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EL APRENDIZAJE DE LAS CICATRICESANTONIO RENOMCómo convertir el fracaso y la insatisfacción en la energía del cambio
Prólogo de Gisela Pulido, diez veces campeona mundial de Kite Surf
Antonio Renom (Panamá, 1978) es licenciado en Administración y Dirección de Empresas por el Institut Químic de Sarrià (IQS). Tras estudiar y trabajar en el mundo financiero en Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña, su objetivo principal como consejero delegado de su empresa, Levante Capital Partners (LCP), ha sido conseguir que ésta se reindustrialice pasando de ser una empresa rentista a crear valor innovando y generando riqueza. Así, en la actualidad su cometido es la consultoría estratégica, la gestión de fondos y el corporate finance.
El autor realiza un ejercicio de renovación constante y actualmente combina su papel como consejero delegado de LCP con sus cargos en la Fundación Liceu de Barcelona Opera House US, institución de la cual es cofundador. Es, además, colaborador del programa «Club 21, el club de las mentes inquietas» de Ràdio 4 (RTVE).
La lectura del libro que tienes en tus manos mueve al pensamiento como camino hacia la acción. Antonio Renom comparte sus reflexiones para que seamos capaces de ubicarnos en el mapa de nuestra propia insatisfacción. De cada uno depende convertir ese sentimiento en un valor. Búscate en el mapa para moverte en la vida.
Javier Capitán, humorista y presentador radiofónico
Una inteligente reflexión sobre los valores que necesitamos y la actitud con la que convertir la insatisfacción en un impulso que nos permita afrontar nuevos retos. Reflexiones que parten de analizar y aceptar la realidad tal y como es. Pues sólo la curiosidad y la imaginación —además de ser las mejores demostraciones de la inteligencia— nos permiten enfrentar la adversidad con valor y entereza. Porque siempre somos capaces de hacer muchas más cosas de las que creemos y acercarnos a nuestros límites es la mejor forma de superarlos. Siempre podemos ser mejores. Como dijo un buen alpinista, todo consiste en desarrollar el arte de hacer más con menos. Un magnífico libro.
Sebastián Álvaro, periodista, director de documentales y aventurero. Creador de Al Filo de lo Imposible
En el mundo empresarial —como en el personal —la capacidad de adaptación, de transformación y de mejora constante es fundamental. Antonio es un claro ejemplo de cómo la actitud ante la vida y la empresa debe ser la misma. Y funciona. Un libro personal para encontrar la propia fuerza. Para leer y aplicar.
Juan María Nin Génova, consejero de Société Générale (Francia)
AlientaGrupo Planeta www.alientaeditorial.comwww.planetadelibros.comwww.facebook.com/AlientaEditorial@Alienta#ElAprendizajeDeLasCicatrices
La insatisfacción, la sensación de fracaso o el sentimiento de frustración puede convertirse en algo positivo y en fuente de transformación personal. Solamente hay que saber cómo hacerlo.
Antonio Renom te proporciona en este libro una estrategia para enfrentarte a la pura y dura realidad, —en su caso a una enfermedad genética incurable—, y conseguir sacar provecho de ello.
Un libro inspirador que combina episodios de la experiencia personal del autor con acontecimientos históricos, como el descubrimiento de la penicilina, relatos de grandes hombres como Amancio Ortega, o con clásicos de nuestra infancia como Pinocho.
Leyendo este texto escrito por Antonio Renom ha sido inevitable que viniese a mi memoria el curso de 1997–1998, cuando, sentado al fondo del aula, pertrechado con su inseparable gorra y provisto de una Coca-Cola, realizaba sus intervenciones en los debates que organizaba en clase. Y ha sido inevitable porque este libro es, al igual que aquellas intervenciones, brillante.
Santiago Niño-Becerra, economista y catedrático de Estructura Económica del IQS (Universidad Ramon Llull)
PVP: 14,95€ 10184410
Diseño de cubierta: © Método, comunicación y diseño, S.L.Fotografía de cubierta: © Noemí de la Peña
Antonio Renom
El aprendizaje de las cicatrices
Cómo convertir el fracaso y la insatisfacción en la energía del cambio
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© 2017 Antonio Renom, c/o Thinking Heads
© Centro Libros PAPF, S.L.U., 2017
Alienta es un sello editorial de Centro Libros PAPF, S. L. U.
