Ricardo Molinari:
El Imaginario JOSE MARIA GATTI
Hojasdelabanico.blogspot.com 28 de diciembre de 2013
Ricardo Eufemio Molinari (1898-1996), fue el poeta de la amplia llanura tapizada por el
enorme cielo dispuesto al silencio, el cantor de nuestros ríos, de los atardeceres granadinos
pincelados con nubes y pájaros, arrasados por los vientos del sudoeste. A este paisaje
argentino lo pobló de luz metafísica, lo iluminó de historia y de tiempo, lo habitó con su
voz personal y entrañable. Amó como pocos la naturaleza: en todos sus poemas hay algo
siempre infinitamente nuestro, árboles, aves, pastos, caballadas, veranos, ríos "abrasados
por el sol y la soledad sombría". En medio de nuestra poesía rica y diversa, su obra tiene la
estatura de las cumbres más altas: es uno de esos cuatro o cinco nombres que sobreviven a
través de todo un siglo, indemne a los cambios y a los juicios versátiles de las épocas.
Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del
arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su
lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el
paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo
de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor
alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas. Y, por
último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.
Su obra, incesante y sostenida, fue imponiéndose gradualmente, sin apuros ni pausas.
Influyó, sin duda, en muchos de los poetas que integraron la generación de 1940, pero no
ha sido suficientemente reconocida por promociones posteriores, más atraídas por modelos
europeos y norteamericanos. Es que, como decía Eduardo Mallea respecto de ciertos
escritores, Molinari nació sin mito, ese mito que hace inexplicables muchos triunfos y que
va aliado a extravagancias, psicopatías o accidentadas peripecias biográficas. Por otra parte,
despreció el afán publicitario. De ahí que, pese a ser uno de los más altos poetas
hispanoamericanos, no haya sido objeto, internacionalmente, de distinciones especta-
culares, aunque su nombre ocupe siempre un lugar distintivo, en cualquier buena antología
del continente.
Un sentido dramático de la existencia recorre buena parte de su obra. La sutileza de la
palabra hallada, cierto ritmo sincopado extraído del cancionero hispano-lusitano y las
grandes imágenes espaciales conviven en sus versos. A la métrica tradicional le infundió
una cadencia propia; al verso libre lo explayó en largas e infinitas sugestiones.
Ricardo Molinari es un autor de quien pudiera decirse carece de biografía, no sólo porque
apenas haya trascendido dato alguno de su existencia, sino porque su poesía parece brotar
al margen de aquella, sin dejarse contaminar por el impúdico confesionalismo de algunos
de sus compañeros generacionales y sin impregnarse de los trazos deshumanizados del arte
de vanguardia.
Era un hombre acostumbrado a los espacios abiertos. Nacido en Villa Urquiza, por
entonces un lugar poblado de quintas y vecinos trabajadores; desde allí la poesía de
Molinari se acercó a las vanguardias que se debatían entre los célebres grupos de Florida y
Boedo, para hacer más sorprendente el adjetivo y más afinadas las imágenes, antes que para
aprender el ingenio y el estruendo.
Francisco Luis Bernárdez recuerda que en las terturlias con Leopoldo Marechal y Jorge
Luis Borges, en los años veinte, aquel muchacho mudo y sonriente sufría cierta impaciencia
al llegar determinada hora. Era la hora en que salía el último tranvía para Villa Urquiza.
"¿Qué hacer de nuestras vidas, María del Pilar?", podía escribir por entonces en medio de
versos delicados y engañosamente simples que hablaban de árboles y nubes.
Mantuvo siempre un bajo perfil que sin duda no lo benefició. Su figura de anti-héroe
sumado a su estética melancólica no le impidió sin embargo llegar a tutearse con los
grandes sin hacer alharaca.
Había nacido el 20 de mayo y quedó huérfano a los cinco años. Se crió con su abuela
materna, Bartola Delgado de Molinari, uruguaya, en una antigua casa. Dejó sus estudios
para dedicarse a la poesía; su formación la debe, por una parte, a los clásicos españoles (de
ahí su predilección por el romance, las coplas, el soneto) y a la poesía francesa, en la cual
erigió como maestro a Mallarmé, que insufló a su siempre luminosa expresión cierto
arrevesamiento sintáctico, cierto gusto por palabras recónditas, poco usuales.
De joven integró el grupo generacional más destacado de nuestro siglo XX literario: el que
se reunió en torno de la revista Martín Fierro, junto con Borges, Marechal, Girondo,
Mastronardi, González Lanuza, Nalé Roxlo.
Publicaba en ediciones privadas un libro tras otro. Fueron tal vez setenta, hechos con el
placer de lo artesanal. Así lo entendió la crítica cuando en 1975 aparecieron sus obras
completas bajo el título Las sombras del pájaro tostado. En el agua fluida de ese largo
poema se encuentran a veces algunas palabras sólidas, pero en general la lectura de
Molinari deja la sensación de que no se leyó estrictamente nada -nada que pueda contarse,
recordarse- y que se ha tenido una experiencia que impresionó en un lugar profundo.
"Vivo en mi mundo extraño,/ alegre y firme/ como un dormido." Recordado tardíamente
como un tipo de cara oscura y pelo de algodón, de palabras que se veían en el aire seguidas
de puntos suspensivos, pero de ojos negros analíticos, fue lo que la prensa descubrió
cuando se enteró, en 1985, que en una clínica internado después de un accidente, intentaba
reponerse el poeta al que muchos consideraban uno de los grandes de América, de la
primera mitad del siglo, a la par de cualquiera que se mencione. El crítico inglés J. M.
Cohen dijo que esos hombres eran cuatro: el chileno Pablo Neruda, el peruano César
Vallejo, el mexicano Octavio Paz y Ricardo Molinari.
Al igual que Jorge Luis Borges tendería a la reflexión metapoética en detrimento de las
contingencias de la moda literaria. Molinari poco dado al guiño displicente y al malditismo
bohemio que aureolaba a sus coetáneos, frecuentaría los ejemplos del renacimiento español
y del romanticismo francés e inglés, y desconfiaría «del culto absorbente de las novedades
en el que se marcaban los anhelos de sus camaradas; la engañosa dinámica que confundió a
tantos martinfierristas, empeñados después en la corrección de sus orígenes poéticos»
SAGAS
I
A veces presiento que mi ser ha sido una
lanilla suelta, una corta brisa remota, un
hombre solitario en una familia.
