Uno, dos, muchos centenarios. Espacios de reflexión sobre el poder

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Dedicado al tema del Bicentenario. En el aniversario de la declaración de la independencia de la Argentina, el número intenta reflexionar sobre las formas de poder desarrolladas ayer y hoy en el contexto latinoamericano. Parte de las imágenes utilizadas en el presente número han sido extraídas del sitio www.oldmapgallery.com La escultura que ilustra el artículo de Jaime Eduardo Londoño, cuyo autor es Oscar Niemeyer, es parte del complejo Memorial de América Latina de San Pablo, Brasil. La gráfica ha sido elaborada por Dekontrukt+-= (www.dekontrukt.com.ar).

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Instrumentos de análisis

Entrevistasy semblanzas

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Presentación

Historiografías, independencias e instituciones en la Nueva Granada. Una reflexión preliminarJaime Eduardo Londoño Motta

Entre la supervivencia y el rumbo: los nuevos estados en el tiempo revolucionarioJosé Paradiso

De los pueblos a los ciudadanos: el aporte de la Constitución de Cádiz Jaime Rodríguez O.

A raíz de algunas “cegueras constitucionales” Bartolomé Clavero

La construcción de la regularidad. Trazado y consolidación de los poblados rurales en la primera expansión de la frontera bonaerense, 1821-1835Fernando Aliata

Mega-minería transnacional y riqueza bruta. Invención de un paradigma y continuidades del principio de acumulaciónMirta Alejandra Antonelli

El intelectual y la historia: en torno a la obra de Ruggiero RomanoAlberto Filippi

De las corrientes de personas, ideas e influenciasEntrevista a Enrique Banús Irusta

Héroes y repúblicas de aireEntrevista a Rafael Rojas

Sobre campesinos y nación…Entrevista a Florencia Mallon

Américas Latinas e identidad occidentalEntrevista a Alain Rouquié

Quiénes

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Año VIII - Número 2 Diciembre de 2010 ISSN 1669-7146

Redacción Rodríguez Peña 1464 (C1021ABF)Ciudad de Buenos Aires ArgentinaTel: (+54-11) 4878-2900Fax: (+54-11) [email protected]

Propietario Universidad de Bologna, Representación en Buenos Aires (UniBo-BA)

Comité Directivo

Giorgio Alberti Susana Czar de ZalduendoArturo O’ConnellJosé ParadisoGianfranco Pasquino Lorenza SebestaRamón Torrent

Comité Editorial

Lorenza Sebesta (Directora)

Luciana Gil (Asistente Editorial)Emiliano Montenegro (Diseño Gráfico)Martín Obaya (Coordinador Editorial)

Un especial agradecimiento a Bernardo Mora Vergara de la Universidad de Concepción (Chile) y a Luigi Nuzzo de la Universidad del Salento (Lecce, Italia).

Parte de las imágenes utilizadas en el presente número han sido extraídas del sitio www.oldmapgallery.com. La escultura que ilustra el artículo de Jaime Eduardo Londoño, cuyo autor es Oscar Niemeyer, es parte del complejo Memorial de América Latina de San Pablo, Brasil. La gráfica ha sido elaborada por Dekontrukt+-= (www.dekontrukt.com.ar).

El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación es respon-sabilidad exclusiva de la Universidad de Bologna, Representación en Buenos Aires. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

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Me complace presentar este número de la revista Puente@Europa que alberga re-flexiones motivadas por las celebraciones del Bicentenario de aquellos procesos que llevarían a la independencia política de los países latinoamericanos. No se trata de un día, sino de un proceso de crecimiento de la consciencia social del hombre, nutrido por la cultura y el desarrollo económico, que no ha llegado a su fin.

El conocimiento de otros sistemas po-líticos y económicos es fundamental para poner los problemas en perspectiva y para tomar decisiones equilibradas. El desarrollo social y económico no puede alcanzarse sin tener en cuenta las relaciones que −aunque no siempre de manera voluntaria− los siste-mas sociales y económicos despliegan entre

sí. La regulación de sectores estratégicos, las políticas fiscales, redistributivas y de seguridad social son elementos que tienen una dimensión internacional, aun cuando muchas veces los gobiernos y las instituciones los consideren como temas de orden interno.

La Universitá di Bologna, con más de 900 años de actividad en el ámbito académico y de la investigación, es capaz de comprender el carácter de largo plazo de estos procesos así como también de contribuir a su desarrollo. La Representación en Buenos Aires de la Uni-versità quiere, tal como lo ha hecho durante estos últimos trece años, seguir aprendiendo y compartiendo estos conocimientos.

Estamos comprometidos con Argentina y con Italia en tanto países: por eso, vinimos a consolidar y establecer nuevos vínculos institucionales. En el marco de esta visión estraté-gica, la celebración del Bicentenario es una buena oportunidad para combinar el análisis del pasado y proyectar el futuro. A quienes están interesados en dar un salto cualitativo en las relaciones entre Europa y América Latina está dedicado este número.

Angelo ManaresiDirector de UniBo-BA

1º de diciembre de 2010

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Los pensadores franceses nos enseñaron que el poder no es una “cosa”, sino una serie de relaciones, que toman forma a través de instituciones (leyes, reglas, lenguajes, disciplinas, etc.) y de aquellas prácticas mediante las cuales estas instituciones funcionan en la realidad. Estas relaciones pueden adquirir distintas formas, y hasta pueden ser auto-impuestas, pero, de cualquier manera, crean víncu-los jerárquicos (entre clases, razas, géneros, países, etc.) y marcan confines (entre lo bueno y lo malo, esferas privada y pública, entre el interior y el exterior, etc.): es decir, controlan personas y espacios.

El estado es el “prisma reflexivo” que se ha venido proponiendo como el sistema más común para organizar estas estrategias, cuyo primer parámetro de logro ha sido, históricamente, su superviven-cia, es decir, básicamente, la capacidad de mantener el orden y de obtener riqueza para financiar estas actividades1. El progreso de-mocrático de los estados ha sido medido por su aptitud para dejar atrás la violencia a favor de la incorporación (y, por ende, consenso) para alcanzar estos objetivos. Al mismo tiempo, la formación de los estados ha convertido el mundo en un espacio de competencia entre distintas entidades que se definen como actores capaces de tomar decisiones racionales en el sistema internacional (la razón de estado, interpretada de distintos modos según el pensamiento prevalente) y que, con eso, buscan obtener la legitimidad de las funciones de con-trol dentro de aquello que construyen como territorio propio2.

Es posible observar el nacimiento de los estados en América Latina bajo esta amplia perspectiva, que permite superar los proble-mas involucrados en el uso del concepto de independencia. Como lo recuerda Enrique Banús Irusta en su entrevista, la idea de indepen-dencia “en cuanto soberanía llevada hasta el final” es una creación europea, aunque perfectamente conocida por las élites hispanoame-ricanas. Permite, al mismo tiempo, dar espacio a miradas distintas, cuya riqueza este número de Puente@Europa intenta captar a través de algunos exempla. Se trata de un entramado de batallas campales (verdaderas y simbólicas), “revueltas, rebeliones y, también, revolu-ciones, impulsadas”, como lo recuerda Rafael Rojas en su entrevista, “por un repertorio sumamente heterogéneo de actores: pueblos de indios, castas, élites criollas y mestizas, liberales gaditanos, lideraz-gos locales y regionales […]”. Para todos ellos se trataba de alcan-zar, principalmente, “la autonomía, es decir, el ejercicio propio de una soberanía política”.

Estos intentos, por variados que puedan parecer, se desenvolvie-ron en un espacio político único, cuyo progenitor es aquel “mundo” de comienzos del siglo XVII, donde “nunca se ponía el sol”, cuya capital, según el noble indio Chimalpahain Cuauhtlehuanitzin, era Roma y cuyo señor universal el rey del España (Felipe III, en sus tiempos)3. Es en este espacio, según Jaime Rodríguez O., que se habría radicado, desde el siglo XVIII, un “patriotismo americano” donde “los habitantes del Nuevo Mundo desarrollaron el sentido de su identidad única en el marco del mundo de habla hispánica”.

Desenredando el ovillo de las independencias de Iberoamérica, Rodríguez, en su artículo, no solamente desplaza nuestra mirada, en la senda de los trabajos pioneros de Nattie Lee Benson, hacia afuera, analizando sus conexiones con la invasión napoleónica, la revolución de España y su Constitución de Cádiz –la primera en el

mundo en otorgar sufragio (casi) universal masculino y en dar voz y representación a los pueblos de Iberoamérica–, sino también hacia adentro, del centro a la periferia, desde la Ciudad de México hasta los municipios de la Nueva España.

Empezamos por la expansión de la mirada hacia Europa –Es-paña no es el único país cuyos destinos están entrelazados con los de América. Como sugieren José Paradiso y otros autores, es im-posible pensar en la historia de Europa durante el extenso período que se extiende desde la así llamada creación del sistema de estados hasta las campañas napoleónicas sin tener en cuenta los propósitos y designios de cada actor respecto de América. Por otro lado, si es incontestable que las relaciones entre estados europeos son cruciales para crear las condiciones propicias para las luchas de independencia en América, igualmente indiscutible es que la posición de los países europeos respecto a América está muy vinculada con los juegos de equilibrio de poder intra-europeos. Sería entonces inadecuado expli-car el apoyo o el rechazo de uno u otro país a las luchas de la inde-pendencia sólo a partir del interés económico y comercial, y todavía más ingenuo vincularlos a una simple adhesión a los ideales de los independentistas.

Así, al tratar de explicar la oposición de Castlereagh a la inde-pendencia de los países de América del Sur, Paradiso considera prin-cipalmente la intención del Reino Unido de fortalecer la resistencia de la península ibérica a la invasión de Napoleón, que se concreta en 1808, cuando su hermano José ocupa el trono de España. El ob-jeto de las maniobras británicas es poner límites al diseño imperial francés para el continente europeo –y, quizás, a su posible extensión hacia aquel Nuevo Mundo que no casualmente, desde los tiempos de Napoleón III, se empezaría a conocer como América Latina4.

Entonces, como hemos tratado de hacer siempre en Puente@Europa, intentamos también en este número comprender Europa y América Latina desde una misma perspectiva. No podíamos dejar de lado a uno de los precursores de este método, Ruggiero Romano, cuya semblanza nos ofrece Alberto Filippi. El autor nos muestra cómo el gran historiador italiano empieza a mirar a Europa de una manera distinta solo después de acercarse a sus supuestos “márge-nes”, es decir, a América Latina. Nacen de este encuentro propuestas metodológicas novedosas, que no solo enriquecen sino que desa-fían viejos planteos epistemológicos y, con ellos, viejos esquemas ideológicos. No hay sujetos y funciones históricas en abstracto sino realidades complejas, tiempos distintos que se sobreponen. Si la deuda con las Annales es evidente, cabe rescatar que, en palabras de Filippi, es el “análisis concreto de las dimensiones temporales en los espacios euroamericanos” que lleva a Romano a “reconocer como fundamental para todas las ciencias del hombre la existencia de las formas reticulares y a-céntricas del saber histórico”. La summa de esta novedosa cartografía mental se encuentra en la Enciclopedia Ei-naudi, un desafío a la Treccani y a la misma Enciclopedia Británica.

Nosotros también, al desplazar nuestra mirada hacia el interior de los estados que van a conformar América Latina, intentamos se-guir varias raíces, temas transversales que tienen por único lema el de vincularse a la idea originaria de entender el poder como prácti-cas que ordenan, controlan, explotan, incorporan.

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Este número se abre, no por casualidad, con un panorama historio-gráfico donde Jaime Eduardo Londoño Motta problematiza el tema de la independencia en América Latina y, específicamente, de los cambios ocurridos en la historiografía colombiana sobre este tema. El autor nos lleva, en un desafiante recorrido, desde la historia de bronce, que intenta a canonizar a los próceres según agendas políti-cas nacionales, a las historias con enfoque económico y social (tam-bién nutridas de una agenda política, esta vez revisionista), a una historia política global, mas pegada a los hechos y a su complejidad, que tiene por objetivo insertar las vicisitudes de las independencias de América Latina en un proceso magmático que lleva al mundo his-pánico (y no solo a Iberoamérica) hacia la modernidad, un término que vuelve a aparecer una y otra vez en el número. El autor intenta, a través de algunas lectura sugerentes, complejizar aun más este con-cepto, tomando en cuenta las distintas temporalidades (de los hechos económicos, políticos y sociales, y militares), las soberanías sobre-puestas (la de los Habsburgo, la borbónica y la liberal) y las regiones subnacionales con vida propia.

Es un intento por reconstruir la trama polifónica del mundo, imposible de capturar en un relato lineal o en un enfoque único, sin peligro de traición, como lo muestra, con otros ejemplos pero con el mismo afán ético, Florencia Mallon en la entrevista que este número reproduce.

La tarea consiste, para ella, en tratar de incorporar las miradas ajenas a la historia tradicional (antropología, psicología, economía, etc.) y de desplazar el punto de vista del poder hacia sus resistencias, del centro al margen (como sugería, aun partiendo de otro planteo metodológico, Romano).

Y es así que con este número nos atrevemos a abordar dos com-plejidades distintas, que se entremezclan en la llegada de la moder-nidad a Hispanoamérica y vuelven más conflictivo este proceso. Por un lado, se encuentra aquella que recuerda Rafael Rojas siguiendo a Bolívar, de “un legado absolutista y estamental” que actúa “como un obstáculo para la constitución de nuevas ciudadanías libres e igua-les ante la ley”. Por el otro, la modernidad se enfrenta con muchas miradas ajenas, entre las cuales sobresale aquella indígena. A veces crítica, a veces amenazante, a veces inaudible, es, sin lugar a dudas, la que brinda un rasgo de extrema originalidad y dramatismo a las experiencias de muchos países de América Latina5 y sirve para echar luz sobre muchas trampas de las utopías modernizadoras.

De esta forma, Bartolomé Clavero analiza las constituciones americanas no tanto como documentos en los que “precipita” el pensamiento jurídico de una elite ilustrada que miraba hacia el norte (Estados Unidos) y al este (a un conjunto de pensadores que iban, como recuerda Paradiso, desde los neo-escolásticos españoles del siglo XVI a la ilustración francesa del siglo XVIII, pasando, quizás, por Giambattista Vico y Gaetano Filangeri, sin olvidar la antigua Roma republicana y virtuosa), sino como expresión de una especí-fica razón universal que lleva a una suerte de ceguera hacia todo lo que no se conforme con ella. Al ser diferentes del hombre “racional” inventado por los utilitaristas –que cuida su propiedad privada, per-sigue un interés “monetario”, requiere derechos civiles y políticos formalizados–, hay grupos de habitantes, mayoritarios en muchos

nuevos estados de América Latina, que no se pueden incorporar, di-rectamente, en el nuevo concepto de ciudadano. Necesitan una tutela que se le otorga no solo a cambio de “conversión religiosa” (como en los tiempos de la Colonia) sino, más importante, de una “trans-culturación jurídica”. Es así que, aunque se reconoce en algún caso su precedente dominio sobre “tierras baldías”, la forma jurídica que esto tiene que tomar es ahora la de la propiedad privada. Conceptos como la propiedad comunal quedan afuera de la mirada de las cons-tituciones, llevando a la “desaparición implícita” de las formas de vivir sociales, económicas y políticas que subyacían a la misma.

Así, la tesis liberal de la abolición de los privilegios del Antiguo Régimen a favor de una igualdad garantizada por la ley choca contra la realidad de lo sucedido. Si, en la visión de Alain Rouquié, esto se traduce en un “desafío desestabilizador” entre la “soberanía del pueblo”, como única forma de legitimación del nuevo poder y la vo-luntad de “transferir la suma de poder a una minoría criolla”, la aten-ción de Rafael Rojas en su libro y en la entrevista sobre el mismo, se centra más bien en otro dilema, aquel “entre homogeneidad jurídica y heterogeneidad cultural”, con el cual se enfrentaron muchos próce-res de América Latina.

Esa homogeneidad jurídica tiene un paralelo en la vocación ordenadora de la urbanística que marca el territorio de los nuevos estados y que remite, a su vez, a la visión utilitarista del hombre. La idea del homo oeconomicus se encuentra en la base de los proyectos disciplinantes y de control del territorio y de los ciudadanos –y es funcional a ellos. Fernando Aliata, en su trabajo sobre la reorganiza-ción urbana de los poblados rurales en la pampa, en un contexto de expansión de la frontera que se prolonga de los años ‘20 al período rosista, subraya cómo a la regularidad urbanística de sus trazados no le corresponde sólo un afán de estabilización de la frontera, sino de regulación social –para que “los moradores (de escasos recursos) […] aposenten su habitación en el pueblo inmediato”– y, lo que es una novedad importante, de explotación “racional” de la tierra.

Claro está que la cuestión de la fundación de pueblos, entendi-da como producción de un nuevo espacio social, no es prerrogativa de las nuevas repúblicas. Hay una nutrida tradición de normas y reglamentos que se refieren a este asunto y que conforman, muy tempranamente, el sistema jurídico español bajo el cual se ordenan, inventan y controlan los territorios conquistados. En 1573 se asiste a una primera incorporación de estas normas bajo un texto único, las Ordenanzas de descubrimientos, nueva población y pacificación de las Indias. Estos proyectos, al jerarquizar el espacio a partir de una central Plaza Mayor, no solo impartían direcciones no casuales a los flujos que habrían de vivificar dicho espacio, sino que “riflettevano un modello di vita ordinato, retto da principi di giustizia e di pace, sicuro, dove i traffici commerciali si svolgevano in tranquillità, e dove erano banditi gli omicidi, i sacrifici umani e l’antropofagia”6. Sin embargo, las ciudades, en aquellos tiempos de colonización tem-prana, tenían también la función fundamental de reducir la disper-sión de los poblados de los indígenas y, enriquecidas por prácticas funcionales al control de la población7, de garantizar la incolumidad de los colonizadores.

Los planificadores de los pueblos de la pampa le añaden a estas

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preocupaciones de orden interior y de seguridad exterior otras funda-mentales, de carácter “productivo”. Los nuevos pueblos, nos explica Aliata, surgen sobre la base de una convergencia importante entre las ideas fisiocráticas sobre la centralidad de la agricultura en el de-sarrollo del país y “el pensamiento de la ilustración virreinal”. Por eso los planes apuntan a garantizar la utilización racional de tierras despobladas o destinadas, hasta aquel entonces, sólo a la producción de cuero. Pero es en el proceso siguiente de constitución material del ejido, de configuración de instituciones para llevar a cabo el loteo y solucionar los pleitos, que el alcance de estas ideas toma su real sentido.

Finalmente, las minas, grandes protagonistas de la historia de América de Sur. Es interesante notar cómo es precisamente alrededor de las minas que se ejerce, en las palabras de Annick Lampérière, citada por Rodríguez, la imaginación de la Corona es-pañola para responder a las demandas de las comunidades locales y acorralar, al mismo tiempo, los pedidos de defensa de privilegios de los ciudadanos de México. Al final de un período de caída de la producción y desorden, entre los que se encuentra la gran huelga de Real del Monte de 1766, la Corona aprueba en 1776, a pedido de los mineros (transitados, como era la costumbre, a través de una Representación al rey), la creación de cuerpos representativos, o sea, diputaciones que no solo cuidaban sus intereses a nivel local, sino que enviaban representantes al Tribunal de la Ciudad de México para cuidarlos a nivel más alto y gestionar, entre otras instituciones, un Banco de Avíos. Es así que la Monarquía, en un período en el que se intensificaban los conflictos armados y aumentaban sus costos debidos a los cambios tecnológicos, logró ingresos importantes y un aliado crucial, otorgándole derechos de representación.

Es instructivo comparar estas instancias de representación tem-pranas con las vicisitudes posteriores en el campo de la minería. Nos

Notas

1 Garavaglia nos recuerda oportunamente que “[…] no todas las ex-periencias de construcción estatal de los primeros tiempos pudieron hacer frente a sus propias tendencias centrífugas y a los desafíos que presentaban las exigencias fiscales indispensables para sostener la continuidad de ese proceso en medio de las guerras de independen-cia. Es así como, en un camino sinuoso que solo se termina en 1902, con la separación de Panamá de Colombia, unos dieciséis estados in-dependientes se fueron consolidando durante el siglo XIX en lo que había sido Tierra Firme”; ver Juan Carlos Garavaglia, “El proceso de construcción del Estado en América Latina durante el siglo XIX”; el trabajo hace parte de la investigación comparativa State Building in Latin America, que involucra historiadores de muchos países de América Latina, desarrollado en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona con apoyo del European Research Council.2 Michel Foucault, Sécurité, territoire, population. Cours au Collège de France, 1977-1978, Paris, Gallimard/Seuil, 2004, esp. pp. 293-318.3 Serge Gruzinski, Les quatres parties du monde. Histoire d’une mondialisation, Paris, Editions de La Martinière, 2004, p. 27.4 Alain Rouquié, Amérique latine. Introduccion a l’Extrême-Occi-dent, Paris, Éditions du Seuil, 1987.5 Los números que brinda Richard Morse en su “The Heritage of Latin America” en Louis Hartz (ed.), New Societies. Latin America, South Africa, Canada, and Australia, New York, Harcourt, Brace and World, 1964 (p. 138), son los siguientes: en la América del Sur espa-ñola en 1825 hay 3.200.000 indígenas, 2.900.000 negros, mulatos y

encontramos enfrentados a la miradas críticas de los campesinos que, en el Perú estudiado por Mallon8, no rechazaban la innovación por sí misma, sino la modernización económica que, bajo la forma de las inmensas explotaciones en el campo minero llevadas a cabo por capitales extranjeros (por ejemplo, la fundición en La Oroya, tristemente conocida por su nivel de contaminación), producirían su “proletarización”9.

En las condiciones vigentes en la mega-minería de hoy, que es objeto del artículo de Mirta Alejandra Antonelli, los dueños, en su mayoría multinacionales extranjeras, tienen que cumplir con decá-logos de deberes formales, pero no tienen que buscar aquellos equi-librios políticos que, en su momento, habían obligado a los reyes de España a otorgarle representación y mejores condiciones materiales a los mineros bajo la Colonia.

Es así que, a través de fuertes vinculaciones de intereses con muchas autoridades centrales y locales, junto con un (ab)uso de la retórica desarrollista, parecen conseguir la posibilidad de actuar, de jure y no solo de facto, fuera del control de los habitantes de los territorios donde operan y contra las reglas de precaución más elementales en lo que se refiere el cuidado de los recursos naturales más preciosos, no solo del país sino de la tierra (el agua ante todo).

El tránsito de la utopía al desencanto, debido a la incapacidad de las fórmulas republicanas para contener la guerra civil y construir ciudadanía virtuosa, que Rojas pone en el centro de la biografía de los protagonistas de su libro, parece traducirse hoy en día en un nuevo tipo de decepción mucho mas abarcadora, donde la causa del pesimismo sería la incapacidad de la misma modernidad de satis-facer los anhelos de justicia que son el legado más duradero de los acontecimientos de hace doscientos años.

Comité Editorial Puente@Europa

mestizos y 1.400.000 blancos. Para México, Centroamérica y Antillas, las cifras de Morse son 4.600.000 negros, mulatos y mesti-zos, 4.500.000 indios y 1.900.000 blancos.6 Luigi Nuzzo, Il linguaggio giuridico della conquista. Strategie di controllo nelle Indie spagnole, Napoli, Jovine Editore, 2004, pp. 160-161.7 Por ejemplo, la ordenanza 142 establecía que los hijos de los caci-ques fuesen mantenidos en las poblaciones españoles no solo para educarlos de acuerdo a los valores de los ocupantes, sino para poder utilizarlos como rehenes en caso de revueltas o ataques a las pobla-ciones; Ibidem, pp. 162-163.8 Florencia Mallon, The Defence of Community in Peru’s Central Highlands. Peasant Struggle and Capitalist Transition, 1860-1940, Princeton, Princeton University Press, 1983. 9 Es notable ver cómo, tantos años después, mutatis mutandis, un observador agudo como Albert Hirschman enfatizara la existencia de este mismo afán en los campesinos del Valle del Cauca en Colombia y sobre esta base se enfrentara a las premisas teóricas que subyacían a la misión del canadiense (y ex funcionario del New Deal) Lauchlin Currie, enviado a fines de los años ‘40 a Colombia por el presidente del Banco Mundial John McCloy para contribuir a la modernización de país; Jeremy Adelman, “Pasajes: Albert O.Hirschman en America Latina”, en Carlos Altamirano (ed.), Historia de los intelectuales en América Latina, vol. II, Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo XX, Buenos Aires, Katz, 2010, pp. 652-681, esp. pp. 658-659.

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En su apología por la historia, meditación escrita en un campo de concentración durante la II Guerra Mundial, Marc Bloch

dedicó algunas de sus reflexiones al uso y sentido de la historia para los hombres y mujeres de su tiempo. Una de sus aseveraciones aún tiene vigencia: para este historiador francés, cada “vez que nuestras estrictas sociedades, que se hallan en perpetua crisis de crecimiento, se ponen a dudar de sí mismas, se las ve preguntarse si han tenido razón al interrogar a su pasado o si lo han interrogado bien”2.

Las conmemoraciones son una coyuntura en la que intelectua-les, políticos, líderes de opinión, ciudadanos, periodistas, empresa-rios, etc., se interrogan sobre el pasado e intentan delinear el futuro. Para Gianpasquale Santomassimo, lo que se pone en juego con sus intervenciones es el uso público de la historia, la construcción de la memoria pública, en la que los historiadores son un actor más, junto a otros protagonistas con mayor poder, los políticos y los medios masivos de comunicación3.

La INDEPENDENCIA, con mayúscula, figura en las represen-taciones sociales de la mayoría de colombianos en calidad de mito fundador de la nación. Esta imagen −asociada a historia patria− es construcción de la Academia Colombiana de Historia y de la inci-dencia de esta entidad en la educación primaria y secundaria durante gran parte del siglo XX. A pesar de los desarrollos de la historiogra-fía profesional en Colombia, y de la configuración de nuevas inter-pretaciones referidas a la emancipación de la dominación española, la historia patria, con sus héroes, batallas y grandes gestas, sigue reinando entre los colombianos. El Bicentenario es una de las coyun-turas privilegiadas para preguntarse por la forma en que se ha inte-rrogado al pasado; la pregunta ha sido planteada, las respuestas han sido múltiples, han sido plasmadas por los entes oficiales y privados en una serie de actividades que comprenden: actos conmemorativos, concursos, discursos, columnas de prensa, novelas en un canal de la televisión nacional, programas de radios, reedición de obras conside-

Los bicentenarios fueron diseñados en su origen como una conmemoración de la libertad política alcanzada en los campos de batalla […], un recono-

cimiento de la esencialidad del modelo liberal del Estado moderno y una reclamación de la necesidad de potenciar los sentimientos nacionalistas

(considerados en peligro ante los embates de la globalización). No obstante, la dureza de la crisis financiera internacional […] hizo que ante las resque-brajaduras del modelo de desarrollo existente (político, económico, social,

cultural) surgieran voces que se preguntaran hasta qué punto la libertad política alcanzada tras las guerras de independencia logró transformar las dinámicas plurales de las sociedades estamentales del Antiguo Régimen en verdaderas naciones con sentimientos unitarios y economías integradas. El

análisis histórico de la independencia cobró nueva importancia […] y los bicentenarios acabaron convirtiéndose (por ventura para el medio académi-

co) en espacios de reflexión en vez de meros actos patrióticos conmemora-tivos cargados a menudo de una combinación de orgullos nacionalistas con

ocultos complejos de culpa.

Pedro Pérez Herrero, 2010

radas clásicas, grafitis, pintas y esténciles en las paredes de muchas ciudades del país, escritos en medios de comunicación alternativos, eventos académicos de diverso orden y un sinnúmero de artículos en revistas especializadas y de libros de historiadores profesionales.

En este listado, que con seguridad es incompleto, pueden iden-tificarse tres posiciones: la primera, recupera, recrea y resignifica la versión de la historia patria; la segunda, cuestiona la INDEPEN-DENCIA como acto fundador de la nación colombiana y rechaza todos los rituales de celebración. Finalmente, la tercera es ambigua. En ella figuran los historiadores profesionales cuyo propósito es meramente académico, analizan el proceso de ruptura de la domina-ción española sin establecer relación alguna con el presente; en otros casos, combinan propósitos académicos con políticos; también en-contramos intelectuales y líderes de opinión que recogen la produc-ción académica para plantear sus respuestas. Con pocas excepciones, el pasado –los procesos sociales ocurridos en el tiempo– es interpre-tado en función de lo que Reinhart Koselleck denomina un presente futuro4. Se trata de un presente determinado por una promesa in-cumplida, resultado de la emancipación de la dominación española y de la construcción poscolonial del estado nación colombiano que no ha generado una sociedad cohesionada a partir de altos niveles de calidad de vida, equidad, reconocimiento, justicia, etc. –los colom-bianos son violentos, corruptos e indisciplinados socialmente, por solo mencionar algunos calificativos. El presente es futuro ya que los procesos sociales que pueden ocurrir en el tiempo venidero son pen-sados en términos ideales, para superar los factores o anomias socia-les que aquejan a la nación colombiana y “disfrutar” de un estado de bienestar nunca visto en el país.

La cuestión de las posiciones menos académicas y más políticas es la de reducir la INDEPENDENCIA a una serie de acontecimien-tos –20 de julio de 1810, batalla del Pantano de Vargas, 7 de agosto de 1819, batalla de Boyacá, patria Boba, congreso de Angostura,

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fechas de promulgación de constituciones, etc.–, perspectiva his-toricista cuyo legado recibieron los colombianos de la Academia Colombiana de Historia, desconociendo la multiplicidad de factores que operan en el proceso de emancipación de la dominación españo-la y la producción historiográfica sobre esta problemática.

Difícilmente, en la década que resta de la conmemoración del Bicentenario, pueda superarse la concepción de lo histórico que subyace en estos puntos de vista; sus defensores actúan en una pers-pectiva de presente futuro, en la defensa de sus intereses, explícita e implícitamente, terminan moldeando la memoria pública. Quizás, el único camino es una participación más activa y crítica de los histo-riadores profesionales e intelectuales más progresistas del país en los actos conmemorativos de los doscientos años de las independencias; no obstante, esto no es garantía para ponerle punto final al reinado de la historia patria –sus mecanismos de reproducción y perpetua-ción son más complejos de lo que usualmente se cree.

Paradójicamente, en el ámbito de la historiografía profesional colombiana, las historias patrias han sido superadas, pero aún no tenemos balances significativos sobre la pertinencia académica de los libros y artículos publicados en torno a la emancipación de la dominación española. En Colombia el análisis de las independencias es una de las historiografías sectoriales más dinámicas. Como es usual, en los momentos de efervescencia académica los historiadores reflexionan poco sobre su quehacer; esta es una tarea pendiente para los representantes de Clío en el país.

La reflexión que presentamos a continuación está inscrita en este contexto, hace parte de las publicaciones que circulan en torno a la conmemoración del Bicentenario y pretende efectuar un aporte al estudio de las independencias. Su objetivo es llamar la atención sobre algunas problemáticas derivadas de la ausencia de diálogos académicos entre dos enfoques teóricos y metodológicos que se ocu-pan del estudio del proceso de emancipación de la Nueva Granada de la dominación española. Nos referimos a lo que se ha etiquetado como las nuevas historiografías: de una lado, la política, y del otro, la económica e institucional.

Para alcanzar este propósito hemos dividido el escrito en cuatro partes. Las dos primeras están dedicadas a realizar, en una perspec-tiva historiográfica, visiones de conjunto, tanto de los estudios que se han ocupado de las independencias como los de la Nueva Historia Económica e Institucional; en la tercera, incluimos unas “observa-ciones generales”. Estas toman la forma de un contrapunteo entre algunas de las características generales de los trabajos abordados, que sirven para identificar la ausencia de diálogos fluidos entre los académicos colombianos en torno al problema de la emancipación de la dominación española. En ningún momento queremos efectuar un balance o estado de la cuestión referido a estos estudios, esta tarea obedece a otro tipo de iniciativas. En la cuarta parte, buscamos tentativamente algunos ejes problemáticos que puedan facilitar el diálogo entre estos enfoques conceptuales y propuestas metodológi-cas. Queremos subrayar que estos ejes son posibilidades a explorar en el futuro, no son problemáticas acotadas definitivamente. Son objetos de estudio en construcción. Por este motivo, decidimos no realizar conclusiones, considerando que están contenidas y se des-prenden de las afirmaciones desarrolladas a lo largo del trabajo.

I. De la independencia a las independencias: una visión de con-junto

Fernand Braudel define el acontecimiento como explosivo, detonan-te; echa “tanto humo que llena la conciencia de los contemporáneos; pero apenas dura, apenas se advierte su llama […] el tiempo corto, medida de los individuos, de la vida cotidiana, de nuestras ilusiones, de nuestras rápidas tomas de conciencia; el tiempo por excelencia del cronista, del periodista”5. Lo relaciona con lo que Paul Lacombe denominó historiografía de los acontecimientos o episódica; se trata de una temporalidad asociada por la mayoría de las generaciones

del círculo de historiadores franceses de Annales a la historiografía política, específicamente a las perspectivas epistemológicas deri-vadas del historicismo alemán. Como alternativa propusieron un nuevo quehacer para los historiadores, un enfoque más estructural: la historia económica y social, que pretendía abarcar la totalidad de las esferas del mundo social.

En Colombia y en América Latina la historia episódica y su én-fasis en el estudio del proceso de independencia ha sido asociado a lo que Mónica Quijada denomina el modelo interpretativo institucio-nalista6. Su configuración empieza con las interpretaciones iniciales de los patriotas y se fragua definitivamente en los siglos XIX y XX con las obras de las academias nacionales de historia. Este modelo ha sido dominante durante más de un siglo y ha servido como base de la construcción de la memoria pública de los estados nacionales latinoamericanos, constituyendo lo que Germán Colmenares ha denominado una “prisión historiográfica”7. La ruptura con esta inter-pretación −denominada por el historiador mexicano Luis González como la “historia de bronce”8−, se inicia con los procesos de institu-cionalización de la historiografía profesional; los nuevos historiado-res cuestionaron el “relato canónico”, el “consenso historiográfico”, la “versión hegemónica” de la historia patria, que asociaba la cons-trucción de la nación a la gesta de independencia, al enfrentamiento de dos bandos, los patriotas contra los realistas, disputa que tenían −en muchos relatos− en las revueltas anti fiscales de finales del siglo XVIII uno de sus hitos iniciales. La función de esta perspectiva no era muy distinta a la del siglo XIX:

1. Consagrar la “independencia como un acto históricamente necesa-rio e inevitable”; 2. Garantizar “la condición legal de los desarrollos institucionales a que aquella diera lugar”; 3. Sentar “las bases para el reconocimiento de la existencia de iden-tidades nacionales predeterminadas”9.

Las críticas de los historiadores profesionales al “relato canónico” de la independencia es una de las bases para la configuración del se-gundo modelo interpretativo propuesto por Mónica Quijada, autora que lo denomina como materialista y considera que a partir de él se construye una historia social de la independencia. Temporalmente se puede ubicar en las décadas de los años setenta, ochenta y parte de los noventa del siglo pasado. Sus cuestionamientos se focalizaban en la relación establecida en la tríada nación/pueblo- héroes-guerras de independencia10 y en la tesis o idea central que la articulaba: la independencia sería una “reacción lógica surgida de los sentimientos nacionalistas que se habrían ido configurando de forma progresiva a lo largo del período colonial […]; la nación habría precedido al Estado […]”. Quedaría asumida “la preexistencia de una comunidad identitaria que habría preparado la ruptura entre la metrópoli y las colonias”11.

Quijada asocia dicho modelo a la obra clásica de John Lynch, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-182612, en la que se vincula la emancipación a la “reacción de la clase criolla frente a la política de la metrópoli y en contra de ella”, se refiere a la incidencia de las reformas borbónicas y a la presencia de visitadores, intenden-tes y subdelegados procedentes de la península, quienes cuestiona-ron los espacios de dominación política y económica de los poderes locales en toda Hispanoamérica. Para muchos, con las nuevas reglas de juego se conforma un neo imperialismo o un neo colonialismo, el resultado es una coyuntura de tensión y conflicto en la que aflo-ran sentimientos pre-nacionalistas en los criollos. Con el trabajo de Lynch se abre la posibilidad de construir una historia social de la independencia, que cuestiona la tesis de la opresión del modelo ins-titucionalista y asocia la emancipación a la lucha de clases, “que en realidad no es una lucha de clases, sino un contexto social entendido como un gran mosaico socio-étnico estratificado, con una línea de demarcación que divide a los dominadores de los dominados” 13.

Las reformas borbónicas facilitaron el proceso de movilidad

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social de los dominados frente a los dominadores, la corona acor-dó privilegios a pardos y mestizos con el objetivo de debilitar los espacios de dominación política y económica a los dominados. La respuesta de los criollos fue apoyar las tendencias a la emancipación. Pero también la independencia fue un “principio reactivo inspirado por el miedo a una subversión popular de las etnias inferiores que, según las elites criollas, la Corona ya no controlaba”: nos referimos a lo que se ha denominado como la guerra de castas. Así, las causas de la emancipación de la dominación española no serían políticas sino sociales14.

La importancia e incidencia de la obra de Lynch es innegable, pero no puede considerarse como el único enfoque historiográfico que demuele el “relato canónico”. La crítica también fue jalonada por distintas corrientes del marxismo y de la teoría de la depen-dencia; además, Manuel Chust y José Antonio Serrano han identi-ficado cuatro vertientes de investigación que socavaron el modelo institucionalista: los estudios regionales, la historiografía social, la historiografía económica y su énfasis en el desempeño productivo de las economías de los siglo XIX y XX, y el desmonte al culto de los héroes.

La nación unificada en torno a la lucha contra la opresión y liderada por unos héroes dispuestos a dar la vida por la libertad em-pezó a fragmentarse. Las investigaciones orientadas por el modelo materialista visibilizaron las diferencias socio-económicas, étnicas, políticas y a los distintos proyectos políticos existentes en el ámbito regional. Los movimientos (revueltas) anti-fiscales del siglo XVIII dejaron de ser considerados como pre-insurgentes o antecedentes inmediatos de la emancipación. Los conflictos patriotas/realistas dieron paso a la inclusión de otras fuerzas y al reconocimiento de propuestas autonomistas.

La historiografía económica del período de transición del siglo XVIII al XIX rechazó los planteamientos de la ruptura y cambios profundos en los procesos de producción, distribución y consumo; como alternativa, defendió el argumento de las continuidades de la estructura económica. Las gestas de San Martín, Bolívar, Hidalgo, Francia, Artigas quedaron como evidencias de las narrativas his-toricistas de los historiadores tradicionales. El interés se centró en el análisis de las bases sociales de la insurgencia, en los contextos socio-históricos que posibilitaron el surgimiento de estos líderes y en el proceso de recepción, apropiación y desfase de las ideas que cir-culaban durante el proceso15. Con las “nuevas” problemáticas empe-zó a configurarse la noción de las independencias. Manuel Chuts y José Antonio Serrano sintetizan estos cambios en cuatro puntos:

1. Se ha producido una reducción del “foco” temático en el estudio de los grandes hombres, de los grandes héroes, o de los grandes libertadores. El tema ha sido “rescatado” –y creemos que ésta es la palabra precisa– por parte de la novela histórica, que ha recuperado la biografía como tema de análisis histórico. Héroes, con todo, que han dejado de ser “dioses” para aparecer más humanos. Estudio de los libertadores que también ha promovido el interés por el estudio de las heroínas.

2. Como hemos planteado anteriormente, la nación, su alumbramien-

to, ha dejado de ser el único referente para los historiadores. A ella se suman los procesos históricos, los sujetos sociales y los grupos regionales ocluidos durante demasiado tiempo por el manto nacio-nal. Surge el estudio de la región, sus movimientos particulares, su génesis, y lo hace en muchas de las ocasiones desde los parámetros antagónicos al nacionalismo triunfante, casi siempre de la capital. No es extraño que en un contexto de procesos autonomistas de algu-nas partes de América –Santa Cruz en Bolivia, Zulia en Venezuela, Guayaquil en Ecuador– coincidan en este tema de gestación de la nación explicaciones periféricas y singulares.

3. También notamos un especial decaimiento de las interpretacio-nes que trataban la independencia como una guerra de “liberación nacional”. Sin profundizar, es posible que pueda estar en relación con la desaparición de los movimientos guerrilleros –a excepción de Colombia– y su propuesta central de liberación nacional mediante la guerra de guerrillas, al igual que en muchos territorios de la América hispana doscientos años atrás. Tendremos también que relacionarlo con el auge –lo explicamos más adelante– de los procesos políticos democráticos de los ochenta y noventa, de los estudios históricos de los procesos electorales y el rescate del valor de la ciudadanía.

4. La tesis de John Lynch sobre el “neo imperialismo” como explicación de las independencias ha sido cuestionada por estudios empíricos que demuestran que las reformas carolinas fueron más permeables de lo que se interpretó16.

Finalmente, el tercer modelo interpretativo, denominado por Mónica Quijada como político, se empieza a configurar en las últimas déca-das del siglo XX y en el primer decenio del nuevo milenio. François-Xavier Guerra y Jaime Rodríguez O. son reconocidos como los ges-tores del modelo, construcción realizada desde perspectivas distintas que confluyen. Sus problemáticas ya habían sido abordadas en el pasado por otros historiadores, pero a “ellos se debe el desarrollo, estructuración y difusión de un modelo completo que asumió esos procesos como foco de atención axial e irreversible en los estudios sobre las independencias”17.

Coyunturalmente, podemos incluir en este corpus bibliográfico, mientras terminan por configurar un cuarto modelo, algunos de los estudios construidos en la perspectiva poscolonial y subalterna. El aporte de Guerra es la incorporación de los debates franceses en torno a lo político, el de Rodríguez es el de situar “las revoluciones del mundo hispánico al mismo nivel que las restantes revoluciones atlánticas, señalando la generalización de la influencia de Cádiz a la mayoría de los ámbitos hispanoamericanos”18.

La imbricación de lo político con la inclusión de las indepen-dencias en un proceso más vasto, el de las revoluciones en el mundo Atlántico de la segunda mitad del siglo XVIII, viene generando el uso de nuevos enfoques metodológicos, de marcos conceptuales y problemas de investigación que indagan las coyunturas de ruptura en las primeras décadas del siglo XIX y temporalidades más amplias, de mediana e inclusive de larga duración. El resultado de este esfuer-zo intelectual es la identificación de un “multifacético proceso de cambios” en la esfera de la legitimación política, transformaciones

El resultado del proceso de institucionalización de la historiografía profesio-

nal en Colombia fue el cuestionamiento a las narrativas hegemónicas sobre

los procesos de independencia y el distanciamiento o pérdida de interés de

los historiadores profesionales por esta problemática y, en general, por la

historiografía política.

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complejas y heterogéneas, que tienen por eje “la creación y recupe-ración, definición e incluso, a veces, resemantización de una serie de elementos, los cuales podríamos concentrar en tres grandes nociones estrechamente vinculadas entre sí: soberanía, legitimación y repre-sentación”19. El inventario de las problemáticas abordadas a partir de esta propuesta es inmenso, las preguntas indagan por una amplia va-riedad de cuestiones: las sociabilidades políticas, el espacio público, la ciudadanía, las elecciones, las identidades políticas, la soberanía, el republicanismo, las representaciones tanto las colectivas como las políticas, los imaginarios, la prensa, los rituales, símbolos, mitos, monumentos, discursos, etc.

En Colombia las primeras generaciones y cohortes de historiadores profesionales legitimaron su quehacer académico cuestionando las perspectivas epistemológicas del modelo interpretativo instituciona-lista defendido por la Academia Colombiana de Historia. Las críticas se centraron en la exégesis de la independencia asociada a la histo-ria de bronce, con sus héroes, batallas y grandes gestas. Para Jorge Orlando Melo, la ruptura, además del ámbito político, comprendía el metodológico y el temático; ruptura política, porque “casi la tota-lidad de historiadores recién formados tenían perspectivas políticas de izquierda”, metodológica, porque “se adoptaban instrumentos de análisis derivados de sistemas conceptuales como el marxismo, en primer término, y, en menor grado, aspectos de la teoría económica y sociológica”, y ruptura temática, porque “la mirada se dirigía aho-ra hacia sectores sociales antes ignorados, como los indígenas, los campesinos o los obreros y hacia áreas poco investigadas como la economía y el conflicto social”20.

El resultado del proceso de institucionalización de la historio-grafía profesional en Colombia fue el cuestionamiento a las narra-tivas hegemónicas sobre los procesos de independencia y el distan-ciamiento o pérdida de interés de los historiadores profesionales por esta problemática y, en general, por la historiografía política. Entre la década de los años sesenta y principio del decenio de los noven-ta, se escribió muy poco en torno a esta temática, con la excepción de los libros de Javier Ocampo López, El proceso ideológico de la emancipación: las ideas de génesis, independencia, futuro e integra-ción en los orígenes de Colombia21 , de John Leddy Phelan, El pue-blo y el rey. La revolución comunera en Colombia, 178122 y algunos artículos referidos a las revueltas anti-coloniales, a los procesos de emancipación en algunas regiones de la Nueva Granada y a la parti-cipación popular en los movimientos de independencia.

La publicación de los libros de Margarita Garrido, Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo reino de Granada, 1770-188523, Anthony McFarlane, Colombia antes de la independencia24 y Alfonso Múnera, El fracaso de la nación. Región, clases y raza en el Caribe Colombiano (1717-1810)25, puede defi-nirse como la coyuntura que denotó el regreso de la independencia en calidad de problemática legítima de los historiadores colombia-nos. De igual forma, en el ámbito nacional empezaba a percibirse el retorno de la política y lo político como historiografías sectoriales reconocidas por los representantes de Clío.

Hay que relacionar estos retornos y regresos con los procesos de recepción, apropiación y desfase de las “nuevas” perspectivas epistemológicas de las ciencias sociales y de la historiografía; soció-logos, antropólogos, historiadores, politólogos, y algunos psicólogos y economistas cuestionaron los regímenes de verdad derivados de la concepción moderna de ciencia, de la búsqueda de cientificidad ligada al método hipotético deductivo y de los enfoques estructural y funcionalista. Como alternativas, abogaron por orientaciones inter-pretativas, por el estudio de las subjetividades y por el uso de marcos conceptuales híbridos o heterodoxos.

La historiografía económica y social, con su prevención totali-zadora, fue cuestionada y empezaron a configurarse otras problemá-ticas. El interés por la historiografía económica decayó y este campo de estudios sectoriales pasó a un segundo plano. Estos cambios no pasaron desapercibidos para algunos de los representantes más re-

conocidos de las generaciones pioneras de la Nueva Historia de Co-lombia. No obstante, sus cuestionamientos no generaron una amplia polémica.

En las últimas décadas, la historiografía política y los estudios históricos referentes a la emancipación han experimentado un im-portante nivel de crecimiento, medido en términos del número de publicaciones –libros y artículos de revistas–, eventos académicos y actividades de extensión y divulgación. La conmemoración del Bicentenario ha sido central en la reactivación e incremento de esta problemática. En los nuevos análisis la noción de independencia fue cuestionada y en su lugar emergió la de las independencias. De igual forma, en este lustro la historiografía económica ha empezado a recuperar parte de la dinámica perdida en los decenios anteriores, proceso liderado por economistas, quienes se han distanciado del marxismo, de la teoría de la dependencia y de los enfoques de las Annales. En su lugar han privilegiado la Nueva Historia Económica e Institucional, especialmente en la vertiente norteamericana.

Es prematuro emitir juicios referentes a las fortalezas y debili-dades de estos trabajos; para ello es necesario efectuar balances o estados de la cuestión historiográficos que den cuenta de su perti-nencia académica y que no se reduzcan a un inventario de temáticas y problemáticas. Con base en la operación historiográfica propuesta por Michel de Certeau, se trataría de analizar el lugar social de su producción, las prácticas de investigación y la escritura historiográ-fica que se deriva de ellos26. Tarea exigente que todavía no es asumi-da por los historiadores colombianos. La apretada agenda de la cele-bración del Bicentenario impide altos en el camino. Quizás, cuando el humo de las celebraciones empiece a disiparse, los representantes de Clío en el país asuman esta labor. Con este argumento, no desco-nocemos los esfuerzos realizados por algunos colegas, no obstante consideramos que estos artículos son aproximaciones iniciales fruto del boom por abordar las independencias, no responden a proyectos de largo aliento en torno al devenir de los estudios históricos en Co-lombia.

II. La Nueva Historia Económica e Institucional

En los últimos años la historiografía económica colombiana ha empezado a recuperar parte de la dinámica pérdida en las décadas anteriores. En los “nuevos historiadores económicos”, o mejor, los “economistas historiadores” se percibe un distanciamiento explícito de los enfoques usados por los pioneros y primeras generaciones de la Nueva Historia de Colombia -nos referimos al marxismo, a la teoría de la dependencia y a la noción de totalidad, asociada a la historia económica y social impulsada por el círculo de historiadores franceses de las Annales27.

Este alejamiento se traduce en la utilización explícita de la teo-ría económica, de la teoría del desarrollo, del neo institucionalismo, de la cuantificación y de modelos econométricos28. El trasfondo de los estudios de lo que se ha llamado la Nueva Historia Económica es la problemática en torno a las diferencias de ingresos entre países. Específicamente, se buscan hipótesis para explicar el atraso econó-mico de América Latina, comparado con los niveles de desarrollo de la economía norteamericana. Las respuestas incluyen, además de la perspectiva económica, variables que incorporan otras esferas del mundo social como la política y la cultura. De igual forma, in-tentan identificar un “origen”, un punto de inflexión que marque el despegue definitivo de la economía de los Estados Unidos frente a la latinoamericana. No hay un consenso en las hipótesis planteadas en torno a las causas del “atraso”: temporalmente, unos autores se re-montan al proceso de conquista, otros al siglo XVIII y a las reformas borbónicas, algunos se concentran en el siglo XIX y le dan peso al proceso de emancipación de la dominación española.

Tampoco hay acuerdos respecto al factor o factores generado-res del “rezago” económico: el énfasis ha recaído en la dotación de factores, en las instituciones legadas por España comparadas con

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las reglas de juego de los territorios colonizados por los ingleses, en la mortalidad de los colonizadores y su incidencia en los primeros asentamientos, en los sistemas productivos e institucionales, parti-cularidad que se prolongó −persistió− a lo largo del tiempo, en los tipos de derechos de propiedad establecidos, en las modalidades de asentamientos y de colonias derivadas del clima, de la geografía y de la mortalidad, entre otras29.

Los artículos de Salomón Kalmanovitz referidos al nuevo insti-tucionalismo, su libro Agricultura colombiana en el siglo XX30 −en coautoría con Enrique López−, la obra de Álvaro Pachón y María Teresa Ramírez, La infraestructura del transporte en Colombia durante el siglo XX31, la organización efectuada por el Banco de la República de tres seminarios internacionales dedicados a la historio-grafía económica del siglo XX, de la centuria del XIX y de la Co-lonia, la publicación de dos volúmenes con los trabajos presentados en estos eventos, el de James Robinson y Miguel Urrutia, Economía colombiana del siglo XX. Un análisis cuantitativo32 y el de Adolfo Meisel Roca y María Teresa Ramírez, Economía colombiana del siglo XIX33, y la compilación de Salomón Kalmanovitz, La nueva historia económica de Colombia34, representan el punto de ruptura con los enfoques conceptuales y metodológicos de los historiadores económicos de las décadas de los años sesenta, setenta y ochenta.

Como en el caso de los estudios referidos a las independencias, aún no tenemos balances historiográficos respecto a la incidencia de los nuevos estudios históricos en economía. La excepción es un acer-camiento general realizado por Adolfo Meisel Roca, quien responde a las críticas a los historiadores colombianos efectuadas por Jesús Antonio Bejarano y en las conclusiones hace un llamado a estable-cer “puentes de comunicación intelectual” y define esta tarea como “uno de los retos principales que deben enfrentar quienes aspiren a escribir la nueva historia económica de Colombia”.

Algunos de los representantes de la Nueva Historia Económica e Institucional –que también son reconocidos como integrantes de la “vieja” historia económica y social− han abordado el desenvol-vimiento económico de la Nueva Granada en la segunda mitad del siglo XVIII y durante las independencias. Así por ejemplo, Salomón Kalmanovtiz, con base en la información de los diezmos colectados, en contraposición a la tesis de los historiadores económicos y socia-les que definían el período colonial en términos de opresión política y postración económica, defiende la idea de un “fuerte crecimiento económico en la última fase colonial”35. Este incremento estaría lide-rado por la economía minera y agrícola, que se interrumpiría a partir de 1808 por el proceso de las independencias.

Las reflexiones de Kalmanovitz referentes a la emancipación de la Nueva Granada de la dominación española están inspiradas en:

1. El artículo de Douglas C. North, William Summerhill y Barry R. Weingast, “Orden, desorden y cambio económico: Latinoamérica vs. Norte América” y algunos de los planteamientos del libro de Douglas C. North y Robert P. Thomas, El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia económica (900-1700), trabajos en los que se analiza y compara, de una parte, los casos de Estados Uni-dos y América Latina, y, de la otra, los de Holanda e Inglaterra con España, Italia y Portugal36;

2. El debate referido a los costos y beneficios de la independencia, en el que “participa, distanciándose”, con base en el caso colom-biano, de las posiciones de Leandro Prados de la Escosura y Rafael Dobado y Gustavo Marrero.

Para Kalmanovitz el crecimiento económico de finales del período colonial “se tornó negativo posteriormente por la interrupción del comercio, las cruentas guerras de independencia, el deterioro del es-clavismo y el estancamiento del comercio internacional hasta 1850”. Estos problemas no fueron resueltos por los primeros gobiernos de la nueva República. Así, “la independencia inauguró un largo pro-ceso de inestabilidad política que resultó costoso para la sociedad,

aunque fue organizando una serie de reformas fiscales y legales que algo la modernizaron”. Con la emancipación colapsó el sistema es-clavista y entraron en recesión las zonas mineras de la costa Pacífica y con ellas las unidades productivas ubicadas en el valle geográfi-co del río Cauca y en los alrededores de la ciudad de Popayán. El Caribe colombiano involucionó económicamente, en esta región la esclavitud también entró en crisis, Cartagena perdió el situado fiscal y la reconquista arrasó con la unidades productivas dedicadas a la agricultura y la ganadería. De igual forma, las cifras evidencian gra-dos de des-urbanización en todo el país, perdiendo además el sector exportador los circuitos de intercambio con Cádiz37.

Los costes y los beneficios de la independencia son relacionados por Kalmanovitz para determinar si el “desmonte de una organiza-ción económicamente ineficiente, basada en el monopolio y privados sobre la producción y el comercio, produjo suficientes beneficios a largo plazo que justificaran los costos de la empresa”. El beneficio es asociado a la tarea de “erradicar” buena parte del orden social imperante durante el período colonial: “un sistema de castas separa-das legalmente, relaciones sociales de servidumbre y de esclavitud, monopolios de comercio y de los bienes más transados en la socie-dad colonial y, no menos, una tributación excesiva que incluía los diezmos, que financiaban el culto”. La respuesta es que los costos de la emancipación fueron muy altos, el más importante siendo “la pér-dida del orden político que sostuvo al imperio español de ultramar por más de tres siglos”. En el ámbito económico, representó “seis décadas pérdidas y cuatro de crecimiento positivo, siendo los perío-dos 1800-1809 y 1850-1886 de expansión económica. En el resto del siglo hubo contracción del PIB por habitante”38. De igual forma, el autor identifica fisuras sociales que redundan en costos económi-cos, la pérdida de vidas humanas, de enseres y animales, producto del paso de los ejércitos en contienda y su demanda permanente de soldados, enseres y avituallamiento. El mayor y único beneficio fue en el ámbito fiscal, en cuanto los impuestos fueron reducidos, entre ellos, el diezmo. En conclusión, el proceso de emancipación ayudó a delinear un nuevo país, “donde perdieron importancia las regiones de Popayán y Cartagena, que se contrajeron primero, para estancarse después; se estancó también Santander, cuya artesanía competirá contra las importaciones, mientras que ganaron Antioquia –con su minería y su dinámica colonización del occidente del país– y Cundi-namarca, la cual siguió siendo una despensa agrícola y ganadera, y centralizó las rentas del país después de 1886”39.

El trabajo de Adolfo Meisel Roca también se inscribe en la re-flexión referente a los costos y beneficios de la independencia, pero no reduce su trabajo exclusivamente a esta esfera, considerando que la cuestión es “relevante para las discusiones contemporáneas sobre el desempeño económico de Colombia en el largo plazo, y en espe-cial para la discusión de los orígenes del rezago económico relativo en el contexto internacional”, disputa que comprende las tesis defen-didas por Leandro Prados de la Escosura, Daron Acemoglu y John Coastsworth para el caso mexicano.

Como Kalmanovitz, Meisel Roca considera que la “economía de la Nueva Granda […] se ampliaba de forma vigorosa antes de la independencia, la carga fiscal cobrada por la Corona a sus habitantes también aumentaba a través del tiempo”, lo que impidió que el cre-cimiento de la economía se reflejara en “mejoras sustanciales en la calidad de vida de los neogranadinos”40.

Meisel relaciona los costos de la independencia con la destruc-ción de los factores de producción, del “capital humano”, sin dis-tingo social alguno; “de la estructura productiva, capital financiero, haciendas, cultivos, ganado, como consecuencias de las acciones, el tránsito de tropas, la emigración y la inestabilidad institucional”. Las instituciones económicas, específicamente el régimen monetario, también fueron devastadas; asimismo, se perdió la seguridad de los derechos de propiedad y las redes comerciales existentes. Finalmen-te, el país se endeudó para financiar la guerra y asegurar los procesos de emancipación41.

La mayoría de los beneficios de la independencia fueron perci-

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bidos en el largo tiempo y sólo unos pocos fueron inmediatos, siendo uno de estos la eliminación de los tributos coloniales, otro la posibi-lidad de establecer relaciones comerciales con otras naciones, como Inglaterra y los Estados Unidos. En conclusión, “los costos fueron en su mayoría inmediatos. Una excepción fue la inestabilidad políti-ca y en las reglas de juego, incluso en el campo económico, lo cual se sintió a lo largo de casi todo el siglo XIX”.

Los beneficios, primero y principal, la apertura del comercio exterior, ocurrieron gradualmente. Fue “solo hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando los beneficios de la Independencia comenza-ron, poco a poco, a superar sus costos. Para ello resultó vital el au-mento de las exportaciones. Pero es a partir de las primeras décadas del siglo XX […] que se vieron los mayores beneficios y que estos llegaron a la mayoría de la población”. Con la emancipación de la dominación española se abrió la posibilidad de “escoger las reformas que necesitaba el país”, cambios relacionados por el autor al régi-men de tierras, a la movilidad de la mano de obra y de capital, “que despejaron el camino para insertarse en la economía mundial con el café”42.

III. Historiadores políticos y economistas historiadores: un diá-logo de sordos

En los trabajos referidos a las independencias algunos historiadores incluyen la dimensión económica, pero como información que les permite contextualizar su objeto de estudio. Igual acontece en los nuevos estudios de historiografía económica e institucional referidos a la emancipación; la política y lo político son incorporados, pero no hay mayores desarrollos de este ámbito del mundo social, a pesar de la importancia que le otorgan en las declaraciones de principios que efectúan en las introducciones de sus escritos y en el énfasis que po-nen en la cuestión de las instituciones sus explicaciones del proceso.

Estos estudios son construidos con base en los enfoques y meto-dologías de historiografías sectoriales específicas y no son sensibles a las perspectivas interdisciplinares entre ciencias económicas e his-toriografía. El diálogo de algunos de los académicos que abordan las

independencias está orientado hacia otros campos del saber, como la antropología, la sociología, los estudios subalternos y poscoloniales, la ciencia política, entre otros. En los economistas historiadores de la emancipación no se percibe el propósito de dialogar con otros sabe-res disciplinares de las ciencias sociales, establecer “conversaciones” y “debates” con algunos de los representantes más reconocidos en el campo de la nueva historiografía económica y empresarial.

