducir a que le azotaran. Aquelidiota perfumado era uno de los

invitados de Barbino: tocarlo tendríaconsecuencias nefastas. Se alejó aúnmás cuando el gordo Barbino salió y sedirigió bamboleante hacia el carro quecontenía los gatos.

—Excelentes bestias, ¿no crees, amoMarcelo? —atronó Barbino con una voztan alta que Áquila pudo oírla.

—Estupendas, señor —replicó elchico, y su voz fue decayendo según seacercaba el gordo senador—. Semueven con tanta elegancia…

Si su tez morena no hubiera estadobronceada por un verano de sol, Barbinohabría visto entonces que Marcelo sesonrojaba. La forma que tenía Barbino

de moverse, con las piernas abiertaspara que uno de sus gruesos muslospudiera adelantar al otro, contrastabacon la manera en que los gatos serevolvían adelante y atrás en su jaula.

—Espera hasta verlos fuera,muchacho —dijo Barbino, mientrashacía un gesto hacia el comerciante paraque los soltara.

Desde el momento en que cogió lascorreas de sólido cuero, los gatosempezaron a alborotarse, y daban tantossaltos que todos se permitieron dar unpaso atrás por seguridad. La jaula móviltenía un doble juego de puertas; elcomerciante cerró las externas antes de

abrir las que estaban más hacia dentro.En cuanto estuvo bastante cerca, los dosgatos empezaron a frotarse contra él, yronroneaban con fuerza cuando él lesacariciaba detrás de las orejas, mientraspermitían que les engancharan por elcollar fácilmente. Era necesario buenmúsculo para sujetarlos cuando salíande la jaula, pero una vez en el suelo,dejaban de tirar y se quedaban juntos aambos lados del hombre que los habíacriado, orgullosos, coloridos ymagníficos.

—Qué bellezas —dijo Barbino.—Debería acariciarlos, señor.

Cuanto antes le conozcan a usted, mejor.

—No son para mí, buen hombre. Esun regalo para mis invitados.

A Marcelo le costó un segundodetectar que él era un invitado, miró conincredulidad para darse cuenta de queBarbino le estaba sonriendo, y se quedócon la boca bien abierta al entender laverdad.

—¿Para mí?—Si hablamos con propiedad, para

tu padre, pero algo me dice que podrásdisfrutar del regalo tanto como él —Marcelo miró a su alrededor en buscade Lucio hasta que Barbino le explicó—: Al final ha accedido a usar mi casade baños, aunque siendo como es, se ha

llevado a su escriba allí con él. Meatrevería a decir que el pobre hombre seestará ahogando mientras intenta escribirsus órdenes.

—¿Y las granjas?—Ahora son mías —contestó

Barbino.Esta vez la sonrisa era forzada y sin

sentido del humor. Lucio le habíadesplumado, pues le había vendido laspropiedades en Sicilia por un precioexcesivo, haciendo que se arrepintierade haber enviado a por el regalo con elque pretendía sellar el trato. Seconsolaba con el pensamiento de que loscapataces de los Falerio las gestionaban

tan mal que, incluso aunque no pudierahacer de ellas terrenos de provecho, sípodría hacer que estos le pagaran más.

—¿Quieres hacerte cargo de ellos,joven señor?

Marcelo respondió vacilante, y suvacilación fue evidente cuando seadelantó, pues los dos gatos avanzaronpara oler sus rodillas desnudas y suspies calzados con sandalias, y suronroneo era fuerte y vibrante. Alcomerciante tuvo que dar un recio tirónpara acercárselos y hacer que sesentaran, lo que tuvo más que ver con elfuerte y corto agarre de las correas quecon que obedecieran a la orden

pronunciada. Marcelo se colocó junto aél, tomó primero una correa y después laotra. El comerciante cogió el látigo, quehabía tenido enrollado en su manoderecha.

—Ahora, joven señor, caminadespacio y ellos harán lo mismo —elcomerciante tenía razón. Las elegantescabezas olfateaban el aire y los dosgatos acompasaron su marcha mientrascaminaban por el prado—. Te estaríaagradecido si los mantuvieras lejos demis bueyes. Puede que estén domados,pero la cabra siempre tira al monte.

Barbino gritó a sus sirvientes quesacaran a los bueyes del prado y los

llevaran al cercado, mientras Marcelo,que se sentía como un tirano persa,desfilaba por el prado. El comerciantese mantuvo tan cerca como para hablarcon él, enseñándole cuándo era segurodejar un poco sueltas las correas y cómodebía tirar de ellas cuando ellosluchaban contra la sujeción.

—No son muy diferentes de unperro, joven señor. Si los controlascuando son cachorros, en adelante seportarán bien.

Marcelo se detuvo a unos pocos piesde Barbino, tiró con firmeza hasta quesus collares estuvieron a la altura de susnudillos, satisfecho con la forma en que

los gatos se sentaron, y estiró un dedopara acariciar una de las cortas orejas,lo que produjo una inmediata repeticióndel fuerte ronroneo.

—Tienes buena mano con ellos,joven señor.

—¿Qué pasa si no están atados?—Dentro de casa no pasa nada, y no

tienen igual como vigilantes. Que losdioses ayuden a cualquier felón que secuele en una casa cuando ellos estándentro.

—¿Le atacarían?—Sí que lo harían, aunque no para

matar al tipo, pero sería una mala ideadejarlos sueltos, porque podrían llegar a

atacar a un desconocido en la calle, porlo que yo nunca lo haría.

—Parecen demasiado sumisos comopara hacer daño a alguien —dijoBarbino.

—Es por la doma, honorable, en laque, permítame que lo diga conhumildad, soy un experto, pero el animalsalvaje acecha y si se les da una pizcade oportunidad, se volverán salvajes.

—¡Muéstramelo! —soltó Barbino.Entonces Marcelo miró aquellos ojosprofundamente hundidos, en un intentofallido de entender qué estabaocurriendo detrás de ellos.

El comerciante parecía listo para

discutir, pero frente a la mole deBarbino su tono de voz se volvió servily persuasivo.

—Es malo para ellos, honorable. Silos dejamos sueltos ahora, aquella vallaque hay entre los gatos y mis bueyes nolos detendrá.

Barbino alzó la mirada hacia elcampo donde Áquila, que permanecía deespaldas bajo su árbol, apoyado en unlargo cayado, vigilaba a las ovejas queaún se apiñaban en la cima de la colinacontra la valla que delimitaba la foresta.A medio camino había una puerta queordenó que abrieran, orden que puso unaspecto alarmado en el rostro del

comerciante.—Marcelo Falerio. Te propongo

que los lleves a ese campo. Deja queolfateen la presencia de las ovejas.

Áquila estaba intrigado por lo queestaba sucediendo cuando la puerta seabrió y los gatos fueron llevados através de ella. Barbino permanecía alotro lado como si la puerta estuvieracerrada de nuevo, y a su lado de la vallasólo estaban el comerciante y el niñorico con los gatos. Cuando este últimodesató las correas, su desconciertoaumentó. Ningún leopardo se escapó,sino que permanecieron cerca de suvigilante humano, sentados a sus pies,

hocicando sus manos. Era como si sulibertad fuese algo tan extraño que estosno sabían cómo aprovecharla, pero estono duró mucho. Primero uno, luego elotro, olisquearon la hierba, y sin dudacaptaron rastros que despertaban susinstintos. Despacio, mientras recorríanen círculos la hierba, la distancia entreellos y los dos humanos se hizo mayor.Él no podía saberlo, porque estabademasiado alejado como para verlo uoírlo, pero el comerciante, que habíadesenrollado su látigo, estabaaconsejando a Marcelo quepermaneciera totalmente inmóvil,preocupado porque, aunque a él los

gatos lo conocían bien, no conocían aaquel chico en absoluto.

Los leopardos dejaron de olfatear lahierba y levantaron sus cabezas parabuscar rastros en el aire. Despuésempezaron a corretear, sacudiendo lacabeza a izquierda y derecha, mientraslas ovejas en lo alto del campoempezaban a balar, y el sonido atrajo suatención. El rebaño empezó adispersarse justo cuando Áquila semovió levantando su cayado; su gorrosalió despedido mientras intentabainterponerse entre los gatos y lo que,estaba seguro, iba a ser su presa.Concentrado en la protección, no tuvo

tiempo de darse cuenta, como Marcelo,de los perfectos movimientos quevinieron a continuación. Primero unospocos pasos rígidos mientras cada gatose acercaba, lo que se aceleró hasta unun trote ligero mientras aumentaba elespacio entre ellos. En un movimientoconjunto, se lanzaron a izquierda yderecha para aislar a las dispersasovejas y seleccionaron una presa que, acausa de sus posiciones, no tendríaoportunidad de escapar.

En ese momento, Áquila pensabaque tenía una posibilidad de intervenir,pero cuando los dos gatos habíantomado su decisión, se avalanzaron a

una velocidad que hizo de ellos pocomás que unas manchas borrosas. Áquilaera del todo ajeno a los gritos quellegaban desde abajo: de Barbino, unberrido de fastidio; del comerciante, unopara que se detuviera a menos quequisiera convertirse en la presa. Encualquier caso, Áquila no estaba enabsoluto cerca de la matanza, y tuvo elsentido común de detenerse cuando estacomenzó. Un gato golpeó a la oveja quecorría justo detrás del cuello, mientrasel otro hundía sus largos colmillos pordetrás de su cuarto trasero y la derribó.El animal murió en segundos, al tiempoque ambos leopardos agitaban sus

poderosos cuellos para abrirse caminohasta su carne. Cuando el comerciante semovió, el niño rico, que aún llevaba lasdos correas en la mano, se movió con él,e, ignorando sus órdenes de quepermaneciera quieto, subía por lacolina.

Marcelo oyó que el hombremaldecía a Barbino por haber deshechoel trabajo de casi un año, palabras queel comprador de aquellos leopardos nopudo oír. Al darse cuenta de que eljoven noble estaba todavía con él,levantó la mano.

—Mejor no te acerques mucho,joven señor. Ya han probado la carne

viva —acercarse más era en esemomento avanzar unos centímetros,hasta el punto donde el leopardo máscercano levantaba la cabeza y gruñía—.Esto es lo más cerca que debemosacercarnos.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntóMarcelo.

—Tenemos que dejar que sealimenten, después ya veremos qué pasa.Puede que regresen a sus correas. Si no,tendré que capturarlos con una red, y sise revuelven contra mí, entonces habráque matarlos a lanzadas o dejarlossueltos.

—A Casio Barbino no le va a gustar

eso.El objeto de aquella observación

sonreía, aún detrás de la valla, mientraspensaba que, como regalo, aquellos dosgatos habían adquirido una virtudañadida. Podían matar, y quizás enRoma acabaran con el cabrón codiciosoque le había sacado tantísimo dinero.Quizá, una noche, se comerían a LucioFalerio.

Áquila siguió el consejo delcomerciante y permaneció a la mismadistancia que él de los gatos que seatiborraban con el cadáverensangrentado. Al descubrirlo, elhombre lo llamó.

—Será mejor que te lleves al restode ovejas lejos de aquí mientras puedas,chaval. Y llévatelas por un camino quelas mantenga bien lejos de esos dos.

Al cruzar la ladera describiendo unarco que lo mantuvo fuera del alcancede los leopardos, Áquila miró alelegante muchacho romano con las dosinútiles correas que colgaban sueltas ensu mano. Ahora quería matarlo, nopelear con él. Marcelo levantó sus ojosy observó a un chico más o menos de suedad, pobremente vestido, pero alto ybastante musculoso. Su colorido leintrigaba: cabello dorado con maticesrojizos, y hermosa piel bronceada. Pero

los ojos le intrigaban aún más: eran deun azul brillante y estaban fijos en él, eincluso a esa distancia casi podía sentirsu odio.

—Un campesino enojado —murmuró para sí mismo, mientras suatención volvía al sonido de huesostriturados y la visión de la carnedesgarrada.

Al ver a Áquila alejarse, Barbino sepreguntó quién sería. Con tantosesclavos en su propiedad, no tenía niidea de lo que hacían todos, perovisitaba el lugar bastante a menudo y nopodía acordarse de haber visto a aquelchico en particular. Lo sabría su

capataz.—Nada poder hacer, Áquila —

insistía Gadoric—. Tú hacer bien llevarovejas otras a redil. Además, ellaspropiedad Casio Barbino. Si él quererellas para alimento mascotas y no parainvitados, ser asunto suyo.

—Si tú o yo hiciéramos eso, noscolgarían.

—Yo no negar eso, pero mundo serasí.

—Habría sido diferente si Mincahubiera estado allí.

El perro levantó su enorme cabezaante la mención de su nombre, pero labajó enseguida cuando oyó el tono

áspero de la respuesta de Gadoric, queesta vez hablaba en su propia lengua,despacio, para que Áquila pudieraentender.

—Los dos gatos que has descrito sehabrían encargado de él, aunque un pocomás despacio que de una oveja, loreconozco, pero lo habrían matado detodas maneras. Lo sé, porque hay bestiascomo esas en las montañas donde yoluchaba, puede que no del mismo color,pero de la misma naturaleza. No asumasriesgos sólo por orgullo, porque en uncadáver queda bien poco de eso. Anteretos demasiado grandes paraconquistar, te retiras y esperas tu

momento. Enfréntate a tus enemigoscuando te convenga a ti, no a ellos. Silos hombres que nos dirigían contra losromanos hubieran pensado de estamanera, ahora yo no estaría aquí.

De vuelta al latín, le dijo:—Ahora tú mejor hacer camino a

casa.La cena con Barbino resultó ser un

incómodo asunto: el gordo senadorparecía aún más asqueroso reclinado enun triclinio que de pie. Cuando lecontaron el episodio de los leopardos,Lucio no disfrutó más que lo que habíadisfrutado su anfitrión cuando fuedesplumado por la venta de las granjas.

En realidad, los dos hombres eran tandiferentes que incluso en mejorescircunstancias se habrían peleado paraestar de acuerdo en algo. Aquello fueinstructivo para Marcelo, que en supropia casa nunca conocía a nadie queno fuera leal seguidor tanto de su padre,como de sus creencias. A pesar de queBarbino estaba intentando parecer unhombre recto y honesto, su esencianatural de sibarita seguía apareciendo, yse hizo más patente que al principiodurante la última parte de la cena,debido a las grandes cantidades de vinoque empezó a consumir.

Cuando un invitado o el anfitrión

estaba demasiado lleno como paraseguir comiendo, una joven esclavatenía la tarea de aligerar los estómagosacercando la escudilla que sostenía paraque quien se sintiera molesto pudieravomitar. Marcelo la examinó de cerca yla reconoció como la misma criatura quehabía derramado aceite en su espaldaaquella tarde. Tenía una bonita figura yuna encantadora forma de caminar.Había algo muy familiar en ella, pero enaquel ambiente le llevó tiempodescubrir que tenía un sorprendenteparecido con la horrible hermana deCayo Trebonio, Valeria. La chica teníaun cuerpo más desarrollado, pero

peinada y vestida con buenas ropas lasdos casi podían ser gemelas. Al vercómo sujetaba la escudilla con sumisiónmientras su amo vomitaba, razonó que elparecido era sólo físico. Valeria habríavaciado el contenido sobre la cabeza delgordo senador.

Lucio esperó a que Barbino hubieseterminado antes de continuar con unsermón sobre la necesidad de laabstinencia para un patricio. Barbinoapenas oyó aquella crítica: había fijadosu atención en la manera en que el chicode los Falerio miraba a la esclavacuando ella salía a vaciar el cuenco. Lamirada de los ojos del chico cuando se

fijó en el movimiento de aquellascaderas, era de una clase que el anfitrióncomprendía demasiado bien. Cuandoprestó toda su atención a Lucio, estrechóaún más sus ojos profundamentehundidos, al pensar en que un linaje tanlargo como el de los Falerio no hacíanada para evitar que un hombre fuerapomposo o un chico libidinoso. Lucioestaba reflexionando sobre un conjuntode reglas, introducidas, por lo queBarbino sabía, por unos nobles tacaños,la mayoría empobrecidos, para que sushermanos más ricos dejaran de disfrutarlas mieles de su éxito. Las leyesrelacionadas con el lujo se habían

convertido en un código que regulaba elvestido, el número de esclavosfamiliares que un hombre podía tener,qué comida debía servir, al igual que eltipo de despliegue externo que podíapermitirse y hasta la decoración de suspropias andas. Por eso, y de manera muyrazonable, aunque la mayoría desenadores las defendían de palabra, nolas cumplían.

—Temo que tus leopardos puedanllevar a la gente a temer que hayassucumbido a las pretensiones imperiales—fue un error decir aquello, unaapreciación provocada por demasiadovino, y Barbino lo supo en cuanto soltó

las palabras. Su cuerpo se puso rígidopor la mirada de los ojos de Lucio, yañadió a toda prisa—: Nadie que teconozca lo pensaría, claro está.

—Tenía pensado decirte esto enprivado —replicó Lucio—, pero ya quelo has sacado tú a colación, creo quedebo decírtelo delante de mi hijo.Lamento decirte que debo rechazar elregalo de tus bestias —Barbino gruñó ya Marcelo le dio un vuelco el corazónmientras su padre continuaba: estabadeseando enseñarles los gatos a susamigos—. Soy consciente de lasimplicaciones de lo que digo, peroespero que no te tomes como un insulto

que no pueda aceptarlo. Me temo que acausa de esa misma apreciación que hashecho.

Barbino protestó, pero Lucio levantóla mano para detenerlo.

—Sé que era una broma, pero verássin mucha dificultad que otros puedenhacer la misma con verdadera malicia.Sé que es una grosera falta de cortesíarechazar tu amable regalo, pero debohacerlo.

Lo que Lucio no sabía era que elregalo tendría que haber sido devueltode todas maneras. El hombre que habíallevado los gatos era estricto: no habíaforma de saber lo que harían después de

haber probado aquella oveja, así queregalárselos a una persona sincostumbre de manejarlos era exponersea un desastre. A Barbino no leimportaba que los gatos pudierancomerse a Lucio, pero era probable quehicieran algo más que arrancarle unbocado a un esclavo, o, peor aún, al hijode aquel hombre, lo que acabaría concualquier derecho que tuviera de pedirleun favor en el futuro.

—Debes dejar que te dé algo conque reemplazarlos —insistió Barbino.Lucio asintió con un movimiento decabeza, pues consideró que, tras habersido una vez tan descortés como para

rechazar un regalo, no tenía máselección que aceptar una sustitución.

El gordo senador se esforzaba porpensar, pues pese a todo su tocino, noera un estúpido: nunca habría amasadosemejante riqueza si lo fuera, por lo quesacar provecho era algo en lo que estabamuy versado. A Barbino no se le ocurríaningún regalo para Lucio que pudieragranjearle los favores de un hombre alque consideraba un estirado de mierda.Pero, ¿por qué no a su hijo? Lucio, apesar de ser un padre estricto, adorabaclaramente a su hijo. ¿Podría Barbinoganarse un aliado en casa de los Faleriocon un regalo que agradara a Marcelo,

uno que en nada pudiera ofender alpadre del chico?

—Un esclavo —dijo—, un esclavopara la casa.

—No lo necesito, Barbino —replicóLucio con reservas.

—No puedes rechazarme dos veces—objetó Barbino—. Y, si me permiteshablar con franqueza, has estado solterodemasiados años. Supongo que tu casaestará bien provista de esclavos, perodesabastecida de artículos femeninos.

Lucio se encogió de hombros parareconocer la verdad de la afirmación.

—Así es.—Entonces propongo que sea una

esclava, y una valiosa, pues es joven yprestará a tu casa años de estimableservicio. Estoy seguro de que criarábien si quieres que lo haga, y de esopuede sacar buenos beneficios —Barbino vio por el rabillo del ojo queMarcelo se revolvía nervioso—. ¿Quéte parece la que se ha ocupado de mievacuación?

Para mantener las apariencias, Luciohizo como si estuviera pensando, perono tenía elección en el asunto. Rechazardos regalos sería una ruptura total de lasbuenas maneras. El hecho de queBarbino no debería haberle ofrecidonada, ni leopardos ni esclavas, daba

igual. La propuesta estaba hecha, ahoratenía que responder.

—Eres muy amable —reconocióLucio—. Ahora, como es necesario quepartamos con las primeras luces, metemo que debo dormir un poco. Tútambién, Marcelo.

—Sí, padre —dijo el chico antes devolverse hacia Barbino—. SenadorBarbino, quiero darle las gracias por undía tan entretenido.

—Dioses de los cielos —gimióBarbino en cuanto Lucio y Marcelo nopudieron oírle—. Ha sido todo unjuicio.

A su capataz, Nicos, se le permitía

tomarse ciertas libertades, así quereplicó con una sonrisa irónica y en unsonoro tono de voz:

—El muy noble Lucio Falerio Nervaes conocido por su honradez, amo.

—Es un Nerva, desde luego, perotambién es un imbécil, hombre, y unmaldito avaricioso. ¿Sabes cuánto me hasacado ese viejo y duro cabrón por suseriales de Sicilia?

—Me temo que demasiado —dijoNicos.

—Se me ha ocurrido pagárselo todoen ases de cobre y tirárselos a la cabeza.

—¿Eso lo mataría, amo?—Bien podría.

—¿Puedo insinuar que «poder» noes suficiente?

—Es probable que tengas razón,Nicos. Él es el poder sobre la tierra yyo, que poseo docenas de granjas, tengoque doblar la rodilla delante de él. ¡Elmuy cargante! Prácticamente he tenidoque obligarle a que aceptara un regalo.

—Y pensar que con esos gatosgrandes podría haber sido al revés.

—¿Pagaste al comerciante?—La mitad del precio acordado,

amo —asintió Nicos.—¿Tanto?—Amenazó con ir a un pretor y

presentar una denuncia. Le convencí de

que era más fácil arreglarnos por lamitad que sufrir las molestias.

—Puede que tengas razón. De todasformas he decidido regalarle a Sosiapara sustituirlos.

—¡Ah! —replicó Nicos mientrasapartaba la mirada.

—¿No será un problema?—No, amo.Barbino le dio un codazo en las

costillas.—¿Estabas esperando para

llevártela?Nicos parecía desconcertado.—¿Podría?—A mis espaldas, sí —insistió

Barbino—. Me robarías todos losderechos que tengo como dueño deesclavos que pudieras, y lo sabes. Si nofueras tan bueno con el dinero y laadministración de la granja te habríahecho colgar de los pulgares hace años.

—Regalar una virgen es algo muylisonjero, amo. Un noble sacrificio, dehecho.

—Creo que estará segura con elviejo Lucio. Está tan preocupado con serun engreído que dudo de que se acuerdede que tiene pelotas entre las piernas;pero el jovencito se ha fijado en ellacuando estaba sirviendo, así que puedeque sea él quien se encargue de

desflorarla.—Dos vírgenes —dijo Nicos.—Un desastre —replicó Barbino,

con los ojos enterrados en la grasa quelos rodeaba—. Quizá habría queprepararla.

—¿Puedo ofrecer humildemente misservicios, amo? —dijo Nicos.

—Ofrece lo que quieras, hombre,pero creo que debería ser yo quien seencargara. Después de todo, la chica vaa ser carne patricia, así que deberíamosempezar a hacer con ella lo quequeramos que acabe haciendo. Llévala ala habitación de invitados vacía. Iré allítan pronto como me asegure de que el

viejo Lucio se ha dormido.—Como desees, amo —replicó

Nicos al darse la vuelta, de forma queBarbino no pudiera ver la maldición quesalía de entre sus labios.

—Por cierto, ¿cuánto hace quetenemos a ese muchacho que se ocupa delas ovejas?

—¿Qué muchacho?—El que he visto hoy. Casi se puso

en el camino de los leopardos, con unraro pelo rojo, por lo que pude ver deél. Es extraño, pero no recuerdo haberlocomprado.

—A veces cruzamos a los nuestros—replicó Nicos, preguntándose, en el

nombre de Júpiter, de quién hablaba suamo. El hombre que cuidaba de lasovejas era un celta con el cerebroembotado. No era aquello lo que estabaa punto de decir: nunca mostraríaignorancia a alguien como Barbino.

Áquila ya había encerrado lasovejas y regresó al anochecer, y lo habíahecho antes, cuando el senador estabacon sus invitados y Sosia se habíaquedado para servir. Esperaba, conMinca, sentado con la espalda hacia lavalla de mimbre que utilizaban como sulugar de encuentro, y miraba al cielolleno de estrella mientras se preguntabasi los cielos podrían contener tantísimos

dioses. También se preguntaba cómohacer que bajaran en su ayuda. Legustaría haberlo hecho hoy, quizá unrayo de Vulcano que bajara para abatir aaquel pipiolo perfumado que habíadejado sueltos aquellos leopardos, peroigual que le llegó aquel pensamiento, asílo hizo la conclusión: el otro era rico yél no. Barbino lo había llamado «amoMarcelo». Si él hubiera querido que losdioses intercedieran por él, sin dudaestos habrían esperado en fila parahacerlo.

Áquila tuvo un escalofrío y selevantó, al darse cuenta, por la posiciónde la luna, que era mucho más tarde de

lo que había pensado. Miró a la casa ypudo ver que todo el lugar estaba aoscuras, excepto el par de lámparas deaceite que se dejaban encendidas paraque los vigilantes hicieran sus rondas.Saltó por encima de la valla, seguidopor el perro, y corrió hacia la parte deatrás de los barracones de esclavos paradar unos golpecitos suaves en el postigode Sosia. La falta de respuesta hizo quegolpeara con más fuerza, pero en vano.Quizá Barbino aún estuviese levantado,y si él estaba despierto, podría ser queella también. Decidió investigar, así querodeó el edificio de los esclavos y seacercó despacio a la villa principal, en

busca de luz de lámparas de aceite quele indicarían que aún había actividad,pero no había señal de esta ni de Sosia,por lo que Áquila se resignó aregañadientes ante la idea de que ella noiba a venir y dio la vuelta para volver ala valla.

El único grito que desgarró el aire lodejó helado, justo en medio del campoabierto, donde cualquiera que mirase elpatio iluminado por la luna y la luz delas estrellas lo vería con facilidad. ¿Eraun sonido animal o humano? ¿De quédirección había venido, de la casa o delbosque cercano? Minca gruñó y levantóuna pata, y su hocico tembló. Áquila

esperaba, sus oídos se esforzaban enescuchar otro sonido extraño, pero nohubo más que los que correspondían aun bosque. El ulular de un búho, elsilbido de un viento otoñal que sopla através de ramas apretadas. Decidió quesería un zorro herido lo que habíagritado, víctima, sin duda, de algúnpredador más grande. Áquila tiró de lasorejas del perro para hacer que lesiguiera, y se dirigió hacia la valla yhacia casa.

Capítulo Veintitrés

Gracias al trabajo que ya había hechoAulo, las primeras unidades de laDécima Legión pudieron salir aquellasemana. Él abandonó toda pretensión detrabajar a través de Vegecio, y en elconsejo de guerra no quedaba nadie quetuviera dudas sobre quién había asumidoel mando. Preguntó cuidadosamente acada uno en busca de informaciónreciente, y utilizó todo el mapa quehabía sobre la mesa delante de él. Alfinal, Aulo hizo sus disposiciones y

decidió las dos rutas, así como dio laorden de marcha para el cuerpoprincipal.

—Tenemos que ir a buscar anuestros rebeldes, pero, pase lo quepase, nuestras tropas no deben sersorprendidas en dispersión cuando esténen campo abierto. Si nuestros elementosde vanguardia encuentran una fuerzaenemiga, deberán retirarse deprisa haciael cuerpo principal para darnos tiempo aprepararnos para la batalla. Nuestroobjetivo es arrastrar a los rebeldes hastala posición que escojamos,preferiblemente un terreno espacioso yllano con un único flanco seguro, donde

nuestra disciplina superior y nuestramovilidad nos darán ventaja.

—De cualquier forma, somossuperiores en número —dijo Vegecio envoz alta, con la intención de hacersevaler.

Para dar una impresión marcial enaquella conferencia, había abandonadosu toga y se había puesto su armadura,incluso peto y espinilleras, y tenía bajoun brazo su yelmo coronado con crinesde caballo. Dado que su cuerpo era fofoy su semblante débil, tenía un aspectoalgo absurdo más que militar.

—¿Tienes conocimiento de algunainformación que se me haya escapado?

—preguntó Aulo con una voz tan duracomo la mirada de sus ojos. Una buenacabeza más alto que Vegecio, inclusocon un simple blusón parecía, centímetroa centímetro, un general romanoenfrentado a un barril de grasa rodeadode cuero.