Con el verano venían mis tíos a saludarnos,
altos y serenos y asentaban sus manos grandes,
el silencio, sobre mi cabeza y me miraban como
a un montón de días desiertos y olvidados. Al
marcharse apretaban mi cuerpo con los suyos,
sombríos y en la mudez, y partían igual a la luz
por las dunas. Un día, siempre es un día la tarde.
II
Por octubre comenzaban a florecer los lirios
silvestres en el pantano, y los esperaba durante
las otras estaciones frías y lluviosas. Las pequeñas
flores que ninguno recogía me saturaban
de una sutilísima transparencia alegre de piadosa
reverencia satisfecha. Veía pasar los pájaros y
llevar las nubes, y mi sombra con las horas.
De noche todo lo pensaba, y entretenía: la claridad
de la luz de la luna espejada en mi cuerpo,
sin movimientos e intensamente lejano y extraviado.
Tanto demoré en volver, que no entiendo y alejo,
y encierro igual a una tormenta dorada
sobre las hoscas llanuras, con la noche, la arena
y los vientos silbadores y vagabundos.
Oportuno resulta transcribir la mirada de Alfredo Lemon sobre la obra de poeta. El crítico
abunda en una serie de detalles de enorme significación en su trabajo La voz poética de
Ricardo Molinari.
Desde El imaginero, escrito en 1927, la dicción de este autor romántico de fina percepción,
se aparta del simbolismo puro y comienza un proceso de despojamiento de cuanta cosa
superflua y enunciativa podía tener la lírica de nuestro país hasta el momento. Apartándose
del modernismo y del ultraísmo, se desprende de todo lo accesorio aunque no deja de
utilizar a la metáfora como herramienta primordial de la escritura. Se exige a sí misma,
consiguientemente, quedarse en lo esencial, en lo sustancial de las cosas, en lo óntico de los
conceptos, pero sin perder de vista el matiz acústico y musical de verbos y sustantivos
perspicazmente ordenados. En ese sentido Molinari es un poeta visual que mediante su
palabra refleja los sonidos y símbolos del mundo y del universo: "En su esfera abstraída,
pena, espada de cielo o fábula de viento amargo;/ amor hermoso de otro día, largo/ en su
estío; en su noche de aire, nada".
Su creación reposa en las verdades profundas y escondidas tras los disímiles rostros y
aristas de lo bello: "Huellas sin camino, cuello alado de tanta tarde inmensa en el desierto,/
con su paloma abierta, descendida".
Su dicción es precisa y contundente, su voz denota la necesidad inquietante de nombrar el
paisaje, las estaciones, los cantos y leyendas tradicionales de la pampa infinita; reflejos de
una cultura popular que quiere celebrarse con refinamiento: "Espacio estéril, cielo sin sol.
Qué gozosa muerte es tu anhelo de agua y tierra apretada,/ de tu cielo sin ángeles; tu cielo
sin huida/allí, donde mi voz está callada, con el borde deshecho, con la frente sin tarde:
clavel, rosa desolada".
Adviértese también que en el artista el pasado no es mera nostalgia ni el presente una
connotación realista de las circunstancias ni el futuro o lo que él querría que ocurriese, una
vana esperanza, una cosa que desvanece el deseo; sino que es puntualmente la necesidad de
aprehender lo que le sucede en su entorno vivencial, expresiones lúdicas en la página en
blanco: "Mañana estaré de nuevo solo,/ sin un amigo que me acompañe,/ sin ninguna
persona cerca de mi muerte./Me cerraré la gabardina y me pondré a escuchar mi reloj; la
poesía estéril que me entretiene,/ la que no gusta a nadie: ¿a quién le agrada una fábula de
arena, una cavidad en el agua, un desierto más?...".
Exactitud en función de lo indefinido, realismo en función de la vaguedad, carnalidad en
función de la ensoñación; así labora la dinámica de la forma el celebrante cósmico,
logrando la fascinación justa de su canto, prolongando el sentido oculto y la significación
de lo nombrado, alimentando la pluralidad de interpretaciones en el lector.
"Cuando pienso que nunca he de volver al frío, qué ganas me llevan de talar un árbol;/ de
quebrar el ala de un pájaro, para que disfrute de un amor enloquecido". Y : también: "Yo
quisiera ser diferente: huir, salir de la ceniza. Si pudiera, qué viento hermoso movería tu
soñar..."
Las imágenes se acumulan entre deseos y súplicas, entre muerte y memoria. Si la
transfiguración de la realidad se nutre de la voluntad de adherir al destino, convirtiendo lo
inevitable en acto libre, este proceso se trasunta en Molinari nítidamente: "Yo estaba
desesperado como si ya no quedara otra vida, como si el mundo fuera plano y mi sueño
estuviera apretado contra una pared./ Sí, el amor, la carne, el triste sueño. Yo no quería
morir".
De los diversos temas que trata su obra, elegiremos el del tiempo, que como bien refieren
los estudiosos, aparece en forma reiterada. Desde siempre y a través de una constante, su
daga subrepticia se hace presente. Ello puede apreciarse de manera más puntual en las
últimas composiciones, como si el vate , hubiera querido eternizar la palabra desde un
reflejo ineludible del propio destino existencial: "La melancolía se arrincona mientras digo
tu nombre en la tibia penumbra de la tarde./ Aprieto mis manos y vuelvo./Los cantos áridos
del viento me acompañan./ Todo está lejos y perdido, tarde es el tiempo ya./ Nada tan
hondo como tu ausencia, suavidad hallada lejos en las alas opacas de mi corazón". Se
pretende conjugar -y conjurar-, el mundo interno del poeta con las diferentes circunstancias
de la vida. Días, siglos, retornos, heridas, fugas; son los distintos matices de una conciencia
trágica que reflexiona ante el fluir de las cosas. Molinari sabe que el hombre es mortal y
que el cuerpo está supeditado a los cambios y embates del devenir. Desde esa perspectiva
alude: "Estoy nostálgico, lejano y ya no me veo en la fuga de mis venas".
