Templeton Karen - Amores Por Sorpresa 03 - La Apuesta de Su Vida

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La apuesta de su vida – Karen Templeton Escaneado y Corregido por Lososi Serie: Amores por sorpresa 3 LA APUESTA DE SU VIDA Karen Templeton Serie: Amores por sorpresa 3 Título Original: Staking his claim Colección: Sensaciones 501 – 27.9.04 Género: Contemporáneo Protagonistas: Cal Logan y Dawn Gardner Argumento: ¿Cómo podría convencerla de que el hogar estaba donde el corazón ordenaba? Hacía ya años desde que Dawn Gardner había abandonado la diminuta ciudad de Haven, Oklahoma, por las emociones de Nueva York, y sin embargo seguía habiendo algo que tiraba de ella. ¿Sería el guapísimo Cal Logan? Dawn creía haber terminado con él para siempre, pero su última visita le había dejado algo más que un buen recuerdo: parecía que en el futuro sus vidas iban a estar ligadas para siempre... Eso era algo que a Cal no le importaba. Después de todo, estaba convencido de que estaban hechos el uno para el otro... Capítulo 1 NADA de eso había sido elección suya. Ni el coche, un maltrecho GTO negro con el parachoques delantero pintado de naranja, ni el viaje, pues tenía un montón de casos pendientes y poco tiempo para desplazarse a Oklahoma, ni el motivo del viaje. Aunque aquello no era cierto del todo. Tal vez ella no había elegido el resultado, pero sí había tenido algo que ver con los acontecimientos que habían llevado hasta él. ¡Tanto decir que había que vivir el momento!

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La apuesta de su vida – Karen Templeton Escaneado y Corregido por LososiSerie: Amores por sorpresa 3

LA APUESTA DE SU VIDA

Karen Templeton

Serie: Amores por sorpresa 3Título Original: Staking his claim Colección: Sensaciones 501 – 27.9.04Género: ContemporáneoProtagonistas: Cal Logan y Dawn GardnerArgumento: ¿Cómo podría convencerla de que el hogar estaba donde el corazón ordenaba? Hacía ya años desde que Dawn Gardner había abandonado la diminuta ciudad de Haven, Oklahoma, por las emociones de Nueva York, y sin embargo seguía habiendo algo que tiraba de ella. ¿Sería el guapísimo Cal Logan? Dawn creía haber terminado con él para siempre, pero su última visita le había dejado algo más que un buen recuerdo: parecía que en el futuro sus vidas iban a estar ligadas para siempre... Eso era algo que a Cal no le importaba. Después de todo, estaba convencido de que estaban hechos el uno para el otro...

Capítulo 1

NADA de eso había sido elección suya.

Ni el coche, un maltrecho GTO negro con el parachoques delantero pintado de naranja, ni el viaje, pues tenía un montón de casos pendientes y poco tiempo para desplazarse a Oklahoma, ni el motivo del viaje.

Aunque aquello no era cierto del todo. Tal vez ella no había elegido el resultado, pero sí había tenido algo que ver con los acontecimientos que habían llevado hasta él.

¡Tanto decir que había que vivir el momento!

Dawn Gardner paró frente a la granja de dos pisos pintada todavía, como siempre, de marrón canela con bordes blancos y verde oscuro. Con un césped reseco por el calor de principios de septiembre, con las mismas rosas de siempre. Los chopos se movían suavemente en la brisa, como cansados por el esfuerzo de dar sombra a la casa durante todo el verano, pero sus susurros perezosos no podían competir con el canto de las cigarras. La mezcla de olores que invadía el aire húmedo... a caballo y heno recién cortado, el olor dulce de la fruta muy madura, asaltaban tanto su olfato sensible como su memoria y la hacían sentirse... desarraigada, como un alma en el limbo.

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Un perro con mezcla de mastín, cuyo nombre había olvidado, se acercó al coche con un ladrido de desgana. Dawn sonrió y se agachó a acariciarlo. Mientras lo hacía, miró el porche de la casa y vio con los ojos de la memoria un niño y una niña sentados en él, como cientos de veces antes. El niño tendría seis o siete años, era mucho más joven que sus dos hermanos mayores, que estaban ya en el instituto, y en sus rasgos se adivinaba ya el hombre atractivo que llegaría a ser, de ojos verdes como la hierba nueva y cabello rubio espeso y rebelde. Un poco mimado, tal vez, ya que era el pequeño, pero nada llorón.

La niña tenía la misma edad y un pelo rojizo largo que su madre se negaba a cortar. Mientras las dos madres charlaban en la cocina, ella acompañaba al niño a hacer sus tareas en la granja, en su mayor parte dar de comer a los animales: cerdos, cabras, gallinas, conejos, caballos. Y como eran muy pequeños para acercarse solos a los animales grandes, a veces los acompañaba el padre de él, un hombre alto, de pelo canoso, ojos oscuros y sonrisa fácil que siempre llevaba caramelos en los bolsillos y llamaba «jovencita» a la niña, pero no como suele llamarlo la gente cuando haces algo malo.

A veces ella envidiaba al niño por aquel padre, aunque nunca lo dio a entender.

El oído interior de Dawn captaba todavía fragmentos de una conversación que no sabía que recordara.

—Puede que Ryan y Hank no quieran quedarse aquí, pero yo no me iré nunca —decía el niño.

Y ya a aquella edad, a ella le parecía extraño que no quisiera ver lo que había en el mundo y se lo decía así. Su madre la había llevado a Tulsa una vez cuando tenía cinco años y sólo podía pensar en volver algún día. Pero su madre estaba muy ocupada ayudando a tener niños a las mujeres y no podía permitirse irse mucho de allí por si alguno de los bebés decidía llegar mientras estaba fuera.

El niño se encogía de hombros y mordía un trozo de manzana, arrancada de uno de los árboles del huerto.

—¿Qué quieres hacer ahora? ¿Jugar con los camiones?

—Los camiones son aburridos.

—No tanto como las muñecas.

—Pero yo no juego con muñecas.

El niño la miraba raro.

—Pero eres una chica.

—¿Y qué? No por eso tengo que jugar con muñecas. Además, eso es machista.

El niño tiraba al jardín la manzana a medio comer.

—Eres muy rara, ¿sabes? ¿Y por qué no juegas con muñecas?

—No lo sé. A lo mejor porque veo muchos bebés y niños pequeños cuando mamá me lleva con ella a su trabajo. Los bebés lloran mucho y ensucian los pañales.

No era justo que tuviera que levantarse en mitad de la noche para irse con su madre cuando una de las mujeres tenía un niño.

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—Podemos leer.

—Leer es aburrido —declaraba el niño—. Tengo un rompecabezas nuevo. ¿Quieres hacerlo?

—No me gusta hacerlos contigo, nunca los haces bien.

El niño se quedaba un momento pensativo.

—Podemos ir a cavar en el jardín, si quieres.

—Hace mucho calor.

—¿Dawn? ¿Qué haces aquí?

La joven se sobresaltó y sus recuerdos se desperdigaron como las cucarachas en su apartamento cuando encendía la luz en mitad de la noche. La embargó el pánico y se le formó un nudo en el estómago. Cal Logan se acercaba al coche rodeado de perros de todas las razas y tamaños, con una expresión preocupada en el rostro. La brisa movía el mismo pelo rebelde de siempre, ahora más oscuro que en la infancia.

A Dawn no le parecía justo.

Toda su vida Cal había sido sólo Cal. En su mayor parte. También había habido algún retazo de fantasía de vez en cuando, ¿pero qué otra cosa se podía hacer en aquel pueblo excepto soñar? Su único encuentro sexual había sido una aberración, un desvío momentáneo del camino de la razón. Ella lo sabía, él lo sabía y lo habían hablado como adultos racionales a la mañana siguiente. Y su inesperado estado actual no alteraba aquella aberración.

Excepto porque al mirar ahora aquel cuerpo que ya no era un misterio, cubierto por los vaqueros y la camisa de trabajo, se dijo que era una tonta. ¿Cómo narices había podido pensar que le sería fácil olvidar lo bueno que era aquel hombre en la cama?

¿Que no se le haría la boca agua cuando lo viera?

Pero el agua en la boca no cambiaba nada. Un minuto habían sido viejos amigos, aunque algo distanciados, y al siguiente habían sido amantes. Por desgracia, en medio había un agujero que jamás podrían llenar.

Excepto por el niño que habían hecho y que, en cierto modo, tendría que crear un puente permanente sobre aquel agujero.

Cal se acercó y Dawn tragó saliva, hasta que se dio cuenta de que él parecía más interesado por el coche que por ella. Y no pudo decidir si se sentía aliviada u ofendida.

—¿Éste es el viejo GTO de Scooter Johnson?

—Aja.

Cal soltó una risita. Con motivo. La madre de Dawn había aceptado el horrible vehículo como pago por ayudar a nacer al segundo hijo de Johnson, pero Scooter se había llevado la mejor parte del trato.

—Es feo hasta contigo al lado —sonrió él.

Pero su buen humor lo abandonó en cuanto volvió a mirarla. No era ningún tonto. La miró esperanzado.

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—¿Por qué has venido?

Los perros los rodeaban, jadeando y retorciéndose; trinaban los pájaros, las hojas verdes bailaban contra el cielo azul en un lugar tan apartado de la vida que ella se había hecho como la luna. Y Dawn, que todavía no sabía qué pensar de aquello, respiró hondo y preguntó:

—¿Recuerdas el condón que se rompió?

Y se le doblaron las rodillas.

Cal maldecía en su interior mientras llevaba a Dawn a la sala de estar con la falda larga de ella pegándose a él como si fuera de plástico y su blusa blanca oliendo a flores. La depositó con torpeza en el viejo sofá de cuero marrón que había ocupado el centro del suelo de madera desde que él podía recordar. Ethel, el ama de llaves de toda la vida, llegó desde la cocina con un vaso de agua temblándole en la delgada mano.

—Lo he visto todo desde la ventana. ¿Está enferma? ¡Oh! Ya se recupera.

Cal miraba a Dawn abrir los ojos como si viera un programa de televisión, como si aquello no fuera con él. Cuando pasó un mes sin que tuviera noticias de ella, pensó que habían tenido suerte. No porque la idea de tener niños con Dawn Gardner no se le hubiera pasado por la cabeza más de una vez en la última década, sino porque no creía que la fantasía fuera recíproca.

—Toma, querida —Ethel le ofreció el agua y se sentó en el borde del sofá a su lado—. Bebe esto.

Dawn obedeció y la trenza que le llegaba hasta la cintura cayó sobre su hombro cuando intentó sentarse para agarrar el vaso. Siempre era aconsejable hacer lo que decía Ethel.

—Tienes muy mal aspecto —dijo la mujer—. ¿Te ha afectado el calor?

Dawn miró a Cal y sonrió a Ethel.

—Debe de ser eso.

El ama de llaves se cruzó de brazos y Cal se preguntó si no tendría algo que hacer en la cocina, pues no estaba dispuesto a comentar aquel tema privado con nadie hasta que hubiera tenido tiempo de asimilarlo.

Ethel lo miró de hito en hito, pero acabó por levantarse y volver a la cocina. El silencio que dejó tras de sí era tan pesado que Cal casi esperaba que temblara la estancia.

Dawn dejó el vaso en la mesa y tocó el mante-lito de encaje que la cubría, amarillo ya por el tiempo.

—No puedo creer que siga aquí —miró con el ceño fruncido la colección de muebles antiguos, las gastadas alfombras orientales falsas y la mesa colocada cerca de la ventana con un puzzle a medio hacer—. Increíble. Todo está igual que cuando éramos niños, hasta el piano —señaló el piano de cola que ocupaba un extremo de la sala.

Cal cruzó los brazos a la altura del pecho.

—Me gusta así.

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Ella lo miró con esa expresión levemente compasiva que asumen las mujeres cuando se enfrentan a un tema de decoración, y suspiró.

—Lo siento. No pretendía asustarte presentándome así de pronto.

Cal la miró preocupado. Estaba muy pálida, muy delgada, sin maquillaje, con mechones de pelo colgando sueltos como serpientes mareadas en torno a su cara. Y sin embargo, incluso inmóvil parecía vibrar con la misma energía nerviosa que había hecho que la viera distinta al resto de la gente desde que eran niños.

—No te preocupes. ¿Te sientes mejor?

—¿Mejor que muerta? Sí, supongo que sí.

Cal sabía que tenían que hablar, pero no sabía qué decir. Ni qué pensar. Era la primera vez que le fallaba un condón y no le parecía justo que hubiera ocurrido en el preciso momento en que un óvulo andaba suelto por ahí.

Lo embargó el pánico.

Miró al exterior, hacia el granero y los pastos de más allá. Hacia la parte de su vida que seguía siendo igual que diez minutos atrás. Era egoísta, sí, pero en ese momento necesitaba estar en un lugar donde sintiera que sabía lo que hacía. Miró los ojos interrogantes de Dawn.

—Supongo que no te apetecerá dar un paseo —dijo—. Sólo hasta los pastos.

La joven tomó otro sorbo de agua, asintió con la cabeza y se puso en pie; la falda multicolor flotaba en torno a sus tobillos cuando siguió a Cal al exterior. Los perros los rodearon con la lengua fuera y moviendo la cola. Dawn les habló con suavidad, con una voz que no había perdido del todo el acento de Oklahoma a pesar del tiempo que llevaba fuera.

Cal notó que su pelo parecía una llamarada ardiente.

Y a él le ocurría lo mismo.

No tenía sentido negar ni el recuerdo de su encuentro dos meses atrás ni la reacción de su cuerpo ante ella. Sabía que Dawn siempre se había sentido incómoda con su cuerpo, que creía tener las piernas muy largas y los pechos muy grandes para su armazón. Y por eso esa noche había procurado demostrarle de todos los modos posibles que él la encontraba perfecta.

—¿Cal? Espera un segundo.

Se volvió. Ella se apoyaba en el tronco de un chopo y se cubría la nariz y la boca con las manos.

—El olor —murmuró—. Todo huele... más fuerte ahora —explicó.

—¡Oh! ¿Quieres volver?

Dawn negó con la cabeza, se apartó del árbol y sonrió.

—No. Ya estoy mejor. Vamos.

Aunque tenía aspecto de ir a vomitar en cualquier momento.

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En los pastos estaban todas las yeguas, la mayoría preñadas, y los diez potros que Cal esperaba vender todavía antes de que llegara el invierno; estaban en grupos sociales de dos y tres, como las personas en una barbacoa. Cindy, una yegua baya, preñada por novena vez, se acercó como siempre a la valla a pedir algo. A la luz del atardecer, el pelo de la yegua y el de Dawn tenían casi el mismo color.

Cal le acarició el cuello brillante y rió cuando ella le mordisqueó el cabello. La yegua relinchó y asintió con la cabeza delante de Dawn.

—Cindy, te presento a Dawn. Ella también va a tener un bebé.

Cindy pasó la gran cabeza por la valla en busca de afecto. Dawn fue lo bastante lista para no rechazar la oferta. Introdujo una mano en la crin del animal y acarició su cuello con la otra, con cara de querer hundirse en la calma de la yegua y no salir nunca. Uno de los gatos del granero se frotó contra su pierna.

—Es preciosa —dijo Dawn de la yegua—. Todos lo son. ¿Tienes muchos?

—¿Permanentes? Quince yeguas y un alazán que dejé como semental. Y los jóvenes. Todas las yeguas son antiguas ganadoras de premios o hijas de ganadoras. Buenas oyentes y muy tranquilas. Y tienen potros muy guapos.

—¿Y te va bien? —preguntó ella con tono de preocupación—. No debe de ser fácil conseguir que funcione algo así.

—No te voy a mentir y decir que lo es. Y menos con lo que han caído los precios de los potros los dos últimos años. Pero el dinero que me pagan por usar a Twister de semental me mantiene a flote. De hecho, casi he terminado de comprar la parte de mis hermanos. El año que viene por estas fechas será todo mío.

La vio observar el granero nuevo, que había sustituido a los edificios viejos de antes.

—Has encontrado tu lugar en la vida, ¿eh? — dijo ella.

—Supongo que sí —repuso él—. Trabajar con caballos tiene algo de básico y sincero. Tú los tratas bien y ellos te devuelven el favor y hacen lo que pueden por ti. Me levanto por la mañana y, aunque tenga mucho trabajo o esté preocupado por alguna de las yeguas, espero el día con impaciencia. ¿Cuánta gente puede decir lo mismo?... ¿Dawn? ¿Estás bien?

Ella bajó la frente al morro de la yegua.

—Lo siento —murmuró.

—¿Por qué?

Dawn lo miró con pena.

—No por estar embarazada, ¿verdad? —preguntó él.

—Tal vez. No dejo de pensar que debería disculparme por algo. Por haberme metido en la cama contigo, por ejemplo.

—Eh. Si no recuerdo mal, fue una decisión mutua. Y yo no me arrepiento —ella lo miró—. Ni siquiera ahora.

—Pero fue una estupidez.

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—¿Eso es lo que piensas?

—Sí.

—Pues estás loca. Que ninguno de los dos esperara nada más que una noche no significa que fuera una estupidez. Ni que no tuviera sentido.

Apoyó los brazos en la valla e intentó vencer su irritación. Intentó también comprenderla. Cindy, que se dio cuenta de que ya no era el centro de la conversación, se largo moviendo la cola.

—De acuerdo, ha pasado algo con lo que no contábamos y supongo que voy a estar en shock un período de tiempo, pero eso no significa que haya que lamentar nada. Y si quieres echar la culpa a alguien, no fuiste tú la que olvidó mirar la fecha de caducidad de los condones.

La joven sonrió con tristeza.

—¿Debería sentirme halagada de que hubiera pasado tanto tiempo?

Cal vaciló.

—A decir verdad... me equivoqué de caja. Saqué uno de la caja que tenía que haber tirado cuando compré la nueva el mes pasado.

—Eso te lo podías haber callado.

—Pensaba que a las mujeres les gusta que los hombres sean sinceros con ellas.

—No hasta ese punto.

Cal la miró. Estaba apoyada en la valla igual que él, pero en ella todo estaba tenso: la boca apretada, las manos unidas, los hombros que subían y bajaban al ritmo de su respiración superficial y apresurada...

Miró los pastos y lo que había sido su vida durante más de diez años. Levantar aquello le había dado algo en lo que centrarse cuando murieron sus padres, algo que sabía le podía dar satisfacción y placer cuando su vida personal no iba bien. Por una parte sabía que no necesitaba ahora esa complicación repentina, pero al mismo tiempo sentía una excitación extraña al pensar que lo único que hasta el momento no había conseguido tener... la promesa de una familia... podía estar al alcance de su mano.

Miró el perfil de Dawn, su expresión decidida. Mejor dicho, la promesa de parte de una familia; intuía que donde él veía esperanza, ella veía catástrofe. Lo que él consideraba una oportunidad, era para ella una cárcel.

Y sus miedos tenían la virtud de despertar los de él.

—¿Por qué has esperado tanto para decírmelo? —preguntó con suavidad.

—No quería creérmelo —ella respiró con fuerza—. Había tenido un resfriado muy malo y pensé que eso podía haberme alterado el ciclo —soltó una risita sin humor—. No quería creerlo —repitió.

El sol se acercaba cada vez más al horizonte mientras ellos seguían allí, sin mirarse ni hablar. Uno de los perros se sentó a rascarse y un par de yeguas decidieron jugar al pilla-pilla levantando nubes de polvo con los cascos. Cal seguía pensando que tenía que decir algo, ofrecer algún tipo de solución, pero casi podía oír el viento silbando en la cavidad hueca donde antes estaba su cerebro.

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—Supongo que estás segura.

—Sí, claro. Y sí, voy a tenerlo —suspiró—. Pero nunca había pensando en tener un niño. Y menos sola. ¿Cómo sé si voy a ser una buena madre? Puede que sea un desastre.

Cal la agarró por los hombros.

—Deja de hablar así. Serás una madre maravillosa. Puede que no una madre normal, pero sí muy buena.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque te conozco. O por lo menos te conocía. Y la Dawn que yo recuerdo nunca hacía las cosas a medias —sus pulgares empezaron a acariciarle los hombros por puro reflejo—. Y me sorprendería mucho que hubieras cambiado.

—Sí, bueno, criar a un hijo no es igual que aprobar un curso o ganar un caso. Que, por cierto, no siempre los gano.

—Pero... pero tú estuviste a punto de casarte.

—Sí —suspiró ella—. Pero a Andrew no lo entusiasmaba la idea de tener niños y yo tenía mis ambivalencias.

—¿Y sabes por qué?

Ella se encogió de hombros.

—Quizá porque trabajo mucho con niños — explicó—. Hago trabajos voluntarios en nombre del bufete y veo chicos a los que han maltratado.

Y su expresión... bueno, te parten el corazón. Desean confiar a toda costa, pero tienen mucho miedo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Todo el mundo dice que no te mezcles mucho, que no dejes que te afecte personalmente. Pero yo me hice abogada para intentar cambiar algo, por cursi que suene —sonrió con tristeza—. Pero tener un niño propio... nunca he pensado que me realizaría ser madre y ahora estoy embarazada, confusa, con náuseas la mitad del día y asustada. Es todo lo que sé. Eso y que tenía que decírtelo. Nada más.

Sus ojos se encontraron un momento. Luego ella fue hacia su coche; Cal estaba tan confuso que no supo lo que lo impulsó a gritar:

—Podemos casarnos.

Ella se volvió con la boca abierta. Se echó a reír.

—No es ninguna tontería —murmuró él, acercándose.

Dawn se cruzó de brazos y lo miró compasiva.

—¿Puedo saber a quién votaste en las últimas elecciones?

El se lo dijo y ella volvió a reírse. La puerta del coche crujió al abrirse.

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—No sobreviviríamos ni a la próxima campaña electoral. Además, aunque yo quisiera quedarme aquí, tú sabes tan bien como yo que los matrimonios forzados casi nunca funcionan.

Cal no podía discutir aquello. De las tres parejas que habían ido al instituto con ellos y habían «tenido» que casarse, sólo una seguían juntos.

—Espera —sujetó la puerta para que no se cerrara—. ¿Qué es eso de que no te quedas?

Dawn enarcó las cejas.

—Supongo que no pensarás que voy a volver aquí sólo porque estoy embarazada.

—Yo no pienso nada. Pero tampoco habría esperado que me dieras una noticia así y te largaras.

—Me quedaré hasta el final de la semana.

—Ah, bueno. Eso es distinto.

—¡Maldita sea, Cal! —hizo un gesto de impaciencia. Sé que tu vida está aquí, pero la mía no. Hace mucho tiempo que no. He invertido demasiado en mi carrera y mi madre ha sacrificado demasiado para ayudarme a llegar donde estoy para dejarlo ahora todo porque voy... vamos... a tener un bebé.

Cal se sentía cada vez más confuso. Sí, siempre había aceptado que Dawn no podía ser feliz en Haven. Y sin embargo, sabía que si no podía ver crecer a ese niño día a día, minuto a minuto, se moriría.

—Y si tú crees que me voy a conformar con ser padre por e-mail, estás más loca de lo que pensaba —declaró—. Puedes ser abogada en cualquier parte. Aquí también.

—Sí, claro. Como si pudiera sobrevivir más de un abogado en un pueblo de novecientos habitantes.

—Eh, ahora somos novecientos nueve. Y además, creo que Sherman Mosley está pensando jubilarse. El infarto que tuvo el año pasado le metió miedo y puede que...

—¿Y qué trabajo haría yo aquí? ¿Ayudar a la gente a escribir su testamento? ¿Preparar contratos? Yo no soy Ally McBeal. No me paso el día con casos frívolos y la noche tomando copas en un bar.

—Ya imagino que no.

—¿Y por qué no comprendes que necesito estar en un lugar donde pueda cambiar la vida de la gente? Los niños de los que te he hablado me necesitan. Y si llego a convertirme en socia del bufete, puedo ayudarlos aún más.

—En otras palabras, los problemas de los pueblos no importan.

—Yo no he dicho eso. Pero... ¿cómo puedo hacerte comprender esto sin parecer estirada? Aquí me sentiría asfixiada e inútil. ¿No puedes entenderlo?

Cal golpeó el techo del coche con la mano abierta.

—¿Y cómo narices vamos a educar a un hijo juntos si no vivimos en el mismo sitio?

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—No lo sé. Pero yo no puedo renunciar a mi vida sin más.

—En otras palabras, tu trabajo es más importante que tu hijo.

—¡No! —ella lo miró angustiada—. No te imaginas cuánto quiero ya a este niño. Y estoy dispuesta a dedicarle todo lo que haga falta, ¿pero tan malo es que no quiera perderme a mí misma en el proceso?

Cal la miró a los ojos.

—¿Tan malo es que yo quiera formar parte de la vida de mi hijo?

—Claro que no, pero...

—Un niño no debería crecer sin su padre, Dawn. Y yo pensaba que tú serías la última persona que quisiera que a su hijo le pasara eso.

El rostro de ella se puso tenso. Levantó las manos y movió la cabeza.

—Lo siento. Estoy muy cansada para hablar de esto ahora —subió al coche—. ¿Mañana, tal vez?

Cal apartó la mano del techo del vehículo.

—¿Piensas cambiar de idea esta noche?

Dawn negó con la cabeza.

—Yo tampoco. Así que yo diría que estamos en un punto muerto, ¿no crees?

La observó alejarse y se preguntó si habría servido de algo confesarle que tenía tanto miedo como ella.

O tal vez más.

Capítulo 2

CUANDO volvió a la casa después de atender a los caballos, lo único que podía hacer era asear de una estancia a otra. Actividad que acabó poniendo nerviosa a Ethel, que hacía ganchillo en la sala de estar mientras veía la tele.

—¡Por el amor de Dios, muchacho! O te sientas y hablas conmigo o te vas a otra parte. Y ya he adivinado que está embarazada, así que no lo hagas por eso.

Cal miró el pelo rizado y canoso de la mujer.

—¿Cómo lo has sabido?

Porque es verdad lo que dicen de que las mujeres embarazadas resplandecen. Aunque el resplandor de ella parezca más bien obra de residuos radiactivos. Además, ¿por qué otra razón iba a venir aquí?

Cal suspiró. Ethel chasqueó la lengua, dejó su labor de color rosa en el regazo y lo miró por encima de sus gafas de vista cansada con la misma preocupación que si hubiera sido su

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madre, lo cual, teniendo en cuenta que había ocupado ese lugar en su vida desde que él tenía nueve años, no resultaba nada sorprendente.

—¿Por qué no vas a ver a tu hermano?

—¿A cuál?

—¿Importa eso?

Aquello casi arrancó una sonrisa a Cal.

—¿Y de qué serviría?

—¿Aparte de para hacerte salir de aquí? No tengo ni idea —volvió a tomar su labor—. Pero para eso están los hermanos mayores, para hablar con ellos. Ahora que los dos han aprendido por fin algo sobre las mujeres, quizá no les importe compartir su sabiduría. Además, no tardarán en saber la verdad, así que da igual que se lo digas ya.

Quizá tuviera razón en eso. Y como él carecía de una idea mejor, supuso que no tenía nada que perder.

—No me esperes levantada —dijo.

—No tengo la menor intención —repuso ella.

Pasó primero por casa de Ryan, pero Maddie, su esposa, le dijo que estaba de guardia en la clínica hasta las diez, así que optó por ir a ver a Hank.

Su hermano mayor era un ex policía que dirigía el motel Flecha Doble en las afueras del pueblo, un motel que había comprado unos años atrás para arreglarlo como una especie de terapia después de la muerte de su primera prometida. Y no sólo lo había convertido en un lugar respetable, sino que había encontrado a un inversor que quería transformarlo en un complejo turístico en toda regla. Y unos meses atrás había vuelto a encontrar el amor.

Ahora vivía en una casa modesta de dos pisos en el límite de la propiedad del motel y lo sorprendió ver a su hermano pequeño aparecer sin avisar, sobre todo porque los tres hermanos se habían distanciado mucho después de la muerte de su padre, cuando Cal tenía catorce años. Sin embargo, las tribulaciones de Ryan y Hank en el camino del amor verdadero durante el año anterior los habían llevado a hablar más que en los quince años anteriores.

Y ahora le tocaba el turno a Cal.

Hank lo precedió a través de la sala de estar, pintada de un color naranja terrible, hasta la cocina, donde le ofreció una cerveza, que Cal aceptó agradecido. Blair, la hija adolescente de Hank, miraba un álbum sentada a la mesa de la cocina, con su pelo cobrizo reluciente a la luz de la lámpara.

—Invitaciones de boda —explicó Hank.

Tomó un trago largo de cerveza. Y se pasó una mano por el pelo negro corto. Enamorarse de Jenna Stanton había hecho milagros en una cara que poca gente habría considerado atractiva, una cara de rasgos rugosos y con la nariz rota dos veces. Hank ni siquiera había conocido la existencia de su hija hasta unos meses atrás, cuando Jenna, una mujer viuda, acudió en su busca porque a la muerte de su hermana, la madre de Blair, se había enterado de que Hank era el padre. El amor que surgió entre ellos fue algo con lo que no contaban, pero al que se acabaron entregando.

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—¡Qué Dios nos ayude! —exclamó Hank—. Porque creo que mi hija será organizadora de bodas.

—¡Papá! —la chica levantó sus ojos azules al techo en un gesto de exasperación—. ¿Crees que a Jenna le gustará ésta?

Volvió el álbum y los dos hombres miraron la invitación que señalaba la chica.

—Supongo que tendrás que preguntárselo cuando vuelva —repuso Hank sin comprometerse.

—¿Dónde está? —preguntó Cal.

—Ha ido a Washington a arreglar unas cosas antes de instalarse aquí definitivamente.

—¿Ya habéis fijado la fecha?

—El domingo después de Acción de Gracias, cuando Jenna haya entregado su próximo libro.

Dejaron a Blair con su búsqueda y salieron al porche de atrás, donde se sentaron en dos mecedoras de madera que Hank dijo había comprado Jenna por catálogo. Perro, el cachorro de Hank, subió los escalones y colocó sus patas negras en la rodilla de Cal.

—Me han dicho que ha vuelto Dawn —comentó Hank como el que no quiere la cosa.

—Empiezo a pensar que todo el pueblo es clarividente —gruñó Cal.

—No. Luralene la ha visto estar tarde con Ivy en el pueblo —Hank miró a su hermano—. Lo que se preguntan todos es por qué ha vuelto, teniendo en cuenta que estuvo aquí en julio.

Cal colocó un pie en la barandilla del porche y echó la mecedora atrás todo lo que pudo.

—Bueno, parece que Ryan y tú no sois los únicos que han tenido que lidiar con la paternidad este año.

Hank detuvo la cerveza a medio camino de la boca.

—¿Has dejado embarazada a Dawn?

—Sí.

Hank se meció un rato en la silla.

—¿Y qué significa esto? ¿Os vais a casar?

—No.

—¿Al menos se va a venir a vivir aquí?

—No.

—Y supongo que tú no piensas vender el rancho y trasladarte al este con ella.

—¡Demonios, no!

—¿Entonces qué vais...?

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—Desde mi punto de vista —dijo Cal—, tenemos un niño en camino, unos padres que seguramente no deberían tener juntos a ese niño y un montón de preguntas sin respuestas —tomó un trago de cerveza—. Lo único claro de todo esto es lo del niño; no es que hubiera planeado ser padre en este momento, pero podría ser peor.

Pasaron varios segundos antes de que Hank hablara.

—Sí, eso es cierto. Podría haber decidido no decírtelo y que dentro de doce o trece años te hubieras enterado de que tenías una hija.