La ausencia de diálogo de los historiadores economistas no es únicamente con las ciencias sociales y la historiografía, también cobija lo que podemos llamar las obras clásicas de la historiografía económica de Colombia, efectuadas antes de la década de los años noventa; nos referimos a los libros de William P. McGreevey, Histo-ria económica de Colombia, 1840-193043, de José Antonio Ocampo, Colombia y la economía mundial, 1830-191044 y de Salomón Kal-manovitz, Economía y nación. Una breve historia de Colombia45. Una conversación con las interpretaciones de estos autores abriría la posibilidad de matizar y fortalecer sus explicaciones, especialmente las referidas a los beneficios de la independencia, y les permitiría decantar mejor su objeto de estudio.

Los trabajos más importantes sobre las independencias en la Nueva Granda desde los modelos interpretativos materialista y po-lítico son el resultado de investigaciones para tesis doctorales. Sus autores estudiaron en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, España, Colombia. Sus objetos de estudio comprenden tanto la totalidad de la Nueva Granada, como territorialidades regionales y locales; sus explicaciones están respaldadas por trabajos documentales, hay dis-tintos enfoques teóricos y estrategias narrativas y un diálogo con la bibliografía nacional e internacional.

Por el contrario, los estudios reseñados referidos a los costes y beneficios económicos de la emancipación neogranadina pueden definirse como aproximaciones iniciales a esta problemática, no necesariamente relacionadas con proyectos de investigación de largo aliento, sino con iniciativas coyunturales; en algunos casos, fruto de la difusión de las perspectivas de la Nueva Historia Económica e Institucional, y, en otros, reflexiones personales. Esta particularidad se refleja en la calidad de la información utilizada en estos trabajos; algunas de las afirmaciones no son sustentadas de manera pertinente, especialmente las que corresponden a aspectos cualitativos. En lo que atañe al uso de herramientas cuantitativas, aún no se ha abierto el debate en lo referente a la calidad de las series y a las magnitudes que se desprenden de ellas. En general, se nota la ausencia de releva-mientos, sistematización y análisis documentales de largo aliento.

Uno de los aportes más significativos de la historiografía eco-nómica y social colombiana ha sido el énfasis en los estudios regio-nales. Los historiadores que han abordado las independencias en la última década no han olvidado estas contribuciones y la importancia de sus trabajos reside en el estudio de la emancipación en este tipo de territorialidades. Los economistas historiadores que se ocupan de los costes y beneficios de la independencia han olvidado esta perspectiva. En sus trabajos hay referencias a regiones específicas, pero esto no puede asumirse como el interés explícito por analizar e interpretar este proceso en la dimensión regional. En este punto, nos encontramos ante dos retos para los estudios históricos en Colom-bia. Los historiadores de las independencias están compelidos a la construcción de síntesis que integren las múltiples facetas que han construido de lo regional; de otro lado, los economistas historiadores deben incorporar la variable región a sus estudios, dado que sin esta perspectiva sus planteamientos perderán capacidad explicativa.

Estas diferencias son producto del proceso de institucionali-zación de los estudios históricos en Colombia. La recepción, apro-piación y desfase de los enfoques teóricos y metodológicos de las perspectivas cualitativas fueron más dinámicos que los de la Nueva Historia Económica e Institucional. ¿Qué explica esta particulari-dad? Las respuestas han retomado los factores utilizados en la com-prensión de los debates y cambios epistemológicos que cuestionaron la noción de ciencia moderna relacionada con el método hipotético deductivo y su incidencia en las ciencias sociales. Para algunos fue

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una cuestión de moda y facilismo; otros consideran que fueron los cambios abiertos por la descolonización, el posterior mayo del ‘68, la crisis económica de los años setenta, la caída del muro de Berlín, entre otros acontecimientos, que pusieron el punto final a lo que se conoce como los grandes metarelatos. No tenemos un estudio espe-cífico para el caso colombiano. Con seguridad, las coyunturas inter-nacionales tienen una incidencia significativa, a lo que agregaríamos un aspecto adicional.

Efectivamente, los enfoques teóricos y metodológicos que he-mos asociado a lo cualitativo empiezan a circular en la historiografía colombiana en una coyuntura en la que los historiadores económi-cos más representativos salen de la academia a desempeñar cargos en entidades públicas y privadas y, en otros casos, mueren. En este contexto, no se formó una generación de recambio y los estudiantes en los pregrados y posgrados reciben hoy directamente, apropian y desfasan, las nuevas propuestas historiográficas. La historiografía económica y social, el marxismo y la teoría de la dependencia per-dieron dinámica; ya no cuentan con representantes connotados y son fácil blanco de las críticas epistemológicas que sirven para legitimar el advenimiento de las formas más recientes de hacer historia en el país. Una nueva generación de intelectuales legitima sus lugares de enunciación, sus prácticas de investigación y géneros narrativos.

Los nuevos estudios de historiografía económica e institucional abren nuevos retos a los historiadores colombianos, pero también a los economistas historiadores, desafíos orientados a impedir que se siga presentando lo que Alexander Betancourt ha denominado la coexistencia de diferentes corrientes historiográficas que responden a distintas formas de escritura de la historia y “cohabitan en los es-pacios institucionales y públicos como tendencias excluyentes […] sin dialogar entre sí”. Responden a “proyectos académicos y polí-ticos, que si bien no comparten los ‘modos’ de escribir la historia, convergen en ciertos puntos de partida que todavía esperan esclare-cimientos y, sobre todo, que se hagan evidentes a través del ejercicio historiográfico”46.

El análisis de las independencias es una de las innumerables problemáticas para buscar sendas de intercambio académico, o me-jor, para reactivar una relación más o menos fluida en las primeras décadas del proceso de institucionalización de la historiografía pro-fesional colombiana. Tanto los modelos interpretativos materialista y político como los enfoques históricos de la economía institucional tienen puntos de contacto que posibilitan la construcción de objetos de investigación, cuyas respuestas ofrecerían una mejor comprensión de la emancipación de la dominación española y de la configuración poscolonial del estado nación en la Colombia decimonónica.

IV. En búsqueda de objetos de estudio para dialogar

En su quehacer académico los historiadores profesionales colom-bianos demolieron la interpretación referente a la independencia construida por la Academia Colombiana de Historia e inspirada en el historicismo. La emancipación de la dominación española dejó de ser un proceso excepcional circunscrito a las primeras décadas del siglo XIX, a una serie de grandes fechas, hechos y acciones he-roicas. En su lugar, se han configurado una serie de interpretaciones

que han delineado un cuadro multifacético de este proceso47. La noción de independencias ilustra los resultados de las nuevas pers-pectivas de análisis. En los estudios efectuados a partir de finales de la década de los años sesenta y hasta el presente (nos referimos a la producción historiográfica que hemos relacionado con los modelos interpretativos materialista y político, y con las distintas concepcio-nes epistemológicas que han articulado la historiografía económica –marxismo, historia económica y social, teoría de la dependencia, neo institucionalismo, etc.), se ha configurado una serie de ejes pro-blemáticos que son centrales en la construcción de objetos de estudio que dinamicen los diálogos entre la historiografía política y la nueva historiografía económica e institucional.

Estos ejes problemáticos no son producto único y exclusivo de los historiadores colombianos, están relacionadas con los procesos de recepción, apropiación y desfase de los enfoques teóricos y meto-dológicos dominantes en los centros hegemónicos de producción de conocimiento, tanto en Colombia como en América Latina.

El primer eje es el abandono de las interpretaciones particu-laristas y localistas de la Academia Colombiana de Historia y la inclusión de las independencias en un contexto socio-histórico más amplio. La independencia de la América española –y, dentro de ésta, de la Nueva Granada– hace parte de un proceso de cambio “que se dio en el mundo atlántico durante la segundad mitad del siglo XVIII y los primeros años del XIX”, específicamente de la “revolución del mundo hispánico y de la disolución del Imperio español en América. La independencia no fue un movimiento anticolonial sino parte de una revolución política como del rompimiento de un sistema político mundial”48. Ésta fue la ruptura que agenció la transformación de las monarquías en democracias, de los súbditos en ciudadanos. Estos cambios han sido relacionados por François-Xavier Guerra a la configuración de una modernidad política, asociada al “hombre indi-vidual, desgajado de los vínculos de la antigua sociedad estamental y corporativa”, a “la nueva sociedad, una sociedad contractual, surgida de un nuevo pacto social” y, finalmente, a “la nueva política, la ex-presión de un nuevo soberano, el pueblo, a través de la competición de los que buscan encarnarlo o representarlo”49.

El segundo eje problemático es el uso y combinación de di-ferentes temporalidades –tiempo largo, tiempo medio y tiempo corto– que necesariamente no están ligadas única y exclusivamente a la propuesta braudeliana. Para el caso colombiano, en el trabajo de Meisel hay referencias a la mediana duración, pero el escrito no está desarrollado en esta perspectiva. En su balance historiográfico, Pedro Pérez Herrero relaciona los tiempos largos al estudio de los aspectos económicos y sociales, al análisis del “punto de inflexión entre los siglos de la época colonial y los de la independiente”. Los tiempos medios son asociados a los aspectos políticos, con especial referencia a las ideas, que cronológicamente corren del final del si-glo XVIII a mediados del siglo XIX. El corto tiempo compete a los asuntos de “militares-estratégicos con una abundante profusión de datos biográficos”50.

El tercer eje problemático es el territorial, específicamente la perspectiva regional. En esta dirección, Jaime Rodríguez O. cons-truyó un modelo para la América española que puede apropiarse y desfasarse para la Nueva Granada. El autor divide las posesiones de España en América en cuatro áreas generales. La primera está inte-

[...] las independencias de Hispanoamérica, y por tanto de la Nueva Grana-

da, son un punto de inflexión del proceso de configuración de la modernidad

política en el mundo Atlántico que se remonta a la segunda mitad del siglo

XVIII y que se extiende hasta el presente.

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grada por las principales regiones. Se trata de la parte central de la Nueva España, Guatemala, Nueva Granada, Quito, Perú y Alto Perú, con sistemas económicos complejos, que incluían “variadas formas de agricultura, diferentes tipos de manufactura en centros urbanos (por ejemplo, obrajes textiles y otros tipos de producciones artesana-les) e importantes centros mineros”.

La segunda región comprende partes de Nueva Galicia, algunas aéreas de América Central, Chile y del Río de la Plata, que, econó-micamente, están dedicadas a la producción agropecuaria orientada al abastecimiento de las “regiones manufacturero-mineras más desa-rrolladas”.

De la tercera región hacen parte las áreas tropicales de Cuba, Puerto Rico, Venezuela, partes costeras de Nueva Granada, Guaya-quil y algunas regiones de la costa peruana, zonas con plantaciones agrícolas, cuya producción se orientaba hacia el mercado de exporta-ción tanto europeo como americano. “Nueva España poseía también regiones tropicales de importancia: Veracruz y la tierra caliente del Pacífico. Pero parece que estos lugares se integraron a la economía más amplia del virreinato”.

Finalmente, la cuarta región era la fronteriza, conformada por las provincias internas de la Nueva España, las partes sureñas de Chile y del Río de la Plata, la Banda Oriental y Paraguay. Su función era de amortiguación entre “las aéreas pobladas y los indios nóma-das, así como entre otros imperios europeos”51.

En lo que atañe al territorio de la Nueva Granada, Jaime Rodrí-guez O. lo ubica en dos de las regiones en las que divide el territorio de la América española, particularidad que, unida con las diferencias en la estructura socioeconómica y con algunas de las problemáticas de la nueva historia económica e institucional, posibilita la construc-ción de objetos de estudio que exploren vías distintas a las actual-mente recorridas por los académicos colombianos que se ocupan de historiar la emancipación de la Nueva Granada de la dominación española. En este punto, es importante recordar una de las premisas que guió el quehacer historiográfico de las primeras generaciones y cohortes de historiadores profesionales colombianos. Para estos académicos, la historia de Colombia sería un entramado de historias regionales. El análisis de este entramado no podía efectuarse como una suma de los desarrollos históricos de las diferentes regiones, se debía realizar comparando en las distintas regiones procesos histó-ricos y problemas específicos52. Esta propuesta se cumplió parcial-mente: en muchos países de América Latina proliferaron los estudios regionales –enfoque que ha perdido53 en las últimas décadas algo de su dinamismo–, pero hay poco interés por la construcción de síntesis o de objetos de estudio en perspectiva comparada.

La construcción de la historia de Colombia por parte de los historiadores aficionados, vinculados a la Academia Colombiana de Historia, se efectuó y se efectúa desde el centro hacia las regiones. El propósito de este enfoque es ampliamente conocido: homogenei-zar el pasado de los colombianos. Los historiadores profesionales pretendieron construir una historia que partiese de las regiones hacia el centro. Su objetivo era –y es– mostrar la diversidad de la nación colombiana. El resultado ha sido la fragmentación de la historia y de la historiografía colombiana en una serie de historias de regiones sin una relación fluida entre el todo −Colombia− y las partes −las regiones. Algunas regiones, períodos y problemáticas se han sobre-estudiado en detrimento de otras, y especialmente, se han efectuado generalizaciones de corte nacional a partir de procesos históricos localizados en una región54.

El cuarto eje problemático corresponde a algunas de las no-ciones que articulan los análisis de la nueva historia económica e institucional: instituciones, reglas de juego, dotación de factores, derechos de propiedad, entre otros, que, articulados con los proce-sos de modernidad política, permiten la construcción de objetos de estudio complementarios a los que actualmente se realizan con base en el modelo interpretativo denominado por Mónica Quijada como político.

Si recogemos estos cuatro ejes problemáticos, las independen-

cias de Hispanoamérica, y por tanto de la Nueva Granada, son un punto de inflexión del proceso de configuración de la modernidad política en el mundo Atlántico que se remonta a la segunda mitad del siglo XVIII y que se extiende hasta el presente. En el ámbito político como en el económico, por solo mencionar dos aspectos del mundo social, este proceso genera distintas temporalidades que están imbricadas pero que han sido estudiadas separadamente. Lo que se pone en juego es la transición hacia un orden social orientado por el liberalismo político y el liberalismo económico, la configuración de nuevas instituciones, o sea, organizaciones o entidades públicas y privadas, reglas de juego formal e informal. Este no es un proceso lineal, tampoco es consensuado; está lleno de contradicciones, ten-siones y conflictos sociales. Las revueltas anti-fiscales derivadas de las reformas borbónicas, las vicisitudes de la invasión napoleónica en España y de la emancipación de la América española, el trauma de la reconquista y de las guerras de independencia, son solo algunas características generales del proceso, particularidades ampliamente desarrolladas en la literatura especializada sobre el tema.

Una vez que el territorio neogranadino fue liberado y se inició la configuración poscolonial del estado nación, la cuestión de la modernidad política pasó por la resolución de lo que Antonio Annino denomina el “conflicto estructural entre soberanías diversas”, pugna como resultado de la permanencia de las concepciones de la sobera-nía política de los Habsburgos, la imposición parcial de la propuesta reformista de los Borbones y los esfuerzos por legitimar la soberanía política republicana55. Nos encontramos ante la circulación de ideas corporativistas y pactistas, ideas borbónicas e ideas ilustradas. Lo que está en juego son las bases del “nuevo” orden en todos los ám-bitos del mundo social: nuevas instituciones, tanto formales como organizacionales, nuevas actividades económicas, nuevas formas de sociabilidad, nuevas formas de representación, nuevas formas jurídi-cas, búsquedas para transitar de las naciones antiguas a las naciones modernas, etc. Los diversos sectores sociales buscaban respuestas para los siguientes interrogantes: “¿Cómo está pensada o imagina-da la sociedad? ¿Qué es lo que constituye el vínculo social? ¿Qué tipo de autoridad se considera legítima? ¿Cuáles son sus funciones? ¿Qué poderes se le atribuyen comúnmente? ¿Cuáles son los dere-chos y deberes recíprocos entre gobernantes y gobernados?”56. Los tres tipos de soberanía en pugna ofrecían soluciones y planteaban disyuntivas a las soluciones propuestas. No conocemos qué tanto se extiende esta cuestión, pero sí sabemos que las reformas liberales de mediados de siglo fueron un esfuerzo por ponerle punto final a dicha problemática.

El “conflicto estructural de las soberanías diversas” solamente se ha abordado en la perspectiva política. El énfasis de la nueva his-toria económica e institucional ha sido el de los costes y beneficios de las independencias, con referencias generales a la cuestión fiscal. No obstante, preguntarse por las reglas de juego formales es central para poder analizar la incidencia de la modernidad en la economía.

Después de la ruptura con España, el ámbito económico “osciló entre dos modelos: el que luchaba por reconstruir los fundamentos coloniales de la economía […] y el que aspiraba a una ruptura con las múltiples trabas que se oponían al desarrollo moderno”. En la década 1820-1830, durante la Gran Colombia, ninguno de los dos se impuso y la economía se orientó hacia el uno como hacia el otro. Después de 1830, los defensores de los parámetros coloniales logra-ron cierta supremacía, que decayó posteriormente con la llegada del liberalismo al poder y el proyecto de reorientar la economía hacia concepciones liberales57.

Consideramos que los problemas identificados permitirían un diálogo entre los historiadores políticos de las independencias y la nueva historiografía económica e institucional. No obstante, este diá-logo sería más fructífero si se incluyera la perspectiva regional. Las particularidades de los procesos de transición hacia la modernidad política y económica permitirían otros niveles de comprensión tanto para las décadas finales del período colonial como para la primera mitad del siglo XIX: los casos de Antioquia, con una producción

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aurífera centrada en el mazamorreo, la gobernación de Popayán, con una estructura socio económica articulada en torno a los circuitos mineros entre el valle geográfico del río Cauca y la costa Pacífica, y, en fin, las gobernaciones de Cartagena y Santa Marta, con pocas actividades de minería, con presencia de haciendas y con altos nive-les de contrabando. En los tres casos, hay presencia de mano de obra esclava, los libres de todos los colores fueron la población mayorita-ria, las haciendas y la Iglesia no lograron un control hegemónico del orden social58.

En la gobernación de Popayán el declive de la economía minera se inicia en la segunda mitad del siglo XVIII. Por estas calendas dis-minuye el número de esclavos vendidos en Popayán y comienza el descenso de la productividad de las minas de la costa pacífica59. La crisis definitiva es producto de las guerras de independencia. Durante este proceso, el valle geográfico del río Cauca fue teatro de operacio-nes militares y después zona de avituallamiento y de reclutamiento militar; posteriormente, escenario de guerras civiles. En la goberna-ción de Cartagena, las haciendas −que tenían una estructura similar a las ubicadas en el valle geográfico del río Cauca− involucionaron, pasando de producir azúcares y mieles a la explotación intensiva de hatos ganaderos. Asimismo, la “cesación de la trata, la introducción de aguardientes españoles y la disminución de los privilegios comer-ciales de Cartagena, erosionaron […] las haciendas esclavistas de la costa”60; a lo que debemos agregarle las particularidades del proceso de emancipación en esta región de Colombia.

La minería antioqueña no fue ajena al uso de mano de obra esclava; sin embargo, durante el segundo ciclo del oro en la Nueva Granada, sus placeres auríferos fueron explotados por mazamorre-ros libres que derivaban su sustento del pan coger de sus parcelas y del intercambio con comerciantes antioqueños. De igual forma, la intensidad de las operaciones militares no tuvo la magnitud de otras regiones de la Nueva Granada.

Estas características configuran herencias coloniales distintas, tanto en la dimensión económica como en la dimensión política, y por ende, en la búsqueda de cohesionar el orden social. De las tres regiones mencionadas, la estructura productiva que mejor se ajustaba a la transición hacia un orden social inspirado en el liberalismo eco-nómico es la antioqueña, a lo que debemos sumarle dos factores: el primero es el desplazamiento de la actividad minera de la costa pa-cífica a su territorio y el segundo es el temprano proceso de frontera y colonización que actúa como válvula de seguridad y permite una vía de escape a muchas de las tensiones en su interior. En el Cauca decimonónico y en Cartagena las herencias coloniales articulan pro-blemáticas que difícilmente pueden ser superadas a lo largo del siglo XIX.

Conocemos muy poco de las representaciones de las herencias coloniales por parte de los legisladores de la época y mucho menos de las reglas de juego formales para afrontar estas problemáticas. Consideramos que un estudio pormenorizado de ellas, cruzado con las tipologías regionales propuestas por Jaime Rodríguez O. y con los análisis en torno a la configuración de la ciudadanía y la cons-trucción de la nación, ofrecería interpretaciones históricas más diná-micas, en las que se podría comparar la transición tanto de zonas de producción minera como de áreas productoras de alimentos durante el período colonial a una economía orientada por el modelo agro exportador, en la que las regiones en cuestión tienen bajos niveles de inserción al mercado mundial, sobresaliendo Antioquia por su pro-ducción aurífera.

Finalmente, el inventario de ejes problemáticos puede exten-derse al infinito. Con estas aproximaciones únicamente hemos que-rido llamar la atención sobre algunas cuestiones que consideramos relevantes. En el futuro mediato, los historiadores colombianos y los economistas historiadores deben ensanchar el marco de análisis en torno a las independencias. El modelo interpretativo político y el estudio de los costes y beneficios de la emancipación, ofrecen explicaciones limitadas del proceso. Quizás sea factible que con el desplazamiento de sus objetos disciplinares hacia las zonas de fron-

tera se logre construir nuevos objetos de investigación que permitan una comprensión más compleja de esta problemática. Mientras esto sucede, los actos conmemorativos del BICENTENARIO, con ma-yúsculas, continuarán, y con ellos seguirá la configuración de una memoria pública que poco ayuda a entender y buscar salidas a los problemas contemporáneos de la sociedad colombiana. Con seguri-dad, en la próxima celebración, los colombianos volverán a dudar y se preguntarán nuevamente: “si han tenido razón al interrogar a su pasado o si lo han interrogado bien”.

Notas

1 Agradezco al grupo Nexus, perteneciente al Centro de Estudios In-terdisciplinarios, Jurídicos, Sociales y Humanistas, de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la universidad Icesi, el tiempo otorga-do para la redacción y corrección de este artículo.2 Marc Bloch, Introducción a la historia, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 10 (ed. orig. 1949).3 Gianpasquale Santomassimo, “Guerra e legittimazione storica”, en Passato e presente, n. 54, septiembre-diciembre de 2001, pp. 5-23. Las ideas de Santomassimo han sido retomadas en el libro de Josep Fontana, ¿Para qué sirve la historia en un tiempo de crisis?, Bogotá, Ediciones Pensamiento Crítico, 2003, p. 44.4 Reinhart Koselleck , Los estratos del tiempo: estudios sobre la his-toria, Barcelona, Ediciones Paidós, 2001, p. 118.5 “La larga duración”, en Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, Madrid, Alianza Editorial, 1990, pp. 64-65.6 Mónica Quijada, Modelos de interpretación sobre las independen-cias hispanoamericanas, Zacatecas, Universidad Autónoma de Zaca-tecas, 2005, pp. 12-13.7 Germán Colmenares, “La historia de la revolución por José Manuel Restrepo: una prisión historiográfica”, en G. Colmenares, Zamira Díaz de Zuluaga, José Escorcia y Francisco Zuluaga, La independen-cia. Ensayos de historia social, Bogotá, Instituto Colombiano de Cul-tura, 1986. La expresión de Colmenares también es citada en el libro de Mónica Quijada.8 Luis González, “De la múltiple utilización de la historia”, en AAVV, Historia para qué, México, D.F., Siglo XXI Editores, 1980, pp. 64-67.9 Ibidem, p. 12.10 Manuel Chust y José Antonio Serrano (eds.), Debates sobre las independencias americanas, Madrid/ Frankfurt, Ahila / Editorial Iberoamericana / Vervuert, 2007; las referencias corresponden al primer capítulo titulado “Un debate actual, una revisión necesaria”, consultado en la versión electrónica: http://www.ojosdepapel.com/Index.aspx?article=2791. Véase también, Pedro Pérez Herrero, “Las independencias americanas. Reflexiones historiográficas con motivo del Bicentenario”, en Cuadernos de Historia Contemporánea, Ma-drid, Universidad Complutense, 2010, vol. 32, pp. 55-56.11 M. Quijada, op. cit., pp. 13, 14.12 John Lynch, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826, Bar-celona, Editorial Ariel, 1983 (ed. orig. 1973).13 M. Quijada, op. cit., p. 16. Véase también P. Pérez Herrero, art. cit., p. 62.14 Ibidem, pp. 16-17.15 Manuel Chust y José A. Serrano (eds.), op. cit.; P. Pérez Herrero, art. cit.16 M. Chust y J. A. Serrano (eds.). op. cit.17 M. Quijada, op. cit., p.19.18 Ibidem, p. 21.19 Ibidem, p. 23 (énfasis en el original).20 Jorge Orlando Melo, “La historia: perplejidades de una disciplina consolidada”, en Id., Predecir el pasado: ensayos de historia de Co-lombia, Bogotá, Fundación Simón y Lola Guberek, 1992, p. 8.21 Javier Ocampo López, El proceso ideológico de la emancipación: las ideas de génesis, independencia, futuro e integración en los orí-

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genes de Colombia, Tunja, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia - Fondo Especial de Publicaciones, 1974.22 John Leddy Phelan, El pueblo y el rey. La revolución comunera en Colombia, 1781, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1980.23 Margarita Garrido, Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo reino de Granada, 1770-1885, Bogotá, Banco de la República, 1993. 24 Anthony McFarlane, Colombia antes de la independencia, Bogotá, Banco de la República/ El Ancora Editores, 1997.25 Alfonso Múnera, El fracaso de la nación. Región, clases y raza en el Caribe Colombiano (1717-1810), Bogotá, Banco de la República/El Ancora Editores, 1998.26 Michel De Certeau, “La operación historiográfica”, en Id., La escritura de la historia, México D.F., Universidad Iberoamericana, 1993.27 Jesús Antonio Bejarano, Historia económica y desarrollo. La histo-riografía económica sobre los siglos XIX y XX en Colombia, Santafé de Bogotá, Cerec, 1994, pp. 33-47; Adolfo Meisel Roca, “Un balance de los estudios sobre historia económica de Colombia, 1942-2005”, en James Robinson y Miguel Urrutia (eds.), Economía colombiana del siglo XX. Un análisis cuantitativo, Bogotá, Fondo de Cultura eco-nómica/Banco de la República Colombia, 2007, pp. 585-602.28 J. Robinson y M. Urrutia (eds.), op. cit., pp. 1-4.29 Algunos trabajos clásicos de esta perspectiva analítica son: Stan-ley L. Enferman y Kenneth L. Sokoloff, “Dotaciones de factores, instituciones y vías de crecimiento diferentes entre las economías del nuevo mundo. Una visión de historiadores de economía estado-unidenses”, en Stephen Haber (comp.), Cómo se rezagó América Latina. Ensayos sobre las historias económicas de Brasil y México, 1800-1914, México D.F., Fondo de Cultura Económica–El trimestre económico, 1999, pp. 305-357; Daron Acemoglu et al., “Los oríge-nes coloniales del desarrollo comparativo: una investigación empíri-ca”, en Revista de economía institucional, Bogotá, Universidad del Rosario, Vol. 7, n. 7, 2005, pp. 17-67.30 Salomón Kalmanovitz y Enrique López, La agricultura colombia-na en el siglo XX, Bogotá, Fondo de Cultura económica/Banco de la República de Colombia, 2006.31 Álvaro Pachón y María Teresa Ramírez (eds.), La infraestructura del transporte en Colombia durante el siglo XX, Bogotá, Banco de la República/Fondo de Cultura Económica, 2006.32 J. Robinson y M.Urrutia (eds.), Economía colombiana del siglo XX. Un análisis cuantitativo, cit.33 A. Meisel Roca y María Teresa Ramírez (eds.), Economía colom-biana del siglo XIX, Bogotá, Banco de la República/Fondo de Cultura Económica, 2010.34 Salomón Kalmanovitz (ed.), Nueva historia económica de Colom-bia, Bogotá, Taurus/Fundación Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2010.35 S. Kalmanovitz, La economía de la Nueva Granada, Bogotá, Fun-dación Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2008, pp. 80-87. 36 Douglas C. North, William Summerhill y Barry R. Weingast, “Orden, desorden y cambio económico: Latinoamérica Vs. Norte América”, en Revista instituciones y desarrollo, ns. 12-13, pp. 9-59; Douglas C. North y Robert P. Thomas, El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia económica (900-1700), México D.F., Siglo XXI Editores, 1980, pp. 147-248.37 S. Kalmanovitz, Las consecuencias económicas del proceso de in-dependencia en Colombia, Bogotá, Fundación Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2008, pp.10, 11; S. Kalmanovitz (ed.), Nueva historia económica de Colombia, cit. pp. 65-85.38 Ibidem, pp. 67- 68.39 Ibidem, p. 85.40 A. Meisel Roca, “¿Qué ganó y qué perdió la economía de la nueva granada con la independencia?”, en Cuadernos de historia económi-ca y empresarial, Cartagena, Banco de la República-Centro de Estu-dios Económicos Regionales, n. 27, 2010, pp. 4-5.41 Ibidem, pp. 5-9.

42 Ibidem, pp. 9-15.43 William P. McGreevey, Historia económica de Colombia, 1840-1930, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1982.44 José Antonio Ocampo, Colombia y la economía mundial, 1830-1910, Bogotá, Siglo XXI Editores, 1984.45 S. Kalmanovitz, Economía y nación. Una breve historia de Colom-bia, Bogotá, Siglo XXI Editores, 1985.46 Alexander Betancourt, Historia y nación. Tentativas de la escritura de la historia en Colombia, Medellín, La Carreta Editores, Universi-dad Autónoma de San Luis Potosí, Coordinación de Ciencias Sociales y Humanas, 2007, p. 21.47 P. Pérez Herrero, art. cit., p. 56. 48 Jaime Rodríguez O., La independencia de la América española, México D. F., Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, 1996, p. 13 (énfasis en el original).49 François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2001 (ed. orig. 1993), p. 13.50 P. Pérez Herrero, art. cit., p. 53.51 J. Rodríguez O., “La independencia de la América española: una reinterpretación”, en Historia mexicana, México D.F., El Colegio de México, Vol. XLII, n. 3, 1993, p. 584.52 G. Colmenares, “El papel de la historia regional en el análisis de las formaciones sociales”, en Ideología y Sociedad, Bogotá, n. 12, 1972, pp. 75-81. Además, véase el comentario de Colmenares a la ponencia de Jaime Jaramillo Uribe, “Visión sintética de la tarea investigativa sobre la región antioqueña”, en Moisés Melo y Fun-dación Antioqueña para los Estudios Sociales (eds.), Memorias del simposio. Los estudios regionales en Colombia: El caso de Antio-quia, Medellín, Fondo Rotatorio de publicaciones Faes, 1982, pp. 16-19. 53 Oscar Almario García, “Estudios regionales e historiografía en Colombia”, en Oscar Almario García, La invención del Suroccidente colombiano, tomo I, Historiografía de la gobernación de Popayán y el Gran Cauca, siglos XVIII y XIX, Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana/Concejo de Medellín/Corporación Instituto Colombiano de Estudios Estratégicos, 2005, pp. 28, 29.54 Los planteamientos de este párrafo están inspirados en el artículo de Jesús Antonio Bejarano, “El todo y las partes. A propósito de los vínculos entre historia nacional e historia regional”, en Hernán Darío Correa (ed.), Contra el caos de la desmemoriación, Bogotá, PNUD/PNR/Colcultura, 1990, pp. 199, 200-204.55 Antonio Annino, “Soberanías en lucha”, en A. Annino y F.-X. Guerra (coord.), Inventando la nación. Iberoamérica. Siglo XIX, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 154.56 F.-X. Guerra, op. cit., p.15.57 Hermes Tovar, “La lenta ruptura con el pasado colonial (1810-1850)”, en José A Ocampo (comp.), Historia económica de Colom-bia, Bogotá, Editorial Planeta Colombiana/Fedesarrollo, 2007, p. 101.58 G. Colmenares, “Castas, patrones de doblamiento y conflictos so-ciales en las Provincias del Cauca, 1810-1830”, en G. Colmenares, Zamira Díaz de Zuluaga, José Escorcia y Francisco Zuluaga, La inde-pendencia. Ensayos de historia social, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1986, pp. 137-180; Marta Herrera Ángel, Ordenar para controlar. Ordenamiento espacial y control político en las llanuras del Caribe y en los Andes centrales neogranadinos. Siglo XVIII, Bogotá, Instituto Colombiano de Historia/Academia Colombiana de Historia, 2002, pp. 203-305; Ann Twinam, Mineros y comerciantes y labrado-res: las raíces del espíritu empresarial en Antioquia, 1763-1810, Me-dellín, FAES-Biblioteca Colombiana de Ciencias Sociales, 1985.59 G. Colmenares, art. cit., pp. 150-151.60 G. Colmenares, “El tránsito a sociedades campesina de dos socie-dades esclavistas en la Nueva Granada. Cartagena y Popayán, 1780-1850”, en Huellas, n. 29, 1990, pp. 17-18.

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Cualquier marcación cronológica tiene algo de arbitrario, pero para quienes estudian la evolución del mundo iberoamericano,

el medio siglo que transcurre entre 1776 y 1826 adquiere un parti-cular interés y no solo porque allí se ubica el momento emancipador y el fin del estatus colonial que se había mantenido por algo más de tres siglos. Fueron décadas de rupturas profundas y de acontecimien-tos cuya gravitación se extendería mucho más allá del dramático registro coyuntural; rupturas y acontecimientos que los contempo-ráneos calificaron como “una época trascendental”, que vivieron con una intensidad solo condicionada por el tiempo que tardaban en llegar las noticias desde los principales escenarios donde se transfor-maba la faz del mundo y se dirimían las relaciones de poder: la ace-leración de la revolución industrial, la emancipación de las colonias norteamericanas y la revolución francesa, las reformas administra-tivas impulsadas por las metrópolis para afrontar los desafíos a sus posesiones transatlánticas, el largo ciclo de guerra –1792/1814– y su influencia sobre las metrópolis peninsulares, las convocatorias a las

Cortes, las pausas liberales y las restauraciones absolutistas en Espa-ña, la derrota de Napoleón, el Congreso de Viena y los planes de la Santa Alianza.

En 1713, la paz de Utrecht, episodio final de la guerra de suce-sión española, significaría un paso adelante en la consolidación del esquema surgido en Westfalia: primacía del estado nación, sistema de estados y equilibrio de poder –con lo que era una derivación del mismo: el derecho a la intervención para imponerlo o restaurarlo. Las relaciones entre los estados europeos siguieron estando domina-das a lo largo del siglo por ideas y prácticas en modo alguno nove-dosas, pero que ahora serían formuladas –y discutidas– en términos más precisos y sofisticados que en el pasado. Los principales escena-rios en los que se pondrían en juego los equilibrios serían el oriente europeo, donde comenzaban a insinuarse pretensiones de rusos y prusianos y, por otro lado, los océanos y las posesiones ultramarinas. En esta porfía colonial y marítima, los principales protagonistas seguirían siendo Gran Bretaña y Francia, cuya prolongada lucha,

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iniciada a fines del siglo XVII, cerraría un capítulo en 1815. Las colonias de los estados europeos constituirían una parte importante del sistema europeo y tendrían una influencia cada vez mayor en los cálculos e iniciativas políticas de sus miembros más prominentes.

La rivalidad anglo-francesa solo registró una pausa en los años que siguieron a Utrecht, pero en la década de 1730 volvió a activar-se con la misma virulencia que antes. La puja fue constante en el norte de América, donde Londres estaba lejos de ejercer un dominio completo –las trece colonias estaban cercadas por las posesiones francesas: el valle de Ohio les cortaba la proyección hacia el oeste, mientras que en el sur lindaban con la Florida española–; y aun más lejos estaba de ejercerlo en el Caribe, una zona en la cual terciaban, en un plano más limitado, Holanda, Dinamarca y, naturalmente, España. Los asaltos a los navíos de este último origen que, cargados de riquezas obtenidas en “las Américas” navegaban hacia la penín-sula, incubaron la guerra entre España y Gran Bretaña que en 1744 se convirtió en un nuevo enfrentamiento entre esta última y Francia. Fue, en rigor, la lucha colonial más extensa que se había registrado hasta entonces en la historia europea, y cuando quedó establecida la paz con el tratado de Aix la Chapelle, en octubre de 1748, era claro para todos que ya no podrían conservarse en compartimentos sepa-rados los acontecimientos de Europa y los que se desarrollaban en América: no sería posible la guerra en Europa y la paz en ultramar. El escenario del enfrentamiento sería tan ancho como el propio he-misferio y sus mares adyacentes.

Los conflictos fronterizos en territorios del norte de América iniciaron la “guerra colonial” de 1755. La lucha, a la que tardíamen-te, merced a un pacto entre ramas borbónicas, se sumó España, se prolongó durante siete años y desembocó en la paz de París (1763), en virtud de la cual Francia perdió posiciones en la zona del conflic-to –las conservó en el Caribe– dejando a su gran rival como la po-tencia con mayores títulos hegemónicos en el mundo. Tal resultado también dejaba a los derrotados rumiando insatisfacción y deseos de revancha. La oportunidad se les presentó nuevamente en territorio norteamericano bajo la forma del descontento de los colonos por decisiones confiscatorias de Londres. En 1775 había comenzado el choque en gran escala entre milicianos rebeldes y tropas británicas. A mediados del año siguiente un congreso reunido en Filadelfia declaraba la independencia y abría camino a la intensificación de la lucha. En 1778 Francia se puso del lado de los independentistas y en 1779 lo mismo hizo España. La contienda terminó en 1782, cuando se suscribió el tratado de Versalles: Gran Bretaña reconocía la independencia de las trece colonias y sus adversarios europeos recuperaban parte de sus posesiones. Premonitoriamente, en Madrid hubo quienes se preguntaron si al apoyar a los insurrectos no habían abierto una caja de Pandora de la que saldrían humores independis-tas en sus dominios.

Un lejano objeto de deseo

Como toda rivalidad, había apetencias comerciales y geopolíticas mezcladas en una apretada argamasa cuyas proporciones derivaban de la estructura productiva, la fortuna económica de los contendien-tes y sus intereses en otras regiones del mundo. Mercados y apoyos territoriales dominaban los planes de funcionarios, hombres de negocios y jefes militares, no siempre coordinados entre sí. Y junto con ellos una pléyade de agentes, influyentes intermediarios y aven-tureros en busca de fortuna. A lo largo de todo el siglo, el imperio español sería un teatro privilegiado de ese choque formando parte de los cálculos y las prácticas de equilibrio de las potencias europeas. Por sus riquezas, su extensión y por las dificultades del titular para ejercer control sobre el mismo, manteniendo a raya tantas ambicio-nes. Cada vez resultaba más evidente, aún para los funcionarios ma-drileños, que el mantenimiento de las prácticas monopólicas era un esfuerzo destinado al fracaso.

Los avances de Inglaterra en materia de industrialización le per-

mitían ir un paso delante de sus competidores, pero siempre celosa de los progresos que pudiera registrar su principal desafiante, quien a su vez contaba con una buena cantidad de recursos, empezando por su población. Nada le preocupaba más a la diplomacia británica que lo que Francia pudiera lograr en su detrimento. Ahí se encon-traban las claves de las decisiones de Londres, de la ponderación de los intereses comerciales o políticos pero, en última instancia, de su tendencia a no subordinar los segundos a los primeros, aunque ello provocara el disgusto y la presión de hombres de negocio –y sus por-tavoces políticos– que no siempre se resignaban ante las prioridades políticas que se interponían en sus conveniencias. Naturalmente, la relación con Madrid constituía una variable de fundamental impor-tancia, la que determinaba cuándo Londres se sentía liberado o limi-tado para alentar aventuras latinoamericanas, aventuras que podían llegar a considerar el aliento a la emancipación de las colonias. Claro que una cosa era aprovechar los huecos del edificio administrativo colonial mediante una amplia cartera de prácticas ilegales y otra jugar abiertamente a favor de tal emancipación.

Durante un período que cubrió la frontera entre dos siglos, la animadversión hacia España parecía dejar el camino expedito para las aspiraciones británicas, sobre todo cuando aquella concertó un acuerdo con París. Por un lado, los británicos podían suponer que el movimiento del que ellos mismos habían sido víctimas al resignar sus colonias podía extenderse hacia el sur, por otro lado, era muy improbable que no pesara la tentación de tomarse revancha por el papel que la potencia hispana había desempeñado en dicha pérdi-da. Alentadas en forma directa o subrepticiamente, las incursiones filibusteras o militares –como el caso de las invasiones al Río de la Plata de 1806/7– siempre se acompañaban de los mismos argumen-tos. En informes oficiales, memorandos, correspondencia de tonos políticos o exposiciones parlamentarias, se repetían una y otra vez las mismas fórmulas: interés por la adquisición de mercados de Sudamérica, ganarse puntos prominentes en la región y disfrutar de todas sus ventajas comerciales, considerar las nuevas fuentes que se abrirían a nuestras manufacturas y navegación, asegurar a nuestro país escalas comerciales, reparar en las perspectivas de gloria y ven-tajas permanentes para este país.

Pero en ese mismo tiempo –entre fines del XVIII y principios del XIX– una nueva colisión entre Gran Bretaña y Francia teñía de sangre el escenario del mundo. Ahora sería la Francia revolucionaria primero y, luego, aquella alineada tras los designios de un Napoleón Bonaparte que había llegado a la cima gracias a su pericia en las ba-tallas iniciales, la que prendería la mecha. Las hostilidades se inicia-ron en abril de 1792 y se extendieron ininterrumpidamente durante diez años. La anexión de Bélgica, a fines de aquel año, encendió las luces rojas del equilibrio europeo y puso a Londres a organizar una gran coalición para frenar el ímpetu de los ejércitos franceses. La paz de Amiens, en marzo de 1802, solo fue una tregua de un año en cuyo transcurso Napoleón, ya con los laureles imperiales adornando su cabeza, se aseguró posiciones en el Caribe. A mediados de 1803, los ejércitos habían vuelto a los teatros de guerra. Hubo un momento en su transcurso en el que solo Inglaterra, que habría de asegurar su primacía naval en Trafalgar, se mantuvo firme ante el victorioso emperador, lo que llevó a éste a decretar el bloqueo de las islas para someterlas mediante el agotamiento comercial. Una medida que terminó siendo decisiva para la suerte de Hispanoamérica.

Durante el último tramo del siglo XVIII, otro actor había comenzado a sumar sus ambiciones respecto de ésta última: los flamantes Estados Unidos de América. Entre 1776 y 1808, el cre-cimiento de la economía y de la capacidad naval de las ex colonias británicas fue notable, circunstancia que hacía crecer el interés co-mercial por los mercados del sur del continente, en particular desde el momento que la Real Ordenanza española de 1797 permitió la entrada de neutrales en puertos hispanoamericanos, un hecho que no dejó de provocar alguna inquietud en Londres, máxime si reparaba en muy tempranos indicios de proyección en nombre de la convic-ción en un destino manifiesto. Un tema conflictivo en esos años

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Los principales escenarios en los que se pondrían en juego los equili-

brios serían el oriente europeo, donde comenzaban a insinuarse preten-

siones de rusos y prusianos y, por otro lado, los océanos y las posesio-

nes ultramarinas.

entre Washington y Londres sería el régimen de los mares: Estados Unidos, que era ya la mayor potencia marítima neutral, defendía el derecho de tales actores para comerciar y transitar libremente, mientras que las normas marítimas impuestas por los británicos eran las de una potencia naval en situación de beligerancia que menos-preciaba tales derechos y no tenía contemplación hacia sus rivales comerciales. En cierto modo, allí comenzaría a conformarse el trián-gulo atlántico –Estados Unidos, Europa, América Latina– que tantas veces ha sido tomado como un “sistema relacional” relevante para la historiografía latinoamericana contemporánea1.

La onda revolucionaria

Lisboa se había convertido en el puerto a través del cual los británi-cos podían sortear el bloqueo napoleónico. Para cerrar esta brecha, en abril de 1808, el emperador decidió enviar un ejército a través de territorio español. Después de algunos episodios bastante equívocos que incluyeron la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo Fernan-do VII, Napoleón dispuso elevar a su hermano José al trono español, en parte tomando como pretexto el alzamiento del pueblo de Madrid contra las tropas francesas del dos de mayo de ese año. En definitiva, la suerte de Fernando VII terminó siendo la de los criollos america-nos, la chispa que encendió la llama revolucionaria desde México al Río de la Plata. Al desplazamiento del rey siguieron dos años inten-sos que, por lo que significaron para el destino de esos territorios, han merecido cada vez mayor atención por parte de la historiografía. Un tiempo en el que comenzaba a vislumbrarse una ruptura profunda en la que se ponía de manifiesto el agotamiento de la organización colonial, aumentaba la tensión entre peninsulares y criollos y se mul-tiplicaba la oferta de ideas disponibles para interpretar los hechos, hacerles frente y proponer los rumbos a seguir.

En la Metrópoli, simultáneamente con el alzamiento popular contra los invasores, se constituyeron juntas patrióticas que actua-rían en nombre del monarca desplazado. En pocos meses todas ellas confluían en una Junta Central que convocó a las Cortes con repre-sentación de los criollos de América –llegaron a ser elegidos más de sesenta2. En enero de 1810 la Junta Central confinada en Cádiz, se disolvió y dejó una regencia que logró reunir a las Cortes que termi-narían sancionando la constitución de tonos liberales de 1812.

A la luz de estos hechos Hispanoamérica pareció hablar a una sola voz. A lo largo de 1810 una cadena de rebeliones expulsaron a las autoridades españolas. Los caraqueños depusieron al capitán ge-neral en abril, los criollos de Buenos Aires a su virrey en mayo, los bogotanos al suyo en julio y en septiembre los chilenos lograron la renuncia del capitán general español, inaugurando la “patria vieja”; en Nueva España3 el cura Hidalgo iniciaba su revolución –la de ma-yor contenido popular– en todo el país. Una de las explicaciones más elocuentes de las razones de los rebeldes se expondría en el Acta de independencia de Cartagena de noviembre de 1811. Los firmantes se manifestaban en “pleno goce de nuestros justos e imprescriptibles derechos que se nos han devuelto por el orden de los sucesos con que la Divina Providencia quiso marcar la disolución de la Monar-

quía española […] Desde que con la irrupción de los franceses en España, la entrada de Fernando VII en el territorio francés y la sub-siguiente renuncia que aquel monarca y toda su familia hicieron del trono de sus mayores a favor del Emperador Napoleón, se rompieron los vínculos que unían al Rey con sus pueblos, quedaron éstos en el pleno goce de su soberanía y autorizados para darse la forma de gobierno que más los acomodase”.

Los acontecimientos europeos de 1807/8 dieron motivo a otro episo-dio que sería fundamental para el futuro del continente americano. Aconsejada y protegida por Gran Bretaña, la corona portuguesa abandona Lisboa para instalarse en su territorio colonial. Dos he-chos estuvieron vinculados con este desplazamiento: la apertura de los puertos brasileños al libre comercio y la instalación en Río de Janeiro de Lord Strangford, quien desde allí, y por muchos años, se constituiría en el mejor operador de la política británica para la re-gión. Al iniciarse la década del veinte, Juan VI deja a su hijo Pedro I la dirección del Imperio y este decide independizarlo de la Metrópoli en 1922.

En definitiva, un grupo de nuevos estados, por entonces de suer-te incierta, irrumpía en la escena mundial. Relatos propios de las efe-mérides no han reparado suficientemente en el hecho de que se trata-ba de un movimiento prácticamente sin precedentes en las relaciones internacionales y que en la segunda mitad de la década, finalizada la guerra en Europa y con la propia entrando en su etapa más intensa, no encontraría episodios que pudieran competir con él en cuanto a la atención internacional e interés de las grandes potencias. Unidos en experiencia colonial y aspiración emancipadora, ellos se disponían a iniciar una nueva etapa de su estar en el mundo.

Lo primero fue la lucha armada, como acontecimiento y como preocupación dominante de esos nuevos estados. Su relativamente exitoso tramo inicial se extendió hasta 1814/15, pero en abril de este último año Fernando VII, rehabilitado en el trono y borrada la constitución liberal de 1812, ordenaba la partida de la mayor fuerza militar que nunca hubiera llegado a Sudamérica. En poco tiempo, los ejércitos al mando del general Pablo Murillo habían recuperado gran parte de sus territorios: Bolívar partía al exilio y las fuerzas chilenas comandadas por O´Higgins eran derrotadas en Rancagua. Solo Buenos Aires, que había conocido las vicisitudes de las campa-ñas del noreste y noroeste, permanecía como foco independiente. La situación reconfortaba el ánimo español y aumentaba la gravitación de las monarquías absolutistas que renovaban su hostilidad hacia los proyectos emancipadores, dispuestas a respaldar las pretensiones españolas e imponer sus ideas legitimistas y anti revolucionarias.

Todo esto era resultado de la definitiva claudicación de los pro-yectos de Napoleón ante las fuerzas aliadas comandadas por Wellington. En la capital austríaca, los vencedores se apuraban a dibujar los trazos de un nuevo orden europeo, un “orden de los con-gresos” que pretendía alcanzar a todos aquellos lugares en los que las potencias tenían intereses. Para hacerlo habían decidido posponer momentáneamente el principio de equilibrio de poder para estable-cer una suerte de colaboración bautizada como “Concierto de las Potencias”. El panorama no parecía alentador para los patriotas. Sin

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embargo, dos años más tarde, el escenario volvía a dar un vuelco merced a dos audaces gestas militares: Bolívar emprendía su contra-ofensiva en el Norte y San Martín, después de atravesar la cordillera, batía a las fuerzas realistas en Chacabuco y Maipú, proclamaba la independencia chilena y comenzaba a organizar la expedición marí-tima destinada a liberar a Perú, el núcleo duro del poder español.

Naturalmente, la Corona no estaba dispuesta a resignar su obje-tivo de recuperar las colonias, ni las potencias continentales, celosas ante cualquier circunstancia que modificara el orden de las cosas, a privarle de aliento. El rey dispuso el alistamiento de una fuerza ex-pedicionaria aun mayor que la de Murillo, sin embargo la misma no llegó a zarpar del puerto de Cádiz por el designio de su comandante. El alzamiento del general Rafael de Riego desplegó rápidamente sus banderas liberales, restituyó la constitución de 1812 y activó a las Cortes inaugurando el denominado trienio liberal. Si bien las nuevas autoridades no estaban dispuestas a resignar sus dominios de ultra-mar, los proyectos criollos obtenían un doble beneficio: las fuerzas españolas en Sudamérica quedaban huérfanas de refuerzo capaz de cambiar la marcha de la guerra y las convicciones de aquellas inau-guraba la curiosa situación de dos antagonistas sobre los que planea-ba un conjunto de ideas compartidas.

En simultáneo, la evolución de los acontecimientos en España renovó el entusiasmo de los liberales europeos pero encrespó el áni-mo de los absolutismos continentales, quienes se impusieron poner límite a la amenaza subversiva. Ya en el congreso de Trappau, reali-zado a fines de 1820, anunciaron la intención de sofocar por la fuer-za los movimientos de descontento. Pocos meses más tarde, en el Congreso de Laybach, el propósito se convirtió en mandato: Austria tomó a su cargo la tarea de acabar con el gobierno constitucional, reestablecer la monarquía en Nápoles y reprimir las manifestaciones liberales en el Piamonte. Así, en abril de 1823, siguiendo directivas emanadas del Congreso de Verona de poner fin a la experiencia libe-ral en España, el duque de Angulena, al mando de los “cien mil hijos de San Luis”, cruzó los Pirineos y en una campaña inesperadamente rápida marchó sobre la capital española. A diferencia de lo que hicie-ran quince años antes, en esta oportunidad no pondrían en riesgo a Fernando VII, sino que lo habilitarían para una segunda restauración y, junto con ella, para actualizar sus propósitos coloniales. La derrota de Riego y sus partidarios fue tan conmovedora como había sido su triunfo tres años antes. Las señales de alarma volvieron a agitar los ánimos hispanoamericanos en momentos en que la situación en los teatros de guerra les era favorable. ¿Podría Francia, actuando como brazo armado de la Santa Alianza, repetir sus experiencias europeas en Hispanoamérica, haciéndose cargo de la restauración del colonia-lismo? El interrogante no era fácil de contestar, pero había muchos indicios que le daban vigencia.

Solo que, ahora, dos actores, por motivos no siempre coinci-dentes, se interpondrían a estas intenciones: Gran Bretaña y Estados Unidos, países en condiciones de reunir una fuerza naval capaz de frustrar cualquier aventura transatlántica, coincidían en medio de profundos recelos mutuos. A lo largo del año 1823, George Canning y James Monroe fueron protagonistas de un complicado ajedrez en el que estaban en juego sus intenciones y planes respecto de los nue-

vos estados independientes. El encargado de las relaciones exteriores británico hizo la primera movida al proponer una actitud conjunta respecto de Hispanoamérica que disuadiera a eventuales interven-ciones, pero la idea no encontró demasiado eco, de manera que cada uno por su lado fijó una política similar: Canning advertía a las au-toridades de París que reaccionaría ante cualquier participación “en una empresa de España contra sus colonias”; a su vez, en diciembre de 1823, el presidente norteamericano elevaba al Congreso de su país la doctrina de política exterior que llevaría su nombre y que anunciaba que los continentes americanos, por la condición de libres e independientes que habían asumido y mantenían, no debían ser considerados como sujetos a futura colonización por potencia eu-ropea alguna. Siendo diferentes los sistemas políticos de uno y otro continente, Washington consideraría “cualquier intento por su parte de extender su sistema político a cualquier lugar de este continente como peligroso para nuestra paz y seguridad”4.

Entre la supervivencia…

Desde el inicio, la prioridad de los nuevos estados era sobrevivir como tales. Y a ese propósito subordinaron sus primeros pasos en el escenario mundial. Naturalmente, dicha supervivencia dependía, antes que nada, del decurso de la guerra en que estaban embarcados y, de algún modo, de la más amplia que hasta 1814 se desarrollaba en Europa. Necesitaban legitimarse a través del reconocimiento y obtener recursos adicionales para sostener la guerra y consolidar su andamiaje administrativo. Esos fueron los principales cometidos de las primeras misiones, despachadas tan pronto se habían instalado las autoridades revolucionarias. En el caso del Río de la Plata, el pri-mer enviado a Londres con la misión de reconocimiento y armas fue un joven oficial de la armada, Matías Irigoyen, quién llego a la capi-tal inglesa a principios de agosto de 1810 y poco después se reunió con Wellesley. Por entonces, el marqués ya había recibido a los dele-gados de Venezuela, quienes llegaron con idénticos propósitos, Luis Lopez Mendez, Andrés Bello y Simón Bolívar. En todos los casos, estas gestiones se prolongaron por muchos años con idénticos pro-pósitos y similares resultados en cuanto al reconocimiento. Si bien Londres fue la meca de tantas peregrinaciones, también Washington recibió misiones impuestas de los mismos propósitos.

Los nuevos gobernantes criollos sabían bien que en uno y otro lado importaban los mercados sudamericanos y para seducirlos y ganar su reconocimiento prometían como recompensa el libre acceso a los mismos. Naturalmente, la aquiescencia británica era la más buscada y para lograrla contaban con la presión de los comerciantes y de sus representantes políticos. La gran paradoja sería que en el mismo momento en que las colonias hispanas comenzaban a dar los primeros pasos en la dirección de su separación, Londres convertía a España en una pieza central de su estrategia anti napoleónica. Después de la concertación de la alianza anglo-hispana de 1808, el gobierno británico se sintió obligado a defender los intereses terri-toriales de su flamante aliada de cualquier ataque, lo que la llevó a desalentar las rebeliones y recomendar a los disidentes y descon-

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Un grupo de nuevos estados, por entonces de suerte incierta, irrumpía

en la escena mundial.

tentos a mostrar lealtad a la Corona para mantener la integridad del imperio, siempre temiendo los designios franceses sobre el mismo. Ya en agosto de ese año, Castlereagh instruía a sus subordinados: “Se dirigirán todos los esfuerzos a predisponer el ánimo de los espa-ñoles contra Francia e inculcarles que el único motivo que influye en la conducta de Gran Bretaña ha sido y es impedir que España y las provincias españolas caigan bajo el yugo francés”5. Esto no significa que se desentendieran de la posibilidad de abrir esos mercados a sus productos.

El fin de la amenaza napoleónica no acercó el ansiado recono-cimiento. Ni por parte de Londres ni de Washington, y al margen de simpatías más o menos confesas y conscientes de las ventajas comerciales que podría reportarles. En el primer caso, la prudencia se relacionaba con la intención de mantener su gravitación sobre un Concierto que se asignaba el rol de conducción y tutelaje del orden que sucedía al derrumbe de Napoleón. La cautela norteamericana era dictada por su tradición neutralista, sus recelos respecto de Inglaterra –con la que había mantenido la guerra de 1812/14– y sus intenciones respecto de la isla de Cuba, que desde muy temprano era objeto de sus ambiciones y seguía en manos españolas.

Lo cierto es que en este capítulo la urgencia de los revolucio-narios chocaba con la imprevisible trama de la política. Muy pronto descubrieron que el reconocimiento de la justicia de sus aspiracio-nes, las simpatías ideológicas o los intereses comerciales no eran cartas de triunfo tan decisivas como imaginaban. Se interponía una compleja red de cálculos, negociaciones, maniobras en las que esta-ban enfrascados aquellos que tomaban las decisiones que esperaban con tanta ansiedad, se tratara de James Monroe, John Quince Adams, Castlereagh o George Canning. En rigor, la cuestión del reconoci-miento se aprecia en toda su complejidad cuando se la sigue a través de una amplia bibliografía que se ha ocupado de la misma con una notable utilización de fuentes primarias. El examen de estos flujos de apelaciones criollas y respuestas de las potencias ponía en evidencia, como señalara un agudo observador, a la política en estado puro; un campo donde la relación entre lo interno y lo externo –sea en el caso de las potencias, sea en el de los nuevos estados– se articulaban en forma compleja señalando itinerarios muy poco lineales y no siem-pre transparentes. Donde interactuaban intereses diversos, activida-des semiclandestinas, agentes y logias de propósitos múltiples.

Recién en 1822, después de haber logrado respaldo del Congre-so, el presidente Monroe dio curso al reconocimiento de los nuevos estados, empezando con Colombia, siguiendo por México –por entonces bajo la fugaz experiencia imperial del general Iturbide–, Buenos Aires, Chile, Perú y Brasil. Londres no podía quedarse atrás y pronto siguió el ejemplo, aunque un paso previo al reconocimiento fue establecer relaciones consulares y tratados comerciales.

Un capítulo muy central de la supervivencia era la provisión de recursos para sostener el funcionamiento y la modernización del aparato administrativo y afrontar las necesidades de la guerra. Los expedientes ordinarios no eran suficientes para ambos menesteres, de manera que desde muy temprano las elites dirigentes se volvie-ron hacia el exterior en búsqueda de asistencia financiera. Estos acuerdos se convertirían en una excelente oportunidad para habilitar grandes negocios a los proveedores externos. Las necesidades de equipamiento de los ejércitos se hicieron más urgentes durante la segunda fase de la contienda, esto es, a partir de 1817: desde uni-formes y armas livianas hasta cañones y buques de guerra. Los años

veinte fueron aquellos en los que los aportes extranjeros comenzaron a jugar un papel decisivo en la historia de la región convirtiéndose las casas bancarias inglesas en principales protagonistas. Colombia, Chile y Perú recibieron empréstitos en 1822; Brasil, Buenos Aires, Colombia, México y Perú en 1824; Brasil, Centroamérica, México y Perú en 1825. En definitiva, entre 1822 y 1825 se acumularon préstamos por más de veinte millones de libras, cifra bastante ma-yor de la que efectivamente fue recibida. Préstamos que en muchos casos se contrataron en términos muy onerosos para los receptores y que habilitaron a frecuentes ilícitos por parte de agentes, gestores e intermediarios. Pero eso no sería todo: una combinación de factores internos y externos –entre éstos últimos la crisis comercial y finan-ciera de 1825/26 y su repercusión sobre los flujos del comercio mun-dial– hicieron que antes que finalizara la década, todos los nuevos estados, a excepción de Brasil, estuvieran enfrentados a una crisis de endeudamiento y se vieran obligados a suspender el pago de sus obligaciones.

