El descensor - A01N04 - El Sombrero

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Revista El Descensor. Textos para leerse de izquierda a derecha y de arriba a abajo. Año 1, número 4. El sombrero. http://sites.google.com/site/revistaeldescensor

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Contenido

Editorial ..................................................................... 4

Como la cabeza… ................................................. 4

A tiro de piedra .......................................................... 4

Verdades encubiertas ............................................ 4

Poesía desde el otro lado del estercolero.................. 5

Me rapo la cabeza ................................................. 5

Historias casi verdaderas .......................................... 6

El hombre del sombrero de Panamá ..................... 6

Diario de un estafador ............................................... 7

¡Ya van a ver la historia que les tengo! .................. 7

Ágape ....................................................................... 9

Bukowski ............................................................... 9

El espejo ................................................................. 10

Mañana de abril ................................................... 10

Desde el otero ......................................................... 11

Sombreros de primavera ..................................... 11

En nombre de todas las letras ................................. 13

Asistente de fotógrafo .......................................... 13

Memorias de una bruja… y loca .............................. 15

El sombrero ......................................................... 15

La almadraba .......................................................... 15

El sombrero luminoso .......................................... 15

Lectores opinantes .................................................. 17

Participan en esta edición ....................................... 18

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Editorial

Como la cabeza…

La redacción

A lo largo de la historia del hombre, y la mujer por supuesto, hay un artículo que ha tenido una gran cantidad de usos y significados y que prácticamente ha estado ahí en las buenas y en las malas, en la paz y en la guerra; artículo que le da ese toque de distinción y elegancia a nuestro aspecto; que lo mismo usamos para protegernos de las inclemencias del tiempo que para tapar calvicies incipientes y molestas; que cumple la desdichada tarea de contener el sudor que en nuestras frentes puso el pecado de nuestro padre Adán; que igual nos quitamos en señal de reconocimiento al que realiza una hazaña impresionante que para saludar y expresar nuestros respetos a la belleza; que lanzamos a la arena para honrar a los valientes o para expresar nuestro disgusto y desaprobación por los que no lo son; o al cielo cuando finalmente logramos el ansiado diploma por el que nos esforzamos tanto, o no, según sea el caso; que sirve a los que saben para entretener nuestras miserias con apariciones de palomas y conejos.

Y es que no podríamos imaginar a la Ninotchka de Greta Garbo sin los diferentes sombreros que servían de marco a su extraordinaria belleza, a Napoleón sin aquel sombrero con forma de reloj de chimenea, a Emiliano Zapata sin el enorme disco que le coronaba la proclama libertaria, al “Che” sin la calada boina sinónimo de los ideales revolucionarios, a Capone sin el elegante sombrero que disimulaba su cara infantil o al “Babe” sin la gorra beisbolera que le acompañara cada tarde al recorrer las cuatro esquinas.

Es por esto que en esta revista, que no es revista, nos hemos avocado en esta oportunidad a hacer un homenaje a esa parte del cuerpo que sin serlo ha acompañado al hombre, y a la mujer, durante casi todas sus historias.

A tiro de piedra

Verdades encubiertas

Francisco Arriaga

Si el „Hombre de Vitrubio‟ y la Mona Lisa dibujados por Da Vinci permanecen como sendos íconos de la obra maravillosa de Leonardo, existen otros proyectos menores casi omitidos por la historia que de vez en vez nos dan sorpresas, como aquella que en 1998 dejó boquiabiertos a los estudiosos más ortodoxos.

Roger D. Masters al exponer en su libro „Fortune is a river‟ la impecable teoría –corroborada ampliamente con numerosas evidencias- del carácter eminentemente práctico de multitud de ideas, planos e invenciones de Leonardo, replanteaba la cuestión del carácter „visionario‟ de aquel genio renacentista. Sus estudios de hidráulica, de arquitectura en lo tocante a desagües, pasos a desnivel, avanzadísimos sistemas pluviales y bocetos de máquinas de dragado tendrían no un fin eminentemente abstracto -meras proyecciones a futuro-, sino que estarían plenamente insertos en un proyecto por demás ambicioso, y mantenido en el más absoluto secreto: hacer que Florencia tuviese una salida al mar Mediterráneo, con la construcción de un canal artificial de 30 kilómetros, que permitiese la navegación incluso de enormes navíos mercantes, y no sólo pequeñas barcazas.

El escándalo no se debió tanto a imaginar a Leonardo haciendo mediciones entre el fango de ríos y arroyos, sino a la desmitificación de gran parte de su obra al otorgarle una dimensión pragmática, ante un problema conciso y determinado. Escándalo pensar siquiera que los inventos detallados en sus dibujos fueran producto del interés mercantil, económico y político de la sociedad florentina, más que la iniciativa propia de un hombre que buscaba un bien „desinteresado‟ para la humanidad.

Y entre los inventos „capaces‟ de cambiar el curso de la historia, cuatrocientos años después de Leonardo encontramos una patente de cierto tipo de sombrero que portaría ni más ni menos que una pistola a cuestas. La patente de dicho sombrero está fechada en 1916 a nombre de Albert Bacon Pratt of Lyndon, y

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el análisis científico determinó que la fuerza resultante del disparo arrancaría la cabeza de aquel que se atreviese a dispararlo. Algunos otros observan un posible daño en las vértebras cervicales: como proyecto sobre el papel un sombrero con pistola incluida resulta prometedor y llamativo, mas en la realidad es mortal no sólo para quien recibe los proyectiles del mismo, sino también para quien decide utilizarlo.

Las similitudes entre los proyectos leonardescos y el proyecto de Albert Bacon tienen más en común con nuestra historia contemporánea de lo que quisiéramos. En México los otrora relucientes sombreros del Porfiriato han quedado atrás como después serían desplazados los sombreros revolucionarios, y más tarde los sombreros charros y norteños al estilo de Pedro Infante y Jorge Negrete. La ideología ha cambiado también: ganando un lugar a pulso que era imposible sostener hace medio siglo, la prensa hace y deshace, oculta y muestra, compra y vende; la información ya no está en las manos de unos cuantos, radio y televisión, y el recién popularizado Internet conquistaron sendos bastiones y entre ellos se disputan „la veracidad en las noticias‟.

Bienestar social y seguridad aparecen una y otra vez como puntos prioritarios de las agendas de gobierno, ocasionando que los proyectos con que se pretende atenderlos sean detallados y minuciosos, aunque topen con la realidad cuando pretende aplicárseles a la letra: cuando aparecen los fallos, los medios de información entran en acción y jamás perdonan.

El trasfondo de las ambiciones de Leonardo debió esperar casi quinientos años para ser esclarecido por completo. Y no tuvo que pasar tanto tiempo para determinar que la idea de un sombrero-pistola era amén de ridícula, peligrosa e „inviable‟. La aceleración de la economía, la expansión de la „aldea global‟, el surgimiento de nuevas problemáticas y soluciones, el encubrimiento de errores fatales e intenciones ruines, todo será aclarado y mostrado en el futuro próximo. Quizá algunos no alcancemos a verlo, mas la certeza de saber que tarde o temprano todo acaba por saberse debería bastar para que los políticos dejen de intentar cubrir el sol con un dedo, mientras saludan al pueblo „con sombrero ajeno‟

pretendiendo que hacen un buen trabajo „al depositar en los programas gubernamentales todo su esfuerzo‟.

