Proceso de la novela hispanoamericana contemporánea. Del llamado regionalismo a la supuesta nueva novela:
1910-1975
EDUARDO BECERRA Universidad Autónoma de Madrid
l. CUESTIONES PRELlMfNARES
En 1964 Ángel Rama (1986:26) afirmaba que no había literatura de más dificil conocimiento y sistematización que la hispanoamericana, y comparaba el panorama crítico de las literaturas europeas, evocador de un jardín bien trazado y mejor cultivado, con el americano, más similar a una selva confusa donde los caminos se trazarían dificultosamente y muchas veces a machetazos. Achacaba esta situación a la escasez de canales de difusión y comunicación entre los diferentes países del área, que impediría un conocimiento actualizado de las diferentes literaturas del continente, y a la ausencia de un desarrollo crítico a esas alturas aún estancado; lo que daría como resultado unas panorámicas distorsionadas e incompletas. Es evidente que varias décadas después la situación ha cambiado bastante y ahora quizá sea el exceso de información lo que pueda provocar parálisis a la hora de sistematizar mínimamente la evolución de la producción literaria de Hispanoamérica en cualquiera de sus campos, y de un periodo, además, tan rico y complejo como el del siglo xx. Más allá de consideraciones concretas sobre el desarrollo de la intercomunicación y el avance o mayor especialización de la crítica literaria, lo cierto es que la propia fisonomía de este territorio de inmediato revela unas dificultades de partida evidentes. La pluralidad y complejidad de su espacio, compuesto por diecinueve estados que ofrecen grandes diferencias entre sí en los más diversos aspectos, nos enfrenta a un mapa resistente a homogeneizaciones excesivamente rígidas y asimismo previene contra la tentación de utilizar esquemas dificiles de aplicar al conjunto de un área cultural históricamente «balcanizada», de múltiples caras y cuyos procesos se articulan por tanto de manera desigual y cobran un sentido diferente, dependiendo del país o región de que se trate, en idénticos momentos históricos.
Este volumen incluye en otros capítulos estudios sobre la narrativa contemporánea de zonas concretas del continente con análisis más extensos y detallados de las obras y los autores más significativos; por ello, las páginas que siguen se
limitarán a destacar algunos ejes sobre los que podria articularse la evolución de la novela en el conjunto de Hispanoamérica, teniendo en cuenta también algunas de las revisiones más relevantes realizadas hasta la fecha sobre ese proceso. Dejo de lado cualquier tentativa por establecer un canon del género en el siglo xx, pues constituye una tarea de resultados inciertos y resbaladizos al estar sujeta a criterios de calidad y valor dificiles de objetivar. Además, la crítica sobre la novela hispanoamericana contemporánea ha estado marcada, más que ningún otro campo probablemente, por unajerarquía implícita casi omnipresente que ha entorpecido a menudo la visión de conjunto. Wilfrido H. Corral (2002) se ha quejado de la reiterativa adhesión a cánones trillados como actitud aún demasiado activa en las visiones panorámicas de esta tradición. Frente a ello, reivindica la necesidad de llevar a cabo una nueva lectura que reubique y precise la verdadera significación de muchos narradores aún hoy olvidados por el prestigio de unos pocos nombres que han acaparado abrumadoramente la atención de los fo¡;os del público, la crítica y las políticas editoriales. Con esta revisión, Corral busca hacer visibles a algunos de los que considera verdaderos clásicos ocultos, para así mostrar el verdadero perfil del desarrollo de la prosa de ficción a lo largo del siglo xx, puesto que «mientras más averigüemos sobre otros autores y obras olvidadas, más enriqueceremos no sólo el canon sino el giro revisionista que tanto necesita la historia literaria hispanoamericana» (31). Con esta propuesta, Corral plantea un canon alternativo, más amplio, al ya institucionalizado por diversos cauces, y no le falta razón en el hecho de que, por lo general, aún prevalecen ciertos tópicos muy enquistados en la valoración y el dibujo de conjunto, aunque sería absurdo no reconocer que poco a poco van apareciendo visiones más ajustadas. En el trasfondo de sus reflexiones se encuentra un juicio que comparto y que indudablemente hay que tener en cuenta al abordar la historiografia contemporánea de la novela hispanoamericana. Cuando afirma: «En España y en menor medida en Hispanoamérica parece imposible hablar de lo que se ofrece y significa la narrativa hispanoamericana actual sin
hacer referencias directas o indirectas a los "clásicos" del boom» (24), constata, más allá de la indudable altura estética de las obras que lo protagonizaron, que el fenómeno del boom supuso y supone aún hoy un factor distorsionador en la consideración de la narrativa hispanoamericana, de sus procesos y de su valor global; y no sólo ha venido desenfocando el análisis de lo que vendrá después sino que, como demuestra a continuación el critico ecuatoriano, ha afectado también a la visión retrospectiva de la novelística anterior. Por ello, tal vez no sea descabellado empezar la casa por el tejado, pues en el final del proceso se encuentra gran parte del origen del problema.
2. LA NOVELA HISPANOAMERICANA
EN EL ESPEJO DEL «BOOM»
A estas alturas, poco queda por decir del boom; además del mantenimiento a día de hoy de su estatus de referencia casi totémica para narradores, criticos y opinadores al hablar de la novela hispanoamericana en entrevistas, reseñas o artículos de prensa (especializada o no), existe ya una lista importante de trabajos en los que se ha revisado desde múltiples perspectivas su condición o no de acontecimiento renovador de la prosa de ficción hispanoamericana; sus deudas con factores extraliterarios, tanto políticos (revolución cubana) como de mercado (políticas editoriales, ingreso del escritor hispanoamericano en los procesos mercadotécnicos del star system); sus efectos reductores sobre la recepción de la literatura de Hispanoamérica (aquella (~ibarización» de la que habló a menudo Ángel Rama), al privilegiar la novela como género representativo casi en exclusividad de esa literatura; las disputas y polémicas a las que dio lugar -Rodríguez Monegal (1972) Y Rama (1981)-, y, por último, contamos con el reciente análisis, muy prolijo y completo, de su recepción en España en sus más diferentes facetas censura, recepción critica, polémicas y políticas editoriales- coordinado por Joaquín Marco y Jordi Gracia (2004). En general, las consideraciones sobre el boom han insistido en esa imagen desenfocada de la producción novelística hispanoamericana que de él surgió, pero reconociendo al mismo tiempo la calidad de las obras que lo protagonizaron. El narrador, poeta y ensayista costarricense Carlos Cortés ha resumido estas vertientes diversas: «El boom fue la última gran manifestación literaria moderna que tuvo una recepción totalizadora: mercado masivo, impacto mediático y legitimidad académica» (Becerra 2002:47-48). Esta popularidad, sin parangón en tiempos pasados, explicaría el enorme impulso que a partir de entonces adquiere el interés por esta literatura, y más en concreto por su narra-
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tiva, tanto en los medios de comunicación como en los académicos. Ciñéndonos a estos últimos, se produce una inmediata proliferación, durante los mismos sesenta y la década siguiente, de monografias dedicadas a la llamada nueva novela y sus protagonistas -Harss (1966), Loveluck (1967, 1969 Y 1971), Schulman (1967), Ortega (1968), Fuentes (1969), Dorfman (1970), Jara Cuadra (1970), Flores y Silva Cáceres (1971), Bleznick (1972), Conte (1972), Donoso (1972), Lafforgue (1972), Rama (1972), Rodríguez Almodóvar (1972), Rodríguez Monegal (1972 y 1974), Ocampo (1973), Alegria (1974), Blanco Aguinaga (1975), Vidal (1976), Roy (1978), dentro de una lista más larga y a la que habria que añadir un gran número de títulos dedicados a autores concretos- que insisten en la centralidad del género novelístico en esos años dentro de la tradición hispanoamericana y que por tanto analizan y valoran el pasado literario al calor de ese momento marcado por la fama. Este éxito traspasó el ámbito del mercado editorial y, aunque sin duda seria necesario un estudio mucho más detallado, el gran aumento de la presencia de los estudios literarios hispanoamericanos en los medios universitarios experimentado en las últimas décadas probablemente deba mucho a aquel estallido, como lo testimonia en la contracubierta de su famoso manual Giuseppe Bellini (1997): «Después del "boom" narrativo, la literatura hispanoamericana es, hoy, ampliamente leída y estudiada. El fervor de los lectores va acompañado por la creciente dedicación de los profesores y alumnos» -véase también Saúl Sosnowski, en Ana Pizarro (1994:395), y Emir Rodríguez Mone-gal, en Aurora Ocampo (1973:37). '
Como una de sus consecuencias más positivas, con el boom emerge 'una serie de valiosísimos narradores, pero también toda una literatura de enormes dimensiones que había permanecido oculta, más bien olvidada, casi por completo. Así, no sólo el presente sino un pasado igualmente rico comienza a salir a la luz y no es extraño que el acontecimiento que lo impulsa condicione las interpretaciones que suscita, no sólo las referentes al propio proceso del boom, sino asimismo a una literatura contemplada a menudo desde su prisma, lo que afectaria sobre todo, al ser un proceso exclusivamente novelesco, al enjuiciamiento de la producción anterior dentro de ese mismo género. Así lo ha apuntado Jorge Ruffinelli: «Las décadas iniciadas en 1960, 1970 Y 1980 modificaron en gran medida la percepción de la literatura latinoamericana. La extraordinaria producción novelística de esas décadas con el arrastre de obras poco y mal leídas del pasado reciente, y con el entusiasmo proyectado sobre el futuro fue a la vez producto y estímulo de dicho cambio» (Ana Pizarro 1994:369).