…y el rumbo

La independencia, además de una guerra, fue una revolución inte-lectual, un asunto de ideas y lenguajes políticos. La generación de la independencia acompañó su práctica política con un formidable esfuerzo conceptual destinado a darle sustento, debatir con quie-nes se le oponían y definir la dirección del movimiento del que era principal protagonista. Las controversias sobre legitimidad y sede de la soberanía a la que las conducía la vacancia real fueron solo un capítulo de tal esfuerzo y en las ideas que expusieron podían encon-trarse huellas de distintas tradiciones de pensamiento político, desde el pactismo neo-escolástico entre pueblo y monarca desarrollado en Salamanca hasta los conceptos de la Ilustración. Monarquía católica española, ilustración francesa, monarquía parlamentaria británica y republicanismo federal estadounidense arrojaban sus aguas en un cauce turbulento. Al desaparecer la legitimidad real y rechazarse la del intruso francés, a la resistencia patriótica española o a la lealtad americana no les quedaba otro camino que apelar a la soberanía del reino, del pueblo o de la nación. El núcleo del problema se percibe ya en las discusiones abiertas por la convocatoria a las Cortes, oca-sión en la que los americanos abogaron por la igualdad de represen-tación, posición resistida por los peninsulares, proveyendo a aquellos de un gran motivo para volcarse hacia la independencia.

Naturalmente, no habría de esperarse el resultado de la guerra para pensar en el rumbo que habrían de seguir los nuevos estados. Los líderes civiles y militares de la revolución tenían idea formada acerca de dónde ir, del tipo de organización política institucional de los países que dirigían y un buen registro de opciones. Pesaban las ideas, las experiencias ajenas y las advertencias y consejos pro-venientes de figuras del mayor prestigio intelectual de la época que muchos de ellos conocían a través de sus escritos o personalmente. Fueron los casos del científico von Humboldt, del abate De Pradt, de Benjamín Constant y, mucho más, de Jeremías Bentham, el creador del utilitarismo, quien influyera sobre los liberales españoles y man-tuviera una fluida correspondencia con Bolívar, Rivadavia y tantos otros. Todo ello coexistía con una vida política donde no esperaba nada en manifestarse una implacable lucha por el poder.

La forma republicana dominaba ampliamente y, cuando por convicción o temor a la disolución y la crisis de gobernabilidad se

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manifestaban disposiciones monárquicas, se descontaba la variante constitucional. Más allá de inclinaciones o insinuaciones en ese sen-tido, la tentativa más concreta fue realizada por las autoridades del Río de la Plata, hacia 1819, que enviaron una misión secreta a Fran-cia con el propósito de hallar un candidato en condiciones de ceñir la corona.

La otra gran alternativa se planteaba entre repúblicas unitarias o federales. En este caso, el camino de la descentralización provoca-ba recelos y rechazos que se hacían más categóricos cuanto más se deslizaban los países hacia un escenario de confrontaciones internas; cuanto más se evidenciaba, como decía uno de los más destacados protagonistas, “el desenfreno de los partidos y los rencores de los facciosos”6.

Donde no había diferencias era en materia de orientación eco-nómica. Todos los gobiernos ponían en práctica políticas de libre comercio que rápidamente parecieron mostrar resultados y se refleja-ron en una sensible modificación de los patrones de consumo. Vincu-lado con ello, los comerciantes británicos, en medio de un renovado entusiasmo por las perspectivas del mercado y del comportamiento del consumo, pronto se convirtieron en titulares de una posición dominante dentro de un nuevo orden mercantil.

Uno de los capítulos que fue parte de la definición del rumbo durante el primer tramo del ciclo emancipador fue la idea unifica-dora. Ella moraba en el espíritu y los planes de los líderes civiles y militares de la independencia. Aun aquellos que advertían, con crite-rio realista, las dificultades para plasmar tal proyecto en el mediano plazo, abrigaban el mismo propósito. La constitución de la Gran Colombia fue la expresión más elocuente de estas intenciones. Ob-viamente, la iniciativa de carácter global más concreta se realizaría en el Congreso de Panamá del verano de 1826.

El tema del rumbo, esto es, de la marcha de los nuevos estados y las instituciones que se dieran, influía sobre los criterios con los que debían conceder reconocimiento y evaluar sus decisiones. Obvia-mente, la definición republicana provocaba simpatías en Washington y recelos europeos, en cambio la cuestión de la gobernabilidad, en ocasiones convertida en dudas sobre viabilidad de los nuevos esta-dos para desempeñarse en el concierto de las naciones, dudas que llegaron a adueñarse de muchos de los propios líderes de la inde-pendencia, eran ponderadas tanto en Londres como en Washington, convirtiéndose en el principal argumento de quienes se oponían al reconocimiento.

En suma, quien hubiera intentado un balance de las dos prime-ras décadas de vida independiente, probablemente hubiera subraya-do los siguientes hechos:

a) se había ganado la guerra, obtenido reconocimiento y despejado las amenazas re-colonizadoras inmediatas, aunque la centralidad que la región había conocido en la consideración internacional durante la primera etapa declinaba algo en virtud de la inestabi-lidad política y las dificultades económicas y financieras;

b) los nuevos estados se insertaban en un mundo hegemonizado por una Gran Bretaña que disputaría con Estados Unidos tutoría e influencia sobre los mismos;

c) la revolución había introducido un aliento democrático y junto con él una cultura de la violencia que no se detendría en el ase-sinato de figuras de la independencia;

d) las luchas y los cambios de gobierno fueron la norma en so-ciedades militarizadas, jaqueadas por ambiciones personales, humores conservadores o liberales y la brecha entre las repre-sentaciones de las elites urbanas y las características profundas de las mismas. Tales circunstancias instalaban dudas sobre la gobernabilidad y sus perspectivas futuras;

e) la vía de los empréstitos desembocaba en la cesación de pagos proyectando sus efectos negativos por más de tres décadas;

f) el ideal unificador se desvanecía en un proceso de fragmenta-ción que se reflejaría en la suerte de la Gran Colombia y en la de la experiencia centroamericana.

Lejos de un clima de confianza en el futuro, los años que siguieron a la batalla de Ayacucho estuvieron cada vez más dominados por un clima de amargura y desaliento que se expresaría elocuentemente, entre muchas otras manifestaciones, en la correspondencia entre Bolívar y Sucre. Un estado del espíritu que alguien ha llamado “el desencanto de los héroes”7. En rigor, habrían de transcurrir muchas décadas antes de que América Latina volviera a verse con expectati-va y esperanza por parte de nativos y extraños.

Bibliografía

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Marichal, Carlos, A century of debts crisis in Latin America, Prince-ton, Princeton University Press, 1989.

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Rojas, Rafael, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica, Madrid, Taurus, 2010.

Notas

1 Uno de los primeros en hablar de “triángulo atlántico” fue Arthur Whitaker en un ensayo publicado originalmente en 1951. Arthur P. Whitaker, “Las Américas en el Triángulo Atlántico”, en Lewis Hanke (comp.), ¿Tienen las Américas una historia común? Una crítica de la teoría de Bolton, México, Diana, 1966. 2 Al respecto, ver, en este mismo número, el artículo de Jaime Rodrí-guez O.3 El Virreinato de Nueva España, integrante del Imperio Español, lle-gó a abarcar territorios en Norteamérica, Centroamérica, Asia y Oce-anía. En este caso, el autor se refiere al territorio del actual México.4 Monroe Doctrine, 2 de diciembre de 1823 [disponible en http://ava-lon.law.yale.edu/19th_century/monroe.asp].5 William W. Kaufmann, British Policy and the Independence of Latin America, New Haven, Yale University Press, 1951.6 Itinerario documental de Simón Bolívar. Escritos selectos, Caracas, República de Venezuela, Ediciones de la Presidencia, 1970.7 Rafael Rojas, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica, Madrid, Taurus, 2010.

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¿Cómo puede explicarse este sorprendente fenómeno de que después de tres siglos de dominación [�], las libertades de las ciudades de España se hubieran conservado [...]? Y ¿cómo puede explicarse que precisamente en el país en que el absolutismo apareció en su forma más ruda antes que en los otros Estados feudales, el centralismo no pudiera echar nunca raíces? [�] Sólo así pudo darse el caso de que Napoleón [...] se viera desagradablemente sorprendido al darse cuenta de que, a pesar de que el Estado español era un cadáver, la sociedad española estaba llena de vida y de vida

sana y que en todas partes resistía con fuerza.

Karl Marx, 1854

De los pueblos al pueblo1

Como parte de la monarquía española mundial, Nueva España tuvo una larga y constante tradición representativa que comenzó desde sus primeras épocas y que alcanzó su apogeo con la constitución hispánica de 1812. La monarquía española, parte medular de la ci-vilización occidental, abrevó de la cultura europea, misma que com-partía y que se originó en el mundo clásico antiguo. Fue en el siglo XII cuando las ciudades, o los “pueblos”, emergieron como actores políticos de importancia. En Castilla-León, obtuvieron poder e in-fluencia porque sus recursos financieros y materiales, en particular sus milicias, resultaron cruciales para la Corona en el tiempo de la Reconquista. El poder político de las ciudades y los pueblos aumen-tó en forma gradual, hasta alcanzar su cenit en el reinado de los Re-yes Católicos, quienes hicieron uso de estas entidades para pacificar y unificar el territorio2.

A cambio de su apoyo, los pueblos obtenían fueros o privilegios que les otorgaban el derecho a administrar tanto los asentamientos urbanos como las extensas áreas rurales adyacentes. Así, consiguie-ron una forma de gobierno autónomo comparable al de las ciuda-des-estado del norte de Italia. Hacia finales del siglo XIV, la Corona comenzó a nombrar corregidores para las ciudades y pueblos con ayuntamientos. De esta manera, se introdujo a los pueblos dentro de la esfera del poder real, al tiempo que ellos se liberaban del poder de los prelados y los nobles3. Los teóricos políticos identificaron la relación entre el rey y los pueblos, particularmente en las cortes, con la constitución mixta de Grecia y Roma antiguas y con las bandas guerreras germánicas, los comitati, que elegían a sus dirigentes4.

Las ciudades, o los pueblos, y las cortes fueron factores deter-minantes en la política castellana durante el período de conquista y asentamiento en el Nuevo Mundo.

La conquista de México proporciona un ejemplo clásico de la

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aplicación tanto de la teoría política hispánica tradicional como de la autoridad y soberanía de la municipalidad castellana. Hernán Cortés emprendió su expedición desafiando al gobernador de Cuba, Diego Velázquez, y consiguió autoridad sobre sus acciones al establecer un pueblo. Sus hombres asumieron el papel de “vecinos” y fundaron un cabildo en Villa Rica de la Vera Cruz. Cortés y sus hombres justifi-caron su proceder argumentando que no existía una autoridad cons-tituida de manera formal5. En tales circunstancias, de acuerdo con la tradicional doctrina política, la soberanía recaía en el “pueblo”6. El pueblo soberano de Vera Cruz nombró a Cortés “Justicia y Alcalde Mayor y Capitán de todos, a quien todos acatemos [...]”7 y autorizó la conquista de la tierra para el rey8.

Tras la conquista, los primeros pobladores fundaron algunas ciudades y pueblos, entre los cuales destacaba la Ciudad de México. Como había ocurrido antes en las islas, los procuradores de las vi-llas de Veracruz, Espíritu Santo, Colima y San Luis se reunieron en la Ciudad de México, en mayo de 1529, “para platicar e acordar lo que a servicio de Dios e de S. M., e bien e perpetuidad de esta tierra convenga”. En la junta se nombraron procuradores que viajarían a la corte del rey para proteger los intereses “de esta Nueva España”. Al siguiente mes, los representantes se reunieron de nuevo para apro-bar los salarios de los procuradores. También encomendaron al Dr. Ojeda “que procure y negocie con S. M., que esta ciudad de México, en nombre de la Nueva España, tenga voz y voto en las cortes que S. M. mande hacer e los reyes sus sucesores”9. Desde un principio, los pobladores de Nueva España se esforzaron no sólo por contar con representación ante la corte del rey, sino ante el parlamento de Castilla. Su petición resulta sorprendente, sobre todo si se considera que estos primeros pobladores solicitaban que México se convirtiera en la cabecera de la región, de la misma forma que Burgos y Toledo eran cabeceras de sus regiones en Castilla10.

La naturaleza e historia de estas juntas del Nuevo Mundo han sido fuente de muchos desacuerdos. Algunos historiadores han sos-tenido que estas juntas o congresos de ciudades funcionaban como verdaderas cortes. Otros, como Alfonso García Gallo, aseguran que eran “meros Congresos de ciudades11, en los que se contemplaban asuntos de interés común [...] sin aspirar a intervenir en la alta políti-ca estatal”12. En cualquier caso, estas reuniones constituían sin duda cuerpos representativos y, por lo tanto, son prueba de la insistencia de los primeros pobladores sobre el tema de la representación y la constitución mixta.

Algunos historiadores como Mario Góngora han argumentado que el concepto de “poderío real absoluto”, surgido en la Europa del siglo XVI, nunca fue plenamente aceptado en las Indias. Esto fue sin duda cierto en Nueva España, donde Carlos de Sigüenza y Gón-gora, por citar un ejemplo, insistió, en 1680, sobre la primacía del pueblo sobre el gobernante y lo hizo apoyándose en la afirmación de Fernando Vázquez de Menchaca que decía: “Las leyes de un reino, aun las positivas, no están sometidas a la voluntad del príncipe, y por tanto no tendrá poder para cambiarlas sin el consentimiento del pueblo; porque no es el príncipe señor absoluto de las leyes, sino guardián, servidor y ejecutor de ellas, y como tal se le considera”13. Además, el derecho castellano ordenaba, y la corona lo confirmaba, que las autoridades debían negarse a implementar leyes que fueran contrarias a los intereses de la comunidad. Desde 1379, la fórmula “se obedece pero no se cumple” expresaba este hecho14. En 1528, Carlos I expidió un decreto que estipulaba: “los Ministros y Jue-ces obedezcan y no cumplan nuestras cédulas y despachos en que intervinieron los vicios de obrepción y subrepción, y en la primera ocasión nos avisen de la causa por que no lo hicieron”15. Más aún, los pobladores de las Indias perseveraron en el derecho a resistirse frente a leyes injustas, particularmente frente a los impuestos.

La resistencia a la autoridad real –en los hechos, desobediencia civil– fue rampante a lo largo del siglo XVI. Por ejemplo, la revuelta de las alcabalas que tuvo lugar en la ciudad de Quito entre 1592 y 1593 fue encabezada por el ayuntamiento; éste declaró que ya había hecho suficientes contribuciones a la monarquía y que los nuevos

impuestos eran injustificados16. La gente de las Indias afirmaba que poseía derechos que incluso el rey no podía coartar. En el Nuevo Mundo surgió una forma de gobierno mixto, o una constitución mixta, sobre el que la Corona y el pueblo alcanzaron una forma de consenso que no requería de la anuencia institucional. Según John L. Phelan, los pobladores estaban convencidos de que “una constitución no escrita [requería] que las decisiones fundamentales fueran toma-das mediante la consulta informal entre la burocracia real y los súb-ditos del rey [en el Nuevo Mundo]. Por lo general se llegaba a una conciliación entre lo que en idea querían las autoridades centrales y lo que las condiciones y presiones locales podrían tolerar”17.

Aunque la constitución mixta y la representación formaron parte de la experiencia de los primeros pobladores y sus descendientes, la exigencia de representación en las cortes no se intensificó. Más bien parece que a finales del siglo XVI y principios del XVII, las élites del Nuevo Mundo abandonaron sus esfuerzos por obtener cortes locales. En cambio, las ciudades se convirtieron en representantes de los intereses de sus regiones18 y la venta de cargos surgió como un mecanismo importante de gobierno local, suprimiendo el deseo de representación en las cortes. Los criollos, que controlaban los ayuntamientos o cabildos de las capitales virreinales, las capitales de las audiencias y las capitales de las regiones fronterizas, asumieron el derecho y la responsabilidad de representar a sus regiones. Como John Elliott ha observado, esos territorios “se estaban convirtiendo en estados criollos”19.

La situación cambió de manera significativa en el siglo XVIII, cuando los monarcas borbones buscaron un mayor control de sus territorios ultramarinos. Como he señalado en otro lugar, “dos ten-dencias contradictorias […] surgieron a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII: la reivindicación americana de tener una conciencia de sí y el impulso que dieron algunas autoridades de la monarquía de los Borbones para convertir América en una colonia rentable”20. Los habitantes del Nuevo Mundo desarrollaron el sentido de su identidad única en el marco del mundo de habla hispana. Del mismo modo que sus iguales en la Península, los americanos se identificaron con su región y con su historia. No sólo escribieron acerca de la conquista y la cristianización, sino que también incluyeron el pasado indígena. Tal vez el exponente más distinguido de este patriotismo americano fue el novohispano Francisco Javier Clavijero. En su obra Historia antigua de México, publicada en cuatro tomos, Clavijero identificaba la historia de su tierra con la historia de los antiguos mexicanos, al tiempo que la comparaba con la del mundo clásico21. La Historia antigua de México no sólo simbolizaba el orgullo que los novohis-panos sentían por su tierra; también les servía como justificación del deseo de gobernarla ellos mismos. Nueva España se consideraba a sí misma como uno de los reinos de la Monarquía española y deseaba ser reconocida frente al rey como un igual.

Las reformas borbónicas, que han sido descritas como “la se-gunda conquista” por John Lynch y como “una revolución en el gobierno” por David Brading22, no constituyeron un plan de acción cuidadosamente orquestado, determinado y bien ejecutado. Más bien, consistieron en una serie de iniciativas que respondían a las ne-cesidades particulares de la monarquía. La Visita General de José de Gálvez, el establecimiento del Tribunal de Minería, la introducción de un ejército permanente, la creación del sistema de intendencias, la formación de dos nuevos consulados en Veracruz y Guadalajara y la eliminación de los privilegios eclesiásticos transformaron sin lugar a dudas las relaciones de poder en Nueva España. Sin embargo, no representaron, como se ha dicho a menudo, una forma virulenta de colonialismo. Más bien, las reformas borbónicas fueron intentos de la Corona por trazar métodos más eficientes para obtener los recur-sos financieros necesarios para competir en la arena internacional cada vez más hostil. Las ciudades, como representantes de sus re-giones, constituían un obstáculo importante para este esfuerzo, ya que generalmente se oponían al alza de impuestos23. Por lo tanto, las acciones de la monarquía estuvieron encaminadas a reducir su poder tanto en la Península como en América.

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En mayo de 1771, la Muy Noble, Muy Leal, Insigne e Imperial Ciudad de México envió una Representación al rey Carlos III que comenzaba como sigue: “Para asuntos de el interés de toda la Amé-rica Septentrional ha querido V. M. que no tenga otra voz, sino la de esta Nobilísima Ciudad, como Cabeza, y Corte de toda ella”24. Se-gún Annick Lempérière: “La Representación no era una muestra del protonacionalismo, [como algunos han argumentado] sino un ale-gato de derechos jurídicamente bien armado e inatacable según los criterios del ideario monárquico más ortodoxo”25. El ayuntamiento recordó al rey sobre las múltiples contribuciones que había hecho a la monarquía y sobre los importantes títulos, derechos y privilegios que había recibido a lo largo de los años. En la extensa Representa-ción, se sostenía que Nueva España era un reino autónomo dentro de la monarquía española y que sus naturales tenían el derecho a la mayoría de los cargos, tanto civiles como eclesiásticos. En esencia, la erudita Representación reafirmaba el principio del gobierno mixto y el derecho de representación26.

Aunque Carlos III no aceptó las demandas de la Ciudad de México de representar al virreinato de Nueva España, tampoco re-chazó el principio de representación. Como Lempérière ha señalado: “la Corona española desplegó bastante imaginación para liberarse del marco estrecho de la representación urbana, la cual [estaba] apegada a la defensa de privilegios y [...] de patrimonios [...]. Es así como inventó, apoyándose en las tradiciones corporativas más apro-badas, ingeniosos mecanismos de representación al mismo tiempo gremial y territorial”27. El fortalecimiento del Consulado de México, que había rivalizado con el ayuntamiento de la ciudad por mucho tiempo, y la incorporación de dos nuevos consulados, uno en Vera-cruz y el otro en Guadalajara28, son ejemplos de las instituciones en las cuales se apoyaba la Corona para incrementar los ingresos.

Una de las instituciones más interesantes era, empero, el Cuerpo y Tribunal de Minería29. Esta nueva institución se estableció con la finalidad de atender las necesidades de los mineros y la monarquía. Se creía que, en la década de 1760, la producción de plata había decrecido, la industria minera aparentaba encontrarse desordenada y, en 1766, se registró una gran huelga en Real del Monte. Comisio-nado por los mineros, el sabio novohispano Joaquín Velázquez de León escribió una Representación al rey, enviada en 1774, en la que proponía el establecimiento de un gremio minero, un banco de avíos y un seminario o colegio de minería. Dos años más tarde, la Coro-na aprobó la propuesta con algunas modificaciones. Casi todos los reales de minas fueron autorizados para establecer una Diputación compuesta de diputados electos por los mineros locales. Estos cuer-pos representativos atenderían las necesidades regionales. También enviarían representantes al Tribunal en la Ciudad de México para cuidar los intereses generales de la minería y para supervisar la ad-ministración del Banco de Avíos y el Seminario. Velázquez de León se convirtió en el primer director del Tribunal30. Por primera vez en la historia, Nueva España contaba con un cuerpo que representaba a todas las regiones y que se reunía en la capital. Aunque no era una asamblea que representara a todo el pueblo del virreinato y aunque no se ocupaba de las funciones generales del gobierno de Nueva España, representaba, a pesar de todo, un paso importante en el de-

sarrollo del gobierno representativo.Tal y como esperaba la Corona, las nuevas instituciones con-

tribuyeron al crecimiento económico. Pero, sobre todo, apoyaron financieramente a la monarquía. A cambio de una constitución escri-ta (sus Ordenanzas) y del derecho a la representación y al gobierno autónomo, los nuevos cuerpos, particularmente los consulados y el Cuerpo y Tribunal de Minería, acumularon sumas de dinero sin precedentes para apoyar a la Corona. En una época de creciente con-flicto entre las naciones, la monarquía española necesitaba urgente-mente estos nuevos recursos31.

Las nuevas instituciones de “gobierno económico” amenazaron la primacía de las ciudades, que fueron privadas de sus recursos y carecían de la habilidad necesaria para movilizar capital. Sin embar-go, las ciudades no abandonaron la empresa de proteger sus dere-chos y privilegios. Las incesantes y crecientes exigencias de dinero por parte de la corona para costear las guerras en Europa minaron las finanzas de Nueva España. Quizá el mayor trastorno de la economía del virreinato se produjo cuando el rey hizo extensiva la Real Cédula de Consolidación de 1804. Promulgada primero en la Península, en 1798, con el fin de redimir los vales reales y liquidar otras deudas de guerra, la cédula autorizaba a los funcionarios reales a embargar y subastar los bienes de la Iglesia. En vista de que la iglesia de la Nueva España funcionaba como el principal banquero del país, tal medida podía arruinar al virreinato. Inmediatamente, las principa-les corporaciones del reino expidieron Representaciones contra la cédula. Pese a las protestas desesperadas e incluso amenazantes, las autoridades hicieron cumplir la Cédula de Consolidación32. De esta manera, el pacto entre el pueblo y el rey (el principio del gobierno mixto) fue amenazado por un acto extraordinario que hacía gran daño a la sociedad y que no tenía precedente en cerca de trescientos años33. Este acto simbolizaba el “mal gobierno”, al que, según ense-ñaban los teóricos políticos tradicionales, se debía combatir.

Fue en ese contexto que, a lo largo de junio y julio de 1808, llegaron a la Ciudad de México las noticias sobre la ocupación fran-cesa de la Península, el colapso de la monarquía española y el esta-blecimiento de juntas locales por parte de las capitales de provincias. El 19 de julio, el ayuntamiento de México, de mayoría americana, envió una resolución al Virrey José de Iturrigaray solicitándole que continuara “provisionalmente” a cargo del gobierno. El ayuntamien-to justificó su posición sobre la base de la teoría política tradicional hispánica: “por su ausencia [la del rey] o impedimento, reside la soberanía representada en todo el reino y las clases que lo forman, y con más particularidad en los tribunales superiores que lo gobiernan, administran justicia y en los cuerpos que llevan la voz pública”34. Por lo anterior, el ayuntamiento propuso convocar un congreso de ciudades35. Tan pronto conocieron la propuesta de México, otras ciudades como Querétaro y Valladolid también solicitaron la convo-catoria a un congreso de pueblos. Al parecer, el Virrey de Iturrigaray accedió a los argumentos de los españoles americanos. El 1º de sep-tiembre de 1808, solicitó que los ayuntamientos de Nueva España nombraran representantes para una junta en la capital. Pero el Real Acuerdo, compuesto principalmente por españoles europeos, se opu-so a la convocatoria al congreso de ciudades. En lugar de esta asam-

“[...] dos tendencias contradictorias […] surgieron a lo largo de la segun-

da mitad del siglo XVIII: la reivindicación americana de tener una con-

ciencia de sí y el impulso que dieron algunas autoridades de la monarquía

de los Borbones para convertir América en una colonia rentable”.

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blea, el Virrey de Iturrigaray convocó a cuatro juntas entre las prin-cipales corporaciones de la Ciudad de México. Las juntas resultaron turbulentas. Los americanos defendieron un argumento poderoso basado en principios jurídicos, que no habían sido aplicados durante algún tiempo; dicho argumento también estaba en consonancia con la teoría política hispánica y las acciones tomadas por los españoles en la Península ibérica. Los españoles europeos, quienes estaban decididos a mantener el poder, derrocaron al virrey poco después de la medianoche del 16 de septiembre de 1808. A la mañana siguien-te, informaron a los habitantes de Nueva España: “El pueblo se ha apoderado de la persona del [...] virrey; ha pedido imperiosamente su separación, por razones de utilidad y de conveniencia general [...]”. Como señala Virginia Guedea, los conspiradores apelaron a la autoridad del pueblo en un esfuerzo por legitimar su golpe de estado porque, para ese momento, el concepto de soberanía popular había ganado una autoridad considerable36. En la Península, el pueblo ha-bía depuesto a funcionarios que no contaban con su confianza.

La crisis de la monarquía y los acontecimientos de 1808, tanto en España como en Nueva España, marcaron el inicio de una tran-sición importante en la cultura política hispánica. “Los pueblos”, las ciudades y villas actuaron y continuaron actuando por un tiempo como representantes de sus regiones. Sin embargo, el 2 de mayo en Madrid y, más tarde, en la Ciudad de México, surgió un nuevo actor: “el pueblo”, como representante de una nación incipiente y aún dé-bilmente definida.

Nación y ciudadanía en la Constitución de Cádiz

El establecimiento de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, que se reunió por primera vez el 25 de septiembre de 1808, parecía ser una solución para la crisis de la monarquía. Este cuerpo, formado por representantes de las juntas de la Península, pronto se dio cuenta de que necesitaba del apoyo de los reinos americanos para dirigir la guerra en contra de los franceses. La Junta Central reconoció, entonces, las demandas de los americanos sobre el hecho de que sus tierras no eran colonias, sino reinos que constituían una parte integral de la monarquía española y que poseían el derecho a la representación en el gobierno nacional. El 22 de enero de 1809, la Junta Central decretó que los cuatro virreinatos –Nueva España, Nueva Granada, Perú y Río de la Plata–, así como las cinco capita-nías generales -Cuba, Puerto Rico, Guatemala, Venezuela, Chile y Filipinas- debían elegir cada uno un diputado para representarlos en la Junta Central. El 1º de enero de 1810, la Junta Central, incapaz de con-tener la invasión francesa y en un esfuerzo por fortalecer su legiti-midad, decretó la organización de elecciones para convocar a cortes nacionales. En España, cada junta provincial y cada ciudad con de-recho a representación en las cortes anteriores podrían seleccionar a un diputado. Además, se debía elegir un diputado cada cincuenta mil habitantes37.

La Junta Central no tenía la menor idea del tamaño del Nuevo Mundo y de la cantidad de partidos que ahí existían. Según un estudio reciente, Nueva España por sí sola tenía casi 250 parti-dos38. Esto es, casi tantos partidos como diputados que asistieron a las Cortes de Cádiz. Las autoridades en América no estaban seguras de lo que quería decir el decreto. Algunos sostenían que el docu-mento se refería a capitales de “provincia”, cuyo número era menor. Pero algunas capitales de “partido” sí eligieron diputados para las cortes, aunque no a todos les fue posible asistir39. La Audiencia de México, que gobernaba a la sazón el virreinato, determinó que sólo las capitales de provincia podrían elegir diputados. Veinte ayunta-mientos eligieron diputados, aunque algunos más fueron autorizados para organizar elecciones y no pudieron hacerlo. Sin embargo, sólo quince diputados de Nueva España viajaron efectivamente a Cádiz40. Como había sucedido antes, los ayuntamientos dieron a sus diputa-dos instrucciones precisas. Aún los consideraban como procuradores

del antiguo régimen41. Esto cambió una vez que las Cortes Extraordi-narias se reunieron en Cádiz el 24 de septiembre de 1810. El primer acto de los diputados fue declararse como repre-sentantes de la Nación y asumir la soberanía42. Ése era el comienzo de una gran revolución política. Los diputados dejaron de ser gesto-res de sus regiones y se convirtieron en representantes soberanos de la nación española. Esto no significó que dejaran de atender los inte-reses de sus regiones. Ahora, empero, su mayor responsabilidad era la nación. Aunque es difícil determinar el número de diputados que asistieron a las Cortes de Cádiz, en parte porque no todos estuvieron ahí al mismo tiempo, probablemente 67 representaron a América en un cuerpo de aproximadamente 280 diputados43. Muchas áreas del Nuevo Mundo con derecho a elegir diputados no pudieron hacerlo por falta de recursos44.En América del Sur las juntas autónomas de Nueva Granada, Venezuela, Río de la Plata y Chile se negaron a ele-gir representantes ante las Cortes. Pero, pese a todo, los diputados americanos jugaron un papel central en los debates parlamentarios45. Los diputados de España y América que promulgaron la constitución de la monarquía española en 1812 transformaron el mundo hispáni-co.

Antes de examinar la naturaleza de la ciudadanía en la Constitución de 1812, es importante considerar dos cuestiones. En primer lugar, la Carta de Cádiz era un documento radical y revolucionario porque otorgaba el sufragio más democrático y más extenso del mundo para aquella época. Prácticamente todos los hombres adultos tenían de-recho a votar. Este hecho se relega con frecuencia debido a que casi todas las constituciones subsiguientes tanto en España como en la América española restringieron el derecho al voto. En segundo lugar, paradójicamente, la revolución política hispánica no rechazó el pa-sado, antes bien transformó y amplió las instituciones y las prácticas políticas ya existentes. En ese sentido, fue un movimiento de carác-ter evolutivo. Así, a diferencia de la Revolución francesa, que recha-zaba abiertamente el pasado y se proponía crear una sociedad total-mente nueva, la Revolución gaditana se consideraba restauradora de una democracia perdida a manos de los reyes Habsburgo en 1521. Aun cuando muchos historiadores han desechado estas pretensiones por estimarlas una máscara de las acciones revolucionarias, estudios recientes indican que éstas se deben tomar con seriedad. José Anto-nio Maravall, por ejemplo, considera la revuelta de los comuneros como “la primera revolución moderna” y Mónica Quijada ha subra-yado recientemente la naturaleza representativa así como revolucio-naria de dicho movimiento a principios del siglo XVI46.

Al evaluar los éxitos y las limitaciones de las Cortes, resulta útil hacer una comparación con las acciones de organismos deliberativos en otros países. Aun cuando la mayoría peninsular no otorgó a los americanos una igualdad plena, fue más lejos que los legisladores de cualquier otra nación. Sin duda, Gran Bretaña, la supuesta cuna del gobierno representativo moderno, nunca pensó en otorgar a sus posesiones norteamericanas una representación equitativa en su parlamento. De hecho, Gran Bretaña se mostró renuente a otorgar siquiera a los habitantes blancos de sus colonias americanas cual-quier tipo de representación directa en su legislatura. Mientras que la Constitución de 1812 reconocía a indígenas y mestizos como ciu-dadanos de pleno derecho en la nación española, la monarquía britá-nica y más adelante Estados Unidos definieron a la población nativa como extranjeros, no como súbditos de la Corona ni como ciudada-nos de la nueva república. Más aún, Estados Unidos no otorgó a los indígenas47 la ciudadanía sino hasta 1924. La Carta de Cádiz con-sideraba a las personas de ascendencia africana como “españoles”, pero les negaba derechos políticos, así como representación. En este aspecto, las Cortes actuaron sólo de manera un tanto mejor que las legislaturas de otras naciones occidentales, las cuales excluyeron a la población de origen africano de la ciudadanía. Bajo la Constitución hispánica, empero, los libertos de gran mérito podían convertirse en ciudadanos de pleno derecho, algo que ninguna otra nación tuvo en mente durante esa época48.

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Nueva España tuvo una larga y constante tradición representativa que alcanzó su apogeo con la Constitución de 1812. Este documento otorgaba la más extensa representación en el mundo en esa época. El análisis que hace François-Xavier Guerra del padrón electoral de 1813 en la Ciudad de México concluye, por ejemplo, que el 93% de la población masculina adulta de la capital tenía derecho al voto49. La implementación del nuevo proceso electoral constituyó una gran eclosión política que permitió a cientos de miles y probablemente millones de hombres adultos, habitantes de Nueva España, participar en el sistema político.

¿Quiénes eran los ciudadanos a los cuales hacía referencia la Constitución?

Para abordar estas cuestiones dentro del contexto americano resulta necesario, en primer lugar, examinar el texto de la misma y, en se-gundo lugar, advertir la forma en que los requisitos constitucionales se implementaron en el Nuevo Mundo. El artículo 1 de la Constitu-ción de 1812 aseveraba: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. El artículo 5 definía a los espa-ñoles así: “Primero: Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos. Segundo: Los extrangeros que hayan obtenido de las Cortes carta de naturaleza. Tercero: Los que sin ella lleven diez años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la Monarquía. Cuarto: Los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas”.

El artículo 5 menciona a los individuos “avecindados” en alguna parte de la nación española y a aquellos que han obtenido la “ve-cindad” en algún pueblo de la monarquía. Mientras que el término “avecindado” significa meramente residencia, la voz “vecindad” suscita algunas preguntas. ¿Acaso los individuos que no eran veci-nos, esto es, padres de familia, tampoco eran españoles? Eso no pa-rece correcto. Dado que sólo los hombres eran mencionados, ¿quiere decir que las mujeres no eran españolas? No parece ser ése el caso, pues el artículo 20 enumera el matrimonio con una española como fundamento para que un extranjero obtenga la ciudadanía.

Uno podía perder la calidad de ciudadano español “por adquirir naturaleza en país extranjero; por admitir empleo de otro gobierno; por sentencia en que se impongan penas aflictivas o infamantes, si no se obtiene rehabilitación; y por haber residido cinco años consecuti-vos fuera del territorio español, sin comisión o licencia del Gobier-no”. El ejercicio de los mismos derechos se suspendería: “En virtud de interdicción judicial por incapacidad física o moral. Por estado de deudor quebrado, o deudor a los caudales públicos. Por estado

de sirviente doméstico. Por no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido. [Y] por hallarse procesado criminalmente”50.

Si bien, para ser ciudadano, uno debía tener un “modo de vivir conocido”, para ejercer el derecho al voto no existían requisitos de propiedad. Más aún: hasta 1830 la capacidad lectora no fue un requi-sito para los votantes. Un artículo posterior de la Constitución que versaba en torno a las elecciones parroquiales indicaba que “todos los ciudadanos [...], entre los que se comprenden los eclesiásticos seculares”, eran candidatos al voto. Puesto que los eclesiásticos se-culares no eran considerados como “padres de familia”, resulta evi-dente que bajo la Constitución, los ciudadanos no debían ser vecinos en el sentido tradicional del término. Existían dos exclusiones pal-marias del derecho a voto: las mujeres y las personas de ascendencia africana.

Aunque gran parte de los estudiosos ha sostenido que, al ex-cluir a las personas de ascendencia africana, los españoles europeos redujeron la representación americana ante las Cortes, los casos de Guayaquil y Quito demuestran que los americanos eran lo suficien-temente capaces de defender su derecho a la representación extensa o compensar cualquier desequilibrio resultante del deseo de los pe-ninsulares por restringir la representación americana. En el Nuevo Mundo, las autoridades reales conspiraron con los grupos locales para incrementar la representación local51.

En el fuero interno de los ciudadanos y los funcionarios, las nuevas estructuras y procesos políticos también suscitaron preguntas sobre el estatus político de las mujeres, los hijos naturales, los anal-fabetos y los clérigos. Puesto que las mujeres tenían derecho a votar en las elecciones tradicionales cuando eran jefes de familia o veci-nas, algunos se preguntaron si podrían votar también en las nuevas elecciones populares52. Las autoridades superiores de Quito respon-dieron que, bajo la Constitución de 1812, los hombres votarían como individuos y no como jefes de familia. A resultas de ello, las mujeres jefes de familia no estaban acreditadas para votar. Ya que la constitu-ción no distinguía entre los hombres legítimos e ilegítimos, los hijos naturales poseían derechos políticos. Algo parecido sucedía con los hombres iletrados que, cumpliendo las demás formalidades, podrían votar, pues la Carta Magna no impuso requisitos de educación sino hasta 1830. Finalmente, de acuerdo con la Constitución, sólo el clero secular tenía derecho al voto. De esta manera, los miembros de las órdenes regulares fueron sustraídos del sufragio53.

Las elecciones ampliamente difundidas en las regiones realistas de América demuestran que la gente del continente estaba decidida a participar en el nuevo sistema electoral. En otras palabras, ellos optaron por ejercer sus derechos como ciudadanos de la monarquía española. Durante dos períodos constitucionales, de 1812 a 1814

La crisis de la monarquía y los acontecimientos de 1808, tanto en España

como en Nueva España, marcaron el inicio de una transición importan-

te en la cultura política hispánica. “Los pueblos”, las ciudades y villas

actuaron y continuaron actuando por un tiempo como representantes de

sus regiones. Sin embargo, el 2 de mayo en Madrid y, más tarde, en la

Ciudad de México surgió un nuevo actor: “el pueblo”, como represen-

tante de una nación incipiente y aún débilmente definida.

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y de 1820 a 1822, millones de hombres americanos votaron y con-formaron miles de ayuntamientos constitucionales, 16 diputaciones provinciales, y eligieron a cientos de diputados para las Cortes. La revolución política era a todas luces más profunda y más amplia que la insurgencia, la cual ha recibido el grueso de la atención académi-ca. Esta revolución tuvo su mayor impacto en la América septentrio-nal, esto es, Nueva España y Centroamérica, que participaron más de lleno en el nuevo sistema constitucional que cualquier otra porción de la monarquía, incluida España misma.

La nueva política electoral y sus efectos

Algunos historiadores, como François-Xavier Guerra, han sostenido que las elecciones constitucionales no constituyen un ejemplo de ciudadanos “modernos” ejerciendo sus derechos, sino que reflejan las acciones de vecinos tradicionales representando a sus pueblos. Desde esta perspectiva, las elecciones no eran modernas puesto que “no hay ni candidatos, ni programas, ni campañas electorales”54. Los estudios recientes demuestran que este argumento es erróneo. El trabajo de Virginia Guedea sobre las elecciones para ayuntamiento en la Ciudad de México en el período 1812-1813, muestra que tanto los candidatos como las campañas electorales eran parte del proce-so electoral55. Personalmente, he encontrado que lo mismo sucedía en Quito y Guayaquil durante aquella época. El ejemplo más claro de campañas políticas “modernas” se encuentra en Oaxaca. Ahí, dos partidos políticos y socioeconómicos se formaron en 1814: los “aceites” y los “vinagrillas”. Los nombres fueron inventados por los respectivos oponentes. Como se podrá suponer, los aceites formaban el partido de los grandes comerciantes, terratenientes y otras élites, mientras que los vinagrillas eran grupos populares. Estos dos parti-dos dominaron la política oaxaqueña durante la década de 182056.

La transformación del pensamiento político en el mundo hispá-nico tuvo lugar al tiempo que surgió la participación política masiva. El cambio fue gradual, empero, y las viejas prácticas y tradiciones se mezclaron con las nuevas. La aparición de un pueblo activo en 1808, las elecciones de 1809 y 1810 y, después de 1812, las elecciones constitucionales populares involucraron rápidamente a los ciudada-nos, quienes constituían el pueblo, en los asuntos del día a día. Con la emergencia de la política popular, también surgieron políticos populares, principalmente curas, militares de nivel medio, abogados y funcionarios. Estos políticos representaron muchos intereses, con frecuencia distintos a los de sus corporaciones. Aunque en ocasiones pudieron apoyar los intereses del alto clero y las fuerzas armadas, las actividades políticas de los curas y los militares a menudo chocaban

con dichos intereses. Por ende, la existencia de políticos que además eran miembros del clero o del ejército no debe confundirse con la influencia o la dominación clerical o militar.

Como resultado de la ampliación del sufragio a grandes sectores de la población, las élites nacionales se encontraron en competencia no sólo con las élites de provincia, sino con grupos populares en las ciudades y con los campesinos que desafiaron su poder. Las nuevas estructuras políticas democráticas ofrecían una arena inédita en la cual todos los grupos podían defender sus intereses. Con el tiempo, las élites nacionales y provinciales de todas las nuevas naciones, como España, México, Ecuador, Perú, Argentina, etcétera, estuvie-ron de acuerdo en la necesidad de limitar la participación política a pequeños grupos en las capitales nacionales y regionales. Los de-fensores del orden echaban mano de la fuerza frecuentemente para restringir el sufragio, fortalecer el poder ejecutivo y centralizar el gobierno nacional. El conservador mexicano José María Luis Mora expresó el punto de vista de estos dirigentes al declarar que: “Todas las repúblicas nuevas de América que [...] [han adoptado] los princi-pios de la Constitución española [...] han caminado sin interrupción de una revolución a otra sin acertar a fijarse en nada [...]”57.

A su vez, el 14 de julio de 1813, el comandante militar de Cuen-ca, el Coronel Antonio García, notificó al jefe político Montes que el “desagrado o conmoción de los Yndios” de la región comenzó “con la publicación de la Constitución [...]”58.

Cuando la Carta de Cádiz otorgó igualdad a los indígenas, tam-bién abolió sus privilegios especiales bajo la república de indios. Todos los ciudadanos, indígenas y no indígenas, eran ahora elegibles para servir en los antiguos gobiernos indios. De la misma manera, los indígenas podían aspirar a puestos en los antiguos ayuntamien-tos españoles59. Además, puesto que la Constitución permitía a los pueblos con mil almas o más formar ayuntamientos, los pueblos pequeños ya no estaban supeditados a las grandes ciudades y, en las antiguas repúblicas, los pueblos sujetos ya no dependían de las cabe-ceras. Estos cambios, naturalmente, inquietaron a los individuos y a los grupos que se habían beneficiado del antiguo régimen.

El proceso electoral desveló conflictos dentro de la sociedad indígena y proporcionó oportunidades a aquellos que antes habían sido excluidos para contender por puestos y obvenciones controla-dos previamente por las élites nativas. En algunos casos, los viejos “Governadores, Casiques y Mandones [...] de dichos Pueblos” fueron echados en las elecciones. Perdidos sus empleos, vieron irse también sus salarios y otros emolumentos. Algunos ex-funcionarios afirmaron que los curas y comisionarios nombrados para supervisar las elecciones eran responsables de su expulsión. Dichos ex-funcio-narios indígenas retiraron su apoyo al nuevo sistema constitucional

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y exigieron que se restaurara el antiguo régimen. De no ser así, amenazaban con rebelarse. García indicó que los antiguos dirigentes indígenas descontentos “me parece no se oponen a la Constitución”. No obstante, acusaban a los curas y comisionados de alentar y apo-yar la elección de nuevos grupos indígenas, así como no indígenas. Los antiguos funcionarios indígenas sostenían, exagerando, que se habían “elegido por los Curas y Comisionados a solo blancos, siendo muy estraño que hubiese Pueblo donse eligió uno que no era Vecino, y se llevó de esta Ciudad [de Cuenca] a que mandase el Pueblo de puros Yndios, quando tan buenos son estos como aquellos, y mejor governados estarían por sus mismos compatriotas quienes conocen su carácter”60. García pensaba que los funcionarios indígenas habían sido echados de sus puestos porque “a estos infelices no se les expli-ca la Constitución, y su verdadero sentido [...]. [Más aún, se queja-ba,] ni se ha comicionado una persona de luces [...] para explicarles el nuevo sistema”61. Es probable, empero, que los viejos funcionarios indígenas buscaran retener sus prerrogativas y defender su estatus ante los naturales más jóvenes que comprendían el nuevo sistema constitucional y que utilizaban este conocimiento para influir en sus comunidades y desafiar el status quo.

El comandante García intentó apaciguar a los antiguos funcio-narios indígenas asegurándoles que el jefe político Montes resol-vería el asunto. Sin embargo, también temía que los indios descon-tentos se sublevaran, y creía necesaria la acción pronta para evitar la violencia. Consecuentemente, solicitó que Cuenca fuese fortificada; “que en esta Ciudad haigan siquiera docientos Fusiles corrientes con los que las Armas del Rey tendran el respeto debido sin que hayga quien se atreba a perturbar la Paz”62. El funcionario concluía así: “suplico a V. E. de mi parte provea de remedio a estos infelices manteniendolos con sus Casicasgos y empleos en el mismo pie que estubieron antes [...]. Siendo por otra parte necesarios”, declaraba, “aquellos nombramientos y empleos para el auxilio de la Cobran-za de Tributos, avios de Correos, y demas servicios de República [...]”63. Aún así, en Quito, el fiscal recomendó que no se actuara a menos que hubiera pruebas de fraude o connivencia que justificaran la anulación de las elecciones.

Si bien algunos ex-funcionarios indígenas se quejaron de haber perdido las elecciones por fraude o connivencia, ninguno fue capaz de presentar evidencia creíble durante el primer período constitucio-nal, de 1813 a 1814. Aún así, tras el restablecimiento de la Consti-tución en 1820, los antiguos “Regidores del Ylustre Ayuntamiento del Pueblo de San Juan del Valle”, cerca de la Ciudad de Cuenca, afirmaron que, antes de las elecciones de 1821, el “Cura Parroco de dicho Pueblo [...] hubiese mandado repartir muchos papeluchos de nombramientos de electores, siendo todos de un mismo tenor, y una misma letra [...]”64.Los “papeluchos” fueron distribuidos no sólo a unos cuantos individuos, sino que “todo el Pueblo [...] recibió aque-llos papeles seductivos [...]”. Los antiguos regidores habían tolerado tales acciones en las elecciones de 1814 “porque no estubimos en-teros de lo que contenía dicha Constitución [...]”. Ahora que habían comprendido el nuevo sistema político, los antiguos regidores se daban cuenta de que la Carta prohibía tal proceder. En cambio, afir-maron ser necesario “que cada individuo nombre a las personas que fuesen de su voluntad. Nosotros como que miramos la infracción con que se ollaba y atropellaba una soberana disposición, nos oposimos a

tan criminal hecho [...]”. En su extenso alegato, afirmaban que “nin-gún Elector aunque sea Parroco, o de igual otra dignidad, no debe tener mezcla en [...] [el proceso electoral]”. El pueblo tenía derecho a actuar conforme a su voluntad. Los regidores también subrayaban que la autoridad moral del clero le permitía ejercer una influencia desmedida sobre la población rural. Los “feligreses por el respeto del Parroco”, señalaban, “no podían faltar, como no han faltado en admitir [...] [esos papeluchos]”. Ésa era la única razón, según decla-raban, por la que el pueblo aceptaba “aquellos papeles seductivos”. Más aún, decían, “la soberana Constitución” determinaba que una tal elección “es nula de ningun valor”. Por lo tanto, insistían en que una nueva elección libre era necesaria para San Juan del Valle65.

Las autoridades de Cuenca, que ya estaban involucradas en otra investigación de fraude concerniente a las elecciones en la ciudad misma, no respondieron de inmediato a los cargos. En consecuencia, los antiguos regidores de San Juan del Valle llevaron sus acusaciones al Juez de Letras interino. El juez ordenó al alcalde de la Ciudad de Cuenca, el Dr. Diego Fernández de Córdova, investigar el asunto. El alcalde determinó que en verdad se había fraguado la conniven-cia y pidió nuevas elecciones. Aquellos que ganaron las elecciones originales acudieron a las autoridades superiores en Quito. El fiscal aceptó que la elección del ayuntamiento de San Juan del Valle había sido irregular y aprobó las recomendaciones de Fernández de Cór-dova. No obstante, el conflicto tenía lugar entre miembros de la an-tigua élite indígena y hombres más jóvenes que utilizaban el sistema constitucional para buscar puestos mucho antes de lo que habría sido posible en el antiguo régimen. Las nuevas elecciones arrojaron re-sultados encontrados. Un alcalde y cuatro antiguos regidores fueron electos, pero la oposición mantuvo cuatro escaños. El pueblo de San Juan del Valle permaneció ferozmente dividido durante años66.

La decisión de anular la primera elección en San Juan del Valle se basó en presiones locales más que en los requerimientos de la Constitución o los decretos electorales de las Cortes. En una situa-ción similar en la Ciudad de México, las autoridades, tras una inves-tigación exhaustiva, determinaron que la distribución de papeletas con los nombres de los electores no era ilegal. Tal actividad no esta-ba prohibida ni por la Constitución ni por cualquiera de los decretos electorales de las Cortes. En el caso de la Ciudad de México, las autoridades acordaron que sería difícil recordar los nombres de todos los electores a ser votados, y que no sin razón la gente podría llevar consigo listas a la elección. También acordaron que la campaña preelectoral se había dado en ambos bandos y que no era ilegal que algunos individuos propusieran listas electorales a los votantes67.

El rol de los indígenas

La mayoría de los estudios sobre la revolución constitucional, em-pezando por el artículo pionero de Nettie Lee Benson, publicado en 1946, examina el caso de la Ciudad de México, lo que provoca entre algunos estudiosos la tendencia a interpretar dicha revolución como un fenómeno limitado exclusivamente a las ciudades principales y a las élites. De acuerdo con dichos estudios, la población rural, con una vasta mayoría de indígenas, no disfrutó de los derechos y privi-legios de la nueva ciudadanía. Algunos historiadores han sostenido,

Así, a diferencia de la Revolución francesa, que rechazaba abiertamente

el pasado y se proponía crear una sociedad totalmente nueva, la revolu-

ción gaditana se consideraba restauradora de una democracia perdida a

manos de los reyes Habsburgo en 1521.

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por ejemplo, que los indígenas no sabían nada sobre la naturaleza de la nueva política de élite, ni la comprendían. Antes bien, dicen, su visión del mundo se limitaba a su pueblo y les importaban poco los acontecimientos ajenos al sonido de la campana de la iglesia68. Investigaciones recientes han demostrado que tales perspectivas son incorrectas. El trabajo de Claudia Guarisco sobre el Valle de Méxi-co, el estudio de Yucatán realizado por Terry Rugeley, el trabajo de Antonio Escobar Ohmstede y Michael Ducey sobre la Huasteca, los estudios de Peter Guardino sobre Guerrero y Oaxaca, la investiga-ción de Guatemala hecha por Xiomara Avendaño y Jordana Dym, el trabajo de Carl Almer sobre Venezuela y mis propios estudios sobre Oaxaca, Guadalajara, Quito y Guayaquil demuestran que la pobla-ción rural (los indígenas, mulatos y mestizos) estaba enterada y en-tendía el significado del nuevo orden constitucional. Esta población tomaba en serio su nuevo papel de ciudadanos69.

Los siguientes ejemplos extraídos de mi investigación sobre la diputación provincial de Quito y la antigua provincia de Guaya-quil resaltan la importancia de la participación popular en el nuevo sistema constitucional. Tras la publicación de la Carta Magna, las comunidades indígenas de la región de Cuenca y Loja comenzaron a formar ayuntamientos constitucionales. Estas comunidades basaron sus acciones en el artículo 310, que declaraba: “Se pondrá ayunta-miento en los pueblos que no le tengan [...]”. La fracción más impor-tante del artículo aseveraba: “[...] no pudiendo dejar de haberle en los que por sí o con su comarca lleguen a mil almas”70. De acuerdo con los funcionarios locales, los indígenas, una vez enterados de que ahora eran ciudadanos españoles con derechos políticos plenos, pro-cedieron a formar “una infinidad de Cabildos [constitucionales][...] en los Pueblos y Haciendas más despreciables [de la región][...]”71. A pesar de que se les dijo una y otra vez que no podrían establecer ayuntamientos constitucionales dentro de propiedades privadas, los indígenas, a lo largo y ancho de la zona, siguieron formando ayun-tamientos “[...] en Haciendas y Estancias o Hatos de los particulares con quebrantamiento de la Constitución y Reglamento de caso, y perjuicios grabes [...]”72. Sus acciones preocupaban a los terratenien-tes y a todos los ciudadanos de recto parecer quienes insistían en la obediencia a la Constitución. En defensa de sus actividades, los indí-genas mostraron copias del artículo 310 de la Constitución, donde se incluía la fracción que afirmaba que no debía evitarse la formación de ayuntamientos en aquellos lugares con una población mínima de mil almas; esto con el fin de probar que la Constitución les concedía el derecho de establecer esos cuerpos de gobierno. A Diego Fernán-dez de Córdova, el alcalde constitucional de la Ciudad de Cuenca, le preocupaba que “los Yndios mal aconsejados” estuvieran siendo seducidos por desconocidos73. Pese a las preocupaciones expresadas por las autoridades locales, los funcionarios en Quito se negaron a tomar acciones para evitar que los nuevos “ciudadanos españoles” establecieran ayuntamientos ahí donde existiera el número necesario de pobladores.

La lucha por el control del Ayuntamiento Constitucional de la ciudad de Cuenca subraya la importancia del voto indígena. Cuenca, como otras ciudades grandes, tenía parroquias tanto urbanas como rurales. Las nueve parroquias rurales de la ciudad (Sidcai, Déleg, Baños, Nabón, Paute, Taday, Nirón, Pagcha y Gualaceo) estaban pobladas principalmente por indígenas, así como algunos mestizos y

unos cuantos mulatos y negros. Aunque no se trataba de repúblicas, las parroquias rurales habían sido administradas tradicionalmente por funcionarios indígenas. Las coaliciones interétnicas comenza-ron a formarse poco tiempo después de que la Constitución fuese publicada. Los notables locales, quienes mantenían estrechos lazos con las élites indígenas, parecían haber asumido que ganarían con facilidad las elecciones al ayuntamiento constitucional de Cuenca. Para su sorpresa, el Lic. Juan López Tornaleo –teniente asesor del gobernador y, en su ausencia, gobernador en funciones– formó una coalición interétnica de indígenas y mestizos que ganó las elecciones en las parroquias rurales. Aunque las dos parroquias urbanas eran las más pobladas, sólo poseían 20 electores de parroquia, mientras que las nueve parroquias rurales tenían un total de 35. Ya que López Tornaleo y sus aliados ganaron casi todas las elecciones rurales, así como unos cuantos electores en la ciudad, asumieron el control total del Ayuntamiento de Cuenca. Naturalmente, los criollos y la élite in-dígena derrotados protestaron con vehemencia ante tales resultados. Ellos argumentaban que se había perpetrado un fraude y que había existido connivencia; los dos cargos más importantes eran: 1) que los curas y los comisionados electorales nombrados por López Tornaleo habían “seducido” a los nativos “inocentes” e iletrados, quienes no se dieron cuenta de por quién votaban; y 2) que el gobernador in-terino había privado del sufragio a numerosos indígenas al declarar falsamente que eran conciertos.

Después de una larga investigación, las autoridades en Quito resolvieron que la elección había sido en efecto fraudulenta porque los indígenas que no vivían en haciendas habían sido privados de sus derechos como ciudadanos españoles74. Las autoridades supe-riores declararon que se debía organizar una nueva elección, ya que “no han concurrido a la elección todos los miembros del pueblo [o sea los indios]”75 en la primera. El jefe político Montes removió al gobernador interino López Tornaleo de su cargo y convocó a nuevas elecciones. Esta vez, los indígenas aliados con la élite criolla se im-pusieron en las parroquias rurales y junto con sus aliados blancos ga-naron el control del Ayuntamiento de Cuenca. El alcalde triunfador, Diego Fernández de Córdova, expresó una gran satisfacción porque “la Monarquía Española es una en derechos” y sus “conciudadanos”, los indígenas, habían votado76. En este caso, la más antigua coalición interétnica pre-constitucional derrotó a la nueva coalición de López Tornaleo conformada por indígenas y mestizos. En ambas eleccio-nes, el voto indígena determinó el resultado.

Los indígenas no estaban preocupados simplemente por las eleccio-nes y el gobierno, también estaban decididos a proteger sus dere-chos. Según la tradición, el inca Tupac Yupanqui había conquistado a los naturales de la región, los Cañaris, tras años de guerra. Se dice que el inca vencedor procedió entonces a masacrar miles de Cañaris y a arrojar sus cuerpos al Yaguar Cocha, el lago sangre. Los Cañaris cobraron venganza más tarde, uniéndose a los españoles en contra de los Incas. El resultado fue que gozaban de un estatus especial y estaban exentos de varias obligaciones. Las comunidades indígenas del área tenían la reputación de ser leales a la Corona77. Y, de hecho, pelearon en nombre del rey contra los insurgentes de Quito de 1809 a 1812. Sus derechos fueron respaldados por la abolición del tributo que declararan las Cortes en 1811 y por la Constitución, que hacía

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de los indígenas ciudadanos plenos de la Nación española, dando fin de esta manera a las obligaciones basadas en el origen étnico. Sin embargo, el General Joaquín Molina, que entonces peleaba contra los autonomistas de la Junta de Quito, al abrigo del principio “se obedece pero no se cumple”, no publicó el decreto de las Cortes que abolía el tributo78. Al suprimir la Junta de Quito en diciembre de 1812, su sucesor, el general Montes, ordenó la recaudación del tribu-to en todas las regiones del antiguo Reino de Quito, incluidas Cuen-ca y Loja, para pagar los altos costos de reprimir a los insurgentes79.

La reacción entre los Cañaris fue inmediata. El 18 de enero de 1813, en la Ciudad de Quito, “Agustín Padilla, Indio del Pueblo Cañar, y soldado de cavallería de la Ciudad de Cuenca”, entregó un memorial formal al general Montes, solicitando que le fuese conce-dido renunciar al ejército y regresar a su hogar. Padilla afirmaba:

[…] a pesar de las obligaciones que me asisten, de mantener una pobre muger, hijos, y unos padres de edad abanzada con mi su-dor y trabaxo, me hizo desertar todos los estorvos que tenía, por defender voluntariamente la justa causa a que soy benido. Yo seguiría gustoso en servicio pero como soy Indio y pago el Real Tributo me es indispensable el retirarme a mi tierra, para traba-jar y cumplir con esta obligación, pues no puedo a un mismo tiempo hacer dos servicios; por lo que suplico a la piedad de V. E. que entendiendo a lo que llebo expuesto, darme la respectiva licencia y pasaporte para seguir mi destino, si fuese del agrado de V. E. Por tanto a V. E. pido y suplico así lo provea y mande como solicito jurando no proceder de malicia, etc.

