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JESÚS DE NAZARET, HOMBRE Y

MISTERIO

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ANTONIO ENJUTO PECHARROMÁN C. P. COLECCIÓN PASTORAL APLICADA PROMACIÓN POPULAR CRISTIANA Enrique Jardiel Poncela, 4 28016 MADRID. 1991.

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® PPC. Promoción Popular Cristiana, 1991 Enrique Jardiel Poncela, 4 - 28016 Madrid Teléfs. (91) 458 64 91 - 259 23 00 Telex 45051 PPC-E Fax 457 72 12 Apartado de Correos núm. 19.049 COLECCION PASTORAL APLICADA, Núm. 183 Portada: María Elena López Guillén Maquetación: Carmen Corrales Depósito legal: M-34620-1991 I.S.B.N.: 84-288-1055-9 Fotocomposición: STYLEImprime: COFAS, S. A. - Poi. Ind. Callfersa, nave 8. Fuenlabrada (Madrid)

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NOTA PRELIMINAR

El libro que presentamos no pretende otra cosa que no sea un aporte a la evangelización. Es su deseo y su límite; la única meta se-ñalada desde el inicio. Pero somos conscientes de que evangelizar no es fácil. Conlleva riesgos y peligros: hay que adaptarse, estar al día, cambiar esquemas, renovarse.

En estas páginas, y ante aquella pregunta que un día hiciera Jesús a sus discípulos: “¿Quién decís que soy yo?”, sí podemos asegurar que ha existido la inquietud para que la respuesta fuese lo más coherente y válida, válida como la da a conocer el Nuevo Testamento y la fe de la Iglesia. En razón de lo cual, se prescinde de sutiles problemas académicos, para ofrecer al interesado una orientación, un camino, nada mas, para acceder a la obra y misterio de Jesús de Nazaret. Quizás el lector, por su parte, deba realizar también un esfuerzo de comprensión y búsqueda; será, en todo caso, una labor no distinta de aquel afán de las primeras comunidades cristianas que mediaron en-tre la muerte de Jesús y la culminación reveladora de los textos sa-grados.

Con todo, he aquí ahora el resultado de nuestra tarea. Que guíe o ilumine, sólo el lector puede juzgarlo. Por eso, precisamente, aceptar-ía de buen grado cualquier sugerencia o crítica que se me hiciese.

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PRÓLOGO Ha ocurrido siempre. Para acceder a la persona de Jesús, lo obli-

gado es repasar su evangelio; conocer su mensaje como lo iban des-velando aquellas primeras comunidades cristianas que, en su amor a Jesús resucitado, le fueron atribuyendo los nombres y títulos que su fe más les decía y, con ellos, poder más fácilmente predicarle.

Pero, desde entonces hasta la crítica histórica actual, en modo al-guno puede decirse que la visión que se ha tenido de Jesucristo haya sido coincidente y uniforme; la historia cristiana ha sido pródiga en matices y detalles. Mientras, por ejemplo, en la carta a los Hebreos, a Jesús se le ve como al “celestial Sumo Sacerdote”, en la Patrística cambia por otra toma de conciencia; aquí es «el mismo Dios que se hace hombre para dar vida, y divinizar al tiempo a este mismo hom-bre. Después, con su peculiar idea del Imperio, en Bizancio, a Jesús se le convierte en la “Luz de Luz”, “Sol divino”, en “Pantocrator”. Da comienzo la larga Edad Media, y su espiritualidad les lleva a decir que Jesús es, sobre todo, quien lleva a termino la satisfacción de Dios, el que nos redime. En el Renacimiento se va a proclamar que es la persona más auténticamente humana, para pasar, con la Ilustra-ción, a ser el prototipo de convivencia y de moralidad ideal. Casi ya en nuestros días, tras las amargas experiencias de la primera y se-gunda guerra mundiales, a Jesús se le mira y se le canta como al compañero y hermano de viaje en quien se puede confiar.

Todavía hoy existen no pocos grupos que pretenden prolongar más su mensaje. Miran a Jesús como el que compromete su causa, que denuncia, si es preciso, que apuesta por los más necesitados y pobres. En una palabra, el auténtico liberador.

Pues bien, tras estas y otras mil posibles denominaciones, existe un hecho evidente, esto es, que el propio clima de fe y de entusias-mo es el que suscita los atributos que el fiel cree ver en Jesús, inde-pendientemente, claro está, de que en ello pudiera existir el abuso o

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la incorrección. Y esto vale, no sólo para el cristiano, sino también para los no creyentes. En éstos, al igual que en la actitud anterior, también se crearon distintas imagenes que suscribían su increencia y negatividad, lo que obliga, como es lógico, a interrogarnos por las causas y génesis de las distintas evocaciones. ¿Serán, acaso, exi-gencias propias de nuestra naturaleza cambiante? ¿Cuál es la razón de estos u otros posibles títulos? Y la respuesta nos remite, por in-herentes exigencias, al examen de los elementos que integran, o de-berán integrar, las distintas denominaciones, obligándonos, por otra parte, a tener presente esa proyección peculiar que todo hom-bre pone: sus conocimientos, su sentir, toda su carga dinámica y espiritual; por otra, a no olvidar la realidad de la que se parte: del Jesús evangélico como referencia obligada y única de cualquier otra posible denominación.

Cierto que esta doble influencia en nuestros conocimientos mues-tra lo limitado que ellos son, pero se ajusta mejor a las posibilidades de cada uno. Por eso, a la vez que nos enseña a ser precavidos y críti-cos con todo dogmatismo a ultranza, también, y de igual modo, a eludir los idealismos utópicos. Nuestra intención, por tanto, es ésta: hacer posible, según la actual metodología, el acceso a Jesús de Na-zaret.

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ACCESO A JESÚS

Ensayando una respuesta

Caminaba Jesús por la región de Cesarea de Filipo cuan-do, dirigiéndose a quienes le acompañaban, les pregun-ta: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” A lo que ellos respondieron según los distintos comenta-rios de la gente: “Unos, que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, alguno de los profetas”1

Evidentemente, la pregunta, ni es sectorial ni exclusiva de un tiempo determinado o histórico. Alcanza también hasta hoy, com-promete a todo creyente. ¿Quién es para nosotros Jesús? ¿Cuál su anuncio y misión entre los hombres?

De momento, la respuesta podría ser relativamente fácil: se trataría de dar fe de un Jesús Hijo del Padre, Hijo primogénito y eterno de Dios que viene a predicar el Reino, salvando al hombre por medio de su sangre, que, tras su muerte en la cruz, fue resucitado y ahora intercede por nosotros.

Ningún cristiano cuestionaría estas afirmaciones; se trata de tes-timoniar de palabra la doctrina y los hechos fundamentales de Jesús. Sin embargo, a la crítica actual no le bastaría sólo eso. Considera que en estas o similares declaraciones de fe existe un hecho importante que se 1 Mac 8, 27 – 28.

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debe clarificar, esto es, una cosa es el dato histórico, el suceso, y otra la interpretación que pudo darse al acontecimiento.

Es nuestro propósito entonces, al intentar el acceso a Jesús, que primeramente conozcamos el camino a seguir; camino no exento de dificultades y escollos, pero que, por considerarlo más firme y recto, nos obliga a abandonar cualquier otra posible opción.

Y, como ya apuntábamos, lo más fácil sería ir por la senda de la in-terpretación literal. Pero comprendemos que esta etapa ya pasó; perte-nece a una actitud precrítica y tradicional, una postura donde, comuni-dad cristiana, teología y magisterio coincidían en aceptar las versiones como si ellas fuesen cuadros de una reproducción de los hechos, una interpretación donde todavía estaban ausentes los distintos géneros li-terarios, comunes unos a todas las lenguas y propios otros de la cultura semita.

Cierto que el paso de esta primera postura a la conciencia crítica actual no fue fácil; tuvo que transcurrir el tiempo para que los sec-tores más reacios o precavidos, quizá, fueran viendo que tal uso de las figuras literarias, como técnica propia y correcta de expresivi-dad, fue siempre común en todas las lenguas. Aún más, se com-prendió que, merced a su empleo, podía captarse mejor el fondo del mensaje: se cayó en la cuenta de que la fe, por la forma distinta de expresarse, tiene también su propia historia, su propia vida y, por lo tanto, sería un error encasillarla de forma definitiva y para siempre. La fe, como la vida, va desplegando facetas diferentes que será necesario ir descubriendo si queremos profundizar en el con-tenido. Una de ellas puede ser, por ejemplo, la narración evangéli-ca, y otra, la realidad que condiciona el ambiente social, religioso, afectivo, etc., del relato. Como es lógico, quedaría el análisis trun-cado si únicamente nos fijásemos en uno de los sectores; ambos serán necesarios si de veras queremos acercarnos a la verdad del mensaje.

Conlleva, sin embargo, este análisis el serio compromiso de des-lindar lo que puede ser el fondo y lo que podrían ser únicamente las formas o revestimiento de su contenido. Por ello, no duda la crítica histórica en reconocer que lo que sabemos hoy de Jesús es bastante menos de lo que creían saber en el pasado; pero, eso sí, lo que ac-tualmente se acepta viene avalado por la metodología científica, y es que por amor y respeto a la misma fe, debemos ir de la mano con los métodos de que hace uso la ciencia.

Precisamente ésta es la intención que anima a las páginas que si-guen; inquietud de búsqueda a través del campo que ofrecen la Tra-

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dición y la Escritura. Pero antes de iniciar ese estudio a partir de la palabra revelada, bien estará que nos detengamos primero a clari-ficar ciertos conceptos o ideas, necesarios, por otra parte, en cual-quier exégesis cristológica.

No busquemos biografías

Al morir el profesor

de lenguas orientales, Hermann Samuel Rei-marus, en 1768, dejó unos manuscritos que más tarde darían bas-tante que hablar. Los publicó después -1744-1778-, el entonces bi-bliotecario en Wolfen-büttl, Lessing, con el título: “Fragmentos de un anónimo”, y su re-sumen es el siguiente: “el Jesús de la historia, el que convivió en Galilea, no es el que posterior-mente fue formándose a lo largo de la tradición; su imagen, ni se adapta a los textos ni corres-ponde a la realidad”. Por eso, a partir de aquí se creyó que debían ais-larse los hechos de su posterior interpretación. Lessing ya distinguía claramente entre “reli-gión cristiana” y “reli-gión de Cristo”.

Así pues, partiendo

Fig. 1

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de esta distinción, unos optaron por trazar la auténtica imagen del Jesús histórico antes de ser interpretado como “Cristo” o como “Hijo de Dios”. El esfuerzo se hizo, pero en las sucesivas vidas que fueron viendo la luz, lo único evidente no fue otra cosa, sino la disparidad de criterios a la hora de suprimir o ampliar las ver-siones. Otros autores, por el contrario, abogaban por una explica-ción mítica de Cristo, como Bruno Bauer, Albert Kalthoff o A. Drews, posturas todas ellas que obligaron a la reflexión y al com-promiso en la exégesis de las fuentes. El estudio pronto mostró que, en medio de este idealizado modelo, se daban también pun-tos obviamente positivos. En efecto, la distinción entre el “Jesús histórico” y el «Cristo de la fe» no era presupuesto infundado o gratuito, sino realidad que debía tenerse en cuenta. “Historia” e “interpretación” deben distinguirse, aunque no es menos cierto también que el Cristo de la fe hunde sus raíces en los hechos re-ales acaecidos en la Historia. Sería atrevido por ejemplo poner en duda, tanto la orografía como los emplazamientos de las distintas poblaciones que se mencionan en los evangelios. Nos servirá de guía la Fig. 1. Por tanto, es contradictorio que haya una ruptura entre la interpretación y lo histórico, cuando de lo que se trata es de lo mismo, esto es, de proclamar y dar fe del Jesús que vive, del Jesús que, habiendo muerto, ha resucitado. W. Trilling acertada-mente puntualiza:

“Hay verdades históricas suficientemente seguras, ante las cuales, un escepticismo de principio sería infundado. Y hay también mucha seguridad, tanto de conjunto como de detalle, ante la cual todo ingenuo optimismo sería presunción”2

Pero en medio del problema, lo que hoy no ofrece duda es que la crítica histórica tiene argumentos más que suficientes para esta-blecer las bases de un sólido fundamento cristiano; el mismo Bult-mann lo expresó de esta manera:

“La duda acerca de la existencia real de Jesús carece de fun-damento y no merece réplica alguna. Es evidente que Jesús, como autor del mismo, está detrás de todo ese movimiento histórico cuya primera experiencia la encontramos en la primitiva comunidad pa-lestinense”3

Aunque antes que él, J. Leipoidt ya comentaba:

2 Trilling, W.: Jesús y los problemas de su historicidad. Herder, Barcelona, 1985, Pág. 23.

3 Bultmann, R.: jesús. Berlín, 1926, págs. 13 – 14.

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“La vida de Jesús, en su realidad efectiva, podemos probarla con las mejores razones y a tenor de los argumentos que la ciencia po-see en este tipo de investigación”4

Está en nuestro propósito exponer más adelante los principales motivos que han llevado a esta conclusión; aunque de momento nos obliga a decir que, tal y como han llegado a nosotros los textos, es imposible pretender una biografía de Jesús; realidad que se justi-fica, no sólo por los intentos fallidos hasta el presente, sino porque cada biógrafo, en principio, viene ya condicionado por su forma-ción y su historia, y nunca podrá estar exento de los prejuicios in-herentes al mismo; al fin y al cabo, éste es, y no otro, el proceso que sigue nuestro conocimiento y que tan acertadamente ha puesto de relieve la filosofía del lenguaje.

Ahora bien, sería injusto decir que toda esta labor de exégesis pertenece únicamente a estas últimas décadas. Ya a principios de siglo encontramos ciertos pensamientos muy en la línea de lo que más tarde vendría a ser aceptación común en la crítica histórica; así, por ejemplo, Otto Schmiedel, por los años 1900, escribía:

“También la Iglesia, como el arte o el hombre piadoso, tiene su propia imagen de Cristo. Cada cual posee algo del Cristo verdadero, aunque la imagen sea distinta en cada uno. Creo que esto sucede por-que la persona de Jesús es tan grande y descuella tanto por encima de lo corriente de los hombres, que ni época ni concepción alguna es lo suficientemente comprensiva para abarcar la importancia que Jesús tiene dentro de toda la historia universal”5.

Evidentemente que no le falta razón, y tanto más, cuanto que,

al parcial relativismo que condiciona todo lo histórico, ha de aña-dirse la existencia de una “vida” que rompe cualquier esquema preconcebido. De Jesús, por ello, se ha llegado a decir que todavía es para nosotros un vago proyecto, intención y perspectiva aún a realizar. Por más que lo intentemos, siempre quedará para otros algún nuevo diseño velado a nuestros ojos.

4 Leipoldt, J.: Hat Jesus gelebt?, Leipzig, 1920, pág. 47.

5 Schmiedel, O.: Die Hauptprobleme der Leben – Jesu – Forschung. Tübingen Leipzig,

1902, pág. 70 ss.

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Continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe

Dentro de la imagen global de «Jesucristo» existe un hecho evi-

dente en la exégesis actual: se trata de la aceptación -diríamos uná-nime-, de la continuidad del Jesús de Nazaret y del Cristo de la pre-dicación. Cierto que el evangelio no puede tomarse tampoco como mera descripción objetiva y neutral en cada una de las narraciones; hoy nadie duda de que los textos son prioritariamente testimonios de fe y fruto de la reflexión de las comunidades primitivas, lo que no impide reconocer que los relatos nunca hubieran sido posibles de no conectar con los hechos anteriormente acaecidos.

El “Kerigma” de la fe está remitiendo, de forma imperiosa y obliga-da, a lo histórico, al acontecimiento real del que se parte, por más que la conexión no signifique que sea de forma matemática y extensiva a todo detalle. Difícil será, por ejemplo, llegar a probar con los métodos de la crítica histórica si el milagro realizado con la hija de la mujer siriofenida sucedió tal y como nos lo narra el evangelista Marcos, pero, por el con-junto, los distintos testimonios y la repercusión de tales signos, sí puede deducirse que Jesús realmente hizo milagros. Por eso, la misma crítica que concluyó no poder llegar a conseguir una biografía de Jesús, es la que afirma la conexión entre fe e historia. Hasta el mismo Bultmann pa-rece reconocerlo cuando ya por el año 1960 se atrevió a puntualizar:

“Antaño el interés se centraba en determinar la diferencia entre el Jesús de la historia y el Jesús de la predicación. Hoy sucede al revés; el interés se concretiza en resaltar la unidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe”6

Y es que las preguntas que se hacían a las proposiciones prime-ras eran, en el fondo, desafiantes y comprometidas: ¿Dónde brotaba la fe? ¿Era posible apoyar el Kerigma prescindiendo de lo histórico? ¿Qué fuerza se esconde tras la predicación de los apóstoles? ¿Podr-ían incluso la muerte de cruz y la novedad del resucitado ser inter-pretaciones de la comunidad? ¿Por qué siguen a la decepción la alegría y el entusiasmo de los discípulos? Objeciones que nunca podrían solventarse de no tener como referencia lo real e histórico de los hechos. La continuidad entre el Jesús de Nazaret y el Cristo de la predicación es tema obligado si queremos acceder al auténtico men-saje de salvación. Lo puntualizaba ya J. R. Robinson:

6 Bultmann, R.: Das Verhältnis der urchristlichen Christusbotschaft zum historischen Je-

sus. Actas de la sesión de la Academia de las Ciencias de Heidelberg, Sección de Filosofía

e Historia, 1960, págs. 5-6.

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“Será necesaria la pregunta sobre el Jesús histórico, porque el

Kerigma conduce al fiel a un encuentro existencial con una perso-na histórica: Jesús de Nazaret...”7

Ni utopías ni crédula afirmación

Partiendo, en principio, de que los relatos evangélicos, más que biografías son testimonios de fe, cabe siempre la pregunta: ¿Cómo, entonces, acceder a la persona de Jesús? ¿Será, acaso, lo histórico al-go ficticio en el mensaje cristiano? ¿Qué hay de seguro en el Credo? ¿A qué atenerse? Porque, al igual que no debemos dejarnos llevar de una crédula y fácil interpretación, también hemos de evitar lo irreal o utópico, que desvirtuaría el valor de las fuentes. Tan lejos se hallan de la verdad las suposiciones utópicas como la ciega aceptación sin el previo examen de las tradiciones.

Hecha esta salvedad, reconocemos que esa misma crítica que desmiente la historicidad extensiva hacia todo acontecimiento, ha elaborado también, y con razones similares, pruebas suficientes para asegurar lo que ha de tenerse como seguro y firme. Cierto que en la historia es difícil apostar por la evidencia matemática, e imposible, sobre todo, a la hora de la interpretación, pero ello no obsta para que, directa o indirectamente, se aprecien e impongan argumentos sólidos de historicidad. Puede ser, por ejemplo, que no tengamos pruebas para demostrar que las palabras: “Mirad los lirios cómo crecen; no trabajan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos”8 fueran dichas tal y como vienen en el evangelio de Lucas, y, sin embargo, por el contexto y la confianza en la Providen-cia que se desprende de todo el mensaje, indirectamente sí pueden tomarse como fidedignas.

Otro tanto ha de decirse de los rasgos generales que se despren-den del conjunto de las tradiciones. Por la similitud con otras fuen-tes, no podemos dudar, por ejemplo, del tributo nacional que se deb-ía aportar al templo; de los distintos grupos religiosos en la sociedad judía: saduceos, fariseos, zelotes, etc.; de las distintas autoridades: Tiberio César, Herodes 1, Arquelao, Herodes Antipas, Herodes Fili-po, Pilato, etc., así como de la diferente mentalidad entre galileos,

7 Robinson, J.R.: Kerygma und historischer Jesus. Zurich, 1960, pág. 114.

8 Lc 12,28.

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samaritanos y judíos, cuyas referencias, por ser tan ajustadas a la si-tuación -acaso no haya otro país tan bien diseñado en esa época-, go-zan de un auténtico valor histórico.

Pues bien, esto mismo puede decirse respecto a Jesús. Sobre su vida y su persona también podemos hablar de hechos generales y de datos concretos, históricamente fidedignos que le caracterizan y le distinguen.

Peculiar estilo de predicación

Al margen del “Kerygma” e independiente de apreciaciones per-sonales, lo cierto es que los textos reflejan también actitudes propias que acreditan ser peculiares de Jesús. Así, ante las distintas versio-nes, no es difícil deducir las líneas maestras que dan consistencia a todo lo que se escribe: resalta, por ejemplo, el amor por los pobres e indefensos, la misericordia con los pecadores, la intransigencia a to-do fariseísmo o superficial montaje, el descender, casi de forma ins-tintiva, a la realidad de los hechos. Pero, además, con la característica y el sentido espiritual de proyectarlo todo hacia lo trascendente, re-lacionándolo con Dios que, a su vez, es Padre. Por lo tanto, y por ser todo esto lo más característico y propio del evangelio, es por lo que se afirma que estas cosas y estilo goza, en su conjunto, de una credi-bilidad inherente.

Rasgo personal de Jesús es el gusto por las descripciones concre-tas, casi siempre sacadas del quehacer diario y del uso corriente de la vida: habla del mar, de los campos, del hombre que lucha y siente los problemas de su mundo y de su entorno. Es común también la opo-sición y la antítesis: se compara lo bueno con lo malo, al hombre de duro corazón e insensible con el que usa de misericordia, a los que son fieles con los que hacen caso omiso. Se exageran los contrastes: dificultad de los ricos para acceder al Reino, recriminación ante el escándalo, pesar que seguirá al impenitente.

Cierto que algunas de estas puntualizaciones las encontramos ya en personajes del Antiguo Testamento, como pueden ser los profe-tas, siendo otras comunes a todo mensajero y alentador religioso, pe-ro tomadas globalmente, sí podemos decir que Jesús, en su conjunto, fue distinto y único en las formas y estilo de presentar su mensaje, tiene rasgos propios y es original en las expresiones: “Sabéis que se dijo... Pero yo os digo...”. Son rasgos peculiares que acreditan su in-discutible procedencia y realidad. Ahora bien, la garantía se desva-

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nece cuando la interpretación se hace de forma parcial o viene favo-recida por la admiración o el entusiasmo. Conviene entonces usar de la prudencia y buscar la mayor objetividad posible, aun reconocien-do que muchas de las facetas, como puede ser la “conciencia que Jesús tuvo de sí”, serán siempre campo velado para nosotros. Ni el mismo título “Hijo del hombre”, como denominación más usada en los sinópticos, puede darnos una certeza absoluta de la propia voca-ción mesiánica; lo cual no significa tampoco que, en base a un estu-dio y método comparativo de las fuentes, no podamos deducir con-clusiones perfectamente válidas. Es unánime, por ejemplo, en la crítica de hoy, reconocer que Jesús mismo se consideraba “una per-sona decisiva para la salvación”. Pero concretar el detalle, descifrar los contenidos inherentes a su conciencia de enviado, es algo que está siempre lejos de nuestro alcance.

Fundamentos históricos de verdad

Que hayamos negado anteriormente toda pretensión de escribir cualquier tipo de biografía, no significa que prescindamos de lo his-tórico como base para un conocimiento firme de fe; más bien todo lo contrario. La unidad ha sido nuestra convicción de siempre. Intentar desligarlas, además de injusto, supone no afrontar con seriedad el problema. Porque, cada vez que se ha intentado separar esa fe de su fundamento histórico, no solamente se ha desvirtuado la raíz de toda comprensión, sino que dicha fe ha quedado difuminada en una peli-grosa y abstracta ideología donde, si algo se intenta decir, nunca ser-ía fácil confirmarlo.

Lo que en realidad se ha pretendido decir con el «no» a toda bio-grafía es, sencillamente, que no podemos ofrecer las pruebas históri-cas necesarias para cada uno de los acontecimientos que se nos transmiten, pero sí para gran número de ellos. Gozan de seguridad histórica todos los hechos cuya narración, en principio, suponía para el propio escritor dificultad y compromiso. Dificultad, sobre todo, al poder imaginar que pudieran ir en contra de la Buena Nueva que anunciaban. Por consiguiente, la deducción lógica es que esos acon-tecimientos nunca podrían haber sido inventados de no haber exis-tido. Pero fue precisamente esa repugnancia a la hora de transmi-tirlos lo que les ha convertido para nosotros en garantía de verdad y de historia. Y puesto que nos hallamos en esta primera parte, en este

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camino de acceso a Jesús, bien estará que entresaquemos algunos de esos datos más reveladores.

a) Jesús, oriundo de Nazaret

Para cualquier círculo judío no era precisamente buena carta de presentación el hecho de proceder de Galilea. Era considerada esta región por la ortodoxia judía como lugar un tanto paginado; allí se vivía en contacto con sectores helenísticos próximos y, ya sea por es-tar en la periferia, lejos de los centros importantes de la vida nacio-nal, ya porque no eran muchos los núcleos hebreos, lo cierto es que Galilea nunca llegó plenamente a judaizar-se. Esto, por un lado; por otro, se nos dice, además, que Jesús era oriundo de Nazaret, pequeña aldea a donde fue a vivir, tras la ma-tanza de los «Inocen-tes» y la muerte de Herodes -según Mateo-, en cumplimiento de los profetas: “Le llamaron Nazareno”9. Lucas men-ciona también esta es-tancia, diciéndonos cómo en Nazaret el ni-ño crecía en edad y en gracia10, y a donde re-torna, después de haber sido hallado entre los maestros de la Ley, en el Templo. Es significa-tivo el dato que nos ofrece Juan como respuesta de Natanael a Felipe: “¿Pero puede salir algo bueno de Nazaret?”11. Jesús llega a sentirse re-chazado hasta por sus mismos familiares. “Vuelto a casa, una vez más se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer. Al enterarse sus parien-tes fueron a por él porque decían: está fuera de sí”12.En realidad, el hecho 9 Mt 2,23.

10 Lc 2, 39-40.

11 Jn 1,46.

12 Mc 3,20-21; 6, 1-6.

Fig. 2. La pequeña aldea de Nazaret en tiem-pos de Jesús, es hoy una próspera ciudad. En

el centro, la basílica de la Anunciación.

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de ser galileo, proceder de Nazaret y ser rechazado por sus mismos pa-rientes, contradice toda posible invención; no podía haber en ello nada de positivo; al contrario, tal procedencia impediría por necesidad la rápida difusión del mensaje. Con mayor motivo, si la proclamación se hacía en el centro y corazón del fariseísmo rabínico de la ley, como era Jerusalén. Luego, precisamente por verse obligados los discípulos de Jesús a predicar lo que, de momento, en nada les favorecía, concluimos que Nazaret era, en verdad, la tierra de donde procedía Jesús. Fig. 2

b) El bautismo

Es revelador que sean los cuatro evangelistas quienes se deten-gan a narrar el bautismo de Jesús. Un acontecimiento que, en princi-pio, decía poco en favor del Maestro. Difícilmente compaginable con el concepto ya elaborado de un Jesús constituido en Cristo y Señor de los hombres. ¿Cómo era posible que el que iba a bautizar con Espíritu Santo se sometiera en persona a un bautismo de penitencia? ¿Cuál podía ser el significado y el alcance de ese rito? ¿Podría inter-pretarse como subordinación a la obra de Juan? Preguntas todas ellas nada fáciles de contestar si partimos de la autoridad que esús tenía dentro de la primitiva iglesia.

Pero, ante la realidad del acontecimiento, lo que sí se deduce es la importancia que debió tener en la posterior proclamación del mensaje. Cierto que, históricamente hablando, poco sabemos del ori-gen y evolución que Jesús tuvo sobre su conciencia mesiánica, aun-que puede afirmarse que su actividad como profeta ante los hombres está estrechamente relacionada con el bautismo en el Jordán. Jesús y Juan no discuten derechos ni misiones propias, no se hacen la com-petencia; al contrario, el mutuo respeto es patente en las diferentes versiones: Juan, con un bautismo de penitencia, es fiel a su vocación de preparar caminos, y Jesús, como enviado para ofrecer la salva-ción, da fe de la rectitud de Juan, haciéndose bautizar como uno de tantos que escuchan y aceptan su palabra.

Respecto a la interpretación del bautismo, hay que reconocer que no todos coinciden, en particular por las interrogantes que antes apuntábamos. Personalmente me inclino por la postura, creo que bastante equilibrada, de Schillebeeckx cuando nos dice que se trata de la primera intervención profética de Jesús. Su acción es simbólica, prefigura a todo Israel, que necesita conversión y volver a la fideli-dad de la Alianza.

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“En cuanto acción profética por la que Jesús se somete al bau-tismo de Juan, su propio bautismo confirma, no sólo la apostasía de Israel, sino también su conversión y su consiguiente salva-ción”13.

c) Experiencia del fracaso

Dejaría bastante que desear la cristología que prescindiese del

fracaso de Jesús ante la comunidad judía de su tiempo. En realidad, su pasión y su muerte no son sino la consecuencia de las tensiones y rechazos habidos anteriormente.

En los evangelios, particularmente en Marcos, se habla clara-mente de un éxito inicial de Jesús en las poblaciones de Galilea.

“El pueblo entero estaba reunido delante de la puerta. Jesús sanó a muchos enfermos con dolencias de toda clase y echó a muchos demo-nios” “Se reunió tanta gente que no quedaba lugar ni siquiera de-lante de la puerta”. “Cuando Jesús salió otra vez a orillas del lago, toda la gente fue a verlo y él volvió a enseñarles”14.

Sin embargo, a partir del capítulo 7 se nota que van decreciendo las referencias a aquella total aceptación de principio.

“Cuando llegaron donde estaban los otros discípulos, los encon-traron rodeados de multitud de gente y a unos maestros de la Ley discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente quedó sorprendida y corrieron a saludarle”15.

Lucas, lo más probable a partir de la tradición Q 16, nos revela también el singular rechazo del mensaje17. También las quejas hacia Corozaín y Betsaida nos dan a entender que el rechazo pare-ce que fue de ciudades enteras18, llegando, según Juan, incluso

13

Schillebeeckx, R.: Jesús. La historia de un viviente. Cristiandad, Madrid , 1981, pág.

126. 14

Mc 1,33-34, 38; 2,1b, 12b; 2,13; 3,7-11-20; 4,1; 5,21-24; 6,6b-12b; 6,33-34;44,55-

56. 15

Mc 9,14-15. 16

La hipótesis Q noes problema de los últimos tiempos, fue propuesta ya en 1794, y se re-

fiere a la dependencia de los sinópticos. Hoy puede decirse que constituye u heco científi-

co, por más que se descuta la referencia a tales o cuales versículos. Pero lo generalmente

aceptado es que, tanto Mateo como Lucas, se sirvieron en su composición, además del

Evangelio de Marcos, de otra fuente Q. 17

Lc 7,18-23. 18

Mt 11, 20-24; Lc 10,13-15.

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hasta a sus mismos discípulos: “Jesús preguntó a los Doce: "¿Tam-bién vosotros queréis dejarme?19.

Ahora bien, no creemos que a ningún fiel seguidor de Jesús, después de conocer el entusiasmo de la gente hacia su persona, se le ocurriera hablar de sus fracasos, ya antes del viernes de pasión, si no tuviera un fundamento real. Nada más contrario a la pro-clamación de la Buena Nueva, como verse ésta encomendada a un puñado de hombres que pronto la iban también a abandonar. De no ser por la realidad de los hechos, nunca hubiera posible imagi-nar que los mismos transmisores de la palabra fueran a inventar lo que directamente iba contra la universal y pronta difusión del mensaje.

d) La angustia y tristeza

Acabada la Cena, Jesús se dirige hacia el monte de los Olivos, al otro lado del torrente Cedrón, a un lugar denominado Getse-maní. Una vez allí, comenzó a sentir tristeza y angustia. “Tristeza de muerte”, según Mateo20. “Tristeza del alma”, según Marcos21. “An-gustiosamente oraba», en palabras de Lucas22. Con todo, la relación con el Padre, justifica su fidelidad y su entrega: “¡Aparta de mí este cáliz! Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que deseas tú”23.

Sin embargo, esto no impide que ahora nosotros sigamos inte-rrogándonos: ¿cómo pueden compaginarse esos sentimientos con la firmeza que se descubre y se revela en otras situaciones com-prometidas? ¿Qué elementos a tener en cuenta podían observar las primeras comunidades, de no haber sucedido el acontecimiento que narran? Además, si desde el principio la hagiografía cristiana resaltó la entrega y desafío de sus santos a la muerte, ¿cómo iban a presentar al Maestro sumido en la angustia y debilidad a instancias de la pura imaginación, si ello fuera falso? No puede haber duda; si nos lo reflejaron de esa forma es porque las tradiciones tenían funda-mento. Es incomprensible que aquella primitiva iglesia, cuyo afán era poner de relieve todo lo que de positivo había en Jesús, hubiera tenido la ocurrencia de inventar una situación como la del huerto de Getsemaní.

19

J 6,67. 20

Mt 26,38. 21

Mc 14,33. 22

Lc 22,44. 23

Mc 14,36.

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Hoy, sin embargo, a veinte siglos de distancia, nuestra reflexión debe ser comprensiva y mirar estos datos dentro de una vocación de fidelidad y de servicio. En efecto, Jesús se encarna; en consecuencia, como hombre y como persona, asume la amargura y el dolor que to-do ser humano siente ante cualquier acontecimiento adverso. Por tanto, que a la hora de beber el cáliz experimente tristeza y descon-suelo, no es sino consecuencia de haber asumido esa condición humana. Y porque su compromiso fue incondicional y pleno, prue-ba, sencillamente, que su humanidad ni es ficticia ni simulada.

e) El escándalo y la locura de judíos y gentiles

A juicio de Cicerón, ningún ciudadano romano podía ser crucifi-cado legalmente. En sus discursos contra Verres, califica a esta con-dena como “el más cruel de los suplicios” 24. Tan dura e inhumana que el mismo Apóstol la presenta como “escándalo para los judíos y locura para los gentiles”25 . Tal era la impresión que debía causar su solo nombre. Por eso, aunque los artistas cristianos han intentado dar cierta dignidad al crucifijo, no es que ello esté muy de acuerdo con la historia. La vista de un hombre clavado y colgado en la cruz debía de ser algo espantoso.

Pero ésta es la muerte que impusieron a Jesús. Es lo más cierto, lo más seguro, lo más histórico que tenemos de cuanto se ha escrito y hablado sobre él como persona. Si se pretende averiguar algo de su predicación y de su vida, de su antes y su después, el punto histórico primero es la muerte en cruz; por eso se ha dicho, y con razón, que: “Una historia científica de Jesús sólo sería posible en la forma de una exposi-ción de su muerte”.

Wellhausen comenta: “Sin su muerte, Jesús no habría sido histórico”.

Las razones son obvias: además de la uniformidad y el crédito de las fuentes cristianas, también poseemos el testimonio, aunque en par-te tergiversado, de sus enemigos. Testimonio que se recoge prin-cipalmente en el Talmud.

Que los primeros cristianos tuvieron que afrontar la ignominia de predicar a un Cristo crucificado, es algo que nadie duda; pero, precisa-mente, el tener que superar esto supuso que la repugnancia y la aver-

24

II, 5,52-67. 25

I Cor 1,23.

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sión se convirtieran en motivos irrefutables de historicidad. Evidente-mente, fue un escollo, acaso la prueba más grande que debieron super-ar; sin embargo, la situación se impuso: para la proclamación del resuci-tado, para llegar al «Jesús que vive» debían antes testimoniar que el escándalo de la cruz se había convertido en fuerza y sabiduría de Dios.

En cuanto a la referencia que se hace de esta muerte en el Talmud, «En la víspera de la fiesta de pascua se colgó a Jesús»26 y que más tarde comentaremos, corrobora lo que, con sencillez, pero con fortaleza, proclamaba la primitiva comunidad: “Que había sido colgado en el made-ro de la cruz”. Así, lo que directamente era acusación a la enseñanza evangélica, se convertía en testimonio evidente de la muerte predica-da por los cristianos. Una vez reseñados, a modo de ejemplo histórico, algunos de los rela-tos más significativos de la vida de Jesús, bien estará que pasemos al análisis particular de las fuentes. En última instancia, de ellas reciben la confirmación y el apoyo, y en ellas encontraremos, en definitiva, lo más acertado que se ha dicho de él.

Fuentes cristianas

A pesar de ser el Antiguo Testamento el primer libro sagrado de la iglesia primitiva, no obsta para que, muy pronto, en esta comunidad primera se empiece a desarrollar un hecho directamente relacionado con la palabra revelada. En efecto, los cristianos comentan, gustan recordar los dichos y palabras de Jesús. Los apóstoles hablan, interpretan y escriben a las distintas comunidades como mensajeros de la Buena Nueva y a instan ciasde su vocación de enviados.

En principio, para ellos existía una triple autoridad: la del Antiguo Testamento, la de Jesús y la autoridad apostólica, aunque la de más peso y, por consiguiente, la que decidía, era la enseñanza de Jesús. Sin embargo, conviene reseñar que, a la hora de hacer mención de las palabras del Maestro, no se las relaciona con la palabra propiamente escrita; claro que, pasado cierto tiempo, vemos que la situación cambia, y así, en virtud -diríamos- de ese respeto sagrado hacia los primeros testigos, fueron recopilándose una serie de tradiciones con prerrogativas semejantes a las de los antiguos textos

26

B.T.B..: Sanhedrin 43a.

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inspirados. A mediados del siglo II ya San Clemente, por ejemplo, coloca a «Los apóstoles» junto a «Los libros de los profetas» A este primer paso fueron siguiendo otros, con lo que, en atención al término que se usaba para anunciar el mensaje de salvación futura en el Antiguo Testamento, se elaboró lo que más tarde se llamarían, “evangelios del Señor”. Pero esto no era todo. Por más que las tradiciones apostólicas gozaran de un respeto sagrado, tuvo que pasar también su tiempo para que llegara a constituirse el nuevo canon; sólo así es explicable que se perdieran algunas cartas de Pablo, y que Mateo y Lucas, en lugar de haber conservado literal-mente la tradición de Marcos, la refundiesen de la manera como lo hicieron. Más aún, sabemos que a partir de los años 70el radio de acción que proyectaba cada comunidad, venía supeditado por la redacción de su propio evangelio; tanto es así, que los cristianos del siglo II se ven, por este motivo, desbordados por una incontrolada profusión de evangelios. Fue entonces cuando la Iglesia tuvo una idea admirable, una idea -diríamos- providencial. Ante la posible confusión, decide establecer los textos canónicos. Primero los si-nópticos y el de Juan; no mucho después -segunda mitad del siglo II-, la casi totalidad de las cartas de Pablo, Hechos, Apocalipsis, 1ª. de Juan y 1ª. de Pedro, y así hasta los 27 libros del canon actual, que no queda definitivamente establecido hasta el siglo V.

Pues bien, en atención a ese primer núcleo que fueron los evan-gelios, y porque en ellos se encuentra la casi totalidad de lo que sabemos de Jesús, justo es que nos detengamos en el testimonio que ofrece y suscribe cada uno de los evangelistas en particular.

Evangelio de Marcos

El segundo evangelio se atribuye a Marcos, pero no porque lo co-

rrobore su firma, sino por el respeto que se debe a la tradición. Ten-gamos presente que la denominación concreta de los distintos evange-listas viene supeditada a su recopilación en el siglo II, donde se exigía un título para que se le distinguiera y fuese reconocido como inspira-do. Con todo, es común en la crítica de hoy aceptar que el verdadero autor del segundo evangelio llevó el nombre de Marcos.

El primero que lo consigna es el obispo Papías de Hierápolis, a mediados del siglo II, y lo recoge Eusebio en su historia de la Iglesia. Según Papías

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“Marcos, que fue el intérprete de Pedro, puso por escrito, aun-que no por orden, cuantas palabras y hechos del Señor recordaba. Porque él ni había visto al Señor ni le había seguido (como discípu-lo); sólo más tarde, como ya dije, siguió a Pedro. Este enseñaba según las necesidades (de los oyentes), pero sin pretender efectuar una exposición (seguida y completa) de las palabras del Señor”27.

En realidad, esta es la cita que, de una u otra forma, van repi-

tiendo después los distintos autores, quienes, a su vez, hicieron cons-tar que se trataba del judiocristiano Marcos que aparece en el Nuevo Testamento como familiar de Bernabé28, y cuya madre poseía una casa en Jerusalén donde solía reunirse la primitiva comunidad de fieles29.

Avala la tradición de Papías el hecho de que, de no haberse tenido noticia alguna de su autor, es evidente que se hubiese escogido algún otro nombre más importante que diera al testimonio una garantía mejor y, por supuesto, más aceptable. Además, la vinculación con Pedro tiene también su respuesta en el conjunto del escrito. El gran número de referencias personales que se hacen del apóstol nos dan a entender que la relación debió de ser confidencial y amistosa. Se na-rra el milagro de la curación de la suegra en cama y con fiebre. Se mencionan los testigos oculares: “Pedro, Santiago y Juan”. Se hace alusión a “Simón y sus compañeros”. Se constatan las negaciones, etc. Hechos todos que, de alguna forma, piden ser refrendados por la persona del apóstol.

Por otra parte, y de atenernos al testimonio de Papías -quien pa-rece aceptar la redacción no mucho después de la muerte de Pedro-, deduciríamos también que la fecha de composición del evangelio es-taría entre los años 65 y 70, tiempo éste que precede a cualquier otra redacción evangélica. Porque, si es verdad que la impresión inmedia-ta de la lectura del texto parece dar a entender que Marcos se hubie-se servido de composiciones anteriores, no existe, en realidad, tal fundamento. Por consiguiente, tal suposición, al menos en cuanto a la crítica actual, es pura hipótesis indemostrable. Tampoco se justifi-ca por la revelación que Lucas nos hace al inicio de su evangelio: “Muchos han tratado de narrar las cosas que han sucedido entre nosotros”30

Problema distinto es el referente a los lectores de su evangelio. La garantía aquí, de que sea dirigido a pagano-cristianos, es eviden-te. No se explicaría si no el hecho de que a la hora de mencionar cier-

27

HE III, 39,15. 28

Col 4,10.

29

Hch 12,12. 30

Lc 1,1.

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tas tradiciones judías, tenga que dar razón de ellas y aclararlas; lo que sería contradictorio si ellos conociesen las Escrituras. Por eso, la tradición de que sea Roma el lugar donde se compuso el 2.° evange-lio, es algo que suscribe hoy la generalidad de los investigadores, se adapta a la crítica literaria.

Teología del mensaje

El aspecto humano y la intención teológica es algo prioritario a la

hora de dar sentido a la fe que se transmite. Respecto al 2.º evangelio no ha sido infrecuente presentar a Marcos como al escritor espontáneo que ingenuamente narra los hechos co-mo si de una biografía se tratara; una historia de la vida pública de Jesús que, sin atenerse a un orden previo, por su fondo y estilo, era lo propiamente histórico lo que mejor la caracterizaba y definía.

Hoy, sin embargo, en virtud del estudio crítico de las tradicio-nes, se va prescindiendo de esa primera e inmediata impresión, para pasar a lo que se cree más acorde y racional, esto es, que tras las des-cripciones y aconteceres que se narran, existe una auténtica intención teológica que da sentido al conjunto de las narraciones. Los motivos se supeditan, en realidad, a la misma evolución de los textos. Así, lo que en principio era seguimiento enfervorizado por la admiración de las obras y palabras de Jesús, va a ir evolucionando hacia una toma de conciencia donde se hace presente, no sólo la decepción, sino también el fracaso; fracaso real pero con su significado propio en el conjunto del mensaje. Se trata de algo oculto, pero que se va a ir ma-nifestando indirectamente después. La confesión de Pedro es signifi-cativa en este sentido. Lo oculto de su mesianidad es manifestado pública y firmemente por uno de sus discípulos.

A juicio de W. Wrede, y con él la gran mayoría de la exégesis ac-tual, es este “misterio mesiánico” lo que configura y da sentido al conjunto de las narraciones. Un “secreto mesiánico” que lleva implí-cita la necesidad de la Pasión. Hasta tal punto es característico este misterio, que los únicos que parecían conocer a Jesús eran precisa-mente, en terminología de Marcos, los demonios, pero se les imponía que no lo revelasen.

Hay como una tensión entre la gloria que se debe al “Hijo de Dios”, por un lado, y la tendencia de Jesús de Nazaret a ocultar su mesianidad por otro, paradoja que nos obliga a ver en Marcos no sólo al simple narrador de los hechos, sino también al teólogo que

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expone su propia concepción sobre la palabra revelada; exposición la suya que se concretaría al presentar el carácter escatológico de Jesús.

Ahora bien, si definitivamente Jesús venció a las dos realidades que más puede temer el hombre, como son la muerte y el espíritu del mal, la aceptación de su palabra comportará unas prerrogativas se-mejantes; a saber: la de admitir o rechazar la mesianidad de Jesús tal y como en el evangelio se expone.

En cuanto a la parte final, o epílogo de Marcos31, conviene advertir que su estilo y forma de presentación revelan claramente que se trata de un añadido posterior. Entre el modo kerygmático de esta sección, y el carácter expositivo de Marcos, el contraste es evidente. Además, la ilación con Mc 16 ,1-8 es forzada y artificial. Se cree, por ello, que se trataría de un resumen independiente y abreviado de las aparicio-nes pascuales y de la actividad apostólica inmediata; seguramente, un resumen elaborado en la primera mitad del s ig lo I I , puesto que el autor ya conoce el material, no sólo de Mateo, sino de Lucas y de Juan.

El añadido se pudo deber a la intención de finalizar más cohe-rentemente la conclusión incompleta, o acaso perdida, de Marcos. En realidad, no lo sabemos. Por consiguiente, cualquier sospecha al respecto es, hoy por hoy, una hipótesis más en el de por sí ex-traño sector final del segundo evangelio.

Evangelio de Mateo

El primer evangelista es reconocido por la Iglesia primitiva con

el nombre de Mateo, uno de los apóstoles del Señor, recaudador de impuestos y publicano, según la referencia que se hace en el capítulo diez de este mismo libro32 y al que, a su vez, Marcos le llama con el nombre de Leví33.

No vamos, en principio, a detenernos en el porqué de esta doble referencia. Cuestión, por otro lado, nada fácil a la hora de contrastar opiniones, sino, más bien, en la cita donde coinciden o se identifica al cobrador de impuestos Mateo con el que lleva el título del libro.

31

Mc. 16,9-20. 32

Mt 10,3. 33

Mc 2,14.

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Como en el caso de Marcos, la información corresponde a Pap-ías, cuyo testimonio quedó reseñado en Eusebio, y donde se nos dice:

“Mateo recopiló en lengua hebrea (es decir, aramea), las palabras (logia) del Señor, y luego cada cual las tradujo como pudo34.

A partir de aquí, de una u otra forma, la patrística posterior ha

tomado esta referencia como punto decisivo para dar fe a la tradi-ción. Sin embargo, lo que se infiere de Papías no parece probar más que ya en la primera mitad del siglo II debía de ser común que la re-dacción del primer evangelio fuese atribuida al apóstol Mateo.

Se ha discutido mucho sobre el alcance que se dio a los «logia» (sentencias), y que actualmente parece que se trata, sencillamente, del evangelio que poseemos. Más improbable es que el texto griego de Mateo fuese una traducción del «original hebreo» que elaborara el apóstol del Señor. Las fuentes usadas ponen de manifiesto que el material recogido para la composición era griego. De los 1068 versí-culos que contiene el libro, aproximadamente unos 600 los toma Ma-teo de Marcos; sobre el resto no puede precisarse, pero es de suponer que el evangelista se sirviera de distintas fuentes, ya orales, o tam-bién, probablemente, escritas.

Respecto a la información de Papías, ignoramos de dónde pudo haberla tomado, pero la verdad es que no se ajusta al análisis crítico del texto. Lo desmiente, sobre todo, el material empleado. Por eso, Rigaux, especialista en el tema, llega a concluir que el último redac-tor-autor de Mateo no tradujo un original hebreo o arameo, sino que aceptaría, más bien, la responsabilidad del escritor. El original no es semítico, sino griego.

Lo que sí tiene sólida garantía es que el evangelio de Mateo fue elaborado por un escritor judeocristiano con el claro propósito de ser dirigido a las comunidades de su misma formación, esto es, a comu-nidades judeocristianas. Viene esto justificado porque, al contrario del 2º evangelista, el autor no precisa explicar las ideas y costumbres de los judíos. Quizá pueda estar en contra la circunstancia de no haber recogido ciertas palabras hebreas que se hallan en Marcos, pe-ro ello es debido a que lo que intenta Mateo es resumir y buscar la precisión que falta en las ambigüedades del 2º evangelio.

34

HE 39, 16.

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En cuanto al lugar de la composición, es ya más problemático. Sí diremos que, de atenernos a que las comunidades eran judeocristia-nas donde predominaba la lengua griega, no es incorrecto presupo-ner que fuese Siria; quizá, la ciudad de Antioquía como piensan al-gunos, pero sin olvidar que el marco en que nos movemos no es otro que el de la mera hipótesis.

Sobre la fecha de composición, la exégesis actual suele propo-ner entre los años 85-90, tiempo en que la Iglesia ya parece haber tenido su evolución y acomodo35; una Iglesia a la que se la previene sobre las dificultades y los peligros36, pero a quien se anima, a su vez, a la fidelidad y la esperanza37.

Intención teológica

Existe en el libro una finalidad clara y predominante: la de pro-bar que Jesús de Nazaret es el Mesías prometido desde antiguo. Para demostrarlo, recurre Mateo, como era en cierto modo natural, al An-tiguo Testamento. La misma genealogía con la que comienza no tie-ne otra intención que la de probar que Jesús es “hijo de David e “hijo de Abraham”, y por ello, que se hace constante en la vocación de ese Jesús-Mesías el cumplimiento profético. Ante los aconteci-mientos importantes, Mateo repite:

“Sucedió en cumplimiento de lo que había dicho el Señor por boca del profeta”38.

Ante la Ley, Jesús afirma claramente que él no ha venido a abo-lirla, sino a darle cumplimiento, a conferirle su forma e imagen defi-nitivas (Mt 5,17), aspecto que incluía, no obstante, su crítica y re-proches; de ahí que la purifique y reduzca al doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo frente a la multiplicidad de preceptos rabí-nicos. Más que en los actos en sí, la propuesta de Jesús descansa en la rectitud de corazón: “Sólo aquello que sale del interior es lo que puede manchar al hombre”. Claro que, al ser consciente Mateo de esta revela-ción, obliga a presentar a Jesús como el profeta que a semejanza de aquellos testigos de la revelación de Yahvé, será mal interpretado, se le acusará y llegará a morir en condiciones vejatorias similares. 35

Ver Mt 16,17-19; 18,17-19. 36

Ver Mt 24, 10-12. 37

Ver Mt 24,13. 38

Ver Mt 1,22; 2,15-17,23; 4,14; 8,17; 12,17; 13,35; 2,14; 26,56; 27,9.

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Por otro lado, la ambientación es netamente judía. Pero este tinte judeocristiano que le hace ser distinto al evangelio de Marcos y Lu-cas, y que inconscientemente conduce a pensar en el particularismo demostrado por el pueblo de Israel, queda desmentido por las pun-tualizaciones universalistas del texto, como es el caso de las palabras de Jesús, tras la confesión del centurión romano: “Os digo que vendrán muchos del Oriente y del Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, los que debían entrar serán arrojados fuera a la obscuridad”39, o las recomendaciones finales que hace a los discípulos: “Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”40. Puntualizaciones que, si bien definen la postura del autor, chocan con algunas de ma-tiz evidentemente individualista: “No he sido enviado sino a las ovejas de la casa de Israel”41, que, al chocar con el mensaje general del texto, es comprensible que Mateo las introdujera allí por la sencilla razón de haber pertenecido a algún sector de la comunidad judeocristiana.

Característico también de Mateo es el hecho de suavizar, no sólo el estilo, sino la ideología misma que Marcos expresa con términos menos cuidados. Por ejemplo, al hablar Marcos de la predicación y de la falta de fe en la tierra de Jesús, comenta: “Y no pudo hacer allí ningún milagro. Solamente sanó a unos pocos”42; mientras que Mateo di-ce sencillamente: “Y como no creían, hizo allí pocos milagros”43.

En realidad, lo que fundamentalmente interesa a Mateo es la doc-trina, el fondo del mensaje; por eso los hechos y milagros que él pre-senta dan la impresión de no ser tan decisivos para la fe, de quedar -diríamos- en un segundo plano. Tampoco da excesiva importancia a la cronología y lugares geográficos, y esto, a pesar de que haya se-guido en su composición el cuadro histórico y geografía de Marcos. Pero eso sí, muestra su capacidad como escritor en la forma de orde-nar los materiales. Mateo es, principalmente, un evangelista sistemá-tico.

Por último, es conveniente señalar que esta composición supuso, para la primitiva iglesia, la fuente más importante, no sólo por su in-fluencia, sino también por su autoridad. Ninguno de los otros evan-gelios fue leído ni citado como el de Mateo, ni siquiera las cartas paulinas abarcaron la extensión que ocupó éste. Ya el mártir Justino,

39

Mt 8, 11-12. 40

Mt 28,19. 41

Mat 15,24. Ver también 10,5 ss. 42

Mc 6,5. 43

Mt 15,58.

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cuando quiere reunir “los bellos consejos de Cristo”, cita a Mateo como modelo primordial según el cual los cristianos conforman sus vidas. Fue este evangelio para la primitiva iglesia lo que el mensaje para la palabra: fundamento de significado y contenido.

Evangelio de Lucas

Es evidente que el autor del tercer evangelio es el mismo que

compuso el libro de los Hechos. A favor de esta tesis está, no sólo el valor de la tradición, sino la misma crítica interna de ambos escritos.

Pero, a diferencia de Mc y Mt, a la hora de hablar del autor, hemos de reconocer que nos falta el testimonio de Papías, que sí tu-vimos en el caso de los primeros evangelios. La referencia más anti-gua es de Ireneo, quien dice:

”Lucas, compañero de Pablo, recopiló en un libro el evangelio predicado por éste”44.

A partir de aquí, la enseñanza de la Iglesia va dando fe a esta re-ferencia primera sin previa crítica a ese interés de principio de ver respaldada la composición por la autoridad de un apóstol. Es el ca-so, por ejemplo, de Marción, que si reconoce a Lucas, va a ser preci-samente por eso: por ser colaborador y confidente de Pablo. Hoy, no obstante, se reconoce que la denominación: “Según Mt, Mc, Lc y Juan”, recogida en el Canon, fue debido, en gran medida, al influjo de esta idea. Consecuentemente, nada tiene de particular que nos preguntemos sobre el alcance de la tradición del siglo II, donde se declara que el autor de los libros que se reconocen de Lucas perte-necen al Lucas compañero de viaje de Pablo. Pero, ¿será exacta la correspondencia?

En principio diremos que no toda la exégesis coincide. Hay par-tidarios de esa identificación, y exégetas que la desmienten. Ahora bien, en el supuesto de creer que no exista distinción entre ambos, se han de solventar las dificultades siguientes: si el autor del tercer evangelio y del libro de los Hechos hubiese sido Lucas, el compa-ñero de Pablo, es de suponer que los conceptos fundamentales de éste deberían reflejarse en el discípulo: Sin embargo, concretamente la idea de la muerte de Cristo como expiación en favor de los hom-bres, tan importante en las cartas paulinas, apenas si aparece una

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Ireneo.: Adversus Haereses, III, 1,1.

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sola vez en los escritos de Lucas. Tampoco se alude a la peculiar doctrina sobre la relación entre fe y obras, entre la Ley y la Buena Nueva. Y si es verdad que en los escritos existe algún término común a Pablo, y que no se encuentra en Mc y Mt, es posible dedu-cirlo por el uso que ya de él se hace en las comunidades; tal es el ca-so, por ejemplo, de la palabra “Señor” (Kyrios), ausente en Mateo y Marcos, excepto en Mc 11,8, al que da Lucas un significado que no corresponde al que ofrece la teología de Pablo. Mientras en las car-tas la intención se dirige al “Señor ya exaltado”, en Lucas tiene una connotación con el Jesús de la historia. De ahí que gran parte de la crítica actual se incline a creer que no es convincente la identifica-ción de Lucas, compañero de Pablo, con el escritor del Evangelio y los Hechos.

En cuanto a la fecha de composición del evangelio, razones in-ternas nos aseguran que debió de ser entre los años 80 y 90. En efecto, si Lucas depende de Marcos, y vemos, por otra parte, que en el discurso de la parusía, la transformación que se hace es de una visión retrospectiva de la destrucción de Jerusalén, parece lógico que los escritos sean posteriores a la catástrofe45. Alargarlo más de los años 90 creemos que tampoco estaría justificado, desde el mo-mento que en el libro de los Hechos se desconoce la recopilación de las cartas paulinas, que son coleccionadas ya antes del 100.

El lugar de su composición es más difícil determinarlo. Atenién-donos al contenido y los destinatarios: “comunidades gentiles de cris-tianos fuera de Palestina”, nada se opone a que hubiese sido escrito en Acaya, como indica el llamado prólogo antimarcionita, que parece que sirvió de fuente a Jerónimo.

Respecto a los materiales que utiliza, se supone, por su misma disposición y contenido, que las tradiciones de las que se sirvió, tan-to orales como escritas, tuvieron que ser varias. A semejanza de Ma-teo, se piensa que Lucas tomó a Mc como base estructural de su obra. Cierto que los versículos que recoge de él, unos 350, apenas si super-an la mitad de los tomados por Mateo; pero ello es debido al interés que Lucas tiene por suprimir todo aquello que podría ser extraño o de difícil comprensión para sus lectores. Aún más, Lucas prescinde de la forma sistemática de Mateo para insertar, sobre la base de Mar-cos, las interpolaciones que le interesan y que ha recibido de otras fuentes. Eso le hace ser peculiar y distinto.

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Mc 13,14-20; Mt 21,20-24; 2328-31.

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Fondo teológico

Si se tiene en cuenta a los lectores a quienes Lucas dirigía sus libros, por necesidad debe distinguirse de los otros evangelistas. La misma dedicatoria da muestras de ello.

Era signo de distinción en la época helenística que la obra litera-ria se dedicase a algún personaje ilustre. Lo podemos ver en el mismo Flavio Josefo, quien elige para su “Antigüedades Judías” a un tal Epafrodito, ilustre personaje, como lo debía ser también Teófilo. La notoriedad del personaje era como si imprimiese distinción y se-llo a la obra. Comprendemos así que Diógenes Laercio quedara sor-prendido porque el estoico Crisipo no había dedicado a rey alguno sus tratados. Por eso, uno de los puntos que debemos tener en cuenta, para mejor comprender el evangelio de Lucas, es la inten-ción que tiene de satisfacer el gusto de sus lectores, personas con particular formación literaria, y de ahí su cuidado por el léxico y la sintaxis. Evita, sobre todo, caer en la vulgaridad o en una dicción demasiado ordinaria.

Cierto también que, con los materiales obtenidos, Lucas no podía escribir un tratado cronológicamente ordenado al estilo de la histo-riografía helenística, pero sí logró, en un conjunto uniforme, la flui-dez y corrección que entonces requerían las narraciones de los hechos. Con todo, es consciente de que está escribiendo, no un acontecer profano, sino religioso; tanto es así que en el texto de Marcos, donde se citan las palabras del Señor, apenas si se atreve a modificarlas, y cuando lo hace es siempre para evitar malentendi-dos en los lectores. Lucas es profundamente sensible al respecto; evita, en lo posible, la acentuada emotividad de Jesús, reflejada en la tristeza, la indignación o el abatimiento que tan frecuentemente encontramos en Marcos. También, por la forma y el énfasis que da a ciertos rasgos de la exposición, su teología tiene una característica peculiar: Lucas presenta a Jesús como el salvador de los desventu-rados y pobres de la vida, de los enfermos y pecadores, de la situa-ción de la mujer46. Jesús viene en busca de lo que estaba perdido para salvarlo y perdonar. Ante la fe y el amor que demuestra una mujer conocida como “pecadora”, Jesús le dice: “Tus pecados te son

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Lc 1,53; 4,18; 6,20; 14,12.

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perdonados”47. Resalta la alegría en el cielo por el pecador que se convierte. Justifica al que se creía culpable en la parábola del fariseo y el publicano48. Más aún, en Lucas, Jesús muere, no sólo con el perdón en los labios, sino que ruega por los enemigos.

Pero acaso sea lo más propio de este evangelio que presente ya, en la actuación misionera de la Iglesia, la acción misteriosa de Jesús. Se trata de hacer presente la acción del Espíritu Santo a través de la predicación de los apóstoles. Por tanto, el Jesús exaltado y glorifi-cado no es para Lucas un futuro, un “luego” a quien se le mira a dis-tancia y al que únicamente haya que esperar. Más que en un des-pués, Cristo se hace presente en cualquier acto humano, allí donde haya relación y amistad. Se revela que esta marcha hacia el triunfo de Dios por su Hijo es ya una realidad. Sin ver el acontecimiento último de nuestra historia, se puede participar del misterio salvífico, y el que muere con Cristo, está ya siendo glorificado con él49.

Por más que en Lucas la escatología o la expectación de un fin cercano no han sido desmentidas definitivamente, sí es verdad que se difumina en una lejanía indeterminada, fin que no puede some-terse a cálculos rígidos y matemáticos. Se deja esto ver en las pala-bras de despedida de Jesús: “No os toca a vosotros saber los tiempos que el Padre ha fijado, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”50.

Evangelio de Juan

En atención a la forma, carácter teológico y finalidad que se pre-tende, el evangelio de Juan es claramente distinto al de los sinópti-cos. Pero es precisamente esta peculiaridad suya la que ha dado lu-gar a que la exégesis y crítica al respecto sean también más generales y problemáticas. El estudio acerca del autor, por ejemplo, será uno de los más delicados de todo el Nuevo Testamento.

La primera cita corresponde a Ireneo de Lyon, quien, allá por los años 180, escribe:

47

Lc 7,36-50. 48

Mt 23,42. 49

Lc 23,43; Hch 7,56. 50

Hch 1,7-8.

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“Después (es decir, posteriormente a Mt, Mc y Lc), Juan, el discípulo del Señor, que se recostó en su costado (Jn 13,23), publicó también él un evangelio, mientras vivía en Efeso de Asia”51.

O más claramente:

“Y todos los presbíteros que estaban reunidos con Juan, el discípulo del Señor, atestiguan que Juan refirió esto, porque él permaneció con ellos hasta los tiempos de Trajano”52.

Por otra parte, Ireneo, en una carta que dirige a Florino, le co-munica la buena relación que le mantuvo unido a Policarpo cuando él era todavía joven, y habla de lo que éste le decía de su trato con Juan y con las demás personas que habían conocido a Jesús. Sin embargo, la incógnita está en saber si Policarpo, al hablar de Juan, se refería al hijo del Zebedeo o más bien a algún otro que tuviese este mismo nombre.

Ateniéndonos a la carta, nada se dice expresamente de que fuese apóstol de Jesús: habría que deducirlo de otra cita suya donde de-clara: “que algunos, además de conocer a Juan, han conocido también a otros apóstoles”. Por lo tanto, parece ser que de aquellas entrevistas de joven con Policarpo, Ireneo debió entender que se trataba del apóstol Juan, aunque nos extraña, a su vez, que el mismo Policarpo, en una carta que escribe a los Filipenses, no dé a entender que hubiese conocido personalmente a Juan ni a ninguno de los otros apóstoles. Y aunque Ireneo, una vez más, llega a decir que el obispo Papías, muerto hacia el 130, conoció y fue compañero de Juan53 no quiere ello decir que se tratara del apóstol de Jesús. Eusebio, que conocía el texto de Papías, nos dice que Ireneo, al interpretar las pa-labras de Papías, confundió al apóstol Juan con un tal presbítero Juan, puesto que en el escrito de Papías no se encuentra en parte alguna la afirmación de que hubiese conocido al hijo del Zebedeo54. Más aún, del texto de Papías, Eusebio deduce que existe distinción entre el apóstol Juan, que corresponde a la primera generación de testigos, y el presbítero Juan, perteneciente a la segunda. El equívo-co de Ireneo estaría en haber referido al primero lo que correspon-dería al presbítero Juan.

Que la tradición no era unánime en atribuir el cuarto evangelio al apóstol Juan en tiempos de Ireneo lo prueba el hecho de que un

51

Adversus Haereses, III, 1,1. 52

Adverus Haereses, II, 22,5. 53

Adversus Haereses, V, 33,4. 54

Eusebio.: HE III, 39,1.

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miembro destacado de la comunidad de Roma, el presbítero Gayo, que vive en tiempos del papa Ceferino (199-217) diga que se deber-ía rechazar, no sólo el Apocalipsis, sino también el 4.° evangelio por estar en clara oposición con los sinópticos; dato éste que ha llevado a pensar a algunos investigadores que a fines del siglo II este evan-gelio no debía estar reconocido aún como canónico en la Iglesia romana. Sin embargo, en el supuesto de que así fuera, lo cierto es que, al comienzo del siglo III, esta idea había ya cambiado.

Pero, volviendo al autor, descartaríamos que hubiese sido el após-tol Juan si se hubiese confirmado la hipótesis propuesta por algunos, como E. Schwartz, diciendo que Juan había sufrido el martirio junto con su hermano Santiago. Sin embargo, esta suposición de la tem-prana muerte carece de toda prueba objetiva. Más nos iluminará el análisis interno del libro donde, ya desde un primer momento, el au-tor se agrupa con otros en unión de los cuales afirma: “Y hemos visto su gloria”, “y de él todos recibimos una sucesión de gracias sin número”55 Además, en la Pasión nos habla de un testigo ocular en tercera per-sona: “El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero”56. Bien es verdad que el examen detenido de los textos nos hace suponer que, por lo que respecta a los primeros pasajes, el autor parece no ir más allá de la fe que tan vivamente existía en las comunidades; y en cuanto al pasaje mismo de la Pasión, también es improbable que sea una referencia puramente directa y personal.

Sin embargo, existen revelaciones en las que parece también indi-carse que, efectivamente, el evangelista no podría ser otro que un discípulo de Jesús; se explicarían, de ese modo, las distintas refe-rencias que se hacen de los viajes a Jerusalén, los conocimientos y de-talles de la ciudad, así como los episodios concretos referidos al Ma-estro, el encuentro mismo con el Bautista, etc., razones que, de no ser por otros contraargumentos, nos obligarían a creer que el autor del evangelio no podría ser otro que Juan el apóstol. Sin embargo, des-concierta que, tratándose del hijo del Zebedeo, falten todos los acon-tecimientos que los sinópticos relatan de los dos hermanos. En este sentido, podría explicarse acaso la omisión de las referencias perso-nales, pero muy difícilmente las de Santiago.

Otro de los hechos, sin duda importante, es el de los discursos de Juan: composiciones que, además de suponer una elevada forma-ción teológica, están expuestas en una terminología de evidente in-fluencia gnóstica. ¿Cómo podría explicarse esto en un común pes-

55

Jn 1,14; 1,16. 56

Jn 19,35.

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cador de Galilea? ¿Podríamos suponer que el apóstol Juan, una vez que salió de Palestina, por su contacto con el ambiente gnóstico, lle-gara a una influencia como la que se deja sentir en el evangelio? ¿Cómo es posible que se aleje tanto de la forma en que lo presentan los sinópticos? Inconvenientes nada fáciles de solventar si lo que se pretende es la búsqueda y el rigor de lo propiamente histórico.

Hoy, la exégesis, concediendo una participación al apóstol Juan, llega a creer que no existen razones positivas para afirmar que fue-se él precisamente el redactor material del texto. Aunque sí colabo-rara de algún modo en el escrito. Apoyan esto, entre otros, R. E. Browh y Schnackenburg, aunque, como bien dice éste último, las pruebas que se desearían para confirmarlo están, hasta el presente, lejos de nuestro alcance.

Se parte, además, de que la composición del evangelio no pudo ser un trabajo ininterrumpido. El capítulo del apéndice57, por ejem-plo, por su observación final y el carácter literario que presenta, obli-ga a pensar que el redactor no pudo ser el mismo que escribió el cuerpo que se agrupa en los discursos. Sobre el prólogo58 viene a su-ceder algo parecido, sólo que aquí se trata de un himno que lo dis-tingue del resto del evangelio y que el autor recoge colocándolo al principio, no literalmente, sino intercalando explícitas ampliaciones.

En cuanto a la fecha de composición, lo que puede precisarse es lo siguiente: que basados en el evangelio apócrifo del “Papyrus Egerton 2” y en el fragmento de Jn que se halla en el “P”, en torno al año 125, donde se constata que ya a principios del siglo II se co-nocía en Egipto, nos da pie para pensar que tales referencias coin-ciden con los datos de la tradición. En efecto, según Ireneo59 y Cle-mente de Alejandría60, Juan vivió hasta los inicios del emperador Trajano (98-117), lo cual nos hace suponer que la fecha de compo-sición correspondería a la última década del siglo primero.

Respecto al lugar donde se cree que fue escrito, el problema es más difícil. Mientras para algunos el valor de la tradición en este punto es lo más respetable y, por consiguiente, correspondería a Éfeso de Asia61, para otros lo correcto es algún lugar de la provincia de Siria, por ser allí donde la gnosis estuvo más particularmente

57

Cap. 21. 58

Jn 1,1-16. 59

Adversus Haereses II 25,5; III 3,4. 60

Eusabio.: HE III, 23, 5. 61

Ireneo, Adeversus Haereses, III, 1,1.

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enraizada, teniendo siempre en cuenta que el campo en que nos movemos es el de las meras hipótesis.

Novedad teológica

No podría entenderse el cuarto evangelio sin el trasfondo espi-ritual de las “Escrituras”. Sin embargo, el dominio que el autor muestra de la lengua y pensamiento gnóstico dan a entender que debieron existir otras fuentes, aunque determinar todas las influen-cias es una cuestión que acaso nunca se resolverá adecuadamente. ¿Utilizó Juan a los sinópticos? Y si lo hizo, ¿cuál es la razón para que se parezcan entre sí tan poco? ¿Cómo explicar el predominio de los discursos sobre los relatos? ¿A qué se deben las coincidencias? Cues-tiones nada fáciles a la hora de contrastar los resultados, si bien, de las distintas opiniones y análisis del texto, sí parece deducirse que Juan se inspiró, no sólo en la tradición sinóptica (más probablemente oral), sino también en alguna otra que hizo posible el carácter que da a sus escritos.

En cuanto al contenido teológico, hemos de señalar la clara dife-rencia respecto a la tradición sinóptica. Un análisis comparado de los textos, pronto nos revela que los datos, intenciones e ideas que ocu-paban un puesto decisivo en los tres evangelistas primeros, vienen aquí como relegados a un segundo término. Es el caso, por ejemplo, del “Reino de Dios”, que apenas aparece en Juan a no ser en una o dos ocasiones62, “entrar en el Reino”, y que, a su vez, es sustituido por el tema, de la vida, “entrar en la vida». Una expresión que, si pri-meramente tenía un valor escatológico, excepto en marginales refe-rencias, como en Lc 15, 32, se convierte en Juan (salvo en 12,25) en un bien divino que se empieza a poseer ya desde ahora. Además, mien-tras los sinópticos nos presentan el modelo de una serie de enseñan-zas morales para acceder a ese Reino, como la oración, la limosna, la recta intención, etc., en el cuarto evangelio Jesús habla de observar los mandamientos, aunque sin particularizar o hacer referencia es-pecíficamente a ninguno. Toda la moral suya gira en torno al amor fraterno, la auténtica enseña que debe distinguir al verdadero discí-pulo63.

Sin embargo, el centro propiamente de la predicación en el evangelio de Juan lo ocupa la revelación mesiánica que de sí mismo hace Jesús, y de ahí el hecho de revelarse en primera persona: “Yo

62

Jn 3, 3-5; 18,36. 63

Jn 13, 34-35; 15, 12-17; 17,26.

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soy la luz del mundo” (8,12), “el pan de vida” (16,35), “la resurrección y la vida” (11,25), “el camino, la verdad y la vida” (14,6).

En contraposición a ese misterio oculto que ofrece Marcos, en Juan, Jesús revela no sólo su mesianidad, sino también su preexisten-cia, su filiación divina, su estancia entre los hombres y el propio re-torno al Padre. Más aún, respecto a su misión en el mundo, tiene la conciencia de haber venido, no para juzgarle, sino para dar la sal-vación a quien le siga. “Al que escucha mi palabra y no la acepta, no seré yo quien le juzgue, porque no he venido a condenar al mundo, sino a salvar-lo”64.

Aceptar su palabra..., ésa es la fe que se pide, el compromiso a rea-lizar por nuestra parte, hasta tal punto que la persona que la escucha y la acepta, no va a juicio: ha pasado de la muerte a la vida; posee ya, por esa misma fe, la vida eterna. En prueba de ello, podrían exami-narse otros conceptos como el de “verdad”, el de «gloria», el contras-te de “luz y tinieblas”, etc., pero no creemos que esto sea ya tan esen-cial para el propósito que aquí interesa. Mayor importancia tiene el puesto que ocupa el «Espíritu» en esta teología.

Según Juan, una vez que Jesús haya retornado al Padre, enviará al «Espíritu Santo» con el fin de continuar su labor entre los hombres. Pero como entonces Jesús en medio de sus discípulos, será ahora el Espíritu quien de testimonio. Y por ser Espíritu de la verdad, su vir-tud conducirá también a la Iglesia a la plena comunión con Dios, a su plenitud de vida.

Tradiciones extraevangélicas: Los “agrapha”

Lo que sabemos de Jesús, fundamentalmente se debe a los evan-gelios. Es el evangelista un mensajero que intenta enriquecer a sus lectores con la enseñanza que convirtió en vida Jesús de Nazaret. Nacen los escritos, por tanto, en el ministerio de la palabra, en la predicación de una fe que, por ser vida, urgía comunicar.

Pero, aparte de la información evangélica, existen también otras noticias cuyo contenido y valor siempre será positivo tener en cuenta a la hora de conjugar y dar sentido al conjunto del mensaje. Nos referimos a lo que se conoce con el nombre de “agrapha”; esto es, tradiciones extra-evangélicas, si bien con la impronta de ser pa-

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Jn 12,47.

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labras referidas a la persona de Jesús. Pero si el término “agrapha” literalmente significa “palabra no escrita”, el contenido conceptual hace relación a los dichos o palabras de Jesús fuera de los cuatro evangelios canónicos.