—No, que yo sepa —tartamudeócomo respuesta Vegecio.

—¿Así que en realidad no conocesla fuerza de las tropas que se enfrentan anosotros?

—Un ejército de chusma rebelde ydescontenta —protestó el senador,mientras buscaba apoyo en los rostrosde los presentes. Nadie se lo prestó

cuando añadió—: No debería decir«ejército» para eso. No deberíadignificarlos con ese nombre.

Aulo sonrió ligeramente.—Los trataré con respeto hasta que

esté seguro de que puedo hacerlo de otraforma. Te sugiero, Vegecio, que hagas lomismo —miró alrededor de lahabitación, llena de los oficialesreunidos de la Décima Legión—.Caballeros, como ya saben, tengo unhistorial exitoso como soldado. Si estosuena a inmodestia, pido disculpas. Paraquienes se pregunten por estasprecauciones, les diré que casi perdídos legiones enteras en Hispania porque

no traté a mi enemigo con respeto. No esun error que quiera repetir.

Se hizo el silencio mientras todoslos presentes recordaban la campaña dedura lucha contra los celtíberos de diezaños antes, sobre la que él habíaadmitido voluntariamente ante el Senadoque había sido una tarea mucho másdifícil de lo que al principio habíaanticipado. Lejos de Roma, más lejosincluso de Hispania, ellos, al contrarioque el general que los combatía, no eranconscientes de que el espectro de Brenose había levantado otra vez, y ellos nopodían saber que el hombre que ahorales hablaba había decidido que una vez

que aquella comisión terminara sutrabajo, regresaría a Hispania, con elpermiso del Senado o sin él.

Para él, Breno representaba más queuna amenaza al Imperio romano: era suenemigo personal, el hombre que habíadestruido cualquier oportunidad de queél tuviera satisfacción interior. Aulosabía en el fondo de su corazón quematar al chamán celta no le traería pazni felicidad, pero dejar a Breno con vidaera incluso peor. A sabiendas de quehabía callado demasiado tiempo, Aulotosió con fuerza y recomenzó suintervención.

—Así que les recomiendo a todos

que sigan mi ejemplo. No asuman quesólo por ser romanos los hombres deesas tribus les tendrán miedo. Despuésde todo, han tenido varios años paraobservar que, cuando se trata de asuntosde soldados, los romanos no son másperfectos que cualquier otro —aquellofue pronunciado sin mirar a Vegecio,pero todos sabían lo que Aulo queríadecir—. Dicho esto, pretendo que nosmovamos deprisa para sorprender alenemigo desprevenido.

Volvió a recorrer la tienda con lamirada y, por fin, sus ojos se posaron enel rostro bronceado en extremo yarrugado de Flaco, un centurión

veterano, comandante de los hastari,que se componía de algunos de loshombre más experimentados de lalegión. Tan sólo su mirada llevó alhombre a una rígida atención.

—¿Tu nombre, centurión? —demandó Aulo.

Su puño golpeó contra su peto.—Didio Flaco, mi general.Aulo asintió reconociendo el saludo.—Tú comandarás la guardia de

avanzada, que, de momento, consistiráen una cohorte. Me uniré a vosotros encuanto tengamos al resto del ejército enmovimiento. Tendrás que actuar conindependencia hasta entonces, pero no

tienes que arriesgar a tus hombres bajoninguna circunstancia. Tu principal tareaes ir al rescate de los romanos quehuyen hacia el norte desde el Epiro bajomando de Publio Trebonio. Tenemosque suponer que el enemigo los estápersiguiendo.

Volvió a mirar el mapa y recorriócon su puntero la provincia de Illyricum.

—Es extraño que una revueltasemejante haya surgido justo cuando estaprovincia se está volviendo pacífica.Podían haberse aliado en cualquiermomento de los últimos cinco años,aunque eligieron no hacerlo. Pero, unavez dicho esto, han tenido tiempo de

sobra para coordinar sus planes. Quizánuestros éxitos recientes han llegado condemasiada facilidad. Por lo tanto, deboanticipar alguna conexión simplementeen nombre de la seguridad. Así que,recogedlos si podéis. Tienen quereunirse con la fuerza principal sindemora. Podemos enviar a los civilesaquí, a nuestro campamento base.

Aulo indicó a Flaco que se leacercara mientras apuntaba al mapa.

—También quiero que toméis yconservéis el paso en Thralaxas.Necesitamos que las líneas decomunicación hacia el sur se mantenganabiertas, para que así podamos cruzar

con nuestras tropas y enfrentarnos alenemigo tan cerca como sea posible denuestra propia base. Los quiero cerca decasa, para que así tengan la mente en susesposas y sus hijos. Siempre que aúnestén bien hacia el sur, podemos pasarcon todo el ejército y desplegarnos enlas llanuras antes de que puedaninterferir. Te sugiero que si alcanzasThralaxas sin oposición, sigas adelantecon un manípulo y dejes a los otros doscontrolando el paso. Si, por cualquiercasualidad, tomáis contacto con elenemigo al sur de ese punto, tenéis queretiraros ante ellos. Yo iré en persona,cuando las legiones estén reunidas, para

asesorar sobre lo que debamos hacer.¿Asumo que estás preparado parapartir?

—Sí, mi general.—Entonces, vete. ¡Nada de equipo

pesado, Flaco! Yo mismo lo llevaré.Flaco recitó una oración muda a la

diosa Felicitas, como hacía siempre quesospechaba que la suerte podría sernecesaria. Quienes se quedaron en latienda pudieron oírle gritar mientrasrevisaban las demás disposiciones deAulo, y después el ruido estrepitoso delegionarios que formaban filas ymarchaban a paso ligero, con ClodioTerencio cerca del frente. Años de

disciplina y una dieta regular de comidamuy básica habían mejorado su formafísica. No es que hubiera sido unblandengue, pero como bebía sintrabajar, tenía barriga y un semblantemuy envejecido, algo que no habíaremediado cargando sacos. Pero ahorahabía cambiado. Puede que fuera másviejo que la mayoría de sus compañeros,pero su estómago era liso y duro, y teníael rostro magro y bronceado.

Una vez que salieron de la partepacificada de la provincia, detrás nohabía carretera en el sentido romano deltérmino, sino tan sólo unas rodadas decarro que unas veces eran buenas y otras

inexistentes. Bordeaba la costa allídonde el paisaje lo permitía, peroacantilados verticales y profundosbarrancos lo llevaban a menudo tierraadentro, lo que los forzaba a atravesarcon cautela densos bosques, mientrasFlaco, tan supersticioso como siempre,murmuraba encantamientos aNemestrino, los rebeldes les sacaban ladelantera y todo el mundo llevaba sujabalina preparada. AlcanzaronThralaxas justo cuando se ponía el sol, yFlaco, de acuerdo con sus órdenes,desplegó dos manípulos para controlarel estrecho desfiladero y hacer tanseguro como fuera posible mientras él

seguía avanzando, aprovechando la luzde la luna para orientarse.

Habían salido de Salonae a bastantebuen paso, pero al haber marchadodurante todo el día y aunque la últimaparte del día había estado nublado,pasaron mucho tiempo bajo un solabrasador. Cansado, Clodio caminabacon pesadez, concentrado únicamente enponer un pie delante del otro, mientrasen su mente se quejaba como buensoldado que era. Su mente cansada ledecía que era demasiado viejo para estetipo de cosas. No parecía que loshombres más jóvenes lo pasaran mejor,pues también jalonaban sus pasos con

maldiciones cuando resbalaban opisaban en falso en aquella pistatraicionera, más aún cuando la luna seescondía tras las nubes. Flaco erainmune a las quejas y se negaba aaminorar la marcha, al tiempo queamenazaba con graves castigos aaquellos cuyas quejas llegaran a susoídos. Clodio llevaba bastante tiemposobre la tierra y en las legiones comopara saber que aquella acción, marchara ese paso en una sola fila, con la únicaluz de la luna y las estrellas parailuminar su camino, era peligrosa, puesno se podía hacer en silencio, y todaslas oraciones que Flaco pudiera dirigir a

todos los dioses romanos que se leocurrieran, no cambiaba el asunto. Unenemigo, si estuviera bastante cercacomo para oír, tendría tiempo de sobrapara prepararse ante su llegada. Puedeque Flaco pensara que estabaobedeciendo las órdenes del general,pero para la mente de Clodio, las estabaexcediendo. Era difícil mantenerdemasiados secretos en un campo deleginarios, y todos sabían que Flacotenía órdenes de no arriesgarse a sufrirbajas.

—Sigue moviéndote, merluzo —escupió Clodio al tropezarse con elhombre que tenía delante. La luna se

había deslizado detrás de una nubeinmensa y los había dejado a todos enuna oscuridad casi absoluta.

—Silencio por ahí —dijo Flaco,intentando gritar y susurrar al mismotiempo, y Clodio se dio cuenta de que lacolumna se había detenido. Oyó variasmaldiciones cuando otros legionarios,que, como él, caminaban con esfuerzo ycon la cabeza gacha, chocaron con losque tenían delante hasta que, al fin, sehizo el silencio. Cerca del frente de lacolumna, Clodio podía ver la silueta deFlaco recortada contra el cielo nublado,que tenía un débil tinte anaranjado ymarcaba el relieve afilado de los pinos

que coronaban la colina por la queestaban ascendiendo. El hueco por elque atravesaba la rodada de carrodestacaba con claridad entre los árbolesde ambos lados. Flaco volvió a recorrerla fila y se detuvo justo detrás deClodio, al tiempo que dabainstrucciones en voz baja a su segundoal mando.

—Despliega a tus hombres a un ladodel camino y permaneced fuera de lavista. Yo voy a adelantarme para verqué ocurre. Si volvemos a la carrera,matad a cualquiera que venga detrás.

—¿Y después? —preguntó ellegionario superior, un hombre con la

mitad de años que Flaco y una décimaparte de su experiencia.

El sarcasmo en la voz del centuriónfue tan marcado que Clodio podíaimaginarse la dura expresión que loacompañaba.

—¿Después? Estarás hambrientodespués de un largo día de marcha,chaval. Encended un fuego y envía aalgunos hombres a cazar algo para tucena —siguió a aquello un profundogruñido—. Con algo de suerte, puedeque tengas un par de comensales sininvitación. —el hombre masculló unadisculpa y Flaco transigió lo suficientecomo para explicar lo que tendría que

haber sido obvio—. Nos seguís.Tenderemos otra emboscada sipodemos. Mantente en movimiento. Note detengas hasta que hayáis regresado alpaso en Thralaxas, incluso aunque esosignifique abandonarnos a nuestrasuerte.

Flaco pasó junto a Clodio y leordenó, junto a aquellos que estabandelante de él, que avanzara.

—Ahora en silencio.Cuando se acercaban a la cima de la

colina, el ruido, que había sidoenmascarado por la colina, fueincrementándose sin cesar. Podían oírclaramente el sonido de risas, gritos y,

por encima de todo, lamentos. Flacoordenó que se agacharan despacio paraarrastrarse al acercarse a la cima,mientras se apoyaba sobre su estómagoy se arrastraba el último par de yardasentre los árboles. Los hombres que loacompañaban siguieron su ejemplo y sedispersaron a ambos lados de la rodada.Se encontraron frente a un claro bieniluminado, lleno hasta rebosar desoldados enemigos. Los fuegos veníande carros en llamas y de una pila deobjetos con la que habían hecho unafogata.

Clodio podía oír gritos de mujeres yvio hileras de hombres que esperaban su

turno para violarlas. Unas boca arriba,otras boca abajo, yacían, pálidas ydesnudas, a la luz del fuego. Los árbolesdel lado derecho estaban cargados decuerpos colgados de cuerdas. Muertos,se mecían con la brisa mortecina, y ajuzgar por el número de heridas,aquellos pobres desafortunados habíansido usados como blancos parapracticar. La rodada de carro bajabadirectamente la colina delante de ellos.Clodio, echado justo al lado de Flaco,podía ver las dos hileras de hombresque se alineaban a cada lado. Soldadosromanos, desnudos a excepción de susyelmos de cuero, eran forzados a correr

entre aquellas filas, formadas, primero,por hombres con látigos, después, porhombres con mazas y, al final, porhombres con espadas. Vieron como unode los desafortunados empezaba acorrer, mientras le aguijoneaban en laespalda con una lanza. Intentó rehuir loslatigazos, pero con poco éxito, yentonces cayó bajo una firme lluvia degolpes cuando alcanzó a aquellos de susenemigos que portaban las mazas, que lehacían bambolearse de lado a lado. Susbrazos estaban levantados alrededor dela cabeza en un intento patético deprotegerse, y estaba a punto de caer derodillas cuando llegó a los hombres de

las espadas. Empezaron a darlepequeños tajos; después, un tipo queacababa de echar un trago de unacalabaza llena de vino, le seccionó lostendones de detrás de la pierna. Elromano cayó hacia delante al tiempo quegritaba de dolor, y aquello parecióanimar a los otros, que se juntaron paracortar y apuñalar, mientras reían einsultaban a su víctima que rodaba porel suelo en un inútil intento de escapar asu destino. Clodio cerró los ojos, nodeseaba ver la agonía final de aquelhombre mientras lo apuñalaban hasta lamuerte.

—¡Por allí, mira! —dijo Flaco.

Clodio levantó la cabeza para seguirla dirección hacia la que apuntaba eldedo de su centurión. Flaco habíadescubierto un carro solitario,claramente romano, por su diseño, a unlado del claro, bien lejos de los queardían en el centro y algo visible porqueaún tenía intacto su toldo blanco. Lasnubes oscurecieron la luna, por lo queno fue fácil distinguir nada más hastaque uno de los carros que ardían en elcentro del claro se desmoronó y envióhacia arriba una vaharada de chispasque iluminaron toda la zona. El toldo delcarro, desteñido por el sol, destacabaahora con claridad, pero algo más llamó

su atención. Justo delante de aquel carrosolitario, vio como en un retablo a doshombres desnudos que estaban violandoal mismo tiempo a una chica. Se podíaver por su pequeños pechos y su figurade chiquillo que aún no estabadesarrollada del todo. Uno agarraba elcabello de la chica con las manos yempujaba su cabeza con ferocidadcontra sus ingles, mientras el otroempujaba detrás de ella con tanto vigorcomo su compañero. Sus armas yarmaduras brillaban débilmente en lahierba que había junto a ellos. Laschispas se apagaron y aquella escenavolvió a sumirse casi en la oscuridad.

—¿Podríamos bajar hasta allí? —dijo Flaco, esforzándose por ver en laoscuridad.

—Ella no será útil para nadie paracuando esos dos hayan terminado —dijoClodio apenado.

—No me refiero a la cría, idiota.Estoy hablando del carro.

—¿Y para qué queremos un carro?—soltó Clodio, dejando a un lado sudeferencia habitual y enfadado deverdad por la indiferencia de sucomandante.

—No me extraña que seas pobre. Siese carro no está en llamas como losdemás, algo quiere decir eso.

—¿Como qué?Flaco se acercó mientras se

aseguraba de que nadie más los oía.—Como que puede haber algo de

valor dentro. Si Publio Trebonio tuvoque salir de Epiro a la carrera, dudomucho que saliera sin llevarse su oro.

—¡Oro! —replicó Clodio sincreerlo. Era una palabra que nuncadejaba de entusiasmarle.

—Su tesoro, zopenco. El dinero quenecesita para hacer su trabajo degobernar. Mira en la base de ese carro.

—Apenas puedo ver ese malditocacharro.

Como si fuese una orden, una

segunda vaharada de chispas se elevó dela hoguera para mostrar a otro soldadoque se tambaleaba entre las filas, enmucho peor estado que el hombre quehabía pasado antes que él. Cuando cayóde rodillas sólo había recorrido la mitadde la distancia. Uno de los hombres delas mazas avanzó y lo derribó de unenorme golpe que destrozó tanto suyelmo de cuero como su cráneo. Fuesacado de allí a rastras y las dos líneasde hombres miraron lejos de loslegionarios que espiaban, a la espera dela siguiente víctima. Flaco no habíaapartado sus ojos del carro. Tras echarun rápido vistazo al hombre agonizante,

Clodio se giró y vio que los doshombres que habían estado violando a lachica recogían sus armaduras. Ella yacíaboca abajo en el suelo y su cuerpo seagitaba entre sollozos. El que estabamás lejos tomó su espada, la alzó bienalta y con un golpe rápido, la decapitó.

—Hijo de puta —dijo Flaco sinemoción. El fuego se atenuó de nuevo.Se quedó observando para ver si loshombres se reunían con los otros en elcentro del claro, pero no salieron de laoscuridad—. Eso es. Esos dos cabronesestán montando guardia en ese carro.Algo de valor tiene que haber en él.Vamos.

Flaco se deslizó hacia atrás desde lacima, tirando de Clodio para que losiguiera, al mismo tiempo que ordenabaa los otros que permanecieran en suspuestos. Una vez que estuvo fuera de lavista de los que estaban sobre la colina,se levantó y salió corriendo hacia unpunto un poco más adelante de la cima.Clodio le siguió a regañadientes,rezongando en voz muy baja. Flaco teníacerca de treinta hombres con él, ¿porqué lo había arrastrado a él para eltrabajo peligroso? El centurión corrió yse agachó, mientras usaba su manoizquierda para evitar deslizarse. Sucorazón latía y en su cabeza resonaba la

profecía del adivino. Cuando juzgó quese había alejado lo suficiente, se tumbóen plancha y se arrastró otra vez bajandode la cima, donde Clodio se reunió conél. Estaban ahora en el extremo alejadodonde estaba el único carro, silueteadocontra la luz de la hoguera. Otra granaclamación llenó el aire mientrasarrojaban otro cuerpo masacrado a lapila del final de las dos filas mortales.Flaco tiró con ansia de la túnica deClodio y le susurró.

—Tenía razón. Mira a esos dos.Están vigilando el maldito carro.

Clodio podía oír la excitación en lavoz de Flaco, y no le gustaba ni un pelo

cómo sonaba. Él también veía a loshombres que, apoyados en sus lanzas,observaban lo que estaba pasando en elcentro del claro, cerca del fuego.

—Vamos.—¡Qué!Clodio intentó soltar el brazo que

Flaco le había cogido, pero se encontróde pronto con la cara del centuriónpegada a la suya. Podía notar el alientocaliente del hombre sobre su nariz.

—Siempre has querido hacerte conalgo de botín, pues esta es tuoportunidad. Quizá puedas pagarme loque me debes. Todo lo que tenemos quehacer es matar a esos dos cabrones y

coger lo que quiera que haya en esecarro.

—¿Y qué hay del resto de loshombres? Seguro que sería mejor sifuéramos más.

—Oh, sí. Carguemos todos contraellos. Con que sólo uno de losmalnacidos que están junto al fuego sedé la vuelta, tú y yo estaremosintentando pasar entre esas dos filas —Clodio sintió que el miedo drenaba lasangre de su cara—. Hay que hacerlodeprisa y en silencio.

—¿Y por qué yo?—Eras el que estabas más cerca de

mí, amigo, y no puedo hacerlo solo.

Apostaría a que hay suficiente oro enese carro para que te veas en el Senado.

—Pero no es nuestro.—Entonces rézale a Furina para que

te ayude, porque, si podemos, pretendorobarlo.

Clodio oyó el sonido de un roceligero cuando Flaco desenvainó suespada. Después el hombre estaba casien la cima, agachado para reducir susilueta. La palabra oro reverberabaalrededor de su cabeza mientras tragabacon esfuerzo, desenvainaba su espada yseguía a Flaco hacia la cima. La lunaestaba de nuevo descubierta, pero suspresas estaban demasiado ocupados en

ser espectadores como para verlosvenir, y el ruido del gentío que vitoreabaen medio del claro enmascaró el ruidode su llegada. Permanecieron depuntillas detrás de ellos, y, con elmovimiento de cabeza de Flaco, Clodioalcanzó la cabeza de su víctima, agarróla parte delantera de su yelmo y tiró deella hacia atrás. El jadeo estranguladoque causaba la tensa correa terminócuando la punta de su espada segó sutráquea; entonces tiró de él con fuerza yarrastró al hombre hacia abajo hasta quese quedó tumbado sobre su espalda. Laespada entró por el costado para salvarla coraza y se clavó en el corazón del

hombre; mientras empujaba, Clodiopudo oír cómo se rompían las costillas.Flaco se puso de pie sobre el cuerpoinerte de su víctima, que había sufridouna suerte similar. Le levantó la partebaja de la túnica y, con un movimientorápido, le seccionó los genitales ydespués los metió en la boca delhombre. Aunque sólo fue un susurro,Clodio lo oyó mientras limpiaba suespada ensangrentada en la espesahierba.

—Esto es por la chica, hijo de puta,y espero que la diosa de la Muerte teenseñe el culo.

Después Flaco se encaminó hacia el

carro, saltó y desgarró el toldo. Clodiolo siguió. Dentro había una oscuridadabsoluta.

—No veo nada.Todo lo que obtuvo como respuesta

fue el sonido de la lona que se rasgabacuando Flaco clavó su espada en laparte de arriba del toldo y la bajó de untirón. La débil luz de la luna iluminó elinterior.

—Justo lo que pensaba —dijo elcenturión, arrodillándose. Clodio mirópor encima de su hombro. La blanca luzde la luna se reflejó en los bordesmetálicos que sujetaban el gran cofre.Flaco pasaba sus manos por encima,

buscando una manera de abrirlo.—Quítame la cabeza de la chepa —

dijo con urgencia—. Asegúrate de queno viene nadie hacia aquí.

Clodio hizo lo que le dijo. Oíarevolver y maldecir a su espalda, ydespués un chasquido que parecióreverberar por todo el claro cuandoFlaco usó su espada para romper elpestillo que cerraba el cofre. Tambiénoyó ruido de monedas unos segundosdespués.

—¡Buen dinero! —dijo Flaco—,pero no consigo ver qué mierda demonedas son —con los ojos puestos enel enemigo, Clodio sintió que el

centurión se movía a su lado. Sacó lamano por delante y la luz del fuegoiluminó directamente las monedas.Iluminó también la mirada de codiciadesnuda en los ojos de Flaco—. Justocuando tenemos una oportunidad de serricos, maldita sea Sors, nos quedamosaquí clavados con más oro del quepodemos acarrear.

—Podríamos traer a los demás aquíabajo.

—¡No! —Flaco usó su mano librepara agarrar el brazo de Clodio con unfuerte apretón. Le explicó deprisa lo delas distintas profecías, en especial, laúltima que el viejo adivino le había

hecho en Salonae; su voz, áspera yansiosa, se elevaba cuando eranecesario para hacerse oír por encimade los sonidos del claro—. Hay bastanteoro como para cubrirme dos veces y esome suena como un halago casi suficiente.Pero esto es oro romano, amigo, y sabestan bien como yo que debería serdevuelto sin discusión. Si dejamos quetodos los muchachos se enteren delsecreto, seguro que alguno de elloshabla, aunque sólo sea en unaborrachera. Tomemos lo que podamosllevar, esparzamos el resto y prendamosfuego al carro.

—Parece un buen plan para morir —

susurró Clodio.—No. Tenemos que mantenerlos

ocupados, aunque sólo sea recogiendomonedas. De otra forma, puede queninguno de nosotros salga de aquí.Vamos.

Flaco estaba en medio de la subida ala colina con dos pesados sacos decuero cargados a los hombros cuandotuvo un idea.

—Nunca nos manejaremos con tanto.Si necesitamos correr, tendremos quetirarlo.

—¿Entonces? —preguntó Clodiocon un dolorido jadeo. Le gustaba eloro, pero amaba más la vida.

—Lo enterraremos al otro lado de lacolina, pero aun así le prenderemosfuego al carro —dijo deprisa Flaco.

Otro gran alboroto resonó en el aire.Otro soldado romano muerto.

—Se van a quedar pronto sinvíctimas, Flaco. Yo digo quedeberíamos salir de aquí.

El centurión desechó toda pretensiónde ser amable. Su cara arrugada,débilmente iluminada por el fuego, setensó por la ira; sus ojos eran comopedernales y su voz arrastraba ungruñido que hacía que sonara másanimal que humana.

—Maldito cobarde hijo de puta,

¿acaso hacen los dioses lo que les pido?Podría haber elegido a cualquiera demis treinta hombres y te he elegido a ti.Haz lo que te digo o me encargarépersonalmente de añadir otro romano ala lista de bajas.

No había duda de que hablaba enserio, y Clodio también sabía que podíahacerlo sin tener que explicar nunca labaja. Trabajaron sin cesar: Flaco cavóun agujero con su espada entre la basede un árbol y un denso arbusto espinoso.Clodio cargaba las pesadas bolsasdesde el carro y lo oía maldecirmientras las espinas se hincaban en sucarne, a lo que de inmediato seguía una

disculpa a una de las tres diosas deldestino, dada la profundidad de lasuperstición de Flaco. Pese a toda sudevoción, fue Flaco quien se dio cuentade que habían cesado los alaridos y losgritos; salió disparado hacia la cima ymiró hacia abajo, con Clodio a su lado.

—Algo ha ocurrido. Es el momentode salir de aquí. Baja y prende fuego alcarro mientras tapo el agujero, y dateprisa, porque cuando hayan acabado esprobable que alguno de ellos se acerquepara echar un vistazo a su botín. Noolvides esparcir algo de dinero por lahierba. Haz que parezca que hemossalido hacia el sur. Eso los entretendrá,

en especial si piensan que ha sido unode ellos quien les ha robado.

Clodio se deslizó colina abajo hastael carro. Sólo quedaban dos sacas decuero en el cofre, unidos por arriba conuna correa. Los sacó y se los colgó alcuello. Un corte con la espada en cadauno de ellos fue suficiente para asegurarun flujo continuo de oro mientras corríahacia los árboles del sur del claro. Encuanto las sacas estuvieron vacías,volvió corriendo al vagón mientrastanteaba su túnica en busca de las dosvarillas de madera dura. Ningúnlegionario iba a ningún sitio sin mediospara encender fuego, y la larga práctica

hacía de todos ellos unos expertos.Clodio escarbó por allí, encontró unpoco de madera seca y usó su espadapara hacerla astillas. Después derecoger leña y algunos helechos secos,se agachó detrás del carro y se puso afrotar con furia las dos varillas.

Sopló con cuidado en cuanto vio unachispa y su corazón dio un salto con laprimera llamita en el borde de una delas astillas. La cogió y sopló sobre ellahasta que ardió; después la dejó en elsuelo y puso los helechos encima. Soplóde nuevo, aún con suavidad, y añadiómás helechos secos en la parteencendida hasta que, con llamitas

ligeras, prendieron lo suficiente comopara permitirle amontonar pequeñospedazos de leña encima. Una vez queaparecieron las primeras señales defuego, añadió las ramas más grandes, loempujó todo contra el costado del carroy dejó en medio del fuego las sogasembreadas que sujetaban el toldo delona. Una vez que las llamas empezarana subir, prenderían fuego en la brea yenseguida alcanzarían la lona del toldo.Aquello ardería seguro, y si la maderadel propio carro estaba seca, comopensó que debía de estar, entonces todoaquello estaría ardiendo en nada detiempo.

Clodio bajó de allí en cuanto pudohacerlo con seguridad. Siempre habíauna posibilidad de que se hubieramarchado demasiado pronto, unaposibilidad de que el fuego se apagara,pero no tenía la intención de salir de allídemasiado tarde. Subió corriendo lacolina donde le esperaba Flaco y elcenturión lo llevó al punto en el quehabía enterrado su botín.

—Bien —dijo él—. Es pino grandecon un maldito arbusto de rosal silvestrea sus pies, a catorce pasos de la cima.Recorreremos juntos la distancia devuelta al camino y compararemos alfinal. Vamos.

Clodio contó en silencio. Podía oír aFlaco que hablaba para sí en voz baja,contando los pasos, y se esforzó porbloquear aquel sonido. En menos de unminuto estaban de vuelta entre losdemás, que aún esperaban echados,paralizados por la escena que teníandelante. Una voz habló salió de laoscuridad.

—Corre, Flaco, ven y mira esto.Tanto Clodio como Flaco corrieron

hacia sus antiguas posiciones para verque toda la multitud de hombres en elclaro se había reunido ahora en mediodel camino. Ya no había dos filas, sinomás bien dos grupos bulliciosos y, entre

ellos, bajaba el suelo arenoso delcamino. Lo vieron a la cabeza de lamuchedumbre, un noble romano quepermanecía erguido, vestido con susropas senatoriales, y no miraba ni aizquierda ni a derecha. Nadie hizoningún ruido.