Por otro lado, la importancia de las estrategias mercadotécnicas en la consecución de la fama y el prestigio de la «nueva novela» de los sesenta facilitó que estas visiones esquemáticas, diría que incluso maniqueas, fuesen dictadas por los propios protagonistas, pues en medio de ese éxito encontraron con gran facilidad lugares desde los que exponer la~ características y ensalzar los valores del acontecimiento. La nueva novela hispanoamericana, de Carlos Fuentes (1969), y el artículo de ese mismo año escrito por Mario Vargas Llosa: «Novela primitiva y novela de creación en América Latina» (Klahn y Corral 1991:359-371), constituyen los ejemplos paradigmáticos y archicitados de esta actitud. Ambos trabajos, con títulos que permiten no extenderme mucho sobre el tema dada la nítida intencionalidad a la que apuntan, confrontan el presente de la novela de Hispanoamérica con un pasado en el que el género aparece a sus ojos carente de altura estética, meramente documental o ligado exclusivamente a lo geográfico, y las excepciones que se citan son remitidas y limitadas a su condición de antecedentes de un rumbo nuevo. Fuentes cita a Quiroga y Borges - pero, como hará Vargas Llosa, circunscritos a la órbita del cuento, aspecto muy revelador que ya he valorado en otras páginas de este mismo volumen-, y asimismo a Arlt, Macedonio Fernández, Asturias, Y áñez, Rulfo y Onetti, entre otros, pero sólo para afirmar después de ese repaso que, «radical ante su propio pasado, el nuevo escritor latinoamericano emprende una revisión a partir de una evidencia: la falta de un lenguaje» (30, la cursiva es mía), y poco después continúa: «La nueva novela hispanoamericana se presenta como una nueva fundación del lenguaje contra los prolongamientos calcificados de nuestra falsa y feudal fundación de origen y su lenguaje igualmente falso y anacrónico» (31, cursiva mía). Los protagonistas de este cambio ya no son ahora los nombres mencionados en las páginas anteriores sino otros que empiezan a publicar en esa época: Guillermo Cabrera Infante, Gustavo Sáinz, José Agustín, Manuel Puig y, sobre todo, aquellos a los que dedica capítulos específicos del libro y que emergen así como las figuras estelares del suceso: Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y, del lado español, Juan Goytisolo.
Un recorrido muy similar nos ofrece Vargas Llosa, con un enjuiciamiento negativo del pasado incluso más rotundo: género reflejo, confusión entre arte y artesanía, entre literatura y folklore, novela convertida en censo, dato geográfico, descripción de usos y costumbres, atestado etnológico, feria regional, visión de lo real meramente decorativa, son algunas de las opiniones que le merece la novela primitiva a la que alude desde
el título -y que designa tanto la narrativa decimonónica como la tradicionalmente calificada de regionalista. Para Vargas Llosa, la novela de creación nace en 1939 con El pozo, de Juan Carlos Onetti, y continúa con autores como Rulfo, Arguedas y Guimaraes Rosa, y, al igual que el autor de La muerte de Artemio Cruz, ofrece una lista, y un análisis algo más extenso, de los <<nuevos novelistas» de referencia: Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Gabriel García Márquez. Ambos textos destacaron además el momento de esplendor de la novela hispanoamericana en oposición a su supuesto ocaso en el área europea y norteamericana -lo que vuelve a situar, también en este caso, las reflexiones sobre la literatura hispanoamericana en esa eterna dialéctica de Hispanoamérica versus Europa y Estados Unidos. No es descabellado entonces considerar estas reflexiones de Fuentes y Vargas Llosa más un manifiesto reivindicativo de su propia labor y la de algunos otros compañeros de viaje que un estudio detallado de la evolución novelística del siglo xx en el continente. El problema fue que el mapa resultante cuajó y se extendió a otros ámbitos y a otras voces, afianzándose aún más con el paso del tiempo.
El boom, o la supuesta nueva novela de los sesenta, legó una imagen de fuerte ruptura en la evolución del género gracias a una escritura ambiciosa, compleja y llena de audacias formales; al mismo tiempo trazó una frontera que marcaría su definitiva madurez y por extensión la del conjunto de la literatura hispanoamericana. Significó, desde esta perspectiva, un paso de lo local a lo universal y asimismo un trasvase de lo rural a lo urbano (factores que en ambos casos testimoniarían la superación del regionalismo anterior, a esas alturas ya demonizado por sus limitaciones estéticas y el sesgo campestre de sus espacios de ficción). Esta caracterización, que no deja de mostrar fisuras más que evidentes, se hizo muy visible en la mayor parte de estudios críticos surgidos a la luz de este fenómeno. Por poner un solo ejemplo, se aprecia en varios textos del volumen coordinado por César Fernández Moreno América Latina en su literatura (1972), que reunió a muchos de los críticos más representativos de aquel momento en la tarea de dar una imagen totalizadora del conjunto de la literatura continental, de su histo- . ria y de su actualidad, lo que lo convirtió, gracias a la calidad indudable que en muchos aspectos ofrecían sus artículos, en un trabajo de referen-cia dentro de la crítica literaria . . nista posterior. Las imágenes trabajos como «Tradición y Rodríguez Monegal (139-1 de la otra realidad», de Jorge En (204-216); «Intercomunicación y
de Roberto Fernández Retamar (317-331); «Temas y problemas», de Mario Benedetti (354-371), y «Una discusión permanente», de José Miguel Oviedo (424-440), muestran ese trasfondo de optimismo por la llegada de un tiempo nuevo similar al dibujado por Fuentes y Vargas Llosa, posición que, con diferentes matices, poco a poco había empezado a asentarse y posteriormente irá extendiéndose a un buen número de monografías y manuales -por ejemplo, Juan Loveluck en Schulman, González, Loveluck y Alegría (1967:
• 111-134), Julio Ortega (1968), Angel Flores y Raúl Silva Cáceres (1971), en la mayoría de los artículos reunidos por Aurora Ocampo (1973), en Fernando Alegría (1974), John Brushwood (1984), e incluso más recientemente José Miguel Oviedo (1995), Randolph D. Pope en Roberto González Echevarría y Enrique Pupo-Walker (1996:226-278) y Giuseppe BeIlini (1997). La herencia dejada ha sido un molde interpretativo que ha costado mucho matizar y replantear y que aún mantiene una vigencia no desdeñable.
