9_ La Moral y Las Virtudes Nos Orientan en Nuestra Vida

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La sociedad en que vivimos cada vez más se está llenando de

adjetivos generadores de egoísmo: relativismo, hedonismo,

consumismo, secularismo y como consecuencia se suscitan modos

de pensar poco coherentes tales como todo lo que es legal es

moral, oímos afirmaciones: “la crisis de nuestro país no es sólo

económica o política, sino sobre todo moral”.

Debemos contrarrestar esta realidad, hacer lo posible para

cambiar esta forma equivocada de ser, de hacer y de pensar. Lo

primero es anunciar a Dios y El nos pide que estemos con el bien

y la verdad y contra el mal”.

Por eso es importante abordar el tema de ¿Qué es la moral?.

Etimológicamente la palabra moral proviene del latín, de la palabra mos-moris, que significa

precisamente "costumbre". En su significado antiguo y siempre válido, la moral es el arte de las

"buenas costumbres"; es decir, de las costumbres que son buenas para el hombre, de las costumbres

que le van bien, de las costumbres que le dan madurez y perfección.

La moral no es simplemente un conjunto de normas, ni de prohibiciones. La moral es un estilo de vida

basado en nuestra relación con Dios. Moral es, en definitiva, el arte de crecer en el amor de Dios.

Y esto diferencia la moral de la ética. La ética es el resultado de una reflexión filosófica. Intenta fijar

mediante un análisis del hombre y de su entorno, los principios por los que el hombre tiene que

actuar y los aplica a cada situación. El hombre ético trata de ser fiel a unos principios, el hombre

moral, en cambio, trata de ser fiel a Dios, Ve a Dios detrás de los dictados de su conciencia. La

perfección de la vida moral no consiste, por eso, en el mero cumplimiento de unas normas y

mandatos, sino en la relación personal con Dios que lleva a amarle sobre todas las cosas.

Hablamos continuamente de moral: en familia, con los amigos, en el café, etc. A todos nos interesa,

porque a todos nos afecta. Todos tenemos algo que decir. Por eso es difícil y, a la vez fácil hablar de

moral. Como todos tenemos algo que decir, es fácil ponerse a hablar, pero es difícil conseguir que los

demás nos escuchen y estén de acuerdo. En ningún tema se discute tanto: las opiniones se enfrentan y

se superponen sin que parezca posible componerlas. Por eso, crece la sensación de que la moral es el

tema más opinable de todos; el tema donde cada uno puede y debe tener su propia opinión.

En las ciencias y en las técnicas, que tienen que ver con cosas objetivas, sí que hay conocimientos

seguros: por eso se opina poco: se conocen las cosas o no se conocen. Y el que las conoce -el que

sabe- es el que dice cómo son. En la moral parece distinto: no se trata de cosas, sino de gustos y

preferencias, de intereses y puntos de vista: todo subjetivo y, en consecuencia, opinable.

Para esta mentalidad la moral cristiana se podría comparar a un juego de premios y sanciones.

Teniendo esta imagen como punto de referencia parece claro que hemos avanzado mucho: se han

superado las restricciones excesivas y se ha difundido en la sociedad una mentalidad mucho más

abierta y libre. Avanzar ha significado entonces liberarse de esas normas externas y caprichosas que

parecían haber sido inventadas y difundidas por gentes de mentalidad estrecha con el ánimo de tener

sujeto a todo el mundo. Han caído las prohibiciones y las represiones y se ha demostrado que no pasa

nada: el mundo sigue rodando tranquilamente.

Una vez que se ha logrado superar ese montón de preceptos, para la mayoría, el único principio

moral que queda es la buena intención. Expresión máxima de que una persona es buena y de que

obra bien es que tenga buena intención. Si se tiene buena intención, ya basta. Luego cada uno puede

hacer y opinar lo que quiera, siempre que deje a su vecino hacer otro tanto.

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En realidad, la moral no tiene nada que ver con todo el apartado anterior. O, para ser más precisos,

tiene muy poco que ver. Tiene poco que ver con las opiniones, con los sistemas de normas, con las

buenas intenciones y con los equilibrios de la convivencia.

Si hubiera que dar una definición sencilla de lo que es la moral, de lo que esta palabra significaba

cuando se inventó, se podría decir que moral es "el arte de vivir". Sin más.

Vale la pena explicar un poco los términos de esta breve definición. La moral es un arte. Por arte se

entiende el conjunto de conocimientos teóricos y técnicos, las experiencias y las destrezas que son

necesarias para desempeñar con maestría una actividad.

Los animales viven desde luego espontáneamente. Y no necesitan que nadie les enseñe a vivir;

simplemente viven. Quizás aprenden de sus progenitores algunas estrategias para conseguir su

alimento o para defenderse, pero poco más. Viven de acuerdo con sus instintos y viven bien. No

necesitan ninguna preparación. No necesitan ningún arte; les basta con dejarse llevar.