—Publio Trebonio —susurró Flaco—. Tiene que ser él.

Sin un codazo, el hombre caminóhacia abajo por el pasillo que formabanlas dos filas de sus enemigos. Ningunolo tocó, los látigos colgaban inmóviles alos costados de sus dueños, como si lamera presencia de aquel noble romanolos sobrecogiera demasiado para atacar.

Pasó junto a aquellos que sujetaban lasmazas, pero ninguno se atrevió a usarlas.Clodio podía ver la sonrisa en el rostrode Trebonio, una sonrisa que se mofabade los hombres que lo amenazaban. Elsenador llegó donde estaban loshombres con las espadas, y por unmomento parecía que iba a llegar ilesoal final, hasta que un individuo vestidocon ricos ropajes se interpuso a final delpasillo, bloqueando la salida deTrebonio. El hombre mayor caminódirecto hacia él y lo miró a los ojos.Trebonio habló y sus palabras subieroncolina arriba, claras para quienesestaban escondidos en la cima.

—Debes hacerte a un lado.Represento al Imperio del Senado deRoma. Ningún hombre puede interrumpirmi avance.

Todo el lugar se quedó en silenciocuando Trebonio levantó sus fasces, elhaz de varas con la pequeña hachadentro, símbolo de su autoridad.Aquello no significaba de ningunamanera un daño: las usó tan solo paratocar suavemente el pecho del hombre;pero con eso fue suficiente. La espadasubió desde su costado con unmovimiento del antebrazo que lacondujo a las entrañas del senador, justohasta la empuñadura, y Trebonio se

encogió sobre ella. Un sonoro grito sealzó y la muchedumbre que había aambos lados se abalanzó para atacar.Las espadas refulgían y fluía la sangremientras sus enemigos lo despedazabanliteralmente. Pudieron ver cómo algunosde los ensangrentados guerreros salíandel gentío con grandes pedazos de lacarne de Publio Trebonio desgarradoscon los dientes.

—Es hora de marcharse de aquí,muchachos —dijo Flaco en voz baja—.Han dejado al viejo Trebonio para elfinal.

Capítulo Veinticuatro

Didio Flaco y sus hombres llegarontarde, al amanecer, al campamentotemporal del paso, sucios, cansados yhambrientos, para encontrarse con que elgeneral ya había llegado con varioscarros y estaba ocupado supervisando laconstrucción de unas fortificaciones.Cholón, su sirviente, había atado sus doscaballos e intentaba organizar unespacio donde, si su amo quería, pudieratomarse un descanso. Aquello implicabael uso irregular de algunas de las tropas

que su amo dirigía. Los carros se habíandesmantelado para que proporcionaranuna plataforma de lucha, habían cortadoalgunos árboles y los habían colocadoen una posición que formaba unaempalizada que cruzaba el camino en elpunto donde el paso se estrechaba. Unpar de ellos habían sido desviados porel exigente griego para usarlos como unbanco en el que Aulo pudiera sentarse, ylas ramas más pequeñas iban a alimentarel fuego que había encendido. Elsirviente miró lo que había preparadocon algo menos que satisfacción, puespor mucho que suplicara, nunca sepermitía a Cholón viajar en una

campaña con las cosas que decíanecesitar. Aulo se conformaba concomer las raciones de un soldado si nohabía nada mejor, privación de la que suauxiliar se resentía mucho, forzado avivir con la misma comida que su amo.Ahora, todo lo que tenía era el contenidode dos bizazas, además de las sobrasdela comida que habían tomado en elcampamento principal la noche anterior.

Tras hacer un frío saludo, Flaco sedio cuenta de que, después de que elgeneral interrumpiera su labor, loprimero que hizo fue contar el númerode hombres que habían regresado.Convencido de que todos estaban

presentes y no mostraban signos decombate, asintió y ordenó al centuriónque diera el desayuno a sus hombres, yque después los llevara a las pequeñastiendas que se habían montado en elcampamento temporal, justo al norte delpaso.

—Una vez que hayas hecho esto,preséntame un informe.

Flaco estaba tan cansado como sushombres, pero sabía que tendría suertesi lograba descansar un poco: el generalquerría un reconocimiento de lasituación en cuanto oyera las noticias, yla lógica exigía que tuviera a su lado alhombre que ya había visto el terreno. No

se trataba de que el centurión fuesereacio a volver: después de todo, el oroestaba allí. Una rápida salpicadura deagua fría en la cara le animó un poco, ydespués de haber visto a sus hombres enorden y todos sus equipos apilados conpulcritud, volvió para presentar suinforme. Aulo escuchó en silenciomientras Flaco le hablaba sobre lasuerte de Publio Trebonio y de aquellosa los que buscaban para sacarlos deEpiro.

—¿Eran epirotas? —preguntó Aulo.—No podría asegurarlo, señor. No

me acerqué lo suficiente como paraverlos bien.

—Entonces, ¿no hubo oportunidadde hacer prisioneros?

Flaco había contado mentiras toda suvida, aunque no necesariamente más queotros hombres de su posición. No sepuede ascender en ningún ejército sin lahabilidad de mirar a un oficial superiora la cara y contarle una falsedaddescarada, aunque, incluso con toda suriqueza en experiencias, el centurión sesintió incómodo bajo aquella mirada.Los ojos de Aulo, clavados en los suyos,le hicieron tartamudear su respuesta envez de contestar en el tono frío que serequería.

—Ordenó, mi general, no

arriesgarse a sufrir bajas. No pude vercómo capturar un enemigo sin arriesgartodas nuestras vidas.

El general no dijo nada, sólo sequedó mirando al centurión. Flacointentó sacar de su mente el oro y losdos hombres a los que había matadopara conseguirlo, no fuera que la verdadse reflejara en su rostro de algunamanera; se sentía a cada momento másdesprotegido, pues no había dios al querezar para que asegurar sus mentiras.Podía haber hecho prisionero a uno deaquellos con facilidad. Maldita sea,había olvidado incluso examinar susarmaduras para intentar identificar de

dónde eran.—Están demasiado al norte para mi

gusto —dijo Aulo por fin, mientrasmiraba a través de estrecho desfiladero—. Trebonio se alejó bastante deprisa yel tribuno que envió a informarnos dijoque disponía de abundante transporte.Deberían haber sido capaces de dejaratrás a sus perseguidores. —el otrohombre permaneció firme con rigidez,con los ojos fijos ahora en la espalda desu comandante, con la esperanza deevitar otra mirada escrutadora—. Nopuedo volver al ejército principal sinalgo más de información.

Flaco había estado en la reunión

inicial y conocía la manera de pensardel general como para intentar hacer uncomentario.

—No había suficientes paradeteneros si quisierais llevar laslegiones hacia el sur, señor.

—Pero no parece lo correcto,¿verdad, Didio Flaco? —nocorrespondía a un centurión responderaquel tipo de preguntas, y de todasformas Aulo apenas le dio laoportunidad de contestar—. Desde queaquel tribuno llegó a Salonae, todo esteasunto ha olido a podrido. No quierohacer ningunas disposiciones finaleshasta que no sepa contra quién estoy

luchando.Aquello le sonó demasiado

cauteloso a Flaco, pero no podía decirque no.

—Entonces, lo mejor sería quefuéramos y echáramos un vistazo, migeneral.

Aulo echó un vistazo al cielo,pensando que las legiones del nortehabrían dejado el campo ya, eso sí,siempre que Vegecio no hubieradecidido permitirse pasar la mañana enla cama. Podía enviar órdenes para quese detuvieran, aunque era reacio adetenerlos a una hora del día demasiadotemprana, si bien, al mismo tiempo, se

resistía a hacerlos cruzar aquel estrechodesfiladero hasta que no estuvieraseguro de lo que había al otro lado.

—Escoge una docena de hombres,Didio Flaco. Los que estén en mejorforma de los que tienes. Sin armadura ysin escudos, si bien pueden decidir ellosmismos entre espadas o lanzas.

Aulo se dio la vuelta y se dirigió alpunto que Cholón había elegido como subase temporal. El griego estabacalentando varias cosas sobre un asadorde madera dura. Como estaba todocubierto con hojas, Aulo no podía ver dequé se trataba, pero pudo olerlo, lo quesignificaba que los soldados que se

esforzaban en trabajar con sus hachas yguadañas también podrían olerlo. Ycomo habían desayunado unas legumbresfrías y sosas, y se habían lavado conagua de un arroyo cercano, un olor comoaquel era como empezar un motín.

—Otros dos minutos para que estélisto —dijo Cholón alegremente.

No habría tenido sentidoreprenderle: su amo llevaba añosintentando hacerlo con poco éxito. Elgriego no ocultaba su opinión sobre lossentimientos de Aulo al respecto: elhombre rico tiene que comportarse comotal, hacerlo de otra manera resultaría unahipocresía, una falsedad dirigida a

ganarse un tipo superficial de favorentre las clases más bajas, que no lorespetan por eso, sino que, más bien, lodesprecian. Aulo nunca estaba seguro desi su sirviente tenía razón o no.

—Sácame de esta armadura, Cholón—gruñó Aulo.

El esclavo se apresuró en obedecer.—¿Me permite que sólo le afloje las

correas, honorable? Si dejo esas avesdemasiado tiempo sin mover, sequemarán.

Aulo miró al fuego y habló conenojo.

—¿Cuántas veces te lo he dicho,Cholón?

—Las mismas veces que le hereplicado, amo —dijo el sirviente, sinque le afectara en absoluto aquel tono devoz—. Puede que le convenga a sudignidad pasar privaciones, pero a lamía no le hace ningún bien. Mi deber escuidar de usted, y me esforzaré todo loque pueda por hacerlo.

Aulo simplemente suspiró y se quitóél mismo su coraza, al tiempo queCholón volvía corriendo a las aves queestaba asando.

—Voy a llevarme una docena dehombres para explorar la zona al sur deaquí. Como no es probable que vuelvana comer hoy, repartiremos la comida

entre ellos.Inclinado sobre su asador, Cholón

suspiró disgustado. No quedaría nadapara él.

Dormía profundamente y sin soñar.La patada lo despertó bastante rápido yClodio maldijo y se obligó a abrir losojos para ver a Flaco de pie junto a él.

—De pie, viejo. Salimos a la guerraotra vez.

Clodio refunfuñó:—Acabo de apoyar la cabeza.Flaco se sentó y habló

tranquilamente.—No voy a compadecerme de ti. Yo

no he tenido oportunidad de cerrar los

ojos en absoluto, así que mejor televantas si no quieres otra patada en lascostillas. El general quiere llevarnos devuelta al sitio que visitamos la nochepasada. Así que le he dicho que eres unode mis mejores hombres y que ni ensueños iría a ningún sitio sin ti.

—Debes de creer que sigo soñandosi esperas que me crea eso —dijoClodio mientras se levantaba.

Flaco sonreía, lo que era extraño.—Un poco de suerte, si piensas en

ello. Sólo la túnica, ni yelmo niarmadura. Coge una lanza o una espada,pero no las dos. Parece que nos van ahacer volver corriendo.

Los buitres giraban sobre suscabezas, los cuervos llenaban losárboles, graznando de manera ruidosa,enfadados porque los molestaban, y lascenizas del fuego aún estaban calientes.Aulo miró la pila de cuerpos, ahorarígidos y sin gota de sangre. Se habíanllevado todas sus armas, y como insultofinal, los cuerpos de las mujeres habíansido arrojados sobre los de los hombres,colocados como si estuvieranconsintiendo grotescas prácticassexuales. Trebonio estaba por allí enalgún sitio, eso sí es que había quedadolo bastante de él como para que fueraidentificado. Necesitarían una pira

adecuada, desde luego, pero eso tendríaque esperar. Aulo empezó a dar vueltaspor el lugar, en busca de pistas de laidentidad de los hombres que habíanhecho aquello. Flaco permanecía en lacima de la colina con Clodio, mirandohacia el sur, mientras en aparienciavigilaban.

—Deslízate por esa cresta y mira aver si nuestro botín aún está ahí —dijoen voz baja.

—¿Y si el general me ve?—Entonces le diré que te ha dado un

apretón. Puede que toda esa comida ricaque nos dio no te hiciera bien.

Clodio retrocedió hasta quedar fuera

de vista y fue hacia su izquierda, con laespada desenvainada por delante,mientras contaba los pasos al caminar.La tierra removida alrededor de la basedel pino le dijo todo lo que necesitabasaber, pero, de todas formas, fue a echaruna mirada a fondo. El agujero queFlaco había cavado estaba vacío, habíanesparcido la tierra alrededor y habíanaplastado el arbusto espinoso parafacilitar el acceso. Soltó una maldiciónen voz baja, no sólo por la pérdida deldinero, sino también por el hecho de quetenía que volver y contarle a Flaco quetodavía eran pobres.

—Para esto todas sus malditas

oraciones.Clodio dio la vuelta y subió a la

cima para bajar la vista hasta el claro,con los restos carbonizados del carro alque había prendido fuego justo debajo.En la larga hierba de la ladera, pudo verque la búsqueda había dejado unashuellas y, sin duda, así habíanencontrado el escondrijo. Flaco no habíapensado en aquello. Clodio había subidoy bajado desde el carro más de unadocena de veces. No pudieron ver elresultado en la oscuridad, pero a la luzdel día la hierba aplastada que marcadasu trayecto debía de parecer tan claracomo si fuera un maldito camino.

Conduciría a quienes buscabandirectamente al sitio, y eso hizo quevolviera a maldecir para sí. Clodio sehabría contentado con tener lo quehubiera podido llevar en su cinturón;ahora, gracias a la codicia de Flaco alintentar robar todo el cargamento, notenían nada en absoluto.

Su pie golpeó un pequeño montón demonedas cuando se dio la vuelta, e hizoque chocara. Se le habrían caído aalguien en la hierba y o bien no habíasido capaz de encontrarlas, o bien ibademasiado cargado como parapreocuparse. Se agachó y las cogió: oro,cuatro de ellas en total, lo bastante para

un par de buenas noches, pero muydistinto de lo que podían haber tenido.Las guardó en su cinturón y volvió haciadonde estaban los demás.

Aulo Cornelio miró el pequeñomontón de pruebas que sus soldados y élhabían acumulado, y vio que todoapuntaba a que los atacantes eran iliriosen vez de epirotas del sur. Aquello noera mucho: algo de ropa, un par detrozos de cerámica roca y una hebilla deun cinturón para espada. Lo másindicativo era una calabaza para vinodecorada. Las tallas eran bastantedistintivas, pero si algo había viajadomucho y desde lejos, era una frasca

elaborada para contener vino. No legustaba la idea, pero tendría que ir aúnmás hacia el sur en busca de pistas. Lagente que había dejado ese claro habíaido en esa dirección, y así tendría quehacer él.

Una mirada al centurión fuesuficiente. Clodio encogió los hombrosy abrió la boca para explicarlo, pero elgeneral detuvo sus palabras alordenarles a gritos que se reunieran conél. Flaco bajó la cuesta de inmediato yClodio se apresuró en alcanzarlo.

—Se ha ido —dijo.—¿Todo? —preguntó Flaco con un

nudo en la garganta— Ese adivino…

—Más tarde —replicó Clodiocuando llegaron al lado de sucomandante. Aulo torció y empezó acaminar hacia el sur, con sus hombrestras él. Dejaron el claro y los cuerpos, yen cuanto el sonido de su presencia sedesvaneció, los buitres volvieron paracomer.

—No son un puñado de rebeldes. Esun ejército.

Moderado normalmente en el uso delas palabras, esta afirmación de Auloindicaba el nivel de su sorpresa, pueslas que acababa de usar eran superfluas.El camino que tenían delante caía deforma abrupta, y torcía a izquierda y

derecha al surcar el llano que habíaabajo. Todo el paisaje estaba cubiertode hombres en marcha, y todos iban ensu dirección.

—¿De dónde han salido todos estos?—preguntó Flaco.

—¡De Dacia! —replicó Aulocortante—. Han estado apoyando lainsurrección iliria durante años. Sabíaque esto no olía bien. Es probable quetambién incitaran a los epirotas arebelarse.

—¿Y qué hay del grupo que vimos laúltima noche?

—Pobre Trebonio —suspiró. Ellossabían que su general quería decir

«pobres todos»—. Los guerreros con losque se encontró eran ilirios que sedirgían hacia el sur.

—¿Para reunirse con estos otros? —preguntó Flaco.

—No pueden saber que estamos enThralaxas, de lo contrario nunca sehabrían puesto en marcha. El sentidocomún les habrá dicho que se detengan yfortifiquen el paso, lo que significa quenos hemos movido mucho más deprisade los que piensan. Esperan cruzar porallí sin luchar.

Los ilirios no tenían ningunanecesidad de venir al sur, por supuesto.Podían haber esperado hasta que

llegaran los aliados prometidos. ¿Queríadecir aquello que eran presa de la duda,que no tenían seguridad de que el apoyoprometido estuviese próximo? Si fueseasí, eso indicaría falta de confianza,incluso la posibilidad de una división delealtades. Aulo no analizó estospensamientos en demasiadaprofundidad, pues tenía experienciasuficiente como para saber que la guerraera un arte conducida muy a menudo enuna especie de semioscuridad mental.También sabía que un buen general, unavez que había reunido toda lainformación disponible, funcionaba porinstinto. Sin más palabras, dio media

vuelta y empezó a correr de vuelta alnorte. Sus soldados arrastraban los piesy le seguían. Pasaron otra vez junto almontón de cuerpos, pero no habíatiempo para enterrar o quemar ninguno.Todo lo que podían hacer mientraspasaban corriendo, era ofrecer unarápida plegaria por sus almas a la diosaDea Tactica.

El sol empezaba a bajar en el cielo.Flaco estaba junto a su generalestudiando el mapa que este trazaba enel suelo con un palo.

—Dile a Vegecio Flámino que meenvíe dos cohortes más para mantener elpaso, además de un par de catapultas y

la mitad de la caballería. Quiero quevaya a marcha forzada con su ejércitohacia el este, tienda un puente sobre elrío Liseno y llegue a aquella llanurahacia el sur donde vimos hoy alenemigo. Una vez que esté allí, tiene quelevantar un campamento fortificado yhacerles saber que está detrás de ellos.Si los hemos detenido aquí, se daráncuenta de que no pueden ir hacia atrás.

—Lo que quiere decir que darán lavuelta y atacarán nuestras legiones —añadió Flaco feliz, tan animado por elflujo de las palabras del general que nosintió reparos en hablar.

—Puede ser —replicó Aulo sin

convicción—. Más bien espero que seden cuenta de que su situación esdesesperada e intenten dispersarse.

El centurión estaba desconcertado.—¿Sin batallar, señor?Aulo le sonrió con ironía.—Una de las ventajas, Didio Flaco,

de servir a las órdenes de un general queya tiene un triunfo, es que no le quedandeseos de sacrificar tropas con laintención de progresar en su carrera.Espero una victoria, puedo renunciar ala batalla.

—¿Y qué hay de los rebeldesilirios?

—Es probable que lo único que los

mantenga sea la esperanza de unainsurrección general en toda la región.Una vez que esto haya pasado, creo quesu rebelión fracasará.

Le tendió a Flaco un rollo atado conuna cinta roja.

—Sea como sea, hice que Cholónescribiera las órdenes, por lo que no hayposibilidad de error.

Tras haber perdido una fortuna,Flaco era aún dolorosamente conscientede la perspectiva del botín: podía serque la única lucha fuese aquí, en el pasode Thralaxas. Los enemigos venían enesta dirección, y debían de llevar sudinero con ellos. Atrajo la atención

hacia sí mismo.—Con el debido respeto, mi general,

¿podría delegar en otra persona laentrega de este parte?

—¿Deseas quedarte y luchar?—Sí, señor.—Lo siento, Flaco. Eres el hombre

de más alto rango aquí, aparte de mí. Nopuedo marcharme y dejarte con unaresponsabilidad tan pesada, y tampocopuedo enviar un mensaje semejante enmanos de cualquier soldado veterano.Eres uno de los más altos centuriones enla legión. Tienes peso suficiente comopara enfatizar la importancia de lo quetransportas. De todas formas, una vez

que hayas entregado tu despacho, puedesvolver con los refuerzos.

Clodio no había tenido oportunidadde hablar con Flaco. Ninguno de los dostenía ahora demasiado tiempo, pues elcenturión se estaba preparando parapartir y, en realidad, ¿qué más había quedecir? Le contó a Flaco lo que habíaencontrado y por qué pensaba quehabían descubierto el escondrijo. Elcanoso veterano tan sólo dio un gruñido,aunque la mirada que lanzó a Clodiohizo que el recluta supiera, sin lugar adudas, que le echaba la culpa a él.Tartamudeando un poco, se desabrochóel cinturón y hurgó en el bolsillo que

contenía las monedas de oro.—Encontré estas en la hierba. Deben

de habérsele caído a uno de ellos —Clodio mantuvo la mano abierta con lascuatro relucientes monedas de oro en supalma, mientras intentaba sonar animado—. Sé que no es mucho comparado conlo que teníamos. Pero es mejor que unapatada en el culo, ¡eh! —tomó dosmonedas y se las ofreció a Flaco—. Lamitad cada uno.

El centurión agarró las monedas ymiró las que Clodio tenía aún en lamano; entonces, con un rápidomovimiento, cogió aquellas también.Clodio empezó a protestar, pero Flaco

le echó una mirada muy dura.—De alguna manera servirán para ir

pagando el dinero que me debes. Yesperemos que también tengas algo desuerte por aquí, amigo, porque meretiraré pronto, y quiero que me lopagues todo antes de irme a casa. ¡Hastael último sestercio!

Capítulo Veinticinco

Después de haber enviado a Flaco consus órdenes, Aulo inspeccionó lasfortificaciones y se dio por satisfechocon el trabajo; después envió a suscansados hombres a recoger piedraspesadas para las catapultas, cuyallegada esperaba en breve. El papel quejugarían a la hora de reducir lavelocidad del enemigo sofocó cualquierprotesta. Aulo pretendía situarlas demanera que las piedras, arrojadas contralas escarpadas peñas del paso,

rebotaran por encima de las empalizadasy cayeran después en el estrechodesfiladero. Si se pudiera dispararambas catapultas al mismo tiempo,conseguirían una descarga que ningunatropa podría soportar.

—Esta es la primera fase —dijo a lamañana siguiente a las tropas, que yahabían descansado y comido—. Cuandolleguen nuestros refuerzos, me propongocolocar una cohorte en la cima de cadacolina para que el enemigo no puedasuperarnos por los flancos. También hepedido parte de la caballería paraemplearla como reserva móvil.

Clodio nunca había servido bajo las

órdenes de un comandante que se tomaratanta molestia en explicar susintenciones, y sin términosrimbombantes, empleando un lenguajesencillo. Había estado ya en unascuantas batallas y lo mejor que nuncahabía oído eran altisonantesdeclaraciones sobre la necesidad de quecumpliera con su deber, por lo generalpronunciada por un hombre queprobablemente se quedaría bienresguardado de la verdadera línea delfrente.

—Los dacios son una tribu celta, ypor lo que sabemos de ellos, carecen dedisciplina. A los celtas les va todo bien

si las cosas funcionan a su manera, perosu cadena de mando tiende a estarfragmentada, con varios cabecillas quecompiten por el liderazgo, así quecualquier contratiempo suele llevar agrandes riñas internas. Sus aliados, tantolos epirotas, como los ilirios, no puedenser más que una escasa fuerza derebeldes, no de soldados en el sentidoen que nosotros empleamos el término.Nos superarán en número por mucho,pero tenemos varias cosas a nuestrofavor: por un lado, el entrenamiento,además del hecho de que estamosluchando en una sólida posicióndefensiva y del conocimiento de que

sólo tenemos que resistir hasta queVegecio aparezca montado por suretaguardia. —Aulo se detuvo uninstante, después sonrió a los hombresallí reunidos—. Y, por supuesto, valoren abundancia.

Había enviado exploradoresdesfiladero abajo, con mensajeros aúnmás adelantados para que lomantuvieran informado sobre qué puntohabía alcanzado el enemigo. Se estabanacercando a paso firme, puesprobablemente no sabían aún que losromanos controlaban el desfiladero. Sicontinuaban su avance, las primerasunidades llegarían a ellos al día

siguiente. Aulo se esforzaba mucho parano mirar continuamente hacia el norte.Había evitado a propósito mencionarcuándo esperaba los refuerzosexactamente, para prevenir así que unacreciente sensación de abatimiento fuerahaciendo mella en sus hombres segúnavanzara el día. El temor persistente aque el infortunio pudiera desbaratartodos sus planes nunca lo dejaba en paz.¿Debería haber enviado una partida derefuerzo con el centurión? Solo, eincluso aunque fuera a lomos del propiocaballo del general, Flaco podía caercon facilidad. Unos rebeldes o cualquiersalteador podían tenderle una

emboscada: había bastante gente a laque Vegecio había dejado en la ruina.Muchos de ellos, a punto de morir dehambre, poblaban los campos, ymatarían por un bocado que llevarse a laboca. ¿Se atreverían con un hombre bienarmado?

Tuvo un mal presentimiento, puesninguna de sus anteriores batallas lehabía afectado como esta. No se tratabade que los superaran en número —queera algo habitual para los romanos— nide que él estuviera en una posiciónpeligrosa. En realidad, era la idea de noestar del todo al mando. Sus hombres,que pasaban gran parte de su tiempo

oteando hacia el norte, buscaban lasdelatoras nubes de polvo queanunciarían la aproximación de mástropas; también lo miraban a él,constantemente, para así poder sentirseseguros por su calma exterior. Cholóntambién lo miraba con cautela, pero sinllamarse a engaño, pues notaba que suamo estaba preocupado. Al final, ycomo una forma de vencer la tensióncreciente, decidió hablar.

—¿Puedo sugerir que salgamos unpoco de caza, honorable? Aliviará elaburrimiento y abastecerá nuestradespensa. Al fin y al cabo, no sabemoscuánto tiempo vamos a estar aquí.

—Cholón, si los hombres me vensalir de aquí con mis armas y montadoen tu caballo, a duras penas creo que sevayan a sentir seguros.

—Entonces, deje que me lleve aalgunos de ellos. —Aulo negó con lacabeza—. Tienen una dura batalla pordelante, dejemos que descansen. Detodas formas, los refuerzos traeránsuministros.

Cholón calló un momento, mientrasmiraba el inhóspito paisaje rocoso y alos hombres dispersos en él.

—A todos les gustaría conocer larespuesta a una pregunta. ¿Se me permitepreguntar?

Aulo le devolvió una sonrisa adusta.—Si no tenemos señales de los

hombres que he enviado a buscarmañana con la aurora, diría que tenemosproblemas.

—¿Con la aurora de mañana? —dijoCholón sorprendido—. Seguro queestarán aquí antes.

—La caballería, sí. A la infanteríapuede llevarle más tiempo. Me irritaríaque Vegecio hubiera ordenado quepermanecieran juntos.

—¿Cuándo atacará el enemigo? —preguntó Cholón.

Aulo se dio la vuelta de golpe,enojado de pronto por la pregunta. Su

respuesta fue sorprendentemente ruda.—Mañana, pero no con las primeras

luces, y antes de que me preguntes a quéhora, te digo ya que no lo sé.

Recorrió la zona y echó un vistazo asus hombres, que se habían sentadorepartidos en cada sombra. Uno de ellosusaba un palo para dibujar en la rojatierra arenosa, y al hacerlo, dejabaexpuesta la oscura tierra carmesí quehabía debajo. Aulo dejó de mirar. Surostro se volvió pálido cuando vio elcontorno y permaneció quieto como unaroca mientras lo miraba fijamente. Lamirada hizo que el recluta se cuadrarade un salto y su mano soltó el palo para

que su puño pudiese golpear su coraza.—¡Mi general!El sonido, al igual que la seca

pronunciación del saludo, rompieron, alparecer, el hechizo que sujetaba a Aulo.Miró al recluta y luchó con susemociones tumultuosas para esforzarseen sonreír. Aquellos hombresnecesitaban confianza, y no lassupersticiones, probablemente sinfundamento, de su comandante por causade una vieja profecía.

—Siéntate, soldado. No malgastes tuenergía saludándome. Resérvala para elenemigo.

