“EL EVENTO”
Este evento ocurrió hace setecientos años, cuando una gran multitud cruzaba los
extensos y ordenados campos cultivados, avanzando en procesión guiados por
Sacerdotes. Era trasladado por aquel camino que él recorrió triunfal, victorioso, pero
que en esta ocasión era conducido envuelto en un fardo de tela y metal, con el rostro
pintado de rojo y las partes cubiertas de oro reflejando el sol. “El Señor había muerto”,
en el recorrido la acompañaban tres mujeres jóvenes placidas y serenas. La primera,
tenía sobre la cabeza una corona de cobre en forma de luna creciente decorada con
un rostro central y cuatro serpientes estilizadas, era la esposa principal del Señor. La
siguiente, lucía un colorido pectoral de cuentas de concha y la última, sólo vestía la
larga y característica túnica de algodón bordada hasta los pies.
Al lado derecho, marchaba el jefe guerrero principal, con su distinguible corona
semilunar de cobre, el pecho cubierto de placas metálicas, escudo en el antebrazo
izquierdo y porra de combate empuñada en la mano derecha.
A la izquierda, otro hombre maduro y corpulento con plumajes, orejeras de madera
pintada, pectoral rojo y blanco y vestido con una corta camisa decorada, llevaba en su
mano derecha un madero de donde pendía un aro dorado con lentejuelas y adornos
de plumas simbolizando el sol. Su otra mano sujetaba una cuerda con un perro de
tamaño mediano, muchas veces este animal había acompañado al Señor en las
cacerías rituales y esta vez, debería guiarlo en el tránsito al mundo de los muertos.
También lo acompañaba un niño de diez años, con túnica blanca simbolizaba en su
inocencia y corta edad la mal regeneración del Señor después de la muerte. A su lado,
un joven y fornido soldado, por el otro extremo un sirviente, con una soga al cuello en
señal de su absoluta sumisión.
La casta sacerdotal se distinguía por sus tocados metálicos en forma de búhos con las
alas abiertas. Este animal identificaba a los señores de la noche y la sabiduría. El
principal de ellos, lucía sobre el pecho un doble collar de grandes cabezas doradas,
simbolizando la vida y la muerte. En sus manos mantenía un cuenco metálico con tapa
para recibir la sangre de los sacrificios. La única mujer de esta casta, con su
característico penacho alto de dos plumas metálicas y trenzas terminadas en dos
cabezas de serpientes, sujetaba un gran cuenco con pequeñas vasijas y copas
destinadas a rituales de ofrendas y sacrificios. Este selecto grupo recibieron el
conocimiento de las plantas, de sus efectos y energía. También atendieron al Señor en
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su agonía, los señores de la noche manejarían el reino hasta el ascenso del nuevo
Señor que restablecería el orden.
Esta muchedumbre se dirigía al santuario, cuya pirámide principal pintada en parte de
rojo bermejo. En la cúspide, una larga columna de humo, producto de ofrendas
incineradas. A medida que la procesión se acercaba, los ocho del séquito principal
veían también más próximo su colectivo viaje a la eternidad.
El hombre del estandarte con el perro, no podía dejar de recordar en los pasajes de su
vida al servicio del Señor, desde niño había sido asignado para acompañarlo y
protegerlo, conforme avanzaba en edad, se unió al grupo un venerable maestro, quien
en largas jornadas le explicaría los elementos de la naturaleza. Los ciclos de las
plantas, animales y astros.
Luego, vendría otro instructor para los fatigantes ejercicios militares con porra y
escudo y el complicado manejo de las hondas, lanzas y estólica; Así. La multitud se
concentró en la plaza delantera y alrededor de la plataforma baja para proceder a las
pompas fúnebres que durarían todavía varios días hasta la luna llena.
La iniciación de los rituales era con el sacrificio de las tres jóvenes mujeres.
Adormitadas por las pócimas del sacerdote, que desangrarían sin sufrimiento y sus
cuerpos serían purificados por los gallinazos, aves sagradas que limpiarían las
impurezas materiales, a su vez en los alrededores, los artesanos desbastaban troncos
de algarrobos para confeccionar el ataúd. En otro taller, los alfareros fabricaban
decenas y decenas de vasijas con las simbólicas representaciones de orantes,
prisioneros, soldados y otras imágenes. El tiempo próximo al entierro los Señores de
los valles vecinos, sacerdotes y gentes de todas las comarcas, desfilarían alrededor
del fardo real recitando sus plegarias y rindiendo sus honores. Los más ancianos y
sabios reunían a los jóvenes para inculcarles mandatos y enseñanzas sobre el respeto
y veneración a los ancestros y la autoridad de los Señores.
Cumplido el ciclo de los rituales, llegó el día definitivo del entierro, los cuerpos
esqueléticos de las tres mujeres serían bajados envueltos en mantas y colocados en
sus ataúdes de caña. El jefe guerrero, el portaestandarte, el sirviente, el soldado y el
niño, subieron sin inmutarse a su sacrificio final.
En el interior de la cámara, otro sacerdote enmascarado como "Morrup", el
regenerante dios iguana. Ayudó en el descenso al mundo subterráneo de los muertos,
ubicando dentro del macizo ataúd las conchas para el pago a los dioses, las armas,
ornamentos, atuendos y emblemas que no fueran envueltos junto al cuerpo.
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Tanto en la pequeña plataforma superior como en la baja explanada, capitanes,
soldados y el pueblo, especiaban la ceremonia impregnados de solemnidad y congoja,
mientras la música modulada y telúrica resonaba con mayor intensidad.
El fardo fue bajado lentamente hasta su morada final. Sellado el ataúd y colocadas. El
desenlace final quedó consumado con la inmolación del niño sentado en una esquina
y los dos hombres más importantes descansando en ataúdes de cañas. El de la
izquierda junto al perro y él de la derecha cubierto de ornamentos militares y armas de
combate desarmadas para representar su desuso mundano.
Los maderos de algarrobo cubrieron el recinto sagrado. Adobes y tierra formaron un
primer sello donde debía descansar el soldado, apenas después de expirar, uno de los
sacerdotes cortó sus pies para que jamás abandonara su puesto. Más arriba, un nicho
recibía al último sirviente sentado en posición de oración y vigilia.
La tierra selló definitivamente todo el recinto hasta la superficie, donde en otro
pequeño cuarto cercano se disponían centenares de vasijas, algunos ornamentos,
comida y otro hombre para cuidarlos.
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