La hija en cuestión salió en ese momento a darles las buenas noches y se inclinó a abrazar y besar a su padre antes de volver dentro. Los dos hombres se mecieron un momento en silencio.

—¿Y qué vas a hacer?

—Que me aspen si lo sé —suspiró Cal—. Lo de acostarnos juntos fue pura casualidad. Lo del niño es una casualidad aún mayor.

—Y tú la has querido toda tu vida.

—Nunca he dado motivos a nadie para pensar eso y no sé por qué...

Hank se echó a reír. Cal se meció un poco más y pensó en la expresión de Dawn cuando hablaba de los niños con los que trabajaba.

—Su vida está en el este. Y lo que Haven o yo podríamos ofrecerle no podría sustituir lo que perdería allí.

—Pero tuvo que haber algún motivo para que se acostara contigo.

—Sí. Aburrimiento.

—¿Eso lo sabes con seguridad?

Cal frunció el ceño.

—No. Pero puede que tenga cosas mejores que hacer que exponerme a un rechazo así. Si no la perseguí cuando estábamos en el instituto fue porque desde niña no dejaba de hablar de todas las cosas que quería hacer y todos los sitios a los que quería ir o las causas por las que quería luchar. Estaba claro que Haven nunca sería suficiente para ella. Y yo tampoco.

—¿Y crees que ella es mejor que tú?

—No —repuso Cal con irritación—. Sólo distinta. A mí me gusta vivir aquí, a ella no. Y ahora le gustaría menos aún.

—Entiendo —Hank se inclinó hacia delante y crujieron las tablas del porche—. Contéstame a una cosa.

—¿A qué?

—Todas esas chicas con las que has salido... ¿Por qué nunca has llegado a nada con ninguna?

—¿Y yo qué sé? Supongo que nunca he querido lo suficiente a ninguna.

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—Aja. ¿Ninguna de ella era lo bastante buena para ti?

—No oyes lo que digo —repuso Cal—. Dawn es mucho más... —golpeó el brazo de la mecedora con la botella, buscando la palabra exacta— compleja que yo.

Hank se echó a reír.

—Todas las mujeres son más complejas que los hombres, tonto.

—¿Y quién rayos eres tú para dar consejos?

—¡Eh! Nadie te ha dicho que vinieras aquí. Yo sólo digo que no te menosprecies. ¿Y qué si los dos sois diferentes? Jenna y yo también lo somos. Y mira a nuestros padres. ¿Un granjero y una pianista clásica? Por lo menos tú tienes la posibilidad de ver crecer a tu hijo, eso es más de lo que tuve yo. Y si no lo intentas... ¿cuál es la alternativa?

Dentro de la casa sonó el teléfono. Hank entró en la cocina y levantó el auricular.

—Hola, cariño —lo oyó decir Cal.

Se levantó y le dijo adiós con la mano desde la puerta. Cuando ya estaba en el coche, pensó de nuevo en las palabras de Hank.

¿Por qué se había acostado Dawn con él?

Y sobre todo, ¿por qué lo había hecho él?

La respuesta lo pilló por sorpresa. Porque él pensaba que no saldría nada de aquello. Porque como no había peligro de que ella se enamorara de él, él tampoco podía permitirse enamorarse de ella.

Sintió ganas de golpearse la cabeza con el volante. Y ahora iba a ser padre y, si quería ver crecer a su hijo, tendría que convencer a la madre de que se quedara en Haven. Y si la madre, una mujer por la que nunca se había permitido sentir mucho por diversas razones, se quedaba en Haven, ¿cuántas probabilidades había de que su corazón no se metiera en líos?

Y quizá debería dejar de pensar en todas aquellas posibilidades que lo deprimían y empezar a pensar en lo que podía hacer a continuación. Porque una cosa era saber lo que quería que pasara y otra muy distinta hacer que ocurriera. Para eso necesitaba un aliado.

Preferiblemente una mujer.

Preferiblemente una mujer que conociera bien a Dawn.

Preferiblemente una mujer a la que no le gustara la idea de que su primer nieto viviera a tres mil kilómetros de distancia.

En cuanto al resto... suponía que su pobre corazón tendría que defenderse como pudiera.

Dawn seguía en la cama cuando Ivy volvió de ver a Saint Andrews, quien esperaba su quinto hijo en torno a Navidad. En cierto modo, Ivy se alegró de ello, porque Dawn necesitaba descansar. Pero no había que ser muy lista para saber que el embarazo no era lo único que había dejado comatosa a su hija en los últimos tres días. No, allí funcionaba a plena potencia el síndrome de «¡ oh, Dios mío! ¿Por qué a mí?».

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Síndrome que Ivy conocía bien.

Colgó su enorme bolso con toda la parafernalia de su trabajo en el gancho al lado de la puerta, miró a la bella durmiente, a la que no parecía molestar que el sol le diera en la cara, y entró en la cocina. La casita de Ivy en el centro del pueblo no era gran cosa: dos dormitorios pequeños, la sala de estar, un baño y una cocina amplia con mesa para comer, pero era toda suya, y eso era importante.

Se sirvió una taza de café, lo metió en el microondas y se apartó mechones de pelo gris de la cara. Le dolía ver sufrir a su hija, la desesperanza que expresaba la voz de Cal cuando llamaba y saber que no podía hacer nada por ayudar a ninguno de los dos. Se habían metido en aquello solos y tendrían que descubrir solos lo que querían hacer. Y si la historia se repetía con su hija... bueno. Dawn había sido terca desde pequeña y de todos modos no permitiría que Ivy le quitara aquella carga de los hombros, aunque hubiera podido hacerlo.

Retiró la taza de café del microondas y se echó la larga trenza sobre el hombro. Quizá las cosas serían distintas para Dawn de lo que habían sido para ella treinta años atrás, pero no podía dejar de preguntarse si haberse visto obligada a sacarla de la cama en mitad de la noche cuando era pequeña o dejarla sola en una casa extraña mientras trabajaba no habría influido en el carácter de la niña. Ivy suspiró. La niña no se había quejado nunca y se había mostrado muy adaptable en todo momento, pero...

—¿En qué estás pensando? Ivy miró a Dawn. Tenía el pelo revuelto, la mejilla derecha arrugada y el camisón parecía un trapo viejo.

—Me preguntaba si te he criado mal.

Dawn hizo una mueca.

—Para nada. Y no se te ocurra seguir por ese camino.

Ivy tomó un sorbo de café.

—¿Quieres desayunar?

—¿Estás loca?

—Odio decir esto, pero parece que hayas estado en una pelea.

—¡Ojalá! —Dawn dejó caer la cabeza sobre los brazos—. Por lo menos entonces sabría cuándo me va a dejar de dar vueltas la cabeza.

—Las náuseas son buena señal. Indican que las hormonas son fuertes.

—¡Yupi! —exclamó Dawn, sin levantar la cabeza.

—¿Quieres una infusión?

—Si intento meterle algo al estómago en este momento, saldrá enseguida —abrió un ojo—. ¿Tú lo pasaste tan mal conmigo?

—Me temo que no.

—Lo sabía.

—Ha llamado Cal otra vez.

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Dawn lanzó un gemido.

—Sé que te sonará horrible, pero casi me gustaría no habérselo dicho.

—No es verdad.

—He dicho casi.

—Has hecho lo correcto —Ivy decidió probar un enfoque distinto—. Aún no me has dicho cómo fue tu primera revisión prenatal.

—No he tenido ninguna.

—No lo dirás en serio.

Dawn suspiró.

—Mamá, me he enterado hace una semana. Tenía mucho trabajo y tuve que hacer virguerías para venir aquí. Y no es fácil encontrar un buen ginecólogo en Nueva York sin indagar un poco.

—¿Y la doctora a la que ibas antes?

—Ha muerto. No, no pasa nada —aclaró—. Era mayor y había dejado de atender partos hace años. Tendré que empezar a buscar cuando vuelva.

—Yo puedo hacerte la primera revisión —dijo Ivy—. O Ryan, si lo prefieres. O podemos buscar a alguien en Claremore.

—No, puedes hacerlo tú —su madre la miró sorprendida—. No tengo energía para seguir discutiendo ni para desplazarme a Claremore... y no pienso permitir que me examine el hermano de Cal. Me da igual que sea el único médico aquí.

—Ha creado una clínica con otros dos médicos de los alrededores y está a treinta kilómetros. Así que no tendrías que ir hasta Claremore...

Dawn la miró sin contestar.

—Está bien —musitó Ivy—. ¿Por qué no te das una ducha y lo hacemos a continuación?

—De acuerdo —se puso en pie y se acercó al frigorífico.

—Pensaba que no tenías hambre.

—Eso era hace cinco minutos. Las cosas cambian —miró un aguacate grande y cerró la puerta—. Y necesitas otro frigorífico. ¿Éste no estaba ya aquí cuando compraste la casa?

—He pensado conservarlo para que me entierren en él y ahorrarme así unos pavos.

Dawn soltó una risita.

—¿Por qué nunca me has dicho quién era mi padre?

Ivy estuvo a punto de derramar el café.

-¿Qué?

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—Mi padre. No sé su nombre, ni si era del pueblo. Ni si está vivo o muerto.

Ivy dejó la taza con cuidado.

—¿Te importaría mucho saberlo?

Dawn tragó un sorbo de zumo de naranja.

—No.

—¿Y por qué lo preguntas?

—No sé. ¿Por qué va a importarme un hombre que nunca quiso tener nada que ver conmigo? Pero ahora que estoy embarazada, no he podido dejar de pensar en ello —achicó los ojos—. Tú sabes quién es, ¿verdad?

Ivy asintió con la cabeza.

—Pero no me lo vas a decir.

—No puedo —miró a su hija a los ojos—. Hice una promesa.

—Lo que significa que tampoco puedes decirme su nombre.

—No.

—¿Y él se enteró de que estabas embarazada?

—Dawn, por favor...

—¿Te abandonó cuando se enteró?

—Querida, esto no tiene sentido. Tu padre y yo... fue un error, ¿vale? Tú no —se apresuró a añadir—. Nosotros.

—¿Por qué?

—Porque nos juntamos por las razones erróneas. Nunca hubo futuro.

—¿Como Cal y yo?

Ivy se levantó de la mesa para lavar la taza.

—En absoluto. No tiene sentido comparar las situaciones, así que no lo intentes.

—Lo dices porque Cal no abandonaría a su hijo.

—A mí me parece que el problema aquí no es el abandono de Cal.

—¡Por el amor de Dios, mamá! —los ojos de Dawn se llenaron de lágrimas—. Quiero hacer lo correcto, lo juro. Lo mejor para todos, para el niño, para Cal y para mí. ¿Por qué no puedo sostener una sencilla conversación sin llorar? No sé lo que es esto, ¿vale? Cal y yo hemos hablado tres veces desde que vine y nunca llegamos a ninguna conclusión excepto que soy una cabezota. Y no creas que no sé que te has conchabado con él.

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Ivy se cruzó de brazos y pasó a la ofensiva.

—De acuerdo, muy bien, creo que sería un yerno muy bueno. Demándame por eso.

—Pues es una pena que tengas que buscarte otra hija para que eso ocurra.

—Desde luego es mucho mejor que ese imbécil con el que te ibas a casar.

La risa de Dawn la sorprendió.

—Eso no te lo voy a discutir. Pero aquí no se trata de valorar las virtudes de Cal como marido. Será un marido excelente, pero no para mí.

—¿Y por qué no?

—Eres tan mala como él. ¿Es que no has oído nada de lo que he dicho desde que llegué? —se levantó de la mesa y se metió los dedos en el pelo revuelto—. Creo que me voy a duchar, si no te importa.

—¿Se puede? ¿Hay alguien?

Dawn tomó un paño de cocina y se lo colocó delante mientras Cal entraba en la casa como si fuera el dueño. Miró a su madre. Había olvidado meter pijamas en la maleta y llevaba puesto un camisón viejo y con agujeros de cuando estaba en el instituto.

La mirada de él subió despacio desde los pies hasta el paño de cocina y cuando llegó a él, sonrió y le brillaron los ojos como hierba nueva después de una ducha de primavera. Y a ella se le enderezaron los pezones porque tenían la costumbre de traicionarla siempre que estaba cerca de Cal Logan. Lo que indicaba que entre ellos había una conexión física de algún tipo.

Pero como no se podía construir una relación basada sólo en ese punto, pues mala suerte.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. Notó que su madre había desaparecido.

—Oh, por nada especial —volvió a sonreír él—. Tenía que venir al pueblo y Ethel me hadado tarta de manzana para ti...

Comida y cotilleos. La salvia de los pueblos.

—Y he pensado salir a dar una vuelta contigo para que veas cómo ha cambiado el pueblo. Y puedes soltar ese paño, ya sé lo que hay debajo.

Dawn sujetó el paño con más fuerza.

—No quiero ir a ninguna parte. Además, no creo que el pueblo haya cambiado tanto desde la última vez que lo vi.

Cal metió las manos en los bolsillos de atrás.

—¿Y cuándo fue la última vez que viste Haven?

Ella se ruborizó.

—Hace dos meses.

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—No me refiero a la última vez que estuviste aquí, sino a la última vez que lo viste, que lo miraste con atención.

Dawn cerró los ojos. Tenía un aspecto horrible, se sentía fatal y estaba en la cocina de su madre con un camisón socialmente inaceptable y un hombre que la ponía caliente sólo con respirar.

—No importa —dijo—. Mamá me va a hacer la primera revisión prenatal después de que me duche.

La expresión de Cal cambió en el acto. Miró de nuevo el cuerpo de Dawn, sólo que esa vez ella sintió... adoración. Hasta tal punto que no protestó cuando él se acercó, le quitó el paño y colocó una mano en su vientre plano.

Tragó saliva. Dos veces. Para reprimir algo raro y doloroso que no podía definir.

—Tengo una idea —dijo él—. Déjame esperarte y luego te invito a comer en el Café de Ruby y después ya veremos. ¿Qué me dices? Un par de horas sólo para nosotros.

Dawn recuperó el sentido común y le apartó la mano.

—No hay ningún «nosotros», Cal. Nunca lo ha habido y nunca lo habrá.

—Pero hay un niño —dijo él—. Nuestro hijo. O sea que no pienso irme.

—Había olvidado lo terco que eres.

—Es una de mis mejores cualidades.

Dawn suspiró.

—No tiene sentido, Cal. Todavía no puedes ver ni oír nada.

El hombre se cruzó de brazos y dejó de sonreír.

—Supongo que no puedo impedirte que te vayas a Nueva York si eso es lo que quieres, pero déjame decirte algo. Cuando estés aquí, no me vas a impedir participar en la vida de mi hijo, así que más vale que te hagas a la idea y te evites dolores de cabeza en el futuro.

Dawn parpadeó. Suspiró con resignación.

—De acuerdo; quédate. Pero después no iré a ninguna parte.

Cal sonrió y sus hoyuelos la persiguieron durante todo el camino hasta el baño.

—Y tráete un jersey —gritó él—. Hace un poco de frío.

Capítulo 3

RECUERDA —dijo Dawn cuando Cal abría la puerta del Café de Ruby dos horas más tarde—. Sólo te permito hacer esto porque estoy muerta de hambre. ¿Entendido?

El olor de su champú lo distrajo un segundo, pero no tardó en reponerse.

—Sí, señora.

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Reprimió una sonrisa y ella lo miró achicando los ojos.

—Y ni una palabra sobre... ya sabes.

—No soy tonto —notó que el ruido de las conversaciones bajaba considerablemente cuando entraron. Para terminar de arreglarlo, Dawn se quedó inmóvil como una estatua, apretándose el estómago con un brazo.

Cal la tomó por el codo.

—¿Estás bien?

-¿Qué?

—¿Te molesta el olor?

Aparte de un par de horquillas, ella llevaba el pelo suelto sobre el suéter azul celeste, del mismo color que las flores de la falda larga, que parecía una de las de su madre.

—No —susurró ella a su vez—. Quiero todo lo que haya en la carta. ¡Oh, hay una mesa! ¡Date prisa!

El nivel de ruido volvió a subir gradualmente y Charmaine Chambers, la nueva camarera de Ruby, de la misma edad que ellos, se inclinó a limpiar la mesa.

—El especial de hoy es sandwich de costillas deshuesadas a la barbacoa —anunció. Se enderezó y les sirvió agua de una jarra que tomó del mostrador—. ¿Queréis la carta?

Dawn miró a Cal y se llevó una mano al pecho.

—Eh, Char. Soy yo, Dawn.

La chica morena la miró un instante.

—Lo sé —apretó los labios—. Creía que estabas en Nueva York.

—He venido... a ver a mi madre. ¿Cómo están tus hijos?

—Muy bien. ¿Ya sabes lo que quieres?

Dawn se apartó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—El sandwich de costillas me parece bien. ¿Viene con patatas fritas?

—Y ensalada, sí. Pero la sopa va aparte.

—¿Dé qué tipo?

—De guisantes.

—¡Genial! —el rostro de Dawn se iluminó—. ¿Puedo pedir un tazón doble?

Charmaine anotó el pedido, tomó el de Cal y gritó los dos a Jordy, el marido de Ruby, antes de pasar a la siguiente mesa.

Dawn suspiró.

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—No dejes que eso te afecte —murmuró Cal.

—No importa. Tampoco éramos muy amigas de chicas.

—Puede que no, pero la verdad es que no lo ha pasado bien últimamente. Brody la dejó hace un año con los niños. Ruby le ha dado trabajo por lástima, pero la verdad es que no creo que le guste mucho ser camarera.

Dawn enarcó las cejas.

—¿Brody la dejó?

La ruptura también había sorprendido a Cal, ya que Charmaine y Brody habían sido inseparables desde séptimo curso.

—Sí. Y los niños también se lo tomaron muy mal.

—Ya lo imagino —miró a la camarera—. Lo siento mucho por ella. ¿Por lo menos le pasa pensión?

—Lo dudo mucho.

—¡Dawn Gardner! —Ruby Kennedy se acercó a ellos con los brazos en jarras—. ¿Por qué rayos has vuelto tan pronto, querida?

—Para darte un abrazo —Dawn salió de la mesa e hizo lo que decía.

—¿Has pedido el sandwich de costillas? — preguntó Ruby, cuando la joven volvió a sentarse.

—Claro que sí. Y las patatas fritas y la sopa.

—¿Por qué será que los delgados son siempre los que más comen? —preguntó Ruby—. Yo sólo tengo que mirar las costillas y me engorda el trasero. Oh, y Maddie ha traído esta mañana tarta de melocotón. ¿Quieres que te guarde un trozo?

—¡Eh! ¡Eh! —protestó Cal—. A mí no me has ofrecido nada.

—Porque Maddie es tu cuñada y supongo que puedes probar sus tartas siempre que...

—¡Eh! —gritó Charmaine por encima del ruido del local—. ¡Tienes que pagar! ¡Vuelve aquí!

Cal levantó la vista y vio a un chico rubio salir corriendo por la puerta a tal velocidad que casi tiró a Homer Ferguson al suelo.

Segundos después, Cal iba detrás de él y sus largas piernas alcanzaron al chico antes de que llegara a la peluquería, situada dos puertas más allá. Lo agarró por la cintura y lo levantó del suelo. El chico lo golpeó con los codos y los pies.

—¡Suélteme! Yo no he hecho nada.

—¿Vas a salir corriendo? —le preguntó Cal al oído.

—¿A usted qué le parece?

Cal lo agarró por la camiseta y lo dejó en el suelo. El chico se volvió.

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—¡He dicho que me suelte!

Cal siguió sujetándolo con una mano y extendió la otra.

—Dame lo que te has llevado.

—Yo no...

—Ahora mismo.

El chico lo miró un momento. No parecía haberse bañado recientemente, pero, por otra parte, muchos chicos de su edad hacían lo mismo. Al fin metió la mano en el bolsillo y sacó una chocolatina rota.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿Seguro?

—Si no me cree, mírelo por sí mismo.

Cal lo examinó un momento.

—Tú eres hijo de Jacob Burke, ¿verdad?

—No tengo por qué decirle nada.

—¿Cómo te llamas?

El chico hizo una mueca de desdén.

—Puedes decírmelo tú o puedo llamar a tu padre...

—Elijah.

Cal sonrió.

—¿Vas a decirme que has causado todo este jaleo por una chocolatina? ¿No te parece muy tonto?

—Eso a usted no le importa.

—Le has robado a una amiga mía. Sí me importa.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la voz de Dawn.

Cal se volvió y vio que una pequeña multitud los observaba.

—Sí, está bien —le pasó la chocolatina—, pero esto no. Vamos —tiró del chico hacia el café.

—No pienso volver ahí.

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—Claro que sí. Y lo primero que vas a hacer es pedir disculpas por haber perdido la cabeza un momento. Luego le vas a preguntar a Ruby si puedes hacer algo por ella para compensarla.

—¿Como qué?

—No lo sé. Algún trabajo.

—¿Un trabajo? ¿Por una chocolatina? De eso nada.

—Yo soy de los que creen que hay que cortar las cosas a tiempo, chico —la gente se había ido dispersando y Cal entró con Elijah, seguido de Dawn—. Hemos vuelto, Ruby —gritó—. ¿Dónde lo quieres?

—En la cocina —dijo la mujer.

Entraron todos en la cocina brillante de Ruby, donde estaba su marido Jordy, un hombre alto y voluminoso que se ocupaba de la comida. Después de una breve discusión, decidieron que Elijah podía fregar el suelo del café cuando terminara la hora punta de la comida.

—No sé hacerlo.

—Pero puedes aprender —repuso Ruby—. ¿Tienes hambre?

Después de que Elijah y Dawn devoraran comida suficiente para un regimiento, Cal y la joven llevaron al chico y su bici hasta la pequeña granja donde vivía con su padre viudo. Al parecer, éste llevaba un tiempo con problemas y el chico estudiaba en casa, ya que tenía que ayudarlo. Era difícil saber con qué lo ayudaba, ya que ni la casa pequeña, en la que se caía la pintura, ni el patio cubierto de chatarra denotaban que se les hubiera prestado atención en mucho tiempo. Aunque Cal había visto cosas peores, la situación del lugar le revolvió el estómago. No era justo que un chico tuviera que vivir así.

—¿Podemos entrar un momento? —preguntó Dawn.

—No.

—No diremos nada de la chocolatina —añadió Cal.

—No es por eso —Elijah tomó su bici de la parte de atrás de la camioneta—. Es porque mi padre suele estar dormido a estas horas y no le gusta que lo molesten.

Cruzó el patio, se detuvo un momento a acariciar un perro atado en el único árbol que había allí y entró en la casa.

—No me gusta ver chicos tan solos —musitó Dawn cuando volvieron a la carretera.

—Oh, supongo que estará bien —repuso Cal.

—Alguien debería investigarlo.

—No sé si hay motivos suficientes. No parece que sea objeto de malos tratos y, si estudia en casa, tiene que hacer los exámenes. Si no los pasa, lo investigarán.

—Pero está muy delgado.

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Cal sonrió.

—Creo que olvidas lo delgado que estaba yo a su edad. Y que esté en los huesos no significa que no coma.

—Ha robado, Cal.

—Una chocolatina. Porque tiene doce años y ha visto una oportunidad —la miró—. ¿Tú nunca robaste nada sólo para ver si podías hacerlo?

—¡No! ¡Nunca!

—¿Nunca sentiste la tentación?

—Es posible. Pero no lo hice —respiró hondo—. ¿Y tú?

—Una vez. Tenía nueve años. Fue unos meses después de que muriera mi madre. Robé un paquete de chicles del supermercado.

—¿Y qué paso?

—Al principio me sentí muy bien porque Ethel no me había pillado. Pero el chicle no me supo tan bueno como esperaba. Y esa noche no pude dormir, así que al final se lo conté a mi padre.

—¿Y qué te dijo?

—Sólo me miró como si le hubiera fallado. Oh, y fue terrible volver al supermercado a contárselo al encargado. Después de eso, nunca volví a sentir tentaciones de robar nada.

—¿Nunca?

—-Casi nunca.

Dawn se echó a reír, pero no duró.

—Me preocupa Elijah —dijo—. Llamaría yo misma a los servicios sociales, pero no voy a estar aquí para seguir el caso y...

—Dawn —replicó él—, no pienso avergonzar a ese niño ni a su padre echándoles encima a las autoridades sin que haya un motivo claro. Me parece que ya tienen bastante sin que la gente meta las narices donde no les importa.

Dawn se apoyó en la puerta de la camioneta, como si necesitara distanciarse de él.

—Los problemas no siempre son evidentes, ¿sabes?

—Y vivir tanto tiempo en la ciudad te hace ver monstruos en todas las esquinas. Esto no es Nueva York.

—La negligencia es la negligencia. Ocurra donde ocurra.

—¿Sabes qué? Si tanto te preocupa, ¿por qué no te quedas y lo solucionas tú?

—Porque no puedo y lo sabes. Y no se te ocurra intentar chantajearme.

Cal lanzó una maldición y los dos guardaron silencio un rato.

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—Supongo que puedo hacer la primera llamada antes de irme —dijo ella al fin.

Cal suspiró.

—Estás decidida, ¿eh?

—Si tú hubieras visto lo que he visto yo, también lo estarías.

Cal la miró y vio que tenía los labios apretados.

—Si prometo echar un ojo al padre y al hijo, ¿dejarás de hacer esa llamada?

—¿Lo dices en serio?

—Por supuesto.

Dawn se acercó a él en el asiento y lo abrazó.

—Gracias —dijo contra su cuello.

—Mira, no es que esto no me guste, pero creo que se acerca el bronco de Didi Meyerhauser y que deberías...

La joven volvió inmediatamente al lado más alejado del asiento como si no hubiera ocurrido nada.

La esposa del pastor los saludó con la mano y ellos le devolvieron el saludo. Cal recordó que Dawn solía ser amiga de la hija de Didi.

—¿Has visto ya a Faith? —preguntó.

—No. Hace años que no hablamos ni nos escribimos.

—Y supongo que no sabes que Darryl y ella van a tener otro hijo.

—Creo que mamá me ha dicho algo. ¿El tercero?

—El quinto —sonrió él—. Ésa fue una boda de penalti que sí salió bien.

Dawn no contestó.

—¿Qué es lo que te atrae tanto de Nueva York? —preguntó él después de un rato.

—Para ser sincera —repuso ella—, cuando llegué no sabía qué esperar. ¿Una chica de dieciocho años sola en la gran ciudad? —sonrió—. Creía que me comerían viva. En el primer lugar que viví compartía habitación en un piso donde había cinco personas más y tardé veinticuatro horas en reunir el valor de salir sola. Pero antes de una semana me había enganchado.

—¿Por qué?

—Es difícil explicarlo si no has estado allí. En cierto modo, Nueva York es como cualquier otra ciudad, llena de gente corriente que cocina, va a la compra, hace la colada y come fuera.

—Pero allí hay mucha más gente.

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—Oh, sí, está atestada. Pero hay una... energía que palpita en la ciudad, una sensación de posibilidades, de que puede ocurrir algo emocionante en cualquier momento.

Cal sonrió.

—¿Hasta cuando estás haciendo la colada?

—Yo no he dicho que tenga sentido. Y no es fácil vivir allí. Es caro, es muy competitivo y, sí, hay mucha gente. Pero puedo ir a un museo importante desde el trabajo o comprar en un instante una entrada para un espectáculo de Broadway. Y la música... —lo miró con ojos brillantes. La Metropolitan Opera. Piénsalo.

Cal hizo una mueca.

—Díselo a Hank. La ópera no es lo mío.

—De acuerdo, pues el Festival de Mozart, la Filarmónica de Nueva York en directo. Conciertos en Central Park...

—Eso convencería a Ryan, pero no a mí.

—Y luego están las tiendas. Bergdorf's, Barney's, Bloomingdale's.

Cal la miró de hito en hito.

—Veo que eso tampoco te convence. Pero piensa que nuestro hijo podrá ir a los museos más importantes del mundo de modo regular y al ballet... —hizo una pausa—. ¿A tu madre no le habría gustado saber que uno de sus nietos oiría regularmente a una de las mejores orquestas del mundo?

Cal miró la carretera.

—¿Sabías que estuvo un año estudiando en la Escuela de Música de Manhattan?

—No. No me extraña que fuera tan buena.

Él suspiró y ella sintió deseos de consolarlo.

—Sé que no es la situación ideal —dijo, pero cuando llegue a socia, ganaré mucho dinero y podré trabajar desde casa al menos un par de días a la semana, lo que implica que estaré mucho con el niño. Y vendremos mucho por aquí, lo prometo.

Cal siguió con la vista fija al frente.

—Creo que será mejor que te deje en casa de tu madre —dijo—. Tengo mucho trabajo esta tarde.

No volvió a hablar hasta que paró un rato después en la puerta de la casa de Ivy y le preguntó cuándo se iba.

—El sábado. Cal...

—No lo empeores aún más, ¿vale? —y se marchó.

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Capítulo 4

NO PUEDO creer que dejaras que se fuera así.

Cal achicó los ojos en el asiento del acompañante y miró a su hermano. Aparentemente, habían salido a hablarle a la gente de la clínica nueva, pero, en realidad, Cal usaba a Ryan para investigar a Elijah, como le había prometido a Dawn.

—Hace una semana que se marchó —contestó—. ¿Qué es esto? ¿Una reacción retardada?

—He estado ocupado —dijo Ryan. Se quitó el sombrero de cowboy y lo dejó en la consola—. Además, esperaba que se te ocurriera alguna explicación.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Que la atara?

Ryan lo miró muy serio.

—En otras palabras, es la única mujer del mundo inmune a los poderes de persuasión de Cal Logan.

—Es la única mujer que he conocido con agallas suficientes para defender lo que quiere —Cal se movió en su asiento. No le gustaba que condujera otro—. Déjame preguntarte algo. ¿Crees que mamá se arrepintió alguna vez de haber renunciado a su carrera?

Los ojos azules de su hermano lo miraron de frente.

—Ella nunca tuvo carrera. Tenía veinte años cuando se casó con papá.

—Vale, pues a hacerse una.

—No, no lo creo. ¿Adonde quieres ir a parar?

—No estoy seguro. Pero cuando oí a Dawn hablar de Nueva York, empecé a pensar en mamá. Yo solía verla de pie en la ventana, como si allí fuera hubiera algo que quisiera pero no pudiera alcanzar. No digo que fuera desgraciada, ¿pero cómo podía soportar oír día tras día a algún niño asesinando a Mozart o Beethoven cuando ella podía haber sido famosa?

—A lo mejor no quería ser famosa. ¿Eso no lo has pensado?

—Sí. Pero también sé que sus padres sólo podían pagarle un año, así que volvió a casa y se casó con un granjero.

—Porque se enamoró, idiota. Y si hubiera querido quedarse en Nueva York, lo habría hecho. O por lo menos eso me dijo una vez que le pregunté.

—¿Y si lo decía porque no quería que te sintieras culpable?

Ryan suspiró.

—Mira, yo pasé más tiempo con mamá que tú. Y nunca tuve la impresión de que quisiera estar en otro sitio que donde estaba —hizo una pausa—. Papá y ella estuvieron quince años juntos antes de que naciera Hank. A mí me parece que, si hubiera creído que se había equivocado, tuvo muchas oportunidades de irse. Pero no lo hizo, ¿verdad? ¿Éste es el desvío para la casa?

—¿Qué? Oh, sí.

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La camioneta dejó el camino asfaltado y entró en otro de tierra.

—Y de todos modos —siguió Ryan—, Dawn está embarazada y mamá no lo estaba; así que son dos cosas muy diferentes.