El capitán de dragones Juan Benites apoyó la solicitud de Padilla, afirmando que era un soldado leal y valeroso y que la carga del tri-buto era muy real, no sólo para Padilla, sino para todos los indígenas tributarios de la compañía. No tardaron en llegar otras peticiones. En el lapso de un mes, varios cientos de soldados Cañar, hombres que habían constituido la columna vertebral de las fuerzas realistas, regresaron a casa80.

Los antiguos soldados jugaron un papel central en la movili-zación de sus comunidades para oponerse al tributo. En los meses siguientes, los indígenas de toda Cuenca y Loja se rehusaron a pagar tributo argumentando que la Constitución los había hecho ciudada-nos españoles y, por lo tanto, no estaban obligados a llevar dichas cargas. Cuando las autoridades locales disintieron, los indígenas justificaron su negativa a pagar el tributo produciendo copias ma-nuscritas de los artículos constitucionales que avalaban su posición. El gobernador de Loja temía que los curas estuvieran incitando estas acusaciones, así que pidió al obispo que sus curas no minaran la autoridad del gobierno. El obispo acató la petición y urgió a los párrocos “se abstengan de influir directa o indirectamente en puntos

que puedan comprometer la tranquilidad pública o la falta de subor-dinación a las Autoridades legítimamente constituidas [...]”81. En un intento por “aquietar a los Yndios”, el jefe político superior Montes redujo el monto del tributo. Durante algún tiempo la agitación con-tra el tributo terminó en apariencia. En 1814, comenzó de nuevo. Cuando José Ygnacio Checa, un funcionario local en el pueblo de Tablabamba en el partido de Loja trató de “hacerles saver la rebaxa de Tasas”, fue apedreado. Como indicaba Checa, “los seductores han podido hacer muy repugnante esta contribución [...]”82. Esta vez, los dirigentes indígenas defendieron sus acciones exhibiendo copias impresas de la Constitución. Tras una investigación exhaustiva, las autoridades determinaron que los documentos estaban entrando al territorio desde el vecino partido peruano de Trujillo. Puesto que la región sureña de Loja caía bajo la jurisdicción del obispo de Tru-jillo, las autoridades civiles solicitaron su colaboración para evitar la circulación de material inapropiado. Aunque el obispo ordenó una investigación, fue incapaz de determinar si un cura dentro de su jurisdicción estaba alentando a los indígenas a no pagar tributo. En cambio, la investigación reveló que los indígenas de Loja esta-ban difundiendo la información de que las comunidades indígenas de Trujillo, que en el pasado habían estado sujetas al tributo, ya no debían pagar, puesto que la Constitución lo prohibía. Algunos distri-buyeron pequeñas esquelas afirmando “lo que el Rey da, no quita”. Otros sostenían que “siempre que todo el Reyno buelva a pagar di-cho Ramo [...]” ellos también pagarían tributo, pues eso significaba ser ciudadano; todos eran iguales ante la ley83.

Estas acciones demuestran que la población indígena de la pro-vincia de Quito no vivía aislada. Los indígenas estaban en constante comunicación, no sólo con sus contrapartes en otras jurisdicciones, sino también con otros grupos de la sociedad. Ellos no dependían enteramente de los curas para mantenerse informados, sobre todo en materia de política. Conocían y entendían los asuntos que les afec-taban y defendían hábilmente sus intereses84. Incapaz de poner en vigor la recolección del tributo en extensas áreas de la provincia de Quito, el jefe político superior Montes ordenó su abolición en mayo de 1814.

Éstas no fueron las únicas consecuencias imprevistas del nue-vo orden constitucional. Muchos indígenas, antiguos miembros de repúblicas de indios, invocaron su estatus de ciudadanos españoles para negarse a cumplir con el servicio personal o el trabajo forzado. Estos indígenas se negaban a trabajar para la iglesia o en proyectos públicos como caminos y edificios de gobierno. También se negaron resueltamente a pagar el diezmo argumentando que la Constitución había puesto fin a esas obligaciones. Muchos dejaron de contribuir al sustento de los curas parroquiales85. Otros tantos se negaron a ir a misa o a enviar a sus hijos a la escuela. En unos cuantos casos, indí-genas que habían sido arrestados por generar desorden en estado de

Durante dos períodos constitucionales, de 1812 a 1814 y de 1820 a

1822, millones de hombres americanos votaron y conformaron miles

de ayuntamientos constitucionales, 16 diputaciones provinciales, y eli-

gieron a cientos de diputados para las Cortes. La revolución política era

a todas luces más profunda y más amplia que la insurgencia, la cual ha

recibido el grueso de la atención académica.

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ebriedad, defendieron su proceder declarando que como ciudadanos españoles libres podían hacer lo que quisieran86. Algunos incluso se negaron a pagar sus deudas creyendo que la Constitución había puesto fin a esas obligaciones. Los funcionarios locales, conster-nados, sólo podían quejarse de los indígenas, “siendo incredible su altanería”, ante las autoridades superiores, con la esperanza de que fueran ellos quienes restauraran el orden87.

Conclusiones

La introducción de la Constitución de 1812 desató una profunda revolución social y política que apenas comenzamos a estudiar. El nuevo sistema transformó las relaciones de poder. Los indígenas del Reino de Quito reaccionaron con avidez ante el nuevo panorama. Si bien algunas autoridades y muchos miembros de la élite se re-sistieron a reconocer el nuevo estatus político de los indígenas, los registros del Archivo Nacional de Historia en Quito muestran que la mayor parte de los funcionarios intentaron implementar el nuevo sistema revolucionario. Esto no quiere decir que no trataran de in-fluir en los acontecimientos. Es evidente que exageraron el número de almas con derecho a representación para incrementar el número de diputados de la Provincia de Quito ante las Cortes. De manera similar, redujeron el número de dichas almas cuando se trataba de establecer el número de electores parroquiales, tal vez para controlar las elecciones a los dos niveles más altos de gobierno, las Cortes y la Diputación Provincial. A pesar de estas manipulaciones, defendieron con firmeza la participación de los indígenas en el nivel local de los ayuntamientos constitucionales. No tenían opción. Los indígenas, particularmente los de Cuenca y Loja, habían apoyado a la Corona en contra de los insurgentes quiteños. Su servicio militar les había abierto una perspectiva más amplia al permitirles el contacto con gente de otras regiones y les había dado una muestra de las amplias posibilidades del nuevo sistema político constitucional. Los indíge-nas demostraron tener la misma energía para defender sus intereses bajo el nuevo orden. Aun cuando la mayor parte de quienes vivían en fincas privadas eran conciertos, ellos también actuaron para proteger sus intereses y establecieron numerosos ayuntamientos constitucio-nales. Los indígenas defendieron sus acciones con fuertes argumen-tos constitucionales que las autoridades en Quito no desafiaron.

Como lo demuestran las elecciones de Cuenca y Loja, los indí-

genas no conformaban un bloque unitario. Al igual que otros grupos sociales, estaban divididos por intereses y ambiciones individuales, familiares y locales. La mayoría intentaba conseguir estos intereses por medio de la participación en coaliciones interétnicas. Así, se encontraban indígenas en ambos lados de la mayor parte de las con-tiendas políticas. Su participación en las contiendas locales por el control político dotó a los indígenas de poder e influencia. Resulta evidente, a partir de la oposición al tributo, que los dirigentes indí-genas no tardaron en aprender a utilizar el nuevo sistema político para sus propios fines. Aunque las autoridades temían que los curas estuvieran incitando a los indígenas a oponerse, no existe evidencia de ello en los documentos. Por el contrario, muchos curas informa-ron que los nativos ya no apoyaban a la iglesia parroquial. De hecho, la iniciativa y la determinación de los indígenas es sorprendente. Algunos de ellos intentaron llevar sus nuevos derechos constitucio-nales incluso más allá de los límites que buscaron los redactores de la Carta de Cádiz88.

El activismo político de los indígenas se mantuvo vigente tras la independencia. El 28 de septiembre de 1822, los naturales del Pue-blo de San Felipe se rehusaron a trabajar en la fábrica de pólvora de Latacunga. Argumentaban “que la Constitución de Colombia, y por su Código que nos gobierna, está declarado que todo hombre Repu-blicano, no es ni puede ser feudatario ni sujeto contra su voluntad a ningún servicio vil, conceptuándolo al hombre libre en sus acciones y derechos Sagrados que posee. Por lo tanto no puede constituirle a ninguno por estrépito, fuerza, ni violencia a que sirva en ningún Ministerio, no siendo que sea con su espontánea voluntad”. Además, “los Yndígenas como gozan de los mismos privilegios que cualquier otro Ciudadano, no pueden estar sujetos a que sus peticiones ni en ninguna causa se siga por los Procuradores sino por ellos solos, con que esta comprobada la libertad que gozamos los Yndígenas”89.

Apenas cuatro meses después de la derrota de los realistas en la batalla de Pichincha, los naturales del antiguo Reino de Quito ya usaban la Constitución de Colombia para defender sus intereses, de la misma manera en que antes se habían apoyado en la Constitución de Cádiz. Está claro que los indígenas no eran las víctimas pasivas que muchos historiadores describen. Ellos, como muchos de sus conciudadanos, eran participantes activos en el surgimiento de la nueva nación de Ecuador.

Notas

1 Este artículo es producto de una reelaboración de tres trabajos precedentes del autor: “La ciudadanía y la Constitución de Cádiz”, en Ivana Frasquet (coord.), Bastillas, cetros y blasones. La inde-pendencia en Iberoamérica, Madrid, Fundación Mapfre-Instituto de Cultura, 2006, pp. 39-56; “Ciudadanos de la Nación Española: los indígenas y las elecciones constitucionales en el Reino de Quito”, en Marta Irurozqui (ed.), La mirada esquiva. Reflexiones históricas sobre la interacción del estado y la ciudadanía en los Andes (Bo-livia, Ecuador, Perú), Madrid, Siglo XXI, 2005; “La naturaleza de la representación en la Nueva España y México”, en María Carmen Corona Marzol, Ivana Frasquet, Carmen María Fernández Nadal (coord.), Legitimidad, soberanías, representación: independencias y naciones en Iberoamérica, 2009, Castellón, Universitat Jaume I, pp. 165-192.2 Véase Joseph F. O´ Callaghan, The Cortes of Castile-León, 1188-1350, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1989; Luis González Antón, Las Cortes en la España del Antiguo Régimen, Ma-drid Siglo XXI, 1989; Manuel María de Artaza, Rey, Reino y repre-sentación: La Junta General del Reino de Galicia, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1998.3 Sobre las ciudades y pueblos, véase Helen Nader, Liberty in Ab-

solutist Spain: The Habsburg Sale of Towns, 1516-1700, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1990.4 James M. Blythe, Ideal Government and Mixed Constitution in the Middle Ages, Princeton, Princeton University Press, 1992.5 Según Cortés: “ninguno de los delegantes tenían mando ni juris-dicción en aquella tierra que acababan de descubrir y comensaban a poblar en nombre del Rey de Castilla como sus naturales y fieles vasallos”. Manuel Giménez Fernández, “Hernán Cortés y su revolu-ción comunera en la Nueva España”, en Anuario de Estudios Ameri-canos, Vol. V, 1948, pp. 1-144, la cita en p. 104.6 El término “pueblo” se utilizaba de dos formas distintas, aunque relacionadas. En un sentido general, pueblo quería decir la “gente” de una jurisdicción, ya fuese ésta una región o una entidad más gran-de, como un reino o incluso toda la Monarquía española. El término pueblo también se usaba para referirse a una “ciudad” o comunidad política y su jurisdicción.7 Nota del Coordinador Editorial [N.C.E.]: los textos originalmente escritos en castellano antiguo se han reproducido en su versión ori-ginal.8 Según Giménez Fernández “los pronunciadores restauran la tradi-cional doctrina política española [...] y proclaman [...] que la verda-

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dera jurisdicción corresponde a la autoridad ordinaria, fundada en la procuración del bien común del pueblo o comunidad política [....]”, Ibid., p. 105. Véase también Silvio Zavala, “Hernán Cortés ante la justificación de su conquista de Tenochtitlán”, en Revista de la Uni-versidad de Yucatán, Vol. 26, n. 149, enero-marzo de 1984, pp. 39-61; y H. Nader, op. cit.9 México, Ayuntamiento, Actas del cabildo de la ciudad de México, México, Editorial del Municipio Libre, 1989, p. 183; Lucas Alamán, Disertaciones sobre la historia de la República Megicana, 3 vols., México, Editorial Jus, 1942, Vol. II, pp. 269-270.10 Demetrio Ramos ha sostenido que en 1635 la Corona otorgó a Nueva España y Perú representación en las Cortes de Castilla. Su argumento se basa en una Cédula Real en la que se proponía que el Nuevo Mundo recibiera el derecho de representación. Desgraciada-mente, Ramos no proporciona más datos. Si bien la Cédula resulta importante por demostrar que la Corona consideraba que América no era diferente a otros reinos europeos, no prueba que tal represen-tación fuera en efecto otorgada. La cédula para Nueva España decía a la letra: “Marques de Cadereyta, pariente, de mi Consejo de guerra a quien he proveydo por mi Virrey governador y Capitan general de las provinçias de la Nueva España: Entre otros medios que se me an propuesto en utilidad y beneficio desas provincias y convinientes a mi servicio a sido conçeder a los moradores dellas algunas prerroga-tibas de las que goçan los destos reynos y en particular que quando se combocassen cortes en Castilla para juramentos de Principes [cuando se aprobaran los impuestos] viniesen quatro procuradores en nombre desas provincias que son las comprehendidas en las Audien-cias de México, Guatimala, Santo domingo, Nuevagalicia y Philipi-nas sorteandose entre las ciudades donde residen y que ellas pagasen los salarios a las personas a quien tocase y truxese sus poderes para tratar de los negocios publicos que se ofreciesen, y Yo atendiendo a que esto demas de ser cossa tan autoriçada y en beneficio de essa tierra seria posible que a título de haçerles esta gracia y merced me sirviesen con alguna cantidad considerable he tenido por bien de encargaros como lo hago, lo trateis y ajusteis en la forma que mas convenga y poniendose las dichas ciudades en lo que fuere raçon se lo otorgueis y concedais en mi nombre avisandome luego dello para que se les envie el despacho neçesario para su mexor execucion y cumplimiento, y en el entretanto se les dareis vos en la forma que tuvieres por conveniente y pondreis en ello el cuydado y diligencio que de vos fio. Fecha en Madrid a doze de mayo de mil y seiçcien-tos y treinta y cinco años- Yo el Rey [...]”. Demetrio Ramos, “Las ciudades de Indias y su asiento en Cortes de Castilla”, en Revista del Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene, n. 18, pp.170-185, la cita en pp. 179-180. Sin embargo, José Miranda asevera: “El hilo de este asunto parece cortarse ahí. En las actas del Cabildo de México no hay huella alguna de él, lo cual no ocurriría si hubiese sido seguido por el virrey”. José Miranda, Las ideas y las institucio-nes políticas mexicanas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978, p. 141, nota 228.11 N.C.E.: énfasis en el original.12 Citado en Lohmann Villena, “Las Cortes en Indias”, en Anuario de Historia del Derecho Español, n. 18, 1947, pp. 655-662, la cita en p. 656.13 Citado en Manuel Torres, “La sumisión del soberano a la ley en Vitoria, Vázquez de Menchaca y Suarez”, en Anuario de la Aso-ciación Francisco de Vitoria, Vol. IV, 1932, pp. 129-154, la cita en p. 146. Véase también Annabel S. Brett, Liberty, Right and Nature. Individual Rights in Later Scholastic Thought, Cambridge, Cambrid-ge University Press, 1997, pp. 176-186; Mario Góngora, El estado en el derecho indiano, Santiago, Universidad de Chile, 1951; y Colin MacLachlan, Spain’s Empire in the New World. The Role of Ideas in Institutional and Social Change, Berkeley, University of California Press, 1988, pp. 21-44.14 José Manuel Pérez Prendes y Muñoz de Arracó, La Monarquía Indiana y el Estado de derecho, Valencia, Gráficas Moverte, El Puig, 1989, pp. 167-168.

15 Ibid. Segun Pérez Prendes y Muñoz de Arracó, Carlos I expidió el decreto. La edición de la Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias que he consultado, la del Consejo de la Hispanidad, Madrid, 1943, I, p. 223, tiene dicho decreto bajo Libro II, título I, ley XXII expedida por D. Felipe III en Madrid a 3 de Junio de 1620. Este hecho no quiere decir que Carlos I no expidiera el decreto en 1528. Como es bien conocido, La Recopilación no incluía todos los decre-tos expedidos por la Corona. Más bien, incluía aquellos decretos que los compiladores consideraron importantes. Más aún, las ediciones posteriores de La Recopilación incluían nuevos decretos y excluían otros. Es probable que Carlos I hubiera expedido el decreto original en 1528 y que Felipe III lo hubiera expedido de nuevo en 1620.16 Bernard Lavallé, Quito y la crisis de la alcabala, 1580-1600, Quito, Instituto Francés de Estudios Andinos y Corporación Editora Nacional, 1997.17 John L. Phelan, The People and the King: The Comunero Revo-lution in Colombia, 1781, Madison, University of Wisconsin Press, 1996, p. xviii.18 La Monarquía española contribuyó a esa transformación. El 28 de septiembre de 1625 el rey Felipe III expidió el siguiente decreto: “Mandamos a los Virreyes, Presidentes y Oidores de las Audiencias Reales, que dexen a los Cabildos de las Ciudades [...] que libremente dén los poderes para sus negocios en nuestra Corte a las personas que quisieren y eligieren, sin ponerseles impedimento ni estorbo [...]”. Libro IIII, título XI, ley iiij, Recopilación de leyes de los Rey-nos de las Indias, II, p. 38.19 John H. Elliott, “Empire and State in British and Spanish Ameri-ca”, en Serge Gruzinski y Nathan Wachtel (dir.), Le Nouveau Monde, Mondes Nouveaux. L´expérience américaine, Paris, Editions Recher-che sur les Civilisation y Editions de l’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, 1996, pp. 365-382.20 Jaime E. Rodríguez O., La independencia de la América española, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 26.21 Ibid., 23-33. Véase también Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New World, Stanford, Stanford University Press, 2001, pp. 204-261.22 John Lynch, The Spanish American Revolutions, 1808-1826, New York, W. W. Norton, 1986 (2da. ed.); David Brading, Miners and Merchants in Bourbon Mexico, 1763-1810, Cambridge, Cambridge University Press, 1971.23 Annick Lempérière, “La representación política en el Imperio es-pañol a finales del antiguo régimen”, en Marco Bellingeri (coord.), Dinámicas del antiguo régimen y orden constitucional, Torino, Otto editore, 2000, pp. 55-71.24 “Representación que hizo la ciudad de México al rey D. Carlos III en 1771 sobre que los criollos deben ser preferidos a los Europeos en la distribución de empleos y beneficios de estos reinos”, en J. E. Hernández y Dávalos (ed.), Colección de Documentos para la Histo-ria de la Guerra de Independencia en México, 6 vols., México, José María Sandoval, 1877, I, p. 427.25 A. Lempérière, op. cit., p. 63.26 “Representación que hizo la ciudad de México al rey D. Carlos III en 1771”.27 A. Lempérière, op. cit., p. 65.28 Sobre los nuevos consulados veáse: Matilde Souto Mantecón, Mar abierto. La política del Consulado de Veracruz en el ocaso del sistema colonial, México, El Colegio de México e Instituto Mora, 2001; y su ”Las prácticas políticas en el Antiguo Régimen: Las elec-ciones en el consulado de Veracuz”, en Guillermina del Valle Pavón (coord.), Mercaderes, Comercio y consulados de Nueva España en el siglo XVIII, México, Instituto Mora, 2003, pp. 291-309; y Antonio Ibarra, “El Consulado de Comercio de Guadalajara: Entre la mo-dernidad institucional y la obediencia a la tradición, 1795-1818” en Ibid., pp. 310-330.29 Walter Howe, The Mining Guild in New Spain and its Tribunal Ge-neral, 1770-1821, Cambridge, Harvard University Press, 1949.30 Roberto Moreno, Joaquín Velázquez de León y sus trabajos cientí-

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ficos sobre el Valle de México, México, Universidad Nacional Autó-noma de México, 1977, pp. 85-118; Roberto Moreno (en colabora-ción con María del Refugio González), “Instituciones de la industria minera novohispana”, en Miguel León-Portilla et al., La minería en México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978, pp. 69-164; y Roberto Moreno, “Régimen de trabajo en la minería del siglo XVIII”, en Elsa Cecilia Frost et al., El trabajo y los trabaja-dores en la historia de México, México/Tucson, El Colegio de Méxi-co/University of Arizona Press, 1979, pp. 242-267. Véase también María del Refugio González (ed.), Título décimo quinto. De los Jue-ces y Diputados de los Reales de Minas, Ordenanzas de la Minería de la Nueva España formadas y propuestas por su Real Tribunal, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996. Doris M. Ladd, The Making of a Strike: Mexican Silver Workers’s Struggle in Real Del Monte, 1766-1775, Lincoln, University of Nebraska Press, 1988.31 Sobre el estatus de la economía de la Nueva España al final del siglo, véase Manuel Miño Grijalva, El mundo novohispano: Po-blación, ciudades y economía, siglos xvii y xviii, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, pp. 381-410. Sobre las contribuciones financieras a la monarquía, véase Carlos Marichal, La bancarrota del Virreinato. Nueva España y las finanzas del Imperio español, 1780-1810, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.32 Romeo Flores Caballero, La contrarrevolución en la independen-cia: Los españoles en la vida política, social y económica de México (1804-1838), México, El Colegio de México, 1969, pp. 28-65; Brian Hamnett, “The Appropriation of Mexican Church Wealth by the Spanish Bourbon Government. The Consolidación de Vales Reales, 1805-1809”, en Journal of Latin American Studies, Vol. 1, n. 2, pp. 85-113; Asunción Lavrín, “The Execution of the Law of Consolida-tion in New Spain. Economic Aims and Results”, en Hispanic Ame-rican Historial Review, Vol. 53, n. 1, pp. 27-49; Gisela von Wobeser, Dominación colonial. La consolidación de Vales reales, 1804-1812, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2003.33 Manuel Miño Grijalva ha reafirmado hace poco el extraordinario impacto de la Consolidación. Él mismo se pregunta: “¿Cuándo su-cede el quiebre general [de la economía de la Nueva España]? Este se produce después de 1804 con la consolidación, o sea, la expro-piación de la renta generada por el crédito de parte de la Corona. En una economía en que todas las transacciones se encontraban articuladas y engarzadas por el crédito eclesiástico y usuario, el golpe apuntó al corazón del sistema en su conjunto”. “La Ciudad de México: De la articulación colonial a la unidad política nacional, o los orígenes de la ‘centralización federalista’”, en J. Rodríguez O. (coord.), Revolución, independencia y las nuevas naciones, México, Fideicomiso Historia de la Américas, en prensa.34 “Testimonio de la sesión celebrada por el ayuntamiento de Méxi-co, el 19 de julio de 1808”, en Genaro García (coord.), Documentos históricos mexicanos, 7 vols., México, Museo Nacional de Antro-pología, Historia y Etnología, 1910, p. 27. Fray Servando Teresa de Mier asumió una posición más enérgica al declarar: “por la Cons-titución dada por los reyes de España a las Américas, son reinos independientes de ella sin tener otro vínculo que el rey […]. Se trata de un pacto del reino de Nueva España con el soberano de Castilla. La ruptura o suspensión de este pacto […] trae como consecuencia inevitable la reasunción de la soberanía de la nación […] cuando tal ocurre, la soberanía revierte a su titular original”. Fray Servando Teresa de Mier, “Idea de la Constitución dada a las Américas por los reyes de España”, en J. Rodríguez O. (ed.), Obras completas de Fray Servando Teresa de Mier, vol. 4, La formación de un republicano, México, UNAM, 1988.35 Felipe Tena Ramírez recalcó la continuidad en las tradiciones legales hispánicas durante el Primer Congreso Hispanoamericano de Historia organizado en Madrid en octubre de 1949, en el cual se examinaron las causas y caracteres de la independencia de América. Tena Ramírez sostuvo que los novohispanos de 1808 actuaron de la misma manera en que Hernán Cortés lo había hecho en la conquista

de México. Él afirmaba que “el primer Cabildo de la Nueva España pudo obrar así porque el monarca se hallaba ‘ausente’ y el pueblo era la fuente del poder. En 1808, el Cabildo de México tomó iguales resoluciones por estar el rey cautivo”. Citado en Enrique de Gandia, La independencia Americana, Buenos Aires, Libros del Mirasol, 1961, p. 19. Véase también Jochen Meissner, “De la representación del reino a la Independencia: La lucha constitucional de la elite ca-pitalina de México entre 1761 y 1821”, en Historia y grafía, n. 6, 1996, pp. 29-35.36 J. Rodríguez O., “From Royal Subject to Republican Citizen: The Role of the Autonomists in the Independence of Mexico” en J. Ro-dríguez O. (ed.), The Independence of Mexico and the Creation of the New Nation, Los Angeles, UCLA Latin American Center, 1989, pp. 24-29; Virginia Guedea, “El pueblo de México y la política ca-pitalina, 1808-1812”, en Mexican Studies/Estudios Mexicanos, Vol. 10, n. 1, invierno 1994, pp. 36-37. Su trabajo Criollos y peninsulares en 1808. Dos puntos de vista sobre lo español (Tesis de licenciatura, Universidad Iberoamericana, México, 1964) es el mejor estudio so-bre estos acontecimientos escrito hasta hoy.37 El mejor estudio sobre esas elecciones en la Península es: Pilar Chavarri Sidera, Las elecciones de diputados a las Cortes Generales y Extraordinarias (1810-1813), Madrid, Centro de Estudios Consti-tucionales, 1988.38 Aurea Commons, Las intendencias de la Nueva España, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993.39 Marie Laure Rieu-Millan, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990, p. 10, nota 22.40 Charles R. Berry, “The Election of the Mexican Deputies to the Spanish Cortes, 1810-1822”, en Nettie Lee Benson (ed.), Mexico and the Spanish Cortes, 1810-1822, University of Texas Press, Aus-tin, 1966, pp. 10-16.41 Véase, por ejemplo, “Instrucción que la M. N. y M. L. Ciudad de Puebla de los Angeles remitía al [...] Diputado en Cortes de la mis-ma Ciudad” e “Instrucción que el Y. H. Ayuntamiento de Veracruz da a [...] su Diputado en Cortes”, en Archivo General de la Nación (AGN), Bienes Naciones, Vol. 1749. 42 Manuel Chust e Ivana Frasquet, “Soberanía, Nación y Pueblo en la Constitución de 1812”, en Secuencia, n. 57, septiembre-diciembre, 2003, pp., 39-60; e I. Frasquet, “Cádiz en América: Liberalismo y Constitución”, en Mexican Studies/Estudios Mexicanos, Vol. 20, n. 1, invierno de 2004, pp. 21-46.43 Federico Suárez reconoce a 67 diputados de ultramar en: Las Cor-tes de Cádiz, Madrid, Rialp, 1982, pp. 41-46, mientras que Rieu-Mi-llan, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz, p. 37, enlista sólo a 63, pero no incluye a los diputados que representaban a Filipi-nas. Según Miguel Artola, “Los firmantes del acta de apertura de las sesiones de Cortes no son sino 104. La Constitución lleva al pie 184 firmas, y el acta de disolución de las Cortes [Generales y Extraor-dinarias], en 14 de septiembre de 1813, reúne 223 nombres”, véase Los orígenes de la España contemporánea, 2 vols., Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959, I, p. 404.44 Los miembros del Ayuntamiento de Cuenca en el Reino de Qui-to, por ejemplo, “después de repetidas conferencias, y reflexiones sobre el particular, concluyeron unánimes” que la falta de fondos “les imposibilitaba por ahora el expresado nombramiento para las primeras cortes extraordinarias [...] explicaron que la escasez en que se hallaba este Ayuntamiento dimanaba en la mayor parte de los tumultuosos acontecimientos de la Provincia de Quito; que en virtud, y no habiendo medio por más que se han apurado los recursos para soportar estos indispensables gastos se hallaba este Cabildo en la dura necesidad de excusar un nombramiento por tantos títulos hono-ríficos, y ventajosos a esta Provincia [...]”. En su lugar, propusieron otorgar a “los Poderes de este Ayuntamiento con la instrucción pre-venida al Excelentísimo señor Don Miguel de Lardizabal y Uribe, [...]” el representante americano al Consejo de Regencia. Libro de Cabildos de Cuenca (1806-1810), Cuenca, Banco Central del Ecua-

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dor, 1991, pp. 586-587.45 Manuel Chust, La cuestión nacional Americana en las Cortes de Cádiz, Valencia/México, Fundación Instituto de Historia Social/Uni-versidad Nacional Autónoma de México, 1999; y su “Legislar y revolucionar. La trascendencia de los diputados novohispanos en las Cortes Hispanas, 1810-1814”, en V. Guedea (ed.), La independen-cia de México y el proceso autonomista novohispano, 1808-1824, México, Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto Mora, 2001, pp. 23-82. Véase también M. L. Rieu-Millan, op. cit..46 Sobre la importancia política de los Comuneros, véase Mónica Quijada, “Las ‘dos tradiciones’. Soberanía popular e imaginarios compartidos en el mundo hispánico en la época de las grandes re-voluciones atlánticas”, en J. Rodríguez O. (coord.), Independencia y las nuevas naciones de América, Madrid, Fundación MAPFRE-Tavera, 2005, pp. 61-86. José Antonio Maravall la considera como la “primera revolución moderna”, como lo indica el subtítulo de su obra clásica: Las comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna, Madrid, Revista de Occidente, 1963.47 La mayor parte de los “indios” en Estados Unidos habrían sido considerados como “mestizos” en la América española.48 La Francia revolucionaria puede constituir una excepción. Ahí, se expidieron una serie de decretos que podrían ser interpretados como el otorgamiento de plenos derechos políticos a los mulatos libres. El decreto del 4 de abril de 1792 les daba derecho a elegir y ser elegi-dos para las asambleas coloniales. En la mayoría de los casos, estos decretos establecían el voto censitario, en el que el derecho dependía de la propiedad. Sin embargo, en 1802 hubo un retroceso en la legis-lación cuando se restableció la esclavitud. (Comunicación personal de Johanna von Grafenstein, 1º de julio de 2004). Las constituciones francesas publicadas en la época no abordan estas cuestiones de manera clara, como sí lo hace la Constitución de Cádiz.49 François-Xavier Guerra, “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudadano en América Latina”, en Hilda Sabato (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspec-tivas históricas de América Latina, México, Fondo de Cultura Eco-nómica, 1999, p. 45.50 “Constitución Política de la Monarquía Española”, en Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1991, México, Edi-torial Porrúa, 1991, pp. 60-104.51 La actitud del general Toribio Montes a este respecto ilustra esta tendencia. Él explicaba que era necesario “estrechar los lazos entre españoles de ambos hemisferios [...]”. Por lo tanto, era necesario, por el bienestar de la Nación española, “que fuera puesta en toda su observancia la Constitución Política de la monarquía”. Archivo Ge-neral de Indias (en adelante AGI), Quito, Leg. 258.52 Al parecer, las noticias y los rumores sobre el proceso electoral llegaron muy lejos. El alcalde de Cuenca, Diego Fernández de Cór-doba, ya se preguntaba “si a la votación de Electores se han de ir las mugeres vecinas conocidas conforme se ha practicado en la Capital de Lima, y lo testifica el Oficio de Excmo. Sr. Virrey, que corre en la Gazeta”; Diego Fernández de Córdoba al jefe político General Tori-bio Montes, Cuenca 14 de Octubre de 1813, Archivo Nacional de la Historia (en adelante ANHQ), Quito: Gobierno: Caja 63, 21-X-1813.53”Expediente principiado, y seguido sobre la formación del Ayunta-miento Constitucional de esta Capital, nombramiento de Electores, y consequentes diligencias para la diputación provincial”, AHNQ: Gobierno: Caja 63: 26-viii-1813.54 F.-X. Guerra, op. cit., p. 53.55 V. Guedea, “La primeras elecciones populares en la ciudad de México”, cit..56 J. Rodríguez O., “‘Ningún pueblo es superior a otro’. Oaxaca y el federalismo mexicano”, en Brian F. Connaughton (coord.), Poder y legitimidad en México en el siglo XIX: instituciones y cultura políti-ca, México, Universidad Autónoma Metropolitana - Consejo Nacio-nal de Ciencia y Tecnología - Miguel Ángel Porrúa, 2003.57 José María Luis Mora, ”Sobre la necesidad de fijar el derecho de la ciudadanía en la república y hacerlo esencialmente afecto a la

propiedad”, en Id., Obras sueltas, México, Editorial Porrúa, 1963, p. 633. Aunque casi todos los historiadores de México consideran a Mora como un liberal, no comparto esta opinión. Entre otras ac-titudes poco liberales, Mora era hostil al liberalismo gaditano y, al tiempo que favorecía el gobierno representativo, peleaba por un muy limitado derecho al voto. Esta confusión ha llevado a historiadores distinguidos como Charles Hale a sostener, en su Mexican Libera-lism in the Age of Mora, 1821-1853, New Haven, Yale University Press, 1968, que el liberalismo y el conservadurismo mexicanos no eran muy diferentes. Esta es una suposición razonable si se consi-dera a Mora como un “liberal”. Véase mi crítica de la obra de Hale en J. Rodríguez O., “La historiografía de la Primera República”, en Memorias del Simposio Historiográfico Mexicanista, México, Comité Mexicano de Ciencias Históricas/Gobierno del Estado de Morelos/Universidad Nacional Autónoma de México, 1990, pp. 147-151. María del Refugio González ha presentado una visión alternati-va al argumentar que Mora era un “regalista”. Véase su “Ilustrados, regalistas y liberales”, en J. Rodríguez O. (ed.), The Independence of México and the Creation of the New Nation, Los Angeles, UCLA Latin American Center, 1989, pp. 247-263.58 García a Montes, Cuenca, 14 de julio de 1813, AHNQ: PQ, vol. 478, f. 74 r-v.59 Esto tuvo lugar en el Ayuntamiento de México, donde un indígena, Francisco Galicia, de la parcialidad de San Juan, fue elegido regidor. Véase V. Guedea, “Las primeras elecciones populares”, cit., pp. 7-16.60 Los no indígenas también fueron elegidos para ocupar puestos en pueblos antiguamente indígenas de México. Véase Escobar Ohms-tede, "Del gobierno indígena al Ayuntamiento constitucional en las Huastecas hidalguense y veracruzana, 1780-1853”, en Mexican Stu-dies/Estudios Mexicanos, Vol. 12, n. 1, invierno de 1996, pp. 1-26.61 García a Montes, Cuenca, 14 de julio de 1813, AHNQ: PQ, Vol. 478, f. 74r-v.62 García a Montes, Cuenca, 14 de julio de 1813, ANHQ: PQ, Vol 478, f. 72r-v.63 García a Montes, Cuenca, 14 de julio de 1813, AHNQ: PQ, Vol. 478, f. 74r-v.64 En el legajo pertinente se encuentran cuatro papeles pequeños con los nombres de doce electores a ser votados. Los nombres rezan así: D. Cayetano Córdova, D. Carlos Córdova, D. José Manuel Castro, D. Pedro Peñafiel, D. José Castro, D. Francisco Zegarra, D. Maniano Yllescas, D. José Segara, D. Marcelino Peñafiel, D. Tomás Loxa, D. Juan Manuel Calle y D. Tomás Coboa. ANH: PQ, Vol. 590, f. 230-232.65 ANHQ: PQ, Vol. 590, f. 230-232.66 Ibid.67 V. Guedea, op. cit., pp. 8-16.68 Véase, por ejemplo, Eric Van Young, The Other Rebellion: Popu-lar Violence, Ideology and the Mexican Struggle for Independence, 1810-1821, Stanford, Stanford University Press, 2001.69 Terry Rugeley, Yucatán´s Maya Peasantry and the Origins of the Caste War, Austin, University of Texas, Press, 1996; Antonio Esco-bar Ohmstede, “Del gobierno indígena al Ayuntamiento constitu-cional en las huastecas hidalguense y veracruzana, 1780-1853”, en Mexican Studies/Estudios Mexicanos, Vol. 12, n. 1, invierno de 1996, pp. 1-26; Michael Ducey, A Nation of Villages: Riot and Rebellion in the Mexican Huasteca, 1750-1850, Tucson, University of Arizona Press, 2004; Peter Guardino, Peasants, Politics, and the Formation of Mexico’s National State. Guerrero, 1800-1857, Stanford, Stanford University Press, 1996; y su “‘Toda libertad para emitir sus votos’: plebeyos, campesinos, y elecciones en Oaxaca, 1808-1850”, en Cuadernos del Sur, Vol. 6, n. 15, junio 2000, pp. 87-114; Xiomara Avendaño, Procesos electorales y clase política en la Federación de Centroamérica (1810-1840), Tesis de doctorado, El Colegio de México, 1995; Jordana Dym, “La soberanía de los pueblos: ciudad e independencia en Centroamérica, 1808-1823”; Carl Almer, “La confianza que han puesto en mi. La participación local en el estable-

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cimiento de los ayuntamientos Constitucionales en Venezuela, 1820-1821”; J. Rodríguez O., “La Antigua provincia de Guayaquil en la época de la independencia, 1809-1820”, en Id., (coord.), Revolución, independencia y las Nuevas Naciones; Id., “Las primeras elecciones constitucionales en el Reino de Quito”, en Procesos, n. 14, 1999, pp. 3-52; Id., “‘Ningún pueblo es superior a otro’”, cit., pp. 249-309.70“Constitución Política de la Monarquía Española”, en Felipe Tena Ramírez (ed.), Leyes fundamentales de México, 1808-1991, 6ª edi-ción, México, Editorial Porrúa, 1991, p. 95.71 Antonio García a Montes, Cuenca, 14 de julio de 1813, ANHQ: Presidencia de Quito (en adelante PQ), Vol. 478, f. 74r-v.72 Fernández de Córdova, Cuenca, 14 de junio de 1813, ANHQ: PQ, Vol. 477, f. 49.73 Antonio García a Montes, Cuenca, 14 de julio de 1813, AHNQ: PQ, Vol. 478, f 72r-v.74 El decreto de la Cortes del 23 de mayo de 1812 declaraba: “Se formará una junta preparatoria para facilitar la elección de Diputados de Cortes para las ordinarias en las capitales [...]” de la diputaciones provinciales. Aunque la Constitución de Cádiz estableció diputacio-nes provinciales en los reinos de Quito y Charcas, el decreto de las Cortes no incluyó a las ciudades de Quito y Chuquisaca entre las capitales donde las juntas preparatorias deberían ser establecidas. Como resultado, el presidente Toribio Montes actuó en lugar de la junta preparatoria por la Provincia de Quito, como era llamado el reino bajo la Constitución. Cortes, Colección de decreto y órdenes de las Cortes de Cádiz, 2 vols., Madrid, Cortes Generales, 1987, I, pp. 515, 508-52575 Sobre el despojo del Cavildo de Cuenca, ANHQ, Gobierno, caja 62, 2-iv-1813.76 Ibidem.77 Juan Chacón Zhapán, Historia del Corregimiento de Cuenca, Qui-to, Banco Central del Ecuador, 1990, pp. 13-220.78 En 1528, Carlos I expidió un decreto que estipulaba: “los Minis-tros y Jueces obedezcan y no cumplan nuestras cédulas y despachos en que intervinieron los vicios de obrepción y subrepción, y en la primera ocasión nos avisen de la causa por que no lo hicieron”. Ci-tado en J. Rodríguez O., “La naturaleza de la representación”, cit., p. 12.79 Más tarde, en 1813, un funcionario real justificó la acción con el siguiente argumento: “Estando prevenido por las leyes del reino mandadas observar por la misma Constitución Nacional que cuando se expidan Reales cédulas, pragmáticas, provisiones y demás orde-nes que emanan de la Soberanía y que contengan algún grave perjui-cio al bien del Estado o induzcan alguna novedad turbativa del buen orden, se obedezca y no se cumplan, representándose por los jefes de las provincias a quien se dirigen los inconvenientes que resultarían de su publicación y cumplimiento, les parece a los presentes minis-tros que siendo de esta naturaleza la Real Orden expedida sobre la

extinción del ramo de tributos dirigida a todas las provincias fieles, el Señor Joaquín Molina no tuvo a bien mandarla publicar, sin duda porque consideró con la más detenida circunspección el perjuicio que de su promulgación y execucción resultaría no sólo a la Real Hacienda, sino también a la agricultura e industria de estas provin-cias que no pueden sustenerse sin sugetar a los indios por medio del tributo a la debida subordinación”. Citado en Federica Morelli, Te-rritorio o Nazione. Riforma e dissoluzione dello spazio imperiale in Ecuador, 1765-1830, Soveria Mannelli, Rubbettino, p. 233.80 Agustín Padilla a Montes, Quito, 18 de enero de 1813, ANHQ: PQ, Vol. 472, f. 167 y passim.81 Obispo de Trujillo a Montes, Trujillo, 14 de mayo de 1814, ANHQ, PQ, Vol. 498, f. 71.82 José Ygnacio Checa a Montes, San Felipe, 12 de mayo de 1814, ANHQ: PQ, Vol. 498, 54r-v.83 �Representación del Cura de Pimpicos al Ymo. Sor. Obispo de Trujillo,� ANHQ: PQ, Vol, 498, ff. 68-70.84 En Yucatán, las comunidades indígenas “recibían regularmente noticias sobre las decisiones de las Cortes”, T. Rugely, op. cit., p. 39. Es probable que los indígenas de Quito, como los de Yucatán, tuvie-ran sus propias fuentes de información.85�Representación del Cura de Pimpicos al Ymo. Sor. Obispo de Tru-jillo, ANHQ: PQ, Vol, 498, ff. 68-70.86 Un funcionario en Riobamba sostenía que “los Yndios [...] de esta Villa, mal inteligenciados sobre la prohivicion del arresto a las Car-celes, decretada por la Soberania de las Cortes”, se habían entregado a “las Borracheras incesantes [...]. La prohivicion del arresto, creo no comprenden de segun dicho al Deudor de la Real Hacienda, ni puede disfrutar de los privilegios de Ciudadano, el Vasallo que con escandalo se ha dado al vicio de la embriaguez”; Martín Chriboga y León a Montes, Riobamba, 16 de septiembre de 1814, ANHQ:PQ, Vol. 502 ff. 101r-v.87 Representación del Cura de Pimpicos al Ymo. Sor. Obispo de Trujillo, ANHQ: PQ, Vol, 498, ff. 68-70; Checa a Montes, Marañon, 25 de febrero de 1814, ANHQ: PQ, Vol. 495, ff. 260-266; véase tam-bién, Vol. 490, Vol. 497, f. 133, Vol. 498, ff. 54, 68070.88 Para una interpretación diferente de la mía del papel político de los indígenas, véase Federica Morelli, “Un neosincretismo políti-co. Representación, política y sociedad indígena durante el primer liberalismo hispanoamericano: el caso de la Audiencia de Quito (1813-1830)”, en Thomas Krüggeler y Ulrich Mücke (eds.), Muchas Hispanoaméricas. Antropología, historia y enfoques culturales en los estudios latinoamericanistas, Madrid y Frankfurt am Main, Ibe-roamericana y Vervuert Verlag, 2001, pp. 151-165.89�Consulta del Administrador de la Fábrica de Latacunga sobre que los Yndígenas se niegan al trabajo de ella, ANHQ: Gobierno, Caja 79, 28-ix, 1822.

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Tierras baldías y tutela1

A primera vista, el arranque constitucional hispanoamericano parece resuelto en la dirección incluyente. Unos estados que se indepen-dizan de la monarquía hispana lo hacen en nombre de la población toda y no sólo de una minoría de origen europeo. Proceden de un régimen colonial que ya ha instaurado un dominio comparativamen-te más directo, aunque nada completo, sobre población indígena con establecimiento expreso de tutela2. Ahora, unas constituciones van a plantearse por lo general bajo el supuesto de una sola nación en singular, sobre la base de participación de nacionalidad e incluso de

ciudadanía, mas con actitud también equívoca respecto a la irreali-dad de la inclusión. Y la incorporación constitucional tampoco sigue. Tenemos igualmente la exclusión que nos ocupa, una jurídica. Vaya-mos a verlo.

En 1811, el Acta Constituyente de la Confederación de las Pro-vincias Unidas de Nueva Granada, que, independencia definitiva mediante, se vería seguida por la República de Colombia compren-diendo a Venezuela y Ecuador, la llamada Gran Colombia, prevé la transferencia, desde las Provincias a la Unión, de “las tierras bal-días” que se sumen a “todas las que se pueden considerar ‘nullius’ por estar deshabitadas” ya atribuidas a la Confederación3. Lo de

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tierras baldías e inhabitadas resulta incierto pues a continuación se dispone que “no por esto se despojará ni se hará la menor vejación o agravio a las tribus errantes o naciones de indios bárbaros que se hallen situadas o establecidas dentro de dichos territorios”, con la previsión además, según prosigue el Acta, de que “podremos entrar en tratados y negociaciones con ellos sobre estos objetos, protegien-do sus derechos con toda la humanidad y filosofía que demanda su actual imbecilidad, y la consideración de los males que ya les causó, sin culpa nuestra, una nación conquistadora”.

Esta buena disposición se manifiesta reconociéndoseles “como legítimos y antiguos propietarios” a la espera del “beneficio de la civilización y religión” por medio de relaciones pacíficas, “a menos que su hostilidad nos obligue a otra cosa” y con los pertrechos de “toda la humanidad y filosofía que demanda su actual imbecilidad”. Todo esto, la despoblación y la presencia, el reconocimiento y la descalificación, puede parecernos de entrada completamente contra-dictorio, pero seamos pacientes. Ya nos haremos de elementos para captar la coherencia de fondo. De momento, podemos apreciar una coincidencia. El derecho indígena se reconoce, siempre que deje de presentar entidad propia. El reconocimiento mismo pudiera ser espe-cular. La imagen ajena resulta tan deformada que ni siquiera identifi-ca, cuanto menos va a reconocer. La inclusión puede ser excluyente igual que la viceversa.

Poco menos de un mes después, finalizando el año 1811, en el mismo ámbito latamente granadino, Venezuela formaliza su propia confederación4. Su acta constituyente expresa de modo paladino un punto de partida incluyente. Se produce sobre el supuesto de la ciu-dadanía común con la consecuencia de la cancelación explícita del estado de tutela de los indígenas, esto es, como dice, de los “privile-gios de menor de edad” que, “dirigiéndose al parecer a protegerlos, les ha perjudicado sobremanera, según ha acreditado la experiencia”. La cancelación viene precedida a efectos de motivación por un largo artículo dedicado a esta “parte de ciudadanos que hasta hoy se ha denominado indios”. Pone de relieve un horizonte efectivamente cancelatorio, mas con alcance muy superior. Se registra un programa de conversión primariamente religiosa y mayormente cultural de los dichos indios. Se marca el objetivo de “hacerles comprender la íntima unión que tienen con todos los demás ciudadanos” para que puedan superar “el abatimiento y rusticidad en que los ha mantenido el antiguo estado de las cosas” y asumir “los derechos de que gozan por sólo el hecho por ser hombres iguales a todos los de su especie”. Desde ya, se agrega, sin necesidad de esperar a dicha integración completa en una ciudadanía común mediante la privatización de la propiedad, “quedan sin valor alguno las leyes que en el anterior Gobierno concedieron ciertos tribunales protectores y privilegios de menor edad a dichos naturales”. Específicamente se prohíbe que los antes llamados indios “puedan aplicarse involuntariamente a prestar sus servicios a los Tenientes o Curas de sus parroquias”.

Hay así programación de desculturalización indígena para incul-turalización constitucional con aplicación por la misma Constitución a la previsión concreta del “reparto de propiedad de las tierras que les estaban concedidas y de que están en posesión”, así en precario. Queda entendido que no hay dominio territorial si no se viene a pro-piedad privada. Y que no cabe comunidad propia ni derecho propio. Desde la perspectiva indígena, la inclusión pudiera ser exclusión.

Unos arranques constitucionales definitivos pueden también acabar produciéndose con posiciones que velan presencia y cancelan derecho en bastante menor medida, pero esto por la razón de man-tenerse con mayor franqueza la posición colonial de una minoría de edad cualitativa para la mayoría cuantitativa a los efectos de suspen-sión de derechos y sometimiento a tutela. En 1830, la Constitución del Ecuador todavía integrado en la Gran Colombia resulta de lo más franca: “Este Congreso constituyente nombra a los venerables curas párrocos por tutores y padres naturales de los indios, excitando su ministerio de caridad a favor de esta clase inocente, abyecta y mise-rable”. Así, lo que Venezuela intentaba cancelar en 1811, Ecuador consagraba constitucionalmente en 1830. En su primera Constitu-

ción independiente de 1835, sin embargo, Ecuador ya prefiere el silencio.

La Declaración de Derechos de Guatemala de 1839, de la Gua-temala también independiente tras la disolución en su caso de la federación de Centro América, no es menos expresiva. Proclama la precisión de que sean “protegidas particularmente aquellas personas que por su sexo, edad o falta de capacidad actual carecen de ilustra-ción suficiente para conocer y defender sus propios derechos”, con lo cual no sólo la mujer, sino otros mayores resultan también meno-res. Queda expresamente comprendida “la generalidad de los indí-genas” como incapaces ni siquiera del conocimiento del derecho que se les presume constitucionalmente, pero capaces, según la propia visión constitucional, de atenerse al que viene imponiéndoseles des-de unos tiempos previos, los coloniales. Lo uno queda suspendido y lo otro prorrogado. La cancelación es del primero, del constitucional, no del segundo, del colonial. Hay también su punto de coincidencia con el planteamiento de Colombia y Venezuela.

Territorios y conversión

Una posición de minoría cualitativa, aun constituyéndose mayoría cuantitativa, y correspondiente tutela, sea estatal o eclesiástica, no es cosa que suela manifestarse de modo tan abierto en sede constitucio-nal, pero representa la política usual. Y es el punto significativo. La misma Venezuela que ha arrancado con la afirmación taxativa de la ciudadanía igual, pasa desde 1864 a la abierta formulación constitu-cional de la tutela estatal mediante el régimen federal de territorios para llegar a la modalidad eclesiástica en 1909: “El Gobierno podrá contratar la venida de misioneros que se establecerán precisamente en los puntos de la República donde hay indígenas que civilizar”. La Constitución venezolana de 1963, todavía teóricamente en vigor, sigue ofreciendo cobertura para la suspensión del propio derecho: “La ley establecerá el régimen de excepción que requiera la pro-tección de indígenas y su incorporación progresiva a la vida de la Nación” (art. 77). Y Colombia hace lo propio sólo que por ley. La Constitución colombiana de 1863, aparte de contemplar el régimen de territorios transitorio mientras que no se contase con “población civilizada”, especifica una previsión: “Serán regidos por una ley especial los territorios poco poblados u ocupados por tribus de indí-genas”. La legislación ratificará la suspensión de constitucionalidad. Entre Colombia y Venezuela, porque fracasase la federación, no difieren direcciones5.

Parece claro que, igual que lo que sucede con la tutela, el ré-gimen de los territorios -este invento estadounidense6- sirve para la pretensión e imposición de dominio sobre población indígena independiente, tanto en México como en Argentina. La influencia del federalismo no es ajena a este designio. Puede incluso potenciar-se persiguiéndose el objetivo. Las constituciones evitan cualquier posibilidad de que se convirtiera en estado o equivalente, como en provincia también autónoma, territorio de dominio indígena.

La de México de 1857, la mexicana más importante del siglo XIX, contiene la prohibición de acuerdos federativos interestatales por separado con una exclusiva salvedad: “Esceptúase la coalición, que pueden celebrar los Estados fronterizos, para la guerra ofensiva o defensiva contra los bárbaros”, contra los indígenas independien-tes7.

Argentina conoce la práctica de tratados interprovinciales con previsiones para “escarmentar la insolencia de los bárbaros” y “es-pedicionar en combinación sobre los bárbaros”. Las provincias “se ligan y constituyen en alianza ofensiva y defensiva contra los indios fronterizos, ya sea para resistir las incursiones que vengan de las Pampas, o ya para penetrar en ellas”. La Constitución de Argentina de 1853, la más importante no sólo del XIX, sino hasta hoy, atribuye a la federación competencia para “conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo”8. Y ya ve-mos que no era otra la línea del federalismo colombiano y venezolano.

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El inciso susodicho de la “conversión al catolicismo” en la Consti-tución de Argentina de 1853, es “conversión al cristianismo y a la civilización” en la de Paraguay de 1870, con la premisa en ambas de “trato pacífico con los indios”9.

Como también se entiende por las expresiones vistas de las Constituciones de Venezuela desde 1909, hay todo un destino para la parte indígena bajo el signo de la pérdida de cultura propia y de otras privaciones no menos materiales, como las de tierras, o todo un albur también nada pacífico, habiendo resistencia, de exterminio. No es designio que les gustase manifestar a las Constituciones en clave menos religiosa o más paladina. Tampoco suelen expresar la situa-ción de hecho como lo hace la Constitución de Honduras en 1865: “el réjimen judicial y gobierno interior o local” puede ser distinto y singular en el caso de “las tribus aún no civilizadas”10. Lo es y no precisamente por dispensa constitucional ni por deficiencia cultural, sino por contar con ello, con esta cultura propia.

Enseñanzas de la parábola

Hay más rasgos en común que distintivos en estas variadas parábolas hispanoamericanas.

Lo primero que hay en común es la presunción constitucional de domino territorial sobre gentes independientes hasta el punto de denegarles el derecho mismo al territorio propio: tierras baldías, nullius, deshabitadas. Los estados se constituyen como si alcanzasen unas fronteras contiguas entre ellos al tiempo que reconocen la exis-tencia de enteros territorios que de hecho no dominan o que incluso llanamente desconocen sin que esto empezca ni empañe su título, el del estado. El horizonte venezolano de ciudadanía común no inme-

diato requiere la pérdida de la condición indígena que primordial-mente se manifiesta a través de la privatización de la propiedad con desaparición implícita de la comunidad. De momento, para la entera parábola, toda garantía queda en suspenso. Ni siquiera se reconoce un derecho estricto de dominio: “tierras que les estaban concedidas y de que están en posesión”. Y cabe la guerra de agresión de haber resistencia: “a menos que sus hostilidades nos obliguen a otra cosa”.

Hay otra presunción constitucional en común, la que se refleja en calificativos como errantes, bárbaros, imbéciles, abatidos, rús-ticos, menores, inocentes, abyectos o miserables, algunos de los cuales eran estrictas categorías jurídicas marcando un estatus o con-dición de degradación y supeditación mientras que se fuera indígena.

El estado de tutela que de aquí deriva, una tutela muy activa pues buscaba ahora no sólo conversión religiosa, sino también trans-culturalización jurídica, o el poder discrecional sin más a un mismo propósito, siempre parece entendido como una fase necesaria de transición hacia dicha comunidad determinada de ciudadanía. En una parábola constitucional como la venezolana, por ejemplo, no hay tanta diferencia entre los extremos, el primero y el último. No la hay siquiera de fondo entre los comienzos de afirmación de la ciuda-danía o de la tutela. Es cuestión de énfasis, no de paradigma, lo que distingue unos planteamientos de otros, inclusive el angloamericano con respecto al latinoamericano o también el colombiano respecto al venezolano iniciales. Ambos se mueven en un limbo situado entre exclusión e inclusión, colonial la una y constitucional la otra, ambas compatibles y ninguna ni de lejos el paraíso, el prometido religiosa-mente por el colonialismo o el presumido liberalmente por el consti-tucionalismo.La tutela y todo lo que la misma implica en cuanto a degradación de posición con neutralización de derechos era invención de un ius gen-

El derecho indígena se reconoce, siempre

que deje de presentar entidad propia.

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tium, del derecho de gentes que, desde tiempos medievales, se per-mite concebir Europa para la humanidad toda sin contar con el resto, entendiéndolo además ius naturale, derecho de naturaleza, orden así obligado. Y el tutor ya se sabe que tiene unos poderes discreciona-les. Presume que conoce el interés del pupilo mejor que éste mismo. Como antes monarquías e iglesias, ahora iglesias y estados saben lo que les conviene a los pueblos indígenas de América. No cabe entonces interponer derecho alguno ante la discreción tutelar. Inclu-so cuando ésta no se formula ni impone, como en algunos inicios

o en unos recientes desarrollos, la posición de fondo puede y suele mantenerse. Los estados se sienten investidos de ciencia y no sólo de poder para el tratamiento de la población indígena como humani-dad inerte sin discernimiento atendible ni siquiera para los intereses propios. La degradación de unas gentes frente a otras, en presencia de las europeas, no es un invento constitucional. Procede de siglos y se agrava incluso por unas vísperas, cuando ya está concibiéndose lo que acabará llamándose estado de derecho11.

Parece claro que, igual que lo que sucede con la tutela, el régimen de los

territorios [...] sirve para la pretensión e imposición de dominio sobre po-

blación indígena independiente, tanto en México como en Argentina.

Notas

1 Este artículo ha sido editado a partir de un artículo y un ensayo del autor: “Original Latin American Constitutionalism”, en Rechts-geschichte, n.16, 2010, pp. 25-28; Ama Llunku, Abya Yala: Constitu-yencia indigenda y Codigo Ladino por América, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000, esp. Cap I, “Parábola de Ackerman. Originalidad constitucional americana”. Se remite a esos textos para una bibliografía más exhaustiva de los argumentos aquí tratados. El segundo de los textos referidos, así como muchos otros escritos de Bartolomé Clavero, se encuentra en versión electrónica en su blog http://clavero.derechosindigenas.org. 2 Nota del Coordinador Editorial: los énfasis del Autor se han destaca-do en letra cursiva a lo largo del texto.3 Diego Uribe Vargas (ed.), Las Constituciones de Colombia, edición ampliada y actualizada, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoame-ricana, 1985 (ed. orig. 1977), Acta de Confederación de 1811, arts. 23-25. La Constitución de Cundinamarca o pequeña Colombia del mismo año es anterior, como también lo son dichas bases federales, a la venezolana, pero la cundinamarquesa primera guarda vínculo con España y silencio sobre la presencia indígena.4 Luís Mariñas Otero (ed.), Constituciones de Venezuela, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1965, Constitución de 1811, Disposi-ciones generales, arts. 200 y 201. Un buen cuerpo de constituciones latinoamericanas cuenta con edición en serie de dicho Instituto y del de Cultura Hispánica que casi nos basta para una visión histórica: Ecuador (1951), Cuba (1952), Argentina (1952), Puerto Rico (1953), Perú (1954), Panamá (1954), Uruguay (1956), República Federal de Centro América (1958), Guatemala (1958), Nicaragua (1958), Bolivia (1958), Brasil (1958), El Salvador (1961), Honduras (1962), Costa Rica (1962), Venezuela citada (1965), Haití (1968), Colombia (1977) y Paraguay (1978). Para México, Felipe Tena (ed.), Leyes Fundamen-tales de México, 1808-1992, México, 1992.5 Para Venezuela, ver L. Mariñas Otero (ed.), op. cit., Constitución de 1864, 1874, 1881 y 1891 art. 43.22; de 1893, art. 44.21; de 1901, art. 54.30; de 1904, arts. 4 y 52.4; de 1909, arts. 9, 57.5 y 80.18, el de misiones cuyo registro no se reitera en otros textos constitucionales porque pasa a ley hasta hoy; para Colombia, ver D. Uribe Vargas (ed.),

op. cit., Constitución de 1863, art. 78.6 La Constitución federal de los Estados Unidos de 1787 hace previ-sión de incorporación de nuevos estados, lo cual entonces, en 1787, acababa de regularse mediante el invento no menos federal del terri-torio, caracterizado éste por no gozar de autonomía constitucional, de la posibilidad de constituir estado, en tanto que no se cumpliesen requisitos de población, suponiendo que la población inmigrante se hiciera con el control mediante el desplazamiento de la población in-dígena o por su reducción a reservas. La contrariedad de tal presencia lleva pronto a la Corte Federal Suprema a una concreción del prin-cipio de competencia federal. Según su temprana jurisprudencia, el referido artículo de las relaciones comerciales ha de leerse en lo que toca a la posición intermedia de las tribus indias como reconocimien-to de naciones bajo la tutela de la Nación, de los Estados Unidos, entidades entonces domésticas suyas, todo a un tiempo, “domestic dependent nations”, “in a state of pupilage”, “the Indian tribes”. Ver Philip P. Frickey, “Marshalling Past and Present: Colonialism, Cons-titutionalism, and Interpretation in Federal Indian Law”, en Harvard Law Review, n. 107, pp. 381-440. 7 F. Tena (ed.), op. cit., Constitución de 1857, art. 111.1.8 Laura San Martino (ed.), Documentos constitucionales argentinos, Buenos Aires, 1994, acuerdos entre Buenos Aires y Santa Fe de 1823, preámbulo, entre Santa Fe y Montevideo del mismo año, art. 2, y entre Buenos Aires y Córdoba de 1829, arts. 4 y 5, pues esta colección se extiende a tratados interprovinciales además de a constituciones pro-vinciales del XIX; Constitución de 1853, art. 64.15.9 Faustino J. Legón (ed.), Las Constituciones de la República Argen-tina, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1952, Constitución de 1857, art. 64.15, que es el 67.15 desde la reforma de 1860; L. Mariñas Otero (ed.), Las Constituciones de Paraguay, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1978, Constitución de 1870, art. 72.13. 10 L. Mariñas Otero (ed.), Las Constituciones de Honduras, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1962, Constitución de 1865, art. 108; de 1873, art. 112.11 S. James Anaya, Indigenous Peoples in International Law, New York, Oxford University Press, 1996, pp. 9-38.