Grupo Planeta
Av. Diagonal, 662-664
08034 Barcelona
www.planetadelibros.com
ISBN: 978-84-16928-19-4
Depósito legal: B. 2.926-2017
Primera edición: mayo de 2017
Preimpresión: victor igual sl
Impreso por Artes Gráficas Huertas, S.A.
Impreso en España - Printed in Spain
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su
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70 / 93 272 04 47.
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SUMARIO
PREFACIO ............................................................................................. 9PRÓLOGO. EL ARTE DE CONVERTIR LA INSATISFACCIÓN EN ENERGÍA......................................................................................... 13
PRIMERA PARTE
LO QUE APRENDIMOS DE PINOCHO ........................................... 19LA ENFERMEDAD COMO MOTOR .................................................. 39EL DÍA EN QUE SE ROMPIÓ EL JARRÓN ................................... 59
SEGUNDA PARTE
VIENTO DE LEVANTE, O LA ELECCIÓN DE UN SÍMBOLO .... 79EL CONTRINCANTE, EL SOCIO, EL AMIGO ............................... 93
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HOMO LUDENS .................................................................................... 1 1 1EL LEGADO Y LA ARQUEOLOGÍA ................................................. 129SOBRE EL ARTE DE FORMULAR PREGUNTAS ......................... 147
TERCERA PARTE
ORDEN, LIMPIEZA, EFICACIA ....................................................... 165BREVE MANIFIESTO MINIMALISTA ............................................. 183LO QUE APRENDIMOS DE LA VISITA DEL SEÑOR LOBO ..... 201
AMAGO DE CONCLUSIÓN ................................................................ 2 1 1AGRADECIMIENTOS .......................................................................... 215
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Todo el mundo la ha experimentado alguna vez: es la más común de las sensaciones comunes. Física
mente se podría describir como una especie de obnubilación mental, de enfado, de frustración paralizante. Tratamos de conseguir algo y no somos capaces; lo volvemos a intentar y fracasamos de nuevo; probamos una tercera vez y se nos caen los brazos. La insatisfacción es un sentimiento de pesantez y abatimiento tan habitual que cualquiera podría recordar sin ningún esfuerzo numerosas situaciones en las que se ha visto sumido en ella. Pero, si bien todos hemos sentido el peso de la insatisfacción, no todos reaccionamos igual cuando tenemos que plantarle cara. Unos tratan sencillamente de sobrevivir, otros se convierten en dependientes, y hay algunos que consiguen sobreponerse de una manera tal vez más exitosa, pero aun así salen
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debilitados. Y, sin embargo, existe un cuarto grupo que no sólo no se debilita frente al sentimiento de insatisfacción, sino que sale fortalecido, estimulado y más vivo que nunca. ¿Quiénes son? ¿Cómo lo consiguen? ¿Es de verdad posible que la energía más poderosa para el cambio provenga del más común y desechable de los materiales? Todos los grandes cambios comienzan con algo muy sencillo, tan sencillo que le sobra la extensión de una frase: para cambiar es necesario comprender algo. Y para comprender algo hay que aproximarse a la realidad desde un lugar inédito y provechoso. Comencemos con una fábula.
En 1882, Carlo Collodi, un autor italiano prácticamente desconocido por aquel entonces, publicó por entregas en una revista infantil un relato titulado originalmente Storia di un burattino («Historia de un títere»), en el que se relataba el extraño nacimiento y las aventuras de un muñeco nacido de un trozo de madera parlante al que su padre, un carpintero, bautiza con el nombre de Pinocho. El relato, conocido más tarde como Las aventuras de Pinocho, a pesar de estar publicado originalmente en una revista infantil, tiene muy poco de complaciente. Pinocho, lejos de ser un muñeco amable y educado, no sólo es una anarquista natural: es fácil de tentar, siempre opta por lo que le resulta menos conflictivo sin importarle que otros tengan que pagar por él, miente, se escapa de la autoridad, no va a la escuela, vende sus libros, etc. Pero la particularidad de Pinocho es asimismo bien conocida: su cuerpo lo delata.