Pero el hombre es un ser especial; es un ser libre. Libre quiere decir, entre otras cosas, que está mucho

menos condicionado por sus instintos; pero por eso mismo necesita aprender muchas cosas que los

animales saben por instinto, y otras muchas que los animales no conocen de ninguna manera y que

son propias del hombre. Necesita ser "educado" para vivir como hombre. En comparación con todas

las especies animales, el patrimonio instintivo del hombre es desproporcionadamente pequeño: no

sabe casi nada y no puede hacer casi nada.

Entre las capacidades humanas, la más importante y la más característica del hombre es la libertad. Es

la capacidad humana que hay que educar con mayor atención. Educar a un hombre no es sólo

enseñarle a caminar, comer, hablar; ni siquiera instruirle y transmitirle conocimientos de las ciencias y

de las artes. Educar a un hombre es, sobre todo, enseñarle a usar bien de la libertad; a usar de su

libertad como es propio de un hombre.

El hombre no sabe por instinto cómo debe usar de su libertad. Tiene cierta inclinación natural a usarla

bien como la tiene también para hablar y caminar, pero necesita educación. Tiene que aprender poco

a poco lo que un hombre debe hacer y lo que debe evitar: qué es lo conveniente para un hombre y

qué es lo inadecuado.

Y ahora podemos entender mejor lo que es la moral, lo que significaba esta palabra cuando se

empezó a usar. Acabamos de decir que la libertad es la principal característica del ser humano. Pues

bien, la moral, que es el arte de vivir como hombre, se puede definir también como el arte de usar

bien de la libertad. Un arte que cada hombre necesita aprender para vivir dignamente.

Es un arte porque necesita, como todo arte, conocimientos teóricos y prácticos: conocimientos que

hay que recibir de otros, y hábitos que sólo se pueden adquirir por el ejercicio personal. Es muy

parecido, aunque más complicado e importante, que el arte de tocar el piano: son necesarios

conocimientos y habilidades: teoría y práctica: principios y hábitos.

Primero son necesarios los conocimientos: tenemos que aprender de otros seres humanos cómo debe

comportarse un hombre. Y también son necesarios los hábitos, porque no basta saber teóricamente

cómo hay que comportarse; además, hace falta la costumbre de comportarse así.

Para llevar una decisión a la práctica, necesitamos lo que ordinariamente se llama "fuerza de

voluntad": una especie de puente o de correa de transmisión que ejecuta lo que decidimos. Cuando

esa fuerza de voluntad falla, "decidimos" pero no "hacemos".

"El hombre es un animal de costumbres". Las costumbres hacen o deshacen a un hombre. Refuerzan la

libertad o la eliminan. Quien tiene la costumbre de levantarse puntual lo puede hacer siempre que

quiera: se levantará a la hora que decida. Quien no tiene esa costumbre no tiene esa libertad: aunque

decida levantarse a una hora determinada, nunca estará seguro de si va a ser o no capaz.

Por eso, la formación moral consiste en adquirir los conocimientos necesarios y también las

costumbres o hábitos que permiten al hombre vivir bien, dignamente, como un hombre.

Proporcionan al hombre coherencia entre lo que quiere y lo que puede hacer. Le dan el conocimiento

y la libertad de obrar como hombre. Por eso la moral tiene mucho que ver con conocer y practicar las

buenas costumbres.

Si recapitulamos ahora las definiciones de moral que hemos dado hasta ahora, veremos que son

coherentes. Primero hemos definido la moral como el arte de vivir bien, de vivir como le corresponde

a un ser humano. Después hemos visto que lo que caracteriza al ser humano es la libertad. Por eso, la

moral se puede definir también como el arte de educar la libertad. Y, finalmente hemos visto que la

educación de la libertad consiste sobre todo en adquirir buenas costumbres. Por eso se puede afirmar

que la moral consiste en conocer, practicar y adquirir las buenas costumbres, las que permiten al

hombre vivir como corresponde al ser humano.

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Ya sabemos que el objeto de la ciencia moral es el acto humano, el acto voluntario o deliberado.

Mientras que usamos el nombre de «actos del hombre» para los espontáneos y carentes de deliberación.

El obrar humano es con juicio; y se considera infrahumana la acción carente de juicio. La razón enjuicia

sus propios actos, reflexiona sobre ellos, los somete a crítica; también la voluntad vuelve sobre sí

misma. De esta capacidad reflexiva podemos derivar una explicación de la libertad. El obrar humano es

con juicio; y se considera infrahumana la acción carente de juicio. La razón enjuicia sus propios actos,

reflexiona sobre ellos, los somete a crítica; también la voluntad vuelve sobre sí misma. De esta

capacidad reflexiva podemos derivar una explicación de la libertad.

El acto humano

Los actos humanos –se dijo ya– son con conocimiento, deliberados y libres. La asistencia de la razón y

la voluntad hacen al acto “humano”. Luego el sujeto moral es un sujeto libre. Al revés, un individuo

carente de libertad, no es sujeto de la moral. Por eso, cualquier teoría que niegue la libertad destruye

la moral.