—Puede que sí, pero con niño o sin él, no puedo obligarla a que se traslade aquí —recordó la expresión de ella cuando hablaba de su trabajo y de la ciudad que ahora consideraba su hogar—. Y para ser sincero, en este momento Dawn puede ofrecerle al niño más que yo. Por lo menos desde un punto de vista material. Pero sólo si sigue en Nueva York. Si se viene aquí, apenas podríamos ganarnos la vida entre los dos.

Ryan frunció el ceño.

—¿De qué rayos estás hablando? Yo creía que te iba bien.

Cal comprendió su error demasiado tarde.

—Es sólo un tropiezo temporal, por la economía y todo eso. Todavía sobrevivo, aunque por los pelos. Pero ahora no hay mucha gente que compre caballos de placer, así que los precios han caído. Y sigo en deuda con Hank y contigo, me han subido los impuestos y... Vale, digamos que el momento no es el más oportuno.

—¿Y se puede saber por qué no has dicho nada antes?

—¿Porque es mi problema y no el tuyo?

—Mira, si necesitas ayuda...

—No la necesito. Tengo casi treinta años y sé lo que hago. Y las fluctuaciones del mercado son parte del negocio —giró el dial de la radio hasta que encontró su emisora de blues favorita, consciente de que podía molestar mucho a Ryan—. Cierto que no había contado con ser padre, pero eso no significa que no pueda afrontar... lo que quiera que haya que afrontar. Una vez que descubra lo que es.

Ryan guardó silencio un momento.

—¿Puedo hacerte una sugerencia o te me vas a echar encima?

—Tendrás que correr el riesgo, ¿no te parece?

—¿Has pensado en vender y mudarte al este? Si Dawn no viene aquí, quizá tú puedas ir allí — levantó una mano para acallar las protestas de Cal—. No hace falta que termines de pagar mi parte. Y seguro que Hank opina igual.

—Y aunque te lo agradezco mucho, con lo que me dieran por la venta no podría comprar ni un huerto allí y mucho menos un terreno lo bastante grande para empezar de nuevo. Hank me preguntó lo mismo y le dije que no. Pero luego he investigado un poco y... no puede ser. Lo que implica que estoy atrapado aquí. Si puedo aguantar hasta que mejore la economía, puede que salve el negocio, pero no puedo volver a empezar y menos en un lugar que esté a menos de doscientos kilómetros de Manhattan.

—O sea que vuelves al primer plan.

—Nunca ha habido ningún plan. Y fui un imbécil al pensar que podía haberlo.

Viajaron unos segundos en silencio.

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—¿Por qué no?

—Porque desde que éramos pequeños sé que Dawn nunca pensó en vivir aquí. Puede que yo fuera su amigo mientras estaba aquí, pero nunca entré en sus planes a largo plazo —se quitó el sombrero y se rascó la cabeza—. Ni a corto plazo tampoco.

—Pero ahora los dos entráis en los planes a largo plazo del otro.

—Sólo en lo referente a este niño. Nada más.

Ryan guardó silencio un momento.

—Maddie me contó una conversación que tuvo contigo antes de que nos casáramos. Creo que tú le dijiste que sin sueños, uno podía tumbarse y dejarse morir. Ella dice que eso la impulsó a venir a por mí... Ésa es la casa, ¿no?

Cal tardó un segundo en reaccionar.

—Sí, es ésa.

—Desde aquí no parece tan mal. No es muy bonita, pero eso no es ilegal.

Ryan aparcó al lado de dos camionetas viejas. El lugar estaba igual que la última vez. El perro, que empezó a ladrar como un loco, seguía también atado al árbol.

—Te darás cuenta de que yo no puedo hacer mucho —dijo Ryan cuando salió de la camioneta—. A menos que haya indicaciones claras de malos tratos o negligencia.

—Ya lo sé. Y la verdad es que no espero encontrar nada; hago esto por Dawn.

Al principio nadie contestó al timbre, pero dentro se oía una televisión. Al tercer intento, apareció por fin Elijah, un poco jadeante.

—Hola —dijo Cal—. ¿Conoces a mi hermano, el doctor Logan?

El chico lo miró nervioso.

—Sí... lo he visto más veces.

Ryan metió las manos en los bolsillos de atrás.

—Estamos haciendo un recorrido para hablarle a la gente de la clínica nueva. ¿Tu padre y tú estáis enterados?

—No... no sé si lo sabe.

—¿Te importa que pase? —preguntó Ryan—. Me gustaría decírselo en persona.

—Está... dormido.

—Duerme mucho, ¿verdad? —preguntó Cal.

Elijah lo miró.

—Es la medicina que tiene que tomar. Le da mucho sueño.

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—¿Sabes qué medicina toma? —preguntó Ryan.

—No, señor. Guarda el frasco donde no puedo alcanzarla. Se cree que soy un niño pequeño.

—¿Qué pasa ahí fuera, Eli? ¿Quién llamaba?

El chico se volvió.

—Nadie, papá. Vuelve a dormir —salió al extenor y cerró la puerta tras de sí—. ¿Por qué no siguen su camino? Ya les he dicho que está durmiendo...

—¿Tu padre bebe? —preguntó Ryan con calma.

—¡No! —el chico lo miró con pánico—. Ya le he dicho que es la medicina. Simplemente llegan en un mal momento.

Cal le puso una mano en el hombro.

—No venimos a crear problemas, te lo juro. Pero tú no tienes por qué cuidar solo de un padre enfermo. Deja que el doctor Logan compruebe si estáis bien los dos. Si es así, seguiremos nuestro camino y no volveremos a molestaros.

El chico sacó la barbilla.

—¿Y si digo que no?

—Elijah —intervino Ryan—. Tengo el deber legal de informar de cualquier sospecha de malos tratos o negligencia. Por tu propio bien. Si nos dejas entrar, hay alguna posibilidad de que no tenga que informar de esto. Si no...

Los ojos del niño se volvieron muy brillantes.

—Sólo nos tenemos el uno al otro. Y él nunca me pega, lo juro. Pero si me sacan de aquí, ¿qué va a ser de él?

—Nadie ha dicho que te vayan a sacar de aquí —declaró Cal—. Te lo prometo.

Elijah acabó por asentir con la cabeza y abrió la puerta.

La última voz que esperaba oír Dawn cuando levantó el auricular era la de Cal. Y lo último que esperaba era su reacción a esa voz. Como el primer lengüetazo a un helado en un día de mucho calor.

O derramar ese helado por el escote de la camiseta.

—Ivy me ha dado tu número del trabajo — dijo él—. ¿Estás ocupada?

La sonrisa de hoyuelos que Dawn detectaba detrás de la voz, los ojos con reflejos dorados y el pelo siempre revuelto, le provocaron una respuesta inmediata y visceral justo donde sus células combinadas se dividían y multiplicaban. Maravilloso.

—Depende de lo que entiendas por ocupada —contestó—. No tengo que salir por la puerta en los próximos cinco minutos, pero tengo que archivar este informe en media hora. ¿Qué pasa?

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Ryan y yo hemos ido a casa de Elijah.

-¿Y?

—Y... no sé. El lugar estaba bastante limpio, aunque es posible que haya recogido un poco el chico al oírnos porque ha tardado en abrir la puerta. Parecía haber comida de sobra en la casa y todos los aparatos funcionaban. Eli nos ha enseñado su material escolar, así que eso también parece verdad. Y Ryan no ha visto indicaciones de malos tratos.

—¿Y el padre?

—Es difícil decirlo. El chico lo protege mucho, eso desde luego. Y Ryan ha hablado con él y me ha dicho que las medicinas que ha encontrado eran básicamente analgésicos para el dolor de espalda. Jacob es más joven de lo que parece a primera vista, unos cuarenta y tantos. Elijah jura que su padre no bebe y yo me siento inclinado a creerlo. La espalda le causa muchos dolores, pero no corre ningún peligro inmediato.

—¿Alguna posibilidad de que mejore?

—Ni idea. Jacob dice que su médico está en Claremore y es el que le da las recetas y le hace las revisiones, pero como no tiene ningún seguro, no parece que nadie pueda hacer más.

—¿Sabes si se hizo daño en el trabajo? —preguntó Dawn.

—No me lo ha dicho. ¿Por qué?

—Porque podría cubrirlo su seguro de trabajador. Me parece que alguien puede intentar negarle lo que se le debe. Dile que busque consejo legal y descubra qué opciones tiene. ¿De qué te ríes?

—De que no me gustaría enfrentarme a ti en un caso. Casi puedo ver cómo te brillan los ojos desde aquí.

Dawn sonrió.

—¡Pobre hombre! ¡Y pobre Elijah! ¿Qué ha sido de su madre?

—Murió cuando Eli era pequeño. No hay abuelos ni ningún otro pariente que el chico conozca o que Jacob confiese. Están los dos solos, pero no parece haber motivo para mezclar a las autoridades. Con eso sólo podríamos causar más problemas.

—¿Estás seguro?

—Si creyera que el chico corre un peligro real, ¿no crees que Ryan y yo haríamos algo?

Dawn suspiró.

—Supongo que sí. ¿Pero estarás pendiente de él?

Cal soltó una risita.

—Ese lado tuyo sentimental casi anula el miedo que causan otras facetas tuyas.

—¿Eso pretende ser un cumplido?

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—No, sólo una observación —hizo una pausa—. Bien, a riesgo de entrar en terreno peligroso, ¿cómo te encuentras? ¿Sigues con náuseas?

—No, no. Sólo a veces por la mañana. Pero por lo demás estoy bien.

—¿Comes bien? ¿Descansas bastante?

—Sí, Cal. Sé cuidarme.

—¿Has encontrado ya un médico?

—Sigo buscando.

—¡Maldita sea, Dawn! ¡Estás de casi cuatro meses!

—Sé de cuánto estoy —ella bajó la voz—. De diez semanas. ¡Dios mío! ¿Eso significa que ahora vas a llamar todos lo días?

—Puede. ¿Vas a eludir mis llamadas?

—No. Eso sería... muy infantil.

—Eso mismo pienso yo, pero con las mujeres nunca se sabe.

—Y eso es un comentario machista.

—Vamos, no te enfades. Sabes que te estoy tomando el pelo.

—¿Cómo va todo por el rancho? —suspiró ella.

—Bien —repuso él.

—Mira, tengo prisa y...

—Sólo una cosa más y te dejo. ¿Vendrás a casa por Navidad?

—¿Qué? Oh, no sé. No lo he pensado aún. Depende del trabajo que tenga...

—Porque estoy pensando en ir yo allí.

Dawn respiró hondo.

-¿Qué?

—Siempre he querido conocer Nueva York. Tú podrías enseñármela. Y empezaríamos a hacer una lista de nombres. Oye, Frank está gritando algo del granero, tengo que dejarte. Ya te llamo, ¿vale?

Colgó antes de que ella pudiera contestar.

¿Cal en Nueva York? La idea era tan ridicula como... como que metiera uno de sus caballos en un avión y lo enviara allí. La idea de que recorriera las calles que ella recorría todos los días, de ver por sí mismo lo que ella daba por sentado... se sentara en el sofá de su minúsculo apartamento del Upper Westside, estirara las piernas sobre la alfombra turca...

¿Y nombres?

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Hizo una mueca. Para entonces ella estaría embarazada de seis meses.

¿Y si volvía a ceder a la tentación de acostarse con él?

Cal se recostó en su sillón del estudio con un pie apoyado en el escritorio viejo que olía todavía al tabaco de pipa de su padre siempre que abría el cajón del centro. Hablar con Dawn siempre le traía recuerdos de su infancia. Los dos habían estado muy unidos hasta el instituto, cuando Dawn empezó a dar clases extra para graduarse antes de tiempo.

¿Se había alejado ella?

¿O la había dejado marchar él?

—La comida está en la mesa —dijo Ethel desde la puerta—. Si es que puedes dejar de soñar despierto y comer, claro.

Cal bajó los pies al suelo.

—No estoy soñando.

—No, estás pensando ir a Nueva York para ver a Dawn.

—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Estabas escuchando en la puerta?

—Pasaba de camino al baño y tú hablas muy alto —cruzó los brazos sobre su sudadera roja con letras doradas—. Y no me digas que estás pensando traerla a rastras aquí como un cavernícola.

—Ethel, créeme... —Cal se puso en pie y se desperezó—. Aunque fuera lo bastante idiota para tener esa idea, no soy tan tonto como para creer que daría resultado.

Un momento después estaba sentado frente a una ensalada de patatas y un sandwich.

—¿Tú te acuerdas de cuando Ivy esperaba a Dawn?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Tienes idea de quién era el padre?

La mujer negó con la cabeza mientras le servía una taza de té.

—Para nada. Ivy nunca lo dijo. Yo creo que no era de aquí. O quizá estaba casado. O las dos cosas.

—¿Y qué decía la gente de ella?

Ethel se sentó enfrente de él y empezó a pelar un huevo duro.

—¿Tú qué crees? Algunos se lo tomaron como un insulto personal, sobre todo los que ya estaban predispuestos a creer que Ivy era un poco rara. A otros, como a tu madre, les daba igual. ¿Por qué lo preguntas?

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—No estoy seguro. Siempre pensé que Dawn se había ido de aquí porque tenía planes más importantes para su vida que los que podía realizar aquí, pero ahora... No sé por qué pienso en esto. No cambia nada.

Ethel terminó su huevo y movió una mano en el aire.

—Oh, casi se me olvida. Ha llamado Sherman Mosley y dice que ya tiene tus papeles. Será un desastre cuando se jubile. ¿A quién le va a apetecer tener que desplazarse hasta Claremore sólo para hacer testamento? Sería una oportunidad para una abogada inteligente que buscara un trabajo tranquilo después de ser madre.

—¿Pero tú no has dicho que no la arrastre hasta aquí como un cavernícola?

Hay una diferencia entre obligar a alguien contra su voluntad y ponerle un cebo delante.

—Ya se lo he puesto y no le interesa. Se marchó de Haven por un motivo, ¿sabes?

—Claro que sí. Lo que no sé es si ella sabe cuál es ese motivo. O si lo sabes tú. ¿Has terminado ya con ese plato?

—Ya ves que no. ¿Y qué narices quieres decir con eso?

—Que no creo que esa chica se fuera por sus ambiciones ni por lo que algunos puritanos dijeran de su madre soltera. Creo que se fue por ti, creo que sigue lejos por ti y creo que, si quieres que haya alguna posibilidad de que criéis juntos a ese niño, tendrás que descubrir cuál es ese motivo.

Cal dejó el vaso de té en la mesa.

—Yo no la eché de aquí.

—Yo no he dicho eso. Aunque seguramente no ayudó mucho que te viera perseguir a todas las chicas del instituto.

—¿Crees que Dawn estaba celosa?

—Tampoco he dicho eso, pero yo veía cómo te miraba cuando erais pequeños.

—La invité a salir una vez y me rechazó.

—¿Cuándo fue eso?

—No sé. En noveno curso, creo.

—¿Y quieres hacerme creer que te rechazó en serio?

—Bueno, veamos. Yo le pregunté si quería ir al cine conmigo un sábado y ella me dijo: «¿Y por qué iba a querer yo semejante cosa?» Si hay otro modo de interpretar eso, me gustaría saberlo.

—¿Y no puede ser que la pillaras por sorpresa y eso fue lo primero que se le ocurrió? ¡Por el amor de Dios, Cal! ¿Cuántas yeguas has criado que acepten la brida a la primera?

Él frunció el ceño.

—¿Quieres decir que tenía que haberlo vuelto a intentar?

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—Desde luego.

—¿Y dónde estabas hace dieciséis años, cuando tu consejo podía haberme servido de algo?

—Todos los hombres Logan aman mucho — musitó Ethel—. En algunos casos, como el de tu padre, demasiado. Cuando sufren, sufren de verdad. Tanto que a veces les resulta más fácil rendirse que volver a intentarlo. Tanto Ryan como Hank estuvieron a punto de dejar que el dolor de una pérdida les impidiera encontrar la felicidad. Y tu padre... —suspiró—. Dios sabe que yo tenía una alta opinión de él, pero el luto es un proceso, no un destino.

—Yo no estoy de luto. No puedes llorar lo que nunca has tenido. Y lo nuestro nunca podría haber salido bien. Ella se habría ido de todos modos.

Ethel se encogió de hombros.

—Si tú lo dices...

Cal se puso en pie.

—Vale, ya que eres tan lista, supongo que no tendrás alguna sugerencia sobre nuestra situación actual.

—¿Yo? Claro que no. Yo jamás metería la nariz donde no me llaman.

—Tengo trabajo —murmuró Cal. Se puso el sombrero y salió por la puerta.

—¡Y que lo digas! —gritó ella.

Capítulo 5

LA MUJER que se sentaba frente a Dawn en la clínica legal de East Harlem era parecida a docenas de otras a las que había ayudado en los últimos cuatro años. Variaba el color de su piel, sí, y unas tenían tanto sobrepeso que apenas podían sentarse en la silla de plástico mientras otras estaban delgadas hasta el límite de lo permisible, pero la expresión de desesperanza de sus ojos azules, negros o marrones era siempre la misma.

Valerie Abernathy tenía ya cuatro hijos a los veintidós años. El padre del último se había marchado tres meses atrás. Ella había ido allí porque una agencia de cobros la llamaba diez veces al día sobre una deuda de la que ella afirmaba no saber nada.

—No lo entiendo —decía, con el bebé de seis meses en los brazos mientras los otros niños asaltaban la cesta de juguetes del otro extremo del pequeño despacho de Dawn—. Todo iba bien entre nosotros y de pronto sale con éstas.

Sus historias también eran parecidas. Al oírlas, Dawn pensaba en sus dientas de divorcio del bufete, que se peleaban con sus todavía maridos por quién se quedaría qué casa y quién el Miró o el Peugeot. ¿Alguna de ellas tendría una idea de lo que era tener que pelear por unos dólares a la semana para que sus hijos no pasaran hambre? Pero ricas o pobres, la canción era la misma.

«Creía que podía confiar en él».

«Creía que había tomado la decisión correcta».

«Créame, querida, por muy bueno que sea el sexo, no es suficiente».

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No, la sociedad no distinguía si las mujeres se habían unido a sus hombres por motivos equivocados o por motivos acertados. Al final, todas acudían a pedir ayuda para arreglar el desastre al que las había llevado el amor.

—Señorita Gardner, ¿se encuentra bien?

Dawn volvió al presente. Latesha, una niña de tres años con una docena de trenzas en la cabeza, levantó los brazos para subirse a su regazo. Levantó a la niña y le dio un lápiz y un papel para hacer garabatos.

—Sí, perdona —dijo—. La próxima vez que te llamen, les dices claramente que es ilegal que te acosen de ese modo y que tú no eres responsable de las deudas de tu novio aunque él les diera tu nombre. Y que si vuelven a llamar, tendrán noticias de tu abogada.

Valerie abrió mucho los ojos.

—¿No podría llamarlos usted?

El miedo de su voz estuvo a punto de vencer la determinación de Dawn, pero negó con la cabeza.

—Saben que lo que hacen es ilegal, pero oyen la voz de una chica joven y creen que no sabe nada. Para eso no necesitas un abogado —dijo con gentileza—. Además, recuerda lo que hemos hablado. Puedes hacer mucho más por ti misma de lo que tú crees, ¿de acuerdo?

La joven hizo una mueca.

—Supongo que sí —suspiró—. Pero estoy harta de ir recogiendo detrás de ese imbécil — sonrió—. ¿Le he dicho que hemos firmado todos esa petición para que la dirección de la finca arregle la basura en la que vivimos?

—Sí. Y creo que tenéis un caso muy bueno. Ahí es donde sí necesitáis un abogado.

—¿Sabe que todavía no ha ganado nadie contra ellos?

—Siempre hay una primera vez —sonrió Dawn.

La chica se levanto y llamó a sus hijos. Latesha se bajó de las rodillas de Dawn y fue hacia ella.

—Usted no acepta tonterías de nadie —dijo Valerie.

—Si puedo evitarlo, no.

La chica se echó a reír.

—Hay mucha gente que va a lamentar mucho que se vaya.

—¿Irme? Yo no voy a ninguna parte.

—Oh, no quiero decir ahora, pero ninguna de ustedes se queda mucho tiempo. Bueno, excepto la señorita Menéndez, pero ella es distinta. Todos los demás se van antes o después. Pero no importa. La vida es así. Bien, ya le contaré cómo acaba todo.

Cuando se quedó sola, Dawn apoyó un momento la cabeza en los brazos. Eran más de las ocho y el bufete no esperaba que pasara más del diez por cien de su tiempo con casos gratuitos, lo

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que implicaba que tenía que hacer parte de lo que ella consideraba su «verdadero trabajo» en sus horas libres. Sabía que necesitaba comer, pero estaba demasiado cansada para hacer algo al respecto. Suspiró. Si ya se sentía así, ¿qué iba a pasar cuando estuviera de ocho meses?

—¿Te echo una manta por encima y apago la luz?

Dawn sonrió a la voz de Gloria Menéndez y miró el rostro todavía hermoso de la mujer de cincuenta y tantos años rodeado por una melena de rizos castaños espesos.

—No me tientes.

—Tengo algo mejor con lo que tentarte —dijo su jefa—. Comida china.

—Hecho —Dawn abrió el cajón inferior de la mesa y sacó su bolso—. Pero antes tengo que ir al baño.

—¿No has ido hace media hora?

—Demasiado té —Dawn salió de la estancia.

Unos minutos después, las dos mujeres caminaban por Lexington Avenue en dirección al restaurante chino en el que Dawn pasaba más tiempo que en su apartamento. Gloria se colgó de su brazo.

—Bueno, ¿cuándo pensabas decírmelo?

—¿El qué? —el aroma a rollitos de primavera y arroz frito animó a Dawn a apretar el paso.

—Se te empieza a notar.

Dawn se quedó inmóvil.

-¿Sí?

Gloria asintió.

—Ya sé que usas todavía la misma ropa, pero tu rostro está más lleno, tus senos son más grandes y vas al baño cada cinco minutos. ¿Cuándo lo esperas?

Dawn apretó un momento los labios.

—La primera semana de abril.

—¿Y el padre es...?

—Nadie que conozcas. Y si no me como un rollito de primavera en los próximos cinco minutos, no voy a ser responsable de mis acciones.

—Muy bien. Pero no creas que así me vas a hacer cambiar de tema.

Gloria cumplió su palabra.

—Habla —dijo en cuanto estuvieron sentadas.

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Y Dawn se lo contó todo excepto que Cal llamaba casi todas las noches porque no quería que se hiciera una impresión falsa sobre su relación.

—¿Y en serio crees que va a funcionar?

Dawn observó a la camarera servirles la comida, que las dos atacaron con ganas.

—¿Cómo crees que vais a criar juntos a ese niño con tanta distancia entre ambos? —preguntó Gloria.

—Mucha gente lo hace —murmuró Dawn con la boca llena de arroz.

—No es verdad. Y tú, que te pasas la vida intentando que los padres se responsabilicen de sus hijos, quieres apartar al tuyo de su padre.

—No es cierto. Por lo menos no todo el tiempo —hizo una mueca—. Yo no he dicho que sea perfecto. Y por lo menos se lo he dicho a él.

—¿Quieres una medalla por eso?

—No. Pero algo de apoyo no me vendría mal. Mi hogar ya no está allí, sino aquí. Hasta Cal comprende eso.

—El hogar no es un lugar físico, querida. Es donde está la familia.

—¿Y de qué folleto has sacado eso?

Gloria apuntó los palillos en dirección a Dawn.

—Ten cuidado, el cinismo da gases. Además, una frase cursi no tiene por qué ser mentira —achicó los ojos—. ¿Y dices que Cal es un viejo amigo?

—Desde que éramos niños, sí.

—¿Y luego ya no?

—Luego menos.

—Pero te acostaste con él.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—No estoy segura. Pero tú tampoco.

—Fue sólo una aventura, ¿vale? Una aventura de una noche impulsiva y estúpida. Combinada con una amistad que más o menos se acabó cuando llegamos a la pubertad. Yo no veo una base muy sólida para el matrimonio, ¿tú sí?

Gloria enarcó las cejas.

—¿Quién ha dicho nada de casarse?

—Bueno... tú. ¿No?

—No, querida. Tú has sido la primera en decir esa palabra.

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Dawn se metió un trozo de brócoli hervido en la boca.

—Pues finge que no lo has oído, porque no es una opción.

Comieron un minuto en silencio.

—¿Cómo es él?

—Gloria, no quiero...

—Seguiré dándote la lata hasta que me lo digas, así que más vale que lo hagas ahora.

—Está bien. Es... No sé. Un hombre normal. Muy alto, pelo castaño claro, ojos verdes, una sonrisa estupenda, con hoyuelos.

—¿Hoyuelos?

—Sí, hoyuelos.

—Yo te pregunto qué clase de persona es.

Dawn pensó un momento.

—Tranquilo. Honrado. Sincero. Se le dan bien los niños y los animales. Cría caballos, ¿te lo he dicho ya?

—¿Vaqueros desgastados y botas desgastadas? ¿Robert Redford en El hombre que susurraba a los caballos?

—Más o menos. Pero sin la parte blanda.

Gloria parpadeó.

—¿Y por qué no te gusta?

Dawn levantó una mano en el aire.

—Tendrías que haber visto a las chicas con las que salía en el instituto. Y te aseguro que salió con muchas...

—¿No dices que vivíais en un pueblo?

—Pero lo olfateaban desde todo el noreste de Oklahoma. Y si vieras a esas chicas y las compararas con lo que ves aquí —se señaló a sí misma—, lo comprenderías. Yo no soy, ni remotamente, lo que Cal Logan busca en una compañera.

—¿Te lo ha dicho él?

—No hace falta. Ha estado claro desde el día que cumplimos doce años. ¿Y ahora podemos dejar ya el tema?

—Como quieras —Gloria hizo una mueca y masticó en silencio—. ¿Cuándo te dirán si te van a hacer socia del bufete?

Dawn respiró hondo.

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—El viernes.

—¿Crees que tienes probabilidades?

—Teniendo en cuenta cómo me han explotado en los últimos años, espero que sí. Mis horas facturadas bajaron un poco el año pasado, pero las de los demás también —se inclinó hacia delante—. Oí hablar a dos abogados de divorcios y decían que había menos casos porque la gente ya no se puede permitir divorciarse.

Gloria soltó una risita.

—Pero pasas mucho tiempo aquí. Seguro que eso no les gusta mucho.

Dawn hizo un gesto con la mano.

—Nunca ha interferido con mi trabajo en el bufete —sonrió—. Tengo un buen presentimiento. Tengo la sensación de que va a haber un cambio importante en mi vida.

Su amiga enarcó las cejas.

—¿Y si ese cambio no te lleva en la dirección que has planeado?

—Tiene que llevarme. He trabajado mucho y... —se encogió de hombros y se metió una gamba en la boca—. Tiene que llevarme.

Lo que a Crawford Reynolds, el socio fundador del bufete, le faltaba de estatura, lo suplía de sobra con su elegancia, desde el corte caro de sus trajes grises hasta el estilo de su pelo o la manicura de sus uñas.

Hasta que abría la boca y parecía que hablaba Robert De Niro.

—Y bien, Dawn —dijo desde el sillón de cuero negro situado detrás de su enorme escritorio—. Supongo que sabes por qué te he llamado.

La joven, sentada frente a él en una de las sillas tapizadas de gris a juego con la moqueta del despacho, asintió con la cabeza.

—¿Ya habéis tomado una decisión?

Él la miró a los ojos un momento y luego se levantó, dio la vuelta a la mesa y se sentó en el borde enfrente de ella.

—Eres muy trabajadora, de eso no hay duda. Y eso me gusta —unió las dos manos en el regazo—. Por desgracia, algunos de los socios se cuestionan si estás tan entregada al trabajo de aquí como a tus clientes gratuitos. No me interpretes mal, todos valoramos tu altruismo, pero esto es un negocio. Y no podemos evitar pensar que quizá tu atención está más dividida de lo que nos gustaría.

—Entiendo. Pero la mayor parte del trabajo que hago gratis lo hago en mi tiempo libre. Y no permito que interfiera con mi trabajo del bufete ni jamás he retrasado un proyecto...

—Eso mismo les dije yo a los demás. Pero creo que algunos de mis colegas detectan cierta... falta de entusiasmo por tu parte, como prueban tus horas de facturación, que han bajado.

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—¡Pero han bajado las de todo el mundo!

—Cierto. Pero creo que debo decirte que hemos tenido algunas quejas de clientes que pensaban que no les dedicabas toda la atención que esperaban a cambio de su dinero.

Dawn se sonrojó a su pesar. Pero consiguió que no le temblara la voz.

—Nunca he descuidado a un cliente. Lo juro.

—Estoy seguro de ello. Pero parte del éxito en un bufete como el nuestro es saber qué clientes necesitan más atenciones. Y el consenso parece ser que tus otros deberes te distraen de entregarte al cien por cien aquí.

Dawn tragó el nudo duro y caliente que tenía en la garganta.

—Yo no era consciente... supongo que hay áreas en las que podría mejorar...

—Lo siento, Dawn —dijo Crawford con gentileza—. Los demás socios no creen que seas una trabajadora de equipo —la miró a los ojos—. Pensamos que serías más feliz trabajando en otro entorno.

—¿Me estás... despidiendo?

—Las cosas están difíciles en todas partes y tú lo sabes. Eres lista y concienzuda, pero tus cualidades no se corresponden con lo que necesitamos en este momento —se levantó y le tendió la mano. ' La joven se levantó a su vez. A pesar de los zapatos bajos que había decidido prudente llevar ese día, era un poco más alta que él—. ¿Tres semanas son tiempo suficiente para atar los cabos sueltos?

—Me iré de aquí en dos —contestó ella, arrepentida de no haberse puesto tacones de doce centímetros.

Dawn, que estaba sentada en pijama en el sofá, se llevó un cojín al estómago y trató de desconectar de la risa apagada del vecino que se filtraba por la pared de la sala. Desde que vivía en la ciudad, había aprendido a incluir en la palabra «silencio» todos los ruidos que no tenían que ver con ella. Normalmente saboreaba su soledad y dejaba que la consolara de las exigencias y presiones de su vida. La vida que había elegido. Pero esa noche parecía burlarse de ella y obligarla a pensar en lo único que había jurado que no haría nunca:

Fracasar.

Se sentía hueca por dentro. Miró su apartamento, muy pequeño, sí, pero una ganga para Manhattan, y no sintió la satisfacción de otras veces.

Durante casi un mes había usado el trabajo como una barrera contra la realidad. Pero esa noche, enfrentada a esa realidad nueva, se dio cuenta de que había estado tan ocupada ayudando a otros a juntar los trozos de sus vidas rotas, que no había notado las heridas sangrantes de la suya.

Había pasado doce años estudiando y trabajando en persecución de un objetivo que ya ni siquiera podía definir. Doce años sin parar nunca, sin respirar, para no dar ocasión a que nadie pudiera adelantarla y llegar a la meta antes que ella.

¿Pero cuál era la meta? ¿Y quiénes eran esos fantasmas de los que tan decidida estaba a ir por delante?

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Se tumbó de lado, más confusa de lo que recordaba haber estado nunca, y en ese momento sonó el teléfono inalámbrico.

-¿Sí?

—¿Dawn? ¿Qué pasa? —la voz de él sonaba teñida de aprensión—. ¿Pasa algo con el niño?

—No, no, el niño está bien, pero... —apretó el cojín con más fuerza contra su estómago—, no me han hecho socia —dijo en voz baja—. Me han despedido.