Es cierto que Pinocho hace literalmente lo que le da la gana, pero no parece obtener grandes beneficios de
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ello; cuando miente o se estresa, le crece la nariz, y cuando se escapa al país de Jauja, le crecen las orejas y el rabo de burro. La tragedia que narra Las aventuras de Pinocho podría describirse así: cómo la insatisfacción particularmente frustrante que se produce cuando quienes deberían ser nuestros mejores aliados (en el caso de Pinocho, su propio cuerpo) se convierten en nuestros peores enemigos. Todo el mundo ha tenido alguna vez una experiencia semejante; en el momento en que sabemos que estamos haciendo las cosas mal, algo se manifiesta en nuestro cuerpo, en nuestra misma naturaleza, una señal de aviso: la insatisfacción. En la fábula infantil de Collodi se da una realidad aparentemente paradójica: la nariz de Pinocho es al mismo tiempo su peor enemigo y su mejor aliado para conseguir su ansiado sueño de ser un niño de carne y hueso. El cuento termina como una fábula moral: cuando Pinocho y su «padre» (Gepetto), que no sabe nadar, acaban en el vientre de un enorme tiburón, ambos consiguen sobrevivir precisamente gracias a que el cuerpo del títere es de madera y flota. Si hubiese sido un niño real, la fábula no habría podido acabar tan bien; es decir, el motivo de la frustración eterna del muñeco Pinocho acaba siendo, y nunca mejor dicho, su tabla de sal vación.
Del fantástico relato de Collodi podría extraerse una idea muy elemental a la hora de abordar la insatisfacción. El sentimiento provocado por la insatisfacción no es un peso al que hay que sobreponerse, sino una energía que hay que utilizar. Se trata de una idea sencilla, pero su sencillez no implica que su comprensión no requiera una estrategia compleja.
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Todos sabemos que no todo el mundo reacciona de manera natural ante la insatisfacción. Ante los golpes, las frustraciones y las adversidades —o debido a ellas—, muchas personas se convierten en seres enfermizos, dependientes o depresivos. Es más, podría decirse que la tendencia natural de los seres humanos en términos generales es precisamente ésa: la de sentirse sometidos, frustrados y paralizados ante unas fuerzas frente a las que percibimos que no podemos oponernos. No puede pedirse a todo el mundo que sea un héroe ni que se sobreponga a algo que le sobrepasa por completo. Por poner un sencillo ejemplo: las estrategias nazis para acabar con la integridad de la gente eran en realidad muy sencillas. Cuando Primo Levi, en Si esto es un hombre, describe cómo llegaban los trenes a Auschwitz, descubrimos que no eran necesarias muchas cosas para acabar con la fortaleza del hombre mejor plantado: bastaba con no dejarle dormir un par de días, hacerle pasar un poco de hambre y frío, desorientarlo con un par de oscuros viajes hacinados en tren, quitarle la ropa y raparle el pelo. Con esa simple estrategia, hasta el mayor titán de la voluntad y la fuerza física quedaba reducido a la categoría de títere perfectamente manipulable, lo cual explica la extraordinaria inferioridad numérica de los vigilantes frente a los presos en los campos de exterminio alemanes y la casi nula voluntad de autodefensa de las víctimas. El propio Hitler lo expuso de una manera muy elocuente en marzo de 1933, con motivo de la puesta en servicio de los primeros campos de Oranienburg y Dachau: «La brutalidad inspira respeto. Las masas tienen necesidad de que alguien les infunda mie
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do y las convierta en temblorosas y sometidas. El terror es el más eficaz entre todos los instrumentos políticos».
Hitler acertaba por completo en algo, y se equivocaba por completo en lo esencial. Es verdad, por una parte, que el terror es la estrategia política más instantáneamente eficaz a corto plazo (nada como atemorizar a la población, hacerla temer por su integridad o su autonomía para doblegarla al instante), pero se equivocaba en lo esencial, ya que el hombre no sólo no necesita el sometimiento, sino que es capaz de elaborar increíbles estrategias para sobreponerse a él y hasta para invertirlo y utilizarlo como energía. Hasta en aquella experiencia extrema de la insatisfacción y la frustración existía la voluntad de supervivencia humana hasta límites más allá de lo imaginable. Durante aquel invierno en Auschwitz, Primo Levi descubre que los alemanes preferían utilizar personas antes que caballos para ciertas tareas de carga, porque el deseo de vivir de los humanos era tan increíble que les hacía más resistentes que los mismos caballos. La insatisfacción no es un peso al que sobreponerse, sino una energía que hay que utilizar. Si la insatisfacción de esos desdichados no se hubiese convertido en una energía, no habrían podido sobrevivir nunca.