La identificación de nueva novela y boom asigna a este último un rango estético supuestamente válido para definir en conjunto, homogeneizándola y por tanto esquematizándola, la pluralidad de la novelística de ese mismo periodo y, sobre todo, insinúa una posición crítica que, por mucho que destaque los méritos de los años previos, implica un juicio de valor sobre el papel y calidad del pasado novelesco nada favorable dentro de la evolución del género. Si atendemos al subtítulo que añade Donald L. Shaw a la versión definitiva de su estudio Nueva narrativa hispanoamericana: Boom. Posboom. Posmodernismo (1999), podemos inferir que lo que hubo antes sería simplemente el preboom, quizás la única etiqueta no utilizada en un panorama crítico que ha gustado de los juegos verbales con ese término -posboom, boomerang, baby boom- para definir las corrientes más actuales de esta narrativa. Es cierto que la década de los sesenta y la primera mitad de los setenta ofrece un mapa de gran altura donde la experimentación con las formas y técnicas narrativas ocupará un sector muy relevante, pero más discutible es el hecho de considerarlo un fenómeno prácticamente inédito en la novela anterior. Más allá de todo ello, el problema es que estos planteamientos jerarquizan la producción novelesca hispanoamericana, más que dibujar el proceso lo evalúan, pues según esa descripción la evolución del género traza una línea ascendente en cuanto a calidad y valor que supone una inevitable esquematización y una reducción del campo de estudio ya desde sus planteamientos de partida. Frente a ello, un acercamiento historiográfico al desarrollo de la novela contemporánea en Hispanoamérica está obligado a asumir el intento de
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captarlo en una dimensión lo más global y compleja posible, aunque el resultado sea irremediablemente incompleto dado el denso paisaje que hay que retratar.
3. PROCESO DE LA NOvELA HISPANOAMERICANA
Sobre todo a partir de los años ochenta del siglo xx cobraron pujanza una serie de replanteamientos de los estudios historiográficos dedicados a la literatura hispanoamericana. Nombres como Beatriz González Stephan - Contribución al estudio de la historiografia literaria hispanoamericana (1985)--, Rafael Gutiérrez Girardot -Aproximaciones (1986) y Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana (1989)- y Ana Pizarro coordinadora de los volúmenes La literatura latinoamericana como proceso (1985) y Hacia una historia de la literatura latinoamericana (1987)-- reivindicaron la necesidad de desligar la historiografía literaria hispanoamericana de aquellos conceptos - nación, raza o lengua- que la habían articulado hasta entonces y que constituían categorías apriorísticas de corte nacionalista proveedoras de una visión baIcanizada de esa literatura y de unos panoramas reducidos a su condición de simples catálogos indiferenciados e inconexos de autores, obras y países. A tales rechazos se unió además el del criterio generacional por mecanicista, rígido y arbitrario. La crítica a todos estos modelos se fundamenta en que a través de ellos es imposible, por su carácter estático, aprehender las dinámicas históricas que explicarían los procesos literarios. Aunque las soluciones propuestas por estos críticos ofrecen diferencias, en general todos concluyen que, si se pretende una aproximación global a la historia literaria de Hispanoamérica que tenga en cuenta al mismo tiempo las coyunturas específicas de cada país, la historiografía tiene que ser historia social, sin que ello suponga abrazar una perspectiva exclusivamente sociológica, sino indagar la manera en que las mediaciones sociales de todo tipo, incluidas las culturales y las más concretas del campo literario, perfilan las características de las obras literarias en sus diversas vertientes. Así, una imagen panorámica del desarrollo de la novela hispanoamericana contemporánea ha de buscar las causas de la aparición, consolidación y extensión de las diferentes poéticas que van asomando dentro de este campo a 10 largo del devenir histórico, concibiéndolas no como compartimentos estancos sino como cauces que a menudo se entrecruzan e incluso viven en tensión recíproca en idénticos periodos; sólo así podemos configurar un mapa en el que puedan articularse tendencias dispersas e incluso opuestas dentro de procesos comunes.
3.1. Sobre etiquetas y periodos
La categorización de las diferentes tendencias de un panorama y su periodización constituyen dos ejercicios que van siempre a la par, pues uno y otro se retroalimentan a la hora de justificar las particularidades del mapa resultante. Como punto de partida, parece aconsejable rechazar aquellas panorámicas que se sustentan sobre periodizaciones rígidas y poco justificadas, como sería , . el caso de las de Angel Flores (1981) y Ennque Anderson Imbert (1993), que demarcan épocas con regularidad artificiosa - veintinueve años en el caso de Flores y quince en el manual de Anderson Imbert-, uniformizan procesos mucho más plurales y complejos y dan como resultado simples listados de nombres. Tampoco la cronología de Brushwood (1984) ni el método generacional de Raúl Silva Cáceres en el prólogo de La novela , hispanoamericana actual (Angel Flores y Raúl Silva Cáceres, 1971) responden a criterios sólidos que permitan adivinar las dinámicas de la evolución del género.
No obstante, no han sido éstos los modelos más comunes. Por lo general, los intentos de sistematización han estado atentos sobre todo a desarrollos más intrínsecamente literarios, plasmando visiones de conjunto muy completas en lo que se refiere a la prolija descripción de orientaciones, nombres y obras más relevantes -por ejemplo, Gálvez (1987 y 1990), Oviedo (1995), Bellini (1997) y Barrera (2003), críticos que, no obstante, en su mayoría contribuyen a que en este volumen se busque una perspectiva más honda que logre explicar las diversas tendencias dentro de un contexto común. No es infrecuente en estos trabajos que diferentes estéticas surgidas en las mismas épocas se analicen como zonas autónomas unas de otras, como si en realidad se produjeran en espacios y tiempos diferentes. En algunos de estos panoramas puede adivinarse un hilo conductor latente que articula el proceso general, pero la justificación de los cambios por razones exclusivamente literarias acaba por imponer una imagen excesivamente lineal y unívoca de este desarrollo. La historia impulsa siempre procesos de cauces múltiples y entrecruzados que en el caso que nos ocupa se traduce en manifestaciones muy diferentes y a menudo contradictorias de la literatura de los mismos periodos- y por tanto la visión historiográfica ha de poner en primer plano aquella trama que impulsaría el tejido de esa red multilineal y polimorfa.
Otro problema que se une al del método generacional y al de las periodizaciones meramente cronológicas es el de las clasificaciones y las etiquetas utilizadas para designar las distintas orientaciones novelísticas. Peter G. Earle definió en cierta ocasión los estudios de conjunto de la no-
vela hispanoamericana del siglo xx como un concurso de etiquetas temáticas que favorecería más la confusión que el esclarecimiento a la hora de desentrañar sus claves (Ocampo:70-89). Algunas propuestas han ofrecido una descripción radicalmente uniformadora del conjunto, como sería el caso de Luis Alberto Sánchez (1968), que definió la novela hispanoamericana contemporánea en clave exclusivamente realista y concretó las diferentes tendencias sobre la base de divisiones y subdivisiones sustentadas en los escenarios -novela urbana, novela agraria-, los personajes -novela del inmigrante-, el acento ideológico - novela antiimperialista-, la tendencia objetiva, subjetiva o mixta de su escritura, o en subgéneros como la novela de aventuras, biográfica, histórica, bélica, política; todo ello junto a categorías más tradicionales, como la novela regional, de la revolución mexicana o indigenista, que acaban componiendo un popurrí dificil de asimilar. También Fernando Alegría (1974) resumió la novelística previa a los sesenta como resultado de expresiones diferentes de una tendencia realista general, análisis que vuelve a adolecer de una homogeneización que diluye la complejidad y el dinamismo de un espacio mucho más variado. En otros casos, las clasificaciones que plasman esa diversidad construyen, sin embargo, panoramas confusos al establecer compartimentaciones rígidas, estáticas y excesivamente fragmentarias de áreas susceptibles de ser explicadas mediante perspectivas más aglutinantes.
En general, creo que puede partirse de la idea de que los estudios más importantes sobre la novela hispanoamericana de entre 1910 y 1975 se han basado en una serie de patrones que, con leves variaciones, se han venido repitiendo hasta el presente. Es cierto que, con el paso del tiempo, ese esquema consagrado en las revisiones ya mencionadas llevadas a cabo al calor del boom - que partía en dos la evolución de la novela y que asignaba a la primera mitad las poéticas tradicionales de un realismo caduco y a la segunda las propuestas transgresoras definidas por el riesgo y la ambición formal- ha ido matizándose y enriqueciéndose en los análisis más recientes. No obstante, pienso que aún se mantiene esa valoración global del proceso. Quizás pueda afirmarse que han cambiado las fechas que lo articularían, pero no el sentido general que se le atribuye.
