Un pacto con el diablo
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Advertencia:
No comiences con esta historia si antes no leíste Aullidos
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44 ••UUnn ppaaccttoo ccoonn eell ddiiaabblloo••
Son hembras. Una excusa que nunca habría pensado desplegar ante la
furia. Su rencor está perplejo. Decepcionado. Herido. ¿Es este el regus‐
to amargo de la traición? ¿Cómo ha ocurrido? ¿Por qué? Ha sido la
sorpresa. Su propia perplejidad reflejada sobre la nieve. Los gestos de
sumisión de las bestias —hembras, son hembras— cuando ha avanza‐
do hacia ellas para degollarlas. Cabeza gacha. Aullidos insonoros,
quejumbrosos, estoicos, esperando el destino que quiera darles. Su
vida está en sus manos. Ahora él es su amo. Su señor. Su dueño. ¿Y
qué más da? Son lobos. Mátalos. Acaba con ellos. Haz que corra la
sangre. El único lobo bueno es el lobo muerto. ¿Y tú te haces llamar
Matalobos? Aun así, Ældur logra vencer su cólera. Aquella vez.
Quizás por vez primera desde que el viejo Oddasson le bajara del
árbol, convirtiéndole en el Hijo del Entramado. El reflejo es instintivo.
Miles de veces repetido. Mano al cuello y trago de saliva reseca. Pro‐
tegido por el sempiterno pañuelo que cubre sus desdichas. Tienen
forma de cicatrices. Fuego de soga lo llaman los sudeños. Abrazo de
tejedora dicen los llaneros. Estigma de los desesperados predicaba
Oddasson. ¿Y qué más da? Se repite su ira, ahora rabiosa mientras
masca su derrota. Ni mil eufemismos pueden ocultar el hecho de que
quisieras acabar con tu vida. La vida. No le damos la importancia
necesaria en este Mundo de pesadilla que nos ha tocado hollar. ¿Para
qué dos muertes más entonces? ¿Qué conseguiríamos con ello? Aque‐
llas preguntas terminaron por darle la razón. La cólera era ya sólo un
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recuerdo. Ecos alterados por la reverberación del Flujo que se iban
apagando con el compás de su respiración. Bajó el cuchillo y lo clavó
fuerte. Salpicaduras de sangre que llegaron hasta los hocicos de las
hembras. Estaba agachado, dándoles la espalda. La presa perfecta.
Pero ninguna de las dos lobas hizo amago de movimiento. Parecían
dos estatuas de terracota. Ældur continuó con la tarea, arrodillado
para maniobrar mejor con el cuchillo. Cortó un pedazo de lomo del
caballo y lo tiró a la nieve. Allí estuvo hasta que la sangre dejó de go‐
tear. Entre libra y libra y media de carne oscura y poco apetitosa que
constituiría su sustento durante la siguiente septimāna. Si lograba
superarla y llegar hasta la maldita aldea. Dudas. Que se incrementa‐
ron al mirar al cielo, una mortaja albina que parecía desintegrarse en
millones de diminutos pedazos, infinitos copos de nieve que no deja‐
ban de caer sin mostrar agujero alguno en el sudario que creían apoli‐
llar. Sin descanso. En esas condiciones, no podría encender un fuego
ni a través del Flujo a no ser que encontrara una cueva, un agujero o
algún parapeto inesperado. Si al menos no hubiera perdido el peque‐
ño hacha que siempre llevaba consigo en la huida. Pero como todo lo
necesario para sobrevivir en aquel extraño altiplano se había quedado
en las alforjas de su bayo cuando tuvo que salir a la carrera de entre
las faldas de una de las hijas de Margeis. Tuvo suerte de poder vestir‐
se a la carrera. Y de que siempre llevara consigo, a cualquier parte, la
totalidad de su armamento. Tampoco es que llevara mucho. El arco, la
espada y el cuchillo. Y la aljaba, que su ausencia hace inútil al arco; y
viceversa. Igual de inútil sería intentar partir las ramas de un árbol a
espadazos. Como decía su tío Brynjar, siempre es preferible morir
congelado que con una espada mellada en la mano. Sin duda, una
muerte más dulce. A no ser que pudiera inventarse algún pertrecho.
Echó una mirada a su alrededor. La desesperación forjó rescoldos de
ira. Aquellas dos malditas bestias habían vuelto a meter sus hocicos en
el caballo ahora que su nuevo amo ya no parecía interesado en el ani‐
mal. Tentado estuvo de asaetearlas, pero se contuvo. Tendría que
guardar fuerzas para lo que se le venía encima, por lo que no le quedó
más remedio que seguir pesquisas. Árboles y más árboles. Y lobos
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muertos. Cinco. Abrió el morral y rebuscó en sus entrañas. Todavía le
quedaba un rollo de cuerda de cáñamo elano que le compró a un
buhonero en la Isla de los Cuervos el año anterior, durante las Galer‐
nadas. Bendito tesoro. Caro utillaje. Fundamental para sus planes.