Las circunstancias en las que la insatisfacción se manifiesta en la vida de todos nosotros, como es lógico, son mucho menos extremas, pero no por eso menos insidiosas. Uno puede caer en una depresión absoluta tanto por un motivo objetivamente válido como por uno increíblemente ridículo: la depresión, en cualquier caso, seguirá siendo perfectamente real. No hace falta que un oficial de las SS nos apunte en la sien con su
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pistola; a veces basta con que se retrase mínimamente un plan, con que los presupuestos no cuadren o con que nos veamos obligados a contar con menos aliados de los que esperábamos. La insatisfacción puede estar también producida por algún defecto de nuestro carácter (impaciencia, obcecación, desconfianza) al que no sabemos cómo sobreponernos, o incluso por alguna enfermedad (hablaremos también de eso más adelante) que está completamente fuera de nuestro alcance controlar o curar; y podemos sentirnos frustrados por nuestra fealdad física (real o imaginada), por nuestras pocas habilidades sociales o hasta por nuestra propia incapacidad para frustrarnos (a un vago puede frustrarle su vagancia, y a un rico puede llegar a frustrarle su propia riqueza cuando ésta lo deja en tierra de nadie, aburrido de todo, inapetente). El drama de Pinocho bien puede ayudarnos aquí a rescatar una segunda idea importante acerca de la insatisfacción como energía: la insatisfacción es el lugar de la revelación; siempre que nos sentimos insatisfechos, hay un tesoro de información que se nos está revelando. ¿De qué otro modo habría podido adivinar Pinocho que su anhelado deseo de convertirse en un niño real era completamente irrealizable por el camino que estaba tomando si no le hubiesen crecido la nariz o las orejas de burro? Siempre que hay insatisfacción, hay información. Y aunque la información parezca negativa, sus repercusiones no tienen por qué serlo necesariamente.
Es bien conocida la anécdota del empresario Amancio Ortega, fundador de Inditex, sobre cómo, a sus doce años de edad, escuchó en un ultramarinos una
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frase dirigida a su madre que le cambió la vida: «Lo siento, señora Josefa, pero ya no le puedo fiar más». No será ni la primera vez ni la última que un tendero le dice a una señora una frase semejante; es más, no creo que pase un solo día sin que esa mismísima frase se produzca al menos un millón de veces en todo el mundo, en todos los continentes, en todas las naciones. ¿Cómo es posible entonces que esa frase tan ordinaria sea la piedra angular del impulso que llevó a Amancio Ortega a convertirse en quien es? ¿Qué hizo que la inteligencia de Amancio Ortega convirtiera esa frase tan sencilla en una fuente inagotable de energía y de estímulo? Cualquiera podría definir esa experiencia como una escena insatisfactoria, e incluso, más aún, como humillante; además, tiene todo el componente social de aquello en que se manifiesta una realidad bochornosa. Ese «lo siento, señora Josefa» tiene cierto aire de familia con la nariz de Pinocho: se convierte en algo inaplazable, ya no hay forma de ocultar la pobreza, ya no hay forma de ocultar, tampoco, la mentira o el fingimiento de que esa pobreza no existe. La frase del tendero no es sólo la manifestación de un hecho, sino la asunción de Amancio Ortega de una información sobre sí mismo y sobre su lugar el mundo. Esa frase es una revelación. Una revelación sin la cual Amancio Ortega no habría sido nunca Amancio Ortega.
No es casual que recordemos unos episodios y no otros. Cuando un hombre de ochenta años de edad y en la cumbre de su éxito profesional recuerda una escena como la de la tienda de ultramarinos, sólo puede ser porque ha convertido en un orgullo privado lo que apa
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rentemente sólo podía ser considerado como una denigración social.
A veces, para reconvertir el valor y el sentido de los términos, sólo hace falta cambiar el contexto, modificar la perspectiva. En los Juegos Olímpicos de México de 1968, los medallistas afroamericanos que recogieron sus medallas con sus puños enguantados en negro utilizaron, para denominarse a sí mismos, la misma palabra que había usado la oligarquía blanca y protestante para insultarles: nigger. Lo que antes había sido el peor insulto posible se convirtió entonces en la palabra más agresiva y directa para reivindicar la realidad, la energía, la fuerza. ¿Se puede imaginar una lección de dignidad moral más eficaz que la de coger el peor insulto del enemigo y reconvertirlo en la seña de identidad? Con ese sencillo giro dialéctico el black power demostró dos cosas: la primera, que no consideraban a sus opresores un árbitro competente para decidir sobre la cuestión de su propia dignidad (ni siquiera reconocían su peor insulto); y la segunda, y mucho más interesante, que eran capaces de generar energía partiendo de la insatisfacción, una energía para provocar un cambio. La insatisfacción no es un fardo al que hay que cargar a las espaldas, sino una fuente energética.