—¿Son idiotas o qué les pasa? Tú te has dejado la piel por ellos. ¿Y no habías dicho que creías tener muchas posibilidades?

—Sí, pero al parecer no era cierto —le contó lo ocurrido.

—¿Sabes una cosa? —preguntó Cal cuando terminó—. En algo sí que tienen razón. Tu sitio no está allí. Si no te saben valorar, es que no te merecen. Encontrarás un trabajo mucho mejor, ¿me oyes?

La joven no pudo reprimir una sonrisa.

—Hablas con mucha seguridad para ser alguien que no sabe lo que hago.

—Sí, bueno, te conozco desde que eras una pequeña sabelotodo...

—¡Eh!

—Y siempre has sabido lo que querías y casi siempre lo has conseguido. Sé que no estás habituada a los contratiempos y esto no es más que eso... un contratiempo pasajero.

Dawn parpadeó.

—¿No me vas a decir que esto es una señal para que vuelva a Haven?

Hubo un silencio.

—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó él con un tono de sorpresa que parecía auténtica—. ¿Tu trabajo allí ha terminado?

—Bueno, no, pero...

—¿Y entonces por qué vas a volver aquí? ¿Qué hay de ese despacho gratuito?

—¿Qué pasa con él?

—Si no encuentras trabajo en un bufete más grande, seguro que podrían contratarte a tiempo completo.

Dawn se incorporó en el sofá con el corazón latiéndole con fuerza.

—¡Tienes razón! Ganaría mucho menos dinero, pero tengo ahorros para tirar una temporada hasta que salga otra cosa.

—Y de todos modos tú prefieres hacer ese trabajo, ¿no?

Dawn tenía la sensación de que una nube oscura y negra hubiera abandonado su cerebro.

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—Sí. Claro que sí. Gracias, Cal. Gracias. Gracias por llamar en este momento, por ser un pesado, por... —sujetó el auricular con fuerza— por „ estar ahí.

Él tardó un momento en contestar.

—De nada, querida.

Y colgó antes de que los dos se pusieran más sentimentales de lo que ya estaban.

Cal miró el teléfono durante casi un minuto antes de levantarse y salir del estudio. Se acercaba la hora de encerrar al rebaño para la noche y todavía tenía cosas que hacer y que no podía hacer el viejo Frank, su único ayudante en ese momento, ya que no podía permitirse contratar a otro y conservar a Frank, y por nada del mundo pensaba prescindir de éste después de los años que llevaban juntos.

La tristeza de la voz de Dawn casi había sido más fuerte que él y no había podido evitar animarla, pero lo curioso era que había hablado en serio. Seguramente estaba loco, pero él pensaba que el trabajo duro se debía recompensar.

Y ya que estaba de humor masoquista, en vez de ir directo al granero, pasó por el taller de madera que había construido su padre antes de que él naciera. Hank padre había sido un buen carpintero y enseñado a sus hijos lo más básico. Y a Cal le gustaba construir de vez en cuando una mesa o un armario, disfrutaba con los detalles y lo enorgullecía poder hacerlo.

O, como en aquel caso, rehacerlo.

Respiró hondo el aroma a madera y barniz y se acuclilló en el serrín al lado de la cuna de madera de arce que había bajado del desván la semana anterior y que quería barnizar. Pasó una mano por el borde suave e intentó reprimir la imagen del bebé sin dientes que acudía a su mente cada vez que miraba la cuna. Porque la cuna era para el bebé, no para él. Y no le serviría de mucho si no estaba allí.

Y a él no le servía de mucho desear cosas que no iban a ocurrir.

Uno de los perros se acercó a él y Cal lo acarició.

—Deberías haber oído cómo se ha animado cuando le he sugerido un modo de que se quede allí —miró la cuna con el ceño fruncido—. Me pregunto si costaría mucho enviarla a Nueva York.

La única respuesta del perro fue colocarse de modo que Cal pudiera rascarle el lomo.

—Muy bien —anunció Dawn a la mañana siguiente cuando entró en el despacho de Gloria quince minutos antes de que abrieran al público—. Tengo noticias buenas y malas. Primero las buenas —se quitó el abrigo fino y lo dejó en una silla—. Si todavía me quieres, ya no hay impedimento para que trabaje aquí toda la jornada.

Gloria dejó en la mesa la carpeta que tenía en la mano.

—No te han hecho socia.

—No. ¿Y sabes por qué? Porque, según el hombre para el que he trabajado cuatro años, mi lealtad está dividida. ¿Y sabes qué? Tiene razón. Lo que quiero hacer no es eso, sino esto. Pero tuvo que decírmelo Cal para que me diera cuenta.

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-¿Cal?

—Me... llamó anoche y me dijo que mi trabajo aquí no ha terminado, que no puedo rendirme y que si no había pensado en trabajar más horas aquí —se sentó en la silla que había ante el escritorio—. ¿Qué te parece? ¿Recuerdas que dijiste que podías conseguir una beca para mi sueldo? No espero ganar tanto como en el bufete, por supuesto, pero puedo vivir con mucho menos.

—No es eso.

Dawn se echó hacia atrás en la silla. La expresión de Gloria no le gustaba nada.

—No me digas que me has tomado el pelo todo este tiempo.

—Si crees eso, necesitas que te revisen la cabeza. Sabes que mataría por tenerte aquí a jornada completa.

—¿Y cuál es el problema?

—El problema es... —Gloria suspiró con fuerza—, que cierran esto a finales de mes.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque pueden. Y porque hay poco dinero. Creen que pueden ahorrarse unos dólares si fusionan este despacho con el de la calle 135. Yo sabía algo desde hace un mes, pero nada seguro hasta ayer. Y no te he dicho nada porque esperaba que te hicieran socia y que entonces no te importara tanto, que tendrías cosas mejores y más lucrativas.

—Pues no es así.

—Lo siento.

Dawn respiró hondo.

—¡Cielo santo, Gloria! No vas a perder tu empleo, ¿verdad?

La mujer negó con la cabeza.

—Quieren que dirija el despacho de la calle 135, ya que el director de allí se jubila ahora. Pero no puedo llevarme a nadie de aquí.

Dawn se levantó como en una nube y se dirigió a su despacho, lleno todavía de carpetas de casos. Gloria se acercó y le pasó un brazo por los hombros.

—¿Tienes idea de lo que vas a hacer?

—No —tomó la carpeta de Valerie Abernathy y pensó en sus cuatro hijos—. ¿Cómo me voy a ir de aquí y dejar a esta gente?

—No quiero parecer dura, pero esta gente estaba aquí antes de que vinieras y seguirá estándolo cuando te marches. Y no te lo tomes a mal, pero tampoco eres una especie única. Mientas en esta ciudad haya bufetes preocupados por su imagen, habrá abogados jóvenes dispuestos a luchar por nosotros.

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—Yo he puesto en peligro mi carrera por esto —musitó Dawn—. No me pongas al mismo nivel de los recién licenciados que están deseando que termine su período de seis meses de trabajo gratis.

—Ya lo sé. Pero también tengo la impresión de que te has sumergido en el trabajo para eludir la realidad.

Dawn sonrió con sequedad.

—¿Ah, sí? ¿Y tú no?

—Está bien, mira a tu alrededor. Esto es mi vida y lo ha sido durante casi veinticinco años. Gano poco, he perdido dos maridos por esto y, con franqueza, no sé si ha valido la pena.

—¿Y por qué sigues aquí?

—Porque no se me ocurre nada que me apetezca hacer más.

—¿Y por qué voy a ser yo diferente?

—Porque lo eres. Porque estás embarazada de un hombre que quiere criar al niño, un hombre al que le importas lo bastante para ayudarte a pensar cómo puedes seguir viviendo aquí y porque les debes al niño, a él y te debes a ti intentar que lo vuestro funcione juntos, no con él en un sitio y contigo en otro.

—Un momento. ¿Por qué de pronto hablas de Cal y del niño?

—Porque te guste o no, ésa es tu vida en este momento. Yo sé que ayudar a la gente es para ti tan natural como respirar. Y nuestros clientes también lo saben. Pero Nueva York no es el único lugar de la Tierra donde puedes hacer eso. Si de verdad quieres cambiar algo, vuelve a casa, reconcíliate con el padre del niño, con que vas a ser madre y con lo que quiera que te impulsara a venir aquí en primer lugar. Y deja que tu luz brille tanto como ha brillado aquí. Pero si te escondes en el otro extremo del país en lugar de afrontar lo que necesitas afrontar, eres tan víctima como cualquiera de las personas que entran por esa puerta.

—¡Yo no soy una víctima!

—Pues deja de actuar como si lo fueras. Mira, si este despacho no fuera a cerrar, puedes estar segura de que habría hecho lo que fuera preciso por tenerte aquí a jornada completa. Así que Dios, en su infinita sabiduría, ha retirado esa tentación para las dos.

Dawn miró las carpetas de su mesa.

—No tenía que ocurrir así.

—O puede que sí —Gloria la abrazó—. Puede que sí.

Un mes justo después de que Dawn se marchara del pueblo, Cal estaba de pie con los brazos cruzados sobre la chaqueta vaquera observando a los pasajeros que salían por la puerta. Tenía que haber ido Ivy, pero lo había llamado una hora atrás para decirle que una de sus pacientes se había puesto de parto y pedirle que fuera a buscar a Dawn al aeropuerto.

De pronto la vio, con el rostro tenso, sin maquillaje, con el pelo recogido en una trenza enrollada en la cabeza.

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Y el vientre empujando levemente contra una sudadera gris.

Ella también lo vio y se acercó insegura, sin sonreír. Cal comprendió en ese momento lo mucho que había deseado que volviera a casa.

Pero no de ese modo. No porque no tenía otra opción.

Observó la expresión de derrota de su cara, tan fuera de lugar como la nieve en agosto, y se dio cuenta de que sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de restaurarle lo que había perdido.

Abrió los brazos y la mujer a la que ya no podía seguir negando que amaba se echó en ellos.

Capítulo 6

CAL PASÓ una mano por el frigorífico nuevo y reluciente.

—¿Cuándo lo has comprado? —preguntó a Ivy.

Dawn había ido a su cuarto a refrescarse y deshacer el equipaje. Ivy había llegado del parto casi al mismo tiempo que ellos, aunque tenía que salir un rato después para ir a ver a la madre y el niño.

—¿No es una belleza? Parece que Dawn lo encargó en Internet y me lo entregaron por sorpresa hace dos semanas. Es más silencioso que el otro y es agradable no encontrarse los pepinos medio congelados cuando vas a hacer la ensalada —La comadrona miró la puerta y susurró—: ¿Cómo la ' has visto?

—Resignada —Cal se sentó ante la mesa de la cocina—. Es como si un extraterrestre se hubiera apoderado de su cuerpo.

—Ah —Ivy le puso una taza de té delante y se sentó frente a él—. ¿Ha dicho algo sobre sus planes?

—No mucho. Sólo que había decidido no someterse ahora al estrés de buscar trabajo y que esperará aquí hasta que nazca el niño. Ha subarrendado su apartamento por ahora, pero el resto de sus cosas llegarán la semana que viene.

—Bueno, por lo menos sabemos que el niño nacerá aquí —miró a Cal, que se encogía de hombros—. Yo pensaba que eso te alegraría.

—¿Y por qué voy a alegrarme de algo que hace desgraciada a Dawn?

Ivy lo miró un momento a los ojos.

—A mí tampoco me gusta verla así, pero también sé que llorar no es su estilo. Se repondrá, ya lo verás. Es de la gente que aterriza de pie.

—No lo dudo, pero tampoco soy tan tonto como para pensar que se quedará aquí.

—El tema de la conversación entra en la zona donde puede oíros —anunció Dawn, que se había puesto unos vaqueros y un suéter verde—. Y para evitar especulaciones, será mejor que os cuente lo que pienso.

Se sentó a la mesa, entre los dos, bebió medio vaso de leche y tomó la mano de su madre.

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—En primer lugar, he decidido que quiero que me atiendas en el parto.

Ivy dio un respingo.

—¿Estás segura?

—Por supuesto. Y en segundo lugar —observó un momento su vaso—. La economía se arreglará en algún momento. Tengo ahorros suficientes para durar un año, sobre todo si vivo aquí. Así que creo que empezaré a enviar currículums en torno al octavo mes a ver qué pasa.

Cal e Ivy intercambiaron una mirada rápida.

—¿Crees que volverás a Nueva York? —preguntó la mujer.

—Puede. Y si no soy lo bastante agresiva para Manhattan, hay muchos otros bufetes en muchas otras ciudades. Hasta entonces, me quedaré sentada viendo crecer mi vientre.

—Maddie nos ha invitado a la comida de Acción de Gracias —dijo Ivy—. Puedes incluirlo en tu agenda.

—¿Ya? Faltan seis semanas.

—Cinco. Y como la boda de Hank y Jenna es poco después, Maddie quería tenerlo todo arreglado —su busca empezó a sonar—. ¡Oh, vamos! ¿Quién puede ser ahora?

Se levantó y fue a llamar por teléfono a la sala murmurando entre dientes que las madres primerizas creían que cualquier calambre implicaba que estaban de parto.

Cuando se quedaron solos, Dawn se cruzó de brazos.

—Siento mucho que te haya pasado esto — dijo Cal.

La joven lo miró un instante.

—Eres un embustero.

Cal guardó silencio un momento.

—No miento. Si estás aquí pero desearías estar en otra parte, no va a ser muy divertido para nadie.

—Pero de eso se trata. Yo quiero estar aquí.

—¿Quién miente ahora?

—No, lo digo en serio. Hay cosas con las que necesito aclararme. Y éste es el único lugar donde puedo hacerlo —arrugó la frente—. Para empezar, quiero descubrir quién es mi padre. Y... me gustaría que tú me ayudaras.

—¿Yo? ¿No tendría más sentido preguntárselo a Ivy?

—Ya lo he hecho. Dice que no puede decírmelo.

—Pues quizá haya una razón.

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—¿Cuál? ¿Que es un dictador despótico? ¿Un narcotraficante? ¿Un enano de un circo? Teniendo en cuenta mi altura, dudo que lo tercero sea una posibilidad. Y no hay muchos dictadores déspotas ni narcotraficantes en el noreste de Oklahoma.

—Cierto —sonrió Cal—. ¿Pero por qué? ¿Y por qué ahora?

—Es un hueco que tengo que llenar. ¿Nunca has sentido que tenías que hacer algo y te volverías loco si no lo intentabas?

Cal la miró largo rato.

—Sí. Y a veces los resultados son desastrosos.

Dawn tardó un momento en ruborizarse.

—Y además —siguió Cal—. ¿Por qué crees que yo te puedo ayudar?

—Porque la gente habla contigo, confía en ti —hizo una pausa—. Mientras que seguro que muchos no se sienten muy inclinados a hablar conmigo.

—Eso es una tontería.

—Hay un motivo para que Charmaine me tratara así, Cal. Yo era una estirada en el instituto. No era mi intención, pero me salía así y lo sé. Excepto con Faith, contigo y con dos o tres personas más. Estaba tan convencida de que no tenía nada en común con la gente de mi edad, que no me molestaba en descubrir si era así.

Cal echó la silla hacia atrás.

—¿Crees que tienes algo por lo que disculparte?

—Creo que tengo que hacer las paces con este pueblo. Por el bien del niño, aunque no sea por otra cosa. Y necesito... —respiró con fuerza—. Necesito hacer las paces contigo.

—¿Cómo dices?

Dawn frunció los labios.

—En Nueva York no he tenido tiempo de hacer muchos amigos ni de conservar los de la universidad. Y lo cierto es que no me importaba. Hasta que tú empezaste a llamar todas las noches y... de pronto me di cuenta de que esperaba esas llamadas con impaciencia —sonrió y Cal pensó que el corazón se le iba a salir del pecho—. Tú eres la única persona que conozco que no tiene miedo de reñirme y que se niega a permitir que me tome muy en serio. O que me puede hacer reír cuando es lo último que me apetece.

Se inclinó hacia delante y le tomó la mano.

—Me he dado cuenta de cómo echo de menos lo que teníamos de niños y de cómo deseo que volvamos a ser amigos de verdad.

—Bueno —Ivy entró en la cocina—, parece que no es una falsa alarma después de todo. Me marcho —miró las manos unidas de los dos jóvenes y salió por la puerta.

Cal se puso en pie, agitado.

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—Yo también tengo que irme —tomó su sombrero del perchero al lado de la puerta—. Tengo que ver a las yeguas antes de acostarme —la miró a los ojos—. ¿Va en serio lo de volver a ser amigos?

—Claro que sí.

—Bueno, querida —se puso el sombrero y abrió la puerta—. Si quieres mi amistad, es toda tuya. Siempre lo ha sido, aunque no siempre la hayas querido. Pero si crees que me voy a conformar con una amistad, te equivocas de plano. Llevo veinticinco años viéndote tirar y empujar para que las cosas vayan como tú quieres y puede que sea hora de que empiecen a ir como quiero yo.

Cerró la puerta tras de sí y se dirigió a su coche sintiéndose mejor que en mucho, mucho tiempo.

Aquello no parecía haber ido como ella esperaba.

Dawn estaba en el pequeño porche, abrigada con uno de los ponchos de su madre. Se estremecía en el aire nocturno de octubre, pero no sólo a causa del frío.

En cuanto vio a Cal en el aeropuerto, supo que estaba en apuros. La expresión de su rostro, la compasión, la ternura y la comprensión de sus ojos...

Y la vulnerabilidad de ella del verano anterior no era nada comparada con la de ahora. Sabía que se le pasaría, sí, y que aterrizaría de pie como decía su madre. Pero de momento sólo deseaba aterrizar en los brazos de Cal.

Que fue exactamente lo que hizo en el aeropuerto. Pero estaba también el tema de que eso de la comprensión y la compasión eran parte de Cal, sí, pero hasta que una empezaba a pensar en algo más.

Porque pensar en algo más con Cal era una tontería. Él seguía siendo él y ella seguía siendo ella. En todo caso, eran ahora más distintos que nunca, debido al tiempo que llevaban separados. Y eso era lo que él no entendía. Y todo aquello de «si crees que me voy a conformar sólo con amistad»... bueno, por desgracia, ella no podía tomarlo en serio.

No se atrevía.

El desastre sería terrible si lo hacía.

Por lo tanto, podían ser amigos, como lo habían sido antes de que las hormonas alteraran el equilibrio de esa amistad.

Y no podían salir de ese camino porque ella corría el riesgo de empezar a creer en fantasías.

Y eso no sería justo para nadie.

Ivy metió el coche en el aparcamiento del supermercado y paró al lado del teléfono público que había junto a la puerta. Echó una moneda y marcó el número que sabía de memoria desde hacía casi treinta años, aunque podía contar con los dedos de una mano las veces que lo había marcado.

Él contestó a la tercera llamada. Ivy se identificó y dijo:

—He pensado que te gustaría saber que ella pregunta por ti. Y creo que es hora de que todos sigamos adelante, ¿no te parece?

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—¡Oh, Dios mío! ¿Eres tú de verdad?

Dawn se volvió y soltó un grito de alegría a ver a la rubia bajita y muy embarazada de pelo rizado y revuelto y un carrito de la compra más lleno de niños que de comida.

—¡Faith Andrews! Ven aquí y dame un abrazo.

Faith había sido su única amiga en Haven, la única compañera de clase aparte de Cal que no le había dicho que la consideraba rara por querer irse a Nueva York.

Una semana después de su regreso, semana en la que Cal había estado demasiado ocupado para darle mucho la lata, el humor de Dawn había mejorado un tanto. Y ese sábado por la mañana, su vieja amiga la envolvió en el mismo abrazo con aroma a vainilla que recordaba del instituto.

—Tu madre me dijo que habías vuelto —rió Faith al soltarla—. ¿Te has tomado un descanso entre trabajo y trabajo?

Dawn miraba con curiosidad a los niños y el vientre de su amiga.

—Sí, algo así —repuso—. ¡Dios mío! Mira cuántos niños.

—¡Mamá! —gritó desde el carrito una niña de unos seis años con los mismos rizos amarillos y ojos azules de su madre—. Jake no deja de pegarme.

—Jake, deja en paz a tu hermana.

—¡Me ha robado la piruleta! —dijo el único niño del grupo, un rubio pecoso de unos cuatro años.

—Crystal, ¿le has quitado la piruleta?

—Pero porque él ha chupado la mía. ¡Qué asco!

—¿Y no te da asco comerte la que estaba chupando él?

Aquello pareció callar un momento a la niña. Dawn observaba con una mezcla de horror y fascinación cómo distribuía su amiga de nuevo las piruletas, sacaba un paquete de pañuelos húmedos del bolso y limpiaba las manos de todos sin dejar de escuchar una historia que contaba el niño. Cuando éste se detuvo a respirar, Faith la miró.

—¿Decías?

Dawn carraspeó.

—Tú no eres la única que va a tener un niño.

Faith abrió mucho la boca.

—¡Oh, Dios mío! ¿Lo dices en serio?

Dawn se apartó la chaqueta abierta y alisó el jersey sobre el vientre. Faith movió la cabeza.

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—Alguien me dijo que te habías prometido.

—Rompimos. No es de él.

—¡Oh! —Faith acarició el pelo de la más pequeña—. ¿Tengo que felicitarte o no?

Dawn se encogió de hombros.

—Son cosas que pasan.

Faith hizo una mueca.

—A algunas nos pasa mucho —se puso seria—. Pero a ti no. Tú siempre fuiste muy... no sé. Controlada.

—¡Mamá!

—Escucha —dijo la rubia con un suspiro—. Tengo que llevarlos a casa, ¿pero por qué no vienes a comer un día de la semana que viene cuando la mayoría estén en la escuela? Y como es evidente que pariré antes que tú, puedo pasarte parte de la primera ropa, que la dejan atrás muy deprisa.

Del carrito surgió un grito muy parecido a una alarma de coches.

—Está bien, está bien, ya nos vamos —Faith empujó el carrito—. Pero te llamo, ¿de acuerdo?

Dawn los miró alejarse y volvió a su compra. Ivy le había dado una lista llena de frutas, verduras y otras cosas, que ella amontonaba poco a poco en el carrito. Al entrar en el pasillo de las latas, vio a Elijah Burke, que miraba las revistas de coches del final del pasillo y tenía a sus pies una cesta llena de latas de refrescos y comidas de mi-croondas. Dawn lo vio hojear la revista y deslizaría después con aire casual en el bolsillo de su sudadera de capucha. Tomó la cesta y avanzó en dirección a ella.

—Hola, Elijah —dijo la joven, empujando su carrito delante de él—. No te acuerdas de mí, ¿verdad? Soy Dawn Gardner. Cal Logan y yo te llevamos a tu casa hace un mes. ¿Cómo te va?

—Muy bien. Perdone, tengo que volver...

Intentó pasar al lado del carrito, pero ella lo colocó de modo que no le fuera posible.

—¿Cómo has venido hasta aquí? Esto está lejos de tu casa.

—En la bici —el chico tragó saliva y se ruborizó—. Y tengo que irme...

—Si esperas a que pague yo, puedo llevarte. He traído la camioneta de mi madre, así que podemos poner la bici detrás.

—Gracias, pero no hace falta.

Dawn le pasó un brazo por los hombros.

—Si estás planeando hacer carrera como ladrón, sugiero que lo pienses mejor —susurró. Sacó la revista de la sudadera—. Porque no tienes aptitudes. Y no te atrevas a salir corriendo o lo digo.

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—¿Y por qué cree que no pensaba pagarla? — preguntó el chico con expresión rebelde.

—¿Me tomas por tonta? Vamos —lo soltó para empujar el carrito—. Y deja la revista con mis cosas.

—¿Qué está haciendo? —preguntó él, que echó a andar a su lado.

Ella miró la comida que llevaba en la cesta.

—¿Tienes leche en casa? ¿Fruta? ¿Zumos?

—He comprado lo que me ha dicho mi padre. No tengo dinero para nada más.

—¿Y por eso has robado la revista? ¿Porque no tienes dinero?

El chico hundió los hombros delgados.

—¿Y si hacemos un trato? —preguntó ella.

—¿Qué trato?

—Yo te compro la revista y algunas cosas más y te llevo a casa. A cambio, tú vienes luego o mañana a mi casa y nos ayudas en el jardín. Hay muchas hojas que retirar.

Elijan la miró con la boca abierta.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—¿Por qué es tan buena conmigo?

—¿Porque me gustan los retos? ¿Y bien?

El chico pareció pensarlo un momento.

—¿Podemos comprar también queso?

—Desde luego.

Cuando Cal llegó a la casa el domingo por la tarde, la camioneta de Ivy no estaba allí, pero el maldito GTO sí. Desde el lateral de la casa oyó voces: la de Dawn y la de un chico.

Rodeó la casa y encontró a Dawn y Elijah en el jardín, vestidos los dos con vaqueros y sudaderas grises y cubiertos de trozos de hojas. Ella llevaba el pelo recogido hacia atrás en una única trenza y tenía las mejillas sonrosadas. Sostenía abierta una bolsa grande de plástico negro, que el chico iba llenando. Ella parecía divertirse bastante más que Elijah.

—No me creo que todas esas hojas hayan salido de ese árbol viejo —dijo el chico.

—¿No te has fijado en que las moreras pierden todas las hojas a la vez? —dijo ella—. ¿Con la primera helada?

—No —el chico echó más hojas en la bolsa con expresión de mal humor y Dawn soltó una carcajada.

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—¡Cal! ¿Qué haces aquí?

—Te he traído algo —sonrió el interpelado—. Hola, Eli. ¿Te ha hecho trabajar?

—Como un esclavo —repuso el chico—. Llevo aquí horas.

—Lleva desde la una —aclaró Dawn con ojos brillantes—. Y la mitad del tiempo lo ha pasado comiendo.

—¡No es verdad!

—Sí lo es. ¿Por qué no vas a la parte de atrás y terminas de amontonar las hojas?

—¿Puedo beber agua antes?

—Sí. Y sé exactamente cuánto dinero tengo en el bolso, así que no sueñes con hacer nada raro.

El chico parecía más irritado que molesto, pero dejó el rastrillo y entró en la cocina.

—Lo pillé intentando robar otra vez —explicó ella—. En el supermercado.

—¿Lo pillaron?

—Sólo yo.

—¿Y qué es esto? —tiró de la trenza de ella porque tenía que tocarla de algún modo o iba a explotar—. ¿Chantaje?

Dawn se echó a reír.

—No exactamente. Un intercambio. Le compré la revista que quería robar y algo de comida a cambio de que me ayudara aquí. Claro que en cuanto esto esté limpio, no podré darle ninguna otra cosa. Pero es un comienzo. Bueno, ¿qué me has traído?

Cal le tomó la mano.

—Ven conmigo.

Tiró de ella hasta la camioneta y bajó la puerta de atrás.

—He vuelto a barnizarla y espero que te guste —como ella no contestaba, se volvió a mirarla—. ¿Dawn?

Ella parecía muy sorprendida. Tendió una mano y tocó el borde de la cuna

—Es preciosa —musitó—. ¿La has hecho tú?

—No, la hizo mi padre para Hank, pero la usamos todos. Tenemos que comprar un colchón nuevo, el viejo está muy... ¿Querida? —ella se había llevado una mano a la boca y movía la cabeza—. ¿Qué te pasa?

La abrazó, casi convencido de que se apartaría, pero ella se apoyó en él.

—Es como si esto lo hiciera... real —dijo al fin—. En menos de seis meses habrá un niño ahí dentro. ¡Oh, Dios mío! Necesito sentarme.

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Cal la llevó hasta el pequeño porche y ella se sentó en un escalón.

—¿Quieres que te traiga agua?

—No, no, estoy bien.

No lo miraba, no lo dejaba entrar en lo que la confundía a ella. Y a él lo molestó ya que, después de todo, ella no era la única que iba a tener un hijo de pronto.

—¿Quieres que meta la cuna en la casa? — preguntó con voz tensa.

Se alejó para hacerlo y, cuando volvió con la cuna, ella se levantó y le abrió la puerta.

—¿Dónde la pongo?

—¿Cal? ¿Estás bien?

—Sí. ¿Dónde?

Dawn lo miró con expresión confusa y preocupada.

—Hum... no lo sé —se oyó un portazo en la puerta de la cocina, sin duda porque Elijah había vuelto a salir.

Señaló el suelo de la sala de estar, Cal dejó allí la cuna y los dos se quedaron mirándola como si fuera a explotar. Cuando Cal no pudo soportar más la tensión, decidió cambiar de tema.

—¿Está Ivy?

—No. Está con Ryan y Maddie. ¿Por qué?

—He empezado a hacer preguntas. Sobre tu padre.

—¿A quién?

—A Frank. Dice que no sabe nada, pero me da la impresión de que sabe más de lo que dice. Aunque puede que sea mi imaginación, ya que Frank se vuelve cada vez más raro con los años.

Dawn soltó una risita y se agachó a pasar la mano por el borde de la cuna.

—Si tuvieras compasión, dejarías que se jubilara.

—Le pregunté hace cinco años si quería jubilarse y reaccionó como si quisiera cortarle una pierna. Lo único que lo mantiene vivo es trabajar en el rancho, aunque hasta él tiene que admitir que ya no puede hacer tanto como antes...

—¿Y Ethel?

Cal frunció el ceño.

—Tengo una alta opinión de Ethel, pero no creo que sea muy buena arreglando vallas.

—No, tonto —rió ella—. ¿Crees que Ethel sabrá algo de mi padre?

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—Ya le he preguntado. No sabe nada. Pero podemos seguir probando. Alguien tiene que saber algo.

—No necesariamente —suspiró ella—. Quizá ocurrió antes de que mamá se mudara a Haven. ¿Quieres una taza de té?

—No, gracias —Cal se apoyó en la encimera y la vio meter la taza en el microondas—. ¿Y qué pasará si no te enteras nunca?

—Nada —suspiró ella—. No me voy a obsesionar con eso.

—¿Obsesionarte tú? —rió él. Y ella hizo ademán de pegarle.

Así que él le sujetó la muñeca. Sólo para parar el golpe.

Pero luego no le apetecía soltarla, sobre todo porque el pulso de ella se aceleró bajo sus dedos.

Sintió una mezcla de triunfo y excitación, lo cual hizo que le mirara la boca, que tenía abierta, y la conclusión natural fue que no pudo evitar acercar los labios a los de ella.

Y todo lo que quería y necesitaba, todo lo que había tenido miedo de querer y necesitar, todo lo que faltaba en su vida desde la marcha de ella tantos años atrás, estaba justo allí, en aquel beso, en el aroma y el sabor de ella.

—¡No! —dijo Dawn.

Retrocedió con las mejillas encendidas.

—Sólo es un beso amistoso, querida.

—No tiene nada de amistoso y tú lo sabes muy bien.

—Puede que no. ¿Se puede saber de qué tienes tanto miedo?

—Entre nosotros no ocurrirá nada, ¿de acuerdo? —él estuvo a punto de gritar al ver el terror que expresaban sus ojos—. Por eso no puedo estar a solas contigo más de diez minutos; porque dejo de pensar y pierdo el control.

Cal frunció el ceño.

—Perdóname, pero yo no veo el problema. ¿Qué tiene de malo perder un poco el control de vez en cuando?

—¡Que esto es lo que pasa cuando pierdo el control! —puso una mano en su vientre—. Que toda mi vida está descontrolada, que...

—¿Dawn?

Los dos se volvieron al oír la voz de Elijah. El chico los miraba como si deseara estar en cualquier otro sitio.