Atacar y esgrimir una ideología es cargar no ya con una pistola dentro del sombrero, sino con un cañón repleto de munición: asusta a quienes se dejan asustar y somete a quienes pretende someter. Mas el portador no debiera olvidar que al usar cierto tipo de armas, embustes y chantajes, también se arriesga a perder la cabeza propia: ni siquiera Leonardo quedó a salvo de que sus intereses más „mundanos‟ quedaran expuestos. Qué pueden esperar quienes tienen menos seso que aquel genio renacentista, y a quienes el sombrero sólo sirve para saludar: imposible encontrar ideas claras y pensamientos concisos debajo de él, una vez que deciden llevarlo sobre la cabeza.

Poesía desde el otro lado del estercolero

Me rapo la cabeza

Carlampio Fresquet Me rapo la cabeza alejando las dentelladas de la jauría, y arranco de mi piel de plástico todos tus nombres

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para ser una pincelada cargada de odio y hambre a partes iguales. Me despojo del artificio mientras embadurno de barro la corteza mohosa de la bestia, de la criatura afeada que siempre fui, para que me reconozcas y que puedas encontrar así mi rastro. Búscame en las listas de espera de los sin nombre, entre las sombras de algún tugurio infestado de corazones mancos; búscame en el ala de un sombrero, en el filo de la guadaña, donde cabalgo arriando las palabras que me sobran.

Historias casi verdaderas

El hombre del sombrero de Panamá

Zumm

Los hombres silenciosos escucharon el taconear de las botas gastadas. La mal abotonada casaca policial denunciaba el almuerzo interrumpido.

-¡Que pasen los tres delegados! - bramó el cabo Mamani -¡Y que los demás vuelvan a la mina o a sus casas! ¡El señor Alcalde no quiere a naides en la calle!

Los hombres vacilaron. Chispas de temor mostraban sus negras pupilas. No se atrevían. Hacía cientos de años que perdían todos los pleitos con la compañía minera. Hacía siglos que retrocedían.

-¡Obedezcan! -dijo Chamorro a sus compañeros mineros -Nosotros le diremos al hombre del sombrero de Panamá, todos nuestros reclamos.

El rostro de los mineros se tiñó de desilusión. Confiaban en los tres delegados, pero el hombre del sombrero de Panamá había acabado con las dos huelgas anteriores. Sencillamente había comprado a dos delegados y había mandado a apalear a otro, quien desde ese entonces había quedado mal de la cabeza por la golpiza.

Chamorro caminó lentamente precediendo a sus compañeros, detrás del cabo Mamani. Antes de penetrar al despacho del hombre del sombrero de Panamá, los tres delegados se quitaron respetuosamente el gorro multicolor, tan característico de su raza.

La oficina de la primera autoridad política de la Región participaba de la suciedad general. Ante un modesto escritorio, cubierto de cartapacios rojos, esperaba, de pie, un hombre delgado, vestido con un gastado traje azul y con el inefable sombrero de Panamá que ocultaba su cruel mirada.

-¿Ustedes son los delegados de esa chusma? -preguntó con dureza.

-¡Sí, señor! –respondieron con la boca seca por la ansiedad -pero somos honrados trabajadores de las minas… que queremos mostrarle a usted la lista de abusos.

El hombre del sombrero de Panamá comenzó a pasearse por la habitación. Para calmarse la cólera se quebraba los nudillos de las manos.

-¿Trajeron pruebas? Porque de lo contrario los voy a secar en la cárcel por falso testimonio y conjurarse para incitar a la violencia…

-Perdone usted, señor, pero no hemos querido incitar a naides -dijo el más viejo de los delegados, ansioso de beber su milenaria copa de humillación.

-Está bien. Siéntense en esa silla. Lástima que no hay para que se sienten todos.

A pesar que la invitación a sentarse había sido hecha para Chamorro, éste le indico al más viejo que lo hiciera.

El hombre del sombrero de Panamá llamó al cabo:

-¡Mamani! ¡Traiga tres vasos y la botella de aguardiente! Le vamos a convidar a los delegados una copita para que se relajen.

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El cabo Mamani sirvió tres generosos vasos de licor que los delegados bebieron de un trago a la invitación del Alcalde.

-No es tan malo el hombre del sombrero de Panamá…

Fue lo último que pensaron antes de morir envenenados.

Diario de un estafador

¡Ya van a ver la historia que les tengo!

Jesús H. Oague Alcalá

El tío Luis, hermano de mi bisabuela, era un viejo tranquilo, de voz potente, que tenía la cara tapizada de arrugas, empalmadas sobre arrugas más antiguas, y las manos más resecas que las cortezas de los árboles de la mezquitera que anunciaba la llegada a El Molino, el rancho árido y polvoriento que tenía la familia del abuelo allá entre Jerez y Susticacán.

Vestía pantalón de mezclilla con pechera, de los que usaban únicamente los rancheros y los albañiles, de los que no nos dejaban utilizar porque no eran bien vistos entre la gente “finolis” de la ciudad y además eran “pa‟ la labor”, y un sombrero de soyate, de ala tan ancha que bien podría haber sido usado años después como plato de antena parabólica para ver los canales de televisión de otros países. Tenía el pantalón dos bolsillos en el peto, uno grande, casi del tamaño del pecho, y otro un poco más pequeño sobre aquel, con ojal y botón; usaba pues el tío la bolsa de mayor tamaño para guardar un viejo paliacate desteñido que alguna vez quizás fue color rojo con el que se limpiaba la nariz estruendosamente y la de menor tamaño para otro paliacate, este sí de un rojo intenso, bien cuidado, con el que sólo se limpiaba el sudor de la cara y las manos de vez en cuando, cuando el calor era muy intenso.

Ester y Chole, las tías, hermanas de mi abuelo, nos llevaban a Jerez casi todos los domingos por la

mañana; luego de asistir a la misa de niños y tomar un buen desayuno para tener energías para aguantar el trajín del día por venir, nos trepaban al viejo carro de sitio de un fulano igual de viejo que había sido empleado de mi abuelo y al paso de los años se había convertido en su chofer, amigo, confidente, ocasional compañero de parranda y hasta compadre, y ahí íbamos arrejolados las dos buenas mujeres y una horda de chamacos traviesos en el destartalado taxi, casi dos horas de incomodidades en un trayecto que ahora, treinta y tantos años después, se recorre en cuarenta y cinco minutos a buen paso.