Igualmente poemas como Unida noche (1957) o Dentro de mi morada (1990) se siente el
transcurrir del reloj vital como un gran interrogante o una gran duda: "¡Oh tiempo, ya sin
vivir, sostenido y acabado! ¡Oh, inmóvil y lejano sueño todavía!". Finalmente, con la
llegada de la adultez y la sabiduría de los maestros, puede escribir versos impecables como
los que siguen: "Ya estoy cumplido de estar vivo, he crecido hasta la vejez, me distraigo en
ausencias y te nombro, poesía". Como se observa, Molinari contiene las virtudes de los
grandes profetas de Occidente, al perfilar la plenitud metafísica del hombre frente a la
creación. Peregrino y sacerdote del absoluto, sereno y pulcro, su tono literario deja entrever
un resabio de melancolía que se filtra por los repliegues de lo cotidiano. Vista en la
perspectiva de un tiempo ansioso, descreído y solo, su poesía se distingue inmediatamente
de las demás, no sólo por su jerarquía estética, sino por su sentido espiritual, su originalidad
expresiva y libertad anímica: "Mañana cuando venga el sol para llevarse la nieve de
encima de los hombros,/ mi rostro estará despierto hacia el oeste,/ donde tus ojos se abren
sin verme; donde la luz lleva un aire de brazo que se despide, como tu piel desnuda que ya
sabe que no vuelvo".
Contra lo previsible, la voz de Molinari perdura en lo más alto y depurado de nuestra poesía
contemporánea. Entre la de sus coetáneos, sólo la de Borges y tal vez la de Mastronardi o la
de Juanele Ortiz, poseen similar belleza e idéntico rigor. "Y estoy soñando en el vacío, la
velada sombra de la vida, igual a una paloma./ Quizá me esté yendo de todo. Quiero los
vientos que deshojan en marzo y se vuelven al atardecer..."
León Benarós también dejó su semilla y nos ilustra sobre la poesía de Molinari.
La poesía de Ricardo E. Molinari es única y personalísima, no sólo en las letras argentinas,
sino aun en todo el ámbito del habla hispánica. Es muy difícil definirla en términos dia-
lécticos. Sólo es posible aproximarse a su esencia mediante también poéticas alusiones. Se
parece a una rama florida, al verdor de un sauce, al vuelo de una gaviota, a una nube de
verano. En lo esencial, es celebratoria, gozosa y exultante, pero con recatado pudor. Su
nostalgia, su eventual melancolía, nunca se descomponen en el gesto. Carece de teatralidad.
Poesía de extrema pulcritud, su idioma es límpido, sin permitirse vulgarismos, pero
incorpora a veces, con medida, una voz regional que da color al paisaje.
Sus exclamaciones, sus contenidos momentos de dolor íntimo, se asordan, ajenos al escán-
dalo, para hacerse depurada y límpida intimidad.
A su propio sentir une una especie de adoración por la naturaleza desnuda y prístina, como
purificada de presencia humana, o en su recién nacida inocencia. Así, ríos, árboles, nubes,
son nombrados como si se los invocara por primera vez, con nombre que diríamos adánico.
Ninguna vulgaridad ensombrece la poesía de Molinari, pero su aristocracia artística no es
insolente, sino cordial, humana y comunicativa.
Poesía acompañante si las hay, pero sin descender a la fácil y superficial comunión o al
mero sentimentalismo. Escrita para sí y para las gentes, se duele y conduele con el común,
pero sin concesiones ni gestos.
Tan universal como profundamente argentina, aborda temas como la muerte de Juan
Facundo Quiroga y, en hermosísimo romance, rodea lo popular de una altísima dignidad
lírica, elevando lo histórico a fábula de sensibilidad acendrada y trascendente.
Esta poesía se halla tan alejada de toda grandilocuencia como del fácil sentimentalismo.
Lo cósmico, lo perenne, se dan en ella con la pureza y naturalidad con que las cosas se
nombran por primera vez.
El tono celebratorio -que exalta los ríos, los árboles, las nubes, las gaviotas-, confiere a la
poesía de Molinari cierto carácter de recatada pero férvida oración, cierto agradecido
acento por la belleza del mundo. Un mundo -por supuesto-, todavía no agraviado por los
desechos del consumismo.
En 1933 Molinari viaja a España, donde conoce a Alberti, Lorca, Altolaguirre, José María
de Cossío, Moreno Villa y Gerardo Diego. Este viaje, en que Molinari actuó como nexo
entre los poetas de las «dos orillas» (el 27 español y el 22 argentino), implicaría un cambio
en su obra. De este modo, su acervo literario se enriquecería con el legado de la métrica del
Siglo de Oro y de la lírica de los Cancioneros medievales, que conformaban el sustrato
cultural de los poetas españoles contemporáneos.
Algunos rasgos de la personalidad lírica de Molinari pueden relacionarse con los de tres
autores españoles coetáneos, Lorca, Alberti y Gerardo Diego. El argentino resulta empa-
rentable con ellos debido a la utilización recurrente de ciertos símbolos, a la renovación
evocadora o esencializada de tópicos y géneros poéticos, y a su peculiar dialéctica entre el
neopopularismo y la poesía pura, a medio camino entre la cadencia de la canción popular y
la inclinación al ensimismamiento.
Molinari traba amistad con Lorca en 1934, gracias al viaje que éste hace a Argentina. El
poeta, quien a partir de sus «horas españolas» de 1933 ya había conocido el panorama
poético peninsular y disfrutaría de un notable predicamento dentro del grupo del 27.
En la conexión lírica entre Molinari y Lorca, cabría distinguir tres ámbitos fundamentales:
poemas que Molinari compuso con el autor granadino y que aparecen firmados conjunta-
mente o contienen dibujos de Lorca; aquellos otros en que se advierten unas imágenes con-
comitantes, dado el trasiego entre los mundos creativos de los dos poetas, y, finalmente, las
composiciones que Molinari escribió a la muerte del amigo, y bajo su «advocación». En las
últimas, al tiempo que se pliega a las convenciones de la poesía fúnebre.
La colaboración entre Molinari y Lorca se ejemplifica en dos piezas: Una rosa para Stefan
George (1934), firmada por ambos y con un dibujo del español, y El tabernáculo, de ese
mismo año, atribuida únicamente a Molinari y con cinco ilustraciones originales de Lorca.