Quizá en un primer momento pudo llamarnos la atención el hecho de que, aparte de los sinópticos y de Juan, se aludiese a otros escritos donde se nos transmitiera algo referido a Jesús. Sin embar-go, ante la constatación de esta realidad, es lógico también que apa-reciesen ciertos interrogantes sobre el valor de esas tradiciones. ¿Qué podían añadir al mensaje? ¿Lograríamos conocer, aparte de los textos canónicos, algo más sobre la predicación de los apóstoles?

En realidad, hasta finales del siglo pasado no empieza propia-mente la moderna investigación sobre el tema. Alfred Resch puede ser considerado entre los pioneros; al menos en base a su obra Agrapha-Ausserkanonische Evangelienfragmenten, que es donde ya se nos muestra un elenco de los “agrapha” que deberían tenerse en cuenta. Lástima que su investigación estuviese condicionada por un gratuito presupuesto: la suposición de un proto-evangelio a cuya defensa se dirigen los “agrapha” como prueba. Lo que nada tiene de particular, por otra parte, es el riesgo que lleva iniciar nuevos caminos. Pero lo que sí reconocemos es que, gracias a su recopilación, fue posible el avance en posteriores estudios.

Dio un paso decisivo James Hardy Ropes, tanto como para poder afirmar que su obra es todavía imprescindible para cualquiera que desee conocer a fondo los análisis que los “agrapha” plantean. En efecto, si a Resch debe agradecérsele la recopilación, el mérito de Ropes reside en el equilibrio que aporta su crítica. Es interesante, por ejemplo, la distinción que hace de los mismos:

a) Agrapha carentes de valor.

b) Agrapha con valor eventual.

c) Agrapha supuestamente válidos.

Ahora bien, independientemente del más o del menos, del acuerdo o desacuerdo en la interpretación que de ellos se hace, lo que no sería justo es que prescindiéramos del porqué y del cómo, del motivo y adhesión de los “agrapha” como posibles palabras del Se-ñor.

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Al hablar de Marcos, dijimos ya que su evangelio fue el prime-ro en referir los hechos de Jesús. Pero, como podemos apreciar, sería excesivo atribuir a esta primera redacción todas las tradicio-nes que del Señor se poseían. Lo que sí debió agradar a las comu-nidades fue el hecho de conservar escritos los recuerdos del Señor. Sabemos que su ejemplo cundió rápidamente en los distintos núcleos de cristianos; por eso, en las décadas siguientes, la fe que proyectaba cada comunidad era iluminada por el evangelio pro-pio de cada sector. Unos siguieron fielmente el modelo de Marcos, otros se sirvieron de el, y no faltaron los que, en atención a su-puestas tradiciones, desfiguraban la verdadera imagen de Jesús. Es entonces cuando la Iglesia del siglo II se ve, como ya anterior-mente apuntábamos, presa de una incontrolada profusión de evangelios. Aún más, con frecuencia la gnosis filosófica puso a su servicio la tradición propiamente cristiana. Por eso, ante la posible confusión, y salvaguardando la enseñanza apostólica, se decide establecer los textos canónicos donde, a excepción de los sinópti-cos y de Juan, el resto fueron declarados no auténticos, evangelios faltos de verdad, apócrifos.

Sin embargo, esta división no quiere decir tampoco que se nie-gue la veracidad de otras tradiciones. Sería excesivo querer incluir en los textos canónicos todo lo que abarcó la vida apostólica de Jesús; diríamos que, en cierto sentido, los “agrapha” complementan la tradición canónica. Cierto también que no es fácil concretar cuándo un “agrapha” ha sido trastocado, o, más bien, se supone de tradición verdadera; existen modificaciones de las palabras, equívo-cos, conveniencias personales con fines ideológicos propios. Pero no todo es superficial e infundado. Después de un proceso de lim-pieza, se deslinda un grupo de “agrapha” contra los que no existen objeciones válidas para no referirlas a la predicación de Jesús. Por el contenido y el valor de las tradiciones, todo hace pensar que sa-lieron de labios del Maestro, Podría discutirse el alcance o la deli-mitación, pero difícilmente la procedencia. No es el caso de iniciar ahora tampoco el examen de todos los ”agrapha” válida y comúnmente aceptados; pondremos sí algu-nos como ejemplo. Pero antes, y a título, sobre todo, de información, bien estará que hagamos una relación de las tradiciones y documen-tos donde quedan consignadas las distintas referencias y palabras del Señor65.

65

En atención al estudio llevado a cabo por Joachim Jeremías, en su tratado: “Palabras

desconocidas de Jesús”. Sígueme. Salamanca, 1976, y que considero de lo mejor logrado

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1) Los “agrapha” del Nuevo Testamento

Señalada la escasez de noticias sobre la vida de Jesús, aparte

de los cuatro evangelios, se reconoce, no obstante, que el mayor número de referencias se encuentran en Pablo. No es infrecuente que hable del nacimiento, pasión y resurrección de Jesús. En la carta a los Filipenses, por ejemplo, intercala un “himno” que viene a ser el resumen de toda la obra redentora de Cristo. Desde su condición divina a su humillación como esclavo, Cristo Jesús va a pasar a la glorificación por su obediencia al Padre66.

Respecto a los “agrapha”, hay uno particularmente distintivo y claro. Nos lo refieren los Hechos de los Apóstoles como exhorta-ción de Pablo a los presbíteros de Efeso, reunidos todos en Mileto. Les dice:

“En todo os he enseñado que es así como se debe trabajar a fin de tener también para ayudar a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús que dijo: "Hay mayor felicidad en dar que en recibir67 .

Aparte de esta cita, las otras referencias no son tan fáciles ya de precisar. Cierto que nos remiten algunas a las palabras de Jesús, pero por la forma y el contexto, sería excesivo reconocer que sean, en sentido propio, “agrapha” referidas al Señor, al menos como expresiones de su ministerio. Con todo, la relación podría abarcar a los textos siguientes: Rom 14,14; 1 Cor 7,10; 9,14; 11,24 s; 1 Tes 4,16 s. Y ya, en su estado deglorificación, las revelaciones: 2 Cor 12,9; Hch 1,4 s 7 s; 9,46, 10-12,15 s; 22,7 s.10; 26,14-18; 18,9 s; 22,18.21; 23,11; Ap 1,11.17-20; 16,15; 22,10-16.18-20; Ap 2 y 3.

2. Variantes y añadidos

Examinando los más primitivos manuscritos del Nuevo Testa-mento, es evidente que, entre las distintas copias, existen a veces añadidos, variantes y omisiones que dan lugar a una segunda fuente de “agrapha”. Sin embargo, no creemos que proceda aquí detener-nos en el examen particular de los mismos; basta tomar como ejem-

hasta el presente. Me permito seguir la clasificación que él hace por su comprensible y, a la

vez, lograda precisión. 66

Flp 2, 5-11. 67

Hch 20,35.

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plo el añadido final de Marcos de que ya hablamos anteriormente. Otros casos los iremos viendo, según proceda, a lo largo de este es-tudio.

3. Evangelios apócrifos y tradiciones similares

Al tratar sobre los evan-

gelistas, hablamos ya de los motivos que indujeron a la iglesia a proponer los textos canónicos. La multi-plicidad de evangelios exigía, por necesidad in-herente, deslindar lo autén-tico de lo marginal o fal-seado, lo que no quiere de-cir que los textos no inclui-dos en el Canon carezcan de toda verdad. Los “agrapha” también tienen su propio y peculiar signi-ficado, aunque convendría distinguir entre evangelios vinculados al género litera-rio de los sinópticos, como pueden ser los fragmentos del “Oxyrhncus - Papyri 840” y el “Papyrus Egerton 2”68. Fig. 3., o los dos evangelios judeocristianos: el de los “nazare-nos” y el de los “ebionitas”, pero no así el también judeo-cristiano “Evangelio de los hebreos”, cuyo estilo es difícil que guarde relación con Marcos, Mateo o Lucas.

Diferente también es el “Evangelio de Pedro”, cuyo contenido se aleja ya de las tradiciones canónicas, y menos aún el “Evangelio copto de Tomás”, de cuya tradición apenas si pueden cotejarse relaciones.

68

El nombre de “Papyrus Egerton 2“ viene referido a un conjunto de cinco fragmentos pa-

piraceos de un códice fechado en torno al año 200, que contiene un evangelio previamente

desconocido. Es uno de los más antiguos fragmentos de un evangelio. Se encontró en Egip-

to y vendido en 1934 al Museo Británico. Cuatro de los fragmentos se encuentran en el

Museo Británico, y el quinto en Colonia.

Fig. 3. Uno de los fragmentos del “Papyrus Egerton 2”

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Citemos también los “evangelios” de tipo gnóstico, aunque quizá sea excesivo calificarlos como tales. Porque es la gnosis filosófica la que, en realidad, se ha apropiado de la tradición cristiana como justi-ficación intelectual propia; son los casos del “Evangelio de Felipe”, el de “María” o el de “Manes”. Y ya, con un claro tinte de leyenda, el “Evangelio árabe de la infancia”, el “Relato de la infancia atribuido a Tomás”, el “Protoevangelio de Santiago”, el “Evangelio del pseudo-Mateo” o el “Evangelio de Nicodemo”, etc.

Aparte de esto, existe todavía otra literatura donde es posible en-contrar ciertos “agrapha” en directa relación con el Maestro. Los en-contramos en la “Leyenda de Abgar”, en la “Epístola apostolorum”, “Epís-tola apócrifa de Tito”, “Hechos de los apóstoles apócrifos”, en la “Vida de Juan el Bautista según Serapión”, en el “Apocalipsis de Pedro”, así como en la “Historia del carpintero Jesús”.

4. La Patrística

Ya en los orígenes de las primitivas comunidades cristianas, co-mentando los recuerdos que tenían de Jesús, fueron apareciendo dis-tintas posturas no siempre uniformes en la interpretación. Siendo esto así, no tardaron en ver la luz las reseñas, los tratados y apologías de un cristianismo que se abría paso según el medio y las situaciones; de este modo, los escritos de los Padres de la Iglesia van a ser verdadera-mente pródigos respecto a los “agrapha”. Como ejemplo, propon-dremos los siguientes autores:

Papías: A Papías, obispo de Hierápolis, se le atribuye ser el primer recopilador de las palabras extraevangélicas del Señor. Ireneo dice de él que oyó personalmente a Juan el de Zebedeo en Asia Menor. Pero, según el testimonio de Eusebio, al no ser una gran lumbrera, tomó, sin crítica alguna, todo lo que se le contaba, y de ahí el ries-go que siempre supone valorar estas tradiciones. Segunda carta de Clemente: 2 Clem 5,2. Justino: “Diálogo con Trifón” 35, 3 (ver Pseudoclem. “Hom”, XVI 21, 4; Lactancio, “Div. inst›, IV 30,2; 47,5; 51,2; “De resurrectione” 9. Ireneo: “Adversus Haereses”, V 36,2. Clemente de Alejandría: “Stromata” I, XXIV 158, 2 (cf. Orígenes, “Sel. in psalm” 4,4; Eusebio, “In psalm”, 16,2); III, XV, 97,4; V, X 63,7 (cf. Pseudoclem., “Homn» XIX 20,1; en Teodoreto, “In psalm”65,

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16, sin considerarse el logion como palabra del Señor como lo demuestran los comentarios al Sal 24,14); VI, VI 44,3; “Quis dives salvetur”, 37,4.

Tertuliano: “De baptismo” XX 2; “De idolatría” XXIII, 3. Hipólito: “In Dam comm”. IV 60 (cf. Papías, en Ireneo, “Adv. Haer”, V 33, 3 s).

Orígenes: “In Joh comm”. XIX 7 (cf. Pseudoclem; “Hom”, II 51,1; Jerónimo, “Epist.”, CXIX 11,2; Sócrates, “Hist. Eccles”, III, 16; “Vita S. Syncl”, 100). “Selecta in psalm”, 1141 C; cf. Clemente de Alej., “Strom”, I, XXIV 158, 2 par). Tratado del pseudo-Cipriano: “De duobus montibus”, o “De monti-bus Sina et Sina et Sion”, 13. Tratado del pseudo-Cipriano: “De aleatoribus”, 3. Lactancio: “Divinae institutiones” IV 30,2 (cf. Justino “Dial” 35, 3 part). Alejandro de Alejandría: En Teodoreto de Ciro (muerto hacia el 466), “Hist. eccl.» 14, 45. “Hist. Eccl”, 14, 45. Eusebio de Cesarea: “In psalm. Comm”, 16,2 (MPG 23/1857/160 C; cf. Clemente de Alejandría, “Strom”, I, XXIV 158, 2 par.). Afraates: “Demostrationes” I 17; IV 16; XVI 8. “Libro de los grados” sirio. Ed. Kmosko/PS I 3. Efrén: “Opera”, Ed. Assemani I 30 E (Resch, n .o 169), I 140 D (Resch, n .o 170), 11 232 (Resch, n .o 171), 111 93 E (Resch, n .o 172). “Evangelii concordantis explanatio” XIV 24; XVII 1. “Dialogus de recta fide” (ed. van de Sande Bakhuyzen%GCS 4) I 13 (cf. “Vita S. Synd”, 63). “Homilías pseudo-clementinas” (Ed. Rehm/GCS 42) 1117,4 s. (qui-zás una cita libre); II 51,1 (III 50,2; XVIII 20,4; cf. Orígenes, “In Joh”. XIX 7 parr.); III «50,2 52, 2 53, 3 5.5 2; XII 29, 1 (cf. la fór-mula para hacer las citas en el epítome griego) XVI 21,4 (cf. Justino, “Dial”, 35, 3 part); XIX 2, 4.20,1 (cf. Clemente de Ale-jandría, “Strom”, V, X 63,7). Simeón de Mesopotamia: “Homilía” XII 17. Jerónimo: “Epistula CXIX ad Minervium et Alexandrum” (Ed. Hil-berg/CSEL 55) 11,2 (cf. Orígenes, “in Joh” XIX 7 par.). Dídimo el ciego de Alejandría: “De trinitate” III 22 (MPG 39/ 1863/917 C; cf. Epifanio, “Panar”, 69, 44, 1 par.). Sócrates: “Hiss. Eccles” III 16 (MPG 67/1864, 421 C; cf. Orígenes, “In joh.» XIX, 7 par.). El pseudo-Atanasio: “Vita S. Syncleticae” 63 (MPG 28/1887, 1525

A; cf. “Dial. de recta fide” I 13); 100 (MPG Ibid., 1549 B; cf. Orígc-nes, “In Joh” XIX 7 par.).

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5. Liturgia y disposiciones eclesiásticas

No es difícil que en las normas eclesiásticas y la liturgia hallemos algunos “agrapha”. Tenemos el hecho de las ampliaciones del pa-drenuestro, así como una adición a la sexta petición que recoge la “liturgia Alejandrina” (“... y no nos dejes en una tentación superior a nuestras fuerzas”). Hay también “agrapha” en la Didaje, en la Didas-calia siria y en las, así llamadas “Constituciones apostólicas” de prin-cipios del siglo IV

6. Gnosis cristiana

Aparte de los evangelios gnósticos ya mencionados, existe otra li-teratura que atribuye a Jesús una serie de revelaciones de tipo cla-ramente gnóstico. Pertenecen a este género: el “Apócrifo de Juan”, la “Sophia Christi”, el “Diálogo del Salvador”, “Libro de Tomás el Atleta”, la “Pistis Sophia”, los dos “Libros de Jeû, la “Memoria apostolorum”, los fragmentos de una “Conversación con Jesús” y las “Preguntas de Mar-ía”. También cabe mencionar los “excerpta ex Theodoto”, gnóstico valen-tiniano, el “del gnóstico Baruch”, los “Kaphalaia” (maniqueos), el “Libro de los salmos” y el “Libro de los misterios”.

Entre los himnos merecen particular atención el “Himno naaseno”, incluido en el “Sermón naaseno” y las “Odas de Salomon”.

7. Escritos talmúdicos

Dos son únicamente los «agrapha» que encontramos en la vasta li-teratura del Talmud; lo que, ateniéndonos al rigor y mentalidad oriental y judía, nada debe extrañarnos tampoco; al fin y al cabo, el énfasis que en tiempos remotos se dio a la apología, es suficiente pa-ra comprenderlo. En ocasiones, el silencio puede convertirse en la mayor desconsideración y reproche.

8. Literatura mahometana

Quizá ninguno como M. Asín Palacios ha llegado a mostrar el

gran número de “agrapha” dentro del mahometismo. Debido al gran aprecio que sienten por Jesús en el Islam, Asín ha entresacado 233 palabras. Y si es verdad que algunas de estas referencias han de reducirse por ser expresiones de Juan el Bautista, de Zacarías o de

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María, la madre de Jesús, en nada quita la gran influencia del men-saje cristiano en el ambiente religioso del pueblo árabe. Sorprende cómo la ascesis cristiana favoreció las corrientes espirituales del mundo islámico. Esperemos que un día se estudien mejor las coin-cidencias.

Pero, frente a todas estas indicaciones que hemos venido pre-sentando, existe un hecho evidente: la sugestiva palabra de Jesús. Cierto que ha habido equívocos, invenciones, referencias falsas, manipulación, etc., pero no es menos cierto que existe un grupo de “agrapha” razonablemente válidos, tanto como para apostar que pertenecieron a la predicación de Jesús. Pondremos dos parábolas como ejemplo.

a) La parábola del gran pez

En el “Evangelio copto de Tomás”, y de labios de Jesús, se nos narra la parábola del gran pez. He aquí el texto:

Y dijo Jesús:

“El hombre es semejante a un prudente pescador que ex-tiende su red en el mar; al sacarla (la ve) llena de pececillos. Entre ellos había uno grande y (hermoso). (Entonces) el pescador arrojó los pececillos al mar, y escogió sin titubeos el gran pez.

El que tenga oídos para oír, que oiga”

En realidad, la simple lectura nos conecta con la forma y conte-nido de las parábolas de Mateo. El ambiente, como el del evange-lista, viene enmarcado por el contorno claramente palestinense. El lago de Genezaret es el mar del pescador; él está a su orilla. Pero en lugar de las barcas que portan las redes, ahora es el arte de un solo hombre que echa la malla circular a las aguas. Aún hoy, cualquiera que haya frecuentado las playas del Mediterráneo, puede haber visto alguna escena similar. Si la suerte acompaña, pueden quedar en la red, en la “rall”, ocho, quince y hasta más peces. La descripción alu-de a una de las faenas de la vida diaria.

La parábola, como las restantes de Tomás, debió aplicarse al Reino de Dios. Es lógico, al igual que el tesoro escondido en el campo y que un hombre descubre, así le viene a suceder al pescador de la parábo-la. Viendo el pez de gran tamaño, minimiza a los otros y los devuel-ve al mar, mientras se queda con el que merece la pena. La enseñan-za es fácilmente comprensible por su claridad y contenido. El Reino

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de los cielos, que en la transcripción se dice «hombre», error que hace ver el contexto, es semejante a un hábil pescador que logra un pez desproporcionado a los otros que caen también en la red. Por el tamaño, no duda en devolver los pequeños al agua mientras retiene al que compensa el esfuerzo.

Pues bien, nada tiene de extraño pensar que la parábola pudo haber sido predicada por Jesús. En realidad, el pescador, a semejanza del “comerciante en perlas finas”, se da cuenta de que lo que tiene entre sus manos es digno de valor. Jesús predicaba el Reino. Acep-tarlo como mediación para la vida y esperanza del hombre, es haber escogido bien, haber comprendido el mensaje.

b) Parábola de los cambistas

Son 37 las citas (más otras 20 referencias) que ha logrado reunir Alfred Resch sobre la exhortación, o corta parábola de los cambistas. La iglesia primitiva gustó mucho de repetirla, y por eso se encuentra en no pocos documentos.

” ¡Sed cambistas expertos!”69.

Pero, ¿qué significa la expresión? ¿Cuál es el motivo de ser tan frecuentemente repetida? Para responder, es preciso que situemos las parábolas dentro de su sencillo modo de evocación. Vemos, por ejemplo, cómo en los sinópticos Jesús se sirve de ellas trayendo a la memoria las cosas y oficios más comunes para la comprensión del oyente: habla del trigo, de la tempestad, de las malas hierbas, del constructor de una casa, de la pesca. Realidades todas donde, por comparación o símbolos, se llegaba a la verdad espiritual que in-teresaba.

El concepto de cambista viene expresado en una sola ocasión en el evangelio, y referido más bien al oficio de “banquero” (Mt 25,27): “Debías haber colocado mi dinero en el banco (con los banquistas), y al volver me lo habrías entregado con los intereses”70.

“¡Sed cambistas expertos!” ¿Significa que debe producir lo que se nos ha confiado? ¿Que debemos negociar al máximo? Ciertamente que no; el mensaje no va por ahí. ¡Sed cambistas expertos! nos tras-lada a otras escenas más comprensibles, mejor traídas y, de segu-ro, frecuentemente observadas. Nos lo insinuará Clemente de Ale- 69

Sseudoclementinas.: Homil. II 51,1. 70

Mt 25,27.

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jandría cuando dice: “Sed hábiles cambistas, que rechazan muchas co-sas, pero retienen lo bueno”71.

En efecto, hay que colocarnos en el mundo judío y ver lo que era Jerusalén en tiempos de Jesús. Por aquel entonces confluían a la capi-tal peregrinos de todo el mundo. En los mercados y bazares había monedas de todos los tipos; podían ser romanas, griegas, fenicias, etc., y los cambistas las valoraban según el equivalente a la moneda tiria. Pero para ello había que ser expertos en el cambio y no dejarse engañar por falsas acuñaciones. He aquí, por ello, el alcance que pueden darse a las palabras: “¡Sed cambistas expertos!”.

Otro sería el problema si pretendiésemos, para la parábola, encon-trar sitio adecuado en el evangelio. Entre las suposiciones, no pare-cería extraño que se pudiese colocar dicha parábola a raíz de preca-ver Jesús a la gente sobre los falsos profetas: “harán signos -les decía-, hechos fantásticos, os confundirán. Sólo algunos se darán cuenta de las in-tenciones”. “¡Sed expertos cambistas!”

Sin embargo, y como podemos fácilmente comprender, sería atre-vido optar por éste o aquel punto de conexión, y es que los “agrapha”, por más que dispongan algunos de favorables argumen-tos de veracidad, tienen otra función, consiste en resaltar la tradición de los sinópticos y de Juan. Complementan lo que ya se tenía72.

Testimonios de los no cristianos.

Aparte de las fuentes cristianas, y en particular los evangelios, to-da otra documentación, ya sea en forma de “agrapha”, bien como testimonios extra-cristianos acerca de Jesús, ocupa, respecto a aqué-llas, un lugar irrelevante.

Sin embargo, no es menos cierto también que, por haber atribuido a estos testimonios una cierta visión de imparcialidad, el hecho es que la cristología siempre los tuvo en cuenta a la hora, sobre todo, de querer demostrar la existencia histórica de Jesús. Son ciertamente es-casas las fuentes que han llegado a nosotros; lo que nada tiene de ex-traño, por otra parte. La predicación de un rabí que no apelaba a las

71

Clemente de Alejandría.: Strom. I XXVIII, 117. 72

Un estudio más detallado sobre los “agrapha” se encuentran en la obra ya citada: Pala-

bras desconocidas de Jesús, Sígueme. Salamanca, 1976.

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armas y anteponía la hermandad a la ley de sus mayores, poco podía interesar a los romanos y a la jerarquía de entonces.

Hoy, no obstante, la crítica histórica ha logrado mostrar, con sufi-ciente precisión, qué documentos son auténticos, cuáles dudosos y qué otros desfiguran la verdad que transmiten. En atención a lo cual, únicamente nos detendremos aquí en aquellas fuentes cuyo análisis ofrece la mayor garantía de objetividad.

Flavio Josefo

La primera mención sobre Jesús por un no cristiano la hallamos en las Antigüedades judías, de Flavio Josefo. La obra está publicada hacia el 93-94, y en ella se narra la historia del pueblo judío hasta el año 66.

El objetivo de Josefo es claro: presentar positiva y favorable-mente al judaísmo, y esto, no sólo ante el pueblo romano, sino tam-bién entre los círculos de cultura helenística. Pero, aunque en sucesi-vas ocasiones se mencionan personajes del mundo judío y romano que ya conocemos por los evangelistas, apenas si habla de Jesús ni de los cristianos. Lo hace el autor tan sólo en tres ocasiones. Unas, re-firiéndose a la muerte de Juan el Bautista73; otra, en el llamado “pasa-je de Jesús”74 y otra más en el “pasaje de Santiago”75. Nos detendre-mos en estos dos últimos, anteponiendo el que realmente ofrece to-das las garantías de fiabilidad, como es la referencia a Jesús cuando se habla de Santiago, segundo jefe de la comunidad de Jerusalén. El texto es el siguiente:

“Anano reunió al sanedrín de los jueces e hizo comparecer ante ellos a Santiago, el hermano de Jesús, llamado el Cristo, así como a algunos otros; los acusó de haber violado la ley y los entregó a la lapidación”76.

El nombre de Santiago, “hermano del Señor”, confirma la pala-bra evangélica77 y se trata de su muerte el día de Pascua del año 62; distinta, evidentemente, de la ejecución de Santiago el Mayor, her-mano de Juan, a instancias de Herodes Agripa I en el año 44, que mencionan los Hechos78.

Sobre la denominación: “llamado el Cristo”, no parece haber mo-tivo tampoco para pensar que fuesen palabras añadidas por algún

73

Antigüedades judías, XVIII, 16-119. 74

XVIII, 3,3, párrafo 63-64. 75

. XX, 9,1, párrafo 200. 76

Antigüedades XX, 9,1, 200. 77

Mc 6,3; Mt 13,55 78

Hch 12, 1-3.

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copista cristiano. Podía encajar perfectamente en las categorías de un judío cualquiera y, por consiguiente, Flavio Josefo pudo hablar de Jesús, a quien llamaban Cristo, sin comprometerse o pronunciarse so-bre dicha denominación.

Muy distinto es el largo pasaje que encontramos en el libro XVIII. Dice así:

”En este tiempo vivió Jesús, hombre sabio, si es que nos es permitido llamarle hombre. Pues realizó obras prodi-giosas: era el maestro de los que reciben la verdad con alegr-ía, y ganó para sí a muchos de los judíos y de los griegos. El era el Cristo. Pero según el juicio de los principales entre no-sotros, no lo era. A causa de esto, Pilato lo condenó a la cruz. Pero los que le amaban no se apartaron de él. Pues al tercer día se les apareció resucitado. Los profetas divinos habían atestiguado y predicho estas cosas y otras muchas sobre él. Y todavía hoy no se ha extinguido el pueblo de los que, por él, se llaman cristianos”79.

En cuanto al texto, tal y como viene expresado, su veracidad fue muy pronto discutida. Llama la atención, por ejemplo, que un judío, y por demás fariseo, pueda reconocer en Jesús al Cristo. Y no sola-mente eso; choca que se le considere “hombre sabio” y, a su vez, se di-ga que “era el Cristo”. Evidentemente, ambas denominaciones es difí-cil que puedan provenir de la misma mano; lo que es comprensible, por otra parte, habida cuenta que la tradición manuscrita de las obras de Josefo se hizo en ambientes cristianos. Que se interpusiesen y ampliaran ciertos conceptos es algo que, si no justo, sí es al menos explicable. Además, tenemos el dato de Orígenes que, conociendo los textos de las “Antigüedades judías” sobre la muerte de Juan el Bau-tista y la de Santiago, no dice nada sobre el “pasaje de Jesús”. Por eso es posible que, tras un fondo común de lo que se narra, exista la am-pliación por parte de algún escritor de la comunidad cristiana.

Otra es la pregunta sobre el “silencio de Josefo”. ¿Cómo es posible que en obra tan vasta, apenas se nombre el cristianismo? ¿Cuál pue-de ser el motivo de esta omisión? Interrogantes estos que no siempre han tenido las mismas interpretaciones. Lo más probable es que Jose-fo, en atención al propio pueblo judío, omitiera, en lo posible, todo aquello que pudiera llevar cualquier connotación de movimientos subversivos, entre los que podía incluirse, claro está, la comunidad de cristianos con su idea mesiánica. Recordemos que él hizo todo lo posible para impedir la sublevación de los judíos contra Roma, y que, al no conseguirlo, se vio obligado a hacer causa común con ellos. Hecho prisionero por los romanos, supo ganarse sus simpatías, 79

Anales, XV, 44.

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lo que le llevó a presenciar la destrucción de Jerusalén el año 70. Se establece después en la capital del Imperio, adquiere la ciudadanía romana y goza del favor de los emperadores Vespasiano, Tito y Do-miciano.

Pues bien, tanto en su primera obra: «Guerra judaica», escrita entre los años 75 y 79, como en las “Antigüedades judías”, o en su misma “autobiografía”, lo que intenta, es, además de justificar su propia con-ducta, ofrecer, como ya anteriormente dijimos, una visión positiva de todo el judaísmo. Por eso elude, según esta opinión, cualquier reali-dad que pudiera desmentirlo.

Otros, sin embargo, creen que este silencio puede ser debido, no tanto a que fuese perjudicial para su pueblo, sino a un sentimiento de respeto por las comunidades cristianas. Lo justifica -dicen- el hecho de que, ni sobre la muerte de Juan, ni sobre la de “Santiago” se puede presumir en Josefo el más mínimo asentimiento. Esto es ver-dad, evidentemente, pero hacer un juicio de valor sólo a partir de es-tas referencias, es formular una hipótesis que no deja de ser arries-gada y comprometida.

Tácito

Entre las pocas referencias que han llegado a nosotros de fuen-

tes paganas, la más importante, y casi única tradición fidedigna, es la del historiador romano Tácito.

El testimonio que ofrece en sus “Anales”, escritos bajo el em-perador Trajano, en el año 116 o 117, refleja el deseo de reseñar el nombre de los “cristianos” por ser éstos a quienes Nerón acusó del incendio de Roma. El texto es el siguiente:

“Para acabar con este rumor (que atribuía el incendio de Roma al emperador), Nerón tachó de culpables y castigó con refi-nados tormentos a esos que eran detestables por sus abo-minaciones y que la gente llamaba cristianos. Este nombre les viene de Cristo, que había sido entregado al suplicio por el procu-rador Poncio Pilato durante el principado de Tiberio. Reprimida de momento, esta detestable superstición, surgía de nuevo, no sólo en Judea en donde había nacido aquel mal, sino también en Roma en donde desemboca y encuentra numerosa clientela todo lo que hay de más criminal y vergonzoso en el mundo. Empezaron,

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pues, a apresar a los que confesaban su fe, luego, basándose en sus declaraciones, apresaron a otros muchos que fueron convictos, no tanto del crimen de incendio como de odio contra el género humano. No se contentaron con matarlos; se ideó el juego de re-vestirlos con pieles de animales para que fueran desgarrados por los dientes de los perros, o bien los crucificaban, los embadurna-ban de materias inflamables y, al llegar la noche, ellos iluminaban las tinieblas como si fueran antorchas”80.

En realidad, lo que principalmente se refleja en el texto es la

existencia de un grupo social al que Tácito parece conocer sólo va-gamente, o, por lo menos, desconoce el fondo histórico de lo que narra. Por eso, algunos, como Johannes Weiss, llegan a atribuir una especie de autosuficiencia al autor, al no dar éste razón histórica de los detalles que expone, o quizá también, como cree Conzelmann, la fuente única de Tácito fue la voz que corría por la ciudad y que es precisamente el comentario que transcribe. Parece ser que Táci-to no sabía más de Jesús, a quien llama “Cristo” como si de un nombre propio se tratara (error, por otra parte, comprensible para el que no perteneciese al grupo de aquella primitiva iglesia).

Tampoco sabemos hasta qué punto el testimonio puede consi-derarse no manipulado e independiente. La exagerada descalifica-ción del comportamiento cristiano lleva a pensar, más que a la con-firmación de unos comentarios, a la sospecha de los mismos, por lo menos en parte; inseguridad que se acentúa en otras citas que han llegado a nosotros como pueden ser las de Suetonio81 o de Plinio el joven82. Pero que tampoco debe llamarnos la atención, habida cuen-ta, sobre todo, que en el siglo I y comienzos del II el movimiento cristiano todavía no había tomado la amplitud suficiente como para dejar huella en la literatura o en la historia. Lo que no sucederá a partir de los años 160 ó 170, sobre todo con Celso, donde el cristia-nismo sí empezará a llamar seriamente la atención de los filósofos paganos.

80

Anales, XV, 44. 81

Vita Claudii, 25,4. 82

Ex, X, 96.

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E1 Talmud

El significado de la palabra «Talmud» (enseñanza), comprende to-

do el gran marco doctrinal de los judíos. Es a partir de la destrucción de Jerusalén (año 70), cuando el judaísmo volvió a estructurarse en torno al grupo y tendencia de los fariseos que fue prácticamente el único que permaneció. Durante los dos primeros siglos, tras un in-tenso trabajo, los judíos se dedicaron a recoger y preparar la tradi-ción oral que, junto a la Biblia, formaba el patrimonio espiritual de todo el pueblo judío. Se llegó así a la formación de un código llama-do la “Misná”, obra de los doctores, los «tannaim» (a comienzos del siglo III). Después los intérpretes emprendieron el comentario del “Misná”, explicación que se llamó “Gemara”, y que fue añadida a la “Misná” junto con otras tradiciones omitidas por los “tannaim”. Se constituye así el “Talmud” en su doble versión: el “Talmud palesti-nense”, finalizado en el siglo IV., y el “Talmud babilónico” en el VI.

En estos escritos la persona y la obra de Jesús, aunque ex-puesta en un marco discreto y no muy apropiado, sí destaca lo suficiente como para ser reconocida. Es designado Jesús con el nombre de “Yeshu de Nazaret” o con la expresión “ese”; y siempre con una peculiar acentuación polémica. Son aproximadamente doce las veces que se le nombra; aunque el pasaje más conocido por su directa alusión a la muerte se encuentra en una «baraita» del “Talmud de Babilonia” que se ha conservado en el tratado del “Sanedrín”. Es la siguiente:

“La víspera de la Pascua colgaron a Jesús. Durante cuarenta días antes de que tuviera lugar la ejecución, un heraldo había pre-gonado: "Será apedreado, porque ha practicado la hechicería y ha incitado a Israel a la apostasía. Todo el que pueda alegar algo en su favor que se presente y abogue por él". Pero como nadie se presentó en su defensa, se le colgó en la víspera de la fiesta de la Pascua”83

Acompaña al texto, como era bastante frecuente, el comenta-

rio de un rabino, en este caso del siglo III:

“Ula replicó: ¿Suponéis que hacía falta buscarle defensa? ¿Acaso no fue un seductor, acerca del cual dice la Escritura: No le

83

B.T.B.: Sanhedrin, 43a.

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perdonarás, ni lo ocultarás? (Dt 13,9). Pero, en el caso de Jesús era distinto, porque tenía relaciones con el gobierno”.

En realidad, la importancia e intención del texto se dirige a

probar que el proceso de Jesús fue conforme a la justicia. El tri-bunal judío así lo reconoce y, por consiguiente, la sentencia que se dicta es apoyada por el sentir común del pueblo.

Naturalmente, esta visión, parcial e interesada, surge a partir de las disputas anticristianas posteriores al año 70. Choca, además, que el heraldo hable de lapidación, mientras que a renglón seguido se afirma que fue colgado. Es evidente que los dos conceptos tenían su importancia, pero si se dice que fue lapi-dado es porque el reproche se dirige, más bien, a los milagros y exorcismos de Jesús, considerados como actos de magia. Que fuese colgado, muy bien puede referirse a la crucifixión, como se comprueba, no sólo en Josefo, sino en los mismos Hechos de los Apóstoles84.

Pero lo característico del problema que venimos tratando es la referencia que se hace al Jesús de la Historia. Puede decirse que si las fuentes judías y paganas representan algo importante, es preci-samente por eso: porque nos confirman que, entre los contemporá-neos que llegaron a tener noticias sobre Jesús, ninguno dudó de su existencia. Fue ésta una hipótesis de los tiempos modernos donde, a falta del menor análisis crítico, se supuso, en la génesis del movi-miento cristiano, una especie de vana aspiración con origen supues-tamente mítico.

Sin embargo, aunque únicamente fuese por estas menciones del Talmud, esos postulados quedan hoy desmentidos por toda la críti-ca histórica. Finalizamos, por ello, con un comentario de Hans Win-disch a la obra de Josef Klausner, especialista en el tema, y que dice:

“El que estudia los pasajes del Talmud con la ayuda de las explicaciones críticas y exegéticas de Klausner, llega a la con-vicción de que en ellos se tiene noticia de una persona histórica, del Jesús de los Evangelios. En el Talmud fracasa toda hipótesis ya de ficción”85.

84

Hch 5,30; 10,39. 85

Windisch, H.: Das Problem der Geschichtlichkeit Jesu. Die ausserchristlichen

Zeugnisse: “Theol. Rundschau”, 1, 1929, pág. 274.

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RELATOS DE LA INFANCIA

Un origen que interesa. Tradiciones de Mt y Lc

Inician Mateo y Lucas su evangelio narrándonos la concep-ción, el nacimiento y la infancia de Jesús86. Sin embargo, es posible que los términos empleados, «relatos de la infancia», no sean los más adecuados, los más correctos, habida cuenta que en tal expre-sión se incluyen también citas de la Escritura. No obstante, en aten-ción a la singularidad que representan, particularmente los de la Navidad, es comprensible y justo que se acepte tal denominación.

Pero, por extraño que parezca, los datos de la infancia fueron los últimos en unirse a las demás redacciones. En realidad, la primitiva predicación no tuvo otra finalidad que la de proclamar públicamente la muerte y resurrección de Jesús87. Después, y como consecuencia lógica, fueron formándose colecciones de los dichos, de las parábolas y de los milagros, aunque, eso sí, formando un conjunto bastante menos unitario que los de la pasión y resurrección.

Se deduce, por tanto, que el interés no viene constituido por el aspecto únicamente biográfico; en principio, resultaría chocante una biografía que comenzara por el fin y sin datos apenas sobre el origen y primeros pasos de la vida familiar. No, los evangelios en modo al-guno pueden tomarse como se creyó en algún tiempo, al modo de unas “vidas de Jesús”. Ahora bien, si esto es verdad, ¿cuál es el mo-tivo de que Mateo y Lucas se interesen por estos relatos?

Pensamos que si fueron los últimos en ser incorporados a la composición evangélica, la curiosidad de los fieles jugaría un papel,

85Mt cc. 1-2 y Lc cc. 1-2. 87

Hech 2,23-32; 3,14-5; 4,10; 10,39-40 y 1 Cor 15,3-4.

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si no decisivo, sí lo suficientemente importante. La comunidad cris-tiana desearía, a la vez que conocer, presentar como providenciales los inicios de la vida del Maestro. Interesaría también el origen de los mismos. Por ello, y en virtud de la cristología ya desarrollada, nada tiene de extraño que influyeran factores hoy desconocidos en los re-latos propiamente de la infancia, y que sólo en los evangelios más tardíos, como el de Mateo y el de Lucas (la cristología de Juan toma otra dirección), fueran posibles las adiciones. No obstante, lo que su-cede con la posterior incorporación de esos dos capítulos de Mateo y Lucas (que se los tome como autografías) es, en cierta forma, algo consecuente y lógico. Una lectura superficial parece confirmarlo: se comienza por la concepción, se sigue con el nacimiento, para conti-nuar después con los distintos episodios que rodean el acontecimien-to del Mesías Salvador; todo como si realidad y descripción, historia y relato, guardaran justa correspondencia objetiva.

Sin embargo, una mirada más atenta nos advierte: si Juan el Bau-tista, por ejemplo, reconoció a Jesús antes de que el propio Jesús na-ciese88, ¿cómo es posible que después no se aluda a este conoci-miento? ¿Por qué manda a sus discípulos a Jesús con la misión de in-terrogarle?89 Más aún, si Herodes, y toda Jerusalén con el, llegaron a intranquilizarse por el nacimiento del niño, llegando a la crueldad de matar a los inocentes90, ¿cómo es que después, en su ministerio, na-die hace mención a lo extraordinario de su presencia? ¿De qué modo podríamos explicar la extrañeza en los mismos familiares?91

Cierto que algunos han intentado armonizar las distintas incon-gruencias con sutiles e ingeniosas soluciones, pero con argumentos débiles y poco fundados. Hoy la crítica nos viene a mostrar que los relatos del ministerio apostólico fueron formándose sin el conoci-miento del material que hizo posible después los de la infancia. Es importante, por ello, tener en cuenta que estos dos primeros capítu-los de Mateo y de Lucas tienen un origen y participan de un género histórico completamente distinto al resto del evangelio, esto es, mientras que la mayor parte de las narraciones del ministerio suelen provenir de experiencias protagonizadas por tradiciones apostólicas, del material de la infancia no puede decirse lo mismo. Ninguno de los que proclaman la palabra fue testigo de los acontecimientos, lo que no les quita, por otra parte, su valor específico y propio.

88

Lc 1,41-44. 89

Lc 7,19. 90

Mt 2,6. 91

Mt 13,53-56.

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Se han propuesto como fuentes el testimonio de José y el de Mar-ía, pero tal suposición, aun admitiendo dichos testimonios como los únicos seguros, no es tan fácil a la hora de intentar el examen. En efecto, en cuanto a que la revelación se debiera a José, parece poco probable desde el momento que apenas si aparece en las narraciones del ministerio, lo que hace pensar que seguramente ya había muerto. Por lo que se refiere a María, no da la impresión tampoco de que ella fuese la posible reveladora de los relatos en la tradición de Mateo, puesto que el papel asignado a José es el verdaderamente importan-te. La probabilidad mayor estaría en el relato de Lucas. Pero enton-ces las dificultades se plantean al preguntarnos sobre las diferencias que hallamos respecto a Mateo.

También en el siglo II se pensó que pudieron haber sido infor-maciones de Santiago, el “hermano del Señor”. Pero se ha de reco-nocer que el “Protoevangelio de Santiago”, además de ofrecer criterios en gran medida paradójicos, su carácter es claramente legendario. Todo lo cual hace que concluyamos con la afirmación que ya se apuntaba: esto es, la falta de testigos que pudieran avalarlo. Ahora bien, si el análisis nos ha conducido a esta conclusión, ¿cómo inter-pretar dichos relatos?

Primeramente, y antes de afrontar el problema, bien estará que hagamos una confrontación de ambas tradiciones.

Coincidencias

El examen de los textos nos hace ver que, en medio de las dife-rencias, existen en ambos evangelistas los siguientes puntos en común:

Mateo Lucas

1. Los padres de Jesús son María y José, legalmente prometidos,

pero no han vivido juntos 1,18 1,27.34 2. José es descendiente de David 1,16.20 1,27.32; 2,4 3. El ángel anuncia el futuro del niño 1,20-23 1,30-35 4. La concepción de María es sin el concurso de su marido 1,20.23.25 1,34 5. María concibe por obra del Es-

píritu Santo. 1,18.20 1,35

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6. El ángel afirma que al niño se le

llamará Jesús 1,21 1,31 7. Se afirma que Jesús es el Sal-

Vador 1,21 2,11

9. Jesús nace en Belén 2,1 2,4-6 8. Cuando nace el niño, los padres

ya viven juntos 1,24-25 2,5-6 l0. Cronológicamente, el nacimiento se relaciona con el reinado de

Herodes el Grande 2,1 1,5

Discrepancias y omisiones

1. La genealogía de Mateo (1,1-17) difiere de la que presenta Lu-

cas, aunque esto sea fuera de los relatos de la infancia (Lc 3,23-38). 2. La sección de Mateo (2,2-22) que hace referencia a los magos

de Oriente, a la estrella, a Herodes, a la huida de Egipto y a la matanza de los inocentes, no tiene paralelo en Lucas; así como, a excepción de Lc 1,26-35, apenas si hay correspondencia entre los relatos de Lucas con la descripción de Mateo.

3. Propias de Lucas son las narraciones siguientes: a) La visita de María a su prima y las palabras de Isabel. b) Las escenas de Zacarías y el nacimiento de Juan. c) El censo de Quirino. d) La aclamación de los pastores. e) La presentación con el Niño en el templo, una vez que sus padres han vuelto a Nazaret, y el episodio de la pérdida y hallaz-go de Jesús en el templo cuando ya contaba doce años. No obstante, a pesar de las diferencias, no pocos pretendieron

armonizar las distintas tradiciones, aunque pronto se dejó ver la debi-lidad de los argumentos. Además, de haber existido un único relato, ¿cómo es que posteriormente se fragmentó en dos? Y en cuanto al su-puesto de que Mateo transmite la revelación de José y Lucas la de María, creemos que se debe, más que al resultado de un estudio serio, a una deducción sentimental. ¿Cómo es posible si no, que José dejase

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de referir la Anunciación de María, y a su vez María omitiera la visita de los magos de Oriente y la huida a Egipto? Por eso, la crítica más avanzada llega a pensar que Mateo y Lucas escrbieron estos capítulos de forma independiente y sin conocer sus respectivos escritos. Rela-tos que se ampliarán a la luz de la fe y del desarrollo de la cristología de la comunidad, porque, como muy bien apunta Raymond E. Brown, las narraciones se escriben con el fin de entender el origen de Jesús en el marco del cumplimiento de la expectación veterotesta-mentaria, esto es, que inspirándose en las Escrituras, y cada evange-lista a su modo, va a hacer posible la comprensión de la presencia del Mesías a través de las figuras del Antiguo Testamento. Eviden-temente, en el marco de las conjeturas, siempre será difícil precisar la intención de cada autor, aunque por los análisis y la nueva luz que proyectan, sí nos obligan a la reflexión y al examen.

Narraciones de Mateo

Con el deseo de poder delimitar mejor los distintos plantea-

mientos, vamos a prescindir de los datos de Lucas para detenernos en las referencias de Mateo como si, de momento, fuesen las únicas.

Salta pronto a la vista que los capítulos de la infancia, por más que forman una sección peculiar, en modo alguno puede decirse que sean algo extraño en el conjunto del texto. De una u otra forma, están reflejando la personalidad del que escribe. Como prueba, nos deten-dremos en los puntos más significativos.

La genealogía

Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engendró, de Tamar, a Fares y a Zara, Fares engendró a Esrom, Esrom engendró a Aram, Aram engendró a Aminadab,

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Aminadab engendró a Naassón, Naassón engendró a Salmón, Salmón engendró a Booz en Rahab, Booz engendró a Obed en Rut, Obed engendró a Jesé, Jesé engendró al rey David. David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón, Salomón engendro a Roboam, Roboam engendró a Abías, Abías engendró a Asaf, Asaf engendró a Josafat, Josafat engendró a Joram Joram engendro a Ozías, Ozías engendró a Joatam, Joatam engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendro a Amón, Amón engendro a Josías, Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando la deportación de Babilonia.

Después de la deportación a Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendro a Zorobabel, Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliacim, Eliacim engendró a Azor, Azor engendró a Sadoq, Sadoq engendró a Aquim, Aquim engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Matán, Matán engendró a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo.

“Así que el total de las generaciones son: Desde Abraham hasta David, catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, cator-

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ce; desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce generacio-nes”92.

Comienza Mateo, como acabamos de ver, narrándonos la genea-logía de Jesús. En realidad, es como si de una introducción se tratara: antes de la explícita referencia a la persona de Jesús, nos habla de los antepasados; aunque bien es verdad que este modo de dar comienzo nos recuerda los géneros y usos empleados en las Escrituras93.

De atenernos únicamente a la lógica, pudiéramos decir que Mateo, teniendo la intención de mostrar que Jesús realmente desciende de Da-vid, no logra probarlo, y no lo demuestra porque, en el momento deci-sivo, en lugar de decir que Jacob engendró a José, y éste a Jesús, sus-pende la sucesión para decir: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús llamado Cristo”. Conviene precisar que las genealogías han tenido unos usos y unos valores diferentes, llegándose a confeccio-nar, en ocasiones, distintas genealogías de una misma persona; esto puede extrañarnos, pero también nos puede ayudar a comprender las distintas intenciones que pudieron existir en la aparente transmisión biológica. Wellhausen, por ejemplo, ha llegado a probar que las listas confeccionadas en el Pentateuco carecen de valor para la historia, y ge-neralmente corresponden a su último estrato redaccional. El aspecto te-ológico lo hemos de ver como algo fundamental y decisivo. Mateo in-sistirá que en Jesús se han cumplido las esperanzas mesiánicas judías; es el “hijo de David” e “hijo de Abraham”, según estaba dispuesto en los planes divinos, esto es, al tiempo que es heredero de las promesas hechas a David y conservadas en el judaísmo, lo es también de las ben-diciones que se hicieron a los gentiles a través del patriarca Abraham. Pero claro, lo importante aquí es su intención teológica. Mateo no pue-de prescindir de la mentalidad de las comunidades cristianas a quien dirige sus escritos; comunidades formadas principalmente por cristia-nos procedentes del judaísmo y de la gentilidad. Por consiguiente, la genealogía que nos propone, más que mostrar el ejemplo de la fecun-didad biológica, nos revela la gran providencia de Dios; porque la ge-nealogía bíblica fundamentalmente consiste en eso: en delinear el pro-yecto divino en la historia de la salvación de los hombres.

Se cree que Mateo añadió, a listas ya confeccionadas, los nom-bres de José y de Jesús con alguna que otra modificación. Interesan, sobre todo, algunos detalles. ¿Por qué el 3 x 14 de Mateo? ¿Cuál es el motivo de incluir mujeres de no tan buena reputación? Porque dos 92

Mt 1,1-17. 93

Gn 2,4a; 5,1; 6,9.

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son prostitutas: Tamar94 y Rajab95; una adúltera, Betsabé, la mujer de Urías96, y una moabita pagana, Rut97.

En realidad, no lo sabemos, pero, a tenor del análisis, donde el número 14 es múltiplo de 7, cifra y cantidad perfecta en la Escritura, y cuyo valor simbólico era la plenitud del plan de Dios, sí podemos deducir que este esquema de totalidad podía perfectamente encua-drar dentro de la idea teológica de Mateo. Y en cuanto a la reseña e inclusión de tales mujeres, puede también admitirse que con ello se quería dar a entender que Jesús asumió, como providenciales, tanto los puntos altos como los puntos bajos de la historia. Que en lo apa-rentemente extraño y desconcertante, también está la mano de Dios que salva.

La concepción

“El nacimiento de Jesús fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en se-creto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: 'José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él sal-vará a su pueblo de sus pecados". Todo esto sucedió para que se cum-pliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: "Dios con nosotros". Despertado fosé del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús”98.

Al hablar Mateo de la concepción de Jesús, emplea verbos en

forma pasiva: “fue concebido”, “engendrado”, lo cual indica que la proclamación como “hijo de Dios”, fundamentalmente se debe a ser “obra del Espíritu Santo”. Al mismo tiempo, él cree encontrar una re-

94

Gn 38, 1-30. 95

Jos 2; 6,17, 22 ss. 96

2 Sm 11,3; 1 Cor 3,5. 97

Rut 1,4. 98

Mt 1,18-25.

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lación estrecha entre la tradición mesiánica como “hijo de David”, y la filiación divina de Jesús, esto es, el cumplimiento de las prome-sas hechas a David por medio de Natan: “Estableceré después de ti a tu hijo... Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo».

Por otra parte, al confrontar el relato de Mateo con el de Lucas, en-tre otras cosas, está claro que el agente principal para uno y otro es el Espíritu Santo. Coinciden también en la virginidad de María en el mo-mento de la “Anunciación”, lo cual nos hace conjeturar que se servirían de:

1. Una fórmula literaria de anunciación anterior a los evange-

lios y, por tanto, no inventada por ellos. 2. Una afirmación cristológica de la Anunciación donde, como

en otros relatos de la infancia, también aquí se combinaron con otras tradiciones preevangélicas.

Las mismas palabras de la anunciación pronunciadas por el ángel,

así como la reacción y comportamiento de María, están formuladas guardando paralelo con otras tradiciones de la Escritura99, y es que la “concepción de Jesús” por obra del Espíritu Santo, no tanto pretende explicar el proceso biológico, cuanto poner de manifiesto la estrecha re-lación de Jesús-Salvador con otras figuras liberadoras del pueblo de Is-rael. Andrade Ponte ha escrito muy acertadamente:

“La preocupación de los evangelios consistía en destacar, no el carácter virginal, sino el sobrenatural, divino, de esa con-cepción. Para ellos, la concepción de Jesús fue virginal paraque pudiera ser sobrenatural, y no sobrenatural para que pudiera ser virginal... Habría sido una concepción sobrenatural con el fin de que pudiera ser virginal, y no al revés. Y esto ha sido inspirado por un concepto moralizante y maniqueo de la virginidad en el cristianismo”100.

Punto a discutir es también el cómo llegó a la comunidad el cono-

cimiento de la concepción de Jesús. Pudo deberse a María ciertamente, pero esta suposición encierra serias dificultades, como el dato de que antes de que se redactaran los dos evangelios, apenas si tuvo este mis-terio influencia en la predicación. Además, choca con la desconfianza de los “hermanos de Jesús” que se narra en el ministerio. Sin embargo, al detenernos en las descripciones, sí deducimos un conocimiento

99

Jdt 13,18; 30,33; Sof 3,14-17; Gn 26,3, 28; 28,15; Ex 3,12; 1 Sam 3,19; 1 Re 1,37, etc. 100

Andrade Ponte, P. E.: “Revista Eclesiástica Grasileira” 29, 1969, págs. 39-40.

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público del nacimiento temprano de Jesús. Vemos que María está encinta antes de vivir con José su marido. Hecho éste que, al consig-narse en ambos evangelistas, nos hace pensar que no fue imaginado por ellos. Tampoco se explica como invención de la comunidad, puesto que una declaración como ésta, tan propicia para el escán-dalo, en modo alguno podría favorecer el entorno de Jesús. Además, ambos textos encuadran, tanto a José como a Maria, entre las perso-nas justas y honradas101. Por todo ello, pensamos que los evangelis-tas, aun presuponiendo una virginidad biológica, utilizan la concep-ción de María para presentar una cristología sobre Jesús como hijo de David e Hijo de Dios, y ésta era su intención prioritaria. Concep-ción virginal como signo de su filiación divina.

Los Magos de Oriente

“Jesús nació en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes. En esto, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: “¿Dónde está el Rey de los judrós que ha nacido? Pues vi-mos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle”. Al enterarse el rey Hervdes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y les pidió información so-bre el lugar dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le dijeron: “En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta:

"Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá porque de ti saldrá un jefe que será pastor de mi pueblo, Israel”

Entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos pre-cisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: “Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño, y, cuan-do le encontréis, avisadme para ir yo también a adorarle”. Ellos, des-pués de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa; vie-ron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron,

101

Mt 1,19; Lc 1,42.

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abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra. Y, avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se retiraron a su país por otro camino”102

Como si de un prólogo se tratara, Mateo, en 1-2 nos presenta las directrices básicas de su evangelio; esto es, que Jesús, como Mesías, es descendiente de la casa real de David e hijo de Abra-ham, el nuevo Moisés que conducirá al pueblo a la patria definiti-va. Por eso no nos debe sorprender que, siguiendo esta genealogía davídica, las continúe en 2, 1-12, con una perspectiva post-pascual como lo había hecho ya anteriormente.

Si se ha revelado como Mesías e hijo de David, en atención a José como padre legal, parece evidente que se cumpliera la otra profecía que dice: “Y tú, Belén de Efratá, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el que será Jefe de Israel”103, conectando así con el re-lato de Balaán que viene a ser el trasfondo propiamente de los magos de Oriente.

Respecto a la estrella de la que también se hace mención en la revelación de Balaán104, recuerda Mateo el pasaje de Isaías cuando éste habla de la aparición de una “luz”: “Levántate, brilla, Jerusalén, pues ha llegado tu luz... Sobre ti viene la aurora de Yahvé y en ti se ma-nifiesta su gloria. Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad de tu aurora”105, ampliándose con los versículos que siguen: “Vendrán a ti los tesoros del mar... Todos vienen de Saba, trayendo oro e incienso, pregonando las glorias de Yahvé”.

Cierto que una visión como ésta rompe ese cuadro de escenas que acaso tan bella y sentimentalmente nos habíamos complacido imagi-nar; pero al hilo de lo que venimos diciendo, no debemos de sentirnos escandalizados. Los evangelios, y en especial el evangelio de la infan-cia de Jesús, no son una documentación propiamente histórica, sino un anuncio y una predicación donde, asumidos unos hechos, nada quita para que se elaboren en servicio de una verdad de fe. Además, lo que sería más fácil y simple, interpretarlo a la letra, supondría una dificultad mayor. Imaginar una estrella que salga por el Oriente y lle-gue a Jerusalén para detenerse más tarde en Belén, hubiera supuesto un fenómeno único para la astronomía.

Por otro lado, si Herodes reunió a los maestros de la Ley y sa-cerdotes -hecho más que improbable dada la tensión mutua-, ¿cómo

102

Mt 2, 1-12. 103

Miq, 5,1; 1 Sam 16, 1 ss. 104

Nm 24,17. 105

Is 60, 1-3.

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es que no usó de otros medios para informarse de lo que podía pasar en una pequeña aldea a tan sólo 8 km.? Además, de haber acontecido tal y como se narra, ¿es posible que, siendo hechos tan llamativos, no fuesen conocidos por Lucas? ¿Por qué el asombro de los familiares de Jesús y de la gente de Nazaret, de haber sido acontecimientos re-ales? Además, ¿podrían estos hechos compaginarse con la perpleji-dad e ignorancia que más tarde reveló Herodes Antipas al juzgar a Jesús?

Evidentemente, la intención de Mateo debería ser muy otra de lo que a simple vista podía parecer. Aunque, a decir, verdad, lo que más nos impresiona es la cruel matanza de los inocentes. Imagina-mos a unas madres que, además de verse privadas del amor y ternu-ra de sus hijos, son, al mismo tiempo, martirizadas moralmente con el horroroso degüello de lo que más íntimamente era suyo. Pero, ¿sucedería tal y como se describe? Sin duda que es posible; el que fue capaz de diezmar a su propia familia pudo ordenar aquellos u otros crímenes semejantes. Se cree que Herodes padecía de ataques de ira que le llevaban a actuar de forma descontrolada. Sin embargo, es ex-traño que Flavio Josefo, que escribe al detalle los excesos cometidos por Herodes, no haga apenas mención de la matanza de los niños en Belén y sus alrededores; por consiguiente, teniendo en cuenta que para Mateo los relatos de la infancia cumplen principalmente una función de reflexión teológica, no hay por qué pensar que estos acon-tecimientos tengan que ser necesariamente históricos. Tampoco el viaje a Egipto, puesto que sería difícil conciliarle con la narración de Lucas, donde el regreso de Belén a Nazaret se realiza no mucho des-pués del nacimiento de Jesús.

Pero todo es distinto si, en lugar de pararnos en las simples des-cripciones, vamos tras el fondo de su reflexión teológica. En efecto, si en 2,1-12 presenta la aceptación y reconocimiento mesiánico por par-te de los gentiles, ahora, en 2,13-18, con un giro opuesto, nos quiere ofrecer el rechazo de ese mesianismo por parte de las autoridades judías. El paralelismo, en cierto modo, es casi perfecto con la infancia de Moisés. El faraón decreta la muerte de los niños hebreos, y como aquél, Herodes manda hacer lo mismo con los inocentes de Belén y alrededores, aunque, como Moisés en Egipto, Jesús también se libra de la matanza. Por todo ello, se reconoce que el entramado de Mateo en estos dos capítulos es ciertamente admirable; ve en Jesús un refle-jo vivo de la historia de Israel, o, como acertadamente ha dicho Raymond E. Brown, “el lugar donde se encuentran, el Antiguo Testamen-to y el evangelio”. Tras las citas y el ropaje peculiar, cualquiera puede

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entrever quiénes eran los adversarios y quieénes los fieles creyentes de la nueva revelación.

Narraciones de Lucas

Es de advertir que los relatos de la infancia, al igual que se dijo de

Mateo, tampoco en Lucas influyen en el resto de la composición. Lucas pudo muy bien haber comenzado su evangelio con Lc 3, 1-2, y añadir más tarde los dos capítulos primeros. La exégesis se inclina a pensar que Lucas usaría distintos tipos de fuentes. Una correspondería a los himnos, como el Magníficat, el Benedictus, el Gloria in excelsis y el Nunc dimittis. Otra, a ciertas unidades del capítulo 2.°, como 2,1-20; 2,22-39, y 2,41-51, cuya cohesión claramente las distingue y diferencia, y otra dis-tinta en lo que respecta a los datos de Juan y de Jesús en el primer capí-tulo, aunque, eso sí, organizados de tal forma, que dan al conjunto una adecuada ambientación para los grandes temas de la obra.

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“En tiempos de Herodes, rey de Judea, hubo un sacerdote lla-mado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una mujer descendien-te de Aarón, que se llamaba Isabel; los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Se-ñor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos de avanzada edad. Sucedió que, mientras oficiaba delante de Dios, en el turno de su grupo, le tocó en suerte, según el uso del servicio sacerdotal, entrar en el Santuario del Señor para quemar el incienso. Toda la multitud del pueblo estaba fuera en oración, a la hora del incienso.

Se le apareció el Angel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso.

Al verle Zacarías, se turbó, y el temor se apoderó de él. El ángel le dijo: “No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido es-cuchada; Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vi-no ni licor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel les convertirá al Señor su

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Dios, e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebel-des a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. Zacarías dijo al ángel: “¿En qué lo conoceré? Por-que yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad”. El ángel le respondió: “Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena nueva. Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que su-cedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo”. El pueblo estaba esperando a Zacarías y se ex-trañaban de su demora en el Santuario. Cuando salió, no podía hablar-les, y comprendieron que había tenido una visión en el Santuario; les hablaba por señas y permaneció mudo. Y sucedió que, cuando se cumplieron los días de su servicio, se fue a su casa.

Días después, concibió su mujer Isabel, y se mantuvo oculta durante cinco meses diciendo: “Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres”.

Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galika, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José de la casa de David; el nombre de la vir-gen era María. Y entrando, le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”, Ella se turbó al oír estas palabras, pre-guntándose qué saludo era aquél. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”. María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios”. Dijo María: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel la dejó”106.

106

Lc 1, 5-38.

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Da comienzo Lucas al relato de la infancia de Jesús con el anuncio de la concepción de Juan; narración, por otro lado, re-lacionada estrechamente con la escena que sigue, esto es, con la anunciación del nacimiento de Jesús. Pues bien, una primera pregunta podría ya relacionarse con esta doble presentación: ¿por qué, a diferencia de Mateo, Lucas primeramente se detiene en el anuncio del nacimiento del Bautista? ¿Qué motivos le lle-varían a ello?

Creemos, en primer lugar, que ofrecer una respuesta sin rela-ción a las tradiciones del ministerio, presumiblemente conduciría al fracaso. En efecto, si entre los hechos históricos proponíamos ya el bautismo de Cristo, nada tiene de extraño que la actuación del Bautista y las obras de Jesús quedasen estrechamente relacio-nadas. Se sabe que en la primitiva comunidad hubo una tenden-cia a reinterpretar ambas vidas de forma paralela, aunque subor-dinando, evidentemente, la persona de Juan al mesianismo de Jesús. Por consiguiente, así como Juan se había adelantado en el ministerio preparando los caminos, de forma análoga esta antici-pación quiere también resaltarse en los anuncios de ambos naci-mientos. Más aún, al proponer Lucas el tema de la esterilidad, tan frecuente, por otra parte, en el Antiguo Testamento, permite suponer una utilización teológica del relato. Pero entre las distin-tas mujeres estériles que concibieron en virtud de la gracia de Dios, ningún paralelismo más afín a Zacarías e Isabel que el de Abraham y Sara. Unos y otros son ya ancianos107, y en el anuncio, la revelación se hace, antes que a las futuras madres, al cabeza de familia, como es el caso de Abraham y de Zacarías. También pu-do servirse del matrimonio de Elcaná y Ana, padres de Samuel; aquí la concepción del hijo viene revelada a través del sacerdote Elí, en el santuario de Silo; de modo similar al sacerdote Zacar-ías, en el santuario del templo de Jerusalén.

Sin embargo, lo que no va a encontrarse en la Escritura es laconcepción virginal que se anuncia en el nacimiento de Jesús. Que la madre del futuro Mesías fuese virgen en su concepción era algo sin paralelo en los esquemas veterotestamentarios. Por consiguiente, la respuesta a la pregunta de María: “¿Cómo podrá ser esto, pues no co-nozco varón?”, sólo podía plasmarse en lo que suponía una nueva creación por parte del Espíritu. Para Lucas, María, que pertenecía a

107

Gn 18,11; Lc 1,18.

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los «anawim» (a los pobres de Israel), es, ante todo y sobre todo, el prototipo de fe y de confianza en los planes de Dios.

María visita a Isabel

Días después, María se puso en camino hacia la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y suce-dió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, dijo a voz en gri-to: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre; ¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi seno. Dichosa tú, que has creído. Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplir”.

Y dijo María:

“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque se ha fijado en su humilde esclava: pues mira, desde ahora me felicitarán to-das las generaciones. Porque el Poderoso ha hecho tanto por mí. Su nombre es santo y su misericordia llega de generación en gene-ración a los que le temen.

Su brazo interviene con fuerza, dispersó a los que son sober-bios en su propio corazón, derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su mise-ricordia como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia, por siempre”. María permaneció con ella unos tres meses, volviendo después a su casa”108.

La anunciación del nacimiento de Jesús concluye con otro hecho revelador: el embarazo milagroso de Isabel: “Ahí tienes a tu pariente Isa-bel; a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y la que decían que era estéril se encuentra ya de seis meses, porque para Dios nada es imposible”. Palabras que, en el contexto de Lucas, obedecen a una insinuación bien definida: la de felicitar a Isabel. En cierto modo, algo obligado de tener presente la forma del anuncio.

Pero lo característico es que, a partir de este momento, y por el saludo de María, la revelación se hace ahora a Isabel mediante la

108

Lc 1,39-56.

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acción del ser que lleva dentro. El gozo que ella ha notado en el niño le revela también que tiene delante a una de las madres que han llegado a percibir lo que Dios ha hecho con la otra, y ello va a ser motivo para que el evangelista ponga en cada una un himno de aclamación y de alabanza. Son, en realidad, dos cánticos que ensalzan la obra de Dios por los beneficios obrados con María. La intención, por consiguiente, es clara: Lucas desea anteponer a María, y con ella la misión de Jesús, a la actuación previa de Juan, y que los beneficios obrados con Zacarías e Isabel sirvan de prepa-ración al ministerio mesiánico de Jesús, porque, al fin y al cabo, la alabanza de Isabel a María no es sino el eco de otras heroínas del pueblo de Israel. La profetisa Débora proclamaba: “Bendita eres, Jael, entre las mujeres”109; y Ozías, en sentida alabanza, dice a Judit: “Bendita tú, hija del Dios altísimo, sobre todas las mujeres de la tie-rra”110. Son Jael y Judit el prototipo y el modelo para presentar a María. Por medio de aquéllas, Dios libró al pueblo del enemigo; en María la liberación se hace por la aceptación y disponibilidad a los planes divinos. Lo importante, por consiguiente, en todo este tras-fondo veterotestamentario, es que, como Jael y Judit, la bendición de María no es sólo personal, sino que evoca la liberación y gloria de todo el pueblo.

Lo que Lucas pretende con el “Magnificat” es precisamente eso: proclamar, en labios de María, los beneficios de Dios para con Israel. En realidad, aparte del versículo 48, todo el resto es una clara referencia a la misericordia de Dios sobre el pueblo de las promesas, particularmente con el sector marginado y pobre, los «anawim», donde María ciertamente estaba incluida. Por eso, hacer mención de las “grandes obras” no es sino evocar la liberación del pueblo y su alianza en el Sinaí, pacto que ahora se convertía en len-guaje inteligible para explicar la Nueva Alianza en Jesús, y Lucas, en una ambientación adecuada, pone estos sentimientos en María.

Es evidente que el “Magníficat”, en su forma y composición lite-raria, difícilmente podía ser obra de una mujer perteneciente a los “anawim”; de hecho, es opinión generalizada que los cánticos lucanos: el “Magníficat”111, el “Benedictus”112, el “Gloria in excelsis”113 y el “Nunc dimittis”114, tuvieron su origen en círculos judeocristianos que alababan la acción salvífica de Dios. A Lucas le debió parecer que podían adap-

109

Lc 1, 36-37. 110

Jue 5,24. 111

Jdt 13,18. 112

Lc 1, 39-56. 113

Lc 1, 67-69. 114

Lc 2,13-14

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tarse a los relatos de la infancia de Jesús, y éste fue el motivo de poner-los en boca de los protagonistas.

Nacimiento de Juan y de Jesús

A Isabel se le cumplió el tiempo y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de lo bueno que había sido el Señor con ella y la felicitaron.

A los ocho días fueron a circuncidar al niño. Querian ponerle el nombre de Zacarías, por llamarse así su padre. Pero la madre intervino: “No, se llamará Juan” Los otros dijeron: “Pero si no hay nadie en tu fa-milia que se llame así”. Preguntaron por señas al padre cómo quería que le pusieran. Zacarías entonces pidió una tablilla y escribió: “Su nombre es Juan”, por lo que todos quedaron extrañados. En aquel mismo instante se le soltó la lengua y sus primeras palabras fueron para alabar a Dios, cosa que dejó impresionada a toda la vecindad, y en toda la región montañosa de Judea se comentaban estos acontecimientos. Y al oírlo, la gente pensaba: “¿Qué llegará a ser este niño?” Porque la mano de Dios lo acompañaba.

Y Zacarías, lleno del Espíritu Santo, profetizó: “Bendito sea el señor, Dios de Israel, porque ha

visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por la boca de sus santos profetas.

Es la salvación que nos libra de nuestros enemigosy de la mano de to-dos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abraham. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presen-cia, todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señora a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visi-tará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”.

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El niño iba creciendo y se afianzaba en el Espíritu; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel”115.

Por aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero -éste fue el primer censo que se hizo sien-do Quirino gobernador de Siria-. Todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la estirpe y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de Belén, en Judea, para ins-cribirse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí, le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo pri-mogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no en-contraron sitio en el alojamiento. En las cercanías había unos pastores que pasaban la noche a la intem-perie, velando el rebaño por turno. Se les presentó el ángel del Señor. la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se asustaron mucho. El ángel les dijo: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para to-do el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador: el Mes-ías, el Señor. Y os doy esta señal: Encontraréis un niño envuelto en paña-les y acostado en un pesebre”.

De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celes-tial, que alababa a Dios diciendo:

“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres en quie-nes él se complace”. Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vayamos, pues, hasta Belén a ver eso que ha pasado y que nos ha anunciado el Señor”. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pese-bre. Al verlo dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño, y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores decían. María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, me-ditándolo en su interior. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por lo que habían visto y oído, todo como se lo hab-ían dicho. Al cumplirse los ocho días, cuando tocaba circuncidar al ni-ño, le pusieron de nombre Jesús, como lo había llamado el ángel an-tes de su concepción”116.

115

Lc 1, 57-80 116

Lc 2.1-20.

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Sin la afinidad y paralelismo de las «anunciaciones», existe también aquí una forma y una estructura comunes: en ambos na-cimientos se habla de circuncisión, de imposición del nombre, de sorpresas; aunque bien es verdad que con un énfasis distinto, por más que la tradición sea la misma. Mientras en el cuadro de Juan, por ejemplo, lo que el autor relata es la circuncisión e imposición del nombre, en Jesús la importancia está en las escenas que rodean el nacimiento: en el anuncio, sobre todo del ángel, que comunica a los pastores el significado de la “Buena Nueva” y su alegre acogida. Hasta tal punto que los protagonistas de la escena primera: José, María y el Niño, quedan perfectamente enmarcados con los perso-najes del acto segundo: los pastores, quienes, a semejanza de los de Mateo, alaban a Dios al contemplar la maravilla que se les anuncia.

En Juan Bautista, sin embargo, el nacimiento sólo se consigna de pasada, centrándose principalmente la actuación de los padres en la circuncisión e imposición del nombre; de tal modo que Za-carías e Isabel, cuando reconocen que la concepción de Juan ha si-do obra de Dios, es precisamente al contemplar las maravillas que se realizan a la hora de imponer el nombre. Por eso, sorprendidos los familiares por la forma milagrosa de recobrar Zacarías el habla, es lógico que se pregunten por la misión del niño. A ello Zacarías responde con el”Benedictus”, canto que se ajusta, a su vez, al anuncio del ángel: Juan iría delante del Señor”117; ministerio propio según los planes divinos, y de ahí también que el final del canto se centre en la entrañable misericordia de Dios por hacer que nos visita-ra la luz, la luz que nace de lo alto, esto es, Jesús, a quien Juan viene preparándole el camino.

Censo de Quirino

Previo al nacimiento de Jesús, y consignada la población que le vio nacer, Lucas nos presenta el motivo del traslado, la razón que obliga a José y a María a viajar de su lugar de residencia, Nazaret, a la ciudad de David, Belén. Se trata del censo de Quirino, cuyo cumplimiento, además de la obligada inscripción, debía hacerse según la ley de los an-tepasados.

117

Lc 1,17

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Ahora bien, este censo, realizado conforme al decreto del empe-rador Augusto, ¿hemos de considerarlo como realidad histórica? ¿In-tentó Lucas describir el hecho tal y como aconteció, tal y como nos lo narra? En realidad, por más que sea desafiante la pregunta, creemos que buscar el rigor científico en un texto cuyo contenido es el mensa-je religioso es exponerse a desvirtuarlo por falta de perspectiva.