Ahora sólo quedaba saber si podría llevarlos a cabo antes de que la
noche convirtiera el trabajo en imposible. Tres veces tuvo que echar el
cuello hacia atrás hasta que pudo encontrar el sol. Hora del sustento.
O la sexta, como le decían los sacros. Por la posición del dios Sigel,
dedujo que la tarde no había hecho más que comenzar. Disponía de
un par de horas de luz vidriosa y rayos recubiertos de cérea nieve. No
había tiempo que perder. En aquellas latitudes, a media tarde caía la
noche. Nada de atardeceres bucólicos. Oscuridad inmediata y dismi‐
nución de temperatura a cotas tundránicas. No estaba seguro de que
pudiera seguir moviendo las manos para entonces. Sobre todo por el
dolor del antebrazo diestro. La mordedura del lobo había sido más
profunda de lo que pudo imaginar en un primer momento. A pesar de
haberla lavado con jugo de sietevenas y emplastarla con arcilla da‐
gueña y envolverla en gasa perfumada con rocío de árnica, el antebra‐
zo le ardía. A veces la comezón llegaba hasta el codo después de ini‐
ciar singladura en la muñeca. Por fortuna, la mano que verdadera‐
mente necesitaba era la siniestra. Con ella desolló a los cinco lobos.
Uno por uno fue arrancándoles la piel hasta que sus cuerpos no fue‐
ron más que una masa sanguinolenta de músculos colorados. Es‐
perpéntico espectáculo que pronto la nieve se encargó de tapar con
mullida alfombra cenicienta, seguramente asqueada ante semejante
estropicio. Una suerte que el kamålgrás no perdiera nunca filo; con
cualquier otro cuchillo tanta sangre hubiera terminado por provocar
alguna mella en el corte. Tanta como llevar consigo los cristales. Sal y
piedra de alumbre. Más recuerdo que necesidad. Nostalgia pura.
Cuántos dineros había ganado como trampero años atrás, durante su
estancia en Tumba Gris, vendiendo las pieles de los lobos que mataba
sin piedad alguna. Trampero, cazador, montero, lobero. Nombres
parecidos para un mismo oficio: matar bestias. Y vender sus cueros. El
de curtidor tampoco se le daba mal. Incluso allí, en aquel lugar perdi‐
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do de la mano de Zhilas, sin banco en el que apoyarse ni herramientas
del oficio, casi no quedaba ni un trozo de carne adherido a los pelajes.
Ni un mísero cartílago. Ni una gota de grasa. De todas formas, antes
de aplicarles los cristales hizo una última inspección ocular. Para en‐
tonces la luna ya había aparecido en el firmamento, así que tampoco
podía hacer mucho más. Untarlas con la sal y el alumbre, enrollarlas y
atarlas con el cáñamo. Con suerte no se pudrirían muy deprisa aun en
aquel ambiente tan húmedo. Imposible curtirlas con semejante frío.
De haber tenido la cazuela, y un maldito fuego en el que calentarlas,
quizás pudiera haberlas ablandado un poco, pero se quedó en las
cuadras de la posada de Margeis, junto con su orgullo y su verdadero
caballo, que tantas fauces le había costado. Mejor no pensar en ello.
Puedes tener una vida sin dineros, pero no tener dineros sin vida.
Otra de las frases de su tío. Le haría caso. A los muertos siempre hay
que hacerles caso. Sus consejos suelen ser los mejores. Puedes aceptar‐
los o no, pero ten por seguro que nunca discutirán tus decisiones al
respecto. Razón de más para sacar una cuerda de tejedora de las alfor‐
jas del caballo muerto y atar dos de los cinco cilindros de piel de lobo
en un hato que luego se colgaría a la espalda aprovechando la longi‐
tud de la maroma. Se la cruzaría al pecho, al lado opuesto de la aljaba.