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Cuando se haya puesto en practica la nueva ley que el gobierno debe proponer este año [...]; cuan diferente será el estado de las propiedades territoriales de la campaña, la antigua incertidumbre se verá convertida en seguridad, los desórdenes

y pleitos en paz y armonía y las sumas gastadas en esos pleitos y repetidas mensuras, serán aprovechadas en aumento del capital y de la industria de cada vecino.

Informe de la Comisión Topográfica sobre las propiedades de la campaña, 1824.

Fig. 1 Reconstrucción cartográfica del pueblo de San José de Flores en las pri-meras décadas del siglo XIX (Dibujo de Omar Loyola HITEPAC FAU-UNLP).

El estado de los pueblos de la campaña y los antecedentes de una política

Apenas nombrado director del Departamento de Ingenieros-Arqui-tectos, en el verano de 1822, Próspero Catelin se dirige al cercano pueblo de San José de Flores (Fig. 1) y comprueba con alarma la irregularidad del trazado de esa pequeña localidad, producto de un loteo particular realizado a comienzos de siglo. “He hallado –dice– infinidad de propietarios que han edificado colocándose en la línea que no se acomoda en ninguna parte”1. Esta situación

parece devenir, por un lado, de la ausencia de profesionales de la construcción en este poblado contiguo a la capital; por el otro, de la falta de instrumentos adecuados para realizar mediciones y trazas en un territorio dilatado en el cual no se edificaban las viviendas una a continuación de la otra. A diferencia de las aldeas europeas, donde los muros medianeros existentes eran aprovechados como punto de apoyo de cada nueva obra, las casas locales se construían dejando lotes baldíos, ya que la carencia de obstáculos topográficos notables hacían que naturalmente quedasen espacios vacíos en una trama por lo general abierta y de baja densidad. Además, el tejido extendido y disperso facilitaba las interpretaciones confusas acerca de los límites de los terrenos y aunque existiese título de propiedad, se generaban pleitos que, en la mayoría de los casos, eran favorables a los propietarios y a expensas del espacio público. Esta es la realidad que reconoce Catelin en su informe. Según el arquitecto, la totalidad de las poblaciones se encontraban dentro de este arbitrario sistema, por lo que creía necesario que los vecinos de los pueblos del interior de la provincia se sujetaran a las mismas reglamentaciones que ha-bían sido dictadas para la capital.

Algunos meses después de presentar este escrito, Catelin es enviado en visita de inspección a la zona sur de la provincia, reco-rriendo los pueblos de Quilmes y Ensenada. Sus reflexiones respec-to a la primera localidad, son similares a las enunciadas anterior-mente. Sin embargo, su sorpresa y su alarma son mayores: “en vista de la desolación y desarreglo que hay en la traza de aquel pueblo y la ninguna coincidencia de lo existente con el plano que llevá-bamos” a lo que se suman “las inmensas reclamaciones que todos aquellos propietarios nos hicieron”. Más indicativo aun resulta el caso de la localidad de la Ensenada que el arquitecto visita dos días más tarde.

He visto igualmente a simple inspección que he hecho de lo existente en el dicho pueblo, que aunque por los informes que me fueron dados la traza hecha por otro ingeniero fue en todo conforme y regular según lo manifiestan algunos postes exis-

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tentes, el orden que ha seguido en la edificación ha sido por la mayor parte arbitrario y en nada conforme a lo tratado, por cuya razón [...] deberían nuevamente procederse a retrasar lo borrado y reparar las faltas que en lo sucesivo, sin estas medi-das, serán constantes.

El diagnóstico de Catelin demuestra que este estado no es sólo re-sultado de las particulares características habitativas que antes enun-ciamos, sino que es también consecuencia del abandono del control oficial de la campaña, que si bien no fue nunca riguroso en la época borbónica, se agravó considerablemente en la primera década de la Revolución. Por otra parte, la inspección del jefe del Departamento de Ingenieros-Arquitectos revela la existencia de un crecimiento y movilidad que tienden naturalmente a generar un trazado espontá-neo, producto tanto de esa ausencia de vigilancia como del modo de ocupación del espacio propio de una población inestable. Una población que realiza un tipo de construcción concordante con una modalidad casi trashumante del hábitat: la mayoría de las veces, de acuerdo a la definición de los técnicos actuantes en el período, se trata de precarios ranchos de “quincha y paja” que, para su ins-talación, siguen los dictados de conveniencias circunstanciales en general, reñidas con la lógica regularidad de los trazados de tablero de los ingenieros estatales.

Pero este desorden que sorprendía a un europeo como Catelin, que recorría casi por primera vez estos dilatados territorios, era resultado de un cambio y crecimiento evidente de la campaña y también de un problema de más vastas proporciones que tenía ya una larga historia de reflexión, diagnóstico e intento de solución: la propiedad de la tierra y el tipo de tareas que permitían el sustento de la población rural. Sin embargo, siendo un tópico recurrente en las fuentes del período, la temática relativa al crecimiento y desorden social y jurídico de los pueblos no parece estar reflejada con clari-dad en la bibliografía general sobre el tema.

La extensa producción acerca de la historia de los pueblos de la provincia de Buenos Aires se ha ocupado, en general, de rastrear y explicitar las sucesivas fundaciones o el avance de la frontera interior, pero el hilo de la narración se desplaza comúnmente hacia el acontecimiento que supone el surgimiento de cada uno de los nuevos poblados del territorio que queda por detrás de la cambiante línea fronteriza con el indio. La preocupación de cada una de las monografías dedicadas a la historia de las nuevas fundaciones se centra en la mención de hechos curiosos o eventos memorables desde la mirada de la historia política, militar o eclesiástica. Por otra parte, este género evita, en principio, la historización de fenómenos más generales relacionados directamente con la historia del hábitat como: las diferentes etapas de organización administrativa, los cam-bios, retrocesos rupturas o continuidades que se establecen en los modos con que el gobierno central va asumiendo cuestiones tales como la división del territorio, los límites entre propiedad publica y privada, la forma que deben adoptar los trazados de pueblos y ejidos, el comportamiento de los particulares frente a la política de división de la tierra urbana que el gobierno plantea, etc.2.

Un trabajo ya clásico sobre el tema, La ciudad pampeana3, si bien considera en general los argumentos que intentamos desarrollar aquí, los aborda desde una perspectiva descriptiva que tiende a for-mular un diagnóstico sobre el resultado presente, las posibilidades operativas y los problemas que para la ciencia urbana moderna ofre-ce el damero pampeano. Su análisis histórico se centra fundamental-mente en la etapa posterior a 1855, cuando se realiza numéricamen-te la mayor cantidad de fundaciones dentro de una situación legal y técnica ya consolidada.

En paralelo, en las últimas dos décadas, en cambio, una serie de estimulantes trabajos han otorgado al problema de la historia rural de los siglos XVIII y XIX una dimensión nueva. Contrariamente a los esquemas de la historia tradicional, que daban por sentada la existencia de una rígida estructura económico-poblacional en la región, las recientes investigaciones han demostrado una compleja

organización social y una diversificación económica que escapa largamente a las divisiones esquemáticas planteadas anteriormente. De la creencia en una sociedad estratificada dividida entre peones gauchos y propietarios estancieros, se ha pasado a la consideración, rigurosamente avalada por las fuentes documentarias, de un cuerpo social complejamente articulado donde la agricultura cumple un rol importante y comparte con la cría de animales un modo mixto de producción en la cual existen roles sociales cambiantes y diver-sificados4. Sin embargo, más allá del nutrido y valioso conjunto de investigaciones realizadas en este campo, poco se ha avanzado en la consideración de la cuestión específica de los pueblos y su rol en la organización territorial durante el período, aun cuando existan algu-nas excepciones5.

De allí que nuestra intención en este breve artículo sea reflexio-nar acerca de la incidencia de las políticas estatales de organización del territorio en los poblados y su estructura social. En efecto, si es cierto, como hemos intentado demostrar en trabajos anteriores, que la reestructuración de la administración en la etapa posrevolucio-naria significa un punto de inflexión en la política de organización del espacio, nos interesa analizar aquí las formas que adquirirán los mecanismos de control derivados de ella en la edad de la expansión de la frontera. La primera observación que surge al analizar el tema es que las pre-ocupaciones acerca de la estabilidad social del hinterland porteño y la zona de frontera es un ítem que unifica los planes de la adminis-tración virreinal con las de la elite revolucionaria, hasta configurar lo que hoy llamaríamos una verdadera “política de estado”. Sobre el modo de resolver esta cuestión, teorizada en diversos momentos primero por los funcionarios reales y luego por algunos miembros de la elite política local, no existen serias divergencias o al menos éstas no son distinguibles en un primer momento. Es en las figuras de Félix de Azara y el coronel Pedro Andrés García, que hemos analizado y profundizado en un reciente trabajo, donde encontramos por primera vez una formulación detallada, aunque divergente en sus recomendaciones, acerca del modo de abordar el tema desde un punto de vista ilustrado. Ambos probablemente se nutren en sus observaciones de algunos ejemplos como la colonización realizada en la Sierra Morena de Andalucía por el gobierno borbónico, las políticas de ocupación de espacios vacíos planteadas por España en América durante el siglo XVIII y las teorías de la fisiocracia y el neomercantilismo italiano6.

Si bien Azara realiza su obra en función de su conocimiento directo del Litoral y la Banda Oriental, es el coronel Pedro Andrés García quien estudia con detenimiento la Pampa bonaerense; de allí nuestro interés por analizar detalladamente sus conclusiones al respecto. García, un funcionario de la Corona de amplia experiencia que había llegado al Río de la Plata con la expedición de Cevallos, realiza tres inspecciones –en 1810, 1816 y 1822– y produce sendos informes que dan cuenta del estado de la frontera y proponen posi-bles soluciones desde el punto de vista social y militar7.

García distingue en sus escritos el crecimiento notable que ha comenzado a manifestarse en Buenos Aires y su territorio en las últimas décadas del siglo XVIII, a partir del advenimiento del Virreinato y la instauración paulatina del libre comercio. Sin em-bargo, advierte que ésta resultará efímera pues no está asentada en la explotación de la tierra, sino en una feliz coyuntura comercial. Fiel a los principios de la fisiocracia, sólo ve en el armónico de-sarrollo de la agricultura las posibilidades de sustentación de esta nueva sociedad rioplatense en crecimiento que las circunstancias de la economía mundial están creando. Pero, además, advierte que no es posible usufructuar los beneficios de la agricultura sin superar previamente una situación de confusión y desorden que describe minuciosamente.

El origen del desorden –opina– parece asentarse sobre la distri-bución confusa de pobladores, la falta de una división racional de la propiedad y la presencia de un fenómeno local que resulta una pre-

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Admitiendo la necesidad de la existencia de estancias de grandes di-

mensiones, al menos hasta que “la población de nuestra provincia y la

perfección de nuestra agricultura no hayan hecho variar completamente

el estado de las cosas”, la idea es utilizar los cultivos para que oficien de

cinturones de protección de pueblos y ciudades.

ocupación constante para los funcionarios estatales que se ocupan reiteradamente del tema: la constatación de que, si bien existe una carencia generalizada de mano de obra rural, nos encontramos fren-te a una numerosa clase menesterosa a la cual Garaviglia denomina de pastores y labradores –para oponerla a la más clásica de agri-cultores y hacendados– que no produce sino a medias su mínimo sustento y que ocupa temporariamente con construcciones precarias terrenos que no son de su pertenencia, usufructuando sus recursos a expensas de los propietarios. García, en sus informes, cita las de-claraciones de un vecino de la campaña que transcribimos, por ser bastante ilustrativas de la situación.

Empiezan estos agricultores honorarios a arar por mayo, y con-cluyen en julio y aun en agosto. ¿Y qué comen en este tiempo estos hombres sin recursos? Díganlo nuestros ganados. ¿Con qué alimentan sus vicios? Con el producto de aquellos. ¿Y cuál es el resultado de la operación de cuatro meses? Haber arañado la tierra, que por mal cultivada no produce ni aun el preciso necesario de una familia industriosa. Siembran, en fin, porque un vecino les prestó la semilla y el día de la sementera hay bulla, embriaguez, puñaladas, etc. Estas sementeras en muchas partes deben cercarse; y para estos se unen algunos, y clavan en la tierra cuatro palitroques, que, ayudados de torza-les que hacen de la piel de nuestros toros, forman una barrera incapaz de resistir la embestida de un carnero. Resguardadas así sus mieses, las cuidan sus mujeres por el día, y ellos por la noche. Persiguen los ganados vecinos, los espantan, los hieren y obligan al hacendado a trabajar un mes, para reunir lo que un labrador de estos le dispersó en una noche. Destruyen nuestros caballos, pues en ellos hacen sus correrías nocturnas. En este orden continúan hasta el preciso tiempo de la siega, en que son más perjudiciales que nunca.

Llega enero, y cruza por la campaña un enjambre de pulperías, llevando consigo el pábulo de todos los vicios; sus dueños los fomentan para ejercitar la usura: ponen juegos, donde los labra-dores de esa clase reciben cualquier dinero por sus trigos: ven-den a precios ínfimos sus cosechas y el campesino honrado, que por sus cortos fondos necesita adelantamiento, se ve forzado a malbaratar por necesidad lo que aquellos por sus vicios: siendo el resultado, verse sin granos, y tal vez empeñados al fin de la cosecha. Estos se llaman labradores, por que siembran todos los años, siendo en realidad vagos mucho más perjudiciales que aquellos que por no tener ocupación llamamos tales8.

Frente a este crítico diagnóstico, García esboza una solución propia de una mentalidad ilustrada que ve en la técnica y en las medidas de “buen gobierno” el modo de encauzar el problema. Dicha solución queda resumida en cuatro principios: mensura exacta de las tierras; división y repartimiento de ellas; formación de pequeñas poblacio-nes; y seguridad de las fronteras. El desarrollo de la explicación es un verdadero programa. La mensura exacta de tierras es un llamado

a formar un verdadero catastro rural que, entre otras cosas, debe formular un principio de zonificación que asegure el destino de los terrenos (agricultura o ganadería) y sus dimensiones. Una zonifica-ción que no sólo sirve para poder saber de antemano la producción posible de ambos ramos, sino para dividir con claridad dos sistemas productivos incompatibles por la tendencia del ganado a destruir las sementeras y cultivos. Admitiendo la necesidad de la existencia de estancias de grandes dimensiones, al menos hasta que “la pobla-ción de nuestra provincia y la perfección de nuestra agricultura no hayan hecho variar completamente el estado de las cosas”, la idea es utilizar los cultivos para que oficien de cinturones de protección de pueblos y ciudades. De allí su recomendación de hacer de los ejidos y zonas cercanas a los sectores urbanos áreas exclusivas para la agricultura. Por otra parte, para completar la organización del mundo rural, García aconseja fomentar la formación de poblaciones con un plan sencillo y preciso que describe con minuciosidad. Una cuadrícula alrededor de una plaza de donde deben salir ocho calles y en la cual se ubican los edificios de equipamiento.

Dentro del esquema propuesto por García, la existencia de esta amplia clase de menesterosos a la que hacíamos referencia debe en-contrar una solución en el nuevo sistema de producción agrícola que luego será denominado “colonización ejidal”. La cantidad abruma-dora de habitantes que pertenecen a esta condición es lo que motiva a García a aconsejar la creación de estas poblaciones que permitan nuclear a los vecinos dispersos. Para ello propone la promulgación de una ley:

[…] que debería obligar a los moradores (de escasos recursos) que aposenten su habitación en el pueblo inmediato. Esto pa-recerá duro, pero sin reducir las familias a población, sucederá que, no tocándose sus intereses sino en los poquísimos puntos que forman sus precisas necesidades al menor movimiento (de los indios) quedarán separados y el cuerpo social destruido9.

A partir de sus teorías, García devuelve a los pueblos un rol funda-mental como agentes civilizadores del territorio, como puntos de concentración del comercio que posibilite las ventas de la produc-ción agrícola y la fijación racional de precios10.

Por otra parte, tanto la división racional de la tierra como la instalación de un control estatal centrado en los poblados que deben irradiar civilización tienen ambos una clara connotación política. En efecto, si bien el reparto de tierras es una costumbre legal que acompaña todo el proceso de la colonización, lo que aparece aquí es el uso del recurso no como una consigna generalizada, sino como modo de remediar el problema de la pobreza, la cual no tiene para García una razón estructural sino que es producto de la ignorancia y la ausencia de una organización legal adecuada. Además, este tipo de reparto establece un pacto. La tierra sólo será entregada en la medida en que sea realmente poblada y en ella se construya una casa, lo que por otra parte implica un principio de control de esa población casi nómade. Esta idea de generar una comunidad de pro-pietarios, partiendo de la existencia de un impresionante volumen

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Fig. 2 La nueva frontera de la provincia de Buenos Aires en la década de 1820

de tierra fiscal, como modo directo de hacer de cada inmigrante o campesino un ciudadano, tendrá un largo desarrollo como programa político en el ámbito del estado. Y a la manera tradicional la ciu-dadanía aparece aquí como algo asequible al habitante urbano que pueda cumplir la condición previa de vecino.

Lo que encontramos en los escritos del coronel que hemos in-tentado someramente analizar es un agudo sentido para adaptar a la realidad principios que eran, al menos en las primeras décadas re-volucionarias, compartidos por un amplio espectro de la élite local. Además, el hecho de que sea García convocado reiteradamente por diversos gobiernos para realizar expediciones y memorias acerca del estado de la campaña es significativo de su condición de especialista sobre el problema. Sin embargo, sus recomendaciones no podían ser tomadas en cuenta en el clima de las constantes crisis políticas de los primeros años de la independencia y las consiguientes guerras internas y externas que comprometían todos los recursos econó-micos. A partir de 1821, es entonces factible que siendo García miembro de la Junta de Representantes y su propio hijo ministro de Hacienda de los Gobernadores Rodríguez y Las Heras, y habiéndo-se propuesto ambos mandatarios como programa el avance y pobla-miento de la frontera, sus consideraciones sean finalmente llevadas a la práctica en un clima diferente al de la década de 1810, en un momento en que nuevamente las ideas de orden racional de progre-so armónico que leemos explícitamente en el informe del coronel parecen por primera vez encontrar un inicio de realización.

Problemas y herramientas de acción

Durante el gobierno de Martín Rodríguez, siendo entonces Riva-davia ministro de gobierno, es notable la trascendencia y la com-plejidad que asume la cuestión de la tierra pública y los proyectos relacionados con ella: la colonización, la erección de nuevas ciu-dades y la repartición de tierras entre los pobladores locales. Esta importancia puede deducirse por la cantidad de leyes y decretos que configuran una acción renovadora en cuanto a la organización de los poblados existentes y también a partir de la jerarquización y utiliza-ción de un brazo ejecutivo creado especialmente: el Departamento Topográfico. Pero ya en la década del ‘20, no es sólo el pensamien-to fisiocrático lo que inspira al grupo rivadaviano, sino también las ideas liberales de Adam Smith y la lectura de David Ricardo, realizada por James Mill, que en los aspectos de la economía rural coinciden en algunos conceptos con la fisiocracia y el neomercan-tilismo. Este naciente liberalismo, si bien está estructurado a partir de la imagen de un mercado espontáneo, descansa en una confianza prácticamente ilimitada en la actividad creadora del empresario rural, pequeño propietario o arrendatario11. Es en este contexto que el tema asume un rol fundamental, ya que una de las tareas esencia-les que está detrás del programa político del grupo es la creación y demarcación de una frontera económica segura, que sea la base de un crecimiento futuro. El problema, en definitiva, estará en cómo realizar la repartición de la tierra una vez demarcado un nuevo lími-te que se fija con claridad entre 1820 y 1830 (Fig. 2).

En abril de 1823, el gobierno dicta el primer decreto destinado a especificar el modo en que deberán ser regularizados los pueblos. En él ya puede notarse en parte que la estrategia física que acompa-ña las ideas políticas al respecto está basada en un alto porcentaje en los informes de García. La regularización no implica sólo el reordenamiento de la traza del poblado, el deslinde de las propie-dades existentes en cada uno de los asentamientos, sino la idea de construir un ejido, una circunferencia con un radio de una legua a partir de la cuarta cuadra del contorno destinado fundamentalmente a la producción agrícola que, por una parte, debe aislar las tropas de ganado del sector urbano y, por otra –que resulta la más importante para nuestro argumento–, proporcionar superficie a los cultivos que los residentes en las poblaciones deberán practicar como modo de subsistencia12. Finalmente, en los últimos artículos, y esto es total-

mente novedoso, establece la necesidad de crear una comisión local encargada de la delineación de las calles y otorga al departamento el control sobre toda edificación realizada13.

A partir de 1825, con la creación de la Comisión Topográfica y la supresión del Departamento de Ingenieros-Arquitectos, la tarea recibe nuevo impulso14. Sin embargo, a pesar de los cambios ad-ministrativos, las operaciones sobre los pueblos de campaña tienen una estricta relación con las experiencias cumplidas sobre la propia estructura de la ciudad de Buenos Aires. Las leyes y decretos ema-nados para solucionar los problemas de la capital sirven para inten-tar resolver el ordenamiento de los poblados rurales; aunque en las acciones sobre estas poblaciones, los errores cometidos en los pasos iniciales centrados en la trama de Buenos Aires serán capitalizados a partir de un mayor pragmatismo.

Una acción consensuada. Las Comisiones de Solares y la reorga-nización de los poblados

Si el hecho que nos ocupa está rodeado de un amplio espectro de cuestiones que van desde los diagnósticos y proyectos de la ilustra-ción borbónica sobre la campaña a los proyectos de los rivadavianos y las innovaciones técnicas, debemos intentar ahora corroborar la real incidencia de esta multiplicidad de factores sobre nuestro obje-to de estudio.

La estabilización de la frontera, el control de la creciente pobla-ción rural, la necesidad de un disciplinamiento de la mano de obra son, como ya hemos observado, las razones que en este caso impul-sarán, sobre todos los demás factores, a la reforma y consolidación de los poblados existentes. La revalorización del damero regular, la invención de una normativa que imponga la reorganización de la traza, la definición de la propiedad de los lotes urbanos y suburba-nos son, en definitiva, medidas instrumentales que no pueden enten-derse sino es a través de este programa.

En artículos anteriores15 hemos definido esta voluntad de reor-ganizar el territorio geométricamente como una creencia que tiende

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Fig. 3 Plano topográfico de Chascomús realizado por Juan Saubidet en 1825 (Departamento de Investigación Histórica y Cartográfica de la Di-rección de Geodesia del Ministerio de Infraestructura de la Provincia de

Buenos Aires).

a asimilar la regularidad formal y física con la marcha regular de la economía y las instituciones. Los ilustrados y sus herederos luego de la Revolución creen, en general, que las modificaciones sobre el espacio deben necesariamente transformar el andamiaje político y económico de manera radical y el instrumento técnico que acom-paña este pensamiento es la cuadriculación del territorio. En este contexto, la misión de realizar planos topográficos y realineaciones de la totalidad de los pueblos de campaña comenzará a ser ejecu-tada sistemáticamente a partir de 1825. Pero existe una diferencia importante entre el momento en que García formula el plan y la década del ‘20. Por un lado, no se hace necesario crear una sociedad filantrópica de fomento de la agricultura encargada de formar pue-blos y ciudades como el coronel pensaba, ya que existe en la ad-ministración una dependencia capaz de cumplir con ese cometido; por el otro, la nueva generación de profesionales que conforman el Departamento topográfico, extranjeros o formados fuera del imperio español, dentro del espíritu y la tradición de los cuerpos de ingenie-ros napoleónicos, poseen otro tipo de herramientas de registro de la realidad y ocupan, dentro de la estructura de la administración, un rol mas específico.

Teniendo en cuenta la importancia de la modificación técnica y la creación de una legislación acorde, la diferencia central con lo realizado anteriormente es la intención de materializar la nueva traza de los pueblos, no como imposición sino, según habíamos advertido, a partir de una política de consenso entre el poder central y los representantes políticos de cada lugar. En ese sentido debe interpretarse el decreto que crea una nueva figura destinada a actuar sobre las poblaciones rurales: las Comisiones de Solares. Estas son, en definitiva, parte de las atribuciones otorgadas a los nuevos jueces de paz dentro de la estructura política que el gobierno crea en reem-plazo de la anterior organización de juzgados de primera instancia.

Más allá del cambio de sistema administrativo y la inclusión de las autoridades locales en la construcción de este intento de orden regular de los poblados de la provincia, lo que sorprende son las atribuciones de la Comisión. Esta no sólo tiene poder de vigilancia y control sobre la nueva traza sino también para proceder a la dis-tribución y adjudicación de solares en cada pueblo. La Comisión es la encargada también de juzgar la legitimidad de los títulos de pro-piedad presentados para cada uno de los lotes y se reserva la posibi-lidad de adjudicación en caso de que los mismos fuesen declarados baldíos. La única cláusula obligatoria a la cual debe atenerse el be-neficiario es la de construcción de una vivienda y cercado del predio en el término de un año. Cumplido ese plazo, la merced puede ser retirada sin obligación ninguna por parte del estado.

El Departamento Topográfico, por otra parte, reconoce poder en este ejercicio ordenador no sólo al juez de paz sino a las clases propietarias. Son ellas las destinadas a conformar, muchas veces conjuntamente con las autoridades militares, el núcleo de las Comi-siones. La existencia de esta figura institucional revela entonces un dato complementario e imprescindible para entender en su globali-dad la política rural de la elite bonaerense en la década de 1820. Si la enfiteusis puede promover la apropiación de tierras a los hacen-dados, la distribución de solares urbanos, quintas y chacras entre la población “que no tiene facultades” ni siquiera para arrendar la tie-rra, intenta facilitar el arraigo de una clase social que va en aumento y provoca la alarmante reacción de los diferentes grupos de la elite. Todo esto en la medida en que el modelo de explotación ganadera en grandes latifundios se convierte en el modo de organización eco-nómico determinante.

Para poder aclarar aún más el problema, alejarlo de interpreta-ciones parciales y probar, a partir de fundamentos concretos, nues-tras hipótesis, estudiemos en detalle –entre la infinidad de testimo-nios documentales existentes en el Archivo General de la Nación, el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires y el Repositorio Histórico de la Dirección de Geodesia del Ministerio de Obras Pú-blicas de la Provincia de Buenos Aires– algunos casos particulares. Si bien la acción de regularización del damero, la construcción de

un plano topográfico, la formación de Comisiones de Solares es directamente constatable de acuerdo a las fuentes en Mercedes, Monte, San Vicente, San José de Flores, Navarro, Exaltación de la Cruz, Ranchos, San Nicolás, Dolores, Chascomús, Magdalena, Ensenada y Lobos, se puede presumir que tales acciones se hayan realizado en el resto de los pueblos. A los efectos de corroborar nuestras afirmaciones en detalle hemos elegido analizar dos de ellos, correspondientes a la nueva frontera: Chascomús y Dolores. Chascomús como pueblo de la frontera de creación más reciente y Dolores como primera avanzada de la nueva línea que se establecerá durante la década del ‘20.

En el caso de Chascomús, la acción está bien documentada. Luego de la disolución del Departamento de Ingenieros–Arquitectos, el agrimensor Saubidet es comisionado para realizar el plano del pue-blo de acuerdo a los códigos del Departamento Topográfico. Para cumplir dicha comisión realiza dos planos entre 1825 y 1826. El primero es más un relevamiento de lo existente, con la indicación en línea punteada de una posible traza (Fig. 3) En él son distingui-bles, además de las construcciones particulares que componen el pueblo, los edificios y espacios públicos: plaza, iglesia, juzgado de paz y escuela, cuartel, comisaría de policía y casa del administra-dor de correos. La ubicación de esos edificios y espacios revela la espontaneidad de su localización. Salvo la iglesia y el cuartel –la ex guardia– que dan sobre la plaza, el resto de los edificios no están en relación directa con ésta, como el caso de la casa del administrador de correos, una construcción de mampostería situada en una esqui-na donde confluyen diversas sendas. Probablemente se trate de un asentamiento anterior al mismo fortín, de allí su posición excéntri-ca. El tejido que conforma el resto de los edificios, si bien trata de seguir una estructura en damero a partir de la guardia y la plaza, se va desdibujando a medida que nos alejamos unas tres cuadras del punto central. El código de colores del Departamento Topográfico permite, por otra parte, apreciar las características de las viviendas del pueblo16. Apenas hay seis casas de material, las restantes, el 90%, son de adobe o “quincha y paja” como se lee en muchos de los planos de otros pueblos para la misma época y en el informe de Catelin que analizamos al comenzar este artículo.

En el segundo plano, comenzado según el autor en 1825 y ter-minado en 1826, la traza aparece más definida. La idea esbozada en el primer dibujo de crear una amplia avenida y generar un sector más regular detrás de ese límite aparece claramente expresada; así como la de organizar una nueva plaza, con una manzana destinada a edificios públicos, que correría el centro del poblado dos cuadras hacia el sector opuesto a la laguna. La realización de Saubidet inten-

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ta no sólo regularizar en lo posible lo existente, sino crear dentro del damero, hasta ahora indiferenciado, algún tipo de especialización de acuerdo a las nuevas valencias de la cuadrícula a las que hemos hecho referencia en el ítem anterior: dos plazas, avenidas que divi-den sectores, espacio para edificios públicos. Por otra parte, intenta regularizar el ejido como territorio de expansión, no de la trama urbana de por sí incipiente, sino de la ocupación agrícola que deberá circundar al pueblo y dar actividad, según hemos ya analizado, a la población menesterosa.

En este segundo plano, mas detallado que el anterior, aparecen 14 casas de material, 115 ranchos de quincha y paja y 59 viviendas mixtas o de adobe y paja. Las mixtas y las de material, se encuen-tran en general cercanas al espacio de la plaza y los ranchos, entre-mezclados apenas en la parte central, son mayoritarios a dos cuadras de la plaza. También, a medida que avanzamos hacia la periferia, aparecen los cercos de tuna irregulares.

Este análisis demuestra varias cosas: por un lado, el estado de precariedad en que se encontraban la mayoría de los pueblos de campaña que apenas se organizaban como un conjunto de desor-denados edificios; por otro lado, la existencia de una voluntad de proyecto que no era solamente producto de un interés en volver a recrear la cuadrícula fundacional, sino de cualificarla.

Con estos documentos ya realizados y como guía, a partir de 1826, se crea una Comisión de Solares local integrada por vecinos propietarios y el juez de paz. La misma es la encargada de autenti-car la propiedad de la tierra y ofrecer en donación las tierras baldías. Los expedientes conservados en el Archivo Histórico de la Pro-vincia de Buenos Aires y el Archivo Municipal de Chascomús dan cuenta de los títulos de propiedad y las sesiones gratuitas realizados por la Comisión entre los años 1825 y 1833, según puede verse en el plano que hemos podido reconstruir (Fig. 4), lo que no deja lugar a dudas sobre su incidencia en la conformación posterior del pobla-do y la distribución de los habitantes.

Claro que en esto influyen notoriamente los intereses políticos y la división social imperante en la campaña17. Esta cuestión se

Fig. 4 Reconstrucción cartográfica de Chascomús, según los planos de Saubidet (Dibujo de Omar Loyola HITEPAC FAU - UNLP).

comprueba en una serie de expedientes que enumeran conflictos en los que se discute la propiedad de lotes preferenciales que son cedidos a vecinos influyentes, expulsando de ellos a los primitivos pobladores. Los pleitos son indicativos de que la reestructuración de cada uno de los pueblos implica una revalorización de las propie-dades urbanas y un poder sobre éstas de los vecinos más poderosos que como miembros de la Comisión de Solares imponen criterios de reorganización en los cuales está clara su intención de poseer por concesión los terrenos de mayor valor dentro de la nueva traza.

Las preocupaciones de decoro y estética edilicia son aducidas por la Comisión como motivos para la enajenación de los solares, pero es evidente que la cuestión está centrada en el valor económico que adquieren los terrenos centrales. La orden dada por la Comisión de construir, o al menos edificar, un cerco de adobe en los lotes no ocupados del área central es también otra manera de excluir a la cla-se de “no arrendatarios” de las zonas de más alto valor económico.

Pese a estas restricciones no puede negarse la acción transfor-madora que cumplen en el pueblo el Departamento Topográfico y la Comisión de Solares. En efecto, en el plano siguiente de Chascomús realizado recién en 1855 (Fig. 5), cuando el Departamento Topo-gráfico recibe un nuevo estímulo y la reorganización de la campaña vuelve a ponerse en marcha luego de la caída de Rosas, puede verse cómo la traza de Saubidet, que crea un sector nuevo de pueblo y una nueva plaza, ha sido llevada a la práctica en parte y aunque dicha plaza no ha sido edificada en todo su contorno, el planteo mantiene su vigencia. Es más, la calle que desemboca en la nueva explanada es el lugar donde mayormente se ha construido, sobre todo casas de mampostería en esquina, por lo que seguramente debe pensarse que para la época eran las de mayor valor económico. Según el agrimen-sor Arrufó que practica el nuevo relevamiento:

Habiendo encontrado que el pueblo ha seguido el mismo sis-tema y proyecto hecho años anteriores, me he limitado a res-tablecer la regularidad y rectitud posible en todo aquello que

Fig. 5 Plano topográfico de Chascomús realizado por Jaime Arrufó en 1855 (Departamento de Investigación Histórica y cartográfica de la Dirección de

Geodesia del Ministerio de Infraestructura de la Provinciade Buenos Aires).

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Fig. 6 Plano de trazado del Pueblo de Dolores proyectado por José María Romero en 1825 (Departamento de Investigación Histórica y cartográfica

de la Dirección de Geodesia del Ministerio de Infraestructura de la Provin-cia de Buenos Aires).

era susceptible de modificar [...] Las calles Avenidas de 50 y 100 varas proyectadas anteriormente circunvalaban a la parte antigua del pueblo, estas calles no reciben modificación en su ancho por haber sido ya establecidas18.

Esta prueba documental demuestra, al menos en el caso de Chas-comús, la importancia que tuvo la acción de reorganización urbana del poblado durante los años ’20, en un contexto de expansión de la frontera que se prolonga hasta bien entrado el período rosista. Ahora bien, más allá de los intereses particulares que seguramente deben haber presionado sobre las Comisiones de Solares para obtener la tenencia de las tierras mejor ubicadas por parte de los propietarios más poderosos, ¿existió una política de adjudicación de terrenos para sectores desposeídos?

Aparentemente, según puede leerse en algunas fuentes docu-mentales como el Registro de Adjudicación de Solares de la Comi-sión, y teniendo en cuenta el volumen de terrenos otorgados, puede afirmarse con certeza que este tipo de práctica se cumplió y que de alguna manera ayudó a fijar una porción de la población de la campaña alrededor de los pueblos. Pero, ¿a quiénes se adjudicaban terrenos? A partir de la lectura de los censos de la época se observa que si bien existían en cada uno de los pueblos actividades de ser-vicios y comercio (barbero, pulpero, molinero, comerciante, etc.), el grueso de la población urbana estaba constituido por personas dedicadas a actividades rurales que probablemente cumplían en los campos linderos o servían de mano de obra posible de ser reclutada en momentos de necesidad. El censo de 1815 nos muestra que un 21% de la población activa eran agricultores y otras tantas personas están clasificadas como participantes en otras tareas afines a la agri-cultura y la ganadería19.

De allí el interés manifiesto del estado, como ya anticipamos, de otorgar esta suerte de terrenos urbanos, constituir ejidos y lotear-los a los efectos de crear un cinturón de chacras y quintas que pu-dieran dar subsistencia a los menesterosos y además sirvieran para otorgárseles un domicilio fijo. Por otra parte, siendo las construccio-nes en su mayoría precarias, la posibilidad de removerlas y trasladar la ubicación de los habitantes, reorganizando prácticamente de nue-vo el poblado, es una alternativa que aparece como bastante viable.

Si en el caso de Chascomús encontramos un ejercicio de gestión que tiende a reorganizar la población en base a un ordenamiento regular, Dolores es, en cambio, un ejercicio puro de teoría puesto en práctica. En efecto, en la zona de la frontera exterior no es necesario enmendar los errores producidos por el desorden, la ignorancia o el abandono que se ven en los pueblos de la región de la “Pampa Anterior”, cuya existencia como poblados se remonta en general a la segunda mitad del siglo XVIII20. Allí es donde encuentra pleno cumplimiento el decreto del presidente Rivadavia del 5 de mayo de 1827, que llama a poblar las nuevas fundaciones de la frontera repartiendo tierras y solares urbanos a quienes quieran sumarse a la empresa, y también a dar chacras en enfiteusis a aquellos poblado-res que quieran explotar la agricultura. Un decreto que termina por dar dimensiones definitivas a cada una de las partes que se estructu-ran como módulos de una misma malla. Solar, quinta, chacra, estan-cia son unidades, que derivadas de las Leyes de Indias, adquieren mediante la cuadriculación universal del territorio nuevas valencias. Bajo este sistema un solar es equivalente a un cuarto de manzana, una quinta a cuatro manzanas, una chacra a cuatro quintas, o sea 64 solares urbanos. Es más, es precisamente en ese momento que el gobierno pretende darle una dimensión definitiva a la estancia como modo de frenar la expansión del latifundio. Pero se trata de una dé-bil respuesta. Una vez asumido el gobierno por Dorrego, la medida será rápidamente derogada21.

Se puede decir que Dolores es, en ese contexto, una prueba general del sistema. La destrucción de un primer intento de asenta-miento por un malón en 1823 ofrece la posibilidad de realizarlo se-gún una nueva normativa. Se trata de la primera población de avan-

zada más allá del Salado, en un territorio que, si bien está en parte dividido en grandes e imprecisas propiedades, es casi absolutamente virgen para ensayar una política nueva de división de la tierra. Es una región fronteriza, además, donde los desórdenes son frecuentes aun entre los primeros pobladores por lo que para el estado, según prueban los documentos, se hace imprescindible “darle propiedad y religión a las familias que pueblen la frontera y evitar los crecientes robos de ganado”22.

Si bien ya en enero de 1825 se forma una Comisión de Solares para el nuevo pueblo de Dolores23, es recién en enero del año si-guiente que el ingeniero José María Romero, cuya estrecha relación con los miembros del Departamento Topográfico ya hemos probado en otro trabajo, es nominado para realizar la traza urbana que nece-sariamente debe ser la contracara del vecino depósito de prisioneros de Santa Helena o de las fábricas de carbón de los montes del Sala-do, lugares de constantes desórdenes y alarma24. El proyecto resul-tante puede analizarse como un anticipo de las directivas del decreto del presidente Rivadavia que hemos anteriormente comentado (Fig. 5). Un trazado que no es una cuadrícula mecánica sino que es cons-truido a partir de un módulo repetitivo incorpora cinco plazas, una central y cuatro laterales (una por cada barrio o sector), avenidas mayores, dos que cortan a manera de cardo y decumanus el área urbana en cuatro y, además, un boulevard de circunvalación que separa el sector de solares de los dos anillos de chacras y quintas. Una forma de trazado que se verá consolidado en la normativa y en los planos posteriores y que Morosi ha identificado como cuadrícula republicana, para diferenciarlo de los desarrollos posteriores a 1855. Ejemplo de éste, además de Dolores, es el realizado para Magdalena (Fig. 6), donde si bien se han perdido las cuatro plazas giradas que presenta el planteo para el primero, se mantienen todos los elemen-tos anteriores y la plaza central adquiere un largo de dos manzanas y en uno de sus lados se pueden observar los terrenos destinados a edificios públicos.

Otra vez en Dolores se verifica la acción de la Comisión de Solares que, según hemos podido constatar, adjudica en calidad de

donación, entre 1829 y 1833, alrededor de 170 pedidos, con la sola presentación de un pedido por escrito, la correspondiente delinea-ción del lote dentro del damero y su aprobación posterior por la Comisión (Fig. 7). No podemos decir que se trate solo de personas menesterosas, ya que los propios miembros de la Comisión y algu-nos vecinos destacados solicitan algunas veces más de un terreno, por lo que habría que contabilizar la cantidad de pobres que recibie-

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De allí el interés manifiesto del estado [...] de otorgar esta suerte de

terrenos urbanos, constituir ejidos y lotearlos a los efectos de crear un

cinturón de chacras y quintas que pudieran dar subsistencia a los me-

nesterosos y además sirvieran para otorgárseles un domicilio fijo.

ron realmente sus solares. De todos modos, los pedidos repetidos o correspondientes a importantes propietarios de tierras linderas al pueblo, no llegan a más del 10 %, por lo que puede decirse que de acuerdo al número de propietarios habilitados y el tamaño posible que podía llegar a tener el pueblo en ese momento, la proporción de tierra otorgada es muy alta.

Conclusiones

Como resumen final de este artículo podemos enumerar algunas conclusiones posibles con la salvedad de que han sido elaboradas a partir de una casuística reducida y aplicada a una región particular de la provincia.

- Es posible constatar una política activa de reorganización de los pueblos de la campaña bonaerense durante este período.

- Dicha política es producto de la concurrencia de dos factores ideológicos importantes. Por un lado, la presencia todavía viva

en las élites del modelo de la economía fisiocrática y neomer-cantilista, que asignaba a la agricultura un rol central en el desarrollo de una nación, en oposición a la ociosidad de las ciudades que sólo podían subsistir genuinamente como centros de intercambio en función de la economía agraria. Por el otro, las coincidencias de las doctrinas liberales seguidas por los rivadavianos acerca de la agricultura y la propiedad de la tierra con el pensamiento de la ilustración virreinal.

- La acción puede instrumentalizarse a partir de la existencia de la idea de organizar un estado centralizado que otorga a la cues-tión de la sistematización del espacio físico y las comunicacio-nes un rol fundamental, avalado por la presencia de un saber técnico que acompaña tales postulados.

- El camino a seguir ya está explicitado con claridad en la serie de informes que el coronel de ingenieros Pedro Andrés García formula durante la década de 1810, después de realizar una serie de inspecciones en la campaña. El mismo se basa en la organización de un catastro rural, la división y repartimiento de las tierras, la formación de centros poblados que funcionen como puntos de intercambio y lugar de domicilio seguro de la población campesina.

- Dicha reforma es en parte realizada por el grupo rivadaviano y se centra en uno de los aspectos: la organización o reorganiza-ción de poblados y el otorgamiento en donación de tierras urba-nas a la numerosa clase de menesterosos que pueblan la pampa anterior y los nuevos territorios más allá del Salado.

- Los instrumentos fundamentales para esa reorganización son el Departamento Topográfico y las Comisiones de Solares. El primero realiza el relevamiento del territorio, la confección de planos de delineación y el reagrupamiento urbano de cada uno de los pueblos. Posteriormente, la Comisión, formada por los notables de cada poblado, reparte los lotes urbanos y el ejido entre los pobladores de acuerdo a su estratificación social.

- La comprobación de que una reorganización de tal magnitud fue emprendida por el gobierno en los casos particulares de Chascomús y Dolores, demostraría que la política de enfiteusis no fue la única medida realizada sobre la campaña durante el período, y que la “regularización” de los pueblos y sus ejidos fue una medida tendiente a encontrar una solución tanto al pro-blema de la carencia de mano de obra para las tareas rurales, como a la existencia de una población campesina indigente.

Fig. 7 Esquema de las tierras urbanas y suburbanas adjudicadas por la Comisión de Solares del pueblo de Dolores, 1826-1832 (Dibujo de Omar

Loyola, HITEPAC FAU - UNLP).

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Notas

1 Archivo General de la Nación (AGN), Sala X, 12-8-3, Nota de Ca-telin dirigida a Rivadavia, 1º de febrero de 1822. Para una informa-ción más detallada de la normativa elaborada para la capital, ver del Autor: La ciudad regular. Arquitectura, programas e instituciones en el Buenos Aires rivadaviano, Buenos Aires, UNQUI - Prometeo, 2004.2 Nos referimos en general a la bibliografía tradicional como Ricardo Levene (dir.), Historia de la Provincia de Buenos Aires y formación de sus pueblos, Buenos Aires, AHPBA, 1940. A ello debe sumarse la serie de monografías acerca de dicho tema que han sido editadas sobre todo durante las décadas de 1930 a 1950 por el Archivo Histó-rico de la Provincia de Buenos Aires. En particular, para este trabajo hemos analizado: Alfredo Vidal, Los orígenes de Ranchos (General Paz) 1771-1865, La Plata, AHPBA, 1937; Rolando Darcos Berro, Nuestra señora de los Dolores, La Plata, AHPBA, 1939; Francisco Romay, Historia de Chascomús, Chascomús, Municipalidad de Chascomús, 1967. 3 Patricio Randle, La ciudad pampeana, Buenos Aires, Eudeba, 1969.4 Entre los textos más importantes que modifican las hipótesis ge-nerales de la historia rural del período colonial y posrevolucionario merecen citarse el trabajo pionero de Félix Weimberg, El drama de la agricultura colonial. Juan Hipólito Vieytes, Antecedentes econó-micos de la Revolución de Mayo, Buenos Aires, Raigal, 1956; Tulio Halperín Donghi, “Una estancia en la campaña de Buenos Aires, Fontezuela, 1753-1809”, en Enrique Florescano E., (comp.), Hacien-das, latifundios y plantaciones en América Latina, México, Siglo XXI, 1975; y la serie de importantes trabajos de la última década, dentro de una más vasta lista: Raúl O. Fradkin, La historia agraria del Río de la Plata Colonial: los establecimientos productivos (2 to-mos), Buenos Aires, CEAL, 1993; Juan Carlos Garaviglia, Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense 1700-1830, Buenos Aires, Ed. de La Flor, 1999; Carlos Mayo (comp.), Pulperos y pulperías de Buenos Aires (1740 - 1830), Buenos Aires, Biblos, 2000; Id., Vivir en la Frontera. La casa, la dieta, la pulpería, la escuela, Buenos Aires, Biblos, 2000; Julio Djenderedjian, Historia del capitalismo agrario pampeano, tomo IV, La agricultura pampeana en la primera mitad del siglo XIX, Buenos Aires, Universidad de Belgrano-Siglo XXI, 2008.5 Alberto de Paula, Las nuevas poblaciones en Andalucía, California y el Río de la Plata, 1767-1810, Buenos Aires, IAA - Universidad de Buenos Aires, 2000; Ramiro Martínez Sierra, El mapa de las Pam-pas, Buenos Aires, Archivo General de la Nación Argentina, 1975.6 Puede encontrarse información acerca de los nuevos asentamientos en España durante el siglo XVIII en Carlos Sambricio, Territorio y ciudad en la España de la Ilustración, Madrid, Ministerio de Obras Públicas y Transportes, Instituto del territorio y Urbanismo, 1991; Jordi Oliveras Samitier, Nuevas Poblaciones en la España de la Ilus-tración, Barcelona, Fundación Caja de Arquitectos, 1998.7 Los escritos de García, publicados originalmente por Pedro de An-gelis, han sido recopilados recientemente y presentados con una in-teresante introducción de Jorge Gelman, en Un funcionario en busca de un Estado. Pedro Andrés García y la cuestión agraria bonaeren-se, 1810 -1822, Quilmes, Universidad Nacional de Quilmes, 1997. 8 Ibidem.9 Ibidem.10 Félix de Azara, Memoria sobre el estado rural del Río de la Plata en 1801, en José Carlos Chiaramonte (compilador), Pensamiento de la Ilustración. Economía y Sociedad Iberoamericana en el siglo XVIII, Caracas, Biblioteca de Ayacucho, 1979, pp. 112-135.11 Ver Sergio Bagú, El Plan económico del grupo rivadaviano. 1811-1827, Rosario, Instituto de Investigaciones Históricas, Facul-tad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional del Litoral, 1966, p. 20. Como dato ilustrativo acerca de la difusión de las ideas de la economía liberal en el Río de La Plata, cabe destacar que en 1823

Rivadavia hizo traducir Elementos de economía política de James Mill para utilizarlo como texto de enseñanza en la cátedra homóni-ma recientemente creada.12 Esta medida fue modificada posteriormente a partir de un pedido del agrimensor Fortunato Lemoine, quien se quejaba por la dificultad de trazar estas mensuras en círculo y los posibles pleitos que puede provocar el cálculo del segmento de circunferencia que le corres-ponde a cada lote lindero con los límites de la circunferencia. En su reemplazo propone la utilización de una superficie cuadrada. El De-partamento lo aprueba mediante un decreto del 8 de abril de 1826.13 El texto completo del decreto es el siguiente:16 de Abril de 1823. Demarcación de pueblos de campaña.Art 1. El Departamento de Ingenieros levantará un plan de cada pue-blo de campaña.Art 2. Se demarcará una circunferencia de una legua a partir de la cuarta cuadra del contorno.Art 3. Dicho terreno será destinado exclusivamente a la agricultura.Art 4. Una comisión establecerá la delineación de las calles.Art 5. En el plan de cada pueblo se marcará toda la parte que ya ha sido edificada y también la que ponga inconvenientes a ser entrada de los muros de una y otra parte de cada calle.Art 6. En la demarcación se seguirá el decreto del 14 de octubre de 1821.Art 7. Las solicitudes para edificar en los pueblos de campaña se pre-sentarán al comisionado de policía el cual con arreglo de planos se presentará al Departamento de Ingenieros.14 Previamente, en abril de 1824, se había intentado constituir una comisión entre el Departamento de Ingenieros arquitectos y los profesores de la Facultad de Ciencias Exactas que aparentemente no llegó a funcionar.15 Ver, por ejemplo, el artículo publicado por el Autor: “Las raíces del árbol de la libertad. El legado ilustrado en la fundación de pueblos en la pampa bonaerense durante el siglo XIX”, en Nuevo Mundo Mun-dos Nuevos, Debates, 2010 [disponible en http://nuevomundo.revues.org/59222].16 El código de color, cuya importancia no se puede apreciar en la presente publicación por obvios motivos, es el siguiente:Líneas con vivo verde, los cercos.Líneas con vivo carmín, las paredes.Líneas con vivo amarillo, los cercos de rama.Rectángulos carmines, los edificios de mampostería existentes.Rectángulos de líneas carmines y fondo amarillo los ranchos de pa-red.Rectángulos con líneas negras y fondo amarillo, los ranchos de quin-cha y paja.(AGN. Sala X. 14-3-2.)17 La serie de casos que se en enumeran aquí ha sido tratada en detalle en un reciente artículo del Autor con Omar Loyola, “Trans-formaciones en el hábitat rural. Los planos de relevamiento de Chascomús, 1826 – 1854”, en Mundo Agrario. Revista de estudios rurales, 2010.18 Repositorio Histórico de la Dirección de Geodesia de la Provincia de Buenos Aires, MOP, Partido de Chascomús. Mensura n. 23.19 Para mayor información acerca de los censos de la época en la cam-paña ver: César García Belsunce (dir.), Buenos Aires y su gente, 1800 - 1830, Buenos Aires, Emecé, 1976. Datos y análisis más actualizados pueden encontrarse en Juan Carlos Garaviglia, op. cit. 20 La mayoría de los pueblos a los que hacemos referencia fueron fundados a partir de una ordenanza promulgada por el virrey Vértiz el 1º de junio de 1779. La misma que preveía la construcción de once puestos militares sobre la banda norte del Río Salado.21 Miguel Ángel Cárcano, Evolución histórica del régimen de la tierra pública. 1810 -1916, Buenos Aires, Librería de la Facultad, 1925.22 AGN, Sala X, 9-8-1, Documentos relativos al pueblo de Dolores.23 AGN, Sala X, 14-3-2. Nota de la Comisión Topográfica dirigida a

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la Comisión de Solares del pueblo de Dolores comentando las atri-buciones de ésta.24 En diciembre de 1826 una nota del Capitán Ramón Lara anuncia que “ya es muy considerable el número de individuos que se han poblado en aquel punto, ya que forman más de cien familias fuera de otras que pretenden realizarlo. Toda el área del territorio demarcado

no comprendido en la delineación para el pueblo se ve cubierto de sementeras […] es doloroso ver niños y jóvenes sin el sacramento del bautismo y que los cadáveres de los muertos se entierren disemi-nados aquí o allí por falta de un ministro de la Religión”, AGN, Sala X. 9-8-1.

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Tanto la explotación como la acumulación del capital son simplemente imposibles sin la transformación de la mul-tiplicidad lingüística en modelo mayoritario (monolingüismo), sin la imposición de un régimen monolingüe, sin la

constitución de un poder semiótico del capital.

Mauricio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, 2006

Primero tenemos que imponer la idea de la minería en toda Argentina, la Argentina como país minero, y a partir de ahí sólo va a ver un salto a través de las empresas que estén produciendo, que van a poder primero cotizar en bolsa y

luego aprovechar esa cotización de las grandes empresas.

Julio Ríos Gómez, presidente del Grupo de Empresas Exploradoras de la Argentina, Argentina Mining 2008,provincia de San Juan

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En un sintomático diagnóstico regional, la reprimarización de la economía de nuestros países ocupa el lugar central en una cre-

ciente agenda intelectual y académica, y también anima las luchas sociales, esto es, las resistencias que, en total asimetría, libran los movimientos socio-territoriales, ante el avance de las fronteras de las grandes corporaciones extractivas transnacionales. Entre ellas, las forestales, la hidrocarburífera, la pesquera, y la mega-minería metalí-fera y uranífera sostienen sus pilares de enriquecimiento económico-financiero en el mercado internacional de commodities, denominadas “materias primas” en otros debates político-económicos latinoameri-canos precedentes, donde la disputa sobre la cuestión del desarrollo supo alimentar otrora una dimensión polémica constitutiva en torno a proyectos emancipatorios o alternativos. Este modelo primario, extractivo-exportador, corresponde a la actual fase capitalista de “acumulación por desposesión de territorio y bienes comunes”1, y para cuya implementación y ejecución se requieren geopolíticas de reordenamiento territorial e infraestructura de envergadura sistémica, con endeudamiento de doce estados nacionales de Sudamérica ante entidades multilaterales y regionales2.

Si bien se admite un giro político continental en relación con la década del ‘90, dominada ésta por la macro-privatización del estado, bajo el consenso de Washington, el cambio aludido –que amerita análisis específicos de cada gobierno y para cada país– mantiene la base de reprimarización en el denominado “progresismo neo-extrac-tivista”3. En una evaluación compartida por destacados intelectuales públicos, en la medida en que las invenciones jurídicas del neolibe-ralismo y las dislocaciones entre público/privado determinaran már-genes estrechos, hoy vigentes, estos pilares básicos de las economías son sostenidos, con otros estilos de políticas nacionales, por actuales gobiernos, los que parecen sólo poder avanzar en la disputa por la participación estatal –o un mayor protagonismo– ante el monopólico y prebendario sector privado de la mega-minería. Por ende, quedan sin resolver los impactos –socioambientales, sanitarios, culturales, sobre economías regionales, destrucción de patrimonios, etc. – y los conflictos que, ante el extractivismo, se activan en comunidades originarias y campesinas, pueblos indígenas, vecinos y pobladores de localidades, comunas y ciudades afectadas o amenazadas por los emprendimientos.

En tal sentido, en un urgido campo de producción intelectual –con contribuciones de organizaciones sociales, observatorios de transnacionales, académicos y científicos independientes, periodis-tas y distintos actores de la cultura– se cuenta hoy con un conjunto significativo de estudios socio-económicos, análisis político-cultu-rales y estudios empíricos, también con informes no estatales sobre sectores extractivos y violaciones a derechos humanos, y casuísticas de la región sobre los efectos del modelo y las asimétricas relaciones entre actores hegemónicos y comunidades y poblaciones, y también probatorias de la falsa promesa “desarrollista” de la mega-minería y el inexistente “derrame” de beneficios asociado a la economía de enclave4. En otros términos, hay registro real y simbólico del agota-miento fáctico de la eficacia simbólica de las narrativas promesantes del “desarrollo sustentable” y “la minería responsable”, que desde, al menos, el año 2002 la corporación mega-minera global ha procurado implantar en su monolingüismo extractivista5, como se abordará más adelante.

Es preciso referir, en primer término, que la llamada “nueva minería” metalífera –posibilitada por nuevas tecnologías– es una actividad que opera con violenta intrusión en las geografías de ex-plotación, procede por grandes voladuras de montañas y procesos de lixiviación de rocas para separar los minerales, mediante gravosos consumos de energía y de agua dulce, fuera de toda escala en rela-ción con los consumos poblacionales6 y cuyas fuentes de producción están localizadas en zonas cordilleranas, pre-cordilleranas y estri-baciones, afectando cuencas hidrogeológicas determinantes para la biodiversidad de la región y para la continuidad de ecosistemas, de comunidades enteras, de sus economías, patrimonios y –sobre todo– para la continuidad de sus biografías y relatos comunales, presentes

y futuros; para las tramas en que, de manera indisociable, intersubje-tividad, espacialidad y paisaje tejen mundos culturales y campos de experiencia entrelazados a prácticas y afectos comunitarios7.

En este marco, Argentina, país sin memoria, identidad, ni imagi-nario mineros, con los que cuentan otros países de la región, exhibe un proceso de acelerada concesión de yacimientos –o sea, territo-rios– e implantación de la mega-minería metalífera a cielo abierto, con sustancias tóxicas, a cargo de corporaciones transnacionales, con alrededor del 70% de capitales de origen canadiense y, más recien-temente, procedentes de China8. En este proceso en curso es posible analizar el dispositivo de control que inventa la riqueza privada a partir de la riqueza bruta, con particulares intervenciones epistémi-cas y culturales, no sólo político-institucionales. A manera de los historiadores del presente, hay que dar cuenta de esta formación discursiva que elude, deniega y segrega voces, enunciados y saberes, sentires y universos valorativos, además de producir una invención de la región, que conviene al estado-prospector, dominada por la lógica interconectada de los flujos de circulación de bienes naturales hacia puertos que conducen a los países centrales, de mayor con-sumo, y sostienen el sistema financiero del norte, incluida la banca europea.