—He terminado con las hojas, pero tengo que volver; mi padre necesita que le ayude.

—De acuerdo —repuso Dawn con calma, como si no hubiera ocurrido nada de lo anterior—. Voy a buscar mis llaves.

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—Ya lo llevo yo —se ofreció Cal.

—No, voy yo —carraspeó—. Gracias por la cuna. Es muy hermosa.

Cal pensó que era una ironía que, entre todas las mujeres del mundo, tuviera que gustarle precisamente aquélla que estaba loca.

Una mujer loca que también lo deseaba a él. El calor que irradiaba de sus ojos y su piel, el pulso que le latía en la base del cuello, así lo atestiguaban.

Cal tuvo que reprimirse para no echar atrás la cabeza y aullar.

—De nada —consiguió decir. Se acercó a ella—. Esto no termina aquí —susurró.

Capítulo 7

EL MOTOR del GTO era demasiado ruidoso para hablar durante el camino a casa de Eli, pero, por desgracia, no tanto que impidiera pensar.

¿Cómo podía hacerle entender a Cal que no podía permitir que su vida se volviera más caótica de lo que ya era? ¿Que no se atrevía a dejarse absorber por el remolino de necesidad que había visto en sus ojos y sentido en su beso?

—¡Eh! ¡Se ha saltado el desvío! —gritó Elijah—. ¿Qué le pasa?

—Nada —gritó ella a su vez. Dio la vuelta al coche.

—¿Por qué le gritaba a Cal? —preguntó el chico.

—Cosas de mayores. Nada que deba preocuparte. Y cállate. Me da dolor de cabeza intentar hablar con este ruido.

Elijah se cruzó de brazos e hizo una mueca.

Para su sorpresa, y al parecer también la del chico, Jacob Burke estaba vestido en el jardín cuando llegaron e inspeccionaba los restos amarillos de hojas que cubrían la poca hierba que había. Se apoyaba en un bastón de metal y se volvió al oírlos. Su persona irradiaba un resentimiento que casi se podía oler. El perro, que arrastraba la cadena, ladró y se acercó al coche.

Dawn notó que Elijah se ponía tenso a su lado.

—No te preocupes, no diré lo de la revista.

—¿Cree que me importa?

—Sí.

El chico la miró confuso y salió del coche. El perro saltó sobre él y estuvo a punto de tirarlo al suelo.

—¿Ésa es la señorita de la que me hablaste? —preguntó el padre.

—Sí. Ella es Dawn.

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La joven había salido ya del coche, con las manos en los bolsillos de la sudadera. Unos ojos azules, pálidos como el humo pero duros como diamantes, la observaron un rato desde un rostro demasiado delgado pero todavía increíblemente atractivo. Dawn fue de pronto muy consciente de que llevaba sus vaqueros más viejos, con la cremallera abierta para acomodar el vientre, y las deportivas con cordones que no hacían juego.

—Dawn... Gardner, ¿verdad? ¿La chica de la comadrona?

—Así es. ¿Cómo lo sabe?

—Tu madre ayudó a nacer a mi hijo —hizo una mueca—. Mi esposa insistió —dijo con irritación.

—Con mi madre estaba en buenas manos — declaró Dawn, molesta—. Las mejores.

—Supongo. Me habían dicho que te habías ido a Nueva York.

—Es verdad.

Jacob achicó los ojos.

—¿Por qué has vuelto?

—Por motivos personales.

Creyó ver un asomo de sonrisa en la cara de él, pero decidió que había sido un truco de la luz.

—¿El chico te ha causado algún problema?

—En absoluto. Trabaja bien. Pero supongo que usted ya lo sabe.

Jacob la observó varios minutos más en silencio.

—Entra y empieza a pelar patatas —dijo a Elijah.

Cuando se cerró la puerta, se acercó lo suficiente para que ella viera que, a pesar de su delgadez, sus hombros seguían siendo muy anchos.

—Elijah y yo nos hemos arreglado durante nueve años sin la intromisión de nadie y no necesitamos ahora a una señorita de la gran ciudad que quiere salvar el mundo, así que buenos días, no necesitaremos tu ayuda en el futuro.

Volvió a la casa despacio y dejó a Dawn con la impresión de que había entrado de pronto en una película mala de la tele.

No era de extrañar que Elijah tuviera problemas.

Unas semanas después, Dawn comprendía por qué no se había sentido inclinada a tomarse vacaciones antes. Ahora que habían pasado las náuseas del primer trimestre y no tenía nada que hacer, se sentía más nerviosa que descansada, como una batería a la que se le acabara la energía.

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Y el hecho de que sólo se sintiera llena de energía cuando estaba cerca de Cal no hacía nada por mejorar su mal humor.

—¿Dawn? ¿Has oído algo de lo que he dicho?

La voz de Faith la devolvió a la realidad. Sonrió a su amiga, que empujaba un cochecito de bebé disfrazada de calabaza. Era la noche de Halloween y habían salido con los niños a pedir caramelos ya que Darryl, el marido de Faith, afirmaba estar demasiado cansado para dedicarse a pasear por el pueblo.

Dawn guardaba silencio, pero escuchaba las cosas que le contaba su amiga sobre gente en la que no había pensado en siglos mientras iban de puerta en puerta.

—Había olvidado cuánto me gustaba Halloween —dijo cuando todos los niños se pusieron a gritar a la vez en la puerta de la casa de Hazle Dinwiddy.

—A mí todavía me gusta —repuso Faith. Robó un caramelo del botín de alguno de los niños—. ¿Sabías que los caramelos que comes en Halloween no tienen calorías?

—No. Procuraré recordarlo —Dawn tomó a Faith del brazo—. Esto es divertido. Gracias por invitarme a ir con vosotros.

—De nada. Supongo que en Nueva York no haces esto, ¿eh?

—En Manhattan no. Los niños van de puerta en puerta dentro de su bloque, pero la atmósfera no es la misma.

Faith masticó unos segundos, pensativa.

—A mí me volvería loca no poder dejar salir a los niños siempre que quieran o que vayan a casa de un amigo, solos.

Los pequeños atajaron por el jardín de Hazle para ir a la casa de al lado y Heather, la mayor de Faith, gritó a sus hermanos que dejaran de correr.

—Supongo que es distinto cuando se vive aquí —repuso Dawn.

—Supongo —Faith se metió una gominola de fresa en la boca—. Todavía no me has dicho quién es el padre.

Dawn sintió una punzada en el estómago.

—Lo sé. Estoy reuniendo valor.

La rubia se detuvo en seco.

—¡Oh! Eso significa que lo conozco.

—Faith...

—Está bien, está bien, esperaré. ¿Estás deseando que llegue el día del parto?

—Tanto como lanzarme en una montaña rusa sin atarme —suspiró Dawn.

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—Sí, yo también sentía lo mismo con el primero.

—Por lo menos tú estás casada.

Frunció el ceño y deseó retirar aquellas palabras. ¿De dónde había salido eso?

—Eso no lo hace más fácil necesariamente — repuso Faith.

Dawn la miró.

—¿Va todo bien con Darryl?

—Oh, sí. En su mayor parte, sí. Simplemente el matrimonio es... duro. Nos casamos muy jóvenes y yo ya estaba embarazada, así que tuvimos que adaptarnos uno al otro a marchas forzadas. Y

Dios sabe que hay días en los que quiero retorcerle el cuello. Pero luego tiene un detalle tierno o lo sorprendo jugando con los niños... —suspiró—. Y supongo que algún día recuperaré mi vida.

Dio una palmada en el brazo a Dawn.

—Y no me dejes hablar tanto. Sólo me pongo así de llorona cuando estoy embarazada o menstruando.

—Pero si tienes problemas...

—No los tenemos —se acercó un pañuelo a los ojos—. Todos los matrimonios tienen momentos difíciles, ¿vale? Eso es normal. Pero no hagas más de lo que hay.

Dawn pensó en las compañeras de colegio con las que había mantenido el contacto, varias de las cuales se habían casado ya un par de veces antes de los treinta años.

—¿Entonces sois felices?

—Lo suficiente —Faith se metió otro caramelo a la boca—. Quiero a Darryl, siempre lo he querido. No es Brad Pitt, pero es mío. Además, yo no soy como tú, no tenía muchas más opciones y no me arrepiento de mi vida. ¿Quién narices es ése que está en tu porche?

—Parece que Drácula —repuso Dawn.

Observó a los niños acercarse a la casa, donde Cal se había acuclillado para recibirlos. Los más pequeños gritaron al ver sus colmillos, hasta que Heather les dijo que se callaran porque era sólo un disfraz.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Faith—. ¿Es Cal Logan?

—Sí —Dawn se llevó instintivamente una mano al vientre.

—Cal Logan. Vestido de Drácula en la puerta de tu casa.

—Sí.

—¿Por qué narices...? —respiró con fuerza—. ¡No lo es!

—Sí lo es.

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—¡Oh, Dios mío! ¿Y qué significa esto exactamente? —preguntó en voz baja.

—Aún estamos descubriéndolo.

—Hola, Faith —gritó Cal—. Tienes buen aspecto.

—Tú también —contestó ella—. Te sientan bien los colmillos.

Cal sonrió.

—Muchas gracias. Y tú eres la calabaza más sexy que he visto en mi vida.

—Adulador —echaron a andar de nuevo—. Podrías encontrar a alguien peor que Cal Logan —dijo Faith dos casas más allá.

—Esa no es la cuestión.

Faith la miró como si hubiera perdido el juicio.

—Claro que lo es. Es adorable, sexy y se le dan bien los niños. Y está ahí vestido de Drácula.

—¿Y qué tiene que ver eso con lo demás?

—Si no lo sabes tú, no me voy a molestar en explicártelo. ¡Maddie! Hola.

Dawn miró a la cuñada de Cal, que se acercaba a ellas empujando también un cochecito. Sus dos hijos mayores enseguida se mezclaron con los de Faith. Maddie, que era poco más alta que la hija mayor de Faith, sonrió y se apartó el pelo de la cara.

—No sabía que os conocíais —gritó por encima del barullo de los niños.

—Éramos muy amigas en el instituto —contestó Faith—. Aunque luego perdimos el contacto...

Mientras los niños jugaban a su alrededor, las dos mujeres empezaron a hablar de pañales y guarderías al tiempo que ponían orden en las discusiones de los niños.

Avanzaron todos juntos, como un insecto de dieciséis patas y ocho ruedas, hasta la esquina donde vivía Ryan, el hermano de Cal. Todos los niños, incluidos los dos que vivían allí, subieron corriendo los escalones del porche mientras sus madres seguían hablando. Dawn miró calle abajo y vio que Charmaine Chambers y sus tres hijos se dirigían también hacia ellas.

—Hola, Charmaine —la saludó Faith.

A juzgar por la expresión de la camarera, habría preferido pasar de largo, pero sus tres hijos, todos niños, morenos y delgados, se mezclaron enseguida con los otros. El nivel de ruido era ya insoportable, sobre todo porque todos los perros del pueblo parecían haberse unido al concierto.

Y las mujeres seguían hablando.

—Te acuerdas de Dawn, ¿verdad? —gritó Faith a Charmaine.

La morena se cruzó de brazos y la miró con expresión inescrutable.

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—La vi en el café —repuso—. Ruby dice que te vas a quedar... —increpó con frialdad.

—Por una temporada sí.

—Eh, Charmaine —intervino Faith—. Te echamos de menos en la reunión de padres y profesores.

—Lo siento. Se me olvidó —gritó a sus hijos que no tenía toda la noche y se alejaron los cuatro.

—La afectó mucho que se fuera Brody —comentó Faith cuando Charmaine ya no podía oírla—. Te juro por Dios que si vuelvo a ver a esa basura...

—Estoy de acuerdo contigo —añadió Maddie—. ¿Por qué no entráis a tomar algo? Creo que ya tienen todos muchos caramelos.

—Gracias —repuso Dawn—, pero creo que lo voy a dejar para otro día.

Faith le tocó el brazo.

—¿Estás bien?

—Sí, sólo tengo que... —murmuró algo incomprensible y volvió hacia la casa de su madre.

Donde la esperaban Cal y un montón de temas sin resolver.

Cal, que seguía sentado en el porche, sintió una punzada en el pecho al verla acercarse.

—Hola —se puso en pie—. ¿Qué pasa?

Ella movió la cabeza y Cal le abrió la puerta y la siguió al interior con el bol de chucherías casi vacío en la mano. Dawn se quitó la chaqueta, la dejó en el sofá, entró en la cocina y empezó a comer pastel de canela. Cal dejó el bol en la encimera y le sirvió un vaso de leche sin decir nada.

—Gracias —dijo ella.

—Habla.

—¿De qué serviría?

—No lo sé. Pero tampoco creo que haga daño.

Dawn tomó otro mordisco de pastel de canela y un trago de leche.

—Vale, pero si empiezo a decir incoherencias, no podrás protestar.

—Recuerda que vivo con Ethel. Y tenía quince años cuando descubrí que no todas las mujeres decían incoherencias.

Dawn sonrió un instante, lo cual no cambió su expresión atormentada.

—Debo de estar loca.

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—¿Por qué?

Ella se señaló el estómago con la mano.

—En un momento había ahí diez niños menores de once años. ¿Cómo lo hacen Faith, Maddie y Charmaine? —preguntó con voz preñada de pánico—. ¿Cómo soportan los gritos, el ruido y las constantes llamadas de atención?

—Vamos, cariño —le quitó el vaso vacío y le tendió una servilleta—. Tú no vas a tener diez niños, sólo uno —ella miró la servilleta perpleja—. Tienes migas en la barbilla. Y además no tienes que hacerlo sola.

El rostro de ella se desmoronó y dos lágrimas bajaron por sus mejillas.

—¡Ah, vamos, cariño! —Cal le abrió los brazos—. Ven aquí.

Vio que ella se resistía.

—¡Oh, por el amor de Dios! No te voy a cargar al hombro y llevarte a la fuerza al rancho, ¿vale?

Pasó otro segundo antes de que ella aceptara su invitación.

—¿Mejor así? —preguntó él.

—No.

Cal la abrazó con más fuerza.

—No es sólo el niño, ¿verdad?

Dawn negó con la cabeza contra su pecho.

—Es... todo —gimió—. El niño, tú, que me estoy volviendo loca sin nada que hacer y... y... ¡Oh, Cal! ¡Añoro tanto Nueva York!

Él apoyó la barbilla en la cabeza de ella y cerró los ojos para combatir la sensación de que acababan de darle una patada en el estómago-

—Lo siento —musitó—. Aunque entiendo que los hijos de Faith y Darryl pueden producir ese efecto.

—No es eso —ella se apartó y se sentó en una silla—. Durante un rato me he divertido. Pero luego Faith me ha preguntado por Nueva York y he sentido algo raro... y de pronto echaba muchísimo de menos la ciudad.

Cal esquivó otra patada en el estómago.

—Siento que odies esto.

—Pero ésa es la cuestión. Yo no odio esto. Sólo quiero recuperar mi vida...

—¿Querida? —preguntó Ivy desde la puerta—. ¿Qué te pasa?

No hacía falta ser muy listo para saber adonde quería ir a parar Dawn. Y Cal sabía que, si se quedaba, acabarían discutiendo. Y eso sería una gran pérdida de tiempo para todos porque,

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para empezar, discutir con Dawn era como intentar hacer que el clima hiciera lo que uno quería. Y porque Cal odiaba discutir más de lo que odiaba las coles de Bruselas, y eso era mucho decir. Por eso se despidió y salió de la casa.

Pero no contaba con que Ivy saliera tras él.

Capítulo 8

DAWN emitió un largo suspiro. Aquello era muy propio de los hombres. Decían que querían que hablaras, pero luego no te escuchaban.

¿Y las madres podían meterse en sus asuntos y dejar que arreglaras tus cosas sola? No.

Dawn se levantó y abrió la puerta a tiempo de oír gritar a su madre.

—¿Adonde narices te crees que vas?

Como la luz del porche estaba apagada, Dawn se escondió en las sombras. Si Cal y su madre eran tan tontos como para hablar de ella, lo menos que podía hacer era escuchar.

—Ésta es tu oportunidad, muchacho —dijo Ivy.

—¿De qué? —preguntó él. Abrió la puerta de su coche—. ¿De confundirla más de lo que está?

Ivy puso los brazos en jarras y bajó la voz. Pero el viento transportaba algunas de sus palabras.

—... tú viniste a pedirme ayuda... quiero que se quede tanto como tú... que sea feliz... cabezota.

—¿Esto es lo que tú entiendes por ayudar? — gritó él. Luego bajó la voz—... meterle a esa chica en la cabeza... quedarse aquí... una opción?

Ivy se cruzó de brazos.

—... dejarla marchar... está pidiendo ayuda a gritos.

—¿Ayuda? —murmuró Dawn indignada.

—¿Ayuda? —rió Cal—. Cuando se le mete algo en la cabeza, nada le hace cambiar de idea.

Dawn frunció el ceño.

Cambió el viento y las siguientes palabras le llegaron más claras.

—¿Y qué pasa? —preguntó Ivy—. ¿Te vas a rendir?

—Yo no he dicho eso. Pero es mucho más fácil cavar un agujero para un poste si antes ablandas la tierra. Siente nostalgia, Ivy. Y hasta que eso se le pase... si es que se le pasa, yo no tengo ninguna posibilidad.

—Pero el niño...

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—¿No lo entiendes? Aunque decidiera quedarse aquí por el niño, mientras su corazón esté en otra parte, no será feliz.

Dawn consideró que había llegado el momento de cortar aquello. Avanzó hacia ellos.

—Esto de hablar de mí a mis espaldas empieza a ser una mala costumbre.

No podía ver claramente la expresión de Cal en la oscuridad, pero sintió un estremecimiento en un par de lugares clave.

—Lo que es una mala costumbre es que tú interrumpas una conversación privada —replicó él.

—Eh, yo soy la que acaba vivir muchos cambios desagradables —dio ella—. Interrumpiré lo que quiera. Mirad, creo que una de las razones de que esté así es que me aburro, así que he tomado una decisión. Necesito volver a trabajar; iré a ver si Sherman Mosley necesita ayuda mientras estoy aquí.

Ni su madre ni Cal dijeron nada.

—Sé que esto no resolverá todos mis problemas —siguió Dawn—, pero al menos estaré ocupada.

Cal frunció el ceño.

—Creo que no me gusta que me consideren un problema.

—Afróntalo —dijo ella—. Además, a lo mejor Sherman puede encontrar a mi padre.

Su madre se encogió.

—Querida, no creo que debas mezclar a otras personas en esto...

—Pues dame el nombre de mi padre y no tendré que hacerlo.

Miró a Ivy a los ojos.

—No puedo —dijo al fin la mujer.

—Muy bien. Entonces no puedes opinar sobre el tema.

Ivy se acercó, le dio un abrazo y volvió a la casa.

—Por el amor de Dios —dijo Cal—. ¿Por qué estás tan decidida a encontrar a un hombre que fue demasiado cobarde, demasiado estúpido o demasiado ciego para reconocer a su propia hija?

—Probablemente por la misma razón que tú estás decidido a conquistarme.

El enarcó las cejas. Hubo un silencio.

—¿Y si encuentras a tu padre? —preguntó él.

—¿A qué te refieres?

Cal sonrió, le rozó la nuca y la atrajo hacia sí.

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—Me da igual lo que digas —musitó, acariciándole la piel suave de la nuca—. Somos más parecidos de lo que puedas pensar. A los dos nos gustan los retos y hacer las cosas del modo más difícil.

Sus labios rozaron los de ella y le produjeron un cosquilleo a lo largo de la piel.

—Y ninguno de los dos podemos descansar hasta que conseguimos lo que queremos.

—¿Y por qué crees que me quieres a mí?

Cal se apartó y frunció el ceño.

-¿Qué?

—Aparte de que espero un hijo tuyo y de que hay mucha química entre ambos, apostaría a que no me quieres tanto como tú crees. Y dudo mucho que me necesites.

Cuando Cal apartó la mano, se estremeció. Él la miró con el ceño fruncido.

—¿Por qué las mujeres no pueden aceptar nunca las cosas como son? —preguntó.

Subió a su camioneta y se alejó.

Y Dawn, que debería haber considerado aquel momento como una victoria, se sintió extrañamente decepcionada.

El sol de primeros de noviembre se abría paso entre las persianas entreabiertas de la sala de espera de Sherman Mosley e iluminaba el punto raído de la moqueta situado enfrente del escritorio de Marybeth Reese. Por encima del ruido que hacía la secretaria al teclear, Dawn oía la voz animada de Sherman a través de la puerta cerrada, presumiblemente en una conversación telefónica. La única silla de la sala de espera que estaba ocupada era la suya.

—No sé cuánto va a tardar —dijo la secretaria de treinta y tantos años sin dejar de escribir en el teclado—. ¿Seguro que no quieres pedir una cita?

—Seguro —repuso Dawn.

Tiró del dobladillo de su falda negra de Calvin Klein y se dispuso a esperar con paciencia.

—¡Dawn! —exclamó poco después Sherman desde la puerta de su despacho—. Entra, entra. Marybeth, no me pases llamadas, ¿vale?

La joven se instaló en la silla tapizada enfrente de la mesa y sus ojos se encontraron con los ojos almendrados de él. La edad había banqueado el color de su pelo espeso y suavizado unos rasgos que ella recordaba más definidos, pero el resultado no era desagradable. Y cuando sonreía, lo hacía con toda la cara.

—Mamá me dijo que su esposa había muerto. Lo siento.

—Gracias —asintió él, con una sonrisa triste—. Pero llevaba tiempo enferma y tuvimos treinta y cinco años juntos, en su mayoría felices —se recostó en la silla—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Dawn asumió su pose de profesional competente, con la espalda recta, la barbilla sacada, las manos dobladas en el regazo y los pies cruzados * en los tobillos.

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—Por el pueblo se dice que necesita tiempo libre. Y como yo necesito un empleo temporal, he pensado que podíamos llegar a un acuerdo que nos beneficie mutuamente.

El hombre enarcó las cejas.

—¿Estás diciendo que quieres trabajar para mí?

—Digo que quiero trabajar con usted. Pero sí. Tengo licencia para trabajar en Oklahoma, si es lo que lo preocupa.

—¿Por qué? Yo pensaba que trabajabas para un bufete importante de Nueva York.

—Es una larga historia.

—Tengo tiempo —Sherman puso las manos sobre su estómago.

Dawn le contó lo de su trabajo, lo del niño... y que Cal era el padre.

—Y eso no es todavía de dominio público, así que...

El abogado levantó una mano.

—No digas más; lo comprendo.

—Y como estaré aquí por lo menos hasta que nazca el niño, necesito algo que hacer. Y esto es lo único que sé hacer.

Sherman se rascó un lado de la nariz y frunció el ceño.

—No sé. Esto es básicamente un despacho para una sola persona.

—Y sé que Ryan está intentando que trabaje menos horas desde el infarto del año pasado.

Sherman la observó un momento en silencio.

—¿Por qué no te hicieron socia?

—Porque tengo el problema de que me preocupa más ayudar a la gente que de verdad lo necesita que hacer de niñera de clientes ricos y que-jicas que se buscan ellos mismos la mitad de sus problemas.

El hombre sonrió.

—¿Crees que te gustaría esto?

—Por unos meses, me gustaría cualquier cosa.

—Déjame pensar en ello, ¿de acuerdo?

—Me parece bien —Dawn se puso en pie con intención de preguntarle por su padre, pero vaciló. ¿Qué iba a poder hacer él si no tenía ni el nombre?

—¿Qué ocurre? —preguntó Sherman.

—Nada. Bueno, iba a pedirle que me ayudara con algo.

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—Pues pídelo. Si puedo, te ayudaré.

—Se trata de mi padre.

-¿Oh?

—Sí. Nunca he sabido quién fue. Y hasta ahora no me ha importado, pero no sé por qué, ahora que estoy embarazada, me apetece encontrarlo. No tengo nada de lo que partir, ni un nombre ni nada. Pero supongo que he pensado... no sé, que quizá usted podría saber algo.

—Entiendo —Sherman metió las manos en los bolsillos—. ¿Has preguntado a tu madre?

—Sí, pero dice que no puede decirme quién es.

El hombre respiró hondo.

—¿Cuántos años tienes? Veintisiete, veintiocho...

—Veintinueve. La misma edad que su hija Brenda Sue. Y para responder a lo que me iba a preguntar, porque después de haber visto a tantos niños abandonados por su padre, necesito saber por qué.

La expresión de él se mantuvo imperturbable. Demasiado, quizá.

—Tienes razón, no puedo ayudarte. ¡Ojalá pudiera!

Ella sintió una oleada de adrenalina.

—¡Oh, Dios mío! —dijo con suavidad—. Usted sabe quién es, ¿verdad?

—Dawn... olvídalo. Y no pienso decir nada más sobre el tema.

—Si una mujer le pidiera ayuda para encontrar al padre de sus hijos y que pudiera pasarle la pensión, ¿se negaría a decirle lo que supiera aunque él le hubiera pedido que guardara el secreto?

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó él—. Claro que no. Pero tú estás comparando dos cosas distintas.

—Si usted ayudó adrede a mi padre a eludir sus obligaciones económicas, no.

—¿Y se puede saber qué narices te hace pensar que él o yo hayamos hecho eso?

Dawn lo miró sorprendida.

—¿Cómo dice?

—Digo que Ivy siempre recibió pensión por ti. Hasta donde yo sé, tu padre jamás eludió su responsabilidad económica. Y si te digo eso es sólo porque sé que me vas a volver loco si no lo hago. Recuerdo cómo era mi esposa cuando estaba embarazada, no es algo que se olvide fácilmente. Y ahora, si no te importa, haznos a todos un favor, incluida tú, y olvida el tema. A mí me parece que tienes preocupaciones más importantes.

—Tal vez lo haga por eso, porque no me parezca bien empezar una vida nueva sin rellenar antes los huecos de la mía.

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—La vida está llena de agujeros, querida, siempre lo ha estado. Puedes dejarte caer en ellos o puedes aprender a evitarlos, nada más.

—Señor Mosley, habla usted con una persona que no puede soportar dejar un puzzle sin terminar.

El hombre soltó una risita.

—Está bien. ¿Eres igual de tenaz con tus clientes?

—Claro que sí.

El abogado abrió la puerta y Dawn lo miró interrogante.

—De acuerdo —suspiró él—. Estás contratada.

Cuando llegó el día de Acción de Gracias, ya sabía todo el pueblo que Dawn estaba embarazada y que Cal era el padre. La primera reacción de todos solía ser de sorpresa, que después se convertía en alegría o en franca desaprobación, sobre todo cuando Dawn aseguraba que no se iban a casar.

Pero a ella no parecía importarle. Y el día en cuestión estaba sentada en el sofá de Ryan hablando con Jenna Stanton mientras Cal tomaba una cerveza y no podía apartar la vista de ella.

Hank se acercó a él con otra cerveza en la mano.

—Parece que esas dos se entienden muy bien —comentó.

—Hum.

Blair y los dos hijos mayores de Maddie salieron riendo de la cocina y subieron al piso de arriba.

—No se te ha visto mucho últimamente —comentó Hank.

—He estado ocupado —repuso Cal—. Quería hacer reparaciones en el rancho antes de que empezara el mal tiempo en serio. ¿Cómo te va a ti? ¿Sabes algo más de ese inversor?

—No me creo que quieras hablar de eso.

—No, pero es mejor que otras cosas de las que no quiero hablar.

Hank sonrió y se apoyó en la pared.

—Me ha ofrecido hacerme socio, pero quiero que Dawn examine antes el contrato para estar seguro de que no me van a engañar. ¿O ha vuelto ya Sherman?

—No, estará Dawn sola hasta finales de enero.

—¿Os veis de vez en cuando?

—Vamos a tener un hijo —repuso Cal—. Hablamos de vez en cuando, pero me gustaría cambiar de tema, ¿de acuerdo?

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Hank soltó una risita.

—¿Ha averiguado ya algo sobre su padre?

—No. Ha preguntado a todos los que vivían en el pueblo por entonces, pero o no saben nada o no lo dicen —tomó un trago de cerveza—. Creo que se está empezando a rendir.

—No te das cuenta de que no dejas de mirarla, ¿verdad?

—¿Prefieres que mire a Jenna?

—No. ¿Por qué no te unes a la conversación en vez de sufrir por ella desde aquí?

—No sufro.

Hank guardó silencio un momento.

—¿La quieres de verdad o esto es un ataque de posesión porque va a tener un hijo tuyo?

Cal suspiró.

—Yo sólo sé que la veo ahí con mi hijo creciendo en su interior y deseo tanto que los dos estén conmigo que creo que me voy a volver loco. Y sé que eso no es suficiente. Ella me pidió que le dijera por qué la necesitaba y no pude contestar. Sé que la necesito, pero no sé por qué. Y lo peor es que no puedo ofrecerle nada que no pueda conseguir ella sola. Aunque eso también tiene su punto bueno.

—¿Cuál?

—Que si alguna vez viene a mí, sabré que es porque me quiere y no porque me necesite. No sé si me entiendes.

—Sí. Te entiendo.

Jenna tomó una bandeja con ensalada y se la pasó a Dawn, sentada a su lado en la mesa.

—No seas tímida —dijo—. Aunque después de tres años a solas con Blair, a mí también me afectan mucho estas reuniones de clan. Pero es curioso... —se metió un trozo de pavo en la boca—. He pasado toda mi vida en una ciudad grande y no supe lo que era formar parte de algo hasta que me mudé aquí.

—¿Echas de menos la soledad? —preguntó Dawn.

La novia de Hank bebió un sorbo de vino y se encogió de hombros.

—A veces. Cuesta acostumbrarse a que tanta gente se preocupe por ti cuando estás habituada a que todos te ignoren por miedo a entrometerse.

—Aquí entrometerse es un modo de vida — declaró Dawn.

—Y yo te digo que ves visiones —el tono alto de Ned, el viejo tío de Maddie, llamó la atención de Dawn—. Ese chico no puede tener más de doce años.

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—Y yo te digo que vi con mis propios ojos que intentaba abrir la camioneta de Hootch —repuso Mildred, su esposa—. Y a plena luz del día.

Dawn y Cal intercambiaron una mirada.

—¿De quién habláis? —preguntó él.

—El chico de Burke —contestó Mildred—. Creo que se llama Elías.

—Elijah —suspiró Dawn.

—Elijah, sí. Ayer lo vi que intentaba abrir el coche de Hootch y cuando le pregunté a gritos qué hacía, salió corriendo. Me acerqué y vi que Hootch había dejado las llaves puestas en el contacto. Ese hombre tiene menos cerebro que un mosquito.

—¿Y cómo sabe que era Elijah? —preguntó Dawn.

—Mildred y yo fuimos por allí un par de veces en primavera —intervino Maddie—, para ver cómo estaba Jacob y llevarles una tarta. Pero ese hombre es tan... tan...

—Desagradecido —declaró Mildred—. Nos dijo que nos largáramos y no volviéramos a molestarlo, que no quería la caridad de nadie.

—A mí me ocurrió algo parecido —declaró Dawn. Contó la reacción de Jacob cuando llevó a Elijah a su casa.

—Ese hombre no debería ser padre de nadie —afirmó Mildred.

—¿Alguien quiere ya la tarta? —preguntó Ivy, que se había puesto en pie—. Sé que los hombres queréis ver el partido, así que podemos darnos prisa.