El recluta tuvo que saludar otra vez,

así lo establecían las ordenanzas. Aulosólo asintió y miró de nuevo el suelo, altiempo que pensaba en que aquellaoscura tierra carmesí que el palo habíadejado al aire, era muy parecida a lasangre; luego frunció el ceño y se alejópara continuar su recorrido. El soldadoesperó a que se marchara antes desentarse. Después recogió el palo eintentó añadir los detalles finales aldibujo. Le faltaba mucho para serperfecto, pero era una buenarepresentación del amuleto del águilaque Fúlmina había quitado del pie deÁquila el día que Clodio lo encontró enlos bosques.

Fresco después del baño, VegecioFlámino se sentó derecho en su sillacurul a leer el informe. Tenía un jarra devino junto al codo y una copa muydecorada en la mano. Flaco permanecíafirme, cubierto de polvo, y se moría poralgo de beber. Aunque se hubiera dadocuenta del estado del centurión, elgobernante tampoco se habría molestadoen ofrecerle algo de beber. Por finacabó de leer, tomó un gran trago devino y, entonces, miró a Flaco.

—¿Y dices que has visto en personalas fuerzas enemigas?

—Sí, señor —replicó el centurión, yañadió una mentira intencionada—:

Calculo que estamos igualados ennúmero.

Vegecio se inclinó hacia delante,frotándose con una mano su hinchadamejilla. En su grueso dedo, relucía conla luz el anillo senatorial, de oro enlugar de hierro

—Parece muy estúpido que nossituemos al otro lado de una fuerza deese tamaño. Estarán entre nosotros ynuestra base en Salonae.

—El comandante, Aulo…—¡Comandante, no, centurión! —

soltó el hombre desde detrás de la mesa—. Senador es el título apropiado paraAulo Cornelio Macedónico. Yo soy el

comandante en esta provincia, por ordendel mismísimo cuerpo que, se supone, élrepresenta.

Flaco no dijo nada por un momento,pero sus pensamientos eran confusos.Tendría que haber venido Aulo mismo.Los otros senadores, que habían sidoparte de su comisión, estaban de vueltaen Salonae. Vegecio no tenía a nadiemás que él mismo para contestar, y locierto era que no le iba a intimidar uncenturión, por muy superior que fuera.

—¿Te ha quedado claro, soldado?—Sí, señor —replicó Flaco con

sequedad, ignorando el insulto que lehabía dirigido Vegecio al no usar su

rango.—Bien —continuó Vegecio

suavemente—. Por favor, sé bueno ycontinúa. Después de todo, necesitosaber de veras lo que hay en la mentedel senador.

Flaco resumió lo que Aulo le habíacontado, e intentó, mientras lo hacía,atenuar la amenaza que representaba elenemigo, sin hacer que pareciera unaquimera.

—¿Sin batallar? Qué extrañaestrategia, centurión. En mi humildeopinión, me parece demasiado optimistaesperar que el enemigo se diluya sóloporque nos acercamos por detrás de él

—Vegecio abandonó su impostadalanguidez y su voz cambió a un tono máscortante—. Y me parece también unamedida muy estúpida dejar que esosvillanos se dispersen: sólo causaríanproblemas en alguna fecha futura. Hanmasacrado a un gran número deromanos, incluido Publio Trebonio, asíque necesitan un castigo y que sea muyvisible. Una pila de huesos blanqueadosen el campo de batalla hará algo máspor mantener las dos provinciastranquilas que todos los truquitos deadministradores compasivos y casiretirados.

Una pila de huesos blanqueados

también te supondrá un triunfo, pensóFlaco, es decir, siempre y cuandocombatas a los rebeldes en Illyricum.Pero no lo dijo. Puede que VegecioFlámino fuese un sapo baboso, perotenía el poder de destrozar a DidioFlaco en la rueda. El hombre no iba asalir de su provincia, eso estaba claro,pues no veía ningún progreso personalen hacerlo. A ese respecto, el plan deAulo estaba medio muerto, pero aún asínecesitaría que lo apoyaran enThralaxas, incluso aunque sólo fuerapara volver de una pieza.

—No es asunto mío sugerir unaestrategia de acción, señor, lo sé.

—Pero quieres hacerlo de todasmaneras —dijo Vegecio con frialdad.

El tono hizo que Flaco cambiara detáctica. No tenía sentido hacer unasugerencia demasiado abierta a aquelhombre.

—No es por presumir, señor, es sóloque, después de haber estado en el puntoen el que el enemigo atacará, siento quepuedo ayudarle a llegar a una conclusiónadecuada si comparto el conocimientoque tengo.

Vegecio bostezó, tomó un sorbo devino y después habló con todo deaburrimiento.

—Adelante.

—Bien, dudo que el coman…senador pueda mantener el paso sinrefuerzos.

—Confío en que tenga el sentidocomún de retirarse a tiempo.

—Se trata justo de eso, honorable.Él no sabe que está usted en desacuerdocon sus órdenes…

El primero dio un golpe en la mesaque hizo que la jarra saltara en el aire ycayera. El vino se derramó hasta elsuelo. Vegecio, con la cara roja, ignoróaquello y gritó a Flaco.

—Peticiones, centurión. No órdenes.Flaco se maldijo por haber usado las

palabras incorrectas. No le gustaban en

absoluto los oficiales superiores y nadale importaban sus destinos, incluido elde Macedónico, pero por lo menos esteera un soldado de verdad, no comoaquella bola de sebo que estaba allísentada bebiendo vino y escupiéndole suveneno.

—Esos que están allí son mishombres, señor. La clase superior de lalegión, los mejor armados. El enemigose encontrará con mis tropas muchoantes de que sepan que no va a intentarrebasar sus flancos al cruzar elLisenio…

Vegecio adoptó un tono de mofa.—¡Oh, vaya! ¿Acaso ese gran

demócrata, Aulo Cornelio Macedónico,ha contado sus planes a todos sushombres?

—No, honorable, pero ellosadivinarán las líneas generales. Sabránque sólo se espera de ellos quedefiendan el paso hasta entonces. Y sonsoldados, señor, y saben, como sé yo,que si se ven envueltos en un combate,no podrán escapar sanos y salvos sinayuda.

—Tu preocupación por tus hombreses encomiable, centurión —arrojó elinforme enrollado a Flaco—. Mi colegasenador ha propuesto un plan de accióncon el que no puedo estar de acuerdo, y

no es porque no reconozca suexperiencia, ¿entiendes? No discutotodo lo que él dice. Por ejemplo, estoyde acuerdo en que no debemos dispersarnuestro ejército. Estoy de acuerdo enque debemos combatir al enemigo en unlugar de nuestra elección. En lo que nocoincidimos es en que yo me reservo elderecho de elegir el lugar.

Se detuvo un momento, como si aúnno hubiese tomado una decisión, peroFlaco sabía que Vegecio había decididohacía mucho tiempo.

—Por lo tanto, Didio Flaco, tesugiero que regreses al paso deThralaxas. Dile a Aulo Cornelio

Macedónico que el gobernador deIllyricum rehúsa poner en peligro sustropas por ese plan descabellado. Esmás, puedes sugerirle que la estrategiamás sabia para la cohorte del paso seríaretirarse. Que dejen que el enemigocruce hasta el norte, que los dejenencontrar un punto donde podamosenfrentarlos con fuerza.

Flaco tuvo que esforzarse porpermanecer firme. Notaba su corazónpesado y, al estar cansado, no queríanada más que dejar caer sus hombros.Pero, aunque conocía la respuesta, teníaque formular la pregunta.

—¿Y refuerzos, señor? Quizá algo

de caballería.—No, centurión. Lo siento —el

insincero tono de interés en la voz deVegecio hizo que Flaco se pensaraseriamente matarlo—. Pareces cansado,muchacho. Creo que deberías descansarun poco antes de volver.

—No hay tiempo —dijobruscamente Flaco.

Vegecio sonrió y habló en voz baja:—Es probable que tengas razón.Aulo no podía dormir: aquel dibujo,

el águila en la arena, le había hechizado,al hacer presa en sus persistentes dudasy empeorarlas. Las palabras que habíapronunciado la Sibila, con su voz

áspera, en aquella fría y apestosa cueva,vibraban en sus oídos.

—Mirad hacia arriba si os atrevéis,pues, aunque lo que teméis no puedevolar, ambos os enfrentaréis a ello antesde morir.

No había señales de los hombresque necesitaba, y no tenía ni idea sobresi estaban en camino. Todos susinstintos le decían que algo había idomal, y ahora tenía que decidir qué haceral respecto. Había convocado a susmensajeros y a sus exploradores a lahora del crepúsculo, así que, demomento, todos estaban seguros, pero sipermanecían allí sin apoyo, no

aguantarían mucho. Ahora que habíaoscurecido, los hombres habían comidoy se habían ido a descansar, aunque noles había dicho lo peligrosa que era susituación, si bien Aulo sospechaba quellevaban en las legiones tiemposuficiente como para haberlo deducidopor sí mismos, especialmente desde queles había ordenado que durmieran con laarmadura puesta. Paseaba arriba y abajopor la plataforma elevada de la partetrasera de la empalizada, sudando por eltemplado aire nocturno, e intercambiabala contraseña con los centinelas,mientras reflexionaba sobre lasopciones que tenía.

En realidad, y sin un incrementosustancial de tropas, sólo había dos:permanecer allí y morir, o salircorriendo con las primeras luces.Incluso esta segunda era una medidadesesperada, dado que algunas de lasfuerzas dacias montaban en rápidosponis. Lo cierto es que había llegado alpunto en que tenía que tomar unadecisión: si quería escapar conseguridad, tenía que salir ahora, aunqueeso significara hacer una marcha forzadaen la oscuridad. Fue aquella águila,dibujada en la arena, la que le hizodecidir. Si la profecía era correcta,estaba poniendo en peligro las vidas de

todos aquellos hombres por unamaldición que sólo le correspondía a él.Se dio la vuelta para dictar las órdenes,pero lo detuvo un tintineo de metalcontra piedra, que alertó igualmente atodos los centinelas de la empalizada.En el desfiladero, los hombres debíande haberse dado cuenta de que era inútilseguir escondidos, pues quienquiera quelos comandara pegó un fuerte grito quehelaba la sangre. Otros respondieron aaquel, y el eco de sus gritos de guerrarebotaba por la estrecha garganta,mientras una oleada completa deatacantes parecía surgir de la oscuridadpara asaltar el muro de madera. Aulo,

con la espada desenvainada, llamó a sushombres a las armas. Se pasó la espadaa la mano izquierda y agarró una lanzade la pila que había en la plataforma.

Una cabeza con yelmo apareciósobre la empalizada, delante del hombreque se esforzaba por trepar, con los piesraspando los bastos troncos mientrasbuscaba un punto de apoyo para lospies. El final de la lanza de Aulo leacertó en plena cara y lo envió dandovueltas sobre aquellos que intentabanseguirle. El aire se llenó de ruido: metalcontra metal, hachas tallando escalonesen la madera, todo superado por losgritos y las maldiciones y los chillidos

ocasionales cuando algún hombre eraherido. Aulo gritaba todo lo que su vozdaba de sí para apurar a los soldadosque se habían quedado dormidos; luegose asomaba por encima del bordeafilado del muro y daba furiosasestocadas a la masa de atacantes quehabía en la base. Apenas oyó el ruido depasos cuando el resto de la cohortecorrió a por las armas.

—Asegurad los extremos, soldados—gritó, pues sabía que los insurgentesse concentrarían en los dos puntos enque la empalizada se unía a las paredesrocosas del desfiladero. La lanza fuearrancada de su mano; la fuerza que hizo

su oponente casi lo arrojó sobre elborde y, mientras las puntas afiladas delos troncos rascaban su coraza, sintióque caía hacia delante. Aulo atacó conla espada hacia abajo y oyó los gritoscuando acertó en su blanco, notó lasensación de resistencia en su brazocuando el arma penetraba en la carneviva para romper el hueso que habíadebajo. Había perdido el equilibrio yestaba a punto de caer en la multitud deatacantes cuando unas manos agarraronsus piernas y lo levantaron. Al recular,recorrió con la vista la plataforma y vioque todos sus hombres estaban luchando,y no había señal evidente de que los

atacantes hicieran ningún progreso.Confuso, registró en su mente que elenemigo le había sorprendido: habíanllegado de noche cuando él esperabaque se detuvieran. Con los refuerzosapropiados, habría sido una pequeñadiferencia, pues era probable que esteprimer asalto pudiera contenerlo elpequeño grupo de hombres quecomandaba.

El pensamiento que vino acontinuación era menos grato. Poralguna razón, su mente voló hastaLeónidas y sus espartanos cuandocerraban el paso en las Termópilas.Habían muerto allí mientras intentaban

mantener a raya el poderío del ejércitopersa. Probablemente Leónidas podríahaber huido desapareciendo en lasmontañas para escapar, pero no quisoretirarse, y Aulo sabía que aquella era laúnica vía de escape abierta para él y loshombres a sus órdenes. Se preguntó sitenía el coraje de hacerlo, pues nohabría una retirada tranquila. AuloMacedónico sería forzado a huir comoun zorro acosado, pero no había tiempopara perderse en sutilezas.

Lo primero era lo primero: una vezque hubiera repelido este ataque, podríaestudiar las posibilidades con másclaridad. Saltó hacia la empalizada y

atacó una y otra vez a sus enemigos,mientras aprovechaba el fragor de labatalla para enmascarar los gritos quedirigía a Marte y a Júpiter, rogándolesque enviaran ayuda. El combate y lanecesidad de disolver el constante flujode problemas urgentes, habían sacado desu mente todo pensamiento sobre aquellaáguila dibujada en la arena.

Capítulo Veintiséis

La imagen de aquella águila dibujadaen la arena volvió a Aulo bastantepronto, aunque no fue para hechizarlo.La batalla había terminado con pocasbajas y el enemigo, a juzgar por loscuerpos al pie de la muralla de troncos,había sufrido muchas. Aulo estabasorprendido por la sensación de pazinterior: se sentía como un viajero queha llegado a puerto seguro, tras unatravesía difícil y peligrosa. Su suerteestaba ahora en manos de los dioses, y

ese hecho parecía liberarlo de todas suscuitas; no había tiempo, antes de reunir atodos sus hombres, para pasar revista asu vida, para examinar su alma. Seenfrentaría a su destino sin ese lujo, sóloporque había demasiado que hacer.

—Volverán de nuevo durante laoscuridad, aunque solo sea paramantenernos despiertos.

Aulo se detuvo porque no legustaban las palabras que se formabanen su mente y era reacio a utilizarlas.Nunca se había sentido a gusto con elasesinato, en especial, el de miembrosde su propia clase. No es que su opiniónde su comandante al mando fuera un

secreto; además, aquellos hombreshabían servido a las órdenes de Vegeciodurante años, por lo que cualquiercrítica implícita del gobernador apenasafectaría al profundo desprecio que sussoldados ya sentían por este.

—No creo que podamos esperarninguna ayuda. Por razones que aúndesconozco, Vegecio Flámino no haenviado las tropas que le pedí —huboquejas en las filas al oír aquello. Vio aCholón que se abría camino entre loshombre, repartiendo la comida quequedaba. Aquello les diría parte de loque pretendía, pero no todo—. Si nosquedamos aquí, moriremos, y sin

motivo, pero huir sanos y salvos serácondenadamente difícil, a menos quepodamos imponer algún tipo deobstáculo al enemigo. Tenemos queconseguir dos cosas. La primera eshacerles pensar que somos másnumerosos de lo que lo somos enrealidad, y la segunda es darles talpaliza durante uno de sus ataques, quetengan que quitarse de en medio hastaque llegue el día.

Los hombres escuchaban con avidezmientras Aulo explicaba su plan. Sabíanque era un plan desesperado igual que losabía él, pero aceptaron todos la ficciónde que el éxito los salvaría. Nadie

pronunció la verdad de que no todoshuirían: habría bajas, e incluso aunqueestuvieran vivos, habría que dejarlosatrás; pero el pensamiento estabapresente y envió un escalofrío a travésde las filas. Aquellos que no habíanvisto las atrocidades cometidas conTrebonio y sus hombres, con seguridadlas habían escuchado.

—Una vez que lo hayamos hecho,con éxito o sin él, aquellos que aún esténsanos y vestidos tendrán que tirarinmediatamente su armadura. Que todoel mundo coja comida, agua y una solaarma, y después nos dirigiremos hacia elnorte. Permaneced juntos en el camino

hasta el día. En cuanto podáis ver losuficiente como para difuminar vuestrorastro, dispersaos en pequeñas partidase internaos tierra adentro. Buscadvuestro camino de vuelta a las legioneslo mejor que podáis.

Aulo dio las órdenes que dividiríana los hombres en grupos iguales,después llamó a Cholón. Cogiéndolo porel brazo, se llevó a su sirviente dondeno pudieran oírlos.

—Te quiero fuera de aquí —pudover que su sirviente empezaba aprotestar por el resplandor de un fuegotitilante—. Tú no eres un soldado,Cholón. Por lo tanto, eres inservible en

un combate.—Todavía soy su esclavo personal

—replicó el griego.—¿Te das cuenta de que no puedo

salir de aquí?—También yo lo sospechaba.—¿Y aún así quieres quedarte?—Cuando cuenten historias de la

muerte de Aulo Cornelio Macedónico,quizá mencionen que su fiel esclavopersonal griego…

Aulo lo interrumpió.—Se te dará la libertad en mi

testamento.Cholón tragó con dificultad, callado

por un momento; después retomó sus

palabras exactamente donde las habíadejado:

—… su fiel esclavo personal griegopermaneció leal a su amo. Quizá, en laleyenda, también me convierta en unhéroe.

—¿Tan seguro estás de que meconvertiré en un héroe?

Hubo un ligero deje en la voz deCholón mientras replicaba.

—Lo es ahora, y siempre lo ha sidopara mí.

—No somos tan diferentes griegos yromanos —dijo Aulo en voz baja—.Todo lo que ansiamos es la buenaopinión de la posteridad.

Cholón habría deseado tener elderecho de hacer una última distinción:cuán diferentes habrían sido las cosas dehaber sido ambos griegos. En unasociedad helénica, Aulo, sin su severaparte romana, habría permitido que elafecto que sentían el uno por el otro seexpresara de alguna forma. Había vistosufrir a aquel hombre al que amaba,justo igual que había sufrido él al ver suamor ignorado. Pero al menos Aulohabía sido amable con él, no como suClaudia, cuya frialdad tras el nacimientode aquel crío había herido a Aulo concrueldad. Con que él se hubiera vueltohacia Cholón entonces, habría

encontrado todo el consuelo quenecesitaba. El esclavo griego suspirabapor dentro. Eso no iba a ocurrir.

—Hay algo que me gustaría muchoque hicieras. Es importante y tú eres laúnica persona en la que puedo confiarpara hacerlo.

Cholón conocía a Aulo hacíademasiado tiempo como para que loengañara. Fuera cual fuera el encargoque se le había ocurrido a su amo, habíagerminado en su mente justo en aquelmismo segundo, incluso aunque intentarahacerle creer que había estado pensandoen ello toda su vida.

—Algunos de estos hombres

morirán, bien aquí, bien antes de quelleguen a Salonae. Me sientoresponsable de esto. Quiero que copiesel rollo del regimiento y anotes losnombres de todos los que no regresen.

Su sirviente lo interrumpió.—Eso es dar por sentado que

sobreviviré.Una nota de dureza asomó en la voz

de Aulo, pero Cholón tampoco se dejóengañar por aquello. Su amo tendría queordenarle que se marchara y se estabaforzando a sí mismo para llegar a ello.

—Puede que no. Podrías caer de tucaballo. Si ocurre, levántate y camina.Quiero que busques a quienes dependan

de aquellos que caigan y te asegures deque los mantienen. Ahora sé bueno y traealgo con lo que escribir, para que puedadarte un codicilo para añadir a mitestamento.

Clodio miró a las estrellas. Ahorano cantaba, pero estaba hablando conlos dioses a pesar de todo.¿Sobreviviría a la noche? ¿Tendríasuerte para sobrevivir al ataque inicial?Estuvo muy bien que el general dijeraque las pendientes demasiadoempinadas para trepar, no erandemasiado empinadas para bajarlascorriendo, pero podía romperse unapierna si no conseguía encontrar a un

enemigo que amortiguase su caída. Unaorden susurrada fue pasando a lo largode la fila y Clodio avanzó hasta el bordede la abrupta pendiente. Las antorchassobre la empalizada arrojaban una fuerteluz en la zona de delante de las estacasde madera, pero al mismo tiempodejaban la plataforma en oscuridad, deforma que las lanzas y los yelmos queasomaban por encima del muro apenaseran visibles. No aparentaban gran cosadesde allí arriba, pero quizá en lapenumbra los atacantes pensarían que lamuralla estaba ocupada por todas lasfuerzas romanas. No podía ver a ningunode los hombres que estaban agachados

detrás del parapeto. Estaban en unacompleta oscuridad.

El ruido viaja hacia arriba,especialmente en un espacio reducido,así que aquellos atacantes, quedescendían por la garganta, dabangrandes señales de su acercamiento.Tendrían que cargar contra la muralla,pero si Aulo tenía razón, sería un asaltopoco entusiasta, destinado a mantener alos defensores en pie más que a infligircualquier daño real. Si atacaban,dependía de quienes se habían quedadosobre la empalizada conseguir que seenzarzaran en una lucha apropiada paraque, una vez entablada, los hombres que

estaban sobre las colinas pudieradejarse caer detrás de ellos y, con unpoco de suerte, matar a toda la tropa.Clodio agarraba con fuerza su lanzamientras los atacantes se arrastrabanhacia delante; cuando alcanzaron elcírculo de luz, soltaron un tremendoalarido y avanzaron a la carrera. Sólohabían cubierto la mitad de la distanciay arrojaron sin tino un par de lanzasdespuntadas antes de salir corriendoenseguida para quedar fuera de alcance.Hasta el momento, todo iba bien, y elgeneral había tenido razón: estabanintentando provocar una respuesta,mantener a los defensores despiertos y

acabar con la reserva romana dejabalinas. Como no ocurrió nada, seextendió la confusión y volvieron acorrer hacia delante, sin que aún hubieraninguna respuesta de los que estabansobre la muralla.

¿Caerían en la cuenta? ¿Miraríandesde más cerca y verían que losescudos y las lanzas eran solo eso, sinnadie detrás que los sujetara? Pasaronun par de minutos y entonces, de repente,sin ningún grito preliminar, un cuerpo delanceros armados apropiadamentecorrieron hacia delante. Se acercabanmucho y lanzaban sus armas con ciertadestreza antes de darse la vuelta para

volver atrás rápidamente a reunirse consus camaradas. La mayoría de las lanzasfallaron, algunas volaron inofensivaspor encima de la muralla, mientras queotras se clavaban en la muralla demadera. Pero tres o cuatro dieron en susblancos, y los escudos y yelmos, sujetostan sólo por una delgada pieza demadera, cayeron repiqueteando al suelo.

Alguien había dado una orden allíabajo. Siguió a aquello un solo gritocuando ordenó a sus hombres quetomaran la empalizada y, de pronto, lazona bien iluminada estaba llena dehombres que corrían y gritaban. Losdefensores, acurrucados detrás de las

estacas de madera, se mantuvieron ensus puestos hasta que los atacantesalcanzaron la muralla y empezaron atrepar. Clodio, tenso como una serpienteenroscada, oyó que Aulo daba la orden.Con sus compañeros legionarios selanzó hacia delante y saltó por encimadel mismo borde de la garganta, yluchaba por mantener el equilibriocuando la pendiente se hacía másempinada; se sentía como si estuvieravolando mientras sus pies aprovechabancualquier apoyo que conseguían hacersobre la superficie casi perpendicular.En una imagen borrosa vio que losromanos que habían estado escondidos

se levantaban y se enfrentaban a losatacantes que trepaban por la muralla, yvio crecer el pánico en sus caras por elruido y la furia de ciento cincuentahombres que atacaban desde arriba.Clodio arrojó su lanza a una de aquellascaras solo una milésima de segundoantes de aterrizar justo encima delhombre al que había alcanzado, y suvelocidad los tiró a los dos al suelo.

La garganta estaba llena de hombresluchando, con los atacantes originales nosólo aislados, sino realmente con ungran número de sus enemigos en mediode ellos. Algunos soltaban sus armassólo para morir desarmados: no era el

momento de dar cuartel. Otros luchabancon furia, contra las probabilidades quese volvían más contra ellos cada minuto.Clodio estaba ahora en pie. Una piernano lo aguantaba en absoluto y sepreguntaba si no estaría rota. Daba laespalda a la pared rocosa deldesfiladero y soltaba estocadas y tajos atodo el que se pusiera a su alcance. Eltiempo parecía haberse detenido y eraimposible reconocer algo del barulloque tenía ante él: no podía ver lo queestaba sucediendo delante de él.Entonces se abrió un espacio allídelante: la lucha estaba decayendo, puesel enemigo caía herido o muerto. Los

romanos que se habían tirado a lagarganta, presionaban a los rebeldescontra la muralla de madera, para morirbajo los golpes de lanza. La batalla sealejó de Clodio y él intentó seguirla,pero cayó redondo al suelo arenoso yempapado de sangre.

Volvió a levantarse sobre su piesano y se apoyó en las rocas, mientrasmaldecía en voz muy baja. Clodio nisiquiera había sentido aún el tajo de laespada que había sufrido detrás de larodilla, pero ahora podía sentir el dolor,que se iba haciendo cada vez peor. Supierna estaba muerta: no aguantaría supeso, a pesar del hecho de que el

general en realidad no lo había dicho,todos sabían que cualquiera que nopudiera caminar no podría escapar.

Los muertos, romanos y un grannúmero de sus enemigos, fueron atados ala empalizada vestidos completamentede legionarios. Los heridos yacían sobrela plataforma, preparados paralevantarse cuando se lo ordenaran.Aunque sería inútil en sí misma,cualquier resistencia que pudieranofrecer daría a los camaradas quepartieran una mejor oportunidad desobrevivir. Habían apartado los cuerposrestantes de la base del muro de troncosy los habían amontonado en una pila más

hacia abajo en la garganta. Cuando susenemigos volvieran, necesitarían treparsobre sus muertos antes de que pudiesenasaltar las defensas.

Clodio, tumbado de espaldas y conlos ojos cerrados, frotaba el ásperovendaje que envolvía su pierna. Dormircon el dolor que sentía era imposible,aunque sabía que sus apuros eranmenores que los de algunos de suscompañeros. Aulo había librado de sumiseria a algunos de los que estabanmás gravemente heridos, pero los gritosde hombres que sufrían llenaban el airenocturno, a pesar de las órdenes de quepermanecieran en silencio. Había un

espacio a su lado y sintió, más que ver,que alguien lo llenaba cuando el airerozó su hombro. Abrió los ojos paraencontrarse con que el mismo AuloCornelio Macedónico se había sentado.

—¿Cuánto falta ahora, mi general?—preguntó.

—Será de día en una hora.Seguramente atacarán con la primeraluz.

—Justo antes es un buen momento —dijo Clodio.

Era difícil que un recluta como él seacostumbrara a hablar así a un oficialsuperior, pero la proximidad de lamuerte hacía tales diferencias

superfluas. Además, aquel generalparecía ser el más cercano de loshombres. Aulo se dio cuenta de queestaba sentado junto al hombre quehabía dibujado aquella águila en latierra. Lo miró y percibió las canas ensu cabello y las arrugas en su rostro.

—¿Cuánto tiempo has estado deservicio, soldado?

—Hace ahora siete años, mi general.Me alisté a las legiones antes depensarlo. Ayudé a rendir ese sitioabandonado por los dioses en el año delconsulado de Escipión.

—¿Lo recuerdas? —preguntó Aulo.Clodio rio. Ya no tenía sentido

seguir fingiendo que era Dabo, así queinformó a Aulo sobre su identidad y porqué se había visto forzado a volver a laslegiones. Aprovechó aquellaoportunidad de quejarse como unavenganza, aunque su habitual tonoamargado ya no estaba. Le contó algeneral cómo Dabo y él habíanintercambiado sus vidas y el trato al quehabían llegado. Clodio no pudo notarcuánto parecía afligirle aquellainformación.

—Envié a mi esclavo, Cholón, coninstrucciones de que buscara a vuestrosfamiliares. Si no tiene cuidado, elhombre que se ha beneficiado de tus

servicios puede llegar a ganar aún máscon tu muerte.

—No se atrevería —dijo Clodio,enfadado, pero sin mucha convicción.