La primera, que fluctúa entre los temas eternos de la caducidad, el amor y la muerte, es el
emocionado tributo que estos autores le rinden al alemán Stefan George (1868-1933). Su
homenaje no se ciñe a las pautas de la poesía «de circunstancias», panegírica o funeraria,
sino que se erige como una reflexión sobre la perdurabilidad de la existencia y la necesaria
resignación ante la muerte, síntesis de la individualidad humana. En El tabernáculo,
Molinari refleja una de sus principales obsesiones, el retorno a lo idílico perdido, y no se
sustrae a la utilización de metáforas funambulistas e imágenes de cariz superrealista, se
diría que salidas de un cuadro de Dalí, que más tarde desaparecerían de su quehacer
poético.
Pero la relación entre los mencionados poetas no se limita a este trasvase amistoso, ni
tampoco a un dudoso influjo mutuo o a una similar educación literaria. La poesía de Moli-
nari se resiste a la mimesis a causa de su peculiar discurso elegíaco, que sacrifica la varie-
dad de imágenes en aras de la configuración de un universo cerrado sobre sí. En cambio,
Lorca carece de una digna descendencia lírica no tanto por la ausencia de una entonación o
de unos tropos imitables como, precisamente, por el sello propio de los mismos. El estilo
centrífugo del granadino, a imagen de Saturno devorando a sus hijos o del devastador canto
de las sirenas en la mitología griega, condena a sus herederos a espurios y vacuos esfuerzos
emulatorios sobre su falsilla estética. Como señalaba a este propósito Luis García Montero,
«es muy difícil utilizar las referencias de García Lorca sin caer en el pastiche lorquiano, en
un epigonismo poco enriquecedor».
A pesar de ello, el diálogo entre Molinari y Lorca supera los escollos de la anécdota y se
extiende a una consonancia ambiental o atmosférica. Así, la humanización panteísta de una
naturaleza emotiva, que se encuentra en las Canciones (1927) o en el Romancero gitano
(1928), reaparece en los grandes frescos paisajísticos que Molinari pinta en «Oda al mes de
noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía 1946), «Oda» (ibidem) u
«Oda al viento grande del Oeste» (Unida noche, 1957). No obstante, la áspera cosmogonía
existencial que el argentino traza en su poesía es ajena al predominante sensorialismo
lorquiano, que se manifiesta a través de la «vivificación del paisaje, de las cosas, de
conceptos y abstracciones». Julio Arístides, por su parte, destacaba de la poesía de Molinari
la presencia de círculos de transferencia mítica, en tanto que donación del yo al Ser
universal, y que retorno al fondo subjetivo.
Del mismo modo, en las composiciones del primer Lorca hay unos símbolos genesíacos -la
luna y el viento, inflamados de presagios, en «Nocturnos de la ventana» o en «Canción de
jinete»- que Molinari transpone y adapta a su producción poética. Esta vinculación sim-
bólica surca desde los «Romances» a la memoria del caudillo Juan Facundo Quiroga,
localizados en un entorno nocturno y fantasmal, hasta su último libro, El viento de la luna
(1991), donde la alusión lorquiana se explicita ya en el propio título. El viento, símbolo
proteico del reino interior del argentino, tiene a su antagonista en la luna, que adquiere un
valor, en cuanto augur negativo o sombra de la muerte, muy próximo al que gustara de
atribuirle Lorca.
Con respecto a Lorca se ha asumido habitualmente la coexistencia del genio andaluz que
Vivanco calificara como «poeta dramático de copla y estribillo» y del exaltado poeta
vanguardista, deudor del hermetismo de una cosmovisión surreal. Pero no es menos cierto
que su rebeldía vanguardista no excluye la efusión íntima e, incluso, sentimental, y que su
lírica popular participa más de la adivinación poética -a la manera de Fábula y signo
(1931), de Pedro Salinas, o de Perito en lunas (1933), de Miguel Hernández- y del juego
neogongorino de sus contemporáneos -las Décimas del Cántico (1928), de Jorge Guillén;
Cal y canto (1929), de Alberti, o Fábula de Equis y Zeda (1932), de Gerardo Diego- que
del españolismo labriego, costumbrista al fin y al cabo, del primer Ramón Basterra (La
sencillez de los seres, 1923), o del andalucismo profundo de Fernando Villalón.
Así pues, mientras que en la obra del español se tiende a distinguir entre una poesía
neopopularista (la de Canciones y de Romancero gitano) y vanguardista (la de Poeta en
Nueva York), en Molinari, a pesar de la distancia estilística y cronológica que media entre
su Cancionero de Príncipe de Vergara (1933) y sus «Odas a la Pampa» (Unida noche), es
imposible establecer una polaridad semejante. Esto se debe a que, si bien Lorca parece
presentar dos dicciones según el tono de sus poemas, y plegar su imaginario a dichas
diferencias tonales -símbolos andalucistas y folclóricos en Romancero gitano, símbolos
maquinistas y futuristas en Poeta en Nueva York-, Molinari se esfuerza por mantener una
sostenida urdimbre simbólica. Su tensión entre diversos registros no se plantea, de esta
forma, como oposición entre dos mundos y referentes distintos, sino como complemen-
tación de un universo total, como las múltiples teselas que han de confluir en un único mo-
saico lírico.
La sombra de Lorca muerto se proyecta, por otra parte, en tres poemas de Molinari:
«Casida de la bailarina» (Elegía de las altas torres, 1937), «Elegía y casida a la muerte de
un poeta español» (El huésped y la melancolía) y «Elegía a la muerte de un poeta» (Mundos
de la madrugada, 1943). Aquí, conforme a su talante, el argentino desdeña por igual la
emanación personal y el homenaje destinado a forjar la leyenda del español. Si Molinari,
como decía Eduardo Mallea de ciertos escritores, nació sin un mito que perviviese sobre él,
Lorca, con su muerte, asimilaría la capacidad mitogenética de su poesía a su vida, y obliga-
ría a reinterpretar aquélla al socaire de sus trágicas circunstancias. Este desplazamiento me-
tonímico, como ocurre con tantas mistificaciones críticas, a la vez que dificulta el análisis
de los versos lorquianos, contribuye a divinizar a su demiurgo.