En atención al valor y sentido teológicos, no ha sido infrecuente que el escritor condicione lugares y aconteceres, si estos datos ayu-daban a comprender mejor la enseñanza que se pretendía. Pues bien, esto es lo que pensamos que sucedió aquí. Lucas, más que pretender re-saltar el lugar geográfico, lo que hace es una reflexión teológica sobre Belén y su significación mesiánica. Por eso no debe de extrañarnos tan-to que no exista, aparte del evangelio, documentación alguna sobre un decreto en tiempos de Augusto que afectase a todo el Imperio. Se sabe que el único censo que tuvo lugar siendo Quirino legado de Siria, obli-gaba únicamente a Judea, no a Galilea. Además, Quirino fue nombrado gobernador de Siria el año 6 d.C.; por consiguiente, la estadística fue hecha unos 10 años después ele la muerte de Herodes el Grande, entre el 6-7 d.C. Pero todo esto puede ser explicable sabiendo que, a semejan-za de Mateo, también aquí, en el relato de Lucas, subyace una rela-ción veterotestamentaria entre Belén y el Mesías. La cita parece refe-rirse a Miqueas 5, 1-2, donde la humillación de Jerusalén ha de tener su fin, porque, gracias a un jefe de Belén de Efrata, aparecerá la sal-vación sobre la casa de Sión, y así, la multitud de pueblos y naciones, que según la tradición de Miqueas acuden a Jerusalén, Lucas la refie-re al movimiento que se produce por el decreto de Augusto. En razón de ello, es presumible que el nacimiento de Jesús, histórica-mente hablando, fuese en Nazaret, y que, con una perspectiva teoló-gica, Lucas se sirviera del censo de Quirino para crear una situación que obligara a los esposos al desplazamiento a Belén, hecho, por otra parte, que le serviría también para presentar al niño como “luz que ilumina a las naciones”118.

Sin embargo, en esta ambientación es característica, sobre todo, la referencia que se hace a los pastores, aunque también sea cierto que las bucólicas escenas que nos ha ofrecido la Navidad, acaso nos hayan ale-jado de la reflexión propiamente evangélica. En efecto, social y teológi-camente, los pastores representaban a la gente marginada y pobre, y su profesión hacía a las personas impuras ante la ley; de ahí que los rabi-

118

Lc 2,32.

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nos les excluyeran de las listas para testificar o hacer de jueces; perte-necían -según los fariseos- a la clase de los ignorantes, a la clase despre-ciable y pecadora. Por eso es muy probable que la referencia de Lucas, más que dirigirse a los que guardaban los rebaños, halle connotaciones con las personas a quien van dirigidos sus escritos, mostrando la predi-lección por los pobres, los humildes, los de actitud sincera en la acepta-ción del Reino.

Por otra parte, la referencia de 2, 21, que describe la circuncisión e imposición del nombre, a pesar de ser una clara construcción lucana y prestarse a diversas interpretaciones, nos obliga a subrayar que, llamándole “Jesús”, se cumplía el mandato del ángel, y con el mandato, la ley del Señor.

La presentación

Cuando llegó el tiempo de que se purificasen, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley del Señora “Todo varan primogénito será consa-grado al Señor”, y para ofrecer en sacrificio “un par de tórtolas o dos pichones”, conforme a lo que dice la Ley del Señor.

Y he aquí que vivía en Jerusalén un cierto Simeón, hombre hon-rado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; el Espíritu Santo estaba con él.

Le había sido revelado que no moriría sin ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando los padres entraban para cumplir con Jesús lo previsto por la Ley, Simeón tomó en brazos al niño y bendijo a Dios diciendo:

“Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Is-rael”.

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Si-meón los bendijo, y dijo a María, su madre: “Mira: éste está puesto pa-ra caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contra-dicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de joven había vivido siete años ca-sada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro. No se apartaba del tem-plo ni de día ni de noche, sirviendo al Señor con ayunos y oraciones.

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Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén. Cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se vol-vieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robus-teciéndose, y adelantaba en sabiduría, y la gracia de Dios lo acompaña-ba”119.

La escena de la “Presentación” tiene en Lucas el trasfondo de dos costumbres consignadas en la Escritura: la consagración del primo-génito a Yahve120, y la purificación de la madre después del naci-miento del niño. Sin embargo, aunque “presentación” y “purificación” eran algo normal, una vez cumplido con el rito de la «circuncisión», sí parece que los materiales en los que se basa Lucas formaban parte de tradiciones distintas; de lo contrario, sería difícil explicar esa repetida admiración que, en buena lógica, no debería existir. ¿Cómo es que el padre y la madre pueden quedar asombrados de las palabras de Si-meón cuando ya son conscientes de ello por las distintas revelacio-nes angélicas? ¿Por qué la relación tan directa a José, considerándole “padre de Jesús”, cuando había sido anteriormente consignada la “concepción virginal”?

Evidentemente, la explicación no sería fácil de no admitir el uso de materiales distintos; lo que no impide tampoco reconocer que la co-hesión teológica del conjunto sea más fuerte que la simple descripción del nacimiento, circuncisión o relato de su presencia en el templo. En resumen, diríamos que, así como la “Buena Noticia” proclamada por los ángeles daba fe de la identificación de Jesús como Mesías Salvador, por el canto profético de Simeón se revela el destino del niño entre los hombres. Y es que a Lucas, más que interesarle las costumbres y tradi-ciones judías, le urge manifestar el mensaje que puede desprenderse de los hechos; nada tiene, por tanto, de particular que Lucas, en razón de la costumbre de la purificación judía, traslade la escena al templo de Je-rusalén. Sobre lo anecdótico o descriptivo priva siempre para él la ver-dad teológica.

Jesús habla de su padre en el templo

“Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fies-ta de la Pascua, y cuando él cumplió doce años fue también con ellos

119

Lc 2, 22-40. 120

Ex 13,1.

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según costumbre. Al terminar los días de la fiesta, mientras ellos regre-saban, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo nota-ran. Creyendo que se hallaba en el grupo de los que partían, caminaron todo un día y después se pusieron a buscarlo entre todos sus parientes y conocidos. Pero como no lo hallaron, volvieron a Jerusalén, prosiguien-do su búsqueda. Después de tres días lo hallaron en el templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles pregun-tas. Todos los que lo oían quedaban asombrados de su inte-ligencia y de sus respuestas. Al encontrarlo, se emociona-ron, y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué te has portado así? Tu padre y yo te buscábamos muy preocupados”. El les con-testó: “¿Y por qué me buscábais? ¿No sabíais que tengo que ocuparme de los asuntos de mi Padre?” Pero ellos no com-prendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y siguió bajo su autoridad. Su madre guardaba fielmente en su corazón todos estos recuerdos.

Mientras tanto, Jesús crecía e iba desarrollándose en sabiduría, en es-tatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”121. Fig. 4.

A diferencia de Mateo, que termina los rela-tos de la infancia con la vuelta a Nazaret, Lucas nos describe este episodio de Jesús adolescente en un contexto que, a decir verdad, nos choca y nos sor-prende. ¿Cómo podría explicarse si no la extrañeza y perplejidad de María después

del anuncio del ángel y la profecía de Simeón? ¿Podemos interpretar como reproche las palabras de la madre? O, más bien, ¿es posible aquí, como en casos anteriores, la intención teologica? Veamos.

121

Lc 2, 41-52.

Fig. 4. Hipotética reconstrucción de la ciudad de Jeru-salén ( siglo I). En la parte superior-izquierda, el Tem-

plo.

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En primer lugar, hemos de partir de que, cronológicamente, es difícil insertar este episodio dentro de los relatos de la infancia; más exactamente pertenecería a los hechos de la vida oculta. La descripción, además de poseer su propio contenido, no parece que guarde relación con las narraciones anteriores. Por eso, la tesis de los que abogan por un relato prelucano que el evangelista acomodó según su propia perspec-tiva teológica, goza hoy de no pocos defensores. Tengamos en cuenta que en las antiguas culturas, el estilo literario y las circunstancias lleva-ron a los historiadores a crear en torno a los grandes personajes un halo suprahumano y misterioso ya desde su niñez y adolescencia. Se atri-buyó dicho halo a Buda, en la India, a Osiris en Egipto, a Moisés en las leyendas judías. Lo mismo se dijo también de Ciro, de Alejandro Mag-no, de Augusto; hasta el mismo Flavio Josefo escribe de sí mismo: “Siendo todavía apenas de unos 14 años, merecí aplauso general por mi amor a las letras; de forma que sumos sacerdotes y jefes de la ciudad, venían para in-formarse sobre alguna de nuestras prescripciones”122. Y en las “Antigüedades judías”, refiriéndose a Samuel, Josefo dice que comenzó su ministerio profético a la edad de 12 años123; ejemplos que dan opción para pensar que Lc 2,41-50 muy bien puede ser toda una elaboración a partir del ministerio apostólico. Y es que lo importante en el relato no es la sabi-duría o inteligencia que pudo Jesús demostrar, sino, más bien, la refe-rencia que se hace a la voluntad y designio de su Padre. Más que anecdótica, la intención es cristologica, esto es, hacer patente la perfecta comunión de Jesús con los planes divinos. Afirmar, por tanto, que Mar-ía no comprendió, no es hacer referencia a la psicología de la madre; sencillamente es una expresión más dentro de ese misterio que se es-conde en toda revelación profética. Pues bien, concluido este análisis, puede que alguien se haya sentido un tanto decepcionado. ¿Qué hacer entonces con las escenas y recuerdos tan queridos y añorados de la Navidad? ¿Cómo presentar hoy a los magos de Oriente, a la estrella, al niño envuelto en pañales, a la mula y al buey junto al pesebre? ¿De qué forma leer y transmitir las tradiciones? Muy sencillamente: con las mismas palabras e imágenes de antes: la analogía y el símbolo será lo específico en el lenguaje religioso de siempre.

Cierto que la exégesis de hoy intenta que el énfasis no se ponga en lo anecdótico o meramente literario, pero reconoce a su vez que por estos recursos, el mensaje es perfectamente viable y adecuado. Por eso, es positivo que se hable del nacimiento en Belén, de la ado-

122

Vida, 2, n. 9. 123

“Antigüedades Judías”, V, X, 4,n. 348.

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ración de los Magos, del “Gloria in excelsis”, de los pastores y de los rebaños, porque gracias a estas narraciones comprendemos mejor la proximidad de Jesús que, siendo el Mesías, convivió entre nosotros los hombres, se hizo como los demás, uno de tantos.

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FUNCION MESIÁNICA

Claridad de un mensaje: El “Reino de Dios”

Quien sienta la inquietud por conocer de cerca el mensaje de Cristo habrá de llegar, más pronto o más tarde, a la convicción de que la pala-bra revelada se manifiesta a los hombres como presenciadel “Reino de Dios”. Es éste el móvil, la intención referencial para cualquier otra en-señanza o posterior predicación.

En la súplica sencilla del Padrenuestro: “Venga a nosotros tu Re-ino”, nos encontramos en el corazón mismo del anuncio, de la reve-lación y de toda la catequesis cristiana.

“Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios, diciendo: Cumplido es el tiempo, y el Reino de Dios está cerca, arrepentíos y creed en el Evangelio”124.

Siguiendo las costumbres rabínicas, Mateo sustituye la expresión “Reino de Dios” por la de “Reino de los cielos”; era una forma de manifes-tar su respeto y reverencia, aunque el significado es el mismo. Se trata de proclamar la soberanía y el advenimiento del Reino que se espera.

“Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: Convert-íos, porque se acerca el Reino de los cielos”125.

124

Mc 1,14-15. 125

Mt 4,17.

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Sin embargo, cabe siempre la pregunta: ¿hasta qué punto pudo Jesús hacerse comprender? ¿Será adecuada y fiel la tradición que po-seemos? O mejor: ¿cómo leer y llegar a una correcta interpretación de los textos? He aquí una cuestión delicada; tan importante que, de no afrontar bien este problema hermenéutico, cualquier otra consideración quedaría lamentablemente frustrada.

El significado de los textos

Tan importante es hoy a la lingüística y filosofía del lenguaje el es-tudio del significado de las palabras, que Ogden y Richard, estudiosos del tema, recogen nada menos que dieciséis definiciones semánticas, aparte de otras subdivisiones de menor importancia. La semántica, ciencia del significado de las palabras, halla su cometido revelando el sentido referencial de las mismas; de otro modo, las expresiones no apuntarían a nada, serían recipientes vacíos, sin fondo, faltos de todo contenido. Pero la palabra es otra cosa; además de su fonación, compor-ta un significado, intenciones específicas que hacen de ella que pueda ser comunicada y, sobre todo, comprendida.

En realidad, compartiendo experiencias, no hacemos otra cosa que revelar lo que somos y de qué puntos partimos. Sin un sistema de sig-nos habría que decir que la existencia sería imposible: necesitamos en-tender y que nos entiendan; por eso, el estudio semántico se hace im-prescindible, máxime si la significación o el problema a tratar tienen implicaciones concretas o hacen relación directa a la vida.

Ante la pregunta, ¿cómo conocer a Jesús?, puede que, por instinto casi natural, demos como válido lo que es puramente una simple im-presión, esto es, que para llegar a conocerle basta el examen detallado de los textos neotestamentarios, los evangelios en especial. Sin embar-go, la solución precisa de un estudio más adecuado y completo; la pa-labra, ya sea hablada o escrita, nos traslada a esferas más allá de la per-sona que escribe o que la pronuncia. El lenguaje abre las puertas del espíritu a un “tú” que también responde. En el diálogo se une lo de de-ntro y lo de fuera, lo objetivo y personal en una síntesis de signos apro-piados por más que estén también ellos sujetos a la ley de la evolución. Acercarse a un texto es afrontar un mensaje condicionado por la perso-na que lo transmite. Toda la historia de la salvación es un autocomuni-carse por parte de Dios y una respuesta del hombre. Ahora bien, la so-lución, por ser personal, no podrá nunca prescindir de los condiciona-

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mientos propios de nuestro entorno: cultura, ambiente, historia, situa-ción geográfica, etc. Todo tiene su pequeño imperio a la hora de trans-mitirnos algo; y de ahí también lo difícil que es puntualizar, hablar de exactitud, de justeza, de verdad pura. El análisis nos hace ser humildes.

Reflexiones históricas

Ya Platón, a pesar de dedicar todo un «Diálogo» (el Crátilo) a la

exactitud de las palabras, se dio cuenta de la dificultad que entra-ñaba el problema. En su intento de dar solución, podemos fácilmente percibir cómo él se mueve, u oscila mejor, entre el origen natural de las palabras y la pura convencionalidad de las mismas por parte del hombre. No acaba de verlo claro.

La patrística revela también una imprecisión semejante. En san Agustín, por ejemplo, a la vez que encontramos pasajes donde nos habla de la necesidad que tiene el hombre de una iluminación de lo alto a la hora de dar sentido a las cosas, encontramos otros textos donde da opción para pensar que el ser humano tiene capacidad pa-ra poner un significado a las mismas. Pero lo cierto es que no es fácil precisar su postura. En medio de una orientación platónica, parece modificar aquí al platonismo para acercarse más bien al prólogo de Juan: “Era la luz verdadera –el Verbo-, que, viniendo a este mundo, ilu-mina a todo hombre”126.

En la cultura del Medievo el estudio de la palabra tuvo una inci-dencia importante. La famosa controversia de los “universales”, pro-pia del ingenio medieval, no es otra cosa que un poner en evidencia la dificultad que encierran los términos usados en el habla. Realistas y conceptualistas debatieron como pocos las razones en pro de las propias convicciones, pero con poca atención al contrario, lo que di-ficultó en gran medida el avance. Por eso, las distintas personali-dades que se fueron sucediendo lo único que añadieron fue una pro-fundización en las distintas posturas ya elaboradas.

El tomismo gana en precisión, pero, a pesar de que intenta poner el justo medio en una y otra actitud, lo cierto es que al hablar del sig-nificado todavía dista mucho del análisis completo. Bajo la influencia de Aristóteles, la convencionalidad de las palabras por parte del inte-lecto humano es principio indiscutible. Los términos, las palabras -según expresión tomista- significan lo que primeramente concibe el

126

Jn 1,9.

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entendimiento. Para Santo Tomás es la palabra un signo sensible, convencional y apto para representar la idea.

Ha de esperarse, al menos a mi modo de entender, hasta bien entrado el siglo XVIII para que se afronte en profundidad el pro-blema. Es Herder quien va a dar el nuevo giro en la interpretación; y lo hace al decirnos que el lenguaje no es tan sólo el instrumento para expresar las ideas, sino que él es esencial en el proceso de nuestro conocimiento. Es la persona, condicionada por un sistema de signos, quien muestra lo que de objetivo cree ver en las cosas. Parecerá esto sencillo de momento; sin embargo, la trascendencia que de aquí se deriva supera cualquier mirada superficial. El alcan-ce llega y debe de estar presente a la hora de interpretar la lectura evangélica; y muy fácil sería, que de prescindir de este análisis lin-güístico, la hermenéutica bíblica fuera mal encauzada y dirigida.

En realidad, es a partir de ahora cuando el estudio del lenguaje va a ser prioritario en la ciencia moderna. Se investigará el porqué y el cómo del cambio semántico, se tendrá presente el contexto, se res-petarán las influencias.

Con una orientación empirista, aparece, allá por los años veinte del presente siglo, uno de los movimientos que más incidencia han tenido en la investigación de los problemas lingüísticos; se trata de los planteamientos llevados a cabo por el “positivismo lógico”, cuya vida surge del ya famoso “Círculo de Viena”.

La intención era conseguir una pureza matemática en los analisis, propósito que no tardó en verse defraudado por el abuso de la lógica impuesta en sus mismos principios. Fue derivando así haciaotro «neo-positivismo» más acorde quizá con las nuevas investigaciones científi-cas, aunque, con el tiempo, los resultados se juzgaron también insufi-cientes; no satisfacían las deseadas aspiraciones. Carnap, uno de los pioneros y el más destacado analista, lo expresó claramente. El lenguaje no es matemática. Hoy, estudios menos apasionados y más analíticos han llegado a la conclusión de que las palabras son algo más que meras «formas simbólicas», “átomos lógicos”, “fichas de un juego” o elemen-tos de rígidas “estructuras”. Más que guiarse por la lógica que propu-siera el llamado “segundo Wittgenstein”, los estudiosos se detienen en descifrar ese fenómeno interno, histórico y social como es el lenguaje. Por lo tanto, al no ser nosotros los inventores del sistema lingüístico que poseemos, llegamos ya en alguna medida condicionados por ciertas cargas espirituales de nuestros predecesores. Por eso, nuestra postura es menos categórica; firme sí, pero no dogmática. Las dificultades nos obligan a ser precavidos, menos vehementes y más humildes, si cabe.

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Hacia una hermenéutica cristiana

A tenor de los resultados de la filosofía del lenguaje, y partiendo

del peculiar modo de interpretar que cada uno posee, nada tiene de extraño retornar a las preguntas inquietantes de siempre: ¿hasta qué punto es válida una afirmación? ¿Qué hay de cierto en nuestro cono-cer? Y pasando al estudio que nos ocupa: ¿cómo llegar a conocer a Jesús? ¿Cuál es la verdad de su mensaje?

Como se ve, rozamos aquí con el eje centro de todo posterior en-granaje. Un planteamiento disociado de este primer punto lesionaría gravemente la posible objetividad que pretendemos. ¿Cuáles son, en-tonces, los pasos a seguir? Veamos.

Lo que urge y obliga a toda proposición es determinar el obje-tivo. Aquí, el problema es claro: saber si Jesús merece, y en qué me-dida, toda nuestra credibilidad. No hablo de la gracia de la fe, que es cuestión distinta, sino del cómo la adhesión a Jesús es adhesión ver-dadera al que nos reflejan los libros neotestamentarios; de cómo el Jesús de los evangelios es el Jesús auténtico, el Jesús de Nazaret, el real.

En principio, nos encontramos con la revelación de unos textos, composiciones que se escribieron cerca ya de los dos mil años, y, como es lógico, comportando, en medio de su contenido, unas vir-tudes y defectos propias de la narración de aquel entonces. Sería un desacierto poner hoy al mismo nivel el concepto de historia de antes con la idea que actualmente tenemos de los hechos. Que se interca-lasen allí lo mítico con lo propiamente histórico, nada debe de extra-ñarnos; formaba parte de la narración, del bien decir, del estilo. De aquí, el tacto que se debe de tener a la hora de señalar lo relativo a uno u otro género literario. El estudio y la crítica cada vez se hacen más rigurosos si de verdad queremos acercarnos a las primeras in-tuiciones.

Siendo los evangelios composiciones redactadas entre el 56-100, habrá que reconocer que, en parte, fueron posibles gracias a una vi-vencia anterior que las haría reveladoras de una esperanza común. En realidad, los textos corresponden a la fe de la “primitiva comunidad”; fe que se expresa en ambientes, situaciones y lugares distintos, y bajo cuyo influjo el autor no podía por menos de dejarse motivar.

Por otro lado, los evangelistas también son personas, y, por más que quisieran, nunca podrían prescindir de los propios componentes anímicos. Vivimos en torno a una cultura, a una tradición y a unos

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moldes que nos definen y condicionan; este es nuestro límite huma-no, la dinámica que recorre el lenguaje, la vida de la palabra.

A partir de aquí, el problema hermencutico abre su campo de es-collos y de posibilidades. Interpretar no ha de ser trabajo fácil, sobre todo habida cuenta del bagaje acumulado por cada persona en todos los componentes históricos. Aunque sea mínima la aportación, nada ni a nadie se debe despreciar. Toda la historia de los elementos que poseemos participa de la paternidad de aquello que damos a cono-cer; es la rúbrica de nuestro cuño, lo que nos marca y personaliza.

Así las cosas, no tiene por qué llamar nuestra atención, no debe extrañarnos que se diga que jamás captaremos la totalidad de la rea-lidad en sí misma. También sobre la palabra revelada. El hombre no puede prescindir de su naturaleza, por más que sea Dios el que le revele y le hable. Hay una tensión entre el autocomunicar divino y nuestra interpretación de la palabra. Las respuestas que se han ido dando a lo largo de la historia de la salvación quizá hayan sido res-puestas válidas, pero no suficientes; y no lo han sido porque nunca se logrará. Siendo la historia de la salvación una comunicación y un responder a la propuesta divina, la adhesión ha de ser parcial nece-sariamente; cabe siempre otra posible y distinta respuesta; no pode-mos ser de otra forma. Responderemos en razón al espíritu que nos anima y en virtud del caudal acumulado. Es ésta nuestra dinamica.

Ante un planteamiento tal, ¿cuál es lo cierto en nuestro conocer? ¿Caeremos en el escepticismo? No vemos por qué. Entre el puro sub-jetivismo y el sistema dogmático de creer que nuestro entendimiento refleja la realidad cual una cámara fotográfica, cabe otra posibilidad apoyada por los más recientes análisis de la lengua. En efecto, escri-bir, hablar, es comunicar algo, es revelar un significado. Pero en mo-do alguno somos nosotros quienes creamos el objeto o su imagen; la objetividad existe, por eso nos impacta, por eso nos impresiona, por-que no es algo nuestro. Lo que sí realizamos es cierta labor de con-fección. Al percibir algo, nos es forzoso teñirlo de cierta subjetividad. ¿Hasta qué grado este modo de ver subjetivo habita en nosotros? He aquí el problema. Sabemos que teñimos los objetos, pero habrá que hacer un esfuerzo para que esto sea lo mínimo, para no deslucir de-masiado, porque sólo así, con este espíritu crítico, sabremos jugar, o, al menos, conoceremos el valor de las cartas del juego.

En la interpretación de los textos revelados la actitud debe ser se-mejante. La vivencia de las «primeras comunidades» se debe a una fe provocada por otros, a un sentir en común, merced a la presencia ajena. ¿Presencia de quién? No puede haber duda: del impulso y presencia de

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Jesús. Sin él, ni la comunidad, ni la organización, ni los textos hubieran cobrado sentido. Sólo a través del impacto producido por su persona fue posible un día la redacción de los mismos.

Aun partiendo de que se tratara de testimonios de una fe, ésta no es pura elaboración mental o ficción indebida; es fe de algo, fe de la vida, muerte y resurrección de Jesús. A partir de aquí habrá que te-ner presentes los diversos cambios semánticos producidos a lo largo de la historia, se hará imprescindible valorar el contexto, la persona-lidad, la idiosincrasia, el clima espiritual y topográfico, si es preciso, para acercarnos mejor a lo que fue la palabra revelada.

Así las cosas, el problema hermencutico, lejos de minimizar la persona de Jesús, la resalta. ¿Por qué? Sencillamente, por la forma peculiar de revelarse. Si en un momento histórico se hizo presente en una comunidad de fe, esto mismo debe de acontecer entre los cre-yentes de hoy. Cristo Jesús no puede estar condicionado a unas acti-tudes y a unos módulos definidos y concretos. El cristiano puede vi-vir su presencia de forma distinta a la de entonces; diferente, desde el momento que cree verle dando sentido a la convivencia y actual problemática. De este modo, su encarnación viene a prolongarse en las actividades del mundo de hoy, como en el mañana se hará, aten-diendo a la cultura y sentires del porvenir.

Admitido este análisis, se impone un esfuerzo por superar barreras que nos acerquen a los sentimientos e inquietudes de los escritores ins-pirados. Naturalmente que nunca podremos prescindir de las distintas subjetivaciones o puntos de vista; pero no es menos cierto que confor-me avanzamos en el conocimiento de las personas que redactaron los hechos, más claros aparecen los distintos elementos que enlazan el con-junto; luego la conclusión es evidente: se impone una actitud seria y formal en el estudio de la palabra revelada; y si es verdad que topamos con ineludibles limitaciones, éstas se multiplicarían de no afrontarlas con serenidad y entereza. La búsqueda es ya indicación, es signo, al menos, de que se ha emprendido la aventura de llegar lo más cerca, lo más próximo, a la verdad de las cosas, a la verdad de ir tras los pasos de Jesús de Nazaret.

Condicionamientos sociales

Del mismo modo que hablamos de la fecha y lugar de nuestro

nacimiento, ha existido y existe un entorno social que nos delimita y secciona de alguna manera. Pues bien, esto mismo no podía ser ex-

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cepción en tiempos de Jesús. También entonces existía una atmósfera ambiental que caracterizaba la actitud judía: el pueblo esperaba y vivía en torno a una promesa; aguardaba apasionadamente su defi-nitiva liberación.

Las tradiciones y los comentarios a la Ley hablaban ya del próximo advenimiento. La soberanía de David sería restaurada y el pueblo go-zaría de la libertad que tanto había soñado. El nuevo orden estaba al caer y había que prepararse. Pero al no estar concretado ni el modo ni la forma de instaurarlo, daba pie para que los distintos grupos lo vieran bajo el prisma de propias y subjetivas apreciaciones.

También es cierto que los judíos, a partir del exilio babilónico -587 a. C.-, prácticamente vivieron sin libertad. El poder de los persas, ma-cedonios, ptolomeos y seleúcidas dominó sobre este pueblo, que, sin embargo, nunca perdió las esperanzas de liberación. Las luchas de los macabeos contra los sirios son una muestra del amor por la libertad. Y si en los años 67-70 d. C. los romanos, reprimiendo los levantamientos de los zelotes, volvieron a someter al país, no por eso se dejó sentir el grito milenario por alcanzar la restauración definitiva del Reino. Flavio Josefo relata cómo los judíos vivieron intensamente esta promesa de li-beración en la centuria anterior y posterior a Cristo. Sentirse libres era para ellos condición indispensable para que solamente Yahvé fuera servido127. Toda la literatura apocalíptica de este tiempo es una clara vi-sión del ambiente mesiánico. De acuerdo con su constitución, Israel conserva una fiso-nomía peculiar si lo comparamos con los demás pueblos; diferente desde el momento en que el sumo sacerdote representaba la autori-dad y el gobierno, y nunca en Israel estuvo disociada la parte religio-sa de la política; la separación era incomprensible. A esta suprema autoridad en el gobierno acompañaba cierta representación, cuya competencia era mirar por la pureza y organización interior. Deber-ían las autoridades defender y asegurar también el culto, acoplar la vida con la ley.

Conforme a la profecía de Ez 40-48, quedó igualmente establecido el linaje privilegiado de los hijos de Sadoc como sumos sacerdotes, y no era extraño que se exhortase a la comunidad para alabar aYahve por haber preservado incólume esta descendencia como auténticos suceso-res del linaje de Aarón. A vista de lo cual, bien puede decirse que la política era buena o mala según se supeditase a las tradiciones y al mar-

127

Antigüedades Judías, 17, 11-2.

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co de la ley. Lo religioso y lo político guardaban una firme y sólida uni-dad.

Los esenios y la cultura del Qumran

A partir de la primera victoria macabea van a ocurrir unos hechos

que repercutirán profundamente en la organización política y religiosa. Puede que por el entusiasmo, o quizá por la autosuficiencia que da el triunfo, lo cierto es que muy pronto van a surgir tensiones entre los mismos que provocaron el levantamiento. Mientras una parte se con-tentó con haber conseguido la libertad religiosa y de culto, otros aspira-ban a más, entre ellos los hermanos macabeos. Pero, tras el asesinato de judas, el año 160, y la toma del mando por su hermano Jonatan, que en el 152 fue elevado al sumo sacerdocio, vemos que se rompe la tradición dentro del linaje sadoquita.

Tan importantes son el hecho y la resolución tomada que, desde ahora, dos van a ser las escuelas teológicas que se van a disputar la competencia y la legitimidad ante la ley: la tradicional y legalista, y la nueva interpretación de la historia que se aparta de la sucesión sacerdo-tal de antes128. Por las expresiones y el contexto, se deduce que la subida de-Jonatan al sumo sacerdocio provocó escisiones profundas en el pue-blo: son los “asideos” quienes se dividen según una u otra forma de interpretar la revelación. Flavio menciona tres grupos diferentes: fa-riseos, saduceos y esenios.

Aparece por entonces, hacia el 152 a. C., el llamado “Maestro de Justicia”, una personalidad profética, cuya fuerza arrolladora es, sin duda, la figura más importante de todo el judaísmo tardío. Pero, ¿quién es, en realidad, este maestro? ¿Una persona concreta? ¿Algo simbólico? ¿Un mito?

Para dar una respuesta hemos de acercarnos a los manuscritos encontrados en las grutas cercanas al mar Muerto, a partir de 1947, que aportan una documentación sumamente interesante. No sólo por lo que atañe al protagonismo y marco de acción de este sujeto, sino también por la visión que ofrecen del judaísmo contemporáneo de Jesús.

Ateniéndonos al conjunto, los hallazgos revelan etapas diferen-tes en medio de un complejo de construcciones perfectamente orga-

128

Antigüedades Judías, XIII, 5,9.

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nizadas. Haciendo cálculos aproximativos, se cree que por el año 136 a. C. comenzarían los primeros trabajos, correspondiendo el auge mayor entre el 100 y el 131. Parece ser que este mismo año, a conse-cuencia de un gran terremoto, quedaron destruidas la mayor parte de las edificaciones, no comenzando a reconstruirse hasta el año 4 a. C. aproximadamente. Cierto que el trabajo por dar vida a las distin-tas instalaciones se hace patente, pero ya no en la proporción y gran-deza de antes. Por más que se quiera reflejar el mismo espíritu, lo cierto es que dista mucho del empuje y vitalidad de las décadas ante-riores.

Dentro ya de nuestra era, concretamente el año 68, nuevamente es destruido el complejo. El motivo es ahora diferente, pues se debió a la dura resistencia que opusieron a los romanos en la guerra judai-ca, aunque bien es verdad que se ignora si los defensores fueron los propios esenios del grupo del Qumran o, más bien, partidarios de los movimientos zelotas.

Tras esta destrucción, durante algún tiempo las construcciones sir-vieron de destacamento romano, aunque más tarde volvieron a ser ocupadas por miembros del pueblo judío. Las excavaciones reflejan casi una perfecta distribución organizativa con sus salas de reunión, depen-

dencias de trabajo, lugar de culto, lava-torio, etc., suficientes por sí mismas para admirar el espíritu que lo ideó. Fig. 5. Sin embargo, la sorpresa mayor fue su documentación escrita. Fig. 6. A partir de los descu-brimientos, los ma-nuscritos significa-ron, no solamente una prueba que co-incidía con fuentes

que ya poseíamos, sino también la novedad de haber revelado una vivencia profunda en la cercana o misma época en que predicó Jesús. Pero, ¿cuál fue la idea capaz de mover a los esenios hacia este retiro? Lo ignoramos, aunque sí sabemos la fuerza que tuvo para ellos el pa-

Fig. 5. Ruinas de Qumran

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saje de Is 40,3, donde claramente propone el desierto como lugar propicio para el encuentro con Dios.

Que la implantación de las insta-laciones corresponde a los esenios, está más que probado. Aparte de los manuscritos, Plinio, por ejemplo, hace clara mención de la «Comunidad» asentada junto almar Muerto129, al tiempo que Filón y el propio Flavio Josefo parecen reflejar, al mencionar-los como modelo de piedad religiosa.

Movidos estos hombres por el deseo de conversión, y a instancias de razones escatológicas, los esenios del Qumrán comienzan por ser un grupo aparte, una asociación que se separa de otra anterior con quien antes hab-ían compartido ideas y sentimientos; se diría que proceden del movimiento de los asideos, y que ahora comen-zarán a denominarse los “convertidos de Israel”, la “Comunidad de la alianza” en la convicción de creerse el verda-dero pueblo de Dios.

Manuscritos

Como si de una orden religiosa se

tratase, la participación y el compartir con los demás era norma de su vida: había comunidad de bienes, una regla a seguir, jerarquía, funciones varias y un espíritu coordinador que hizo po-sible que se les conociese y, en gran medida, respetase por su organiza-ción y su trabajo. Allí había herreros, albañiles, curtidores, arquitectos y, sobre todo, escribas, gracias a los cuales se pudo conservar la gran producción literaria sobre las Sagra-

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Historia naturalis, V, 17,4.

Fig. 6. vasijas y cuevas donde fue-ron hallados los Manuscritos del

Mar Muerto

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das Escrituras. Fue la comunidad del Qumrán un verdadero modelo de vida en común, y prototipo, según ellos, de la restauración definitiva del Reino esperado.

Bardtke, uno de los estudiosos y mejor impuestos para hablar del tema, define a los esenios del Qumrán de la forma siguiente:

“En su conjunto, es una instalación bien concebida y funcional. Refleja el proyecto de un espíritu creador que procedía con arreglo a un plan previo, proponiéndose la gran construcción para una comunidad”130.

Conscientes los esenios de su propia predilección, soñaban,

como era natural, con la esperanza escatológica. Eran ellos los “sabios de Israel”, los “prudentes de Aarón”. El nombre mismo de esenio no es o significa otra cosa que “varón del consejo de Dios”, o lo que es lo mismo, “la porción elegida”. De aquí el carácter perso-nalista y de secta que configura a los convertidos. Al estimarse como “los hijos de la luz”, a ellos solos pertenecía conocer los ritos, las ceremonias, la fórmula para comunicarse con Yahvé. No hay que olvidar que, en medio de su indiscutible influencia a nivel social, su mundo de acción era otro; miraban, más bien, de puertas adentro.

Pero lo admirable aquí es la fuerza impulsora: el hombre o grupo de quien fue posible configurar un asentamiento con tales características, con esa vitalidad indiscutible. Pues bien, nadie animó y llegó a impregnar de espíritu aquella vida como el “Maestro de Justicia”. En los dos siglos de vivencia religiosa y social, ninguno como él mantuvo, con su persona y su enseñanza, el espíritu que impulsó a la “Comunidad”. Es, sin lugar a dudas, la revelación más sorprendente de toda la documentación hallada en el Qumrán. De ahí la importancia que tiene llegar a conocer todo aquello que guarde relación con una tal personalidad.

En principio diremos que la presentación que de sí mismo hace el “Maestro” raya con el abatimiento y la postración; se considera mordido por todas las miserias humanas, defectuoso, pecador y hasta “excluido de la alianza”. Todos estamos impregnados de vicio e injusticia y nadie es apto para relacionarse con Yahvé. Es significativa la confesión que hace en estos términos:

“Se apoderaron de mí el temblor y el espanto, y todos mis huesos están rotos, mi corazón se derrite como cera frente al fuego y mis rodillas se doblan como el agua que corre por la vertiente de la montaña, pues me acordé de mis pecados y de la culpa de mis padres”.

130

Bardtke, H.: Die Sekte von Qumran, 59.

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Sin embargo, en medio de esta nulidad, es consciente de su

misión iluminadora, gracias a la fuerza del Espíritu Santo. Dios se ha compadecido del culpable, del que estaba en pecado, y le ha conce-dido luz y salvación.

A partir de aquí, el “Maestro de Justicia” es consciente de su misión profética y salvadora. Y porque cree y se siente llamado a ser portavoz de este anuncio, comunica y va a dar forma a uno de los movimientos mejor organizados del tardío judaísmo. Será el verda-dero animador de la “Comunidad”.

Esta elección profética, compartida por sus primeros seguidores, moverá a creer que la auténtica y verdadera interpretación de la ley es la dictada bajo la iluminación del “Maestro de justicia”.

Naturalmente que un tal monopolio y control sobre las Sagra-das Escrituras le trajo desafíos y juradas oposiciones. Ya antes de establecerse en Qumrán, parece ser que fue perseguido a muerte por un levantamiento dirigido por el propio sumo sacerdote de Jerusalén. Y hasta había dentro del partido esenio quienes disentían con alguna de sus enseñanzas. Todo lo cual hace exclamar al Maestro: “Te alabo a ti, Señor, porque con tu fuerza Tú me apoyaste e hiciste descender sobre mí tu Santo Espíritu”.

Vemos cómo en medio de la lucha y oposición a su persona, él no pierde la esperanza, confía. Sí se deja entrever un rencor hacia sus enemigos, al ver que no aceptan lo que él piensa ser clara ilumina-ción de Yahve.

La comunidad del Qumrán cree vivir en la etapa última de la historia del hombre. Habrá primero una guerra escatológica donde se decidirá la suerte de los elegidos. Naturalmente, ellos, como “hijos de la luz”, serán los vencedores de los “hijos de las tinieblas”. En alianza con los ángeles, formarán la auténtica comunidad celeste. Por eso, el culto misterioso del Qumrán encubría lo que más tarde habría de llegar. En cierto modo era una anticipación escatológica. Lo que no sc había revelado, lo que permaneció oculto a los profetas anteriores, se manifiesta al “Maestro de Justicia”. Es, pues, el “Maes-tro” una persona de excepción, en cierto modo análoga a la persona-lidad de Moisés, no porque fuese un legislador semejante, sino como justo intérprete de la ley. La misma expresión “Maestro de Justicia”

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significaría eso: el maestro justo, el maestro único a quien se debe obe-decer.

Por otro lado, la rígida organización sacerdotal y jerárquica de la “Comunidad” nos lleva a pensar que él pertenecía quizá al linaje sa-doquita, justificándose, en cierto modo, la lucha entre la jerarquía de Jerusalén y los sacerdotes del Qumrán.

Más difícil se presenta la etapa final del Maestro. En realidad, nos encontramos aquí con una imprecisa literatura donde nos es im-posible conjeturar el fin del “Maestro”. Es una incógnita saber si terminó de forma violenta o más bien murió de muerte natural. Más aún, a tenor de los manuscritos, cabe imaginar a dos personalidades distintas: una, el «Maestro de justicia»; y otra, el “Maestro de la Co-munidad”. ¿Será ello cierto? Reconocemos que, hoy por hoy, y según los documentos a nuestro alcance, el problema permanece sin resol-ver. No obstante, y por más que algunos puntos permanezcan vela-dos, lo cierto es que el conjunto arqueológico es sorprendente. No faltaron, en principio, quienes vieron en el mensaje de Jesús una re-lación con estas corrientes esenias; sin embargo, aun reconociendo vivencias y contactos ambientales, las diferencias son patentes. Es opuesta, por ejemplo, la actitud de Jesús frente a la ley, especial-mente al sábado. En el evangelio, más que la purificación superficial o el dato externo, prevalece el espíritu; más que el rito misterioso y culto, está la noble y abierta actitud del corazón. Otra es también la postura frente a publicanos y pecadores. Tampoco es Jesús un asceta que se retire del pueblo, y lejos de él cualquier resentimiento o ven-ganza que sí se respira en el “Rollo, de la Guerra” en los miembros de Qumrán. Por todo ello, no es correcto y lógico conectar la ense-ñanza y la persona de Jesús de Nazaret con estos núcleos ascéticos. Sí parece que las comunidades judeo-cristianas acogieron, después del año 70, a los esenios supervivientes con su posible y, a la vez, lógica influencia.

Los fariseos

Si de los esenios deducimos lo improbable de un contacto directo con Cristo, la realidad con los fariseos es otra. Basta una mirada superficial a la lectura evangélica para darnos cuenta de la tensión habida entre el mensaje de Jesús y las directrices impuestas por la enseñanza farisaica. ¿Quiénes eran los fariseos?

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Nos debemos remontar a los macabeos si en verdad queremos investigar su origen. Vimos ya cómo Flavio Josefo hace mención de ellos a partir de las distintas escisiones habidas desde que Jonatán fue elevado al sumo sacerdocio. Parece ser que los hombres de la comunidad de Qumrán, creyéndose los legítimos sucesores del sacerdocio tradicional, rechazaran como apóstatas a todos los que no les reconociesen como tales, máxime si ellos - en este caso los fariseos -, eran los que indicaban la pauta a seguir en materia religiosa como grupo mayor. La misma palabra “fariseo” es un término despectivo; significaba “segregado”, por más que derivase con el tiempo hacia algo honroso y de privilegio. Sin embargo, de lo que no cabe la menor duda es de su gran influenci en los distintos sectores sociales.

A diferencia de los esenios, los fariseos son fundamentalmente laicos. Sin descartar que hubiese entre ellos algún sacerdote, la fuerza principal venia dirigida por movimientos seglares; movimientos cuya representación ostentaban los doctores de la ley. No es que rompiera el fariseísmo con el ceremonial del templo; lo que ahora sucede es que la lectura y la práctica de la ley ha superado en grados al culto; de aquí que la gran mayoría de los doctores de la ley asumieran el ideal farisaico. Para ellos, el impulso y el celo mayor había que dirigirlo, no solamente a preservar la ley en su más riguroso sentido literal, sino a interpretarla y hacerla aplicar como norma en todos los incidentes de la vida. Hasta tal punto descendieron que prácticamente apenas si había resquicio alguno en la conducta humana que no estuviera sometido al control de la norma. Simplemente, el hecho de conocerlas suponía ya un esfuerzo ímprobo. Baste decir que se llegó a los 613 preceptos, de los cuales 248 eran los mandamientos y 365 prohibiciones.

De la mañana a la noche, la imposición y la norma habían deli-neado un camino prácticamente imposible de utilizar por su sobre-carga. Pero la fe del fariseo estaba depositada allí, en su estricta observancia. Esto nos hace pensar en su oposición hacia todos los que ignoraban o limitasen su práctica. El fariseo nunca pactó con el ignorante.

“Sea maldito -decían- el pueblo que ignora la ley” “A quien no tiene conocimiento, ni compasión se le debe”.

Así las cosas, los sectores más indigentes y marginados eran los peor vistos. Para el movimiento fariseo, todo aquel que desconociese la ley era un “amhaares”, esto es, estaba al mismo nivel que los cam-

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pesinos ignorantes, sector de donde primeramente partió el termino. Con el “amhaares”, hasta ni relacionarse podían. Les estaba prohibi-do hospedar, comprar los productos, asistir a reuniones con ellos. La raíz de todos los males era la ignorancia.

En realidad, el empeño y el fondo teológico de la enseñanza fari-sea giraba en torno a la ley. En virtud de este conocimiento y de su estricta observancia, pretendían agrupar al pueblo y hacerle partí-cipe de la esperanza escatológica. Que llegara pronto a realizarse y poder adelantar la nueva restauración se debería al cumplimiento legal de la norma y el precepto; legalismo que condujo a insustancia-les sutilezas casuísticas. ¿Puede uno en sábado comer el huevo pues-to ese mismo día? ¿Se permitiría calentar los alimentos? Todo un formalismo capaz de monopolizar la conducta del hombre. No era infrecuente la representación de Dios a manera de un comerciante con el libro de contabilidad en la mano, en el que la obra buena se registraba en el haber, mientras que la transgresión era consignada en el debe.

Partían también de la superioridad de Israel sobre cualquier otro pueblo. Mientras éstos provocaban en ocasiones el castigo de Dios, Israel nunca es castigado, sólo reprendido. El hecho de verse domi-nados era consecuencia de no haber sido fieles, de no haber cumpli-do el pacto y la Ley del Señor. En el cumplimiento está todo: el perdón, la amistad, el advenimiento mesiánico y la implantación del nuevo Reino. Al que cumple, no puede Yahvé desatenderle.

Este modo de conectar lo exterior con lo interno, de dar valor al número y hacer balance según el cuánto, les condujo a creerse los únicos, los responsables, los verdaderos hombres según el modelo de Dios. Semejantes a los miembros del Qumran y demás esenios, los fariseos se creían también el “Resto Santo”, el Israel verdadero. De aquí que, en cierta medida, fuesen posturas razonables las actitudes suyas ante los demás; lógico debía parecerles el respeto y la atención que su filiación comportaba; normal que sintieran y buscasen la ala-banza, que escogiesen los primeros puestos, que ensancharan las fi-lacterias y alargasen los flecos... Ello no era otra cosa que la conse-cuencia de su exégesis y de su modo de interpretar la Escritura. Que chocase este comportamiento con la doctrina del «sermón de la mon-taña», era lógico. Nada más opuesto al legalismo que esta intención clara y sin artificio en el obrar. Más que el cuánto, se mira aquí el cómo; más que el número, el afecto y el corazón. Por eso, se explica la pugna y hostilidad del fariseo a la evangelización de Jesús; por eso también la fuerte oposición del Maestro al modo de obrar farisaico. Eran dos polos, dos mundos distintos de comportamiento. Mientras unos lo cifraban en el “Código”, Jesús llamaba al corazón. Mientras

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para aquéllos la ley por la ley era sacrosanta, Jesús interroga al espí-ritu. Algo aberrante debieron parecer a los fariseos las bienaventu-ranzas, poco dignas para un privilegiado; y el amor a los enemigos, quizá blasfemia. Sin embargo, el compromiso de Cristo no podía ser excluyente; como mensaje universal, cualquier límite estaba en con-tra y ponía coto a la exigencia del amor. “El sábado para el hombre, y no éste para el sábado”131.

Los saduceos

De los saduceos sabemos menos. Y ello se debe a la falta de do-cumentación propia; lo que nos obliga a servirnos de las referencias que de ellos nos hacen, las más de las veces, sus enemigos.

A tenor del informe de Flavio Josefo, es fácil que los saduceos surgieran como grupo a partir de las escisiones habidas ante el hecho, ya mencionado, de ser elegido Jonatan como sumo sacerdote.

Sin poder compararse su protagonismo al de los fariseos, sí ocu-pan los saduceos un lugar destacado en la historia del pueblo judío. Fue un grupo con personalidad propia desde los Macabeos hasta el año 70 d. C., aunque no tengamos el programa definido de toda su organización.

Podría, en principio, tachárseles de conservadores, aunque en-tendiendo por ello, no una mentalidad cerrada a las posibles corrien-tes renovadoras, sino, mas bien, en cuanto defendían un heredado “status” en el Templo y en el Sanedrín. Era el interés o prestigio fa-miliar lo que mas le obligaba a su defensa; por eso, al verse reco-nocidos como la fuerza representante y sustentadora de la tradición, necesariamente debían de defenderla a costa de cualquier sacrificio; y en este sentido, sí eran conservadores. Sin embargo, no disimula-ban el atractivo por las formas y vida de los helenistas, sobre todo a la hora de enfocar aquellos principios que protegían la defensa y la libertad en las propias acciones; inclinación que les hacía pasar por liberales.

Al contrario de los fariseos, rechazaban también la ampliación de la ley y reconocían sólo al Pentateuco como única palabra inspirada, lo que les favorecía, sin duda, a la hora de conectar con miembros de cultura diferente a la judía. El hecho de limitar los textos sagrados hacía posible esa tolerancia.

131

Mc 2,27.

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Junto a las familias sacerdotales más distinguidas, pertenecían al grupo saduceo un gran número de la aristocracia de Jerusalén y la nobleza campesina, que, junto a cierta representación farisea, y bajo la presidencia del gran sacerdote en funciones, formaban el senado de Jerusalén, esto es, el Gran Consejo o Sanedrín, suprema autoridad religiosa y jurídica.

Fue este origen aristocrático lo que explica el contraste de su im-portancia y, a su vez, su debilidad frente a los otros movimientos mas espiritualistas e inquietos. Su relativo bienestar les había condu-cido a tornar unas actitudes más hedonistas, limitándose a seguir de-fendiendo lo que de tradición y herencia conservaban. Para ellos, fuera de la elección de Israel como pueblo escogido y su liberación prometida, no había otra esperanza. Tampoco creían en la resurrec-ción, y, por lo tanto, el hombre es libre y dueño de todo lo que hace. Al pueblo elegido, a Israel, se le entregó una tierra y se le prometió una salvación en esta tierra. Fuera del propio aporte para conservar la permanencia del Estado del Templo, la persona es apta y sufi-ciente para organizarse y vivir. Por eso, lo que mantuvo a los sadu-ceos no fue más que el rango social y cierta legislación conservadora; y, de no haber sido así, el grupo como tal pronto hubiera desapare-cido, porque los saduceos, más que un sector de vivencias religiosas, debían su reconocimiento exclusivamente a la tradición que les am-paraba.

Los zelotes

El movimiento zelota ocupa un puesto singular que le hace dis-tinto a los otros. En principio, ya se distinguía por el apoyo que le prestaba la gran mayoría del pueblo. El zelote sueña con la libertad porque sabe que, estando sometidos, se priva a Dios del culto que merece. La obediencia a la ley extranjera era desatender el mandato divino, relegar la alianza, olvidar las promesas. Por eso, ser libre ha de conseguirse a costa de cualquier sacrificio, desafiando, cogiendo las armas, imponiéndose al poder constituido.

Aunque núcleos de zelotes los había en toda Palestina, la cuna y el verdadero centro de resistencia era Galilea. Para los romanos no eran sino verdaderos salteadores que robaban y daban muerte como auténticos asesinos. El mismo Flavio Josefo, influenciado, sin duda, por esta propaganda, es despectivo con ellos, tratándoles de

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impostores y causantes de los peores males para el pueblo. Sin em-bargo, conocemos, y es explicable, la admiración que sentían los judíos por su causa. El zelote que moría era un héroe nacional. Na-die como ellos se habían hecho solidarios en la defensa de las liber-tades del pueblo elegido. Por eso, el credo suyo era claro y definiti-vo: Israel era incompatible con otra dominación; para liberarle era preciso todo: dinero, hacienda, sentimientos, la propia vida. De aquí que, aun siendo arriesgado formar parte de tal organización, los altos ideales que les animaban atrajeron a gran número de jud-íos dispuestos a hacer frente a las autoridades romanas.

Unida a la conversión estaba la negativa a acatar otras normas que no dimanaran de la ley. Si durante siglos habían vivido bajo la dominación extranjera, llegaba el momento de romper definitiva-mente con los dominadores. Por lo tanto, el primer paso a dar era ne-garse a pagar los impuestos, perseguir a los recaudadores y hacer lo posible por suprimir cualquier signo autoritario de Roma.

De llevarse a efecto eran conscientes de que Yahvé secundaría este intento de liberación y de aspiración religiosa. Si los fariseos creían en una intervención milagrosa por parte de Dios por su minucioso lega-lismo, ellos la adelantarían en virtud del entusiasmo por eliminar todo aquello que impidiera el solo reconocimiento del Dios de Israel. No podía haber bisección entre lo religioso y lo político.

Precisamente, este contenido teológico y el ataque al régimen vi-gente fue el motivo de la respuesta de Roma con la sangrienta guerra judaica. Tras la derrota a manos del Imperio, el superviviente zelotismo cambia sus postulados por formulaciones de libertad ante la ley. Ahora, libre es aquel que acoge y antepone el estudio de la Tora a cualquier otra cosa. Ante la experiencia del fracaso, el decepcionado zelote retor-na a los principios, vuelve los ojos a la libertad que le ofrece la ley.

Por otra parte, además de estos movimientos y actitudes ideolo-gicas, conocemos también las rivalidades entre Judea y Samaría, entre Judea y Galilea, y de ésta con los samaritanos. A veces, más que un bien común y nacional, frecuentemente privaban las estrecheces regionalis-tas; más el particularismo ideológico o de partido que la unidad a la Alianza. Todo lo cual nos inclina a creer que el ambiente social en que Jesús vive no fue, ni mucho menos, el cuadro ideal donde podría plas-marse la novedad que suponía la predicación de las bienaventuranzas. La clara hostilidad de unos para con otros, el enfrentamiento y las riva-lidades, en muy poco podía propiciar el clima adecuado para la escu-cha y la aceptación. Sin embargo, lo que Jesús revelaba sí era lo único que podía hacer posible la convivencia y la amistad: ofrecía el Reino en

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medio de una ley común e indistinta para todos, con el precepto uni-versal del amor.

Mensaje evangélico

Según la tradición bíblica, siempre que Dios interviene es para modificar el orden de los seres y las cosas; se intenta establecer una situación nueva en el mundo. Por eso, cuando Jesús habla del Reino, lo que quiere expresar es la fuerza que tiene la actuación de Dios en medio de los hombres. En este sentido, acaso la expresión “Reino de Dios” debiera ser sustituida por “reinado de Dios”; trata del acto y la acción de reinar, no de algo estático y fijo.

“Allí donde la historia de los hombres continúa simplemente

como estaba, no ha llegado la verdad del Reino” (X. Pikaza).

Pero lo que apenas afloró en los libros más antiguos de la Biblia se hace causa común en la documentación post-exílica: el “Reino de Dios” está próximo; idea que se va haciendo más urgente según nos acercamos a la línea divisoria de los dos testamentos. Vimos cómo los distintos grupos parecían sólo vivir en razón de esta restauración inmediata. Saduceos, fariseos y zelotes conectan lo religioso y lo polí-tico para dar a su mensaje la perspectiva de una sociedad diferente, nueva.

Ante la experiencia amarga de la sumisión y dependencia, la mentalidad judía contemporánea de Cristo confluía en una aspira-ción común: el advenimiento del “Reino de Dios”. A tal propósito, R. Schnackenburg puntualiza con acierto:

“Al repasar estos testimonios de procedencia tan diversa, se puede ver, en lo polifacético de los rasgos judíos comunes, la herencia de la historia y de la religión de Israel y la esperanza común: el re-cuerdo de la alianza de Dios con Israel, la monarquía de Dios institui-da con tal motivo y la mirada nostálgica al reino en que con todo su esplendor aparecerá el Reino de Dios. En amplios sectores se espera el vástago de David como Mesías-Rey, y se conceptúa a Jerusalén como centro de su Reino, pero también como monte de Dios al que peregri-narán los pueblos. Con frecuencia desaparece la figura del caudillo salvador. Unas veces toma grandes proporciones el reino de Dios, otras se le describe con rasgos más humildes por lo que hace a sus re-percusiones morales y religiosas. Aquí aparece (como la antigua pro-fecía) a través de la intervención única de Dios; allí mediante el poder

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de su Ungido; más allá deben prepararse los hijos de Israel para la guerra santa, pero contando con las milicias celestiales. La nostalgia, no obstante, del Reino mesiánico de Israel sigue subsistiendo por do-quier en el pueblo, toma cuerpo en tiempo de angustia y de lucha y aboca en la cálida exclamación: ¡Pronto! ¡También en nuestros días tiene que aparecer!”132.

En realidad, sería difícil comprender el evangelio fuera de esta

dinámica, por lo menos sus contemporáneos no lo hubieran enten-dido de otro modo. Jesús viene a instaurar el “nuevo Reino de Dios”. Son 122 las veces que se consigna este término, y casi siempre en boca de Jesús. Todo, como si fuera la forma mejor de conectar con el pueblo, de despertar las más profundas aspiraciones. Por eso, el anuncio del Bautista está presente en toda la catequesis cristiana, y los evangelistas no ocultan su interés por presentar la predicación de Cristo como una continuación del anuncio que le antecede.

Juan, en los alrededores del desierto de Judá, proclamó: “Arre-pentíos, porque cerca está el Reino de los cielos”133. Pues bien, ésta es la frase que Mateo vuelve a tomar para ponerla en labios de Jesús en el inicio de su predicación a la orilla del lago de Genesaret: “Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: Arrepentíos, porque se acerca el Reino de Dios”134.

También Marcos coincide en la idea: “Después de que Juan fuera preso, Jesús marchó a Galilea a predicar el Evangelio de Dios, diciendo: Cum-plido es el tiempo, y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en el Evangelio”

Lucas cree otro tanto al poner en boca del Maestro una res-

puesta dirigida a un público que pretendía retenerle: “Es preciso que anuncie también el Reino de Dios en otras ciudades, porque para esto he sido enviado”135 (Lc 4,43).

Existe un verdadero empeño en mostrar la misión de Jesús como la realización de las promesas hechas al pueblo. Se ve esto claramente en el modo de atribuirle las palabras de Is 61,1-2: “El Espíritu del `Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres, me envió a predicar a los cautivos la liberación, y la vista a los ciegos..., para anunciar un año de gra-cia del Señor”136.

Jesús era consciente de su mesianismo, y por eso revela la voca-ción como cumplimiento del anuncio del Bautista. Juan había pre-parado el camino, a él le toca culminarlo. Estando ya Juan en la

132

Schnackenburg, R.: Reino y reinado de Dios. Madrid, 1967, Págs. 49-50. 133

Mt 3,2. 134

Mt 4,17 135

Mc 1, 14-15 136

Lc 4,43.

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cárcel, llegan a sus oídos los comentarios acerca de las obras de Jesús, y manda a sus discípulos con el encargo definitivo: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro”137 A lo que Jesús responde con la prueba de los hechos: “Id y referid a Juan lo que vosotros habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios..., y se les anuncia a los pobres la Buena Nueva”. Quiso darles a entender que la persona que es capaz de introducir realidades como las anun-ciadas da motivos suficientes para creer en su palabra. El Reino de Dios está cerca, el Reino de Dios está ya dentro de vosotros, el Reino ha comenzado.

Promesa y contenido

Dando un paso adelante, vamos a intentar acercarnos a lo que constituye propiamente el contenido de la predicación, esto es, el va-lor que Jesús daba a la llegada del “Reino de Dios”.

Para el lector de hoy, expresiones: “Reino de los cielos” y “Reino de Dios” vienen a ser casi idénticas; diríamos que con carácter más bien trascendente, no de aquí. Sin embargo, no era esto lo que entendían los oyentes de Jesús; para ellos, tales palabras resumían el contenido espe-ranzador de la promesa hecha por Yahvé. Los profetas, desilusionados por la falta de fidelidad a la Alianza, veían con decepción el curso histó-rico de Israel, y consecuentemente van a soñar con un mundo nuevo que poco o nada tenía que ver con el presente. Pero, de modo especial, en tiempo de los Macabeos surge una literatura apocalíptica con las mi-ras puestas en la nueva restauración del pueblo. Volverá Yahvé a puri-ficar a su “unigénito”, al pueblo escogido, haciéndole digno del “Re-ino” que se acerca. Y lo van a idealizar de tal forma que no sólo el hom-bre, sino que el mismo reino animal y la naturaleza pasarán a otro esta-do, a otro mundo de cosas. Habitará -se nos dice- el lobo con el cordero, la vaca con la osa, sin miedo ni rivalidad138 Será un retorno a la paz e inocencia del paraíso, a la amistad primera del hombre con Dios. En el Déutero-Isaías es Yahve quien se pone al frente de los repatriados for-mando la retaguardia de Israel139.

La forma de representar este gobierno se describe con imágenes propias del mundo oriental. Se configura al Rey en medio del esplen-

137

Lc 4,18. 138

Mt 11,3 139

Mt 11,4-6

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dor de su corte, donde ni las puertas poseen llave, ni los tesoros se es-conden: el “Reino” es un reinado pleno de amistad y concordia. Por eso se le espera impaciente, con ansia. La instauración se había con-vertido en unánime grito nacional. Por encima de las diferencias en la interpretación, privaba la misma causa común: la pronta soberanía de Israel. Y si es verdad que el término “Reino de Dios” no estuvo tan delineado en alguno de los grupos, como por ejemplo en los miem-bros del Qumrán, no impide reconocer que toda la fuerza de la agrupación estaba vinculada a la idea del reinado de Dios según las promesas hechas al pueblo. Ahora bien, todo esto, que, en gran me-dida, había sido una idealización nacional, cobra su interés al pre-guntarnos por el mensaje de Jesús. ¿Qué parte, si es que la hubo, per-teneció a este marco ideal? ¿Cuál la auténtica manifestación mesiáni-ca? O más claramente: ¿qué fue, en definitiva, lo que Jesús predicó?

Una pauta para la solución del problema podemos encontrarla en las aclaraciones que siguen al sermón de la montaña: “No creáis que yo he venido a suprimir la Ley o los Profetas. No he venido a suprimirla, sino a darle su forma definitiva”140. A partir de aquí es donde podemos ver la novedad, la perfección o la ruptura con el pasado.

Jesús es consciente de este cambio. La ley y los profetas llegan hasta Juan; después, el profetismo dejará paso a otra etapa, a la etapa nueva, a la realización del sueño de Israel. Juan Bautista es el último en su misión anunciadora; por eso aporta todavía una concepción apocalíptica de lo antiguo, aunque lo vincule a la aparición del Mes-ías. El “Reino de Dios”, para Juan, tiene un sentido escatológico; espe-raba un juicio purificador según la justicia divina: “Mirad que el hacha está ya a la raíz, y todo el árbol que no dé buen fruto será cortado y arroja-do al fuego”141. Aún más, consecuente con su ascesis, se figura que el Mesías seguirá esa línea de purificación e intransigencia: “Tiene en sus manos el bieldo, y limpiará su trigo para guardarlo en el granero, quemando la paja en un fuego inextinguible”142. Sin embargo, no es ésta la dirección de Jesús de Nazaret. Su predicación va a empezar con un acercamiento y una llamada: va a ir a los pecadores para perdonar; a los enfermos, para saber de sus dolencias y curar; a los más pobres, para elevar su condición de marginados.

Cierto que todo ello provocará tensión, la tensión de la clase diri-gente que oiría extrañada, acaso con escándalo, la palabra com-prometida de Jesús. Nivelar las clases y ponerse de parte del indigente

140

Mt 5, 17. 141

Mt 3,10. 142

Mt 3,12.

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era por entonces mal visto. Había que poner alma y corazón si se quería remediar lo que de por sí estaba esperando comprensión y es-cucha, y, sobre todo, cambio. En este sentido, sí es diferente el mensaje de Jesús al predicado por Juan. Más que el ascetismo y la actitud in-flexible, ha de hacerse presente la abertura de corazón. Más que la apelación a juicios discriminatorios, urge el cómo se hacen las cosas. Y por ser éste, y no otro, el compromiso, Jesús se siente obligado, por vocación, a hacerse oír, a revelarlo. Hasta Juan, la Ley y la Tradición pertenecen al pasado; con él va a llegar la cosecha del vino nuevo que no puede encerrarse en odres viejos143.

Sintiendo el respeto y la piedad que la Tradición merecía, él se siente obligado a dar su auténtico cumplimiento. Sería un error pres-cindir de esta base. La predicación evangélica empalma con lo anti-guo en la medida que hace brotar de lo viejo la nueva dimensión a que estaban orientados la Ley y los Profetas.

Ha de quedar claro que Jesús no se predica a sí mismo, ni habla de una determinada Iglesia, ni organiza jerarquías; aun más, puede de-cirse que nunca tomó como principio ni revelarse como Mesías ni ser proclamado Hijo de Dios u otros títulos que más tarde le atribuiría la “primitiva comunidad”; lo que, clara y radicalmente predica Jesús es el “Reino de Dios”. Para esto ha sido enviado -dice a los apóstoles -.

Partiendo de aquí, sí poseeremos el punto adecuado para orien-tar nuestra lectura evangélica; nos fiaremos del valor y la fuerza de su palabra. Pero, ¿qué pretende Jesús con esta manifestación? ¿Qué alcance hay que dar a lo revelado?

Vimos ya cómo la esperanza en la promesa del “Reino” era una-nime; cómo soñaban, a su manera, verse libres de todo aquello que impidiera la convivencia y la armonía. En realidad, su aspiración es-taba puesta en un cielo nuevo y una tierra nueva, esto es, en un mundo donde estuviera superado el mal físico y el mal moral, sin destrucción, sin daño, sin muerte, sin dolor. La idea del “Reino de Dios” equivaldría a la manifestación del poder soberano sobre este mundo difícil y lleno de contrariedades. Pues bien, este sueño, que es aspiración profunda de todo hombre, se va a convertir en el centro y raíz del mensaje de Jesús. Pero él no sólo promete esa esperanza, sino que, con su manifestación, ésta ya ha comenzado a realizarse, ha comenzado a obrar en este mundo que conocemos y que es el nuestro. Al fin y al cabo, no es otra la significación que da Jesús al pasaje de Isaías leído en la sinagoga de Galilea144. Es consciente de su

143

Mt 9,17. 144

Lc 4,18.

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consagración por parte del Espíritu, y a esta causa se entrega hacien-do sensible en sus obras la fuerza divina: “Los ciegos ven, los cojos an-dan, los leprosos quedan limpios..., y se les anuncia a los pobres la Buena Nueva”145. Le obliga esta misión a proclamar, sin trabas y complejos, el alto ideal a que está llamado el hombre. “La verdad os hará libres”146.

Su anuncio no va a ser tanto un cumplimiento de las leyes es-critas, tal y como en la Torah se consignaban, cuanto la fidelidad y el ser dócil a los impulsos del Espíritu. La nueva justicia ha de colo-carse por encima de la impuesta por escribas y fariseos: “Si vuestra vida no fuese más perfecta que la de los maestros de la Ley y de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”147.

Esta exigencia o ideal de perfección que Jesús nos propone afec-ta, no a un mundo utópico o de ideas, sino a la conducta actual del hombre con toda la carga de ilusiones y fracasos; no quiso que sus apóstoles dejasen de experimentar lo que de siniestro o de sublime había tras sus recomendaciones: “El que quiera ser más importante en-tre vosotros, que se haga el servidor de todos; y el que quiera ser el pri-mero, que sirva a los demás”148

Es claro que Jesús, al hablar del “Reino de Dios”, no pretende tras-ladarnos a otro mundo, sino la transformación de éste, en el cual con-vivimos, en otro de signo superior y deificante. Exigirá ir liquidando el pecado con toda la secuela que éste lleva tras de sí, como el dolor, la guerra, el hambre o la-muerte. Todo esto es transformación universal. Porque el “Reino” no es algo que pertenezca al mundo puramente utópico o de los sueños. En su dimensión salvífico-mesiánica, ya ha comenzado, el «Reino» está ya en marcha. “La Ley y los profetas llegan hasta Juan; después se proclama el Reino de Dios, y a todos les cuesta con-quistarlo”149. Jesús fue el único con virtud suficiente para vencer todo espíritu del mal. “Si por el dedo de Dios expulso los demonios, es que ha lle-gado a vosotros el Reino de Dios”. No otra fue la razón para confundir la curiosidad de los fariseos que pretendían una clarividencia del miste-rio. “La llegada del Reino de Dios no es cosa que se puede verificar. No es cuestión de decir: "Está aquí o está allr', porque el Reino de Dios ya está entre vosotros”150.

145

Mt 11, 4-6. 146

Juan 8,32. 147

Mt 5,20. 148

Mc 10,43-44. 149

Lc 16,16. 150

Lc 11,20.

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Misterio salvífico

A lo largo de todo el mensaje evangélico existe una peculiar y defi-nida actitud por parte de Cristo a la hora de hablarnos del “Reino de Dios”. Por más que sus palabras sean claras respecto a la inauguración, lo cierto es que nos lo presenta oculto, velado en un presente que encu-bre cualquier alarde de fingida apariencia o falsa ostentación. El carác-ter oculto del “Reino” es algo que no podemos ni olvidar, ni remitir a otra significación o concepto. El “Reino de Dios” se deja entrever, se vis-lumbra, por más que su presencia no sea palpable ni tan inmediata co-mo quisiéramos. Por eso, Jesús prefiere las parábolas en su catequesis; con ellas sabe que su doctrina puede llegar a todo corazón noble y sen-cillo; se daba cuenta de que, con este método, además de no hacerse ajeno ni extraño, podía más fácilmente expresar lo que de nuevo com-portaba su mensaje. En efecto, siendo común el uso de las parábolas en-tre los rabinos, nada tendría de particular que él también se sirviese de ellas. La diferencia, sin embargo, va a ser importante; mientras en la en-señanza rabínica eran formas o recursos para aclarar un punto o con-cepto consignado en la Escritura, y, por lo tanto, servían para com-prender mejor lo ya relatado en ella, en la predicación del evangelio no sólo están al servicio de la enseñanza, sino que ellas mismas son doctri-na, reflejan la nueva dimensión de lo que comportan y de lo que simbo-lizan.

Las narraciones, por otra, suelen ser claras y sencillas; se adaptan a la mentalidad de los oyentes. Se describen las faenas del campo, se con-trastan las estaciones, juzgan a los dueños, valoran el trabajo, todo un mundo concreto y palpable donde se va aprendiendo la sabia lección que el roce y los años tanto suelen enseñar a los hombres. Por eso, Jesús se sirve de ellas, porque son el vehículo mejor para hablar del “Reino”.

Es significativo también el modo de iniciarlas: “¿Quién de voso-tros?” “Habéis visto” “Sabéis”, etc., inicios que nos trasladan a una experiencia, a algo personal, nuestro. “Jesús empleaba muchos ejem-plos de este tipo para exponer su enseñanza, adaptándose a la capacidad de la gente”151. Pues bien, de aquí, de lo conocido, toma pie para que pasemos a la referencia importante, para trasladarnos al mundo del espíritu; no otra es la razón para llamar “espiritual” a su mensaje.

151

Lc 17, 20-21.

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Cierto que también el “Reino de Dios” se presenta débil y sin apenas apariencia: es semejante al grano de mostaza, la semilla más pequeña según la conciencia del pueblo, pero que, al desarrollarse, se convierte en la más grande de todas las hortalizas. El “Reino” es semejante a la levadura que altera la masa; por sí, y en medio de su aparente inconsistencia, guarda, sin embargo, la increíble virtud de todo el fermento.

Con el “Nuevo Anuncio” de Cristo va a suceder, o mejor, se rea-liza ya, lo que acontece con la mostaza o el grano de trigo enterrado en el surco: secreta y misteriosamente el germen está ya siendo el fermento en la masa de los que han secundado la palabra evangélica. Un día llegará la eclosión a que se tiende, definitiva; pero mientras tanto ha de esperarse, se ha de aguardar como se hace con las cose-chas, con la fermentación del mosto, como se sueña en un final de ca-rrera.

No es una transformación súbita como si se tratara de dos ele-mentos transmutados en un tercero; se trata, más bien, de un enri-quecimiento de lo antiguo, como la remodelación del casco viejo y querido de una histórica villa para que abra camino a lo que puede ser su salvación y su gloria. No será súbito el cambio, no; la trans-mutación se irá haciendo en la medida en que el hombre y la socie-dad lo acojan libremente y sin prejuicios, de forma espontánea.

El “Reino” es algo que ya está y que camina sin detenerse, es un germen sobrenatural que Jesús ha revelado y ofrecido: un don. Hace falta, sí, el incremento, que crezca, que el trigo vaya superando a la cizaña. Meinertz recopila su pensamiento del modo siguiente:

“Es obvio suponer que también en la petición "venga a nosotros tu Reino" se encierra la súplica de todos aquellos bienes salvíficos que tienen ya efecto en el presente, y que cada vez han de impregnarnos más...; y por más que el Reino sea un don del Padre (Lc 12,32), hay que buscarlo por encima de todas las cosas (Lc 12,31), y estar dispues-tos por él a los mayores sacrificios. El Reino se encuentra ya prepara-do “desde la creación del mundo” para los "benditos de mi Padre" (Mt 25,34). Pero, con la venida del Salvador, se ha manifestado el Re-ino juntamente con sus "bienes salvíficos", porque el último período del tiempo, el período "escatológico, ha comenzado ya". Es indiferente que dure más o menos, ya que, por larga que sea la duración, el "Re-ino existe" y actúa con sus fuerzas divinas. Esta actuación del Reino sitúa al hombre ante la decisión de abrirse con interés a los "bienes

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salvíficos", o bien de rechazarlos... Cuando Dios determine el día de la recolección, el Reino llegará a su consumación”152.

Desde la creación del mundo, el «Reino» ya estaba en perspec-

tiva, estaba preparado. Pero, ¿quién lo presencializa? ¿Quién es el que lo inaugura? No otro sino Jesús. Con su persona va a empezar la verdadera transformación del hombre y del cosmos. Y, en su mani-festación, nos va a revelar a todos el poder y la bondad de Dios sobre la injusticia y el abuso. Así Lucas parece verlo cuando refiere las pa-labras de Isaías a la persona de Jesús. Con él ha llegado «el año de gra-cia del Señor». El año de gracia... Tras esta expresión se esconde algo más de lo que una superficial mirada pudiera valorar; se oculta el ideal nunca cumplido en toda la historia y esperanza de Israel. Ya en el libro del Éxodo podemos constatar las recomendaciones que se hacen a este respecto, y que, con cierta asiduidad, se recordaban al pueblo como Ley del Señor. Se lee, por ejemplo, que cada seis años se debe consagrar uno a Yahvé. Ha de ser diferente, será un año sabático en el que han de sentirse todos hijos de Dios. Tal debe ser el comportamiento, que nadie ha de sobreponerse a la libertad de los demás; por lo tanto, el señor que dispusiera de siervos en propiedad les dejará libres en atención a la “Alianza"153. Lo recuerda también el Deuteronomio, e insiste en que no solamente se les ha de dar la li-bertad, sino cierta porción de las pertenencias del amo. “Si uno de tus hermanos, un hebreo o una hebrea, se te vende, te servirá seis años; pero al séptimo le despedirás libre de tu casa; y al despedirle, no le mandarás vacío, sino que le darás algo de tu ganado, de tu era y de tu lagar, haciéndole partícipe de los bienes con que Yahvé, tu Dios, te bendice a ti. Acuérdate de que esclavo fuiste en tierra de Egipto y de que Yahvé, tu Dios, te liberó”.

Se trata de situaciones y momentos en la vida del hombre en que la relación con Dios ha de sentirse más palpable y cercana, descansos donde la mirada conjunta del pueblo llegue a ver las cosas por enci-ma del egoísmo, la autosuficiencia o los usos comunes, que recuer-den, sobre todo, el pacto de la Alianza. Pero, quizá, donde mejor se palpa y es más significativo este interés por la mutua convivencia y el hecho social sea en la descripción que el Levítico hace al hablar de las propias pertenencias en el año jubilar. Aquí se dice que cada cin-cuenta años se pregonará en toda la tierra la libertad para sus habi-tantes, será jubileo y cada uno recobrará su propiedad. Nadie, en las compras o en las ventas, defraudará a su hermano. Podrá regresar a

152

Mc 4, 33. 153

Meinertz, M.: Teología del Nuevo Testamento. Madrid, 1963, págs. 34-35.