Suscribiendo con Lazzarato que, “tanto la explotación como la acumulación del capital son simplemente imposibles sin la trans-formación de la multiplicidad lingüística en modelo mayoritario (monolingüismo), sin la imposición de un régimen monolingüe, sin la constitución de un poder semiótico del capital”9, entonces, en su proceso de producción, circulación, administración e imposición, esta biopolítica10 se viene presentando, no sin debilitamientos espas-módicos, bajo la retórica desarrollista como macro narrativa de legi-timación. Por ello, y por su capacidad hegemónica de rehabilitación constante, tiene que ser debidamente ponderada la eficacia de esta narrativa –como ficción activa en situación11– de la que la mega-mi-nería participa, puesto que, a diferencia de los años ‘90, las econo-mías se han visto favorecidas por los altos precios internacionales de los productos primarios, según se evidencia en las balanzas comer-ciales y el superávit fiscal de varios países. Esto, sobre todo, como afirmamos en otro lugar, tras el prolongado período de estancamien-to y regresión económica de al menos las dos últimas décadas. Antes bien, ella propiciará el despliegue de nuevos esquemas binarios, que buscarán retrasar una distancia entre el ayer de la crisis y el presente productivo, devenido futuro promesante12. De modo que, en esta co-yuntura favorable, a menos hasta la presente crisis económica inter-nacional, no son pocos los gobiernos de la región que han relegado a un segundo plano o sencillamente escamoteado las discusiones acer-ca de los modelos de desarrollo posible, habilitando así el retorno en fuerza de una visión productivista del desarrollo13.

El estado auto-depredador y la fase de desapropiación: hacer la ley

El paradigma extractivo no sólo no es nuevo en la región sino que, como afirmamos en otro lugar14, ha sabido alimentar, por el contra-rio, una ignominiosa fama y una siniestra historia en América Latina en la constitución de enclaves coloniales, con impactos más que lesivos para las economías locales como asimismo ha estado impli-cado causalmente con la esclavización y el empobrecimiento de las poblaciones. No obstante esta perspectiva histórica, la mega-minería transnacional a cielo abierto de la que se ocupa este trabajo debe ser entendida como modelo extractivista emergente y constituyente de la actual fase de intensificación y expansión de proyectos que se orientan al control, extracción y exportación de bienes naturales a gran escala, alcanzando en algunos casos el estatuto de recursos estratégicos pasibles de estrategias y políticas de securitización, en el marco de procesos resultantes del contexto de cambio del modelo de acumulación de la década pasada.

Es en los ‘90 que la legislación y las políticas de financiamien-

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to para el endeudamiento de los países de la región destinadas a la ejecución de infraestructura interconectada, así como para la coop-tación y financiamiento del sistema de ciencia y tecnología en redes transnacionales y multiescalares, son parte de la institucionalización acorde a la inversión en exploración minera que, según Bebbing-ton15, ya en el período 1990-1997 mostraba que, mientras a nivel mundial había crecido un 90%, en América Latina ésta había crecido el 400% y, en el caso de Perú, el 2000%. Entre 1990 y 2001, cuatro de los diez principales países de destino para las inversiones mineras en el mundo estaban en América Latina: Chile (1ra posición); Perú (6ta); Argentina (9na) y México (10ma). Doce de las mayores inversio-nes mineras también se encontraban en América Latina: dos en Perú; nueve en Chile y una en Argentina16.

Al menos catorce países latinoamericanos sancionaron los cuer-pos normativos en el marco de este proceso dominado por las “in-versiones extranjeras directas” (IED), respaldados por instituciones financieras internacionales (IFI) para conceder amplios beneficios a las grandes empresas transnacionales, que ya venían operando a escala global17. Dicha reforma produjo al menos dos conceptos ju-rídicos claves para el horizonte extractivista: la noción de “desapro-piación indirecta” a nivel internacional, esto es, la salvaguarda de los inversionistas a ser indemnizados ante posibles modificaciones de las “reglas del juego”, es decir, decisiones políticas y legales re-sultantes de cambios de gobierno; y la liberalización interna, a nivel de cada país, como conjunto de beneficios descomunales para las transnacionales. Tal fue el caso de las inversiones de la mega-mi-nería, respaldada por diferentes organismos internacionales (Banco Mundial, BID, entre otros).

En ese escenario regional de los ‘90, Perú y Argentina prota-gonizaron la mayor competitividad para, según la retórica de una influyente área de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “atraer los capitales de inversión”. En efecto, los países fueron taxonomizados según la “capacidad de seducción” del capital, dando lugar a rankings de los así llamados “países-imanes”; capacidad que conllevó la privatización de empresas estatales, fueran ellas deficitarias o no; desarrollándose en este contexto una institu-cionalidad vinculada al uso del patrimonio natural que fue, en buena medida, incorporada a la gestión empresarial. A estos conjuntos nor-mativos se los denominó “leyes de primera generación”.

El estado argentino, por su parte, enunció la legalidad por la cual se auto-prohibió disponer de los recursos mineros; se auto-pro-hibió la soberanía territorial del subsuelo, continental y marítimo, cediéndolo al sector privado como único actor autorizado para la explotación. La reforma de la constitución de 1994, que consagró con idéntico estatuto constitucional al ciudadano y al consumidor, y la cesión de los recursos a las provincias, bajo invocado federalismo, completaban la consolidación del estado técnico-administrativo, ope-rador de reglas del mercado.

El mapa de la minería aurífera corresponde al de una supra-na-ción que se delimita en un territorio otro, aquel que ya no responde

al lazo de la soberanía, y que nos ha instituido a los argentinos desde entonces, con la figura del superficiario, ante el beneficiario del subsuelo, el empresariado privado, casi dominantemente transnacio-nal18. Esa década nos confronta con un escenario de complicidades y corrupción entre funcionarios, empresarios e intermediarios de distintos niveles, cuyos espectros no son sino agentes concretos que hoy ratifican las políticas extractivas así legalizadas. Baste aquí como punto de referencia consignar que en los ’90, y a partir de una propuesta del Banco Mundial, el ministro Alberto Kohan y los sena-dores José Luis Gioja (San Juan) y Ángel Maza (La Rioja), impulsa-ron, junto a Domingo Cavallo, la aprobación de las leyes que rigen la minería en gran escala19. Así, en el proceso de reprimarización de la economía en la región, la mega minería metalífera en Argentina tiene una especificidad: su significación geopolítica. En efecto, pre-senta la excepcionalidad de involucrar el único proyecto binacional del mundo que concierne el trastocamiento entre territorio/sobera-nía: el Proyecto Pascua-Lama (Chile-Argentina) a cargo de Barrick Gold Corp., una de las mayores auríferas del mundo de capital cana-diense. Por el Tratado Binacional Argentino-Chileno (aprobado en 1997 y ratificado en 2001) ambos han desafectado territorio y cedido soberanía a la empresa transnacional. Lama, del lado argentino, está situado en la provincia de San Juan. En este marco, el Tratado Bina-cional Argentina-Chile presenta un plus en esta singular desapropia-ción territorial para el modelo extractivo minero, disloca el concepto mismo de fronteras y saquea los recursos naturales, en especial el agua, en el concepto nodal de “cuencas hídrogeológicas”, en una desapropiación que es a perpetuidad, al menos, como previsión del tratado suscripto por ambas partes.

La interfase legitimadora. De la desposesión de recursos a la institucionalidad del discurso del desarrollo sustentable: cultura y ciencia para la minería

En este marco, el “desarrollismo pro-minería” es también el signi-ficante clave que enlaza a los estados regionales con los operadores y mediadores de las redes de financiamiento –Banco Mundial, BID, Naciones Unidas, etc.–, que viabilizan los intereses empresariales y donde, además, se han definido los lineamientos para la infraestruc-tura interconectada de nuestros países. Tal es el caso de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIR-SA), que actualmente se implementa a nivel de política de estado, según planes de endeudamiento público20.

En este último aspecto, el área de CEPAL ya citada, viene oficiando como vocera, contándose, entre sus más destacados inte-grantes y consultores, actores que fueran en los ‘90 los encargados de hacer las leyes mineras y de trabajar como asesores de think tanks financiados por las mayores mineras del planeta, a fin de “convocar al cambio cultural”. El proyecto Minería, Minerales y Desarrollo Sustentable (MMSD por su sigla en inglés) del que Argentina parti-

En este marco, Argentina, país sin memoria, identidad, ni imaginario

mineros, con los que cuentan otros países de la región, exhibe un pro-

ceso de acelerada concesión de yacimientos –o sea, territorios– e im-

plantación de la mega-minería metalífera a cielo abierto, con sustancias

tóxicas, a cargo de corporaciones transnacionales.

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cipa, sería el enclave estratégico de las empresas para convocar “al cambio cultural”21.

Las denominaciones “minería responsable” y “desarrollo sus-tentable” funcionan como reaseguros a priori para enmarcar la eco-nomía extractiva transnacional mediante la evocación del principio jurídico de responsabilidad ante terceros –compromiso de no daño– y, a la vez, la postulada naturaleza filantrópica del empresariado sensible a las necesidades y deseos de la sociedad y las comunidades bajo explotación. De hecho, el actual dispositivo de intervención en la cultura corresponde a esta fase de implementación acelerada del modelo ya legalizado, y de expansión ampliada de su discurso global, consolidado éste a comienzos del milenio. Media entonces más de una década entre la normativa neoliberal desapropiadora y la circulación extendida del discurso seductor y garante de “la minería responsable y sustentable”, producido por sedes y redes transnacio-nales promovidas por las mayores empresas minero-metalíferas a las que pertenecen las que operan en Argentina22.

En una elíptica y estratégica cópula, esta minería y el desarrollo que invoca se inscriben de lleno en un discurso políticamente correc-to de “derechos humanos” que se sostiene y circula en alianza entre empresas del sector, organismos financieros, comisiones internacio-nales de diseño de políticas económicas y culturales, tanto regionales como nacionales, redes de consultores, asesores, fundaciones y otras organizaciones no gubernamentales (ONG), difusores, comunica-dores y agencias de investigación, innovación y transferencia tec-nológica. A manera de sordina y de ceguera, este macro discurso ha buscado “naturalizarse”, como si fuera una lengua preexistente, pero en rigor, podemos localizar su emergencia desde fines de los ‘90, y su puesta en circulación desde el año 2002, con informes producidos en el marco de “talleres” promovidos por nueve de las mayores em-presas mineras del mundo, las que se proponen instituir condiciones de aceptabilidad para la institucionalización de la mega-minería.

El umbral estratégico abarca, en términos generales, de 1999 a 2002, bajo la Iniciativa Global para la Minería (GMI, por sus siglas en inglés) y a través del Consejo Mundial Empresarial para el Desarrollo (WBCSD, por sus siglas en inglés). En 1999, nueve de las mayores empresas transnacionales mineras encargaron al Instituto Internacional para el Medio Ambiente y el Desarrollo (IIED, por sus siglas en inglés), el MMSD, luego de un informe que el IIED presentara a las empresas en octubre de ese año, en el que recomendaba la realización del programa referido. Importa desde ahora señalar la capacidad de think tank o usina de ideas23 que cum-ple una institución científica dedicada al ambiente en nombre del desarrollo, con la finalidad de volver viable la minería a gran escala en el mundo24. Precisamente como resultado del MMSD, en 2002, la corporación llamaría a producir “un cambio cultural” para ser con-cebida como factor del desarrollo sustentable, y tal cambio estaba orientado a preparar al sector para la Cumbre Mundial de Desarrollo Sustentable a realizarse en Johannesburgo, con motivo del décimo aniversario de la Cumbre de la Tierra de Río, ese mismo año 2002.

La I Cumbre, realizada en 1992, había sido convocada por Naciones Unidas, como resultado de la publicación, en 1987, de Nuestro Futu-ro Común, informe elaborado en el marco de un proyecto solicitado por su secretaría general, ante los impactos ambientales en curso, con la finalidad de revisar el discurso ambiental con respecto al de-sarrollo sustentable.

Como puede observarse, las empresas ingresarían al gran diá-logo mundial de la segunda cumbre con la agenda resultante de su propio proceso corporativo, para la construcción de un modelo dis-cursivo y una lengua común auto-legitimadores. De acuerdo con los informes que se publicarían ese mismo año, la convocatoria “al cam-bio cultural” se presentó como una auto-enmienda correctiva de las propias corporaciones pero que, en rigor y estratégicamente, produ-ciría a posteriori la invención de la nueva minería, dispositivo global de intervención cultural para revertir memorias, casuísticas de daños, percepciones y representaciones. El MMSD fue el paso preliminar para la creación, en 2001, del Consejo Internacional de Minería y Metales para representar a las compañías líderes a nivel mundial y para “avanzar en su cometido hacia el desarrollo sustentable”.

Según el grupo garante, la “sostenibilidad de la industria” se define por tres ejes. Por un lado, la sustentabilidad del desarrollo jus-tificado por la existencia ya relevada y sistematizada de inestimables reservas mineras que garantizaban la explotación por muchos años25 –las llamadas “ventajas naturales” en el discurso del área estratégica cepalina. Por otro, la infraestructura, como sustentabilidad del desa-rrollo minero, esto es, como condición necesaria para las operacio-nes extractivas, incluyendo el ordenamiento territorial, pues mientras se desarrollaba el MMSD, ya estaba firmado IIRSA como nuevo mapa pro-extractivo. Por último, el manejo de los aquí denominados “conflictos”, la cancelación de lo que el grupo garante llamó “la cultura confrontativa y aislacionista”, es decir, la disuasión y/o repre-sión de las disidencias, rechazos y resistencias socio-territoriales.

El proceso al que abría el MMSD tenía implícitos vacíos a llenar. En una apretada síntesis, una puesta en relato, podría orde-narse así. Desde, al menos, mediados de los ‘80, cuando se funda el World Gold Council (WGC) –Consejo Mundial del Oro y también OLAMI–, se dispone de información sobre “reservas mineras me-talíferas”. A comienzos de los ‘90, se realiza el lobby para las pri-vatizaciones ya referidas en el marco de las inversiones extranjeras directas, eso es, las liberalizadas “leyes de primera generación”, y de modo casi simultáneo, se realizan investigaciones geológicas, en el marco de las transformaciones del sistema público de conocimien-tos, de allí que la ley de creación de las zonas liberadas –unidades de vinculación– se sancione en el año 1991, cuando llegan a Argen-tina los primeros inversionistas para el lobby legislativo. Durante los ‘90, las transformaciones universitarias y las nuevas áreas de ciencia y técnica producen la información, desde dentro del sistema público, para las inversiones mineras transnacionales, bajo la retórica del fo-mento, y también bajo la más humanista del carácter “extensionista” de investigaciones mineras destinadas al mejoramiento de la calidad

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de vida de las comunidades donde se alojan los minerales. A nivel global, luego de las transformaciones del sistema público de produc-ción de conocimientos, el ICMM se institucionaliza como entidad transnacional, con capacidad de intervención mundial, después del taller y los informes del MMSD. En 2002, el ICMM participa de la Cumbre Mundial de Johannesburgo como un interlocutor válido globalmente y pone a circular la invención de la nueva minería, culturalmente y como discurso de legitimación para las redes de conocimientos. A partir de entonces, y siempre apelando al futuro de investigaciones a realizar, instala la agenda de “derechos humanos”: diversidad cultural, comunidades originarias, áreas protegidas, es decir, todos los aspectos socio-ambientales y culturales que las leyes de primera generación habían olvidado tener en cuenta26.

En este mismo año, Argentina ingresa como país deudor en el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), con financiamiento para minería en nombre de la “crisis”. Sigue así una fase de ampliación de legislación, poder legisferante de las empresas transnacionales, que siempre pueden “hacer la ley” que necesitan –en especial, para liberar territorios y recursos a su favor, como en el caso de los glaciares argentinos27, o las “zonas” sacrificables a am-pliar para el avance irrestricto de la explotación, el involucramiento más reciente de gremios y sindicatos del sector como “defensores” de tal institucionalidad de sinergia extractiva, etc.–; para incluir, también, la “olvidada” responsabilidad estatal y ciudadana para enfrentar y afrontar los pasivos ambientales generados por la mega-minería, esto es, quiénes, cómo, cuánto, desde cuándo se pagará por los daños producidos.

La etapa de la interfase científico-cultural es amplia y se extien-de hasta la actualidad. Por un lado, abarca las redes de prevención y control de lo que la industria y los inversores llaman “conflictos mineros”; que incluyen ahora a las universidades –como antes a las fundaciones y, en ocasiones, a ambas de manera conjunta28. Por otro, los proyectos relativos a manejos de pasivos mineros y, finalmente, el inventario regional de las aguas, especialmente, las subterráneas, al menos de manera explícita desde 2006. En Perú, en eventos aus-piciados por las empresas para todos los sectores involucrados en la mega-minería, el agua está incluida expresamente como “recurso minero escaso” en una agenda de urgencia para el sector a escala regional. Mientras, sigue el relevamiento de los minerales y los ma-pas satelitales.

En el plano de la institucionalidad devenida de las primeras leyes, el estado implementa los planes “estratégicos” presentados como “nacionales”. En todo el proceso posterior a la globalización del discurso del ICMM se articulan gobernanza, responsabilidad social empresaria y modelos abogadores de democracia, con la meta final de “construir consensos” para el modelo extractivo en planes y redes regionales y transnacionales. En la actualidad, integran la

presidencia y el cuerpo directivo de su consejo los presidentes eje-cutivos de empresas, grupos y asociaciones mineras globales, entre ellas, las más poderosas de la economía de metales que operan en Argentina29.

La retórica del estado técnico administrativo y la desposesión de la universidad. Las zonas liberadas

La universidad pública no salió indemne del modelo privatizador que se consolidó en los años ‘90. En el marco de las profundas transfor-maciones dictadas por organismos de financiamiento externo (BID, Banco Mundial), el rediseño neoliberal produjo un fuerte trastoca-miento en el sentido y los objetivos de la universidad pública, en sus actores, prácticas, política de evaluación y modelos de “eficiencia y productividad”. La ley de educación superior sancionada entonces es la versión vernácula de los aires privatistas globalizadores, y cabe preguntarse qué queda de “lo público” en el ámbito de la universidad post-‘90. En esa década se consolidó la privatización y mercantiliza-ción de conocimientos de las universidades para satisfacer intereses del sector privado empresarial mediante el modelo de la “triple hé-lice”30. En realidad, el modelo ponía al estado como “tercera parte” para regular el modo en que el mercado “interactuaría” con el siste-ma universitario en la satisfacción de sus demandas sectoriales31.

La implantación de este modelo evidenció que los organismos internacionales no sólo negociaron con los gobiernos las condiciones financieras de otorgamiento de créditos, préstamos y subsidios para la “transformación”, sino que además diseñaron en buena medida el escenario de funcionamiento de las universidades, dictando las con-diciones organizativas y académicas tan vigentes hoy. El proceso de desfinanciamiento estatal y reducción de otras fuentes de financia-miento hizo del capital privado empresarial el nuevo actor (y el fac-tor prevalente) de las universidades. Así, a la docencia, investigación y extensión –las tres funciones que venían definiendo a la universi-dad desde la Reforma Universitaria de 1918– se agrega una cuarta: la relación con el sistema de producción e innovación de bienes y servicios; siendo ésta mucho más que una mera adición. Más bien, esta nueva “expectativa” (y exigencia) impactaría en todos los ám-bitos y niveles de la vida universitaria. Este cambio introdujo, entre otros efectos, la creación de nuevas áreas ministeriales de control y evaluación “de eficiencia”; nuevas incumbencias profesionales, nuevas propuestas de carreras y perfiles, etc., además de un impacto aún en curso en las prácticas académico-investigativas, sus lógicas y parámetros de éxito/fracaso. Cabe advertir que las políticas de estos organismos diferenciaron entre países centrales y periféricos, pero se ejercieron en ambos, y si bien su grado de injerencia e impacto se dirimió en cada país, no sólo es cierto que existen proyectos con este

Las denominaciones “minería responsable” y “desarrollo sustentable”

funcionan como reaseguros a priori para enmarcar la economía extrac-

tiva transnacional mediante la evocación del principio jurídico de res-

ponsabilidad ante terceros –compromiso de no daño– y, a la vez, la

postulada naturaleza filantrópica del empresariado sensible a las nece-

sidades y deseos de la sociedad y las comunidades bajo explotación.

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sesgo en todas las regiones, sino que –más grave aún– muchos de ellos reprodujeron la división inter o trans-nacional del mercado y el capital en la división del trabajo académico y científico-tecnológico.

La bioprospección y los modelos extractivos, cabe destacar, han sido correlativos a la desapropiación de saberes ancestrales de los pueblos originarios. El extractivismo requiere extracción y control de episteme y apropiación de saberes que constituyen los denomina-dos bienes o patrimonios comunes de la diversidad cultural. En tal sentido, antes que la nueva ley para educación superior fuera sancio-nada según el proyecto oficialista en 1995 –en el más radical proceso de privatización del estado– la transformación se había iniciado con la creación de las unidades de vinculación, ley que abría la zona liberada, bajo la retórica que se enunciaba en sus considerandos: la de la revolución productiva y la denominada concertación entre científicos, tecnólogos, empresas industriales, comerciales, financie-ras “y otros sectores de la comunidad para impulsar la innovación tecnológica e impactar positivamente sobre la economía en beneficio del conjunto social”32.

Más allá de retóricas “de revolución productiva” o “desarrollis-tas”, en las áreas involucradas en la actividad minera a gran escala, asomarse a las relaciones que desde los ‘90 se vienen realizando de hecho entre universidades y empresas permite advertir qué efectos positivos han devenido del modelo de “la triple hélice”. Así, del ras-treo de datos de la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU) –una de las áreas creadas con la nueva ley de acuerdo con los organismos internacionales– en bases de datos que están disponibles en páginas oficiales, y en otras fuentes gubernamentales, parece advertirse el desplazamiento que se ha producido en estos más de quince años: de la idea de “unidades de vinculación científico-tecnológicas y de transferencia” muchas experiencias universitarias han pasado a ser “unidades de negocios”. Elocuente de este avance sobre lo público es el Plan Estratégico de Ciencia y Tecnología, presentado en el mar-co del proceso eleccionario presidencial de 2007, donde se aspiraba a que el aporte privado –equivalente al 36% del total en 2006– se equiparase al financiamiento estatal.

Esta proyección, por supuesto, se ve acompañada por una agen-da de objetivos y “problemas-oportunidades” a investigar que coin-ciden con los intereses de sectores poderosos de la economía, como el de la minería a gran escala. Este diagnóstico lleva a conjeturar que el modelo empresarial maquiliza al sistema público a la vez que aspira a la captura dominante de la universidad para la producción mercantilizada de conocimientos, reforzando el endeudamiento pú-blico. Para el caso del sistema universitario público y de las áreas de ciencia, técnica, innovación y transferencia, a la tendencia a la maquilización del conocimiento debe añadirse la ongización de un sector de actores de las ciencias sociales y las humanidades que han comenzado a reconfigurarse como similares agentes a las fun-daciones, organizaciones y redes de think tanks pro-minería, que se autodefinen como “sin fines de lucro” pero que median en la “reso-lución de conflictos” o construyen consenso para viabilizar los mega emprendimientos mineros.

Monolingüismo políticamente correcto

La construcción hegemónica de la mega-minería participa de uno de los fenómenos contemporáneos de los procesos materiales y sociales de producción discursiva, a saber, la producción, administración, gestión y circulación de prácticas significantes, imaginarios y repre-sentaciones sociales, en redes multi-actorales y multiescalares, que viabilizan y legitiman los procesos extractivos. Desde la perspectiva de dichos procesos hegemónicos de producción de los sentidos so-ciales, la minería a gran escala, o megaminería transnacional, es una formación discursiva biopolítica que, en el dominio de la cultura, enlaza seguridad, territorio y población. En efecto, como se refirió más atrás, desde los talleres “globales” en el marco de los cuales la corporación mega-minera planetaria, las entidades multilaterales de

financiamiento, organismos regionales y fundaciones también globa-les, intervinieran el discurso del desarrollo “sustentable” al servicio del modelo primario extractivo exportador, entre 2000 y 2002, hasta la actualidad, la colonización del discurso, las representaciones (y las políticas) y las instituciones gubernamentales no han cesado de inventar un mundo explotable, a la medida de los intereses corporati-vos y financieros, a la vez que han reducido y segregado a los bordes de la locura, la mentira o el imaginario conspiratorio, a todo discurso crítico, contestatario o plurivalorativo, por fuera de la ratio de la do-minación de la naturaleza y la acumulación por desposesión de bie-nes comunes, recursos no renovables, o bien, recursos estratégicos.

Algunas cuestiones de envergadura resultan imprescindibles, pues la articulación del modelo de “la triple hélice”, tal como se presentara en Argentina para la universidad reviste el carácter de un umbral de mutación que llega hasta hoy, devenido ahora política oficial de estado. El discurso hegemónico, mediante el ejercicio de estrategias, modos y medios para lograr el permiso de las comuni-dades afectadas o amenazadas por los emprendimientos mineros, busca de manera simultánea la construcción de la imagen positiva de la mega minería para el crédito social –el orden de las creencias y las valoraciones–, requiriendo para ello una episteme que la autorice, esto es, la producción de saberes cooptados que minimicen su lesivi-dad, y salgan a garantizar “el control de riesgo”, “la transparencia” y su capacidad de ser “factor de desarrollo”. En este marco, el uso estratégico de voces universitarias y de científicos que se presentan como “objetivas” coadyuva a borrar su lesividad, que está inscripta en el acervo sociocultural de memorias, testimonios e imaginarios; a inhibir e inhabilitar discursos y saberes que sostengan prospectivas de los daños irreversibles que genera y generará, a elidir y/u ocultar cooptaciones, complicidades, irregularidades, ilegalismos, etc., ca-pacidad de lobby entre el estado y los empresarios. También procura inviabilizar y estetizar los impactos que el proceso extractivo produ-ce. Por último, descalificar y elidir en el dominio público la casuís-tica de contaminación e impactos socioeconómicos, ambientales, culturales y patrimoniales que profusamente documentan distintos actores, tanto globales, cuanto regionales y locales33.

Este complejo dispositivo parece estarse extremando y reforzan-do con versatilidad y fuerza en la actual etapa, al acelerado ritmo de la implementación y ejecución de las políticas mineras regionales y del reordenamiento territorial para infraestructura interconectada en curso. Del mismo modo, en esta etapa toman estado público las consecuencias materiales de la equívoca y discutible legalidad bina-cional producida para las transnacionales, entre cuyos compromisos, además de facilitar medidas aduaneras de libre circulación y garan-tías de disponibilidad de recursos como el agua, se han suscripto compromisos de generar investigaciones mineras destinadas a las transnacionales. Por ello, la actual sería una etapa dominantemente productora de legitimidad para este proceso extractivo.

La fortísima intervención empresarial, estatal y de empresas de medios de comunicación lleva adelante una profusa colonización celebratoria en las representaciones dominantes, casi rayana en el monolingüismo, su horizonte de eficacia más deseado. Contrastando el discurso ambiental que se ha ido consolidando en estas redes de resistencias, tanto territoriales como virtuales, queda claro que las comunidades construyen, socializan y acumulan un saber ambiental, político-económico y cultural que fuertemente desmienten la cons-trucción descalificadora que los agentes hegemónicos promueven contra las comunidades, los pobladores, los activistas y hasta los científicos críticos.

Las representaciones del otro, el de la resistencia, es el de quie-nes “ignoran saberes de expertos” y entonces, desde el dispositivo estatal-empresarial, sólo se trata de “alfabetizar” para estos nuevos tiempos de la nueva minería, desterrando miedos surgidos de la ig-norancia. Una suerte de proyecto de neo modernización en la era de los minerales se está instalando, para la cual hay sólo la necesidad, entonces, de “cruzadas alfabetizadoras” eficaces para “irradiar” sa-beres privatizados sobre “los nuevos iletrados” –las comunidades,

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asambleas, etc., de las resistencias– y los “desclasados epistemoló-gicos” –los científicos críticos–, en una didáctica vertical de la cual los medios de comunicación cooptados por las pautas económicas de la publicidad o la compra de espacios, junto a una red de mediadores simbólicos y comunicadores sociales gestionarían el modelo peda-gógico según las lógicas mediáticas. Las redes de organizaciones no gubernamentales serían el largo brazo del empresariado en micro-físicas comunitarias a ser alfabetizadas y capacitadas, al igual que las políticas del “buen vecino” –con las que las empresas instaladas llevan adelante la privatización de espacios comunales, muchos de ellos antes reservados al estado: escuelas, hospitales, talleres comu-nitarios, cursos de capacitación, los textos escolares, etc.; además de intervenir en el universo comunal–, las fiestas comunitarias, las efe-mérides patrias, las festividades religiosas, las ferias artesanales, etc.

En su versión descarnada, cuando la relación entre saber/poder se quita la máscara de la supuesta veridicción y se muestra como estrategia política dominante, el otro se activa desde lo ilegal/ilícito: el eco-terrorismo y el crimen. La intervención en la construcción de una episteme de “control de riesgo”, de reversión de impactos y de “crecimiento económico”, opera en verdad como violencia simbóli-co-cognitiva para interferir e inhibir los derechos civiles y políticos, así como el ejercicio democrático de autodeterminación. En última instancia, la episteme colonizadora busca sentar las bases de un sa-ber de expertos que declare finalmente la inconstitucionalidad de las

leyes de prohibición, libere el territorio de las provincias y posibilite así el trazado de las “zonas sacrificables”, ese concepto extractivista que concibe el espacio territorial deseable como un gran desierto –pura cantera donde se alojan, según el discurso cepalino, las “ven-tajas naturales” del país y de la región.

Por otra parte, la narrativa del desarrollo sustentable juega con configuraciones propositivas y de cohesión, bajo la retórica de la triple I: integración, inclusión e interconexión. Se trata de la misma que rige la lógica del ordenamiento territorial que requiere. Es además una narrativa que, en su gestión del tiempo, produce su propia legitimidad y regula retóricamente una estrategia política de la diferencia y la diversidad, un anclaje funcionalmente coetáneo a la “cultura y comunidad internacionales de derechos humanos” para la inclusión (pobreza, diversidad cultural, género, comunidades origi-narias) y un proceso de integración en el horizonte pacificador de la “cultura de y para la paz”, que define agendas de prevención, gestión y control de conflictos mineros en nombre del desarrollo34. Así, la retórica del desarrollo sustentable y la triple I regulan los discursos de esta ratio extractivista, la relación de dominio y control de la na-turaleza, activando los imaginarios del exceso –la riqueza infinita de América Latina y el Caribe– y la “maldición de la abundancia”35, o riqueza bruta, con la colonización de una episteme instrumental, la de la tecnociencia.

La etapa de la interfase científico-cultural es amplia y se extiende hasta

la actualidad. Por un lado, abarca las redes de prevención y control de

lo que la industria y los inversores llaman “conflictos mineros”; que

incluyen ahora a las universidades –como antes a las fundaciones y, en

ocasiones, a ambas de manera conjunta.

Notas

1 David Harvey, “El nuevo imperialismo: Acumulación por despose-sión”, en Socialist Register, 2004 [disponible en: http://bibliotecavir-tual.clacso.org.ar/ar/libros/social/harvey.pdf]. 2 Los principales entes que otorgan el apoyo financiero y técnico a la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Surame-ricana (IIRSA) son el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la Corporación Andina de Fomento (CAF) y el Fondo Financiero para el Desarrollo de la Cuenca del Plata (FONPLATA).3 Eduardo Gudynas, “Diez Tesis Urgentes sobre el Nuevo Extracti-vismo. Contextos y demandas bajo el progresismo sudamericano ac-tual”, en AA.VV., Extractivismo, política y sociedad, Quito, Centro Andino de Acción Popular y Centro Latino Americano de Ecología Social, noviembre de 2009, pp. 187-225.4 Maristella Svampa, Cambio de época, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008; Id., “La disputa por el desarrollo: conflictos socio-ambienta-les, territorios y lenguajes de valoración”, en José de Echave et al. (coord.), Minería y Territorio en el Perú. Conflicto, resistencias y propuestas en tiempo de globalización, Lima, Programa de Demo-cracia y Transformación Global, Conacami, Cooperación, Universi-dad Mayor de San Marcos, 2009.

5 Mirta A. Antonelli, “La gestión del paradigma hegemónico de la ‘minería responsable’ y el ‘desarrollo sustentable’”, en M. Svampa y M. A. Antonelli (eds.), Minería Transnacional, Narrativas del desarrollo y resistencias sociales, Buenos Aires, Biblos, 2009, pp. 51-102.6 Para referenciar la desmesurada y operativamente imprescindi-ble cantidad de agua y energía requerida, el investigador Horacio Machado, de la Universidad Nacional de Catamarca y becario del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), afirma que Minera Alumbrera –el primer yacimiento de esta minería que entró en explotación en 1997– obtuvo del gobierno de Catamarca un permiso de extracción de 1200 litros por segundo (alrededor de 100 millones de litros por día) que extrae de una reserva natural de agua fósil cercana. Cabe destacar que se trata de una provincia cordillera-na, de zona árida y semi-árida. Y en orden de energía, en 2003, para La Alumbrera el consumo fue de 764,44 GW, lo cual equivale al 170% del total del consumo de la provincia de Catamarca y al 87% de Tucumán. Horacio Machado Aráoz, “Minería transnacional, con-flictos socioterritoriales y nuevas dinámicas expropiatorias. El caso de Minera Alumbrera”, en M. Svampa y M. A. Antonelli,

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op. cit., pp. 221-235.7 Para una perspectiva de la ecología social y de justicia ambiental, véase Joan Martínez Alier, “Deuda ecológica, y derechos económi-cos, sociales y culturales”, APRODH, 1998 [disponible en: http://www.deudaecologica.org/Que-es-Deuda-Ecologica/Deuda-ecologi-ca-y-derechos-economicos-sociales-y-culturales.html]. Entrevista a J. Martínez Alier, por Marc Saint Upéry, en Le Monde Diplomatique, Bolivia, diciembre de 2008; Id., «El ecologismo de los pobres, vein-te años después: India, México y Perú”, CEIICH-PUMA, UNAM, 30 de noviembre de 2009 [disponible en: http://www.ecoportal.net/content/view/full/90029]; Id., El ecologismo de los pobres. Conflic-tos ambientales y lenguajes de valoración, Barcelona, Icaria Antra-zo, FLACSO Ecología, 2004. 8 A manera de indicador no exhaustivo del poder y peso económico, y de la capacidad para transformar el perfil productivista de un país sin memoria ni imaginario mineros, con una mirada sobre la década que se abre, se verifica en Argentina la profundización y celeridad del proceso extractivista. Así como afirmamos en otro lugar (ver M. Svampa y M. A, Antonelli, op. cit.), pese a la preocupación que existe en medios empresariales frente a la multiplicación de las resistencias y las nuevas legislaciones del “no”, las inversiones en minería aumentaron notablemente: como señalaba un medio especia-lizado, en enero de 2009, con un lenguaje claramente productivista, “la exploración de riesgo en la actividad minera argentina marcó un nuevo pico histórico durante 2008. De acuerdo a datos oficiales, se perforaron 665.945 metros en todo el país, alcanzando un creci-miento del 11% respecto del año 2007 […] El volumen de reservas minerales desde 2003 a la actualidad se cuadruplicó, encontrándose nuevos potenciales yacimientos en las provincias de Santa Cruz, Neuquén, San Juan, Jujuy y Salta, entre otras” [disponible en: http://puestaenobra.blogspot.com/2009/01/mineria-nuevo-record-para-el-sector-en.html]. El escenario argentino de este incipiente 2010 da cuenta a cabalidad de la envergadura y celeridad de la implantación del extractivismo. Rodríguez Pardo afirma: “[…] 74 megacorpora-ciones mineras, la mayoría canadienses y británicas, 165 proyectos de explotación esperan luz verde este año para avanzar en diferen-tes etapas de exploración, factibilidad, construcción y explotación. De ellos, 66 corresponden a Jujuy, Salta, Catamarca y la Rioja, 43 operan en San Juan, San Luis, Mendoza y Neuquén, y 56 en Santa

Cruz, Chubut y Río Negro. A esta cantidad se suman miles de cateos mineros que prospectan vastas áreas cuantificando yacimientos y su posibilidad extractiva, con absoluta promiscuidad y un laxismo legal inconcebible: la cifra da escalofríos porque es el comienzo de la devastación. De aprobarse todos los informes de impacto ambiental, cohabitaríamos con suelos lunares, ingentes territorios con centena-res de cráteres de 4 kilómetros de diámetro y más de 700 metros de profundidad que en la jerga se denominan ‘open pit’”, Javier Rodrí-guez Pardo, “Un año de conflictos mineros”, en Crítica, 4 de febrero de 2010. 9 Maurizio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, Buenos Aires, Tinta Limón Ediciones, 2006.10 A propósito de los siglos XVII y XVIII Foucault ha distinguido dos conjuntos de técnicas: la anatomopolítica, que se caracteriza por operar sobre los individuos como una tecnología individualizante del poder –“cuerpos dóciles”– disciplina sobre el cuerpo social, cuyas herramientas son la vigilancia, el control, la utilidad, etc. y la bio-política, conjunto de técnicas que opera –y tiene como blanco- las poblaciones humanas en tanto conjunto (categoría “unidad”) de se-res vivos regidos/regulados por procesos y leyes biológicas. Aquí se emplaza la “movilidad en los territorios”, como una de las “tasas” conmensurables con las que el poder opera, junto a las de natalidad, mortalidad, morbilidad, etc., y en tal sentido, la “población” puede ser controlada y direccionada. Las “tasas” referidas resultan técnicas de control sobre el cuerpo y la vida, el individuo y la especie. En consecuencia, el biopoder y sus técnicas producen una mutación en la historia de la especie humana, en cuanto a la invasión y gestión de la vida por el poder, y su concomitancia para la expansión del capi-talismo, su aparato de producción y sus modos de acumulación. Mi-chel Foucault, Seguridad, territorio, población, Curso en el Collège de France 1977-1978, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006 (ed. orig. 2004).11 Ibidem, p. 33.12 M. A. Antonelli, “La Esperanza hegemónica: narrativas utópicas y cartografías del ‘desarrollo’. Imaginarios de comunidad, sociedad y ambiente posibles”, ponencia publicada en las V Jornadas de En-cuentro Disciplinario “Las Ciencias Sociales y Humanas en Córdo-ba”, Facultad de Filosofía y Humanidades, U.N.C. Soporte en CD.13 En otro lugar afirmamos que “[uno] de los pocos países en los cua-

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les se ha intentado llevar a cabo una discusión sobre el modelo ex-tractivista exportador (respecto del petróleo y de la minería a gran escala) es Ecuador, lo cual se vio reflejado inicialmente a través de la composición del gabinete, dividido entre “extractivistas” y “eco-logistas”. Dentro del gobierno de Correa, las posiciones ecologistas eran reflejadas por el influyente Alberto Acosta, quien fuera primero Ministro de Energía y luego presidente de la Asamblea Constituyente. La propia Asamblea planteó, en un momento determinado, declarar el Ecuador “libre de minería contaminante”. Los resultados, sin em-bargo, fueron otros: efectivamente la Asamblea Constituyente declaró el 18 de abril del corriente año la caducidad de miles de concesiones mineras presuntamente ilegales y puso en vilo millonarios proyectos extractivos, mientras se aprobaba un nuevo marco legal para ampliar el control estatal en la industria. En este sentido, como plantea Mario Unda “la reversión de las concesiones mineras debe entenderse como un mecanismo para obligar a las empresas mineras a renegociar bajo nuevas condiciones, dejando más recursos en el país, acogiendo re-glamentaciones más claras y posiblemente un asocio con el Estado (para lo cual se plantea la creación de la Empresa Nacional de Mine-ría)”; ver Mario Unda, “Ecuador, el carácter del nuevo gobierno y el referéndum que se avecina”, en Correspondencia de prensa, agenda radical, agosto de 2008. Finalmente, la nueva ley minera, aprobada en enero de 2009, otorga los mismos derechos a las compañías naciona-les que extranjeras, y perpetúa el modelo extractivista, desconociendo el derecho a la oposición y consulta de las poblaciones afectadas por la extracción de recursos naturales. Así, contrariando la expectativa de numerosas organizaciones sociales, el gobierno de Correa optó por un modelo neodesarrollista, subalternizando en la lucha política el debate acerca de los graves efectos sociales y ambientales de las actividades extractivas, ver M. Svampa y M. A. Antonelli, op. cit., p. 18.14 Ibidem.15 Anthony Bebbington (ed.), Minería, movimientos sociales y res-puestas campesinas, Lima, Instituto de Estudios Peruano, 2007. Véase también AA.VV., Territorios y recursos naturales: el saqueo versus el buen vivir, Quito, Broederlijk Denle-Agencia Latinoameri-cana de Información-ALAI, 2008.16 Véase Gavin Bridge, “Mapping the bonanza: geographies of mi-ning investment in an era of neoliberal reform”, en The Professional Geographer, Vol. 56, n. 3, 2004, citado en CIDSE, América Latina: riqueza privada, pobreza pública, Quito, CIDSE-ALAI, 2009, p. 413.17 Para un análisis comparativo sobre las legislaciones mineras de los años ‘90 sancionadas en los países de América Latina y el Caribe, remitimos a Eduardo Chaparro A., “Actualización de la compilación

de leyes mineras de catorce países de América Latina y el Caribe”, CEPAL, División de Recursos Naturales e Infraestructura, Santiago de Chile, junio de 2002.18 Entre las normas más importantes que se dictaron entre 1993 y 2001 se pueden enumerar las siguientes: ley 24.196 de inversiones mineras (abril de 1993); ley 24.224 de reordenamiento minero (julio de 1993); ley 24.227 de creación de la Comisión Bicameral de Mi-nería (julio de 1993); ley 24.228 de ratificación del Acuerdo Federal Minero (julio de 1993); ley 24.402 de régimen de financiación e IVA para minería; ley 24.466 sobre el Banco Nacional de Información Geológica (abril de 1995); ley 24.498 de actualización del Código de Minería (julio de 1995); ley 24.523 de Sistema Nacional de Co-mercio Minero (agosto de 1995); ley 24.585 de impacto ambiental (noviembre de 1995); Tratado de Integración y Complementación Minera Chile–Argentina (julio de 1996); ley 25.161 de Valor Boca Mina (octubre de 1999); ley 25.429 de actualización minera (mayo de 2001). Junto a estas leyes se dictaron innumerables normas com-plementarias (decretos, resoluciones, etc.) de orden nacional y pro-vincial, incluido un acuerdo con Chile para la explotación de yaci-mientos que se comparten en la frontera, como es Pascua Lama. 19 Pueden deducir el 100% del monto invertido en determinar la factibilidad de un proyecto del cálculo del impuesto a las ganancias (prospección, exploración, estudios especiales, planta pilotos, inves-tigación). Y, además, lo deducen de la ley de impuestos a las ganan-cias, tienen devolución de créditos fiscales de IVA (a los 12 meses), estabilidad fiscal por 30 años, exenciones de aranceles y tasas adua-neras, no pagan derechos de importación o de todo otro gravamen, derecho o tasa de estadística por la importación de bienes de capital, equipos o insumos, deducción por gastos de conservación del medio ambiente , están exentas las utilidades derivadas del aporte de minas y derechos mineros para capitalizar sociedades, el tope de regalías mineras en el país es del 3%. En Chubut es del 2% del valor de bo-camina del mineral extraído, el avalúo de reservas mineras podrá ser capitalizado hasta en un 50%. Esto no incide en el impuesto a las ganancias, sólo mejora la situación patrimonial para acceder a créditos. Se establece un reembolso a las exportaciones realizadas a través de Comodoro Rivadavia del 5% (aumenta cuando más austral es la ubicación geográfica del puerto), exención de retenciones a las exportaciones (otras actividades aportan entre un 10% y un 20%), deducción del 100% del impuesto a los combustibles líquidos, etc. Datos citados del documento de síntesis producido por y disponible en: www.noalamina.org.20 Sobre IIRSA, véase Mara Rodríguez e Iván Albarenque, Las espa-cialidades abiertas de América Latina. Otro análisis crítico al orde-

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namiento territorial a la iniciativa IIRSA, Trabajo Final de la Espe-cialización en educación en ambiente para el desarrollo sustentable, Escuela pedagógica y sindical “Marina Vilte”, CTERA/ Universidad Nacional de Comahue, 2006 [disponible en: http://www.lafogatadi-gital.com.ar/planeta/lasespa.pdf]; Ana Esther Ceceña, Hegemonía, emancipaciones y políticas de seguridad en América Latina: domi-nación, epistemologías insurgentes, territorio y descolonización, Lima, Programa de Democracia Global, 2008; Paula Aguilar, Ana Esther Ceceña y Carlos Motto, “Territorialidad de la dominación: La Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA)”, trabajo producido para el Observatorio Latinoamericano de Geopo-lítica, Buenos Aires, 2007; María Eugenia Arias Toledo, “IIRSA: lógicas de interconexión, lógicas interconectadas”, en M. Svampa y M. Antonelli, op. cit., pp. 103-119.21 En el informe para América del Sur, el grupo de asesores reconoce que el taller de dos años que los patrocinadores financiaron con un monto total de 8 millones de dólares no tuvo como objetivo discutir si la minería era o no sustentable, ni tampoco discutir la sustentabili-dad de la actividad minera, sino que, por la situación social y econó-mica de nuestros países, la pregunta orientadora había sido “¿cómo puede la minería volver sustentable a la sociedad?” Entre los exper-tos que integraron el MMSD para América del Sur se encuentran, entre otros, Daniel Meilán, ex Subsecretario de Minería de Nación durante la presidencia de Carlos Menem, en cuyo CV el Informe destaca haber logrado el cambio de la legislación argentina, y Eduar-do Chaparro, actualmente miembro de CEPAL, explícito defensor aún hoy de las empresas mineras.22 M. Antonelli, “La gestión del paradigma hegemónico de la ‘minería responsable’ y el ‘desarrollo sustentable’”, en M. Svampa y M. Anto-nelli (ed.), op. cit., pp. 51-10223 Daniel Mato (coord.), Políticas de economía, ambiente y sociedad en tiempos de globalización, Caracas, Facultad de Ciencias Eco-nómicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela, 2005; Id., “Think tanks”, fundaciones y profesionales en la promoción de ideas (neo)liberales en América Latina”, en Alejandro Grimson, Cultura y Neoliberalismo, CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, julio de 2007 [disponible en: http://bibliote-cavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/grupos/grim_cult/Mato.pdf].24 A manera indicativa, para ponderar el peso y el poder de los actores convocantes, diremos que el grupo de patrocinadores estuvo confor-mado por compañías mineras, entre ellas, las mayores auríferas del mundo, como Barrick, Anglo American, Río Tinto, MIM Holdings, Newmont, etc., organizaciones internacionales de financiamiento, como el Grupo del Banco Mundial, los gobiernos de Canadá, Rei-no Unido y Australia, países de origen de los capitales de numerosas mineras, la Fundación Rockefeller, el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), entre otros.25 Según distintas fuentes consultadas, durante los ‘90 se sistematizó una fortísima producción de relevamientos, bases de datos, mapeos y cartografías mineras bajo protocolos canadienses, de reservas mine-ras. En el caso argentino, numerosos proyectos de investigación en redes público-privadas colaboraron con dichos inventarios mineros y en los propios tratados firmados se establecieron compromisos de investigaciones conjuntas para las empresas transnacionales. Véase M. Antonelli, “Reprimarización de la economía regional, intereses mineros transnacionales y universidad. Algunas notas en torno a la Argentina, haciéndose minera”, trabajo presentado en el Seminario «Universidade, crise e alternativas», 30 de junio-2 de julio de 2009, Universidad Federal de Río de Janeiro [en imprenta, Brasil, Editorial Expresao Popular, Movimento Sem Terra].26 Contrasta con esta programática la realidad que se verifica en te-rreno: el Proyecto Veladero, de Barrick, en San Juan, está emplazado en la Biósfera de San Guillermo, declarada Patrimonio de la Huma-nidad por la UNESCO; y, en lo que a pueblos originarios se refiere, el reciente caso de un lugar sagrado para la comunidad mapuche, el cementerio, fue desplazado por mediación de una arqueóloga de un instituto dependiente del Consejo Nacional de Investigación en Cien-

cia y Tecnología (CONICET) a instancias contractuales con una em-presa de la mega-minería.27 El texto de la ley 26.639 sobre el “Régimen de Presupuestos Míni-mos para la Preservación de los Glaciares y del Ambiente Periglacial”, sancionada el 30 de septiembre de 2010, puede encontrarse en http://www.infoleg.gov.ar/infolegInternet/anexos/170000-174999/174117/norma.htm. Otros documentos vinculados a la norma pueden encon-trarse en el sitio web de la Red de Asistencia Jurídica contra la Mega-minería en Argentina, http://www.redaj.org. 28 La cuestión a abordar es el concepto mismo de “conflictos” en relación con el cual redes de ONG, fundaciones y universidades, incluida la de la Paz, asumen y actúan. En el horizonte de las luchas en Argentina, las confrontaciones con el estado socio y las empresas extractivas, parecen inscribirse y nombrarse mejor como “resisten-cias” respecto a la mega-minería metalífera y uranífera; un rechazo asimétrico a los emprendimientos, como oposición, son confrontati-vos y rechazan las mediaciones “colaborativas”. ONG como Cambio Democrático, que integra redes internacionales y opera en el Grupo Lima, y en el Programa de la Universidad para la Paz, es un ejemplo de estas mediaciones por las cuales las intervenciones están destina-das más bien a la gobernabilidad y a la viabilidad de los proyectos extractivos. Ver el informe “Conflicto y Colaboración en el Manejo de Recursos Naturales en América Latina y el Caribe”, Fase 2, In-forme Final, Período comprendido del 1.9.2002 al 31.8.2005. Este proyecto está financiado por el Centro Internacional de Investigacio-nes para el Desarrollo (CIID), Proyecto No. 101367-001, Líder del proyecto: Rolain Borel, Ciudad Colón, Costa Rica, 31 de octubre de 2005.29 Freeport McMoRan Copper & Gold, BHP Billiton, Alcoa, Anglo American, Anglo Gold Ashanti, Barrick, Eurometaux, Lihir Gold, Lonmin, Minerals Council of Australia, Mitsubishi Materials Corpo-ration, Newmont, Nippon Mining & Metals, OZ Minerals, Rio Tinto, Sumimoto Metal Mining, Teck Cominco, Vale y Xstrata.30 Como afirmo en otro lugar, “más allá de las genuinas propuestas, proyectos y acciones que intentaron –y aún intentan- redefinir la res-ponsabilidad social de la universidad y poner en valor el profundo sentido ético–científico y político-social de la autonomía, los ‘90 pusieron oficial y públicamente a la universidad bajo el desideratum del capital, según las reglas del mercado. Si en los ‘90 se conoció el modelo de la “triple hélice” que se postulaba como dinámica regu-ladora de un feliz y eficiente encuentro entre estado, universidad y empresas, no podría comprenderse a cabalidad sus implicancias sin interrogar al estado y el por qué del protagonismo que asumiera el actor empresarial, el que, por vía del desfinanciamiento del sistema público, determinó las condiciones económicas que se traducirían en rediseños organizacionales, lineamientos académicos y funcionalidad mercantilista; condiciones que han permeado, a la vez, a la univer-sidad y al sistema de ciencia y técnica, también éste profundamente trastocado. La llamada “transformación” de los ‘90 ha sido ya inda-gada en tanto constante y progresivo proceso de privatización y mer-cantilización de la universidad y, en general, del sistema público de producción de conocimientos públicos, no sólo para el caso argentino, sino también para la región. Ver Bettina Levy, Pablo Gentili (com-piladores), Espacio público y privatización del conocimiento. Estu-dios sobre políticas universitarias en América Latina, Buenos Aires, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, 2005 [disponible en:http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/lbecas/espacio/espacio.html]. Sobre el modelo de la “triple hélice”, ver Anahí Guelman, Fer-nanda Juarros, Silvia Llomovatte y Judith Naidorf, Judith, La vincu-lación universidad-empresa: miradas críticas desde la universidad pública, Buenos Aires, LPP/Miño y Dávila Editores, 2007. En este marco, y como inflexión en curso, se hace evidente hoy la división transnacional de la producción de conocimiento científico e intelec-tual, en correspondencia con la división transnacional del capital, en fase de desapropiación por acumulación territorializada; ver M. An-tonelli, “Reprimarización de la economía regional, intereses mineros transnacionales y Universidad. Algunas notas en torno a la Argentina,

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haciéndose minera”, cit.31 En el 2005, a una década y media de esa ley, el Consejo Interuni-versitario Nacional (CIN) entregó a la Comisión de Diputados de la Nación el documento “Plan de Fortalecimiento de las Universidades Nacionales”, donde expresa que “[…] el conjunto universitario eje-cuta apenas algo menos de la tercera parte de los recursos que el país asigna anualmente a I+D (investigación y desarrollo). La mayor parte de los recursos se asignan en forma indirecta […] o bien provienen de la cooperación internacional y de proyectos de I+D contratados por el sector privado”. En ese mismo documento se afirmaba que “el co-eficiente de privatización (relación entre recursos privados y recursos presupuestarios) exhibe una primera realidad escalofriante: la factu-ración por ventas de la UBA es equivalente a un 40% de sus recursos presupuestarios; en algunas facultades, duplica y hasta cuadruplica los recursos genuinos. […] En otras palabras, buena parte de la UBA ya está, en la práctica, al servicio y bajo el control de las necesidades de sus financiadores privados. […] La universidad controla algo más de la mitad de los recursos que recibe, mientras que el resto ingresa y se aplica según criterios externos. […]”; M. Antonelli, “Reprimari-zación de la economía regional, intereses mineros transnacionales y universidad. Algunas notas en torno a la Argentina, haciéndose mine-ra”, cit., p. 27. En la actualidad, el financiamiento externo de unidades académicas de la UBA asciende al 60%, meta propuesta por el “Plan estratégico” de 2007, donde se expresaba que “los servicios de trans-ferencia de ciencia y tecnología por parte de las universidades públi-cas podrán generar más de 1.200 millones de pesos (en la actualidad la facturación por servicios a terceros se sitúa en el orden de los 600 millones). Las universidades nacionales ya poseen unidades de vin-culación tecnológica, unidades de servicios a terceros y modalidades parecidas para transferir sus conocimientos a la sociedad, la economía o el estado. El fortalecimiento de estos programas, a través del Minis-

terio de Ciencia y Tecnología, permitirá impulsar nuevas empresas tecnológicas”. Ver Augusto Pérez Lindo, Plan Estratégico Nacional de CTI “Bicentenario” (2006-2010), Ejercicio “2020: Escenarios y estrategias de CTI”, diciembre de 2007. Un capítulo específico ame-rita el financiamiento externo otorgado en los último años a todas las carreras de las ingenierías, directamente involucradas en el modelo extractivo, declaradas todas ellas “prioritarias”.32 Decreto de Reglamentación nº 508 (el énfasis es de la Autora).33 Los daños ambientales, la casuística de contaminación, los im-pactos sobre la salud, los índices de pobreza, el impacto sobre economías regionales de comunidades afectadas por la actividad minera transnacional a gran escala se encuentra documentada en una diversidad y heterogeneidad de discursos, entre ellos, informes de derechos humanos no estatales –como los producidos en torno a esta minería en Perú, Honduras, Colombia, etc. (CIDSE, op. cit.), los producidos por ONG en redes como Corpwacht sobre Barrick Gold; datos con los que cuentan instituciones universitarias, informes téc-nicos de expertos independientes o investigadores no cooptados por el dispositivo estatal-empresarial; datos y argumentos vertidos por expertos de ONG defensoras de la biodiversidad y el medioambien-te, denuncias y/o declaraciones de ex empleados, etc. Cabe recordar que en la propia página de la Secretaría de Minería de la Nación estaban publicados los datos de contaminación de aguas según valo-res que superan los permitidos por ley, los que, al ser difundidos por la prensa en 2007, fueron oportunamente eliminados de la misma.34 M. Antonelli, “La gestión del paradigma hegemónico de la ‘minería responsable’ y el ‘desarrollo sustentable’”, cit., p. 76.35 Alberto Acosta, La maldición de la abundancia, Quito, Ecuador, Comité Ecuménico de Proyectos CEP, Ediciones Abya-Yala, septiem-bre de 2009.

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La formación de un intelectual euroamericano1

La experiencia inicial, la de la primera pequeña “patria” –en realidad de la “matria” como la llama con un sugerente neologismo Romano–, es decir, de aquel “mundo familiar hecho de tierra, sudor y ternura” fue, para Romano, la de Fermo y del mar Adriático, que constituía una doble “frontera” de tierra y de mar, una encrucijada y, al mismo tiempo, una línea en constante movimiento, en cuyo horizonte muta-ban los hombres y las cosas2. Los lugares de la primera juventud de Romano fueron las suaves colinas de los Apeninos, en la provincia de Ascoli Piceno, que descienden hacia el mar: Porto San Giorgio y San Benedetto del Tronto, los puertos más cercanos a la ciudad natal. Aquel mar que se extiende como una larguísima frontera y que desde Venecia llega hasta Puglia y la tierra de Otranto: el Adriático del norte abierto a Europa, donde un tiempo dominaba la República del León, y el Adriático del centro-sur, que ha sido a través de los siglos la puerta del Mediterráneo hacia los espacios del Oriente.

Pocos años después, Romano conocería la experiencia de Nápo-les y del mar Tirreno y, no por casualidad, sus primeros escritos publicados son justamente sobre Nápoles y las relaciones con Vene-cia en la primera mitad del siglo XVIII, o sea, las relaciones entre el Tirreno y el Adriático y el complejo intercambio (comercial y de hombres) de napolitanos, venecianos, triestinos, franceses, alemanes,

ingleses, etc., así como también la configuración histórica de cultu-ras desarrolladas entre el Mediterráneo oriental y la Mitteleuropa y de las lenguas de allí, del mar de Venecia: dalmatino y schiavonesco, grechesco, turchesco y zingaresco, etc. Luego, aparecerán en sus intereses otras ciudades del Mediterráneo: Génova y Livorno (como sabemos, será justamente la investigación sobre las naves y las mer-cancias de este puerto del Tirreno, a finales de los años ‘40, que indi-can el comienzo de una relación que lo vinculará por cuarenta años a Braudel).

Su tercera etapa fue París. Como escribió Romano de su maes-tro Braudel, remarcando la importancia formativa del lugar de naci-miento y de la infancia, podemos decir del historiador marquesano que también él era un hombre de frontera. Romano, como Braudel, antes de cumplir treinta años, en 1947, se convertiría en parisino por adopción, es decir hombre de la capital, pero “conservará, para siem-pre, una enorme apertura hacia los problemas que tienen lugar del otro lado (de todos los otros lados) de la frontera y esto le permitirá atravesarla y superarla”3.

En los años cincuenta, conocerá nuevas líneas fronterizas: la apertura hacia un espacio, mucho más amplio y remoto, que par-tiendo desde Atlántico se extiende hasta la América Ibérica, la “gran frontera” que durante medio milenio ha indicado y marcado, a través de etapas sucesivas, la irrefrenable traslación del occidente europeo

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hacia el occidente geográfico. En la América Ibérica serán Chile, Ar-gentina, Uruguay, Perú y México los principales países a los que, de manera particular, “debo –tal como recordaba Romano en su lectio doctoralis– una parte de mi formación humana e intelectual”4. No es casual que haya reconocido desde el comienzo, y de un modo explí-cito, haber llegado a América “por la preocupación de no limitarse a medir la vida del mundo únicamente a partir de la escala que ofrece Europa”5. Se trataba de una nueva etapa de aquello que en una jocosa síntesis Romano ha definido como el periplo de su “educación ítalo-franco-hispano-polaca”6; etapa que será decisiva para la constitución de su mentalidad cosmopolita y de su aún más vasta identidad occi-dental. De hecho, mientras –como veremos- la idea misma de cosmo-politismo se conecta con el comportamiento de algunos humanistas del siglo XV, en el caso de Romano, y de su experiencia americana, se trata en cambio de un cosmopolitismo innovador respecto al del Renacimiento o de la Ilustración.