—Tienes familiares, ¿verdad?—Sí, mi general, tres hijos ya

crecidos. Ahora no están en casa, asíque en realidad no cuentan; pero tengouna esposa y un hijo de once años,aunque no es de mi propia sangre.

—¿Es adoptado?—En realidad no, honorable. Lo

encontré en el interior del bosque unamañana. Lo habían abandonado.

—¿En el bosque? —preguntó Aulo.—Así es. Quienquiera que lo dejara,

no quería que nadie lo encontrara. Paraempezar, si no hubiera estado bebiendola noche anterior no habría dado con elpobre chiquillo —estaba claro que Aulono podía entender el sentido de aquello,así que se lo explicó—: Cuando mepaso un poco para mal con la bebida,tiendo a salir al campo y canto a losdioses —«Y menudo bien me ha hecho»eso, pensó para sí. Cuando habló, sutono se había endurecido—. Así fuecómo encontré a Áquila.

Aulo se puso un poco rígido.—¿Es ese el nombre del niño,

Áquila?Todo el resentimiento de Clodio se

desvaneció al oír al general pronunciarel nombre: ya no tenía sentido. En sulugar, recordó al pequeño que seentusiasmaba cuando lo lanzaban haciaarriba, que chapoteaba en el río como unperrillo y lo llamaba «papá».

—Un chaval magnífico, honorable,con el pelo como la paja fresca y altopara su edad. Estaba cerca de cumplirlos cuatro la última vez que lo vi. No hevuelto a verlo en unos siete años porculpa del cabrón de Flaco, y ustedperdone, pero he oído que estácreciendo alto y derecho, y que les sacala cabeza y los hombros a suscompañeros. Intentamos averiguar a qué

familia pertenecía.La mente de Aulo regresó a aquel

día, tantos años atrás, en que habíadejado un pequeño bulto en un punto delespeso bosque. Nada en su vida habíavuelto a ser igual desde entonces.

—Si fue abandonado en el bosque,no serías bien recibido.

Clodio daba golpecitos en la maderade la plataforma con la mano.

—Eso es lo que yo decía, pero miparienta no lo entendía. Verá, honorable,el crío llevaba un amuleto enrollado enel pie, uno valioso. Mi parienta,Fúlmina, insistía en que alguien queríaque viviera y que aquel amuleto era la

señal. Puede que tuviera razón.Buscamos, pero no pudimos encontrar aquién pertenecía. Yo quería venderaquel amuleto, porque era de oro, peroFúlmina no quería ni oír hablar de ellopor causa de sus sueños. ¡Mujeres!

Aulo pensaba todavía en la noche enque nació aquel chico y en losacontecimientos que condujeron a ello.Su silencio permitió a Clodio continuar.

—Decía que nuestro chiquilloabandonado estaba destinado a ser ungran soldado. En sueños, Fúlmina loveía en un carro triunfal, con una coronade laurel en su cabeza. Ya sabe cómoson las mujeres con eso de los sueños.

De cualquier forma, dejamos de buscar.Creo que quienquiera que fuese supadre, no era de por allí.

—¿Dónde es?—Cerca de Aprilium, mi general.—¿Cómo de cerca? —preguntó Aulo

cortante.—A media legua hacia el sur, justo

al salir de la Vía Apia.—¿Y cuántos años tiene el chico?Clodio tuvo que usar los dedos para

asegurarse.—Once, que ya estamos en verano.

Lo encontré a mediados de febrero, lamañana después del festival deLupercalia.

Ahora la voz de Aulo parecíasevera.

—Vivís cerca de las montañas, ¿noes así?

—No exactamente cerca, honorable,pero se pueden ver desde mi hogar. Hayuna, un volcán extinto, que tiene la cimacon la misma forma que un vasovotivo…

Clodio dejó de hablar cuando oyóque el general juraba en voz baja. No lohacía con fuerza, sino que era más bienla maldición de un hombre que habíafallado. Ya no había rastro deimpaciencia en su voz.

—Ayer tropecé contigo cuando

estabas dibujando algo en la arena,¿verdad?

—Bueno, tengo que admitir que esalgo que me trastorna. Como le he dicho,cuando encontramos al chaval, teníaaquel amuleto en el pie. Era de oro, conlas alas extendidas para mostrar lasplumas.

—¿Alas?—Sí, mi general. ¿No lo he dicho?

El amuleto tenía la forma de un águila envuelo. Con que sólo me hubiera dejadovenderlo, yo no estaría ahora aquí. —por fin Clodio puso algo de pasión en suvoz—. Maldita Fúlmina y sus sueños.

Una gran bocanada de aire salió de

los pulmones de Aulo. Se acordó deClaudia aquel día en la trasera de aquelcarro en Hispania, y se dio cuenta, conuna puñalada de desesperación, de quela verdad había estado allí, en los ojosde ella, para que él la viera, pero habíasido demasiado estúpido, o se habíasentido demasiado aliviado de que ellasobreviviera, como para verlo. Comolos dados que ruedan lentamente paramostrar a Venus, cada acto, cadapalabra, cada largo silencio de Claudiaentraban dentro de un patrón querepresentaba la verdad: el hijo quellevaba en su vientre estaba allí a causadel placer, no de la violación; ese niño

del que había intentado librarse, seguíavivo. Y, a causa de su sentimiento dedesesperación, lo único que habíaapreciado por encima de todas lascosas, su honor, le había hecho caer enel ridículo, algo para lo que sólo existíaun nombre: hybris.

—Yo que tú no andaríadespreciando los sueños de las mujeres,amigo mío —dijo Aulo entristecido—.Siempre tienen una manera deconvertirse en realidad.

—¡Se mueven, mi general! —dijouna voz que venía de la otra punta de laempalizada. Aulo levantó la vista. Elprimer brillo de la falsa aurora

iluminaba el cielo.—Tienes razón, soldado —dijo, y se

puso en pie. Se inclinó para ayudar aClodio a levantarse.

—Mi general, ¿me ayudaría a atarmea la empalizada? No puedo lucharapoyado en una sola pierna —Aulocogió la cuerda y la enrolló alrededorde las puntas afiladas del murodefensivo. Clodio habló de nuevo, conamargura en la voz, quejoso hasta elúltimo momento—. Doy por sentado quetampoco tendremos unas exequiasapropiadas.

—Haré todo lo que pueda, soldado—replicó su comandante.

Los pensamientos de Clodio semovían en círculos, así que ni siquierallegó a escuchar la respuesta.

—Mi general, supongo que no tendráencima una moneda de sobra.

Aulo no podía saber que paraClodio gorronear era un hábito de todala vida. Hurgó en su cinturón y sacó undenario de oro, que depositó en la manodel legionario.

—Procura no tragártela.Clodio bajó la vista a la moneda,

que resplandecía a la luz de las titilantesantorchas. Su voz sonó baja ymonocorde.

—Un pedazo de mi propio oro, ¡al

fin!El enemigo había retirado sus

muertos y, al hacerlo, había retrasado suataque; para cuando estaban listos, elcielo ya se estaba iluminando por eleste. Se aproximaron a la empalizada yse detuvieron justo fuera del alcance delas lanzas.

—Oro —dijo Clodio en voz másalta al hombre que estaba más cerca deél, mientras levantaba la moneda—. Nome ha traído más que problemas.

Colocó la moneda bajo su lenguajusto cuando el enemigo empezó acargar. No estaba pensando en que seaproximaba la muerte, sino que se

preguntaba qué haría su general con unaantorcha ahora que ya había luz.

Los huecos eran demasiado grandes,no podían resistir al enemigo. La luchase desarrollaba ahora sobre laplataforma, y los hombres heridosestaban en una desventaja aún peor.Aulo sangraba por más de una docena deheridas, así que no tenía sentido esperarmás tiempo. Se las arregló para dar unaestocada al enemigo que tenía máscerca, con lo que creó una espacio,aunque era difícil abrirse camino contodos aquellos hombres intentandomatarlo. Su mente detectó la lanza quese abrió camino hasta su costado y la

antorcha a punto de caer de su mano,pero consiguió sujetarla lo suficientecomo para dejarla caer sobre lasmalezas impregnadas de aceiteamontonadas contra la empalizada. Lasllamas se encendieron de inmediato enla yesca de los haces de ramas secas.

—Unas exequias apropiadas,soldado —dijo.

Nadie escuchó las palabras porqueno quedaba ningún romano con vidapara escuchar. Aulo murió a causa dedocenas de estocadas, mientras lasllamas lamían a su alrededor y su menteintentaba formarse la imagen de un niñopequeño con el cabello entre dorado y

rojizo, y un nombre extraño, que, dealguna manera, se mezclaba con unaprofecía que había oído cuando élmismo sólo era un niño. Vio el águila, sudestino, dibujada en la arena, y suslabios formaron la palabra «Áquila».Pero no le quedó aliento para decirlo,tan sólo la visión de aquel mismo objetocolgado del cuello de Claudia, que semezclaba con maldiciones y otraimagen: la del hombre que había sido sudueño original, un hombre al que yanunca tendría el placer de matar.

Varias leguas al norte, Flaco yCholón permanecían montados en suscaballos en silencio. El centurión estaba

casi muerto de fatiga, el esclavo teníalos ojos rojos de tanto llorar. Podían verque, hacia el sur de donde estaban, elhumo ascendía de la muralla en llamas:humo que señalaba la pira funeraria deAulo Cornelio Macedónico y losrestantes legionarios.

Capítulo Veintisiete

—Mátalos a todos, Trebener. Suscráneos decorarán las paredes de tumorada y te traerán respeto.

Los soldados romanos atrapados enaquel desfiladero ibérico no oyeronaquellas palabras, pero podían ver, porencima de ellos, al hombre que las habíapronunciado. Alto, de cabellos de ororojo, sólo iba armado con una pesadafalcata y vestía con sencillez, aparte deun objeto de oro colgado del cuello quereflejaba el sol, y que centelleó cuando

hizo un movimiento amplio con el brazoabarcando a sus supuestas víctimas.

—No puedo hacerlo, Breno.El hombre que contestó era muy

diferente; pequeño comparado conBreno, tenía cabello oscuro sobre lapálida piel de su rostro, e iba adornadocomo debía hacerlo un caudilloceltíbero: en su cabeza, un elaboradoyelmo coronado con un jabalí esculpido,una gruesa y valiosa torques de oro querodeaba su cuello y varias más quellevaba en sus brazos. Su pecho ibacubierto con un peto de cueroendurecido realzado para exagerar sufísico musculoso. Trebener, caudillo de

los avericios, conocía bien a losromanos, pues él y su tribu vivían comolo hacían, en una paz incómoda, cerca delas llanuras ordenadas que habitabanaquellos a lo largo de la orillamediterránea. Su rechazo a masacrar aaquellos a los que veía como enemigosno se basaba en nada parecido a lamisericordia, sino en laautoconservación: si había alguna cosaque garantizara un castigo masivo sobresu tribu del estado más poderoso en elmundo, sería una pila de legionariosmuertos clamando venganza.

—Sería una locura matarlos a todos.—Entonces, deja que se marchen —

replicó Breno.Trebener miró a los miembros de su

tribu que estaban alrededor, en realidad,no había conseguido reunir una décimaparte de los guerreros y, de ese número,solo un tercio había salido a robarganado de los pastos costeros. Fue unaincursión bastante corriente, que por locomún acababa en una persecucióndesganada, que se abandonabaenseguida, en cuanto los avericios seinternaban en las colinas quedelimitaban el interior y losasentamientos romanos de la HispaniaCiterior. Si se hubieran movido a pasonormal, habrían escapado fácilmente de

la persecución. Había sido idea deBreno moverse despacio para ver hastadónde llegarían los romanos, y uncenturión estúpido de los de abajo sehabía tragado el cebo y había seguidotras los asaltantes, decidido enapariencia a darles una lección. Alhacerlo, había hecho caer a sus hombresen una trampa para tropas de la que nopodía esperar escapar, y ahora estabaconfinado en un paso angosto, que erapeor lugar posible para emplear lastácticas romanas normales. El hombreera un idiota, pero también era uno delos que habían planteado un problema alos avericios que él preferiría no tener.

Matar a ochenta soldados romanossignificaría un castigo en algún momentofuturo; dejar que marcharan, podríatraerle problemas incluso antes con loshombres a los que dirigía, que verían talacto como una muestra de debilidad porparte de un caudillo que se estabahaciendo demasiado viejo para mandarcorrectamente con respetoincondicional.

—Tampoco puedo hacer eso.—Tienes que hacer una cosa o la

otra, Trebener, pues no tienes otramanera de o bien convertirlos en amigostuyos, o bien reducir el número de tusenemigos.

Breno tomó en su mano el objeto deoro, lo que atrajo la mirada de Trebenerhacia lo que él sabía que era el talismándel chamán druídico. En una cadena deoro, con la forma de un águila al vuelo,era reconocido por quienes lo veíanagarrarlo como una fuente de algún tipode poder espiritual. Había estado en lamano de Breno cuando este aparecióentre los guerreros de Trebener y lasideas con las que los sedujo eran tanambiciosas como aquellas que habíaempleado en el pasado: que Roma erapoderosa, pero podía ser destrudía.Hacía doce veranos que Breno habíaconvencido a las tribus del interior para

que se unieran contra Roma y actuarancomo un ejército en vez de como unaturba, doce veranos desde que habíanestado tan cerca de humillar a todo unejército legionario en las mismasllanuras que acababan de asaltar.

¿Habría sabido Breno que ocurriríaaquello, puesto que tenía el don depredecir el futuro? Se decía que, inclusoaquí, rodeado por los hombres de supropia tribu, Trebener tenía demasiadomiedo del poder de Breno como paraexigirle una respuesta a aquellapregunta. Oteó el horizonte hacia el este,en busca de las señales delatoras de unmovimiento masivo de hombres, un

rastro de polvo que significaría unasegunda persecución. Todo lo que podíaver era un fragmento de nube, a un parde millas de distancia, provocada por ungrupo pequeño, probablemente acaballo, a juzgar por la velocidad de sumovimiento —nada por lo quepreocuparse. El jefe de los avericios diounos pasos hacia delante y miró a losromanos que estaban abajo, en eldesfiladero. Con las espadas envainadasy las lanzas y escudos en el suelo,aquellos legionarios sabían que seenfrentaban a la muerte.

«Malditos», pensó, por qué no sehabrían detenido como solían hacer, por

qué tenían que plantearle semejantedilema.

—Traedme al centurión.Breno miraba la polvareda que

provocaban los cada vez más próximosjinetes, seguro en su mente de queconocía a quien los dirigía, el hijo delgeneral romano contra el que habíaluchado y al que había estado casi apunto de vencer hacía años. AuloCornelio había sido el nombre delpadre, Tito era el del hijo. No es quehubiera conocido a ninguno de ellos,pero igual que lo espiaban a él, él habíarecabado información sobre ellos, igualque sobre la esposa del general

enemigo, a la que había hechoprisionera. Claudia Cornelia había sidotan arrogante como sólo lo podía ser unadama aristócrata romana, antespreparada para morir que para mostrartemor, pero los dos veranos que pasaronjuntos, constantemente en movimientopara evitar a su marido y a sus soldados,habían cambiado aquello de manerainexorable. Primero había llegado elrespeto, después, la amistad, hasta que,al final, se habían convertido enamantes, y ninguna de las mujeres conlas que Breno se había acostado desdeentonces, se había acercado a la pasiónque ella había despertado en él.

La última vez que la había visto fuecuando la envió a un lugar seguro paraque diese a luz al niño fruto de su unión,escoltada por los hombres en los quemás confiaba. Todo lo que supo fue quenunca llegaron a destino: el carro en elque viajaba ella había desaparecido;encontró los huesos de sus guerrerosdonde habían caído al intentardefenderla. Claudia Cornelia y el niñoque llevaba en su vientre estaríanmuertos: Breno no podía creer que unorgulloso general romano, al encontrar asu esposa embarazada de otro hombre,hiciera otra cosa que matarla. Era algoque él mismo habría hecho de haber

estado en la posición contraria.Tito Cornelio tiró de las riendas de

su caballo en cuanto vio los reflejos delas armas avericias, y desde aquelmomento siguió adelante por el irregularterreno con mucho cuidado: encompañía de una docena de hombres, noera muy partidario de acercarsedemasiado. ¿Cómo podía ser que elimbécil de un centurión hubierainternado tanto a toda su tropa en lascolinas persiguiendo a un par deguerreros y una manada de ganado? Unanorma incuestionable era no perseguirnunca a las tribus a menos que susasaltos se volvieran demasiado

molestos, en cuyo caso los romanosemprenderían una incursión de castigoen posición de fuerza para someterlos.La mayor parte del tiempo, pequeñossobornos con juicio los mantenían en lasmontañas. La esperanza de dar con esossoldados y regresar con ellos se habíaevaporado en cuanto vio el sol reflejadoen las puntas de lo que, estaba seguro,eran las lanzas de alguna tribu.

Detuvo a su caballo en seco, tan degolpe que los hombres que cabalgabantras él casi chocaron con él. Tuvo unaidea que, si bien no tenía sentido, sí leaportó una razón sobre por qué lapersecución había llegado tan lejos.

—Él está aquí.—¿Señor? —preguntó el jinete que

estaba detrás de él.—Breno. Está aquí. Puedo sentirlo.Aquellos jinetes a los que él no

podría ver, gesticularon, pues no era unsecreto la fijación del tribuno con elcaudillo celta Breno. Se habíaproducido, era cierto, un incremento enlas incursiones de varias tribus a un ladoy otro de la frontera, tantas y tanfrecuentes que delataban algún tipo decoordinación. Nadie dudaba de queaquel personaje, Breno, era peligroso,pero la idea de que él, que vivía avarias semanas de marcha hacia el

profundo interior, estuviera aquí, a lacabeza de una razia de ganado, era unabroma.

—¿Se refiere a aquel embaucador,señor?

—No es un embaucador.—Parece que sí lo es, honorable, al

ver cómo se las ha arreglado para hacerdesaparecer a cien de nuestros hombres,si tiene usted razón en esto.

—Es más probable que losencontremos más adelante, en un montónde huesos astillados.

Tito podía notar la sensación a pesarde que no estaba mirando a sus jinetes:no querían unirse a aquel montón, como

tampoco lo quería el hombre que estabaal mando, pero sabía que tenía queseguir adelante, aunque solo fuera paraaveriguar qué había pasado. Levantó undedo humedecido para sentir el viento,que, con el calor del día, venía deloeste, desde las tierras del interior, ydespués desmontó.

—Permaneced aquí y dejad que lasmonturas descansen, pero que no coman—los jinetes asintieron: era mala ideadejar que los caballos pastaran sidespués había que huir al galope; elestómago lleno los hacía más lentos—.Recoged algo de maleza y atadla a suscolas. Si tenemos que correr, quiero que

levantemos una tormenta de polvo detrásde nosotros —al ver miradas decuriosidad, añadió—: sólo un idiotagaloparía a toda velocidad sobre unterreno abrupto sin ver hacia dónde va.

—Son salvajes, honorable —opinóuno de los soldados de caballería, sinesforzarse por ocultar el desprecio en suvoz.

—Y esta es una treta que meenseñaron ellos hace muchos años.

—Se cree que lo sabe todo —dijoun soldado después de que Tito semarchara a pie.

—Sabe bastante más que tú o queyo, hermano. Solía jugar con esos

cabrones cuando era un chaval.El sentimiento creciente de que

Breno estaba cerca, era más fuertecuanto más se acercaba a aquellaslanzas centelleantes, pero Tito eraconsciente de que podía estarengañándose a sí mismo. En parte, era loinusual de la situación: después de haberpasado buenas temporadas en Hispania,de niño y como un soldado ya crecido,sentía que conocía bien a los celtíberos;desde luego, mejor que la mayoría desus iguales. Eran temperamentales,jactanciosos, belicosos y bebían comoodres en los banquetes que eran lapiedra central de su existencia.

Cantaban, contaban historias sin final y,con bastante frecuencia, se enzarzabanen sangrientas trifulcas si, al recibiralgo, pensaban que era un insulto; peroTito nunca había pensado de ellos quefueran idiotas, por eso le habíasorprendido no encontrarse con uncentenar de legionarios felicesmarchando de vuelta hacia la costa. Ensus incursiones, los hombres de lastribus escaparían de la infantería sin queimportara con cuánto ganado robadotuvieran que cargar: si habían arrastradotras de sí a aquella centuria solo podíahaber sido como un plan deliberado,pero ¿con qué propósito?

Con seguridad no habría sido paramasacrarlos, porque eso significaría queellos sufrirían una carnicería a su vez.Sabían que Roma no lo dejaría pasar.Robad ganado o cerdos, pero nodemasiados; nunca matéis a un granjeroromano y dejad a sus mujeres en paz.Las reglas no estaban escritas, pero Titosabía que las entendían porque, sóloentre sus coetáneos, y a causa de susnociones de la lengua, había visitado loscampamentos de las tribus de la fronteray se había asegurado de que así fuera.Pero aquí estaba, a menos de una leguade aquella tribu particular que se habíadetenido por una razón que temía, y los

hombres a los que había seguido hastaaquí no estaban ahora a la vista. No eralo normal, y, dentro de su experiencia,cada vez que ocurría algo fuera de loordinario en esta parte del mundo, lamano de Breno estaba en algún lugarcercano.

Fue casi un alivio cuando Tito lovio, en lo alto de un risco, mirandodirectamente al punto en el que él mismoestaba. No le cabía duda de que eraBreno incluso a pesar de que nunca lohabía visto en persona: sólo la sencillezde sus ropas era casi suficiente paraidentificarlo, pero el signo más evidenteera la sensación de que estaba bajo

alguna influencia externa, que el hombreque lo miraba estaba intentando,mediante el poderoso uso de una fuerzamística, quebrar su voluntad, hacer quediera media vuelta y huyera. Titomantuvo la mirada y rezó con fieradeterminación a Strenua, la diosa de lafuerza y el vigor. Su voluntad casi serompió al oír el primero de los gritos,horribles en sí mismos y aumentados porla manera en que rebotaba su eco en lascolinas de los alrededores.

Aún resonaban cuando el primero delos romanos desnudos vino dandotumbos camino abajo, pronto seguidopor otro, ambos encogidos con un brazo

acunando el otro. Cuando llegaroncerca, Tito pudo oír sus sollozos y fuesólo un momento antes cuando vio larazón. A ambos les habían cortado lamano derecha, y cuando el primero llegóa su lado, el olor de la carne cauterizadacasi hizo enfermar a Tito. Al saberaquello, los gritos tenían sentido:primero habían seccionado la mano,después la habían introducido en elfuego para detener la hemorragia.

La hora siguiente, mientras el solbajaba en el cielo, fue una torturamental, pues escuchó el sufrimiento delos soldados romanos mientras cada unoera sometido al mismo tratamiento.

Seguro de que no iba a ser atacado y deque aquello era una demostración decrueldad para angustiarlo, hizo que sushombres ataran sus caballos y prestarantodo el socorro que pudieran a suscamaradas heridos. Envió un jinete devuelta a los asentamientos para quetrajera carros, porque aquellos hombres,desnudos y atormentados, no podíanvolver a pie a lugar seguro. Entoncesvolvió a quedarse inmóvil, con los ojosclavados en los del hombre del risco,decidido a mostrarle que, hiciera lo quehiciera, no haría que este romano searrodillara ante él.

Lo más duro fue cuando, con el sol

ya casi oculto y Breno convertido en unasilueta recortada contra el cielo deloeste, un grupo de guerreros levantó alcenturión. No lo habían desnudado, sinduda para que así pudiese serreconocido, pero lo habían atado a algúntipo de armazón que casi crucificaba alpobre tonto, cuyas piernas colgabansueltas. Tito se preguntaba sisimplemente iban a arrojarlo a la malezadel fondo del desfiladero, donde si nomoría, quedaría tan dañado como parahacerlo enseguida. En unos minutos, lapeña fue una masa de hombres, y todosparecían mirar en su dirección.

—Lo ves, Breno —dijo Trebener—,

siempre hay un camino medio. Losromanos están vivos, pero ya novolverán a ser soldados.

—Yo los habría matado, ya lo sabes—señaló con su cabeza en dirección aTito Cornelio, envuelto en su capa roja,ahora apenas visible mientras lapenumbra oscurecía el terreno más bajosobre el que aquel permanecía—.Incluido él.

—Y después te habías ido, Breno.—Sí. Fue un romano quien dijo

sobre uno de sus enemigos «dejemosque nos odien mientras nos teman». Unalección que me alegra haber tomado deellos.

—Estoy dispuesto a concederte eldestino de este amigo nuestro de aquí.Tenía en mente arrancarle las piernaspara que recordara, y quizá pasárselas aotros, porque de haberlas usado un pocomenos, aún las tendría.

Tito vio que Breno se daba la vuelta,y al mismo tiempo que lo hacía,levantaba una gran espada, quereconoció como una falcata, el arma mástemible entre el armamento de las tribuslocales. Demasiado difícil de manejarpara la mayoría, sólo la portabanquienes poseían gran fuerza y destrezamarcial. El chamán la levantó porencima de su cabeza y no exigía un gran

salto de la imaginación prever el terroren los ojos de la víctima.

—Eres un estúpido, Trebener —después gritó, con una voz que Tito oyómás de una vez mientras su eco rebotabaalrededor de las colinas circundantes—.Sólo hay un manera de tratar con Roma.

Con aquello descargó la hoja de ungolpe en la unión entre el pescuezo y elcuerpo, con tal fuerza que atravesóhueso y carne mientras Breno casidividía al centurión en dos mitades. Otrogolpe desde arriba separó la cabeza, quecolgaba; dos más, las piernas, que semovían con los estertores de la muerte.Empapado en sangre que manaba de la

yugular de la víctima, Trebener maldijoa Breno, pero no pudo decir nada.Incluso si lo hubiera hecho, no se habríaoído por encima del sonido de suspropios hombres vitoreando a unhombre al que consideraban un héroe.

Les llevó dos días transportar a losheridos de vuelta a la civilización, dosdías en los que Tito Cornelio planeó lavenganza que se tomaría sobre quieneslos habían mutilado. Por una vez, dejaríaa un lado cualquier pensamiento dehumanidad o comprensión, yreaccionaría como un romano. Superaríaa su padre por la forma en que castigaríaa las tribus, y se preguntó si, años atrás,

Aulo no habría sido demasiadoindulgente. Cuando oyese aquello, elgran Macedónico querría guiar hasta allíotro ejército para terminar lo que nohabía conseguido hacía diez años.

En su mente, Tito se imaginabacabalgando junto a su padre otra vez,veía hombres y ganado masacrados,pues no viviría ni bestia ni hombre, yuna hilera de esclavos. Las mujeres ylos niños marcharían al cautiverio. Si elenemigo tenía campos de cosecha,serían sembrados de sal; si tenían pozos,los envenenarían; si tenían bosques, losquemarían para que cualquiersuperviviente se congelara en invierno

por falta de medios para encender unfuego. Cada idea de castigo seamontonaba sobre otra, pero a la cabezade todas ellas, estaba la imagen de aquelchamán druídico mutilando al centuriónhasta la muerte. Su padre y él quemaríana Breno con paciencia, sobre carbones ymirarían mientras la carne se ledesprendía lentamente en tiras de sucuerpo deformado por el dolor.

Su comandante estaba esperándoleen la tienda de comandancia mientras élmarchaba, cansado, hambriento ycubierto de polvo. Que estuviera en pieera algo inusual, pues era una personaque tenía cuidado de que se reconociera

su posición. Justo cuando estaba a puntode presentar su informe, una manolevantada le detuvo.

—Tito Cornelio, tengo una noticiamuy triste para ti. Tu padre, el granMacedónico, ya no está con nosotros.Debes regresar a Roma de inmediato.

Capítulo Veintiocho

Fúlmina volvía a masajear su vientre,con la intención de aliviar el dolor quela acompañaba hacía meses, que sehacía cada vez peor, como si tuvieradentro una alimaña que se comiera susórganos vitales. Poco bien le habíahecho la visita al curandero local, puesle había costado una gran tajada de susescasos ingresos que le dijera algo queya sabía: cómo preparar una infusión dehierbas, algo que le había enseñado sumadre cuando era poco más que una

niña. Le había pedido a Drisia queconsultara el futuro arrojando sushuesos, pero la adivina le había dichoque no veía nada. Muy en su interior,Fúlmina sabía que Drisia estabamintiendo, aunque no se lo dijo, pues nohabía nada que hacer al respecto:aquello iría a mejor o a peor.