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su tierra, recobrar la propiedad familiar y emprender la nueva vida en la esperanza del Señor. El año cincuenta será jubileo para to-dos”154.

Sabemos que este ideal nunca se cumplió; más aún, previendo la imposibilidad de que algún día se llevara a la práctica, fue derivando hacia promesas del futuro mesianismo: sucedería esto con la llegada del “Reino”. La experiencia constataba un mundo de intereses que tan sólo una fuerza superior a la humana podría superar. De aquí la referencia de Lucas: “Con él ha llegado el año de gracia del Señor.»

Lucas sabe que Jesús ha venido a hacer posible la esperanza de un pueblo que tenía la amarga experiencia del fracaso. Todas las bie-naventuranzas se orientan a esta presencia salvífica por parte de Dios; se actualiza el “Reino” ante la necesidad que el hombre tiene de él. Dios quiere estar presente en cada uno para dar sentido a nuestras aspiraciones e insuficiencias personales.

También en la literatura judía y griega nos encontramos con fre-cuencia con bienaventuranzas; sin embargo, su significación difiere de las evangélicas. Casi siempre se proponen en forma de máximas de sabiduría, proclamando bienaventurados, - no tanto a los que emplearon sus fuerzas en superarse -, cuanto a los favorecidos por la suerte o la fortuna. Privilegiado era quien encontrara esposa dili-gente, poseyera abundante patrimonio, o el destino, en el final de los días, no le hubiera hecho experimentar el amargor de la despedida. Este era el bienaventurado.

En el sermón de la montaña la referencia es otra. “Bienaventu-rados sois vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertene-ce”155. Los pobres..., esto es, los que no tienen ya que esperar nada del mundo, los mendigos de Dios, aquellos que parecen no tener sitio en las estructuras sociales, los mordidos por la enfermedad o la vida, los faltos de defensa o de consuelo, los que, sintiendo el hambre de justicia, se ven impulsados a vivir la esperanza de una paz que nunca vieron, pero que, sin embargo, intuyen y buscan. “Bienaventurados, vosotros.”

En realidad, lo que aquí se pretende no es exaltar las situacio-nes difíciles y extremas de la existencia del hombre, como la en-fermedad, la pobreza o el bajo nivel en la escala social, no; el “Bienaventurados, vosotros” es una exclamación acentuada de de-fensa en pro de los marginados por razones puramente humanas. Será el mismo Dios quien penetrará en estas oscuras e incom-

154

Ex 21, 1-3. 155

Dt 15, 12-15.

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prendidas situaciones del oprimido, no ya con la promesa de un más allá o de un cielo futuro, sino haciéndose presente en aquellos que más le necesitan. El «Reino de Dios» es acontecimiento, algo real, don divino por más que escape a toda manipulación intelec-tual. El “Reino” no va a venir precisamente para librar al pueblo judío de la opresión de Roma, ni para paliar tampoco las dificul-tades en el aspecto económico, sino para ir transformando la rea-lidad toda hacia metas todavía no conseguidas; es algo presente y, al mismo tiempo, una aspiración de futuro donde todo luto y toda muerte sean superadas.

No debemos caer en el error de reducir el «Reino» a una sola parte de la realidad, como reflejaban las especulaciones fantásticas de los apocalípticos, las creencias comunes del pueblo o la espe-ranza de los mismos discípulos de Jesús. “Nosotros esperábamos que él sería el que iba a librar a Israel”156 “Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?157. Era casi obsesión de todo judío es-ta única perspectiva regionalista y de fronteras adentro. Sin em-bargo, no iba por ahí la dirección trazada por el Maestro; lejos de esta especulación sentimental y de vuelo corto, el “Reino de Dios” tiene un sentido más profundo, alcanza cimas superiores.

Nunca puede reducirse el “Reino” a sólo un aspecto de la reali-dad, esto hubiera desfigurado el mensaje. Se constituye como supe-ración, o mejor, como transformación de toda la realidad humana, social y hasta cósmica. Pero, ¿cómo y dónde comienza? No hay lugar a dudas: el inicio no es otro que la conversión al mensaje evangélico. Inmersa así la persona en esta atmósfera diferente, irá amando, con la ayuda divina, a los que son reflejo y hechura de Dios, que son los hombres todos, amigos y enemigos, de un color u otro, con idéntica o distinta nacionalidad, indistintamente a todos.

Por más que el “Reino de Dios” aparezca débil, se irá haciendo la transformación que

se anuncia. Como el fermento en la masa, la presencia de Dios en el hombre irá también al-

terando las raíces más hondas de antes por el sólido fundamento de ahora. Un día se llegará

a la consumación, se habrá conseguido la meta. Juan así parece presentirlo en el Apocalip-

sis: “El día en que no habrá noche, ni claridad delámpara o brillo de sol, porque el Señor

Dios derramará su luz sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos”158

156

Lc 24, 8-18. 157

Mt Hch 1,6. 158

Apc 22,51.

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LLAMADA A LA SALVACION

Convertirse

El camino hacia Jesús pasa por Juan. Es el año 15 de Tiberio, según Lucas, cuando un hombre, que bautiza con agua, se hace pre-sente con una misión concreta: anunciar la nueva era de gracia a los hombres.

Como en otro tiempo al dejar Egipto, o en el retorno esperanzado de Babilonia, Juan proclama, evocando las acciones de entonces, el tiempo de gracia del Señor; una nueva era que culminará toda la tra-dición e historia del pueblo. Juan se hace oír claramente con estas pa-labras: “Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca”159.

Para ser mejor comprendido, Juan recuerda los hechos del Éxodo y la vuelta de Babilonia como un símbolo de lo que ahora está al caer. Él es la voz del que clama en el desierto: “Preparad los caminos del Se-ñor, enderezad sus sendas”.

Cualquiera, sin embargo, puede comprender que proyectar un ca-mino en el desierto es utopía y ficción. Sería el viento de la noche quien, con su carga de arena borraría todo intento de ruta. Los accesos de Juan buscan otra cosa, se orientan justamente al corazón. Invita Juan a hacer algo positivo. Literalmente, su anuncio es: Retornad. Dad la vuelta. Mi-rad a vuestro interior. Convertíos.

La conversión que Juan exige no significa unas prácticas de ascesis con normas, fiel y rigurosamente cumplidas, no unos actos piadosos que hacen ver al hombre la perfección en su obrar; tampoco la docili-dad a lo prescrito. Conversión es, en primer lugar, caer en la cuenta de lo que se avecina. Es un cambio interior, profundo, en lo íntimo del hombre, cambio que impulsará, desde dentro, a ver las cosas según la mirada de Dios: es ver los seres y el mundo con inocencia y sin doblez, con amor, tal como lo hace la mirada del niño que acepta a quien tiene 159

Mt 3,2; 4,17

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delante. “Si no cambiáis y no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos”160

Aceptar la conversión es decir sí y mirar adelante, con esperan-za, con fidelidad, seriamente. Compromiso serio que no es resigna-ción ni norma inflexible. Tal seriedad no es comprendida sino en medio de una gran alegría; es el tiempo de gracia, de la donación por parte de Dios. “Cuando ayunéis, no pongáis cara triste... Perfúmate el ca-bello y no dejes de lavarte la cara”161. Pero Juan sabe perfectamente que todo lo que él puede hacer es nada comparado con lo que se avecina. Es el heraldo que anuncia, que invita, que bautiza, aunque su bau-tismo sea solamente un signo que indica la llegada de la presencia de Dios. Sin ser todavía un hecho consumado, presiente la inaugura-ción. Su anuncio es señal, voz de alerta, conversión.

Juan es la figura instalada en la línea divisoria entre lo que ha si-do tiempo esperanzado y comienzo de la promesa hecha realidad; justamente se encuentra en medio de los dos Testamentos. Lucas afirma: “La Ley y los profetas llegan hasta Juan”162.

Presente la palabra revelada, la pedagogía usada por Dios con el hombre es comprensible y, a su vez, diríamos que suficientemente clara. Primero la toma de conciencia, después el retorno, la vuelta, la “conversión”; invitaciones que van a disponer a la persona para aco-ger libremente el compromiso de su manifestación. Naturalmente, las respuestas no van a ser uniformes. La gracia va a venir en favor de la persona, pero sin limitarla, sin coacción, siempre dejando res-ponder. En unos la semilla no pudo germinar, en otros fue hollada o absorbida, sólo en la tierra de corazones dispuestos dio el fruto ape-tecido. Pero la invitación no discrimina, no aparta, se dirige a todos: inferiores y superiores, pobres y ricos, sanos o mordidos por la vida. Sí parece que la conversión ha de costar más a quien mas apegado se encuentre a la tierra. Por eso, los que menos poseen, los marginados, los que ya poco pueden esperar de este mundo, están en mejor situa-ción para agarrarse a quien les puede levantar y elevarles. “Un hom-bre rico dio un gran banquete e invitó a muchos...; pero empezaron a discul-parse: compré un campo, dijo uno... Compré cinco yuntas, respondió otro”163. Todos se fueron excusando. Sí agradecieron la invitación los

160

Mt 18,3; Lc 3,10-14. 161

Mt, 616-17 162

Lc 6,16 163

Lc, 14, 16-20.

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que nada esperaban, los excluidos, los que nada poseían, los escla-vos. “Trae para acá a los pobres, a los inválidos, a los ciegos y a los cojos”164.

Los primeros no aceptan, buscan disculpas, pasan. Les cuesta de-jar sus cosas y no se convierten. El primer paso es una decisión com-prometida y de renuncia, pero la donación que se hace no es baldía, se orienta a algo más positivo, con vistas a la vida misma. “Si tu mano o tu pie te arrastra al pecado, córtatelo y tíralo lejos”165, esto es, la persona es algo más, supera a todos los particulares intereses. El sacrificio, la conversión o la renuncia tienen como horizonte la auténtica vida. La conversión lleva implícita la verdadera alegría. La promesa está al alcance de la mano, llega el tiempo de gracia.

Querer hacer presente hoy la personalidad del Bautista tampoco significa estar al margen. Diríamos que su voz, como ave migratoria que presiente otros lugares, nos urge a estar dispuestos para el viaje: Preparaos -nos dice-, se acerca el que es más que yo, el que puede dar más de lo que yo tengo. El os bautizará en espíritu y fuego.

Hay, sin embargo, una diferencia -diríamos radical- entre la llama-da de Jesús a la penitencia y el anuncio a la conversión de Juan. Por más que quisiera, el Bautista no podría prescindir de la concepción del pa-sado. Su simbología es clara e indicativa al respecto. Imagina el hacha en el tronco del árbol, el juicio final, el fuego. Toda una representación en nada atípica para que pudiera ser entendida. El cambio se da en Jesús. Él revela que el presente y el hoy no tienen ya que mirar a una inauguración futura. Se comienza desde el instante en que se ha acep-tado la invitación. Convertirse, en la predicación evangélica, es no dis-culparse, es decir sí a la fiesta. La persona que supo abrirse y dejó paso a la llamada, es semejante al que dio con el tesoro en el campo; todo lo que tiene nada vale si lo compara con la parcela que lo encubre y ocul-ta. Convertirse es volver, retornar al calor de la casa paterna.

En la enseñanza rabínica era norma común que la penitencia fuese condición para relacionarse con Yahve. Ahora no, aquí la gracia se an-tepone, ella es la que engendra la verdadera conversión. A los invitados al banquete no se les interroga sobre el progreso moral de cada uno, la aceptación es suficiente. Convertirse es eso: retorno, fe en la confianza que se da.

164

Lc, 14,21. 165

Mt, 18,8.

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Actitud oronte

Por más que exista un hondo afán común por superarnos, cabe aún la vieja afirmación de siempre: este mundo no es perfecto. Vivi-mos todavía los hombres en el marco estrecho de unos límites que nos seccionan y dividen. Quisiéramos más, y debemos conformarnos con menos. Ilusionados, pronto volvemos a la decepción, las caídas o el fracaso. Somos así.

Un retorno a las páginas dcl evangelio nos vuelven a convencer de que este mundo no es, ni mucho menos, el Reino de Dios que se pre-tende. No lo es ciertamente, pero, ¿de qué forma llegar a él? No de otro modo, sino sabiendo compartir, o mejor, colaborando. La instancia que Dios nos hace es un don y una tarea al mismo tiempo. Siendo algo gra-tuito, el Reino tiene, a su vez, un mucho de conquista; es necesario el encuentro, el diálogo, la celebración mutua. Es preciso reconocerse in-digente, mirar al fondo, orar. Sí, orar con insistencia como Jesús pedía a sus discípulos y él mismo daba ejemplo. No en un lugar, sino mirando a su persona es como podemos caer en la cuenta de lo importante y esencial que es para el hombre este diálogo personal con el Padre. Él lo hacía y por eso siempre será modelo para nosotros. Jesús oraba.

Con la naturalidad propia del que ha logrado hacer costumbre, los evangelistas presentan la oración de Jesús como algo espontáneo, sin artificio, familiar. Respetando la tradición, recita o canta la litur-gia que el pueblo practica. “Después de cantar los salmos, partieron para el monte de los Olivos”166. Como cualquier creyente, encuentra y habla al Padre en medio de una comunidad que quiere y siente la vida de esperanza. Como uno más, Jésus nos da a entender que, cuando un pueblo reza, su oración es escuchada; su participación es, al menos, ocasión para afirmarlo nosotros. Jesús participó, oró en hermandad y comunión con las realidades humanas.

Sin embargo, sin oponerse al legado de plegarias oficiales, Jesús ora principalmente con sus propias palabras. Aquí su oración es di-recta, sencilla, respira una total confianza. Al hablar del Padre nos lo presenta, no como el cabeza de familia a quien se le debe obediencia y respeto, el Padre que Jesús ofrece y a quien Él se dirige es aquél que salió al encuentro del hijo que retorna, que le abraza, que per-dona y no tiene en cuenta el desvío de su anterior conducta.

Puede ser que nuestra mentalidad occidental no llegue suficien-temente a comprender lo que significaba la bondad del Padre como sus

166

Mt 26,30

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contemporáneos, y menos, claro está, para aquellos a quienes la vida de familia ha procurado recuerdos amargos. Se precisa entonces un acto de superación para que, sirviéndonos de las experiencias positivas, al-cancemos a vislumbrar el más puro amor que Jesús nos ofrece.

Dos suelen ser las cualidades que provocan mayor confianza en el hombre: bondad y gratitud. Sin la primera la vida es orden, nor-ma, jerarquía rígida y apariencia de formas. Si falta la segunda, con frecuencia la frialdad impide la acción, nos hiere el egoísmo, y por más que la persona esté presente, notamos inconfundiblemente su ausencia. En la oración, por el contrario, el encuentro e intercambio es otro; la reclusión interior que se exige es clima propicio para el diálogo sincero y abierto. Nuestro espíritu así se abre y confía. Aún más, suele reportar la oración la auténtica fe y amistad que se desea. Por ser Jesús el modelo, nadie como Él nos ayudará a comprender mejor esta exigencia; su encarnación, al menos, así nos lo revela e in-dica. Veamos.

Cristo Jesús no sólo es hombre, no sólo es Dios; lo uno y lo otro, lo divino y lo humano le es connatural. Lo histórico y eterno hacen causa común y forman la dimensión humana y divina que es su persona. Aquello que para la filosofía griega era inimaginable, un Dios que se hiciese hombre, cobra en Jesús su sentido. Transcendencia e inmanencia coexistirán. Lo increíble, lo que no puede pasar por mente alguna, se hace presencia real a partir de la encarnación. Pero es entonces, a la luz de este misterio, cuando el hombre descubre también su máxima posi-bilidad. En efecto, el conocer que un día lo divino entró en lo humano y el hombre asumió lo divino, supuso la revelación más sorprendente que persona alguna pudiera imaginar. Desde entonces el cristiano debe de saber que imitar a Cristo es, en cierta medida, prolongar el proceso de la encarnación de Dios; y del mismo modo que Él asumió nuestra condición para liberarlo todo, la fe, nuestra fe, debe intentar encarnarlo en vistas a una transfiguración total.

No es el mundo un conjunto de elementos que vagan sin sentido a merced del azar o del acaso. A partir de la encarnación de Jesús, se ofrece una forma nueva de entender la realidad. En cierto modo, todas las partes se insertan en ese conjunto que un día constituirán el Reino de Dios. La fe cristiana así, no mirará sólo a las realidades del espíritu, va-lorizará también lo palpable, lo material y externo como elemento inte-grador de lo que todos formamos parte. La corporeidad, a semejanza de la de Cristo, está llamada también a su más absoluta realización. Cualquier realidad humana afecta positiva o negativamente al conjun-to; es la razón, en definitiva, para que surja en nosotros la imagen, el

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parecido, el ser conformes a Jesús; semejantes, sobre todo, en esa rela-ción amistosa con el Padre, fundamento y eje de su oración.

Debemos reconocer que nosotros, los hombres, aspiramos siem-pre a más; los seres y las cosas no logran apagar esa sed que difícil-mente dice basta; ansiamos, de una u otra forma, la plenitud perso-nal que no tenemos. Todo lo que nos pertenece, cuerpo y espíritu, materia y alma, participan de esa tensión ascendente, por más que la experiencia nos constate que todavía no se ha tocado fondo o no veamos con claridad el final.

Sería nuestra vida un absurdo si este intento de lograr lo que nos falta no tuviese su fundamento y su razón. Pero sabemos que éstos existen. Después de haber dado Jesús plena posibilidad a su persona, nos ha indicado, además del camino a seguir, la meta. A partir de su encarnación, cualquier realidad, máxime las inquietudes humanas, por ser ley perenne inscrita en la sangre, tienen su finalidad y perfec-ción. Dios quiere que todo este aspirar y no poder, descanse junto al que es la fuente, y lograr, de este modo, apagar la sed de ese querer y ambicionar que nos turba y desasosiega. “Si comprendieras el don de Dios...» -dice a la samaritana-. Y continúa: “El que bebe de este agua vuelve a tener sed; pero el que bebe del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed”167. Indicaciones evangélicas que nos descubren la impor-tancia de saber cuál es lo principal, dónde sentirnos seguros y cuál es propiamente el valor de la oración.

El hecho de la presencia del Padre, tan frecuente en labios de Jesús, no hace sino revelarnos la amistad y la frecuencia de trato con quien nos ama y desea comunicarse. La oración en Él no excluía tampoco tiempos y lugares. “Ha llegado la hora, ya estamos en ella, en que los verda-deros adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, pues ésos son los que ciertamente le buscan”168.

Tiempos de oración

Por encima de todo, Jesús es fiel a una llamada: cumple con doci-lidad la misión que trae del Padre. Su retiro en el desierto antes de su vida apostólica nos clarifica ya el porqué de este impulso a la sole-dad por el Espíritu. Quiere expresar que su obra, su vocación de en-viado, requiere preparación, seriedad y diálogo en confianza para llevar a término el compromiso. Retiro y soledad serán en su vida

167

Jn 4, 10,13. 168

Jn 4,23.

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antecedentes imprescindibles en las decisiones más significativas. Todo lo importante en su vida viene precedido y señalado por la oración. Jesús oró al bautizar. “Y mientras estaba orando se abrieron los cielos”169. Oró y se retiró al comienzo de su apostolado. “Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió de las orillas del Jordán y se dejó guiar por el Espíritu a través del desierto”170. Oró la noche antes de la elección de sus discípulos. “Subió a un monte para orar. Y al día siguiente les llamó”171.

Gran número de sus milagros, según la palabra evangélica, fue-ron precedidos también por la oración: mira al cielo, y devuelve la salud al sordomudo172. Ora, y deja libre al joven poseso173. En la resu-rrección de Lázaro habla primero con su Padre174. Reza y, seguida-mente, realiza la multiplicación de los panes175.

Pero sobre todo su oración es confiada y profunda cuando los acontecimientos más le comprometen y apremian. Es en el Cenáculo donde Él y los suyos hacen la consagración al Padre, estableciendo la Nueva Alianza en su sangre. Getsemaní es la representación anticipada de lo que ya se presiente. Rostro en tierra por las escenas que prevé, ora allí profundamente: “Padre, si es posible, haz que pase de mí este cáliz, mas no se cumpla lo que yo quiero, sino lo que deseas tú”176. Después, al hacerse real este deseo, y tras los cruentos pasos hacia la muerte, existen hondos intervalos de verdadera oración. Transido de dolor, nos revela el duro ascender a lo alto del Gólgota. Pero, eso sí, en medio de esa soledad es-piritual, Él presiente el calor de la acogida; por encima del abandono aparente, nota el calor del Espíritu que le da fuerza para seguir mirando adelante y no desfallecer en el camino.

Toda la espiritualidad de Jesús viene, en último término, expresada y definida en esta actitud orante. El diálogo en la oración nos muestra la disponibilidad de Cristo a la misión que el Padre le encomienda. Si se retira a la soledad, si renuncia al mesianismo político, si hace lo que de-be, es siempre en virtud de esta particular vocación. Todo lo suyo, lo que más le pertenece, lo asocia a la salvación y bien de los demás. Mar-cos es explícito al escribir: “Muy de mañana, antes del amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto. Allí estuvo orando. Simón y sus compañeros salieron a buscarlo, y, al encontrarle, le dicen: "Todos te andaban buscando."

169

Lc, 3,21 170

Lc, 4,1. 171

Lc, 6,12. 172

Mc 7,34. 173

Mc 9,28. 174

Jn 11,41. 175

Mc 8,6; Mt 14-19M Hb 6,11. 176

Mt, 26,39.

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Él les responde: “Vamos a otra parte, a las aldeas vecinas, a predicar también en ellas, pues para eso he venido”177.

Parece como si el mutuo intercambio en la oración resaltara lo que de por sí era ya urgente: “Vámonos a otra parte -les dice-, a las aldeas vecinas, a predicar...” Lejos de evadir los compromisos humanos, la oración los resalta y hace suyos, devolviéndoles la dimensión más auténtica y propia. Pero antes de la acción, del moverse y planificar, Jesús sabe que el diálogo con el Padre es como el alimento para man-tener cualquier humana actividad. Antes que todo, precediéndolo, ha de estar siempre nuestro trato con Dios; de lo contrario, por mu-cho que fuese el quehacer o nos enajenasen los logros, sí habría que admitir la sombra consiguiente por falta de ese mínimo de luz espiri-tual. Convenzámonos, la oración nos es imprescindible.

El Padrenuestro

Cuando uno de los apóstoles pide a Jesús que les enseñe a orar, la respuesta es clara y sencilla: “Cuando recéis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino...”178.

Pero en medio de la sencillez, la oración contiene los deseos más profundos, por no decir radicales, del hombre. Por una parte, el sentido de lo alto: la relación, la amistad y reconocimiento de Dios; por otra, el amor y el apego a la tierra, el ansia y afán por lo material y corpóreo. Aspiraciones ambas que,' aun siendo de signo diferente, son dignas y nobles.

Dos polos centran, en realidad, la atención de Jesús en la oración: la proyección espiritual y el empeño por las cosas de la tierra, esto es, el amor por lo eterno y el amor por lo histórico, por lo de allá y por lo de aquí. Primero, la causa de Dios: el nombre del Padre, su reco-nocimiento, su reinado, su voluntad. Después, la causa del hombre: el pan para vivir, el perdón, la ayuda en las pruebas. Inquietudes que, por ser humanas, han de estar presentes en nuestra oración co-mo cristianos. Prescindir, o dejar de lado cualquiera de ellas, es co-meter el error de una desviación indebida.

Son dos las tradiciones que poseemos del padrenuestro: la de Mateo179y la de Lucas180. Mateo es más ritual, más largo; lo cual, te-

177

Mc 1, 35-38. 178

179

Mt 6, 9-13 180

Lc 11, 2-4.

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niendo presente que sus escritos van dirigidos a judíos, es explicable en cierta medida; éstos saben ya lo que es rezar, conocen los ritos, la liturgia. Sin embargo, los lectores de Lucas son paganos e ignoran lo que puede ser la oración comunitaria; hay que iniciarles; motivo éste para comprender la concisión y brevedad de su tradición.

El problema surge al preguntarnos cuál de las dos sería la auten-tica y primera. Comprendemos que éstas no serían dos ocasiones distintas en las que Cristo enseñara a los apóstoles.

En principio, parece que la redacción mas corta debería ser la ver-dadera; al fin y al cabo es la regla general de interpretación; pero, eso sí, siempre como hipótesis, nunca como argumento o prueba contundente. Sabemos, además, que el padrenuestro era la oración y el compendio del mensaje de Jesús en las primitivas comunidades cristianas. El hecho de que uno de los discípulos le pida que les enseñe a orar como Juan enseñó a los suyos, nos da a entender el deseo que tenían de poseer un resumen acorde con su predicación. En sí, el padrenuestro no se defi-niría tan perfectamente como la doctrina de Jesús hecha oración. En ninguna otra página del evangelio se contiene y está tan resumido su mensaje de salvación.

Al primero que se invoca es al Padre, «Abbá». Haciendo uso de es-te término, expresa Jesús la adhesión de su persona a quien lo es todo para Él. “Abbá” indica el sentimiento profundo, confiado y familiar. En sí, la palabra tiene su origen en una expresión cariñosa y espontánea del lenguaje infantil. Es el Padre, pero más que un padre cabeza, jefe y solícito de lo suyo, es título de afecto y de cariño. Se ha traducido a ve-ces por “Papá”. Expresa algo más que la admiración o el respeto; es, so-bre todo, un nombre pronunciado con amor181.

Contrastando las distintas tradiciones, esta familiaridad es, sin du-da, la revelación más sorprendente de Jesús. Y no es porque Él fuera el primero en hacer referencia al nombre de Padre. Anteriormente a Jesús, ya otras religiones orientales usaron este título. El mismo judaísmo, aunque moderadamente, también se atrevió a dirigirse en estos térmi-nos182. Sin embargo, el “Abba” de Jesús reduce las distancias que allí se entrevén; el suyo es el Padre de bondad, el que desea el retorno, el de casa; razón para mejor entender las no menos de 170 veces con que los evangelistas la han ido poniendo en sus labios a lo largo de su predica-ción evangélica. Pero esta relación de amistad, característica del mensa-je, nos remite a un hecho de suma importancia: indica y nos revela

181

Mc 14,36; Gal 4,6; Rm 8,15. 182

Sab 14,3; Eclo 23, 1-4.

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cómo las comunidades primitivas captaron la fe que Jesús tenía en el Padre.

Supuesta esta sorprendente, y a su vez, consoladora manifestación, el Nuevo Testamento no puede únicamente llevarnos a un mejor cono-cimiento de la realidad divina; tampoco reducirse o limitarse a una car-ga sentimental o de primeros instintos. Si Dios se ha revelado, y lo ha hecho particularmente en Jesús, es para que nuestra fe cobre el impulso de fe verdadera, esto es, un participar y una adhesión de personas. Nunca puede comprenderse en la vida cristiana un conocimiento inte-lectual sin relación de amistad y de trato; el cristianismo es, por encima de todo, vida, y ésta, en comunión y participada. Por eso, el rostro de Dios, donde mejor se manifiesta es en el Hijo; es a partir de Él, en su re-velación, donde logramos la imagen más perfecta del Padre.

Teniendo esto presente, es fácil ahora que lleguemos a comprender la firme actitud de Jesús por ser fiel a su misión profética. Al fin y al ca-bo, revelar esta imagen es su novedad, su creación, la rúbrica que sus-cribe todo el mensaje del Reino. Precisamente, esta advocación afianza-da y tierna hacia el Padre, el decirse Hijo y supeditar toda práctica legal a la rectitud de corazón, serán las causas que motiven el conflicto para hacer a Jesús reo de muerte y condenarle. Sin embargo, fiel a su com-promiso, jamás podía ser débil a la inflexibilidad y rigidez de la letra. Su vida interior, su experiencia y trato le habían hecho ver a un Dios bueno, un Dios, que antes que juez, es Padre, un Padre que comprende, que perdona, que ama. Entenderíamos entonces, que una religiosidad fundada así, con principios y leyes internas, es lo que Jesús más quería para su pueblo; por eso es lógico que recomendase: “Cuando recéis, de-cid: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre...”. Y para caer en la cuenta de esta enseñanza, acaso ninguna revelación más sig-nificativa que la parábola del “hijo pródigo”.

Parábola del perdón y de la confianza

“Jesús puso otro ejemplo: “Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la propiedad que me corres-ponde." Y el padre les repartió la hacienda.

Pocos días después, el hijo menor reunió todo lo que tenía, partió a un lugar lejano y allí malgastó su dinero en una vida desordenada. Cuando lo gastó todo, sobrevino en esa región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue a buscar trabajo y se puso al

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servicio de un habitante de ese lugar que lo envió a sus campos a cui-dar cerdos. Hubiera deseado llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pues nadie le daba nada.

Entonces se puso a reflexionar: "¡Cuántos trabajadores de mi pa-dre tienen pan de sobra y yo aquí me muero de hambre! ¿Por qué no me levanto? Volveré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus siervos." Partió, pues, de vuelta donde su padre.

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión, corrió a echarse a su cuello y lo abrazó. Entonces el hijo le habló: "Pa-dre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tu-yo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Rápido, traedle la mejor ropa, vestidle, ponedle un anillo en el dedo y calzado en los pies. Traed el ter-nero más gordo y matadlo; comamos y alegrémonos, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo he encon-trado." Y se pusieron a celebrarla fiesta.

El hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver llegó cerca de la casa, oyó la música y el baile. Llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba todo eso. Este le dijo: "Tu hermano ha vuelto, y tu padre mandó matar el ternero cebado, porque le ha recobrado con salud." El hijo mayor se enfadó y no quiso entrar.

Entonces el padre salió a convencerle. Pero él contestó: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y a mí nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con mis amigoss, pero llega ese hijo tuyo, después de haber gastado tu dinero con prostitutas, y para él haces matar el ternero cebado." El padre le respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero había que hacer fiesta y alegrarse, puesto que tu her-mano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encon-trado”183.

“Un hombre tenía dos hijos...” El menor pide al padre la herencia y éste corresponde ofreciéndole lo que demanda. No quiere tratarle ya como menor de edad, y le entrega su parte; asume este riesgo. Con el capital en la mano, el hijo se ve independiente, hace planes y marcha, como tantos otros, a la tierra Este del Jordán, pen-sando prosperar y ser feliz. Parece que el solo hecho de pensarlo le seduce. Pero estando allí, las experiencias nuevas y el ambiente fácil hacen que su dinero pase pronto a otras manos. Su vida libre y el se-

183

Lc 15, 11-32.

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cundar con exceso las pasiones fue -a decir de la parábola-, el motivo de quedarse sin la suma que se le entregó por la herencia. Después, para aumentar su infortunio, “sobrevino un hambre por toda aquella re-gión, y comenzó a .sufrir privaciones”. ¿Qué hacer? ¿Cómo sobreponer-se? Lo desfavorable de las circunstancias le hacen agarrarse a todo si quiere seguir sobreviviendo. Se ve obligado a cuidar cerdos, anima-les impuros184, dando a entender que el hijo pródigo ha renunciado a lo único que le quedaba: se aparta de la Ley, de su fe, de la tradición de los padres, se hace apóstata. Además del dinero, ha perdido el honor, el sentido moral, su religión, francamente todo. Pero esta si-tuación le va a permitir que recapacite y se abra a un mundo de sen-timientos nuevos: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre!”. Es la necesidad primaria, el de-seo de seguir viviendo lo que provoca el recuerdo de la casa paterna. Con las manos vacías, forastero y sin amigos, todavía retiene lo últi-mo que le permite seguir adelante; no ha perdido la esperanza: el re-cuerdo de su padre le mueve a volver. Decidido, los actos suyos son el ejemplo del auténtico retorno, de la conversión verdadera. “No soy digno de llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus empleados” -llega a decir-. Reconoce la irresponsabilidad que ha tenido con lo suyo, pero no desespera; en medio de la desgracia, todavía confía y decide vol-ver.

Pasamos ahora a lo más importante de la parábola, lo que mi-de propiamente la idea que Jesús tiene de Dios, su Padre. Se com-prueba esto en la respuesta y actitud hacia el hijo. Ante la noticia del retorno, el padre parece no esperar otra cosa: se adelanta, corre al encuentro, nada le detiene ni le impide ir hacia él; le ama, y por eso va a su presencia.

El hecho en sí es ya significativo; llama la atención desde el mo-mento en que esta iniciativa por parte del padre era algo impropio, casi indigno en la mentalidad oriental; sin embargo, ante eldeseo de resaltar la bondad y el gozo paterno, no importa que la dignidad sea pospuesta o que alguien lo pudiese considerar un deshonor.

Se adelanta y le besa en la mejilla, con lo cual le da a entender que le acoge como a hijo independientemente de la conducta, el abu-so o el olvido familiar. Para el padre, la vuelta, el retorno y la presen-cia del hijo es lo que importa. No aguarda el padre a que se cumplan los pormenores de la penitencia, no condiciona, no pide cuentas y, mucho menos, exige. Aún más, al vestirle con el traje mejor y más costoso, acentúa la dignidad de su persona; no ha perdido nada de

184

Lev 11,7.

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lo que antes era; la imposición del anillo le capacita para actuar como hijo; las sandalias evidencian su condición de hombre libre.

Pero el amor auténtico nunca es egoísta, no se recluye en un gozo personal, olvidándose, sobre todo, de aquellos que están más cerca, que nos miran; el verdadero amor es comunicativo, por eso el padre quiere compartir esta alegría y manda preparar una fies-ta con la mejor res cebada de cuantas tenía; evidentemente, la razón no podía ser otra: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado.”

La parábola, además de contener los elementos propios para hacerse por sí misma comprensible, en labios de Jesús cobra el sen-tido de todo el mensaje revelado. Quien le acepta es que ha llegado a advertir que los invitados somos todos y que el eco de Dios tan sólo espera el sí a la llamada. El hijo pródigo confía en el padre y éste le devuelve todo su afecto y toda la predilección de antes; le ama; su conversión y retorno es lo importante, lo que ha dado alegría a la casa.

Sin embargo, no todos lo van a ver así; la actitud opuesta viene representada por el hijo mayor. “Estaba en el campo, y al volver, ya cerca de casa, oye la música y el baile, y llamando a uno de los em-pleados le pregunta el significado de aquello. El criado le responde: "Tu hermano ha vuelto y tu padre, por haberle recobrado con salud, ha mandado matar el ternero cebado." Entonces él, contrariado, se negó a entrar”.

Esta imagen del hijo mayor corresponde a la actitud de los pia-dosos de Israel. Su enfado se vuelve contra el proceder del padre, no le quiere así. Parece ser que el juicio y el examen sobre la actua-ción del hermano debería haber sido lo primero. A su modo de en-tender, antes de la aceptación y la acogida, tendría que haberle exi-gido cuentas, juzgar su proceder y, en lo posible, reparar el daño. Por eso no soporta la fiesta y la alegría de dentro, la juzga improce-dente, no quiere entrar para saludarle.

El hijo mayor, además de justificarse aquí, se constituye en juez de los demás; no cree ser correcto el proceder del padre y por eso re-chaza la acogida que se hace al hermano, lo cual tampoco debe ex-trañar: es la postura lógica de todo aquel que, por cumplir una ley, piensa estar incontaminado. Asociaba la piedad con el cuánto, no con el cómo. Fijándose en el número, nada sabía del corazón que de-be ponerse en las cosas. Jesús, por el contrario, en la oración del pa-drenuestro, comienza de forma confiada y sencilla; nos muestra la confianza del que sabe lo que es el amor filial y paterno. Más que la actitud de admiración, usa palabras fáciles al oído, sencillas y claras

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como las que empleamos en casa y en familia. Como el padre bueno de la parábola, como el que siente ternura por algo, como el que cu-ra, y, a su vez, ama al enfermo.

El “Padre del cielo”

Con la expresión: “Padre nuestro que estás en el cielo”, además de reconocer la situación propia de ser limitado, confiamos en quien lo es todo en nuestra esperanza. Dirigirse al Padre es un modo de con-fiar en Él, de reconocer su condición, de aceptarnos como personas que necesitamos ayuda. Jesús así lo reconocía y, por eso, lo deseaba a todo discípulo. En realidad, el mal nos acecha a todos, como a todos nos persigue el dolor. Somos así. De ahí que cualquier situación de la vida de un cristiano es apta para acercarse y relacionarnos con el ¡Abbá, Padre!” de Jesús; y es que, en nuestro caminar, para llevar a buen término la misión encomendada, necesitamos fe, esperanza, amor en todo lo que ponemos; fe y amor que vendrán a nosotros con el diálogo, la comunicación, con el rezo confiado al Padre. Escri-biendo a los gálatas, Pablo decía: “El Espíritu de Jesús, derramado en nuestros corazones, reza por nosotros: "¡Abbá, Padre!”185.

Por encima de las incoherencias de este mundo, gracias a Jesús, vamos al Padre de bondad fiándonos de su promesa. Al fin y al cabo, rezar es eso: acceder, de algún modo, al misterio de Dios. Siendo en principio una gracia y, por tanto, un don que se ofrece al hombre, es obligada también la aceptación para dar acceso a la libre decisión que el hombre ya tiene de por sí.

Una correcta actitud en la oración es, en principio, reconocer nuestros propios límites. El querer y no poder, el dolor irremediable, los fracasos, han de ser nuestra ofrenda cotidiana que presentemos en la mesa de nuestro diálogo con Dios. Naturalmente que no nos li-braremos nunca, ni de los conflictos ni de las incertidumbres in-herentes a nuestra condición de humanos, el dolor hace causa común en nuestra vida y sería inútil que lo intentásemos ignorar. Pero al considerarnos herederos de la esperanza cristiana, sí podemos afir-mar que estas heridas, por lacerantes, por absurdas que sean, cobran la luz que tuvieron las llagas de Jesús. No en vano la relación más íntima de Jesús con su Padre se dio en esos momentos duros y difíci-

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Gal 4,6; Rom 8,15.

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les de sus últimas horas; era la necesidad de un cuerpo y de un espí-ritu en busca de amistad y de consuelo.

Una tal relación no quiere decir tampoco que se descuiden las di-ferencias. Al dirigirse Jesús al Padre, nos lo presenta siempre en su condición divina. “Sólo tenéis un Padre, el que está en el cielo”186. Ese Pa-dre cercano que escucha, y de quien, como verdaderos hijos, pode-mos fiarnos, no es una copia del padre de la tierra. Su transcen-dencia, por más que sea una indicación y no comporte de por sí ale-jamiento, sí escapa a cualquier determinismo o configuración local que pudiera imaginarse.

El firmamento que vemos poblado de estrellas y que la astronomía investiga elaborando deducciones, no es el cielo de la fe. Aquél dispone de espacio, distancias, lo rigen leyes y son constantes los fenómenos de atracción y de repulsa. El cielo de la fe es otra cosa, es estado, y de él ca-be solamente decir que es presencia diferente, lo “Otro”, o, si queremos, radical o pura transcendencia. Las Escrituras, usando formas más a nuestro alcance, se expresan así: “Habita en una luz inaccesible”187. No es posible todavía el acceso. Pero esto es una figura, una imagen que en modo alguno impide relacionarnos e ir, en nuestra concreta situación, al Padre que nos ama. El cielo es simplemente un símbolo para que no caigamos en la tentación de configurarle en una pura representación humana; es más que eso; la morada de Dios es plenitud y, como tal, in-comprensible y misteriosa. Alguien ha dicho que, frente a lo Inefable, lo mejor es callar. O como bien escribió el hindú Vaynavalkia: “Na iti, na iti”. (Nada de eso, nada de eso.) Es una forma de definir lo que de por sí trasciende toda definición. También Pablo, a quien se le ofreció vislum-brar la realización plena a la que aspiramos, viene a usar en sus pala-bras esa misma lógica del que ya no sabe qué decir: “Eso que nunca ojo vio ni oído oyó, ni jamás penetró en el corazón del hombre, es lo que Dios ha preparado para los que lo aman”188.

Por ser Jesús consciente de esta realización, nos habla del Padre del cielo. No se debe limitar; no es justo condicionarle a lugares o a tiempos y, menos aún, personificarle en una posible raza o nación. Sí está pre-sente en medio de todos, manteniendo, conservando, dandonos consis-tencia y vida, únicamente espera nuestra realización en libertad. A este respecto, una vez más, el apóstol Pablo es definitivo: “Dios será todo en todos".

186

Mt ,9. 187

1 Tm 6,16. 188

1 Cor 2,9.

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Sin que las cosas pierdan la propia identidad y nosotros dejemos de ser lo que somos, el acabado y el sentido último ha de estar en sus manos. “Es todo en todos”. Nada de cuanto existe es ajeno a la bon-dad y a la pureza, lo único que puede enturbiar tal claridad es la in-tención de fondo que tengamos; el “ser en sí”, como la Grecia clásica enseñó, es siempre bueno y bello.

Por lo que vemos y sentimos, por el bien que nos hacen, pode-mos vislumbrar y elevarnos a la “Belleza” y al “Principio del Bien”. Pensamientos en esta línea no han sido tan infrecuentes en filósofos y literatos. Dostoyewski, por ejemplo, habla en los “Hermanos Kara-mazov”: “Amad a los animales, amad a las plantas, amadlo todo. Si am-áis cada cosa, comprenderéis el misterio de Dios en las cosas”. Otros han llegado a concluir que Dios es todo cuanto hay de bueno en el mundo sin el límite del mundo. Es éste, el mundo, algo así como un gran abecedario de minúsculas cuyos signos no hacen sino apuntar al modelo ejemplar que es la “Mayúscula”.

Amar a los seres y a las cosas sin el límite de ellas mismas, es, sin duda, actitud correcta para acercarnos a Dios; no otra cosa vino a ex-presar san Agustín al querer definir la oración. “Orar -nos dice- es una elevación de la mente o del corazón a Dios”, esto es, una ascensión desde el límite que somos hacia Dios, que es a quien aspiramos. No es solamente petición, es también alabanza, gratitud, entrega, don. Definición más exacta, sin duda, que aquella otra que más tarde ela-borara la escolástica: “Levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes”. Parece restringirse aquí lo espiritual a la sola petición; y la oración, como hemos dicho, es algo más; no es justo delimitarla a un único aspecto, por más que sea éste lógico en toda relación de la criatura con el Creador. Pensemos, además, que lo importante en esta ascen-sión del espíritu no es lo que podamos poner por parte muestra; en realidad, es una “atracción” por parte de Dios a quien el alma res-ponde. La fuerza, el deseo, la dinámica principal viene de Él; es la gracia la que está en primer término; nuestra mejor actitud es la de secundar, la de ser dóciles a las insinuaciones divinas. Fue Jesús quien nos lo dijo: “Nadie viene a mí si el Padre no le atrae”.

Hemos de ir a Dios desde nuestra propia necesidad y nuestra pro-pia limitación, desde nuestra debilidad. Por eso los pobres, en su indi-gencia, están en situación de privilegio; aunque bien es verdad que pueden ellos también prestarse a una incorrecta interpretación de la misma.

En sentido bíblico, y en oposición al rico que se apoya en sí y en los propios recursos, el pobre nada tiene para instalarse, y menos para cre-erse autosuficiente y seguro. El dolor, tal vez la injusticia y la pobreza real le han hecho comprender que sólo Dios es recurso auténtico y defi-nitivo. Por experiencia propia ha llegado a palpar que fuera de Él nadie

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hay que ofrezca la seguridad a la que aspira. Ha servido esta situación de indigencia para abandonarse a la misericordia divina. Rico es el que se apoya en sí, el que se cree seguro y para nada tiene en cuenta a los demás. Pobre, por el contrario, el que nada o poco posee, o, poseyéndo-lo, lo juzga objeto de servicio u ocasión para hacerse, de algún modo, solidario con los demás. Desde el momento que nos adherimos a una cosa por ella misma, convirtiéndola en fin, dejamos de ser pobres.

La mística de la pobreza, como alguien ha dicho, es actitud de alma y expresión corporal, es interna y externa, abarca a toda la persona; por eso Jesús es modelo del hombre pobre, porque siendo Dios, no des-lumbra ni hace alarde de su categoría como tal, sino que convive y act-úa como uno de tantos: trabaja, reza, es invitado a una boda y va, hace lo que debe. Para Pablo la humillación de Jesús rayac on todo limite: “Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró celoso a su categoría de Dios; al contrario, se rebajó a sí mismo tomando la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”189.

Jesús carga con el peso de nuestras faltas y se hace responsable, esto es, responde por ellas al Padre en nombre propio. Cierto que este compromiso le hará sentir angustia, sudar sangre, verse abandonado; pero no importa, la oración se vuelve entonces más confiada y pro-funda, y es que lo que va a realizar no va a ser precisamente una ce-remonia religiosa o un rito establecido, sino la donación total de su persona, algo vivo, tan vivo y real que las descripciones transmitidas por los evangelistas en nada difieren del pavor y angustia de toda condena. Fue una experiencia amarga y doliente, pero comprometida y generosa. Su fe trascendía los aconteceres diarios y, por eso, llegada la hora difícil, supo responder como solía: con amor y esperanza. No en vano la mística cristiana, en su afán de definir la esencia de la ora-ción, concluye con estas palabras: “Amistosa e íntima relación con Dios”. He ahí la esencia.

Encuentro amistoso... Sin amistad y sin encuentro la relación nun-ca puede ir a más. Falta el intercambio, que es el que ayuda a crecer. Sin embargo, y antes del mismo encuentro, se precisa una razón. De lo contrario, el descubrimiento sería, si no fortuito, sí poco consciente. Entra el ser humano en contacto amistoso con lo divino en virtud de dos -diríamos- imprescindibles postulados: que Dios nos ama, y que nos lo hace saber. Y tan importante es esto en nuestra abertura hacia el Padre, que la misma Teresa de Avila los llama la fuente misma de la oración. “La oración -nos dice- es diálogo de amor con aquel que nos ama;

189

1 Cor 15,28.

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con quien sabemos que nos ama”. Realmente, una persona que ha llegado a percibir esta realidad dentro de sí, no podrá por menos de afianzarse segura; es Dios quien la sostiene, y ella lo sabe.

Con frecuencia se ha desconectado también la oración de la vi-da. Se ha confundido oración con oraciones: oraciones mentales y vocales, de súplica y de petición; como si para el hombre, en lugar deformar esa unidad en lo que hace, se buscaran sustitutivos margi-nales para definirle y juzgarle. La oración la hace cada uno, es perso-nal. Cuerpo y alma, tierra y espíritu deben ir en paralelo hacia Dios, que es, en definitiva, la fuente y la meta. Pero decir que la oración es personal no es quitar, y menos oponerse, a la oración que se hace con los demás, a la oración comunitaria; mas bien se exigen y com-plementan. Por ser todos los seres reflejo de la bondad del Creador, nada se ha de excluir o dejar al margen. La auténtica oración siempre tiene presentes a los otros; de lo contrario, sería medro personal, egoísmo y no oración entre hermanos. Con la revelación de Jesús como “Hijo muy amado”, todos quedamos incluidos dentro de su plan universal de salvación; porque rezar será siempre ocasión, no sólo para un mayor conocimiento, sino para amarnos más y mejor.

Alabanza y petición

Jesús, antes de pedir a su Padre la instauración del nuevo Reino, reconoce su soberanía y le alaba por ello; reconoce su “Nombre san-to”.

Es la santidad un concepto que deriva de la raíz semita: “quodés”, “cosa santa”, y que viene a comprender los significados de “cortar”, “separar”, “alejar”, esto es, aquello que ha de estar necesariamente separado y lejos de lo profano. Las cosas santas no se tocan, y para acercarse a ellas, es imprescindible una previa purificación y limpie-za, porque lo santo, aun incluyendo la noción de sagrado y puro, lo desborda y transciende, y como última realización, es algo que atañe únicamente al misterio divino. Por eso la tradición bíblica siempre es constante en definir a Dios como la fuente de la santidad, y todas las otras denominaciones de lo santo no lo son sino en cuanto hacen re-lación al misterio de santidad que en Dios subsiste.

Jesús alaba al Padre y se dirige a Él con estas palabras: “Santifi-cado sea tu Nombre”. Es ésta una actitud de reconocimiento, de admi-

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ración y de gozo por la no contaminación de lo profano. Él es la luz sin sombra, la pureza, el inefable.

El pueblo de la Antigua Alianza le veía principalmente manifes-tado en las majestuosas y soberanas teofanías del Sinaí (Ez 19,3-20). Con fuerza aterradora, firme, pero dispuesto a bendecir a todos aquellos que acogieran el arca y fueran fieles a su revelación190. Sin embargo, donde más principalmente manifiesta su santidad es en el amor y en el perdón. “No llevaré a término el ardor de mi cólera..., porque yo soy Dios y no un.hombre, soy santo en medio de ti y no me complazco en destruir”191.

Isaías es todavía más preciso, y por sus palabras llegamos a com-prender el concepto que el pueblo tenía de la santidad atribuida al Se-ñor. Ve el profeta cómo aparece Yahvé en el templo en un trono de glo-ria y a quien sólo los serafines pueden servirle, aunque, eso sí, con el rostro cubierto; tampoco ellos le pueden mirar. Y su alabanza era ésta: “¡Santo, Santo, Santo, Yahvé de los ejércitos! Está llena la tierra de su glo-ria”192.

Sin embargo, y al contrario de lo que pudiera parecer, esta dis-tancia y este sagrado respeto que el pueblo siente hacia el Señor no es obstáculo para la confianza y el acercamiento. El “Santo” no es otro que el Dios de Israel, el que se constituye en apoyo, en fuerza y salvación de todo el pueblo. Lejos de reducir la santidad a lo inaccesible y lejano, es lo santo la perfección y pureza de Yahvé. Más que tratarse de uno de los atributos divinos, la santidad compendia el ser mismo de Dios: por eso, su nombre es santo.

Jesús, por otra parte, sabe que este nombre es con frecuencia profa-nado, y de aquí que sea explícito en la alabanza. Su deseo es que el Pa-dre llegue a ser reconocido en perfección. “No profanéis mi santo nom-bre”, se lee en el Levítico. Más aún, es el mismo Yahvé quien, además de revelar el deseo de ser santificado, nos manifiesta y descubre que es Él quien santifica a los hombres. “Yo, Yahvé, que os santifico y os he sacado de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios. Yo, Yahvé”193.

En efecto, Dios no sólo es la suma realización y el solo santo, sino el santificador. Escogiendo un pueblo y dándole unas leyes que le con-duzcan y le guíen, demuestra la solicitud por revelarse y santificar. Mandamientos y culto son, en último término, signos y ofrendas agra-dables y santas. Pero, para llevar a término esta realización, quiere que

190

Flp 2, 6-8. 191

2 Sa 11,13. 192

Os 11,9. 193

Is 6,3.

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el propio pueblo participe; así, es el quien escoge a determinadas per-sonas reservándoles misiones específicas. Para su servicio y servicio del pueblo, escoge a sacerdotes, levitas, primogénitos, profetas. Reserva unos lugares: santuario, templo, tierra de propiedad. Dones, como los sacrificios de ciertos animales: toros, corderos, cabritos, aves. Ofrendas, como el “perfume de aplacamiento”. Tiempos: “sábado, años jubila-res”. Todo esto era santo por deseo mismo Yahvé; Él es quien santifi-ca. Por consiguiente, la relación no viene enmarcada por iniciativa puramente personal, sino, más bien, por decisión divina.

Naturalmente que esta santidad ha de distinguirse de aquella que da sentido a todo lo santo y que subsiste sólo en Dios; pero, co-mo signo, manifiesta parcialmente la santidad de Yahvé. Al sumo sacerdote sólo le era lícito penetrar en el “santo de los santos” una vez al año, y no sin antes haber cumplido las distintas y minuciosas purificaciones prescritas.

Son las cosas santas, instrumentos o signos, las que nos indican la pura e inefable santidad de Dios. Sin embargo, esta presencia, des-velada principalmente en la “nube” o en el “arca de la alianza”, era pa-ra que el pueblo supiera también a qué atenerse, y poder, de este modo, llevar una vida santa. La fidelidad y el amor eran mutuos.

El deseo de Yahvé por comunicar la santidad es irrevocable, y así se lo hace saber: “Ve al pueblo y santifícalos hoy y mañana. Que laven sus vestidos y estén prestos para el día tercero”194 En este sentido, Yahvé cumple la palabra. Por parte del pueblo, una es la exigencia: “Sed santos, porque santo soy yo, Yahvé, vuestro Dios”195.

En efecto, la santidad se pide a todo el pueblo. Y de igual modo que ninguno de la “comunidad israelita” quedaba discriminado por la promesa y la presencia de Yahvé, la no contaminación con lo pro-fano debía ser exigencia común también. La participación y la pre-sencia activa de Dios así lo pedían. Por eso, a diferencia de los otros pueblos, la única seguridad de Israel debería ir enmarcada por la fe firme en su Dios. La vida santa era -podríamos decir-, la conse-cuencia lógica de la donación primera de Yahvé.

La frase: “Yo soy santo en medio de ti”, indicaba, entre otras co-sas, la santidad que pretendía de todo el pueblo. Israel no debía con-taminarse con prácticas y usos en desacuerdo con la Ley; no debía imitar a las gentes cananeas; por eso, antes de dirigirse y participar en el culto, convenía purificarse primero de todo lo que no había es-tado conforme a la santidad de Yahvé. El retorno y la fidelidad a las

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Lev 22, 32-33. 195

Ex 19, 10-11.

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promesas era el don más aceptable y lo mejor que el pueblo podía hacer en pro de la elección y la alianza. Pero es la santidad un concepto que también evoluciona en Is-rael. Las prácticas externas y de sacrificios visibles fueron cediendo, so-bre todo en la predicación profética, a nuevos actos de comprensión, de justicia y de amor. “No traigáis más esas vanas ofrendas. El incienso me cau-sa aversión... Detesto vuestros novilunios... Aprended a hacer el bien, buscad lo justo, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda”196. Es la perenne pedagogía de Dios que espera su tiempo para despertar un nuevo espíritu cuando ya la vitalidad primera ha dejado paso a prácticas rutinarias y sin fuerza que las anime. Porque, de faltar el espí-ritu, la santidad allí es nula, no puede cobrar sentido. No existe porque el espíritu es la vida de lo santo, y sin esa animación y esa alma, lo ex-terno y material poco o nada dicen.

La primitiva comunidad ha asimilado esta tradición y esta fe. Por eso, al hablar de Jesús, no duda en proclamarle el “Santo de Dios”197. Resucitado en virtud de este espíritu de santidad198, es Jesús para ellos la personificación, el modelo donde se refleja la santidad misma de Dios199; más aún, en su persona y con su vida ha purificado al mundo haciéndolo apto para glorificar al Padre. Así, y en virtud de esta aceptación, todo el universo ha quedado religado, estrecha-mente unido al designio de perfección y santidad deseado por Dios desde siempre.

Es la santidad de Jesús, en este aspecto, de un orden muy dife-rente a la santidad atribuida a patriarcas y profetas del pasado. Estos prefiguraban lo santo, Jesús no; Él era la santidad200; precisamente por eso, su misión no fue otra que la de ofrecer lo que tenía, esto es, comunicar su santidad santificando lo que en el mundo hay. Por tan-to, la vocación cristiana no se puede reducir a un seguir o a un ir en pos de; fundamentalmente el cristiano es el que participa de la mis-ma vida de Jesús.

El proceso de entrega y consagración que Él hizo a lo largo de su vida, es también nuestra meta. En realidad, la vida cristiana no es otra cosa que la vivencia de ese proceso. Evidentemente las etapas se irán sucediendo con experiencias imprevisibles y acaso con cierta contradic-ción aparente, pero nada tiene tampoco de extraño, es la tensión propia

196

Lv 19,2. 197

Is 1, 13-18. 198

Lc 4,34; Jn 6,59; Hch 7,56. 199

Rom 1,4. 200

Mc 16,19;

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de nuestra participación dinámica de la vida. “Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres”201. Nosotros, conformando nuestra vida con la suya, no hemos de ser menos: también estamos lla-mados a una consumación semejante. El punto de partida es el Bautis-mo: en él se nos dio la unción santa por la que el Espíritu, como agente principal, donó su fuerza y sus carismas.

Siendo dóciles a esta acción espiritual, en cierto modo, suprimimos nuestras limitaciones para acceder a la obra de Dios en nosotros. Será la gracia divina la que dirija el desarrollo que ya tiene nuestra primera in-serción en Cristo. Es lo que para Pablo venía a ser “vivir según el Espíri-tu”202. Una vida cuya actitud es ser fiel a uno mismo por encima de in-tereses o momentos más o menos favorables; fidelidad que hace al hombre solidario y partícipe de la santidad y gracia divina. “Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios”203.

Súplica por la llegada del “Reino”

Siendo propio de toda vocación la docilidad y la escucha, es lógico que el compromiso a seguir sea en base a un ideal, en base a un espe-ranzado progreso. El mundo, y nosotros con él, necesita ir para más, conseguir la perfección que no tiene. Pues bien, es en vista de ello por lo que Jesús reza y pide al Padre la llegada del Reino.

Ahora bien, conocer todo el alcance que Jesús quiso dar a esta súplica: “Venga a nosotros tu Reino”, ciertamente es pretender dema-siado. En realidad, su contenido pleno Él nunca lo explicó, y es que, por encima de todo, más que satisfacer curiosidades, lo que a Jesús le apremiaba era el anuncio; por eso, en la lectura evangélica nunca en-contraremos definiciones del mismo, aunque, por las imágenes que es-coge, el contexto y el significado de las parábolas, sí podemos acercar-nos al sentido que Él pretendía del anuncio. “El Reino es como un tesoro escondido en el campo”; esto es, se trata de algo oculto, con valor y con peso específico, que se apetece y que alegra encontrar: es un tesoro.

En realidad, la revelación nueva de Jesús no es otra que la pro-clamación de que este Reino está ya al alcance, que ha comenzado en aquél al que su fe le impulsa a admitir y aceptar la palabra que Él reve-la. “Se ha cumplido el tiempo, ya llega el reinado de Dios, convertíos y creed la

201

Lc 2, 52. 202

Gal 5,16; Rom 8,15. 203

Rom 8, 14.

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Buena Noticia”204. Será como una pequeña semilla que necesita su tiem-po para desarrollarse y crecer, pero, al fin y al cabo, germen nuevo de alianza nueva que, sin imponerse ni improvisarse, sí se hace sentir en los sencillos y rectos de corazón. La promesa es para todos, no discri-mina, aunque se ofrece especialmente al pobre, al débil, al que pone to-da su fe en el que salva.

Es para Jesús la predicación del Reino “leit motiv” de todo su men-saje. Aquello que tantos años el pueblo esperaba, Jesús lo anuncia como realidad ya presente. En la sinagoga de Nazaret, después de leer el pa-saje del Deuteroisaías, se aplica así las palabras y el inicio de la hora presente: “El espíritu del Señor está sobre mí..., me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los oprimidos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista... Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir”205.

Pero Jesús quiere dar sentido a lo que dice, y lo prueba con la realidad de los hechos. Señales del nuevo Reino son: que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resu-citan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva”206.

Sin embargo, en nuestra comprensión del mensaje, puede ser que desviemos el sentido a realidades distintas de las intenciones de Jesús. Varias han sido las interpretaciones y, por tanto, no estaría de más un análisis de las mismas.

Para unos, más que hacer relación a nuestro mundo de cosas, el Re-ino de Dios tiene como meta la otra vida, el más allá, y, por consiguiente, sólo el espíritu tiene acceso a su instalación definitiva. Otros, por el con-trario, lo centran en las realizaciones puramente humanas, se identifi-can con los logros de aquí, logros humanos de paz, de justicia y de soli-daridad; algo así como si Dios estuviera a la zaga de un programa de mejoras o bienestar. El reino se identificaría con una sociedad sin ten-siones ni conflictos, con el ideal de una sociedad humanamente perfec-ta.

Existe una tercera interpretación: el Reino sería algo ideal, una bella proyección de futuro, pura utopía. Nunca se alcanzará, pero, eso sí, el impulso que provoca es suficiente como para hacer valer los resortes propios de cualquier fantasía. El ideal hace que se intente, al menos, lo que de por sí sólo es perfecto en programa. Lo utópico viene a ser el apoyo para seguir tras el ideal concebido.

204

Mc 1,15. 205

Lc 4, 18-21. 206

Lc 7,22.

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Las tres posturas comportan elementos positivos, pero re-ducen el contenido a parciales referencias; marginan y relegan a ex-clusivismos la universalidad que encierra el mensaje. En efecto, a los primeros les falta fe para ver a Dios en medio del mundo y de las co-sas. Cristo vino para sanar y restablecer el nuevo orden de cosas en todas sus dimensiones: dimensión humana, religiosa, social, cósmica.

La segunda postura confía en exceso en los resultados del hombre. Olvida, sobre todo, que la técnica y los logros humanos nunca pueden librarnos de lo imprevisible y, por tanto, del fracaso y de la posibilidad de la muerte. De ese modo la prueba de la cruz de Cristo quedaría marginada, dejando sin resolver el inquietante y difícil problema del mal que, de una u otra forma, siempre nos estará acechando.

Tampoco el Reino de Dios es pura utopía, como pretende la ter-cera interpretación. Aunque sea de forma incipiente, el Reino ya ha comenzado a realizarse. El grano de mostaza, la levadura, la perla que se encuentra, todas son imágenes para darnos a entender que ya ha dado comienzo, que el Reino de Dios es un presente y un futuro, algo que ya está al alcance, pero que necesita impulso y crecimiento. No es utopía tampoco: lo utópico es irrealizable y nunca pasa de fic-ción o de sueño imaginario. El Nuevo Testamento es explícito e insis-te en esta presencia: “Si por el dedo de Dios expulso los demonios, es que el Reino ha llegado a vosotros”207.

Lo que el pueblo tanto ansiaba, lo que esperaba con pasión, Jesús lo anuncia como realidad que se ha hecho ya presente e implica la li-beración de todas nuestras limitaciones: enfermedad, pobreza, muer-te. Aunque de forma imperceptible, la actuación es real y transfor-mante. Y no en lo oculto del cielo o en otra tierra en la que nos ha to-cado vivir, sino aquí y ahora208. Tampoco sería correcto reducir el Re-ino a una concreta dimensión del hombre y del mundo: la compren-sión abarca toda la realidad. Por tanto, no es justo reducir la palabra de Jesús a un proyecto o sistema político, económico o social; com-prende más que eso: es una nueva forma de ver al hombre y al mun-do, esto es, que la realidad toda, tal como la vemos y sentimos, tiene un fin, es un proceso con un mañana que camina hacia la meta final. Para explicar esto, la teología hace uso de un término y nos dice que el Reino de Dios tiene un carácter “escatologico»”. Pero, ¿qué alcance y comprensión puede darse a la escatología? No otra que la novedad

207

11,20 208

Mc 4, 26-29.

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del Reino expresada en la lectura evangélica. Resumiendo, podría-mos especificar:

- El Reino de Dios es ya realidad presente, aunque en camino y en proceso de realización.

- Es universal, esto es, lo abarca todo; desde las esperanzas últimas del espíritu, a la transformación cósmica de todos los seres. La presencia es incipiente, pero con fuerza ilimitada. Todo el vigor descansa y viene de Dios.

- No se impone. Por ser don divino, es un regalo que se ofrece y se da en libertad. Se acepta o se deja. Se dice sí o se echa en olvido. No es construcción que se hace por manos y esfuerzo del hom-bre.

- Tiene un término y un final; coincide con el ocaso de este mundo. Entonces vendrá un nuevo cielo y una nueva tierra. Habrá paz, habrá justicia, todos vivirán del amor en la casa del Padre.

La petición de Jesús, “Venga a nosotros tu Reino”, escondía este

profundo e íntimo deseo. Signos de este reinado son: la evangeliza-ción a los pobres, la reconciliación, el deseo de paz, de justicia, de so-lidaridad entre todos los humanos. Siempre que se alarguen los lazos de amistad, que exista la concordia y se respete la dignidad del hombre, será momento para proclamar que el Reino se ha hecho pre-sente.

Dócil con el designio de lo alto

Por encima de todo, Jesús fue dócil e incondicional a la voluntad divina, de ahí que continúe en la oración: “Hágase tu voluntad en la tie-rra como en el cielo”.

Pero desear que las cosas vayan como Dios quiere es haber teni-do antes experiencias contrarias. Indirectamente, esta súplica nos habla de los actos que se oponen a la voluntad del Padre. El hombre todavía ignora lo que puede ser su total realización y su correcto ca-minar en el mundo. Se abusa del débil, se le ignora o se le margina. Más que sentimientos solidarios, con frecuencia priva la intriga, el abuso y la injusticia. Con frecuencia el hombre se olvida de Dios y levanta ídolos de cartón piedra que puedan arder y deslumbrar, algo ficticio. Lo superficial distrae mejor a la mente. Por todo ello, y para

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que el ser humano conozca su puesto en la vida, Jesús enseña a rezar para que la voluntad de Dios se haga presente. Se haga presente aquí como lo es en el cielo. En realidad, el fondo viene a ser el mismo que en la petición anterior, porque, ¿qué es lo que significa el “hágase tu voluntad”? No otra cosa sino que el designio suyo, el reinado suyo no tarde; que, a semejanza de la plenitud vivida en el cielo, llegue a re-inar su voluntad también en la tierra; se trata de una aceptación simi-lar. Y porque la vida interior de Jesús estaba plena de este deseo, Juan recoge la imagen que simboliza y recuerda la subsistencia de la vida: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra”209.

Consciente Jesús de haber inaugurado la esperanza nueva pro-metida a los hombres, ve que la voluntad del Padre es ya un hecho real. El cambio, la mutación en el mundo ha comenzado, somos ca-minantes en espera de la definitiva transformación que nos aguarda. Pide por ello, y en la súplica une a la prontitud el deseo de su acción y su presencia. Además de la gloria del Padre, se quiere hacer de la tierra lugar de encuentro y patria nueva que el hombre tanto desea y busca. Todo ello provocará una crisis, pero es el signo mejor de que la voluntad y la gracia salvadora se ha acercado a nosotros.

Ahora bien, si con Jesús se ha inaugurado lo que anteriormente era sólo dilación y espera, el incremento posterior ha de estar unido a su persona. “Pues quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien la pierda por mí y el evangelio, ése la salvará”210.

Esta predicación, además de consolidar la novedad del mensaje, es, al mismo tiempo, consoladora y motivo para confiar en su pala-bra. Quiere decir que no nos hemos quedado solos, que la compañía suya es real, que el evangelio merece la pena. Es mirándole donde mejor podemos ver reflejado el designio del Padre, y quien más cla-ramente presenta e ilumina nuestro futuro. Porque no sólo Jesús es el Maestro que enseña y catequiza; vino, sobre todo, para hacer rea-lidad su predicación, haciéndose presente como compañero y como amigo. Su persona, unida a la del Padre, vela por los hombres como parcela que costó remover, que costó roturar; pero, si lo hizo, fue con la intención de esparcir la semilla y cultivarla.

Por otra parte, sí debemos pedir que la voluntad de Dios se haga presente en esta tierra como lo está en el cielo; Jesús, anticipándose, nos lo dijo y nos dio ejemplo. Hacerlo nosotros con fe es señal inequívoca de aceptación y de confianza, de haber secundado la actitud que pedía.

209

Jn 4,34. 210

Mc 8,35.

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Puede ser que no comprendamos el sentido de la espera, que los planes de Dios nos parezcan misteriosos y oscuros, pero podemos asegurar que, en la aceptación, iremos construyendo el Reino que un día ha de consumarse. En el camino, por más que existan las sombras, tendrá lu-gar la meta; la espera terminará en encuentro.

La provisión para vivir

La oración y la enseñanza de Jesús no sólo alcanzan a lo espiritual y transcendente. Como hombre, conocía la dependencia de nuestro ser respecto a las cosas de la tierra. Por eso, que el cuerpo y el espíritu se agarren a aquello de lo que en gran medida dependen, nada tiene de malo. Queramos o no, este mundo ha sido nuestro primer despertar y causa primera de nuestro asombro y sorpresas; todos nuestros sueños han nacido aquí y nunca, por más que quisiéramos, podríamos olvidar-lo. Con lo negativo que pueda haber en el, este mundo es, por ahora, lo mejor que conocemos. Jesús también lo sabe y, como demanda perso-nal, se hace eco de este apego y de esta exigencia, y pide por lo que nos sustenta y hace vivir: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.

Pero no es el término común de “pan” lo que en el fondo se quiere aquí especificar; es algo más que eso, algo más que el trozo que se parte y ponemos en la mesa. Por encima de su componente físico-químico está la referencia segunda, la principal, la que interesa. En el contexto, “pan” significa la provisión suficiente y necesaria para vivir. Ya la Es-critura era pródiga en esta simbología. Por ejemplo, en uno de los sal-mos se lee: “Yahvé hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrien-tos”211. El pan, respecto a la manutención, lo era todo. Sin el, la vida era algo insustancial, sin sabor, no merecía la pena. Por el contrario, habiendo pan en casa, cualquier otro alimento cobraba su gusto, había aliciente, se podía vivir.

Ahora bien, si la dirección de las peticiones primeras tenían co-mo referencia la persona del Padre y su sentido transcendente, de cielo, aquí el corazón y la mirada se inclinan sobre la tierra, se incli-nan y dirigen a satisfacer la necesidad más primaria como es el ins-tinto de conservación y la subsistencia. Más que de un pensamiento de futuro, de lo que aquí se trata es de solucionar el presente; no tan-to un porvenir seguro, como el pan de cada día. En este sentido, de otra cosa se podría tildar a Jesús, pero nunca de idealista; sabía lo

211

Sal 146,7.

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que era la privación, pisaba tierra, y por eso hizo objeto de su oración lo material como bien imprescindible y necesario.

Pero no siempre la ascética cristiana ha gozado de una sana in-terpretación, sobre todo a la hora de sopesar las cosas que pudié-ramos considerar más materiales, esto es, donde el cuerpo juega un papel principal; se deja esto ya sentir cuando, partiendo de las distin-tas corrientes filosóficas, se vio la conveniencia de una explicación del hecho religioso y cristiano. Sin duda, el pensamiento de Platón, a través del neoplatonismo de Plotino, influyó enormemente en los Padres de la Iglesia, dando como resultado un ascetismo no muy acorde, en muchos de los casos, con la verdad del evangelio. La rela-ción entre el cuerpo y alma que en el “Fedón” se plantea, incide en la patrística como forma válida para una explicación del compuesto humano. No duda Platón en reconocer que el cuerpo es el que per-turba al alma, no dejándola entrar en posesión de la verdad; por con-siguiente, es algo negativo, malo y que, en lo posible, hay que domi-nar. La unión del alma con el cuerpo es para él algo forzado, sin con-junción, no sustancial, que diría Aristóteles. De esta forma el alma se siente prisionera, le toca perder. Se asemeja al jinete a caballo. Lo primero que aquél ha de asegurar son las bridas, si no quiere verse desbocado por los instintos del animal. La doma y la desconfianza serán el primer criterio de prevención.

Con una concepción semejante, el compuesto humano, lo que en realidad somos, debería en principio chocar con la bondad y seme-janza de Dios, a cuya imagen fuimos formados. Más aún, a la hora de rezar el padrenuestro, habría que forzar premisas necesariamente: una es la concepción filosófica, y otra, muy distinta, la verdad que del evangelio se desprende. Sin embargo, todos conocemos la inci-dencia del pensamiento platónico en no pocos espíritus de tenden-cias idealistas y subjetivas. Pero remitámonos a la tradición evangéli-ca. Jesús, aquí, lejos de consideraciones de principio o de tratados académicos, se fija en algo más primario, más imprescindible, más vital si cabe: pide el alimento como signo claramente humano de amistad y confianza.

Objetivamente, hay que reconocer que el hombre, más que de cualquier otra cosa, depende de un trozo de pan. ¿De qué sirve que uno se encuentre bien defendido, una nación bien armada, si pasa hambre? ¿Qué sentido puede tener un discurso o una exposición su-gerente y brillante, si luego no se pasa a las obras? Nunca la palabra sola ha conseguido llenar un estómago. Animarle a uno en la fatiga está siempre bien, pero alargarle un sorbo de agua es obra para no

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olvidar. Taxativa y, al mismo tiempo, clara, fue la conclusión del Maestro a la hora de hacer balance y juzgar la actitud del hombre frente a sus semejantes: “¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, des-nudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?... En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis”212.

Convenzámonos; la salvación de los humanos no estará tanto con-dicionada por razonamientos lógicos o de defensa legal, cuanto por el cumplimiento de la ley del amor hecho alimento, vestido ocompañía: el samaritano, cuidando al enfermo, la viuda que da lo que tiene, Zaqueo que reparte son los auténticos ejemplos que hacen surgir del Señor ala-banzas envidiables. No son malas las cosas porque a veces nos entor-pezcan el caminar; al contrario, están puestas para que nos sirvan como instrumentos válidos para la vida. Como herramientas a nuestro alcan-ce, debemos saberlas usar e ir construyendo con ellas el Reino deseado por Jesús.

Por otra parte, más que una instancia de futuro, es esta petición una súplica para poder llegar a buen término en cada una de nuestras jornadas: se pide por el día de hoy, no por una instalación cómoda y para siempre; no tanto por lo estable y fijo, cuanto por ver ponerse el sol y poder seguir confiando. “A cada día le basta su quehacer y su tarea”.

Hay también otro dato importante que convendría señalar: se trata del aspecto comunitario de esta petición. La súplica no es un ruego por el pan que individualmente pudiéramos precisar, sino por lo que tú, yo y todos más queremos para la vida, aquello que tiene aliciente y sentido.

Pedir la satisfacción personal y dejar en olvido al hermano que lu-cha por causas comunes, es no haber comprendido el mandamiento de la fraternidad y del amor cristiano. Rezar y reconocer a Dios como Padre y, a su vez, Padre “nuestro”, es hacernos solidarios con el sentir y el esperar comunitario.