El viejo taxista nos dejaba, invariablemente, en el jardín principal del pueblo, en donde se pasaba el día haraganeando, al cabo mis tías le pagaban día completo más desayuno, comida y otros peso con cincuenta centavos para que se comprara su Coca-cola y una nieve de garrafa de “El gallo” , con la consigna de estar disponible -no sea que algo se ofrezca-, a cualquier hora desde el mediodía hasta que regresáramos, casi siempre ya cayendo la noche, y mientras ellas le daban instrucciones, nosotros pegábamos la carrera a ver quien llegaba primero a la vieja casona en donde muchos años antes se había fundado el primer Instituto de Ciencias de Zacatecas, que al paso del tiempo se mudara a la capital del estado para luego convertirse en la actual Universidad Autónoma de Zacatecas, máxima casa de estudios de nuestra entidad.

Corríamos como desaforados, y pasábamos por el hermoso Edificio de la Torre, al que ni volteábamos a ver, yo creo que realmente nunca nos dimos cuenta de su belleza sino hasta muchos años después, cuando el paso era tranquilo y ya no había prisas por llegar, luego dábamos vuelta en la Parroquia sin persignarnos al pasar frente a la puerta del templo, y de ahí a la calle Luis Moya, a la carrera final para llegar a la casa, dos cuadras más adelante, que siempre tenía las puertas abiertas, y entrar por el zaguán entre gritos y empujones que alborotaban a los veinte mil canarios, al viejo cenzontle y a las torcazas, produciendo un ruidero impresionante; pero decía que entrabamos sin saludar a nadie, ni al tío Luis, que nos veía desde el pozo a la mitad del patio, ni a sus hermanas, cuando estaban en Jerez y no en El Molino, las tías Celsa y Cuala, Pascuala era su nombre en realidad, que hacían lo propio desde

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detrás de la falsa puerta de mosquitero de la cocina, al fondo del patio, mientras nos aventábamos clavados a las montañas de elotes, olotes y granos de maíz que había en el último cuarto a mano izquierda, acondicionado como bodega.

El tío Luis se levantaba entonces de su vieja mecedora, se secaba el sudor de la frente con su colorado pañuelo que parecía nuevecito, se calaba el sombrero de ala ancha y con paso cansino, jugando con el viejo bastón de madera que debería de utilizar para caminar y no como juguete, llegaba hasta la bodega a reprender a los “escuincles” por desperdigar los granos de maíz y los olotes con los que alimentaban a las cinco gallinas, los dos o tres cerdos, las tres chivas y los tres caballos y un burro que tenían en el corral.

Y luego del “regaño” salíamos a saludar a sus hermanas y a dar de comer a los animales, porque si no tardábamos mucho había la posibilidad de que ensillara los caballos, el “diablo”, el “rayo” y la “mariposa”, y hasta al manso burro, “plutarco”, y nos dejara acompañarle un rato al rancho.

Cuando no íbamos al rancho, nos quedábamos en la casa un rato y luego de aventar piedras al pozo, pasábamos por los nietos de “Luisito”, hijo mayor del tío, que vivían en la casa de al lado, y en desbandada nos íbamos al jardín a comprar nieves de “El gallo” y a escuchar a la banda municipal tocar piezas de Juventino Rosas, Manuel M. Ponce y Candelario Huízar; a espiar a los viejos de bordón que se sentaban en las bancas de hierro forjado del jardín a contar chistes verdes mientras veían pasar las piernas largas de las señoritas que daban la vuelta una y otra vez al jardín del brazo de los muchachos luego de haber ido a misa de seis al Santuario o a la Parroquia; a embarrarnos las manos y los cachetes con algodón de azúcar de colores, azul para los niños y de color rosa para las niñas; o nomás a correr como si estuviéramos locos, agitando los brazos y pegando de gritos con la boca abierta y la lengua de fuera, hasta que luego no pudiéramos hablar por la falta de saliva y el cansancio.

¡Ah, pero si nos dejaba acompañarle! nos trepábamos de a dos, a veces tres, por montura a lomos del “rayo”, la “mariposa” y el “plutarco” a seguir al sombrero que era imposible casi perder de vista,

no sólo porque era lo suficientemente grande para cubrir la inmensa humanidad del tío que mediría poco menos de un metro con noventa centímetros de estatura, sino porque además el “diablo” era el caballo de mayor alzada que se había visto por aquellas tierras en años recientes.

Ya en el rancho podríamos montar otro borrico no muy remilgoso que nos dejara treparnos a sus lomos, corretear con los perros, tirar piedras a los nopales, comer tunas blancas frescas, refrescarnos con aguamiel que tomábamos en jarros de barro que chorreaban por todas partes y comer tortillas gordas de masa y manteca, rellenas de frijoles con chile y dos rebanadas de queso fresco de leche de cabra, o cuando era temporada, hacer fogatas para sancochar elotes que dejábamos enfriar un poco y untábamos con crema fresca o nata de leche de vaca, de la “filomena”, que nos miraba desde el corral con la esperanza de que le tocara algo de aquel manjar de dioses, vacunos por supuesto.

Volvíamos a la vieja casa unas cinco horas después, cuando comenzaba a caer la noche, a la que llegábamos justo a tiempo para merendar un vaso de leche bronca, tibia, y un pan ranchero untado de nata y cubierto con una generosa capa de miel de maguey. Y mientras nosotros cenábamos en la cocina, el tío se sentaba en su mecedora, se quitaba el sombrero, se lo ponía en las rodillas y, mientras tamborileaba en él con los pulgares, decía -¡ Ya van a ver la historia que les tengo!-, y nos hablaba de las atrocidades de la revolución de la que sólo fue testigo o de la guerra cristera en la que sí le tocó echar balazos para defender a los curas del pueblo, a la Iglesia, a la virgencita ¿cómo no?, y hasta al mismísimo Cristo Rey de las herejías de los oficiales del ejército de unos tales Elías Calles y Obregón -¡los mismísimos demonios!-. Una vez terminada la merienda, se levantaba de la mecedora, dejaba el sombrero en el asiento, apuraba a las sobrinas y a los escuincles, y mandaba a alguno de los hijos de Luisito, a que llamara al taxista que seguramente estaría dormido en el automóvil, más aburrido que una mojonera de las que hay en el camino entre El Cargadero y la parte alta de la Sierra de los Cardos.

La última vez que fui a Jerez fue cuando ya tendría yo unos dieciocho años cumplidos, a los funerales del

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tío, a los que acudió un gentío impresionante, parecía como si se hubieran reunido ahí los habitantes, todos, de Jerez, Susticacán, Ermita de Guadalupe, Malpaso, El Tambor, El Cargadero, Lo de Nava y otros más retirados, como Tepetongo o Villanueva.

Cuando terminó el sepelio pasamos por la casa, donde murió plácidamente el viejo apenas dos noches antes, y la encontramos todavía vacía, con la puerta abierta, las luces encendidas, e inundada con un olor familiar a pan con natas, y mientras decíamos adiós a la vieja casa y al pozo que todavía tenía agua fresca y cristalina, a la bodega con sus granos de maíz regados por todos lados, a las macetas con malvas medio secas por la falta de agua de un par de días, escuchamos, desde allá al fondo del patio junto a la cocina el rechinar de la destartalada mecedora, el tamborileo de unos pulgares en un viejo sombrero de soyate y una voz aguardentosa, apenas perceptible como el murmullo del viento, que decía, -¡Ya van a ver la historia que les tengo!-.