El Compendio del CIC nos enseña: “La moralidad de los actos

humanos depende de tres fuentes: del objeto elegido, es

decir, un bien real o aparente; de la intención del sujeto que

actúa, es decir, del fin por el que lleva a cabo su acción; y de

las circunstancias de la acción, incluidas las consecuencias de la

misma” (nº367).

“El acto es moralmente bueno cuando supone, al mismo

tiempo, la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias.

El objeto elegido puede de por sí solo viciar una acción,

aunque la intención sea buena. No es lícito hacer el mal para

conseguir un bien. Las circunstancias pueden atenuar o

incrementar la responsabilidad de quien actúa, pero no

convierten nunca en buena una acción mala en sí misma”

(nº368)

El saber moral es difícil y delicado Por eso hay que poner un esfuerzo especial para alcanzarlo, pero

vale la pena porque es un saber precioso para el hombre.

Algunos modos de orientarse sobre lo que es bueno o malo.

La naturaleza responde bien a lo que le conviene y responde mal a lo que no le conviene. Es lógico y

puede servir para detectar lo que es bueno y lo que es malo. Esto sucede en todos los campos, aunque

no de la misma manera. El que come un alimento que no le conviene, lo notará; incluso lo podremos

percibir externamente: veremos su mala cara, sus espasmos o quizás le veremos revolcarse por el

suelo. Las equivocaciones o los aciertos en el plano físico se notan físicamente: nos sentimos mal o

bien según el alimento sea apropiado o no.

El campo de la moral es un poco distinto. Los errores y los aciertos en el uso de la libertad no se

pueden sentir físicamente; pero se perciben de alguna manera. Por eso decimos que uno "se siente

bien" cuando obra bien y que "se siente mal" cuando obra mal. No es un criterio muy preciso, porque

la actividad humana es muy compleja, pero sirve de indicio. El obrar bien deja siempre una huella de

felicidad, mientras que el obrar mal, deja un rastro de insatisfacción y disgusto.

Las acciones buenas son percibidas como bellas y deseables. Y cuando son muy buenas, suscitan la

admiración y el deseo de imitarlas. Producen gusto en el que las contempla, de modo semejante a

como produce gusto la contemplación de un paisaje. Todos perciben, por ejemplo, la belleza del

gesto del que arriesga su vida por salvar la de otro, y a cualquier persona normal le gustaría ser así,

aunque quizás no se sienta con fuerzas. Al contemplar la acción muy buena -heróica- surge un impulso

interior de aprobación, se intuye que ha habido algo digno de un hombre, y se siente la satisfacción

de que el ser humano sea así de noble.

Las acciones malas, por el contrario, son percibidas como innobles, como inconvenientes y como

"feas". Suscitan el rechazo espontáneo. No es necesario ningún razonamiento para ver que hacer sufrir

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a un animal o, con mayor razón, a un ser humano, es malo. Produce repugnancia instintiva: es

percibido como "feo", como algo que desagrada a la vista, que sería mejor no haber visto, que sería

mejor no haber hecho. Hay una estridencia estética en la acción mala: algo grita, aunque no se oiga

físicamente su voz. Es la sensación de fealdad, De hecho, a los niños se les suele indicar que algo está

mal diciéndoles que es "feo". Se les educa moralmente enseñándoles a sentir repugnancia hacia las

acciones malas.

La estética de las acciones humanas es muy importante en la educación moral. En cierto modo, se

podría decir que la moral no es otra cosa que la estética del espíritu; el buen gusto en lo que se refiere

al comportamiento humano. Para Aristóteles educar a un hombre era enseñarle a tener buen gusto en

el obrar: a amar lo bello y a odiar lo feo. Se trataba de orientar y reforzar las reacciones naturales

ante las acciones nobles e innobles. Los griegos pensaban que la belleza era el mecanismo fundamental

de la enseñanza moral. Por eso, querían que sus hijos admirasen y decidiesen imitar los gestos heróicos

de su tradición patria, que les transmitía la literatura y la historia. De hecho, pensaban que la finalidad

tanto de la literatura como de la historia debía ser ésta: educar moralmente a los más jóvenes.

Es evidente que esto supone una idea muy alta de lo que es el hombre. Supone también creer que hay

un modo de vivir digno del hombre, y que educar consiste en ayudar al niño para que ame ese modo

de vivir y adquiera las costumbres que le permitan comportarse así.

Y esto nos lleva a una conclusión: si existe un modo de vivir digno del hombre, vale la pena hacer

todo lo posible para encontrarlo. Sería una pena dejar transcurrir la vida y no haberse enterado de lo

más importante, aunque no sea fácil.

La moral cristiana siempre, se rige por la razón y la fe

Por la razón el cristiano está en condiciones de afirmar la existencia de normas universales de

moralidad válidas para todos los hombres y para todos los tiempos. El siguiente texto del Concilio

Vaticano II es una buena muestra de ello: “Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios

de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario, todo lo

que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y

mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana,

como son las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las

deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas de jóvenes; también las condiciones

ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como mero instrumento de lucro, no

como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente

infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a quienes practican que a quienes

padecen la injusticia y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (Gaudium et

spes,n°27)

Por la Fe el cristiano creyente ve fortalecida e iluminada su razón.