Aparte de Mildred y Ned, que tenían prohibido mover un dedo, y de Maddie, que seguía alimentando a Amy, su niña pequeña, todos los demás adultos se levantaron para ayudar a recoger la mesa. Cuando Dawn entraba en la cocina, con una salsera en una mano y la fuente de las judías verdes en la otra, oyó decir a Hank:

—¿Pero si siguen cayendo los precios no corres el riesgo de perderlo todo?

—Si tengo cuidado, no —contestó Cal.

Ryan le quitó la fuente y la dejó en la encimera.

—Cal, dejar algo que no funciona no es ninguna deshonra. Has hecho lo que has podido.

—¿Y tú quién eres para decirme si funciona o no? Es un momento difícil, sí, pero si crees que voy a tirar la toalla y renunciar a mi hogar al primer problema, estás loco.

—Yo sólo digo —Ryan abrió el frigorífico para guardar la fuente— que puede ser mejor dejarlo ahora cuando puedes sacar algo con la venta. Así podrías volver a empezar cuando mejoraran las cosas.

—¡No podéis pedirle que haga eso!

Todos los presentes en la cocina miraron a Dawn.

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—¡Esa granja era el sueño de vuestro padre! —dijo ella, ruborizada—. Y ahora es... es la vida de Cal. Pedirle que deje los caballos sería como pedirle que dejara de respirar. Y... —tenía la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho—. Y no pienso decir nada más, ya que no es asunto mío.

Se volvió y salió al comedor, respirando hondo para calmar los temblores que recorrían su cuerpo. Ivy, que sostenía en equilibrio una tarta de manzana en una mano, la abrazó con el otro brazo.

Dawn hizo una mueca.

—No sé lo que me ha pasado.

—¿No lo sabes? —susurró su madre.

Unos minutos más tarde, se había servido el postre y la conversación versaba sobre la boda inminente de Hank y Jenna. Cuando terminaron la tarta, Ryan golpeó su vaso con el tenedor para pedir silencio y levantó el vaso de sidra.

—Ya que estamos todos reunidos, creo que es un buen momento para anunciar que en julio habrá otro bebé en la casa.

Todos los felicitaron a Maddie y a él entre gritos de alegría. Noah, el hijo de seis años de Maddie, gritó:

—Y si esta vez no es niño, lo devolveré.

Hubo una carcajada general. Dawn miró los rostros resplandecientes de alegría de todos hasta que sintió que se le iba a revolver el estómago y aprovechó la confusión de gritos y abrazos para salir corriendo.

Capítulo 9

CAL LA encontró en el jardín, sentada en el columpio de rueda que había atado Ryan en el chopo más alto. Ella lo vio acercarse, atrapó al vuelo el jersey que le lanzó y se volvió para que no le viera la cara.

—¿Qué te ocurre?

—Nada —dijo ella al árbol mientras se ponía el jersey—. Necesitaba tomar el aire, nada más.

Cal agarró la cuerda y la volvió hacia él.

—¡Ah... estás llorando!

—Claro que sí. Siempre estoy llorando —ella sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón elástico que llevaba y se sonó la nariz—. Son las hormonas. Ayer casi me echo a llorar porque a Ruby se le había acabado la sopa de guisantes antes de que yo llegara. Y cuando me dijo que me había guardado un trozo de la tarta de limón y merengue de Maddie, lloré de verdad.

—Sal del columpio.

—No quiero —gimió ella.

—Sal.

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—¿Por qué?

—Porque ahí no puedo abrazarte.

—Yo no quiero...

Cal le tomó la mano y tiró de ella hasta que se levantó y cayó en sus brazos.

Y ella se lo permitió.

—¿Antes decías en serio lo de que no debería renunciar al rancho?

Dawn se echó hacia atrás para poder verle la cara.

—Claro que sí. Ese rancho lo es todo para ti. No entiendo que Ryan y Hank no se den cuenta.

—Creo que intentan proteger a su hermanito.

—Pero no tienen derecho a decirte que no persigas tu sueño. Sé que has querido eso desde que eras pequeño. Y yo sé muy bien lo que es que amenacen tus sueños.

Cal la abrazó con más fuerza.

—Por si te interesa, no pienso hacerles caso.

—Me alegro.

Cal apoyó la mejilla en el pelo de ella.

—¿Y ahora puedes decirme qué es lo que te entristece?

—Ya te lo he dicho. Nada.

—Vamos —musitó él—. Tú no sales corriendo de una habitación por nada. Y me parece que... ahí había más felicidad de la que tú podías digerir.

Dawn soltó una risita apagada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque a mí me ocurre lo mismo.

La joven arrugó la frente.

—¿Por qué?

—Porque todo el mundo tiene su vida clara menos yo. Porque no sé cómo voy a mantener a flote el rancho y voy a tener un hijo y no sé cómo hacerte feliz.

—¡Alto ahí! No es tu deber hacerme feliz.

—Eso no implica que no quiera hacerlo —la abrazó de nuevo—. Ahora nada tiene sentido. No era así como yo imaginaba ser padre.

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—A mí me ocurre lo mismo —repuso ella—. Y te aseguro que todo sería más fácil si no me importaras, si... —se detuvo.

-¿Qué?

Dawn tardó un momento en contestar.

—Siempre he pensado que sabía lo que quería, lo que iba a hacer con mi vida, quién era yo. Pero ahora... —se soltó y volvió al columpio—. Para mi sorpresa, me está gustando mucho trabajar en el despacho de Sherman. Y eso debería alegrarme, pero no es así, porque si soy feliz aquí, eso significa que todo lo que he creído de mí antes de esto era mentira. Quizá no quiera marcharme.

Cal sintió que el corazón se le subía a la garganta.

—¿Y qué problema tendría eso?

—Que si me quedo aquí, sería muy fácil dejarse atrapar por lo que todos los demás quieren para nosotros, lo que tienen tus hermanos —sus ojos se llenaron de lágrimas nuevas—. ¿No lo entiendes? No es... —dio un respingo y guardó silencio.

—¿Dawn?

Ella levantó la vista, maravillada.

—El niño se está moviendo —susurró, como si tuviera miedo de que parara si la oía.

Cal se acuclilló delante de ella y dejó que le guiara la mano hasta su vientre. Miró su rostro y la expresión admirada de ella le derritió el corazón.

—Lo siento, pero no...

—Calla —susurró ella—. Es muy suave. ¡Ahora! —rió—. Hace cosquillas —movió la mano de él un poco más abajo—. Justo... ahí.

Esa vez él sintió una presión leve en la palma de la mano. Lo embargó la emoción.

—Al menos puedo darte esto —dijo ella—. En momentos así resulta muy tentador creer que... —apartó la mano de él y tiró del jersey hacia abajo— que podríamos tener algo juntos. Porque los dos queremos a este niño, porque nos compenetramos en la cama...

Tomó el rostro de él entre sus manos.

—No quiero una relación fingida y sé que tú tampoco. Y eso sería lo que tendríamos por muy bueno que fuera el sexo y por mucho que quisiéramos a este niño. Porque yo no sé cómo... mantener viva una relación.

Cal se incorporó.

—¿Y quién lo sabe? Nadie nace sabiéndolo — suspiró—. Quizá sea una de esas cosas a las que hay que echarle un poco de fe, aprender del ejemplo de otros, como Faith y Darryl o Maddie y Ryan.

—Yo creo que Faith está más resignada que feliz. Y Maddie y Ryan todavía no han pasado la prueba del tiempo.

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—Vale. ¿Y Ruby y Jordy? ¿Mis padres? ¿Los padres de Faith?

—Por cada ejemplo de pareja feliz que puedas darme tú, yo puedo darte dos que empezaron bien y luego rompieron.

Cal se cruzó de brazos.

—Y en realidad esto no tiene nada que ver con ninguna otra persona, ¿verdad?

Ella frunció el ceño.

—No sé lo que...

—Dawn, sé sincera. Todo se reduce a un hecho sencillo. No quieres estar conmigo.

—Es más complicado que eso.

—No, no lo es. ¿Quieres o no quieres?

Dawn se levantó, pero Cal la sujetó por el brazo antes de que se alejara.

—¡Contéstame!

Ella lo miró con un expresión tal de miedo en los ojos que Cal la soltó enseguida.

Dawn parpadeó un par de veces y se alejó.

Dos días antes de Navidad, la fuerza del viento estuvo a punto de aplastar a Dawn contra la puerta del café. La empujó y entró sin aliento.

—Me preguntaba si te vería hoy —gritó Ruby desde la cocina, asomándose por la ventana de servir—. Es más tarde que otros días.

—Lo siento —la joven se quitó el abrigo y lo colgó en un perchero al lado de la puerta—. ¿Queda algo?

Eran casi las tres y el local estaba prácticamente desierto.

—Para ti siempre hay algo —declaró Ruby—. El hombre del tiempo ha dicho que se avecina otro temporal —puso una infusión de menta delante de Dawn—. Y es la cuarta nevada desde Acción de Gracias. ¿Quieres que Jordy te prepare un sandwich caliente de roastbeef?

—Por supuesto.

Ruby gritó el pedido a su marido, se sirvió una taza de café y se sentó frente a Dawn.

—¿Sherman te tiene ocupada?

—Sí. No sabía que pudiera haber tanto trabajo legal en un lugar tan pequeño.

—¿Entonces crees que te quedarás?

Dawn dejó la taza en el platillo

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—No lo sé todavía —repuso con suavidad.

Se sentía más confusa que nunca. Recordaba la mirada de Cal el día de Acción de Gracias cuando le preguntó si quería estar con él y no pudo contestarle. Lo incómodos que parecían estar los dos en la boda de Hank y Jenna, el anhelo de los ojos de él, que ella sólo podía soportar esquivándolo. Todo lo cual llevaba a la conclusión de que, tanto si se quedaba como si se marchaba, le iba a hacer sufrir, una perspectiva que la ponía enferma.

—¿Pero es una opción? —preguntó Ruby.

—Ya veremos —sonrió la joven.

Ruby soltó una risita.

—Bueno, al menos no te niegas de plano. Y quizá tomes una decisión antes de que llegue el bebé.

—Y hablando de bebés —dijo Ivy, que apareció de pronto al lado de la mesa y se sentó con ellas—, Faith ha tenido el suyo hace un par de horas. Un niño grande y guapo al que van a llamar Nicky.

—¡Maldición! —gritó Luralene Hastings, después de cerrar la puerta—. El viento es espantoso.

—¿Y por qué no te pones un abrigo? —preguntó Ivy con el ceño fruncido.

La peluquera se acercó tiritando.

—¿Para recorrer treinta metros?

Jordy anunció que el sandwich estaba listo. Ivy se levantó a recogerlo y riñó a su hija por no haber pedido verdura de acompañamiento.

Un rato después, cuando Dawn intentaba digerir su segundo trozo de tarta de manzana y los últimos cotilleos, entró Charmaine con sus hijos y cara de preocupación.

—Lo siento, Ruby, pero he tenido que traerlos otra vez.

—Ya te he dicho que no te preocupes por eso —la dueña del café se puso en pie—. ¿Tu madre está enferma otra vez?

Una expresión furtiva cruzó el rostro de la otra.

—Sí. Creo que voy a tener que buscar a alguien. ¿Te importa que vayan a la oficina a hacer los deberes?

—Claro que no. Y dile a Jordy que les dé algo de comer.

—¿Su madre se pone enferma a menudo? — preguntó Dawn cuando Charmaine se alejó con los niños.

Luralene apoyó un codo en la mesa.

—Yo no le dejaría cuidar ni a mi perro. Esa mujer está más días borracha que sobria.

—Y como Charmaine no puede pagarse una niñera, tiene un auténtico problema.

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—Exacto.

Dawn se levantó de la mesa y fue en busca de Charmaine.

La encontró en el baño de mujeres, pasándose un peine por el pelo.

—Tenemos que hablar —dijo Dawn.

—¿Hablar? —la otra la miró a través del espejo—. No creo que tú y yo tengamos nada que decirnos.

—Me gustaría ayudarte a buscar a Brody para que puedas conseguir una pensión de alimentación para los niños.

Charmaine bajó el peine y se volvió hacia ella.

—No necesito tu ayuda.

Guardó el peine en el bolso e intentó salir, pero Dawn le cortó el paso.

—Disculpa, pero tengo trabajo. Y mis hijos...

—Hay cuatro personas con ellos. Están bien. Tú no.

—¿Y tú qué rayos sabes cómo estoy yo? Apártate de mi camino.

—No lo haré hasta que aclaremos algunas cosas. Y hasta que entiendas que estoy de tu parte.

La camarera retrocedió levemente y Dawn temió por un momento que fuera a empujarla.

—¿De mi parte? —soltó una risita seca—. Yo no necesito que me desprecies ni que me compadezcas. Tú no eres mejor que las demás aunque en el instituto te lo creyeras. Tú y Faith, las dos —se cruzó de brazos—. Ella se creía especial porque era la hija del pastor y tú por todo lo que ibas a hacer cuando al fin te marcharas de aquí. Todo el mundo hablaba de la beca que habías conseguido para ir a estudiar a Nueva York.

—Pero nadie lo supo por mí.

—¿Ah, no? Si no lo dijiste tú, ¿quién lo dijo?

—No lo sé. Supongo que la orientadora del instituto. Todos sabemos que Gertie Schultz no era de las que se llevaban secretos a la tumba.

Charmaine levantó los ojos al techo.

—Vale —dijo Dawn—, puede que no esté muy orgullosa de cómo me porté entonces, pero no voy a disculparme por algo que me gané yo. Estudié muchísimo porque quería hacer algo con mi vida que creía que no podía hacer aquí. Y como mi madre no tenía dinero, esa beca era el único modo de conseguirlo. Eso no es un crimen.

—¿Y de qué te ha servido a la larga? —Charmaine hizo una mueca—. Ahora estás aquí, ¿no? De vuelta en Haven, preñada y soltera... y te crees que eres demasiado buena para casarte con el padre del niño.

Dawn se quedó sin aliento.

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-¿Qué?

Charmaine se encogió de hombros con una sonrisita triunfal.

Dawn respiró hondo un par de veces y la miró a los ojos.

—Mis razones para no casarme con Cal no tienen nada que ver con... eso. Y puede que yo no haya planeado volver a Haven, pero estoy aquí. Y si no fuera así, no estaría en posición de ayudarte a buscar a Brody y hacerle pagar.

Las dos se miraron un rato de hito en hito.

—¿Y cómo piensas hacerlo si ni siquiera sé dónde está? —preguntó Charmaine.

Dawn respiró aliviada.

—¿Tienes su número de la Seguridad Social?

—Supongo que sí.

—Es lo único que necesito —vio la expresión escéptica de la otra—. Mira, yo vivo para estos casos y tú necesitas que lo busque alguien imparcial.

—No puedo pagarte.

—La mayoría de las madres en tu situación no pueden. No te preocupes por eso.

Dawn veía que la otra seguía debatiendo consigo misma.

—Ódiame si quieres, pero hazlo por los niños. A mí también me abandonó mi padre, y aunque no lo conociera, no por eso no me dolió. Yo no hacía lo que hacía porque creyera que era mejor, sino porque había decidido que merecía algo mejor. Hay una diferencia.

Salió del baño y hasta que no volvió a la mesa no se dio cuenta de que le temblaban las rodillas.

Entre el ruido que hacía el granizo en el techo del granero y el que hacían los caballos comiendo, Cal no oyó acercarse a Dawn y se llevó un susto de muerte cuando se volvió y la vio con el pelo brillante por la humedad. Iba envuelta en uno de los chales de Ivy y, con las botas camperas y la falda color rojo oscuro, parecía salida de una novela antigua.

—Perdona, no pretendía asustarte —dijo sin aliento, con los ojos fijos en los de él—. He visto que no estabas en la casa y he supuesto que te encontraría aquí.

—¿Va todo bien?

—¿La gente dice que no me caso contigo porque creo que no eres lo bastante bueno para mí?

Cal se quedó paralizado por una mezcla de alivio y sorpresa.

-¿Qué?

—¿La gente...?

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—Te he oído —frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos de su abrigo forrado de piel de borrego—. ¿Y qué te importa a ti lo que diga la gente?

—¿O sea que es cierto?

Cal respiró hondo.

—Lo he oído un par de veces. Pero nunca a nadie cuya opinión me importe.

—¿He dicho o hecho algo que pueda hacerte pensar eso?

—No, claro que no. Dawn...

—¿Estás seguro?

—Cariño, ¿a qué viene esto? ¿Quieres decir que después de un mes sin apenas dirigirme la palabra ahora vienes aquí con este clima para preguntarme eso?

Dawn sonrió con tristeza.

—En mi defensa, debo decir que sólo estaba nublado cuando he salido. Y el GTO tiene neumáticos nuevos.

—Yo tengo teléfono, ¿sabes?

Ella dio un paso hacia él.

—Tenía que verte. Tenía que saber...

—Ya soy mayorcito, cariño. No me dejo impresionar fácilmente.

Dawn se acercó a uno de los comederos.

—¿Dónde está Ethel?

—Ha ido a Kansas City a pasar la Navidad con su hija —la miró un instante—. ¿Has cenado ya? Ethel dejó estofado suficiente para dar de comer a medio estado.

Dawn parpadeó.

—Oh, no... Tengo que volver.

—No vas a ir a ningún sitio en ese coche con este tiempo.

La joven arrugó el ceño.

—He conseguido llegar hasta aquí, ¿no? ¿Y desde cuándo me dices tú lo que puedo y no puedo hacer?

—Desde que llevas dentro a mi hijo. Si quieres jugar con tu vida, adelante, pero no mientras el niño esté dentro de ti.

Dawn lo miró un momento con la boca abierta y se sentó en el haz de paja más cercano, con aire agotado.

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—Perdona —dijo—. Ha sido una reacción estúpida, pero estoy tan acostumbrada a tener que pensar sólo en mí misma... —uno de los gatos saltó a su regazo y ella lo acarició—. Lo siento. Ha sido un día muy largo.

—No me interpretes mal —dijo él—, pero te cuesta mucho dejar que cuiden de ti, ¿no es verdad?

Dawn apartó la cola del gato de su cara para mirarlo.

—Sí. Y con razón. Te apoyas en alguien, se larga y te caes de cara.

—¿Quién ha dicho nada de apoyarse? —preguntó él.

La joven lo miró confusa.

—Tú. ¿No?

—No señora —tiró de la mano de ella para levantarla—. Yo hablo de que alguien te importe lo suficiente para indicarle los peligros que no puede ver solo. Para recogerlo si tropieza, levantarlo si es preciso —entrelazó los dedos con los de ella y aquel contacto leve le aceleró el corazón—. Hablo de una relación que haga más fuerte a cada miembro, no más débil.

Notó que las pupilas de ella se oscurecían.

—¿La oferta del estofado sigue en pie? —preguntó.

Cal se limitó a sonreír.

Puesto que las luces no dejaban de parpadear como si fuera a irse la electricidad, la única iluminación procedía del árbol de Navidad colocado en un rincón y del fuego que había hecho Dawn mientras Cal tomaba un ducha. Él había puesto un disco de jazz en el reproductor de CD portátil y Dawn se sentía bastante relajada, acurrucada en el viejo sofá de cuero y a salvo del temporal que rugía fuera.

—¿Has llamado a tu madre? —preguntó Cal, cuando entró desde la cocina y le tendió un tazón lleno de estofado.

—Sí. Y está de acuerdo contigo en que no debo conducir con este clima.

—Siempre me ha caído bien esa mujer —sonrió él. Se sentó en el suelo, enfrente de ella, con la espalda apoyada en un sillón de orejeras y otro tazón de estofado en la mano.

Comieron un rato en silencio.

—He llegado a una conclusión —dijo ella al fin.

—¿Me va a gustar?

—Seguramente no. He decidido que el embarazo me pone rara.

Cal tomó un par de cucharadas de estofado.

—¿Piensas explicarme eso o tengo que sacar mis propias conclusiones?

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—No sé si puedo. Pero me da miedo. Lo que más me emociona estos días es quedarme tumbada en la cama y ver moverse mi estómago. ¿Qué te parece eso?

Cal masticó unos segundos en silencio.

—¿Y tú crees que eso te hace rara?

—Bueno, por lo menos creo que no soy yo misma.

—Claro que eres tú —repuso él—. Eres tú embarazada. Algo que no habías estado antes.

Los ojos de ellas se llenaron de lágrimas por enésima vez en los últimos cinco meses.

Se levantó del sofá, tarea que resultaba cada vez más difícil con el paso de los días, y levantó el tazón.

—¿Has dicho que había más?

—Claro que sí —Cal se puso en pie—. Déjame que...

—No, ya voy yo. ¡Oh!

Uno de los perros se colocó delante de ella, que tropezó. El tazón salió volando y aterrizó a salvo en el sofá. Ella aterrizó en los brazos de Cal.

—¡Vaya! —exclamó, con el corazón bailándole en el pecho—. Tienes buenos reflejos.

—Es uno de mis muchos talentos —repuso él.

La besó y ella ni siquiera se planteó no responder al beso. Sus labios se encontraron y ella se aferró a él y a aquella boca gentil y posesiva y lanzó un gemido.

Cal la besó una y otra vez, hasta que ella consiguió recuperar parte de su sentido común y apartarse.

—Dawn —susurró él.

Ella lo miró, pero la expresión de Cal era inescrutable. Se limitó a levantarse y tomar el tazón.

—¿Todavía quieres más estofado?

Dawn negó con la cabeza, con lo que sólo consiguió marearse más de lo que ya estaba, y carraspeó.

—No, he cambiado de idea.

Él regresó con su tazón y se sentó en el sofá.

—Ya me he dado cuenta —dijo.

Ella, para calmarse, empezó a juguetear con el puzzle extendido en una mesa cerca del fuego. Desde que conocía a Cal, siempre le habían gustado los puzzles. Pero, como siempre, había juntado trozos del medio antes de hacer los bordes, cosa que a ella la exasperaba. Lo miró con irritación.

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—Perdona —dijo—. Seguramente no ha sido justo por mi parte.

—Déjate de tonterías —repuso él—. Sólo quería ver hasta dónde podía llegar antes de que me pararas.

Dawn frunció el ceño.

—¿Tú no pensabas parar?

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Porque...

—Voy a decirte algo —Cal dejó el tazón en la mesa—. Al contrario de lo que cree la gente, el truco de la seducción no está en que alguien haga lo que no quiere hacer, sino en saber cuándo actuar —su mirada no vacilaba—. Y tú no eres ninguna inexperta. Sé que sabes de lo que hablo.

Dawn miró el fuego.

—Lo sé muy bien.

—¿Y qué ha pasado? —preguntó él con curiosidad—. Parecías estar conmigo hasta que algo te ha asustado.

—No serviría de mucho negarlo, ¿verdad?

—No. ¿Qué quieres tú? —preguntó él con suavidad—. Y me refiero a querer de verdad, en este mismo momento.

—¿En este momento? —preguntó ella—. ¿Si pudiera hacer lo que quisiera sin consecuencias?

—Eso es lo que te pregunto.

Dawn lo miró.

—Hacer el amor contigo hasta quedar exhausta.

Cal sonrió.

—¿Y cuál es el problema?

—Que mi cuerpo quiere eso, pero mi cabeza me dice que es muy mala idea.

—¿Por qué? —preguntó él con suavidad.

—Porque eso no cambiará nada sobre nosotros.

Cal tardó un instante en contestar.

—¿Y quién dice que tenga que cambiar?

—¿Esperas que me crea que podemos acostarnos sin que eso signifique nada?

Él la miró con intensidad.

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—Oh, significaría algo. Como significó algo cuando hicimos el niño. Pero si temes que espere... lo que quiera que pienses que voy a esperar, puedes estar tranquila —se inclinó hacia delante—. Si quieres sexo, sólo tienes que pedirlo. Estoy dispuesto. Y a menos que haya ocurrido algo drástico en los últimos meses, creo que soy potente.

Dawn se ruborizó, pero no pudo despegar la lengua del paladar.

—Y si tu vacilación se debe a que piensas que me van a importar los cambios en tu cuerpo, puedes olvidarlo ahora mismo.

—Yo no tengo problemas con mi cuerpo — protestó ella—. Nunca en mi vida me he sentido tan femenina.

—Eres consciente de que me estás matando, ¿verdad?

—¿Desde aquí?

—Teniendo en cuenta que tengo una erección desde que te he visto en el granero, la proximidad no es un problema.

Dawn no supo qué decir.

—¿Por qué no te sientas a mi lado? —sugirió él—. Podemos acariciarnos un poco y ver adonde nos lleva eso.

Ella soltó una carcajada.

—Yo sé adonde nos llevará.

Cal enarcó las cejas y ella volvió a reír.

Reprimió un suspiro. Entre sus hormonas y el anhelo de estar cerca de él, no podía resistir la oferta. Quería sentirse a salvo aunque fuera por un momento.

Aunque esa seguridad fuera tan ilusoria como colocarse una revista encima de la cabeza para parar la lluvia.

Cal le tendió la mano con una sonrisa y Dawn dejó de pensar.

Capítulo 10

CAL OBSERVÓ a Dawn cruzar la estancia despacio y detenerse ante él con los puños cerrados a los costados.

Él la agarró por uno de esos puños y la sentó en su regazo.

Introdujo una mano por debajo del jersey de ella y le acarició un pecho.

Dawn dio un respingo.

—Has dicho que nos íbamos a acariciar un poco.

—Exactamente.

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Le desabrochó el cierre delantero del sujetador y le acarició el otro pecho. Ella introdujo los dedos en el pelo de él y gimió. Él la besó en los labios, un beso lento y largo que fue volviéndose frenético a medida que se prolongaba.

Ella frotó su trasero en el regazo de él.

—Tranquila... —musitó Cal—. Quiero ir muy despacio.

—¿Quién lo dice?

Cal se quedó un momento pensativo.

—Está bien. ¿Esta vez deprisa y la próxima despacio?

—De acuerdo —Dawn se levantó, se quitó el jersey y se sentó a horcajadas sobre él—. Deja de mirar y haz algo.

No tardó en hacerse evidente que, aunque el sofá no estaba mal para empezar, tenía opciones limitadas y que los dos llevaban todavía demasiada ropa. Diez segundos después habían remediado ambas situaciones y se encontraban desnudos en el suelo, delante del fuego. Cal acariciaba la piel luminosa de ella con la lengua y los labios y besaba su vientre una y otra vez.

—Tócame —dijo ella.

—Ya lo hago.

—Ahí no —rió Dawn. Levantó las rodillas, sin miedo, sin vergüenza—. Aquí.

—¿Alguna preferencia?

—Como tú quieras —repuso ella—. Pero deprisa.

Cal sonrió y se colocó de lado para poder verle la cara. Bajó un dedo al pubis de ella y la tocó con mucha delicadeza.

—Más fuerte —dijo ella.

—No —se inclinó, rozó el pezón erecto de ella con los labios y la besó en la boca—. Todavía no.

Acarició de nuevo el pubis y volvió a retirar la mano. Repitió la caricia, entrando y retirándose, consciente de lo sensible que era la piel de ella en ese punto. .

—¡Cal!

—Calla. Eres demasiado impaciente.

Siguió acariciándola despacio, observándola y deseándola, amando a aquella mujer que tanto miedo tenía de ser amada.

—Ahora —dijo en cierto momento.

Aumentó la presión de los dedos y ella alcanzó el clímax con un grito.

—¿Qué tal ha estado eso? —preguntó cuando se calmó al fin la respiración de ella.

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—Yo te enseñaré cómo ha estado —se incorporó con esfuerzo, aplastó los hombros de él contra el suelo, lo montó a horcajadas y él estuvo a punto de terminar allí mismo. Ella se inclinó, con los pezones asomando entre el velo que formaba su pelo y susurró:

—Si se te ocurre mover un solo músculo antes de que yo te lo diga, me largo.

Cal sintió pánico.

—No sé si puedo...

—Inténtalo —se sentó recta y sonriente. Luego, sin que se moviera aparentemente para nada, hizo... algo.

—¿Qué ha sido eso?

Dawn sonrió. Y repitió el movimiento.

—¿Te refieres a esto?

—¡Sí!

Ella se echó el pelo hacia atrás y descubrió por completo un pecho.

—Son los ejercicios para mantener el tono muscular de la pelvis —dijo—. Tengo que hacerlos siempre que me acuerde —trazó círculos con las uñas en torno a los pezones de él—. Y he leído que éste es un buen modo de practicarlos — volvió a repetirlo—. ¿Te gusta?

Cal respiró con fuerza e intentó levantar las caderas para salirle al encuentro.

—De eso nada —ella volvió a empujarlo contra el suelo—. No has pedido permiso.

Ajustó su posición encima de él.

—Me vas a volver loco.

—Me alegro —sonrió ella. Subió despacio y volvió a bajar para luego...

Cal lanzó un rugido y empujó en el interior de ella. Empujó una y otra vez hasta que llegó al orgasmo con un grito.

Cuando se recuperó lo suficiente para abrir un ojo, vio que ella lo miraba victoriosa.

—¿Qué... narices... ha... sido... eso? —preguntó él.

—Primera regla —Dawn se inclinó todo lo que pudo, rozando con los pezones el pecho de él, y le habló al oído—. No te metas con una mujer embarazada.

Dawn no sabía qué hora era cuando la despertó el teléfono. La realidad la golpeó con fuerza y salió de la cama antes de que Cal terminara de levantar el auricular.

—Un momento —dijo él en el aparato—. ¡Eh! ¿Adonde crees que vas?

—Creo que si me marcho ahora mismo —repuso Dawn—, puede que alcance el último tren para la cordura.

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—¡Un momento, por favor! —gritó él. Encendió la luz de la mesilla—. Y eso va también por ti. No irás a ninguna parte.

—Claro que iré.

—¡Quédate ahí!

Dawn se quedó paralizada, con la euforia sexual de la noche anterior colapsándose a su alrededor. El miedo fue subiendo en su interior, espeso, acre y sofocante, arrastrando consigo la horrible verdad que ya no podía ignorar: se había enamorado con todos los átomos empapados de hormonas de su cuerpo.

Una noticia que cualquier persona normal habría recibido con alegría, o al menos con ecuanimidad, no con aquel terror que le provocaba náuseas.

—¿Qué? —dijo Cal en el teléfono.

Dawn se sobresaltó.

—¿Está bien? —preguntó él.

—¿Qué ocurre? —inquirió ella, sin palabras.

Cal levantó una mano, pendiente del teléfono.

—Sí, sí —suspiró y la miró—. Sí, seguro que querrá saberlo, yo se lo diré —colgó el teléfono—. Era Ryan. Dice que Elijah ha salido a dar una vuelta con el coche de su padre, ha resbalado en el hielo y...

—¡Oh, Dios mío, no!

—Se encuentra bien. Está más asustado que otra cosa, pero Ryan lo llevará de todos modos al hospital de Claremore.

—Tenemos que ir —declaró Dawn.

—Por supuesto, querida.

—No puedo creer que haya hecho algo tan estúpido —dijo Cal por enésima vez en un hora. La nieve había parado, dejando el cielo claro cuajado de estrellas y las carreteras muy traicioneras.

—Tiene doce años —repuso Dawn—. Entre otras cosas.

Cal le apretó la mano un momento.

—Se pondrá bien.

Dawn suspiró.

—Él no es el único que ha hecho tonterías esta noche.

Cal la miró.

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—¿Preferirías que no hubiera pasado?

Ella tardó un poco en contestar.

—Preferiría... —suspiró una vez más—. Me gustaría ser más como tú.

—Pues a mí no —dijo él—. Y para que lo sepas... nunca había hecho el amor así.

—Cal...