La mesa, cuando se comparte, es algo más que un asimilar ali-mentos o degustar recetas de cocina; bien mirado, comer se convierte en auténtico rito de comunión. Sería triste un reparto por motivos o sentimientos de lástima o de piedad. La petición va más allá de eso. La verdadera caridad no distingue ni mira condiciones, le interesa la persona. ¿Podría Dios concedernos un bienestar cómodo para mejor ver las diferencias entre unos y otros, entre los que piden o dejan de hacerlo? Ciertamente no; el aspecto de comunidad, de pueblo que proclama y pide el bien de cada uno, de todos, es lo que mejor define 212

Mt 25, 38-46.

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nuestra relación con el Padre. En tal sentido, sí es cierto que la medida espiritual y de trato con Dios dependen del compromiso que tenga-mos con nuestros hermanos los hombres.

Sin embargo, no es menos cierto que nos topamos con una realidad muy distinta a lo que proponemos como ideal. Con frecuencia la mar-ginación, las injusticias, el dolor callado e incomprendido, son heridas que denuncian lo que es una clara violación del derecho de una vida digna. Ante esto, el cristiano nunca puede permanecer impasible y al margen: sería traicionar la conducta y la palabra de Jesús. La fe en Él va condicionada: hay que poner alma y corazón en el que sufre, en el po-bre, en el fracasado, en aquél que más nos necesita.

Reducir el cristianismo a la creencia de una salvación individual sería la más grave deformación que pudiéramos hacer del evangelio. Por encima de conveniencias personales, se impone el amor y el bien del conjunto; superando lo privativo y exclusivo nuestro, está la solida-ridad y el respeto a los hermanos. Tal vez sea ésta la acusación más se-ria que se nos pueda achacar a los cristianos a lo largo de la historia. Sorprende, y es lamentable a la vez, cómo, teniendo en una mano el evangelio del perdón, hemos levantado la espada con la otra, justifi-cando lo que difícilmente halla justificación. Es la muerte un misterio, y atreverse a provocarla presupone un privilegio que, por ahora, a nin-guno se le ha dado. Pienso, por ello, que ésta es la asignatura pendiente que todavía tenemos los cristianos. No lo olvidemos: la fraternidad y el amor por encima de cualquier otra cosa. Puede parecer ambicioso el compromiso, habida cuenta del profundo instinto de conservación y del amor propio, pero hemos de intentarlo; sólo así, con este espíritu, caminaremos; porque mirando adelante, y haciendo senda, revelamos el síntoma que mejor define al cristiano, esto es, ser auténtico peregrino.

El pecado

Afirma Karl Jaspers:

“El hombre es algo más de lo que él sabe de sí... No se puede hacer balance y tener conocimiento definitivo ni de la persona en general ni de un individuo en particular”213.

213

212 Jaspers, K.: Der philosophische Glaube, Frankfurt, 1958, págs. 54 y ss.

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Sin embargo, en medio de esta limitación, nos dolería que nos tratasen de irreflexivos. Más que de imposiciones, solemos abogar por las propias iniciativas: somos libres.

Pero es la libertad un concepto que está al margen también de toda constatación científica. Desde fuera, e independientemente de la responsabilidad del individuo, la libertad no tiene pruebas. Ser libre es algo que se siente, es campo que pertenece a la conciencia, es ca-pacidad espiritual para tomar decisiones ante valores conocidos. Por eso, al obrar, tenemos múltiples ocasiones de advertir lo que nos es útil o nocivo, justo o injusto, lo que es el deber o lo que se constituye en falta. En este sentido, del hombre se ha llegado a decir que, a pe-sar de todas las leyes de la causalidad, es, y seguirá siendo, un ser radicalmente imprevisible. Por la libertad que posee, el “sí”, que aca-so se esperaba, resultó un “no” desconcertante. El bien que se hacía en un principio, derivó en abuso y en pecado.

Una mirada al entorno nos acusa y denuncia que no somos lo que debiéramos. Todavía se abusa contra Dios y contra el hermano. Con-tra Dios, porque se desprecia el curso y las obras que de Él salieron. Se ha pecado y se peca. Se ha hecho injusticia y se la sigue haciendo, se peca de forma personal y colectivamente. Persecuciones, guerras, fríos enfrentamientos, masacres; de todo ello es testigo la historia. Quien diga que el pecado no existe, miente. El odio, la lucha de razas y de clases son úlceras y tumores que todavía nadie ha podido extirpar. Que se deban únicamente a impulsos de aberraciones psíquicas, como alguien ha dicho, nos parece respuesta demasiado fácil. Las situacio-nes son a veces tan claras y limpias, que mancharlas es signo inequí-voco de algo que creemos más profundo, esto es, de la falta de amor y de un exceso de medro personal traducido en aversión indiscrimina-da, lo que no quiere decir tampoco que comprendamos en su origen todas las facetas y móviles del mal. Nuestra inteligencia se ve impo-tente para hacer suya la comprensión y el porqué de ir contra corrien-te. El mal, por más que nos roce de continuo, siempre será un proble-ma difícil. Pero el hecho está ahí, con su actualidad y con su historia, con lo que tiene de humano y con lo que deshumaniza.

También la Sagrada Escritura, en cierto modo, es una historia del mal, una historia del pecado. La fidelidad de Yahvé hacia el pueblo escogido se ve con frecuencia olvidada y rota. Fluye por doquier la irresponsabilidad y el incumplimiento a lo pactado. En ocasiones se violenta el problema de fondo por el interés del momento. Son sin-tomáticas expresiones como éstas: “Es un pueblo de corazón extra-viado, de dura cerviz, como una esposa infiel”.

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El pecado es un hecho tan al alcance y fehaciente a la vez que nadie pone en duda; por eso, al hablar de él, usa el Antiguo Testa-mento una terminología acorde con la convivencia y relaciones humanas: se le da el nombre de ofensa, iniquidad, falta, injusticia, abuso, etc. El pecador no es otro que aquel que ha hecho mal, que ha faltado a los ojos y presencia de Dios.

Si nos fijamos en el relato del Génesis, en el pecado de Adán, es fácil percibir el contraste entre la donación que Dios hace al hombre y la violación por éste de uno de los preceptos: “No comáis de él ni lo toquéis, no vayáis a morir”214.

Ahora bien, más que el hecho externo, lo que la Biblia resalta es la intención que les guía al acto de desobediencia. Si el hombre y la mujer van en contra del mandato es porque pretenden ser “como dio-ses”, porque deseaban conocer el bien y el mal, poniéndose como medida de lo bueno y de lo malo, porque querían ser dueños y seño-res: que nadie se interpusiese, aun a costa de romper con su creador.

Es la desconfianza lo más grave; es la postura que toma el hom-bre. Nada quieren ya saber Adán y Eva de amistad, de amor, de rela-ción con el que les ha dado lo que tienen. Frente a sí han colocado a un antagonista, a un rival. Creyendo en la sugerencia que se les hace, caen en la tentación: “comed, porque el día que esto hagáis, se abrirán vuestros ojos y conoceréis toda la verdad”. “Seréis como dioses”. Que des-pués se pase a los hechos, en cierto modo es menos importante; ya antes estaba desviado su corazón.

Pues bien, a raíz de aquel primer mal pensamiento consentido, la situación es ya completamente otra. Sin que todavía haya hecho acto de presencia, sin que haya hablado Yahvé, se esconden; la iniciativa vuelve a ser nuevamente personal, procuran no saber del pasado al tiempo que ratifican el deseo mutuo: no querer el encuentro. Pero comprobarán entonces que la palabra de Dios es voz legítima, veraz, y que no guarda sólo las apariencias. Lejos de él no es posible ya “tender la mano al árbol de la vida”215. Fue el primer pecado que nos describen las Escrituras, la primera ruptura y, con ella, la triste reali-dad de la muerte. Lo que tampoco quiere decir que por esta descrip-ción vayamos a comprender todo el problema que el mal encierra; es éste un misterio que supera toda comprensión y saber humanos. Además, dentro del rechazo de la criatura hacia el creador, hace su presencia también el espíritu del mal: Satán, que predispone y tienta.

Pero esta vuelta atrás, esta exclusión y ruptura nadie podría su-perarla sino aquel que posee la sobreabundancia en el amor. Por eso 214

Gen 3,3. 215

Gen 3,22.

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es nuevamente Yahvé quien, así como antes había sido pródigo en ofrecer bienes al hombre, no quiere ahora tampoco, en su miseri-cordia, dejarle sin una nueva esperanza.

Cierto que una vez que el pecado ha hecho su aparición en el mundo, tenderá también a extenderse y proliferar, pero no se hará dueño. El bien, la bondad y el amor acabarán por imponerse. La vo-cación de Abraham, escogido para dar vida a un nuevo pueblo, es señal inequívoca de la preocupación y del designio amoroso de Dios. “Y dijo Yahvé a Abraham: Sal de tu tierra, de tus parientes, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré; yo te haré un gran pue-blo”216. Una vez más la iniciativa en la oferta viene señalada por la mano generosa de Dios. Vencerá al mal con el bien, que diría Pablo.

También el pueblo de Israel usará de una misma lógica en su actitud frente a las promesas. Después que Yahvé le colma gratuita-mente de sus bienes, le hace el “hijo primogénito de Dios”217, siendo pecador como lo podían ser los otros pueblos; no es lo leal que de-biera esperarse en cuanto a correspondencia. Israel se olvida y se cansa, le falta fe y prefiere un Dios a su modo; lo demuestra ya la petición que se hace a Aarón para que presente ante el pueblo algo distinto de lo que antes se le había enseñado: “Haznos un dios que vaya delante de nosotros”218. En contraste también con el alimento que Dios les da milagrosamente, prefieren una comida elegida por ellos. Añoran los ajos y los puerros de Egipto y les parece estar pri-vados de todo porque sólo pueden recoger el maná219.

Comprendemos, sin embargo, que toda esta actitud general apuntaba a algo más profundo y radical. Israel se niega, se vuelve inflexible para ser conducido, aunque este guía sea el mismo Dios que les libró de ser esclavos. No quiere ser conducido y, por ello, ignora también lo que le serviría para comprender el sentido de su esperanza.

De espaldas a su Dios, Israel va a sentir lo que con el tiempo percibe el que vive al margen y nada quiere saber de los demás: será víctima de su propia soledad y fracaso. Con todo, Yahvé no es un Dios que olvida; seguirá fiel a la Alianza por más que tenga que enviar profetas que levanten la voz y denuncien. Se oponen éstos a los abusos del pueblo infiel, a las infracciones públicas e individua-les, a su pecado. Era, por decirlo así, la lección de Dios enseñada

216

Gen 12, 1-2. 217

Ex 32,1 218

Dt 7,8. 219

Num 11, 4-6.

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por hombres de carne y hueso y en un tono que cualquiera podía entender. Denunciaban, además del alejamiento de Dios, la menti-ra, la violencia, el homicidio, el adulterio, la usura; en una palabra, todo aquello que pudiera impedir la sana convivencia y mutuo res-peto.

Desde esta perspectiva de la revelación, aparece claramente el pecado como una violación de las relaciones interpersonales. El hombre mira los propios intereses independientemente de que este logro pueda lesionar a los demás. Por eso el anuncio profético grita casi siempre en esta dirección: se pide la vuelta atrás, que se rectifi-que, que se caiga en la cuenta, que haya auténtica “conversión”. Pero Yahvé se revela también como un Dios celoso220, lo cual significa una constante atención y solicitud por los problemas y sentimientos más profundos del hombre. Respetando siempre la libertad de cada uno, nunca le dejará de su mano. Se le pide, sí, docilidad a la llamada, que se deje conducir, corresponder en el amor. Pero aún faltando y alejándose de él, Dios sigue pensando en el retorno; sus celos no son otra cosa que la consecuencia de su amor.

El paso hacia el Nuevo Testamento nunca podría haberse dado, y menos vislumbrarle nosotros, de no ser por esta solicitud amorosa. Es un misterio tan divino el de la Encarnación, que sólo por amor podría haberse hecho. “Porque hasta tal punto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito”221.

Plenamente, el Hijo de Dios asume nuestra condición humana para hacerse, a excepción del pecado, uno con todo lo nuestro. En virtud de este acercamiento, cada hombre, cada uno en particular, venimos a ser un “tú” que a Dios interesa como verdadera imagen suya. A través de Jesús, Dios incorpora una biografía humana, y la historia del hombre va a ser, desde este momento, camino e historia de Dios.

Enviado por el Padre, Jesús toma la condición de siervo; pero es en este servicio donde encuentra el camino para “librar al hombre del pecado”. Desde el comienzo de su predicación ya le vemos en medio de los pecadores. Marcos así nos lo expresa en las primeras páginas de su evangelio: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”222. La palabra de Jesús era ineficaz y se volvía impotente sólo ante quien rechazaba la luz o se creía lo suficientemente justo como para no ne-

220

Ex 20,5; Dt 5,9. 221

Jn 3,16 222

Mc 2,16.

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cesitar de nada ni de nadie. La parábola del fariseo y el publicano dan razón sobrada de ello. Mientras la piedad del publicano alcanzó la reconciliación y una confianza nueva, esto no fue posible con la presunción del fariseo223.

Por encima de fórmulas o preceptos legales, Jesús proponía la rectitud de corazón. El pecado estaba en la intención, en la interiori-dad del mismo ser. Es desde allí, y en su fondo, donde se provocan y nacen las infidelidades, los robos, las envidias, las injurias, toda la falta de moral224.

Dar pleno cumplimiento a la Ley suponía un mirar más alto y ver que los motivos de ir al Padre son otros de los que una fría observancia podía ofrecer. Del pecado, el hombre empieza a liberarse cuando lo re-conoce como propio y pide perdón de él. Y no es que esto sea sustraer o reducir a la persona, más bien -diríamos -, es lo contrario; nunca el hombre se mide mejor que volviendo sobre sí y practicando la sinceri-dad. Ser leal y claro es una virtud que dignifica. No en vano Jesús, en la oración del Padrenuestro, nos enseña a reconocer las propias faltas y perdonar de corazón, como también lo deseamos para nosotros por parte del Padre. “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdo-namos a los que nos ofenden”.

Sería, sin embargo, un error creer que el planteamiento que aquí se hace es una especie de contrato donde la persona adquiere unos derechos a tenor de los actos realizados, algo así como una justa esti-pulación por el trabajo a convenir. De ser así, caeríamos en la misma forma de pensar del fariseo, tan opuesta a la enseñanza y predica-ción evangélica. Más bien, la solución la encontramos en el rey de la parabola, perdonando la deuda del siervo que le suplica una tregua más larga para pagarle225. Ha de ser nuestra postura una actitud siempre comprensiva para quien se acerque y nos pida que usemos de misericordia, lo cual, en nada quita para que estemos en nuestro puesto; el rey, que primeramente perdonó, se vuelve después contra el siervo por su abuso y su mala conducta ante quien le suplicaba tuviese paciencia y comprensión226. Si de alguien hemos recibido el perdón, lo normal y lógico es que el ejemplo cunda en nosotros; es, al fin y al cabo, la clara lección que se desprende de la parábola.

Cierto que el evangelio de la misericordia escandalizó y continúa escandalizando a los amantes de lo legal y de lo estricto, a los que su-

223

Lc 18, 10-13. 224

Mc 7, 21-23. 225

Mt 18, 23-26. 226

Mt 18, 28-34.

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pervaloran lo racional a expensas de desatender las llamadas del co-razón, a los que ven únicamente lógico que se dé a quien primero dio y se perciba de aquel al que un día prestamos. Pero la enseñanza de Jesús no iba por ahí; El predicaba, ante todo, la salud y el perdón de los débi-les: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”227. Lo que a primera vista podía parecer arbitrario o improcedente, se hace objeto de amor en su mensa-je.

Sabemos que en tiempo de Jesús se conceptuaba a los pecadores en atención a la clase o grupo social al que pertenecían. En primer lugar, y como privilegiados, estaban los judíos, quienes, merced a ciertas prácticas penitenciales, siempre abrigaban la esperanza de al-canzar perdón de Yahvé. Les seguían los gentiles, cuyos pecados les eran más imputables y, por consiguiente, con débiles esperanzas de indulgencia y de piedad. Por último, los judíos, cuyas prácticas les habían igualado a los paganos. Para éstos la esperanza había dejado de tener sentido; las puertas de la misericordia se habían cerrado y era inútil ya la penitencia. Los publicanos y las prostitutas, entre otros, quedaban incluidos en esta última categoría. Pero he aquí que Jesús, rompiendo moldes que definían y clasificaban, dice a los su-mos sacerdotes y a las autoridades judías que le interpelaban en el templo: “Os digo que los publicanos y las prostitutas entrarán antes que vosotros en el Reino de los cielos”228. Las palabras aquí no tienen el doble sentido de otras ocasiones; son directas y explícitas como podía serlo el lugar público y conocido donde ellos se encontraban.

Es verdad también que a veces el evangelio parece revelarnos una justicia conmutativa, atenta sólo a pagar las obras que primera-mente se contrataron: “La medida que uséis la usarán con vosotros”229(Mt 7,2). “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condena-dos; perdonad y se os perdonará”230. Sin embargo, todo esto se ha de en-tender en la medida en que seamos consecuentes, que sepamos per-manecer en actitud paralela con Dios y con nuestros hermanos, los hombres. Adoptar formas dispares entre la realidad humana y el compromiso con lo divino no se entendería, sería contradecir el sig-nificado de las propias obras. Pablo recomendaba: “El Señor os ha per-donado, perdonad también vosotros”231.

227

Mc 2,17. 228

Mt 21,31. 229

Mt. 7,2. 230

Lc 6,37. 231

Col 3,13.

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Es claro: la medida que usemos en favor de nuestro prójimo será, sin duda, la tasa donde se prueba nuestra fidelidad hacia Dios. En realidad, nuestra historia será siempre una historia de cómo hemos practicado las obras de misericordia con el hermano. El perdón, co-mo el pan, ha de pedirse para todos; es el pueblo entero quien nece-sita, además de senda segura, ilusión para caminar. En atención a esto, Jesús es la respuesta, es la palabra del Pa-dre que se revela como “buena noticia” y que viene sobre todo para amar e ir en busca de aquello que más estaba en olvido; para ir tras el pobre, el enfermo de lepra, los pecadores. Fue la de Jesús una acti-tud tal que a partir de entonces a los humanos se nos reveló una nueva faceta divina, se hizo presente el amor sobre cualquier otra posible ley imaginaria.

La tentación

El riesgo, los obstáculos e incluso las dudas han sido, en ocasio-nes, acicate y estímulo para confiar y seguir esperando. También pa-ra desistir en el empeño y volver atrás, para volver, acaso, deses-peranzados. De todo esto el hombre tiene experiencia y no es infre-cuente que le asalte el temor, los recelos y la sensación de estar solo e inseguro.

Pues bien, es de esta inseguridad, del miedo a infringir lo que acaso antes no quisiera, de donde toma consistencia la tentación en nosotros. Se trata, más que del hecho de romper o de ir en contra, del impulso que sentimos hacia el mal. El hombre es inducido a trai-cionar y traicionarse, a no ser lo que debiera, a caer y a pecar. Pero si la tentación va directamente contra la esperanza, contra la proclama-ción y mensaje del Reino, a romper y ser infiel a la palabra revelada, habrá que decir entonces que ha llegado a nosotros la más radical de las tentaciones.

Precisamente, para evitar la caída, cobra todo su sentido la súpli-ca que Jesús hace en la oración del Padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación”. Con estas palabras, la petición se dirige directa-mente al corazón del Padre para que esté a nuestro lado y no caiga-mos en desesperanza o en ruptura definitiva con Él. Veamos cuál ha sido la forma en que se ha presentado la tentación a lo largo de la historia salvadora del hombre.

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Ya las primeras páginas del Génesis, al mostrar la desobediencia de nuestros primeros padres, son, de por sí, el relato de una tentación. La serpiente, como protagonista del drama humano, asume el papel de tentador. Ella es el símbolo que personifica al espíritu del mal, si bien el texto no nos permite determinar más claramente el modo y el cómo de esa especial personificación. Pero, ajustándonos a las descripciones, sí podemos afirmar que el inicio de la tentación es una incitación a la du-da. Induce a desconfiar y, por la desconfianza, a la autoafirmación y desobediencia232.

Posteriormente, y aunque de forma distinta, Abraham es sometido también a prueba, pero la fidelidad del patriarca y su absoluto abando-no a los planes del Señor hacen que sea el siervo fiel que recibe la ben-dición por su firme creencia en la palabra: “Por haber hecho esto, por no haber librado ni a tu propio hijo, a tu unigénito, te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas de la playa”233.

Otro tanto sucede al justo y piadoso Job que, en medio de la enfer-medad y el infortunio, confía en la providencia de Yahve. Ni la pérdida de posesiones ni el dolor físico fueron capaces de apartarle de la con-fianza firme que él primeramente había puesto en su Dios: “Yahvé me lo dio, Yahvé me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre de Yabvé!”234. Podemos dar-nos cuenta de que, a la hora de probar al hombre, y a diferencia del re-lato del Génesis, es Dios quien lleva aquí la iniciativa. Satán, como espí-ritu que induce, queda relegado a ser el impugnador del proceso del plan divino sobre los hombres. Más todavía: es a partir, sobre todo, de la literatura sapiencial, donde la tentación va a ir perdiendo su primiti-vo gravamen en pro de una pedagogía que Dios ofrece a sus elegidos: “Al que teme al Señor no le sobrevendrá la desgracia, y si es puesto a prueba, le librará el Señor”235. “Pues tú, ¡oh Dios!, nos has probado, nos refinaste como refinan la plata”236. A veces se llega hasta pedir al Señor que mande sus purificaciones para mejor disponer el espíritu: “Ponme a prueba, Señor, escrútame y aquilata mis entrañas y mi corazón”237. Es el concepto que aho-ra se tiene de honestidad el que ha provocado una nueva adaptación a los términos en uso. La tentación ahora, al menos en su concreta expre-sividad, poco tiene que ver con lo manifestado en las primeras páginas de la Biblia. Mientras allí el protagonista era Satán, ahora es Dios quien pone las pruebas y evalúa.

232

Gn 3, 1-7. 233

Gn 22, 16-17. 234

Job 1, 21. 235

Ecl 33,1. 236

Sal 66,10. 237

Sal 26,2; 139,23.

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Sin embargo, en el Nuevo Testamento se vuelve a señalar al ma-ligno, a “Satán”, como al principal provocador de las tentaciones; se le nombra como príncipe de este mundo, el abierto enemigo de Dios. En él hunde su raíz la mentira, las persecuciones, el dolor y todo aquello que es para el cristiano infidelidad y amenaza. Santiago ad-vierte claramente: “Dios no tienta a nadie; si alguno es tentado lo es por sus propios deseos y concupiscencias que le atraen y seducen”238.

Jesús fue tentado

También Jesús pasó por la experiencia de la tentación. Los evan-

gelios hablan claramente de las tentaciones y nada parecen ocultar a la hora de relatarlas. Ya cuando los fariseos se propusieron probarle, pidiendo una señal del cielo como signo convincente de su mensaje, se estaba indicando que la intención era la misma que en aquellas otras ocasiones en que le provocaban con puntos problemáticos y difíciles. Estas cuestiones, tomadas en su forma indirecta o fingida, no eran sino auténticas pruebas que se hacían a su persona. Pero donde mejor y más explícitamente vienen definidas las tentaciones es en el relato que los tres sinópticos nos ofrecen de Jesús en el de-sierto239.

La narración de Lucas comienza: “Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió de la ribera del Jordán y se dejó guiar por el Espíritu a través del de-sierto, donde permaneció durante cuarenta días siendo tentado por el dia-blo”. En principio, Jesús se deja guiar, va donde el Espíritu le orienta, es fiel a su indicación y llamada. Después, una fuerza adversa, un poder -el demonio-, quiere echar abajo el plan de Dios en la obra del “Hijo predilecto”, esto es, apartarle de su realización mesiánica.

Para cualquier oyente de la narración, la enseñanza era com-prensible: se trataba de presentar a los fieles cómo Jesús tuvo tam-bién que pasar por dificultades y pruebas, y cómo, aun siendo el Maestro, nos mostró el modo de sobreponernos y vencerlas.

Adentrarse más en los detalles es difícil, sobre todo habida cuen-ta de que el relato no es un informe de un testigo ocular de los hechos, sino más bien la expresión que nos da a entender lo que le ocurrió a Jesús y nos sucederá, de una u otra forma, también a noso-tros. Diríamos con N. Brox, que se trata de una catequesis en la que se utiliza una especie de parábola para prevenirnos y afrontar las di-ficultades y pruebas que inevitablemente nos irán acechando. Contra el mal, debemos estar alerta con las armas de la fe.

238

Sant 1,13-14. 239

Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Luc 4, 1-13.

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El hecho de que Jesús, siendo el Mesías, podía ser tentado, no constituía objeto alguno de discusión; al contrario, cualquiera me-dianamente entendido en las Escrituras sabía que ésta era una idea muy bíblica y de aquí el interés de las primeras comunidades cristia-nas por transmitir lo que ellos consideraban, en cierto modo, natural y hasta lógico. La narración, por ello, no se limita a describir unos episodios mejor o peor elaborados; lo principal es la enseñanza que se pretende para aquella comunidad amenazada con pruebas de to-do tipo. Debían mantenerse fieles al mensaje y a la tarea que se les había encomendado. A este propósito, podemos recordar las pala-bras transmitidas por Marcos, donde Jesús recrimina y rechaza a Pe-dro con las mismas expresiones usadas en las tentaciones del desier-to. “Retírate, Satanás, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”240. Directamente, la oposición de Pedro a la Pasión de Jesús coincide con la intención del tentador en el desierto; esto es, apartarle del camino y obediencia señalados por el Padre. Sin em-bargo, esto no quita para que nosotros nos preguntemos por el por-qué de las pruebas de Jesús. ¿Acaso no vivía Él dentro de la más acorde identificación con la voluntad del Padre? ¿Tenía el Hijo algu-na posibilidad de ir en contra del proyecto asumido? ¿Qué alcance real puede darse a sus tentaciones?

Al margen del misterio del Dios encarnado, evidentemente la so-lución nos sobrepasa, nunca la hallaríamos de no tener presente en Jesús su condición de hombre. En efecto, asumir nuestra naturaleza no es tomar algo ficticio o abstracto, sino que es comprometerse con una realidad marcada ya por la historia de las transgresiones huma-nas. En este sentido, además de lo que puede haber de inquietud por las cosas elevadas y de sentido transcendente en aquello que se asu-me, también se actualiza lo que marca nuestra limitación y de apego a lo material y de aquí abajo. Todo esto es lo que hace suyo el Hijo en el fiel compromiso que trae del Padre. “Dios envió a su propio Hijo en una condición pecadora como la nuestra”241.

Las pruebas, como es lógico, acaecerán directamente en lo humano de Cristo, aunque por ser humanidad de Dios, incidirán también indi-rectamente en la divinidad del Hijo. Al tomar nuestra condición y hacerse uno con lo nuestro, era normal también que las limitaciones que a nosotros nos demarcan y ponen límite, le restringiesen a Él. Por tanto, si nuestra condición se concretiza en no ver suficientemente cla-ro, en tener que esperar, en seguir en medio de no pocas sombras, como son las que cubren nuestro camino, deduciremos que Jesús ex-perimentó, en toda su profundidad, las barreras y acotaciones humanas. Es evidente que su opción personal nunca podía desviarse

240

Mc 8,33. 241

Rom 8,3.

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del compromiso contraído; pensar lo contrario sería una contradic-ción y un desafío a su misterio profético. Las tentaciones en el no pueden interpretarse como reales solicitudes al mal; sería un gran error si así lo entendiésemos. Jesús no podía ir en contra de lo que era por naturaleza.

Pero, en su fidelidad hacia el Padre, sí podía Jesús padecer la espera, la búsqueda y el modo de concretizar históricamente la vo-luntad de Dios. Aquí sí tuvo sus pruebas y tentaciones, pruebas de parte de los fariseos que no entendían la razón y el modo de pre-sentar su mensaje; pruebas de las autoridades judías, de sus mis-mos discípulos y de todos los que esperaban espectacularidad y dominio en su evelación y mensaje. Sobreponerse a esto y encontrar el modo adecuado de plasmar progresiva e históricamente su fide-lidad, claro que supuso intensa oración y continua docilidad a los designios del Padre. En la Carta a los Hebreos se lee: “Aun siendo Hijo, sufriendo, aprendió a obedecer”242.

Más que de hechos aislados, fue la tentación en Jesús ese anta-gonismo que tuvo que superar por mantenerse fiel en su dilatada aceptación del compromiso, y esto sí le supuso dolor; suponía espe-ranza en medio de la oscuridad y revelaba que la fidelidad y el amor están por encima de cualquier reto o desafío. También, y en atención a ese saber estar, Jesús se convertía en modelo y norma para saber a qué atenernos y cómo superar nuestras pruebas.

Por último, existe también en la Escritura una tentación provocada por el hombre y que va dirigida expresamente a Dios. Puede afirmarse, a tal respecto, que si en algo se le censuró a Israel, no fue por otro moti-vo que por haberse atrevido a tentar a Yahvé. Por más que las muestras de fidelidad hacia el pueblo eran reveladoras de su amistad y confian-za, éste no siempre supo responder a esa presencia protectora. “Enton-ces el pueblo protestó a Moisés diciendo. "Danos agua para beber". Pero Moisés les respondió. "Por qué me discutís? ¿Por qué tentáis a Yahvé?”243. No tentéis al Señor, vuestro Dios, como lo tentasteis en Masá”244. También Pablo se hace eco de este sentir, y recomienda: “No tentemos al Señor como al-gunos de ellos hicieron”245.

242

Heb 5,8. 243

Ex 17,2. 244

Dt 6,16. 245

1 Cor 10,9

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Actualidad de las tentaciones

Después de haber comprobado las distintas matizaciones que la

historia nos ha ido ofreciendo sobre el hecho real de la tentación, na-da tiene de extraño que intentemos acercarnos a su comprensión o al posible alcance de las mismas. ¿Podremos hoy definir lo que son las tentaciones? ¿Qué actitud y postura tomar al respecto? ¿Cuál puede ser nuestro desafío frente a ellas?

Primeramente, y antes de tomar opción en la no siempre fácil la-bor de exégesis, debemos partir de que todos nos vemos solicitados por llamadas múltiples y no precisamente con mensajes coincidentes o uniformes. Por un lado, la parte material de nuestro ser nos pide tierra, amor a lo de aquí, gozo por lo superficial y transitorio. Por otro, y por las exigencias firmes del espíritu, queremos el bien, la permanencia en lo bueno, en algo estable; queremos, como ya ense-ñaba la vieja filosofía, el “Bien Absoluto”; aspiramos al “Todo”. Cualquier proyecto de vida, cualquier interpretación o conducta humana, hunde sus raíces precisamente en estos principios que tan profundamente nos definen.

Pues bien, partiendo de esta dualidad físico-psíquica de la que todo hombre forma parte, el propio compromiso puede derivar hacia tres formas distintas. En primer lugar, a nadie se nos va a impedir que optemos por una interpretación material de la vida. Podemos di-rigir nuestra existencia hacia la satisfacción única o instintiva de nuestras exigencias primarias. Pero entonces, al sofocar o cubrir los más íntimos requerimientos del espíritu, la vida, por apasionante que aparezca, siempre será vida de vuelo corto, henchida de transi-toriedad y, a la postre, agobiante y pesada por la misma gravedad de la materia.

Otra actitud es la que pretende prescindir de los objetos a nues-tro alcance y mirar única y exclusivamente al mundo del espíritu. Pero también aquí se margina y desatiende algo importante: se olvi-da que todo trayecto necesita de superficie y de tierra, que para an-dar debemos pisar el suelo. Por más elevados que sean los razona-mientos, por más que antepongamos el mundo metafísico y le demos primacía, por mucho que conjuguemos abstracciones, si pres-cindimos de lo inmediato y palpable, será nula la consistencia que de ahí se derive. La materia nos es tan esencial que, sin ella, la vida humana carecería de sentido. Todos, por naturaleza, formamos parte de esa infraestructura material y, por consiguiente, atender a sus exigencias es también cuidar de la perfección del conjunto.

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La actitud tercera es aquella que conjuga los elementos de base con aquellos otros que buscan elevación y altura. Una cosa es asen-tarse y conocer la tierra donde se pisa, y muy otra abrir campo a las no menos justas aspiraciones del espíritu. Cierto que guardar estabi-lidad y equilibrio exigirá medida y discreción; pero ésa es nuestra ta-rea. Tensiones, actitudes difíciles, provocaciones, siempre estarán al acecho. En realidad, son los momentos y las horas de tentación; por-que son éstas, las tentaciones, el precio a pagar si queremos ser fieles a nuestro compromiso con Dios. El pulimento y limadura de aspere-zas es condición indispensable para el acabado de la obra. No es jus-to ni propio mirar a las tentaciones como castigo o sanción, por más que cueste y sea duro el sobreponerse a ellas. La tentación, más que pena y correctivo, es ocasión para ensayar la obra que se nos pide; su verdadero carácter es el de ser prueba acrisoladora, muy en sintonía con la súplica y el deseo que expresa el salmista: “Ponme a prueba, ¡oh Yahvé!, y examíname, acrisola mis entrañas y mi corazón”246.

Afrontar así las tentaciones, es algo muy distinto de las acti-tudes moralizantes, de temor o de miedo que, en no pocas ocasio-nes, sirvieron de orientación catequética. Sin embargo, estas prue-bas, tal como nos revela el contexto de la palabra inspirada, lejos de ser carga y ocasión para debilitar nuestro espíritu, se convierten, o deberían convertirse, en ensayos para mejor confirmar nuestra op-ción por la causa divina.

De una u otra forma, seremos solicitados por opciones únicas y exclusivas. Se nos inducirá hacia el abandono o hacia el medro per-sonal y exclusivista, hacia lo más cómodo, o, lo que es peor, a ser cómplices de la marginación o con aquél que fue objeto de abuso ma-nifiesto. Pero, tengámoslo presente: no es que la desviación esté en la incitación al mal, sino en su consentimiento.

Lógicamente, la materia y la carne se inclinarán por lo que les es inherente y suyo; tenderán, a instancias propias, a eliminar otras más altas aspiraciones. Pero también puede ser que el desvío acceda a noso-tros por demandas exclusivas del espíritu. El desajuste es posible por cada una de las vertientes. Y no es que esta tendencia a sobreponerse o a hacer valer los particulares requerimientos tenga algo de anormal y negativo en sí; prueba simplemente el dinamismo y la vitalidad de nuestra naturaleza; más bien, el pecado va a consistir en ir contraco-rriente, en no aceptar la propia limitación, en ceder al abuso o al atrope-llo.

246

Sal 26,21.

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Pero lo que sí es cierto es que la Historia de la Salvación es una historia de caídas, de faltas y desobediencias, de pecados. Por más que las promesas y la fidelidad a la palabra de Yahvé parecían ser firmes por parte de su pueblo, su frecuente ruptura nos muestra la debilidad e inconsistencia de los propósitos, al menos ésta es la voz unánime denunciadora de los profetas.

En realidad, se ha pecado históricamente y se sigue cayendo en los mismos o parecidos abusos. El Concilio Vaticano II, haciéndose eco de este sentir, comenta:

“Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se pre-senta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota inca-paz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente”247.

Dejados guiar únicamente por los propios impulsos o las fuerzas únicas a nuestro alcance, es fácil que la experiencia del fracaso no se haga esperar. Debido a las consecuencias negativas que siempre aporta cualquier pecado en el propio individuo y en el conjunto de toda la so-ciedad, hemos de reconocer que la infección nos afecta de forma real e inevitable; nos viene a suceder como a esos centros industriales donde el grado de contaminación es tal que los seres que nacen, vienen ya afectados por lo que respiraron sus padres. Con un grado mayor o me-nor, el entorno donde hemos de movernos participa ya de las secuelas que siempre dejan las desviaciones humanas: por lo cual, buscar reme-dio y ayuda, lejos de minimizar el valor y la fuerza propia de cada in-dividuo, dignifica a la persona. No es ser menos, ni dice nada en contra, llamar a la puerta de otro para que nos oriente y señale el camino; al contrario, es signo de convivencia. Por eso, Jesús enseñaba a rezar y di-rigirse al Padre como condición previa para vencer la tentación. Aún más, por haber experimentado Él mismo lo que supone afrontar con dignidad las pruebas, nos da sobrado motivo para confiar en su ayuda, al hacerse presentes las nuestras; nadie como Él puede ofrecernos una confianza mayor. “Porque habiendo pasado Él mismo por la prueba del dolor, puede ahora ayudar a quien la está pasando”248 (Heb 2,18). “No se turbe vues-tro corazón. Pues creéis en Dios, creed también en mí”249.

247

Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 113 248

Heb 2,18. 249

Jn 14,1.

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Una última súplica: “Líbranos del mal”

Poner término a una acción suele ser, frecuentemente, motivo oca-sional para hacer surgir sentimientos más profundos. Jesús también pa-rece seguir este principio al concluir su oración con un ruego -diríamos-, vehemente y definitivo: “Y líbranos del mal”. Pero, ¿qué podemos en-tender nosotros en esta postrer súplica dirigida al Padre? ¿Qué deseaba realmente Jesús? ¿Cuál era su verdadero y auténtico significado?

Reconocemos que el examen tiene su dificultad; es difícil porque se conjugan aquí, no sólo realidades últimas, sino porque los conceptos comportan una serie de connotaciones históricas que es justo darles va-lor y sentido. De momento, y para seguir un cierto orden, vamos a de-tenernos en aquellos puntos donde la crítica exegética sea lo más uná-nime, para proseguir, según estas orientaciones, sobre los problemas o análisis que de aquí se deriven.

En primer lugar, partimos de que las súplicas finales, más que refe-rirse a los deseos de ser librados de las pruebas de cada día, hacen rela-ción a la tensión última que ha de sobrevenir al mundo. Se trata, pues, de una perspectiva escatológica y final de la misma donde los fieles serán inducidos a la infidelidad por pseudoprofetas y falsos salvadores. El contexto nos hace también suponer que la humanidad entera camina hacia un destino y meta final. Aunque al acercarse la definitiva consu-mación surge, como oportunidad última, la hora del enemigo, la hora del adversario peor del hombre, esto es, del mal, con toda la clase de provocación. Ante el peligro que nos acecha -riesgo que puede condu-cir a la misma apostasía-, debe alzarse la voz de nuestra súplica y rogar con fe al Dios de la misericordia: “¡Padre..., líbranos de todo mal!”. Líbranos de la caída, de vernos solos, de la definitiva separación. Lo cual no quiere decir tampoco que la escatología mire o haga referencia únicamente a un punto límite del tiempo. Se estructura ya desde ahora, y, por consiguiente, también tiene hondo contenido que hoy recemos para que se nos libre del mal.

Pero el problema surge aquí; aparece al buscar la razón del mis-mo contenido. ¿Qué realidad ha de atribuirse a ese mal? ¿Hemos de entenderlo como “el Maligno”, o más bien como “la maldad”? Al pedir que nos libre de él, ¿lo hacemos pensando que se trata de un ente espiritual, de un ser bueno en un principio, pero malo ahora y constituido en radical enemigo de Dios y de nuestro bien? ¿Puede ser exacta esta forma de concebirle, o más bien es un género literario donde se personifica la maldad? El planteamiento es comprometido, sin duda; y tanto más cuanto que se trata de un problema relativa-

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mente reciente en la crítica católica de hoy. Por eso, y antes de cual-quier posible sugerencia, será conveniente analizar la relación y con-notaciones históricas del carácter significativo de los “daimones".

a) Antiguo Testamento

Hoy se reconoce la gran influencia que tuvo la demonología me-sopotámica sobre el pensamiento hebreo. Y se explica esta influencia del «Mazdeísmo» por una sencilla razón: por el hecho simple y natu-ral de partir de realidades que conjugan, no la experiencia de uno, sino el consenso general de todos los hombres. En la antigua Persia gozaban y sufrían las personas como la humanidad de ahora sufre y goza las contradiciones y efectos del bien y del mal; por lo tanto, que adujesen la existencia de dos principios causantes de tales oposicio-nes les debió parecer la deducción más natural y lógica250.

Eran, sin duda, ensayos primitivos donde la magia se agrupaba con cl discurso y la razón; pero el hecho de partir de concretas expe-riencias hizo que aquellas ideas, aparentemente simples, fueran co-nectando con ambientes y culturas acaso de más reconocido presti-gio y de más pura y racional tradición. Así, y a través del pueblo cal-deo, la mentalidad helenista va a adaptar la concepción del “zoroas-trismo” para desarrollar su complejo mundo de “daimones”. Estos, seres intermedios entre los hombres y los dioses, provocarán, sobre todo en el judaísmo tardío, la creencia en una serie de espíritus malé-ficos cuyo señorío les constituirá en dueños de las instigaciones, se-ducción y causa determinante de las caídas humanas. El mismo con-cepto de “Satán”, que primeramente significaba al enemigo o al ad-versario en un sentido general, pasa a ser, con el tiempo, “el acusa-

250

“Ved que se trata de los dos “espíritus” primitivos que han sido conocidos y declarados

desde antiguo, de siempre, en todo tiempo como una pareja que combina sus esfuerzos

opuestos, y, sin embargo, cada uno es independiente en sus obras. Los dos son uno mejor y

otro peor, tanto en pensamientos como en palabras y obras. Entre ambos , pues elija bien

el que desee obrar sabiamente. Escoged, por tanto, con el mayor cuidado, no como los que

lo hacen mal a causa de practicar el mal en todo cuanto realizan.

Cuando se reunieron los dos Espíritus allí al principio de las cosas para crear la

vida y la esencia de la vida y para determinar cómo debería ordenarse el fin del mundo

(destinaron) la peor vida (el Infierno) para los malos, y el Mejor Estado Mental (el Cielo)

para los buenos”.

El Avesta, Textos relativos al Mazdeísmo o Zoroastrismo, primera de las grandes religio-

nes, Madrid 1974, pág. 38.

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dor”, una especie de ángel que denuncia a Yahvé la conducta de los hombres. “Y me hizo ver a Josué, el sumo sacerdote, que estaba en pie de-lante del ángel de Yahvé y tenía a su diestra a Satán para acusarle”251.

Nótese que esta idea de “Satán” se va haciendo cada vez más concreta; aún más; se la restringe y se la personifica. Abandonan-dose, en cierto modo, la discreción primitiva, se pasa ahora a un ente determinado y explícito: “el Satanás”, un ser pervertido, radical y abiertamente opuesto a los planes de Yahvé. A partir de aquí, la mentalidad judía va a elaborar un nuevo concepto; el nombre con el que se le designa ahora es “el tentador”, que, bajo la forma de ser-piente, incita a nuestros primeros padres a rebelarse contra Dios.

La oposición entre Yahvé y “el tentador” o “diablo” -así lo tra-ducen los setenta- no podía ser más opuesta y radical. El diablo -ya en forma sustantivada-, se opondrá a toda obra que vaya dirigida por la mano de Dios. Los planes diabólicos serán los contrarios, los más opuestos al diseño divino; mientras el camino de Dios guía a los hom-bres a la verdad, el poder del diablo tiene en la mentira su trono. Al bien siempre le hará resistencia la fuerza del mal.

Pero donde más detalladamente viene expresada esta demonología -ayudándonos para mejor comprender la mentalidad de este último período-, es precisamente en los textos extrabíblicos. Resultan curiosas, por ejemplo, las referencias que se hacen en los manuscritos del Qum-ran. Se concibe aquí al mundo dividido en dos campos: uno, el de los ángeles de la luz; otro, el de los ángeles de las tinieblas. Mientras aqué-llos ayudan y protegen a los hombres que tienen como horizonte la fi-delidad de Dios252, los ángeles de las tinieblas se convierten en sus más radicales enemigos.

Pensaba también esta Comunidad del Qumran que el pecado, una vez cometido, era un triunfo de los ángeles malos por haber ce-dido la persona a sus instancias e influjo253, y donde sobresale Belial como auténtico jefe. Por eso, la primera condición exigida a sus miembros era la renuncia a los “demonios” y la consiguiente ad-hesión a los ángeles protectores.

251

Zac 3,1 252

Qs 3,21. 253

Qs 3,19,27.

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b) Nuevo Testamento

Que el uso de las palabras: “Satán”, “Demonio” o “Diablo” sean frecuentes en el N. T. nada debe llamar nuestra atención; eran con-ceptos corrientes y comunes y, por ello, con referencias a un mundo y a un ambiente que transmiten su propia concepción sobre las fuerzas del mal. De aquí que el estudio de su contexto se haga imprescindible si queremos llegar a una mejor y más exacta comprensión del alcance que pueden tener dichos términos.

Se constata que estas expresiones vienen principalmente señaladas por situaciones claramente definidas y concretas. Se hace evidente, en primer término, ante la situación del hombre pidiendo ayuda y reden-ción. También a la hora de manifestar y poner de relieve la obra salva-dora de Jesús; y en tercer lugar, para precaverse en las pruebas que ne-cesariamente han de acechar a todo el que intente vivir en conciencia su relación con Dios.

Una crítica católica seria concluye hoy afirmando que los relatos de la expulsión de los demonios, más que hacer referencia a unos hechos singulares o más o menos curiosos, apuntan hacia una realidad más significativa y profunda: señalan principalmente el estado de postra-ción de la persona que, incapacitada para hacer presente en su vida el mensaje del “Reino”, se ve presa del poder del mal que la impide todo retorno y toda reconciliación. “En cierta ocasión se encontraba en aquella sinagoga un hombre que tenía un demonio dentro, y se puso a gritar. ¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?”254.

Ahora bien, tener un “demonio” o un “espíritu malo” no quiere decir que el poseso llevara una vida pecaminosa, sino de impureza o de incapacidad para relacionarse con la obra y la palabra del Dios. Significativo también es el relato que nos vuelve a presentar Marcos al llegar Jesús a la región de los gerasenos. “Apenas salió de la barca, vino a su encuentro, saliendo de en medio de los sepulcros, un hombre con un espíritu malo, que vivía en los sepulcros; nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas”255.

Según la narración, el poseso habita en medio de los sepulcros; esto es, en las moradas de la muerte. Se ve atormentado y atormenta, sufre y hace sufrir; el “mal espíritu”, como algo extraño y superior, le impide moverse en libertad. Así, para aquella mentalidad judía, cualquier postración humillante del hombre era considerada bajo es-te prisma de posesión e influjo diabólico; en particular, los ataques epilépticos, la ceguera, la mudez e incluso la desviación de columna.

254

Mc 1, 23-24. 255

Mc 5,2-3.

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“Había justamente allí una mujer poseída, desde hacía dieciocho años, por un espí-ritu que la tenía enferma, tan encorvada que de ninguna manera podía enderezar-se”256.

Pero comprendamos que todos estos textos, más que ofrecer na-rraciones explicativas de lo que son los demonios, son enseñanza te-ológicas; la finalidad de presentar estas lamentables situaciones humanas es hacernos ver lo lejos que de ellos está la auténtica ima-gen divina. Tampoco es que quieran expresar la manipulación de los actos humanos, dejando de valorar la propia conducta. En realidad, nunca se identifica al pecador con el “poseso”, al contrario, en medio de toda transgresión, es la libertad quien, en última instancia, opta y decide en las acciones.

Otra idea muy arraigada a lo largo de todo el Nuevo Testamento es la convicción, como ya dijimos, de que Jesús había sido el gran vencedor contra los poderes del mal. Aparece el más fuerte para vencer al fuerte, así, cada derrota, cada expulsión del enemigo, su-ponía un paso más hacia la victoria final. Era como si frente al domi-nio y la amenaza se hubiera antepuesto una segura y firme garantía en el triunfo. Cristo había vencido definitivamente al mal, y, por lo tanto, su protección era segura.

Al mismo tiempo, este poder y esta fuerza Jesús la comunica tam-bién a sus discípulos. Junto al encargo y misión apostólica, les da unas potestades. ”Volvieron muy felices los setenta y dos, diciendo: “Señor, en tu nombre sometimos hasta los demonios." A lo cual jesús les contestó: "Ya vehía caer a Satanás del cielo como un rayo”257. La conciencia de haberle vencido es clara; más aún, la fe y seguridad que ofrece a sus discípulos para que caminen sin miedos ni sobresaltos es también manifiesta. “No tenéis que temer -les dice-. Nada podrá haceross daño”258; lo cual no sig-nifica que las pruebas y las luchas vayan a serles comodas. A la hora de tomar opción y tener que afrontarlas, necesitarán ayuda; pues aunque es cierto que el poder de Satán ha sido vencido, todavía con-tinúa en su provocación hasta la definitiva prueba final; hasta enton-ces, sembrará cizaña en medio del trigo, pastará entre los corderos, intentará disfrazarse y fingir. De aquí la precaución y el cuidado, la súplica en esa implacable lucha contra el mal.

En Pablo la fuerza demoníaca viene expresada en la oposición de la luz y las tinieblas, pero entendiéndolas como dos posibles opcio-nes donde cada persona, al adherirse a una, ha de estar necesaria-mente contra la otra: ¿Acaso puede unirse la justicia con la maldad? ¿Pue-den estar juntas la luz y las tinieblas?, ¿haber armonía entre Cristo y Sa-

256

Lc 13,11. 257

Lc 10, 17-18. 258

Lc 10,19.

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tanás? Pablo ve el elemento y la acción demoníaca en la dureza del corazón que impide al hombre la búsqueda de la justicia y el amor. Satán actúa en la historia como si se tratara del “misterio de la iniqui-dad”259 Es él quien le impide, en ocasiones, llevar a término el proyec-to de sus viajes, el que le tienta, el que le asalta con peligros y aun con la misma enfermedad.

Cierto que las cartas católicas aluden más ocasionalmente a “Sa-tanás”, pero sin eliminar esa línea de vigilancia y prevención. “El demonio, como león rugiente, ronda buscando a quién devora”260. Se ex-horta aquí a no dejarse sorprender, a tener precaución y no ser presa de nuestro enemigo mayor: el “espíritu del mal”.

Las descripciones del Apocalipsis, en su visión propia del mun-do, nos muestran la dramática lucha final entre la “antigua ser-piente”, Satanás, y la persona de Cristo, perseguido ahora en aque-llos que le siguen y que pusieron su confianza en la nueva revela-ción. Es necesario cerrar cualquier acceso e impedir la entrada de Satán. La lucha será implacable, pero el final terminará siendo conso-lador. “El río de la vida brotará del trono de Dios y del Cordero... Ya no habrá noche, ni luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irra-diará sobre ellos, y reinarán por siempre jamás”261.

c) “Satán” en la historia de la teología

Admitir la influencia mazdeísta en el pensamiento judío no sig-

nifica que se acepte toda su concepción mítico-religiosa. Para el pueblo hebreo Dios era el origen de todo lo creado, pero, como principio absoluto y bueno, resultaba, por lo mismo, incomprensi-ble que algo defectuoso pudiera salir de su mano. Por ello, siempre abrigó la convicción de que el demonio fue creado como uno de los innumerables ángeles, y por consiguiente, bueno. Después, y por haberse apartado de su creador, pasó a ser su más radical enemigo.

Pues bien, este pensamiento pervive en las primitivas comuni-dades cristianas, dando lugar con el tiempo a una típica demono-logía que se va a ver reflejada particularmente en la patrística, y que continuará a lo largo de toda la historia de la teología. Concre-tamente, esta idea acerca del demonio como realidad positiva y buena antes de su ruptura con el creador, la comparten, por ejem-plo, Ireneo”262, Orígenes263, Agustín 109, Gregorio Magno264. 259

2 Tes 2,7. 260

1, Pe 5,8. 261

Ap 2,10; 12, 17; 13,7. 262

S. Ireneo: Adversus haereses, IV, 40,3; 40,1

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Por otra parte, concretizando más, y teniendo como punto de re-flexión las distintas jerarquías angélicas, tanto Ambrosio como Agustín creyeron que fue un arcángel265, idea no compartida por Gregorio Magno, para quien la categoría de “Satán” era la propia del querubín, opinión ésta que más tarde la defendería el mismo Tomás de Aquino al considerar que el querubín comportaba en sí la posibi-lidad del pecado266. Tampoco faltaron conjeturas curiosas como aqué-lla de Lactancio, quien creyó que “Satán” sería el segundo Hijo de Dios y, por tanto, hermano de Cristo, que había sido el pri-mogénito267.

Esta misma curiosidad que les llevó a interesarse por la escala o el puesto ocupado por el demonio en las distintas especies de ange-les, fue la que les impulsó a intentar descifrar cuál podría haber sido el pecado que provocó el alejamiento divino. Se creyó, en principio, que este espíritu angélico no cumplió su cometido en aquello que se le había encomendado, o también que sintió celos del hombre al ver cómo éste había sido creado a imagen divina268.

Relacionando esta desobediencia con la creación del hombre, Francisco Suárez, ya en el siglo XVI, opina que este pecado ha de co-nectarse con el hecho de la encarnación, al no poder “Satán” admitir la realidad de Cristo, futuro hombre-Dios, como le había sido ante-riormente revelado269. Pero, aunque tal actitud es una clara manifes-tación de desobediencia, la mayor parte de los autores interpretaron esta postura como de afianzamiento autosuficiente y de soberbia frente al creador; razón para que se pusieran en boca de “Satán” las palabras de Isaías, en las que se nos describe el orgullo y la presun-ción del rey de Babilonia: “Subiré a los cielos y levantaré mi trono sobre las estrellas, me sentaré en el monte de la asamblea y en lo último del aquilón. Subiré hacia lo alto de las nubes y seré igual que el Altísimo”270.

Al mismo tiempo, junto a “Satán”, se creyó que otros muchos si-guieron su camino. Interpretando el pasaje del Génesis 6, 2-4 de un modo -hay que reconocer- bastante humano, se piensa que el pecado de los ángeles se debió, según una opinión del judaísmo tardío, a las

263

Contra Celsum, VI, 44. 264

Enarratio in Psalmos, 103; Sermones, IV, 9 ss. 265

Moralia, XXXII, 47. 266

Samto Tomás.: Summa Theologica, I, 63,7 267

Lactancio: Divinae Institutiones, II, 8- 4 ss. 268

S. Ireneo: Adversus Haereses, III, 23,8; Tertuliano, De Pat., 5, 269

Suárez, F.: De Angelis, V, 12, 13. 270

Is 14,13 y ss.

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relaciones sexuales con las hijas de los hombres271 . Naturalmente, no a todos les parecía correcta esta suposición; al contrario, vieron siempre su caída relacionada con la desobediencia a la misión que se les encomendó272.

Común fue también la idea de que los ángeles fueron expulsados del cielo. Se apoyaban, bien en las palabras de Jesús: “Veía a Satanás caer del cielo como un rayo”, bien en la visión apocalíptica en que el dragón barre con la cola el tercio de las estrellas273; reflexiones, por otra parte, difíciles de ajustar al estudio de la situación y del contex-to, pero que van a tener, sin embargo, una incidencia enorme en el modo de representar las fuerzas del mal, por una parte, y aquellas otras en pro del bien y la justicia de Dios. En efecto, siguiendo la vi-sión apocalíptica, se generaliza la opinión, sobre todo a partir del si-glo VI, de que es Miguel, con sus ángeles, quien lucha contra las huestes de “Satán” arrojándolas de las moradas celestes, aunque bien es verdad que serán los artistas, aprovechando esta fuente de inspiración, quienes más contribuirán, con sus obras, a poner vida en aquella lucha de Miguel contra la habilidad y estrategia diabólicas.

Por otra parte, y siguiendo la tradición de que los ángeles pecaron por sus relaciones con las mujeres de la tierra, se distinguió a los demo-nios de los propiamente ángeles malos; mientras éstos fueron transgre-sores por violar lo que no debían, los demonios, por el contrario, eran fruto de la unión de ángeles y mujeres; eran los llamados “gigantes”, cuyas almas permanecerían después de su muerte para afligir y hacer mal a los hombres; aunque, en realidad, tanto unos como otros eran considerados, en su misma esencia, malos espíritus274. Además, al hacer del aire su misteriosa morada, se pensó que su presencia acechaba por todas partes, estando el mundo lleno de sus provocaciones maléficas. Apoyándose en el relato de la tradición de judas, llegaron a creer que el diablo tenía su asiento en el mismo corazón de los impíos275.

Ahora bien, por más que esta influencia diabólica se arrogase poderes sobre las conductas humanas, se reconocía que no era tanta la incidencia como para sentirse coaccionados y con miedo a la de-rrota; más bien lo contrario: se llegaba por ejemplo a señalar como cosa buena el que Dios permitiese estas pruebas, puesto que merced a ellas se brindaba al hombre la ocasión de ganar el cielo mediante la 271

Atenágoras: Presb., 24,5; S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 36,4; Clemente de Alejandr-

ía, Stromata III, 59,2; V, 10,2; Tertuliano, De cult. Fem., I, 2, 1-4; I, 4,1. 272

Orígenes: In Mathaeum, XV, 37; In Iohannem, XIII, 59-412. 273

Apo 12,4. 274

Tertuliano.: Apología, 22,8; 23,14; 29,1. 275

Lc 22,3; Jn 13,27.

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victoria sobre su más declarado enemigo276, aunque siempre se re-saltó la idea de que los límites permitidos por Dios al demonio nunca sobrepasarían las fuerzas humanas; por consiguiente, con la ayuda de Dios, a nadie se debería temer”277.

d) Enseñanza de la Iglesia

Es ya en el concilio de Nicea, año 325, y en el Constantinopoli-

tano I, en el 381, donde, en contra del dualismo maniqueo, se pro-clama la fe en Dios “creador de todas las cosas visibles e invisibles”278, de-claración que, posteriormente, tanto los padres orientales como los occidentales comentarán haciendo referencia, no sólo a las realidades externas y palpables, sino también a las invisibles, esto es, a los ánge-les buenos y a los que se convirtieron en malos. Lo confirmaría el concilio provincial de Braga, en el año 560, donde se anatematiza a quien dijere sobre el diablo que no fue primero un ángel bueno crea-do por Dios, sino cierta realidad misteriosa salida del caos, como afirmaban Manes y Prisciliano.

Con parecida visión dualista, aparecen los cátaros y albigenses en plena Edad Media. Pero el Concilio IV de Letrán, en 1215, clara-mente proclama que el diablo, junto con los restantes demonios, al ser obra de Dios, fueron en principio criaturas buenas en su natura-leza; su transformación en malas se debió exclusivamente a su pro-pia voluntad e iniciativa.

También el concilio de Florencia sigue orientaciones y posturas similares, al presentar la salvación del hombre como liberación del dominio de Satanás279, mientras Trento opta más bien por resaltar los textos paulinos y declara que el hombre en pecado “se encuentra bajo el poder del demonio y de la muerte”280 y que, al salvarnos, sólo Dios “nos ha librado del poder de las tinieblas trasladándonos al reino de su Hijo, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados”281

El Vaticano II, en su esfuerzo por presentar el mensaje de Jesús al mundo moderno, resalta a Cristo como auténtico liberador del poder

276

Orígenes: In numeros, XIV, 2. 277

Orígenes: Contra Celsum, VIII, 32; S. Agustín: De Trinitate, III, 8,13 y ss. 278

Denzinger-schönmetzer, 125-150.

279

Ibid. 1347-1348. 280

Ibid. 1521. 281

Ibid. 1523.

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de las tinieblas282. Aún más, con expresiones tomadas de Pablo y del Apocalipsis, muestra la historia del hombre como “una dura lucha contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará..., has-ta el día final”283.

Después del al Concilio Vaticano II, Pablo VI, consciente de las ideas que van apareciendo en la Iglesia, el 15 de noviembre de 1972, vuelve a recordar la larga tradición eclesial para decir: “Una de las mayores necesidades (de la actualidad de la Iglesia) es la defensa contra ese mal que llamamos demonio”284.

Sin embargo, y a pesar de estas declaraciones, no toda la crítica católica se siente satisfecha. Cierto sector sigue creyendo que el pro-blema permanece aún latente, sin resolver. Considera que la figurade “Satán” es necesaria, pero sólo como función, como símbolo, nunca como encarnación personal. Uno de los pioneros fue, sin duda, Ch. Du-quoc, quien ya se adelantó a puntualizar en el año 1966:

“Los cristianos que consideran hoy inaceptable la existencia de Satanás no lo hacen necesariamente por razones superficiales o por razones extrañas a la fe. Parece más bien que se trata de cris-tianos más conscientes de su fe y que por ello se sienten molestos frente a las representaciones habituales. Niegan la existencia de Sa-tanás porque esta figura les parece necesaria como función y no como persona. Como función, o sea, como símbolo que manifiesta que el mal del que Cristo viene a liberarnos no es solamente un mal individual, sino también un mal del que es responsable toda la humanidad... Para confesar la victoria de Cristo sobre las potencias maléficas no hay ninguna necesidad de recurrir a una realidad que está más allá de nuestro mal: el mal está en nosotros y en nosotros lo vence Cristo. No es la mentalidad científica, sino la seriedad de nuestra fe la que requiere la desaparición de Satanás... En nuestra situación actual... el teólogo no puede responder con plena certeza que la revelación afirma con toda la autoridad que le confiere la palabra de Dios la existencia personal de Satanás. Hay que decir con no menos rigor que el teólogo no puede tener como segura la no existencia de Satanás. La cuestión está plantea-da; sólo podrá resolverse lentamente por la conciencia eclesial de-ntro de la fidelidad a la Biblia y a las orientaciones del magiste-rio”285.

282

Ad Gentes 3 y 14; ver allí la nota al n. 14. 283

Gaudium et spes, 37. 284

Discurso del 15 de noviembre de 1972, en “insegnamenti di Paolo VI”, 1168. 285

Duquoc, Ch.: Satan:symbole ou réalité, Lum Vie, 78-104.

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Opta también por esta línea de pensamiento el exégeta católico Rudolf Schnackenburg cuando escribe:

“Vuelve a cobrar actualidad la pregunta de si es necesario entender a Satanás (prescindiendo de las concepciones mitológicas y «humanizadas») como un poder espiritual personal o sólo como la encarnación del mal, tal como éste se presente dominando la historia a través de la actuación de los hombres. Yo hoy no defendería la pri-mera opinión con tanto aplomo como en el pasado. El debate sobre la desmitificación invita a la prudencia. El problema de hasta qué pun-to se pueden y deben interpretar, de acuerdo con nuestros conoci-mientos actuales, las afirmaciones del NT vinculadas a una concep-ción del mundo ya superada, es muy difícil y un solo exégeta no puede solucionarlo. Esto vale también para la discusión, encendida nuevamente, acerca de los ángeles y de los demonios. La diversidad de las afirmaciones, las formas estilísticas acuñadas previamente, las múltiples raíces de las concepciones sobre Satanás, los demonios y los «poderes”..., todo lleva a indicar que estamos ante modos de ex-presión no interpretables al pie de la letra, como si tuviesen conteni-dos reales”286.

Ahora bien, mientras que para algunos estas actitudes son exce-sivamente atrevidas, otros, por el contrario, las consideran indecisas y cortas, al no atreverse a eliminar definitivamente lo que creen ser el fruto de elaboraciones mentales, con la única referencia que pueden ofrecer los mitos. ¿Cuál debe ser, entonces, nuestra actitud? ¿A qué atenernos?

Por de pronto, pienso que aquí, como en cualquier caso difícil, la precipitación y las prisas serían los peores aliados. Sin embargo, una cosa sí es evidente: que tanto la cara del bien como la cara del mal pre-sentan rasgos perfectamente definidos, nunca se experimentan de for-ma vaga e indefinida. El hombre hace el bien o hace el mal, busca o se aparta de lo que debe; siempre, como responsables que somos de nues-tros actos, nos las tendremos que ver con nosotros mismos en situacio-nes concretas y, al mismo tiempo, diferentes.

Cierto también que el mal institucionalizado, el mal que se hace regla, se tiende a concretizar y personificar. Precisamente por ello, los autores anteriormente citados, comprendiendo la problemática, intentan prevenirnos en la difícil tarea de interpretación y exégesis.

286

Schnackenburg, R.: Der Sinn der Versuchung Jesu bei den Synoptikern: “Schriften zum

Neuen Testament” München, 1971, 127.

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Naturalmente que una simple lectura del evangelio nos traslada, casi instintivamente, a una específica encarnación personal del de-monio. Se consignan expresiones de los posesos en que claramente lla-man a Jesús “el Santo de Dios”287 o “Hijo del Dios altísimo”288. Pero, ¿qué clase de poderes, qué fuerzas operan aquí? De ser sinceros, hemos de reconocer que superan nuestra comprensión: no lo sabemos. Sí nos puede iluminar en nuestras conjeturas el “leitmotiv” y el fondo del mensaje de Jesús. En efecto, lo que constituye la dirección fundamental del anuncio, no es tanto la victoria sobre el demonio, cuanto la procla-mación de la Buena Nueva; de este modo, los milagros y los signos que Jesús realiza, más que triunfos sobre el “Maligno”, manifiestan la llega-da del “Reino”. Pero, ¿qué o quién es el que impide y pone más obstá-culos a su instauración? Es evidente que no es tanto el demonio como ente personal cuanto las realidades provocadoras y malas que existen en el hombre, como la autosuficiencia, el abuso, la injusticia, la insensi-bilidad y la falta de fe o de amor. En esto es en lo que principalmente nos debemos exorcizar.

No queremos olvidar tampoco que la maldad en el mundo fre-cuentemente sobrepasa los límites de la persona; por encima de los individuos están las instituciones malas que sobreviven al hombre en particular. ¿Por qué es esto así? ¿Cuál es el motivo auténtico? Frente a las dificultades que encuentra el exégeta, cabe concluir di-ciendo que no es justo ofrecer soluciones y resultados a partir de una única ciencia; la investigación y el respeto a los análisis desapa-sionados podrán un día ofrecer lo que, de momento, son cuestiones planteadas.

287

Mc 1,24. 288

Mc 5,7.

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LOS MILAGROS

La singularidad de unos hechos.

Semejante a cualquier hombre, como uno de tantos, Jesús no sola-mente habló, sino que también actuó, obró conforme a la propia perso-na y en ambientes en modo alguno extraños o singulares. Apa-rentemente, se diferenciaba muy poco del resto de los hombres. “En to-do igual a nosotros, excepto en el pecado”289

Sin embargo, a la hora de comunicar su mensaje, la novedad de su palabra fue corroborada por la realidad sorprendente de los hechos. Y tanto influyó este saber conjugar lo uno con lo otro, que aún al hombre de hoy, más que el planteamiento de la realidad y el significado de las palabras, le inquietan y preocupan las accio-nes y los hechos de Jesús. La tradición de los milagros ha impre-sionado más que la misma tradición de los discursos. Ya Goethe decía: “El milagro es el hijo predilecto de la fe.”.

Pero, ¿daremos crédito a éste o a cualquier otro postulado seme-jante? ¿Hemos de tomar la realidad tal y como se nos transmite? Para algunos, una aceptación como ésta sería tanto como estancarse en la fe de nuestros abuelos; mirar con sus ojos y a la medida de su redu-cido alcance. Piensan, por lo tanto, que la autentica aceptación de la palabra de Cristo es creer a pesar de los milagros. Sin embargo, creemos que tal actitud no está en la línea de la solución adecuada. El cristiano no debe creer por los milagros, pero tampoco prescin-diendo de ellos; sencillamente, hemos de creer con y en medio de los milagros.

289

Heb 4m15

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Ahora bien, suscribir o dar por supuesta la realidad de los mis-mos no quiere decir tampoco que permanezcamos impasibles o ajenos a la problemática que conlleva su estudio. Ofreceremos una opinión, una hipótesis que, sin sernos propia, pienso que conjuga lo extraño y sorprendente del milagro con lo que nos puede hoy aportar la ciencia.

Diremos también que, desde los presupuestos de la doctrina cató-lica, no es reduccionismo en la fe ponerse del lado de aquellos que piensan que los milagros están insertos en las fuerzas que Dios ha puesto en manos de los hombres, en las profundidades de su natura-leza. Pero, antes de llegar a una tal conclusión, será conveniente pri-mero afrontar el análisis partiendo, sobre todo, de los milagros de Jesús.

Ateniéndonos a las narraciones evangélicas, la clasificación de los milagros más significativos es la siguiente:

Curaciones: El empleado de un capitán (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10; Jn 4,46-54). Un paralítico: (Mt 9,1-18; Mc 2,2-12; Lc 5,17-23). Un hombre con la mano paralizada (Mt 12,9-14; Mc 3,1-6; Lc 6,6-11). La hija de la cananea (Mt 15,21-28; Mc 7,24-30). El niño epiléptico (Mt 17,14-18; Mc 9,13-28; Lc 9,37-43). Ciegos (Mt 9; 27-31; 20,28-34; Mc 10,46-52; Lc 18,35-43). Un enfermo de hidropesía (Lc 14,16). Los diez leprosos (Lc 17,11-19).

Resurrecciones: La hija de Jairo (Mt 9,18-26; Mc 5,21-43; Lc.8, 40-56). El hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17). Resurrec-ción de Lázaro (Jn 11,1-44).

Expulsión de demonios: Los endemoniados de Gerasa (Mt 8,28-34; Mc 5,1-20; Lc 8,26-39). El endemoniado ciego y mudo (Mt 12, 22-23; Lc 11,14-28). El endemoniado de Cafarnaún (Mc 1, 23-27; 4, 31-37).

Actuaciones sobre la naturaleza: Calma el temporal (Mt 8; 23-27; Mc 4,35-41; Lc 8,22-25). Convierte el agua en vino (Jn 2,1-11). La pesca milagrosa Un 21,1-14). Multiplicación de los panes (Mt 14, 13-21; Mc 6,30-44; Lc 9,10-17).

Presente el hecho de las narracciones, nada tiene de particular

que nuestra primera pregunta se dirija a la historicidad de las mis-mas. Es lógico, habida cuenta sobre todo de que el hombre tiene la tendencia de atribuir fenómenos extraordinarios a los personajes que admira, es técnica natural y humana, y, por consiguiente, admisible.

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¿Qué decir, entonces, de los milagros de Jesús? ¿Responden a la descripción de los hechos? ¿Serán únicamente recursos literarios? En realidad, no todos han coincidido en la interpretación de los mismos. El milagro, como todo fenómeno que sorprende, ha dado lugar a posturas dispares y contrapuestas.

a) Escuela mítica

Rechaza, en principio, toda historicidad, afirmando que las na-rraciones de los milagros evangélicos son únicamente relatos miticos, donde lo único que se pretende es, a través de sus descripciones, dar a conocer el mensaje.

b) Escuela crítica o naturalista

Partiendo de la idea de que los milagros no pueden ir en contra de las leyes naturales, buscan, por cualquier medio, encontrar solu-ciones lógicas y naturales que los expliquen de alguna manera, por más que esto se haga, como llegó a suponer Strauss, a costa de ima-ginar a los apóstoles llevando odres de aceite para apaciguar la tem-pestad.

Una respuesta a estas dos soluciones nos lleva a concluir que lo peor de ambas posturas es su dogmatismo inicial. El problema es más complejo. Hoy, partiendo de una crítica literaria más rigurosa, se piensa que tras los relatos se esconden géneros y formas de expre-sividad con intenciones muy dispares. Puede ser que en una narra-ción lo que menos importe sea el hecho milagroso en sí; que la inten-ción, y lo que realmente se pretende resaltar sea la fuerza y el espíri-tu del mensaje; aunque también puede que suceda lo contrario, esto es, que la narración venga descrita por la experiencia que provocan los hechos, por la historicidad y garantía de lo narrado. Este modo de ver la palabra revelada, o esta historia de las formas, como la han definido otros, conecta fácilmente con el exa-men más riguroso de los textos. No se niega aquí que puedan existir elementos míticos en algunos de los milagros, como tampoco que se encuentren explicaciones naturales; sencillamente, se apunta a que en cada caso debe existir un estudio comparado y serio. Pero como este análisis no es nuestro cometido, nos limitaremos a decir, de momento, que toda crítica que se precie de ser rigurosa reconocerá que Jesús hizo milagros. Cierto también que se encuentran amplia-ciones, malentendidos lingüísticos, gusto oriental por lo sorpren-

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dente y llamativo, como veremos más tarde; pero el núcleo y el fon-do de los milagros de Jesús es historia; nos lo avalan una serie de da-tos que, por su conexión, seria improcedente negar. Nos apoyamos en lo siguiente:

1. En principio, se ha echado en cara a Jesús que expulsa a los

demonios de parte del príncipe de los demonios; indirectamente, se le reprocha el empleo de la magia290. Ahora bien, si es cierto que se trata de una dura acusación, lo que no podemos imaginar es que este re-proche fuera pura invención de sus adversarios. Algo extraño y sor-prendente debieron reconocer éstos para llegar a acusarle de hacer uso de un arte maléfico.

También en el Talmud se halla una referencia parecida. Tratando de justificar la muerte de Jesús, entre otras cosas se dice que fue por haber hecho uso de la magia.

“La víspera de Pascua colgaron a Jesús. Durante cuarenta días,

antes de que tuviera lugar la ejecución, un heraldo había pregonado: “Será apedreado porque ha practicado la magia; sedujo a Israel y lo apartó de Dios”291.

Lo cual vuelve a probar que las controversias partían, no de in-venciones infundadas, sino de los mismos hechos, por más que se les quisiera tergiversar.

2. Las curaciones en sábado también nos garantizan lo que todo acontecimiento comporta y ofrece de real. En efecto, supuesta la con-flictividad de estos hechos con las costumbres judías, no nos imagi-namos que las curaciones pudieran ser inventadas. Parece con-tradictorio que los evangelistas idearan unos prodigios que solamente podían traerles complicaciones. Pero he ahí lo importante: tan ligado estuvo este conflicto con Jesús, que Marcos lo narra inmediatamente después de la vocación de los discípulos, según un contexto antiguo de tradición. Nos presenta la expulsión de un demonio en día de sábado292, así como la curación de la suegra de Pedro, afectada por la fiebre, que pertenece al mismo contexto de tradición293.

Sin embargo, no pensemos que los fenómenos realizados en el día de sábado fuesen la prueba y el significado que Jesús quería dar a sus acciones milagrosas; Él no recurre a ellos para justificar su obrar, ni es su intención tampoco ir en contra del sentido religioso de este día.

290

Mc 3,22b par; Mt 9,34; Lc 11,15, Mt 10,25. 291

Sanhedrín 43ª. 292

Mc 1, 13,18. 293

Mc 1, 29,31.