El hombre de fe es consciente de que es a Dios Creador y Salvador a quien debe la luz de la inteligencia

que le hace capaz, con la ayuda de la Revelación, de formarse juicios de valor universal sobre las

normas que deben guiar su conducta con el objetivo de alcanzar su último fin.

La Conciencia, como decíamos anteriormente, es una capacidad propia del ser humano, donde se

junta toda una serie de factores, pues es fruto de la voz de Dios que resuena en el interior de la

persona, de la racionalidad, de los sentimientos, de todos los procesos humanos que hacen a la

persona ser lo que es, de las influencias de su entorno, etc.

La formación concreta de la conciencia se va estructurando en gran parte por la convivencia con las

personas que nos rodean. Padres, familiares, maestros, sacerdotes y demás personas significativas,

ayudan a formar las conciencias a través de la educación y formación moral y de vida. Podemos decir

que los contenidos más elementales de la conciencia son aprehendidos de la misma sociedad.

Con lo dicho empezamos a darnos cuenta de que hay varios tipos de conciencia. Tradicionalmente se

ha hecho una división de esos tipos. A continuación enunciamos los principales:

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Conciencia recta: actúa con autenticidad, aunque no necesariamente lo que hace esté correcto,

pero su intención es buena.

Conciencia verdadera: Cuando el juicio de valoración moral coincide con la moral objetiva.

Conciencia errónea: Cuando el juicio no está de acuerdo con la verdad objetiva y hace un juicio

equivocado.

Conciencia dudosa: Cuando no se tiene claridad de lo que conviene moralmente o le obliga.

Conciencia cierta: Cuando se tiene claridad o certeza de lo que la moral exige.

Conciencia recta verdadera: Actúa con recta intención y en conformidad con el bien reconocido

por la moral objetiva.

Conciencia recta errónea: Actúa con rectitud de conciencia, pero su valoración moral es

equivocada.

Conciencia perpleja: Cuando la persona está confundida y su juicio no puede ser sereno ni

objetivo.

Es necesario entender que la persona tiene derecho y obligación moral de seguir su conciencia,

después de un serio análisis de los valores y contravalores; a pesar de que la persona pueda tener

una conciencia errónea. Cuando una persona, por ignorancia no culpable, valora como bueno lo

que de hecho es malo, esa persona tendrá la obligación de hacer aquello que cree bueno y, si

actúa de otra manera, moralmente estaría actuando mal.

La responsabilidad moral de nuestros actos siempre será según nuestra conciencia, aunque nuestra

conciencia esté equivocada o mal informada, con tal de que esto no sea en forma voluntaria o de

manera culpable. Pero al mismo tiempo es necesario indicar que toda persona tiene obligación de

formar su conciencia para crecer moralmente y llegar a un a conciencia cierta, recta y verdadera.

“Es una gran responsabilidad de la Iglesia educar las conciencias –nos dice el Santo Padre Benedicto

XVI- educar en la responsabilidad moral; y desenmascarar el mal, desenmascarar esta idolatría

pecado que esclaviza a los hombres, así como sus falsas promesas (…) Debemos saber que el

hombre tiene necesidad del infinito. Si no hay Dios, lo sustituye creándose sus propios paraísos,

una apariencia de infinitos que solamente puede ser mentira. Por eso es tan importante que Dios

esté presente y sea accesible. (…) En este sentido la Iglesia puede desenmascarar el mal: haciendo

presente la bondad de Dios, su verdad, el verdadero infinito. Este es el gran deber de la Iglesia”.

La ética cristiana se resume en la actualización del seguimiento de Cristo y en la realización del

ideal de las bienaventuranzas. El seguimiento no ha de ser entendido como una simple “imitación”

de Cristo, sino que se refiere a la nueva condición del discípulo del Jesús postpascual y su

compromiso de vida en el ámbito de la fe y de la historia. El constitutivo específico de la moral

cristiana es Cristo en la medida en que se asume como una existencia interiorizada en la vida de

cada creyente. Eso es lo que afirma Pablo cuando dice: “estoy crucificado con Cristo, pero ya no

vivo yo sino Cristo vive en mí” (Gál.2,20).

Muchas personas viven su vida cristiana como un conjunto de creencias, costumbres y obligaciones

sin conexión entre sí; esa actitud corre el peligro de caer en una vida cristiana lánguida y sin fuerza.

La exigencia fundamental de Jesús para sus discípulos la expresan los evangelios mediante la idea

del seguimiento. Es creyente, es decir, es cristiano, el que sigue a Jesús y en la medida en que sigue

a Jesús.