Los procesos, como es lógico, no son instantáneos, y con mucha frecuencia requieren «pasos intermedios». La muerte temprana y accidental de la primera mujer de Simón Bolívar el Libertador, a causa de una fiebre amarilla, sumió a éste en una profunda desesperación en la que estuvo varado más de un año. Es más que probable que, viéndole abatido durante aquel periodo, nadie hu
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biese podido aventurar que ese hombre iba a ser el artífice decisivo de la independencia de seis naciones de Latinoamérica y uno de los estrategas políticos más eficaces de la historia. La desesperación por el luto de su mujer llevó a Bolívar a la búsqueda de sentido en la carrera militar y, a partir de ahí, a su compromiso político con la emancipación de todas las naciones de Latinoamérica. ¿Puede decirse que una tragedia matrimonial cambió el curso de la historia de todo un continente? En cierto modo, sí; aunque eso sería ver la realidad de una manera un tanto sesgada y quizá demasiado literaria. Lo que de verdad entendió Bolívar es algo más simple, pero completamente determinante a la hora de canalizar la energía de la insatisfacción: que el estado de insatisfacción no es el final de algo, sino tan sólo una parte dentro de un proceso que aún no ha culminado. La insatisfacción (o la desazón provocada por un sentimiento constante de insatisfacción) puede muy bien llegar a provocar la falsa sensación de que uno se encuentra en el final de un proceso, que la insatisfacción es la manifestación del fin de algo. No es así. La insatisfacción es precisamente el lugar en el que los senderos se bifurcan, donde el viajero se topa de bruces con una fuerza que puede convertirse tanto en su peor enemigo como en su mejor aliado.
La imagen de los senderos que se bifurcan es tal vez una de las maneras más elocuentes de exponer la eterna diatriba del hombre frente a su propio progreso y su propio destino.
A la gente le suele gustar escuchar los casos en los que la comunidad científica hizo por puro accidente descubrimientos que luego llegaron a ser determinan
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tes para el progreso de la humanidad. Tal vez el más célebre de todos sea el de la penicilina y Fleming; se dice que el investigador, que había preparado un cultivo de microorganismos en algunas placas de Petri, dejó una ventana mal cerrada en el laboratorio, la ventana abierta más alabada de la historia, ya que provocó que entrara, gracias a la brisa londinense, el hongo Penicillium que iba a acabar para siempre con la inmensa mayoría de las bacterias Staphylococcus. Son casos célebres en gran medida porque tienen una particular «aura» de romanticismo. Es como si todavía siguiésemos creyendo en la intervención de una divinidad protectora de los hombres, un Prometeo filantrópico que nos hiciese descubrir gratuitamente cosas que nos van a ayudar al progreso, y, a continuación, negáramos la mayor, es decir, la segunda parte, menos romántica, de la historia: la de la observación y el ingenio que siguió trabajando después del accidente y sin los cuales nunca se habría producido hallazgo alguno.
O se cree en el destino o se cree en la libertad, no hay vuelta de hoja. La inmensa mayoría de las personas que quedan atrapadas en su sentimiento de insatisfacción consideran que la frustración y la insatisfacción son algo que les ha llovido verticalmente sobre la cabeza y sobre lo cual ellos apenas han tenido ninguna responsabilidad. La inmensa mayoría de las personas que consiguen convertir su insatisfacción en un arma y un motor para el cambio están convencidos del poder de su libertad. O se cree en el destino o se cree en la libertad, repetimos. En ese sentido, y con respecto al tema que nos atañe, destino y libertad son tan incompatibles como el
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principio que llevó al pastelero William H. Luden a crear la primera pastilla para la tos a finales de 1800: o se tose, o se traga, pero no se pueden hacer las dos cosas a la vez. Si introducimos algo en la boca que nos obliga constantemente a tragar, lo más probable es que no tardemos mucho en dejar de toser.