Tenía la actitud de una campesinaante la vida y la muerte, aceptaba unacon poca alegría y la otra como algoinevitable, pero se había dado cuenta deque estaba sola: había perdido a Clodioa causa de todos sus errores. Él no eraun buen marido, pero de naturalezabuena, aunque caprichosa, y nunca la

había golpeado. Quería que él regresaraa casa, no sólo por sí misma, sinotambién para que se ocupara del chico sies que algo le ocurría a ella. Mientrasrepasaba en su mente los últimos sieteaños, se arrepintió con amargura de loscrueles mensajes que le había enviado.Se los llevaban hombres que habíanconseguido el dinero para pagarse untiempo libre, no como el pobre Clodio,que había olvidado incluir aquelcapítulo en su trato con Dabo. Su menteviró hacia sus propios hijos. Demetrio,el mayor, había abierto una panadería enRoma y se le estaba dando bien.

—Para que vean todos aquellos que

dudaban de él —dijo en voz altamientras se ponía en pie. Se habíanreído de él cuando contó que pretendíahacerlo: la gente de la ciudad estabaharta de cocer su propio pan, así queacudirían en tropel a su pequeña tienda,mañana y tarde, para comprarlo reciénhecho—. Puede que Demetrio se quedecon el niño. Sólo tiene dos hijos suyos.

No había ninguna oportunidad deque su hija se ocupara de él. Ya teníaocho hijos y una continua lucha paraalimentarlos, y su hijo más pequeño erapeor que su padre, Clodio. Era unborracho de verdad. Fúlmina se cubrióel rostro con las manos y presionó.

«¿Por qué no vuelves a casa, Clodio,por qué?».

Áquila entró corriendo por la puerta,temprano por una vez, con Minca, aquelperro enorme, pegado a sus talones.

—Adivina lo que me ha enseñadohoy Gadoric, mamá, —gritó, y empezó acotorrear entusiasmado.

Ni una sola de aquellas palabrastenía sentido, porque Áquila hablaba enaquella jerigonza que, según le habíadicho a ella, era la lengua materna delpastor, pero se trataba de una especie depoema. Y todo sucedía mientras él seechaba agua sobre la cabeza, lo quehacía que fuese incluso más difícil de

comprender; después, mientras sellenaba la boca de comida, se entretuvoechándose su cabello dorado hacia atráscon el peine, regalo de bodas deFúlmina. El beso que le dio a ellaapenas rozó su mejilla, justo antes deirse. Una puñalada de dolor atravesó laparte baja de su abdomen; a Fúlmina lepreocupaba que hubiese llegado la horade hablar, porque era algo que temía,pero también sabía que era algo que nopodía dejar que hiciera nadie más.¿Debía esperarle o dejarlo hasta lamañana siguiente, cuando brillara el soly el chico saliera para un día lleno decosas que hacer? Era una manera de

evitar preguntas interminables, igual quela noche oscura sería, para ambos, unmontón de tiempo durante el que sentirsedesdichados.

El capataz de Barbino no tenía famapor los alrededores de tener buencorazón. De hecho, era considerado uncabrón mezquino por todo el mundo, y elhierro de marcar que tenía en la mano yque movía cerca de la cabeza de Áquilano ayudaba a reconsiderar aquellareputación.

—¿Creías que las otras esclavas nosabían a qué os dedicabais? —gritabaNicos— ¿Tonteabais detrás de esa vallaal salir a hurtadillas a los bosques? Se

lo saqué amenazándola con el látigocuando te vi holgazanear por allí.

Áquila no contestaba porque enrealidad no había nada que decir. Supropia impaciencia al no ver a Sosiadurante tres días enteros, sin que hubierarespuesta a sus llamaditas en lospostigos, había hecho que desobedecieralas reglas normales y entrara en elrecinto para preguntar por su paradero.

—Sólo agradece a los dioses queella estuviera intacta. Si le hubieraspuesto una mano encima, Barbino tehabría colgado y también a mí, porhaber dejado que ocurriera.

Debió de notar la mirada de

incomprensión en el rostro de Áquila. Elhierro de marcar bajó al nivel delpecho, y el chico sintió que tocaba suscostillas. Nicos dejó de gritar y, en vezde hacerlo, le gruñó.

—Cuando Barbino quiere unavirgen, es exactamente eso lo quequiere, y no bienes ensuciados por gentecomo tú.

—¿Una virgen? —preguntó Áquila,moviendo la cabeza.

—Eso es, chico. La desfloró, porquees su derecho, hace un par de noches. Ydespués, cuando ya la había tomado, laenvió a Roma. Si Sosia tiene suerte yhace lo que su nuevo amo quiere, a él le

gustará tanto como para no darledescanso, pero si llora como lo hacía eldía que salió de aquí, entonces lamandará al mercado de esclavos paraque algún otro hijo de puta la cate, oincluso se la venderá a un burdel.

El capataz se dio la vuelta, mientrasmeneaba la cabeza y murmuraba para símismo «Y llora, nunca vi nada igual».Áquila se quedó clavado donde estaba,mientras su mente y su cuerpo seestremecían, hasta que recordó aquelchillido penetrante que había oídoaquella noche y se dio cuenta de que dehecho no provenía de la garganta de unzorro aterrorizado.

De cualquier manera, habría tenidoque esforzarse por dormir aquellanoche, pero cualquier pensamiento quetenía era expulsado de su mente mientrasyacía escuchando los gemidos de dolorde su madre, que se removía y dabavueltas en su catre. Áquila era joven y alfinal le llegó el sueño, que emborronóuna tristeza que sólo volvió a él cuandoya llevaba despierto varios minutos, unsentimiento que destruyó cualquierdeseo de comer. Le hizo una señal alperro, que ya estaba levantado ypreparado pese a que apenas había luz.

—¡Vuelve aquí! —dijo Fúlmina derepente.

—Tengo que irme, mamá —replicóél indiferente—. Gadoric no dejará salira las ovejas hasta que Minca no estéallí.

—Entonces tendrá que esperar —dijo ella, mientras le dedicaba unaexpresión torva al can. Puede que Mincafuera grande y fiero, pero sabía quiénera la jefa de aquella choza. La miradade Fúlmina fue suficiente para hacer queel perro emitiera un breve gemido,moviera el rabo una vez y se sentara.

—Oh, por favor —suplicó Áquila—. Ya casi es totalmente de día.

Fúlmina le ignoró; fue al gran baúldel rincón del cuarto y abrió el cerrojo.

—He hecho algo para ti. Un regalo.La perspectiva de un regalo atenuó

un poco la impaciencia de Áquila.—¿Para mí?—Sí —de espaldas al chico,

inclinada sobre el baúl abierto, Fúlminaapretó su estómago mientras manteníalos ojos cerrados con fuerza. El dolorera horrible y ella se esforzó porcontrolar su voz para que así Áquila nose diese cuenta—. Y quiero dárteloahora, antes de que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? —preguntó él,confuso.

Ella contestó deprisa para ocultar suerror, dándose la vuelta para hacerle un

reproche.—¿Cuándo te veo? Te vas antes del

alba, estás aquí como mucho un minutoantes de salir a cazar chicas, y regresasdespués de que haya anochecido. Mepregunto si aún consideras esto tu casa.

Él se ruborizó levemente ante lamención de las chicas, pero se quedócallado, mirándola con una miradaherida. Fúlmina se conmovió, incapazde ver que Áquila disimulaba su propiodolor.

—Eres joven, Áquila. Disfrútalomientras puedas.

—Lo siento.—¿Por qué?

—Por no hacer lo que papá mepidió. No he cuidado de ti.

Estaba tan serio, allí de pie, con unamirada de auténtica vergüenza, queFúlmina lo atrajo hacia ella, mientrasdisimulaba la sensación punzante de susojos.

—Oh, sigue con tus cosas, Áquila.No quisiera tenerte de ninguna otramanera.

—Prometo que estaré aquí más amenudo, mamá. Me quedaría ahora, perotengo que devolverle el perro a Gadoric.

—Lo sé, hijo. Y así lo harás encuanto te hayas puesto esto.

Le tendió un amuleto de cuero. De un

marrón oscuro, lo había frotado con cerade abeja para hacerlo brillar, y Fúlminahabía bordado en él la silueta de unáguila con las alas extendidas. Es más,se las había arreglado para realzar elave de forma que destacara sobre elfondo, lo que daba la sensación deverdadero movimiento. Enhebró en losorificios las tiras para atar el amuleto ylo ató alrededor del brazo del chico,apretándolo bien, y lo ató deprisa.

—¿Te gusta? —preguntó.—Es maravilloso —replicó él

entusiasmado mientras manoseaba eláguila.

—Ahora siéntate un momento

mientras te cuento algo —él miróansioso al perro que esperaba, despuésse serenó y volvió a mirar a Fúlmina—.Hay algo valioso en ese amuleto, algoque te pertenece —Áquila empezó ahablar para preguntar qué conteníaaquello, pero ella puso los dedos de unamano sobre sus labios y lo agarró confirmeza—. No. Sólo escúchame. Cuandoseas bastante mayor como para no temera ningún hombre, tienes que descoser lospuntos alrededor del pájaro. Ahíencontrarás otra águila, una muy valiosa.Es tu privilegio de nacimiento. Lacadena para colgarlo esta cosida alcuero que sujeta el amuleto a tu brazo.

Tienes que defenderlo con tu vida.El chico tocó el cuero rígido.

Fúlmina podía ver que estaba a punto deempezar a hacerle una sarta depreguntas.

—¡No digas nada! Pero júrame portodos los dioses que harás lo que tedigo.

El silencio duró lo que parecía unaera. Él miró los ojos de su madre, y sujoven rostro mostró una mirada desorpresa, como si se estuvieraenfrentando a los estragos del dolor porprimera vez.

—¿Por qué ahora?—Me has traído más alegría de la

que puedo expresar, pero ahora tengoque decirte que yo no soy tu mamá, igualque Clodio no es tu verdadero padre —el niño bajó la caeza, intentandoesconder sus emociones. Se mantuvo asímientras Fúlmina continuaba—. Queríaque te convirtieras en un hombre antesde decírtelo, pero no voy a tener tiempo.

El sol se elevaba por el cielomientras ella hablaba y le contaba alchico cómo lo había encontrado Clodio;le habló del valioso símbolo quellevaba ahora en el brazo y de susinfructuosos esfuerzos en busca de suspadres.

Todo este tiempo él estuvo mirando

al suelo, y sólo apretó la mano de ellauna vez, para indicarle el dolor queestaba sintiendo.

Ella tocó el águila con dulzura—Lo he guardado todo este tiempo,

aunque podría habernos facilitadobastante la vida. Clodio quería venderloy comprar otra granja —su voz sonóronca. No llegó a oír lo que él lepreguntaba, pero conocía el carácter dela pregunta—. Al principio, quiseconservarlo para que pudiéramosreclamar nuestra recompensa porcriarte. Además, no habría confiado enque Clodio consiguiera un precioadecuado por ello. Y aunque lo hubiera

conseguido, me pregunto cuánto dinerole habría quedado al llegar a casa. Sihubiéramos tenido suficiente como paracomprar otra granja, él se la habríabebido en poco tiempo.

—No hubiera tenido que marcharse.—En realidad fueron los sueños, y

una vez que Drisia me soltó su chácharay consultó sus huesos, supe que eracierto, pues ella veía tu futuro como loveía yo.

Por primera vez en un buen rato, elchico levantó la mirada. Estaba dolido,era evidente por su expresión. Pero nohabía derramado una sola lágrima.

—Sucedió más de una vez, Áquila.

Aparecías en mis sueños con aquellaáguila en el cuello, ya como un hombremayor, pero no eras un granjero que sedesriñonara en los campos. Lasmultitudes te aclamaban, y tú vestíasropajes blancos ribeteados de púrpura yuna corona de laurel ceñía tus sienes.Todos mis sueños me hablaban degrandeza, de un destino para ti en el queasumirías el lugar que por derecho tecorresponde en el mundo. Por esoguardé el amuleto en realidad. Es partede tu sendero hacia ese destino. Clodioy yo hemos cumplido nuestro papel alcriarte.

Ella apretó su mano de nuevo, pero

esta vez habló él.—¿Vas a morirte?—Sí.—¿Cuándo?Ella sacudió la cabeza y se encogió

de hombros.—No te preocupes por eso, Áquila.

Lo que importa es esto. Ahora sabes quetienes un camino que recorrer. Drisia yyo hemos visto que no será un caminofácil. Te enfrentarás a la muerte muchasveces —volvió a tocar el amuleto decuero—. Pero quiero que jures quenunca te apartarás de él. No puedodecirte cómo, pero sólo esto teconducirá a la gloria. Al fondo del baúl

encontrarás unas monedas, no muchas,pero puede que sean suficientes para quellegues junto a tu papá. —su rostro senubló ante la mención de su marido—.Si intenta convencerte de que lo vendas,dile que se tire de cabeza a las letrinas.

Su cabeza volvió a bajar y su voz seentristeció.

—No es mi papá de verdad.—Eso no lo detendrá —soltó ella.

Entonces, su voz se dulcificó—. No esun mal hombre, Áquila, tan sólo esdébil. Cuida de él, y si haces algo defortuna, alíviale su vejez. Ahora venaquí conmigo y jura.

Llevó al chico del brazo hasta el

diminuto altar situado en una esquina dela choza. Fúlmina lo había decorado concarne, fruta y flores, ofrendas votivaspara las deidades a las que adoraba.Dioses de los granjeros, pues ella sehabía aferrado a las viejas creenciastoda su vida, la religión de la tierra dela que venía la vida. Hizo ensalmos aLuna, a Conditor, el dios de la cosecha,a Volturno, el dios del río, y a Robigo,diosa de los campos, con palabras quehabía aprendido en el regazo de sumadre.

—No necesitamos sacerdotes,Áquila, ni visitar el templo para pagar alos augures y sacrificar un pollo que se

comerán para cenar. Tampoco haremosofrenda a los dioses que adoran losricos. Estos son nuestros dioses: el sol,que otorga la vida, y los frutos de esavida; la luna, que nos habla del cambiode estación. Jura por estos dioses,gracias a los cuales te hemos criado, queacatarás mis deseos, que conservaráseste amuleto a buen recaudo y nunca lovenderás.

El chico tocó cada una de lasofrendas en su momento, y después pusosu mano sobre la tierra del altar. En sumente, recordaba la voz de Gadoric quele hablaba de las deidades que adorabasu tribu. Eran el mismo tipo de deidades

veneradas en aquel altar de tierra,aunque tuvieran nombres diferentes.Fúlmina, que había terminado susoraciones, le tocó. Su voz sonaba firmecuando habló.

—Lo juro.Contuvo el dolor de su vientre una

vez más, mientras, de alguna manera,sintió un gran alivio, el de no seguirpreocupándose. Había cumplido sudeber.

—Ahora, coge el perro y vete a vera tu bárbaro.

Capítulo Veintinueve

Había un silencio poco natural en losbosques, una ausencia de sonido queerizó los cabellos del cogote de Áquila,y también lo sentía el perro, que olvidósu ritual cotidiano de olfatear y despuésmarcar cada décimo árbol. En vez deeso, se adelantó un poco corriendo, sedetuvo y olisqueó el viento, antes deponerse en marcha de nuevo. Dejaronlos bosques y cruzaron el campo abiertohacia los rediles. Las ovejas aún estabanallí, pero no pudo ver señal alguna de

Gadoric. De pronto, Minca dio ungañido y corrió hacia la cabaña ladeadaque, inclinada contra una pared de roca,servía de hogar al pastor. Áquila ignoróel nudo de miedo que sentía y corriódetrás del perro. La puerta de bisagrasde cuerda había sido arrancada. Laspocas posesiones que tenía Gadoricestaban desperdigadas alrededor dellugar, y su catre, hecho de arbolillostoscamente tallados, estaba roto. Elposte del que colgaba los pájarosdestripados y la caza menuda estabavacío, y el largo cayado del pastor yacíaen el suelo, con madera blanca,descarnada y aterradora, a la vista allí

donde había bloqueado los golpes deuna espada. El perro aullaba bien fuertey olfateaba el suelo. Áquila se agachó ypasó los dedos por la tierra pisoteadacon fuerza. La sangre aún estabahúmeda, así que lo que hubiese ocurridoen la cabaña, había ocurrido muyrecientemente.

Minca aulló de nuevo, mientrasmiraba suplicante a Áquila, y el chico secubrió los ojos para controlar lasdesacostumbradas lágrimas, pues sucorazón era duro como una piedra.¿Cuántas pérdidas podría soportar en undía? Primero, Fúlmina y la historiasobre su nacimiento, y, peor aún, las

palabras reservadas por aquel rostroarrugado y cansado que le hablaba de sumuerte inminente. Ahora, el pastor, quehabía llegado a ocupar una posicióncentral en su vida: no habría sabidodecir en qué se había convertidoGadoric para él, en un padre sustituto,pero era eso en lo que se habíaconvertido. Aquel gigante de cabelloscomo de lino había pulido sus rústicasdestrezas y le había enseñado a cazar, aponer trampas y a cobrar piezas, lehabía enseñado qué cebo utilizar y cómopescar, la manera correcta de atraparuna serpiente sin que le mordiera,además de otras mil maneras de

sobrevivir en los bosques. Gadorichabía colocado blancos y le había hechopracticar con su lanza hasta que el chicopudiera estar seguro de cómo alancear aun jabalí en el punto correcto, inclusoaunque él y su presa estuvierancorriendo a toda prisa. Habíanpracticado con espadas de madera queduraron hasta que a Áquila le dolía elbrazo, pero ahora podía atacar, darestocadas y defenderse lo suficientecomo para, de vez en cuando, obligar asu maestro a ponerse a la defensiva. Elarco que había elaborado el pastor paraél, junto con las flechas que él habíacortado, emplumado y recortado, estaba

en la parte de atrás de la cabaña.Gadoric había trabajado duro con elchico hasta que este pudo abatir unpájaro al vuelo.

Aún más, le había enseñado supropia lengua y le había contadohistorias de los dioses bárbaros que seenfrentaban en los cielos mientrasluchaban por el poder, de grandesbatallas e impresionantes hechos dearmas, de las tierras del norte donde losbosques, que exigían días para seratravesados, estaban poblados por fierastribus que quemaban a sus enemigosvivos en jaulas de mimbre. Áquila tocóel águila bordada sobre el aún poco

familiar amuleto como si con elloaclarara el torbellino de imágenes quellenaba su mente. Había sangre, pero nohabía cuerpo, lo que significaba quequienquiera que hubiese atacado aGadoric no lo había matado, pero se lohabía llevado. El joven cruzó el angostoespacio, apartando las pilas de atadosde leña que Gadoric había apilado enuna esquina.

La lanza todavía estaba en su sitio,con su punta metálica brillante y afilada.Un esclavo podía morir sólo por poseeralgo así, sin embargo, Gadoric la habíarobado a sabiendas de que la necesitaríacomo ayuda para volver a su casa, en su

propia tierra y con su gente. Áquilaagarró el arma, dio media vuelta y saliódisparado por la puerta, al tiempo quegritaba al perro. Fuera, a la brillante luzdel sol, no tuvo necesidad de hablar,pues el perro daba vueltas por la hierbapisoteada cerca de la puerta,moviéndose en un círculo cada vez másamplio y aullando de vez en cuando.Entonces se detuvo con una patalevantada y su hocio apuntando lejos delos bosques, hacia los extensos camposllenos de ganado del norte. Minca miróa Áquila durante un segundo, luego aullóde nuevo y, con la nariz baja, salió enpos del olor de Gadoric, con el chico

corriendo detrás de él.Se movían deprisa, en busca de más

pruebas, dado que, por su fuerza, elrastro era reciente. El perro saltaba lasvallas que marcaban los límites de losmejores pastos. Las vacas habíanobservado su acercamiento con unamirada de bovina estupidez, pero unavez que el can estaba en el campo, selevantaban y corrían a la esquina másalejada. Minca se detuvo un momentoporque el rastro pasaba justo en mediode una enorme boñiga, y aquel olor llenósus orificios nasales, haciendo queperdiera el olor. Áquila pudo ver queunos pies habían pisado justo en medio.

Arrastró a Minca con cuidado de unaoreja, hasta un punto a varios pasos pordelante del montón de excremento. Elperro olfateó de nuevo, aún un pococonfundido, pero encontró el rastro quebuscaba en menos de un minuto ypartieron de nuevo.

Áquila se dio cuenta de que el rastrolos conducía directamente a la villa deBarbino y los edificios exteriores que larodeaban. Mientras seguía al trote juntoal perro, lanza en mano, especulabasobre lo que podía haber ocurrido en lacabaña. Gadoric no había sido atacadopor una banda de desconocidos, pues elpastor había situado bien su cabaña. De

espaldas a una escarpadura cubierta deespinos en el punto más alejado frente alos bosques, esto le daba mucho tiempopara observar a cualquiera que seacercara, y había tendido unas cuerdascon cencerros de oveja para que nopudiese ser sorprendido, incluso aunqueestuviese dormido. El hombre casi teníainstintos animales: el más ligero sonidoera captado por su cerebro, despierto odormido, por lo que debía de conocer aquienes fueron a capturarlo. Los habríavisto cruzar el campo, cuandoprobablemente ya esperaba a Áquila ysu perro, por lo que no podían serenemigos, pues Gadoric se habría

enfrentado a ellos y, con su habilidadcon la lanza, al menos uno de susasaltantes habría muerto.

El chico se detuvo al ver el tejadode tejas rojas de la villa, llamó a Mincaa su lado y se apoyó en la lanza parapensar. Las palabras de Gadoricresonaban en sus oídos, pues el pastor,al hablar de batallas en las que habíacombatido, nunca se cansaba de decirlea Áquila que observara antes de actuar.El hombre que lo había dirigido en lasbatallas contra las legiones, habíaolvidado aquella lección, y aquellos deentre sus hombres que no habían sidoasesinados, habían acabado como

esclavos romanos. Había dibujadoaquellos enfrentamientos con un palo,mostrando en la tierra la disposición delos hombres que habían luchado y lasrazones por las que un lado habíaconseguido la victoria, ¡y la palabra«sorpresa» era fundamental! El pastor lorepetía una y otra vez para asegurarse deque el chico lo entendía.

—Antes de tratar de sorprender a unenemigo, muchacho, asegúrate de que élno tiene un pequeño sobresaltoreservado para ti, porque si lo tiene,serás tú quien muera y no él. Úsalo todo,tus ojos, tus oídos y tu nariz. Escucha lossonidos que pueda haber por allí,

porque si no los hay, entonces es quehay algo más. Pero hay un sentido en tique no tiene nombre, el sentimiento decuando las cosas no van bien. Confíatambién en eso.

Y aquí algo no iba bien, aunque noera una batalla. Difícilmente podríaentrar en la hacienda y pedir unaexplicación: ¿qué has hecho con tuesclavo, el pastor? Todo lo que sacaríamolestando así sería una patada delcapataz en el trasero. Sus ojos recorríanel paisaje y se fijaban en los detalles,características que había visto una vez yotra, aunque le parecía que las estabaobservando con un nuevo par de ojos.

En su corazón quería atacar el lugar,asaltarlo y prenderle fuego. La casa ylos edificios que la rodeaban seasentaban en un terreno llano, perogracias a la mano del hombre, excavadoen las pendientes de las laderas de lascolinas, y los tejados de los establos,más alejados de la entrada a lapropiedad, al otro lado de losbarracones de esclavos, eran unacontinuación del prado inclinado dondeterminaba la excavación. Todo elpaisaje estaba en pendiente y caía consuavidad hacia el puente del camino quecruzaba la acequia. Áquila miró colinaarriba a su derecha, hacia donde había

un pequeño arbolado desde el quepodría observar todo el terreno de lagranja sin ser visto. Tiró otra vez de laoreja del perro, esta vez con más fuerza,pues Minca se mostraba reacio a dejarmarchar el rastro, y lo arrastró cuestaarriba, hacia los árboles.

La pequeña arboleda rodeaba lacisterna que contenía el agua queabastecía la espaciosa villa, yalimentaba la fuente; el dosel de losárboles mantenía el agua fresca. Desdeaquella altura, Áquila no podía ver elpatio central de la casa, el lugar dondese había detenido la noche que oyó elchillido de Sosia, pero podía ver el

chorro de agua que manaba de la fuentecuando se elevaba a una altura similar ala suya. Durante algún tiempo estuvomirando la casa, que formaba uncuadrado completo que encerraba elpatio. No había ninguna señal enabsoluto de Gadoric, lo que era unalivio: casi en cuanto se dio cuenta de adónde los llevaba el rastro, Áquilahabía temido encontrar al pastor colgadode una horca o crucificado; aunque teníaque estar allí y si estaba allí, había unabuena posibilidad de encontrarlo aúncon vida. Áquila se acuclilló, con lamejilla sobre la suave asta de la lanza yun dedo distraído acariciando el amuleto

de cuero que le resultaba tan extraño ensu brazo, consciente de que no tenía niidea de qué hacer. Después de todo,sólo era un niño y era evidente queGadoric había sido llevado allí a lafuerza, por lo que necesitaría que lorescataran de la misma manera. Áquilasabía cuántos hombres ocupaban laestancia de Barbino, sabía que enrealidad eran demasiados para que elperro y él se enfrentaran a ellos.

Miró hacia el extremo lejano de lafinca, más cercano a la Vía Apia, dondeestaban situados los graneros, y sepreguntó si habrían llevado allí aGadoric. Como no podía ver nada desde

allí, decidió echar un vistazo solo paraasegurarse, así que salió de la arboleday anduvo ladera adelante mientrasbuscaba alguna pista que pudieravislumbrar al cambiar el ángulo de suvisión. Una vez que pasó la línea de losedificios, siguió colina abajo hasta queestuvo en el lado opuesto a su posiciónoriginal, y, mientras, animaba a Minca aque buscase el rastro otra vez por allí.El perro se movió al azar, con el hocicopegado al suelo, al tiempo que cubría ungran trozo de terreno en una búsquedainútil. De pronto, Minca se detuvo ylevantó la cabeza en dirección a losedificios cercanos, y Áquila se giró,

apoyado aún en su lanza. Entonces oyólos gritos y los perros que ladraban,ruido acompañado por los golpes de unlátigo. Arrojó la lanza al suelo y corrióhacia la valla de mimbre que demarcabael perímetro de los edificios de lagranja. Por el hueco que había entre dosgraneros, vio el grupo de hombresencadenados en medio del patio,rodeados por guardias armados, algunosde los cuales tenían perros de fieroaspecto que tiraban de recias cuerdas.

La cabeza y los hombros de Gadoricsobresalían por encima de los demás, eincluso desde aquella distancia, Áquilapodía ver que su cabello de lino estaba

apelmazado por la sangre seca, pero semantenía erguido, mirando a sualrededor con su único ojo, no como losotros que estaban encadenados a él, queparecían encorvarse bajo el peso dealguna carga enorme. No estaba seguro,pero parecían los hombres que habíantrabajado en la finca, en los trabajosmenos importantes: limpiar establos,remover el heno, mantener el patiolimpio. Una cosa que sí sabía era quetodos ellos eran esclavos. Áquila sedetuvo en la valla, sin saber qué hacer,hasta que oyó que Minca gruñía a sulado, y justo a tiempo lo alcanzó yagarró al animal por el pescuezo para

que no se lanzara al rescate de su amo.Minca se revolvió en sus brazos,queriendo liberarse sin hacerle daño, yel chico lo sujetaba y le hablaba en laextraña lengua bárbara que entendía, conpalabras suaves para intentar calmar alanimal.

Sabía que si Minca intentaba llegar aGadoric, tendría que pelear con cadauno de aquellos otros perros. Asíentretenido, cualquiera de aquellosguardias armados podían darle unlanzazo entonces. Tenía que alejarlo deallí, pues si alguno de aquellos guardiasblandía el látigo en algún sitio cerca deGadoric, no tendría fuerza para

contenerlo. Agarrando sus dos orejas,tiró de la cabeza del perro y lo arrastrólejos del punto desde donde podía ver asu amo. Áquila agarró su lanza y volvióa subir la colina a la carrera, con elperro pastor justo detrás de él. Subiómás arriba esta vez, y bordeó la parte deatrás de la arboleda en la que habíaestado antes. Un poco antes de perder devista la granja, oyó el zumbido del látigoen el aire de aquella mañana clara ymiro hacia atrás para ver que la hilerade prisioneros marchaba hacia laspuertas del frente, en dirección alcamino más allá del puente.