Cuando Jesús llama a alguien para que le siga es muy significativo constatar que no le propone o

explica un programa concreto. No dice para qué llama, sino que sólo usa una palabra: “Sígueme”

(Mt.8,22; Mc.2,14; Lc.5,27;Jn.21,19). Se trata de algo más que una invitación: Nos encontramos

ante una exigencia que compromete a la persona entera en sus diferentes relaciones: familia,

profesión, bienes, etc. Es algo definitivamente serio que implica un cambio total en la vida de una

persona.

Los evangelios establecen una relación directa entre el destino de Jesús y el destino de lo que son

llamados por él a seguirle. El destino de Jesús fue la muerte en la cruz y al que quiera seguirle se le

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pide cargar con su cruz (Mt.10,38), e incluso “dar la vida” (Jn.13,37). En definitiva, la llamada de

Jesús al seguimiento tiene estos tres rasgos característicos:

a)Se trata de una llamada absolutamente abierta, incondicional y sin límites.

b)Esa llamada supone una tarea, un compromiso ético: La entrega al servicio de los demás.

c)La llamada al seguimiento implica asumir el mismo destino que asumió y siguió Jesús.

Él no llama a los discípulos para que lo imiten o copien los detalles de su estilo de vida, sino para

que actúen en su propio mundo y en las circunstancias concretas de su vida con los mismos

criterios morales con que actúo Jesús. El centro del seguimiento no es una idea o un proyecto, sino

una persona: Cristo. Más que un convencimiento doctrinal importa, en primer lugar, la experiencia

de un encuentro personal, con Jesús; no con “algo”, sino con “alguien”.

Se trata, pues, de una auténtica seducción por Jesucristo la cual configurará nuestras opciones,

valores y pautas de acción. El cristiano no sigue a una doctrina o a un proyecto de vida, sino a una

persona viviente con quien se puede relacionar hoy, aquí y ahora. Ese es el núcleo fundamental del

seguimiento.

Jesús llamó a los discípulos, según afirma el texto

programático de Marcos 3,14. “para que estuvieran con él y para

enviarlos a predicar”. Estamos, por consiguiente, ante dos

exigencias complementarias e inseparables de la vida moral de

cada cristiano: una vertiente mística (estar con él) y una vertiente

práctica, de compromiso (ir a predicar). No podemos caer en la

tentación de algunos que se quedan solamente en la mística y no

llegan al compromiso: los que buscan el encuentro y la amistad

con Jesús pero no pasan de ahí. O de otros que sólo consideran

necesario el compromiso social sin referencia a la vida de Cristo.

Seguir a Jesús implica cercanía y movimiento: estar cerca

de él y moverse en la misma dirección que él lleva. Su

compromiso no iba encaminado a conseguir la propia perfección

o la realización personal. Jesús se pone al servicio incondicional

de la salvación de la humanidad.

El compromiso cristiano tiene sentido en tanto que sigue

ese mismo itinerario: más que la propia perfección hay que

buscar el servicio a los demás, como lo hizo el propio Jesús. Pero, para asumir este destino hace

falta una experiencia radical, honda y personal, de relación, amistad y entrega a Jesús. Es

imprescindible la experiencia mística de amor a Jesucristo para que el creyente pueda superar el

miedo, la soledad, el cansancio, el desánimo, el fracaso y los conflictos. Sólo estando cerca de Jesús

se puede (y se debe) ir a los demás con un amor incondicional y libre.

Las bienaventuranzas (Mt.5,1-11) constituyen el programa básico de Jesús y de la comunidad

cristiana: el resumen de todo lo que Dios espera de su pueblo, de la comunidad de discípulos de

Jesús. Al igual que Moisés, Jesús sube al monte y proclama una nueva Alianza de Dios con su

pueblo; pero no con una ley que determine las exigencias morales, sino con la formulación de las

bienaventuranzas. Jesús es el Señor que promulga el nuevo estatuto para la comunidad de los

creyentes: un proyecto de felicidad.

El Programa que ofrece Jesús es, ante todo, un proyecto de felicidad. Cada afirmación de las

bienaventuranzas empieza con la palabra “dichosos” (en griego: makarioi). Esta expresión significa

la condición de quien está libre de preocupaciones y trabajos diarios en una existencia plenamente

feliz. O sea, que Jesús promete la dicha sin límites y la felicidad total para sus seguidores. Dios

quiere que seamos felices.

Lo paradójico, sin embargo, es que el camino que conduce a la felicidad no es el que propone el

sistema de valores morales que predomina en el mundo. Las bienaventuranzas invierten los

papeles: no es feliz el que acumula bienes, sino el que prescinde de ellos y sabe compartir. Las

bienaventuranzas no son tanto un catálogo de virtudes, cuanto un programa para la felicidad. En

el Reino de Dios entran los que eligen ser pobres, es decir, los que tienen como valor básico en la

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vida el compartir y no el poseer. Para la comunidad cristiana esa es una opción primordial que ha

de figurar toda la vida moral y espiritual del creyente. Si esa opción es real y se lleva a la práctica

es lógico que aparezca un mundo nuevo y unas relaciones humanas nuevas: los que sufren van a

dejar de sufrir, los que tienen hambre y sed van a ser saciados. Ese es el camino de la verdadera

felicidad. Además, queda claro que, para Jesús, la justicia es tan necesaria como la bebida o la

comida: en el reino de Dios no tiene ninguna cabida la injusticia ni el sufrimiento.