No era una muy buena solución porque tendría que llevar el arco en
la mano mientras caminaba, pero las opciones habían quedado limi‐
tadas a esa o ninguna. Preocupación baldía, por otra parte. La noche
había extendido sobre su cabeza el maldito manto oscuro que a los
vates tanto les gusta recitar. Antes de quedarse ciego pudo arrancar
diez o doce ramas de la picea más cercana. Tras golpearlas contra el
suelo para que el hielo que las recubría desapareciera en mil pedazos
de cristal, apartó la mayor cantidad de nieve que pudo al lado de dos
abetos que chocaban sus copas puntiagudas. Eran frondosos. Tan
frondosos que prácticamente entrelazaban la mitad de la parte baja
del ramaje. Una buena noticia considerando que la hojarasca no llega‐
ba hasta el suelo. Casi media vara quedaba al aire libre en épocas
climáticas más benignas. Ahora, esa parte estaba sepultada de nieve,
así que no le quedó más remedio que escarbar como un ratón su pro‐
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pia madriguera. Su parapeto. ¿Su tumba? Para cuando terminó no
sentía ya ninguna de las dos manos. Las tenía casi congeladas, hin‐
chadas, doloridas. Maldita pala perdida. Malditas alforjas en las que
se quedó. Se acurrucó contra uno de los troncos para contemplar su
obra. Recias paredes de nieve apelmazada a los lados que actuaban de
cortavientos y un tejado de ramas que pronto volvería a llenarse de
nieve. Satisfecho con el resultado sacó una de las pieles que no con‐
formaban el hato y la echó al suelo, buscando un imposible: sequedad.
De haber tenido más tiempo podría haberse construido un lecho de
hojarasca que paliara los efectos del agua. O al menos lo hubiera in‐
tentado. En su lugar, pieles de lobo algo mojadas sobre un suelo bas‐
tante mojado. Al menos el alumbre quitaba parte del olor a muerte.
Tampoco hubiera hecho falta. Hacía tiempo que no respiraba por la
nariz. El frío había congelado los mocos provocados por el esfuerzo de
la lucha. Y de la manipulación del Flujo. Otro inconveniente con el
que entretenerse mientras clavaba los palos. Pilares improvisados de
madera retorcida y frágil dispuestos en triángulo sobre un eje tamba‐
leante y ni mucho menos recto que hacía de columna vertebral. Inten‐
taba conformar una estructura sobre la que anudar las dos pieles de
lobo que le quedaban a modo de improvisado tejado, un armazón sin
consistencia en el que perdió las últimas tiras de cáñamo, indispensa‐
bles para sujetar las ramas laterales. Por último, completamente ago‐
tado por el esfuerzo y el frío, acumuló nieve delante de la entrada, por
si a Venturia le daba por cambiar la dirección de los vientos dominan‐
tes en plena noche. Lo hizo. Varias veces. Y todas ellas las sintió el
tyrreno en sus propias carnes. Imposible dormir. A pesar de que el
refugio improvisado ayudaba, no paraba de tiritar. Le castañeaban los
dientes y el dolor del antebrazo se había hecho más lacerante si cabe.
Como si le estuvieran cortando con un cuchillo. Lentamente. Poco a
poco. El sufrimiento se alarga con tanta parsimonia como avanza el
tiempo. Despacio. Muy despacio. Ældur podía escuchar con claridad
cada uno de los sonidos que perturbaban el silencio de la noche. El
ulular de búhos y lechuzas. La frecuente caída de la nieve apelmazada
sobre las copas de los árboles. Las violentas ráfagas de viento. Y el
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peor de todos, el de sus dientes al chocar, una sinfonía descorazona‐
dora que había terminado por provocarle dolor de cabeza. Sorpren‐
dentemente, tras implorar a Zhilas con sus plegarias, comenzó a en‐
trar en calor. Quizá en aquel momento esbozara la única sonrisa de los
últimos dos días, sonrisa que pronto quedó sepultada bajo quintales
de desesperación e impotencia al comprender que aquel calor era
consecuencia de la fiebre. ¿Qué clase de veneno llevaba la saliva de
aquel maldito lobo para provocarle una infección? A duras penas
pudo levantarse la manga de la chaqueta. Y a duras penas se quitó la
gasa perfumada y la arcilla dagueña. Maldijo en silencio. La herida
tenía mala pinta. Y pus. Mucho pus. Buscó a tientas en el morral el
bote de la cataplasma de milenrama, pero con los guantes puestos no
lograba dar con él. Para cuando lo encontró, la siniestra estaba casi
azul. Se untó el potingue por el antebrazo y logró cerrar el bote, que
cayó a sus pies. Poco más pudo hacer antes de desmayarse. Ponerse el
guante so pena de posible amputación de dedos crepuscular. Maldita
fiebre. No podía dormirse. Si perdía el conocimiento era varón muer‐
to. Pero estaba tan débil, y tan cansado, que al final sucumbió. Al final
sí que obtendría el beso de la muerte gélida. O eso creía, porque la
Dama de hielo nunca bajó de su palacio en las montañas. Le despertó
una gota de agua que antes fue nieve. Gélido recibimiento para co‐
menzar el día. Un nuevo día. ¿Por qué estaba vivo? ¿Por qué sentía el
cuerpo tan pesado? Y tan caliente. Y tan peludo. Ellas. Las bestias. Las
hembras. Se habían tendido encima de él, manteniéndole caliente,
manteniéndole vivo. Quid pro quo, decimos los sacros. Su orgullo casi
se ahoga con la bilis supurada. Salvado por unas alimañas infectas.