El caso de Charles Goodyear, por poner un ejemplo, es sintomático: después de cinco años de infructuosa investigación autodidacta para tratar de acabar con el problema de la desintegración del caucho por efecto del calor extremo (que impedía un uso verdaderamente comercial del producto), en una tarde de primavera de 1840, se le cayeron por accidente sobre la placa de una estufa encendida unas migas de caucho sin tratar sobre las que había espolvoreado cristales de azufre. Goodyear se quedó estupefacto al comprobar que había perdido su pegajosidad y su fluidez y se había vuelto sólido y gomoso, y por tanto, tratable. Alguien podría decir que nuestro físico aficionado descubrió la vulcanización por accidente. En realidad sería más adecuado pensar que Goodyear había ya pensado la vulcanización antes de descubrirla, del mismo modo que Fleming ya estaba buscando antes de encontrar el remedio para una plaga que se cobraba la vida de decenas de millares de personas anualmente sólo en su país. Antes de inventarse, los dos habían realizado ya el invento gracias a su tenacidad; es decir, el invento ya se había producido, por mucho que no se hubiese formulado. Goodyear estaba convencido de una idea sin la cual es imposible convertir la insatisfacción en un motor: que todo lo que se produce, se produce por alguna razón. Todo lo
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que sucede, tiene una motivación. Todo cuanto existe, tiene una función integrada. Esa idea instrumentalista del mundo está en el mismo origen no sólo de la ciencia para convertir la insatisfacción en energía, sino de la ciencia misma. Sólo una mirada que da por descontado que tanto la naturaleza como todo lo que nos rodea tiene una forma determinada porque su aspecto externo está subyugado a su función o a su destino puede hacer progresar el entendimiento humano. Nadie duda de que a Pinocho le producía una gran frustración ver crecer su nariz cada vez que se estresaba o mentía, pero lo cierto es que la mayor parte de esa frustración y esa insatisfacción provenía de que esa «humillación» parecía totalmente sin propósito. El propósito sólo se reveló, claro, cuando Pinocho comprendió que la única manera de que se integrara como un ser humano (que dejara de ser un muñeco para convertirse en un hombre) era comprender que había ciertas leyes que debían ser respetadas y que ciertas cosas no podían hacerse impunemente. Si no hubiese comprendido esa lección (posible sólo gracias a la humillación de su nariz) nunca habría podido convertirse en un niño. Charles Goodyear ya había pensado en la vulcanización antes de encontrarse «accidentalmente» con ella, por eso, cuando la vio, no le costó ningún trabajo reconocerla, cualquier otra persona en el mundo que no hubiese sido Goodyear habría cogido ese pedazo de caucho vulcanizado y lo habría utilizado, por ejemplo, para espantar a una paloma; cualquier otra persona que no hubiese sido Fleming se habría limitado a tirar a la basura aquella muestra de cristal manchada de moho.
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El caso de Goodyear nos lleva a otra clara cualidad imprescindible relacionada con cómo tiene que trabajar la insatisfacción sobre un individuo para convertirse en una energía eficaz: es necesario que seamos elásticos. La insatisfacción mal entendida nos sitúa en una posición rígida, paralizante y, por tanto, fácil de romper o de quebrar. Durante los huracanes, caen con la misma facilidad que un mondadientes ciertos árboles centenarios y, sin embargo, resisten a la perfección las jóvenes y elásticas palmeras. Frente a la insatisfacción y las adversidades el secreto del éxito no es tanto una cuestión de fortaleza, como de elasticidad. Ante la insatisfacción, resulta tan determinante la velocidad para cambiar de perspectiva lo antes posible como el talento para transformarla en energía; más aún, lo primero es en realidad una condición necesaria para que se produzca lo segundo.
Hay una hermosa película de Vittorio de Sica llamada Milagro en Milán (1951) que comienza con una escena más que elocuente. En presencia de su abuela, un niño está jugando con un cazo de leche en la cocina de una vieja casa cuando, de pronto, se le cae el cazo al suelo provocando un gran desastre. La abuela se vuelve hacia el niño, que comienza a llorar desconsolado, entiende lo que ha sucedido y arranca un par de ramas de perejil y las clava en el suelo junto al río de leche. Desde esa perspectiva, lo que parecía un desastre en un primer momento se convierte en una hermosa toma aérea: visto así, el río de leche parece un arroyo, y el perejil, los árboles de un mundo visto desde arriba. «¿Has visto qué bonita que es la Tierra?», pregunta la abuela. Y el niño vuelve a sonreír. El mundo del cine lo descubrió
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desde que estaba en pañales: para convertir una toma inocua en una interesante, a veces basta con situar la cámara un poco más arriba o un poco más abajo de la perspectiva natural humana. Esa «elasticidad» para cambiar de perspectiva es precisamente lo que nos habilita para reformular toda la situación de manera global y reconvertir la insatisfacción en energía.