El chico corrió tan rápido como

pudo, y Minca debía de haber intuido sudestino, pues se puso a la cabeza endirección a la choza. Áquila sabía quepodría dejar el perro allí: con el trabajode guardar la propiedad de su amo, nose movería de allí y, además de eso,destrozaría a cualquiera que intentaraentrar. Alcanzaron la cabaña en pocotiempo, y Áquila, después de darle aMinca sus instrucciones, hizo todo elbuen trabajo que pudo para asegurar ellugar, aun a sabiendas de que ni lapuerta dañada ni las paredes podríandetener al perro si de verdad queríasalir. A medio camino a través delbosque, se dio cuenta de que la lanza

aún estaba en su mano.Maldijo en voz baja y giró para

volver a casa, pues sabía que tenía quedejarla allí antes de ir al encuentro de lacolumna de esclavos. Puede que fuera unromano libre, pero a nadie le gustaríaver un arma semejante en manos de unmuchachito. Atravesó a la carrera elarroyo, sin prestar atención a las piedraspasaderas, y el movimiento de suspiernas le salpicó, empapándolo hasta lapiel. Áquila entró deprisa en su choza ytiró la lanza en el rincón, junto al baúlde Fúlmina, y estaba ya a punto de salirpor la puerta, cuando oyó un lamentodoliente. La choza no estaba vacía, al

contrario de lo que había pensado alprincipio. Entonces Fúlmina pronunciósu nombre y el chico volvió a entrarpese a su resistencia. Ella yacía envueltaen su ropa de cama, su rostro lleno dedolor y surcado por las marcas delágrimas secas. Áquila tanteó bajo lasmantas en busca de su mano y, cuando latomó, la agarró con fuerza, se apretócontra el cuerpo de ella y emitió unjadeo sofocado. Una confusión totalocupaba su mente, porque no podíamarcharse y dejarla como estaba, perotampoco podía quedarse.

—Gracias a los dioses que hasvenido, Áquila —dijo Fúlmina a través

de sus dientes apretados—. He estadoaquí echada rezando para que volvieras.

—Tengo que buscar ayuda —gritó;sabía que la mitad de su mente estaba enel destino de Gadoric, y se sentíaculpable por ello.

—¡Ayuda! —la risa que salió de lagarganta de ella fue horrible. Él intentóapartarse de ella, pero la mano de ellaaún lo mantenía firmemente apretado—.Ya nadie me puede ayudar, hijo.

—¡No!El cuerpo de Fúlmina se encogió en

agonía, mientras apretaba su manocontra su bajo vientre; después, levantósu cabeza y susurró en su oído.

—En el baúl. Ve al baúl.Fúlmina soltó su mano y Áquila

obedeció. Debió de oír que la tapa seabría, porque sus ojos aún estabancerrados y aún así habló de maneraabrupta, cada par de palabras puntuadopor un pequeño lamento dolorido.

—Una pequeña ampolla… Áquila…Marrón oscura es… abajo, al lado de tumano derecha… bajo mi chal de luto…Rápido, hijo, rápido.

Áquila palpó aquel lado del baúlhacia abajo, y su mano se cerróalrededor del pequeño recipiente dearcilla; lo sacó y se lo aceró a Fúlminapara que lo viera. Ella seguía sin abrir

los ojos.—¿Lo… tienes… ya?—¡Sí! —él saltó otra vez a la cama

y agarró su mano otra vez.—Ábrelo… Áquila… pero no lo…

derrames —Fúlmina gritaba agonizante,incapaz de terminar lo que estabadiciendo, mientras Áquila rompía elsello de cera de la pequeña botella.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntóél desesperado.

—Ayúdame a… beberlo.Sujetó con las manos la cabeza de

ella y la levantó un poco, al tiempo queacercaba la ampolla a sus pálidoslabios. La otra mano de Fúlmina se

levantó para sujetar el dorso de la manode él; después empujó su mano haciaarriba para que el contenido bajara porsu garganta. Su cuerpo se contrajo variasveces y sufrió ligeras arcadas, como sino pudiera tragar el líquido, peroperseveró y mantuvo la ampolla en suslabios hasta que estuvo segura de queestaba vacía. Una vez que huboterminado, Áquila se la retiró de lamano, y entonces apoyó la cabeza deella en su pecho, sintiendo cómo losespasmos se espaciaban. Habló, tantopara confortarla, como para recordarsea sí mismo por qué había venido a casa.

—Los hombres de Barbino han

capturado a Gadoric. Lo han encadenadojunto a algunos otros hombres y se losestaban llevando hacia el camino laúltima vez que los vi. Mamá, tengo queir para ver si puedo ayudarle.

—El dinero, Áquila —dijo ella envoz baja, como si no lo hubiera oído.

—¿Dinero?—En el baúl.—No será suficiente para comprar

su libertad, mamá.Ahora parecía aliviada, pues la

poción que había tomado atenuaba eldolor.

—No, hijo. Nunca tuvimos suficientede eso para ser libres ninguno de

nosotros, pero cógelo de todas formas.De nuevo se acercó al baúl, mientras

Fúlmina hablaba en voz baja paraguiarle.

—Sácalo todo, Áquila.Aquel todo no sumaba demasiado:

un chal de luto, dos mantas de sobra, unblusón blanco limpio para Áquila quehabía cosido anticipándose al momentoen que él tuviera que vestir su túnica deadulto, con un cinturón de cuerorepujado para ceñir su cintura. Unapequeña caja que contenía las piedraspulidas, recogidas en el arroyo con elpaso de los años, que ella nunca habíaredondeado lo suficiente como para

convertirlas en un collar, algunosretazos de tela y las medias de cama deFúlmina para el invierno.

—Abajo, un doble fondo. Puedesmeter una uña por debajo.

El chico recorrió con sus dedos lamadera pulida hasta que sintió unapequeña hendidura, y levantó aquellatapa con la uña. Sacó la suave saca decuero, atada en el cuello con una tira, yla llevó a donde yacía su madre, queahora tenía los ojos abiertos. Parecíaque la poción había hecho efecto y eldolor se había ido, así que intentó darlela bolsa, pero ella la apartó.

—Es tuya, Áquila. Quédatela.

—Mamá, tengo que ir a ver qué le haocurrido a Gadoric.

Ella sonrió, y sus ojos volvían atener aquella luz amorosa; entonces, conun gran esfuerzo, se incorporó hastaestar sentada, se inclinó hacia delante ybesó el águila en vuelo de su amuleto decuero. Áquila oyó las palabras de suoración, que pedían a los dioses quemantuvieran su palabra. Después, volvióa tumbarse.

—¿Tu pastor? Sí, claro, márchate.Él se levantó para marchar y ella

habló otra vez.—Me pregunto, Áquila, si podrías

dejarme una sola de esas monedas.

—Sí —dijo él sorprendido, y abrióla bolsa.

—Hay algunas de plata. ¿Podríasdarme una de esas?

Vació la saca de monedas en sumano, a la vez que se preguntaba sicontenía lo suficiente como parasobornar a uno de los guardias deGadoric. No había mucho, sólo tresdenarios de plata, y el resto eran ases decobre. Le dio una de las monedas deplata a Fúlmina, que la apretó en sumano.

—Ahora, hijo, dale a tu madre unbeso de despedida y vete a ver qué pasacon tu pastor.

Áquila había plantado un besorápido en la frente de ella y ya estaba apunto de salir por la puerta antes de queella acabara de hablar y de despedirse.

—Te veré pronto, lo prometo.—Ruego a los dioses que no sea así,

hijo mío, igual que les he rogado, justoahora, que te concedan tu destino.

Fúlmina levantó la mano y se puso lamoneda debajo de la lengua. Después sequedó quieta, pues el dolor se había idopara no volver ya más. La poción, queella misma había preparado con susmanos, se encargaría de ello. Pensó enel chico y en su marido, y en la vida quehabía llevado. Al morir, la pequeña

cantidad de lágrimas que había reunidollenó sus ojos; después bajaron por loslados de su rostro.

Áquila alcanzó la columna deesclavos en cuestión de minutos, justocuando torcían hacia el sur hacia la VíaApia, pasado el desdibujado senderopolvoriento que conducía a su choza, yvio de nuevo a Gadoric, con su cabeza ysus hombros por encima del resto. Otroschicos se habían congregado alrededorpara seguirlos y burlarse deldesordenado grupo de hombresencadenados. Estaba muy cerca cuandovio que uno de ellos cogía una piedra yechaba el brazo hacia atrás para

lanzarla. Áquila se arrojó contra él y,con el impulso, lo lanzó por los aires, ycuando ambos cayeron al suelo, continuódándole un puñetazo en una oreja. Losdemás, una vez que se recuperaron,intentaron separarlos.

—¡Te mataré! —gritó él, mientras seagitaba en los brazos de los chicos a losque solía llamar amigos.

—¡Quietos ahí! —gritó uno de losguardias separándolos a empellones. Lacolumna se había detenido, así queÁquila se soltó de los brazos que losujetaban y miró a su alrededor para verel único ojo de Gadoric fijo en él. Elpastor le hizo un solo gesto enfático con

la cabeza y sólo entonces Áquila se diocuenta de que su amigo había perdido suforma de andar arrastrando los pies queempleaba normalmente cuando otrospodían observarlo. Se erguía en toda suestatura, como Áquila lo había vistotantas veces, orgulloso y magnífico,aunque estuviera vestido con haraposensangrentados.

El guardia rio y se dirigió aGadoric.

—Tu pequeño amiguito ha venido arescatarte, rubiales. Aquí tienes ahora elverdadero amor. Hace que uno sepregunte a qué os dedicabais los dos enaquella choza de allí.

Los demás guardias rieron yañadieron comentarios procaces de suspropias cosechas. Áquila no podíaoírlos en realidad, pues toda su atenciónestaba fija en Gadoric, que, de pronto,habló deprisa en su propia lengua, asabiendas de que sólo Áquila podríaentenderle.

—Espero haberte enseñado bien.Cuida de Minca —su único ojo semovió hacia un lado para señalar alguardia, que aún se reía de su propiabroma—. Puede que nos vieranpracticando con la lanza. Da lo mismo,saben que no soy el loco idiota quefingía ser.

—No hables —gruñó un guardia.—¿Qué está diciendo? —preguntó

otro, confundido por la lengua celta.—Se acabó el pastoreo, Áquila —

dijo Gadoric con rapidez.El guardia que había hecho la

broma, se adelantó y levantó su maza. Siesperaba que su prisionero esquivara elgolpe, se llevó una decepción. Gadoricse quedó mirándolo fijamente y la mazapermaneció en el aire.

—Una palabra tuya más, hijo deputa, y nunca llegarás cerca de Sicilia.

—¡Sicilia!El guardia, que era evidentemente el

superior de sus compañeros, dio la

vuelta y empujó su cara contra la deÁquila, disfrutando de sus palabrasmientras hablaba.

—Oh, sí, chaval. Nuestro pastoridiota de aquí, que tanto ha engañado asu amo, ha sido destinado a cultivarcereal. No tendrá mucho que comer ni unpoquito de agua para beber, y con esecalor, no creo que vaya a aguantardemasiado, lo que es más que bueno,digo yo.

—Algún día, Áquila —dijo rápidoGadoric, aún en su propia lengua—,tendrás que preguntarle a tu mamá si deverdad eres hijo suyo.

La maza de uno de los otros guardias

le golpeó en la espalda con tal fuerza,que lo envió hacia delante, y Gadoricintentó girar, con el rostro lleno de odio,pero las cadenas que lo unían a suscompañeros de cautiverio lo detuvieron.

El otro guardia tenía otra vez lamaza preparada.

—Adelante, cabrón. Será unauténtico placer aclararte las cosas.

—¡No! —gritó el líder, tan cerca deÁquila que hizo saltar al chico—. Morirno significa nada para él, pero dejemosque afronte una muerte lenta,derrengándose en los campos, y yaveremos si eso lo disfruta.

—Señor —dijo Áquila en voz baja,

pero con urgencia, mientras tiraba de latúnica del capataz— ¿El dinero aliviaríasu viaje?

Los ojos del hombre se entornaron, yse detuvo antes de contestar. Cuandohabló, su voz estaba llena de dudas.

—Puede ser, chaval, pero ¿de dóndeva a sacar el dinero alguien como tú?

Áquila levantó la saca de suavecuero y la depositó en la mano delcapataz. Cuando entrevió lo que estabahaciendo el chico, el hombre se giró yordenó a la columna que siguieraadelante, acción que separó a Áquila detodos los demás. Sin embargo, una delas manos del hombre permanecía

quieta, extendida hacia atrás, y con ellacogió lo que se le ofrecía. Al mirarhacia abajo, Áquila vio que la manosopesaba la bolsa un par de veces.Entonces volvió a girar hacia el chico yle habló claro desde la comisura de laboca.

—Aunque esto no hará que tu pastoracabe bien, chaval, al menos aseguraráque sobreviva para llegar a Sicilia —lavoz perdió su tono amable, se hizoáspera otra vez—. Además, no dependede mí, y por lo que he oído, los hombrescomo él no duran mucho en esa parte delmundo.

Permaneció junto al lecho de

Fúlmina, mirando la expresión de paz desu rostro mientras tocaba con la mano elamuleto que llevaba en el brazo. Eracomo si los dioses se hubiesen puesto deacuerdo para dejar su vida vacía de todolo que apreciaba, porque sabía que novolvería a ver a Gadoric o a Sosia, igualque sabía que su mamá nunca volvería aabrazarlo. Áquila no era muy dado a laslágrimas, pero ahora lloraba, y sussollozos fueron subiendo de tono hastaque gimió de pena, incapaz de decir quépérdida era la mayor. Al final cesaronlos gemidos; tenían que cesar, puesningún ser humano podría sostener unsonido semejante, y se arrodilló junto a

la cama, sus ojos cerrados con fuerza,llenos de imágenes que hacían quequisiera morirse.

Así fue como se lo encontró Dabo,acurrucado, y su mano aún sujetaba la deFúlmina. El granjero, que llevaba unmontón de comida en los brazos, mirósin emoción el cuerpo muerto y sepreguntó cómo afectaría aquello a suacuerdo. Al cerrar aquel trato, él sabíaque Clodio estaría lejos más de unaestación, pero nunca había pensado queel servicio fuese a extenderse por tantotiempo. No es que no hubiese sabidoprosperar por eso. Lo que más lepreocupaba era el pensamiento de que

Clodio volvía a casa, de permiso, yobligaba a Dabo a cumplir con susobligaciones, a la vez que hacía peligrarsus posibilidades de incrementar aúnmás su riqueza.

No le costaría mucho al papá delchico enterarse de que, durante todo eltiempo que Clodio había cumplido elservicio en su nombre, Dabo se lashabía arreglado para no pagar ningúnimpuesto, lo que sería una potenteamenaza si llegaba a haber una disputaentre ellos. Puso su mano con suavidaden el hombro de Áquila, con una ternurasacada de la necesidad, más que decualquier otro sentimiento. Dabo tenía

que crear una impresión por la queClodio, en el caso de regresara, pensasebien de él.

—Vamos, chico. La muerte nosllegará a todos. Le prepararemos unapira decente y la despediremos demanera adecuada.

Áquila, con los ojos enrojecidos,miró a Dabo. A Fúlmina no le gustaba,tampoco a él, que culpaba a Dabo de laausencia de su papá. Entonces, recordó.Clodio no era su padre, al igual quetampoco Fúlmina había sido su madre.Dio media vuelta y salió corriendo de lachoza en dirección al río, los bosques yaquel chamizo en el que tan buenos

momentos había pasado. Iba tambiénhacia la única cosa en su vida queparecía verdadera. Se lo habían quitadotodo, todo, excepto una cosa: el perro,Minca.

—¿Y si parte a reunirse con supadre? —dijo Dabo. Sabía que su gordaesposa no le estaba escuchando enrealidad, más preocupada en acabar conel cuenco de uvas que había sobre lamesa que en escuchar la lista delamentos de su marido, aunque enverdad Dabo sólo estaba pensando envoz alta. Si su mujer hubiera aventuradouna opinión, probablemente le habríadicho que cerrara la boca—. Podrías

decirme que da la casualidad de queClodio no ha vuelto a casa aún, y esverdad. Pero, si el chico lo encuentra,sabrá que nuestro acuerdo está muerto.Y, entonces, ¿qué?

Paseaba por la habitación principalde su casa, levantando nubes del polvoblanquecino que se había acumulado enel suelo por los muros recién enyesados.Giró sobre sí mismo con los brazosabiertos para indicar aquella habitaciónapenas amueblada. «¡Y justo cuandoacabo de construir este sitio!».

«Este sitio» no tenía aún un tejadoapropiado. El hombre que se habíaencargado de fabricar las tejas había

ofrecido su trabajo por debajo de suvalor para conseguir el encargo, y ahoraexigía más dinero para acabarlo. Dabosabía que, al final, tendría que pagar,pero lucharía tanto como pudiera y sólopagaría cuando se acercara el invierno,pues nada señalaba el nivel de su éxitocomo aquel edificio. En realidad, sóloera un lado de una auténtica villa, peroya había dibujado los planos paraextenderla alrededor y que así formarauna de aquellas elegantes villas como lade la finca de Barbino, carretera arriba.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer,quedarte ahí sentada y cebarte? —soltó,dejando que su frustración sacara lo

mejor de él. Su esposa lo ignoró y setomó una preocupación exagerada en laelección de la siguiente uva—.Tendremos que traérnoslo aquí connosotros, alojarlo aquí.

—Y darle de comer —graznó suesposa, hablando por fin. Su voz parecíainsinuar que cualquier alimento que se lediera al muchacho disminuiría lo quequedara para ella.

—De todas formas, tengo que salir abuscarlo para que encienda la pirafuneral de Fúlmina.

—¡La pira! —su esposa soltó lasuvas que tenía en la mano—. Lo únicoen lo que estás pensando es en incendiar

su choza con el cuerpo aún dentro. Yono llamaría pira a eso.

—Supongo que tú querrías que leconstruyese una pira de verdad —gruñóél—. Una de diez pies de altura y mediobosque para que descanse encima. Esome costaría unos buenos denarios —Dabo apuntó hacia ella con el dedo y seinclinó sobre la mesa para enfatizar suspalabras—. ¡La madera no crece en losárboles! ¿Lo sabías? —salió por lapuerta antes de darse cuenta de lo quehabía dicho, y el eco de las carcajadasde su esposa detrás de él, en la casa sinamueblar, le hizo sentir aún másenojado.

Áquila no estaba en la cabaña delpastor; parecía que habían arreglado ellugar y habían encontrado un nuevoocupante. Dado que las ovejas estabanfuera de sus rediles, Dabo asumió que elcapataz de Barbino había encontrado unnuevo pastor, así que se dirigió albosque, pues sabía que el chico siemprehabía jugado allí.

—Pequeño cerdo vago —murmurópara sí, mientras se tambaleaba entre lamaleza—. No ha trabajado ni un día desu vida. Yo lo enderezaré y lo pondré atrabajar en los campos igual de rápido.Se ganará el alojamiento en mi casa.

Intentó poner en su voz toda la buena

voluntad de que era capaz mientrasgritaba el nombre del chico, inclusosonreía al hacerlo, por si acaso loestaba observando en secreto. Puedeque, muy dentro de su verdaderanaturaleza, Dabo fuese un cabrónavaricioso, pero había sido soldado, yera un hombre de campo hasta lamédula. Los pelos de su pescuezo y lahormigueante sensación en su piel ledecían que había alguien cerca,probablemente Áquila, así que habló envoz alta, y su voz levantó un eco en elbosque, que aparentaba estar vacío.

—Vamos, muchacho. Sé que estásdisgustado, tienes que estarlo. Te

dejaría en paz si pudiera, pero ¿qué levoy a hacer? Soy un tipo demasiadodevoto como para empezar el funeral detu madre sin ti. Es tu obligación verlamarchar. Ella sufrirá en el Hades sólo sitú no estás.

La lanza estaba a veinte pasos de él,pero él vio el resplandor de su cabezade plata por el rabillo del ojo y el ruidosordo cuando se clavó en el tronco de unroble le sobresaltó. Aprovechó ladirección del asta bamboleante parabuscar su punto de partida. No habíaseñal de Áquila, pero aquel enormeperro quedaba a la vista, y lo dejóclavado con su terrorífica mirada.

—Ella no era mi madre, ¿verdad?Dabo se giró al tiempo que se

mordía la lengua para no maldecir:¿cómo habría dado la vuelta por detrásde él aquel chico en tan poco tiempo ysin hacer ruido? Áquila estaba de pie,con los brazos a los costados. No habíanada amenazante en su actitud, aunque sehabía ocupado de informar a aqueladulto de que podía haberlo matado confacilidad.

—Bueno, puede que sea así —replicó Dabo con calma, pues sabía queahora el perro estaba detrás de él y lasensación nerviosa de su espalda ledecía que se había acercado más—.

Pero te crio como a su hijo, te adoptó,aunque no lo hiciera oficialmente.Tienes que ver cómo se va, muchacho.Sé que la querías mucho.

Los hombros del chico sederrumbaron de repente y bajó lacabeza, así que Dabo se acercó a él, aldarse cuenta por primera vez, con unaligera conmoción, de que ahora Áquilaera un poco más alto que él mismo.Estaba a punto de rodear los hombrosdel joven, en un gesto paternal, cuandooyó que el perro gruñía. Estaba muycerca, a juzgar por el sonido, y Dabo diomedia vuelta para ver al perro por elrabillo del ojo.

—Te agradecería que le dijeras a tuanimal que soy amigo.

Áquila no levantó la cabeza, perodijo algo que Dabo no pudo entender, yel granjero se sintió aliviado al ver queel perro se sentaba. Dio unas palmaditasen el hombro de Áquila, y sus ojos sefijaron en el amuleto de cuero con eláguila bordada, y lo examinó mientrasbuscaba las palabras correctas queemplear. Para sus ojos, aquello no eraun objeto romano, y no era algoapropiado para que lo llevara un chicode la edad de Áquila. Se preguntó depasada si se lo habría dado el pastor. Siera así, aquello confirmaría lo que ya

pensaba él, junto con el resto delvecindario, sobre la relación entre ellos.

—No puedes quedarte aquí afuera enlos bosques, hijo. Necesitas un hogar.Hice el trato con tu padre de que oscuidaría a Fúlmina y a ti. Puede que ellahaya muerto, pero todavía te tengo a ticomo una obligación en mi conciencia—la voz de Dabo asumió un tono deesperanza—. He llevado las cosas queella tenía a mi casa. Quemaremos lachoza para verla partir. De cualquierforma, aquello está a punto dederrumbarse. Después podrás venirteconmigo.

—Iba a reunirme con Clodio.

—¿A tu edad? Puede que seas alto,pero aún eres un crío. No puedo dejarque vagabundees por ahí, expuesto a loscaprichos de los cielos. ¿Cómo podríamirar a la cara del viejo Clodio si tepasara algo? No. Tú te vienes a vivirconmigo.

Notó que el chico se ponía tensocuando lo cogió del brazo, justo porencima del brillante amuleto de cuero, ehizo la fuerza justa para moverlo unpoco.

—No quiero oír ni una palabra encontra, muchacho, y le enviaré unmensaje a tu papá para que vuelva acasa y pueda cuidar él de ti. Ahora, ven.

Sabes que es lo que hay que hacer.Áquila se dejó llevar y Minca se

levantó y fue caminando tras ellos. Elhombre mayor hablaba sin cesar, pero lamente de Dabo estaba en otra parte.¿Debería dejar que Áquila se marcharay aprovechar así la posibilidad de queacabara mal durante el viaje? Lacarretera a Illyricum era larga ypeligrosa, en especial para un joven debuen ver que había tenido una vidaprotegida. Era una tentación, pero Dabosabía que no podía elegir. No saber loque le habría sucedido al chico ni sihabría fracasado en encontrar a supadre, era la peor alternativa posible,

una que haría que Dabo enloquecieraesperando. Así que se lo llevaría a casay lo espabilaría, aunque tuviera queencadenar a aquel perro, porque Dabosabía que podría hacer nada con el chicohasta que no lo hiciera.

Aquellos pensamientos hicieron queapretara la mano que sujetaba el brazode Áquila, aunque la relajó enseguida, sibien su mano se moría por agarrarlo conauténtica fuerza. Lo que necesitaba aqueljoven era una buena paliza, oposiblemente más de una. Eso y un parde días agotadores de duro trabajo enlos campos. ¡Verdadero trabajo!Aquello le quitaría la tontería. Pero, lo

primero era lo primero: lo llevaría a lachoza para que viera el funeral deFúlmina; ataría aquel animal y, después,si es que Clodio volvía alguna vez, seencontraría con una criatura del tododiferente a ese cabroncete descaradoque caminaba junto a él.

Cuando Didio Flaco y CholónPyliades regresaron, una semanadespués, al paso de Thralaxas, noquedaba nada en pie que ver, ni siquierahuellas de lucha. Cualquier huella decenizas y huesos había sido eliminadapor los pasos apresurados de quienes,

tras sobrevivir a la batalla contra laslegiones, habían huido. La rebeliónhabía acabado y habían aplastado alenemigo. Puede que su general fuera unestúpido seboso, pero el entrenamientoque Aulo había instituido en su ejércitorindió buenos dividendos cuando sellegó al enfrentamiento real. El campoestaba sembrado de huesos dacios, conilirios y epirotas que completaban lascifras. Vegecio Flámino obtendría sutriunfo y, probablemente, tambiéneludiría cualquier censura por suconducta previa, puesto que era difícilimpugnar a un general victorioso.También era difícil para Flaco, después

de tantos años de servicio, asumir elhecho de que ahora estaba retirado. Elsirviente griego nunca se sobrepondría ala pérdida del hombre al que amaba.

—Y ¿ahora qué? —dijo Cholón.—El camino más rápido para volver

a casa, compadre —replicó Flaco.—¿Cuál es?—El camino de las legiones: al sur

hasta Épiro y cruzar por mar hastaBrindisi.

Cholón sonrió, aunque sentía sucorazón como si fuera plomo.

—Y yo que pensaba que queríasalejarte de las legiones.

—Eso quiero —dijo el recién

jubilado Flaco emocionado. Se pasó lasmanos por su corto cabello gris—. Perotengo incluso más ganas de sacudirme elpolvo de Illyricum de las sandalias.

Flaco había evitado darle al viejoadivino de Salonae ni un momento paraque se explicara. El hombre habíaintentado farfullar algo mientras Flaco ledaba varias puñaladas, pero el mensajese perdió en los lamentos de la agonía,aunque las últimas palabras habían sidoclaras y los ojos del viejo brillabanmientras las pronunciaba.

—Todo lo que he dicho se harárealidad.

—Cuéntaselo a la diosa Angita.

Flaco lo había agarrado para sacarlemás información, sólo para ver que laluz de la vida se desvanecía de los ojosdel adivino, mientras él se quedaba en elmismo estado de duda sobre su futuroque la última vez.

—Tengo que buscar a los herederosde los que murieron aquí —dijo Cholón—. Mi amo dejó instrucciones para quese les concedieran pensiones.

—¿Era muy rico? —preguntó Flacosorprendido.

—Su auténtica riqueza estaba en sucarácter —Cholón se llevó las manos alos ojos y las apretó para no llorar—.Creo que el polvo de este sitio se me

pegará hasta matarme.Flaco se dejó caer al camino lleno

de arena y recogió un puñado.—Entonces, llévate un poco,

compadre. Siempre es mejor ser capazde mirar a tu enemigo justo a la cara.

Tras un rápido encantamiento a Jano,el soldado retirado emprendió el caminodel sur.

Capítulo Treinta

Quinto Cornelio estaba siendoestentóreo de una manera teatral,dejándose llevar por la tristeza delmomento, y, por una vez, su madrastrano se sentía inclinada a reprochárselo.Durante un momento, cuando había oídola noticia de la muerte de su padre,Quinto parecía no feliz, pero sítranquilo. Por supuesto, había recibidosu herencia —ahora era el cabeza de lafamilia de los Cornelio—, y estabadescribiendo, mientras esbozaba sus

ideas para las esculturas que rodearíanla tumba, las imágenes que vería elpúblico cuando pasara junto a ella en lacarretera de entrada y salida de Roma.

—Creo que tu padre se preocuparíamás por lo que hubiera en el altar de lafamilia.

—No tenemos máscara mortuoria,mi dama, pero se puede hacer una de lamejor de sus estatuas, la de parecidomás llamativo, y se colocará en el lugarde honor.