En las dos primeras composiciones citadas, Molinari no renuncia al canto de despedida al
amigo, pero, frente a la gradación hacia las postrimerías, la ultravida o la escatología
característica del Barroco español, respeta la elegancia elocutiva de la clasicidad. En ellas,
la figura espiritualizada de Lorca se asocia con la simbología de la paloma, pura e
indefensa. En esta representación ascensional incide Aleixandre, en su semblanza de Los
encuentros, cuando evoca al poeta-niño Lorca, fabulador y capaz de sufrimiento: «Quienes
le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron».
No en vano el mismo Lorca, en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, publicado en 1935, ha-
bía opuesto a la fragilidad de la paloma el poder destructor del leopardo («ya luchan la
paloma y el leopardo»), en un planto alejado de las estampas coloristas de «La fiesta nació-
nal», de Manuel Machado, del estilo fragmentario de La suerte y la muerte (Poema del to-
reo), de Gerardo Diego, y del epigonismo de «Citación fatal», de Miguel Hernández, acerca
de la muerte del mismo Sánchez Mejías. Más tarde, escribiría el granadino una «Casida de
las palomas oscuras» (Diván del Tamarit, 1936), en que la paloma alude expresamente a la
muerte.
En «Elegía a la muerte de un poeta español», la muerte se identifica con el olvido, un
olvido singularizado (el de Lorca), pero también colectivo (el de la nación española).
Aunque Molinari trata de compatibilizar la visión lúdica del Lorca poeta con la de una
España sufriente, la composición carece de la entonación conativa y de la vocación
testimonial o denunciatoria de la poesía social. Por ello, a diferencia de los poemas que
Cernuda dedica a Lorca -«A un poeta muerto (F. G. L.)» (Las nubes, 1943) y «Otra vez,
con sentimiento» (Desolación de la Quimera, 1962)-, en los que no falta el compromiso
ético ni la virulencia expositiva, Molinari prefiere adjuntar una lectura metafísica, en que la
muerte es intensificación de la soledad terrena, y en la que subyace una consolatio cristiana
de textura evangélica.
Donde Cernuda expresa su rencor hacia un pueblo «hosco y duro», que no comprende a las
almas superiores, y se queja de la apropiación institucional del poeta -que conlleva la
conversión de su voz en lo que Mallarmé denominaba «palabras de la tribu»-, Molinari
apostrofa la pérdida del amigo. A pesar de estas divergencias, resulta iluminador comprobar
la similitud de las imágenes con que ambos se refieren a Federico. Si en el poema de
Cernuda «A un poeta muerto (F. G. L.)», Lorca es nombrado «clara flor» y «rosa eterna»,
en «Casida de la bailarina» es «rosa del cielo», en «Elegía y Qasida», «azucena dulce», y
en «Elegía a la muerte de un poeta español», «lirio dulce».
Al contrario de lo que sucediera con Lorca, apenas han trascendido las circunstancias en
que nació la amistad entre Molinari y Alberti, si bien sabemos que ambos poetas se
conocieron en el contexto del viaje de Molinari a España y que su conversación lírica se
prolongaría durante más de cincuenta años. Lejos de fructificar en unos textos conjuntos, su
diálogo se limitaría a diversas calas simbólicas en sus respectivos universos poéticos,
aunque la prueba de que éstos no ignoraban sus mutuas producciones reside en el hecho de
que Alberti le dedicase al argentino su «Metamorfosis del clavel» (tercera parte de Entre el
clavel y la espada, 1941), a lo que correspondería Molinari al ofrecerle Una sombra
antigua canta (1966).
La afinidad entre los dos poetas se percibe, inicialmente, en el parentesco tonal que tiene
Marinero en tierra (1925) con algunas de las primeras composiciones de Molinari. Sin
embargo, la recurrencia simbólica del mar potencia en el bonaerense una lectura trascen-
dente, en tanto que sucedáneo de eternidad, que en Alberti sólo parcialmente puede subsu-
mirse. Mientras que en el español predomina la visión nostálgica de un puro mundo marino,
que se enuncia mediante el deseo del poeta de poseer su belleza natural -«Salinero», «Pre-
gón», «Desde alta mar»- o de alcanzar una libertad baudeleriana -«Canción 49», «Mar»-,
para Molinari el mar es sustancia onírica -«El sueño» (Días donde la tarde es un pájaro,
1951)-, espejo de la fugacidad del tiempo -Nunca(1933)-, culminación o punto de término,
a la manera manriqueña -«Oda a los viejos y grandes ríos» (El alejado, 1943) u «Oda al
mes de noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía)-. La polisemia de
este símbolo apunta, en resumen, a la búsqueda de un imposible adanismo o de una edad
dorada intuida por el hombre, pero inexistente a la postre, que se desvanece en un anhelo de
desdoblamiento. De hecho, Gabriela Susana Puente observa en los poemas del argentino la
expresión metafórica de una carencia, como proyección «de la necesidad de ser otro».
El mecanismo del correlato objetivo, procedimiento sublimado de este desdoblamiento, rige
el tapiz angélico de Sobre los ángeles (1929), de Alberti, construido, se diría, sobre las
ruinas de la individualidad psíquica de su autor. Mucho se ha discutido acerca de la genea-
logía surrealista de esta obra. Aunque consensuada como prototipo del surrealismo español,
aún perdura la opinión de que «el surrealismo de Alberti parece más fruto de una deliberada
actitud mimética que de una honda convicción interior»36. Pero, ya que es obvio que la
disonancia entre el surrealismo francés y el español estriba en un distinto planteamiento del
control del yo sobre la creación poética (automatismo psíquico en el mundo francés,
convicción de la labor creadora en el español), difícilmente puede comprenderse Sobre los
ángeles si no es en el marco de un «surrealismo interiorizado». Así, el abandono al
parpadeo onírico y al metaforismo caótico, lindante a veces con la imagen visionaria -en
acepción bousoñiana-, es un abandono siempre relativo, y alguna vez extrañamente con-
sciente.