Me refiero al hecho, del todo singular, de que su existencia aparezca dominada por la riquísima experiencia (del más allá y del más acá) de las “fronteras”, hasta el punto de resultar fundamental en la configuración de su concepción del mundo, permeada por las consecuencias creativas de haber mantenido una relación constante con la experiencia de la duplicidad, de la dicotomía, de la alteridad que, con singular agudeza, sería capaz de interiorizar y decantar en los múltiples parejas y dualidades conceptuales en las que se podía manifestar: identidad-diferencia, amigo-enemigo, exclusión-inte-gración, distinto-igual, yo-otros, certeza-duda, civilización-barbarie, etc. El permanente cruce (y superación) de las fronteras se convierte también en la metáfora del tránsito cognitivo a través de las tantas formas posibles del saber. En síntesis: las redes de correlaciones, constituidas por la experiencia de las fronteras (existenciales y con-ceptuales) podrá alcanzar aquella forma más general de referencias (casi) al infinito, o sea al “laberinto” –es más, a los laberintos de los que Romano nos ha hablado en la lectio– que estará presente en muchas de sus reflexiones, hasta transformarse, tematizándose, en el método mismo, reticular, laberíntico, justamente, del saber enciclo-pédico. Transformación conceptual que se volverá obra intelectual concreta cuando Romano piense y dirija la monumental Enciclopedia Einaudi editada en dieciséis volúmenes entre 1977 y 1984.

Retomando el hilo del itinerario de Romano es necesario agregar que comenzó a tener una percepción más definida de los espacios americanos justamente en París (gracias, en parte, también a Brau-del que había estado en América entre 1935 y 1937). En la capital francesa comenzó para él aquella costumbre de trabajo que se había establecido ya entre los historiadores, etnógrafos, geógrafos, antro-pólogos, sociólogos, europeos y americanos, quienes encontraban un punto de referencia en la École Pratique des Hautes Études, o en el Musée de l´homme y que se expresaría en aquella formidable generación de estudiosos que de Paul Rivet a Georges Bataille, de Georges-Henri Rivière a Michel Leiris, de Alfred Métraux a Claude Lévi-Strauss, pondrían en el origen de su forma, innovadora y re-volucionaria, de pensar –mucho antes de los meritorios trabajos de Tzvetan Todorov– el problema del otro y de la esencial “otredad” de la sociedad y de las culturas no-europeas7.

Romano es consciente desde entonces de que “no existe exclusi-vamente nuestra civilización europea y que solo una reflexión sobre esta civilización y sobre todas las otras (aquellas que son llamadas menores, salvajes o, incluso, incivilizadas) puede y debe conducirnos –concluía Romano– al relativismo de las civilizaciones: o sea, a una más exacta y válida definición de nosotros mismos, de nuestra civi-lización”8. En París, Romano, además de alcanzar por primera vez conciencia de su condición “ítalo-europea”, entró en contacto con estudiosos que, habiéndose ocupado de realidades distintas y lejanas, como la de Haití o los Andes, la selva amazónica o México, África u Oceanía, habían desarrollado una mentalidad escencialmente nueva (sin dudas post-colonial y, en muchos sentidos, anti-colonial) con relación a las muchas dimensiones sociales y culturales contemporá-neas a ellos y, en consecuencia, también con relación a las distintas

disciplinas que en sus estudios acompañaban –o precedían y se-guían– las disciplinas históricas.

Insistiré más adelante sobre el rol fundamental que representó el estudio de la historia iberoamericana en la configuración intelectual de Romano y en la adquisición (y verificación) de su modo de tra-bajar, puesto que por ambas razones América tendrá un importancia fundamental9. Y esto no solo por haber luchado siempre contra la arraigada tendencia a analizar las historias no-europeas partiendo (únicamente) de la perspectiva europea, sino porque el conocimiento concreto de otras historias lo pondría frente al problema –justamen-te metodológico– de la superación de las “especializaciones” y a la necesidad de la integración transdiciplinaria de los más diversos puntos de vista para poder conocer una determinada situación histó-rica. Frente a los límites del “ver” partiendo solo de fuentes europeas (refiriéndose, por ejemplo, al período colonial de la historia extraeu-ropea) nos había desde siempre puesto sobre el aviso de que “no hay peor observatorio que el Archivo General de Indias de Sevilla; para el siglo XIX, no existen peores observatorios que los Archivos del ministerio de Asuntos Exteriores de Francia o de Inglaterra. Mejor dicho, aquellos observatorios son estupendos para hacer historia de España o de Francia o de Inglaterra; podrán también darnos una mirada sobre la presencia de estos países en América central y me-ridional; podrán, finalmente, ofrecernos también elementos (pero solo elementos fragmentados) de la historia sudamericana útiles solamente si son integrados en un proceso cognitivo de estos países estudiados desde adentro”10. Pero profundicemos ahora los orígenes culturales y la peculiaridad de su cosmopolitismo.

El humanismo y la “función cosmopolita” de los intelectuales

Hace algunos años, Jacques Le Goff fue de los primeros en señalar otra línea de pensamiento esencial en la formación de Romano y que está en la base de su humanismo cosmopolita. Concepto, el del cosmopolitismo y el de la “función cosmopolita” de los intelectuales que históricamente se remonta a la larga tradición de la presencia de los italianos (o de sus obras) en Europa durante los años de la ruptura innovadora del Humanismo y el comienzo de la que conoce-remos como la République Littéraire, integrada por una comunidad ideal en la que convivían “les gens de lettres” europeos, tal como lo reconocerá D’Alambert en el ensayo homónimo publicado en Ámsterdam en 1759. Presencia de los “italianos” bien conocida y decantada, por ejemplo, por un observador agudo e informado como Erasmo, que había reconocido con admiración las funciones cultu-rales, a nivel justamente europeo, que habían tenido Lorenzo Valla, Francesco Filelfo, Poggio Bracciolini, Enea Silvio Piccolomini, Gasparino Barzizza, etc.

Podemos estar de acuerdo con Le Goff cuando destaca el rol que cumplió este particular aspecto del Humanismo en la formación de Romano, recordando cómo ésta se remonta precisamente a la lec-ción cultural del siglo XV y a las ulteriores elaboraciones de Bruno y de Galileo, al Iluminismo napolitano (de Vico, Genovesi, Giannone, Pagano, Filangeri, hasta llegar a Croce), cuyos autores constituyen, con todas las variaciones del caso, las grandes líneas de una tradi-ción de intelectuales que podemos denominar “cosmopolitas”11.

Debemos agregar que desde siempre el cosmopolitismo se vin-cula con la concepción misma de los studia humanitas ejercitados a través del intercambio vivísimo y permanente –una constante trans-latio studiorum– entre intelectuales, artistas, filósofos y literatos más allá de todas las fronteras que entonces tenían los estados europeos. Es también cierto que en una parte del pensamiento humanista (so-bre todo civil o de inspiración republicana) y de los teóricos del au-togobierno comunal se había impuesto la visión del patriotismo y del amor por la “patria” como equivalente del “bien común” y de la res publica ciceroniana. Es útil tener presente que los escritores clásicos redescubiertos con el Renacimiento tenían muy clara la diferencia entre los valores políticos y culturales de la patria y los valores no

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políticos de la nación, y es significativo que los usaran para describir los unos y los otros dos términos distintos: “patria” y “natio”. Tanto la “patria” como la “natio” instituyen lazos entre los individuos, pero el lazo que la patria o res publica instituye entre los ciudadanos es más estrecho y más digno de los de la natio, como escribe Cicerón en el De officiis (I. 17.53). La distinción antigua ayuda a comprender mejor la de los humanistas teóricos del patriotismo cosmopolita.

Por otro lado, es necesario reconocer que fueron justamente estos comportamientos de pasión virtuosa y de defensa de la libre re-pública de los ciudadanos los que alimentaron la difusión europea de las ideas del humanismo. Ideas que, en ciertos aspectos, anticiparon las elaboradas por la aristocracia cosmopolita (del “patriotisme euro-péen”) de intelectuales como Voltaire, quien al referirse a la “patria” no lo hacía respecto a una ascendencia étnica o lingüística, sino a una forma específica (no importa si monárquica o republicana) de gobierno de la ley, es decir, de aquellas instituciones jurídico-polí-ticas que garantizaban la libertad y los derechos de los ciudadanos. Como también había escrito con sorprendente modernidad Michel de Montaigne durante su viaje a Italia: “No porque lo haya dicho Sócrates, sino porque en verdad es mi humor y por una aventura no sin excesos, estimo a todos los hombres como mis compatriotas, y abrazo a un polaco como a un francés, sujetando este lazo nacional a uno que es universal y común”12.

El pensamiento de la Ilustración, retomando el del humanismo y el del patriotismo republicano, desarrolla algunos motivos de la concepción clásica del amor por la patria como caritas reipublicae y caritas civium. En la voz “patrie” de la Encyclopédie se lee que la misma no representa el lugar en el que hemos nacido, como lo indica la concepción “nacionalista” posterior, del siglo XIX, sino un estado libre (état libre) del que somos miembros y cuyas leyes protegen nuestras libertades y nuestra felicidad (nos libertés et notre bonheur).

Sin embargo, más que a Voltaire, considero que el cosmopolitis-mo de Romano remite, por su evidente analogía, al de su eminente predecesor que llevó adelante la experiencia cognitiva de los espa-cios americanos: Alexandre von Humboldt (tan justamente admirado por Romano y a quien citaba vinculándolo a nuestro Antonio Rai-mondi). El parangón no debe parecer excesivo: ambos, partiendo de situaciones históricas e itinerarios culturales distintos –las ciencias naturales, en el caso de Humboldt, y las humanas, en el de Roma-no– con sus investigaciones americanistas y la pasión pedagógica ejercida por décadas a ambos lados del Atlántico, han logrado alcan-zar y transmitir una visión epistemológica unitaria, capaz de poner en el centro de las disciplinas del saber las muchísimas variantes de la identidad de los pueblos.

Mientras cierro estas reflexiones sobre la obra cultural de Ro-mano, se cumple el aniversario de cuando, hace más de doscientos años, en 1799, el joven naturalista prusiano alcanzaba el puerto de Cumaná (en la Nueva Andalucía venezolana) para dar comienzo a aquel larguísimo viaje (que se prolongó por cinco años) de conoci-miento de América, que aun hoy sigue siendo el mayor viaje ameri-cano por importancia y trascendencia, realizado por un europeo de la

época: desde las fuentes del río Orinoco a Colombia, de Ecuador a Perú, a Chile, a Cuba y a México, desde donde, en 1804, retornará a Europa, habiendo alcanzado una visión extraordinaria y radicalmen-te innovadora del continente hispanoamericano cuya herencia encon-traremos –desarrollada también a través de la reflexión histórica– en la obra de Romano.

Lo que buscaba Humboldt era una síntesis de los conocimientos (del nuevo mundo y del viejo mundo) que tuviese como epicentro las coordenadas del espacio de la naturaleza y del tiempo histórico de las distintas civilizaciones, en un “encadenamiento multiforme”, como escribía él mismo –en su monumental tratado emblemática-mente titulado Kosmos– “de causa y efecto, dentro del cual ningún fenómeno puede ser considerado de manera aislada”13. Humboldt siguió ejerciendo hasta su muerte (en 1859) un rol de primerísimo plano como extraordinario “mediador” cultural entre Europa y la América hispana, reconocido especialmente por los americanos, que vieron en su persona al “descubridor científico del Nuevo Mundo” (así lo llamaba Simón Bolívar), una especie de “embajador” de las nuevas repúblicas en Europa.

De Berlín a Madrid, de Caracas a París, de Nápoles a Viena, de Ciudad de México a Londres la convincente potencia de la reflexión científica de Humboldt terminó por criticar aquella visión ideológi-ca “negativa” y denigratoria del continente americano que algunos europeos (¡que nunca lo habían visto con sus ojos!) habían teorizado y divulgado: de Buffon a Cornelius de Pauw, de Immanuel Kant a Georg Wilhem Friedrich Hegel14.

Pero retomemos el discurso de Le Goff. Romano, viniendo de esta tradición, bien conocida por él desde la época de los estudios históricos, filosóficos y literarios en la Universidad de Nápoles, había podido, explica Le Goff, combinar la doble herencia del Hu-manismo con la de la Ilustración, poniendo las bases para el logro de aquellos resultados que alcanzará en sus años de madurez y logrando expresar una “nouvelle synthèse, comme en avaient révé autour des mathématiques et de l’art les géants de la Renaissance italienne”. Se remontan a ese período las lecturas sobre el Renacimiento (aunque debe también considerarse su creativo encuentro con Federico Cha-bod) los intereses y la atención de Romano –comenta Le Goff– so-bre la “interdisciplinariedad”, que se traduciría luego en una fecunda capacidad para percibir y comprender, en el sentido más auténtico de la palabra (y no ya en el sentido equivocado e ideológico con el que se utiliza en la actualidad) el concepto de “globalité”, más aun, se-gún Le Goff, de “globalité structurée”15. Supongo que omitiendo la perplejidad que puede suscitar la falta de actualidad (solo aparente) de la comparación hecha por Le Goff entre su amigo Romano y los “géants de la Renaissance”, la reflexión parece por lo menos perti-nente y me ha hecho pensar enseguida en una aguda observación de Gramsci.

¿Qué había dicho Gramsci? En sus polémicas consideraciones sobre el rol (considerado por él en sus distintas fases históricas) del intelectual italiano, analizando su función cosmopolita, indicaba cómo justamente en el período del Renacimiento (no casualmente definido por él como “un proceso histórico en el que se constituye

[...] los años de investigación en la América Ibérica serán decisivos para

la definición de un método de investigación y para la comprensión de los

espacios euroamericanos (que, para ser respetuosos de sus complejas es-

pecificidades, sería necesario denominar indo-euro-afro-americanos).

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una nueva clase intelectual de alcance europeo”) ellos, es decir los intelectuales, en su modo de operar ideológico y práctico, fueron grosso modo divididos en dos grandes tendencias16. Una, que se desarrolló fundamentalmente en Italia y que “cumplió una función ligada al Papado y de carácter reaccionario”; otra, que operaba fuera de Italia y que desarrolló, en cambio, “una función cosmopolita pro-gresiva”, que por muchas razones tendrá repercusión también sobre Italia misma17.

Estoy convencido de que las indicaciones gramscianas pueden constituir una clave de lectura por lo menos útil y fecunda para esta-blecer las grandes líneas de investigación capaces de analizar no solo la obra de Romano, sino también la de tantos otros intelectuales ita-lianos que, en otros momentos históricos y con otras motivaciones, han actuado fuera de Italia. A propósito de este complejo y articu-lado fenómeno de los movimientos intelectuales y de las funciones culturales que han desarrollado en América y en Europa, es necesa-rio observar que será precipuamente el cosmopolitismo un elemento decisivo de la personalidad de Romano que lo emparenta con tantos personajes, verdadera pléyade de “italianos fuera de Italia”, que se había comenzado a estudiar –no casualmente– en el segundo, tercero y cuarto volumen de la Storia d’Italia Einaudi editada por él junto a Corrado Vivanti18.

Por otra parte también es cierto que el “fuera de Italia”, en el caso de Romano, no parece ciertamente comparable a las condicio-nes y a las expectativas de quienes emigraron o se exiliaron durante el fascismo, desde Gaetano Salvemini a Rodolfo Mondolfo, desde Piero Sraffa a Renato Treves, Lionello Venturi o Arnaldo Momiglia-no. Es inútil decir que al respecto se deben hacer algunas distincio-nes, sobre todo entre la verdadera emigración de tipo político, distin-ta de aquella que se hace por motivos culturales o de trabajo (como en el caso de las actuales “fugas de cerebros”) y la emigración, más o menos vieja o permanente, que ha hecho posible la difusión de la cultura italiana fuera de Italia. En una perspectiva aun más general, se trata de considerar las formas y la distinta fortuna de la difusión de la obra de aquellos intelectuales que han contribuido de manera esencial al vastísimo fenómeno de circulación de la cultura italiana fuera de Italia y, en sentido inverso, a la “traducción” (también en el sentido literal de la palabra) de obras de la cultura europea y ameri-

cana en Italia. Análisis que espera ser completado y cuyos resultados permitirán alcanzar una versión más verídica de la dimensión inter-nacional de la cultura italiana del siglo XX en su fecundo cruce con otras culturas, y no solo en Europa19.

Los espacios americanos y las investigaciones de Romano

¡Sí, los “espacios” americanos que tanta fascinación desde los años ‘30 –y luego en sus recuerdos– ejercieron sobre la mente de Brau-del! Mucho tiempo después, él recordaba América Latina “como un continente inmenso” en el que “sus habitantes se mueven en una sede humana inmensamente vasta [puesto que] el espacio es desme-surado y emborracha a los hombres”20. De modo similar, en la abru-madora inmensidad natural que todo domina –recordemos, como he ya señalado, que la primera inolvidable experiencia de Braudel fuera el mismísimo Brasil– “es natural que los hombres vivan dispersos, náufragos en el espacio, que ciudades situadas a meses y meses de distancia de la metrópolis europea o de las capitales coloniales, que provincias que son a veces más grandes que Francia o Italia se go-biernen a su modo, en el pasado especialmente, a falta de algo mejor porque, sobre todo, es necesario vivir. En las Américas la “democra-cia americana, con su self-government, es también hija del espacio. Un espacio que amortigua y, al mismo tiempo, conserva todo, al menos mientras no sea dominado”21.

Esa formidable experiencia americana de Braudel veinte años más tarde se volverá igualmente iniciática para Romano. Tal es así que los años de investigación en la América Ibérica serán decisivos para la definición de un método de investigación y para la compren-sión de los espacios euroamericanos (que, para ser respetuosos de sus complejas especificidades, sería necesario denominar indo-euro-afro-americanos). En el análisis histórico de la expansión del mun-do moderno (¡pero también del pre-moderno!) y de sus originales transformaciones en los espacios americanos, la obra de Romano es, en varios aspectos, una excepcional elaboración que sigue, pro-fundizándolo, el itinerario braudeliano. Esquematizando: en la pers-pectiva de ambos –con la variante de una óptica, podríamos decir, más “americocéntrica” en el caso de Romano, que viene a integrar

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aquella prevalentemente “eurocéntrica” de Braudel– se trata de ana-lizar el desarrollo histórico de Oriente a Occidente en sus múltiples metamorfosis, de Europa a América, del Atlántico al Pacífico, y de evaluar las irreducibles especificidades que la han convertido en una historia que resultó ser distinta respecto a la europea. En lo que se refiere al punto de vista de Braudel, él mismo lo había resumido en una serie de conferencias realizadas en 1977 en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore con las siguientes palabras: “Mi principal objetivo es verificar en qué modo las sucesivas economías-mundo de base europea, es decir construidas a través de los itinerarios de la expansión europea, explican o no los juegos del capitalismo y su difusión”22.

Será precisamente sobre el alcance de tal “explicación” y sobre la reconstrucción de los mecanismos de dicha expansión, analizada en el ámbito específico de la historia hispanoamericana que se con-centrará, por medio siglo, una parte fundamental de la obra de Ro-mano hasta el momento recogida en las cerca de dos mil páginas de sus escritos americanos.

La originalidad del enfoque de Romano en el ámbito de este proyecto inicialmente braudeliano debe ser referida al conjunto de sus estudios americanistas, partiendo de 1957 hasta las obras de la madurez. Me parece importante tomar en consideración una de sus primeras intervenciones en las que aclaraba cómo pensaba analizar las múltiples, convergentes, relaciones euroamericanas. Romano, en la introducción a sus escritos sobre Cuestiones de Historia Económi-ca Latinoamericana, publicado en Caracas por la Facultad de Huma-nidades de la Universidad Central de Venezuela en 1966, se pregun-taba cuáles habían sido las razones que lo habían llevado a ocuparse de “cuestiones de la América central y meridional” y respondía que no había –más allá de las motivaciones ocasionales del primer viaje a Chile– razones particulares, excepto una fundamental: analizar también en los espacios americanos la configuración histórica de los “modelos” contemporáneos a la Europa pre-industrial, dado que la misma historia europea sería incomprensible en sus transformacio-nes sin tomar en consideración el rol de las economías americanas y la centralidad de la América ibérica en los procesos de industrializa-ción, comenzando por Inglaterra. A Romano nunca le gustaron las

especializaciones, mucho menos si ellas se ocupan de un deter-minado período cronológico o de un determinado ámbito geo-gráfico. Nada menos convicente que esas ‘especializaciones’: en efecto, me parecen poseer –más allá de cierto nivel– una forma de rentabilidad decreciente, ya que en la medida en que el historiador se vuelve más especialista, que conoce todos los detalles, todas las minucias de los personajes o de la época que estudia, encuentra progresivamente mayores dificultades para comprenderlos verdaderamente. Dicho esto –explicaba Romano

retomando su concepto metodológico de fondo– queda siempre la posibilidad de ser un especialista: especialista de un proble-ma. Y un problema debe abordarse en todos sus aspectos, sus diferentes facetas, sus múltiples detalles. De esta manera, yo he tenido la ambición –y la sigo teniendo– de ser un especialista del enorme problema de las condiciones del desarrollo econó-mico antes de la Revolución Industrial, y por eso me he ocu-pado de múltiples aspectos de la vida económica de diferentes regiones. No me sería nada difícil hablar del hilo que entreteje todos mis trabajos anteriores con esta fundamental preocupa-ción mía de estudiar el modelo de desarrollo en la economía de la Europa preindustrial. Pero esto no es lo que debo hacer ahora aquí, sino presentar al lector las razones que me llevaron a tratar problemas americanos. Es de lo más simple: un modelo europeo –insistía Romano– no estará jamás completo si no comprende también el hecho colonial. Por lo tanto, mis investigaciones sobre temas americanos no tienen otro sentido ni otro deseo que iluminar, lo más claramente posible, mis intereses europeos, y si mis conocimientos idiomáticos me lo permitieran me sentiría muy feliz de repetir la misma experiencia en otros países de otros continentes. [...] Con toda franqueza –concluía Roma-no– no creo que las especializaciones en el sentido de una cierta ‘época’, de un ‘ámbito’ o de un ‘personaje’ dado, no deban exis-tir. Pero creo, por el contrario, que si se quiere conocer bien un problema es necesario experimentar las diferentes modalidades del fenomeno en países y períodos diversos23.

A continuación, en la misma introducción del ‘66, Romano proponía el ejemplo del comercio inter-atlántico (América-Sevilla) de metales preciosos y de su relación con la producción y los costos comparati-vos (europeos y americanos) de los metales mismos. Si a finales del siglo XVIII, razonaba Romano, la producción de un marco de plata en las minas alemanas de Himmelsfürst costaba 24 francos, este dato toma otra relevancia cuando sabemos y tenemos en cuenta que en la mina mexicana de la Valenciana un marco de plata costaba “solo” 14 francos. Sin embargo, una vez establecidas estas diferencias entre “costos europeos” y “costos mexicanos” no sabremos aun demasia-do sobre qué era lo que sucedía si no indagamos los motivos de tal diferencia. Al respecto, se descubre que resulta totalmente infecundo y errado emplear los principios derivados de la teoría general econó-mica (europea) en el estudio concreto de la situación económica de un determinado sistema (americano). Por el contrario –y, según Ro-mano, la cuestión no era para nada evidente, al menos metodológica-mente– cada sistema, europeo o americano, debe ser estudiado desde adentro, según sus propias causas, sus criterios intrínsecos, y nada proveniente del exterior debe intervenir con la infundada pretensión

Romano es consciente desde entonces de que “no existe exclusivamen-

te nuestra civilización europea y que solo una reflexión sobre esta ci-

vilización y sobre todas las otras (aquellas que son llamadas menores,

salvajes o, incluso, incivilizadas) puede y debe conducirnos –concluía

Romano– al relativismo de las civilizaciones: o sea, a una más exacta y

válida definición de nosotros mismos, de nuestra civilización”.

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de “aclarar”, “explicar”, “simplificar”.Será, por lo tanto, un aprendizaje y una decisiva clase de méto-

do la que ejercerá la experiencia ibero-americana sobre la formación de Romano, que terminará por trascender su “oficio de historiador”, justamente porque lo obligará a sobrepasar una vez más nuevas fron-teras no solo “geográficas”, sobre todo aquellas representadas por las distintas disciplinas, conduciéndolo a una revisión crítica radical del rol mismo de la “especialización”24. Para decirlo con sus propias pa-labras que, me parece, resumen de manera admirable el programa –y el sentido– de su investigación: “soy un historiador que, rechazando las especializaciones por ‘período’ o por ‘espacio’, ha preferido ocu-parse de la liberación moral y material del hombre de la necesidad. También ésta, a su modo, es una especialización [...]. Pero esta ‘es-pecialización’ –insistía Romano– me ha llevado a ver lo que sucedía en el campo de los vecinos: los economistas, los sociólogos, los esta-dísticos, los arqueólogos, los antropólogos”25.

En suma, por un lado, la obra de Romano aparece como una sin-gular aplicación de los “tiempos” de Braudel a sus investigaciones sobre la relación Europa-Iberoamérica26 y sobre la especificidad de la historia de la América ibérica, convirtiéndose en uno de los más grandes historiadores que en este siglo se ha ocupado de un modo tan original, riguroso y durable de este tema central para la compren-sión de la historia moderna contemporánea.

Por el otro, como ya he señalado, la extensión americana de sus estudios ha permitido a Romano elaborar (y verificar en su reali-zación concreta) una concepción que contribuyó luego a reconocer como fundamental para todas las ciencias del hombre: la existencia de las formas reticulares y a-céntricas del saber histórico, más aun, de todas las formas del conocimiento. El análisis concreto de las dimensiones temporales en los espacios euroamericanos alcanza uno de sus resultados más representativos en dos obras que, a su vez, constituyen la síntesis de muchos años de investigación, que per-miten evaluar en toda su dimensión la aplicación de la perspectiva de método que Romano ha desarrollado. Una perspectiva, repito, temporal y espacial que trasciende la grilla de interpretación (úni-camente) europea de los eventos y que se convierte, por lo tanto, en una nueva perspectiva de análisis comparativo que apunta a la obser-vación de la historia europea desde fuera de Europa.

En estas dos obras, en realidad, histoire événementielle y de largo plazo, consideradas en su conjunto, se cruzan en los espacios europeos y americanos y, en el caso de la segunda obra, también en los del Pacífico: se trata de Conjonctures opposées. La crise du le XVII siècle en Europe et en Amérique Ibérique (de 1992) y Moneda, seudomonedas y circulación monetaria en las economías de México (de 1998). En breve: en la primera obra se vincula la decadencia de España con el ascenso de la potencia inglesa a partir del siglo XVII, con las transformaciones de largo alcance de la economía europea desde comienzos del siglo XVIII y con las consiguientes relativas implicaciones que determinan la ruptura del lazo colonial en el imperio borbónico dando origen a la independencia (solo) política de los nuevos estados republicanos. En la segunda obra, explica, a través del estudio de la historia mexicana desde el siglo XVI hasta el XIX, cómo la economía “monetaria” –los pesos acuñados en oro y plata–, la economía “natural” y, en el medio, tributaria de ambas, la economía “pseudo-monetaria”, se articulan entre sí en el mercado interno y en el comercio internacional, en el vastísimo espacio del imperio español y también fuera de él: en Cantón, Macao, India, Java, Sumatra.

Analizando estos trabajos se pueden apreciar además las dife-rencias que distinguen los análisis de Romano de los que había reali-zado Braudel sobre el uso del concepto de Weltwirtschaft (economía-mundo) y, de manera específica, a través de la ulterior conceptualiza-ción e “historización” realizada por Immanuel Wallerstein de manera particular luego de la desaparición de Braudel, en 1985. Sobre este punto, el juicio de Romano es por lo menos crítico respecto a la relación global que los historiadores económicos han intentado esta-blecer mediante la articulación “producción-distribución-consumo”,

cuando ésta se aplica sobre todo a los espacios extra-europeos, en este caso americanos, hispánicos y anglosajones. En un escrito de finales de los años ‘80, titulado “centro/periferia” (“una categoría historiográfica nueva, pero un hecho viejo”, escribía polémicamente Romano), se subrayaba la gran dificultad teórica, y sobre todo histo-riográfica, de concebir cualquier forma de “capitalismo” (de modo de producción capitalista) que se remontase al siglo XVI, como pre-tendía el mismo Wallerstein.

“Un capitalismo sin mercado es un capitalismo bien extraño”, afirmaba Romano, lo que justamente se volvía más evidente y verifi-cable tanto en la historia de la edad colonial como en la republicana de la América Ibérica, hasta el siglo XX incluido. “El procedimiento seguido por Braudel (y retomado por Wallerstein) de separar capita-lismo y mercado resultaba por lo menos arbitrario: ¿qué cosa sería –se preguntaba Romano– un capitalismo que se desarrollara sin una economía de mercado?”27.

Partiendo de los resultados de estas investigaciones, Romano podía sostener que no existía una correlación vinculante (en verdad, probablemente no existía vinculación alguna) entre los movimientos de los precios de una serie completa de productos en Europa, en América meridional y central, en China, en Japón y en India: a mo-vimientos de largo plazo de alzas de precios (o de estancamiento) en Europa no correspondían movimientos similares en los espacios ex-tra-europeos; por el contrario, se observaban movimientos opuestos. “Una confirmación, por lo tanto, bastante significativa que permite sostener que la formación de una economía-mundo no aparece en el curso de los siglos XVI y XVII. Pero el verdadero límite del planteo del problema tal como ha sido afrontado por Braudel y afinado por Wallerstein, me parece –insistía Romano– que tiene que ser visto en el hecho que razonan siempre en términos de ‘comercio’ y nunca en términos de ‘producción’. Vale decir que su atención se ha con-centrado sobre un aspecto del problema, descuidando por completo otro fundamental: el de la producción. Porque, en el fondo –concluía Romano– la verdadera cuestión es la siguiente: ¿se puede hablar de una relación centro/periferia (y de la paralela formación de una ‘economía-mundo’) cuando se controla solo el movimiento de los tráficos internacionales y no se controla (es decir, no se determina) la producción?”28.

Se vuelve a ratificar la especificidad (en este caso) americana de la “producción”. Tema romaniano de fondo, con el que concluye el apenas citado ensayo sobre las Conjonctures opposées insistiendo sobre la condición determinante:

que el punto principal de la vida económica estaba constituido por el factor de producción y no por la distribución. Es el com-plejo de la producción lo que cuenta y no la parte comerciali-zada. […] Si se quiere comprender algo de la vida económica de un continente como el americano, es necesario verlo desde adentro y no examinarlo desde el observatorio europeo. Es la razón –agregaba Romano– por la cual no creo en la ‘economía-mundo’, porque ésta, por cómo ha sido teorizada por Wallers-tein, Braudel y otros, está demasiado fundada sobre el comercio exterior, la banca, los problemas monetarios, para poder dar una idea del conjunto de la economía-mundo […]. Lo que cuenta, en cambio, es el hecho de saber, por ejemplo, qué representa la presencia de embarcaciones europeas en los nuevos mundos (como América y Asia) para el conjunto de la economía de estos continentes. No pretendo responder –concluía Romano– por lo que corresponde al caso de Asia, pero en lo que se refiere a América, seré categórico: casi nada. El impacto de las embarca-ciones españolas, francesas, inglesas, holandesas es casi nulo en las estructuras profundas americanas29.

Esta posición teórica y historiográfica le ha permitido a Romano comprender mejor que muchos otros las relaciones entre Europa y América y la peculiaridad sustancial de las formaciones económico-sociales iberoamericanas, irreducibles, hemos dicho, a las europeas o angloamericanas. Por esta razón, por ejemplo, en la medida en la que

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el elemento decisivo es el factor “producción”, el efecto determinan-te, como había ya observado Adam Smith (en el libro cuarto, “De los sistemas de economía política” de su Investigación sobre la natura-leza y causas de la riqueza de las naciones30), de la importación del oro y la plata americanas en Europa se manifestó ya no en España, sino en Inglaterra (y en parte en Holanda), donde se dio justamente tal proceso de producción. “Por esto será (solo) Inglaterra la que, a partir del siglo XVII, inundará la América Ibérica de sus productos. No se trata entonces de sostener la existencia de capitalismos gené-ricos sino de comprender los mecanismos que han hecho posible la consolidación y la extensión de los procesos productivos”31.

Romano retoma (en un ensayo de algunos años después) esta cuestión decisiva recordando que nos encontramos (en el impacto en Europa de la economía iberoamericana) frente a sistemas de ex-plotación bastante distintos unos de otros: pesado, obstruccionista, el español; apenas más liviano, el portugués; muy fluidos, el inglés y el holandés. De todo esto se encontrará una contraprueba en el siguiente hecho: frente a la crisis atravesada por España, la América hispánica atraviesa, en cambio, aquella que ha sido llamada como una “coyuntura opuesta”, vale decir que, aun existiendo la situación de control colonial, hay señales de autonomía política y administrati-va, una capacidad de crecimiento económico más libre de las interfe-rencias del centralismo de Madrid. “Si se observan en contraposición España y su imperio americano se recuerda espontáneamente el refrán: mors tua vita mea. Durante los tres siglos –concluye Roma-no– de dominio español es, por ejemplo, ciertamente en el XVII que América logra conservar para sí una mayor cantidad de metales pre-ciosos extraídos de sus minas”32. Pero el problema, volvemos a re-cordarlo, no radicaba en la riqueza (y en su comercio) sino más bien en la producción. En síntesis, el gran cambio en Europa no estuvo determinado tanto por “la revolución comercial” sino más bien por aquella productiva, es decir, la de la producción industrial, que lleva-rá a Inglaterra a dominar no solo el sistema mercantil sino a conver-tirse también en la “fábrica del mundo”. Finalmente, es evidente que para la configuración histórica de la América ibérica contemporánea –y para su comprensión– las consecuencias de estas transformacio-nes opuestas serán decisivas.

Naturalmente este largo (aunque parcial) discurso sobre el pensamiento del historiador Romano y sobre la centralidad en sus análisis de las relaciones euroamericanas para la configuración his-tórica de la América ibérica (y, a la inversa, también de la Europa de los últimos cinco siglos) evidencia una continuidad de fondo que es importante subrayar asimismo para comprender las implicaciones, digamos políticas, que se han derivado de las posiciones de Roma-no y que, en algunos casos, él mismo ha defendido, partiendo de la enseñanza derivada de sus investigaciones. Si releemos de hecho los ensayos compilados en el ya citado volumen Cuestiones de historia económica latinoamericana (especialmente el segundo capítulo: “Hispanoamérica en el Siglo XVII”) constatamos rápidamente en qué medida –y hasta que punto– justamente en aquellos años ‘60, el análisis perspicaz e informado de Romano iba contra la corriente; chocaba entonces contra dos mitos fuertemente ideológicos, que comenzaban a imponerse en la inteligencia latinoamericana y que se consolidarían poco después con la explosión del neo-marxismo ter-cermundista bajo la forma del “guevarismo” a la europea.

Me refiero, en primer lugar, al mito del “capitalismo del sub-desarrollo”, según el cual la América ibérica, desde los orígenes de la historia colonial, fue penetrada y dominada por el capitalismo europeo; segundo, al mito, por entonces bastante difundido en los ambientes académicos entre los teóricos del “desarrollismo” y del “cepalismo”, de las “burguesías nacionales” (cuya existencia, soste-nían, se remontaba al siglo XIX) que se transformarían en “burgue-sías de estado”.

Es curioso notar cómo una concepción similar, originada en la Tercera Internacional, del rol hipotético de la “burguesía nacional”, ha tenido una influencia decisiva (negativa) sobre la formación de

los cliché que han pretendido reducir, una vez más, la realidad ibe-roamericana a esquemas europeos; esquemas ideológicos aplicados también por aquellas fuerzas (de inspiración “social cristiana” o “social demócrata”) que, en el plano político, habían declarado su buena intención de combatir y superar la tradición teórico-política comunista continental33.

Será durante los mismos años ‘60 y ‘70 cuando –recordaba Romano– “había frecuentado mucho la América ibérica: de la Ar-gentina a Guatemala, de Perú a Venezuela. Encontraba colegas uni-versitarios, estudiantes, periodistas, frailes (sobre todo dominicos), sacerdotes (jesuitas, en particular) que, aun sin estar directamente involucrados en movimientos revolucionarios, buscaban comprender sus razones. Encontraba también algunos de mis ex-alumnos que, una vez que retornaban desde Europa a sus países, entraban en la guerrilla o, al menos, la apoyaba. Tuve mucha simpatía por el es-fuerzo que todos desplegaban en distintas formas: podía –recuerda Romano– no estar de acuerdo con la ideología de base que animaba a muchos de ellos, pero entendía bien que en sociedades totalmen-te bloqueadas, como las de América Central o del Sur de aquellos años, la única palabra posible era por entonces la del fusil”34. Años, entonces, en los que Romano vivió con particular atención incluso en la consideración de los aspectos políticos de la historia latinoa-mericana –especialmente en la formación de otro mito poderoso (el último y el más célebre en Europa): el de la figura del comandante Ernesto Guevara, hasta el punto que pensó, con materiales que había recogido, escribir un libro cuyo título había ya elegido: Los años de la guerrilla.

¿Cómo fue aplicada –se preguntaba Romano–, por ejemplo en Venezuela, la práctica de la guerrilla concebida a través de la “teoría del foco”, que, sin embargo, era sustancialmente distinta a la que habían aplicado Fidel Castro y los castristas cuando hicieron la revo-lución cubana? ¿Cómo había surgido un mito como el del “Che Gue-vara”, cuyo uso político distorsionaba ulteriormente la observación de la realidad concreta (entre otras, aquella de Bolivia, donde mu-rió)? Sobre estos puntos Romano no estaba de acuerdo con la visión teórica de los guerrilleros y con la concepción que más allá del viejo eslogan “patria o muerte” se resumía en la doble falacia disyuntiva tan decantada en Europa: “revolución o imperialismo” y “socialismo o barbarie”35.

El conocimiento histórico de la formación de las sociedades hispanoamericanas, de su dinámica conflictiva generada por las relaciones (de “producción” y “distribución”) entre capitalismo internacional (de las corporaciones multinacionales) y formas in-ternas pre-capitalistas (o aun no capitalistas), entre centros urbanos y el campo, entre relaciones de intercambio típicas de la economía monetaria y aquellas, en cambio, de la economía natural o informal, permitía a Romano penetrar (con mayor agudeza que aquellos que imitaban modelos histórico-políticos europeos o angloamericanos36) la especificidad de la América ibérica de mitad de siglo “totalmente bloqueada” frente a la modernidad liberal-democrática: o sea, estruc-turalmente incapaz de generar desarrollo económico-social a pesar de ser productora, según los ciclos de crecimiento cuantitativo.

En aquellos años, algunos (por ejemplo, André Gunder Frank) habían observado –expresando un juicio que pretendía ser negati-vo– que el análisis de Romano era “solo” académico, contra aquello que decían algunos intelectuales “guevaristas”, trotskistas y de la extrema izquierda latinoamericana37.

Es cierto que, cuarenta años después, los acontecimientos (¿podemos no llamarlos históricos?) han terminado por dar razón al profesor Romano. Se ha demostrado así, una vez más, la utilidad del ejercicio de la ética de la responsabilidad intelectual (para decirlo con Weber) implícita en los análisis realizados con un buen funda-mento histórico, bastante más cercanos a la realidad aunque lentos para imponerse, respecto a los que fueron impuestos con fuerte, o fortísimo, fundamento “solo” ideológico.

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Cultura y política: una relación peligrosa

Retomando el discurso sobre el Romano intelectual, creo poder de-cir que si por un lado la dimensión cosmopolita ha caracterizado su intransigente libertad de pensamiento –no por casualidad la tradición libertina europea es otro componente de su formación–, por el otro, su “transnacionalismo” no le ha impedido jamás tomar posición ejercitando, de hecho, aquel rol crítico indispensable frente al poder, sin disimular nunca la necesidad de la autonomía de la cultura frente a la política.

Para evaluar en qué medida la práctica de su compromiso (en Europa y en América) ha sido una contra corriente vale recordar las reflexiones de Romano en las ya citadas notas autobiográficas en las que veinte años atrás, y con lúcida vis polemica, hacía un balance de la cuestión:

¿Cuál es en la actualidad –se preguntaba Romano– el rol de un intelectual (no digo solo de un historiador)? Sobre este proble-ma he escuchado una serie de propuestas que me han parecido bastante confusas (fumeuses), por no decir fantasiosas (fumis-tes): ‘compromiso’, ‘liberación’, ‘participación en la lucha’, ‘contribución con el avance de la revolución’ y así sucesivamen-te. De manera más sencilla, considero que un intelectual debe contribuir a la toma de conciencia: hacer conocer –en todos los niveles– cuál es el estado de desarrollo del saber y contribuir a su avance. Todo esto presupone una única condición: ser libre. Libre con relación al poder, para no transformarse en funciona-rio del consenso. Pero libre también con relación a la oposición (sobre todo cuando esta accede al poder o se acerca a él). Para mí es claro, evidente –señalaba Romano– que el intelectual como el artista y como todo creador (en esto soy perfectamente inmodesto) no puede trabajar más que con una total independen-cia –concluía Romano– que no será jamás compatible con las reglas del poder (encierro en esta palabra a aquellos que lo tie-nen y a quienes aspiran a tenerlo, puesto que su funcionamiento es de hecho el mismo, como sus objetivos son casi idénticos); un trabajo que tendrá sentido porque otros al costado participan y los apoyan38.

En este mismo horizonte cultural y metodológico fue concebida por Romano y Vivanti la ya citada Storia d’Italia que elaboraron para el editor Giulio Einaudi. La Storia fue concebida desde una tradición cultural que ambos autores interpretaban y resumían de la siguiente manera:

Partimos de múltiples experiencias: ciertamente la de las Anna-les ha sido para nosotros –como para tantos en el mundo– bas-tante importante; pero también ha contado la de Past and Pre-sent, la revista inglesa que surgió hace aproximadamente treinta años de un grupo de historiadores inspirados en un marxismo ya por entonces libre de esquemas dogmáticos, dedicada a in-vestigaciones originales de historia social; habíamos podido apreciar también los métodos interdisciplinarios del Instituto Warburg, mientras que los estudios promovidos por el Instituto para la Cultura Material de la Academia de las Ciencias polaco

nos había indicado cómo la profundización de aspectos y fenó-menos de la vida cotidiana del pasado avanzaba en la dirección estimulante de la antropología y de la etnohistoria, hacia la que llevaban también las lecturas de Frazer, Propp y, en general, de autores que, de Malinowski a Lévi-Strauss, el esfuerzo editorial de la Casa Einaudi, por mérito sobre todo de alguien como Ce-sare Pavese o como Elio Vittorini, había contribuido a introducir en la cultura italiana. Nos guiaba el recuerdo de la enseñanza de Chabod, de Luzzatto, de Cantimori, la lección de Febvre, de Hamilton, de Labrousse, de Braudel, todos estudiosos entre los más abiertos a la cultura libre de especializaciones y de etique-tas, curiosos de todas las experiencias, dueños de una erudición viva, difícilmente igualada. Así –concluían Romano y Vivanti– llegamos, con una cierta dosis de ideas y de técnicas, a implan-tar un proyecto de historia italiana. Faltaba solo darle un marco, y en este sentido el de Gramsci nos pareció el más adecuado, no tanto por responder al modo de pensar de los coordinadores de la obra sino porque parecía el más dúctil y, al mismo tiempo, elocuente, generado por un marxismo sano y vivo, el único so-bre el cual puede fundarse el marxismo del mañana39.

El mismo año Romano subrayaba una vez más la ubicación de la Storia en el ámbito de la tradición italiana y turinesa (de cultura gramsciana, en particular) tal como se había configurado en el perío-do de la “República nacida de la Resistencia”. El de Gramsci –ob-servaba Romano– era un “pensamiento historiográfico de inmensa riqueza” atravesado por la conciencia del “problema político” que dominaba la historia moderna italiana. Como sabemos, el análisis de esta temática será desarrollado por Gramsci en el ámbito de la histo-ria italiana siguiendo “dos grandes líneas: la relación ciudad-campo, por un lado, y el significado histórico y cultural del Humanismo, del Renacimiento. Fue a partir de aquí –recordaba Romano– que Gramsci había establecido los puntos de partida de la sucesiva histo-riografía (y que influenciaría, indirectamente, toda la historiografía italiana)”40. En resumen, y como lo reconoce implícitamente el mis-mo Romano, él influenciaría también la Storia d’Italia de Einaudi, la cual, a su vez y consecuentemente, entraría rápidamente en la histo-ria de la historiografía italiana.

La posición de Romano sobre la relación entre cultura y política fue mantenida por él con ejemplar coherencia hasta su período final, en tiempos cada vez más dominados por la ideología mediática y la extensión de los “poderes ocultos” e “invisibles”. “Un intelectual de-bería siempre estar en la oposición”, exclamaba Romano escribiendo en memoria de nuestro común amigo León Sigal, prematuramente desaparecido en 1997. E insistía: “debería estar en la oposición y nunca ser un funcionario del consenso. Ni del consenso político, ni del académico, ni del socio-mundano, ni finalmente y –mucho me-nos aun– del de los medios de comunicación. Quiero decir –explica-ba Romano– que un intelectual puede aun servirse de estos últimos, pero solo para una causa que considere (personal, profunda y since-ramente) que está poniendo en juego su reputación, que ha alcanza-do con laboriosidad. Pero hacer lo contrario –ponerse al servicio de los medios de comunicación para aumentar la propia reputación– es

“[...] considero que un intelectual debe contribuir a la toma de concien-

cia: hacer conocer –en todos los niveles– cuál es el estado de desarrollo

del saber y contribuir a su avance. Todo esto presupone una única con-

dición: ser libre. Libre con relación al poder, para no transformarse en

funcionario del consenso”.

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indigno del nombre y de la función del intelectual”41.Con referencia a la personalidad de Romano y a la compleja

e íntima relación entre el historiador y el intelectual, no vacilo en afirmar que su presencia en el ámbito de la cultura de la izquierda liberal y democrática europea no ha tenido que esperar el profético anuncio de la caída del muro de Berlín o de la masacre de Tianan-men para saber distinguir entre Marx y los “marxismos indecentes”, como él los llama para diferenciarlos (no solo conceptualmente) del “marxismo decente” de los Labriola, Gramsci o José Carlos Mariá-tegui.

A su neto rechazo al stalinismo desde los años de la posguerra, siguió una oposición, no menos radical, crítica de aquel “marxismo monolítico” que había vuelto indigerible –además de incompren-sible– el pensamiento mismo de Marx, aquel “personnage encom-brant” al que, sin embargo, Romano confesaba haber dedicado no pocos años de estudio, para llegar a conclusiones incluso metodoló-gicas que en los años sucesivos orientarían sus investigaciones, en Europa y en América.

Sin ningún tipo de orgullo (por otra parte, no hay de qué sentirse orgulloso) puedo decir que he leído todo Marx (y todo Engels), incluida la correspondencia. Esta lectura la había hecho a co-mienzos de los años ‘50 porque estaba cansado de escuchar a un mundo de pretendidos marxistas (los más folclóricos eran segu-ramente los franceses, presumidos lectores de El Capital –¿pero cuántos habían hecho el esfuerzo luego del primer libro?– en la traducción de Le Roy). Pero yo no salí fascinado. La conclusión que había alcanzado –observaba confirmando su postura meto-dológica Romano– era que seguramente el marco marxista era extraordinario: con ella uno podía abordar (no diría interpretar) la historia del mundo europeo y de Medio Oriente durante 4-5 milenios. Lo que no está nada mal. Pero esto es todo: el res-to del mundo, de América a India, la China, África –advertía Romano– escapa completamente al marco marxista. Esta es la razón por la cual, en mis enseñanzas, siempre advertí a mis estudiantes de América Central y Meridional: que no crean en la existencia de un modelo historiográfico válido siempre y en todas partes; que inventen, construyan sus modelos de interpre-tación, modelos que se adecuen a la realidad de sus países, de su historia. Creo –concluía Romano– sin falsa modestia (por el contrario, con mucho orgullo), que en esto consiste lo esencial de mi enseñanza […]42.

Consideraciones estas de Romano para relacionar con la situación italiana, luego de 1968, cuando constató que no era cierto que de parte de los historiadores se estuviese iniciando un tipo de historio-grafía no “civil” por no estar “comprometida”. Por el contrario,

si compromiso en historia debe significar lo que dice alegre-mente mi amigo y colega Pierre Chesnaux, estoy totalmente en desacuerdo. No se hace la revolución porque se hable de revo-lución. Justamente: ‘se habla’ y no ‘se hace’. Y el compromiso –continua diciendo– debe servir a la acción. En otras palabras: puede existir un compromiso directo o un compromiso indirec-to. Deben convencerse entonces –continuaba Romano– los his-toriadores italianos que su justísimo anhelo de una participación en las luchas para cambiar nuestro pútrido mundo puede hacerse

también (y mejor) participando en los novísimos esfuerzos. Se es más revolucionario creando una nueva historiografía que invierte los teoremas de la historiografía tradicional, que hablan-do, tradicionalmente, de revoluciones, proletarios, de pobrezas […]43.

Además, contra las interpretaciones superficiales de la relación de Romano con el pensamiento de Marx y de la obra misma de Roma-no (o la de Marx), se debe subrayar que a cada tipo de producción social y material de los hombres corresponden típicas manifestacio-nes de vida cultural y precisas dinámicas sociales. Romano siempre ha buscado –moviéndose dentro de distintos contextos propios de las historiografías francesa e italiana44– evitar, superándolo, el peligro, que pesa sobre gran parte de la historiografía del siglo XX, de caer en la deformación determinista del economicismo, logrando así de-sarrollar un análisis que tuviera en cuenta la multiplicidad concreta de las situaciones, de sus contextos y distintos puntos de observa-ción desde los cuales avanzar en su comprensión. Se ha sabido así recurrir al uso de las distintas disciplinas, integrándolas entre sí: la historia económica y la de las ideas, la geografía y la sociología, la historia de las instituciones y la antropología, la historia del arte o la lingüística. Aun más: la historia del presente y del pasado, la historia europea (del centro) y no europea (de las periferias): “historia total”, “historia global”, “gran historia”.

A propósito de la América Ibérica –y para concluir– dejo una vez más la palabra al maestro. “Entonces: creo en la gran historia porque estoy convencido de que sin ella no es posible ninguna histo-ria. Ahora, me parece –y para mí se trata de una verdad difícilmente discutible– que es sobre todo a través de la historia económica que es posible alcanzar la gran historia, la historia total, la síntesis histórica. Preciso una vez más que por historia total, gran historia, gran síntesis, no entiendo las historias universales, sino las obras de amplio alcance y de profundidad analítica”. Y agregaba Romano: al menos durante este siglo, “ha sido el Pirenne de la historia económi-ca el que nos ha dado las grandes páginas sobre la cultura de Flan-des; y el Marc Bloch de la historia económica que pasa a los Rois thaumaturges45; y el Braudel de la historia económica el que traza el gran fresco de la civilización italiana del siglo XV al XVIII”46.

Comprensión de la historia, entonces, como superación de las distintas tendencias deterministas del positivismo y del idealismo historiográfico, en el ámbito de una interpretación del pensamiento de Marx –y de negación crítica del marxismo de la vulgata– que en Italia, además de Labriola, había preconizado Gramsci y, en América del Sur, Mariátegui. No puedo aquí retomar este tema tan central en Romano. Quiero solo indicar que para Gramsci la enseñanza de Marx (“que ha previsto lo previsible”, como advertía desde el nota-ble artículo escrito luego de la Revolución de octubre, “La revolu-ción contra el Capital”), si no es deformada y reducida “a afirmacio-nes dogmáticas e indiscutibles, asume siempre como máximo actor de la historia no los hechos económicos, brutos, sino el hombre, la sociedad de los hombres, de los hombres que se acercan entre ellos, se entienden entre ellos, desarrollan a través de estos contactos una voluntad social, colectiva, y comprenden los hechos económicos, y los juzgan y los adecuan a su voluntad, hasta que ésta –concluía Gramsci– se convierte en el motor de la economía, el molde de la

“Se es más revolucionario creando una nueva historiografía que invierte

los teoremas de la historiografía tradicional, que hablando, tradicional-

mente, de revoluciones, proletarios, de pobrezas […]”.

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Notas

1 Versión especialmente revisada y actualizada por el autor para Puen-te@Europa de un original publicado en Alberto Filippi (ed.), Ruggie-ro Romano, l’Italia, l’Europa, l’America, Camerino, Colección del Istituto di Studi Storico-giuridici, filosofici e politici de la Università di Camerino, Centro Audiovisivi e Stampa, 2000. Se trata de una serie de estudios y contribuciones escritas en ocasión de la laurea honoris causa que la universidad otorgó en 1998 al profesor Romano.2 Ruggiero Romano, Braudel e noi. Riflessioni sulla cultura stori-ca del nostro tempo, Roma, Donzelli, 1995, p. 3. Sobre la primera experiencia de la “patria”, Romano (remitiéndose en el uso de la denominación al historiador mejicano Luis Gonzáles y Gonzáles) sostiene con razón que en lugar de historia “patria” se debería hablar de historia “matria”, distinción que, por otra parte, “es mucho más seria que lo que el simple juego de palabras pueda hacer creer”. R. Romano, “Storia locale-storia generale”, en Aldo Mola (ed.), Mezzo secolo di studi cuneesi, Atti del Convegno, 6-7- ottobre 1979, Cu-neo, Società per gli Studi Storici di Cuneo, 1981, pp. 21-23.3 Ibid.4 R.Romano, “La Memoria e i Modelli”, lectio doctoralis (mayo 1998), en A. Filippi (ed.), Ruggiero Romano, l’Italia, l’Europa, l’America, cit.5 R. Romano, “Une économie coloniale: le Chili au XVIIIe siècle”, en Annales, Vol. XV, 1960, p. 259.6 R. Romano, Europa e altri saggi di storia, Roma, Donzelli, 1996, p. 163.7 El caso de Lévi-Strauss es significativo: entre 1934 y 1939 enseñó sociología en la Universidad de San Pablo, en Brasil, y durante aquel período realizará dos expediciones etnográficas en Mato Grosso y en

Amazonia cuyos resultados darán origen a textos fundamentales para la antropología contemporánea.8 R. Romano, “Introduzione”, en Alfred Métraux, Gli Inca, Torino, Einaudi 1969, pp. VII-XXIII.9 Desde una primera publicación específica, sobre “Une économie co-loniale: le Chili au XVIIIè siècle”, aparecida en Annales, n.15, 1960, hasta America Latina. Elementi e meccanismi del sistema economi-co coloniale (secoli XVI-XVIII), publicado después de la muerte del maestro en París (en enero 2002), en la edición italiana de 2007 (To-rino, UTET).10 R. Romano, Tra storici ed economisti, Torino, Einaudi, 1982, p. 93.11 No es para nada casual que el Renacimiento fuera un tema central en las investigaciones de Romano (que, en parte, culminarán con un ensayo que quedó incompleto en el que había trabajado junto a Lucien Febvre). En sus obras sobre este tema, debemos recordar los capítulos sobre la cultura y los intelectuales en el volumen Tra due crisi: l’Italia del Rinascimento, Torino, Einaudi, 1971; la edición crítica (editada junto a Alberto Tenenti) de I libri della famiglia de Leon Battista Alberti (Torino, Einaudi, 1969) y del Galateo de Gio-vanni Della Casa (Torino, Einaudi, 1975), además de las doscientas páginas del volumen escrito en colaboración con Alberto Tenenti, Il Rinascimento e la Riforma (1378-1598), Torino, Einaudi, 1972.12 Citado por Antoni Maczak, Viaggi e viaggiatori nell’Europa mo-derna, Roma-Bari, Laterza, 1994, p. 411. Sobre este aspecto de la modernidad europea y cosmopolita de Voltaire, ver René Pomeau, L’Europe des lumières: cosmopolitisme et unité européenne au XVIIIe siècle, Paris, Hachette, 1966. Sobre la tradición europea de la

racionalismo ben temperato de Romano nos recuerda que si “el ofi-cio del historiador es difícil para lo que se refiere al pasado, este se vuelve imposible si se pasa al futuro: el hoy, de hecho, en términos de “modelo”, no es otra cosa que el mañana”48. Por todo ello –y por otras razones personales que no cabe decir aquí– la presencia, crítica y fecunda, de la obra de Romano, sigue vigente entre el Mediterrá-neo, Europa y su amada América.

realidad objetiva que vive, y se mueve y adquiere carácter de materia telúrica en ebullición, que puede ser canalizada donde la voluntad quiera, y como a ella le plazca”47.

Todo lo dicho se refiere al empleo de la “modelística histórica” para la comprensión del pasado de la historia italiana o iberoame-ricana. ¿Y hoy? Contra aquellos que se esconden detrás del eclipse de la memoria, y contra la mitificación celebrativa del presente, el

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République litteraire y sobre la singular posición de Romano dentro de esta tradición de la identidad europea (y en su extensión euro-occidental) de la que, sin embargo, es un fuerte desmitificador y crítico, recomiendo su agudo ensayo “Dubbi e certezze sull’identità europea”, que constituye el primer capítulo del volumen ya citado de R. Romano, Europa e altri saggi di storia.13 Para ulteriores análisis recomiendo el trabajo todavía fundamental de Charles Minguet, Alejandro de Humboldt, historiador y geógrafo de la América española (1799-1804), México, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México, 1985 (2 vols.). Ver también, Claudio Greppi, “Alexander von Humboldt e l’invenzione del Nuovo Mondo”, en Corrado Malandrino, Politica, scienze e cosmopolitismo: Alexander e Wilhelm von Humboldt, Milano, Franco Angeli, 1997; Leopoldo Zea, “Humboldt y el otro descubrimiento”, en L. Zea y Mario Magallón, Humboldt en México, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 1999.14 Sobre la “calumnia” europea y la visión ideológica negativa del continente americano sigue siendo indispensable la lectura de Anto-nello Gerbi, La Disputa del Nuovo Mondo. Storia di una polemica, Milano-Napoli, Ricciardi, 1956.15 Jacques Le Goff, “Ruggiero Romano, ou le voyage au centre par tout l’extérieur”, en Ruggiero Romano aux pays de l’histoire et des sciences humaines. Etudes publiées à l’occasion de son 60° anniver-saire, Genève, Droz, 1983, p. 197.16 Los aspectos “reaccionarios” los analiza en los Cuadernos Octa-vo y Doceavo escritos entre 1929 y 1936, “Apuntes y notas para un grupo de ensayos sobre la historia de los intelectuales italianos”, par-cialmente recogidos en Letteratura e vita nazionale (1950) (según la edición Einaudi publicada a partir de 1948 y no la edición filológica de 1975 a cargo de Valentino Gerratana). La otra categoría de intelec-tuales, que Gramsci llamaba “cosmopolitas”, provenía precisamente de la tradición del Humanismo y (“con una función cosmopolita pro-gresiva”) que Gramsci analiza en las páginas dedicadas a “Riforma e Rinascimento” en Il Risorgimento, Torino, Einaudi, 1949, pp. 14 y siguientes. 17 A propósito de la cultura italiana que se extiende por toda Europa, constituyendo una vastísima red intelectual que se extiende de Lis-boa hasta Uppsala, de Edimburgo a Rotterdam, de París a Cracovia, la observación de Gramsci ha sido confirmada por numerosas inves-tigaciones, entre las que se pueden citar las de Paul Oskar Kristeller. No por casualidad sobre la difusión y circulación de las ideas, tuvo un peso decisivo, además de las cortes, los cenáculos, las academias, las universidades, también y, sobre todo, el libro, la sensacional novedad de aquel período; así como tuvo un peso extraordinario una lengua: el latín, el instrumento de comunicación entre las élites europeas de los movimientos intelectuales cosmopolitas. Nótese que de las cerca de 35.000 ediciones de los casi veinte millones de ejemplares circulantes hasta finales del siglo XVI, más del 70% de las obras impresas eran en latín. Ver Christian Bec, “Il Rinascimento come problema”, en R. Romano (dir.), Storia d’Italia Bompiani, vol. 4, Milano, Bompiani, 1989. La alusión a Paul Oskar Kristeller se refiere a su ensayo “Changing views of the Intellectual History of the Renaissance since Jacob Burckardt”, en Tinsley Helton (ed.), The Renaissance. A reconsideration of the theories and interpreta-tions of the Age, Madison, The University of Wisconsin Press, 1964, pp. 29-30. De Kristeller véase también El pensamiento renacentista, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1993. 18 Proyectada y dirigida por Romano y Vivanti, la Storia d’Italia fue pubicada por Einaudi entre 1972 y 1976 en seis volúmenes y diez tomos.19 He tratado el tema de la circulación de las ideas fuera de Italia (que todavía no ha sido indagado con la profundidad que le corres-ponde) en ocasión del estudio de la difusión del pensamiento de Norberto Bobbio en el ensayo La filosofía de Bobbio en América Latina y España, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económi-ca, 2002.