En resumen, el proyecto que presentan las bienaventuranzas supone un cambio profundo, una

auténtica conversión interior y exterior a los valores que propone Jesús. Una nueva sociedad

conseguirá la felicidad si su proyecto es el compartir, la solidaridad y el amor en lugar de la

acumulación de dinero y todo lo que éste lleva consigo. Jesús la plantea como una invitación y no

como normas impositivas.

Las actitudes fundamentales del discípulo de Jesús son la fe, la esperanza y el amor. A partir de esas

tres actitudes se puede delinear la figura ética del cristiano. La fe cristiana consiste esencialmente en

la aceptación de una persona, la persona de Jesús, manteniendo con él una intensa y profunda

relación de amistad y de seguimiento. La esperanza cristiana tiene su centro en las promesas de

Dios al hombre: la vida plena y total más allá de la muerte, así como las esperanzas históricas para

un futuro digno.

El corazón de la vida cristiana es el amor: amor de Dios y amor a Dios que se verifica en el amor a

los demás, vivido dentro de la experiencia comunitaria de los creyentes.

La fe es el punto de partida y la clave de toda la vida cristiana: es la respuesta de adhesión al

mensaje de Dios (Rom.1,5). Pero no se puede reducir simplemente a un aprendizaje memorístico

de una serie de afirmaciones contenidas en un texto catequético. Como ya indicamos

anteriormente, la fe es el encuentro, no con “algo” sino con “alguien”.

En el Nuevo Testamento la fe describe la relación con una persona que está basada en la persona

de Jesús. Creer es adherirse a Dios, fiarse de él, tener seguridad en su persona y en su amor. De ahí

se deduce que la fe supone compromiso y una entrega a Dios.

En los evangelios se insiste en esta relación personal con Jesús. Juan usa como sinónimos de creer

las expresiones “acercarse a Jesús” (Jn.5,40), “recibirlo” (Jn.1,12), “aceptarlo” consiste, ante todo,

en un encuentro entre personas: la persona del creyente con la persona de Dios que se nos ha

manifestado en Jesús. Por consiguiente, creer es lo mismo que aceptar a Jesús y adherirse a él.

La experiencia del encuentro entre personas consiste esencialmente en el amor. Pero el amor no es

algo meramente sentimental o emotivo, sino principalmente, comprensión, seguimiento, afecto y

ternura. El encuentro interpersonal presupone diálogo y comunicación con el otro. Desde el punto

de vista ético, creer en Jesús es “co – realizar” su vida, seguirle, vivir su mensaje, actuar como él

actúo. Además, el creer exige también presencia, diálogo y oración.

Ciertamente, la fe comporta la aceptación de unas verdades, del mensaje revelado por Dios. Pero

lo esencial no es aceptar unas verdades sólo con la cabeza, sino vivir como vivió Jesús:

empeñándose en realizar el proyecto del padre, poniendo en práctica lo que vivió y lo que dijo

Jesús y todo ello en un clima de amistad y diálogo con el Señor, que se traduce en oración.

La vida del cristiano se caracteriza no sólo por la fe, sino también por la esperanza y el amor.

Estas tres actitudes morales y espirituales se dan conjuntamente: sin fe no puede haber esperanza,

ya que ésta tiene su fundamento en Cristo Jesús.

Fundamentalmente lo que espera el creyente es la salvación, la vida eterna. Es una esperanza que

trasciende los límites del espacio y del tiempo ya que se refiere a algo más allá de este mundo: la

vida eterna en Dios. La muerte no es sino la puerta que nos introduce a esta vida eterna. No

obstante, sería un error reducir la esperanza cristiana a su dimensión ultramundana. No podemos

olvidar que el centro de nuestra esperanza es Jesucristo y el Reino de Dios anunciado por él. Esto

significa que el proyecto de una vida y una sociedad en la que imperan los valores del evangelio,

las bienaventuranzas, es a lo que el creyente debe aspirar y por lo que debe luchar

incansablemente.

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En última instancia, la esperanza cristiana apunta a la restauración total de todas las cosas, de toda

la creación, en Cristo (Rom.8,19-22). Por consiguiente no podemos caer en el error de reducir la

esperanza cristiana a los aspectos históricos e inmanentes, ni a los puramente trascendentales sin

incidencia en las cosas y situaciones de la vida humana y de la historia. La noción de esperanza

implica el compromiso ético de colaborar en la forja de una vida y una sociedad digna para todos.

Lo sobrenatural no anula ni margina a lo natural. La moral cristiana no se reduce a un humanismo,

pero incluye un humanismo éticamente exigente. La esperanza cristiana asume las nobles

esperanzas humanas y el cristiano ha de esforzarse por conseguir el ideal de una sociedad en la que

armonicen la justicia y la libertad, la fraternidad y el respeto a los derechos de cada persona. La

esperanza cristiana sólo se realiza plenamente más allá de la muerte, pero esa meta última no

anula, sino que estimula hacia el logro de las utopías humanas en la historia.