Los años cuarenta han ido sustituyendo al boom de los sesenta como el momento inaugural de la renovación en numerosas monografias Gálvez, Barrera, Lafforgue, Rodríguez Almodóvar, Shaw-, artículos -Loveluck en Schulmann, González, Alegría y Loveluck (111-134)-- y manuales Oviedo. En otros casos, como las historias literarias de Bellini y González Echevarria y Pupo-Walker, ha sido la fecha de 1950 la propues-
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ta como parteaguas. En todos estos estudios suele juzgarse que ese momento constituye el inicio de un cambio que se consagraría en una nueva etapa signada por el boom, algo con lo que me mostré en desacuerdo (Fernández, Millares y Becerra 1995:281-400) al considerar el periodo que se extiende desde 1940 a 1970 como un marco más unitario de lo que suele señalarse en cuanto a sus procesos narrativos. Las razones que suelen aducirse para situar este cambio en tomo a 1940 apuntan al salto modernizador de buena parte de las sociedades hispanoamericanas, a la asimilación definitiva de las propuestas de la vanguardia de las décadas de los veinte y treinta y a la recepción de las poéticas más innovadoras de la gran novela occidental, las de, por ejemplo, Proust, Joyce, Faullmer, Dos Passos y Mano, entre una lista mucho más larga. Otros, como Cedomil Goic (1975), destacaron la influencia del surrealismo como causa principal de la ruptura, algo cierto sólo en parte.
Esta postura vuelve a remitir la novelística anterior al terreno de las poéticas juzgadas simplistas, escritas desde la inspiración de un realismo esquemático, meramente testimonial, y englobadas bajo el término general de regionalismo; periodo que en ocasiones fue juzgado de «deprimente» y por ello «prescindible» -Valencia Goelkel y Rodríguez Monegal en Fernández Moreno (121-l35 y 139-166). El ciclo novelesco de la revolución mexicana, el criollismo, la novela de la tierra, la narrativa indigenista, la novela del negro, la novela del gaucho, el mundonovismo, la novela social fueron términos comunes para acotar un tipo de novela definida ante todo por su mundo referencial, en oposición a las tendencias que la continuarían y que, designadas con etiquetas como literatura fantástica, Realismo Mágico o novela del lenguaje, se definirían en cambio por sus valores formales y técnicos, con lo que se establece un juicio de valor muy claro y de evidentes implicaciones en ese supuesto paso de «la barbarie a la imaginación», según expresión ya célebre del novelista y crítico colombiano Rafael Humberto Moreno-Durán (2002). Además, si, desde tales criterios, echamos un vistazo transversal al mapa de conjunto de inmediato se perciben las carencias de un sistema clasificatorio como este, que mezcla perspectivas de rangos muy diferentes y por tanto no logra en ningún momento delimitar con claridad las diferentes parcelas del territorio a describir (¿por qué Raza de bronce, de Alcides Arguedas, se incluiría en el
• indigenismo y Hombres de maíz, de Miguel An-gel Asturias, en el Realismo Mágico; por qué La vorágine, de José Eustasio Rivera, pertenece a la novela de la tierra y Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, a lo real maravilloso americano; desde qué criterios Roberto Arlt se incluye en la novela urbana y Vargas Llosa en el boom; es la obra
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de Macedonio Fernández menos radical en sus planteamientos metaficcionales que las novelas de Julio Cortázar o Salvador Elizondo de los sesenta y setenta?). A todo esto hay que añadir que los efectos de la recepción vanguardista en el campo novelesco durante los años veinte y treinta suelen ser minimizados, al centrarse casi exclusivamente en el ámbito poético, restándoseles, hasta quedar prácticamente negados, una representatividad que acapararían en exclusiva dentro de esa época las propuestas «regionalistas».
3.2. Formación de la novela hispanoamericana moderna (1910-1940)
Las reflexiones sobre las características y el valor del regionalismo, y en general sobre la novela de entre 1910 y 1940, revelan algunos de los problemas que están en la base de buena parte de las revisiones realizadas sobre la novela contemporánea de Hispanoaméríca. Aparte de esa jerarquización ya referida, más importante es el hecho de que con ellos se niega el valor fundacional de este periodo en la evolución posterior del género. Es en esos años cuando se dibujan los perfiles fundamentales de un marco en el que se englobará el desarrollo de la novela hispanoamericana moderna. Por ello, si en la mayoría de los repasos historiográficos se celebra la superación y sustitución de las propuestas de esa época a partir de determinada fecha, considero por el contrario que tal periodo debe ser reivindicado como el ámbito en el que surge y se plasman los trazos básicos de lo que podría llamarse el sistema novelesco hispanoamericano de la modernidad .
• Ha sido Angel Rama quien mejor ha anali-
zado el papel de lo que él mismo llamó la narrativa regional dentro del territorio global de la novelística contemporánea. Tanto en La novela en América Latina como en Transculturación narrativa en América Latina defendió la importancia de esta orientación y supo inscribirla con gran acierto en las dinámicas del género a lo largo de la mayor parte del siglo xx. Dice Rama: «Quienes fundan la novela latinoamericana [ ... ] han de ser los realistas de comienzo del siglo xx. Aunque se ha hecho costumbre arremeter contra ellos [ ... ], no se puede ignorar que en la segunda década del siglo xx una serie de libros configuró la forma novelística de América Latina: La maestra normal de Manuel Gálvez, Los de abajo de Mariano Azuela, Reinaldo Solar de Rómulo Gallegos, Un perdido de Eduardo Barrios (todos anteriores a 1920) hasta El inglés de los güesos de Benito Lynch y La vorágine de José Eustasio Rivera (ambos de 1924) revelan un período excepcional de la creatividad narrativa, sin igual hasta entonces, que coincide con la fijación de
un modelo narrativo peculiar, emparentable desde luego con el regionalismo europeo que se da en las mismas fechas, aunque no es la fuente de esa producción, pero capaz de trasmutar esa coyuntura específica de la cultura latinoamericana. Si fuera necesaria otra corroboración se la encontraría en el éxito que acompañó estas publicaciones: no sólo registraba la existencia de un público con el cual se entablaba el diálogo del escritor, sino una cosmovisión básica de donde surgía un proyecto cultural, opuesto a los valores establecidos» (Rama 1986:24-25). La lúcida interpretación del fenómeno regionalista por parte de Rama destaca los aspectos relevantes que deben ser considerados en su valoración desde una perspectiva historiográfica. En muy pocas líneas dibuja los perfiles fundamentales del proceso que da lugar a la extensión y afianzamiento de esta tendencia, que fue resultado, como ocurre siempre, de determinado contexto cultural -no sólo específicamente latinoamericano- al que supo dar una respuesta literaria de indudable valor.
El regionalismo de comienzos del xx concreta las aspiraciones de un sector letrado que, en medio de un nuevo impulso modernizador de las sociedades latinoamericanas, expresaron desde ese modelo su reacción a las propuestas modernistas, reacción que en algunos casos se produjo desde dentro del propio modernismo; todo ello en medio de una coyuntura cultural e ideológica cruzada por un sentimiento nacionalista que hizo proliferar las preguntas sobre la identidad propia y que al mismo tiempo no fue ajeno a la influencia externa. Su realismo no fue otra cosa que la opción estética que mejor respondía a tales circunstancias, y no se limitó a la mera intención documental. Si la literatura, y en concreto la ficción, supone siempre un intento de reelaborar estéticamente las condiciones de la realidad que rodea al escritor, no es raro encontrar en algunas de estas novelas soluciones muy válidas a este desafio. Desde luego, en bastantes casos, algunos muy conocidos, la intención ancilar e incluso pedagógica estuvo muy presente en este tipo de obras, sometidas con cierta frecuencia a una instrumentalidad que les restó fuerza literaria -Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, con el programa civilizador, de clara raíz decimonónica, que se desprende de su argumento; o muchas de las propuestas del indigenismo, vinculadas a programas políticos muy concretos, constituyen algunos de los ejemplos más evidentes.
Pero ello no debe hacemos olvidar el valor literario de otros títulos. Así, el retrato de la naturaleza americana de La vorágine, de José Eustasio Rivera, se filtra a través de la mirada alucinada de Arturo Cova, un personaje que responde al estereotipo del escritor modernista, en esas
circunstancias incapaz de comprender y asumir, preso de una sensibilidad enfermiza y desubicada, una realidad amenazante que ya nada tiene que ver con la que la literatura anterior había buscado. Del mismo modo, el lenguaje poético desde el que se nos narra la aventura adolescente de Don Segundo Sombra testimonia desde las propias claves internas de la novela la pérdida de un mundo y unas formas de vida que en el presente de la escritura se saben ya desaparecidas debido a un proceso de transformación social que subyace en todo momento a lo largo del argumento. Ambos ejemplos demuestran cómo esta novelística fue consecuencia de una reflexión nada complaciente sobre las nuevas condiciones a las que la literatura debía responder en determinado momento histórico, lo que dio frutos que aún hoy, si nos liberamos de prejuicios críticos algo enquistados, mantienen una vigencia estética nada desdeñable.