Ágape

Bukowski

Francisco Cenamor a los 22 años ya había leído TODO lo de Bukowski. molaba el cabrón y quería ser como él. hasta me compré un sombrero de paja que usó aquella vez que estuvo en Ibiza. al menos eso me dijo aquel tipo que me lo vendió. todavía podían verse las manchas de semen y de vino. un día me lo puse y me metí en un garito de mala muerte. me be- bí de golpe 2 güisquis y empecé a sentirme fatal. fumé dos cigarrillos a ver si

así se me pasaba, pero fue peor. me acordé de chinaski y vomité a los pies de la camarera. la muy puta me metió una hostia y me dio una fregona. -recógelo, hijoputa- me dijo. joder, yo tenía que ser un tipo duro y meterle el palo por el coño a esa ramera. pero me dio cosa: la igualdad de la mujeres, la democracia, el respeto y toda esa mierda católica, creo. así que traté de romper el palo con la rodilla. una, dos, TRES VECES hasta que ya no pude aguantar el dolor. recogí mi vomitona sin que me vieran y me largué. eso sí, antes de irme dejé la fregona en el suelo. que se jodan. orgulloso de mi hazaña caminé hacia el último bar abierto. allí encontré dos guarras mulatas deseosas de probar mi sexo. se podía oler en el ambiente. me senté frente a ellas en la barra y miré sus te- tas grandes y cónicas: seguro que las tenían bastante duras. dejé sobre la barra el sombrero de Bukowski para mirarlas mejor. AL RATO ME LO VOLVÍ A PONER. les lanzaba miradas obscenas para que las dos guarras tomasen cuenta de mis deseos, pero no se dignaron a mirarme. bah, serían unas estrechas que luego querrían retenerme

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a su lado para siempre. las tías son así. joder, me cansé de que no me hicieran ni caso y me fui al puticlub. de camino traté de tirarme un sonoro pedo a la salud de algún presidente americano pero sólo me acordaba del negro, y, joder, para uno que habían tenido… en- cima al apretar me cagué un poco. el puticlub se llamaba Hank, era de unos chinos. Hank, Hank, eso me sonaba…, algún maldito jokey chino. aunque yo de caballos no sabía, solamente me los había comido. la publicidad del sitio decía que las chicas te recibían desnudas. cojonudo. apenas había coches en el aparcamiento, así que supuse que un montón de fulanas HARÍAN COLA PARA COMÉRMELA. al entrar vi como alguna chicas escapaban corriendo. no había nadie en el salón y se oían cuchicheos detrás de las puertas. por fin se abrió una y salió la madame, una vieja gorda que olía a naftalina. por detrás se veían sombras pasar en todas direcciones y seguían los cuchicheos. la gorda dijo -le pondré una copa mientras se preparan las chicas. al primer trago volví a sentirme fatal, todo me daba vueltas. me pareció escuchar tras la puerta -sal tú, joder, sal tú, has perdido. la puerta se abrió. no salía nadie y

me acerqué. en ese momento salió a trompicones una china escuálida, sin tetas. cayó entre mis brazos pero intentó zafarse agitando mi cabeza. eso me termi- nó de marear y le vomité encima. inmediatamente salieron el resto de las putas chinas y se liaron a patadas y botellazos, y nada de botellas vacías. creo que NO RECUERDO nada más. me desperté con el sol a mi izquierda. estaba tirado entre unos contenedores de basura. me dolía todo. me levanté y busqué el sombrero de Bukowski. el jodido había tenido más suerte que yo, ni siquiera estaba manchado. tan sólo conservaba sus dos manchas de siempre.

El espejo

Mañana de abril

Arqui

En el dormitorio

Se prueba la gorra frente al espejo. Es una de esas típicas, con las siglas de los Yankees. No olvida colocarse sus anteojos negros. Viste una campera verde, brillante, que cubre algo más que su torso. Revisa, por última vez, el bolso que ha preparado a la noche con prolijidad. Tantea un bolsillo del pantalón: la llave de la cupé es todo lo que necesita ahora.

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En el auto

El sujeto maneja despacio, mientras observa las casas a uno y otro lado de la calle. Paredes de madera o ladrillo, la galería precediendo la entrada, los techos con pendiente. Se ven sólidas. Y todas con sus cercos recortados, muy verdes los jardines. Este hombre de ojos rasgados y cara redonda, el conductor, adora el suburbio. Siempre ha despreciado las chozas de bambú que destruyen los tifones malayos o esas frágiles viviendas japonesas de papel, que ha visto por televisión.

Es más, está orgulloso de haber transformado la docilidad oriental en la furia aún contenida de un ciudadano americano que acaba de perder su empleo y más temprano que tarde será arrojado a la calle por no poder pagar la hipoteca de su casa. Esa furia que Michael Douglas descargaba durante todo un día, en la película de los noventa.

En el Centro de Inmigrantes

Cuando estaciona el vehículo en la parte trasera del edificio, obstaculizando la única puerta de salida, se siente tranquilo, con esa serenidad que concede la condición de estar más lejos de la vida que de la muerte.

Camina hasta la entrada principal, abre la puerta, avanza unos pocos pasos. Coloca la visera de su gorra hacia atrás, extrae una pistola del bolso y dispara sobre las dos recepcionistas. Aún le queda el cinto con balas intacto y un fusil por estrenar.

Desde el otero

Sombreros de primavera

José Luis de la Fuente

En la gran habitación rosa, la luz del sol de media tarde entraba a raudales por el gran ventanal huérfano de cortinas. La madre pidió a Virginia que aguardara un momento antes de comenzar el rutinario paseo dominical. Sola en la habitación, no pudo evitar mirarse sesgadamente en el espejo, milagrosamente ileso de los últimos saqueos, el vestido blanco que llevaba puesto. Observó su falda sin volumen excesivo pero con caída alargada por detrás, sencilla y sin adornos; las puntillas y el lazo de seda en el cuerpo del vestido era el único toque de ostentación. La madre apareció al poco tiempo radiante con una caja de cartón grande y redonda en sus brazos que, a falta de mobiliario, dejó en el suelo de mármol gris arañado e instó a Virginia a que la abriera. Al retirar la tapa, Virginia encontró una gran pamela de color salmón con lazo rosa. Observó el sombrero con sorpresa durante unos segundos y pensó que no combinaba demasiado con el vestido, pero esto no era una cosa que preocupara demasiado a Virginia. Tras observar la cara de satisfacción de su madre se dejó recoger el pelo, no demasiado largo y rubio, que quedó oculto bajo la prenda y cogido a la misma mediante orquillas estratégicamente colocadas.

Mientras bajaban la escalinata y salían de la Casa Grande en dirección a la calle principal, Virginia no pudo dejar de pensar que, por lo visto, no era suficiente el suplicio de tenerse que poner todos las domingos aquel estúpido vestido y aquellos malditos zapatos blancos sino que además ahora debía de llevar puesto también aquel ridículo sombrero.