—No temas, cumpliré mi promesa. Pero no voy a fingir que haya sido un revolcón corriente, ¿de acuerdo? Por lo menos para mí.

Esperó, conteniendo el aliento.

—Para mí tampoco —dijo ella después de una pausa larga—. Pero eso no significa...

—... nada excepto que nos compenetramos muy bien en la cama. Ya lo sé —frenó un poco para entrar en una curva—. Mira, no sé por qué te aterroriza tanto enamorarte o que te quieran, o lo que sea que te da tanto miedo. O quizá es que yo sólo sirvo para un revolcón, no sé. Pero pienso que tú tienes más amor que dar que ninguna mujer que haya conocido, aunque da la impresión de que te dé miedo gastarlo o algo así, como si luego ya no fuera a haber más —apretó el volante con fuerza, inseguro de cómo seguir—. Pero no me parece bien que lo guardes ahí embotellado. Y eso es todo lo que tengo que decir.

Recorrieron un par de kilómetros en silencio.

—Y lo único que tengo que decir yo es que si vuelvo a oírte que sólo sirves para un revolcón, lamentarás haber nacido.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Cal, que suponía que estaba demasiado oscuro para que ella lo viera, no se molestó en ocultar una sonrisa.

Cal oyó el respingo que dio Dawn cuando vio los moretones y las vendas del chico. A él también lo impresionó ver a Elijah tan impotente y pequeño. Pero sus ojos brillaban desafiantes, aunque no podía reprimir una mueca cuando intentaba hablar.

—¿Qué hacéis aquí vosotros? ¿Y dónde está mi padre?

—Seguro que llegará en cualquier momento —dijo Dawn con gentileza—. Nos ha llamado el doctor Ryan. Estábamos preocupados por ti.

—Pues ya no tenéis que preocuparos más. Estoy bien.

—No estás bien —repuso Cal, que se encontraba con los brazos cruzados al pie de la cama—. Pero has tenido mucha suerte. ¿Por qué narices has hecho una tontería de ese calibre?

—Sé conducir muy bien. Y mi padre me deja conducir la camioneta a menudo.

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—Pero no en carretera abierta y cubierta de hielo. Y además, te recuerdo que sólo tienes doce años.

—Cal, por favor —Dawn le puso una mano en el brazo.

—¡Iros de aquí! —gritó Elijah—. ¡Esto no os importa! ¡Iros de aquí!

—Eli...

—Vamos, Cal —intervino Dawn con calma—. Volveremos mañana, cuando te apetezca más tener compañía —dijo al chico.

—¿Y si no me apetece?

—Mala suerte —ella tiró de Cal fuera de la habitación y le dijo—: Parecéis un par de gatos luchando por defender su territorio.

—Yo no...

—Tú sí —Dawn apoyó en la pared—. Y menos mal. Ya es hora de que alguien se preocupe por él lo bastante para llevarle la contraria en vez de... lo que quiera que le haya hecho Jacob para que sea así.

—Si tanto necesita que se preocupen por él, ¿por qué nos echa?

—Porque nos está probando. Al irnos le damos a entender que respetamos su deseo y, al volver, le decimos que nos importa. ¿Y dónde narices está su padre?

—Ni idea. Ryan dice que lo ha llamado antes que a nosotros.

—Esto no puede seguir así. Hay que hacer algo.

Cal suspiró.

—Supongo que sí.

En ese momento Ryan apareció por el extremo del pasillo y Dawn anunció que tenía que ir al baño. Los hermanos se acercaron a la máquina de café.

—La has recogido por el camino, ¿eh? —preguntó Ryan.

Cal eludió la pregunta.

—Quería venir a toda costa.

El médico suspiró.

—Mañana es Nochebuena y yo debería estar montando ahora una casita de muñecas.

—¿Y hay algún motivo por el que tengas que quedarte? —preguntó Cal.

—Dos. El primero es Jacob Burke. No pienso irme hasta que oiga su versión de la historia. El segundo eres tú —tomó un trago de café.

Cal miró su taza.

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—¿Con qué narices hacen esto?

—Cal...

—Ahórrate la saliva —tiró la taza de café en una papelera cercana y miró a su hermano—. Esto es algo entre Dawn y yo.

—¿Dónde está? ¿Dónde está mi hijo? ¿Se encuentra bien?

Los dos miraron a Jacob, que se acercaba a ellos tan deprisa como se lo permitía el bastón. Llevaba un abrigo azul de marine encima de los vaqueros sucios y una camisa arrugada. Su pelo no había visto un peine en varios días ni su cara una cuchilla de afeitar, pero sus ojos brillaban con miedo y sorpresa. E irritación.

—Está ahí dentro —contestó Ryan—. Y sí, está bien. Lo tendrán aquí esta noche en observación, pero es sólo por precaución —frunció el ceño—. Lleva una hora preguntando por usted.

—La maldita camioneta no quería ponerse en marcha. He tenido que llamar a Darryl Andrews para que le echara un vistazo y me ha cobrado casi treinta pavos, ¿qué le parece?

—¿Cómo ha ocurrido esto? —preguntó Cal.

Jacob los miró un momento de hito en hito y pareció encogerse.

—Los malditos analgésicos, unos nuevos que me han dado, me han dejado dormido y... —miró a Cal—. Juro que creía que ese coche estaba sin gasolina. El chico ha debido de echarla del otro. Cuando me he dormido, tenía unas llaves en el bolsillo y las otras en el gancho de la cocina donde están siempre.

Miró a Ryan y se apoyó pesadamente en el bastón.

—¿Puedo verlo ya?

El médico asintió. Dawn volvió cuando Jacob desaparecía por la puerta.

—Lo he oído —dijo.

—Pareces cansada —comentó Ryan.

—Estoy bien.

—De acuerdo —musitó el médico—. Pero no tardes mucho en retirarte a descansar.

Se alejó y Dawn se instaló con firmeza en una de las sillas de la sala de espera.

—Yo también quiero hablar con Jacob — dijo.

Cal se acomodó a su lado con un suspiro.

—¿Te das cuenta de que probablemente te diga que no es de tu incumbencia?

—Al volver del baño, he visto al sheriff. Esto es muy serio. Elijah ha vuelto a robar y esta vez a gente que no quiere pasarlo por alto. Roy dice que lo siente pero que va a informar a los servicios sociales y yo creo que es lo mejor.

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—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Jacob, con rabia.

—Estoy aquí porque me importa su hijo —repuso ella, con voz firme. Se incorporó—. Y porque yo puedo ayudarlo.

—No necesito tu ayuda.

—¡Jacob, por el amor de Dios! El sheriff tiene que informar de eso. ¿Y qué cree que va a pasar cuando lo haga?

—Esto no tiene nada que ver con nadie excepto con el chico y conmigo. Todo el mundo sabe que los chicos son traviesos. Y ya le he dicho a tu novio que se ha ido cuando yo estaba dormido. ¿Qué quieres que haga? ¿Que lo encierre?

—Podría haberse matado —dijo ella con suavidad—. O haber matado a otro. No puede ignorar eso.

Jacob la miró con ojos llameantes.

—Creo que deberías esperar a que el niño que llevas dentro salga al mundo antes de juzgar a otros padres.

—A lo mejor es por el niño que llevo por lo que no puedo soportar ver cómo otro se estropea la vida porque su padre es demasiado cabezota para hacer nada por él.

Cal la miró con orgullo.

Jacob, por su parte, parecía sorprendido. Se dejó caer en una silla.

—¿Hacer algo por él? —dijo con una risita seca—. ¿Como qué?

—Ahí es donde entro yo —declaró Dawn—. Si me deja.

Jacob suspiró y movió la cabeza.

—Yo nunca había pensado tener hijos ni asentarme. A Justine y a mí nos gustaba ir de sitio en sitio conociendo gente distinta. Pero...

Sacudió la cabeza como si intentara despejarse.

—Me dijo que estaba embarazada y que quería tenerlo y, bueno... no podía negárselo, ¿verdad?

—¿Y cómo acabaron aquí? —preguntó Dawn.

—Murió mi madre y me dejó la casa. Yo quería venderla, pero a Justine le gustó Haven, así que nos quedamos, nació el niño y al principio todo fue bien. Pero ella murió antes de que Elijan dejara los pañales.

Miró a Cal con impotencia.

—Yo no sabía qué hacer. Como tenía que trabajar, dejaba a Eli en la guardería de la iglesia metodista y más o menos nos íbamos arreglando. Pero luego me pasó lo de la espalda y ya no pude trabajar ni cuidarlo bien... —se encogió de hombros—. Quiero mucho a ese chico, pero quererlo no te convierte automáticamente en un buen padre.

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Dawn se sentó a su lado y le puso una mano en el brazo.

—Pero si no podía cuidar de él, ¿por qué no dejó que lo adoptara alguien?

Jacob le lanzó una mirada penetrante, como si quisiera ver en el interior de su mente.

—Porque él era lo único que tenía.

—Y tampoco quiere perderlo ahora, ¿verdad?

El hombre negó con la cabeza.

Dawn suspiró.

—Escúcheme. Yo no lo juzgo, aunque le dé esa impresión. Pero tengo miedo por Eli. Y le aseguro que, si no hace algo por mejorar todo esto antes de que el tema llegue ante el juez, los servicios sociales pueden decidir retirarle al chico, le guste o no. ¿Entiende lo que digo?

—Sí. Dices que tengo que dejar que un extraño me diga cómo criar a mi hijo.

—Sólo sugiero una terapia. Quizá un cursillo de paternidad responsable.

—De eso nada.

—Jacob —intervino Cal—. Escúchala. Sabe lo que dice y no es ninguna vergüenza pedir ayuda. Y creo que si vas a esas clases, Eli se dará cuenta de cuánto le importas.

Jacob lanzó un gruñido.

—No sólo eso —siguió Cal—. Quizá podamos buscar algo que tenga a Eli distraído, que le dé un objetivo en la vida para que no se meta en líos. Los niños necesitan a su padre —dijo, con una mirada al vientre de Dawn—. Y tenemos que hacer todo lo posible para que Eli y tú sigáis juntos.

Jacob lo miró.

—¿Y tienes algo en mente?

—La verdad es que sí.

Capítulo 11

SIEMPRE llegas tan temprano? Dawn se sobresaltó. Levantó la vista del contrato inmobiliario que leía en ese momento y sonrió al ver a su jefe en el umbral.

—¡Sherman! ¡Dijiste que no vendrías hasta febrero!

El abogado entró en el despacho ataviado con un traje azul marino que veinte años atrás ya no era nuevo y se sentó ante el escritorio.

—Tanto descanso me estaba volviendo loco. Y mi hija, Brenda Sue, no me deja hacer nada. O acortaba las vacaciones o perdía el juicio.

Dawn pensó que quizá perder el juicio podía ser la solución a alguno de sus problemas.

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Las últimas tres semanas habían sido muy difíciles. Jacob había aceptado al fin asistir al cursillo, pero sólo si Dawn lo acompañaba. Y después discutía una hora con ella sobre todo lo que había dicho el profesor. A Eli, por su parte, ni le gustaba limpiar los establos del rancho ni lo había entusiasmado volver a la escuela, lo cual, naturalmente, provocaba una serie de concursos de gritos entre padre e hijo con ella como arbitro.

Y luego estaba Cal, que no encontraba nada de malo en que fuera amantes.Y ella tampoco. Y sabía que, entre los poderes de persuasión de él y sus hormonas,

estaba perdida. Había intentado mantenerse alejada, pero el deseo le impedía dormir y, como una mujer embarazada necesitaba descansar, había acabado por ceder en aras de su salud.

Por supuesto, no había sido fácil encontrar un tiempo y un lugar donde hacer el amor sin que nadie se enterara. En una ocasión lo habían hecho en el granero y en otra en el colchón viejo del desván de él. Por suerte, Ivy tenía un congreso de comadronas en Chicago ese fin de semana.

—¿Dawn?

La voz de Sherman la devolvió a la realidad.

—Perdona. Me parece que no estoy tan despierta como creía. Pero las vacaciones te han sentado bien. Tienes muy buen aspecto.

—Para un viejo, ¿no?

—No eres tan viejo. Y no me creo que no te haya gustado estar con tu hija. Supongo que no la ves a menudo.

—No —musitó él—. Eso es cierto. Pero me alegro de haber vuelto. Y todavía no me has dicho qué haces aquí antes de las ocho.

—En la universidad adopté la costumbre de madrugar. Y Marybeth me ha dicho que tú haces lo mismo.

Veinte minutos y una taza de café más tarde, había puesto a Sherman al día sobre la actividad del bufete, incluido su trabajo con los Burke.

—Ese chico siempre ha andado a su aire — dijo Sherman—. ¿De verdad crees que debe seguir con Jacob?

—No creo que apartarlos resolviera el problema. Sobre todo porque ninguno de los dos tiene a nadie más.

Sherman la miró un momento a los ojos.

—Parece que tengas un interés personal en esto.

—Me gusta el chico. Y por alguna extraña razón, hay algo en Jacob que me llega bastante — se encogió de hombros—. Pero nada más.

—Y supongo que no has descuidado los casos que sí dan dinero.

—Claro que no —ella arqueó una ceja—. Pero no acepto los casos por el dinero que puedan dar. ¿Tienes algún problema con eso?

—No —rió él—. Supongo que eres tan mala para eso como yo —se puso serio—. ¿Cuándo es la vista?

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—La semana que viene.

El hombre dejó su taza en la mesa y se cruzó de brazos.

—Lo que hizo el chico fue grave y peligroso. Quizá no sea bueno para él que se lo perdonen.

—Yo creo que merece que lo ayuden a encontrar el camino correcto, no que lo alejen aún más de él. ¿No estás de acuerdo?

Sherman se levantó y se acercó a la ventana.

—¿Y Jacob? ¿Crees que merece otra oportunidad?

—Quiere a su hijo, aunque no sepa lo que hacer con él.

—Tuvo un padre que lo maltrataba y que por suerte pasaba poco tiempo en casa y una madre débil que le dejaba hacer lo que quería. Era un chico que caía bien, pero poco responsable —se volvió con el ceño fruncido—. Sé que quieres lo mejor para los dos, pero el que debe preocuparte es Eli. No lo olvides.

—No lo hago.

Sherman cambió de tema.

—Y ahora que he vuelto, tenemos que buscarte un despacho. Suponiendo que quieras quedarte un tiempo, claro.

—Si sigues dispuesto a que tomemos cada mes como venga, claro que sí.

El hombre la miró.

—¿Por qué no arreglas el despacho de enfrente? Es más grande y más silencioso, por si tienes que traer al niño o la niña. Decóralo a tu gusto y me envías la factura.

—Oh, no...

—Déjame hacer eso, por favor —musitó él—. Además, yo quiero que te quedes.

—Y eso no puedo prometerlo —suspiró ella.

—¿Cómo te va con Cal? —preguntó él.

Dawn se echó a reír.

—¿Nunca has estado dividido entre lo que querías hacer y lo que creías que tenías que hacer?

—Muchas veces.

La joven se levantó y se acercó a la ventana.

—Yo nunca recuerdo haber dudado tanto. Desde niña, cuando tomaba una decisión, pensaba lo que tenía que hacer y lo hacía. Si tenía que estar media noche en pie para sacar un sobresaliente, lo estaba y en paz.

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—¿Por qué? —preguntó él con suavidad—. ¿Por qué era tan importante para ti triunfar?

—Para demostrar que era algo más que la bastarda de Ivy Gardner —musitó ella—. Que tener un padre desconocido no implicaba que estuviera condenada al fracaso.

Sherman frunció el ceño.

—¿De verdad crees que la gente te juzgaba tan duramente?

—¡Oh, vamos! Había madres que no me dejaban jugar con sus hijos —no creyó prudente señalar que la esposa de Sherman era una de ellas—. Claro que eran las mismas personas que estaban seguras de que mi madre fumaba droga, no se bañaba y practicaba el satanismo. Y no quiero decir que todos pensaran así, pero...

Sherman guardó silencio un momento.

—Es curioso cómo puedes vivir toda tu vida en un sitio y no ver lo que no quieres ver.

—Si te hace sentir mejor, este pueblo ya no es el que yo dejé. O quizá yo no soy la misma persona.

Una llamada en la puerta interrumpió la conversación. Sherman fue a abrir, dejó entrar a Charmaine y salió a la sala de espera.

La camarera se acercó a Dawn con un papel en la mano.

—Sólo tengo unos minutos —dijo—. Le entregó el papel—. Es el número de la Seguridad Social de Brody. ¿Seguro que puedes encontrarlo con eso?

—Probablemente sí —Dawn tomó el papel y la otra dio media vuelta—. ¿Por qué? —preguntó a su espalda.

Charmaine se giró con una mueca de exasperación.

—Porque en la escuela dicen que Adam necesita gafas, se ha roto la cocina, los tres necesitan zapatos y mi coche está en las últimas. Y porque tienes razón. Eso es algo que Brody les debe a sus hijos y es hora de que se lo dé.

—Me alegro por ti.

—Y mucha gente está hablando de lo que haces por Jacob y Eli. De que en vez de esperar sentada a ver lo que ocurre, actúas para que pase algo —bajó la vista—. Y he pensado que quizá debería tomar ejemplo de ti.

—¡Oh, vamos! Soy la última persona de la que se deba tomar ejemplo en este momento.

La morena sonrió con sequedad.

—Sí, bueno, no tengo mucho donde elegir.

—¿Eso significa que podríamos ser amigas?

—No exageres —dijo Charmaine.

Pero sonreía.

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En la tercera semana de marzo, Dawn estaba convencida de haberse instalado en el limbo. El invierno, su relación no resuelta con Cal, el embarazo... todo seguía su curso sin que ella pareciera tener mucho que ver con ello.

Por supuesto, en su vida había también puntos buenos. Había encontrado al ex de Charmaine en Reno y le había echado encima a las autoridades, que habían logrado arrancarle la pensión infantil. Y el juez de familia había tomado en cuenta las clases de Jacob y el trabajo de Eli en el rancho y decidido que no había necesidad de apartar al niño el cuidado de su padre.

No parecía difícil arreglar los problemas de los demás. Los suyos, en cambio...

Ivy, que le tomaba en ese momento la presión arterial, frunció el ceño.

—Sea lo que sea lo que estás pensando, déjalo, porque no me gustan nada estas cifras.

Dawn se subió la sudadera para que su madre le examinara el vientre y pensó que sólo una mujer con las facultades mentales disminuidas huiría de un hombre cuyo rostro se iluminaba como se iluminaba el de Cal siempre que la veía. Un hombre que daba los mejores masajes de pies del mundo.

Un hombre cuyas alegrías y preocupaciones se habían convertido en las de ella. Pero a pesar de todo lo que lo quería, no podía confiar en la seguridad de él de que podían tener un futuro juntos.

—Aparte de la presión arterial —declaró Ivy—, todo va bien —sonrió—. Ya sólo faltan cuatro semanas.

—Sólo, dice —gruñó Dawn. Se levantó con esfuerzo de la cama—. ¿Seguro que ahí dentro sólo hay un niño?

—Seguro. ¿Por qué no vas a ver si alguien ha dejado un mensaje mientras termino de rellenar tu gráfico?

Durante el examen había sonado el teléfono, pero como los pacientes de Ivy solían llamarla al busca, había dejado que saltara el contestador.

—Soy Kyle Fischer y busco a Dawn Gardner —dijo una voz masculina—. Gloria Menéndez me ha dado su número.

Dawn escuchó el mensaje con la boca abierta.

—No dejes que se salga con la suya, Eli — dijo Cal, que observaba por encima de la puerta los intentos del chico por ponerle la manta de la silla a un potro—. Repítelo otra vez y no dejes de hablar con él. Demuéstrale que no tiene nada que temer, que puede confiar en ti.

Eli lo miró y Cal soltó una risita.

—Hablo en serio. Los caballos aprenden muy deprisa si una acción suya provoca una cierta respuesta en ti. Y lo último que quieres es que piense que sólo tiene que protestar para que lo dejes en paz.

El chico apretó los labios con determinación y acercó de nuevo la manta al potro. Y por un minuto más o menos, Eli y el caballo repitieron la maniobra hasta que el potro acabó cediendo. Bueno, el animal seguía mirando al chico por encima del hombro como si no estuviera muy seguro de lo que ocurría, pero al menos se estaba quieto.

Y Eli lanzó a Cal una mirada de triunfo que lo calentó hasta las plantas de los pies.

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Al chico le gustaban los caballos y, en su mayor parte, él les gustaba a ellos. Protestaba por la limpieza de los establos, sí, pero eso era de esperar a su edad. Y aparecía puntual todos los días después de la escuela y los sábados.

Y lo más importante: no había vuelto a meter se en líos.

—Hola, chicos.

Cal se volvió y miró a Dawn con la boca seca.

Mientras ella charlaba con Eli, pensó por enésima vez que aquélla era la relación más loca que había tenido en su vida. Pero cada vez que ella acudía a él, le sonreía o hacía el amor con él era un punto más en su marcador. El problema era que no sabía cuántos puntos necesitaba para ganar.

—¿Es mi imaginación o sigues teniendo muchos caballos? —preguntó ella.

—Eso parece —repuso él. La idea era vender la mayoría de los potros cuanto antes para no tener que alimentarlos durante los meses de frío, pero las cosas no iban como había anticipado—. No importa. Serán más grandes y fuertes en la primavera.

—Pero tus facturas seguirán aumentando.

Cal salió con ella al exterior.

—No quiero que te preocupes por eso, ¿de acuerdo? En cuanto empiecen a pedir los servicios de Twister, todo irá bien.

—No te critico —dijo ella—. Simplemente me preocupo.

—Lo sé —sonrió él.

Jacob se acercó en ese momento al volante de su camioneta.

—Buenas tardes —dijo desde la ventanilla—. Tengo que llevar a Eli a Claremore a comprarle zapatos, si no tienes inconveniente.

—Claro que no. Está en el establo. ¿Quieres que lo llame?

—No —Jacob salió de la camioneta con una facilidad obra de su nuevo tratamiento, libre de drogas, para la espalda—. Ya voy yo. ¿Y cómo estás tú hoy? —preguntó a Dawn.

—Embarazada todavía —repuso ella.

—Ya no falta mucho —dijo Jacob—. Por cierto, he empezado un curso para revisar las reclamaciones de seguros en el campo. He pensado que así saldré de casa y haré algo de dinero.

—Me alegro mucho —Dawn se acercó y le dio un beso en la mejilla. El hombre se ruborizó, se llevó una mano al ala del sombrero y entró en el establo.

Cal se quedó mirándolo pensativo. En su mente empezaba a cobrar forma una sospecha.

—¿Podemos ir a la casa? —preguntó Dawn—. Estoy congelada.

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Cal la precedió al interior y le sirvió una taza de té que Ethel había dejado hecho ante de salir de compras. La joven se acercó al piano y rozó una tecla.

—¿Por qué lo conservas si no tocas? —preguntó.

—Porque era de mi madre —repuso él—. Y porque puede que un día lo toque un sobrino... o un hijo mío.

Dawn tomó un trago de té.

—Hoy me han hecho una oferta de trabajo —dijo, con la vista fija en las teclas—. En Nueva York.

—¡Oh! —exclamó él—. No sabía que habías solicitado nada.

—No lo he hecho. Me han llamado porque mi antigua jefa en el despacho gratuito les ha hablado bien de mí.

Cal la vio tomar otro sorbo de té y notó que le temblaban las manos.

—¿Es el trabajo de tus sueños? —preguntó.

—¿Económicamente? Es para dirigir un despacho de ayuda legal en Brooklyn, así que para la mayoría de la gente no lo sería.

—Te pregunto a ti, no a la mayoría de la gente.

Ella dejó la taza en el alféizar de la ventana.

—Se acerca bastante.

—¿Y lo vas a aceptar?

Dawn lo miró a los ojos.

—No puedo tomar esa decisión sola.

—¿Desde cuándo? Tú dijiste que probablemente volverías a Nueva York.

—¿Pero tú podrías conformarte con ser un padre a media jornada?

Cal intentó ignorar el puñetazo que sentía en el estómago.

—Me las arreglaré —contestó.

—Pero no te gustaría.

—Eso no tiene nada que ver.

—Claro que tiene. Si tú no quieres que acepte ese trabajo, dilo.

—¡Oh, no! No permitiré que me cargues a mí con eso...

Dawn golpeó con fuerza las teclas, a las que arrancó un gemido.

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—¿Te importa que acepte ese empleo, sí o no?

—¿Tú qué rayos crees? —gritó él—. Mis prioridades no han cambiado. Sigo queriéndoos a mi hijo y a ti aquí, pero no quiero ser yo el motivo de que rechaces la oportunidad de tu vida. Que me aspen si te voy a dar una razón para odiarme.

Dawn lo miró fijamente varios segundos, salió de la casa sin saludar a Ethel, que entraba en ese momento, y se alejó a su coche.

Cal lanzó una imprecación y se sentó en el sofá.

—No sabes lo que te estaba pidiendo, ¿verdad? —preguntó Ethel.

—Claro que lo sé. Quería que le dijera que podía irse para aceptar ese trabajo con la conciencia tranquila.

—Te equivocas. Estaba buscando una excusa para no aceptarlo. Y tú no se la has dado.

A Cal empezaba a dolerle la cabeza. Se tumbó en el sofá y se llevó las manos a las sienes, que empezó a masajear.

—Vale, puede que no haya manejado muy bien la situación, pero me ha pillado desprevenido. Y además, he dicho la verdad. Con niño o sin él, no quiero que tome una decisión sobre su vida basándose en lo que yo quiero.

—Cosa que ella habrá entendido como que te da igual que se vaya o se quede.

—Eso son tonterías.

—No lo son. Esa chica necesita que seas franco y le digas lo que sientes, no lo que crees que quiere oír ella.

—Le he dicho lo que siento.

—No, le has puesto más difícil aún la decisión.

Cal lanzó otra imprecación. Ethel tenía razón. Si Dawn aceptaba el empleo, ¿sería porque era lo que de verdad quería o porque él había hecho que tuviera miedo de quedarse?

Gimió y enterró el rostro en las manos.

—Soy un idiota.

—No eres idiota —contestó Ethel. Se sentó en la mesita de café y le tomó una mano—. Sólo tienes miedo.

—¿De qué?

—De la verdad. Quizá de sufrir si ella se queda.

—Eso no es cierto —suspiró él—. Puede que al principio me costara aceptar lo que siento, pero eso ya lo he superado. Ahora lo que intento es darle todas las opciones posibles.

—Pues dáselas, pero de verdad. Tú hablas de lo mucho que la quieres, pero hasta que no estés dispuesto a arriesgarlo todo por ella, no tienes derecho a esperar que ella lo haga. Toma.

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Le puso las llaves de la camioneta en la mano. Cal las miró con tristeza.

—Ella no me quiere.

—¿Qué te hace pensar eso?

Cal frunció el ceño.

—¿Que no ha dicho que me quiera?

—¡Oh, Señor! —suspiró Ethel—. ¿Y tú sí se lo has dicho?

—No quiero espantarla y...

Ethel le dio un golpe en la cabeza.

—No has oído nada de lo que he dicho, ¿verdad?

Se miraron mutuamente un momento. Cal lanzó varias imprecaciones seguidas.

—Vale, supongo que tienes razón. ¿Cómo puedo retirar todo lo que acabo de decir y no quedar como un idiota?

Ethel se encogió de hombros. —A veces hay que correr ese riesgo. —Muchas gracias —dijo él. La mujer le revolvió el pelo como si tuviera diez años. —De nada.

Capítulo 12

BUENO —dijo Ivy, después de una hora de oír a su hija despotricar contra la estupidez de los hombres en general y la de Cal en particular—. Tiene cierta razón. Si te quedas por él en vez de porque te apetece, acabarás odiándolo y será el niño el que pague el pato. Además, no es con él con quien estás furiosa.

—Sí que lo es.

—Te equivocas. Estás enfadada porque él no ha tomado la decisión por ti.

—Yo no quería que tomara la decisión por mí. Sólo quería su contribución.

—Pues yo creo que ya la tienes. Y ahora estás furiosa contigo misma porque tienes que decidir y no sabes lo que hacer.

Dawn se sentó en una silla de la cocina con un gemido estrangulado. Ivy se instaló frente a ella.

—¡Pobrecita! —musitó—. Todo se te cae encima, ¿eh?

—No entiendo. Las cosas nunca habían sido sencillas, pero antes al menos solían estar claras.

Sonó el timbre de la puerta.

—Si es Cal —dijo Dawn—, no quiero hablar con él.

—Eso es una respuesta muy madura —rió Ivy.

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En el umbral estaba Cal, con el sombrero en la mano, el pelo más revuelto que de costumbre y la boca fruncida.

—¿Está Dawn?

—Está en la .cocina, dice que no quiere verte y, si te sirve de consuelo, tiene tan mal aspecto como tú.

Cal frunció el ceño.

—¿Eso significa que puedo verla o que no?

—Yo soy sólo la mensajera, no un perro guardián, pero limpia la sangre cuando hayáis terminado porque no pienso fregar el suelo dos veces.

—Le he dicho a mi madre que no quería verte.

—Estás en minoría —repuso Cal con más compostura de la que sentía. Sacó una silla y se sentó frente a ella.

—¿Qué haces aquí?

—Quiero disculparme.

Dawn levantó las cejas.

—¿Por qué?

Cal se recostó en la silla y la miró. Hacía años que no se sentía tan tembloroso.

—Cuando te has ido, me he puesto a pensar, y se me ha ocurrido que con todo eso de lo que debes hacer y lo que sería mejor para el niño, estamos esquivando lo que importa y es lo que sentimos el uno por el otro —suspiró—. Lo que sentimos ahora, no hace diez años. ¿Me sigues?

La joven asintió con la cabeza y él le tomó una mano, que estaba muy fría, y la cubrió con las dos suyas para calentarla.

—Créeme, lo que yo siento por ti es auténtico. No es por el sexo y no es por el niño, es por ti y por mí. Yo quiero casarme contigo —tragó saliva—. Aunque decidas aceptar ese trabajo.

Ya estaba. Ya lo había dicho. Eso era darle todas las opciones, ¿no?

Dawn abrió mucho los ojos.

—¡Oh, Dios mío, Cal! —cerró la boca y volvió a abrirla—. Sinceramente, no sé qué decir. Que estés dispuesto a algo así...

—Lo que importa es si lo estarías tú.

Ella se levantó y sacó una botella de zumo de la nevera. Cal se puso en pie a su vez y la abrazó, con zumo y todo.

—¿Lo pensarás?

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Dawn lo miró a los ojos y le acarició la mejilla.

—No puedo casarme contigo —susurró—. No sería justo para ninguno de los dos.

Cal se apartó con un nudo en el pecho.

—Ya has tomado una decisión sobre el trabajo, ¿verdad?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

—El trabajo no tiene nada que ver.

Bien. Había llegado el momento de levantarse y salir de allí antes de que lo pisotearan más.

Una hora después Cal entraba en su cocina y miraba a la mujer responsable de que se hubiera puesto en ridículo.

—Has estado mucho rato fuera —comentó Et-hel.

Cal sacó una cerveza del frigorífico y se encogió de hombros.

—La cena está lista.

—No tengo hambre.

La mujer le puso un plato en la mesa, pero él lo ignoró.

—¿Qué ha dicho?

—¿Tú qué crees que ha dicho? Ha dicho que no.

—¿No? ¿A qué?

—Le he pedido que se case conmigo aunque acepte el trabajo y ha dicho que no. ¿Ya estás contenta? —tomó un trago de cerveza y miró la cara de ella—. ¿Qué pasa ahora?