Hay también en los versos de Molinari un amplio mundo angélico, que se divide entre unos
ángeles con encarnadura humana (mundo vertical y terrestre) y unos heraldos divinos que
pueblan el lugar bíblico que Milton habilitara en su Paraíso perdido (mundo horizontal y
aéreo). Al contrario que los ángeles de Juan Ramón Jiménez, reducidos a mero esqueleto
cromático, y que los de Lorca, cuya sensualidad pagana no se despega de la iconografía
católica, las figuras celestiales de Molinari, como se ha dicho de las de Alberti, adquieren
una dimensión simbólica al tiempo que «acuden a la pura plasticidad del signo, en una
combinación que une ímpetu juvenil y gracia popular».
En la poesía de Molinari, el ángel luzbeliano se confunde con el vuelo y la elevación, con
las nubes y los pájaros, y, vestido de ropajes humanos, ensambla con el sentir de la
transitoriedad de la vida. En Hostería de la rosa y el clavel (1933), donde el autor aún
explora el destello intuitivo próximo a las iluminaciones rimbaudianas, el ángel es proyec-
ción alucinada de la vigilia del poeta. Igualmente, en las formas angélicas de «El exiliado»
(Días donde la tarde es un pájaro), «Oda a un ángel de la tarde» (Unida noche), «¡Toma,
oh tiempo, estas llamas!» (Un día, el tiempo, las nubes, 1964) y «Oda a un instante del
otoño» (ibidem) palpita el yo del autor, cuya preeminencia se subraya mediante un cierto
pathos neorromántico y énfasis lírico. De distinto sesgo es «Elegía a la ciudad de Esteco»
(El alejado), poema de ruinas que coincide tanto con los tópicos morales del Barroco (ubi
sunt?, vita brevis, memento mori) como con un sensorialismo pagano que brota de la des-
cripción de la exuberante naturaleza americana y de la utilización de un léxico criollo. Nos
hallamos, pues, ante el arquetipo del «ángel de las ruinas», que sugiere una restitución, a
través del hecho poético, de la creación demiúrgica, y una interpretación del itinerario an-
gélico como un impulso hacia esa eternidad sin Dios que tan bien supo plasmar en sus
Proverbios William Blake.
Por otra parte, los ángeles-hombres aparecen como seres indefensos, imbuidos de los temo-
res comunes, y recuerdan al «ángel con grandes alas de cadenas» de Blas de Otero (Ángel
fieramente humano, 1950), aunque sin su áspero desgarro existencial. A diferencia de la
interpretación tácita y casi secreta, según el ejemplo de Valéry, que proponen los ángeles
molinarianos, los de Alberti transmiten un mensaje no tanto de nihilismo cuanto de desen-
gaño, en un sentido literal. Esto es, el desvelamiento de la oquedad vital engarza con la crí-
tica, más o menos cifrada, del materialismo del hombre moderno, y tiñe algunos de sus
poemas («El ángel tonto», «Los ángeles crueles» y «El ángel avaro») de un vago contenido
social.
No es de extrañar que Gerardo Diego, conocedor de la germinación simbólica del ángel en
la lírica molinariana, esbozara, años más tarde, el siguiente retrato del autor argentino: «Ri-
cardo Engel [el "Engel" es invención poética de Diego] Molinari es una de esas criaturas
afortunadas [...] que no es que lleve dentro un ángel, sino que él mismo lo es, sin dejar de
ser hombre».
Gerardo Diego, que se convertiría en uno de los más amplios difusores de la obra de
Molinari, es, tal vez con José María de Cossío -a quien el argentino visitaría en la Casona
de Tudanca-, el autor más apreciado por el bonaerense de entre sus contemporáneos espa-
ñoles. Gerardo Diego comparte con el creador de El imaginero el repliegue sentimental y el
rechazo a la adhesión emotiva. No obstante, aquél esgrime, en sus primeros textos, un
ideario estético relacionado con la intrascendencia del arte y con la alacridad, tal y como
había propugnado Ortega y Gasset acerca del arte deshumanizado de la Vanguardia, con el
que Molinari nunca llegó a comulgar.
La trayectoria poética del español puede erigirse en síntesis de las dos tendencias artísticas
que confluyen en el momento generacional, y que operan como línea estética divisoria a lo
largo de todo el siglo XX. Nos referimos a una poesía pura y a una poesía humana o, en
palabras de Diego, a una poesía absoluta y a una poesía relativa. Este tránsito del yo al
nosotros, sin embargo, no resulta en el santanderino una evolución forzada por las circuns-
tancias vitales o nacionales, según ocurriría con algunos de los poetas sociales de la inme-
diata posguerra, ni tampoco una renuncia a sus principios estéticos, sino la natural deriva-
ción de estos últimos.
El Creacionismo de Gerardo Diego, como el de Larrea, parte de la atracción hacia el proto-
tipo de poeta-Dios encarnado, en buena medida, por Vicente Huidobro. El movimiento
creacionista, importado a España cerca de 1918, se obstina, frente a la imitación de la
naturaleza, en la producción de una realidad nueva y autónoma, mediante una imagen
múltiple en los aledaños del cubismo de las artes plásticas. Los primeros ejercicios poéticos
de Gerardo Diego, destinados a «hacer florecer la flor en el poema», no presentan el signo
coyuntural propio del Ultraísmo o del Surrealismo más canónicos, pero denotan el esfuerzo
de un arte laboriosamente construido, hecho «adrede». No es sino a partir de Versos
humanos (1925) cuando se atempera este impulso, en cuanto que la matriz vanguardista se
funde con la temporal o humana. Con Alondra de verdad (1941), su poesía «gana en
idealismo lo que pierde en ritmo y en alegría elemental». Un idealismo que, frente a la
jovialidad de los diversos ismos, es ya necesidad estética y existencial.
Aunque no es posible distinguir en la obra Molinari un corpus creacionista, el autor se apro-
xima a la vertiente menos programática, y por tanto más personal, de esta corriente en el
mencionado cuaderno Hostería de la rosa y el clavel. Esta composición abre un camino de
reflexión metapoética que manifiesta, junto a reminiscencia de una vibración hermética,
heredera del Altazor huidobriano, unos primeros síntomas de despojamiento expresivo, que
se ligan con una experiencia de alumbramiento místico y de perfección espiritual.