A ello hay que añadir que esa época de esplendor regionalista coincide con la llegada y recepción de los vientos de la vanguardia internacional de entreguerras; algo que se recuerda casi siempre con demasiada tibieza y que en realidad constituye un acontecimiento de la máxima importancia, pues servirá para conformar definitivamente las líneas fundamentales de la evolución posterior de la novela en el continente, en un proceso que adelanta en varios años los caminos de una renovación que la crítica ha situado en un momento posterior. A partir de esas fechas, la línea americanista y la línea internacional o cosmopolita habitarán al mismo tiempo y a lo largo de todo el siglo el escenario novelesco: avanzarán de espaldas o se entrecruzarán, se enfrentarán o vivirán en tensión, y simultáneamente se impregnarán recíprocamente como se percibe, entre una larga lista de ejemplos, en la evolución del indigenismo de José María Arguedas o Gamaliel Churata-, o se mezclarán y asimilarán en diferentes autores -los ejemplos serían de nuevo muchos, pero baste recordar a Mariano Azuela o Ricardo Güiraldes, autores regionalistas y vanguardistas en diferentes fases de su trayectoria; o Carpentier, Asturias y U slar Pietri, representantes de un americanismo con rasgos provenientes de poéticas que podrían calificarse de «internacionales».
Se conforma así, en sus trazos esenciales, el mapa de la novela hispanoamericana de la contemporaneidad, un sistema que acoge ya desde los años veinte las prácticas fundamentales que 10 , conformarán, como han demostrado Angel Rama (1982 y 1986) y Katharina Niemeyer en su muy completo estudio sobre la novela de vanguardia en Hispanoamérica (2004). En esas dos décadas, 1920 y 1930, denostadas con bastante frecuencia, convivirán, junto a los paradigmas del llamado regionalismo, las novelas rupturistas, más directa-
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mente deudoras de la vanguardia, de Jaime Torres Bodet, Gilberto Owen, Salvador Novo y del propio Mariano Azuela en México; de Martín Adán y César Vallejo en Perú; de Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Juan Emar en Chile, y de Pablo Palacio en Ecuador, por destacar algunos ejemplos relevantes que demuestran la extensión contínental del fenómeno.
Al lado de estas propuestas, en esos mismos años surge en Argentina la obra novelística de dos autores que delimitan sendos rumbos esenciales de la trayectoria posterior del género en el conjunto de Hispanoamérica. Por un lado, Macedonio Fernández inaugurará ya en los años veinte, con un texto como No toda es vigilia la de los ojos abiertos, una línea antirrealista de gran complejidad y difícil clasificación que, en su radicalismo, constituye aún a día de hoy una de las experiencias más revolucionarias de la escritura narrativa de Hispanoamérica. El carácter especular y metaficcional de la novelística de Macedonio se prolongará en la década de 1940 en Y sin embargo Juan vivía, del también argentino Alberto Vanasco, y en El libro vacío, de la mexicana Josefina Vicens, en los cincuenta, hasta llegar a la explosión de la novela de la escritura de los sesenta y setenta de la mano de los mexicanos Salvador Elizondo, el Carlos Fuentes de Cambio de piel y Terra Nostra, José Emilio Pacheco, en Morirás lejos, y Jorge Aguilar Mora, los cubanos Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante e incluso José Lezama Lima, los venezolanos Oswaldo Trejo, José Balza y Luis Britto García y los argentinos Osvaldo Lamborghini, Humberto Constantini, Héctor Libertella, Néstor Sánchez y el Julio Cortázar de Rayuela y sobre todo de 62. Modelo para armar.
Desde una posición distinta, Roberto Arlt escribe entre 1926, año de la publicación de El juguete rabioso, y 1932, cuando aparece El amor brujo, el conjunto de su obra novelesca, compuesta además por Los siete locos y Los lanzallamas. En ella incorpora a la tradición hispanoamericana la exploración de los escenarios marginales de la gran ciudad, no para denostarlos como hiciera el realismo y el naturalismo decimonónicos, sino para plasmar en la ficción la realidad plural de una sociedad degradada que ya no es posible captar en la escritura de las elites letradas, hasta entonces dueñas de la pluma. Arlt inaugura un nuevo tipo de novela social y política con la que da respuesta a un periodo muy concreto de la historia hispanoamericana, el del salto modernizador, especialmente acusado en Buenos Aires, de la década de los veinte. Superando la mera intención testimonial y de denuncia, su narrativa incorpora discursos sociales hasta entonces ausentes y abre así un camino que, desplegando un abanico amplísimo de poéticas personales, cons-
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tituye sin duda la geografía más densamente poblada de la novela hispanoamericana. Línea que ha sido generalmente designada con el término de novela urbana y que puede seguir siendo calificada, ahora sin matices peyorativos, de realista, se consolida tempranamente con la irrupción inolvidable de Juan Carlos Onetti y, extendiéndose sin interrupciones hasta hoy, explicará la trayectoria de una lista amplísima de autores de la totalidad de países hispanoamericanos, como, por poner sólo unos pocos ejemplos, el paraguayo Gabriel Casaccia, los argentinos Bernardo Verbitsky, Manuel Mujica Lainez, Marco Denevi, Abelardo Castillo, Haroldo Conti y David Viñas, los uruguayos Mario Benedetti y Carlos Martínez Moreno; los chilenos Fernando Alegría, Manuel Rojas y Carlos Droguett, los mexicanos Luis Spota, Juan García Ponce, Vicente Leñero o los narradores de la Onda; los venezolanos Salvador Garmendia y Adriano González León, el peruano Julio Ramón Ribeyro, el cubano Virgilio Piñera, el dominicano Marcio Veloz Maggiolo, y donde se incluirían también nombres que se movieron en la órbita del boom como Jorge Edwards, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa ... (véase Rama 1986:153).
Los panoramas historiográficos suelen privilegiar, a la hora de definir sus pautas generales, aquellas manifestaciones transgresoras respecto a los modelos precedentes; estas propuestas consideradas de vanguardia articularían las transformaciones del proceso y aportarían sus significaciones fundamentales. Por ello, las orientaciones de largo alcance y de evolución más o menos uniforme suelen mencionarse casi en exclusiva para señalar el momento de su irrupción, lo que a veces dificulta la apreciación de la verdadera magnitud de su presencia y condena a un segundo plano a autores y obras de indudable calidad e importancia. Así ha sucedido con el análisis de esta novela llamada urbana que acabo de mencionar, y algo parecido se percibe en la valoración del comúnmente llamado realismo social, término que nos introduce en la siempre delicada cuestión del compromiso y que mantiene un carácter impreciso que complica su distinción respecto a otras modalidades. La magnitud de su presencia probablemente la convierta en predominante a lo largo del siglo xx; aunque la mayor parte de este tipo de obras suele ser arrinconada en los estudios de conjunto por sus limitaciones estéticas. No obstante, conviene no olvidar esa abundante producción a la hora de tomar conciencia de cómo, en todo momento, la novela se enfrentó en Hispanoamérica a su convulsa historia reciente, pues si sólo nos fijamos en títulos atentos a cuestiones preferentemente estéticas puede obtenerse una impresión bastante engañosa. La cuestión del compromiso, y las polémi-
Un encuentro de escritores en Berlín, en 1965. En primera fila : Ciro Alegría, Jorge Luis Borges, Germán Arciniegas y •
Augusto Roa Bastos. En la tercera fila, Miguel Angel Asturias.
cas que suscitó, ha estado siempre presente en la literatura hispanoamericana y también comenzó a forjarse en sus rasgos básicos en esta época. Dentro del periodo que venimos analizando, cobró protagonismo en los años treinta, que inaugura una década problemática marcada, dentro del contexto internacional, por el crack del 29 y el ascenso de los fascismos en Europa y, en el entorno hispanoamericano, por el regreso de los regímenes autoritarios. No obstante, la década anterior ofrece ya, como en el caso de la novelística del grupo Boedo en Argentina y el componente de denuncia de obras regionalistas como La vorágine, ejemplos de tales actitudes. La evolución del vanguardismo al compromiso se aprecia nítidamente en César Vallejo, quien, tras su novela Fabla salvaje, de 1923, publica en 1931 El tungsteno, obra de fuerte denuncia y contenido antiimperialista. Dentro de una tendencia general común a todos los países, esta deriva novelística de los años treinta será especialmente relevante en México, producto de un momento histórico fuertemente politizado, y en Ecuador de la mano del grupo de Guayaquil. En idéntica dirección, el indigenismo ofreció en esta época un claro sesgo comprometido en sus ficciones.