Por unos lobos. Lobas. Hembras. Más sumisas si cabe que la noche
anterior. En cuanto vieron que el tyrreno se desperezaba salieron de la
madriguera. Tuvieron que escarbar en la nieve, pero estaban tan acos‐
tumbradas a ello que no tardaron ni un suspiro en alcanzar el exterior.
Ældur se tomó su tiempo, molesto todavía consigo mismo por permi‐
tir que surgieran toda clase de sentimientos contradictorios. Puede
que haya sido cosa de Zhilas, se dijo. Los caminos del Todopoderoso
son inescrutables. Y jodidamente irónicos a veces. Sonrió mientras
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estiraba el cuerpo. Mueca que no desapareció incluso al sentir el soni‐
do del aire abandonando su escondite vertebral. La fiebre parecía
haber bajado. Pero ni mucho menos había remitido. Se miró la herida
y maldijo a las lobas. En su afán de custodia habían estado lamiendo
la incipiente cicatriz. No le quedó más remedio que volver a desinfec‐
tar y dar ungüento. El estómago rugió entonces. No le hizo caso. Le
dolían las mandíbulas por el exceso de traqueteo dental. Masticar
cualquier cosa hubiera sido heroico; y aunque Eyvindur siempre dije‐
ra que con los colmillos que gastaba parecía más perro que arzayano,
la carne cruda no se presentaba como el manjar más apetitoso en
aquellos momentos. Amagó incluso una náusea. Razón suficiente para
dedicarse a otros menesteres. Las lobas no parecían afectadas. Sus
hocicos sanguinolentos así lo evidenciaban. Terminaron a la par.
Festín y preparativos de viaje. Carne de caballo y almadía de contin‐
gencia. Saciedad y escasez. El día había comenzado mejor para los
lobos. Al menos no nevaba. Los antiguos dioses del temporal tyrrenos
estaban siendo magnánimos. Durante cinco horas. Hasta quarta ni un
copo. La hora de la canícula, así la llamaban los antiguos. Fjögurtīð‐
dægå los enanos. Y medio Tyrr. Cuarta hora del día. Más acorde su
significado que la del arzayán primitivo. Al menos ahora, donde el
calor no deja de ser más que un recuerdo doloroso y apremiante. Gra‐
cias a Zhilas, los remiendos de la skórsnjørå aguantan. Se agradece no
avanzar hundiendo cada paso hasta las rodillas. El arco también ayu‐
da como improvisado bastón. Es posible que aquel fuera su último
viaje. Un golpe contra las piedras del suelo y adiós cuerda. Ældur no
se había atrevido a desencordarlo so pena de que la fiebre mermase
sus facultades en el momento más inoportuno. El frío siempre sacaba
el peor de sus instintos pesimistas. Más ahora, que había comenzado,
de nuevo, a nevar. Echó un último vistazo al cielo antes de que la ven‐
tisca lo hiciera irreconocible. Las nubes ya se habían asentado, tacitur‐
nas y oscuras, sobre el firmamento, y no parecían dispuestas a aban‐
donarlo en varias horas, días quizás. El desove era lento pero constan‐
te. Un arsenal de huevas congeladas sin esperanza alguna de ser fe‐
cundadas. Estériles. Como el frío y el paisaje; tundra yerma salpicada
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de farallones arbóreos a medio sepultar. Tan aislados a veces que al
tyrreno le parecía estar atravesando una versión degenerada y gélida
del famoso Arenal. Desierto blanco y vientos sucios boreales. Extre‐
mos opuestos para un mismo fin: matar varones. Se arrebujó sobre su
capa. Tenía frío. Y calor a la vez. Frío sofocante y calor glacial. Sensa‐
ciones enfrentadas que chocaban una y otra vez dentro del recipiente
que las cobijaba. Él. A partir de entonces, cada paso se convertía en un
triunfo. Tiritaba. Comenzó por las manos. La cuerda del arco zumba‐
ba por la presión. O quizás fueran imaginaciones suyas. Sonidos in‐
ventados que pugnaban por hacerse oír bajo el azote de la ventisca.