Dios es amor, él nos amó primero y espera como respuesta el amor del hombre (1 Jn 4, 19). Por

eso, el amor está por encima de la fe y de la esperanza.

En el nuevo testamento no aparece la expresión griega eros, que es el término con el que se

designa el amor humano en su sentido primario y elemental. El amor cristiano se expresa con el

término ágape: amor que procede de Dios y que se proyecta a los demás. Amar a Dios es hacer lo

que Dios hace y lo que Dios quiere (Mt.7,21); es decir, amar a Dios es amar al prójimo con las

obras. Jesús insiste en que la condición necesaria y suficiente para entrar a la vida eterna es el amor

concreto y eficaz al prójimo, preferentemente a los pobres y marginados (Mt.25,31-46).

El único y definitivo mandamiento de Jesús es que nos amemos unos a otros (Jn.14,15; 2,6) y el

que no ama al prójimo no conoce a Dios (I Jn.4,8). El amor es la expresión de la fe, su verificación

y su medida. Hay que tener muy presente, sin embargo, que no se puede reducir la práctica del

amor cristiano a mantener unas buenas relaciones interpersonales con los allegados, o a la

beneficencia con los necesitados. Eso, por supuesto, es necesario, pero no basta: el amor cristiano

no se agota en las realizaciones individualistas sino que privilegia quiere un compromiso ético

permanente por buscar la equidad, la fraternidad, la solidaridad y la corresponsabilidad. Esto tiene

su realización plena y cabal en el hecho comunitario: la vida en comunidad es el lugar donde se

puede realizar más significativamente las exigencias del amor cristiano.

En resumen, se puede afirmar que el Nuevo Testamento propone la caridad como la actitud básica

y el contenido nuclear de la moral cristiana. Lo peculiar de Jesús es que plantea la unión íntima e

indisoluble del amor a Dios y al prójimo: hay que ayudar a todo el que pasa necesidad, sin

exclusión alguna (parábola del buen samaritano). Esto se radicaliza cuando Jesús plantea la

exigencia del amor al enemigo (Mt.5,43-48).

El saber moral es un saber difícil. Ningún hombre puede alcanzarlo con plenitud por sí mismo,

porque ninguno puede reunir toda la experiencia necesaria. Cada hombre no puede conocer por sí

solo el sentido y el alcance de todas las acciones humanas. Necesita la experiencia moral de otros

para formar la propia conciencia. Ordinariamente recibimos la educación moral de la cultura en la

que nos movemos.

Pero esto tiene sus problemas. El comportamiento humano es un asunto tan complejo y tan

delicado que son frecuentes las perplejidades, las imprecisiones y los errores. De hecho, existen,

como hemos visto, divergencias entre las formulaciones morales de las distintas culturas.

Por esa razón existe también una moral revelada. Los cristianos creemos que Dios ha querido

comunicar los principios morales más importantes, para que queden al alcance de todo el que los

quiera poseer: para que muchos, fácilmente y sin mezcla de error puedan alcanzar la verdad sobre

los principios fundamentales que rigen la vida humana

A grandes rasgos, esa enseñanza moral está condensada en el Decálogo; es decir, en los Diez

Mandamientos. Moisés los recibió del mismo Dios para que los transmitiera al pueblo judío y

constituyeran su código moral y el testimonio de su alianza con Dios.

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Por un error de perspectiva, puede haber quien no entienda este gesto. Quienes piensan que la

moral es una cosa privada pueden interpretarlo como una intromisión inaceptable, aunque sea de

Dios. Pero se trataría de un error de planteamiento. La moral no es algo privado. Se funda en la

verdad de las cosas y consiste en emplear la libertad del modo que es digno de un hombre. Ser

ayudado en la tarea de conocer la verdad no es una ofensa.

La enseñanza de la ley no coarta la conciencia sino que la ilustra y le permite juzgar con rapidez y

seguridad. Hay que agradecer a Dios esa luz. que nos guía. Dios que es el creador de todas las

cosas y el que mejor conoce el corazón humano, es el más indicado para enseñar lo que conviene

al hombre. No hay que olvidar que cristiano se define como discípulo de Cristo: cristiano es el que

aprende de El.

En estos famosos Diez Mandamientos se resumen los principios fundamentales que rigen la vida

humana. Dios quiso expresarlos de una manera conveniente para el pueblo que tenía delante. Por

eso su formulación es muy sencilla, al alcance de todos. Sin embargo encierran de manera

suficiente la sabiduría de la vida.

Los tres primeros mandamientos se refieren al trato con Dios y son:

I. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas.

II. No tomarás el Nombre de Dios en vano.

III. Santificarás las fiestas.

Interesa ya poner de manifiesto la enorme fuerza del primero y principal mandamiento, que es el

eje de toda la moral. Los mandamientos no son, como se puede ver un conjunto de prohibiciones,

sino que tienen como guía este objetivo moral -amar a Dios sobre todas las cosas- tan elevado y

absoluto.