Pongamos el caso de otro descubrimiento nacido de una experiencia insatisfactoria: el del radar a cargo de los físicos Robert WatsonWatt y Arnold Wilkins. En los años inmediatamente previos a la segunda guerra mundial, los dos científicos estuvieron investigando denodadamente para inventar un arma de guerra denominada «rayo de la muerte» y que consistía en subir la temperatura de los pilotos de los aviones enemigos a unos 41 oC para provocarles una fiebre que los neutralizara en pleno vuelo. Para conseguirlo, trataron infructuosamente de crear un rayo que elevara la temperatura mediante radiofrecuencia. Por suerte para los pilotos de las fuerzas aéreas de todo el mundo la aventura resultó fallida; pero, durante el proceso de búsqueda, se toparon con una anomalía que ya era familiar en el mundo de la física: que el paso de los aviones (junto a otras muchas cosas) producía interferencias en las ondas electromagnéticas. Normalmente las interferencias se habían contemplado siempre como un «defecto a solventar», una interrupción no deseable que impedía mantener los canales «limpios». El hallazgo de WatsonWatt y Wilkins fue el de darse cuenta de que aquel defecto era, precisamente, una virtud, que lejos de acabar con aquellas interferencias había que alimentarlas. Eran
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las interferencias las que, precisamente, revelaban la ubicación de los aviones.
No resulta particularmente difícil extraer una conclusión. Toda la posibilidad del hallazgo de aquellos dos científicos se produjo porque en el momento adecuado fueron lo bastante rápidos como para modificar la perspectiva con la que estaban observando un fenómeno. La interferencia era un defecto, eso estaba claro, pero ¿podía ser también una virtud?
La misma sabiduría popular es, en este mismo sentido, particularmente elocuente: uno puede utilizar un abrelatas para clavar un clavo, eso nadie lo duda; requerirá un gran esfuerzo, es posible que el abrelatas acabe muy perjudicado y hasta roto, pero nadie duda que el clavo acabará dentro. Tampoco duda nadie que, para abrir una lata, no puede pensarse en un objeto más eficaz que un abrelatas, por mucho que se la pueda abrir a golpes con un martillo. ¿Son entonces el abrelatas o el martillo objetos útiles? La respuesta es evidente: depende de la acción para la que se los emplee. Si nuestro razonamiento sigue con tanta claridad una exposición como ésa, ¿por qué no lo aplicamos con la misma elasticidad e implacabilidad a otras circunstancias de la vida? ¿Quién ha dicho, por regresar al caso de la invención del radar, que una interferencia sea un hecho necesariamente negativo desde todas las perspectivas posibles?
Llegados a este punto, propongo que el lector haga un sencillo ejercicio que no le va a llevar más que unos pocos minutos. Para realizarlo no es necesario más que unos sencillos elementos: un lápiz, un papel y toda la sinceridad que uno sea capaz de reunir. El ejercicio
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consiste en «fabricar» una lista con todo lo que consideramos nuestros defectos y tratemos de aproximarnos a ellos modificando nuestra perspectiva. No me refiero a que debamos empeñarnos en imponer sobre nuestra vida una visión «talibánicamente» positiva, sino a que nos movamos alrededor de esos defectos tratando de encontrar la virtud que está encerrada en cada uno de ellos. Ciertos episodios son inevitable y unilateralmente trágicos se los mire por donde se los mire, pero eso no significa que no nos haya pasado desapercibida una cualidad, un gesto, una información que podría habilitar la posibilidad de que algo que hemos considerado durante toda nuestra vida como un defecto o una traba pueda convertirse de pronto en una virtud.
Esa elasticidad necesaria que permite que reconvirtamos la insatisfacción en una energía puede formularse también con una especie de ley del equilibrio o ley compensatoria de la insatisfacción: siempre que se produce una gran carencia en un lugar, se desarrolla como contrapartida una capacidad nueva de manera notable. Es célebre la agudeza de oído de los ciegos, la capacidad de atención visual de los sordos, las destrezas gestuales de los mudos... De algún modo genérico, podría decirse que hasta la misma naturaleza cuenta con la insatisfacción y la carencia como un motor natural de cambio, renovación y progreso. Los últimos hallazgos de la neurociencia no hacen más que confirmar ese dicho de la sabiduría popular según el cual «cuando se cierra una puerta se abre una ventana».