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Según se desprende de Mateo, más bien diríamos todo lo contrario; vemos cómo considera causa de aflicción y desgracia el que se tenga que huir precisamente en invierno o en sábado294. La realidad del mensaje es otra; surge la polémica ante la disyuntiva de anteponer el precepto o la persona; y Él, al optar por la segunda, hubo de tener en contrapartida la reacción de los amantes de la Ley. En definitiva, su obrar era la consecuencia lógica de haber apostado por el hombre, de haber hecho posible que la letra de los códigos no absorbiera a la persona.

3. Significativas son también las palabras dirigidas sobre Coro-zaín y Betsaida que nos transmite Mateo: “¡Ay de ti Corozafn, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza”295. La referencia a la “conversión” es evidente, y, por lo tanto, en consonancia con la más pura predicación del mensaje evangélico. Co-rozaín, que no parece importar a los evangelistas, en el sentido de que ya no se mencionará en todo el Nuevo Testamento, sí tuvo importancia en la predicación de Jesús al sentirse profundamente herido por la falta de fe ante los hechos en ella realizados. Y precisamente por eso, por an-teceder a cualquier otra elaboración ideológica y estar en la más correc-ta línea del auténtico mensaje de salvación, nos permite pensar que ta-les palabras fueron expresiones de unos hechos realmente acaecidos.

4. Otro argumento importante es el que se deduce de la teología del libro de los Hechos de los Apóstoles. En realidad, no es decir nada nuevo afirmar que existió aquí un escondido interés por prescindir de lo secundario y anecdótico y resaltar el acontecimiento clave que intere-saba a la primitiva iglesia, esto es, poner de manifiesto la Resurrección de Jesús. Los detalles de su vida, frente a lo acaecido después de su muerte, era algo que les importaba muy poco silenciar. Sin embargo, tan grabada debía estar en la mentalidad apostólica la actuación mila-grosa de Jesús que, bien sea por esta convicción, bien por el recuerdo que de Él tenían los oyentes, lo cierto es que, a pesar de la proclamación del Resucitado como hecho esencial en su misión apostólica, no pudie-ron prescindir tampoco de su actividad como taumaturgo, “Dios había dado autoridad a Jesús de Nazaret entre todos vosotros: hizo por medio de él milagros, prodigios y cosas maravillosas como sabéis”. “Pasó haciendo bien y curando a los que estaban oprimidos por el diablo”296. Expresiones, todas ellas, cargadas de esa imagen que Jesús dejó a lo largo de su misión

294

Mt, 24,20 295

Mt, 11,21. 296

Hch 2,29; 10,38.

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apostólica. Sin tal recuerdo, cabe suponer que hubieran sido impensa-bles tales referencias en un libro cuyo contenido ciertamente era otro.

5. El estudio comparado de las narraciones, sobre todo si nos atenemos a la idea y contenido de las mismas, nos ofrecen también datos importantes como para afianzarnos en la actividad del Jesús taumaturgo. En efecto, los milagros, al menos en su mayor parte, vienen presentados en un contexto y con una teología bastante dis-tinta de aquella que poseía ya la primitiva iglesia. Y así vemos que el mismo concepto de milagro evoluciona y cambia hasta en los mis-mos evangelistas.

Mientras en Marcos, por ejemplo, la idea y contenido del milagro se presenta como fruto y consecuencia lógica de la llegada del Reino, Mateo los califica como “señales” que distinguen al Mesías, como un distintivo peculiar de Cristo. En Lucas también se convierten en “se-ñales”, pero con un carácter diferente. Los milagros son para él la presencia y la actuación del mismo Dios en nuestra historia humana; por eso, tras sus narraciones, surgen frecuentemente las alabanzas a Dios por las maravillas obradas por Jesús. “El temor se apoderó de to-dos y alababan a Dios diciendo: "Un gran profeta ha aparecido entre noso-tros. Dios ha visitado a su pueblo." "Todos se maravillaron al ver la gran-deza de Dios”297.

Pero es en Juan donde la evolución más se acentúa. Teniendo presente que estos escritos pertenecen a una época tardía, y que las distintas comunidades debían hacer frente a las nuevas situaciones, podemos entrever una problemática distinta; diríamos que los mila-gros se han convertido aquí en algo diferente. Fueron, sobre todo, objeto de apología. Se presentan, no ya como el fruto que nace de la fe, sino como posibilidad de la misma; más que consecuencia, los mi-lagros motivan, son principios y razón de creer en la palabra: “Tu fe te ha salvado”.

Para Juan, los milagros manifiestan la gloria del Hijo de Dios, pero con la particularidad e impronta de ser ellos los que llevan a la fe. Este es, en principio, su planteamiento; y si más tarde él mismo se va corrigiendo al afirmar que a algunos el milagro no les lleva nece-sariamente a tal adhesión, sino al endurecimiento de sus corazones, nada impide que veamos traslucir, sobre todo en sus comienzos, que el milagro condiciona, que es válido a la hora de responder a los enemigos. “Los jefes judíos intervinieron, preguntándole: "¿Qué señal mila-

297

Lc 7,16; 9,43.

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grosa nos muestras para justificar lo que haces?' Entonces dijeron: ¿Qué signo haces tú para que al verlo te creamos?¿Cuál es tu obra ? ” 298.

Patente esta evolución en las narraciones de los mismos evange-listas, llega el momento de comprender en su justo sentido el argu-mento que adelantábamos en pro de las obras realizadas por Jesus. Vemos cómo pervive una teología primitiva más auténtica y cercana a su persona, al hilo y paralela con el mensaje, más real.

Por otro lado, comprendemos también que, en un clima de opo-sición, la iglesia primitiva se viese obligada a hacer uso de formula-ciones que en un principio sobraban o acaso nadie entendía. Ella de-be ahora justificarse, debe saber estar y, sobre todo, ha de responder a quienes la hostigan y persiguen. Precisamente por eso es por lo que se ve más clara esta doble teología entre el milagro como signo del Reino, propia de la primitiva formulación, y el milagro como origen y c a u s a d e la fe, que elaboraría la apologética posterior.

Presentar los milagros con un enfoque autodefensivo es inima-ginable en la actitud flexible y condescendiente de Jesús, que nos viene expresada en algunas narraciones de Marcos. “Maestro, hemos visto uno que no era de los nuestros y que expulsaba a los espíritus malos en t u nombre, pero como no anda con nosotros, se lo hemos prohibido”. Jesús contestó: “No se lo prohibáis, ya que no es posible que alguien haga un milagro en mi nom-bre y luego hable mal de mí”299.

En una comunidad que ha evolucionado, que ha aprendido y sa-be lo que supone la crítica y la sospecha, veríamos lógica la postura de los discípulos que se acercan al Maestro justificando la prohibi-ción de aquel que hacía los milagros en su nombre, pero nunca se comprendería la respuesta tolerante y comprensiva que se les da: “No se lo prohibáis; y menos aun la expresión que también encontramos en Marcos: “Y no pudo hacer ningún milagro allí”300.

Pero al margen de cualquier otra especulación, lo que sí es cierto es que existe un testimonio primitivo del milagro del que se halla au-sente todo tipo de espectacularidad o protagonismo; más bien diría-mos que lo que se refleja es todo lo contrario: los milagros son el fruto de la fe, o mejor, la consecuencia que brota de la adhesión a lo más genuino e histórico de Jesús: el anuncio del Reino. Pues bien, el hecho de hacerse presente esta idea, de estar, por otro lado, en perfecta con-sonancia con el más auténtico sentido evangélico y ver lógica su evo-

298

Jn 2,18; 6,30. 299

Mc 9,28,39. 300

Mc 6,5.

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lución a la hora de hacer más vivo el mensaje, son motivos que por sí solos están justificando una existencia real, una existencia histórica de los milagros.

Un último argumento -para algunos el más firme y convin-cente -, es el hecho de que los milagros son transmitidos practica-mente por todas las fuentes que poseemos, lo cual viene a indicarnos el conocimiento y la general aceptación de los mismos. Tanto la “fuente Q”, o borrador primitivo de Marcos, como la utilizada por Mateo y Lucas, así como la de Juan y la de los Hechos, nos lo confir-man. Cierto que algunos se han aventurado a señalar una única fuente de cuya copia derivarían todas las demás. Sin embargo, des-pués de serios análisis, muy pocos son los que hoy la secundan; aun-que, por otra parte, lo único que se derivaría de ello sería que los re-latos de los sinópticos, en lugar de hacerlos depender unos de otros, habría que encontrarles explicación en la supuesta única fuente, lo que en nada minimizaría la argumentación que venimos exponiendo en pro de la existencia real de los milagros.

Narraciones extrabíblicas

Surge a principios de este siglo una fuerte corriente en el estudio de los milagros que intenta hacernos ver la estrecha relación de los relatos evangélicos con las concepciones que ya elaboró la literatura griega principalmente. Comienza, sobre todo, a partir de 1883, en que se descubren en el templo de Esculapio, en Epidauro, tres estelas con una serie de inscripciones donde se dan gracias al dios por las curaciones obradas de forma milagrosa, todo ello hacia el siglo IV antes de Cristo.

Al mismo tiempo, y con intenciones similares, se vuelve a traer a la memoria lo que ya fue objeto de debate en el primer tercio del si-glo IV de nuestra era, sobre todo con Eusebio de Cesarea: los su-puestos milagros de Apolonio de Tiana.

Apolonio probablemente fue contemporáneo de Jesús, y su bio-grafía la escribió el filósofo pitagórico Filostrato a principios del siglo III, por consiguiente, casi dos siglos después de las supuestas narra-ciones.

Hoy, aquella fiebre un tanto impetuosa y vehemente de principios de siglo ha pasado; y lo que para algunos era una fácil deducción a la hora de establecer relaciones explicativas con los evangelios, no lo fue así después de haberse realizado estudios más detallados y sólidos; el

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entusiasmo que surgió a raíz de los descubrimientos ha quedado supe-rado por la seriedad de la crítica de hoy. Con todo, hemos de reconocer que, frente a posturas un tanto intransigentes, creemos que son posibles las mutuas influencias; el hecho de que en determinados casos se coin-cida en estructuras y esquemas nos da motivo suficiente como para respetar la hipótesis de las posibles relaciones. Ahora bien, aun recono-ciendo cierta paridad con algunos de los milagros evangélicos, las dife-rencias son claras. Así, intentaremos exponer primero las afinidades y después aquello que más les separa.

a) En primer lugar, siendo Esculapio el dios de la medicina, era

lógico que la mayor parte de los milagros fueran curaciones; entre las cuales, como sucede en la lectura evangélica, se hallan los ciegos, sordos, paralíticos, etc., aunque también se consignan otros más ex-traños, como puede ser la narración de una mujer que había pedido al dios quedar embarazada, gracia que le fue concedida; pero, como pasados tres años, todavía no había dado a luz, retornó al santuario, y allí el dios le hizo comprender que lo que había pedido era única-mente un embarazo, no un parto. Cierto también que, por encima de las afinidades, se comprueban ampliaciones, cambios, tendencias a lo accidental y anecdótico, lo cual nada tiene de extraño; es, diría-mos, la consecuencia de esa inclinación que todos tenemos a engran-decer aquello que es objeto de nuestra admiración o asombro.

b) Cierta semejanza cultural con las narraciones evangélicas existe

también en los milagros de Apolonio; así, el hecho de que un día se manifestase, “se apareciese”, a sus discípulos, nos recuerda las pala-bras de Lucas cuando Jesús se aparece a los once para decirles: “Mirad mis manos y mis pies, soy yo. Tocadme y fijaos que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”301. Aunque, por otra parte, la aparición del “Resucitado” nunca puede ponerse al mismo nivel que la de Apo-lonio por más que éste salve la distancia de Roma a Dicerchia.

Sin embargo, donde parece reflejarse mejor esta paridad es en el

relato de la joven resucitada en Roma, y que nos traslada a la narra-ción del hijo de lde la viuda de Naín (también exlusivo del evengelio de Lucas)

En las dos composiciones se menciona al cortejo que acompaña al entierro. En las dos se les manda parar; aunque, si bien Apolonio toca a la joven, Jesús lo hace al féretro. 301

Lc, 24,39

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Marca también una diferencia el hecho de que, mientras Jesús se dirige al joven con palabras que todos entienden: “Yo te lo mando: levántate”, Apolonio se sirve de expresiones más bien mágicas y co-mo llevado por la fuerza de algún oráculo misterioso y oculto.

Es importante también conocer la actitud o forma de pensar del escritor que transmite el relato. Mientras en Lucas, por ejemplo, la resurrección del hijo de la viuda ofrece toda la garantía que presen-tan los hechos, no lo cree así Filostrato, que más bien desconfía; por eso adelanta la posibilidad de que acaso hubiera algo de vida en la joven. Todo ello nos indica que, a la hora de buscar afinidades o lu-gares paralelos, la prudencia y sobriedad científicas se hacen impres-cindibles. Y como muy bien apunta J. I. González Faus, conviene dis-tinguir lo que puede ser ambiente y uso cultural de una determinada época de lo que es distintivo y propio del nuevo mensaje.

Ahora bien, si la crítica literaria parece no dudar de la existencia de ciertas afinidades en los respectivos relatos, con mayor claridad aún se hacen presentes la forma y el fondo que los separa. Veamos:

1. En primer lugar, y a diferencia de lo que solía acontecer en el

santuario de Epidauro, Jesús no pide nada en recompensa, no cobra, sino que, movido a compasión o a impulsos de la fe del creyente, obra los milagros.

2. Las sanciones o el castigo, frecuentes, por otro lado, en las narraciones no cristianas, como podía suceder ante el hecho de no pagar lo estipulado en el Templo, están ausentes en las obras de Jesús. Reprende a Santiago y a Juan cuando éstos le piden que baje fuego del cielo sobre la aldea que no les había querido recibir302.

3. Tampoco se deja ver que Jesús hiciera los milagros en pro-vecho propio. Ante Herodes se niega a realizarlos por más que la cu-riosidad de éste le impulsara casi a exigírselos. Nada consiguen tam-poco las provocaciones que le dirigen en la cruz; contraste que hallamos, por ejemplo, en Apolonio, que llega a librarse de la muerte gracias precisamente a un milagro.

4. Frente a la espectacularidad y, en ocasiones, aguda ironía que se revela en las narraciones extrabiblicas, los evangelios, por el contrario, parecen ocultar este sentido sorprendente y llamativo para insistir en el carácter revelador de ser signos del Reino, y como tales, sin el alarde de cualquier exhibición intencionada. En

302

Lc 9,51-56.

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ocasiones se insiste para que lo acaecido no sobrepase los límites de un hecho corriente y sencillo.

Pero no es que se reduzca tampoco a un problema únicamente de ausencias. Hallamos en las narraciones del evangelio rasgos tan originales y propios que les hacen ser claramente diferentes. Entre las notas a señalar, distinguiríamos:

a) Se revela como hecho característico de los milagros el motivo

de “misericordia” y compasión de Jesús. Ante la indigencia de la gen-te, frecuentemente el relato se presenta con esta previa introducción: “Y se le conmovieron las entrañas.” Esto es: ante la necesidad apremian-te, Jesús, dejando de lado todo ceremonial y todo el rigor de los cum-plidos, siente como propio el sentimiento de los demás, y obra el mi-lagro.

b) También es fundamental en los milagros de Jesús la fe que des-cubre en la gente que sale a su encuentro. Contrariamente a la concep-ción extrabíblica, en la que el acto de fe era la consecuenciade los prodi-gios realizados y cuyas obras constituían el prestigio que animaba al Santuario, no sucedía así en la primitiva comunidad de cristianos. En Jesús, la fe es siempre lo primero. Cuando dos ciegos le piden que tenga compasión de ellos, simplemente les dice: “Que se cumpla en vosotros lo que habéis creído”303.

c) La acogida de Jesús a través del contacto físico es otra de las formas peculiares que le caracterizan. Es frecuente, por ejemplo, que el enfermo se acerque, que oiga y palpe al Maestro, que sienta, sobre todo, el calor de su presencia y de su palabra. Todo esto fue importan-te en Jesús, por más que los ritos y el paso del tiempo lo hicieran deri-var hacia rasgos puramente formales y de escaso contenido real.

d) Y, por último, los milagros llamados “conflictivos”, aquellos que, por anteponer el sentido a la norma, provocaron la oposicion y el no menos inflexible enfrentamiento. Así, las curaciones en sába-do, aparte de remediar la concreta y lamentable situación del en-fermo, en sí mismas eran objeto de polémica, por más que justifi-caran la fuerza y vitalidad del mensaje. Lo que de momento hubie-ra sido más cómodo, esto es, prescindir de todo conflicto u obstácu-lo, vino a convertirse en una de las pruebas más propias y genuinas de lo que fue su predicación evangélica: proclamar, por encima de todo, la llegada del Reino. Por eso, estas motivaciones que subya-cen a lo largo de toda narración, y que no encontramos en las tradi-

303

Mt, 9,29.

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ciones extrabíblicas, nos revelan lo más característico y propio de la enseñanza de Jesús.

Milagros en la tradición veterotestamentaria

El análisis comparativo de los milagroos de uno y otro Testa-

mento nos confirma su doble condición de ser portadores de afini-dades y, a su vez, de distinciones. Para comprobarlo, y al mismo tiempo poder ofrecer la garantía que muestran los estudios críticos sobre el tema, vamos a seguir la división que O. Betz y W. Grimm hacen de los milagros del Antiguo Testamento.

Encuentran estos autores cuatro diferentes clases de hechos “extraordinarios”, si bien reconocen que su evolución deriva hacia conceptos más imprecisos como la de incluirlos en la denominación concreta de “milagro”. Y son los siguientes:

1. “Milagros de legitimación profética”. La finalidad aquí, no tan-

to va dirigida a transmitir un contenido ideológico, cuanto a legiti-mar la personalidad del profeta. Esto sucede, por ejemplo, con los prodigios obrados por Moisés ante el Faraón. “Y si no te creen a la primera señal, te creerán a la segunda; y si ni aun a esta segunda creye-ran, tomas agua del río y la derramas en el suelo, y el agua que tomes se volverá sangre”304, dice Yahvé a Moisés”.

2. Las llamadas “teofanías”, esto es, las inmediatas revelaciones y

presencias que Dios hace a su pueblo. Suelen venir presentadas con vi-sos de un cierto miedo por parte del hombre, aunque haciéndose pre-sente la voz tranquilizadora de Dios, invitando a la confianza.

3. “Acciones curativas”. Corresponden al período Elías-Eliseo, narrándose los siguientes milagros:

a) La curación del leproso Naamán por Eliseo305; b) La curación del rey Ezequías por Isaías306; c) La resurrección del hijo de la viuda de Sarepta por Elías307; d) La resurrección del hijo de la sunamita por Eliseo308;

304

Ex 4,8-9. 305

2 Re 5, 1-15. 306

2 Re 20,1-11. 307

1 Re 17,17-24. 308

2 Re 4,8-37.

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4. “Curaciones salvadoras”. Las denominamos así porque su acción, más que relacionarse individualmente con la persona, tiene presente al pueblo como colectividad. El paso del “Mar Rojo” y el “maná” pertenecerían a esta clase de fenómenos extraordinarios.

Pero si de aquí pasamos ahora al examen de los textos neotesta-mentarios, vemos que sucede el hecho curioso de que los milagros menos frecuentes en el Antiguo Testamento, como es el caso de las “curaciones”, son los que más abundan en el Nuevo.

Milagros de “legitimación” propiamente no existen tampoco en los evangelios; más bien diríamos que se deja entrever la dirección contra-ria; así, ante la solicitud de los fariseos para que les muestre una señal de lo alto, Jesús opta por silenciar y no dar importancia a lo que ellos pretenden; inclusive, en el discurso escatológico se llega a desacreditar estos hechos por considerarles signos de los falsos profetas. Y es que el milagro en el Nuevo Testamento nunca puede quedar disociado de la totalidad del mensaje.

Respecto a las “teofanías”, hemos de decir que la respuesta es muy similar, porque, a pesar de que existan ciertas indicaciones que podrían llevarnos hacia tales presencias reveladoras, no sería total-mente correcto juzgarlas así. “A Dios nadie le ha visto” -se nos dice-. Los milagros en los relatos evangélicos nos revelan, más que una actitud presencialista, una actitud liberadora, nunca parcial, la liberación de toda esclavitud humana.

También en las “curaciones” el análisis comparativo de los textos refleja claras diferencias. Además del contraste que hallamos en las menciones de uno y otro Testamento, como anteriormente apuntá-bamos, se discrepa también en el alcance y valoración de los mismos. En efecto, frente a la compleja presentación que ofrecen las narraciones veterotestamentarias, está la clara y a la vez comprometida actitud de Jesús, dando respuesta a los discípulos de Juan: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan sanos, los sordos oyen, los muertos resucitan y se predica la Buena Nueva a los po-bres”309.

Podría decirse que los milagros aquí, más que revelar la divinidad de Cristo, muestran que el Reino está ya al alcance. Es el vestido y el vi-no nuevo que ha de vivificar a los hombres; pero, eso sí, con esta dife-rencia: que la opción ahora debe de tomarse, más que por el justo, por el necesitado; más por los enfermos y pobres que por los sanos; más por aquel que agradece la vida, que por el que sólo procura disfrutarla. Tal

309

Mt 11, 2-5.

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es el mensaje, el nuevo anuncio del mesianismo que acompaña a la per-sona de Jesús en la tierra.

Pero una vez comprobadas estas diferencias, el análisis de los tex-tos también nos deja un marco para que podamos hablar de posibles afinidades; esto parece factible sobre todo en algunos de los relatos, aunque teniendo siempre presente que el campo donde nos podemos mover siempre será el de las probabilidades e hipótesis. Así, podría verse este paralelismo en la forma en que se mandó a Naamán bañarse en el río Jordán, y en el modo de hacerlo Jesús con el ciego en la piscina de Siloe310; o también en la frustración de Guejazi al intentar curar al ni-ño de la sunamita, con la impotencia de los discípulos al no poder con-seguir la curación del niño epiléptico”311.

Respecto a las resurrecciones, parece también probable que se tu-vieran en cuenta los relatos transmitidos en el Antiguo Testamento, so-bre todo en la resurrección de la hija de Jairo y del hijo de la viuda de Naín, así como aquellos hechos que pudieron servir a la primitiva igle-sia para un fin apologético, como pudo haber sido el caso de que si Eli-seo multiplicó unos panes, Jesús, que era más que profeta., fue capaz de dar de comer a cinco mil.

De tener en cuenta las distintas modalidades lingüísticas, toda-vía podrían hacerse otras reducciones, aunque bien es verdad que el problema siempre surge a la hora de delimitar tal o cual narra-ción. Por eso, a falta de ese rigor en la crítica literaria, la disparidad en las opiniones es más frecuente de lo que acaso debiera ser; se impone, por ello, equilibrio y discreción.

Como hipótesis de trabajo, Joachim Jeremías, dentro de un compromiso nada fácil, presenta algunas orientaciones en la de por sí compleja tarea de acercarnos a los hechos”312. La reducción, ate-niéndonos a su pensamiento, puede ser triple:

1. Tendencia a añadir y ampliar el relato

La simple lectura evangélica es suficiente para revelarnos la ten-

dencia a aumentar las tradiciones; se constata, por ejemplo, en las ci-fras siguientes: se pasa de un ciego (Mc 10,46), a dos ciegos (Mt 20,30). De un poseso (Mc 5,2), a dos (Mt 8,28). De cuatro mil -

310

2 Re 5,10; Jn 9,7. 311

2 Re 4,29-33; Mc 9,18-28. 312

Jeremías, J.: Teología del Nuevo Testamento. Sígueme,1973, págs. 108-115.

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hombres en la multiplicación de Marcos, a los cinco mil de Mateo, sin contar las mujeres y los niños. De siete canastas, a doce.

Piensa también J. Jeremías en la posibilidad de que se hayan da-do malentendidos lingüísticos; tal es el caso de la enorme piara de cerdos: dos mil, de que nos habla Marcos, y que se precipitaron acan-tilado abajo por causa de los malos espíritus.

En efecto, cuando al endemoniado de Gerasa se le pregunta: ¿Cuál es tu nombre?, y se responde: “Mi nombre es legión”, hay la posibilidad de que exista ambigüedad en los términos; esto es, ante la pregunta que se le hace al paciente, cabría la respuesta lógica: “Mi nombre es legionario” (con una clara referencia a la milicia romana). El cambio de “soldado legionario” por “soldado legión” (muchos soldados) pudo servir para interpretar que el endemoniado estaba poseído por infinidad de malos espíritus, hecho que conduciría, por otro lado, a la narración de la gran piara de cerdos.

Evidentemente, todo esto no es nada más que mera hipótesis; sin embargo, aun en medio de esta falta de pruebas, hemos de reconocer el esfuerzo por acercarse a una serie crítica literaria. Y no es que, sin más, quiera ponerse en tela de juicio el hecho de algunas narracio-nes; sencillamente, es una toma de conciencia ante ciertos relatos donde, por su misma crítica interna, parece que pudo haber malen-tendidos lingüísticos.

Es posible que también se deban las ampliaciones a lo que se ha dado en llamar “adorno literario”. El suceso de Malco en el Huerto de Getsemaní, por ejemplo, nos lo narran los cuatro evangelistas; los cua-tro lo conocen, pero tan sólo es Lucas quien presenta la acción milagro-sa.

Habida cuenta de la imaginación y carácter oriental, tales am-pliaciones tampoco nos debieran sorprender demasiado; es una for-ma, hasta cierto punto natural, de poner de manifiesto la intención más significativa del autor. En el fondo, se trataría de recursos pro-piamente lingüísticos y literarios.

2. Afinidades y analogías

Que los evangelistas, a la hora de componer su libro, tuvieran

presentes varias y distintas tradiciones como elementos de interés, es normal por otra parte; al fin y al cabo, no otra cosa es lo que vamos haciendo todos al querer expresar las propias vivencias. Sin embar-

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go, lo difícil es descender al terreno de los hechos y precisar, después de largos intervalos, cuál es lo que correspondería a lo verdadera-mente auténtico. Pues bien, esto mismo es lo que sucede al pretender concretizar la reducción en algunos de los milagros. J. Jeremías es de los que primero se han adelantado a ofrecer ciertos ejemplos de para-lelismo, aunque siempre reconociendo que la tierra en este campo es demasiado movediza, por lo que se requiere, además de buen tacto, discreción y prudencia. Entre los relatos que propone está, por ejem-plo, la resurrección del hijo de la viuda de Naín, por su analogía y afinidad con la narración que encontramos en la “Vida de Apolo-nio”, y que podría justificar muy bien la hipótesis que aquí se pro-pone.

3. Crítica de las formas

Una tercera etapa la constituye la «historia de las formas», que trata de demostrar que allí donde aparezcan escenas de tipo pa-lestinense, éstas son más antiguas, y, por lo mismo, más libres de in-fluencias clásicas, mientras que nos encontraremos con versiones más recientes allí donde los tópicos helenísticos sean más claros y mejor lleguen a caracterizarse.

Ahora bien, llegados aquí, y después de haber seguido el análisis de las posibles reducciones, todavía hay algo importante que no hemos resuelto, esto es, ¿hasta qué punto fueron significativos los milagros? ¿Qué fuerzas fueron actuadas? ¿Se traspasaron las leyes naturales? Definitivamente, ¿cuál era su real y auténtico mensaje?

Sentido y connotaciones

a) Actitud dogmática

La acción milagrosa, como fenómeno extraordinario, ha sido siempre objeto de estudio a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Nada tiene de extraño, sobre todo por lo excepcional del hecho, que empezara a relacionarse con poderes superiores y de alcance super-humano. Surgió así una actitud dogmática en la que se podía incluir

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tanto a los creyentes, que veían la fuerza de Dios actuando en el sig-no, como a aquellos que lo rechazaban sin la comprobación previa.

Más tarde, la escolástica, bajo el influjo de la filosofía aristotélica, usará la terminología de causa y efecto en su estudio sobre los milagros. Por eso, más que dirigir la atención sobre los designios divinos en el hecho milagroso, pone su interés en la pregunta sobre qué tipo de in-tervención ha de darse a tales fenómenos, interrogante que conduciría a una interpretación del milagro bajo su forma casi única de fuerza y de poder, algo así como si se tratara de una energía o de algo fuera del or-den y de la ley natural. Centrándose en la acción divina, podemos decir que la escolástica deja de lado la intervención de las causas segundas; en nuestro caso, al hombre como protagonista del hecho milagroso.

Después, con el desarrollo de las ciencias experimentales, que fijan al universo unas leyes constantes y uniformes, hace que la interpreta-ción de los milagros derive hacia unas fórmulas cuyos principios van dirigidos, no solamente a interrumpir el curso normal de las leyes, sino a que se interpongan a las mismas. Devolver a un ciego la vista o hacer que ande un cojo sc va a considerar, no tanto como algo que está fuera del orden natural, sino como contrario a ese mismo orden, como una derogación del curso que sigue la creación entera.

b) Actitud crítica

Con la aparición del racionalismo, el concepto de milagro como

derogación de las leyes naturales parece inadmisible. Spinoza, por ejemplo, al elaborar su sistema filosófico, parte de que sólo se puede dar una substancia, la de Dios, y que las otras maneras de existir no son sino modos de esa única realidad; el milagro le parece imposible. Dios iría contra su mismo ser y su propio obrar; más aún, se le podr-ía acusar de romper la ley que cumple su íntima y substancial diná-mica, su perfecta y constante realización.

Otros autores, por el contrario, viendo en estas nociones el único fruto posible de las concepciones panteístas del mundo, tornaron a ver en los milagros acciones realizadas únicamente bajo el poder de Dios, pruebas irrefutables de lo sobrenatural. Xavier León-Dufour nos dice que en 1947, “el catecismo de uso en Francia” respondía también a esta línea de comprensión. “Milagro es un hecho extraordina-rio realizable por el poder de Dios... Jesucristo demostró que es Dios cum-pliendo las profecías y haciendo numerosos milagros... El mayor milagro de

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Jesucristo fue resucitarse a sí mismo. Fue la máxima prueba de que es Dios”.

Hoy, sin embargo, la mayor parte de la crítica literaria opta por el significado primitivo del milagro, creyendo que sólo a partir de aquí hallaremos una línea de superación en la de por sí difícil tarea de conjugar las distintas tradiciones. Sencillamente, el milagro es “signo del Reino”. Por eso, al margen del contexto vital, lo prodigioso queda desvelado y apenas si tiene sentido. Lo que pudo ser especta-cular para una época, no significa que lo sea para siempre, que la sorpresa cundiese en los discípulos de Jesús al curar a la suegra de Pedro no quiere decir que esto mismo le deba ocurrir también a un experto en análisis parapsicológicos. El milagro es “signo adaptado a los hombres”, pero no necesariamente con unas mismas connotacio-nes para todos. Por eso, a tenor de esta vuelta a los principios, las posturas radicalizadas de antes pierden solidez y consistencia. Por de pronto, el ámbito de la ciencia y el ámbito de la fe quedan de-limitados.

Pero esto no es todo, porque, ¿hay razón para colocar lo sobre-natural en contra de lo natural? ¿Cómo conjugar lo divino con lo humano? ¿Se ha de disociar necesariamente, o acaso en la mutua ac-tuación está lo perfecto? ¿Será el milagro una sobredosis de poder? Interrogantes que se han hecho imprescindibles en la crítica actual y para los que existe también la casi uniformidad en las respuestas. Así, por ejemplo, la inquietud de antes por conocer cuál era la actua-ción de Dios y cuál la del hombre se ve hoy superada por este otro principio teológico: cuanto mayor es la acción de Dios en el milagro, tanto más se hace presente la actuación de los hombres.

Ahora bien, si, como a los discípulos de Juan, Jesús nos propone los milagros como “signos del Reino”, y éste es algo ya inscrit6, en el corazón del hombre; lo importante es que se active toda esta posilsi-lidad que en todos nosotros existe. Seremos solidarios entonces con lo que Jesús deseaba e hizo en su ministerio apostólico. González Faus llega a decir:

“Jesús de Nazaret era capaz, por su acogida, por su capacidad de aceptación del hombre, de llegar a centrar de tal manera al ser humano, de darle una integración armónica y estable tal que con-seguía sacar las mejores (y quizá desconocidas) energías de cada persona. Jesús fue capaz de potenciar de tal manera a muchos de

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los hombres con los que se encontró que llegaba a producir efectos que realmente no son normales, sino muy extraños”313.

Es éste uno de los puntos más positivos que la crítica literaria cree

haber encontrado hoy, sobre todo en la seguridad de que pertenece a la más pura tradición evangélica. La palabra revelada es lo suficientemen-te explícita: “Tened fe en Dios. Os aseguro que si uno dice a este monte: "Quí-tate de ahí y tírate al mar", no con dudas, sino creyendo que sucederá, obtendrá lo que pide”314. No otra es la referencia cuando Jesús habla a los enfermos que desean ser curados: “Hágase según vuestra fe”.

En lugar de anteponer su persona y atribuirse cuanto de misterioso se esconde en la acción, lo que Jesús hace es que surja lo que potencial-mente y en germen existe en el hombre. Jesús no dice: “Yo te he curado”, sino, “tu fe es la que te salva”. Tampoco quiere esto decir que el hombre pueda hacer uso a capricho de este don que en Él ha sido depositado. No se trata de cualidades y poderes que un día puedan tecnificarse o producirse en serie. Los milagros son “signos del Reino”, y, por consi-guiente, previo un clima de fe, y en conexión con lo divino, podrán actuarse según la situación, necesidad, gracia y contexto vital del hombre.

Partiendo de esta comprensión, el milagro no contraviene ni va en contra de las leyes naturales como si se saltara lo establecido, sino que, como resorte a nuestro alcance, éste se activará merced a la con-fianza y la fe de las personas. En principio, es algo que ya está en lo más profundo de la naturaleza de los hombres, por más que sus po-sibilidades nos sean en gran medida desconocidas y ocultas. Un paréntesis a esta hipótesis serían las resurrecciones atribuidas a Jesús. Siendo objetivos, resucitar es algo que está fuera del orden común, sería una señal de haber roto la trayectoria de la ley ordina-ria. Pero para que esto se convirtiera en prueba legítima y evidente debería ser avalada por la crítica histórica, realidad en la que, a tenor de los medios de que disponemos, y teniendo en cuenta la tradición, ambiente y contexto, pensamos que, hoy por hoy, sería excesivo atrevimiento mostrarse inflexibles, y, todavía más, dogmatizar..

Otro problema es por qué Jesús activó estas energías en unos y no en otros, por qué unos fueron curados y los más siguieron en su sufrimiento. En realidad, nunca encontraríamos la respuesta si no tenemos presente la finalidad del milagro, que, ante todo, es signo y no solución definitiva. Y no es solución porque el paralítico que es 313

González Faus, J. I.: ¿Qué pensar de los milagros de Jesús? “Razón y Fe” (mayo, 1982)

p. 491. 314

Mc 11, 22-23.

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curado, otro día, más tarde o más pronto, volverá a caer en cama. Pe-ro, eso sí, aunque de momento no sea solución perfecta, como signo y señal del Reino, nos indica que ésta puede venir.por ahí, por sen-das similares y análogas. Sin ser la plena solución, los milagros nos abren caminos de seguridad y confianza, nos revelan los posibles modos de encontrar la respuesta para este mundo, la respuesta ade-cuada al sentido que puede tener la creación entera.

Signos de la Iglesia

Jesús, que encarga y pone en manos de sus discípulos la misión de predicar el “Reino de Dios”, les concede también la potestad de reali-zar sus signos. “Designó a doce para que fueran sus compañeros y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios”315.

Junto a la misión, les ofrece la garantía de un poder que les acompañará a lo largo de todo su ministerio. En realidad, es éste un paralelismo que se hace constante a lo largo de toda narración evangélica. Aun más, en el último capítulo Marcos nos revela que a todo acto de fe le sigue dicha facultad y atribuciones: “A los que cre-an en mi nombre les acompañarán estas señales: Echarán espíritus malos, hablarán nuevas lenguas, tomarán con sus manos las serpientes, y, si beben algún veneno, no les hará ningún daño; pondrán las manos sobre los enfer-mos y los sanarán”316

Frente a este compromiso, es lógico también que nos preguntemos por el significado y alcance de tal revelación. Hoy vemos que optar por un seguimiento cristiano no es creer que uno vaya a ir multiplicando panes o convenciendo a los oyentes mediante curaciones prodigiosas; sin embargo, la promesa está ahí, en modo alguno vacía, sino plena de contenido, aguardando que se actúe y alguien la promueva. Pero, ¿cómo hemos de conjugarla con el contraste que nos ofrece la praxis cristiana? Solamente si partimos de que el milagro es signo del Reino, que puede actuarse, pero sin olvidar que esto no suprime nuestras limi-taciones y fracasos. El hombre es débil, y sin la fuerza y energía sobre-naturales, tarde o temprano llegará a caer en la cuenta de la fragilidad de sus actos. Cierto que la Iglesia consideró al milagro como algo in-herente a su misión, pero no exclusivo de ella. La Iglesia es “sacramento de salvación”, y, por lo tanto, ha de anunciar, como misión propiamen-

315

Mc 3,13-15. 316

Mc 16, 17-18.

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te suya, que la semilla del Reino se halla esparcida en el hombre, en to-do ser humano, universalmente diseminada.

Pero, junto a esta predicación, que hace a la humanidad entera partícipe de la semilla del Reino, está también el anuncio de ser un don gratuito, ofrecido por amor, y, por consiguiente, en espera de ser mu-tuamente compartido. González Faus, ante un planteamiento similar, vuelve a decirnos:

“¿Qué sería entonces lo característico de la Iglesia, o aquello que debe mirar como misión específica suya? Yo lo situaría en la misión de descubrirle ese imperativo al mundo, y, por consiguiente, en esa palabra de esperanza, esa fe que Jesús quería encontrar, de que ninguna situación está totalmente cerrada, y que a la larga quizá se podrá decir que "tu fe te ha salvado"otra vez. Y lo colocar-ía también -y esto es muy importante - en que la Iglesia mantenga viva la sensación de la gratuidad del milagro, de que aquello que significa el milagro es el Reino de Dios, y, por consiguiente, el mi-lagro que el mundo puede hacer (y hace a veces) no se debe a que los hombres seamos una especie de Prometeos que roban el fuego del cielo, como creía Marx, sino que allí se entrevé esa Misericordia de Dios que acabará por ser victoriosa y que está como germinando en nuestra historia”317.

En atención a estas palabras, pudiéramos concluir diciendo que

es misión de la Iglesia recordar a los humanos que el abuso, la injus-ticia y el mal que el mundo padece, nunca hallarán solución fuera y al margen de Dios. Como depositarios de algo divino, sólo en el de-sarrollo de este germen el hombre encontrará lo que en el fondo mas desea: dirección segura para caminar en pos de plenitud.

317

González Faus, J. I.: Ibid. págs. 493-94.

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MUERTE EN CRUZ

La muerte como misterio

Por más que se espere, la muerte es siempre una sorpresa. El

enigma y el misterio que la muerte encierra irá siempre más allá de toda palabra que intente definirla. La muerte impresiona, confunde, su silencio impone a cualquiera. Por eso, acercarse a la muerte de Jesús es, en primer término, experimentar la impotencia frente a esa realidad extraña, aunque común, que se contrapone a lo que mas de-fendemos: la vida.

Pero reflexionar sobre cualquier acontecimiento de la historia es algo más que detenerse en la descripción de datos y fechas; se pre-cisa conocer el ambiente, la situación, los motivos últimos que lo ac-tualizan y provocan. Ante el drama de la Pasión de Jesús, también se hace imprescindible conocer las circunstancias, los motivos, su con-texto.

Pues bien, reconocemos en principio que sólo a la luz del “resu-citado” es como debemos ir descubriendo la vida y la obra de Jesús de Nazaret, y también su muerte. Cualquier palabra puesta en sus labios tendremos que verla a la luz de este acontecimiento mayor. Precisamente, por haberse escrito los textos que poseemos bastante después del misterio pascual, es por lo que la misma muerte vendrá interpretada bajo el prisma de lo que tras de ella aconteció.

La resurrección supuso para los discípulos el convencimiento del plan de Dios en la vida del Maestro. El escándalo que les había su-puesto verle condenado y muerto en una cruz les va a hacer ahora reconsiderar su misión. Sin Jesús resucitado, la primitiva comunidad no hubiera hecho cristología; pero el cambio se produce desde aquí, desde la fe de un Cristo que vive después de haber pasado tras la

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frialdad del sepulcro. La duda, el temor, el desconcierto que había provocado su muerte se ilumina en la mañana de Pascua.

Recordando a Jesús, los discípulos verán ahora en sus gestos el designio del Padre en su plan de salvar a los hombres. Sólo así pode-mos leer el evangelio. La intención, el auténtico fondo del mensaje, no va tanto a describir o relatar unos hechos, cuanto a testimoniar que Jesús es el enviado para salvar a los hombres. Por eso, el con-flicto de conjugar el abandono aparente del Viernes Santo con la glo-ria de la Pascua, fue el gran esfuerzo que tuvo que superar la comu-nidad primitiva. Y es que sólo a la luz de esta superación es como debemos acercarnos a los pasos que precedieron a su condena y a toda la pasión.

Primeras experiencias

Como sucede a la gran mayoría de las personas, la experiencia

de Jesús acerca de la muerte deriva del hecho de ver desaparecer a los demás. Ya desde la infancia captaría ese halo de soledad y de vacío que siempre deja la persona que se va definitivamente. Flavio Josefo nos narra que Varo, al apoderarse de la ciudad de Séforis, además de reducir a esclavitud a sus habitantes, la incendió y cruci-ficó a 2.000 galileos.

En el supuesto de que fueran ejecutados en la misma ciudad, a unos cuatro kilómetros y medio de Nazaret, y en el año 6 de nuestra era, suponemos, aunque los evangelistas lo silencien, que Jesús, haciala edad de once o doce años, oiría ya los suspiros amargos de los horrores de tales matanzas. Por otro lado, parece también probable que viera morir a José, su padre. Por consiguiente, la muerte no fue algo extraño para Él, y no lo podía ser porque morir es el acto más dramático y, pro-bablemente, más cultural de la persona, hasta el punto de que puede decirse que el hombre es verdaderamente hombre desde que entierra a sus muertos.

Cierto que su mensaje respira paz y comprensión para las gentes, pero no por ello pudo erradicar la tendencia del hombre a empuñar las armas y dar muerte. Una mirada al entorno que rodeó su predicación nos revela que la muerte fue una realidad constante y cercana a su pro-pia experiencia. Herodes manda decapitar a Juan el Bautista. Se recuer-da que Israel, en lugar de ser dócil y seguir los consejos e inspiración de los profetas, los asesina. Condena y mata a los enviados por Dios. Hasta

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las mismas parábolas respiran a veces la venganza de un mundo sin piedad y cruel: los arrendatarios de la viña matan a los empleados y al mismo hijo del señor de la hacienda. Los bandidos dejan medio muerto al hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó. Todo como si la vida y la muerte formaran en Jesús el compromiso serio de dar respuesta al vac-ío y soledad que en todos provoca cualquier separación definitiva.

Pero, aparte de este contexto de muertes violentas, como hombre, Jesús se vería afectado también por esos otros síntomas que delatan finales confusos y tristes: le hablarían de enfermedad, de abandonos, de marginaciones injustas; en una palabra, de todo ese callado y amargo dolor que, por sí solo, hace que experimentemos las parciales, pero anticipadas muertes de la persona. En realidad, cualquier final incierto, además de confundir, siempre comporta su carga de temor y de angustia.

Vida y muerte

Ya el poeta romano Lucrecio decía que los hombres temen a la

muerte como los niños a la oscuridad: tienen miedo porque no saben lo que es. También el concilio Vaticano II, en sus reflexiones sobre la Iglesia en el mundo moderno, se hace eco de este conflicto y nos di-ce: “El máximo enigma de la vida humana es la muerte...” El hombre “se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y el adiós definitivo”318.

Desde el punto de vista médico, la muerte se puede definir como el cese de la función orgánica del ser humano. Pero este corte, este acabar o dejar de existir, no viene normalmente de un modo ins-tantáneo. Se inicia de forma lenta y progresiva: comienza por los cen-tros vitales cardíacos o cerebrales para extenderse después a los di-versos órganos y tejidos. En general, estos últimos suelen sobrevivir durante cierto tiempo tras el paro de los órganos más importantes. Propiamente, la muerte del tejido se origina por falta de oxígeno en las células, hecho que se produce al faltar la actividad del corazón. Las células nerviosas más sensibles se alteran con rapidez; sin em-bargo, otras, como las de los huesos, el cartílago o las de la piel, pue-den sobrevivir aún más de 24 horas a partir del cese global del orga-nismo. Así termina el hombre sobre la tierra, éste es el final de su vi-da.

318

Gaudium et Spes, n. 18.

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Lo eterno en lo temporal El mensaje de Jesús, además de abrir horizontes, comporta por sí

solo una gran novedad: late, en el centro mismo de su revelación, que lo eterno está en medio de nosotros, se ha dado cita ya en nuestra inte-rioridad.

Frente a la tradición profética donde se hablaba de que un día Yahvé haría su nueva alianza en la tierra, que grabaría su ley en los co-razones humanos, estableciendo definitivamente el pueblo de su pro-piedad319, Jesús nos revela que ese día ya ha llegado. “Y sabed que el Re-ino de Dios está en medio de vosotros”320.

La referencia es clara: el Reino de Dios no es un después que se ha de esperar como se aguarda el retorno del amigo; no es tampoco algo que sucederá únicamente al fin de los tiempos. A los que han aceptado la palabra, el Reino de Dios les pertenece como signo de esa adhesión y acogida. Y porque es, al mismo tiempo, semilla de inmortalidad, se ha pasado de la muerte a la vida, de lo temporal, a lo definitivo y eterno.

Para los que veían en la tradición de los mayores la fuente única de revelación, es cierto que Jesús infringía con este lenguaje un corte en la larga trayectoria del pueblo que aguardaba ansioso su libera-ción; pero, precisamente por ello, por la sorpresa que imponía al pa-sado, es por lo que su mensaje se constituía en auténtica novedad. Y no es que su palabra viniera a suplantar lo que hasta entonces estaba revelado, sino que, por sus nuevas connotaciones, ambos lenguajes, el de antes y el de ahora, estaban bajo la inspiración de Dios.

De atenernos sólo a una de las referencias,- la vida se dará en plenitud después de la muerte, esto es, después de haber pasado por las mil vicisitudes que nos impone lo terrenal y transitorio. “Aquel día donde el niño jugará junto a la hura del áspid..., donde ya no habrá destruc-ción o maleficio en mi monte santo, porque, como llenan las aguas el mar, así estará llena la tierra del conocimiento de Yahvé321.

En cuanto tradición arraigada profundamente en el pueblo, Jesús la recoge como expresión escatológica que un día, al final de los tiem-pos, ha de cumplirse. “El Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre, acompañado de sus ángeles, y recompensará a cada uno según su obrar”322. Sin embargo, esto nada impide el uso de ese otro lenguaje, con su nueva dimensión y referencia. “Os lo aseguro: El que escucha mi palabra

319

Jr 31,31-33; 32,39-41; Ez 11,19 y ss; 36,36-38. 320

Lc 17,21; 23,43; Jn 5,24. 321

Is 11, 8-9. 322

Mt 16,27.

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y cree en el que me ha enviado, posee vida eterna y no se le llama a juicio, por-que ha pasado de la muerte a la vida. Se acerca la hora, o, mejor dicho, ya es-tamos en ella, en que los muertos escucharán la voz del Hijo de Dios, y al es-cucharla tendrán vida...”323. Cobra aquí el tiempo un sentido bastante diferente al su-puesto ciclo de un antes y un después. En realidad, lo que el autor pretende es dar a entender que en Jesús se vive ya el presente y el futuro mediante una fe que anticipa el porvenir. Por lo tanto, si el primer lenguaje se traduce en un vivir de confianza y espera, el se-gundo es visión por la fe; fe que se presencializa en el “ya” de la hora presente, en el “ya” de la existencia y la vida. No debe extra-ñarnos entonces que, junto a textos propiamente escatológicos: “El Reino de Dios está al caer”, “El Reino ha de venir”, se hallen los de clara referencia presencializadora: “El Reino ha comenzado”, “El Re-ino está en medio de vosotros”.

No se trata de anteponer tiempos cronológicamente distintos que nunca podrían armonizarse. Más que en momentos históricos, la para-doja del antes y el después se resuelve en la transcendencia del ”ahora” que nos revela Jesús. A la escatología propiamente judeocristiana de la espera, del “todavía no”, se anuncia el “ya” del Reino que se hace pre-sente anticipando el futuro. Por eso, en la plena aceptación de esta rea-lidad humana, el hombre irá realizando el proyecto de Dios sobre Él. Cierto que la trayectoria va orientada primero hacia una muerte tempo-ral inevitable; pero, en virtud de ese germen de inmortalidad deposita-do en cada uno, este aparente final se convierte en escala y plataforma de vida, de vida eterna. Con ello, el proyecto humano hace que conecte de alguna forma con el futuro; aún más, la condición terrestre vendrá ya condicionada por esta plenitud de vida a la que, por otra parte, no llegaremos definitivamente sin pasar antes por el misterio de la muerte.

Por la muerte a la vida

A partir de la revelación evangélica, el hombre se convierte, como

hemos acabado de ver, en cita y encuentro con lo temporal y trascen-dente, con el límite y lo eterno. No sólo fue la palabra el anuncio y el mensaje referido al amor de un Padre que espera el retorno del hijo, sino que, en la aceptación de esta llamada, la semilla del Reino empie-

323

Jn 5,24-25.

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za ya a germinar y crecer, pero, como a toda planta que nace, debemos protegerla, cultivarla, impedir que otras hierbas se apoderen de su es-pacio y venga a languidecer o morir.

Este cuidado por lo que realmente importa viene expresado en Jesús con una paradoja que nos obliga a profundizar en una aparente contradicción. Mateo escribe: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que la pierda por mí, la conservará”324.

Comprendamos que el contexto de la frase nos sitúa en un mar-co de acoso y persecución. Jesús iría a Jerusalén, donde las auto-ridades le harían sufrir, le maltratarían, le condenarían a muerte. Pe-ro por encima, superando este límite, estaba la fuerza de Dios: resu-citaría”325. Con ello, no solamente proyecta e ilumina su comprimiso con la voluntad del Padre, sino que señala una meta a los que buscan un camino a seguir.

Por otro lado, como proverbios sapienciales que relatan lo para-dójico de la experiencia, perder y ganar la “vida” compromete a toda la existencia general del hombre. Serán inevitables el dolor y el sufrimien-to en la vida del discípulo, pero en el seguimiento de Jesús pueden ser superados, se pueden vencer desde el momento en que estas realida-des, incluso la muerte, conectan con una plenitud de vida a la que el hombre tiende por el don que se le da. Por consiguiente, no es ni puede ser lo temporal y transitorio el fin y el descanso que llene a la persona; la semilla del Reino tiene, además, otras exigencias; busca, como aliento divino que es, otra quietud y otra herencia. Por ello, y en atención a ese “Otro”, a la “Plenitud” y al “Bien” a que se aspira, es por lo que el discípulo ha de arriesgar cuanto tiene y posee. Nada se puede antepo-ner a la fidelidad del evangelio.

Inmolada así la vida, dará su fruto, no se perderá. No se pierde, porque negarse a sí mismo no es una retirada por cansancio e indife-rencia, sino que comporta un objetivo, es una acción libre y consciente donde la renuncia remite a distintos, pero más altos valores; diríamos que es una actitud de servicio. En Jesús, el ejemplo no podía ser más claro. Porque él, “siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando condición de esclavo..., se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”326..

Ahora bien, después de esta renuncia, la segunda condición del discípulo es “cargar con la cruz”. Pero, ¿cómo se ha de entender? ¿A

324

Mt 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24. 325

Mt 16,21. 326

Flp 2,6-8.

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qué compromete su aceptación? En realidad, una simple lectura del texto parece inclinarnos a pensar en la imagen relacionada con el “crucificado”, con Jesús que muere aceptando la voluntad de su Pa-dre. Por consiguiente, se trataría de seguir ese camino como actitud de adhesión y de servicio. Sin embargo, un examen más detenido no parece otorgarle ese significado. Y ello porque ni siquiera el mismo Jesús la menciona en los anuncios que Él hace de su muerte; además, es sólo después de su “Pasión”, y a la luz del “resucitado”, cuando los discípulos comienzan a hablar de ella. Por eso, hoy la crítica di-siente de esa concepción, pensando que el seguimiento con la cruz se refiere, más bien, a la renuncia de lo que pueden ser las ambiciones personales en pro del compromiso evangélico.

Quien renuncia a disponer de sí mismo, supeditándolo todo a la aceptación del mensaje, emprende un camino que llevará a la plenitud de la vida en Dios. Y es que la renuncia, las cruces y la muerte, más que realidades definitivas, son esbozos temporales de un acabado me-jor. Esta es la paradoja, éste es el contraste de la existencia: preten-diendo poner un seguro a la vida, la perderemos; pero perdiéndola, la ganaremos para siempre.

Jesús ante su propia muerte

La interpretación que hasta ahora hemos venido exponiendo de

la muerte corresponde a una visión general de la misma, a una muerte acaecida y contemplada en los demás.

Por otro lado, sería también incoherente creer o pretender agotar toda la comprensión que Jesús tenía sobre el fin temporal del hombre. Siempre quedarán espacios ocultos en el de por sí misterioso tema de la muerte, lo que tampoco excusa para no proseguir en la búsqueda de los hechos. Así pues, dando un paso adelante y concretizando en lo pro-piamente histórico, nos preguntamos: ¿cómo llegó a interpretar Jesús su propia muerte? ¿La previó, acaso como muerte violenta?

Afrontar el problema de estos interrogantes en la crítica literaria no sólo es correcta, sino obligada. Nos interesa partir, en lo posible, de una conciencia de Jesús sobre sus propias acciones por más que reconozca-mos los límites y las numerosas barreras que vienen a interponerse. Importante será reconocer, por ejemplo, que las narraciones evangéli-cas, incluida la de la misma muerte, son descritas a la luz del “resucita-do”. Pero, aun así, nos acercaremos más fácilmente a los hechos si te-nemos presente el mensaje e intención central de la catequesis cristiana. En efecto, Jesús se presenta como el mensajero del Reino de Dios, pero

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de un reino que, más que pertenecer a otro mundo, es una transforma-ción del que vivimos para convertirle en auténtica heredad de Dios. Un señorío donde la justicia reine sobre el abuso, la convivencia y el amor sobre todo egoísmo.

Pero Jesús revela una segunda novedad: afirma que este Reino ha llegado, que está ya en medio; su irrupción, a la vez que compro-mete, abre y ofrece otros caminos. Al mismo tiempo, por ser direc-ciones nuevas que fijan su apoyo en la fuerza divina, éstas no se ini-cian exigiendo condiciones, y menos aún forzando voluntades. Dir-íamos que es una propuesta que exige aceptación y acogida. Dios no se impone. Respetando cualquier forma de existencia, siempre sal-vará al hombre en libertad. Por eso, Jesús invitaba ir hacia Él como a un “Padre bueno” que ofrece fidelidad y confianza.

Sin embargo, esta predicación, además de ser extraña, descon-cierta. Choca e impacta a las gentes que le escuchan y le siguen, y es-candaliza, sobre todo, a las autoridades. Fundamento y motivos hemos de reconocer que los había por permanecer fiel al mensaje, Jesús juega el doble papel que le impone, no sólo la necesidad del momento, sino, y por encima de todo, su rectitud de intenciones. Así, al tiempo que cumple con la tradición, las fiestas y el templo, rompe con aquellas prescripciones que puedan ir contra la universal ley del amor y de la justicia.

Lo mismo que le impulsa a peregrinar a Jerusalén, a recitar los sal-mos o a remitir al joven rico a la ley de sus mayores, le hace ir al en-cuentro con los leprosos, indigentes y pecadores. Y no es que lo hiciera de forma ocasional o movido únicamente por sentimientos inmediatos o circunstanciales. Sabemos que en ocasiones fue advertido de forma terminante: “Mira lo que estás haciendo; es una cosa prohibida en sábado”327, expresión que nos pone de manifiesto la tensión que su mensaje provo-caba en determinados ambientes. De hecho, es después de la segunda transgresión cuando deciden matarle. “En cuanto a los faríseos, apenas sa-lieron, fueron a ver a los partidarios de Herodes y buscaron con ellos la forma de terminar con Jesús”328. Aún más, cuando realiza la “purificación del templo”, por más que se hallen referencias e intenciones “escatológi-cas” (aludiendo a la definitiva irrupción del Reino), la verdad es que el hecho era lo suficientemente significativo para que su acción fuera to-mada como perturbadora o acaso revolucionaria; por lo cual, y a vista del cariz que iban tomando los acontecimientos, Jesús tuvo que contar, no solamente con una muerte próxima, sino también con que ésta sería violenta. A quien se le acusa de expulsar a los demonios por arte de Belcebú329, a quien se le tacha de blasfemo, de falso profeta, de ir contra

327

Mc 2,24. 328

M 3,6. 329

Mt 12,24.

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el descanso sabático, etc., indirectamente se le está advirtiendo que es reo de muerte. Por lo cual, e independientemente de que alguna de las expresiones fuesen elaboradas por la iglesia primitiva, lo cierto es que, tal y como se presenta la predicación en su conjunto, Jesús tuvo que te-ner conciencia de su muerte.

Se ha objetado a este respecto que el pueblo judío no podía eje-cutar estas sentencias por impedírselo la propia legislación entonces vigente. Conviene precisar que esta competencia estaba reservada a la autoridad civil, pero sólo allí donde se hiciera presente la jurisdic-ción del gobernador romano, como en Judea y Samaria, no así en Ga-lilea, como en el caso de la muerte de Juan. Nadie pudo impedir que Herodes Antipas decretara la decapitación del Bautista; esto sirve para sopesar más en serio la advertencia que se hace a Jesús: “Hero-des quiere matarte”330. Por consiguiente, la opinión de aquellos que afirman que sólo cuando Jesús estaba en la cruz tomó conciencia real de que podía morir, nos parece pecar de excesivo ocasionalismo. Jesús era consciente de su misión, y nos parece ilógico que se topara de forma ingenua con la muerte. Más acorde con su ministerio y vo-cación es el relato que Mateo nos presenta cuando, siendo ya preso, prohíbe a sus mismos discípulos que le liberen331, lo que tampoco quiere decir que fuera a buscar la muerte; la acepta al no encontrar otro camino para llevar adelante su vocación. En realidad, la muerte era la consecuencia de su propia vida. Él, ni la buscó ni la quiso; la acogió por la fidelidad al designio que le venía de lo alto, lo cual sig-nificaba que su actitud no era la del estoico, que viendo venir la muerte queda impasible porque morir es consecuencia de un ine-vitable destino, sino que, conociendo el dolor de la despedida, la acepta en libertad, sabiendo, sobre todo, que tras la muerte brotará la auténtica vida.

Ahora bien, si Jesús, partiendo de esta concepción esperanza-dora de la muerte, presiente y ve la suya como violenta y próxima, cabría entonces una nueva pregunta: ¿habló efectivamente de ella?, o lo que es más exacto: ¿hubo auténtica evolución en la forma de reve-larla?

En primer lugar, pienso que antes de dar una respuesta inme-diata, conviene tener en cuenta un hecho importante y de suma tras-cendencia: se trata del cambio que se obra en Jesús a partir de su mi-nisterio en Galilea.

330

Lc 13,11. 331

Mt 26, 52-56.

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Ateniéndonos a la tradición sinóptica, el inicio de la predicación de Jesús (tiempo que transcurre en Galilea) es, en realidad, un co-mienzo donde vive el primer fervor de su mesianismo: anuncia el Reino, expulsa a los demonios, se acerca a los enfermos, los cura; la gente le busca y le sigue, su fama corre por toda la región. Pero muy pronto, este celo y entusiasmo de principio va a derivar, en virtud de los mismos acontecimientos, hacia nuevas formas de presentar el mensaje. En efecto, las autoridades religiosas, ni ven con buenos ojos su predicación ni se fían del valor y el poder de sus obras.

Es más, por los consejos y recomendaciones que le hacen, su ver-dadera intención parece ser la de querer eliminarle; el mismo Lucas nos dice que, acercándose unos fariseos a Jesús, le advierten: “Már-chate, porque Herodes quiere matarte”.

Aun suponiendo que el dato fuese elaboración del propio Lucas, por el contexto se deja entrever que Jesús ha experimentado ya la amargura del fracaso: las autoridades se niegan a admitir su predica-ción y doctrina. Herodes le persigue, y hasta la gente, defraudada al ver que no es el político que les librará del yugo romano, deja tam-bién de creer en Él. Ante lo cual, pero sin desistir de su vocación de ser enviado, Jesús deja Galilea para proclamar su palabra en lugar más favorable; marcha a Jerusalén.

Afectado por esta incomprensión de su gente y de su pueblo, Jesús va a subrayar ahora la novedad de otra faceta importante de su predicación evangélica. Si antes proclamaba la llegada del Reino de Dios, moviendo a la persona a su acogida, ahora manifestará clara-mente que la cruz es el camino de la gloria. Al reducido grupo de discípulos que le sigue les invita a profundizar en este seguimiento. Las promesas son firmes, pero el camino será arduo y comprome-tido, como lo fue toda vocación de profeta.

Ante esta actitud, provocada sin duda por el devenir de los hechos, cabría ahora una mejor respuesta a los interrogantes que proponíamos anteriormente: ¿evolucionó la forma de presentar Jesús su mensaje?

Si tomamos en su desarrollo el curso normal de los aconteci-mientos, el cambio que se comprueba es evidente. Hemos visto cómo la novedad y la alegría que en principio provocaba su palabra en Galilea, lentamente fue transformándose en experiencia dolorosa y en fracaso. La multitud se le va, la gran mayoría de los discípulos ya no le sigue, y hasta los mismos apóstoles amenazan con dejarle. “Jesús preguntó a los

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Doce: “¿También vosotros queréis dejarme?”332 En efecto, parece ser que Jesús fue asumiendo la crisis de forma gradual y paulatina, llegando a entender, sobre todo, que su misión incluía la incomprensión y la cruz como signo de salvación y de gloria; por lo tanto, su actitud fundamen-tal no decae. Como antes, sigue permaneciendo fiel a su predicación y mensaje. Confía en que un día los hombres puedan abrirse a su palabra aun sabiendo que esta fe y esta esperanza ha de seguir primero una senda de incomprensión, de fracaso y de muerte. Por eso, su ausencia de Galilea y la subida a Jerusalén marcan una línea claramente distinta para Maestro y discípulos. Marcos escribe: “Iban de camino, subiendo hacia Jerusalén, y Jesús caminaba delante. Los Doce se preguntaban en qué pa-raría aquello, y tenían miedo los que le seguían. Tomando de nuevo a los Doce, les anunció lo que iba a pasar”333. Era, en realidad, una catequesis sobre el compromiso de su vocación salvadora. Si a los profetas (a Juan Bautista como precursor y heraldo del Reino) los trataron como las tradiciones narraban, la suya no debería ser menos.

Vocación profética y muerte como destino.

Por más que Jesús apostó por la ley universal del amor y la vida en

convivencia, lo cierto es que Él comparte, en gran medida, la visión histórica de su tiempo. Asume el concepto que el pueblo tiene de la vo-cación de profeta. Corrobora la idea de martirio que sobrevive en Israel por haber sido fiel a Dios y a su causa. Más aún, toma su imagen como prototipo para referirla a lo que va a ser su propio final. “Pero hoy, ma-ñana y pasado mañana, tengo que seguir mi camino, porque no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”334.

Conocemos cómo en una y otra parte de Palestina se erigían tum-bas y mausoleos en expiación por los crímenes cometidos con los profe-tas. El hecho de que se les recrimine en el evangelio por esas acciones335 se debe a que están cayendo en el mismo delito de sus antepasados. Jesús parece estar de acuerdo con la tradición sapiencial donde la histo-ria de Israel era como una cadena ininterrumpida de muertes cuyos es-labones formaban la serie de ejecuciones que se habían ido sucediendo

332

Jn 6,67. 333

Mc 10,32. 334

Lc 13,33. 335

Mt 23,32.

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desde Abel hasta Zacarías, hijo de Yoyadá; sólo que ahora, el último en la serie lo ocupaba la decapitación de Juan.

Que esta muerte calase profundamente en la conciencia de Jesús, nada tiene de particular, máxime conociendo las relaciones y com-promiso que los unía. Pero si Juan muere por fidelidad a la causa, la vocación suya, ¿podía correr un mejor destino? Creemos que no; tie-ne conciencia de ser el último de los profetas enviados, y su muerte no podía ser distinta de la de aquéllos. Significativas son las referen-cias que hace de sí: “Y aquí hay alguien superior a Jonás...”, “hay al-guien superior a Salomón”336.

Ahora bien, teniendo en cuenta esta concepción profética de la historia, Jesús sitúa su vida dentro del providente designio del Pa-dre, aunque en el ambiente y en el cuadro socio-cultural que ofrecía el judaísmo de su tiempo; y es que, si quisiéramos destacar lo carac-terístico del pueblo; nada tan grabado como el saberse “nación esco-gida” con la que Dios había hecho su alianza. Por eso, todo buen is-raelita debía saber interpretar cualquier acontecimiento a la luz de este designio de fidelidad y confianza; por lo menos, ésta fue la nor-ma en Jesús. No ha de extrañarnos entonces que, ante las amenazas de unos y de otros, evocara la historia homicida de Israel. De ahí las expresiones de Lucas dirigidas a la Ciudad Santa: “Jerusalén, Jeru-salén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, y no habéis querido! Pues mirad, vuestra casa quedará vacía”337.

En realidad, tras las ampliaciones y añadidos de una primitiva igle-sia que vive los acontecimientos del “resucitado”, existe, no obstante, un fondo histórico donde Jesús asume el destino de todo profeta; más aún, dentro de su mesianismo ofrece la novedad de ser el último de ellos, pero comprometido a proclamar la definitiva revelación de Dios a los hombres. Si todo profeta sintió el impulso de hacer volver al pueblo a la fidelidad de la alianza, Jesús anuncia que esta voz no es otra que la del Hijo. La parábola de los viñadores es reveladora al respecto338. La paciencia del dueño de la viña parece no tener límites; todavía le queda el Hijo, y lo manda. Como heredero, era el que podía hacer valer la jus-ticia del padre, pero los arrendatarios ven la ocasión de interponerse a las intenciones del amo, y deciden consumar lo que ya habían hecho con los otros: “Venga, lo matamos”, fue la conclusión.

Se trata de una cita del Génesis tomada al pie de la letra339 cuan-do los hijos de Jacob deliberan el modo de deshacerse de José, su 336

Mt 12,41. 337

Lc 13,34-35. 338

Mc 12, 1-2; Mt 21,33-46; Lc 20,9-19. 339

Gen 37,20.

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hermano; referencia, con otras más, para que gran parte de la crítica histórica piense que Jesús fue asumiendo la tradición bíblica del “jus-to perseguido”. Cierto también que los materiales de que dispo-nemos ofrecen sus limitaciones; pero a tenor del contexto, composi-ción y lugares afines, la deducción nos parece equilibrada y correcta.

La alusión principalmente se dirige a Is 53, lo que no quiere decir que ésta sea la única, pues hallamos también otros pasajes como Zac 13,7. Respecto a Is 53, las relaciones y afinidades parecen ser las si-guientes:

Mc 9,12. Referencia Is 53,3. Mc 9,31 par.; 14,41 par.; Mt 26,2; Lc 24,7. = Is 53, 5b Targ; 53,12 LXX. Mc 10,45 par. = Is 53,10 s. Mc 14,8 = Is 53,9. Mc 14,24 = Is 53,12. Lc 22,37 = Is 53,12. Lc 23,34a = Is 53,12. Jn 10,11.15.17 s = Is 53,10.

Todo lo cual nos sugiere que si las primitivas comunidades lle-garon a admitir pronto la tradición de Isaías, no lo harían porque sí o a impulsos de un mero sentimiento, sino por algo indicativo y suge-rente; tan significativo como pudo ser el haberlo señalado Jesús con anterioridad. Por lo tanto, es a la luz y al sentir de esta comunidad donde se abren para nosotros perspectivas luminosas a la hora de acercarnos a la muerte de Jesús. Dios, que puede salvar a su Siervo, no lo hace; pero la muerte que éste sufre asegura el triunfo final.

Anuncios de la pasión

De forma explícita, tres son las ocasiones en que los sinópticos

relatan las predicciones de la pasión. La primera es a raíz de la confe-sión de Pedro junto a Cesarea de Filipo340.

El análisis de esta primera manifestación nos hace recordar el deseo de Jesús por hacer ver a sus apóstoles que el mesianismo nacionalista y de carácter político que ellos esperaban no era el revelado. Es preciso

340

Mc 8,31; Mt 16,21; Lc 9,32.

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que el Hijo del Hombre padezca, experimente el dolor, muera antes de entrar en su gloria.

La segunda predicción sigue, tras corto intervalo, a la transfigu-ración del Señor. Después de haberles manifestado su esplendor y su gloria, les revela el sufrimiento y la muerte que le espera en Jeru-salén341.

Y finalmente, tras pasar por Jericó, vuelve Jesús por tercera vez a manifestarles lo que ha de sufrir, tanto por parte de los jefes de los sacerdotes como de los maestros de la Ley, y acabar como había con-cluido las veces anteriores: “Pero a los tres días resucitará”342.

El planteamiento global a estos anuncios hacen suponer a la crítica que se trata de distintas variantes del único anuncio de la pasión. El que se repitan parece ser que fue debido a tres diferentes tradiciones que Marcos toma y que le van a servir en su composición. La primera viene expresada de un modo más impersonal e indefinido: “Es preciso que el Hijo del Hombre padezca y se vea rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes”343. La segunda presenta una fórmula más concreta y de-terminada, más personal, donde Jesús es directamente el sujeto de la acción: “El Hijo del Hombre va a ser entregado' en manos de los hombres y lo matarán”344.

Ateniéndonos a los aspectos propiamente literarios, debió for-mularse el primer anuncio en terreno helenístico, al tiempo que la reve-lación segunda es la que ofrece los rasgos más primitivos. La expresión: “Dios entregará al Hombre a los hombres” es la idea central que domina y que hace realmente alusión a la muerte; lo demás puede que sean am-pliaciones o añadidos. La comunidad primitiva amplía y da forma, en ciertos casos, a una tradición avalada por la historia. Son formulaciones “ex eventu” (históricamente disfrazadas de profecía), que pueden de-ducirse por los añadidos que presenta la tercera de las revelaciones.

Respecto a su antigüedad, se reconoce a la segunda como la ge-nuina y primera de las tres. El análisis garantiza que tanto Mateo como Lucas dispusieron de unos anuncios presentados ya por Mar-cos, si bien éste los debió elaborar a partir de otras tradiciones más primitivas.

Puede ser que alguno, ante la prueba no tan clara de la historici-dad de los hechos, rechace hasta la misma verdad de las revelacio-nes, o las considere únicamente vaticinios “ex eventu”. Sin embargo, una postura como ésta es ya radicalizar unas premisas que no dan

341

Mc 9,31; Mt 17,22; Lc 9,44. 342

Mc 10,33-34; Mt 17, 22-23; Lc 9,44. 343

Mc 8,31. 344

Mc 9,31.

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motivo para ello. Naturalmente que, tal y como ha llegado su com-posición a nosotros, la elaboración se debe a añadidos posteriores, y en este sentido sí son vaticinos “ex eventu”, pero siempre dentro del fondo de una predicación pre-pascual de la pasión.

Quizá el error se halla en haber dado excesivo énfasis a estas tres únicas revelaciones y olvidar, hasta época muy reciente, ese otro im-portante material que son las formas indirectas, las insinuaciones, las sugerencias de una vida abocada a un final trágico y violento.

Por otra parte, un estudio detallado de todas las alusiones, además de no proceder para el propósito que nos ocupa, sería poco menos que imposible. Sí diremos que existen referencias, amenazas, enigmas, comparaciones, metáforas, citas, etc., donde se deja entrever que Jesús insinuaba su muerte; más aún, que fuese asumiendo la larga tradición del “justo perseguido” también parece adecuarse a los hechos. Las prontas e insinuantes alusiones de la primitiva comunidad ayudan a pensar así en ello.

Pero afirmar que Jesús esperase su muerte no quiere decir tampoco que Él la reprodujera al modo del actor de teatro que repite lo que ante-riormente tiene en mente. Preverla es saber relacionarla con la vida, no al modo como se proyecta un film o lo toma la cámara fotográfica, por-que, de serlo así, entonces su predicación, con los interrogantes que hace a sus apóstoles, podrían parecer un disimulo más o menos cons-ciente. Sin embargo, su orientación a partir del Padre era el único reflejo y la única actitud de entrega que guiaba todos sus actos. Sin programa-ción previa, sí, pero sabiendo reconocerle según los distintos aconteci-mientos de la vida. A este propósito, H. U. Balthasar ha escrito acerta-damente:

“Jesús es un hombre auténtico, y la nobleza inalienable del hombre es poder, e incluso deber, proyectar libremente el plan de su existencia en un futuro que ignora. Si este hombre es creyente, el futuro en el que se arroja y se proyecta es Dios en su libertad e inmensidad. Privar a Jesús de esta posibilidad y hacerle avanzar una meta conocida de antemano y distante sólo en el tiempo sería despojarle de su dignidad de hombre”345.

Admitida esta concepción, nada extrañará que en Jesús se dieran

las crisis, los fracasos, la evolución continuada y constante de toda per-sona. Podemos tomar el ejemplo de la llamada “crisis Galilea”.No es que Jesús vaya a modificar su actitud ante la misión a la que se siente enviado, pero sí empieza a revelar otra faceta importante en relación con esta llamada: nos muestra el sentido de la cruz y del dolor que an- 345

Von Balthasar, H. U.: La foi du Christ. París, 1969, 181.

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teriormente se había mantenido velado; aún más, siguiendo la apo-calíptica y cierta teología del Antiguo Testamento, se irá identificando con el “justo sufriente”, el varón de dolores de que nos habla Isaías, que es herido de muerte por el crimen de su pueblo.