Había vuelto con fuerza. Como si se hubiera tomado un respiro para
recuperar efectivos que lanzar contra él. Ældur sufre. La tiritona es
generalizada. Espasmos que rayan la convulsión. Incapaz de contro‐
larlos echa la rodilla al suelo y se agarra el estómago. Amaga un grito
de rabia. La impotencia repta hasta la garganta, pero muere converti‐
da en gruñido mudo. A duras penas logra atravesar un muro de dien‐
tes apretados bajo el puente levadizo del dolor. Una. Dos. Tres. Pun‐
zadas. Laceraciones que queman desde la diestra hasta el codo, dejan‐
do un eco de llamas en el hombro. Einnt. Två. Þrír. Ráfagas. Contar en
rúnico no hace más llevadero el dolor, pero activa la rabia. Choca
contra el suplicio y lo enmascara. En parte. Suficiente para buscar
dentro del morral una solución. Puede que la haya. Pero el viento
impide poder aplicarla. Necesita un parapeto, cobertura, un refugio.
Levanta la cabeza. Nada. Sólo un páramo blanco y estéril deshabitado.
El árbol más próximo enraíza sobre la línea del horizonte. De un hori‐
zonte difuso y muy, muy alejado. Está muerto. La fiebre aumenta.
Poco queda para que pierda el conocimiento y le sepulte la nieve. No
hay otra solución. Hay que cavar. Hacer un agujero en el suelo que
pueda cortar el viento el tiempo necesario para espolvorear el remedio
sobre la piel desnuda. Un hoyo lo suficientemente grande y profundo
para entrar en él. Un hueco que llegado el caso pudiera servirle de
tumba. La nieve le sepultaría en poco tiempo, dejando el cadáver lejos
del hocico de las alimañas. Alimañas. Lobas. Hembras. ¿Dónde esta‐
ban las suyas? Logró girar el cuerpo mientras se deshacía de los hatos
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de pieles y las vio. Zhilas misericordioso. ¿Acaso lo que contemplaban
sus ojos era fruto de la fiebre? ¿Un espejismo provocado por aquel
desierto de hielo? Se acercó hasta ellas como pudo, haciendo eses,
arrastrando las pieles por el suelo. Tardó un mundo. Tanto, que el
surco y las huellas dejadas a su paso no eran más que un recuerdo
cuando las alcanzó. Tanto, que casi no se las veía ya. Para entonces, el
agujero tiene casi media vara de profundidad. Las zarpas profanan la
nieve a velocidad de vértigo, acumulándola sobre un pequeño montí‐
culo que casi no se distingue de la canosidad del entorno. Ældur está
maravillado. Y confuso. Pero no lo suficiente como para entrar al hoyo
y ponerse a excavar con su manos. Trabaja codo con zarpa. Con fuer‐
zas renovadas gracias a la esperanza. Un poco más, se dice. Un poco
más y el viento ya no podrá sojuzgarme. Un poco más. Un poco más
ya no había nieve que sacar. El blanco mutó a negro. Tierra. Arena
oscura y pastosa, casi barro, más difícil de penetrar. El montículo co‐
menzó a tornarse bruno. Azabache oscurecido y cruel que entorpecía
la victoria. Al menos había una posibilidad. Opciones. Tenía opciones.
Antes no. Sólo media vara de distancia entre la vida y la muerte. Es‐
carba, escarba. Sólo media vara. Sólo media vara quedaba cuando
apareció la roca. Tan negra como la tierra, resbaladiza, oscura. Impe‐
netrable. Doloroso. Su fracaso. Duele. Desespera. Encoleriza. Crispa.
La rabia toma el mando a expensas de la consternación. Zozobra el
alma con dos lobas como espectadores de postín. Ambas dejan de
escarbar al unísono, hipnotizadas por la impotencia de su amo. El
tyrreno golpea la roca con los puños mientras le grita al Mundo todas
las maldiciones que logra recordar. Inútiles. Baldías. Como sus espe‐
ranzas. Está muerto. Lo sabe. Cuando la rabia se disipe, todo habrá
terminado. Quizá por eso no pueda dejar de golpear el suelo. Poseído
de una furia irracional estrella las manos enguantadas una y otra vez
contra la piedra. Cada vez como menos fuerza. Cada vez con menos
violencia. Cada vez con más resignación. La última ni siquiera suena.
Las lobas siguen mirando, confusas, expectantes. Pueden ver cómo
Ældur se incorpora y se deja caer sobre una de las paredes del hoyo.
Todavía sobresale medio cuerpo. La nieve se posa sobre el nuevo
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obstáculo que le sale al paso. De hombros para arriba, el cielo. Claví‐
cula abajo, un agujero inútil. O no. El momento de lucidez vale su
peso en fauces. El cielo. Si no se puede ir al infierno habrá que llegar
hasta Valhalla. Haz lo inverso. Alza muros sobre el foso. Construye
tus propias almenas protectoras con la nieve del montículo. Apelmaza
hielo y escarcha sobre los bordes del hoyo. Suspiros de complacencia.