El 24 de agosto de 2001, el vuelo 236 de Air Transat, que conectaba Toronto y Lisboa, se quedó sin combus
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tible en mitad del océano debido a un fallo mecánico que provocó que se vaciaran los depósitos de las alas. Durante más de media hora, todos los pasajeros a bordo (293 viajeros y trece tripulantes) estuvieron convencidos de que iban a morir. Resulta sencillo imaginar el nerviosismo que sobrecargó el interior de ese vuelo comercial. En pocos minutos estallaron los dos motores, todas las luces se apagaron, cayeron las mascarillas y el vuelo AT236 se dispuso a hacer el planeo sin combustible más largo de toda la historia de la aviación comercial. Treinta minutos más tarde, y casi de milagro, el comandante Robert Piché consiguió hacer un aterrizaje de emergencia en una pista del aeropuerto y base militar de Lajes, situado en Terceira, una pequeña isla de las Azores (Portugal). A bordo de aquel vuelo, y rumbo a su luna de miel, iba Margaret MacKinnon, hoy investigadora del Departamento de Psiquiatría y Neurociencias de la Conducta de la Universidad McMaster, en Hamilton (Canadá), y toda aquella dramática experiencia le sirvió para realizar un estudio sobre cómo un estrés postraumático de esa naturaleza podía afectar a la memoria. Durante las entrevistas biográficas previas a la investigación, la doctora MacKinnon descubrió que el episodio había provocado en los afectados una reacción particular: todos los pasajeros del vuelo AT236 mostraron una extraordinaria capacidad de memoria episódica (relacionada con experiencias personales). Más aún, una década después del accidente, los pasajeros del AT236 seguían superando con creces a la media en su capacidad memorística. El trauma había provocado, por utilizar el término neurológico, una brain sig
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EL APRENDIZAJE DE LAS CICATRICES
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nature (firma cerebral); el trauma había modificado el cerebro, expandiéndolo. ¿No será ésa, a una escala menor y ordinaria, evidentemente, la forma natural en la que nuestro cerebro podría responder a una adversidad como la insatisfacción? Desde hace mucho tiempo, sabemos que nuestro cerebro se modifica y actúa por «senderos neuronales» (neuronal paths), y que, al igual que cualquier tipo de circuito, también el cerebro se acaba definiendo, tras los años, por los «senderos de menor resistencia», el término científico para denominar el coloquial «hábitos adquiridos». La insatisfacción puede muy bien convertirse, con el paso de los años, en un sendero de menor resistencia. Una persona acostumbrada a desistir ante la insatisfacción o a contemplarla como el final de un proceso muy bien puede acabar creando un sendero de menor resistencia que genere un estado de insatisfacción no sólo permanente, sino también creciente. Si aplicáramos ciertas enseñanzas orientales a las neurociencias podríamos decir que un pensamiento no termina cuando dejamos de tenerlo de manera activa, del mismo modo que la ansiedad puede permanecer en nuestro ánimo mucho después de que haya desaparecido el estímulo que la había provocado. Lo mismo puede suceder con los hábitos. Pinocho podría acostumbrarse a mentir para siempre si no hubiese algo que le recordara que su mentira tiene unas consecuencias inevitables, si no hubiese, precisamente, algo que lo enfrentara a sí mismo a través del sentimiento ineludible de su propia insatisfacción.
Ése será, a partir de ahora, el tema de este libro, cómo reconducir ese sentimiento aparentemente nega
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tivo, cómo entrenar nuestro cerebro para que sea cada vez más ágil a la hora de cambiar la perspectiva sobre los elementos que nos bloquean, frustran o inmovilizan, cómo reconvertir lo que parece un fardo insostenible en una fuente de transformación y energía. Del legado a la tecnología, de la experiencia del naufragio y el fracaso total a la reconstrucción, de la importancia del orden y la organización, del valor del riesgo a la toma de la decisión mesurada, de todas esas cosas y su relación con la insatisfacción como fuente movilizadora se hablará en estas páginas. Si Pinocho tuvo que verse en la tesitura de poder morir ahogado para darse cuenta de que había una cualidad benéfica en el hecho de que su cuerpo era de madera, tal vez no debamos esperar que el viaje a ese descubrimiento sea necesariamente fácil y cómodo.
Lo que sí podemos esperar, lo que sí puedo garantizar, es que se trata de un viaje fascinante. Empecemos.
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