Pero que Él fuera tomando conciencia de esa tradición apo-calíptica no quiere decir tampoco que asumiese literalmente todo el significado de una teología como la que aquí se revela; por eso, la crítica y exégesis actuales se preguntan: ¿hasta qué punto la con-ciencia de Jesús asumió su muerte como representativa o expiato-ria? Y vemos que los autores se dividen. Mientras unos ven su muerte claramente como expiatoria y vicaria, otros, sin embargo, la contemplan como una entrega y donación a la voluntad del Padre sin la referencia al himno del Siervo sufriente de Is 53.

Por los motivos ya apuntados, creemos que Jesús sí debió tener la conciencia de ser el “Justo sufriente”, pero elaborada de forma progre-siva y a tenor de los acontecimientos. Creemos también en la incidencia de la teología y de la apocalíptica de entonces, aunque limitado este in-flujo a aquellas formas en que no se hiciese presente la razón y el móvil de su envío como portavoz del Reino. Tengamos en cuenta que Jesús, además de vivir, convivió en medio de un mundo donde la tradición y la ley eran valores que justificaban por sí solos la norma a seguir para el pueblo.

Pero en la tradición de los mayores, por más que se coincidiese en los puntos generales, también había diferentes interpretaciones según los grupos y escuelas; así, por ejemplo, eran comunes en tiem-po de Jesús cuatro formas distintas de expiación:

1.- Una era el arrepentimiento: expiaba las faltas de omisión.

2.- Otra era el sacrificio del día que, junto al dolor de haber faltado, expiaba una prohibición; 3.También el sufrimiento que, junto a los actos anteriores, expiaba las transgresiones; 4.-La muerte. Cuando se había profanado el nombre de Dios, la muerte, unida al arrepentimiento, expiaba la falta, incluso para el delincuente y criminal. Sin embargo, en el justo tenía un valor expiatorio mucho mayor: la muerte, por ejemplo, de los mártires macabeos era, para la mentalidad judía, un méri-to que Yahvé computaba en favor de aquellos que per-tenecían al mismo pueblo, razón para que el judaísmo hele-nista alabase de modo particular el martirio. Tales actos,

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además de satisfacer por las infidelidades, eran agradables a Dios.

Cómo pudo o dejó de influir esta elaboración teológica en el

pensamiento de Jesús, es algo que se ignora. De momento, única-mente hemos de conformarnos con el análisis global de los textos si, en verdad, queremos deducir conclusiones suficientemente válidas.

¿Muerte expiatoria?

Un paso adelante lo constituyó el hecho de saber si Jesús elaboró un pensamiento específico sobre el significado de su muerte; si, además de aceptarla como designio del Padre, la vio también como sacrificial y expiatoria.

En primer lugar, tenemos la expresión de Marcos que dice: “Por-que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos”346.

Fuera del contexto, la frase parece ser lo suficientemente clara como para creer que Jesús, en razón de su entrega a la muerte, ha adquirido un nuevo pueblo, ha hecho de los hombres la heredad que rescatara por su sangre. Sin embargo, un análisis más acorde con la exposición global del mensaje nos lleva a sacar otras deducciones. En efecto, mientras en Isaías la donación contiene e implica el “sacrificio de expiación”, no sucede así necesariamente en la muerte de Jesús; más aún, diríamos que choca si lo comparamos con el modo de ac-tuar en su vida. Jesús nunca hizo definiciones de sí mismo, ni redujo su persona al único concepto de un título o de un solo nombre. El vi-ve la circunstancia, y si algo le caracteriza, es su entrega y vocación de servicio.

Precisamente esa fidelidad fue lo que en ocasiones le obligó a suprimir las barreras de una ley desvirtuada y convertida en obsta-culo para la convivencia. Además, Jesús no ofrece su mensaje en pro de un culto o unas prácticas rituales. Siguiendo a los profetas, su en-señanza se dirigía, más que a las ceremonias o exterioridad del rito, al corazón puesto en aquello que se hace: “Dios quiere misericordia y no sacrificios”. Por eso, si definitivamente quisiéramos preguntarnos por el sentido último que Jesús dio a su muerte, responderíamos sin

346

Mc 10,45.

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temor a equivocarnos: el mismo que dio a su vida, esto es, una in-condicional entrega y un puro servicio. H. Kessler llega a escribir:

“La investigación actual neotestamentaria puede afirmar que Jesús, con toda probabilidad, no entendió su muerte como sacrificio expiatorio, ni como satisfacción, ni como rescate. Ni estaba en su intención precisamente redimir a los hombres mediante su muerte. En la mente de Jesús la redención de los hombres dependía de la aceptación de su Dios y del modo de vivir para los demás que él les predicaba y Él mismo vivía. La salvación y la redención no depend-ían para Jesús de su futura muerte, sino del hecho de que los hom-bres se dejasen penetrar por el Dios universalmente bueno revelado por Jesús. Esto habría de llevar a los hombres a un comportamiento correspondiente respecto del prójimo, convirtiéndolos en libres y li-berados. En pocas palabras, la redención llegaría por el amor que se traduce en obras y nace de una fe confiada en Dios”.

En realidad, la frase: “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos”347, tiene como principal referencia la donación y el sentido de servicio. Los términos “lutron anti pollon”, traducidos con frecuencia por “rescate por muchos”, no parece hallar correspondencia ni con el sentido ni con la realidad de los hechos. La crítica de hoy ve en la expresión un modelo de entrega y donación universal.

Mayores dificultades se encuentran, sin embargo, a la hora de uni-ficar criterios que justifiquen la historicidad de la frase. ¿Podríamos considerarla original de Jesús? Si nos atenemos a la opinión más gene-ralizada, la respuesta ciertamente sería negativa. Ni el contexto lo exige ni es criterio que se adapte al sentido global del mensaje; por consi-guiente, que fuese sobreañadida no parece una hipótesis desacertada; además, ateniéndonos a las recomendaciones que se hacen a los apósto-les, la imagen que domina no es otra que la idea de servicio.

Concluir entonces que la muerte de Jesús es algo diferente del con-cepto único de ser sacrificial o expiatoria, no es ir en modo alguno des-encaminados. La redención no depende de un punto matemático de la vida. Toda su existencia, sus actos todos, eran redentivos, por más que, al poseer la muerte un significado particular dentro de la vida del hombre, tuviera también para Jesús un valor propio y distintivo, de límite sin duda, pero con la firma esperanza de alcanzar, al mismo tiempo, el bien y la plenitud verdadera.

347

Mc 10,45.

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Última Cena

La Última Cena, con ser particularmente significativa, no es

un hecho aislado en la vida de Jesús. Se trata de algo más; señala los momentos de una peculiar dimensión, aunque dentro del con-junto global de su vida y de su mensaje.

Los evangelistas nos presentan al Maestro asistiendo con fre-cuencia a reuniones y comidas, convites donde Él aprovecha, so-bre todo, para relacionarse y enseñar. Jesús come en la casa de Pe-dro348; en la de Mateo, a cuya mesa se sientan, no sólo sus discípu-los, sino gran número de recaudadores de impuestos y otros pe-cadores349; en la de un fariseo350; en casa de Marta351; de otro fari-seo352; de un jefe de los fariseos donde los invitados iban ocupan-do los primeros puestos353; en casa de Zaqueo354; de Simón el le-proso355.

Se acusa a Jesús porque “acoge a los pecadores y come con ellos”356, al tiempo que se contrapone su conducta a la de Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y a quien califican de endemoniado357.

Supuso la Última Cena la conexión entre las experiencias com-partidas de antes y lo que supondría la convivencia y comunión de Juan después. J. Jeremías llega a afirmar:

“La cena de la institución no es más que un eslabón en una larga cadena de cenas de Jesús con los suyos, cadena que sus se-guidores continuaron también después de la Pascua..., y que ex-presaban así el meollo de su mensaje; eran imágenes del banquete del tiempo de salvación”358 .

Era la comida en aquel entonces, sobre todo para los judíos, un signo de comunión y solidaridad para todos los participantes; por eso, Jesús lo aprovechaba para compartir, además de sentimientos, la fe y la esperanza del mensaje. Nada hay de extraño en ello, pues-to que cenar juntos, como muy bien dice J. P. Schanz, siempre se ha

348

Mt 8,15. 349

Mt 9, 9-11. 350

Lc 7, 36-50. 351

Lc 10, 38-42. 352

Lc 11, 37-54. 353

Lc 14, 1-25. 354

Lc 19, 1-10. 355

Mt 26, 6-13. 356

Lc 15,2; Mt 9, 11-13; Mc 2,16; Lc 5,30. 357

Mt 11,18; Lc 7, 33-35. 358

Jeremías, J.: Teología del Nuevo Testamento I. Sígueme, Salamanca, 1974, p. 335.

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entendido como un modo de fortalecer la convivencia y la amistad. Jesús, al no excluir a nadie, revelaba sencillamente eso: el sentido de comunión y el de saber compartir con los demás.

Distintas versiones

Pablo, como también los sinópticos, son bastante precisos a la hora de relatarnos la Última Cena. Coinciden, sobre todo, en un núcleo común: la fracción del pan, el reparto del vino y el especial significado que Jesús dio a las acciones. Sin embargo, a estas comu-nes afinidades se contraponen también claras divergencias, lo cual ha motivado que la crítica literaria haya descubierto, no sólo sus re-laciones y la ampliación de las mismas, sino también las mutuas de-pendencias. De este modo, se cree que el texto literariamente más an-tiguo es el de Pablo359, aunque hay autores para quien la narración de Marcos también ofrece garantías de ser la primera`. Lo que sí exis-te es el acuerdo de que Mateo360 depende de Marcos, y que la narra-ción de Lucas fundamentalmente guarda referencia con la de Pa-blo361.

En su versión, Pablo expone la vida de la primitiva iglesia post-pascual cuando ésta celebraba ya sus eucaristías, realidad que le lle-va a proclamar la muerte de Jesús en espera de la parusía final. “Ca-da vez que coméis de ese pan y bebéis de esa copa proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”.

Marcos tiene una perspectiva diferente. Orienta la narración al ámbito pre-pascual de la Última Cena. Partiendo el pan, Jesús dice: “Esto es mi cuerpo”, e igualmente con la copa: “Esta es mi sangre”. Se nombra la alianza, pero sin el calificativo de “nueva”, y donde la sangre se derrama por “muchos” en lugar de “por nosotros”, como leemos en Lucas.

Por otro lado, la Cena viene enmarcada en un cuadro y ambiente pascuales, aunque simbolizando principalmente la muerte de Jesús, lo que explica el previo y a la vez lógico anuncio de la traición362. Pe-ro es precisamente en esta unidad donde casi todas las frases pueden 359

I Cor 11, 23-25. 360

Mc 14,22-25. 361

Mt 26, 26-29. 362

Lc 22, 15-20.

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ser analizadas como de semitismos literarios, donde se ha creído ver, al menos por parte de ciertos autores, que el texto de Marcos corres-ponde al más original y primitivo, tomado de la misma comunidad de Jerusalén donde se incluirían los once apóstoles como testigos presenciales de la Cena.

Pablo también, a raíz de la conversión, parece depender del culto de esta comunidad de Jerusalén, pero, a diferencia de Marcos, la in-fluencia le viene del cristianismo helenista. Y aunque cita la versión griega, nada tiene de extraño tampoco, habida cuenta de que la co-munidad era bilingüe.

Mateo, que depende de Marcos, modifica la forma redaccional de éste para exponer también su propia cristología. El perdón de los peca-dos, por ejemplo, va unido y condicionado, más que al bautismo, a la muerte de Jesús. Reconstruye el marco escatológico, pero en la perspec-tiva del “Reino de mi Padre”, así como su proyecto y dimensión ecle-siológica con la despedida: “hasta que lo beba con vosotros”.

Lucas también, aunque sea tributario de Pablo, ve y valora la acti-tud de la Última Cena como una donación permanente, como un regalo que Jesús hace a la comunidad de los creyentes.

Y porque la vida desborda al culto, y al mismo tiempo éste re-mite a la vida, expondremos en breves apartados aquellos puntos donde coincide y es unánime la crítica histórica. Son los siguientes:

a) Jesús celebró la Última Cena con sus discípulos en un clima

y ambiente pascuales, aunque sin ajustarse al estricto rito judío de la cena de Pascua.

b) Con el pan y el vino Jesús realiza ciertas acciones, como la bendición, la fracción del pan y el posterior ofrecimiento a sus discípulos con una intención más elevada de lo que pudiera suponer el simple alimento.

Característico fue también que se ofreciera de beber en una sola copa, mientras que lo común era que cada uno be-biera de la suya.

c) Respecto a la exactitud en todas y cada una de las palabras, tampoco podemos ajustarnos a una estricta fidelidad de las mismas. Por tanto, sería imprudente que se entrase en un debate histórico sobre los conceptos de “nueva alianza”, “perdón de los pecados”, “sangre derramada”, etc. Es pro-bable que Jesús no dijera, por ejemplo, “esto es mi cuerpo”, sino “ésta es mi carne”.

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Sin embargo, lo que aquí interesa es conocer el valor y el alcance de la “institución” cuando ya el fin de la vida del Maestro era inmi-nente. Y la exégesis en este punto sí es lo bastante unánime como para afirmar que las palabras y acciones de Jesús, más que hacer relación a la Pascua, aluden a la muerte como entrega y donación de un incondi-cional servicio.

Gestos y palabras institucionales

Supuesto el carácter escatológico de las palabras y acciones de Jesús en la Última Cena, justo sería que buscásemos el alcance y sig-nificado propiamente teológico de las mismas, aunque la exactitud y el problema de las versiones connote otros planteamientos.

a) Relatos transmitidos sobre el pan

“Mientras estaban comiendo, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo” (Mc). “Mientras comían, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y después se lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo” (Mt).

“Tomando pan, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: "Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía” (Lc). “Tomó pan, y dando gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros: haced esto en memoria mía” (Pablo).

b) Accciones sobre el cáliz

“Después tomó una copa, dio gracias, se la entregó y todos bebie-ron de ella. Y les dijo: "Esta es mi sangre, sangre de la alianza, que será derramada por muchos” (Mc). “Y tomando una copa de vino dio gracias y se la pasó di-ciendo: "Bebed todos, porque esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por los hombres para que se les per-donen los pecados” (Mt).

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“Después de la cena, hizo lo mismo con la copa, diciendo: “Esta copa es la Alianza nueva, sellada con mi sangre, que va a ser derramada por vosotros” (Lc). “De la misma manera, tomando la copa después de haber cenado, dijo: "Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Siempre que bebáis de ella, hacedlo en memoria mía” (Pablo).

En primer lugar, Jesús bendice a Dios por el pan y por el don de su propia existencia, le da gracias por el fruto de la tierra y por su “Yo” que va a ser inmolado. Después, deseando comunicar esta vida, lo lleva a efecto por medio de la fracción del pan y la entrega a sus discípulos como grupo y comunidad participativa. Sin embargo, no debemos ver tampoco en ello una acción única de Jesús; en el fondo está el Padre que envía al Hijo en solidaridad y en bien de los hom-bres. En última instancia, la fuente donde brota la salvación está en sus manos. Por eso, la obra llevada a cabo por Jesús es obra compar-tida. En aras del servicio, Él acepta esta voluntad de lo alto por su fe incondicional a los planes que Dios tiene sobre nosotros.

Con la acción de partir y distribuir el pan se significaba el deseo de conceder su favor a los comensales. El gesto y las palabras de Jesús re-velan su aceptación y comunión de ideales. Los trozos de pan simboli-zaban algo más que el alimento; eran, sobre todo, portadores de la sal-vación. Al mismo tiempo, Él habla de su sangre como sangre de la Alianza; lo cual debe entenderse, no como referido a fórmulas cultuales o ritualistas, sino más bien al contenido o significado que con su muerte se iba a instaurar un nuevo orden de cosas. La Última Cena tiene un sentido eminentemente escatológico, anticipa la gran cena de Dios en el nuevo Reino.

Confirma este sentido escatológico el calificativo que se da a la Alianza, esto es, la denominación de “nueva”, cuyo contexto es similar a otras expresiones con idéntico alcance, como “mandato nuevo”, doc-trina nueva», “vino y odres nuevos”, “nueva creación”, “cielos nue-vos”, “cántico nuevo”, etc. Esta conciencia de Jesús la revelan cla-ramente Marcos y Lucas cuando escriben: “En verdad os digo que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Re-ino de Dios”363Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de sufrir, y os digo que de ahora en adelante no volveré a comerla hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios... Yo os entrego el Reino como mi

363

Mc 14, 12-18.

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Padre me lo entregó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”364.

Ante la inminencia de su muerte, Jesús no sólo garantiza la es-peranza de que tomará parte en el banquete escatológico con los suyos, sino que, en su ausencia, el grupo de los creyentes deberán continuar en comunión con su persona. Por eso, aunque el rigor histórico no alcance a determinar todas y cada una de las palabras de la cena de despedida, el contexto sí nos revela que Jesús, sin-tiendo próximo su fin, quiere hacer ver a los discípulos que su pre-sencia continuará con ellos en un estrecho vínculo de unión hasta que participen en el banquete del Reino en la plena manifestación.

Pero fueron su confianza y su servicio al designio del Padre lo que mejor caracterizaron su vocación y su obra. En realidad, si qui-siéramos hacer un resumen del acontecimiento de la Última Cena, diríamos que la despedida que Jesús hace de los suyos está llena de fe y de confianza. Ni la oposición ni el rechazo, ni la amenaza, ni la muerte podrán desviar su camino y la fe puesta en el Padre. La frac-ción del pan y la simbología del vino, como sangre de la Alianza “nueva”, consumaban esta vida de servicio; vida en pos de Dios y de los hombres, vida compartida y solidaria, vida en pro del nuevo Re-ino.

Getsemaní

Finalizada la Cena, y una vez cantados los salmos, Jesús se dirige

con los suyos hacia el monte de los Olivos. Una vez allí, las escenas que se transmiten nos revelan, además del compromiso difícil de una entrega total e inminente, los sentimientos propios y humanos cuan-do éstos rayan ya con la tragedia. La soledad, el abandono, la agonía

de Jesús subrayan el conflicto entre su sen-tir y la voluntad del Padre. Por eso, místi-cos y escritores han sido atraídos por este clima y ambiente co-mo modelo único pa-ra acercarse a la pro-

364

Mc 14,25. Fig. 7. Ubicación de Getsemaní en la base del

Monte de los Olivos.

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funda oración de Jesús. Fig. 7. No es menos cierto también que las reflexiones han desbordado

con frecuencia el alcance de los textos, y a la atención más sincera, le siguió a menudo la falta de análisis. De aquí que, teniendo en cuenta la exégesis y los estudios de estos últimos años, se nos hace volver, en primer lugar, sobre el valor histórico que aportan las mismas tra-diciones. ¿Corresponderán las palabras a las situaciones concretas? ¿Existirá correlación exacta?, o, por el contrario, ¿serán, más bien, composiciones formales o alegóricas? He aquí el relato que nos ofre-ce Mateo:

“Jesús llegó con sus discípulos a un huerto llamado Getse-

maní, y les dijo: "Sentaos aquí, mientras yo voy más allá a orar”.

Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: “Siento una tris-teza de muerte; quedaos aquí y estad en vela conmigo”.

Fue un poco más lejos, cayó rostro en tierra y se puso a orar diciendo: “Padre mío, si es posible, que se aleje de mí este cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que deseas tú”. Se acercó a los discípulos, y hallándolos dormidos, dijo a Pedro: ¿“Así que no habéis podido velar ni una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil…”

Se apartó por segunda vez y oró diciendo: “Padre mío, si es-te cáliz no puede pasar de mí sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad". Después volvió y los halló nuevamente dormidos, porque se les cerraban los ojos de sueño. Los dejó y se fue de nue-vo a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Por fin, volvió donde los discípulos y les dijo: “¿Así que durmiendo y descansando? Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está aquí el que me entrega”365.

Comparando esta narración con las de Marcos y Lucas, se constata lo siguiente: que aun existiendo un fondo común, las dife-rencias son claras.

Lucas, por ejemplo, parece como si ignorara la revelación que Jesús hace de su tristeza y abandono, al tiempo que Marcos, que representa la tradición más antigua, ofrece puntos peculiares. Así, en el triple sueño de los apóstoles, parece entrever una acción simbólica, al paso que Mateo pone el énfasis particularmente en la oración continuada.

Pero, aparte de esta nueva perspectiva, reconocemos que la tradición se vio condicionada, en gran medida, por una interpreta- 365

Lc 22,15-16. 29.

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ción casi literal de los textos; idea que venía favorecida, sobre todo, por la autoridad de que gozaban los testigos oculares. Quienes, por el contrario, no compartían esta visión, derivaron hacia interpretaciones alegóricas y formalistas, en las que las narraciones, según ellos, podían haber sido elaboradas a partir de lecturas vetero-testamentarias. Pues bien, frente a estas dos posturas, creemos que la exégesis ha encontrado un medio más positivo y exacto. La vista de los duplicados, aparentes incongruencias, repeticiones, etc., hace que nos traslademos a una comunidad que reflexiona sobre unos hechos por los que ciertamente se siente afectada. Se supone, por tanto, que la primitiva iglesia elaboró los textos en razón de las propias viven-cias y, sobre todo, a la luz del “resucitado”. A cualquiera se le ocurre, por ejemplo, que unos discípulos dormidos nunca podrían recordar las palabras de la oración de Jesús.

Sin embargo, en medio de estas claras ampliaciones, permanece un fundamento histórico que da valor y sentido al conjunto de los relatos. Conocemos la tendencia de la primitiva comunidad a elimi-nar todo aquello que pudiera rebajar la dignidad de Jesús, mientras que aquí, por el contrario, las escenas no hacen sino revelar toda la debilidad humana frente al sufrimiento y la muerte, cosa que, de no haber sucedido, nunca hubiera podido ser aportación de dicha co-munidad. Por eso la agonía, aunque, en su forma y presentación, participe del estilo imaginativo, el testimonio ratifica la historicidad del hecho. De otro modo, nunca se explicaría ni la angustia ni la ac-tuación de los apóstoles.

Parece que el lugar corresponde también al mencionado en las lecturas. Después de cenar, Jesús se dirige al huerto de Getsemaní. Tras el recorrido a través del valle del Cedrón, Jesús llega a la ladera occidental del monte de los Olivos, dentro todavía de los límites de Jerusalén.

Una vez allí, y previendo lo que se le avecina, Jesús se turba y sien-te miedo, siente el pavor y la crueldad del destino que le amenaza y se acerca; entra en una angustia de muerte. Según Marcos, Jesús dice a sus discípulos: “Mi alma siente tristeza de muerte”, y Lucas: “Y su sudor era co-mo gruesas gotas de sangre, que iban cayendo hasta la tierrw”366. Pero, en medio de este sudor y esta agonía, hay algo que le sostiene, su apoyo está en la profunda oración que mantiene con el Padre. Le decía: “¡Abbá! ¡Padre, todo te es posible; aparta de mí este cáliz! Pero no se haga lo

366

Mt 26, 36-45.

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que yo quiero, sino lo que deseas tú”367. Mientras tanto, los discípulos dormían. Como hombre que sentía dentro el dolor y la amargura del enfermo y del pobre, va a experimentar en sí, a la hora de beber el cáliz, la consecuencia amarga del pecado. Mateo es lo suficiente-mente preciso; para él la causa de la postración y la angustia no es otra que el presentimiento del cáliz. Siente miedo: una tristeza y un miedo que le llevarán “hasta la muerte”.

Es la angustia de verse solo, de no sentir apoyo, de ser fiel a cos-ta del silencio, la impotencia o el olvido. Marcos y Mateo describen

este estado de Jesús con el término “”, equivalente a ese sentimiento de la persona que ve venir abajo cuanto posee y ha hecho posible en la vida, cuando el hombre queda anonadado, vacío,

como fuera de sí. “” es la palabra que añade Marcos para expresar el asombro de esa vivencia desconcertante e insólita, pareja al mismo abandono de Dios. Y es que, en realidad, su estado y postración no era para menos: las imágenes que él había proclamado de la nueva instauración del Reino se venían abajo. Lo que Él deseó: formar una comunidad de fieles discípulos, ve que, ni lo logra, ni es propicia su situación para ilusionarles. Es la hora difícil de la decep-ción, del abandono y del fracaso. De ahí que se haya llegado a decir, y con razón, que éste fue el auténtico drama de Jesús en el huerto. Debe aceptar que su desaparición comporta también el eclipse y la dispersión de la comunidad que con tanto amor había formado. De aquí que la agonía suya fue algo más profundo de lo que una muerte o un desaparecer comporta; su agonía supuso ante todo la amarga experiencia del fracaso. El Padre así lo deseó del Hijo. Quiso que lle-gara a comprender, que llegara a palpar que él no era la causa y el factor definitivo de comunión y de unidad, sino que sólo Dios era quien podría dar fe y consistencia a los corazones humanos.

Los pasajes apocalípticos del Nuevo Testamento, y, en particu-lar, los textos del Apocalipsis, recuerdan la gran tentación al fin de los tiempos, donde incluso el Mesías sería puesto a prueba y aqui-latado en extremo. Pero en el punto crucial, en la raya límite, Dios intervendría ayudando al Mesías e instaurando definitivamente el Reino. K. G. Kuhn ha querido mostrar que esta idea es el telón de fondo de la prueba de Jesús en Getsemaní.

Por otra parte, y mirando ya a la historia de la Iglesia, los místicos han subrayado esta soledad como el sentimiento más an-

367

Mc 14,36.

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gustioso y amargo. Para ellos, Jesús experimenta el desamparo que supone querer ser fiel en medio de la más cerrada oscuridad; aceptando, como signo de acogida, el silencio de Dios. S. Juan de la Cruz, en la “Noche oscura”, escribe:

“Las aficiones del alma oprimidas y apretadas, sin poderse

mover a ella ni hallar arrimo en nada; la imaginación atada, sin poder hacer algún discurso de bien; la memoria acabada; el en-tendimiento entenebrecido, sin poder entender cosa, y de aquí también la voluntad seca y apretada, y todas las potencias vacías e inútiles, y sobre todo esto, una espesa nube sobre el alma, que la tiene angustiada y como ajenada de Dios. De esta manera a "oscuras", dice aquí el alma que iba segura”368.

Significativas son también las palabras de S. Pablo de la

Cruz en su “Diario espiritual”:

“En este estado el alma se encuentra como en un inmenso abandono... Le parece estar sumergida en un abismo de miseria... Pe-ro entiendo también que Dios la tiene en sus brazos, por más que de ello no se da cuenta”369.

Cierto que la actitud comprometida de Jesús nunca podrá ser enmarcada dentro de nuestros parciales esquemas, pero nos ayudará en esa búsqueda por acercarnos a su verdadero misterio.

Prendimiento

La fe de las primeras comunidades cristianas no optó sólo por la

alegría pascual, sino que nos transmite también lo que supuso la es-pera de una muerte condicionada por la prueba de unos trámites le-gales. Así, las distintas escenas de la Pasión vienen señaladas por acontecimientos suficientemente definidos: el prendimiento, los pro-cesos, las torturas, la condena a una muerte en la cruz.

Parece ser que de todos estos acontecimientos se fue formando una narración que muy pronto pasó a los distintos grupos apostólicos y que, a su vez, éstos la completan hasta llegar a elaborarse los relatos que poseemos. Se explicaría así, no sólo la unidad que ofrece la Pasión

368

S. Juan de la Cruz.: Obras completas. Apostolado de la Prensa, Madrid, 1966, p. 502. 369

S. Pablo de la Cruz.: Diario espiritual. 21 dic. Recogido en el I volumen del P. Amadeo:

Lettere di S. Paolo Della Croce. Roma, 1924, p. 11.

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del Señor, sino también las diferencias que distinguen a cada una de las narraciones.

Respecto al prendimiento, nos aseguran que Jesús es sorpren-dido en el lugar donde estaba orando: en el huerto de los Olivos. Al frente viene uno de sus discípulos, Judas, que va a traicionar al Ma-estro por el precio de un esclavo: treinta denarios de plata. En reali-dad, mucho se ha indagado y aún se seguirá especulando sobre el hecho y el motivo profundo que le llevó a realizar aquella acción. Acaso le moviera la decepción de no ver ya en Jesús el libertador político que esperaba370. Acaso la incomprensión o la larga espera en la instauración definitiva del Reino; lo ignoramos. Pero, aparte espe-culaciones, sí podemos asegurar que existen principalmente dos co-rrientes de tradición sobre el prendimiento de Jesús.

Para los sinópticos, detuvo a Jesús un grupo cualificado de per-sonas armadas que enviaron “los príncipes de los sacerdotes, los es-cribas y los ancianos”, es decir, el Sanedrín. Sin embargo, el evan-gelio de Juan aporta elementos que, además de distinguirle, le con-traponen a la versión anterior. El testimonio del cuarto evangelio muestra que la detención viene realizada por la “cohorte”. Judas, el que lo iba a traicionar..., llega allí con la “cohorte” y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas371.

De corresponder y evocar este término («cohorte») al ejército ro-mano, el prendimiento de Jesús, más que obra de los judíos, sería de-tención romana. Y tanto más cuanto que el episodio que sigue parece

confirmarlo al verse conducido y atado por el “”, término que la Vulgata traduce por “tribuno militar”372.

Para el historiador, si es que el detalle histórico puede precisarse en estos relatos, el problema es grave, y sobre todo porque lo que se dilucida, no sólo atañe a la responsabilidad sobre los procesos, sino a la misma condena a muerte. Paul Winter, erudito judío, trata de pro-bar en su libro, “El proceso a Jesús”, que no fueron los judíos quienes le apresaron, sino los romanos, condenándole a muerte por cruci-fixión, pena propiamente romana. Por consiguiente, el autentico responsable de la condena fue Pilatos, como representante entonces de la legislación del Imperio.

“La presión romana fuerza a los miembros reunidos del Sa-nedrín al considerar necesario actuar contra la propagación del

370

Lc 24,11; Hch 1,6. 371

Jn, 18,3. 372

Jn 18,12

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descontento entre el populacho; cuando se pone en práctica la de-cisión de detener a Jesús, participa personal militar romano”373.

“Los cuatro Evangelios afirman que Pilatos estaba disponi-ble por la mañana, listo para el juicio de Jesús. Esto indica que debía haber tenido información previa sobre lo que estaba pasan-do durante la noche: dato que concuerda con la afirmación del cuarto evangelista de que la detención fue realizada por perso-nal romano”374.

Sin embargo, tales afirmaciones, que de momento parecen tener su consistencia, no descartan, en modo alguno, la versión sinóptica. Aun en el supuesto de que la tradición verdadera fuese la de Juan, se podría objetar que los judíos prenden a Jesús con autorización romana, ya que ellos, no teniendo poder para condenar a muerte, piden un piquete de soldados que garantice el éxito del arresto.

Por otra parte, los términos «cohorte» y “tribuno” no tienen ne-cesariamente connotaciones romanas; pueden decirse también de otras fuerzas de arresto y de policía. Además, Juan es el último que escribe, por lo cual, y a tenor de la crítica, es lógico que los detalles, en línea de principio, ofrezcan más sospecha. Con todo, el proble-ma seguirá. Lo condiciona la misma tradición, aunque sería más importante tener en cuenta que la comunidad primitiva, antes de escribir, ama a quien es la fuente de sus escritos. El detalle histórico era lo de menos. Tras las escenificaciones, domina, sobre todo, la in-tención teológica. La Pasión viene enmarcada dentro de una pers-pectiva claramente veterotestamentaria.

Sin embargo, llama la atención la nueva actitud que, a partir de ahora, van a presentar los evangelistas sobre la actuación de Jesús. Su disposición de ánimo corresponde a la persona que se siente se-gura, consciente de lo que hace, tan dueño de sí como para quedar anotado el retroceso de la guardia ante la respuesta firme de que era él a quien buscaban. Tanto como para pensar que es a partir de ese momento, y por ser fiel a su oración, cuando está ya dispuesto a afrontar cualquier clase de ofensas que pudieran sobrevenirle. Cuando le apresan y atan por vez primera, queda claramente subra-yado que es Él quien, libre y espontáneamente se entrega. Le podían haber sorprendido en cualquier otro momento: “Todos los días estaba entre vosotros enseñando en el templo y no me detuvisteis”375. Pero es particularmente Juan quien más resalta esta seguridad. Se adelanta Jesús y dice: “Yo soy”, expresión, por otra parte, frecuente en el cuar-to evangelio y en la cual las relaciones con el Padre se ponen de ma-

373

Mc 14,46; Mt 26,50; Jn 18,12. 374

Mc 14,49. 375

Mt 26, 55.

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nifiesto. En el Sinaí, Yahvé había dicho: “Yo soy el que soy”376, aunque también Mateo y Marcos, sin concretizarlo en texto alguno, contem-plan el prendimiento bajo la autoridad de la Escritura 377.Ahora bien, si Jesús toma esta actitud, es porque ha percibido claramente la vo-luntad que le viene de lo alto. Nada ya parece arredrarle: ni gente armada, ni abandonos, ni cuerdas que le aten; prácticamente nada. Dueño de sí, rehusa defenderse aunque le pudieran librar las “doce legiones de ángeles”378. En realidad, Jesús se siente identificado con el designio del Padre.

El Proceso

A tenor de las diferencias que encontramos en las distintas ver-

siones, reconocemos, en principio, la imposibilidad de obtener un cuadro coherente y perfecto de lo que fue el proceso de Jesús. Y no es posible, porque el fin propuesto por parte de los evangelistas no era tanto dar una relación objetiva de los hechos, lo que tampoco hubie-ran podido, cuanto el mostrar, bajo una perspectiva teológica y de fe, el significado de la Pasión del Señor. Por eso, en atención a esta idea, lo mejor es respetar el contenido de cada texto para acercarnos des-pués, lo mejor posible, al significado de las distintas escenas.

Jesús ante Anás

Ya el hecho de comparecer ante el “Sumo Sacerdote” comporta

una serie de problemas nada fáciles de solventar. Encontramos, por ejemplo, divergencias entre Marcos y Mateo, por una parte, y Lucas, por otra. Una vez que es apresado, a Jesús se le lleva, según Marcos y Mateo, ante el “Sumo Sacerdote”, con quien se encuentra reunido el Sanedrín; es de noche. Al interrogatorio le suceden los ultrajes e, in-mediatamente, las negaciones de Pedro”379. Sin embargo, la compa-recencia ante el Sanedrín la sitúa Lucas al amanecer. Por la noche, y tras comparecer ante el “Sumo Sacerdote”, relata únicamente las ne-gaciones de Pedro y los malos tratos de los que retenían a Jesús. Por eso, las simples lecturas desconciertan al historiador. Además, Mar-

376

Ex 3, 14. 377

Mc 14,49; Mt 26,56. 378

Mt 26,53. 379

Mc 14,15-64; Mt 26,57-68.

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cos y Mateo hablan de una nueva junta del Sanedrín al amanecer, donde se decide enviar a Jesús a Pilatos. Por consiguiente, se trata de dos reuniones: una, tras la llegada de Getsemaní por la noche, y otra, al amanecer. En cambio, Lucas sólo contempla la sesión de la maña-na.

Pero lo curioso es que la comparecencia que Lucas narra al ama-necer coincide con la de la noche de Marcos y Mateo, lo que descon-cierta a la hora de querer conjugar u obtener precisión en los detalles.

Por otro lado, Juan menciona dos comparecencias y ante personajes diferentes: la primera, por la noche, en casa de Anás”380, donde a Jesús se le interroga sobre sus discípulos y doctrina; y otra, al parecer, en casa de Caifás, por la mañana. Ahora bien, si nos atenemos a la respuesta de Jesús en el interrogatorio de Anás: “He hablado abiertamente; he enseñado en la sinagoga y en el templo donde se reúnen los judíos, y no he dicho nada en secreto”, parece coincidir con la manifestación que los sinópticos hacen de Jesús en Getsemaní: “A diario estuve entre vosotros en el templo para en-señar y no me detuvisteis”, lo cual hace pensar que este desdoblamiento se debe a la influencia de las distintas tradiciones, donde, de la respues-ta en casa de Anás, más verosímil, se pasaría a la declaración en el huer-to de los Olivos.

El interrogatorio termina con la bofetada de uno de los auxiliares del cortejo. Esta escena, la de golpear a Jesús, parece que está rela-cionada con la narración de los sinópticos, cuando éstos refieren las burlas que hacen a Jesús como profeta, por más que también ellos presenten características y puntos que les distinguen. Marcos y Ma-teo sitúan estos malos tratos por la noche tras la comparecencia ante el Sanedrín, de tal forma que, una vez que juzgaron que era reo de muerte381, “algunos se pusieron a escupirle y, tapándole la cara, le pegaban diciendo: "Adivina quién ha sido”382. “Ellos contestaron: Merece la muerte. Luego comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas, diciendo: "Cristo, adivina quién te ha pegado”383.

Lucas no detalla los ultrajes, más bien los refiere de forma ge-neral y abstracta. “Los hombres que tenían preso a Jesús comenzaron a burlarse de é1 y a darle golpes”384. Pero sorprende todavía más la refe-rencia que se hace de las personas que protagonizan tales acciones. Mientras en Marcos y Mateo la iniciativa es llevada por los mismos jefes judíos, en el texto de Lucas se atribuye a los que retenían a Jesús, lo que prueba, una vez más, que el esfuerzo en el análisis será siempre trabajo fallido de no tener en cuenta las tradiciones,

380

Jn 18,13. 381

Mc 14,64. 382

Mc 14,65. 383

Mt 26, 66-68. 384

Lc 22,63.

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gustos o generos literarios propios de épocas y lugares. Por eso, lo propiamente histórico exige un mayor rigor que la simple lectura de los textos. Así, y al hilo de lo que venimos tratando, nos parece, por ejemplo, un tanto sorprendente que todos unos representantes de la Ley judía, todos unos jueces, se rebajasen a unas acciones co-mo las que se describen; y esto aunque sus sentimientos les induje-sen a la condena. La burla, sobre todo cuando es clara y directa, más parece propia de la irreflexión que de personas representativas de autoridad o que ejercen el derecho en un acto público.

Pero no es ésta la única vez que los evangelistas narran escenas de malos tratos a lo largo del proceso. Lucas los refiere también en casa de Herodes Antipas. Juan, en medio del proceso y en casa de Pilato, y nuevamente Marcos y Mateo, al fin del mismo, antes ya de citar la sen-tencia que se le reclamaba.

Hoy la exégesis tiende a ver únicamente dos situaciones centrales en que confluyen las distintas escenas: una, en casa de Anás y al final del interrogatorio; la otra, en el patio del cuartel de la guarnición roma-na; pero sin olvidar la perspectiva teológica y de fe que comportan tales relatos, sobre todo las verosímiles referencias de Is 50,6: “No he apartado mi rostro a las vejaciones y salivazos”.

Otro de los puntos difíciles es el que se refiere a la persona del “Sumo Sacerdote” de aquel año, problema que, de atenernos a la tradición evangélica, deja traslucir que la información de la que partieron los evangelistas no pudo ser la misma. Marcos, por ejem-plo, siendo el primero en escribir, y después de aludir en distintas ocasiones al “Sumo Sacerdote”, nunca menciona su nombre.

En Lucas tampoco lo hallamos en el relato de la Pasión, pero sí en el capítulo tercero385. De estas referencias se desprende que el tercer evangelista supuso que Anás había sido el “Sumo Sacerdote” el año 15 del reinado de Tiberio, lo que ha obligado a algunos exe-getas a suponer que el nombre de Caifás sería un añadido posterior para paliar el error histórico de Lucas.

Mateo, sin embargo, posee buena información386. Escribe: “Por entonces, los jefes de los sacerdotes y las autoridades judías se reunieron en el palacio del jefe de los sacerdotes, que se llamaba Caifás”387. “Los que tomaron preso a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, jefe de los sacerdo-tes”388.

En realidad, ignoramos las fuentes de las que Mateo pudo ser-virse; acaso de documentos judíos; pero lo que sí parece claro es

385

Lc 3,2 y Hch 4,6. 386

Caifás fue “Sumo Sacerdote” desde el año 18 hasta el 36 d.C. 387

Mt 26,3. 388

Mt 26,57.

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que, a vista de la importancia del “Sumo Sacerdote” en la muerte de Jesús, Mateo encontró el dato preciso.

Pero donde se detalla mejor es en el cuarto Evangelio. Además de nombrar a Anás y a Caifás, Juan los distingue diciendo que Anás era suegro de Caifás, “Sumo Sacerdote” aquel año389. Detalle que ha llevado a pensar, al menos a cierta crítica, que tal precisión pudo deberse a inserciones posteriores, puesto que la tradición primera parece que ignoró a Caifás como jefe de los sacerdotes; y, por lo tanto, motivo también para avalar la tesis de que a Jesús, una vez que fue preso en el huerto, lo condujeran a la casa de Anás por su influencia y la fuerza moral en la familia del “Sumo Sacerdote”. Flavio Josefo dice de él:

“Este viejo Anás debe haber sido uno de los hombres más afor-tunados. Tuvo, en efecto, cinco hijos, todos los cuales sirvieron al Se-ñor como sumos sacerdotes, después que él personalmente había esta-do investido de esa dignidad durante largo tiempo”390.

En virtud de esa notoriedad, nada impide que pueda ser verosí-mil que algunas de las primeras tradiciones reconocieran a Anas co-mo “Sumo Sacerdote”, y tanto más cuanto que el interés histórico se fue manifestando de forma activa en etapas posteriores, al hacerse presentes objetivos apologéticos. Con todo, lo que sí parece cierto es que el «Sumo Sacerdote» -y el Sanedrín como tal- tuvieron previa-mente una reunión antes de detener a Jesús”391.

Negaciones de Pedro

Son los cuatro evangelistas lo que narran las negaciones de Pedro;

pero en forma tan peculiar y distinta, que resulta sumamente difícil conjugarlas por más que el fondo venga a ser el mismo. Los interlocu-tores, por ejemplo, difieren según sea el autor que redacta. En Marcos es una de las sirvientas del jefe de los sacerdotes quien primero le di-rige la palabra; después es la “misma” criada quien dice a los asisten-tes: “Este es uno de ellos”,392.

También en Mateo es una de las sirvientas quien primeramente le habla. Después es “otra” criada quien dice a los presentes: “Este estaba con Jesús de Nazaret”.

389

Mt Anás I. Pontífice en funciones entre los años 6 y 15 d. C. 390

Josefo, F.: Antiquitates… XX, 195-9,1. 391

Mc 15,10; Jn 11,53; 11,57. 392

Mc 14,54-72.

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En Lucas, primero es una de las sirvientas; después fue “otro” el que comentó: “Tú también eres uno de ellos”. Y por fin, aseguraba “otro”: “Ciertamente también éste estaba con él, pues es galileo”393.

En Juan: “la portera”, “los presentes”, y “uno de los siervos” del “Sumo Sacerdote”394.

Como podemos apreciar, no es menester gran atención para ver las diferencias; realidad que se confirma aún más si confrontamos, no sólo la forma de interrogarle, sino también el modo de responder que atri-buyen a Pedro, lo cual justifica nuevamente que las versiones, aun te-niendo un núcleo común, ofrecen amplio margen a la libertad y al gus-to de cada autor. Por eso, y en atención a ese estilo peculiar del pueblo semita, algún crítico llegó a pensar que el hecho de las negaciones pudo deberse a adiciones estilísticas para dar cabida al cumplimiento de algún anuncio o profecía. Sin embargo, parece más que sospechoso que la comunidad primitiva hubiera inventado sin más un relato tan humi-llante como éste para la persona de Pedro. Creemos, por el contrario, y así lo atestigua la generalidad de la exégesis, que las negaciones se fun-damentan en la realidad de los hechos. El abandono por parte de los discípulos llegó, no sólo a dejar al Maestro a su suerte, sino también a ser negado por uno de los íntimos. Forzado por las circunstancias, Pe-dro reveló, como en otras ocasiones, la debilidad de su persona.

Jesús ante Pilato

La comparecencia de Jesús ante el gobernador romano es narrada

por los cuatro evangelistas, aunque aportando cada uno momentos y situaciones peculiares en el conjunto del relato. Por eso, antes de hacer una valoración global, intentaremos ofrecer las distintas aportaciones según las características propias de cada uno de ellos.

Sobre la narración de Marcos conviene adelantar que, aun siendo la más sencilla y directa, aporta, sin embargo, los más ricos detalles del proceso. Comienza presentando la decisión tomada por el Sa-nedrín, esto es, la de llevar a Jesús al gobernador. Por tanto, se trata de una presencia, no sólo del acusado, sino también de aquellos que le culpan ser reo de condena.

Pilato le interroga: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”. A lo que Jesús responde: “Tú lo dices”. Sin embargo, la deducción es clara: si es inte-rrogado es porque antes se le ha tenido que acusar. Las acusaciones,

393

Mt 26, 58-75. 394

Lc 22, 56-59.

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más que seguir a las preguntas como leemos en el texto, deberían haber sido previamente contestadas; aunque, en realidad, son imprecisiones que poco o nada tienen que ver para lo que aquí nos proponemos.

Después sigue la elección de Barrabás. Pero con un detalle curio-so. Marcos dice: “La gente subió y empezó a pedir la libertad de un pre-so, como era costumbre”395.

Vemos que la comparecencia de Jesús ante el gobernador no va acompañada conjuntamente de los jefes judíos y el pueblo, sino dirigida tan sólo por un grupo de estas autoridades que le llevan para que se le juzgue. Posteriormente la gente sube, como era su costumbre, a pedir la libertad del preso. Parece como si el pueblo fuese ignorante de la causa de Jesús, lo cual es posible, habida cuenta del fiel seguimiento por parte de la gran mayoría que le escuchó; al menos esto es lo que se des-prende a lo largo de su ministerio apostólico. Pero lo cierto es que, una vez allí, y a instancia de las autoridades que lo llevaron, Pilato cedió a sus peticiones de condena a la muerte en cruz.

El relato de Mateo es muy similar al de Marcos, aunque encon-tremos añadidos y omisiones que revelan propósitos y tradiciones diferentes. Ante la amnistía pascual, por ejemplo, la narración que ofrece Mateo puntualiza que es un “preso famoso”. Dice también su nombre, “Barrabás”, aunque omite el detalle tan significativo en Mar-cos de que “la gente subió para pedir la libertad del preso”. Más bien, da la impresión de que estuviese allí desde el principio.

Pero a la narración de Marcos, la más antigua que poseemos, Mateo añade, ademas del remordimiento y de la muerte de judas, el sueño de la mujer de Pilato y, como más desconcertante y extraño, el gesto de lavarse éste públicamente las manos. En realidad, cada uno de estos episodios sería tema suficiente para un tratado aparte, pero nuestra intención es tan sólo reseñar la hipótesis más generalizada de que se trataría de tradiciones más tardías con clara intención cate-quética y sin dar mayor importancia a lo que pudiera haber acaecido históricamente. Sorprende, por ejemplo, que la mujer de un magis-trado se interponga en el decurso de un proceso, así como el hecho de que todo un gobernador romano, para justificar su inocencia, usa-ra de un gesto propiamente bíblico como el uso de lavarse las manos. Cierto que este acto pudo haberse generalizado en la región, pero no olvidemos el momento histórico en que se escriben los textos. Es tiempo difícil y duro para los cristianos. Las persecuciones arrecian contra las comunidades, y en situaciones así, también era lógico que

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Jn 18, 16-26.

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se suavizaran tensiones que pudieran provenir de cualquiera autori-dad romana. Por consiguiente, debemos saber mitigar el énfasis que se revela contra los miembros del Sanedrín o contra la obstinación del pueblo judío. Ya el mismo evangelio pone las siguientes palabras en labios de Jesús: “No saben lo que hacen”396 (Lc 23,34); y Pedro afir-ma: “Ya sé, hermanos, que actuasteis así por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes”397.

En Lucas lo significativo es el razonamiento que aporta para mover a Pilato a la condena. En efecto, Mientras Marcos y Mateo omiten las causas que condujeron propiamente a entregar a Jesús, Lucas las concretiza de forma clara y explícita: “Hemos encontrado a este hombre alborotando al pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y haciéndose pasar por Cristo y Rey”398.

En realidad, las acusaciones no podían haber sido mejor escogidas; cada una tenía la fuerza suficiente como para no dejar impasible a Pila-to; tanto el haber agitado al pueblo, como el no pagar lo debido al César o la pretensión de hacerse Rey, eran motivos suficientes como para in-quietar al gobernador. Sin embargo, y a pesar de ser acusaciones pro-piamente políticas, por tres veces Pilato declara la inocencia del acusa-do”399. ¿Por qué esta insistencia en la falta de culpa y, a su vez, en tomar la decisión de condenarle? ¿Cabría un desprestigio mayor para la justi-cia romana?

Ante las incongruencias, cabe recordar lo que ya apuntábamos an-tes, esto es, que el hecho debe ser contemplado a la luz del momento histórico y la intención teológica del que redacta; es claro que Lucas orienta sus escritos a mostrar a los romanos que el cristianismo nada tiene contra ellos. Ni el juicio a Jesús ni los realizados a Pablo pudieron encontrar culpabilidad alguna por parte de las autoridades romanas. La enseñanza de los cristianos es mensaje universal, abierto a todos los pueblos y naciones,

La comparecencia ante Herodes pertenece también únicamente a Lucas. “Cuando supo que Jesús era de la provincia encargada al rey Herodes, se lo mandó, ya que Herodes se encontraba en Jerusalén en aquellos días”400.

Se reconoce que este relato es algo marginal en el proceso, no tiene significado como para variar el destino del acusado; ello explica que al-

396

Mc 15,8. 397

Hch 3,17 398

Lc, 23,2. 399

Lc, 23,14. 400

Lc, Lc, 23,7.

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gunos lo pongan en duda apoyados en la tendencia a enmarcar la Pa-sión del Señor en la perspectiva teológica y veterotestamentaria. Se evoca como prueba de ello el salmo 2. “¿Por qué se amotinan las gentes y trazan vanos planes los pueblos? Se reúnen los reyes de la tierra, y se han alia-do los príncipes contra Yahvé y contra su Ungido”401. Claro que también podía haber sucedido lo contrario, esto es, que ante el hecho histórico, se trajera a la memoria su confirmación con la revelación del texto bíbli-co; todo es posible. Pero lo que sí parece evidente es que las burlas que Lucas nos refiere ante Herodes coinciden con las transmitidas por Juan en casa de Pilato hacia la mitad del proceso. ¿Explicación? Difícil la hallaremos si únicamente tenemos como telón de fondo a la historia; la perspectiva de fe es algo esencial para dar valor a toda palabra revela-da.

Pero si la referencia teológica está presente y es fundamental en los sinópticos, en Juan está más acentuada todavía. En realidad, son escritos que se dirigen ya a lectores con un conocimiento y una vi-vencia profundamente cristiana.

Respecto a la comparecencia ante Pilato, dos detalles la caracte-rizan: la no entrada en casa del gobernador por parte de los judíos, y, sobre todo, la razón que se encubre tras las acusaciones presentadas contra el reo. Vemos, por tanto, que la gente no entra en el pretorio; no quieren ser contaminados para así poder comer la Pascua; conse-cuentemente, se hace ir a Pilato del tribunal a la multitud, según las exigencias del interrogatorio.

El diálogo ocupa en Juan una extensión mayor que en los sinóp-ticos, al tiempo que las respuestas de Jesús van también más allá de la comprensión del gobernador. “¿Viene de ti esta pregunta o repites lo que otros te han dicho”. “Mi reino no es de este mundo”. “Yo soy rey; para esto nací y para esto vine al mundo, para ser testigo de la verdad . “¿Qué es la verdad”402. Respuestas e interrogantes con profundo contenido te-ológico, pero legítimas y correctas para ser dirigidas a las comunida-des cristianas.

Por otro lado, Juan nos da a entender que en el transfondo de todo el proceso existe una causa determinante para que se condene a Jesús; y más que política, ésta es religiosa. De aquí que al decirles Pi-lato: “Tomadle vosotros y crucificadle, porque yo no encuentro motivo pa-ra condenarlo”403, la respuesta no se hace esperar: “Nosotros tenemos

401

Sal, 2, 1-2. 402

Jn 18,34 y ss. 403

Jn 19,6

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una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios”404. Ahora bien, si la motivación principal, y diríamos que exclusiva, fue de carácter religioso, ¿cómo es que Pilato llegó a la condena? Juan nos lo dice: por temor, por el miedo a que pudieran elevar contra el acusaciones a Roma. “Si sueltas a ése, no eres amigo del César”405.

No sería necesario afirmar, por lo que hemos podido deducir del análisis, que el carácter jurídico del proceso es problema alto delicado y difícil. Se ha llegado a decir que es uno de los acontecimientos mas dis-cutidos de la historia universal y puede que lo sea en el sentido de que, al presentarse los evangelios principalmente como testimonios de fe, es sólo a la luz de esta aceptación como podremos acercarnos a los hechos que se nos revelan. Cierto que la enseñanza ha de fundarse en un acon-tecimiento real; de lo contrario, toda catequesis carecería de sentido. Pe-ro afirmar que ciertos hechos pueden corresponder a ampliaciones en el conjunto de los contenidos no es excluir la verdad del mensaje. A este propósito, aun los más severos a la hora de asentir en el dato histórico, como es el caso de Martín Dibelius, llegan a consignar sobre la pasión del Señor:

“Se pueden considerar como históricamente seguros: la datación según Mc 14,2, el hecho de la última cena, la pri-sión de Jesús en hora nocturna y mediante la complicidad de Judas, la condena por parte de Pilato a morir en cruz, el ca-mino hacia la cruz y el hecho de la crucifixión”406.

Por lo que respecta a los interrogatorios, conviene decir que su difi-

cultad radica en la implicación de intenciones y móviles políticos, reli-giosos, legales y penales que, de un modo u otro, serán decisivos a la hora de encauzar el proceso. A lo que habrá que añadir también la falta de testigos oculares, puesto que los evangelistas, cuando escriben, no hacen sino transmitir lo que saben de segunda mano.

Naturalmente, tuvieron que suceder más cosas que las referidas en unos cuantos versículos, pero lo importante para la comunidad queda-ba claro y era suficiente, esto es, que Jesús, el Maestro, había muerto en una cruz, que la muerte fue injusta, aunque salvífica y acorde con la obra de Dios. Y hasta tal punto se era consciente de ello, que ningún otro acontecimiento como el de la pasión fue tan relacionado con el An-tiguo Testamento.

404

Jn 19,7. 405

Jn 19,12. 406

Citado por W. Trilling: Jesús y los problemas de su historicidad. Herder, Barcelona,

1985, págs. 132 y ss.

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En cuanto al delito que motivó la condena, reconocemos también que no es fácil delimitarlo. Con frecuencia se ha pretendido dogmatizar en razón de los particulares presupuestos ideológicos; así, la idea contra la rígida legalidad que Ethelbert Stauffer tiene de la actuación de Jesús, le lleva a decir que la causa principal de la condena es motivada por ser el agitador hostil que predica enseñanzas contra la Ley. Niils Astruz Dahl, por el contrario, al creer en una íntima dependencia entre historia y fe, piensa que la razón fue únicamente religiosa, sobre todo por su pretensión mesiánica. Claro que a ello se opondrá la tradición del pue-blo judío. Paul Winter, por ejemplo, intenta probar en su libro “El proce-so de Jesús” que la causa principal fue la política y, por lo tanto, la res-ponsabilidad última estuvo siempre en manos de la autoridad romana. Le mueven a ello, como ya insinuamos, las razones siguientes: que la muerte por crucifixión en Judea, en el siglo I, pertenecía a los romanos, que en la legislación judía no existía jurisdicción que permitiese colgar a los condenados en el poste de una cruz, y que la crucifixión sólo podía venir del gobernador en funciones..

Efectivamente; la interpretación viene supeditada al punto de vista e ideología de cada autor. Por eso, más que a partir de un hecho que pueda favorecer la opinión que interesa, siempre será más razonable, al menos en el caso que nos ocupa, contemplar el tema en su conjunto. Tengamos presente que, por tratarse de un proceso judeo-romano, donde se ignora hasta qué punto se actuó en consonancia con la legali-dad vigente, obliga a que se haga imprescindible la visión global del mensaje. Y es claro para todo el que sin perjuicios lea el evangelio, que los enemigos de Jesús procedían de los distintos círculos de la clase di-rigente judía. Por consiguiente, que a la hora del prendimiento, de los interrogatorios y de forzar la condena tuviesen un papel primordial, es algo que no debería ofrecer la menor duda, aunque debemos reconocer también la arbitrariedad con la que se ha juzgado frecuentemente a este pueblo, debido, quizás, a un superficial análisis de las tradiciones y los textos.

En una época de persecuciones, era lógico que se intentara suavizar las posibles tensiones con las autoridades que representaban los inter-eses de Roma; ello es motivo para que podamos, si no comprender, al menos interrogarnos ante el contraste entre un Pilato vacilante y débil como el que presentan los evangelistas, y el otro Pilato de carácter in-flexible y duro que se deduce de las fuentes de la literatura judía. Lohse escribe al respecto:

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“Es muy importante observar cómo se fue transformando la imagen de Pilato en la época siguiente a la de la aparición del Nue-vo Testamento. Según el evangelio apócrifo de Pedro, no fue Pilato, sino Herodes el que pronunció la sentencia sobre Jesús. Los judíos y Herodes rehúsan lavarse las manos, reconociendo con ello su cul-pabilidad publicamente. Y mientras Pilato se lava las manos y re-calca que no quiere ser culpable de esa muerte, Herodes ordena que se ejecute la sentencia. Si aquí a Pilato casi se le exime de to-da culpa, Tertuliano llega a decir que el gobernador romano se había hecho secretamente cristiano (Apologeticum 21,24). En la leyenda cristiana se llega a considerar incluso como mártir, ya que al final de su vida habría muerto por Cristo; la Iglesia etiópica le venera como a santo. Así que, en épocas posteriores, continúa él esfuerzo -sensible ya en los evangelios- por absolver lo más posible a Pilato de culpa por la muerte de Jesús, y por atribuir a los judíos toda la responsabilidad, desdibujándose con ello la realidad del hecho histórico”.

En realidad, era ésta una actitud de legítima defensa, o, si se quiere, de un género literario propio del que se hacía uso si el mo-mento o el caso lo exigían. El mismo Filón, viendo que el empe-rador Cayo Calígula iba a decretar drásticas medidas contra los jud-íos, y que, a su vez, el procónsul romano de Alejandría apoyaba a los enemigos de estas comunidades, elabora una larga lista de con-cesiones y mercedes concedidas anteriormente a este pueblo por sus antecesores. Se trataba de una misma evasiva: la de defender a los hermanos en la fe. De aquí que, por encima del énfasis que se pudo haber dado a un detalle en concreto, habría que anteponer la falta, el pecado del hombre como tal; y así como la muerte de Jesús es misterio de fe que se revela al creyente, misteriosa, pero real, es la inserción de nuestra culpa en lo que pudo determinar su conde-na; y esto sí que es más importante, más serio y significativo que la siempre problemática reconstrucción jurídica e histórica de los hechos.

Camino hacia el Gólgota Una vez declarado reo de muerte, a Jesús se le conduce al supli-

cio. El preludio legal era la flagelación. Así, castigado el cuerpo du-ramente, perdía gran parte de su vitalidad, aunque servía, a su vez, para no alargar más tarde la agonía.

Ateniéndonos al relato de Marcos y Mateo, parece que la flage-lación de Jesús tuvo lugar una vez dictada la sentencia, y de ahí que sean los tres sinópticos los que narren el episodio de Simón de Cire-

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ne, obligado a llevar la cruz del que había sido azotado anterior-mente. La costumbre era que el mismo condenado llevase, o bien to-da la cruz, o sólo el “patibulum”, esto es, el travesaño que forma la parte superior de la misma. No era infrecuente que el madero verti-cal estuviera ya enclavado en el lugar del suplicio.

Cierto que una reconstrucción histórica del recorrido desde la re-sidencia de Pilato hasta el Gólgota es difícil, pero la sobriedad y los detalles en el relato, como el hecho de mencionar la familia del Cire-neo, ofrecen garantías para creer que Jesús, de camino hacia la muer-te, fue ayudado a llevar lo que serviría para cumplir su condena.

Por otro lado, y en cuanto a las palabras dirigidas a las mujeres de Jerusalén, aunque teologizadas en la tradición de Lucas, suponen un dato significativo de lo que era tradición y costumbre en el pue-blo. Se sabe, por ejemplo, que en Jerusalén existían grupos de muje-res que realizaban ciertas mezclas de vino y hierbas aromaticas con el fin de atenuar los dolores y espasmos de la agonía de los conde-nados. Ya el libro de los Proverbios exhortaba: “Dad licores fuertes a los que van a perecer, y vino a los tristes; . que beban y olviden sus desdichas y no se acuerden más de sus afanes”407 Sin embargo, Jesús no quiso to-marlos .

Semejante a esta referencia es el hecho de repartirse los vestidos. Por eso, aunque la comunidad lo pudiese haber elaborado en rela-ción con el salmo del justo que sufre, “Se repartieron mis vestidos y echaron a suerte mi túnica”408, nada impide que así sucediese, sobre todo habida cuenta de que era algo común entre la guardia romana. Sí hace pensar en otro simbolismo el hecho de que Juan distinga en-tre túnica y vestido, aunque, a la hora de buscar conexiones, sea más que difícil encontrar las analogías.

Pues bien, este núcleo histórico de la pasión puede verse, de igual modo, en el título que ponen encima de la cruz como causa política de la condena: “Ser Rey de los judíos”. Conocemos, por otras fuentes, que este uso de colocar la causa del suplicio en lugar visible de la cruz no era infrecuente entre los romanos, aunque la primitiva comunidad lo interpretara como proclamación profética de la digni-dad atribuida al Señor Jesús.

Respecto a las posturas insultantes y de desafío que le fueron di-rigidas: “Tú, que destruyes el templo y lo levantas en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz”, tienen clara proyección veterotestamentaria:

407

Prov 31, 6-7. 408

Mc 15,23; Jn 19,29.

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“Todos cuantos me ven, se burlan de mí, abren los labios y mueven la ca-beza”409. Mientras las mujeres son los testigos mudos de la Pasión, a los jefes del pueblo se les representa con expresiones de la Escritura, como a los auténticos instigadores del justo que muere indefenso; diríamos que sus palabras son voces bíblicas que dan cumplimiento a la tradición de los profetas.

Últimas palabras de Jesús

Hacia las tres de la tarde, según Marcos y Mateo, Jesús gritó fuer-

temente: “Eloí, Eloí, ¿lamá sabactani”, que quiere decir: “Dios mío, Díos mío, ¿por qué me has abandonado”410. Las restantes palabras a él atribuidas, pudiera decirse que se sintetizan en este grito final; grito extraño sin duda, insólito para el que ha asumido su mensaje e intenta ser fiel a su predicación.

De no ajustarse a la realidad, la comunidad cristiana nunca hubiera podido inventar o concebir la idea de una expresión tan dolorosa y trágica como la de reflejar en Jesús el sentimiento de abandono. Mucho les debió hacer pensar a aquellos primeros fieles. De ahí que, ante la perplejidad del hecho, Lucas continúa la narración haciendo morir a Jesús, no con este grito, sino en estrecha relación con el Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”411. O con el triunfo que ya se respira en las palabras de Juan: “Todo está consumado”412.

Pero es precisamente esta sorpresa y confusión lo que nos garantiza el núcleo histórico de la realidad sorprendente del hecho. Pensamos que, al igual que la crucifixión, el abandono de Jesús en los instantes últimos de su vida tuvieron que ser puntos difíciles y comprometidos para la catequesis primera, pero garantía firme del misterio de fe. Lo que constituyó, sin duda, afrenta y humillación, vino a convertirse en cimiento firme de la nueva esperanza.

Jesús se siente abandonado... ¿Cómo podríamos entenderlo aho-ra nosotros? ¿Cabría pensar que en la cruz Jesús murió con un inex-plicable “porqué”? De atenernos al relato, Marcos y Mateo no pue-den ser más precisos: en los momentos límite de la existencia, a Jesús se le niega la ligazón que le conectaba con el “Abba” de su pre-dicación y su vida. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandona-do?”

409

Sal 22,19. 410

Sal 22,8; Jn 18,16. 411

Mc 15,34; Mt 27,46. 412

Jn 19,30.

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Es evidente que el grito no deberá corresponder al clamor es-tentóreo del que pretende huir de una amenaza. En esos momentos, no tendría Jesús fuerza humana para ello; creemos, más bien, que fue la firme expresión de algo que le llega hasta dentro, que le hace sufrir, que vive profunda y radicalmente. Que se refleje en un “grito”, tam-poco tiene nada de extraño: es la voz tantas veces antepuesta a las cu-raciones, a los milagros, a las señales divinas413. Sólo que en la cruz nos impresiona más por la situación límite y la connotación con el aban-dono del Padre.

Pero volvamos a la pregunta: ¿morirá Jesús con la incógnita de un porqué, dejando sin explicar su dolor y su muerte? ¿Cabría en su adiós y despedida la decepción o la sospecha? Detengámonos en el análisis del contexto y en el significado de las palabras.

La exégesis muestra, en primer lugar, que el sentimiento que se re-vela está tomado del salmo 22,2. Se inicia éste con un grito de angustia, con una lamentación: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”, esto es, con las mismas palabras que recoge el evangelio, para terminar en la confianza del que espera todo de Yahvé. Pero transmitir las frases del comienzo es identificarse con el contenido de fe de todo el salmo. Cierto que el sufrimiento del justo se experimenta también como aban-dono de Dios, pero sin perder el clima de filial confianza. Es la angus-tiosa soledad del que espera sin entender, sin apenas encontrar sentido, del que aguarda en la más cerrada y absoluta oscuridad. Por eso, sir-viéndose del lenguaje apocalíptico, el salmo se convierte en destino ejemplar donde la muerte es la alborada del reino escatológico de Dios. A la queja de principio le sigue la acción de gracias “por no despreciar la miseria del pobre”.

No, Jesús no se desesperó en los últimos momentos como alguno ha querido demostrar. Pero tampoco su grito fue algo metafórico o fi-gurativo, aludiendo a la humanidad pecadora como afirmaron algu-nos padres latinos; a la revelación hecha por Jesús hay que tomarla en serio. Al Padre, a quien había anunciado como persona buena y de misericordia infinita, que perdonaba y no tenía acepción de personas, lo ve ahora oculto, lejos: se siente abandonado. La ausencia divina, como experiencia psicológica en Jesús, es real, increíblemente real y profunda. Se trata de la tentación más grande, de la prueba mayor de toda su existencia. Podría decirse que el Padre le ha dejado a solas frente a los ataques del mal. Pero Jesús rehusa beber el vino aromati-

413

Lc 17,15; 19,37; Jn 11,43; Hch 14,10; 26,24.

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zado para libar hasta el fondo el cáliz de la muerte humana414. Y no es porque lo digamos nosotros; fue Él, el Hijo de Dios, quien sorpren-dentemente hizo de su sentir una revelación que jamás hubiésemos imaginado. En realidad, la gran cruz, la auténtica cruz de Jesús, fue ésa: su gran soledad y el profundo sentimiento de vacío. Pero, por no haberse reservado nada, por no disponer de nada ni de nadie a quien asirse, Jesús fue ofrenda, donación total. No siendo para sí, fue todo para Dios. Por eso, en ese vacío, hueco libre y sin reservas, puso su pie la plenitud divina para que, en fe de la entrega, la vida y la muerte de Jesús se convirtieran en la semilla de donde brotara gloriosa la resu-rrección.

Fenómenos que siguieron a la muerte

Tras la muerte, los evangelistas señalan una serie de fenómenos

cuya referencia y contenido religioso no es fácil de precisar. El velo del templo se desgarra415. La oscuridad se extiende por toda la tierra ll2 Las rocas se parten, algunos muertos resucitan416.

Difícilmente llegaríamos a penetrar la proyección de tales figuras si olvidásemos el carácter e imaginación del pueblo. Un pueblo con larga tradición, que usa de géneros literarios propios, que posee las limitaciones y riqueza de la cultura oriental.

Pues bien, los sinópticos, ante lo desgarrador e insólito del aconte-cimiento, y en la forma bíblica de representar el gran día escatológico, el gran “Día de Yahvé”, no dudan en hacerlo coincidir con la muerte de Jesús. No era infrecuente, por otro lado, esta descripción entre los pro-fetas. “Tiemblen los babitantes todos de la tierra, que viene el día de Yabvé. Día 414

Era (la cruz) la cima del arte de la tortura: atroces sufrimientos físicos, prolongación

del tormento, infamia, la multitud reunida presenciando la larga agonía del crucificado.

No podía haber nada más horrible que la visión de aquel cuerpo vivo respirando, viendo,

oyendo, capaz aún de sentir, y reducido, empero, a la condición de cadáver, por la forzada

inmovilidad y el absoluto desemparo. Ni siquiera podemos decir que el crucificado se de-

batiese en su agonía, pues le resultaba imposible moverse. Privado de su ropa, incapaz in-

cluso de espantar las moscas que se amontonaban en su carne llagada, lacerada ya por la

flagelación previa, expuesto a los insultos y ultrajes del populacho que siempre puede

hallar cierto placer repugnante en la visión de la tortura ajena, sentimiento que aumenta y

no disminuye ante la contemplación del dolor… la cruz representaba la humanidad afligi-

da reducida al último grado de impotencia, sufrimiento y degradación. La pena de la cru-

cifixión incluía todo lo que podía desear el torturador más ardoroso: tortura, la picota,

degradación y muerte cierta, destilada lentamente, gota a gota (A. Reville: Jesús de Naza-

ret. París 1897, III, cita tomada de Paul Winter, o.c., pág. 140). 415

Mc 15,38; Lc 23,45. 416

Mt 27,45; Mc 15,33; Lc 23,44.

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de tinieblas y oscuridad... Se oscurece el sol y la luna y extinguen su brillo las estrellas”417. “Aquel día, dice el Señor, Yabvé, haré que se ponga el sol al me-diodía, y en pleno día tenderé tinieblas sobre la tierra”418. “Aunque se oculten en el Sheol, de allí los tomará mi mano”419.

En realidad, estas imágenes sirven a los redactores para expresar lo que ellos han creído ver tras el acontecimiento increíble de la muerte de Jesús. Los sucesos que relatan son signos escatológicos, y, por lo tanto, no pretenden, en sus descripciones, que las referencias se adapten total y objetivamente a lo real.

Reforzando esta hipótesis, expondremos algunas de las descrip-ciones judías en la muerte de rabinos famosos:

“Cuando murió R. Acha, las estrellas se hicieron visibles en pleno día... Al morir R. Hanan, las estatuas se trastornaron... Cuando murió R. Hanina, el mar de Tiberíades se dividió en dos... A la muerte de R. Shemuel, los cedros de Israel se arran-caron... y un rayo de fuego formó un muro entre el cortejo fúne-bre y el ataúd”420.

Naturalmente que unas descripciones como éstas trastocan los cánones del historiador moderno. Sin embargo, el contexto y la sen-sibilidad oriental, por más que nos cueste entenderlo, eran muy di-ferentes a nuestros juicios de valor. Con todo, lo que sí es cierto es que, como ”signos escatológicos”, la yuxtaposición de los mismos viene ligada a una sucesión progresiva y gradual: al terremoto le sigue el desprendimiento de las rocas, que éstas se resquebrajen, que se abran los sepulcros después, para que así, una vez descu-bierto el Sheol, puedan entrar en la Ciudad Santa, la Nueva Jeru-salén. Figuras, todas ellas, de un inconcebible acontecer, del supli-cio que el justo sufrió en el madero de la cruz.

El Sepulcro

Son los cuatro evangelistas los que narran la sepultura de

Jesús421. Sin embargo, es a la hora de conjugar las distintas tradicio- 417

Mt Job 2,1-11. 418

Am 8, 9-10. 419

Am 9,2. 420

Talmud de Palestina. Aboda Zara, 3, 42c, 1. 421

Mc 15,42-47; Mt 25,57-66; Lc23,50-56; Jn 19,38-42.

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nes y pretender la reconstrucción histórica del enterramiento cuan-do aparecen las dificultades; basta comparar la lectura de los sinóp-ticos con la narración de Juan. Pero las diferencias no obstan para asegurar que Jesús, en fuerza de las circunstancias y de la costumbre judía, fue ciertamente enterrado. El mismo Flavio Josefo detalla que “hasta los que habían sido condenados a morir a la pena de cruz eran retirados antes de la puesta del sol y enterrados”422. Mucho más, tratándose del día de Pas-cua. La prisa en el enterramiento es dato importante que confirma como hecho seguro la sepultura. La pureza judía de la Ley nunca hubiera permitido dejar a un hombre sin vida colgado en un madero.

Es cierto que se disponía de dos fosas cerca del lugar de la ejecu-ción, y que cada una de ellas servía para depositar los cadáveres, según la pena del condenado. Se pensaba que sus cuerpos impuros contami-narían a los demás en caso de ser enterrados en el sepulcro de la fami-lia. Pero ningún impedimento había para depositarlos en alguna tumba vacía o sin usar, como sucedió con el cuerpo de Jesús. Y es que, tal era el respeto por el cadáver, que, una vez pasado cierto tiempo, los restos tornaban a volverse puros, lo que permitía que pudiesen ser llevados a la tumba familiar.

Puede ser que Pablo, al recordar aquella maldición e impureza, se atreviera a escribir: “Cristo nos rescató de la maldición de la Ley haciéndonos él mismo maldición por nosotros”423.

Una perspectiva más teológica se hace presente en el hecho de la lanzada en el costado, cuya sangre y agua pueden muy bien hacer refe-rencia en Juan al cordero pascual inmolado (Cristo) del que brota el agua de la vida. “Y alzarán sus ojos a aquel a quien traspasaron”. Y es que es el agua en la Biblia un símbolo de la gracia, de la sabiduría, de la fuerza del Espíritu.

El hecho de no haber quebrado anteriormente a Jesús las piernas se enmarca también en acontecimientos veterotestamentarios, con clara referencia al cordero de Pascua. “Se comerá dentro de casa, y no sacaréis fuera de ella la carne, ni le quebraréis ninguno de sus huesos”424. Idea pro-fundamente grabada en Juan, para quien el sacrificio de Jesús en la cruz no es otro que el del auténtico cordero inmolado.