Esperanza de nuevo. El tyrreno se incorpora a duras penas. Por des‐
gracia, antes de llegar a la verticalidad se escucha un crujido por en‐
cima de la ventisca. Poderoso y quebradizo. Igual de inestable que la
piedra que pisa. Ældur cae. Se lo traga la tierra. Esa misma tierra mal‐
vada que no consentía su profanación instantes atrás. Pero no es el
único. Las lobas van tras él. Aullidos de desesperación. Patas que se
agitan en el aire. Golpes y más golpes contra paredes de fría piedra
recubiertas de líquenes. Uno. Dos. Tres. Estacazos. Einnt. Två. Þrír.
Martillazos. Y luego el silencio. Dura poco. Gemidos de alimañas.
Bestias. Lobas. Hembras. Recuento de magulladuras. Limpieza de
sangre. Lametones. Y el estallido constante de cientos de gotas al mo‐
rir contra el suelo. Se filtran del techo con denuedo. Por desgracia
para ellas, el viaje es corto. Para sus cuellos es una suerte. Aun así, no
se libran del dolor. El varón es quien sufre las peores consecuencias.
Un corte profundo sobre la ceja que no para de manar, imposibilitán‐
dole la visión. Tampoco es que pudiera ver mucho en aquella oscuri‐
dad, pero la pastosidad de la sangre molesta bastante. Lo suficiente
para desorientar sus pesquisas. Tarda un rato, pero consigue encon‐
trar el morral. A tientas tropieza en su interior con la yesca y el peder‐
nal. Antes tiene que quitarse los guantes para no mojar los utensilios.
Suerte que siempre los confina tras el metal de una caja protectora. De
cualquier otra forma se hubieran recubierto de sangre equina porque
una de las redomas ha muerto en el viaje hasta el submundo. Nace el
fuego. Salvas de gemidos lupinos al sentirlo. Un corazón rojizo dimi‐
nuto que ansía expandirse hasta el techo de la caverna. Nunca lo con‐
seguirá porque la incendaja es mínima. Ældur ha tenido que romper
parte del forro de lana de la camisa. Y el olor que desprende al que‐
marse no es nada agradable para hocicos tan sofisticados como los de
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las lobas, que se apartan unas varas hacia la oscuridad, asustadas por
las llamas. Pero el tyrreno no hace caso. Ya tiene lo que ansiaba. Cobi‐
jo. Halla los polvos dentro del morral ahora que no está ciego, levanta
la manga siniestra de chaqueta y camisa y amaga el vómito. El pus
está verde. Musgo malsano que le repta casi hasta el codo. ¿Qué vidi‐
gambre exhalaba aquella alimaña? Es su único pensamiento mientras
calienta a Harulfss. El kamålgrás no cambia su color como el acero
típico arzayano. Las bolsas de ponzoña son más impresionables. Go‐
tea el pus hasta la muñeca entre maldiciones y quemaduras. Friegas
de sietevenas, instantes de cortesía para que se absorba el julepe y
secado con un trapo casi libre de sangre ecuestre. Apertura del bote y
espolvoreo de la deletérea sobre las heridas. De cada copo que logra
caer a la piel cinco se pierden, arrastrados por un viento inexistente,
casi nulo. Esa es su tara. La razón de lo desorbitado de su precio es
otra. Ya de por sí volátil, sólo es miscible con un elemento que le pro‐
porcione masa: el runo. Y el runo es la sustancia en bruto más cara
que hay en el Mundo. Cara y con efectos secundarios. Placenteros y
adictivos. Un precio a veces muy grande por la salvación. Sobre todo
si se vierte directamente al torrente sanguíneo. Los viciosos inhalan
polvo de runar, que se filtra con lentitud desde los pulmones, dejando
un margen suficiente para preparar la ceguera. Tonalidades lechosas
esparcidas por el iris que aíslan al devoto de su entorno mientras el
runo se deposita sobre los huesos y llegan los espasmos de felicidad
debido a la transformación. Un proceso que estalla entre fogonazos de
gloria y deleite casi místico, capaz de enmascarar cualquier otro senti‐
do por muy potente que sea. Pero cuando el runo entra en contacto
con la sangre de forma inmediata todo lo anterior se decuplica. De‐
pendiendo del aguante del varón, de su fisonomía, de su abandono, el
proceso puede acabar en aspa nueva o aguijón. Despierta. ¿Quién ha
dicho eso? La cabeza le da vueltas. No pueden haberse terminado los
efectos del runo todavía porque el dolor de la deletérea es indescripti‐
ble. ¿Sueños? ¿Visiones quizás? Pesadillas al escuchar llamarlo niño
de gules. Aquella voz es inconfundible. Evoca los peores de sus re‐
cuerdos. ¿Cómo es posible? Está muerta. La voz que asiente es de
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hembra. Aguda y penetrante, como la de las antiguas beanshìth de las
leyendas enanas que le contaba su tío Brynjar, espíritus feéricos que
deambulaban por las tierras de los túmulos y que pasaron a la mito‐
logía tyrrena con el nombre de banshees. Ahora no estaban en un
túmulo. O camposanctus como los llaman los sacros. Risas. Carcajadas
escuchadas mil veces a lo largo de su infancia. Burlas descarnadas que
le preguntan cómo puede saberlo. La respiración de Ældur se altera al
ver el osario. Gotas de sudor frío. Temblores. Intenta tragar saliva. Lo
consigue. Pero no siente nada. ¿Está despierto o está dormido? Duer‐
mes despierto. La voz le ordena que se mire. Obedece. Al lado de la
minúscula hoguera, rodeado por un mar de huesos y calaveras, se
revuelve su cuerpo. Puede verlo con claridad. ¿Desde dónde? Desde
el otro lado del Velo. Espectralia. No puede ser. No estoy… ¿Muerto?