El auge del compromiso fue resultado de procesos y acontecimientos de gran impacto histórico, de ahí que a menudo esos sucesos inauguraran
toda una serie de ciclos novelescos producidos al calor de su irrupción y posterior desarrollo. Además del ciclo de la revolución mexicana, ya en los años treinta la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay explicaría la aparición de una extensa serie de títulos en los que se analizaría críticamente ese conflicto bélico. Más recientemente, el ciclo de la violencia colombiana y sobre todo el proceso revolucionario cubano constituirán otros dos ejemplos capitales de los condicionamientos que en todo momento impuso la historia a la novela hispanoamericana. Por último, es necesario recordar que en regiones en las que la historia se mostró especialmente convulsa y problemática, como sería el caso de Centroamérica, la línea de la novela comprometida o del realismo social habría sido aún más predominante respecto a otras orientaciones en comparación con otras áreas del continente. Se constata así cómo en este segmento de la novelística hispanoamericana puede encontrarse, mejor que mirando hacia otros lugares, el rostro de un territorio marcado por una urgencia histórica de la que la novela continuamente trató de dar cuenta.
Las páginas anteriores han de servir para evidenciar definitivamente el error que supone describir la producción novelesca previa a 1940 con esquematismos y reduccionismos por desgracia demasiado frecuentes. Lo que se constata de ma-
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nera más clara aún si recordamos que, en los años treinta, encontramos ejemplos de un camino intermedio entre el vanguardismo y el realismo en la literatura de autores que mostraron una interesante asimilación de novedades técnicas entonces en boga en otras latitudes: los primeros títulos de los argentinos Juan Filloy, con ¡Estafen! (1932), Op Ollop (1934) y Caterva (1937), y Eduardo Mallea, Nocturno europeo (1935), La ciudad junto al río inmóvil (1936) y Fiesta en noviembre (1938), ilustran la pujanza de la renovación novelesca en la Argentina de esos años, en la que comenzará a jugar un papel fundamental el grupo reunido en tomo a la revista Sur, abriendo un camino que convertirá al país en el territorio desde el que surgirán muchas de las propuestas novelescas más interesantes del continente, como las de José Bianco, Leopoldo Marechal, Ernesto Sábato, Silvina Bullrich, Marta Traba, Julio Cortázar y un largo etcétera. Asimismo novelas como Cubagua (1931), del venezolano Enrique Bernardo Núñez, o 4 años a bordo de mí mismo (1934), del colombiano Eduardo Zalamea Borda, demuestran que esos cambios no fueron exclusivos de una sola nación.
Más interesante para explicar la complejidad y diversidad de este periodo es el impacto de los procesos renovadores en el marco del regionalismo. Un rápido vistazo a este fenómeno debe conducir al rechazo definitivo de esa división tajante de la narrativa contemporánea hispanoamericana entre un primer bloque regionalista caracterizado por el realismo documental al que sustituiria a partir de 1940 o 1950 un periodo renovador. Como afirma de nuevo Rama (1986: 127): «El regionalismo [ ... ] vino para quedarse, y no fue sustituido por el vanguardismo, sino que se prolonga hasta el presente, al liberarlo de una consideración estética típica de los 20 y 30». En efecto, acotar la presencia regionalista a una determinada época del siglo xx distorsiona la verdadera dimensión de su presencia y de sus características a lo largo del conjunto del siglo. La novela regional no fue un islote aislado de las tendencias renovadoras; también hasta ella llegarían sus efectos entre 1920 y 1940 (Rama 1986 y Niemeyer 2004). Sólo teniéndolo presente podemos trazar con exactitud un camino central de la evolución del género que, entre otras consecuencias, conducirá hasta lo que se ha venido conociendo como el realismo mágico, etiqueta algo resbaladiza pero que sin duda constituye una de las señas de identidad de la novela hispanoamericana, de su popularidad y de su carácter singular.
Dentro de este rumbo, muy pronto la mirada a la tierra americana se hace más profunda y compleja. Aparece ya en el mundonovismo, término con el que el chileno Francisco Contreras trató de revelar ciertas condiciones peculiares de la geo-
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grafia del continente y que trató de plasmar narrativamente en su obra de 1924, primero escrita en francés y tres años más tarde traducida al español, El pueblo maravilloso. Su rastro puede seguirse, desde otras claves, en autores como el salvadoreño Salarrué, que publica en 1927 y 1928 respectivamente El Cristo negro y O 'Yarkandal, y ya en la siguiente década en los ecuatorianos del Grupo de Guayaquil Demetrio Aguilera Malta, sobre todo en Don Gayo (1933), y José de la Cuadra, en Los Sangurimas (1934). Todas ellas son obras que trascienden, sin olvidarla, la problemática social para adentrarse en territorios de la realidad americana atravesados por fuerzas telúricas y ancestrales de rango mágico. En las novelas iniciales del venezolano Guillermo Meneses o del gallego afincado en Cuba Lino Novás Calvo encontramos derroteros parecidos, pero si hubiera que destacar un acontecimiento que consolidara ya desde esas fechas tempranas esta línea novelesca, sin duda habría que referirse al encuentro en París , entre Alejo Carpentier, Miguel Angel Asturias y Arturo Uslar Pietri, del que surgirá una corriente americanista absolutamente fundamental para la novelística contemporánea en Hispanoamérica. Ese encuentro y las reflexiones a las que daría lugar pronto se plasmaron en novelas como Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Uslar Pietri; Écue-Yamba-O (1933), de Alejo Carpentier, y en las primeras versiones de El Señor Presidente, , de Miguel Angel Asturias, finalmente publicada en 1946.
Los inicios novelescos de estos tres autores y su trayectoria posterior trazan el largo recorrido de una línea que nunca dejó de ser regional, sino que simplemente se enriqueció con nuevas aportaciones fruto de los nuevos contextos desde los que iba surgiendo. La temprana y continua renovación del realismo regional explica y enmarca un gran número de propuestas que recorren de punta a punta la trayectoria del género durante largos años: autores como José Revueltas, Agustín Y ánez, Rosario Castellanos, Elena Garro y Juan Rulfo en México; José María Arguedas, Gamaliel Churata y Manuel Scorza en Perú, Eduardo Caballero Calderón y Gabriel García Márquez en Colombia, los llamados novelistas del interior argentino Daniel Moyano, Héctor Tizón y Juan José Hernández, o Augusto Roa Bastos en Paraguay; incluso obras concretas de Mario Vargas Llosa, como La casa verde (1966) o La guerra del fin del mundo (1981), podrían engrosar una lista muchísimo más extensa. La significación de este recorrido ha sido muy bien descrita por Antonio Candido en «Literatura y subdesarrollo» (Fernández Moreno 1972:335-353), donde propone el término de superregionalismo para defender la vigencia y continuidad de una fórmula que nunca desapareció y que con el tiempo supo
adaptarse a los nuevos desafio s, producto de las nuevas condiciones históricas, frente a la recreación novelesca de Hispanoamérica.
4. TEORÍAS DE LA HISTORIA DE LA NOVELA HISPANOAMERICANA
Las páginas precedentes han intentado revelar cómo algunas de las distorsiones más frecuentes en la descripción del panorama de la novela hispanoamericana contemporánea han tenido que ver con análisis y valoraciones de los periodos y tendencias que se ubican al comienzo y al final de ese proceso: el regionalismo de las primeras décadas del siglo xx y el boom de los sesenta. Con la reivindicación de la etapa que va desde mediados de los años veinte hasta más o menos 1940 como momento de conformación del sistema novelesco contemporáneo no he pretendido negar la importancia y significación que comúnmente se atribuye a otros momentos de la evolución del género. Lo afirmado anteriormente no debe hacernos olvidar que los procesos renovadores previos a 1940 fueron desiguales y fragmentarios, posiblemente debido a la falta de antecedentes novelescos de importancia y al conocimiento aún parcial durante esos años de las grandes líneas rupturistas de la novela internacional (Niemeyer 2004:40). Ya en otras páginas de este mismo volumen he señalado que el cuento ofrece una producción más acabada y una renovación más consolidada entre 1915 y 1940 que la producida en la novela de ese mismo periodo, género que tendrá que esperar hasta casi mediados de siglo para ver plenamente extendida y apuntalada su modernización. Dentro de este proceso, el boom señalaría, como resultado de nuevo de un impulso modernizador muy acusado y que además se remontaba a bastantes años atrás, más que la llegada de una estética transgresora respecto a modelos precedentes, la eclosión de un entorno cultural más rico, con mayores canales de comunicación y difusión, y de un número de lectores y, por tanto, de un público capaz de asimilar las novedades tanto de esos años como de los inmediatamente anteriores, lo que conduciría a la popularización, el éxito y la fama de la llamada nueva novela, reforzados, y ello sí supondría un acontecimiento inédito, por su internacionalización.