—Ni cenizas —dijo Claudiaapesadumbrada—. Es triste que unhombre semejante no tenga cenizas nipira con plañideras llorando a su paso.

Creo que deberíamos haber visto sualma ascendiendo a los cielos y no sólouna bandada de palomas.

—Cholón trajo un puñado de polvodel lugar en el que murió. He pensadoque debería ir dentro del sarcófago, y lainscripción del costado recordará a losromanos, mientras exista el tiempo, quemi padre murió igual y con tanta valentíacomo Leónidas en las Termópilas.

—Muchos hombres murieron con él,Quinto, no lo olvides.

—Soldados corrientes, mi dama.—Soldados romanos, setenta y

cuatro de ellos. Quiero erigir una placacerca de su tumba con la lista de sus

nombres, porque fueron tan valientescomo su general, y estableceré unsacrificio en su memoria cada cada año,para que el dios Eternidad se acuerde desu valentía.

Por la manera que tuvo Quinto dedecir «Como desees», Claudia no dudóde que pensaba que su idea era unatontería insensata, aunque sabía que sudifunto marido la habría aprobado. Éltambién pensaba que cualquier pena queella mostrase por la muerte de Aulo eraimpostada: al ser él el tipo de personainsincera que era, Quinto tendía aetiquetar a otras personas con el mismodefecto. Quizá Cholón fuera sincero,

pero no la amaba en absoluto, pues erala esposa que había hecho tan infeliz asu amo, y los dos se habían quedado enun silencio incómodo cuando ellalloraba ante las condolencias que elcónsul mayor había expresado en la casa—un honor señalado que mostraba cómoveían a Aulo sus iguales. Ella esperabaque Tito, que estaba en camino, llegarapronto; no es que ella pudiera sincerarsecon él, pero al menos él aceptaría que sudolor era genuino, que lo era, aunqueella era lo suficientemente honestaconsigo misma como para ver que habíacierto grado de autocompasión en suangustia.

Sabía que debía sentirse libre.Quinto pensaba que Claudia eraindiferente al buen nombre de la familiade los Cornelio, pero no era así: lamemoria de su marido era demasiadofuerte para ella como para dejar quecayese fácilmente en el descrédito. Alhaber hecho daño a Aulo en vida, noquería mancillar su nombre una vezmuerto, y en cuanto a Breno, que ahorase había convertido en una molestiabastante grande, al ser objeto deconversaciones ocasionales en loscírculos por los que ella se movía, sumás reciente barbaridad era otroejemplo de odio. Su oposición a Roma

no se había dulcificado, y ella sabía quetenía varias esposas y una gran familia,incluso una numerosa tribu propia.

¿Debería dejarlo todo atrás ymarchar a Hispania, aunque no hubieragarantías de que fuera a ser bienvenida?¿Cómo podría contarle que su hijo, elfruto de su unión, que había sidoabandonado por Aulo y que casiseguramente estuviera muerto; que eltalismán que tanto se había preocupadode conservar, ella no sólo lo habíacogido, sino que lo había perdido; queestaba enterrado bajo el musgo en algúncampo o colina boscosa, colgado de loshuesos de recién nacido? Las imágenes

de aquel año horrible pasaron deprisapor su mente. Al menos Aulo habíamuerto sin ser consciente de que el niñohabía sido fruto del amor, y habíaexpirado de la manera que siemprehabía querido: como un soldado quesirve a la República. Resultaba extrañopensar que, pese a la tensa relación quehabían tenido los últimos once años, ellaestaba segura de que iba a echarlo demenos.

El esclavo había entrado de formatan silenciosa, que cuando le habló aQuinto, ella se sobresaltó.

—El nobilísimo Lucio FalerioNerva está a la puerta, señor, y ruega

que se le permita entrometerse envuestro dolor.

—Haz pasar al senador enseguida—gritó Quinto, casi radiante—. Quéhonor, mi dama, qué honor.

Estaba tan ansioso, tan henchido deque tal hombre lo visitara, que Claudiadeseó preguntarle por qué no gateabahasta la puerta y la abría él mismo, perose había declarado una paz tácita hastaque pasaran los ritos funerales, y ella notenía intención de romperla. ¿Tanextraño era que el hombre a la cabeza deRoma llamara para ofrecer suscondolencias por la muerte de susoldado más poderoso? No parecía que

lo moviera el afecto: no se podía vivircon Aulo sin saber cuán a menudo sedesesperaba con su amigo de infancia,como tampoco se podía ignorar queLucio lo había desairado más de unavez, de manera sutil, por supuesto, puesera un maestro en ese arte, pero, al fin yal cabo, eran desaires. De haber sidoClaudia la cabeza de familia, al menoshabría hecho esperar a aquel resecosarmiento envenenado. Como no era así,enseguida estaba con ellos, con su hijopegado a él, vestido de negro en vez decon su toga normal.

—Mi dama Claudia, sé que puedomedir tu pérdida, pues también la sufro

yo, y no sé cómo podría ser peor.Había dos opciones: burlarse de él o

aceptar sus condolencias. La forma quetenía Quinto de esperar, cambiando supeso de un pie al otro, casi le hizoescoger la primera, pero su educaciónvenció y eligió la segunda.

—Sé cómo te estimaba mi difuntomarido. Creo que verte aquí y de lutoreconfortaría su alma.

—¿Su alma? —dijo Lucio conexpresión devota—. ¿Hubo alguna vezun hombre con un alma tan pura?

Ella no pudo resistirlo.—Sé que tú, Lucio Falerio, puedes

discernir la pureza mejor que ningún

otro hombre en Roma.—Siento que conocía a Aulo mejor

que nadie de fuera de su familia, puestoque fuimos amigos desde la más tiernainfancia. Servimos juntos como cónsulesy ningún hombre podría haber pedido uncolega más leal.

—Eso era algo que mi difuntomarido apreciaba mucho. Mencionaba amenudo la profundidad y la permanenciade vuestra asociación.

Claudia había escogido la palabra«asociación» a propósito, y la maneraen que la pronunció iba encaminada adejar que Lucio supiera cuánto le habíafallado al respecto: que todo el trabajo

por mantener viva su amistad habíarecaído en Aulo. Puede que Quinto noestuviera del todo seguro de lo quepasaba, pero conocía a su madrastrademasiado bien como para confiar enella, y no estaba preparado para dejarque aquella conversación siguiera sucurso.

—Somos muy conscientes, LucioFalerio, del honor que le rindes a lacasa de los Cornelio.

—Tu padre hizo mucho más porhonrarla, Quinto, pero estoy seguro deque sus hijos añadirán aún más prestigioal nombre de los Cornelio. Puedoasegurarte que tu hermano Tito estará en

casa a tiempo para los ritos, y megustaría llamar tu atención sobre mi hijo,Marcelo, que me pidió permiso paraacompañarme y tiene sus propiaspalabras que decir.

Con un movimiento, atrajo haciadelante al joven, y este se inclinó anteClaudia.

—Mi dama, sólo vi una vez avuestro difunto marido, pero fue unmomento memorable. Para mí,ejemplificaba la propia esencia de todolo que de mejor tiene Roma. Con supermiso, me gustaría tomarlo como mimodelo de vida, junto con el de mipropio padre, con la esperanza de, algún

día, poder imitar su naturaleza y sushazañas militares.

La sinceridad del muchacho eraevidente, y Claudia la recompensó concreces.

—Eres generoso en tus elogios,jovencito, y estoy segura de que QuintoCornelio no pondrá objeciones siempreque quieras buscar consejo en el altar dela familia de los Cornelios.

—Lo consideraríamos un honor, amoMarcelo —añadió Quinto.

—¿Me permitís que os sobre lospreparativos funerales? —preguntóLucio— Lo hago sólo para así poderinformar a mis compañeros senadores

sobre lo que se está planeando.—Desde luego —replicó Quinto,

mientras se acercaba a Lucio, que seapartó con él para dar ambos unospasos, con las cabezas juntas,conversando tranquilamente.

Claudia se quedó con Marcelo, que,era evidente, no sabía en absoluto quéhacer y se sentía incómodo bajo elescrutinio de una noble dama que lomiraba con atención, mientras sepreguntaba cómo una criatura comoLucio Falerio se las había arregladopara engendrar semejante heredero:guapo y de buena constitución para suedad, era obvio que podía hablar sin

hipocresía.—Acércate, Marcelo, y cuéntame

cómo conociste a mi difunto marido.Hablaron durante durante un rato,

tiempo suficiente para que Marcelo lecontara que había estudiado lascampañas militares de Aulo bastanteantes de conocerlo; que había sido unencuentro breve, pero, con un par depalabras, un hombre al que ya admirabahabía crecido enormemente en suestimación.

—Lo cierto es, mi dama, que AuloCornelio tenía el gran don de no sólo serun gran soldado, sino también parecerlo.

—Estoy segura, Marcelo Falerio, de

que algún día tú compartirás esacualidad. Creo que ya puedo ver elhombre en que se convertirá el niño, yresulta muy satisfactorio.

Aquello era el tipo de halago deconversación que empleaban ensociedad los adultos, y quedó claro, porsu respuesta tartamudeante, que era algoa lo que Marcelo no estabaacostumbrado: lo que Claudia no habíatenido en cuenta era que Marcelo nohabía tenido madre, al igual que la vidade restricciones que llevaba, y que sumirada gacha le ocultaba a ella el hechode que la admiración del jovencito no sereducía a su difunto marido. La mujer

que estaba ante él no sólo eraaristocrática y sofisticada —incluso deluto, era aún joven y muy hermosa, ypara un muchacho en la cima de supubertad, tenía un gran encanto.

La voz de Quinto, con un definidotono de despecho, quebró la intimidadde su conversación.

—No puedo obligar a Cholón a quehable contigo, Lucio Falerio. Además,ya no vive bajo este techo. Mi padre leconcedió la libertad en su testamento, yle dejó una gran suma de dinero, lo que,me temo, se le ha subido a la cabeza.

—Entonces apelaré a él comociudadano romano. Estoy seguro de que,

al haber conseguido semejanteprivilegio, se lo tomará en serio.

—Si me permites darte un consejo,Lucio Falerio —dijo Claudia—, dirígetea él como al hombre que sirvió a mimarido, y puede que aún le sirvacontándote todo lo que quieras sabersobre ese cerdo asqueroso que letraicionó y dejó que muriese.

—No tengo ninguna duda de queVegecio Flámino sacrificódeliberadamente a mi amo paraprogresar en su propia carrera, y sidesconfías de mi palabra, habla con elcenturión Didio Flaco, pues fue a él aquien Aulo Cornelio envió para pedir

refuerzos.Lucio lo sabía todo sobre lo que

había sucedido tanto en Illyricum, comoen Thralaxas. Había leído todos losinformes y, tras interrogar a los oficialesde Vegecio, tenía un relato bien clarosobre lo que aquel hombre había hecho.Incluso tenía el testimonio de lossacerdotes oficiales de que el abandonode Aulo y sus hombres había sido unacto deliberado, provocado por laenvidia y la ira, y no un error táctico,pues el gobernador les había ordenadoque sacrificaran una cabra y leyesen susentrañas para asegurarse de que susacciones le traerían el éxito que

anhelaba. Había hablado incluso conFlaco para averiguar qué había visto yhecho Aulo en aquella exploración haciael sur durante la que se había dadocuenta por primera vez del alcance de larevuelta.

Nada de lo que el centurión le habíacontado le resultó más iluminador que loque ahora le estaba contando Cholón,pero era necesario, por mera costumbre,hacer pasar a aquel esclavo reciénliberado por un interrogatorio parallegar al núcleo de lo que quería saber.Así que le dejó hablar, e incluso estuvosentado con aire de algo parecido a lacompasión mientras Cholón lloraba,

hasta que el hombre se quedó seco detodo lo que tenía que decir sobre lanobleza de su difunto amo, o sobre latraición de Vegecio.

—¿Mencionó tu amo alguna vez algosobre las águilas?

—¿Águilas? —Cholón se sorbió lanariz, se secó las lágrimas y miróconfundido—. Vimos muchas. Illyricum,al menos la parte montañosa, está llenade ellas.

—Volando.—Sí, es lo que hacen las águilas.—¿Se refería Aulo a ellas de alguna

forma?—No, que yo recuerde.

—Estaba pensando quizá en una quetenía las alas sujetas, una que intentaríavolar sin conseguirlo.

Era evidente que Cholón estabaconfuso.

—No vi una criatura semejante.—¿Tenías una relación cercana con

tu amo?Cholón quiso decirle: «Más cercana

de lo que sabes», pero en realidadcontestó:

—Todo el tiempo que estábamosdespiertos, y yo dormía en la antecámarade su tienda. La única vez que no estuve,fue porque me envió fuera. ¿Por qué lopreguntas?

Lucio movió una mano en el aire.—No es por nada, en realidad, tan

sólo algo sobre lo que Aulo y yohablamos hace muchos años. Fue algoque nos contaron de niños, y existe laperfecta posibilidad de que fuera falso.

—¿Puedo preguntar qué era?Lucio fue bastante astuto.—Si tu difunto maestro prefirió no

explicártelo, creo que lo únicoapropiado sería que yo hiciera lomismo.

Cholón se lo pagó con creces,disfrutando de la nueva libertad que lepermitía dirigirse a alguien como Luciocomo a un igual.

—¿Cuándo vas a impugnar aVegecio?

—¿Estás seguro de que lo merece,Cholón?

El griego se molestó.—Merece que lo aten, que lo metan

en un saco con un perro y una serpiente,y que lo arrojen al Tíber, pero ¿dóndeestá? Acampado con su legión a lasafueras de Roma, a la espera de que elSenado le otorgue un triunfo.

—Confía en mí, griego, el Senadosabrá cómo hacer lo correcto.

—Saludos, Lucio Falerio —dijoVegecio Flámino con la vozdecididamente temblorosa—. Y

bienvenido al campamento de la DécimaLegión.

El ex gobernador sentía curiosidadpor la caja que el esclavo de su visitantetraía, pero no había manera de quepudiese preguntar lo que contenía. Teníala esperanza de que Lucio hubieravenido a decirle que estaba a punto deapoyar la moción que le otorgaría sutriunfo, que le garantizaría la aceptación,aunque no había nada en elcomportamiento del censor que apuntaraen aquella dirección. Pero, entonces,Vegecio recordó que Lucio no erallamado Nerva en vano. Era famoso porenmascarar sus pensamientos: podía

estar contemplando aquello o undestripamiento ritual, uno nunca lopodría decir. Que hubiera salido deRoma para visitarlo en su campamentolegionario, sin lictores ni escolta, era unsigno positivo.

—Hago lo que debo. Como a losgenerales victoriosos no se les permitela entrada a la ciudad sin aprobación,tengo que venir yo a ti, porque sientoque necesitamos hablar.

Vegecio señaló una mesa repleta defruta, pan, delicados dulces y vino.

—¿Puedo ofrecerte un refrigerio?Lucio declinó la oferta con un gesto,

lo que disgustó visiblemente a su

anfitrión, que había postergado elpicoteo de lo allí dispuesto para nodesmontar la cuidadosa disposición.Tenía hambre y se moría por un vaso devino, pero eso no era nada nuevo: paraun hombre como él, aquellos deseoseran algo permanente. Lucio pensabaque Vegecio había engordado desde laúltima vez que lo había visto, y ya el díaque se le había otorgado el gobierno deIllyricum, no era una criatura esbelta. Sehabían inflado en especial sus mejillas;sus labios, rojos y húmedos, siemprehabían sido desagradablemente gruesos.

—Tengo entendido queconseguisteis mucho botín de la

rebelión.—Carros llenos. Desnudamos tanto

a los vivos como a los muertos.«Serías capaz», pensó Lucio.

«Probablemente hayas desnudado a todafamilia de ambas provincias para hacerque tu triunfo parezca másimpresionante.»

—Bien. Me gustaría examinarlo sino te importa.

El ¿por qué? murió en los gordoslabios de Vegecio.

—Como desees. ¿Necesitas que teacompañe?

—No, Vegecio, me contentaré conun hombre de bajo rango para que me

enseñe los carros. Mientras tanto, esevidente que tienes necesidad de comiday bebida, así que puedes darte el gustomientras estoy fuera.

—Puedo esperar —replicó Vegeciopoco convincente.

—Abre esa caja que he traídoconmigo mientras me ausento, puede queayude a suprimir tu apetito. Hablarécontigo sobre lo que contiene cuandovuelva.

Lucio fue guiado por un esclavo,después por un viejo soldado que era elresponsable de los trofeos triunfales.Estaban detrás del pretorio, filas y filasde carros cargados con yelmos, espadas

y escudos, pieles de animales ysímbolos tribales, demasiados comopara examinarlos en persona. Porfortuna, el viejo que estaba con él habíaayudado a cargarlos desde el desordenen el que estaban cuando llegaron alcampamento al principio.

—¿Águilas? No recuerdo habervisto ninguna, honorable, no es símboloque usen esos hijos de puta, con perdón.Van cargados de lobos y osos, meatrevería a decir que porque los cazan ylos matan, y he visto un pez con grandesdientes muy raro, de los de río, peroáguilas no.

—¿Quién te ayudó a cargar estos

carros?—Guardias pretorianos, y menudas

quejas suyas tuve que aguantar de ellospor la orden, porque lo veían como algobajo para ellos.

—Búscalos.—¿A todos, honorable? Algunos

están de servicio como guardia delgeneral.

—Vegecio está bastante seguro aquíen Italia, ¿no crees?

Al viejo soldado le hubiera gustadocontestar que no estaba seguro, porquesabía que el hombre al que habíaservido era hábil haciendo enemigos,pero no era el tipo de afirmaciones que

gente como él haría a Lucio Falerio, asíque hizo lo que le ordenaba. Lossoldados vinieron, a todos se lespreguntó y ninguno pudo recordar unsólo ejemplo de águila. Satisfecho al fin,Lucio los envió de vuelta a susservicios.

Vegecio, que había estado leyendolos rollos que había en el cofre, lascartas privadas de Aulo Cornelio aLucio Falerio, estuvo a punto de morirde un paro cardíaco cuando le retirarona su guardia pretoriana, y le desconcertóque volvieran y reasumieran sus puestos.Entonces tuvo el pensamiento de que noera muy querido por sus soldados. Lucio

no necesitaba reemplazar a loscentinelas de la tienda pretoriana:algunos de sus soldados no dudarían entomar parte con mucho gusto en suarresto. Que estaba a punto de serarrestado era evidente, porque todo loque había hecho que pudiera sermalinterpretado estaba recopilado en lascartas de Aulo, que, algo típico de aquelcabrón estirado y elitista, lo había vistotodo con la peor luz posible. Vegecio noera tan vanidoso como para creer que élera del todo inocente del feo asunto delos desfalcos, pero aquello era lo queera, el tipo de pequeñas malversacionesen las que cualquier gobernador

provincial estaba implicado. No AuloCornelio, por supuesto: su predecesorya era tan rico que ni siquiera se habíaimplicado en lo que era suyo porderecho fuera de toda cuestión.

—Vaya, Vegecio —dijo Lucio,mirando a la mesa bien servida—. Nohas probado bocado.

Vegecio agitó un rollo, con la cararoja y un enfado que parecía fingido einsincero.

—Estoy demasiado ocupado leyendoestas mentiras.

—Ahora haz salir a tus esclavos,necesitamos hablar a solas —cuando yahabían salido, Lucio añadió—: ¿Son

mentiras, Vegecio?—Por supuesto.—Así que no prestaste la paga de tus

soldados y te embolsaste los intereses;no vendiste sus servicios comojornaleros; nunca aceptaste sobornos delos granjeros de la frontera ni de losdueños de minas a cambio de seguridad.

—Yo…—Ten cuidado, Vegecio. No soy un

hombre al que le puedas contar unamentira a la ligera, y no he mencionadoademás otras dos posibles cosas quehacen que surjan preguntas: losexcesivos impuestos que te embolsabaspor tu cargo, y el hecho de que el tesoro

de Publio Trebonio, que, segúnsospechamos, robaron los rebeldesilirios que lo mataron, y seguramenteestaría entre las tropas que derrotasteis,y que se ha perdido.

Los gruesos labios rojos fueronhumedecidos varias veces antes de quellegara una respuesta.

—No he hecho nada por lo que estaravergonzado.

—Entonces, me temo que tienespoco conocimiento de lo que la palabrasignifica. Has elevado la voracidadoficial a una altura que, desde luego,nunca antes he visto, al enriquecerte acosta de tu cargo y el Estado. Dejaste

deliberadamente que mi más viejoamigo y el mejor soldado que ha tenidoRoma, muriera, para poder conseguir asísuficientes cuerpos muertos para obtenerun triunfo, y en el Senado estamos apunto de tener un debate para decidir siese deseo debería ser satisfecho.

—Niego todo lo que dicen esascartas.

—Creo que necesito un vaso de vinoy creo que debería servirte uno a ti —yasí lo hizo, para ver cómo desaparecíade un trago por la garganta de aquelhombre—. Ahora, lo que estás diciendoes esto: que Aulo Cornelio Macedónico,probablemente el hombre más honesto y

recto que se haya puesto una togasenatorial, ha mentido, mientras que tú,un hombre conocido por la bajeza másque por la altura de sus principios, estádiciendo la verdad. Me pregunto cómose recibirá eso.

—Tengo amigos que me apoyarán.Lucio sonrió, pero su mirada era la

del zorro que acaba de encontrar laentrada al corral de los pollos.

—También yo tengo amigos, ¿yAulo? Él tenía la buena opinión detodos, excepto de aquellos demasiadoinfames como para comprender sunaturaleza. Creo que debería presentaresas cartas y después proponer, no sólo

que seas impugnado, sino que seaslapidado y, después, arrojado desnudodesde la Roca Tarpeya, y que podríavencer.

—Hice una modesta fortuna, loadmito.

—¿Modesta?—Y me alegraría compartirla.—Un soborno, Vegecio. Creo que

debería pedir una pala, pues estandodentro de un agujero, tu inclinación esseguir cavando. Lo que necesitas esalguien que pueda salvarte de la irajustificada de tus iguales —Vegecio fueentonces bastante sabio como parapermanecer en silencio—. Pero, por

supuesto, tal salvador tendría un precio.—El que sea.—Ese es un gran trato, pero nada,

supongo, que vaya contra tu vida nisuponga una muerte dolorosa. ¿Hasleído el informe de la comisión queencabezaba Aulo Cornelio?

—Todavía no.—Te divertiría, pero como fue

escrito por amigos tuyos, apenas tesorprendería.

Vegecio se inclinó hacia delante ensu asiento y habló con cierto grado deesperanza.

—¿Me absuelve?—Es tan grande el montón de

mentiras que ni siquiera te acusa. Queretuvieras la paga de los soldados se teexcusa porque así evitaste quedesperdiciaran el dinero ganadoduramente; que trabajaran en loscampos, porque era un servicio a losgranjeros de la provincia, y tu políticade proteger las fronteras con pequeñosdestacamentos se describe comodeterminante. Dadas las medidas queempleaste para pacificar a los indígenas,los campesinos ilirios son consideradosunos ingratos por su revuelta. Cuando loleí, estuve riendo hasta que se mellenaron los ojos de lágrimas.

—¿Qué quieres, Lucio Falerio?

—Una vida pacífica, Vegecio, ¿noes acaso lo que todos queremos? Notener que rebañar más votos en el Foro,no tener que adular más a mis colegassenadores para hacer lo correcto. Seríamaravilloso no volver a oír jamás nadasobre redistribución de tierras, igual quedaría la bienvenida al final del clamorpara que los pueblos a los que hemosderrotado reciban la ciudadanía. Tú ytus amigos representáis un considerablebloque de votos senatoriales. Si puedocontar con ellos para siempre, mi menteestaría tranquila.

—¿Y esas cartas?—Son copias. Yo guardaré los

originales.—¿Quién más las ha visto?—Las suficientes personas de buena

posición como para asegurarme de quepuedo introducirlas en el Senado en elmomento que yo elija.

—Perderán su poder según vayapasando el tiempo, Lucio, y entonces lagente preguntará por qué las guardaste yno dijiste nada.

—Puede que el resultado no sea tumuerte, pero la ruina puede ser igual dedolorosa.

—Me estás pidiendo que te ayude aconseguir el control total del Senado.

—Nunca temas eso, Vegecio. Nadie

tendrá nunca el control del Senado, y sibien tendré poder, pretendo usarlosabiamente. Esto es algo que AuloCornelio nunca entendió. Ahora,hablemos de tu triunfo.

Lucio estaba satisfecho cuandopartió. Tenía aquello que había buscadocuando ideó el asesinato de TiberioLivonio, el poder para asegurarse deque el Imperio de Roma permaneceríasin cambios y sin mancha. Aulo le habíaquitado aquello el día que orquestó sudefensa. Ahora que estaba muerto, y sinsaberlo, su viejo amigo había creado lascircunstancias que se lo devolveríancomo un regalo. Había otra cosa por la

que se sentía animado: no aparecíahuella de ninguna águila en la muerte deAulo, así que, quizá, como él siemprehabía sospechado a medias, aquellaSibila albana estaba acostumbrada aemitir su profecía a cambio del dineroque le llevaban, y no como verdaderasadvertencias de los dioses.

El dibujo ardiente no había sido másque un juego de manos para aterrorizar aunos crédulos, y ahora él ya podíadesechar de su mente los miedosocasionales que le producía.

Epílogo

Claudia estaba sentada a solas, puespor toda la casa se preparaban paraconmemorar, con oraciones, la vida deAulo Cornelio Macedónico. Llegabansenadores, y en la calle se habíancongregado multitudes para llorar con lafamilia. Sabía que una vez que todohubiera acabado, tendría que decidir quéhacer, y, aunque no lo había resuelto,tenía una idea justa del camino quedebía tomar: primero, encontrar el sitioen el que su hijo había sido abandonado;

después, si es que había huesos, unentierro adecuado, pero secreto, si nouna ceremonia sacerdotal y un sacrificiopara facilitar el pasaje del alma delcrío.

Si aquel talismán estuviera aún allí,podría considerar el regreso a Hispania.Si no estuviera, tendría que encontrarlo,ideando una manera de conseguirlo sintraer la desgracia al nombre de losCornelio. Pero aquello tendría queesperar: ahora era el momento deocuparse de los ritos funerales de sumarido y de rogar a los dioses quetuviera más paz y felicidad en el Hadesde la que había disfrutado aquí en la

Tierra.El chico de cabello dorado, ya casi

un hombrecito, estaba en pie, con elperro Minca a su lado, junto a la VíaApia, la carretera que hacia el nortellegaba a Roma y hacia el sur, a Sicilia.A pesar de sus deseos, no podía viajaren ninguna dirección. Al haberleentregado a aquel guardia el dinero quehabía heredado de Fúlmina, estabadetenido allí hasta que sucediera algo.Puede que, con las noticias de lavictoria en Illyricum, Clodio volviera acasa después de todo; aunque el chicono estaba seguro de poder mirarle a lacara. De una cosa sí estaba seguro:

aceptaría la comida de Dabo, peronunca trabajaría en sus campos.

Áquila dio la vuelta y se alejó,pasando junto al contorno quemado queera todo lo que quedaba de la choza enla que había crecido. Siguió bajandohasta el arroyo, para permanecer de pie,después de una larga caminata, en elsitio donde, según Fúlmina, lo habíanencontrado. Se quedó allí un buen rato, eintentó evocar una imagen de la mujerque lo había dado a luz y de la gente quelo había abandonado, un bebé envueltoen pañales. Sin darse cuenta, su manotocó el amuleto de cuero, y sus dedosrecorrieron la silueta de las alas del

águila, mientras se preguntaba si lo queFúlmina le había dicho era cierto: quesu destino estaba unido a lo que estabacosido dentro.

Se lo quitó del brazo y lo miró conatención, fijándose en el pico curvado ylas amplias alas del águila en vuelo.Respetaría lo que le había prometido ala mujer que lo confeccionó, y sólo loabriría cuando no temiese a ningúnhombre, que no era ahora, pero seríapronto. Después, dejaría aquello para ira algún lugar desconocido, y quizáencontrara el destino que su madreadoptiva había visto en sus sueños.

Jack Ludlow es el pseudónimo deDavid Donachie, novelista históriconacido en Edimburgo. Sus novelasmuestran un interés particular en lahistoria naval de los siglos XVIII y XIX.Ha sido vendedor de artículos tandispares como máquinas de escribir oincluso jabón, aunque, desde hace unos

años, su dedicación a la escritura escompleta.

También escribe novelas de ficciónbajo el pseudónimo de Tom Connery.