Ofuscada con estos pensamientos, llegaron a la calle principal del pequeño pueblo. La tarde de la recién estrenada primavera era espléndida y Virginia pensó que invitaba a hacer cualquier cosa excepto pasear tontamente al lado de su madre.

Aunque habían llegado pronto, la calle principal estaba ya muy concurrida de gente que aparentemente paseaba de forma descuidada y placentera tomando el sol; la guerra había terminado

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hacía meses y el pequeño pueblo sureño intentaba recobrar a duras penas su rutilante vida anterior, ahora todavía destrozada. La madre saludaba aquí y allá con estudiados e hipócritas gestos a otras damas; Virginia sabía sobradamente que eran antiguas amigas de su madre y cuyo denominador común era que ésta las odiaba a muerte a todas ellas. Igualmente, y de forma disimuladamente interesada, la madre buscaba con la vista a los caballeros elegidos y daba un pequeño golpe con el codo a Virginia, para que al unísono saludaran con un pequeño ademán de cabeza y sonrisa forzada cuando por fin atisbaba a alguno de ellos. Los caballeros levantaban gentilmente los sombreros alados blancos con banda negra modelo Panamá que a cuenta gotas empezaban a llegar de importación y algunos miraban de arriba a abajo y de abajo a arriba a Virginia de un modo que la incomodaba sobremanera hasta llegar a la náusea; a sus dieciséis años, a Virginia no le pasaba desapercibido que el habitual paseo del domingo, no era sino una pasarela en donde las damas que perdieron a sus maridos en la guerra y que quedaron en la más absoluta ruina, exhibían carne fresca a los caballeros que habían acertado apoyando a los estados de la Unión para intentar recuperar sus fastuosas vidas perdidas. Su madre era una de ellas.

Sin embargo aquella tarde, a Virginia le llamó poderosamente la atención el hecho de que apenas saludaran a caballero alguno.

De forma aparentemente casual, se pararon frente a un hombre ya entrado en años, con sombrero beis y ala corta, de bigote breve y gesto fruncido. La madre indicó a Virginia que se adelantara unos pasos mientras paseaban. La conversación, que empezó de forma banal, llegaba perfectamente a oídos de Virginia y aunque codificada, comprendió al poco tiempo que el acuerdo estaba prácticamente cerrado.

Virginia echó a correr atropelladamente. Oía a su madre llamarla a su espalda, pero continuó corriendo sin parar. Pronto alcanzó los límites del pequeño pueblo y se adentró en los algodonales todavía arrasados y desvastados atravesándolos en dirección a un pequeño riachuelo, fin de muchas de sus escapadas. Sin resuello, no tanto por el correr a lo que estaba acostumbrada sino por la incomodad de

los zapatos, el agobio del vestido y lo que acababa de escuchar, se detuvo en el río a refrescarse. El ruido del río que tanto gustaba de escuchar, le pareció aquella tarde cansado, triste y hastiado. Vagó el resto de la tarde, tratando de digerir la noticia, por los rincones campestres por donde siempre había corrido y disfrutado desde que tenía uso de razón.

Llegó la noche y con ella un relente intenso de primavera recién estrenada que la incomodaba. Se dirigió hacia los algodonales de sus padres igual de arrasados que la mayoría de los campos y en dirección a una hoguera que resplandecía en la noche. La esclavitud había sido abolida hacia ya meses, pero los antiguos esclavos, sobre todo los de edad avanzada, continuaban en los barracones y campos donde habían estado toda su vida porque, simplemente, no sabían a donde ir. Como todas las noches, las canciones que había oído desde niña resonaban a su alrededor. Había refrescado mucho y apetecía el calor del fuego así que se acurrucó cerca de la hoguera.

Observó pensativa los zapatos blancos ahora arañados y manchados y se tocó el vestido ajironado. Levantó la cabeza y busco al negro Samuel que como siempre estaba apoyado en el mismo árbol y como era habitual, incluso de noche, tocado con su sombrero de paja echado hacia atrás. Acompañaba las canciones que escuchaba palmeando las manos y riendo abiertamente. Virginia había crecido prácticamente con él, su mujer y sus hijos en sus continuas escapadas. Los hijos de Samuel habían huido hacia el norte durante la guerra y su mujer había muerto el verano pasado, sin embargo Samuel seguía conservando la misma sonrisa de siempre; solo si le mirabas a los ojos, los que le conocían, descubrían en ellos un profundo tinte de amargura. Reparó en Virginia y saludó alegremente exagerando, sombrero en mano, una burlona reverencia que hizo que el ala de su sombrero rozará el terreno. Samuel se rió a carcajadas y Virginia supuso que era por su vestido blanco manchado y roto y de su aspecto desaliñado. Samuel se llevo un dedo a la cabeza varias veces y entonces cayó en la cuenta de que continuaba con la pamela puesta en la cabeza. Se la quitó con desdén y la observó durante unos instantes. Miró a Samuel y éste, sin parar de sonreír, le hizo un gesto de complicidad con la cabeza señalando a la

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hoguera. Virginia vaciló unos segundos y finalmente cogió el ala de la pamela y la lanzó al fuego. El sombrero voló menos grácilmente de lo que Virginia esperaba pero lo suficiente como para llegar hasta las llamas. Observó como en segundos se consumía mientras, al fondo, continuaban sonando profundas melodías que conocía perfectamente y que escuchó durante mucho tiempo intentando olvidarlo todo.

Pausadamente y con resignación se levantó, atusó sin éxito el vestido blanco e hizo un gesto de despedida desganado con la mano a Samuel. Éste devolvió el saludo con la misma desgana y con una media sonrisa; era lo más parecido a un gesto grave que sabía esbozar. Lentamente, Virginia se encaminó hacia la Casa Grande donde, sin duda, esperaba su enfurecida madre.

En nombre de todas las letras

Asistente de fotógrafo

Martha Silva “MarthaX”

“Tú no eres irlandés, no se te olvide. No… tú qué vas a saber. Oh, Eire, Eire…! Hahaha”.

El maldito viejo no cesaba de repetir lo mismo cuando estaba ebrio. El resto del tiempo me ignoraba, pero cuando una buena pinta de cerveza Guiness se le cruzaba en el camino yo era su único contacto con el mundo durante días.

Trevor McDonald me aceptó como ayudante luego de leer la carta que mi padre, tan anciano como él pero más pobre, le envió conmigo como mensajero. En algún punto de la década pasada mi padre le había salvado la vida, metiéndose al río para sacarlo luego de otra de sus conocidas borracheras. Claro que mi padre tuvo que pagar un precio: algún metiche creyó que estaba intentando ahogar al señor McDonald y pasó algunas semanas preso, en lo que se aclaraba el asunto.

Hasta eso, el irlandés era hombre de honor, y ayudó a mi papá en varias ocasiones. Lo último que haría, y

eso me lo advirtió, era calarme como asistente en su estudio de fotografía, “a ver si no resultaba muy bruto”. Mi padre murió a los pocos meses y yo no resulté una decepción, no porque fuera listo sino porque resulté buen sirviente.