A continuación, vienen los otros siete en los que se detallan esquemáticamente las obligaciones que

tenemos hacia los demás.'

IV. Honra a tu padre y a tu madre; que señala, en su sentido más amplio el respeto que merecen

todos los que están constituidos en autoridad, y la veneración que merecen los padres.

V. No matarás; en el que se resume la prohibición de hacer cualquier daño a la persona física y

moral del prójimo.

VI. No fornicarás. En el que se prohíbe un uso desordenado de la sexualidad.

VII. No robarás. En el que se pide justicia en las relaciones con los demás.

VIII. No dirás falso testimonio ni mentirás. En el que se nos pide vivir en la verdad y hablar

siempre con verdad.

IX. No desearás la mujer de tu prójimo. En el que se prohíben los malos deseos y pensamientos.

X. No desearás los bienes ajenos. En el que se prohíbe la envidia.

Se trata de un código simple, preparado para que lo pudiera aprender de memoria aquel pueblo.

Pero allí está todo. Toda la moral se puede compendiar en estos diez preceptos. Y aún ser

resumida en dos. Según se narra en el Evangelio de San Mateo (22, 34), cuando Jesucristo fue

preguntado acerca de estos Diez Mandamientos, respondió que se resumían en: amar a Dios sobre

todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. "Amar a Dios sobre todas las cosas" es el

compendio de los tres primeros mandamientos del Decálogo y "amar al prójimo como a uno

mismo", el compendio de los siete siguientes.

Entre los Mandamientos, hay preceptos que están formulados positivamente y expresan lo que hay

que hacer. Y otros que tienen una formulación negativa y dicen lo que se debe evitar. Los positivos

ilustran acerca de los deberes elementales: cómo amar a Dios o cuidar de los padres. Los negativos,

en cambio, rechazan conductas que dañan los bienes ajenos o que suponen un desorden entre los

bienes propios.

Los preceptos negativos delimitan, por debajo, el campo de la moral. Pero la moral no consiste

simplemente en evitar el mal; esto es sólo el umbral mínimo; la moral consiste, sobre todo en

hacer el bien: y tiene unas dimensiones inagotables. Los preceptos positivos enseñan en qué

consiste la perfección humana, y permiten proponérsela como horizonte de vida. Estos Diez

Mandamientos nos enseñan que la plenitud humana se realiza cuando llegamos amar a Dios sobre

todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Este es el orden de los amores del hombre.

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1.-LEE EL SIGUIENTE CASO

Ticio y Caya conviven desde hace seis años. Tienen una niña que

acaba de cumplir los tres, a la que bautizaron a las pocas semanas de

nacer. Recientemente han contraído matrimonio civil, después de

que Ticio obtuviera el divorcio de su anterior matrimonio con

Sempronia, que celebró en la Iglesia. El matrimonio civil era

conveniente desde el punto de vista legal para poder ver

reconocidos algunos derechos y que Caya pudiera conseguir el

permiso de residencia en el país.

Tanto Ticio como Caya provienen de familias cristianas, y desean

regularizar su situación y poder recibir los sacramentos: se les hace

muy duro no poder comulgar y confesarse. Ticio ha participado en

medios de formación cristiana durante un tiempo y allí ha conocido

a don Prudencio.

Ticio le ha explicado que acudió a su primer matrimonio con poca

preparación. Su mujer no tenía sólidos principios cristianos, se negó a

tener hijos y se separaron al poco tiempo. Un abogado, conocido de

Caya, les ha explicado que sería posible obtener la declaración de

nulidad matrimonial por exclusión del bien de la prole por parte de

Sempronia. Antes de tomar una decisión, Ticio y Caya le piden

consejo a don Prudencio, que les recomienda lo siguiente:

- intensificar la vida cristiana: rezar y participar en la Santa Misa; tratar de disponerse cuanto antes

para poder confesarse y recibir la absolución;

- acudir a un experto para ver si la causa de nulidad tiene fundamento y si sería posible llevarla

adelante; de otro modo, sería mejor separase en cuanto puedan;

- añade que habrá que valorar si su situación la niña es pequeña, y necesitada de sus padres es del tipo

de la que se describe en la Exhortación apostólica “Familiaris Consortio” n. 84.

En ese caso, si se deciden a vivir como hermano y hermana, podrían confesarse, y acudir a recibir la

Comunión en un lugar donde no se les conozca.

2.-CONTESTA: ¿QUÉ SE PUEDE DECIR SOBRE LOS CONSEJOS DADOS POR DON PRUDENCIO?

Indicaciones para la respuesta: como máximo en extensión de una página.

Señala cada una de las pautas que les sugiere el amigo si son las adecuadas o no y ¿por qué?

Y si hay algún alcance que podrías darle tú además de lo que dice.

Considera, que si tomas alguna consideración de un documento de la Iglesia, señala de qué

fuente.