Negación aguda. El tyrreno se da cuenta entonces de que flota cerca
del techo de la caverna. Al menos la masa amorfa inmaterial que lleva
sus rasgos. Y no está solo. A no más de un par de varas va tomando
forma la concentración brumosa de niebla desde la que sale la voz.
Cuando por fin obtiene proporciones arzayanas el desconsuelo se
agudiza. Es ella. En carne y hueso fantasmales. Ólöf. Maldita bruja de
los nombres. Moradora infecta de covachas y entrañas de roca. Parási‐
to nefasto adorador de oscuros y siniestros dioses. ¿Tanto mal hiciste
en vida que ninguno ha querido hacerse cargo de tu alma? ¿Por qué
me atormentas? No hay una respuesta inmediata. Tampoco sabe si ha
conseguido formular las preguntas. No tiene control sobre su cuerpo
inmaterial. No sabe si la niebla que conforma su boca se mueve mien‐
tras habla. Hubiera dado igual. La contestación de la bruja resuena
dentro de lo que intuye es su cabeza. Su conciencia. De ser ciertas las
historias: su alma. Desagradecido. El tono de la reprimenda activa
resortes casi olvidados. Miedo. Siempre había consecuencias en forma
de golpes tras el fallo. ¿Así me agradeces el haberte salvado? ¿Tú? Yo.
¿Cómo? Para nosotros es muy fácil doblegar el espíritu de las bestias.
Sobre todo en zonas donde el Velo es tan fino. ¿Crees que dos alima‐
ñas se pondrían a escarbar en medio de la ventisca? Alimañas. Bestias.
Lobas. Hembras. ¿Hembras? Jolgorio sobrenatural. Carcajadas de
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ultratumba. ¿Y tú te haces llamar Matalobos? ¿Cómo sabes eso? Lo
veo. Lo sé. Lo siento. Lo vi. Lo supe. Lo sentí. Lo veré. Lo sabré. Lo
sentiré. El devenir y el tiempo no fluyen de forma similar en estas
tierras. ¿Cuántos años han pasado? Casi veinte. Y lo sigues recordan‐
do. Cada noche. Me aparezco en tus pesadillas, aullando de dolor
mientras el fuego consume mi envoltura material. Más bien me regoci‐
jo saboreando los estragos del Ignis antes de acostarme, tras la última
meada del día. Risas espectrales. Igual de insolente que todo tu linaje.
Al menos conseguí hacer de ti un rotømtijaz bëorna. Yerras, bruja, ya no
pertenezco al Clan. Lo sé. Lo vi. Lo he sentido. Si Þórarinn levantara la
cabeza se moriría ahogado con su propia bilis al ver en lo que se ha
convertido su nieto preferido. Golpe bajo, pero no por eso menos cer‐
tero. Intenta olvidarlo con respuestas. ¿Por qué me atormentas? Nega‐
ción brumosa. Te he salvado la vida. Una vez. Puede que dos. ¿Dos?
Mira. Miro. Se mueven los huesos conformando una columna esquelé‐
tica que estalla a casi una vara de altura. Ocupando su lugar aparece
el gusano. Grande, silencioso, astuto. Arrugado por mil pliegues enju‐
tos y ásperos sobre los que bailan millares de palpos diminutos y vis‐
cosos. Piel de piedra y ojos ciegos. Boca desmesuradamente grande
donde se amontonan los colmillos y tres lenguas trífidas que gotean el
ácido característico y dulzón de su estirpe. El que separa la carne del
hueso. El que quema piel y tendones. Un simple rebañador. Carroñero
de tumbas lo llaman los llaneros. Mascota del vendedor de sepulcros
de piedra los malintencionados. Asesino de santos los sacros por des‐
hacer la incorruptibilidad del futuro patrón. Inofensivo para los vivos.