Nunca entendí cómo se las arreglaba el vejete antes de que yo llegara: su casa era un basurero, su estudio era un desastre, debía dinero por todas partes, pero la gente seguía haciendo fila para que le hiciera un retrato. Era famoso por sus retratos en blanco y negro.

Apenas llegué yo, me mandó al cuartillo que tenía al fondo de la vieja casona. Era su laboratorio, un chiquero diría yo. Vi miles de pruebas fotográficas, buenas, malas, excelentes, basura. Había rollos, negativos, papeles, revistas viejas y cacharros. Debía preguntarle de cada cosa antes de poder tirarla. Por más que le insistí, no me dejó que tocara siquiera la pared donde colgaban sus cámaras viejas. Algunas no las usó más de tres veces. Era porque no lograba conseguir el equipo necesario: un tipo de papel especial, un químico de revelado, una pieza que no volvería a fabricarse.

Pasaron los años. Entendí que yo no iba a ser jamás un fotógrafo destacado. McDonald siempre lo tuvo claro, por eso nunca me enseñó nada, sólo me aceptó porque necesitaba un mozo. Mozo al que le pagaba una miseria, no le permitía intimar con las clientas y humillaba en cada oportunidad.

De lunes a sábado era el mismo ritual: se levantaba al mediodía, comía un plato de sopa fría de coliflor acompañado de un café que le traían de su país, después se sentaba en el zaguán a leer el periódico. A las tres entraba, revisaba por horas las fotos del día anterior, las cámaras, mezclas para el revelado, mientras yo lo veía de reojo, esperando una orden suya para recoger del suelo lo que fuera tirando. A las seis de la tarde volvía a la casa a comer estofado de carne y cerveza, luego salía a caminar y yo tenía que ir detrás de él, cargando el equipo por si encontraba “algo interesante” para fotografiar, lo mismo bellos atardeceres que perros pulguientos. Regresaba por la noche, encendía la radio bajito, y se ponía a leer durante horas. A veces algunos viejos de la comunidad irlandesa venían a jugar ese extraño pasatiempo, cuyo nombre nunca me aprendí y

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entonces no había paseo, pues se embriagaba con ellos. Yo tenía que llevarlo casi en vilo hacia su cama, arrojarlo en ella y estar atento cuando le vinieran las bascas.

Los domingos, milagrosamente, se levantaba sin el menor rastro de resaca. Era el día de ir a la iglesia y además tenía cuidado de vestir apropiadamente, pues era el día de la clientela. Se ponía uno de sus dos únicos trajes, se calzaba zapatos recién lustrados –por mí- y orgulloso lucía su sombrero, “este lo usó Hemingway… no tengo modo de probarlo, pero le aseguro que así es”. Y la gente sonreía admirada mientras pensaba que McDonald era una persona versada, que había viajado por toda Europa, y España y había llegado a México hasta este rinconcito tan alejado de la ciencia, de lo refinado, de lo francés o de lo inglés. Mucho más de lo irlandés. Porque McDonald atrajo a sus paisanos.

Aunque después se piense que fui un malagradecido, la verdad es que el que se portó como un maldito fue él. En su última borrachera fue hasta el laboratorio, tomó las cámaras y estuvo “haciéndoles” fotos a sus compañeros de parranda. No supe bien cómo pero rompió una de ellas y luego me culpó. El día de paga me dijo que yo estaba ahí para cuidar un equipo y me lo cobró. Lo iba a descontar de mi ya raquítico sueldo. A mí me dio mucho coraje y lo enfrenté. Le dije que yo no tenía por qué pagar sus arranques, que ya no estaba conforme con el trato y con la paga, que me tenía harto y que en ese momento me largaba.

El vejete se asustó. Claro, pues dónde más se iba a encontrar un criado como yo. Fui a mi habitación, que también servía como otra bodega de cachivaches suyos, junté mis pocas pertenencias y salí de ahí. McDonald no me dijo nada, pero yo sabía que estaba que se moría del coraje. Me fui directo al puerto. Platiqué con algunos marinos y conseguí que me aceptaran como mozo de limpieza en el buque que salía al día siguiente. Ayudó el verme mucho mayor de lo que en realidad soy. También que con el paso del tiempo había yo aprendido a parecer duro e indiferente, tal como el irlandés.

Luego me acordé que el viejo tenía dinero escondido. No iba a robarle, sólo a tomar la parte que me correspondía… unos cuantos pesos.

Ya estaba oscuro cuando regresé a la finca. Junto al viejo, tumbado en la sala, había otros dos, tan perdidos como él mismo. Había varias pintas vacías sobre la mesa, y la radio aún sonaba. Yo sabía que entre los rollos de película guardaba una pequeña fortuna. No soy ladrón, pensé, vengo por lo que es mío. En lo que vacilaba entre los billetes o el honor, oí que me llamaba. Me quedé petrificado… agudicé el oído… McDonald reía y medio lloraba: “Eire, oh, Eire!”, con su cantaleta de siempre. No sé bien porqué pero eso me llenó de rabia. “De aquí no me voy sin desquitarme”…

No sentí piedad cuando encendí la cerilla. Para mí, dejarla caer en el montón de fotografías fue como esas otras veces en que me deshice de la basura. “Eso ya no sirve, remember, hay que hacer diez tomas pero sólo dos, quizá una, sirvan” decía… a los otros, no a mí, al criado. Pero el montón de fotografías que estaban chamuscándose iba a entregarlas mañana en las oficinas del señor gobernador, luego de la boda de la hija. Yo a esa hora iría embarcado hacia Cuba.

Volví a la casa. El viejo seguía tumbado en su charco de orines, murmurando entre dientes. Sin mis zarandeos y ruegos de que se levantase, seguro le iba a dar la mañana y quizá hasta la tarde. Me dieron ganas de darle una patada al bulto al que una vez le lustré los zapatos, pero me arrepentí. Caminé de puntitas hasta la puerta.

Antes de salir, me fijé en el perchero junto a la entrada. El sombrero resplandecía como una reliquia. Lo tomé y al calzármelo, noté que me apretaba. “Aún así me lo llevo”, era el justo pago por mis servicios. No se ocurrió mejor forma de joder al viejo, si es que conseguía salir vivo luego de la visita con el gobernador.

Yo, que no conocía al tal Hemingway mas que por la foto que atesoraba el vejete en sus archivos, iba a tener el honor de poseer una de sus pertenencias. Lo malo era que no había forma de cambiarlo por plata, no iba a convencer a nadie de que había sido de una persona famosa. Le creían al viejo, pero no a mí. Total, ya vería que se me ocurría, mientras lo apretaba bajo mi axila.

Lo único que lamenté fue no estar ahí para ver la cara de McDonald al descubrir qué le faltaba. No, no

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soy tan honorable como mi padre, ni soy irlandés. Pero estoy de acuerdo contigo, ¡Viva Eire, cabrón!.