Por tanto, es cierto que, como se ha afirmado con frecuencia, los años de 1920, 1940 Y 1960 constituyen fechas muy significativas en la evolución del género y coinciden con notorios saltos modernizadores de las sociedades hispanoamericanas. No obstante, considero que esa parcelación aporta principalmente la evidencia de ciertos cambios no sustanciales a un proceso que se abre desde la primera fecha. La historiografia sobre el
género novelesco en Hispanoamérica no debe articularse sobre la apariencia de una sucesión de tendencias que suplantan a otras en el momento de su irrupción, algo que no ha sido infrecuente en los panoramas construidos por la crítica. Soy consciente de que a todo historiador de la literatura le pasa como al contemplador del aleph borgiano, frente a un mapa abigarrado lleno de sucesos que ocurren de manera simultánea se ve condenado a contarlo de manera sucesiva, porque el lenguaje lo es. Pero ello no debe hacemos renunciar tratar de indagar en aquellas pautas que pudieran facilitamos la aproximación al conjunto de la producción de un periodo sin esquematizar ni reducir en exceso su riqueza y pluralidad ni las dinámicas internas que lo van forjando. A este respecto toda historia literaria se sustenta en una teoría, la mayor parte de las veces subyacente, que justificaría su forma de proceder y con la que trataría de articular el panorama resultante. Por lo general, en las historias de la novela hispanoamericana se ha atendido preferentemente a una visión más bien inmanentista de lo literario, recurriéndose en ocasiones puntuales a análisis de los contextos sociales y políticos para explicar determinados fenómenos. En lo que sigue, destacaré brevemente las que han sido hasta la fechas las teorías más explícitas y significativas acerca de la novela hispanoamericana y de su desarrollo histórico, y en concreto las referidas principalmente a la producción , contemporanea.
Me detendré en primer lugar en aquella propuesta que se sustenta precisamente en el rechazo de las divisiones cronológicas, de las etiquetas y categorías que de ellas se derivan y en general de cualquier tipo de compartimentación del acaecer literario. Así se sitúa Fernando Burgos en La novela hispanoamericana moderna (1985) al trazar el mapa novelístico de la Hispanoamérica de la modernidad. Burgos sitúa los límites de este vasto territorio en el periodo que va desde el modernismo hasta la actualidad, con lo que incluye las orientaciones posmodernistas -o posmodernas- más recientes como una etapa más de lo moderno. El objetivo es «establecer el trazado de una continuidad cultural como escritura y describir la dinámica del cambio de este camino como modos que reúnan la articulación dialéctica de toda crisis entre asimilación, intensificación y renovación» (16, cursiva en el original). Es decir, para Burgos la novela del siglo xx en su conjunto responde exclusivamente a los paradigmas de la modernidad, amplio espacio por el que discurrirían múltiples líneas y cauces que serían modalidades de este sustrato cultural común y que no tienen por qué ofrecer un desarrollo sucesivo ni mucho menos cronológico. Ello supone, como respuesta a las propias exigencias de la modernidad, el fin de toda periodización, pues así enten-
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dida «la modernidad desarticula la idea de una historia literaria concebida como división orgánica de periodos, tendencias y generaciones; descubre la falsa normatividad de este historicismo y de un diseño cronológico inoperante» (144). No quedan muy claras las razones por las que la noción de modernidad aboca a la desaparición del historicismo y convierte en inoperante el diseño cronológico y la división compartimentalizada de los procesos literarios -algo que extraña más aún si tenemos en cuenta que a menudo Burgos habla de tres fases que articularian lo moderno: el Modernismo, las vanguardias y el posmodernismo, ¿por qué no borrarlas también para no dividir ni establecer ningún tipo de continuidad?
No seria partidario de rechazar de manera global los planteamientos de Burgos, pues evidentemente la trayectoria de la novela hispanoamericana contemporánea en buena parte fue respondiendo a las encrucijadas y desafios que la modernidad le lanzó; no obstante, da la impresión de que la concepción de la modernidad de Fernando Burgos responde a una imagen demasiado monolítica y uniforme y no atiende lo suficiente a las especificidades hispanoamericanas; especificidades otorgadas por su cultura y sin duda por su propia historia reciente, lo que constata el error que supone rechazar de plano cualquier tipo de consideración historicista. Esta falta de matiz y de sutileza hace que dé la impresión de que se ilustran los argumentos y análisis con aquellas novelas que encajan en una concepción previa, dejándose de lado un segmento importantísimo de la producción novelesca del continente mas escurridizo a la hora de hacerlo encajar en ese molde.
La segunda teoria sobre la narrativa hispanoamericana, y sobre las condiciones sobre las que se asienta su evolución, la encontramos en el libro de Roberto González Echevarria Mito y archivo: una teoría de la narrativa latinoamericana, publicado originalmente en inglés en 1990 y traducido al español en el año 2000. Como señala su autor, «el libro sólo ofrece una hipótesis sobre el funcionamiento de la tradición narrativa hispanoamericana» (2000: 17), que consiste en: «[ ... ] al no tener forma propia, la novela generalmente asume la de un documento dado, al que se le ha otorgado la capacidad de vehicular la "verdad" es decir, el poder- en momentos determinados de la historia. La novela, o lo que se ha llamado novela en diferentes épocas, imita tales documentos para así poner de manifiesto el convencionalismo de éstos, su sujeción a estrategias de engendramiento textual similares a las que gobiernan el texto literario, que a su vez reflejan las reglas del lenguaje mismo» (32). Con esta relectura foucaultiana de la tradición narrativa, González Echevarría sostiene que, durante la Colonia, la narrativa reescribe la retórica legal; a partir de la Independencia y a lo
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largo de todo el XIX, es el discurso cientificista el modelo que impregna la escritura novelesca, y por fin en el siglo xx la antropología será el elemento mediador en la narrativa moderna latinoamericana. El siglo xx estará marcado más concretamente por la evolución desde el Mito -momento de la mediación antropológica- hasta el Archivo, depósito de relatos, discursos, mitos y documentos, en definitiva de «ficciones que ha creado la cultura latinoamericana para entenderse a sí misma» (45) y que la novela buscaría, para impugnarlos o reivindicarlos, reescribir. La novela del Archivo estaria compuesta así por metarrelatos americanistas de toda condición con los que seguir indagando en la búsqueda de la autenticidad y singularidad cultural e histórica. Señala González Echevarría: «La mayor parte de la narrativa latinoamericana reciente es una "desescritura" en la misma medida en que es una reescritura de la historia latinoamericana desde la perspectiva antropológica mencionada» (41-42).
En determinado momento de este estudio, su autor apunta: «La historia de la novela latinoamericana se revela tan deficiente, salvo cuando se cuenta mediante el proceso interno de lectura y reescritura que he esbozado aquí. Es decir, cuando esa historia la cuenta la propia novela latinoamericana» (68). Según González Echevarria, para la historia del género sólo cuentan aquellos ejemplos que se fundan en la trasgresión de su escritura respecto a otros modelos discursivos, y dentro de ese grupo contarían especialmente textos narrativos que no son novelas en su acepción tradicional, como los diarios de Colón, el Facundo, los relatos de los viajeros del XIX o títulos como Los pasos perdidos o Cien años de soledad, que para el crítico serían ejemplos de discurso narrativo del archivo mítico o antropológico de América, por ello prefiere el término de «narrativas» antes que el de «novelas» para trazar este proceso. Con esta postura pretende separarse de nuevo de etiquetas y modelos convencionales de la historia literaria y advierte: «Desde luego, no creo que toda la narrativa latinoamericana perteneciente a determinado periodo dependa de uno de los modelos que aquí ofrezco; pero sostengo que es así en el caso de los más importantes y que es la estructura lo que define la tradición, el canon, o la clave para el canon» (70-71).