La progresión lírica de Gerardo Diego y de Molinari se concreta en el tratamiento de los
símbolos por parte de ambos autores. En «Paisaje ciudadano» (Evasión, escrito en 1919
aunque publicado en 1958) y en «Ventana» (Manual de espumas, 1924), Gerardo Diego
reescribe un universo circense, «macerado por la paradoja»41, como deseaba Ramón del
humorismo vanguardista. Molinari también plasmaría este flirteo con las formas de
vanguardia en composiciones de juventud como «Poema a la niña velazqueña» (El
imaginero). Más tarde, esta perspectiva se metabolizará en el mundo literario de sus
creadores. Basta con observar el distinto enfoque que recibe un mismo símbolo, el de las
nubes, en «Nubes» (Manual de espumas) y en «Hablan las nubes» (Alondra de verdad), de
Diego, o en Cuaderno de la madrugada (1939) y «A unas nubes» (Un día, el tiempo, las
nubes), de Molinari. Si en los primeros poemas el símbolo amuebla el espacio lírico y
favorece la invención metafórica de sus autores, en los segundos entronca con una visión
trascendente de la mutabilidad del alma, de la fugacidad del tiempo y de la reviviscencia
del pasado.
Por otra parte, Molinari, que sabe de la querencia de Diego por la lírica tradicional, le dedi-
ca a éste el cuaderno Cancionero de Príncipe de Vergara(1933), «Homenaje a Lope de Ve-
ga» (Un día, el tiempo, las nubes) y «La morada» (La escudilla, 1973). Así como el primero
constituye una recreación de la poesía amorosa popular, que bebe del caudal del Roman-
cero, el «Homenaje a Lope de Vega» es una pieza encomiástica en que Molinari reproduce
la iconografía lopesca y asume el disfraz pastoril para abordar el panegírico del poeta
barroco. En «La morada», el poeta se ciñe a la plantilla métrica (coplas de pie quebrado) y
tópica (meditación sobre la brevedad de la vida) de las Coplas manriqueñas, y, pese a la
escasa permeabilidad de este modelo, consigue evitar, gracias al escorzo de su dicción
personal, el pastiche manriqueño.
Por último, «A Gerardo Diego» (El viento de la luna), escrito a la muerte del amigo, se
aparta de la poesía sepulcral que, prolongando la tradición de los epigramas y de las estelas
grecolatinas, Molinari había cultivado en sus «Inscripciones». Aquí, el argentino ahonda en
los ingredientes de su ya conocido mosaico lírico, en detrimento de todo artificio retórico,
vuelo irracional y verbalismo expansivo. La figura del poeta español, unida a la tierra que
lo albergara, conecta con el más depurado simbolismo de Molinari. La invocación a la
divinidad que culmina el poema es, en fin, un grito conmovido con que el autor, que intuye
la inminencia de su propia muerte, trata de hallar consuelo en la esperanza de la vida
ultraterrena.
En definitiva, el contraste de la poesía de Molinari con la de tres poetas españoles coetá-
neos nos permite tender un puente entre los autores del 27 español y el grupo argentino del
22 o «martinfierrista», aunque no pretendemos trazar aquí un mapa generacional, cuya car-
tografía suele confundir incluso a los más avezados geógrafos.
Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del
arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su
lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el
paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo
de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor
alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas. Y, por
último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.
Esta propensión hacia la clasicidad, tanto en la forma (con el cultivo de sonetos, canciones,
liras y romances) como en el fondo (con la recuperación de los principales topoi literarios),
se alterna con el aliento elegíaco y con la modulación personal de largas tiradas métricas,
que dotan de una nueva elasticidad a los versículos inventados por San Jerónimo para
trasladar a la escansión latina la amplia respiración del verso hebreo. El autor, que ya se
había aproximado a la prosodia cancioneril de los primeros poemarios de Dámaso Alonso
(Poemas puros, poemillas de la ciudad, 1921), Alberti (Marinero en tierra, 1925) y Lorca
(Romancero gitano, 1928), o, en el contexto latinoamericano, del mexicano José Gorostiza
(Canciones para cantar en las barcas, 1925), se acerca, en sus obras de madurez, a
Sermones y moradas (1930), de Alberti, La destrucción o el amor (1934), de Aleixandre, y
Poeta en Nueva York (1940), de Lorca.
En esta encrucijada de tradición y modernidad, Molinari se muestra capaz de enlazar la
mesura clásica de ciertos poetas barrocos -su biblioteca contenía primeras y raras ediciones
de Bocángel o de Carrillo y Sotomayor- con la pulsión integradora de la última Vanguardia,
y, de este modo, conectar dos mundos separados por la cronología (siglo XVII y siglo XX)
y por el espacio (América y España). El argentino acrisolaría este doble influjo en su propia
producción lírica, a menudo esparcida en ediciones muy cuidadas y minoritarias que, al
tiempo que reflejan el pudor con que se consagraba a la creación lírica, ostentan el amor de
quien las concibiese por el raro y amargo don de la poesía.
Rodolfo Alonso nos agrega su medular comentario cuando expresa que "No es casual, en
nuestros días, para una sociedad que sólo aplaude el show o la frivolidad más absoluta,
dejar de lado a un alto poeta o a un hombre capaz de definirse, en vida y obra, "Distinto,
distante", como señaló Antonio Pagés Larraya. Y tal desapego por las personalidades
hondas y apartadas podría considerarse, en realidad, la más despiadada autocrítica que esa
sociedad puede hacerse a sí misma. Hace ya tiempo, y no poco irónica o desoladamente,
André Malraux supo enunciar que "nuestra civilización vive en lo sensacional como la
griega vivió en la mitología".
Pero el desencuentro de una figura como la de Molinari con los parámetros de su entorno,
no se desprende sólo del creciente desinterés que le cupo, en los últimos tiempos, al único
género que cultivó: la poesía, sino que viene quizás desde más lejos. En un comienzo, acaso
desde la aparición de su libro inicial, que ya lo muestra en posesión de sus medios, el
desenfoque fue tal vez percibirlo sobre todo como un diestro versificador enamorado de los
clásicos castellanos cuando, de lo que realmente se trataba y se iba a ir apreciando cada vez
más y más en el espléndido desplegarse de su escritura, esa vecindad era más bien con
aquello que Dante Alighieri enunció cabalmente en su "Divina Comedia": la poesía es "la
gloria de la lengua". Ese don que Molinari ponía de manifiesto ya desde un comienzo, esa
"dicha del lenguaje" que Wallace Stevens ratificaría, a su vez, muchos siglos después del
ilustre florentino y que, para nuestro poeta, nunca pudo ser en absoluto apenas técnica,
meramente formal, tan sólo instrumental.