Memorias de una bruja… y loca

El sombrero

Claudia Palatucci “Jezabel”

Bueno, y ¿por qué habría de llamarme la atención el sombrerito ese que va de lado? Si solamente lo vi unas cuantas veces, y ni siquiera recuerdo cómo fue que lo compramos, dónde lo conseguimos o que fuimos a ver. Seguramente un show de los enanitos toreros, pero que tampoco tienen nada que ver con lo andaluz. ¿Sería acaso mi destino que me llevó de la mano hasta topar con un flamenquista profesional y que ahora tiene un grupo de rock? O solamente era la casualidad disfrazada de mi papá, recordándome aquél sombrero rojo cordobés.

Entre vagos y borrosos recuerdos tengo grabado que eran dos, uno negro y uno rojo, y que uno era para mi madre y otro para mí; quisiera aún más allá saber si lo trajimos aquella ocasión que fuimos a ver los toros, pero no me queda mucha fuerza para recordar mi infancia hasta los siete u ocho años, o si en esa ocasión habíamos ido a los toros o si conocí la Plaza de Toros, Alejandra. Ojalá que en esos años yo haya sido muy feliz, porque realmente no recuerdo mucho, solamente infinidad de pasteles de chocolate, yam yam.

Pero como quiera que sea, volviendo al tema del sombrero cordobés, me hubiera gustado mucho hacerme unas fotos muy sexys vistiendo solamente el sombrerito, o tal vez haciendo conjunto con un par de castañuelas, ¿qué más da? Si lo interesante de eso es la adrenalina y el éxtasis que te va subiendo por la cabeza; capaz que el negro se convierte en rojo de tanto calor, no lo sé.

Aah, pero qué fácil es pasar de la infancia a la gamma de los colores cuando hay tanto por contar… bueno, después de un ratito me paso a retirar, ya que

ahorita mi obsesión es mirar profundamente a los ojos. ¡Au revoir!

La almadraba

El sombrero luminoso

Sergio Astorga, en Antojos

http://astorgaser.blogspot.com/2009/02/el-sombrero-luminoso.html

-No podría ser de otra manera, las cosas toman el temperamento del que las usa.

- Exageras. Las cosas son cosas. Se compran, se usan y se tiran.

-Las cosas chupan el carácter de su dueño. Te digo. Así como los animales, se parecen tanto a las personas con las que viven que se personalizan.

-Exageras, ¿cuándo se ha visto tal cosa?

Mi café se enfriaba, sentado en mi mesa de costumbre con mi periódico y mis notas de las ventas del día anterior, no podía evitar escuchar la conversación de dos hombres que estaban sentados a mi lado. Podía distinguir en uno de ellos una cicatriz, todavía encarnada, correrle a lo largo del

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cuello. Tenía una cara larga, escurrida, como si la viéramos a través de un vidrio mojado; el otro tenía una cara ancha y una voz sonora como de tambor militar.

-Te digo. Yo puedo demostrarte. Tengo ejemplos inapelables. Las cosas toman el carácter de sus dueños.

-¡Que terco!

-¿Recuerdas a María Paredes?

-¿La que murió de pulmonía?

- No murió de pulmonía. Murió de rencor.

-¿De rencor? Yo fui al hospital y hablé con el doctor que la atendió.

-María Paredes era una mujer envidiosa, ¿no? Deseaba siempre los vestidos de sus hermanas. Pues uno de esos vestidos la asfixio.

La cicatriz parecía que reventaría en cualquier momento, el de la cara ancha jugaba con una pluma roja mientras respiraba complacido.

-Es una historia estúpida. Cada día estás más loco. Se te está enfriando la cabeza. Deberías comprarte otro sombrero.

-¿No me crees? Es natural. Pero yo vi como uno de los vestidos la asfixiaba. Las cosas tienen vida. ¡Mírate! Desde que mojaste tu cachucha estás como ella, escurrida y sin color. No puedes negar la evidencia.

-Es absurdo, es como si me dijeras que tú perdiste la razón por tener la cabeza al descubierto desde que perdiste el sombrero o que estás más gordo porque tus pantalones se ensancharon

Mi café estaba helado, mi trabajo sin hacer y yo no podía irme sin saber en que terminaría la discusión. El tipo de la cara escurrida tomaba agua y el gordo un vaso de leche.

-Tú mismo lo has confirmado, el gato tiene las mismas pestañas que Mario y el gato tiene la misma manía de rascarse la nariz, de una forma, diríamos humana. Doña Rosa tiene la misma cara de su perra y el mismo olor.

-Tú lo has dicho: animales y personas, eso es común. Son seres vivos. Las cosas son cosas.

-Las cosas se humanizan. Observa a ese paraguas, tiene la misma forma de su dueño; y que me dices de José, tiene la misma cara de sus platos, y esa niña, mira como el vestido se pega a sus caderas.

-Cada día estás más perdido. ¿Pusiste el anuncio en el periódico?

-Sí. Toda la semana.

-¿Te han llamado?

-No.

-¿Fuiste claro en el anuncio?

-Hasta ofrecí una recompensa. Aquí tengo el anuncio: “A la persona que encuentre mi sombrero castaño brillante con las iníciales BC en su interior será gratificado. Por favor comunicarse…”

Traté de disimular mi sorpresa. Salí rápidamente del café. Oculto en el abrigo un reflejo luminoso perfilaba el sombrero.

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Lectores opinantes

Me gusta la naturaleza del Descensor pero no los estilos.

Sender Eleven

México

Me parece en parte y parte una osadía hablar de la mitología en forma tan llana y abstracta, de una idiosincrasia tan particular generalizando un tema que nada más "vieron" de pasada para llenar espacios de una publicación que sin duda trata de inculcar sensibilidad, belleza y que pretende atrapar y entrometer al lector en la intimidad del pensamiento personal de los autores. Que tan difícil puede ser, sentarse en una cómoda silla giratoria y decir: - El tema del próximo número será; "MITOS O REALIDADES: Los agarrones sexuales de los chinchulines" - corran la voz, lo quiero para la próxima semana"

Me gustó “los Dioses provienen del caos”, felicidades al autor. Como siempre es un placer el poder leerte.

Xenite

México

En respuesta

Estimados Xenite y Sender, gracias por sus opiniones, valiosas sin duda porque seguramente habrán de servirnos para mejorar, tanto desde el diseño y la estructura de la publicación como desde los propios contenidos y la selección de temas.

A este respecto, creo conveniente aclarar que la mayoría de los temas han sido propuestos y sometidos a votación entre quienes participamos en este proyecto, con la intención de que todos los que aquí colaboramos nos sintamos tan cómodos como sea posible al escribir nuestras colaboraciones.

Por otra parte, la idea de que este sea un espacio de “expresión libre de ideas libres”, nos lleva a que cada uno de los participantes sea responsable del formato y estilo de los contenidos a publicar en su sección, con algunas consignas importantes, que sean de su autoría o cuenten con la autorización expresa de los autores originales, y mantengan el debido respeto a creencias, preferencias y formas de pensar de los demás.

Nuevamente agradezco sus opiniones y les invito a participar en el mejoramiento de este espacio que tiene como propósito fundamental ser un medio de libre expresión de las ideas.

Jesús Olague

La redacción

Envía tus opiniones por correo electrónico a [email protected] o llena el formulario Opinar en la sección Contacto en nuestro website y pasa a leerte aquí en nuestra próxima edición.