20 Fernand Braudel, Il Mondo attuale, Vol. II, Le civiltà europee, Torino, Einaudi, 1966, p. 487.21 Ibidem, pp. 489-490. Debe considerarse que ya Braudel había to-mado en cuenta América en la visión planetaria elaborada en las más de mil quinientas páginas de la monumental Civilisation matérielle, économie et capitalisme. XVème-XVIIIème siècle (escrita entre 1953 y 1979), Paris, Armand Colin. Ver los ensayos compilados en el libro de Maurice Aymard et al., Lire Braudel, Paris, La Découverte, 1988, en particular los del M. Aymard, François Fourquet, Philippe Seiner y François Dosse.22 Estas conferencias fueron publicadas en el libro de F. Braudel, La dinamica del capitalismo, Bologna, Il Mulino, 1981, p. 94 (la edi-ción francesa fue publicada cuatro años mas tarde).23 R. Romano, Cuestiones de historia económica latinoamericana, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1966, pp. vi-vii. Inten-ciones de investigación confirmadas por Romano en la introducción al primer número de la revista Nova Americana (1978), dirigida por él junto a Marcello Carmagnani, así como también en las contribu-ciones publicadas en los cinco números sucesivos de la revista (que, lamentablemente, dejó de publicarse en 1982). Para una evaluación de conjunto (al menos hasta el inicio de los años ‘90) de la importan-cia de los estudios americanistas de Romano en el ámbito de la “la-tinoamericanística” europea y americana, ver el ensayo de Marcello Carmagnani, “La America de Romano”, en AA.VV, Ruggiero Roma-no aux pays de l’histoire et des sciences humaines, cit., pp. 115-126.Remito además y especialmente a las intervenciones en ocasión de la laurea honoris causa en la Universidad de Camerino: Fernando De-voto “Las Américas en la obra de Ruggiero Romano”, Vanni Blengi-no, “Ruggiero Romano: me duele Italia”, Manuel Plana, “Problemi della storiografia iberoamericana contemporanea”, Antonio Annino, “Il lungo Seicento in Ispanoamerica” y Marco Bellingeri, “Ruggiero Romano e la storia economica: questioni di metodo”, en A.Filippi (ed.), Ruggiero Romano, l’Italia, l’Europa, l’America, cit.. En el mismo volumen aparece como anexo la “Guida alla bibliografia degli scritti editi di Ruggiero Romano (1947-1999)”, compilada por Filippi de la que existe una edición también en español publicada, en un volumen de homenaje a Romano organizado por Alejandro Tor-tolero junto a la Universidad Autónoma Metropolitana de México y otras instituciones, con el título Construir la historia, Toluca, Chimal Editores, 1998. 24 Para comprender mejor la obra de Romano como historiador “latinoamericanista” y ubicarlo también en el contexto de la pro-ducción de otros autores, ver Horacio Cuccorese, Historia crítica de la historiografía socioeconómica argentina del siglo XX, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1975; Héctor Tanzi, Historiogra-fía argentina contemporánea, Caracas, Instituto Panamericano de Historia y Geografía, 1975; Tulio Halperín Donghi, “Situación de la historiografía latino-americana”, en Revista de la Universidad Na-cional (Bogotá), nn. 17-18, mayo-agosto, 1988. En lo que se refiere a los temas del historiador argentino José Luis Romero (fallecido en 1977), también en relación con los de las investigaciones de Roma-no, de quien fue amigo, ver la introducción de Romano a J. L. Ro-mero, ¿Quién es el burgués?, Buenos Aires, CEAL, 1984; Alexander Betancourt Mendieta, “Las ciudades y las ideas: interpretación de una sociedad nueva”, en Cuadernos Americanos, n. 77, septiembre-octubre, 1999. 25 R. Romano, “Introduzione”, en Alfred Métraux, op. cit., p. XXI.26 Curiosamente, el célebre modelo del largo plazo fue teorizado espe-cíficamente por Braudel en el ensayo “La longue durée”, publicado en el cuarto numero de Annales, pp. 725-753, o sea, en el mismo período del inicio de la aventura intelectual americana de Romano.27 R. Romano, “Il centro e la periferia”, en Enrico Castelnuovo y Va-lerio Castronovo (eds.), Europa 1700-1992, Vol. I, La disgregazione dell’ancien régime, Milano, Electa, 1987, p. 488.28 R. Romano, Ibidem, p. 489.29 Citado de la edición italiana de Marsilio, R. Romano, Opposte congiunture. La crisi del Seicento in Europa e in America, Venezia,

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1992, p. 158.30 Adam Smith, Investigación sobre la naturaleza y causas de la ri-queza de las naciones [1776], Buenos Aires, Fondo de Cultura Eco-nómica, 2002. 31 Con esta observación (no solo) metodológica concluía Romano su artículo sobre la relación entre comercio (de oro y plata) y pro-ducción entre América y Europa, publicado en el Archivio Storico Siciliano, Serie IV, Vol. XIX, 1993, con el título “Oro e argento tra America ed Europa”.32 R. Romano, “L’economia del Seicento tra crisi e mutamento”, en Valerio Castronuovo (ed.), Storia dell’economia mondiale, Vol. II, Dalle scoperte geografiche alla crescita degli scambi, Roma-Bari, Laterza, 1997, p. 167. La especificidad de los aspectos hispanoame-ricanos del problema fueron sintetizados por Romano en el ensayo “Fundamentos del funcionamiento del sistema economico colonial”, en Heraclio Bonilla (ed.), El sistema colonial en la América españo-la, Barcelona, Crítica, 1991.33 Para una visión global de las discusiones de aquellos años y de la relación entre concepciones ideológicas y prácticas político-institu-cionales en la América Ibérica (y, por oposición, sobre la importan-cia de la visión teórica y crítica de Romano) me permito recomendar el primer volumen de mi Teoria e storia del “sottosviluppo” latino-americano, Napoli, Jovene, 1981.34 R. Romano, “Ernesto Guevara: la ‘teoría del foco’”, en Belfagor, a. LIV, n. 320, marzo de 1999, pp. 210-211.35 He desarrollado algunas de las hipótesis de Romano y las indicacio-nes de Gramsci y Mariátegui en el análisis de la relación entre utopía y mito en mi ensayo Il mito del Che. Storia e ideologia dell’utopia guevariana, Torino, Einaudi, 2007.36 Me refiero, por citar autores por entonces muy conocidos, a algunos modelos teóricos del neomarxismo angloamericano o europeo de los años ‘60 (desarrollados en trabajos como los de Paul Baran y Paul Sweezy, Monopoly Capital. An essay on the American Economic and Social Order, New York, Monthly Review Press, 1966; Samir Amin, L’échange inégal et la loi de la valeur et le materialisme historique, Paris, Éditions de Minuit, 1969) que se impusieron también en mu-chos ambientes latinoamericanos tanto como base teórica del análisis económico como del análisis histórico-político y de la consecuente acción “revolucionaria” que de allí se derivó.37 Como se recordará, Romano intervino analizando estas últimas en un artículo que sería famoso: “Sous-développment économique et sous-développment culturel à propos d’André Gunder Frank”, en Cahiers Vilfredo Pareto. Revue Européenne d’histoire des Sciences Sociales, Vol. 9, n. 24, 1971. El largo debate se había enriquecido, entre otras cosas, con el ensayo de A. Córdova y Héctor Silva Mi-chelena, Aspectos teóricos del subdesarrollo, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1967; y con las contribuciones de Armando Córdova, “Il capitalismo sottosviluppato di A. G. Frank” y de Er-nesto Laclau, “Feudalismo e capitalismo in America Latina”, publi-cados también en el segundo volumen de A. Filippi, Teoria e storia del ‘sottosviluppo’ latinoamericano, cit., pp. 193-250. Podríamos decir que el extenso debate sobre la peculiaridad “feudal” o “capi-talista” de la economía iberoamericana desde el siglo XVII al XIX fue iniciado por Mariátegui en los años veinte del siglo pasado y parcialmente retomado el clásico trabajo de Sergio Bagú, Economía de la sociedad colonial: ensayo de historia comparada de América, Buenos Aires, El Ateneo, 1949. 38 R. Romano, “Encore des illusions”, en Cahiers Vilfredo Pareto. Re-

vue Européenne d’histoire des Sciences Sociales, Vol. 21, n. 64, 1983, pp. 27-28.39 R. Romano y C. Vivanti, “Introducción” al primer tomo de los An-nali de la Storia d’Italia, Torino, Einaudi, 1978, pp. XVIII-XIX. En-contramos conceptos similares sobre la tradición que le daba funda-mento a la historia einaudiana [de Ruggiero y Vivanti] expresados en la “Presentazione dell’editore” al primer tomo de la Storia d’Italia de 1972. “La conciencia de que la investigación histórica es uno de los modos más eficaces de participación en la realidad presente ha siempre animado la acción de esta casa editorial, desde cuando, en 1935, Leon Ginzburg dio el primer impulso a aquella serie de obras que se planteó el ambicioso objetivo de contribuir enérgicamente a un renovado conocimiento de la historia italiana, fuera de los mitos, de los prejuicios, de orgullos nacionalistas, así como también el de encontrar en la meditación sobre el pasado un término de compara-ción capaz de dar fuerza y claridad a las luchas políticas renovado-ras, que se planteaba como exigencia primordial a los italianos”.40 R. Romano, La storiografia italiana oggi, Roma, Espresso Stru-menti, 1978, p. 67.41 R. Romano, “El hambre de problemas”, en Letterature d’America, Vol. XVI, n. 64, 1996 [pero publicado en 1999], p. 44.42 R. Romano, “Encore des illusions”, cit., pp. 19-20.43 R. Romano, La storiografia italiana oggi, cit., pp. 39-40.44 Recordamos resumidamente que la relación establecida entre los historiadores italianos y franceses con Marx (y con el marxismo) es distinta respecto a aquella que logró establecer Romano, quien se encontró en una posición, por así decir, doblemente privilegiada (en tanto que le fue posible realizar una síntesis completamente singular de Croce y Braudel). En realidad, como recordaba el mismo Ro-mano, en Francia “no existía –a comienzos de siglo– una reflexión sobre Marx similar, digamos, a la que en aquellos años llevaron adelante en Italia Croce o Labriola. Pero, por el contrario, es cierto que es en Francia en estos mismos años cuando descubre la presen-cia de una historiografía ‘socialista’ (esta me parece la definición no diré más exacta, pero ciertamente la más aproximada), que con su apertura frente a situaciones y condiciones del ‘pueblo’ contribuía a reducir el rol del individuo para poner el acento sobre aspectos colectivos, de grupo; con la cual, naturalmente, se acercaba (pero solo se acercaba) a la que sería una de las temáticas dominantes en la obra de Fernand Braudel”. R. Romano, Tra storici ed economisti, cit., pp. 29-30.45 Romano hace referencia a la obra de March Bloch publicada en 1924 bajo el título Les rois thaumaturges. Étude sur le caractère sur-naturel attribué à la puissance royale particulièrement en France et en Angleterre, Strasbourg et Paris, Librairie Istra, 1924.46 R. Romano, “Storia quantitativa, storia economica e storia: alcune considerazioni sulla storiografia francese di oggi”, en Id., Riflessioni sulla cultura storica del nostro tempo, cit., pp. 98-99.47 A. Gramsci, “La rivoluzione contro il Capitale”, publicado el 5 de enero de 1918 en Il grido del popolo. El artículo (que había sido pu-blicado también el 24 de noviembre de 1917 en la edición milanesa de Avanti) se encuentra ahora en las 2000 páginas de Gramsci, vol. I, Nel tempo della lotta (1914-1926), editado por Giansiro Ferrata e Nicolò Gallo, Milano, Il Saggiatore, 1964, pp. 265-268.48 R. Romano, “Per una storia d’Italia”, Introducción al primer tomo de R. Romano (dir.), Storia d’Italia Bompiani, cit.

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Especialista en literatura comparada y diálogo cultural, Enrique Banús Irusta se ocupa de la vida literaria en todas sus manifestacio-nes, del lenguaje como forma de conocimiento y de la cultura como pilar de la integración europea. Es, precisamente, por esta última competencia que ha sido nombrado presidente mundial de la Aso-ciación de Estudios sobre la Comunidad Europea (AECE/ECSA). Esto lo convierte en un excelente interlocutor para reflexionar con Puente@Europa sobre los múltiples matices de las relaciones cultu-rales entre América Latina y Europa.

Puente@Europa (P@E): Cuenta Serge Gruzinski en su texto Les quatre parties du monde. Histoire d’une mondalisation1 que “en 1605, los libreros castellanos expidieron la mayor parte de la primera edición de Don Quijote al Nuevo Mundo, cerca de trescientos ejemplares para la Nueva España y un centenar para Cartagena de Indias. Una parte de la tirada desapareció en los

naufragios ocurridos a lo largo de La Habana y de Santa Marga-rita, pero por lo menos sesenta y dos ejemplares de la novela de Miguel de Cervantes llegaron a Lima […]”. Nos quedamos con la curiosidad de saber en qué contexto se dio esta extraordinaria historia. ¿Cuál era el grado de circulación de las obras literarias españolas en el Siglo de Oro y qué rol tenía Hispanoamérica en los circuitos de circulación de estas obras?

Para empezar, debo decir que no soy experto en el tema que se me plantea, si bien me interesa mucho una visión de la cultura (y, por ende, de la literatura) que no se obsesiona con la “creación”, sino que atiende también a los demás factores que configuran la vida cultural o literaria –concepto, el de vida, por cierto, que considero muy adecuado para describir toda la dinámica de la cultura. En ese sentido, la recepción ha captado una cierta atención, pero todos los procesos de mediación –todo lo que ocurre entre la creación y la recepción– configuran un mundo fascinante que no se estudia mu-

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cho. Un mundo en que suceden cosas como la que describe Serge Gruzinski.

En cuanto a la pregunta concreta habría que distinguir entre períodos dentro del Siglo de Oro y géneros. Por ejemplo: sabemos que el teatro de Lope de Vega ni siquiera se pensó para ser editado y que su difusión era puramente teatral, es decir, en la propia repre-sentación. Y ahí nos encontramos con un fenómeno que a mí mu-chas veces me ha llamado la atención: se dice (véase el estudio de Maxime Chevalier, Lectura y lectores en la España del siglo XVI y XVII2) que había pocos lectores, que sólo leían los hidalgos, clérigos, hombres de letras y pocos más. Sin embargo, el teatro de Lope (con-siderado “popular”) tenía éxito; y sólo se entiende, en buena parte, si se dispone de una cierta cultura literaria, que sabe apreciar juegos de palabras, temas y personajes. Por tanto, debemos partir de la base de una difusión lectora limitada, pero de un público más amplio que escuchaba literatura (y no sólo teatro) leída en voz alta.

Ahora bien, sabemos que, al menos en el espacio europeo, se difunden obras importantes de la literatura del Siglo de Oro: nove-las de caballerías, el propio Quijote, picaresca, literatura ascética… En cuanto a América, no hay que olvidar que desde el siglo XVI en las Indias se abren universidades, colegios e imprentas. Es decir: se cuenta desde fecha temprana (en 1551 hay universidades, en 1539, imprenta) con elementos muy importantes para la difusión de la cultura. Por supuesto que estos medios no están al alcance de toda la población, pero tampoco habría que olvidar toda esa otra trans-misión oral de la que hablaba antes: aquí, los misioneros ocupan un papel importante; cuando predican, no sólo transmiten la doctrina, sino que también cuentan historias – está muy asentada en su mente la convicción de que una historia vale más que mil teorías…

P@E: Entre Europa e Hispanoamérica empezaron a viajar, des-pués de la conquista, barcos, personas, mercaderías, plata, ar-mas, libros, lenguas. ¿Cuál de estos factores, en su opinión, con-tribuyeron más a forjar los vínculos entre los dos continentes?

Me parece que no se puede establecer una lista por orden de im-portancia: la vida es una y en la vida todo se une: el comercio lleva cultura, las personas venden y compran, espadas y libros. Es un conjunto, variopinto como la vida misma, en que se van creando lazos… y se van creando rechazos, se van superando prejuicios y se van estableciendo inclusiones y exclusiones. La lengua, una lengua vehicular, es sin duda un factor muy importante. Pues una lengua también transmite una visión del mundo, une… y separa. Es toda la complejidad de la vida cultural –que va unida con la vida política, la vida económica, la vida social, la vida religiosa– lo que hace tan fascinante los procesos de encuentros entre culturas.

P@E: Usted es presidente de ECSA, la Asociación de Estudios sobre la Comunidad Europea, y, al mismo tiempo, especialista en historia de la cultura. Son inevitables entonces algunas pre-guntas sobre estos dos temas. La primera se refiere al hecho singular de que en las dos décadas posteriores a la independen-cia se desarrolla un discurso integracionista muy fuerte en toda Hispanoamérica, no sólo por parte de Bolívar. Claro está que no

hay patrias ni naciones y que los próceres tienen frente a ellos los órdenes estamentales de la Colonia. Así es que resulta casi “natural” pensar en términos de una gran federación, si no se quiere pensar en patrias chicas, locales y localistas. Y, sin em-bargo, parece haber algo más en esta utopía, una hermandad de hecho en lo que los pueblos del continente han vivido y, de otro lado, una utopía hacia el futuro. ¿Qué rol juega, a su parecer, el motivo cultural y del lenguaje común en esta utopía?

No cabe duda de que un lenguaje y una cultura comunes, en esos momentos, facilitan mucho el pensar en un desarrollo integrado. Sin embargo, los particularismos, los intereses egoístas, las intrigas y facciones serán más fuertes que la cultura y darán al traste con cual-quier proyecto de integración. En Europa, sólo tras el desastre de las guerras del siglo XX se iniciará un proyecto de integración –partien-do de la diversidad y respetando la diversidad. Es paradójico: aquí [en Europa], será el interés político (apoyado por un clamor social muy fuerte, que pide que no vuelva a haber una guerra) el que supere las diferencias; allí [en América Latina], serán los intereses políticos los que destruyan la posibilidad de integración. Es la diferencia entre hombres de estado y simples políticos, entre quienes se ven llamados –como políticos– a servir al bien común y quienes llaman a la políti-ca para que sirva a sus intereses.

P@E: ¿Cuál fue el peso de las tradiciones europeas (en temas jurídicos, políticos y, tal vez, culturales) en la creación de los estados independientes hispanoamericanos? ¿Se puede hablar de modelos prevalecientes de asimilación (copia, interpretación, rechazo) o fueron todas historias singulares?

El estado moderno es una creación europea. La idea de independen-cia (“soberanía” llevada hasta el final) es una creación europea. Es-tán enraizados ambos conceptos en la Modernidad, en fases diversas: en el Renacimiento uno, en el Romanticismo (y la Ilustración tam-bién, aunque parezca contradictorio) otro. Son visiones que tienen éxito. Las élites hispanoamericanas las conocen perfectamente: han estado en Europa o tienen importantes contactos europeos… hay un trasvase de personas, de ideas, de influencias. Se rechaza la depen-dencia con respecto de Europa (en realidad, no es de Europa, sino de un país concreto) con ideas que vienen de Europa. Es Europa la que proporciona el marco conceptual para desligarse (políticamente) de Europa. Dicho esto de forma simplificada y tendiente a mostrar la paradoja: el asunto, obviamente, es más complejo y entran en juego personas, grupos, sociedades. Pero no viene mal señalar las líneas de fuerza y ver que, cuando se establecen lazos, esos lazos actúan tam-bién en formas inesperadas.

Notas

1 Serge Gruzinski, Les quatre parties du monde. Histoire d’une mon-dalisation, Paris, La Martinière, 2004, p. 62.2 Maxime Chevalier, Lectura y lectores en la España del siglo XVI y XVII, Madrid, Turner, 1976.

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Entre las muchas publicaciones de las vísperas del Bicentenario, he-mos escogido el libro de Rafael Rojas, Las repúblicas del aire. Uto-pia y desencanto en la revolución de Hispanoamérica (Buenos Aires, Taurus, 2010, ed. orig. 2009), porque se aleja de las disyuntivas na-ción/estado, independencia/ independencias y ofrece una visión, al mismo tiempo, más compleja y más literaria del tema, siguiendo el recorrido biográfico de algunas personalidades vinculadas a la historia constitucional de los nuevos estados. Hemos entrevistado al autor sobre algunos conceptos sugerentes que componen su visión; entre ellos, el que da título al libro (“las repúblicas de aire”) –que no puede no recordar aquel triste capítulo XV del Príncipe, donde Machiavelli incita al lector (aspirante príncipe) a “andare drieto a la verità effettuale della cosa, piuttosto che all’immaginazione di essa”, criticando a los muchos que “si sono immaginati repubbliche e principati che non si sono mai visti né conosciuti essere in vero” y, haciendo eso, se han inexorablemente orientado hacia la ruina. Puente @ Europa (P@E): Su libro habla de un grupo de letra-dos y estadistas procedentes de Hispanoamérica, extrayéndolos

del gran panteón de los padres fundadores y brindándole una originalidad propia. ¿Qué le hizo elegir este enfoque?

Los personajes tratados en Las repúblicas de aire (Bolívar, Bello, Zavala, Mier, Vidaurre, Rocafuerte, Varela, Heredia…) fueron per-filándose en la medida que analizaba los proyectos constitucionales de la primera generación republicana de Hispanoamérica y las bio-grafías de sus principales artífices. Comprendí, entonces, que todos ellos compartían una serie de elementos (exilio, traducción, vaivén entre utopía y desencanto, ruptura con el liberalismo gaditano…) que permitían tratarlos como miembros de una misma comunidad intelectual y política.

P@E: Sus héroes van predicando una “americanidad sin adje-tivos” (p. 15). ¿Dónde radicaba esta fe americanista sin declina-ciones? ¿En un análisis del pasado (este pasado colonial com-plejo, que albergaba múltiples soberanías locales e identidades mestizas, donde no había lugar para la creación de cualquier identidad nacional) o en una elección política hacia el futuro

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(muchos proyectaban directamente una confederación hispano-americana a la que se pasara, por así decirlo, desde la fase de constitución nacional de los estados)?

La americanidad sin adjetivos que podría rastrearse en la obra litera-ria y política de aquellos republicanos tiene que ver, por un lado, con esa ausencia de perspectiva nacional o nacionalista, y, por el otro, con la falta de una formulación plenamente romántica o positivista, como veremos en la segunda mitad del siglo XIX, de las naciones o el subcontinente hispanoamericano. Se trata, por tanto, de una americanidad más neoclásica, donde las naciones se entienden como repúblicas de ciudadanos y no como comunidades simbólicamente identificadas a partir de la raza, la religión, la idiosincrasia o el ca-rácter.

P@E: Otra definición de sus protagonistas se refiere a su ser “republicanos errantes” (p. 71). Eran errantes ¿por no necesitar patria o por no poder tener patria? ¿Cómo se confronta su repu-blicanismo con las definiciones clásicas de liberales y conserva-dores –etiquetas que no parecen contener su complejidad? ¿De dónde sacaron su armamento simbólico y sus recetas políticas?

Creo que es importante distinguir patriotismo y nacionalismo en aquella generación. No hay que olvidar que casi todos esos republi-canos defendieron sus territorios, fueran locales –el Nuevo León de Mier, el Yucatán de Zavala, La Habana de Varela– o correspondien-tes a los nuevos países –el Ecuador de Rocafuerte o el Perú de Vi-daurre– desprendidos de los antiguos reinos y provincias del imperio borbónico. En muchos casos ese patriotismo fue consecuencia de la crítica al concepto de nación española establecido por la Constitu-ción de Cádiz de 1812 en sus primeros artículos. La errancia, creo, no tiene que ver con la ausencia de arraigo sino con la fuerte presen-cia del exilio en la formación de aquellos primeros republicanos.

P@E: Una última observación sobre sus héroes: todos parecen experimentar, en su propia vida, el paso de la utopía al desen-canto. ¿Cómo se produce este paso? ¿Qué hay detrás de él? ¿Qué influencia tiene en la propuesta política de cada uno?

El tránsito de la utopía al desencanto se produce a partir de la se-gunda mitad de la década de 1820 y, sobre todo, en el decenio si-guiente, el de 1830, cuando casi todos aquellos estadistas y letrados comprenden que las fórmulas republicanas implementadas, fueran centralistas o federalistas, eran incapaces de contener la guerra ci-vil y de constituir las ciudadanías virtuosas imaginadas. Me parece encontrar en ese desencanto el punto de partida de algunas derivas conservadoras e, incluso, monarquistas que encontramos a mediados del siglo XIX latinoamericano. La lectura conservadora de Bolívar que hicieron algunas élites andinas tiene que ver con ese discurso de la frustración republicana.

P@E: Un tema que queda en el trasfondo del libro es el ca-rácter controvertido de las luchas por la independencia. Bajo el elemento aglutinador de la lucha en contra del absolutismo monárquico español se traslucen múltiples rebeliones y agendas. ¿Cómo los pueden sintetizar?

Es evidente que lo que de manera simplificadora entendemos por “revolución de independencia” fue un conjunto de revueltas, rebe-liones y, también, revoluciones, impulsadas por un repertorio suma-mente heterogéneo de actores: pueblos de indios, castas, élites crio-llas y mestizas, liberales gaditanos, liderazgos locales y regionales… Si hubiera que sintetizar aquel estallido multilateral, que constituyó aceleradamente nuevos sujetos políticos, diría que se trató de un proceso de reproducción y afirmación de soberanías y de introduc-ción de diversas modalidades del gobierno representativo. Tanto para

los pueblos, como para las élites criollas, de lo que se trataba era de alcanzar la autonomía, es decir, el ejercicio propio de una soberanía política.

P@E: Tratando de explicar la ambivalencia con la cual, en la Carta de Jamaica, Simón Bolívar define la comunidad hispano-americana, Usted plantea, utilizando en parte las palabras del mismo Bolívar, que “Hispanoamérica era nueva en las ‘artes y ciencias’ porque no era ilustrada, y era vieja en ‘usos de la so-ciedad civil’ porque provenía de las tradiciones estamentales y corporativas de una monarquía absoluta” (pp. 329-330). ¿Piensa Usted que este juicio nos pueda ser útil todavía para interpretar las dificultades que la nuevas repúblicas encontraron para iden-tificar rumbos de aglutinación en torno de un poder estatal?

En efecto, creo que algunos elementos del diagnóstico de Bolívar eran correctos, para el escenario turbulento de las primeras décadas republicanas. Bolívar tenía razón en enfatizar el peso del legado ab-solutista y estamental, que él identificaba con el legado de la monar-quía católica, y en señalar que ese peso actuaría como un obstáculo para la constitución de nuevas ciudadanías libres e iguales ante la ley. Creo, sin embargo, que las soluciones constitucionales que pro-puso, como la presidencia vitalicia y el senado hereditario, tuvieron un impacto negativo en la organización de los nuevos estados, sobre todo, los andinos, y que entorpecieron su propio proyecto de confe-deración regional.

P@E: Llama la atención el excepcional alcance y profundidad que parecen contener muchos de los nudos políticos que van a caracterizar la vida de la región posteriormente. ¿Cuáles diría Usted que son los principales?

Buena parte de los dilemas que enfrentarán las repúblicas hispano-americanas a mediados del siglo XIX ya se insinúa en aquellas déca-das. Pero habría que cuidarse de las teleologías y comprender que la polarización entre corrientes liberales y conservadoras, que llevará a mediados del siglo a varios países de la región a la guerra civil –con las excepciones del Chile de Portales y la Venezuela de Páez- es un fenómeno posterior, que todavía no se observa en los años ‘20 y ‘30. En Las repúblicas de aire hay un propósito bastante deliberado de comprender el momento republicano en su especificidad.

P@E: Nos gustaría terminar con un comentario sobre la linda cita de la Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño (1812) de Bolívar, allá donde Bolívar critica a los buenos visionarios que, “imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera”, sigue el texto, “que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislaciones, dialéctica por táctica y sofistas por soldados”. ¿Qué piensa de este juicio?

Dos aspectos podría comentar, brevemente, sobre esa inquietante frase de Bolívar. Por un lado, llamar una vez más la atención de que, con la fórmula “repúblicas aéreas” Bolívar está impugnando una experiencia constitucional concreta, la Constitución Federal de los Estados de Venezuela, un texto al que habría que volver, ya que no sólo propone un federalismo, más bien moderado si se le compara con el mexicano de 1824, por ejemplo, sino también una exhaustiva carta de derechos naturales del hombre, que entronca con la mejor tradición republicana francesa y norteamericana. El otro aspecto, el de la duda de Bolívar acerca de la perfectibilidad del linaje humano, nos coloca en la perspectiva de un pesimismo fundacional en la men-te del Libertador, que permitiría cuestionar no pocos mitos constitu-tivos de la cultura heroica latinoamericana de los dos últimos siglos.

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Florencia Mallon, en la huella de historiadores innovadores tal como Karen Spalding, Heraclio Bonilla y Alberto Flores Galindo, empezó sus investigaciones sobre Hispanoamérica observando los intentos llevados a cabo en la sierra peruana por los comerciantes, dueños de hacienda y por toda la economía local para resistir a lo que el capital extranjero propuso como base de modernización, es decir, la construcción de fábricas de inmenso tamaño –tal como la fundición en La Oroya– y la consiguiente proletarización de los habitantes del lugar. Se trató de formas de resistencias basada no sobre el rechazo de la idea de innovación, sino más bien del tipo de empobrecimiento y homogeneización social que la innovación im-puesta conllevaba consigo.

El libro del que trata esta entrevista (Campesino y nación, la construcción de México y Perú postcolonial, México, CIESAS, Cole-gio de Michoacán y Colegio de San Luis de Potosí, 20031) retoma y amplía esta idea de resistencia y examina qué rol jugó en la confor-mación de Perú y México en cuanto nuevas naciones.

Puente@Europa (P@E): ¿Cuál es el significado de la referencia que su título hace al carácter postcolonial de México y Perú? ¿Es, sencillamente, una descripción de la realidad histórica o es una declaración más desafiante, que tiene que ver con una su-puesta diferencia entre los procesos de formación de estados na-cionales clásicos (digamos, europeos) y los procesos de creación de estados postcoloniales? Es decir, ¿existe un quid, una particu-laridad de la construcción de estados que fueron, anteriormente, colonias? ¿Cuál es?

Creo que la referencia tiene un poco de las dos cosas. Por un lado, usar la palabra postcolonial en forma simple, como descripción de la condición latinoamericana, anteriormente colonial, y todavía en el siglo XX enfrentándose a las consecuencias de esta historia. Pero al mismo tiempo, al usar “post” en vez de “neo” –que había sido el pre-fijo con genealogía más netamente marxista– sugerir que no podía-mos seguir pensando que era posible un proceso nacional más allá de las raíces coloniales, especialmente si no reconocíamos primero que el legado de esos procesos seguía vivo en la política nacional, específicamente en la exclusión y represión de los campesinos y los indígenas. P@E: En el caso de Perú, Usted habla de una “reunificación postcolonial”, en el sentido de una reunificación donde el patrón de control (con métodos violentos) predomina sobre el patrón de incorporación en una nueva realidad nacional. Más precisamen-te, hay incorporación, pero es de tipo verticalista y clientelista patrón-peón, que no solo no responde a los reclamos de justicia social, sino que impide la creación de una relación instituciona-lizada con el poder. Contrariamente a lo que piensan algunos sociólogos, usted no atribuye esto al período colonial, sino a los frustrados tentativos de participación de los campesinos indí-genas en la formación del estado nacional. ¿Podría desarrollar brevemente esta idea?

Creo, para comenzar, que no son posibilidades excluyentes la una de la otra, sino que están íntimamente entrelazadas. Las relaciones políticas excluyentes y verticalistas del período colonial se recons-

truyen y re-articulan en los procesos específicos e históricos del período postcolonial. En otras palabras, al surgir la posibilidad de una comunidad política más ampliamente nacional, los campesinos indígenas y no-indígenas son nuevamente reprimidos al construirse estados nacionales que los excluyen. Claro está que, dadas las for-mas sociopolíticas y económicas heredadas de la colonia –lo que yo llamo el legado postcolonial– abrir espacios democráticos, fueran sociales, políticos o económicos, era muy difícil. Por tanto, la falta de inclusión a todos los niveles es reproducida, una y otra vez, his-tóricamente, dentro de la nueva nación. Dicho sea de paso, aunque se ve muchísimo más fuertemente en un caso como Perú, tenemos también tendencias parecidas en México, especialmente en las zonas consideradas más periféricas dentro del país, donde no es coinciden-cia que se encuentren las poblaciones más fuertemente indígenas y, en algunos casos, afro descendientes.

P@E: Al imponer prácticas, mecanismos e instituciones que se consideran vehículos de modernidad, los creadores de México y Perú se encontraron con varias resistencias. Por ejemplo, la práctica de la propiedad privada como pilar de la libertad del individuo y de la productividad de las tierras fue rechazada por comunidades que veían en la propiedad comunal una fuente mu-cho más atractiva de derechos/deberes y una articulación mucho más eficaz del bienestar personal con el de la comunidad. Al momento de ceder a las imposiciones en este campo, además, los indígenas de la región de Puebla (México) pidieron una reparti-ción según los méritos adquiridos en las luchas contra los france-ses. ¿Es ésta una experiencia paradigmática de la desestimación por parte de los indígenas de la monetarización de las relaciones (de la cual el proceso de la compra de las tierras formaba parte) o es un caso aislado?

No me parece que el proceso de privatización de las tierras comu-nales sea, ni necesaria ni solamente, un proceso de monetarización. Más bien, creo que la privatización de las tierras comunales era –y fue visto por las comunidades como– un ataque a las formas políti-cas y culturales, a la memoria y a la historia, de los campesinos y los pueblos indígenas. Era un intento de controlar los recursos y la fuer-za de trabajo. A esto, en mi opinión, es que se resistieron los campe-sinos y los indígenas. No debemos olvidar que en la mayoría de las comunidades rurales, aún en las zonas formalmente autónomas en el siglo XIX como podrían ser la Araucanía o las zonas indígenas del norte de México, la gente tenía larga experiencia con las relaciones comerciales y, en algunos casos, las había usado de forma bastante inteligente para mantener su autonomía política y cultural. Por otra parte, en las regiones centrales del imperio español las comunidades indígenas y campesinas supieron, dentro de los límites de su posi-ción subordinada, usar los mercados locales como fuentes de ingreso y de reproducción de sus poblaciones.

P@E: Esta cuestión introduce aquella más amplia de la irre-ductibilidad de las problemáticas vividas en Perú y México a los cánones binarios liberales/ conservadores. La idea de la comuna-lidad parece incompatible con la visión lockeana (que encarnan los liberales más moderados) y tampoco puede subsumirse al ideario conservador (no parece tener mucha relación con el cor-

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porativismo de éste). ¿Puede reflexionar sobre este punto?

Creo que es un punto muy importante. Al pensar las ideas conserva-doras y liberales desde una perspectiva comunal o indígena –que, di-cho sea de paso, está en el corazón de los nuevos trabajos que estoy haciendo ahora– podemos aprender mucho sobre cómo se elaboraron las ideas europeas del liberalismo en particular. Nos damos cuenta de cómo los imaginarios subalternos, en Europa misma pero tam-bién en el mundo colonial, tuvieron un efecto profundo sobre cómo, finalmente, se armó el ideario europeo. Hay trabajos ahora sobre el

efecto de la revolución haitiana sobre la revolución francesa –pero también sobre los idearios liberales y revolucionarios en las Améri-cas– que empiezan a enfrentarse a este punto. También es importante pensar que, dentro del liberalismo, siempre hubo corrientes mucho más radicales que, especialmente cuando se trataba del federalismo y de la idea del gobierno municipal autónomo, les interesaron mucho a los líderes e intelectuales campesinos e indígenas en Latinoamérica. También hay un trabajo de un liberal radical chileno de mediados del siglo XIX, Manuel Carrasco Albano, que idealiza a la comunidad ma-puche como el mejor ejemplo de un gobierno comunal democrático.

Manuel Carrasco Albano, Comentarios sobre la Constitución Política de 1833, Valparaíso, Imprenta y librerías del Mercurio, 1858.

P@E: Al finalizar su libro, reflexionando sobre el contenido de las manifestaciones nacionales en Perú y México (recién vimos una: aquella conocida como la de “el Grito”), Usted hace refe-rencia a un elemento esencial de la creación de un estado –más allá de la coerción y el consentimiento. Se trata de la capacidad de incorporar los procesos hegemónicos y contra hegemónicos dentro de un mismo marco (el “great arch”2). Este marco, sin embargo, tiene que pre-existir a esta incorporación. Esta es una de la grandes diferencias que Usted ve entre México, donde este “great arch” parece existir, y Perú, donde ya no está. ¿En qué consiste este marco?

La idea original aquí no fue la pre-existencia de este marco, sino su creación histórica mediante procesos de incorporación selectiva de las sensibilidades y propuestas político-culturales de los grupos subalternos. En el caso de México, este marco fue creado por la Re-volución de 1910 y su institucionalización, sobre la base de los pro-cesos anteriores en que los grupos subalternos y campesinos –por lo menos desde la Revolución de 1855– habían participado en las mo-vilizaciones sociales y políticas. En Perú, por otra parte, la primera vez en que se intentó un proceso similar fue con la revolución militar de Velasco Alvarado a finales de la década de 1960, pero no fue un proceso de inclusión exitoso. Así que en Perú ese marco nunca se logró crear. En México sí, y podríamos además sugerir que se des-truyó con las reformas a la Constitución de 1917 que se llevaron a cabo con el gobierno de Carlos Salinas de Gortari entre 1988 y 1992. Ahora, al haber visto pasar casi dos décadas desde ese momento, me

parece que la rebelión zapatista y el derrumbe del control social del estado mexicano con los carteles de drogas y la violencia, nos de-muestran que ese “great arch” no sólo es construido históricamente, sino que no es permanente si las condiciones bajo las cuales se había construido dejan de existir. P@E: El proceso de “altérité” con el cual se trata de excluir a una parte de los habitantes de un lugar de un espacio políti-co, ¿deriva de que no existe este “great arch” o es la razón de su inexistencia? ¿No considera que el proceso de “altérité” es consustancial y no contrario a la creación de los estados? ¿No considera que todos los estados se construyen sobre prácticas de control y exclusión, como nos enseñó Foucault? En otras pala-bras, la incorporación de los procesos contra hegemónicos, ¿no requiere una “altérité”?

Estoy de acuerdo en que todos los estados se construyen sobre prác-ticas de control y exclusión. También estoy de acuerdo en que la in-corporación de los procesos contra hegemónicos es siempre parcial y selectiva, por lo que alguien tiene que quedar afuera, o por lo menos parcialmente afuera. La mejor forma de justificar quién queda afuera es a través de la “altérité”, o sea, de definir a algún grupo como me-nos valioso o menos merecedor de la inclusión. Creo que en mi libro lo que estaba tratando de explorar es por qué en algunos casos, cuan-do la exclusión podría verse como más matizada o parcial, cuando se mezcla con formas de inclusión parcial, se crean sistemas políticos más duraderos con los cuales la mayoría de los grupos sociales sien-

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ten una cierta identificación. Al mismo tiempo, creo que la lección de Foucault también tiene

que matizarse. ¿Por qué digo esto? Porque no estoy segura de que todo proceso de incorporación necesariamente, por su propia lógica, sea un proceso de “altérité”. Una de las críticas que se le ha hecho a Foucault es que no tomó suficientemente en cuenta la genealogía colonial del poder en Europa. Me parece que debemos tomar en se-rio este punto. ¿Sabemos qué parte del ejercicio del poder en Europa es inherente al ejercicio de poder siempre y en todas partes, y qué porción de este ejercicio de poder fue contingente? Me refiero a que los procesos que Foucault observó tenían una existencia histórica concreta, en un momento de expansión colonial europea que tuvo un impacto sobre estos procesos. Creo que todavía no hemos analizado hasta el fondo este impacto.

P@E: Según señala en su libro, el mecanismo de control más utilizado parece ser la violencia. La violencia, por supuesto, no crea legitimación, sino consentimiento precario. Lo que no se ve mucho, salvo algunos ejemplos fracasados (tal como el plan de Piérola para la construcción de una autopista que tenía que vin-cular la jungla con el río de las Amazonas), son prácticas de con-trol del tipo de las que caracterizaron la creación y consolidación de los estados europeos. Me refiero a las prácticas a través de la cuales los estados tratan de medir y controlar personas, suelo y recursos y, en general, de territorializar su poder –cartografía, censos, creación de infraestructuras varias, burocracia civil, etc.). Usted no hace referencia a estos procesos, ¿se debe a su ausencia o a su escasa importancia?

Diría que no hago referencia a estos procesos en parte por su relativa ausencia –por lo menos desde los estados latinoamericanos– en los años que forman el corazón de mi estudio, o sea desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del XX. Al mismo tiempo, si reflexiono más en profundidad sobre el punto, creo que tendríamos que pensar bajo qué condiciones es posible medir, controlar, mapear, censar, burocratizar, etc. Pensando comparativamente sobre las distintas regiones de las Américas y también sobre Europa, se me ocurre que todos los procesos que Foucault llamaría quizá gouvernementalité dependen de haber creado un control básico sobre un territorio o un espacio. En este sentido, quizá vale la pena pensar que, aún en Euro-pa, los procesos de gouvernementalité vienen después de las guerras y la violencia, y por tanto son más bien procesos de consolidación que de creación. Y en Latinoamérica son los estados ya creados y relativamente estabilizados los que se consolidan más exitosamente mediante estos mismos procesos, como podría ser el estado mexica-no postrevolucionario de la primera mitad del siglo XX o los gobier-nos de Frente Popular en Chile después de 1938.

P@E: Su libro tiene una característica rara: un embarrassment of richness. Y no me refiero solo a las fuentes y las reconstruccio-nes puntuales de lo que pasó en las regiones de Mantaro y Caja-marca (Perú) y Puebla y Morelos (México), en la segunda mitad del siglo XIX. Nos referimos a las pistas interpretativas que

ofrece a sus lectores. Así que nos imaginamos que habrán sido muchos los que, inspirándose en su trabajo, habrán construido su propia investigación en los quince años que pasaron de su primera publicación en inglés. ¿Podría darnos algunos nombres y títulos de las investigaciones más interesantes que surgieron de su trabajo pionero?

No sé si en realidad se podría decir que las investigaciones poste-riores sobre temas parecidos surgieron de mi trabajo. Más bien creo que se fue creando un clima de investigación e interrogación distinto dentro del cual mi trabajo fue uno de los primeros. Pero es crucial pensarlo como un proyecto intelectual colectivo, dentro del cual se fue pensando lo nacional, la política y la participación de los grupos subalternos de otra manera. En este sentido, hay todo un grupo de teóricos sociales que a mí me inspiraron mucho, como Janet Abu-Lughod, Benedict Anderson, Ber Borojov, Partha Chatterjee, James Clifford, Ranajit Guha, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Nicos Poulantzas y Raymond Williams, entre otros. Además, en 1984, cuando yo estaba todavía en proceso de abrir y pensar los conceptos que, poco a poco, derivarían en Campesino y Nación, en Madison tuvimos la oportunidad de auspiciar una conferencia sobre “Rebe-lión y resistencia andinas, siglos XVIII a XX”, a la cual vinieron colegas de varias partes del mundo. Allí logré probar algunas ideas e inspirarme especialmente de las conversaciones que tuvimos con mi colega peruano Alberto Flores Galindo.

También es necesario reconocer que el proyecto original que llevó a Campesino y Nación salió de mi tesis doctoral, publicada en inglés bajo el título de The Defense of Community in Peru’s Central Highlands (1983), pero donde todavía no había desarrollado las re-flexiones teóricas posteriores. Esa investigación, y especialmente la parte sobre los guerrilleros de la sierra central peruana que llevaron hacia Campesino y Nación, tuvo la colaboración de mi colega pe-ruano Nelson Manrique, quien publicó, ya en 1981, un libro en que hacía surgir estos temas, llamado Las guerrillas indígenas en la gue-rra con Chile: campesinado y nación. Aunque nuestras perspectivas teóricas siempre fueron bastante distintas, nuestra colaboración fue esencial, creo, para el trabajo de los dos.

En el campo estadounidense de la historia latinoamericana, algunos de los trabajos importantes que surgieron de estas conversa-ciones serían:

− Peter Guardino, Peasants, politics, and the formation of Mexico’s national state: Guerrero, 1800-1857, Stanford, Stanford University Press, 1996.− Mark Thurner, Republicanos andinos, Lima, Instituto de Estudios Peruano, 2006 (versión original en inglés 1997).− Ada Ferrer, Insurgent Cuba: race, nation, and revolution, 1868-1898, Chapel Hill, University of North Carolina, 1999.− James Sanders, Contentious republicans: popular politics, race, and class in nineteenth-century Colombia, Durham, Duke University Press, 2004. − Karen Caplan, Indigenous citizens: local liberalism in early natio-nal Oaxaca and Yucatan, Stanford, Stanford University Press, 2010.

Notas

1 Título orig. Peasant and Nation. The Making of Postcolonial Mexi-co and Peru, 1995.

2 Philip Corrigan and Derek Sayer, The Great Arch: English State For-mation as Cultural Revolution, Cambridge, Basil Blackwell, 1985.

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Alain Rouquié se ha ocupado extensamente de las diferencias, así como también de los rasgos comunes, entre estados de América La-tina. En particular, ha estudiado los regímenes militares que triste-mente marcaron sus historias así como las relaciones con los países (e ideas) de Europa. Por su temprana sensibilidad para abordar la complejidad de estas relaciones, que trató en su libro de 19871, nos pareció importante incluir sus palabras en este número de la revista.

Puente@Europa (P@E): Hace más de veinte años, Usted se hizo una pregunta difícil: ¿qué es América Latina?, pregunta que se mantiene actual hasta hoy. ¿También se mantienen las res-puestas que Usted esbozó? ¿Cree que la abundante producción ensayística asociada al Bicentenario ha aportado algún elemento novedoso a su original análisis?

Creo que América Latina no ha cambiado de pasado y sigue caracte-rizándose por la diversidad de sus sociedades, la singularidad de sus naciones. Pero en estos últimos veinte años la diversificación se ha acentuado en el campo económico. Primero, con la aparición de una potencia con ambiciones globales como Brasil. Segundo, con una

multiplicidad de “global traders” capaces de resistir a fuertes cho-ques externos como la crisis de 2008-2009 y, por fin, vemos aparecer a dos Américas Latinas: al norte, México, el Caribe y Centroaméri-ca giran alrededor de los Estados Unidos, con los que han firmado tratados de libre comercio; en América del Sur, el gigante brasileño intenta organizar alrededor de su enorme potencial el conjunto de los países vecinos. En Brasilia no se habla más de América Latina sino de “Sudamérica”.

P@E: ¿Sigue pensando que debería hablarse, más bien, de “Américas Latinas”? ¿Piensa que las hipótesis de Indoamérica (en las palabra de Haya de la Torre) o América Indolatina (San-dino) han ganado fuerza? Le hacemos esta pregunta pensando en la integración europea, donde la pluralidad de culturas y sociedades se ha transformado, en estos últimos años, de ser un obstáculo a conformar la esencia misma de la nueva identidad europea.

Tal vez “Américas Latinas” sería un concepto más adaptado a la diversidad de siempre y a la división presente. La diferencia sin em-

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bargo entre América Latina y Europa es el problema de las fronteras. Todos sabemos que América Latina se extiende del Río Bravo hasta la Tierra del Fuego. Nadie en Europa se atreve a definir las fronteras del continente: Rusia, Turquía, ¿son o no son países europeos? Es, a la vez, un punto de debate y un tabú en Bruselas.

P@E: ¿Cuáles serían los estímulos necesarios para desarrollar una consciencia unitaria en América Latina? ¿Puede la globali-zación y los desafíos que ésta impone a los estados ser un estímu-lo válido?

La conciencia unitaria... ¿para qué? Hace doscientos años que esta retórica florece y oscurece la realidad geopolítica del continente. El congreso de Panamá fracasó en 1826 y el ALCA también en 2005. Ni los libertadores ni los Estados Unidos lograron unificar el conti-nente. Los estados tienen su propia dinámica. Lo que sí ha surgido en los últimos treinta años, a pesar de las vicisitudes políticas, de las crisis económicas y de las reacciones nacionalistas es un sentimien-to de pertenencia regional. Creo que nunca fue tan significativo en América Central. También se está fortaleciendo en el Cono Sur. Pero tenemos que reconocer que este sentimiento está en su punto más bajo en los países andinos.

P@E: ¿Piensa que la tradición de desarrollo “hacia fuera” tie-ne todavía un peso relevante (y negativo) en cuanto a la escasa complementariedad de las economías? ¿Cree que esto influye en las posibilidades de éxito de la integración regional? Si es así, ¿cómo podría explicarse el progreso observado en el intercambio comercial durante los primeros años del Mercosur (1991-1998)?

Con esta segunda globalización vemos aparecer después de medio siglo de desarrollo auto-centrado y de industrialización sustitutiva de importaciones una nueva fase de crecimiento “hacia fuera”. La prosperidad que conoce gran parte de América Latina desde 2003 procede esencialmente de la fuerte demanda asiática de productos primarios. Por eso existe en algunos países el peligro de una “repri-marización”, que los haría más dependientes de los mercados inter-nacionales y más vulnerables.

En cuanto al MERCOSUR, fue todo un éxito en la etapa fácil de la dinámica comercial. Pero a falta de instituciones comunes el proceso de integración no logró superar las divergencias de las políticas financieras y monetarias de los estados miembros y se ha estancado.

P@E: Uno de los rasgos homogeneizadores de América Latina que Usted identificó fueron sus relaciones con Europa, no solo en campo económico, sino en el campo cultural. ¿Podría resumir

brevemente los elementos de estas relaciones privilegiadas, el sentido de la homogenización puesta en marcha por ellas y su evolución?

América Latina en su conjunto sigue siendo una periferia del mun-do industrializado que pertenece al Occidente, con el que comparte religión, valores e instituciones. Hoy día, más que nunca en 200 años, se nota esta identidad occidental en el campo político. América Latina es la región del mundo que cuenta con el mayor número de regímenes representativos después de Europa. La homogeneización por el consumo globalizado es un rasgo mucho más superficial que esta identidad política.

P@E: Este número de la revista está dedicado a analizar el pa-saje de colonia hacia independencia y los mecanismos bajo los cuales la soberanía de los nuevos estados es puesta en marcha. Nos interesan, en particular, los mecanismos de control. En base a su gran conocimiento de las relaciones entre civiles y militares, ¿piensa Usted que aquellos mecanismos fueron “hiper militari-zados”, por así decirlo, desde muy temprano –y así la clase mili-tar pudo conquistar un poder político y una legitimación social muy fuerte desde el principio? ¿O, más bien, se fueron consoli-dando de manera diferente según las épocas y los países?

Cuando nacen los estados independientes de América latina, sus sociedades jerárquicas y autoritarias enfrentan un desafío desestabi-lizador: la soberanía del pueblo es la única fuente de legitimidad del poder de las élites. Sin embargo, la utopía igualitaria (un hombre, un voto) tuvo como principal objetivo transferir la suma del poder político a una minoría criolla. La historia del siglo XIX y parte del XX procede de esta situación y plantea el problema crucial de la mejor forma de excluir al pueblo soberano del gobierno y de la toma de decisiones. Sin violencia cuando es posible, por la violencia muy a menudo. Aparece así una “norma de ilegitimidad” que justifica los golpes de estados contra los gobiernos constitucionales que amena-zan el orden establecido. El militarismo a partir de 1930 y durante cincuenta años es así un mecanismo conservador del control social que nace de la insalvable contradicción entre un sistema de domi-nación social y las instituciones políticas. Con la distancia histórica creo que es lo que hoy día el Bicentenario nos enseña.

Notas

1 Alain Rouquié, Amérique Latine. Introduccion à l’Extrème-Occi-dent, Paris, Seuil, 1987.

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Fernando AliataArquitecto (Universidad Nacional de La Plata, Argentina) con estudios de posgrado en Historia (Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia, Italia) y doctorado en Historia en la Universidad de Buenos Aires. Se ha desempeñado como profesor invitado en la Universidad del Litoral, en la Universidad de Rosario (ambas en Argentina), en la Universidad Central y en la Universidad Católica (ambas en Chile) y en la Escola da Cidade (Brasil). Es investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) desde 2000. Se desempeña como director de la carrera de doctorado en Arquitectura y Urbanismo de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de La Plata y es profesor en la Universidad Torcuato Di Tella. Desde 1990 es director del Diccionario Histórico de Arquitectura, Hábitat y Urbanismo en la Argentina.Es especialista en historia de la arquitectura ecléctica y moderna en Argentina, historia urbana de Buenos Aires en el siglo XIX e historia del paisaje.

Mirta Alejandra AntonelliLicenciada en Letras Modernas, con maestría en Sociosemiótica y doctorado en Letras (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina). En dicha Universidad, de la que es profesora, se ha desempeñado además, entre 1996 y 1998, como directora de la Escuela de Letras y, entre 2000 y 2005, como secretaria académica del Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades. En la actualidad es miembro titular de la Comisión de Filología, Lingüística y Literatura del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Entre 2000 y 2006, fue coordinadora de programa, vice-presidenta y presidenta electa de la Sección Cultura, Poder y Política, de la Latin American Studies Association.Es especialista en sociosemiótica y teoría del discurso.

Enrique Banús IrustaMagister artium y doctor en Filosofía y Letras (Universidad Politécnica de Aquisgrán, Alemania). Ha sido profesor en, entre otras, las universidades de Aquisgrán, Colonia, Bonn y Paderborn (todas ellas en Alemania) y en la Universidad de Navarra (España). Actualmente es decano de Humanidades de la Universitat Internacional de Catalunya (España) donde, además, es director del Instituto Carlemany de Estudios Europeos y director del máster en Gestión Cultural. Es catedrático Jean Monnet ad personam en “Cultura Europea” y, desde 2008, es presidente mundial de la European Community Studies Association (ECSA).Es especialista en filología románica, literatura comparada y diálogo intercultural.

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Bartolomé ClaveroLicenciado y doctor en Derecho (Universidad de Sevilla, España). Entre otras instituciones, se ha desempeñado como profesor e investigador invitado en la Universidad Libre de Lisboa (Portugal), en las Universidades de Sassari y de Messina (ambas en Italia), en la Universidade Federal do Rio Grande do Sul (Brasil) y en las Universidades de Chicago, Arizona y California (todas ellas en Estados Unidos). Actualmente, es profesor en la Universidad de Sevilla (España). Es fundador y director de la serie Historia de la Sociedad Política, del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid. Se desempeña como director del Grupo de investigación interuniversitario de Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España. Es miembro permanente del Foro para las Cuestiones Indígenas de las Naciones Unidas.Es especialista en historia de las instituciones castellanas, de la cultura jurídica europea, de constitucionalismo comparado y de los derechos indígenas.

Alberto FilippiLicenciado en Derecho (Universidad Central de Venezuela) con estudios de doctorado en filosofía (Universidad de Roma “La Sapienza”, Italia). Ha sido profesor invitado en numerosas universidades en Europa y en América Latina. Actualmente, es profesor en la Universidad de Camerino (Italia), donde fue director del Instituto de Estudios Histórico-Jurídicos, Filosóficos y Políticos. Es miembro del Comité Científico del Instituto Ítalo-Latinoamericano y de la Asociación Antigone (Italia). Es especialista en pensamiento político-institucional de América Latina y en sistemas políticos comparados de Europa y América Latina.

Jaime Eduardo Londoño MottaLicenciado en Historia (Universidad del Valle en Cali, Colombia), con maestría en Historia en el tema “Naciones, Regiones y Fronteras” (Universidad Industrial de Santander, Colombia). Es candidato a doctor en Historia de la construcción de los estados nacionales en América Latina, siglo XIX y XX, de la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito, Ecuador. Actualmente es profesor de la Universidad Icesi (Instituto Colombiano de Estudios Superiores de INCOLDA) en Colombia. Es especialista en análisis historiográfico, historia económica y empresarial e historia regional.

Florencia MallonLicenciada en Historia y en Letras (Harvard University, Estados Unidos) con maestría y doctorado en Historia Latinoamericana (Yale University, Estados Unidos). Se ha desempeñado como profesora e investigadora en muchas instituciones de Estados Unidos y América Latina, entre ellas, Marquette University (Estados Unidos), en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Ecuador), en la Universidad de Temuco (Chile) y en la Universidad de Santiago de Chile. Actualmente es profesora en la Wisconsin University (Estados Unidos). Forma parte del comité directivo de la Latin American Research Review y del comité editorial de Political Power and Social Theory. Es especialista en historia moderna de América Latina, historia indígena y agraria, teoría social, género, movimientos sociales y cultura popular.

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José ParadisoLicenciado en Sociología (Universidad de Buenos Aires, Argentina). Actualmente es director de la Escuela de Relaciones Internacionales de la Universidad del Salvador y de la Maestría en Integración Latinoamericana de la Universidad de Tres de Febrero (ambas en Argentina). Integra el cuerpo docente de la Maestría en Relaciones Internacionales Europa-América Latina de UniBo-BA.Es especialista en relaciones internacionales, seguridad, pensamiento político e integración regional de América Latina.

Jaime Rodríguez O.Licenciado en Economía, con maestría en Historia (ambas en la Universidad de Houston, Estados Unidos) y estudios de doctorado en Historia (Universidad de Texas, Estados Unidos). Entre otras instituciones, se ha desempeñado como profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Francia), en la Universidad Andina Simón Bolívar (Ecuador), en la Universidad Jaume I (España). Entre 1979 y 2009, ha ocupado distintas posiciones en la Universidad de California, de la que actualmente es profesor emérito, entre las que se destacan la de decano de posgrado y vicerrector de Investigación, la de director del Mexico/Chicano Programme y la de director de Latin American Studies. Tiene una extensa trayectoria en el ámbito editorial, de la que vale destacar su cargo de editor de la revista The Americas y de miembro del comité editorial del Journal of Interamerican Studies and World Affairs. Actualmente es editor de la revista Estudios Mexicanos. Es especialista en historia latinoamericana, en particular del período colonial, y de la España moderna.

Rafael RojasLicenciado en Filosofía (Universidad de La Habana, Cuba), con estudios de posgrado en Desarrollo y Relaciones Internacionales (FLACSO-Cuba) y doctorado en Historia (El Colegio de México). Es profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia A.C. (CIDE, México). Se desempeña, además, como director de la División de Historia de dicha institución.Es especialista en historia intelectual y política de América Latina.

Alain RouquiéLicenciado en Letras y Sociología, con maestría en Ciencias Políticas (Sciences Po, Francia) y doctorado en Letras y Humanidades (Universidad de París 1, Francia). Ha sido profesor en la Universidad París-Nanterre. Fue director de investigaciones del Centro de Estudios e Investigaciones de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas, institución de la que, desde 2004, es director de investigaciones emérito. Entre 1985 y 2003, ha desempeñado distintas funciones diplomáticas, entre las que se destacan sus cargos como embajador en distintos países de América Latina, entre ellos El Salvador, México y Brasil. Fue fundador y secretario general de la Asociación Francesa de Ciencias Sociales para América Latina, entre 1978 y 1980. Se desempeñó como presidente del Comité Ejecutivo del Instituto de Relaciones Europeo-Latinoamericanas (IRELA) entre 1988 y 1993. Desde 2003 es presidente de la Maison de l’Amérique Latine en Francia.Es especialista en historia política y social de América Latina, en particular de sus regímenes militares.érica Latina, en particular de sus regímenes militares.

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Page 89: Uno, dos, muchos centenarios. Espacios de reflexión sobre el poder

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