Concomitante con aquella inicial y premonitoria acogida favorable, fue la atribución de un
único signo dominante: la melancolía. Pero una melancolía a la que se percibió tan
omnívora como para incluir dominios muy alejados de la mera interioridad, con un alcance
incluso sociocultural cuando no hasta geopolítico. Porque de la insoslayable errancia
desdichada del hombre destinado a la muerte se llegaba a extrapolar, a modo de proyección
perversa, también un destino manifiesto en negativo para toda una comunidad. Lo cual,
entre otras cosas, hubiera venido a reivindicar, cuando no a justificar, de un modo u otro,
aquel viejo y tal vez raigal "no te metás".
De ambas desventuras parecieron nutrirse muchos miembros de la llamada generación del
cuarenta, cuya desdicha quizás fundacional pudo ser precisamente adjudicarse como uto-
pías valores que Ricardo E. Molinari ya había llevado a su máximo esplendor. Y que, con
las generaciones subsiguientes, iban a cambiar de sentido. Ya sea desde la vanguardia como
desde el oficialismo populista (que más tarde iba a llegar a mimetizarse con la cultura de
masas), cuando no también por parte de los entonces todavía activos medios de izquierda,
las percepciones de la personalidad de Molinari llegaron a hacerse negativas. No se
alcanzaba a percibir la hondura y la originalidad, la encarnada evidencia de su moderna
inmersión -hacia adentro, no desde el exterior- en las formas clásicas, no sólo de la lite-
ratura castellana sino también de los míticos cancioneros galaico-portugueses y de su pro-
pio, límpido folklore nacional. Se olvidaba, acaso, aquello que su compatriota Juan L. Ortiz
supo precisar: "el canto viene de muy lejos, de muy lejos, y no muere".
Después de casarse, trabajó en el Congreso de la Nación hasta su jubilación. Molinari fue
colaborador permanente del Suplemento Literario del diario La Nación.
La muerte suele resultar la última posibilidad de resonancia que les deja, hoy, la omni-
presente sociedad del espectáculo, a los artistas exigentes o a los grandes retraídos. Ricardo
E. Molinari fue sin duda ambas cosas y, en consecuencia, después que se aquietaron las
leves ondulaciones necrológicas que provocó su fallecimiento, ocurrido el 31 de julio de
1996, se corría el grave riesgo de que su nombre rodara nuevamente hacia el olvido.
Bibliografía:
El imaginero, Buenos Aires, Proa, 1927
El pez y la manzana, Buenos Aires, Proa, 1929
Panegírico de Nuestra Señora del Luján, Buenos Aires, Proa, 1930
Delta, Buenos Aires, Ed. del autor,1932
Nunca, Madrid, Ediciones Héroe,1933
Cancionero de Príncipe de Vergara, Buenos Aires, Ed. del autor, 1933
Hostería de la rosa y del clavel, Buenos Aires, Ed. del autor, 1933
Una rosa para Stefan George, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
El desdichado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
El tabernáculo, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
Epístola satisfactoria, Buenos Aires, Ed. del autor, 1935
La fierra y el héroe (1933 y 1934), Buenos Aires, Ed. del autor, 1936
Nada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
La muerte en la llanura, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
Casida de la bailarina, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
Elegías de las altas torres, Buenos Aires, Ed. de la "Asociación Cultural Ameghino" de
Luján, 1937
Dos sonetos, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Cinco canciones antiguas de amigo, Buenos Aires, Ed. del Angel Gulab, 1939
Elegía a Garcilaso, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
La corona, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Libro de las soledades del poniente, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Cuaderno de la madrugada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940
Oda de amor, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940
Odas a orillas de un viejo río, Buenos Aires, Ediciones de la Asociación Cultural
Ameghino de Luján, 1940
Seis cantares de la memoria, Buenos Aires, Ediciones El uriponte, 1941
Mundos de la madrugada, Buenos Aires, Losada, 1943
El alejado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1943
El huésped y la melancolía, Buenos Aires, Emecé, 1946
Sonetos a una camelia cortada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1949
Esta rosa obscura del aire, Buenos Aires, Losada, 1949
Sonetos portugueses, Buenos Aires, Ed. del autor, 1953
Oda, Buenos Aires, 1954
Inscripciones y sonetos, Tucumán, La torre en guardia, 1954
Días donde la tarde es un pájaro, Buenos Aires, Emecé, 1954
Romances de las palmas y los laureles, Buenos Aires, Ediciones El mangrullo, 1955
Cinco canciones a una paloma que es el alma, Buenos Aires, 1955
Inscripciones, 1955
Oda a la pampa, Buenos Aires, Ediciones de Federico Vogelius, 1956
Oda, manuscrita, 1956
Unida noche, Buenos Aires, Emecé, 1957
Poemas a un ramo de la tierra purpúrea, Montevideo, Cuadernos Julio Herrera y Reissig,
1959
Arboles muertos, Buenos Aires, F. A. Colombo-Castagna, 196C
Alfonso Reyes: elegía, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1960
Un río de amor muere, Buenos Aires, 1960
El cielo de las alondras y las gaviotas, Buenos Aires, Emecé, 1963
Oda a un soldado, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1963
Homenaje a Georges Braque, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1963
Un día, el tiempo, las nubes, Buenos Aires, Sur, 1964
Cuatro vidalas para una dama, Buenos Aires, Ediciones del autor. 1965
Una sombra antigua canta, Buenos Aires, Emecé, 1966
La hoguera transparente, Buenos Aires, Emecé, 1970
La escudilla, Buenos Aires, Emecé, 1973
Las sombras del pájaro tostado: Obra poética (1923-1973). Buenos Aires, Ediciones El
mangrullo, 1975
La cornisa, Buenos Aires, Emecé, 1977
El viento y la lluvia, Buenos Aires, Corregidor, (1991)
Voz raigal de nuestra poesía (Antología), Corregidor, 1993