Si deseas participar con una sección permanente en esta publicación envía un correo a [email protected] o llena el formulario Participar en la sección Contacto en nuestro website.

El tema para la próxima edición se publica en la sección Convocatorias de nuestro website, para enviar una participación sobre el tema en particular, por favor envía un correo a [email protected] o llena el formulario Colaborar en la sección Contacto en nuestro website.

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Participan en esta edición

Carlos Alberto Olague Alcalá (México)

Soy publicista, director general de una agencia BTL. Nacido en la ciudad de México, pero radico en Zacatecas. Soy candidato a portador de la vela perpetua, aunque la vela perpetua no está muy de acuerdo. También soy monero, y la mayor parte del tiempo no sé qué hago aquí además de ser el responsable del diseño de portada.

Francisco Arriaga (México)

Escritor zacatecano que nació en Aguascalientes y vive en Tamaulipas. Coleccionista de libros, impresos o electrónicos, que también le hace a la música, la patrología, la historiografía, y en sus ratos libres escribe para algún periódico zacatecano, pero ya el lector verá qué va descubriendo en sus propias palabras.

Carlampio Fresquet (España)

Artista Indisciplinar comprometido con el entorno. Estudiante de Bellas Artes. Director de DIAL ART 2003 (proyecto de extensión universitaria para la difusión de la obra del alumnado de la Facultad de Bellas Artes de Valencia). Coordinador Artístico de ALEACIÓN: ANTOLOGÍA ARTÍSTICA. Sor Kampana 1991-2008. Miembro del grupo artístico interdisciplinar OROMATON (Poesía, música y pintura en vivo). Su libro „Somos sexo‟ puede ser adquirido o descargado desde su tienda virtual en Lulu (http://stores.lulu.com/kafre09).

Edgardo Castillo “Zumm” (Chile/Argentina)

Nació en Viña del Mar, hace ya mucho tiempo. Por motivos que no vienen al caso, vivió muchos años en un generoso país de Europa, donde quedó la mitad de su vida. Hace 17 años que vive en la Argentina, a

la que considera su segunda patria, pero sin olvidar sus raíces. Trata de escribir siempre con humor, para no tener que pensar. Se declara ateo y considera que la amistad es lo más valioso de la vida. Ha escrito una gran cantidad de libros entre los que destacan 'Mujeres. Manual de uso y mantenimiento', 'Las aventuras de Mirinda', 'Vida de ladrones y algo más...' y una serie de libros de cuentos, entre otros; disponibles para descarga gratuita en su tienda en Bubok (http://zumm.bubok.com/).

Jesús Humberto Olague Alcalá (México)

Ingeniero en Sistemas Computacionales, chilango de nacimiento, zacatecano por herencia, adopción, convicción y querencia; que escribe por afición y pudo ser médico pero siente repulsión hacia las heridas; le gusta casi toda la música, en especial la trova, y casi toda la lectura, principalmente la de escritores latinoamericanos como Taibo II, Ibargüengoitia, Benedetti, entre otros; prefiere las ciudades coloniales a las playas y las corridas de toros a las peleas de gallos; y que tiene el gran problema de que todo lo demás se le olvida si tiene un aparato de TV frente a él, aunque esté apagado.

Francisco Cenamor (España)

De formación autodidacta, comienza tarde a escribir poesía. En 1999 Talasa Ediciones publica su primer libro, Amando nubes, lo que le posibilita viajar por toda España dando recitales. En 2003 sale su libro Ángeles sin cielo, editado por Ediciones Vitruvio, editorial que publica en 2007 su último libro, Asamblea de palabras. Ha sido incluido también en numerosas antologías y revistas impresas y digitales. Ha organizado y organiza numerosas actividades poéticas. Dirige la revista digital Asamblea de palabras. Es coordinador del Club de Lectura de la Universidad Carlos III de Madrid. Profesionalmente se dedica a la interpretación, apareciendo en televisión, teatro y cine.

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Juan Carlos Sánchez “Arqui” (Argentina)

Arquitecto, bonaerense, ha logrado arrimar las palabras con los ladrillos. Se dedica, entre otras cosas, a la producción editorial y de contenidos de dos revistas institucionales de arquitectura. Pero es en estos espacios virtuales donde se entrega a su adicción, la ficción en todas sus formas. Le gustan los textos breves, los cuentos, los microrrelatos: la intensidad con recursos escasos, la punta del iceberg, los silencios y los huecos antes que la verborrea y los llenos.

Ahora, espera ser leído y juzgado con benevolencia.

José Luis de la Fuente “Kmikc” (España)

Informático de profesión y cuentero de afición. Los cuentos son su salvavidas ante la tormenta diaria de máquinas, cables y bits. Le gusta escribir cuentos directos, breves, de fácil lectura, de literatura llana y sin preciosismos. Y lo confiesa totalmente arrepentido. No sabe hacerlo de otra forma pero promete mejorar con el tiempo -de mayor quiere ser cuentero-. Un antiguo profesor una vez le dijo: “cuando alguien pierde toda capacidad de sorpresa, de asombro, de fascinación... está muerto y no se ha dado ni cuenta”, así que le gusta pensar que con sus cuentos, es capaz de sorprender al menos durante un segundo al lector ocasional y contribuir con su granito de arena a que continúe vivo.

Tiene cuentos publicados en www.loscuentos.net.

Martha Silva “MarthaX” (México)

Irónica, introspectiva y (pseudo)intelectual trata de reinventarse bajo el amparo de la sonrisa chueca señalando con dos líneas cruzadas el lugar donde habrá de encontrarse. También escribe desde la apariencia de una persona normal en el blog lafamosax.com.

Claudia Palatucci “Jezabel” (México)

Oh, sicóloga (o psicóloga) (hocicóloga), de profesión; “metiche” con licencia, para dar crédito a la locura de los ajenos, nieta de mulatos y de ojiazules españoles, nacida en la tierra de los alacranes, Durango, México. Gusta de la música árabe, flamenco y brasileña; se le verá danzando por ahí de vez en cuando entre letras y dibujos; diseñadora gráfica de afición, editora de fulanas revistas independientes y organizadora de eventos especiales (sobre todo en familia). Su especialidad en la cocina: changüiches y sopas Maruchan.

Arte fotográfico e ilustración

Las imágenes utilizadas para ilustrar las secciones, y todos sus derechos son propiedad de sus respectivos autores. Si el uso de imágenes obtenidas de sitios públicos va en contra de algún derecho de uso, favor de reportarlo a [email protected].

Portada, Hat de Peter Suneson (http://peter.canutus.se/).

A tiro de piedra, Helmet gun tomada de Weird Universe (http://www.weirduniverse.net/blog/).

El espejo, Imagen de Rebecca Catlett para Press & Sun-Bulletin, via Associated Press.

Memorias de una bruja… y loca, Sombrero de Jorge Jiménez en Palabrotas (http://comunidad.uem.es/jjimenez/).

La almadraba, Fulanos de Sergio Astorga (http://astorgaser.blogspot.com/).