Letal para los muertos. O los que se lo hacen. Más blanco que la nieve,
capaz de refulgir como el rayo de Aegirión sobre el manto ocre que
cubre la fosa común, avanza hacia el guiñapo sometido por el runo
que ahora es Ældur. Maldita bruja. ¿Crees qué vas a salirte con la tu‐
ya? Mis bestias, lobas, hembras, me salvarán. Más risas espectrales.
¿Por qué? Enseguida lo entiende. Ólöf exhibe su poder haciendo que
las lobas rueden por el suelo, después las obliga a dar saltos, incluso
ordena que se tapen los hocicos con las patas, para terminar mandán‐
dolas caverna adentro, lejos de allí. ¿Quieres morir o seguir viviendo?
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Por muy instintiva que fuera su decisión, la lentitud del rebañador la
hizo todavía más dolorosa. ¿Qué quieres de mí? Más burlas. ¿Qué
podrías ofrecerme a cambio? El sonido de los huesos al separarse tras
el rastro de aquella monstruosa lombriz se hacía más cercano. ¿Qué
quieres de mí? Más cercano. Todo. La bruja lo quiere todo. Entonces
estoy muerto. No seas impaciente, niño del infierno. Algún día ajusta‐
remos cuentas. Hoy me conformo con que me hagas un recado. ¿Qué
clase de recado? Uno digno de un rey. Sólo tienes que sentarte en un
trono. ¿Un trono? El tyrreno pensaba que la muerte la había vuelto
loca de remate. O quizás fuera él el loco por creer que estaba hablado
con un difunto. ¿Qué trono? Gusano a cuatro cuartas. El Trono de
Ambarilia. Ældur palideció. ¿Habría oído bien? Desorbitado precio
exiges e injusto trato me propones, engendro salido del Segundo In‐
fierno dagueño. Esa es misión de vida y media. Veo que comprendes
que pierdo en el cambio, pequeño Ældur, yo te habré salvado la tuya
dos veces. ¿Hay trato? Un fantasma que busca leyendas. Demencial.
Caótico. Inverosímil. Deleznable. Como la estampa del suelo. El reba‐
ñador asciende lentamente por su pierna siniestra, camino de la cabe‐
za. Dicen que los carroñeros de tumbas siempre comienzan por los
ojos, su manjar predilecto. ¿Hay trato? Meðhö ēiþ. Sagrado rúnico. Las
viejas costumbres no se olvidan con facilidad. La bruja parece darse
por satisfecha. Quid pro quo. ¿No es eso lo qué decís los sacros? Por la
Diosa, Ældur. ¿Cómo has podido traicionar tu linaje convirtiéndote en
un despreciable tjörkerhryns? Pero ya no hay más provocaciones que
quiera contestar. El terror lo domina. No puede apartar los ojos del
gusano, que ahora extiende su parte superior hacia arriba para coger
impulso. Sonidos guturales, rugidos o zumbidos antes del festín. Las
tres lenguas surgen ansiosas por la abertura de sus fauces, expulsando
gotas de ácido dulzón sobre la ropa. Y lo que no es la ropa. Humo
metálico que le deja cicatriz en la barbilla. Herida leve. Escozor mal‐
sano. Sentido. Las teladarañas desaparecen tras el último estertor pla‐
centero, mientras cae la bruma, espirales de humo deformado que se
incrustan dentro de su cuerpo, fusionando materia y espectro inmate‐
rial. El gusano también lo siente. El miedo a lo vivo. El miedo a lo
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desconocido. Resortes instintivos que se disparan, convirtiendo su
lentitud en espejismo, su cuerpo en una rueda rugosa, casi pétrea, que
gira por el tronco del tyrreno en busca de cobijo. No tarda en encon‐
trarlo. El protector y cálido abrazo de los huesos. Antes de que Ældur
consiga incorporarse ha desaparecido por completo debajo del osario.
La bruja no. ¿Cómo es posible? ¿Por qué puedo verte? Porque yo lo
quiero. Se oyen pasos de zarpas arañando la dura piedra. Porque
quiero que jures en vida lo que prometiste muerto. Las lobas no tar‐
dan en aparecer: suenan los huesos. Meðhö ēiþ, repite el tyrreno. Mira‐
da gacha y maldiciones al honor. Trato hay. Pacto con el mismísimo
diablo. ¿Por dónde empiezo? No busques, niño del fuego, la torre te
encontrará a ti.