Respecto al personaje que efectuó la sepultura, José de Arimatea, conviene decir que también hay razones de peso para asentir con la tradición evangélica, al menos en cuanto al enterramiento. Que después la comunidad le atribuyera ser discípulo de Jesús parece menos ve-

422

Josefo, F.: De bello judaico, IV, 5, 2; Sanhedrin, 6, 5 y ss; Genarah, 47a. 423

Gal 3,13. 424

Ex 12,46; Nm 9,12

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rosímil, y propio, más bien, de un acentuado sentimiento de gratitud. Así, por ejemplo, el poblado es localizable. Además, hablan de él los cuatro evangelistas, con la particularidad de que es en la única ocasión donde se le menciona. Parece que de haber sido el enterramiento una posterior narración elaborada por los primeros cristianos, lo más lógico hubiera sido atribuirlo a personas a Él allegadas o a alguno de sus más fieles discípulos; pero no fue así, y ello acredita y avala el testimonio de las tradiciones.

Otro es el caso de la guardia del sepulcro que nos narra Mateo. Las objeciones aquí sí parecen bastante más serias. Leemos: “Al otro día, al siguiente de la preparación de la Pascua, los jefes de los sacerdotes y los fariseos se presentaron juntos ante Pilato y le dijeron: "Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor dijo cuando aún vivía: “Después de tres días resucitaré”. Por eso, manda que sea vigilado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo que ha resucitado de entre los muertos. Este sería un engaño peor que el prime-ro."

Pilato les respondió: "ahí tenéis los soldados; id vosotros y tomad todas las precauciones que creáis convenientes."

Ellos fueron al sepulcro y lo aseguraron, sellando la piedra y poniendo centinelas”425.

“Al otro día...” Parece extraño que el sanedrín gestionara con Pila-to el piquete de guardia en un día de descanso como era el siguiente al de la Preparación: se trataba del sábado. Además, de haber existi-do la precaución para que no lo robasen, la sospecha, y, por consi-guiente, las medidas a tomar, deberían haber tenido lugar la tarde anterior, no después de haber pasado ya la primera noche. Además, sorprende que esta tradición fuese recogida por sólo un evangelista, sin que Marcos, ni tampoco Lucas ni Juan hagan la más mínima mención de ella.

Se cree, y no parece descartada la idea, que para desvirtuar la re-surrección de Jesús, los judíos polemizaron con los cristianos acu-sándoles de que fueron los discípulos quienes robaron el cuerpo del Maestro. Es entonces cuando, por la misma necesidad de la refuta-ción, se conciben las ampliaciones en fuerza de una apología cuyo único objetivo es defender a la atacada comunidad. Por lo tanto, y ateniéndonos al núcleo de las tradiciones, podríamos concretar lo si-guiente: que, una vez que expiró Jesús, por el respeto del pueblo hacia el cadáver, y en atención a ser ya el día de la preparación de la Pascua, dieron sepultura a su cuerpo sin vida. Es también acorde con las palabras de Pablo, cuando escribe a los corintios: “Os transmití la

425

Mt 27,62-66.

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enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo murió por nuestros pecados, según las escrituras; que fue sepultado y que resucitó...”426.

426

1 Cor 15,3-4.

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RESURRECCION

Fundamento de fe

Con la muerte de Jesús no sólo se llegó a creer en el fracaso, sino

que éste fue asumido como tal. Defraudados los discípulos, vuelven a sus casas y a su oficio con la resignación de aquél que, soñando en un mundo nuevo, despierta a la ordinaria y cruda realidad.

La prueba les fue demasiado difícil, tan extraña y dura que supuso para ellos el corte definitivo de sus esperanzas. El mensaje sobre la ins-talación del Reino quedaba desmentido por el desenlace final. ¿Cómo iban ellos, después del acontecimiento de la muerte, a transmitir los ideales de Jesús? No podían. La continuidad de su “causa” estaba rota por el escándalo de la cruz. Humanamente, aquello no podía seguir. Sin embargo..., y a pesar del desconcierto, la “cosa” siguió; más aún, va a ser a partir de ahora cuando un nuevo impulso haga que todo cobre una increíble e insólita vitalidad. Los apóstoles vuelven a reunirse, op-tan por decisiones firmes, pierden el miedo, hablan públicamente del mensaje de Jesús. ¿A qué se debe? ¿Por qué al temor de antes le sigue ahora casi un desafío? ¿Cuál la razón de esta vuelta a las esperanzas primeramente compartidas? El móvil hubo de ser algo no común, pa-radójico si cabe, pero algo necesariamente excepcional.

Testimonio apostólico

Intentar ofrecer luz al acontecimiento decisivo de la fe apostólica

será siempre, además de positivo, grato para nosotros y para los demás. Debemos reconocer que se trata del sí o del no, del ser o no ser del mensaje cristiano. Pero, como entonces en la comunidad apostólica, la

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cuestión vuelve una vez más a ser desafiante para el mundo de hoy. Por eso, a la misma iglesia católica le pareció justo que se organizase un simposio sobre el tema: “¿Qué significa para el momento actual la fe de los apóstoles: Cristo resucitó verdaderamente y se apareció a Simón?”

Es la resurrección de Jesús la que, directa o indirectamente, implica la importancia del interrogante. Y es que, más que de una búsqueda, de lo que en realidad se trata es del significado de nuestra fe. Por ello, la pregunta primera sería: ¿cuál es nuestra posibilidad de acercarnos a la resurrección de Jesús? Y como el tema exige por sí mismo claridad y búsqueda, bien está que nos detengamos primero en el fundamento que dio origen a los relatos.

Tomando como punto de referencia la catequesis primitiva, la exé-gesis muestra que, tras los evangelios y Pablo, existen fórmulas pre-sinópticas de la resurrección que se plasmarán más tarde en las epísto-las, en los evangelios y en el libro de los Hechos. Pero, en cuanto a la formalidad propiamente de la narración, la más antigua es la que en-contramos en la “primera carta a los Corintios”. Pablo enumera varias apariciones con las siguientes palabras: “Os he transmitido, en primer lu-gar, la enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado; que resucitó al tercer día como dicen también las Escrituras; que se apareció a Pedro y después a los Doce. Más tarde, a más de quinientos hermanos, la mayoría de los cuales viven todavía, aunque algunos murieron, luego se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Y por último, como a un aborto, se me apareció también a mí”427.

Expresamente afirma que el “transmite” lo que a su vez recibió. Aun más, el estilo literario nos confirma la tradición antigua de la fórmula de fe. Y no sólo esto, sino que algunas de las apariciones mencionadas aquí no son descritas por los evangelistas, así como otras que ellos narran no las reseña el Apóstol. Pero la proximidad a los hechos ocurridos, alrededor del año 35, y la densidad que ofrece la fórmula acuñada en la primitiva comunidad de Jerusalén, hace que Von Campenhausen llegue a afirmar:

“Esta información de Pablo cumple todos los requisitos de fi-delidad histórica que se pueden exigir a un texto de esta clase, con-forme al estado de las cosas”428.

Dos son, en realidad, los hechos revelados: por una parte, la fór-

mula que recibe; por otra, la aceptación expresa de la misma. Bastaba la

427

1 Cor 15,3-8. 428

Campenhausen, Von H.: Der Ablauf der Osterereignisse und das leere Grab. Heidel-

berg, 1958, pág. 9

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fe, pero era necesario enumerar distintas apariciones para justificar la solidez de la doctrina. Puede que después, o antes de su configuración definitiva, se ampliasen las composiciones, pero eso es ya secundario. Lo importante es que, por el acontecimiento de la resurrección de Jesús, los apóstoles se sienten impulsados a proclamar, de palabra y por escri-to, que lo que creen está basado en hechos reales.

Pero, por muy sólidas y consistentes que fuesen las pruebas, al tratarse de creencias personales, cabrían siempre las preguntas: ¿nos contarían la verdad? ¿Serían excesivamente crédulos? Y a nivel psi-cológico, ¿eran normales aquellos hombres?

Como interrogantes, cierto que se pueden plantear, aunque no sólo para el acontecimiento de la resurrección, sino también para todo el Nuevo Testamento. Pero concretándonos al hecho que nos ocupa, sí es realmente sintomático que los mismos decepcionados discípulos de an-tes tornen ahora por actitudes comprometedoras y de desafío, incluso hasta la muerte. El hecho mismo ele acusarles del robo del cadáver y la introducción de añadidos en las narraciones que justificasen su defensa, nos dan a entender que eran conscientes, no sólo de las falsas acusacio-nes, sino de la firmeza de su fe en los acontecimientos del resucitado. Pablo no puede ser más preciso cuando escribe y asegura a los corintios que, sin resurrección, la fe que se predica no tiene sentido, es vana. “¿Cómo entre vosotros, alguno dice que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no fue resucitado, nuestra predicación es falsa al igual que la fe que profesáis”429.

Es claro que la firmeza de la argumentación radica y depende de la realidad efectiva del acontecimiento. Porque los apóstoles, más que re-surrección de Jesús como conclusión de unos acontecimientos vividos, la anuncian principalmente como acontecimiento real que le había acaecido a Jesús. Por eso, en la medida en que se proclame la resurrec-ción como acontecimiento, se hablará más tarde de su significación salvífica. Siempre las referencias y connotaciones vendrán después de la realidad de los hechos. Pero, ¿qué significó la fe de aquella comuni-dad primitiva? ¿Cuál es el alcance del término “resucitado”? Y la res-puesta, como suele acontecer en todo planteamiento comprometido, no siempre ha sido la misma. Por ello, y en razón de su importancia y tras-cendencia, vamos a exponer a continuación las interpretaciones más representativas, tanto de la teología protestante, como de la católica.

429

1 Cor 15,12-14.

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La Resurrección en la teología protestante

Es obvio para cualquiera el interés de la teología protestante res-

pecto a la exégesis y nuevos planteamientos que ofrecen las Escrituras. Que sus conclusiones sean más o menos compartidas es ya otro pro-blema; pero, como método de trabajo, será siempre digno de tenerse en cuenta. Entre las distintas tendencias y personalidades destacan las si-guientes:

R. Bultmann

Fue ya por el año 1941 cuando R. Bultmann escribía: “La resu-rrección expresa el significado de la cruz”430, esto es, la resurrección, más que un dato histórico, expresa el significado de la muerte de Cristo en cuanto salvación para nosotros. Dar crédito a ella supone aceptar que la cruz es acontecimiento de salvación para cada uno, para ti y para mí. No es, por tanto, un hecho o un milagro que hace u obliga a creer. La resurrección sólo es accesible por la fe pascual de los apóstoles; éstos son los que inician verdaderamente el mensaje de vida, son los mismos a quienes la muerte de Jesús sumió en una derrota que, al final, sería sólo aparente.

Lo que le interesa a Bultmann es explicar el fenómeno de la fe. Su pensamiento se centra en la importancia que ella tiene para la vida per-sonal e interior de cada uno, y por ello insiste: “La fe en laresurrección no es otra cosa que la fe en la cruz como acontecimiento salvífico”. Aconteci-miento de salvación que llega a nosotros escuchando la palabra del ke-rygma en cuanto se hace presencia en nosotros. “La fe en la iglesia, como portadora del kerygma -dice-, es la fe pascual, que precisamente consiste en la fe de que Cristo está presente en el kerygma”431.

Para Bultmann, el acontecimiento que puede demostrarse con método histórico-crítico es la muerte de Jesús en la cruz; y solamente en la fe, la resurrección es contemplada como hecho de verdad y de aceptación en la vida interior de cada persona.

Sin embargo, convendría tener en cuenta los antecedentes filo-sóficos que le condicionan, y que no son otros sino los de la filosofía de la existencia, concretamente el pensamiento expresado en la última eta-pa de la obra de M. Heidegger. En efecto: se manifiesta el hombre en la filosofía heideggeriana como un ser-en-el-mundo, que, para vivir de

430

Bultmann, R.: Neues Testament und Mythologie, 1941, 44-46. 431

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forma auténtica, necesita, además de “estar”, “proyectarse en el futu-ro”. Existir, y hacerse existiendo, es algo radical de ese ser-en-el-mundo que somos nosotros.

Pues bien, a la luz de este principio y deducción filosófica, la te-sis de Bultmann, por su correlación, se nos presenta también más ra-zonable y lógica. Por ello, así como la vida auténtica se halla y reside en el proceso mismo de vivir, de igual modo la comprensión del mensaje se efectúa en la realización de esta misma fe. Se trata, no tanto de un acontecer de Jesús, cuanto de lo que ocurrió en los após-toles.

Es evidente que esta interpretación contiene elementos positivos, puesto que, más que un hecho palpable, la resurrección es algo que nos supera, algo extra-histórico que va más allá de nuestras categor-ías espacio-temporales. Para la crítica histórica, nunca la resurrección puede ser ese dato objetivo y experimental que demanda su propio método. Los fenómenos históricos únicamente se comprenden en cuanto se hacen constatables, lo cual no acontece sino por la analogía o relación que guardan con otros acontecimientos. Y es claro que, a este nivel, la resurrección escapa al resto de cualquier otra realidad que viene a nosotros.

Pero no es menos cierto que la fe ha de conectarse con algo, o mejor aún, con alguien. La significación salvífica del resucitado, co-mo cualquier otra connotación, necesita apoyarse en lo real, es decir, en lo que va a servir de referencia. Por eso, los apóstoles lo procla-man como acontecimiento que le ha sucedido a Jesús y no como sig-nificación salvífica que pendiese de un ideal supuesto o estuviera colgado en el aire. La resurrección se funda en un hecho acaecido, en un acontecimiento real, que es donde se asienta la fe de los apóstoles. Sin la trabazón y enlace con lo histórico, el significado no tendría sentido. El pensamiento de Pablo cuando habla a los corintios y les dice: “Si Cristo resucitó, todos los que creen en él también resuci-tarán”, no es una referencia a algo simbólico o figurativo. El argu-mento tiene valor porque depende de la realidad efectiva de la resu-rrección de Jesús. El significado vino después. Posteriormente a la muerte se entendió que ésta era sacrificial y redentiva. Acaso Bultmann, por convicciones existencialistas, quiso pu-rificar la fe para que ésta fuese ella misma. Pero un fideísmo tal, ¿no está cerca del concepto heideggeriano en el que el existir del hombre es un sostenerse dentro de la nada? Si la coincidencia no es total, el riesgo sí está muy cerca, porque la resurrección, por más que corres-ponda a lo extra-histórico y su dimensión sea otra, nunca podrá ser

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desligada del acontecimiento acaecido en Jesús. Además, ¿cómo podríamos legitimar nuestra esperanza ante quien nos interpelase por ella?

Willi Marxsen

La tesis de Bultmann no siempre ha sido replanteada de la mis-

ma manera, pero acaso ningún otro intento haya provocado tanto in-terés como el realizado con originalidad por Willi Marxsen. Al igual que Bultmann, el punto de partida de Marxsen es la radical distin-ción entre lo histórico y lo teológico.

“La fe -dice- no puede establecer hechos históricos”432. «Lo único que puede considerarse es que, tras la muerte de Jesús, hubo algunos hombres que afirmaron lo que les había sucedido, inter-pretándolo como ver a Jesús”433.

Para Marxsen la interpretación del “Jesús resucitado” viene con-dicionada por la visión apocalíptica del pueblo judío y, por lo tanto, circunscrita a un modo de pensar de aquella época. Ahora bien, si el motivo para que se llegase a elaborar el término de “resurrección” fue su condicionamiento social y religioso, eso quiere decir que para nosotros hoy la interpretación puede y debe de ser también dife-rente. No fue aquella la única posible. Más aún, las distintas narra-ciones del resucitado vendrán subrayadas siempre por aquellas for-mas o categorías que enmarcan el concepto de resurrección; de ahí que Marxsen en este punto sea más radical todavía que Bultmann. La resurrección no es un acontecimiento real, sino una interpretación que debe ser hoy traducida a nuestra fe. Se trata de buscar un equi-valente que pueda traducir la fe de los apóstoles. Y él cree encontrar-lo en la fórmula: “La realidad de Jesús continúa”, esto es, su causa sigue adelante y nos llega a nosotros como entonces alcanzó a los discípulos, aunque, eso sí, partiendo de que el anuncio: “Jesús ha resucitado”, corresponde únicamente a un modo de traducir el “ver”, es decir, a una proposición del que interpreta, a una re-flexión.

432

Marxsen, W.: Die Auferstehung Jesu als historisches und als theologisches Problem.

1964, pág. 10. 433

Ibid. pág. 12.

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Difiere Marxsen de Bultmann en que, mientras para éste la Pascua venía a expresar el significado de la cruz, para Marxsen no existe tal marco de reducción; es el Jesús del evangelio quien, por el significado que se da a la resurrección, sigue adelante su causa. La expresión “resurrección de Jesús” fue una fórmula interpretati-va. En sí no excluye la realización de un milagro, pero siempre que se tenga en cuenta que éste, más que realizarse en Jesús, ad-quiriendo la vida después de la muerte, se produjo en los apósto-les; fue su propia fe la que constituyó, en definitiva, el gran mila-gro.

“Si eso me alcanza, entonces yo sé que Él vive. Ex-presándolo en una terminología más antigua (consciente de los límites y condicionamientos de tal terminología), puedo hoy confesar: Él vive. Él no permaneció en la muer-te. Él resucitó”434.

Como valoración de este planteamiento, diremos que contiene también su parte positiva, como el hecho de insistir en que la fór-mula “Jesús ha resucitado” es una interpretación restringida a unos hombres. Cierto, pero se olvida que tal interpretación ha de conectarse con su punto de referencia. En este sentido, pienso que tanto Bultmann como Marxsen no tuvieron en cuenta los análisis que elabora la filosofía del lenguaje. En efecto: al comunicarnos, además de revelar nuestra forma de ser y decir, el lenguaje siem-pre apunta a algo. La palabra de la que el sujeto se sirve es signo de relación y dependencia. Es cierto que la lengua condiciona también el pensamiento, pero siempre de forma limitada. A nues-tro modo de ver, al tiempo que dependemos de la tradición, mol-deamos lo objetivo y lo real que nos llega; por eso, y con razón, se dice que la palabra es algo vivo, que cambia, que seguirá evolu-cionando.

Pues bien, Bultmann, queriendo renunciar al acontecimiento que apunta el lenguaje, se ve obligado a quedarse sólo con la inter-pretación. Pero, ¿podrá deducirse algo sin anteriores o previos presupuestos? Nunca; lo contrario se asemejaría al que contempla la reproducción de una obra maestra sin pensar ya en el modelo u ori-ginal del que se sirvió el copista.

434

Ibid. pág. 39.

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Marxsen, por el contrario, sí intenta acercarse al acontecimiento de origen, pero, al no reconocer la relación necesaria entre lenguaje y suceso, el signo lingüístico pierde su función. En último término, la realidad interpretada no es algo que se de en Jesús, sino en mí, y por consiguiente, cuando se alude a que Jesús “continúa y vive”, más que ser algo real, es imagen, ficción de la mente. Sin embargo, como muy bien apuntaba Dahl, los hechos del Nuevo Testamento no fue-ron previstos; se describen teniendo en cuenta un ver concreto que les causa impacto, un ver que se mostraba ahí, exigido por el aconte-cimiento real.

Wolfhart Pannenberg

Profesor de teología en Munich, Pannenberg expone, particu-larmente en su “Cristología”, su singular modo de entender la “resu-rrección de Jesús”. En principio se aparta del subjetivismo bultmaniano para centrarse en la historia de los hechos, en la historicidad del acontecimiento que inaugura la Pascua. Para él, la unidad de Jesús con el Padre no estriba tanto en su actuación prepascual, sino fundamentalmente queda establecida por su resurrección de entre los muertos435. Él considera que al mensaje cristiano nunca se le puede desligar del marco ambiental de la época, lo cual hace que debamos contemplar la palabra y el mensaje en la perspectiva de las esperanzas escatológicas de su tiempo. Así, cuando Jesús aludía a su futura manifestación, la referencia no era tanto a una resurrección de entre los muertos verificada de modo particular en su persona, sino a una resurrección universal dentro de la concepción que el pueblo tenía de la misma. Por consiguiente, al toparse los discípulos con el resucitado, la conclusión debió de ser clara y explícita: se había abierto el fin que se esperaba para la resurrección universal de los muertos. Tuvo que pasar una generación para que se cayese en la cuenta de que la resurrección de Jesús era un caso particular y no el inicio escatológico último. Por eso, Pannenberg llega a concluir que solamente en la resurrección, contemplada desde la perspectiva apo-calíptica de entonces, se puede fundamentar la auténtica cristología.

435

Pannenberg, W.: Grünzuge der Christologie. Gütersloh, 1964. Traducción castella-na: “Fundamentos de cristología”. Salamanca, 1974, pág. 67. Las citas corresponderán a esta traducción.

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Pero antes de exponer la historicidad como serio compromiso suyo, se detiene a examinar el alcance que comporta la “resurrección de entre los muertos”, y concluye que tal expresión no se puede des-ligar de sus referencias simbólicas, concretamente de la analogía que guarda con nuestra propia experiencia de los sueños. La constatación diaria del dormir y despertar le sirvió de símbolo para significar lo que un día sucedería a los que ya murieron436. Es evidente que se trata de un símil limitado y pobre, pero válido, aunque la transformación del cuerpo futuro en nada pueda equipararse con lo que en este mundo acontece.

Aclarado esto, Pannenberg pasa a estudiar el significado de la “resurrección de Jesús”, analizando las tradiciones en las que se transmite el mensaje, esto es, las apariciones y el relato del sepulcro vacío.

En cuanto a la descripción de las apariciones que encontramos en los evangelios, Pannenberg no duda en afirmar su carácter imagi-nativo y legendario; intención que viene favorecida, sobre todo, por la tendencia a representar la corporeidad del Maestro, que hace difí-cil la constatación detallada de la prueba histórica437.

No ocurre lo mismo, para este autor, con la tradición de Pablo438, de quien sí puede afirmarse que es un auténtico testimonio de la re-surrección. En la forma de enumerar, por ejemplo, las principales apariciones, parece estar implicado en ellas. “Se apareció a más de qui-nientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales viven todavía”. Es como si su actitud personal estuviese, no sólo implicada, sino que dependiera de la realidad que nos transmite; con lo cual, él piensa que se aportan los elementos necesarios de una verdadera “prueba histórica en el sentido moderno de la palabra”. Además, si se tiene presente que los acontecimientos que narra tuvieron lugar en fechas próximas a su propia experiencia, será más firme su motivo para ga-rantizar esta fe en el misterio pascual. La resurrección, para Pan-nenberg, no justifica la presencia del resucitado por causa de la fe; más bien sucede lo contrario: ésta se explica a partir de lo acaecido. Sin resurrección no se hubiera proclamado el mensaje.

Reitera Pannenberg que la tradición del sepulcro vacío es inde-pendiente de aquélla que elaboró las apariciones, válida también, aunque no encontremos en Pablo referencia a la misma. Piensa que el haberla omitido no significa que la desconociese, sino que la creía innecesaria. En favor de ello está la acusación misma que hacen los

436

Ibid. págs. 93-95. 437

Ibid. pág. 110. 438

1 Cor 15, 1-11.

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judíos a la comunidad primitiva de Jerusalén inculpándola del robo del cuerpo de Jesús por parte de sus discípulos.

Pero, aun formándose las tradiciones de modo independiente, unas y otras ofrecen garantía de ser pruebas razonables y suficientes para demostrar la historicidad de la resurrección, aunque se nos ofrezcan en un lenguaje característico y propio de la expectación es-catológica de entonces. Por consiguiente, en cuanto a su valoración crítica, reconocemos, en principio, el esfuerzo que Pannenberg hace por presentar el misterio de Pascua, no sólo como luz que ilumina la historia de Jesús, sino también como esperanza de vida y de resu-rrección que deposita en los creyentes. Con Pannenberg, y con él los teólogos que se apartan del subjetivismo bultmanniano, la investiga-ción protestante se pone en un camino muy próximo ya a las postu-ras que se defienden en el campo católico.

Acaso, para evitar equívocos, este autor debiera haber distin-guido entre el hecho directamente constatable y el dato indirecta-mente histórico. La resurrección de Jesús no fue vista por nadie, no es un hecho directamente asequible, pero sí indirectamente histórico desde el momento en que los apóstoles, al toparse con el resucitado, pudieron decir: “Jesús vive”. La resurrección entra en la historia, no por sí misma, sino a través de unas apariciones que, a decir verdad, nos superan y transcienden. Si la revelación pascual estuviese fun-damentada en un dato históricamente verificable, entonces, y como muy bien nos dice G. O'Collins439, la fe perdería toda su autonomía y lo que más particularmente la caracteriza, esto es, la fiabilidad en la palabra.

Por mucho que se inserte en la historia, la Pascua rompe nues-tras coordenadas existenciales, va más allá de nuestro espacio y nuestro tiempo, se instala en algo que era exigido. Por ella, Jesús vive y se adentra en la plenitud divina.

“Resurrección” en la teología católica Si en la investigación protestante reconocimos el interés por los nuevos métodos de exégesis, no menos es de alabar hoy el es-fuerzo y rigor en el campo católico.

Frente a tiempos pasados, la crítica literaria e histórica es algo imprescindible para cualquier interpretación que se quiera hacer de

439

O’Collins, G.: Come nasce la fe nella risurrezione? “rassegna di Teologia”, 16 (1975) págs. 409-419.

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los textos. Cierto también que las opiniones no siempre coinciden; pero ello en cierto modo es normal, teniendo en cuenta la pluralidad, las diferencias y lo remoto de las tradiciones. A continuación expon-dremos, aunque someramente, las tendencias más representativas.

1. Tesis tradicional

No creemos revelar nada nuevo si afirmamos que hasta hace tan

sólo unas décadas, manuales y publicaciones presentaban la resu-rrección de Jesús como algo fundamentalmente histórico, tan real y objetivo, que se hacía uso de una cronología casi matemática de los hechos. Fundamentaban la afirmación, tanto en las apariciones, co-mo en la tumba vacía. Aún más, llegaban a confirmar estos postula-dos con anuncios incluso del Antiguo Testamento, según el alcance interpretativo dado por Pedro y Pablo en su ministerio apostólico (Hech 2,24 ss, 13,35 ss) o, por ejemplo, en el salmo: “No dejarás tú mi alma en el infierno, no dejarás que tu justo experimente la corrupción”440. Planteamiento que obligaba a rechazar cualquier tipo de idealización que pudiera hallarse en las narraciones441.

La conciencia que se tenía de Jesús es como si hubiera vuelto a tomar posesión de su cuerpo para manifestarse posteriormente vivo ante los que le creían sin vida. De tal suerte que los testigos del resucitado debieron tener la impresión de estar delante de un hom-bre como los demás, que había muerto, sí, pero que tenía un cuerpo animado como el de otro cualquiera442.

2. Postura crítica y comparada de los textos

Partiendo de una metodología crítica de las distintas tradiciones,

se pretende llegar a la auténtica fe de la primitiva comunidad tras el serio trabajo de exégesis de los textos, esto es, acercarse a la vivencia

440

Sal 15,10. 441

Ott, L.: Grundriss der Katholischen Dogmatik. Trad. Castellana: “Manual de teología

dogmática, Por C. Ruiz Garrido. Herder, Barcelona, 1966, pág. 304. 442

Con algunos matices , estas ideas han sido defendidas por E. Cutswenger: Zur Ges-

chichtlichkeit der Auferstehung Jesu. en ZKTH, 88, 1966.

Balengue: La prueba de la resurrección. LANG: Fundamentaltheologie. W. Bulst: Sacra-

mentum Mundi I. Herder, 1972, págs. 413-416.

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y comprensión apostólica del hecho que hizo posible su fe en el resucitado.

Pues bien, acaso sea J. Schmitt el representante más significativo de este método de trabajo. Llega a creer que para los testigos de las apariciones, la resurrección, al igual que la muerte en cruz, fue algo histórico, tan real, que llegaron a ver en el suceso la manifestación del amor del Padre que exaltaba a Jesús por su obediencia a la mi-sión que se le había encomendado. “Por eso Dios lo engrandeció y le concedió el nombre que está sobre todo nombre”443.

Es evidente que una actitud como ésta tiene el mérito de saber deslindar el marco ofrecido por las distintas tradiciones, pero no es menos cierto que se olvidan o relegan los motivos por los que se ela-boró el texto de aquella forma. Admirable también es el deseo e in-quietud por llegar a esa primera fe de la Iglesia, pero debería darse cabida a la pregunta que se interroga por el ambiente, cultura y pe-culiares circunstancias que motivaron las redacciones. Por lo tanto, es digno y se reconoce el esfuerzo por descubrir la fe que inició la vi-da cristiana, pero no hay que olvidar la génesis y las causas que, de una u otra forma, contribuyeron a que se formasen los distintos rela-tos.

3. Abiertos al análisis hermenéutico

La exégesis actual no atiende únicamente al texto; sabe que ante-rior a él hubo intenciones, propósitos y circunstancias que con-dicionaron las redacciones. El análisis, por consiguiente, no sólo llega y cuestiona la génesis de aquella primera fe, sino el cómo compren-der ahora lo que fue luz en otros tiempos. Ante la conciencia que se tuvo de la resurrección, se pregunta por el origen de las tradiciones, por qué se acuñaron unos términos y no otros, o lo que es lo mismo: por qué la evolución siguió una determinada trayectoria. Por eso, an-te lo acaecido y frente a la forma en que encontramos los textos, la crítica se interpela y pregunta hasta qué punto hoy nosotros pode-mos transmitir lo que condicionó un marco de vivencias; o más cla-ramente, cómo podremos hablar y entender la fe de los apóstoles.

443

Las tendencias que, de un modo u otro, se han ajustado a este método de análisis, las

podemos encontrar en la obra de J. Schmitt: Jesus resucité Dans la predicatión apostoli-

que. París, 1949. Le récit de la résurrectión du Seigneur. Rigaux: Dieu l’a ressucité. P. Be-

noit: Passion et Résurrection du Seigneur.

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Preguntas de las que se hace eco la hermenéutica actual y que la exé-gesis católica en modo alguno descuida444.

Seguidamente, intentaremos exponer lo que, a nuestro juicio, constituye el fundamento de esa fe en el Jesús resucitado.

Fundamentos de la Resurrección de Jesús

Contra lo que pudiera parecer, no es el acontecimiento último y decisivo de la resurrección la fe de los apóstoles, como alguien ha es-crito, sino las apariciones de Jesús que le sirven de base. De ahíque sea de suma importancia no olvidar los motivos que condicionaron esa aceptación apostólica; motivos, por otra parte, que nunca podrían ser vislumbrados si no fuera por el análisis de las tradiciones.

No olvidemos tampoco que, por ser la resurrección de Jesús acon-tecimiento fundamental de salvación, es primordialmente objeto de fe, y sólo por ello alcanzable; lo que no impide para que la razón, no sola-mente esclarezca la verdad, sino que a su vez la avale y legitime; preci-samente por ello, nuestra intención aquí no puede ser otra que la de lle-gar a descubrir lo que constituye propiamente el fundamento de la predicación de los apóstoles.

En realidad, tal y como se habían precipitado los acontecimientos, la decepción y el fracaso no podían haber sido mayores. Tras el escán-dalo de una muerte en cruz, los discípulos dejan la ciudad para tornar a lo de antes, vuelven a sus casas y labores pensando, tal vez, que Dios

444

En razón del numeroso material bibliográfico al respecto, me permito anotar las obras

más representativas de esta nueva orientación teológica:

Kremer, J.: Die Osterbotschaft der vier Evangelien. Stuttgart, 1968; Das älteste Zeugnis

von der Auferstehung Christi. Stuttgart, 1972.

Leon-Dufour, X.:Resurrection de Jesús et message pascal. Trad. Castellana de Rafael Si-

va Costoyas, Resurrección de Jesús y mensaje pascual. Síqueme, 1973.

Kasper, W.: Jesus der Christus. Sígueme, 1976.

Trilling, W.: Fragen zur Geschichtlickkeit Jesu. Herder, 1985.

Boff, L.: A ressurreiçao na morte. Sal Terrae, 1980.

Todo el número 60 de la revista “Concilium”, 1970.

Schweizer, E.: La resurrección de Jesús, ¿realidad o ilusión?. Selecciones de teología

(81), 1982.

Lohfink, G.: Acontecimientos pascuales y orígenes de la comunidad cristiana. Seleccio-

nes de teología (81), 1982.

Pesch, R.: Fe en la Resurrección de Jesús. Selecciones de teología (86), 1983.

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había desautorizado el mensaje y la obra esperanzada del Maestro. Porque, reconozcámoslo; mientras Juan el Bautista sella su vida con la muerte de los mártires, Jesús es juzgado por la justicia de este mundo, por los buenos y oficialmente cumplidores. Efectivamente, con el “re-greso a Galilea”, el análisis de los textos nos lleva a pensar que los após-toles ponen fin a todas sus esperanzas; para ellos la muerte supuso un escándalo insuperable. Y en cuanto a la cita: “Mirad que va delante de vo-sotros a Galilea”, fácilmente se deja entrever que se trata de una posterior enseñanza teológica; su marcha de Jerusalén, como así lo atestigua la crítica especializada, no fue una ida para cumplir un mandato y tampo-co por el deseo o la esperanza de encontrarse con alguien; el abandono fue principalmente por el desengaño; quizá también por el miedo y la sospecha. Al menos ésta es la disposición psíquica que reflejan las pala-bras de Lucas: “Nosotros esperábamos que seria él el que iba a librar a Isra-el”445.

Mas he aquí que, muy pronto -un tiempo que no podemos de-terminar, pero que en todo caso es mínimo-, aquellos hombres nue-vamente se encuentran en Jerusalén; y no como lo habían estado an-tes, aprendiendo y siendo guiados en sus actuaciones; ahora su estar es fundamentalmente una proclamación de lo que habían visto y oí-do. Es, por consiguiente, no una predicación de los milagros, de los hechos o doctrina del Maestro; eso se hará más tarde. Su testimonio público es de la experiencia, de lo que les ha ocurrido tras su retorno a Galilea.

Ahora bien, que estas apariciones sean las primeras, es ya una afirmación guiada por la hipótesis, aunque ésta sea la más admitida en el análisis crítico. Lo único incuestionable es que los discípulos vieron al “Señor resucitado”; todo lo demás: número de veces, orden, lugar y demás circunstancias, siempre estarán sometidas al estudio y a la exé-gesis.

A nivel redaccional, sí diremos también que los relatos presentan los siguientes contrastes: por un lado, las apariciones se nos describen como hechos sencillos y humanos: come, dialoga, camina conellos. Y ante la sorpresa o la incredulidad, deja que le palpen, que sepan que Él, ni es un extraño, ni un posible fantasma.

Pero frente a esta naturalidad, queda consignado también el apare-cer y desaparecer, el que no sea reconocido de momento, que traspase las paredes y se presente de improviso. Más aún, en el examen de los textos se percibe una clara evolución a partir de las tradiciones prime-

445

Lc 24,21.

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ras; así, de una representación simple y espiritual como la que encon-tramos en 1 Cor 15, 5-8; Hch 3,15; 9,3; 26,16; Gál 1,15 y Mt 28, se va pa-sando a presencias más corporales y materiales, como son ya las de Lu-cas y Juan, e indiscutiblemente a las de los apocrifos. Pero, eso sí, en medio de estas diferencias, lo característico e importante es desvelar cómo la iglesia apostólica, por necesidades y coyunturas misioneras, fue mostrando que la fe en el Cristo resucitado estaba garantizada fun-damentalmente por la experiencia individual y colectiva de los apósto-les.

Teniendo esto presente, pensamos que sería un esfuerzo inútil querer armonizar las distintas apariciones que, si nos atenemos a los textos, son las siguientes: Pablo nos menciona cinco. Marcos, a pesar de no ofrecer expresamente relato alguno, sí nos dice que Cristo se dejará ver en Galilea; la conclusión (16,9-20) parece que sea un añadido posterior, donde se resumen las distintas tradicio-nes evangélicas. Mateo, por el contrario, conoce la aparición de Jesús a los Once en Galilea, en el monte donde el les había citado446, si bien lo que nos narra de las mujeres ante el sepulcro vacío se cree que fueron elaboraciones hechas más tarde a partir de Mc 16,7. Es significativo, por ejemplo, que las palabras de Jesús guarden analo-gía con las pronunciadas por el ángel. Lucas hace referencia clara-mente a dos apariciones: la que aconteció a los dos discípulos en el camino de Emaús y aquélla en que se hace presente a los Once jun-to a los que con ellos estaban en Jerusalén447. En Juan son tres: a María Magdalena, a los discípulos, excepto a Tomás, y de nuevo a los discípulos, estando él ya reunido; todas en Jerusalén. Refiere otra en el capítulo 21 a la orilla del lago de Tibéríades, aunque pa-rece ser que se trata de una reelaboración de material prepascual en relación a la llamada de los discípulos por el Maestro448 y que ahora se narra para contemplarlo a la luz de la resurrección, mostrando así que el ministerio de Pedro tiene que ver con el poder y la virtud de Cristo resucitado.

Analizar más en detalle las versiones, pensamos que, hoy por hoy, sería trabajo inútil; imposible desde el momento en que se jue-ga con la libertad de unos autores no condicionada, ni por la geo-grafía ni por el rigor cronológico que en la actualidad se exigiría. Se trata de un género literario común donde ha habido, eso sí, una ex-

446

Mt 28,16-20. 447

Lc 24, 13-35; 36,53. 448

Lc 5, 1-11.

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periencia incuestionable: “que aquel Jesús que vosotros crucificásteis, Dios lo resucitó, siendo nosotros testigos de ello”.

Pues bien, este testimonio que se va a convertir en el “credo” de la primera comunidad, nos lo transmite Pablo claramente como acta y aval de nuestra resurrección. Y porque con toda la seguridad los evangelistas también fueron conscientes de esta tradición, no es-tará de más que nos detengamos en el examen del que considera-mos nuestro primer símbolo de fe.

Lo encontramos en el capítulo 15 de la primera carta a los Co-rintios, y reza: “Cristo murió por nuestros pecador, según las Escrituras, fue sepultado, y al tercer día fue resucitado según las Escrituras y se apa-reció...”449.

Que el texto no sea original de Pablo, sino tradición recogida por él, queda justificado por una serie de argumentos impondera-bles. Vemos, por ejemplo, que contiene arameísmos y un estilo lite-rario no propiamente suyo, como son los giros: “nuestros pecados”, en lugar del paulino “el pecado”; “según las Escrituras” en vez de “como está escrito”, así como las expresiones: “al tercer día”, “los Do-ce”, etc., que nunca aparecen en sus otros escritos. Además, intro-duce esta fórmula de fe con términos bien significativos. Nos dice: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez he recibido”, alu-diendo, sin lugar a duda, a la firmeza y seriedad de la tradición.

En cuanto al número y lista de los testigos, lo original de Pablo es que los agrupa en un conjunto donde ya incluye su experiencia. “Se apareció a Pedro y luego a los Doce, más tarde se apareció a más de quinientos hermanos reunidos, de los cuales la mayor parte viven todavía, algunos murieron. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, el que de ellos nació como un aborto”450. A los datos de la tradición, Pablo aporta, re-fundiendolos, su experiencia personal.

Una vez constatado esto, es fácil ya aproximarnos a las fechas en que este “credo” hubiera quedado oficialmente consignado. En efecto, escribiéndose la carta a los corintios el año 54 ó 55, y alu-diendo en ella a su primera predicación en esta ciudad -unos 5 o 6 años antes, que es cuando recuerda y transmite el texto-, da como resultado que fue por el año 49 ó 50 cuando lo presenta; habiéndolo él recibido, bien a raíz de su conversión (alrededor del 36), o en al-guno de sus encuentros con los apóstoles en Jerusalén o quizá en Antioquía, circunstancias todas que nos obligan a presumir que en la mitad de la década de los treinta o primeros de la década de los 449

1 Cor 15,5-9. 450

1 Cor 15,3-9.

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cuarenta existía ya un símbolo de fe en la Iglesia primitiva. Además, por esa relación que se hace a las Escrituras, la proceden-cia no parece ser otra que la judeo-cristiana, proclamando, no la vida o mensaje de Jesús, sino ciñéndose fundamentalmente a anunciar su muerte y su resurrección.

Sin embargo, una mirada atenta a este credo oficial, nos permi-te deducir también ciertas ideas que debieron ser “leitmotiv” de aquella primera catequesis cristiana. Es sintomático, por ejemplo, que la muerte de Jesús sea ya teológicamente interpretada; al fin y al cabo, el alcance de la expresión: “según las Escrituras”, no tiene otro significado que demostrar que lo ocurrido se ajustaba a los planes y designios de Dios.

Que se afirme a su vez que fue “por nuestros pecados”, justifica la tesis de no pocos teólogos que pretenden probar la pronta interpre-tación soteriologica de la muerte de Jesús. No es el caso de examinar aquí las razones de unos y de otros. Basta con que tengamos pre-sente el peso que debió de tener esta idea para que quedase consig-nada dentro de un símbolo oficial.

Respecto a la expresión, “y fue sepultado”, no creemos que la re-ferencia sea al “sepulcro vacío”, sino a la digna consecuencia del que muere en la fidelidad y en la esperanza. El cuerpo, ya sin vida, recibe la piedad y respeto de los que aprendieron a servir.

Sin embargo, las palabras fundamentales del credo se formulan con los términos: “resucitar” y “aparecerse”, aunque es importante matizar también que Pablo no dice que Cristo resucitó, sino que, en lugar del indefinido (aoristo en griego), usa el perfecto, “ha sido re-sucitado”, dando a entender que Dios no permaneció indiferente, no abandonó a Jesús; al contrario, con su presencia y virtud se consti-tuye en la causa y agente de la resurrección.

Otro es el dato donde se constata que el suceso tuvo lugar “al tercer día”. Pero también aquí el significado supera la simple forma-lidad cronológica; se trata, más que de un acontecer temporal, de una acción particularmente salvífica. De hecho, para la mentalidad judía, el “día tercero” era lo que completaba un determinado ciclo, un lapso de tiempo, algo “decisivo” y crítico, a la vez que secciona-ba lo pasado con la presencia de otra nueva realidad. Durante tres días buscan sus padres a Jesús. Pablo ayuna durante tres días, etc. Basta decir que en el Antiguo Testamento son más de treinta las ocasiones en las que se hace referencia a ese día tercero sin que por ello se vaya a creer que el dato sea estrictamente literal y cronoló-

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gico. “Al tercer día libera José a sus hermanos”451.Al tercer día establece Dios la alianza con su pueblo”452, etc.

Resucitar “al tercer día” podría interpretarse en el sentido de que Jesús no fue elevado, no resucitó tras una muerte aparente, sino des-pués de un morir real. Posterior al sufrimiento causado por tener que dejar esta vida, llega la noticia sorprendente y gozosa: “El Señor vive”. De ahí que tomen realce las palabras: “Y se apareció”... Es el contraste radical con el “fue sepultado”; esto es, mientras la acción para bajarle de la cruz y ser colocado en el sepulcro corresponde a la iniciativa de otros, la anticipación y el deseo de revelarse viene de Jesús. En realidad, se trata de un giro literario que se toma del Antiguo Testamento cuando allí se quería expresar la libre voluntad de Dios por mostrarse a su pue-blo. Por consiguiente, las apariciones, además de ofrecer una presencia, manifiestan y revelan que el impulso primero parte de Jesús.

Problema diferente es el referido a los testigos presenciales. Comprobamos, por ejemplo, que la lista que enumera Pablo difiere de la que presentan los evangelios. Ahora bien, si esto es así, ¿a qué atenernos? Claro que en principio podría decirse que, aunque sólo fuera por la antigüedad, la tradición de Pablo debería tener más ga-rantía. No lo desmentiríamos ciertamente. Sin embargo, conviene tener en cuenta que, al ser varias las apariciones, lo que hacen es presentar una relación no más amplia de lo que se requiere para anunciar debidamente el mensaje pascual. “También con muchas pruebas se les mostró vivo después de su Pasión”. Y es que, ni Pablo, ni más tarde .los evangelistas, tienen como primera intención repro-ducir los sucesos en detalle como podría exigir una biografía actual. Todo quedaba supeditado al anuncio gozoso de las apariciones del resucitado, indistintamente proclamadas. Por eso, tanto la comuni-dad palestinense como la helenista, al querer expresar la soberanía y excelencia del Jesús resucitado, no dudan en atribuirle los títulos mesiánicos de raíz y tradición fundamentalmente veterotestamen-taria.

Jesús es el “Justo”453, el “Santo”454, el “Cristo”455, el “Hijo del hom-bre” 3°, el “Hijo de Dios” 31, el “Señor” 32 Y ya, con un sentido sote-riológico, Jesús es el “Profeta”456, el “Siervo”457, el “Salvador”458, la

451

Gn 42,18. 452

Ex 19,11-16. 453

Hch 3,14; 7,52. 454

Hch 3,14; Mc 1,24; Jn 6,69. 455

1 Cor 15, 3b; Hch 2,36;4,26,55; 10,38. 456

Hch 3,22; 7,37. 457

Hch 3,14-26; 4,25-30.

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“Cabeza” o el “Autor”459de la “salvación”460 y de la “vida”461. Títulos, por otra parte, que la comunidad irá desarrollando según las exigen-cias y sentido espiritual del momento.

La tumba vacía

Sobre los relatos que nos hablan de sepulcro vacío en el amanecer

del primer día de la semana, creemos, por su controversia, que no sería positivo adoptar, ni actitudes acríticas, ni tampoco demasiado cerradas. Tan lejos puede estar de la verdad la hipótesis sin fundamento como la interpretación estrictamente literal. Por eso, aunque sin pretender ser exhaustivo, sí se procurará, en atención a las tradiciones, ofrecer el campo de posibilidades a que dan opción los distintos planteamientos. Y porque el análisis lo exige, diremos en principio que la simple lectura de los textos ofrece ya los siguientes contrastes:

Mientras Marcos y Lucas nos hablan de tres mujeres junto al se-pulcro (aunque no exactamente las mismas), Mateo menciona a dos, y Juan únicamente a María Magdalena.

Existen también diferencias respecto a los personajes y otros por-menores relacionados con la tumba. Mateo y Marcos, por ejemplo, nos refieren la presencia de un solo ángel. Lucas y Juan hablan de dos. En Mateo el ángel está sentado sobre la piedra; en los otros evangelistas, no está fuera, sino en el interior del sepulcro. Diferencias y detalles que, en un estudio crítico, sería improcedente marginar.

Hoy la exégesis se inclina por una doble e independiente tradición según se trate de los hechos pascuales o se relacionen con la tumba vac-ía. Se cree que los apóstoles, tras sus experiencias en Galilea y su inme-diato retorno a Jerusalén, oyen lo que se comenta acerca del sepulcro. Esto, unido a la garantía que ellos aportan sobre las apariciones, contri-buirá a que se refundan en relatos posteriores como si de una única tradición se tratara. Sin embargo, ello no obsta para que nos pregunte-mos: ¿qué garantías de valor ofrecían aquellos comentarios para la co-munidad apostólica? ¿Lo pudieron acaso ellos mismos comprobar? ¿O más bien se trató de relatos posteriores a la primera predicación? Pre-guntas nunca fáciles de solventar, teniendo en cuenta la falta de prue-bas objetivas que sería preciso poseer. Los criterios, por lo tanto, se di-

458

Hch 4,9-12; 5,31; 13,23. 459

Hch 5,31; Heb 12,2. 460

Heb 2,10. 461

Hch 3,15.

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viden aquí; razón para que, en lugar de detenernos en un juicio único y exclusivo, expongamos las opiniones de unos y de otros para que cada cual pueda situarse en consecuencia.

a) Razones en contra de lo histórico

Los motivos que se aducen pira descalificar los relatos sobre la

tumba vacía, fundamentalmente se apoyan: 1.° En que no se encuentran en el credo oficial más antiguo que

ha llegado a nosotros462, así como en las primeras tradiciones que ya se apuntan en los Hechos.

2.° Al comparar los distintos evangelios, su lectura parece indi-car que se trata de una ampliación progresiva de unos datos más elementales y simples. El hecho de que primeramente sea un ángel, después dos. Que la versión única de Marcos parezca ser doble en Mateo, etc., dan a entender algo así como si las tradiciones adolecie-ran de fundamentos sólidos.

3.° Por su misma crítica interna. No parece lógico que la tradi-ción más antigua, que se cree es la de Mc 16,1 s, refleje la verdad de que unas mujeres compren aromas para ungir un cuerpo que, por otra parte, ya estaba sepultado. Igualmente, el hecho de ponerse en camino a expensas de que alguien les moviera la piedra. Desajustes e incongruencias -dicen-, que favorecen la sospecha o invención de las mismas.

b) Argumentos a favor de la historicidad

1.° Favorable a la historia de los relatos es la constatación de que todas las versiones presentan como testigos del sepulcro vacío a quienes, de por sí, no podían testificar. Parece absurdo que, en el su-puesto de que hubiesen sido invenciones, las hubieran justificado con personas no dignas de crédito como eran las mujeres. En vista de lo cual, nada tiene de extraño que se vaya haciendo más claro en el evangelio el deseo de superar esta dificultad e inconveniente; choca, por ejemplo, que al ángel se le considere y llame como “un hombre”, que se añada después la presencia misma de alguno de los apóstoles, etc. “No las creyeron”. Y entonces fue Pedro a ver,...463. Intención

462

1 Cor 15,3-8. 463

Lc 24, 11-12.

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evidente de suplir la falta de autoridad que tenía la mujer. Nadie imagina que una mentalidad apologética hubiera podido elaborar unos episodios con protagonistas que, en principio, están des-calificados para testificar.

2.° El estudio de la versión más antigua que poseemos464 da co-mo resultado ciertos contrastes que nos hacen pensar, no sólo que Marcos se sirviera de una composición anterior, sino que el interés o fin apologético no es posible deducirlo del análisis imparcial de los textos. Escribe:

“Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Sa-

lomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy tem-prano, el primer día de la semana, van al sepulcro. Se decían unas a otras: ¿Quién nos retirará la losa de la entrada del sepulcro? Y al le-vantar la vista observaron que la piedra estaba corrida; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido enteramente de blanco, y se asustaron. Pero él les dijo: "No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo". Entonces las mujeres salieron corriendo del sepulcro. Esta-ban asustadas y asombradas y no dijeron nada a nadie de tanto miedo que tenían”465.

Si no se tienen en cuenta los géneros literarios de entonces, evi-

dentemente sería difícil llegar a comprender el anuncio que se pre-tende. En efecto; se da a las mujeres un mensaje gozoso y, sin em-bargo, salen huyendo atemorizadas. Se les dice que lo comuniquen a Pedro y demás discípulos, y ellas lo incumplen; no dicen nada a na-die. Por eso, da la impresión de que Mateo, al darse cuenta más tarde de las incongruencias, llegó a corregir la tradición con una conducta más normal de las mujeres466.

Que también Marcos se sirvió de alguna versión anterior, se de-duce, entre otras cosas, de los nombres de las mujeres en la mañana del domingo, que no coinciden con los consignados a la hora de dar-le sepultura, cuya mención se hace precisamente en el versículo ante-rior. De ahí que, al eliminar los contrastes y presumir los añadidos, podamos llegar a lo que pudo ser lo más genuino y real del suceso, a saber, que, a primeras horas de la mañana del domingo, unas muje-res van a la tumba donde está sepultado Jesús, pero observando que

464

Mc 16, 1-8. 465

Mc 16,1-8. 466

Mt, 28,1-9.

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la losa está corrida, tienen miedo y, desconcertadas, no se atreven a comunicarlo a los demás.

A partir de este núcleo parece que se irán formando las amplia-ciones, y se refundirán con otras, dando lugar a las que ahora posee-mos. La apología al respecto no parece estar en la primera formación del relato. Tampoco que el sepulcro vacío fuera causa o prueba defi-nitiva de fe. La ausencia del cuerpo en la tumba supuso, ante todo, motivo de desconcierto, de sorpresa, si cabe. Era lógico: el cuerpo sepultado ya no estaba donde debería estar.

3:° Favorable también al dato histórico es el modo como lo in-terpretan los mismos enemigos de la resurrección. Decir que fueron sus discípulos quienes lo robaron, justifica la aceptación, por lo me-nos, de que los comentarios sobre el sepulcro vacío tenían un fun-damento; implícitamente se descartaba la falsedad. Evidentemente, Mateo, en su afán apologético, amplía la tradición con el soborno de la guardia a instancias de los ancianos467; pero si concluye al final, “y se corrió esa versión entre los judíos hasta el día de hoy”, es porque esa versión era cierta. Además, ¿podría comprenderse una pre-dicación del “Jesús vivo” en Jerusalén sin la evidencia de estar la tumba realmente vacía? Pensarlo sería incongruente y absurdo. De ahí que concluyamos con la hipótesis más favorable a los hechos y que ya propusimos al hablar de las apariciones, esto es, que tras la muerte del Maestro, los discípulos, decepcionados y sin aspiraciones posibles, se van a Galilea. Pero lo extraño es que después de un tiempo, en todo caso mínimo, se encuentren nuevamente en Jerusa-lén. Que allí les llegaran los comentarios sobre el sepulcro vacío y que ellos mismos fueran a comprobarlo, ademas de lógico, creemos que se ajusta a la natural curiosidad, aunque, como ya hemos dicho, lo importante y decisivo serán siempre las apariciones.

Cuestión importante también, y que en modo alguno ha de ser marginada, es la que atañe al misterio pascual en su conjunto, esto es, ¿serán explicables únicamente las apariciones como efectos psico-lógicos de los apóstoles? ¿No pudieron ser, acaso, “visiones subjeti-vas”? Y en la misma proclamación, ¿podría descartarse la utilidad o la conveniencia? Planteamientos que no son ciertamente de ahora, sino que, como interrogantes, han estado en la crítica liberal de siempre. Hoy, sin embargo, tanto la psicología como la ciencia his-tórica pueden ofrecer también su luz en lo que, con frecuencia, tras-

467

Mt 28,11-15.

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pasa lo puramente histórico o psicológico. Por ello, el mismo análisis nos obliga a precisar:

a) Una visión subjetiva puede darse cuando, consciente o incons-cientemente, la persona se siente inclinada a satisfacer un deseo insa-tisfecho o reprimido. Pero no es éste el caso de los apóstoles. Ellos son los primeros en quedar desconcertados. Y no es simplemente uno el testigo, sino que la proclamación es unánime.

Por otro lado, los procesos psíquicos suponen un espacio más largo de tiempo, lo cual no se conjuga con ese “tercer día” que en-contramos en las versiones. Además, ¿cómo podía suceder esto en un declarado enemigo como se confesaba el apóstol Pablo?

b) Que estuviese presente la utilidad o posible ansia de prota-gonismo, tampoco parece conjugarse ni con la decepción que supuso la condena y muerte de Jesús, ni con los inconvenientes y sacrificios que implicaba predicar sus experiencias. Por eso, tanto las “visiones subjetivas” como las utilitarias o de provecho, contradicen, no sólo a su inconmovible certidumbre, sino al desafío de poder seguir la suer-te del Maestro.

c) Otra objeción es que la muerte de Cristo podría no haber si-do real. Pero este supuesto, además de desmentir toda la historia de la pasión, descalifica también el concepto de la resurrección misma. Se sorprenden los discípulos porque, viendo que es el Jesús de an-tes, precisan de algún tiempo, de algún gesto ulterior para recono-cerle. Aun advirtiendo que era el mismo, su condición es distinta: se le ve y después se le deja de ver, aparece y desaparece. Pero tal era la conciencia y firmeza de su fe, que Pablo suscribe sin paliati-vos: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación... Seríamos falsos testigos de Dios”468.

Contenidos de fe en la Resurrección de Jesús

Nada tiene de extraño que las primeras redacciones sobre el acon-

tecimiento pascual se expresen en formas y lenguajes diferentes. Tuvo que serles difícil conseguir la fórmula adecuada que, por lo menos, pudiera acercarse a definir “ese algo” que tan radicalmente cambió la actitud y las vidas de los seguidores de Jesús.

468

1 Cor

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De hecho, dos fueron los tipos de lenguaje que se hicieron comu-nes en ese intento de presentar lo que hoy llamamos “resurrección de Jesús”.

Uno fue el expresado con la palabra “exaltación”: “Jesús ha sido exaltado, levantado en alto, constituido Señor; sentado a la derecha del pa-dre”.

El otro, con el término “resurrección”: “Jesús ha sido resucitado, des-pertado del sueño de la muerte”.

Cierto que en ambos casos se trata de lenguajes y formas insufi-cientes y metafóricas, pero también las más creíblemente aptas para proclamar las experiencias habidas.

Podrá, en todo caso, discutirse si uno u otro de los términos co-rrespondió a zonas geográficas distintas –Galilea, Jerusalén-, pero en cuanto a lo esencial del contenido, los dos se adaptaban al caso y eran legítimos. Y es que para los que todavía estamos en el lado de acá, los que seguimos haciendo camino, siempre nos será inaccesible la ver-dadera realidad de fondo que se revela en una vida “post mortem”. Por más que quisiéramos, las imágenes nunca podrían simbolizar lo que de por sí es misterio de fe; serán, por tanto, simbólicas y forzosa-mente insuficientes. Insuficientes, además, porque en la misma época de Jesús las ideas que circulaban sobre la “otra vida” ni eran compar-tidas por todos ni estaban de suyo clarificadas. Al tiempo que se creía, por ejemplo, que Dios daba su recompensa a los justos, se pensaba también que la muerte prematura y violenta era un castigo divino. Razón, por otra parte, que nos obliga a delimitar los distintos campos de influencia en lo que más tarde sería la forma canónica de la “resu-rrección”. Naturalmente, esto exigió ir adaptándose a fórmulas que se creyeron más precisas y correctas, más exactas. Reseñaríamos a este propósito que en un gran número de antiguas tradiciones, la resurrec-ción de Jesús presuponía la elevación, la exaltación en poder junto al Padre469. Los relatos mismos de las apariciones frecuentemente así nos lo confirman. “Esperando que del cielo venga su Hijo Jesús, al que resucitó de entre los muertos”470. De ahí que sólo después de que el concepto de “resurrección” se impusiera como la fórmula mas adecuada en las comunidades, se hizo posible la aparición de las variantes e implica-ciones en ambos conceptos.

Pero si el análisis nos refleja que en la resurrección de Jesús iba implícito el concepto y la realidad de haber sido elevado, no quiere

469

Rom 8,34; Col 3,1. 470

1 Tes 1,10; Col, 3,1.

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decir que sucediera también en sentido inverso. Así, es de notar que Lucas, más que relacionar el envío del Espíritu Santo con el hecho de la resurrección, lo hace en virtud de su exaltación en po-der471. Para Lucas no es el fin de Jesús la resurrección de entre los muertos, sino que su existencia concluye con el ser “elevado”. Por ello, y sólo en razón de ese envío del Espíritu, podrá la Iglesia co-menzar. Hay en Lucas un tiempo real, un intervalo entre la ascen-sión al lado del Padre y Pentecostés. “Ahora os voy a enviar al que mi Padre prometió. Por eso, quedaos en la ciudad hasta que hayáis sido reves-tidos de la fuerza que viene de lo alto”472.

Podría decirse que Lucas distingue tres estadios diferentes; esto es, Jesús resucitado promete el Espíritu, y sólo después de ser cons-tituido en poder, lo comunicará. Por eso en Jesús no se encuentra directamente al Padre, sino más bien el don del Espíritu que Dios le comunica; el encuentro de Jesús con el Padre es en el Espíritu.

La perspectiva en Juan es muy semejante. El Espíritu se rela-ciona con la exaltación al lado del Padre. “El abogado, el Espíritu San-to que os enviará el Padre en mi nombre”473. “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a vosotros el abogado; en cambio, si me voy, os lo enviaré”474.

También encontramos esta perspectiva en himnos primitivos que se dirigían a Cristo. “Él, siendo de condición divina, no retuvo celo-samente su categoría de Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a nosotros. Así, presentándose como simple hombre, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cris-to Jesús es Señor para gloria de Dios Padre”475.

Aun teniendo presente la tradición del “Deuteroisaías”, y re-saltando el contraste entre “humillación” y “exaltación”, lo cierto es que aquí también se silencia el hecho de haber sido resucitado. Se trata de un claro apoyo al justo y al débil, al siervo que por obedien-cia supo condicionarlo todo a la voluntad de Dios Padre. Idea, por otro lado, que se ajustaba perfectamente a la vida y enseñanza del Jesús terreno. “El que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido”476. Y es que, en un primer momento, el despertar a la vida

471

Hch 1,2; 9-10; Lc 24,50-53. 472

Lc 24,49; Hch 1,18; 1,4. 473

Jn 14,26. 474

Jn 16,7. 475

Flp 2,6-11. 476

Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14; Sant 1,12; 1 Pe 4,13-14; 5,6-10.

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en Dios Padre no necesariamente implicaba el concepto de resurrec-ción; el acontecimiento podía explicarse haciéndose uso de otras ca-tegorías. Tuvo que pasar tiempo para que la comunidad primitiva la adaptase como expresión más conveniente y adecuada, más ade-cuada y significativa a la hora de reflejar que la exaltación también suponía una victoria sobre la muerte.

Pero lo que no debe marginarse en esta cristología del Jesús exalta-do, es que su triunfo y elevación son vistos como el comienzo de la re-surrección escatológica universal. Parece que la experiencia apostólica del “Jesús vivo” fue una experiencia de la inminente parusia, de su re-torno inmediato, que confirmaba la presencia del Reino según el men-saje predicado. “Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria”477. De este modo, las apariciones podrían ser con-sideradas como una serie de acontecimientos que pronto culminarían con su retorno definitivo. “Os aseguro que entre los aquí presentes hay al-gunos que no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios»”478.

Fue asumiéndose también la idea de que la elevación de Jesús resu-citado constituía el fundamento de la futura salvación de los creyentes, aunque es verdad que no siempre llegó a interpretarse de la misma forma. Recordemos cómo Pablo tuvo que enfrentarse a ciertos cristia-nos de Corinto, que se consideraban ya resucitados en virtud de su fe y unión mística con Cristo. Pablo reacciona como si de algo grave se tra-tara, al tiempo que les hace ver cómo no pueden abogar un estado de resurrección como el de Cristo. Más aún, piensa que el hecho de atri-buirse una condición como la que preconizaban, era poner en entredi-cho, además de la futura resurrección, la salvación misma. Se apoya en el acontecimiento salvador de la Pascua. “¿Cómo algunos de vosotros di-cen que los muertos no resucitarán? Si no hay resurrección de muertos, tampo-co Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación y vana también vuestra fe... Seguís con vuestros pecados”479.

Para Pablo, la muerte no puede anticiparse, es el último enemigo a quien todavía hay que vencer. Precisamente por ello, y porque Cristo ya la venció, es por lo que la Pascua se constituye en el fun-damento de la resurrección escatológica de todos los creyentes480. Son tres las situaciones que marcan una divisoria clara en el pensamiento de Pablo: la resurrección obrada por Dios en Jesús, el envío del Espí-ritu y la salvación definitiva de los fieles; aunque bien es cierto que

477

Mc 13,26; 14,62b. 478

Mc 9,1; Lc 9,27; Jn 21,18-23; 1 Tes 4,15. 479

1 Cor 15,17. 480

1 Cor 15,26; Ef 15,24-28.

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esta última sólo se hará efectiva en la resurrección escatológica; hasta entonces el creyente sólo está salvado en la esperanza481. Es la razón precisamente de que Pablo recomiende la fidelidad a la palabra, de que llame a permanecer vigilantes, a esperar el definitivo retorno de Jesucristo. Es verdad también que en un primer momento se creía inminente la venida. Tuvo que pasar un tiempo para que el mismo Pablo asumiese la idea de que, entre la resurrección de Jesús y la de los fieles en la resurrección escatológica, debería de mediar la acción misionera entre los paganos; hasta tal punto, que no llegará la espe-rada “resurrección corporal de los creyentes” en tanto no se haya com-pletado el número de gentiles establecidos por Dios 482.

Contrariamente a la concepción judía, para la cual una vez sal-vado Israel y constituido en cabeza de la humanidad, sobrevendría la conversión del resto de los pueblos, Pablo afirma que Israel no será salvo mientras los demás pueblos no reconozcan a Cristo. A los últimos de antes se les concede ahora la primacía en el Reino.

Una última cuestión podría relacionarse con el modo de inter-pretar los discípulos su fe en la resurrección. ¿Qué significaba pa-ra ellos la experiencia con el resucitado? ¿Quedó cumplida la lle-gada del Reino con la revelación pascual? ¿Qué pensarían enton-ces del mensaje? Interrogantes que, prestándose a mil divagacio-nes, sólo por el examen y connotación de los textos nos es lícito responder. Y la crítica histórica es lo bastante uniforme al respec-to. Llega a creer que las primitivas comunidades ya veían en la Pascua el comienzo de la parusía, de la consumación final. Tan evidente debió de parecerles que, a pesar de que algún sector ha ideado referencias simbólicas, lo cierto es que en modo alguno pa-recen ajustarse ni con la pluralidad de las tradiciones ni con el fondo del mensaje483.

Los primeros cristianos creen estar en los “últimos tiempos”. Jesús había sido para ellos fiel a la palabra. La resurrección suponía el cumplimiento de la parusía, esto es, la base de la resurrección es-catológica, de la futura resurrección universal. Y si es cierto que es-ta espera en la consumación trajo sus crisis, nunca hasta tal punto de perder la esperanza. Su experiencia pascual, además de consti-tuirse en fundamento de fe, les reveló, al mismo tiempo, su voca-ción apostólica y misionera; vocación de predicar al “Jesús que vi-ve”, al Jesús que, habiendo muerto, ha resucitado.

481

Rom 8,24. 482

Rom 11,25-27. 483

1 Pe 1,20; 2 Pe 3,3; Jds 18; 2 Tim 3,1; Mc 9,1.

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ÍNDICE

NOTA PRELIMINAR .........................................................................................................4

PRÓLOGO ...........................................................................................................................5

ACCESO A JESÚS ..............................................................................................................7

ENSAYANDO UNA RESPUESTA .............................................................................................7 NO BUSQUEMOS BIOGRAFÍAS ..............................................................................................9 CONTINUIDAD ENTRE EL JESÚS HISTÓRICO Y EL CRISTO DE LA FE .................................... 12 NI UTOPÍAS NI CRÉDULA AFIRMACIÓN ............................................................................... 13 PECULIAR ESTILO DE PREDICACIÓN ................................................................................... 14 FUNDAMENTOS HISTÓRICOS DE VERDAD ........................................................................... 15

a) Jesús, oriundo de Nazaret .......................................................................................... 16 b) El bautismo .................................................................................................................. 17 c) Experiencia del fracaso .............................................................................................. 18 d) La angustia y tristeza ................................................................................................. 19 e) El escándalo y la locura de judíos y gentiles .......................................................... 20

FUENTES CRISTIANAS ........................................................................................................ 21 Evangelio de Marcos .................................................................................................... 22

Teología del mensaje .......................................................................................................... 24 Evangelio de Mateo ...................................................................................................... 25

Intención teológica .............................................................................................................. 27 Evangelio de Lucas ...................................................................................................... 29

Fondo teológico ................................................................................................................... 31 Evangelio de Juan ........................................................................................................ 32

Novedad teológica ............................................................................................................... 36 TRADICIONES EXTRAEVANGÉLICAS: LOS “AGRAPHA” ...................................................... 37

1) Los “agrapha” del Nuevo Testamento ............................................................. 40 2. Variantes y añadidos ............................................................................................... 40 3. Evangelios apócrifos y tradiciones similares ........................................................... 41 4. La Patrística ............................................................................................................. 42 5. Liturgia y disposiciones eclesiásticas ...................................................................... 44 6. Gnosis cristiana ....................................................................................................... 44 7. Escritos talmúdicos .................................................................................................. 44 8. Literatura mahometana ............................................................................................ 44

a) La parábola del gran pez ................................................................................................ 45 b) Parábola de los cambistas .............................................................................................. 46

TESTIMONIOS DE LOS NO CRISTIANOS. .............................................................................. 47 Flavio Josefo ................................................................................................................ 48 Tácito ........................................................................................................................... 50 E1 Talmud .................................................................................................................... 52

RELATOS DE LA INFANCIA ......................................................................................... 55

UN ORIGEN QUE INTERESA. TRADICIONES DE MT Y LC ..................................................... 55 Coincidencias ............................................................................................................... 57 Discrepancias y omisiones ........................................................................................... 58

NARRACIONES DE MATEO ................................................................................................. 59 La genealogía ............................................................................................................... 59

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La concepción .............................................................................................................. 62 Los Magos de Oriente .................................................................................................. 64

NARRACIONES DE LUCAS .................................................................................................. 67 Anuncios ....................................................................................................................... 67 María visita a Isabel .................................................................................................... 70 Nacimiento de Juan y de Jesús ..................................................................................... 72 Censo de Quirino ......................................................................................................... 74 La presentación ............................................................................................................ 76 Jesús habla de su padre en el templo ........................................................................... 77

FUNCION MESIÁNICA ................................................................................................... 81

CLARIDAD DE UN MENSAJE: EL “REINO DE DIOS” ............................................................. 81 EL SIGNIFICADO DE LOS TEXTOS ....................................................................................... 82 REFLEXIONES HISTÓRICAS ................................................................................................ 83 HACIA UNA HERMENÉUTICA CRISTIANA ............................................................................ 85 CONDICIONAMIENTOS SOCIALES ....................................................................................... 87 LOS ESENIOS Y LA CULTURA DEL QUMRAN ....................................................................... 89

Manuscritos .......................................................................................................................... 91 LOS FARISEOS ................................................................................................................... 94 LOS SADUCEOS.................................................................................................................. 97 LOS ZELOTES..................................................................................................................... 98 MENSAJE EVANGÉLICO ................................................................................................... 100 PROMESA Y CONTENIDO .................................................................................................. 102 MISTERIO SALVÍFICO ...................................................................................................... 106

LLAMADA A LA SALVACION .................................................................................... 111

CONVERTIRSE ................................................................................................................. 111 ACTITUD ORONTE ........................................................................................................... 114 TIEMPOS DE ORACIÓN ..................................................................................................... 116 EL PADRENUESTRO ......................................................................................................... 118 PARÁBOLA DEL PERDÓN Y DE LA CONFIANZA ................................................................. 120 EL “PADRE DEL CIELO” ................................................................................................... 124 ALABANZA Y PETICIÓN ................................................................................................... 128 SÚPLICA POR LA LLEGADA DEL “REINO” ......................................................................... 132 DÓCIL CON EL DESIGNIO DE LO ALTO .............................................................................. 135 LA PROVISIÓN PARA VIVIR .............................................................................................. 137 EL PECADO ...................................................................................................................... 140 LA TENTACIÓN ................................................................................................................ 147 JESÚS FUE TENTADO ........................................................................................................ 149 ACTUALIDAD DE LAS TENTACIONES ................................................................................ 152 UNA ÚLTIMA SÚPLICA: “LÍBRANOS DEL MAL” ................................................................ 155

a) Antiguo Testamento ............................................................................................... 156 b) Nuevo Testamento .................................................................................................. 158 c) “Satán” en la historia de la teología ..................................................................... 160 d) Enseñanza de la Iglesia ......................................................................................... 163

LOS MILAGROS............................................................................................................. 167

LA SINGULARIDAD DE UNOS HECHOS. ............................................................................. 167 a) Escuela mítica ........................................................................................................ 169 b) Escuela crítica o naturalista .................................................................................. 169

NARRACIONES EXTRABÍBLICAS ....................................................................................... 174 MILAGROS EN LA TRADICIÓN VETEROTESTAMENTARIA .................................................. 178

1. Tendencia a añadir y ampliar el relato .................................................................. 180

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2. Afinidades y analogías ........................................................................................... 181 3. Crítica de las formas .............................................................................................. 182

SENTIDO Y CONNOTACIONES ........................................................................................... 182 a) Actitud dogmática .................................................................................................. 182 b) Actitud crítica ........................................................................................................ 183

SIGNOS DE LA IGLESIA .................................................................................................... 186

MUERTE EN CRUZ ....................................................................................................... 189

LA MUERTE COMO MISTERIO ........................................................................................... 189 PRIMERAS EXPERIENCIAS ................................................................................................ 190 VIDA Y MUERTE .............................................................................................................. 191 LO ETERNO EN LO TEMPORAL .......................................................................................... 192 POR LA MUERTE A LA VIDA ............................................................................................. 193 JESÚS ANTE SU PROPIA MUERTE ...................................................................................... 195 VOCACIÓN PROFÉTICA Y MUERTE COMO DESTINO........................................................... 199 ANUNCIOS DE LA PASIÓN ................................................................................................ 201 ¿MUERTE EXPIATORIA? .................................................................................................. 205 ÚLTIMA CENA ................................................................................................................. 207 DISTINTAS VERSIONES .................................................................................................... 208 GESTOS Y PALABRAS INSTITUCIONALES .......................................................................... 210

a) Relatos transmitidos sobre el pan .......................................................................... 210 b) Accciones sobre el cáliz ......................................................................................... 210

GETSEMANÍ ..................................................................................................................... 212 PRENDIMIENTO ............................................................................................................... 216 EL PROCESO .................................................................................................................... 219

Jesús ante Anás .......................................................................................................... 219 Negaciones de Pedro .................................................................................................. 222 Jesús ante Pilato ........................................................................................................ 223

CAMINO HACIA EL GÓLGOTA .......................................................................................... 229 ÚLTIMAS PALABRAS DE JESÚS ........................................................................................ 231 FENÓMENOS QUE SIGUIERON A LA MUERTE ..................................................................... 233 EL SEPULCRO .................................................................................................................. 234

RESURRECCION ........................................................................................................... 238

FUNDAMENTO DE FE ....................................................................................................... 238 TESTIMONIO APOSTÓLICO ............................................................................................... 238 LA RESURRECCIÓN EN LA TEOLOGÍA PROTESTANTE ....................................................... 241

R. Bultmann ................................................................................................................ 241 Willi Marxsen ............................................................................................................. 243 Wolfhart Pannenberg ................................................................................................. 245

“RESURRECCIÓN” EN LA TEOLOGÍA CATÓLICA ................................................................ 247 1. Tesis tradicional ..................................................................................................... 248 2. Postura crítica y comparada de los textos ............................................................. 248 3. Abiertos al análisis hermenéutico .......................................................................... 249

FUNDAMENTOS DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ............................................................ 250 LA TUMBA VACÍA ............................................................................................................ 256

a) Razones en contra de lo histórico .......................................................................... 257 b) Argumentos a favor de la historicidad ................................................................... 257

CONTENIDOS DE FE EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ....................................................... 260 BIBLIOGRAFIA ......................................................................................................... 265 ÍNDICE ...................................................................................................................... 270