Aquí se encuentra, a mi entender, la principal limitación de la hipótesis de González Echevarría. Ciñéndome al siglo XX, su propuesta sólo considera las obras cuyo mundo referencial se inscriba en un ideario americanista, de ahí que construya un canon específico de esta tradición, donde se incluiría La vorágine, de José Eustasio Rivera, y no las novelas psicológicas de Eduardo Barrios, Biografía de un cimarrón, de Miguel Bamet, y no las novelas de los sesenta influidas por el nouveau
roman, como él mismo señala (71). Aparte de algunas otras cuestiones de matiz que podrían aludirse, la principal carencia de esta teoría que desde luego ofrece otros aspectos de gran interés- está en que se trata de una hipótesis sobre la historia de un tipo de novela, en absoluto la única, dentro del conjunto de la narrativa latinoamericana, lo que deriva en la constitución de un canon irremediablemente limitado.
He dejado para el final la que considero la teoría más útil para trazar una historiografia diversa y dinámica con la que lograr un panorama de gran amplitud en el estudio de la historia de la novela contemporánea en Hispanoamérica. Me refiero a la que podría ser llamada teoría transculturadora, esbozada, sin profundizar en todas sus posibilida-, des, por Angel Rama en Transculturación narra-tiva en América Latina (1982). Partiendo de una concepción de la cultura hispanoamericana caracterizada por la búsqueda de su autonomía y donde, paradójicamente, en esta búsqueda de «originalidad está presente, a modo de guía, su movedizo y novelero afán internacionalista» (12), retoma el concepto de transculturación -revitalizado por el cubano Fernando Ortiz en los años cuarenta del siglo xx- para definir los procesos de contacto de culturas en toda su amplitud; o sea, sin ceñirse a la simple constatación de un proceso de sustitución de una cultura dependiente por una hegemónica, sino tratando de detallar el modo en que en ese recorrido, además de la irremediable y gradual desculturación de la cultura precedente, dicho contacto provoca nuevos fenómenos culturales en ambas instancias que podrian definirse con el término de neoculturación (33). La pugna de modelos culturales tan presente en la historia de las sociedades hispanoamericanas permite a Rama vislumbrar las posibilidades de la teoría transculturadora y en el libro la proyecta al análisis y seguimiento de alguno de los fenómenos más significativos que están en la base de la formación del sistema novelesco hispanoamericano. En concreto, los capítulos de la primera parte «Literatura y cultura» (11-56) y «Regiones, culturas y literaturas» (57-116) constituyen una muestra excelente de sabia aplicación de este modelo. ,
Gracias a la agudeza de Angel Rama, la trans-culturación se revela como un concepto de gran potencia analítica y explicativa, por ser muy abarcador y preciso al tiempo. Su ventaja estriba en prestar tanta o más atención a los procesos de contacto cultural como a las caracteristicas y los valores de los modelos culturales en sí mismos, fuente frecuente de prejuicios arraigados en el campo de la crítica literaria que Rama sabe eludir sin problemas. Analiza la evolución de la narrativa dentro del contexto de la progresiva modernización de las sociedades hispanoamericanas desde comienzos del siglo xx y va desentrañando la manera en
que, a partir de los años veinte, el enfrentamiento entre el modelo regional y el modelo vanguardista va perfilando de diferentes maneras las dinámicas del sistema novelesco durante las décadas siguientes. Lo más interesante de la propuesta de Rama es que el campo de juego en el que discurre la disputa entre sistemas culturales no se centra exclusivamente en el recurrente enfrentamiento entre la cultura americana y la cultura europea, tan recurrido y esquemáticamente utilizado por buena parte de la crítica, sino que esa lucha se encuentra también en el interior de las propias sociedades hispanoamericanas - ahora en la dialéctica tradicionalismo-modernización características de sus diferentes grupos sociales- , lo que al mismo tiempo conforma diferentes dinámicas para cada una de las regiones del continente. Este modelo se muestra así capaz de explicar a partir de un eje común la multiplicidad de la producción novelesca poniendo énfasis en una perspectiva que une a la mirada cultural la consideración de los movimientos históricos y sociales, sin establecer relaciones de previas dependencia o hegemonía sino prestando atención a los procesos de contacto, de influencia recíproca, de resistencia y transformación de las diferentes fuerzas en pugna.
Un apunte final imprescindible: es evidente que las reflexiones expuestas en la mayor parte de este trabajo han tenido muy en cuenta las ideas , de Angel Rama, tanto las incluidas en Transcultu-ración narrativa en América Latina como las provenientes de los diferentes capítulos de La novela en América Latina, no obstante, resulta obligado hacer mención a una situación no mencionada en estas páginas y que constituye un factor fundamental en la producción literaria hispanoamericana de prácticamente todas las épocas. Me refiero al exilio, fenómeno desgraciadamente omnipresente en la trayectoria de un enorme número de escritores y escritoras. Si lo menciono en esta reflexión postrera se debe a que aún falta un estudio sistemático de su influencia y sus especificidades en la evolución general del género. El exilio nos adentra en una territorialidad diferente, casi siempre singular y específica de cada autor, y por tanto apunta a una vivencia de las dinámicas sociales e históricas dificiles de agrupar en explicaciones globales. Este territorio desterritorializado es sin duda el espacio en blanco y deshabitado de lo dicho hasta aquí. El hecho de haber renunciado a entrar en él no me exime de recordar su existencia.
5. BREVE CODA
El largo periodo analizado, que comienza más o menos en la segunda década del siglo xx con la reacción ante la deriva de la estética modernista,
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enmarca un espacio en el que la novela hispanoamericana, a través de múltiples cauces, expresa, a menudo de manera latente, la travesía de Hispanoamérica en sus conflictivas relaciones con la modernidad. La reivindicación de su singularidad, en la toma de distancia o en su peculiar asimilación de los procesos modernizadores, y las dificultades de su inserción en la tradición occidental, que es vista a veces como hegemónica y amenazante y otras veces deseada o considerada como propia, fueron construyendo buena parte de los discursos centrales de su recorrido. Aparte de otras muchas cosas, el boom de los sesenta, en medio del contexto de euforia producido por la experiencia cubana en esa década, constituyó el momento de máximo entusiasmo ante la posibilidad de ver realizados los sueños anhelados; euforia que se proyectaría a la novela hasta el punto -Fuentes (1969)- de llegarse a proclamar que, gracias a la ficción, Hispanoamérica lograria encontrarse consigo misma.
Si la modernidad se articuló, también en Hispanoamérica, sobre un lento y progresivo rosario de sueños la mayoria de las veces incumplidos, su fin estuvo marcado por el despertar desengañado, casi siempre brusco y definitivo ante una realidad de rostro más bien sombrio. ¿Dónde situar ese abrupto despertar de la novela hispanoamericana? Dificil decirlo; Roberto González Echevarria, en la última página de su ensayo Mito y archivo. Una
teoría de la narrativa latinoamericana, expresa su impresión de que nos encontramos en el final de esa etapa, la del archivo, en que la novela latinoamericana buscó rastrear y reescribir sus mitos constitutivos dentro de esa perenne búsqueda de autenticidad tan querida por la cultura del continente-, y concluye: «Si hay una forma de discurso que parece estar adquiriendo poder hegemónico es el de los sistemas de comunicación. Quizás ellos determinen un nuevo relato maestro» (253). Echevarria expresa con estas palabras el final de un discurso que caracterizó a la novela latinoamericana de la modernidad, un texto que culminó en los sesenta y que a partir de los setenta comenzó a ofrecer un cambio de rumbo y sobre todo de significación más que evidente. Aún en los comienzos de los setenta es posible detectar rastros de tendencias -la novela de la escritura, la onda mexicana o en novelas como Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, Terra Nostra, de Carlos Fuentes- deudoras de los años previos. Pero en esos mismos años ya estaban surgiendo -Ricardo Piglia, Juan José Saer, Manuel Puig, Alfredo Bryce Echenique, Osvaldo Soriano, Jorge Ibargüengoitia y un larguísimo etcétera- los nombres que revelaban las nuevas claves de un porvenir muy diferente. Con ellos comienza un nuevo relato que ya no cabe en
, . estas paginas.
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