—¿Quién te ha dicho que le pidieras que se casara contigo?

—Tú. Has dicho que le dejara claro que iba en serio.

—¡Oh, qué estupidez! —Ethel movió la cabeza—. No puedes soltarle algo así de pronto a una mujer que tiene problemas de abandono.

—¿Problemas de abandono? ¿De qué estúpida telenovela te has sacado eso?

—¡Yo no veo telenovelas! Por lo menos no de modo regular. Y no hay que ser muy listo para saber qué es lo que le da miedo. Su compromiso se rompió, su padre nunca quiso saber nada de ella... no me extraña que le cueste dejar que se acerque nadie si parece que todos se van a acabar yendo.

—Pero no soy yo el que se va. Es ella.

—Para que no puedas irte tú —la mujer movió una mano en el aire—. Oh, bueno, no creo que puedas hacer nada por ahora. Será mejor que cenes antes de que se enfríe.

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El siguiente domingo por la tarde, Dawn estaba sentada en la sala de estar de Faith con un gorro de cartón de fiesta y rodeada de cajas que contenían pijamas y sonajeros suficientes para diez bebés. Miraba a su amiga amamantar a su hijo de dos meses y medio con una mezcla de fascinación y terror.

La rubia soltó una risita.

—Deberías ver la cara que has puesto. Como si acabaras de descubrir que hemos servido gusanos para comer.

—Con crema de limón de acompañamiento, seguro que saben bien —repuso Dawn.

Faith volvió a reír.

—Toma —separó a su hijo, se quitó un paño del hombro y tendió ambas cosas a Dawn—. Necesitas práctica.

—¡Oh, no! No puedo.

—Faith tiene razón —dijo Maddie a su lado—. La experiencia es importante. ¿Cuánto te falta? ¿Tres semanas?

Dawn estaba demasiado ocupada acomodando al bebé en su hombro para contestar.

—Frótale la espalda —le dijo Faith, mientras se abrochaba la blusa—. Sí, así. Tiene que soltar el aire...

El pequeño Nicky eructó con fuerza y a Dawn la sorprendió la sensación de logro que la embargó.

—Muy bien, niño.

Lo separó un poco para sonreírle y el niño, que no la reconocía, primero arrugó la cara y luego sonrió e hizo un ruidito como de burbujas. La joven imitó el ruido y el pequeño sonrió aún más.

—¡Eh! —dijo ella—. Puede que esto sea divertido.

—No te entusiasmes. Podría haberte vomitado encima con la misma facilidad.

Dawn suspiró.

—Y tú podrías dejar que conservara mis ilusiones hasta que nazca el bebé.

Faith se echó a reír y le quitó a Nicky para cambiarlo.

Dawn se estiró la blusa y devoró un canapé más de queso con pimiento. Desde la desastrosa conversación con Cal la semana anterior y sus dudas sobre la oferta de trabajo, no se sentía de humor para fiestas, pero Faith había insistido en organizar aquella reunión en su honor y la mayoría de las mujeres habían desaparecido en la cocina, dejándolas solas.

—En cierto modo es triste saber que éste es el último que tendré —comentó Faith.

—¿Por qué lo dices?

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—Darryl me regaló una vasectomía por mi cumpleaños. Aunque no quiere que hable de ello.

Dawn estiró la mano hacia un sandwich pequeño.

—O sea que ya os va mejor, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—Cuando me dijiste en otoño que... —al ver la expresión de su amiga, decidió dedicarse a masticar—. Olvídalo. Creo que lo interpreté mal.

—No —suspiró Faith—. No lo interpretaste mal. Te voy a decir una cosa. Si llegamos al cincuenta aniversario sin que uno se cargue al otro, es sólo porque los dos somos demasiado cabezotas para rendirnos.

Se oyó una explosión de risas en la cocina.

—Eso no suena muy romántico.

Faith se encogió de hombros.

—Es lo que hay, y punto. A veces creo que Darryl y yo seguimos juntos porque la alternativa nos da aún más miedo. ¿Quién quiere quedarse sola con cinco niños? Pero podría ser peor — volvió la vista para comprobar que Charmaine no la oía—. Por lo menos sé que Darryl no nos va a abandonar. Ni a maltratar a los niños o a mí. Y si además el sexo sigue siendo fantástico... Por lo que más quieras, no me mires así. Yo estoy bien. Cuéntame lo que pasa con Cal y contigo.

Dawn sintió una punzada en el pecho.

—No nos ponemos de acuerdo con los nombres.

—Yo no me refiero a eso.

Dawn se recostó en el sofá.

—Cuando Darryl te pidió que te casaras con él, ¿cómo te sentiste?

—Aliviada —repuso Faith—. Que probablemente no es la respuesta que buscas. ¡Oh, Dios mío! ¿Cal te ha pedido que te cases con él?

—Sí, pero le he dicho que no.

—¿Por qué? —casi gritó Faith.

—Porque... ¡Si hubieras visto la cara que puso cuando me lo pidió! Nadie me había mirado nunca así. Como si yo lo fuera todo para él.

—¿Cómo dices? ¿Me he perdido algo?

—Faith, yo no sé qué hacer con esa clase de amor. No dejo de pensar lo que pasaría si algo va mal, si... —se detuvo.

—¿Si acabáis como Darryl y yo? —preguntó Faith.

—Yo no he dicho eso.

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—No hace falta —suspiró Faith—. Mira, lo que tú no entiendes es que nosotros no empezamos así. El nunca me miró así. Como si estuviera deseando llevarme a la cama, sí, pero no como si fuera el centro del universo. ¿Has visto cómo miran los hermanos de Cal a sus mujeres? Te digo que es genético. Conseguir que te ame un Logan... bueno, digamos que no hay una sola mujer en el condado de Mayes que no mataría por estar en tu lugar.

Dawn suspiró.

—No lo dudo, pero... Sería como construir una casa de ensueño en la falla de San Andrés. ¿Qué importa que la casa sea perfecta si siempre vas a tener miedo de que se la trague la tierra?

—¡Santo cielo! —exclamó Faith—. ¿A toda la gente que vive en Nueva York le pasa eso? ¿Que se vuelve neurótica?

Dawn hizo una mueca.

—En mi caso, Nueva York no tuvo nada que ver.

—Y Cal te ama igualmente. Quizá deberías pensar en eso.

Dawn no podía pensar en otra cosa.

Los dos primeros días después de que Dawn lo rechazara, Cal había maldecido mucho y sufrido mucho. Le dolía haber corrido ese riesgo y haber perdido, haber sido tan tonto como para escuchar a Ethel en vez de seguir su intuición. Y que sus sentimientos no fueran correspondidos.

Pero a partir del tercer día empezó a ver las cosas de otro modo. Tal vez, como decía Ethel, Dawn sólo necesitara tiempo para hacerse a la idea. Tal vez lo quería, pero con todas las hormonas del embarazo la proposición de matrimonio no había llegado en un buen momento.

Por supuesto, estaba también el tema del trabajo. Una semana después, aún no sabía si lo había aceptado o no y sentía que la incertidumbre iba a acabar con él.

Aunque no tanto como no hacer nada.

Tiró con rabia de una de las ramas muertas del antiguo jardín de su madre y se esforzó por cambiar el tren de sus pensamientos, lo cual sólo lo llevó a otro terreno peligroso.

Cada vez estaba más seguro de que no imaginaba la mirada de anhelo de Jacob siempre que estaba cerca de Dawn, una expresión como si hubiera perdido algo y no supiera cómo recuperarlo. ¿Y cuántas veces daba la impresión de que Jacob iba a decir algo y se callaba en el último momento? A Cal no le extrañaba, claro; si él no se atrevía a abordar el tema hasta que estuviera seguro, podía imaginar lo que debía de sentir Jacob. Al menos ahora podía verla y hablar con ella de modo regular, pero era imposible saber cómo reaccionaría cuando supiera la verdad.

Y Cal tampoco sabía cómo influiría aquello en la opinión que ella tenía de Haven, pero valía la pena comprobarlo.

Por eso había salido ese día al jardín, porque quería estar seguro de ver a Jacob cuando fuera a recoger a Eli.

El hombre llegó puntual. Cal le sonrió con un nudo en el estómago. No tenía ni idea de cómo podría abordar el tema. Y si se equivocaba, iba a hacer el ridículo. Otra vez.

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—¡Eh, papá! —gritó Eli desde el establo—. Ven a ver la nueva potrilla. La he visto nacer, ¿sabes?

Cal, que no sabía si agradecer o no el aplazamiento, siguió a Jacob al establo, un poco menos poblado que un mes atrás, gracias a que la gente empezaba a comprar de nuevo, y a un precio decente.

Jacob soltó una risita. La potrilla de Cindy intentaba mamar, alentada por su madre.

—No me extraña que a Eli le guste venir aquí —dijo Jacob, después de que Cal enviara al chico a llenar los pesebres—. Dice que de mayor le gustaría trabajar con caballos.

—Se le dan bien, eso desde luego. Tiene buena mano con ellos.

Jacob guardó silencio un momento.

—Tengo que pediros disculpas a Dawn y a ti por haber sido tan cabezota al principio. Sé que os debo mucho. Gracias.

—A mí no tienes que dármelas... —miró en dirección a los pesebres.

—¿Cal? ¿Te ocurre algo?

—La verdad es que sí —miró a la yegua y a su hija—. Pero no sé cómo decirlo. Quiero preguntarte algo sobre Dawn.

Jacob achicó los ojos.

—He visto cómo me miras estas últimas semanas y no dejo de pensar que debería decirte algo, pero yo tampoco sé cómo.

—Es hija tuya, ¿verdad? —preguntó Cal.

Jacob asintió y se llevó una mano a la barbilla.

—Hay muchas cosas en mi vida de las que no estoy orgulloso. El modo en que he criado a ese chico es una, pero mis errores con él no pueden compararse con ese otro.

—Ivy dice que le pediste que guardara en secreto tu identidad.

—¿Y qué va a decir? ¿Crees que va a admitir que el padre de su hija es un fracasado que la dejó plantada y nunca se molestó en escribir ni en llamar ni en nada? Y luego se presenta con una mujer embarazada...

—¿Por eso tú tampoco dijiste nada?

—La primera vez que vi a Dawn con Ivy y supe que era su hija, hice mis cálculos y supuse que tenía que ser mía. Una de las veces que vino a ver a Justine cuando estaba embarazada, arrinconé a Ivy y se lo pregunté, pero ella lo negó con una expresión que no olvidaré mientras viva. Como si le asqueara la idea de que yo fuera el padre de su chica, una chica que estaba a punto de irse a la universidad. ¿Y qué podía hacer yo? No quería hacer daño a Justine ni a Dawn. Y ella se largó enseguida.

Se encogió de hombros.

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—Era demasiado tarde. Luego Justine murió y tuve que dedicarme a Elijah y pensé que, si a ella le había ido bien sin mí tantos años, seguramente ya no me necesitaba para nada.

—Quizá eso deberías preguntárselo a ella.

Jacob miró un momento uno de los haces de heno.

—¿Crees que se quedará cuado nazca el niño?

—Tiene una oferta de trabajo en el este —repuso Cal—. No lo sé.

—Es curioso que tanto ella como yo necesitáramos salir de aquí y ver qué había más allá. La diferencia es que yo dejé atrás a una niña sin saberlo y ella se llevará a uno sabiéndolo tú.

—Y quizá le costara más irse si supiera que también deja atrás al abuelo del niño —musitó Cal.

Jacob lo miró con una mezcla de esperanza y pánico.

—¿Tú podrías... prepararme un poco el terreno? ¿Para que se acostumbrara a la idea antes de verla yo?

Cal pensó un momento la propuesta.

—Voy a ver si está en casa —dijo.

A Dawn le dolía la espalda desde hacía unos días, por lo que había acabado saliendo pronto del trabajo y estaba tomando un té que acababa de pasarle Ivy.

—He tomado dos decisiones —declaró—. La primera es que voy a demandar a los fabricantes de los condones y la segunda que no pienso soportar tres semanas más de esto.

—Puede ser más, ¿sabes? Las primerizas a menudo se retrasan.

—Si eso ocurre, mataré a alguien —pensó en una sonrisa que llevaba una semana echando de menos—. Seguramente a Cal.

—No se lo merece —comentó Ivy—. ¿Cuándo tienes que comunicar a esa gente si aceptas el trabajo?

—Mañana.

—¿Has tomado ya una decisión?

—Sí. Y no pienso decirte cuál es hasta que sea seguro al cien por cien. ¿Quién hay ahí fuera? —preguntó al ver que Ivy miraba la ventana con una mueca.

—Ese hombre al que vas a matar. ¿Puedo abrirle?

—Ábrele —suspiró Dawn—. Si no, echará la puerta abajo.

Y un instante después estaba allí, tan alto y guapo como siempre, y ella recordó en el acto todos los motivos por los que debería marcharse.

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Lo miró a los ojos y tragó saliva.

—¿Qué sucede? —preguntó con suavidad.

Ivy se alejó a la cocina.

Cal se sentó en el sofá, colocó los pies de ella en su regazo y le acarició el puente con las yemas.

—Sé quién es tu padre —hizo una pausa—. Jacob.

—¿Jacob?

—¡Oh, por el amor de Dios! —Ivy entró resoplando por la puerta de la cocina—. Después de tantos años, creía que habíamos aclarado eso. ¿Por qué narices viene ahora con ésas?

—Porque está cansado de que sea un secreto —repuso Cal.

Dawn no dijo nada. Se sentía como si acabaran de darle un golpe en la cabeza con el atizador de la chimenea.

—Porque quiere intentar arreglar un error.

—Todo eso está muy bien, pero no es un error suyo.

—Me ha hablado de vuestra aventura —dijo Cal. Colocó los pies de Dawn en la mesa y se levantó—. Que te dejó sin saber que estabas embarazada y que no se molestó en decirte nunca dónde estaba, por lo que no pudiste decírselo. Que no supo lo de Dawn hasta que volvió, cuando ella terminaba ya el instituto. ¿Quieres decir que nada de eso es cierto? ¿Que se lo ha inventado?

—Claro que no —repuso Ivy—. Jacob y yo tuvimos una aventura, sí, y bastante secreta. Y no, nunca se molestó en decirme dónde estaba después de marcharse. Esa parte de la historia es cierta, pero el resto no.

—Y si tú no querías que se supiera que salías con él, quizá tampoco quisiste que se supiera que era el padre de Dawn.

Ivy soltó una carcajada.

—Yo no quería que se supiera lo nuestro porque no le importaba a nadie y porque él era seis años más joven que yo.

—Un momento —intervino Dawn, que había conseguido al fin recuperar el habla—. Sherman me dijo que mi padre te había pagado una pensión alimenticia por mí toda mi infancia. Y tú me diste a entender que mi padre sabía que te habías quedado embarazada. Pero si Jacob no se enteró hasta que yo tenía diecisiete años —respiró con fuerza, ya que algo ocurría en su interior—. ¡Oh, oh! —miró su vientre.

—¿Dawn? —preguntó Cal—. ¿Estás bien?

—No lo sé. Tengo que orinar, pero no me puedo levantar.

Su madre y Cal se colocaron instantáneamente a su lado... dos segundos antes de que rompiera aguas.

Dawn se echó a reír.

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—Te dije que no aguantaría tres semanas más. ¡Oh, Dios mío! —empezó a temblar—. Voy a tener un hijo.

Cal le pasó un brazo por los hombros.

—Todo irá bien —susurró.

Pero cuando ella lo miró, no vio en sus ojos amor, preocupación ni miedo, sino una furia tan salvaje y amarga que la aterrorizó.

Aunque sabía que no iba dirigida a ella.

Capítulo 13

COMO las primeras contracciones iban despacio, Ivy le aseguró a Cal que podía desaparecer tranquilamente una hora, lo que le daba tiempo de sobra para volver al rancho y ver el rebaño.

Y quizá atender un par de asuntos urgentes.

La puerta frontal de la vieja casa victoriana estaba abierta todavía, a pesar de que eran casi las siete. Cal se quitó el sombrero y la moqueta apagó sus pasos cuando atravesó la sala de espera en dirección al despacho. Sherman estaba sentado en su mesa con la frente en la mano y la estancia en sombras excepto por el flexo que iluminaba los papeles que tenía delante.

Cal se preguntó cómo podía no haber notado antes el parecido. Llamó con los nudillos en la puerta abierta y el abogado levantó la vista.

—¡Cal! —sonrió y se quitó las gafas—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

—He pensado que te gustaría saber que tu hija está de parto.

Sherman lo miró confuso.

—¿Mi hija? Pero Brenda no... —se dejó caer hacia atrás en la silla. Había empezado a llover y se oía el ruido del agua en los cristales—. ¿Cómo lo sabes?

—Siempre se me han dado bien los puzzles — replicó Cal—. Aunque no tuviera todas las piezas.

—¿Lo sabe ella?

—Ahora está ocupada, pero no creo que ya tarde mucho en sumar dos y dos. Yo no he dicho nada y su madre ha cumplido su promesa —su calma se evaporó de pronto—. ¡Por el amor de Dios, Sherman! ¡Dawn trabaja para ti! ¡Y tú sabías que estaba buscando a su padre! ¿Qué daño te habría hecho decirle la verdad? Tu esposa ya no va a sufrir con ella. Tu hija hace años que no vive aquí.

—¿Y quién iba a creer a un abogado que no tuvo agallas para reconocer a su hija?

—Ahora tienes ocasión de compensar tus errores. Y por aquí no hay nadie que no respetaría eso.

—¿Y cómo puedo hacerlo sin estropear aún más las cosas?

—No sé si tienes elección. A pesar de que Ivy lo niega, Jacob está convencido de que es el padre. Y seguirá creyéndolo hasta que tú digas la verdad.

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Sherman guardó silencio un rato.

—Hasta que no hablé con Dawn hace poco, no sabía lo que había tenido que soportar de niña por mi culpa. Sé que es estúpido —respiró hondo—, he vivido siempre aquí y tendría que haberlo sospechado. Ahora me odiará. Y con razón.

—Puede que no sea en ti en quien tengas que pensar —Cal apretó la mandíbula—. Puede que tengas que pensar en una niña que siempre dijo que no le importaba no saber quién era su padre porque era demasiado orgullosa o terca para permitir que nadie supiera que se sentía abandonada, que no era lo bastante buena para que su padre la reconociera.

Sherman hundió los hombros.

—Yo sólo intentaba proteger...

—A ti —Cal dio dos pasos hacia él—. Yo no soy psicólogo, pero sé que, hasta que no le demuestres que ella te importa más que salvar tu trasero, no podré conservarlos aquí ni a ella ni a mi hijo.

—¡Eh, un momento! —Sherman se levantó de la silla—. Dios sabe que yo no me porté bien, pero tú no tienes derecho a culparme de todos tus problemas con ella.

—Eso es cierto —musitó Cal—. Digamos... un setenta y cinco por cien, ¿de acuerdo? —se puso el sombrero—. Y ahora, si me disculpas, tu hija va a dar a luz a mi hijo y no tengo intención de perdérmelo.

—Aquí hay uno.

Cal miraba la página 500 de El libro de los nombres, sentado al lado de Dawn en la cama donde el bebé sin nombre había hecho acto de presencia dos horas atrás. Pensó que nunca había visto nada tan hermoso como su hijo pegado al pecho de su madre. Excepto la expresión con que lo miraba Dawn.

—Dispara —dijo ella.

—Goliath.

Dawn soltó una risita.

—Ya sé que el niño es grande, pero no.

—¿Erskine?

—¿Quieres acomplejar deliberadamente a nuestro hijo?

—Muy bien —Cal cerró el libro—. Pues le pones tú el nombre.

—Ya lo he intentado y no te gustó.

—Querida —Cal tomó la manita del bebé y la emoción embargó su pecho. Tragó saliva—. ¿De verdad quieres llamarlo Wesley?

—Es mejor que Goliath.

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—Vale, tengo una idea. Cierro los ojos, señalo una página y a ver lo que sale.

Dawn se echó a reír.

—Adelante.

—Max —Cal levantó las cejas—. Significa «el más grande».

—Eso... sí, creo que puede servir —dijo Dawn. Acarició la mejilla del niño con un dedo—. Hola, Max.

—Max Logan —dijo Cal—. Me gusta.

Hubo un silencio.

—Gardner —musitó Dawn, mirando al bebé.

Cal maldijo en silencio, pero optó por cerrar la boca. No era el momento más apropiado para discutir.

—Te juro que, si hubiera algún modo de hacer que esto funcionara, lo intentaría —dijo ella—. Pero hacer un niño no es lo mismo que hacer un matrimonio.

Cal no sabía si salir corriendo de allí o darle con algo en la cabeza.

—Vale, puede que mis hermanos no lleven mucho tiempo con sus mujeres —dijo—, pero mis padres sí estuvieron mucho tiempo juntos y te aseguro que, aparentemente, eran dos personas con muy poco en común. No se trata de lo que una pareja tenga en común, sino de lo bien que comprendan sus diferencias.

—Lo sé —dijo ella—. Y tienes razón.

Él frunció el ceño.

—Entonces es el trabajo.

—No —ella deslizó un dedo en el puño de Max—. Lo voy a rechazar.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque no me parece bien irme de aquí. Acéptalo.

Cal se sentía cada vez más confuso. Si ella se iba a quedar en Haven y sus diferencias ya no eran un problema...

—Contéstame a una cosa —respiró hondo—. ¿Me quieres?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

—¿Tú qué crees?

Él se acercó y le puso ambas manos en las mejillas.

—Creo que quiero oírte decirlo en voz alta para que lo oigamos los dos.

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—Muy bien —contestó ella, furiosa—. Te quiero, Cal Logan. Te quiero tanto que no puedo mirarte ni oír tu voz sin echarme a temblar. Te quiero tanto que no pasan ni cinco minutos sin que piense en ti, pero... —una lágrima bajó por su mejilla— tengo mucho miedo.

—¿De qué? —Cal paró la lágrima con el pulgar—. ¿Por qué no podemos tomar lo que tenemos justo delante de nuestras narices?

—Porque casi todo lo que he tocado últimamente se ha convertido en polvo. Porque querer algo y hacer que funcione son dos cosas distintas —parpadeó y una segunda lágrima siguió el rastro de la primera—. Y no creo que pudiera soportar fracasar en esto. Perder el trabajo es una cosa. Perderte a ti... —movió la cabeza.

Cal le puso un dedo debajo de la barbilla para obligarla a mirarlo.

—¿Sigues teniendo miedo de ser madre?

Dawn frunció el ceño.

—Como en eso no tengo opción, no creo que valga la pena preguntarlo.

—Sí la vale. Si de verdad no quisieras hacerlo, podrías darme la custodia completa y largarte.

—¡Cal! ¡Qué cosa tan horrible! —apretó al niño contra su pecho—. Yo jamás podría dejar a mi bebé.

—¿Por qué?

—Porque lo quiero demasiado, claro.

—Cal —dijo Ivy desde la puerta—. Ella no necesita esto ahora.

—En ese caso no debería haber sacado el tema.

Se dirigió hacia la puerta, pero se volvió antes de llegar.

—¿Sabes? Ver cómo sufría mi padre después de la muerte de mi madre también me asustó, me asustó tanto que pasé muchos años pensando que yo no quería amar así ni necesitar tanto a nadie —hizo un pausa—. Hasta que me enamoré de ti y comprendí lo que pasaba por su cabeza.

Dio un solo paso en dirección a la cama, sin saber qué era peor, si la agonía que sentía o la agonía que veía.

—Yo no podría dejarte a ti, como tú no puedes dejar a Max. Y por la misma razón, porque, por mucho que me asuste, te quiero demasiado. ¿Y por qué narices iba a hacer yo algo para perder a la única mujer que he amado?

Dawn dio un respingo.

—Lo sé, es una locura, ¿verdad? —añadió él—. Mantener la esperanza por algo que siempre he sabido que era un sueño estúpido y sin ningún sentido.

Sostuvo la mirada de ella un momento y se volvió hacia Ivy.

—Por cierto, tu nieto se llama Max —miró a Dawn—. El apellido está todavía sin decidir.

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Dawn se hundió en la almohada con un suspiro, como si la marcha de Cal se hubiera llevado toda su energía. Ni siquiera protestó cuando Ivy le quitó a Max.

Miró a su madre cambiarle el pañal y dejarlo en la cuna.

La cuna en la que había dormido también su padre.

El corazón le dio un vuelco.

—Tú crees que estoy loca, ¿verdad? —preguntó a Ivy.

Su madre la miró, se sentó en la cama y le apartó el pelo de la cara.

—Creo que no deberías pensar en nada de esto hasta que tus hormonas se calmen un poco. Llevas toda la noche de parto. Es hora de dormir.

—¿Después de lo que me ha dicho Cal? No creo que pueda —sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Qué me pasa, mamá? ¿Por qué no puedo confiar en mis sentimientos?

Ivy se inclinó y la besó en la mejilla.

—Descansa un poco. Ya habrá tiempo para todo eso más tarde.

—Lo siento, Jacob —dijo Cal por teléfono. Se "apartó un poco para que Ethel dejara un plato con huevos revueltos y beicon en la mesa—. Sé que no es lo que querías oír.

—¿Y dices que has hablado con el hombre que es su padre?

—Sí —bostezó Cal, irritado porque no parecía que Sherman tuviera intención de contar la verdad—. ¿Jacob? —preguntó al notar que se prolongaba el silencio—. ¿Estás bien?

Oyó un suspiro.

—Sí, sí. Es sólo que... tantos años pensando que era mía... y estas últimas semanas cerca de ella —otro suspiro—. Me alegro de que al fin se sepa la verdad, pero...

—Lo sé. Llevará tiempo. Pero vuestra relación actual no va a cambiar. No le vas a gustar menos porque no seas su padre.

—Ah. Supongo que tienes razón. Pero no puedo creer que Ivy se enrollara con otro justo después de que yo me fuera.

Cal podía apreciar la ironía de su indignación, pero por el momento sólo quería desayunar, meterse en la cama y olvidar su escena con Dawn. Murmuró algo, se despidió y pasó el teléfono a Ethel para que lo colgara.

—Ivy y Jacob Burke —la mujer movió la cabeza—. No tenía ni idea.

Cal suspiró.

—Ha sido un parto fácil, ¿no? —preguntó Ethel.

—Ivy dice que sí —Cal empezó a comer—. Pero puede que Dawn tenga otra opinión.

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—No me extrañaría. Cuatro kilos y medio — el ama de llaves movió la cabeza—. Y el primero. No está mal para empezar.

Se sirvió una taza de café y se sentó frente a él.

—Supongo que sigue rechazándote.

Cal tragó saliva. Ethel le puso una mano en la muñeca.

—¿Sabías que tu madre rechazó cuatro veces a tu padre antes de darle el «sí»?

Cal la miró a los ojos.

—No, no lo sabía —cortó un trozo de bei-con—. ¿Cómo lo sabes tú?

—Porque siempre que discutían tu padre decía que tenía que haber sido menos insistente y tu madre le contestaba que nadie le había pedido que se declarara cuatro veces. Después se echaban a reír y eso acababa la discusión. Hasta la próxima vez.

Cal se echó hacia atrás en su silla.

—¿Sabes por qué tardó tanto?

—Se lo pregunté una vez a Mary, poco después de que tú nacieras. Me dijo que había tenido el corazón roto el año que pasó en el este y que no estaba dispuesta a repetir la experiencia. Dijo que sólo quería asegurarse de que tu padre la quería de verdad. Que pensaba que, si no lo hacía luchar por ella, no sabría apreciar lo que tenía. ¿Quieres más café?

—¿Qué? Oh, no, estoy bien. Tengo que... dormir un poco —se levantó—. ¿Eso es verdad o te lo has inventado para que me sienta mejor?

—Pues claro que es verdad. ¿Tú crees que tengo tiempo de inventar historias? Pero dime una cosa... ¿Habría alguna diferencia aunque no lo fuera?

—No —repuso él después de un momento—. Supongo que no.

—Pues ahí lo tienes. Tu padre era un hombre paciente. Y no espero menos de ti.

—Como quieras —bostezó él, de camino ya a la cama.

Ivy descolgó el teléfono al primer timbrazo y habló en un susurro. Al otro lado hubo una pausa.

—¿Diga? —repitió ella. Y esa vez oyó un carraspeo:

—¿Ha nacido ya nuestro nieto?

Ivy casi se desmayó.

—¿Sherman?

—¿Quién más iba a ser? —preguntó él, como si tuvieran la costumbre de charlar cada día—. ¿Ha nacido ya?

—Ha tenido un niño. Cuatro kilos y medio. Se llamará Max.

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Sherman rió con suavidad.

—Max. Seguro que se le ha ocurrido a ella.

—No, a Cal —Ivy se apartó un mechón de pelo de la cara—. ¿Y tú cómo sabes que estaba de parto?

Hubo otro silencio.

—¿Cal no te ha dicho que vino a verme anoche?

Ivy tuvo que sentarse.

—No, no me lo ha dicho.

—¿Crees que se lo ha dicho a Dawn?

La mujer miró en dirección a la habitación donde dormían la madre y el niño.

—Lo dudo.

Sherman respiró hondo.

—Ya he llamado a Brenda y le he dicho la verdad.

—¿Y qué te ha dicho?

—¿La primera vez o cuando me ha llamado de vuelta después de calmarse?

—¡Oh, Sherman! Lo siento —dijo Ivy.

—No lo sientas. Me lo merecía. Y me parece que no estaba tan furiosa por lo que pasó como porque no se lo había dicho.

—¿Quién es? —preguntó Dawn detrás de Ivy, que se llevó un susto de muerte.

—¿Qué haces levantada? —apretó el teléfono contra su pecho.

—Tenía que ir al baño —tendió la mano—. Acabemos con esto de una vez, ¿vale?

Ivy le pasó el auricular sin decir nada.

Capítulo 14

DAWN lo había adivinado ya, pero el parto había alterado sus prioridades. Después de la llegada del niño, había tenido la escena con Cal y luego se había sentido agotada, pero al fin había llegado el momento de lidiar con aquel cabo suelto.

Sobre todo porque el cabo suelto había sido el primero en llamar.

—Hola, Sherman. Soy Dawn.

Oyó una risa nerviosa.

—Hola. Tu madre me ha dicho que has tenido un niño.

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—Esta mañana, sí. Así que creo que no iré a trabajar hoy.

—No, no, claro.

—Pero ¿sabes una cosa?, algo me dice que a Max le gustaría muchísimo conocer a su abuelo.

Hubo un silencio.

—Creo que al abuelo de Max también le gustaría mucho —repuso él al fin.

Después de gastar toda el agua caliente del depósito, Dawn se puso un bonito camisón blanco de algodón que le había regalado Luralene y abrió la ventana del dormitorio. Una brisa cálida le agitó el pelo húmedo y llenó sus pulmones de los olores de su infancia. Se habría sentido en paz consigo misma de no ser por la amalgama de temas sin resolver que había en su interior. Se sentó con cuidado en el suelo al lado de la cuna para mirar a su bebé.

Ivy se echó a reír desde la puerta.

—No digas nada —le pidió Dawn, que acariciaba el pelo de Max con la mejilla apoyada en el brazo—. Ya resulta bastante embarazoso así.

—¿Por qué? ¿Porque has descubierto que eres igual que las demás mujeres?

—Cuando lo miro, todo lo demás desaparece. Como si no hubiera nada importante excepto él.

—Así lo planeó la naturaleza, querida. Para garantizar que cuidaríamos de los bebés.

—¿Entonces no soy rara?

Ivy soltó una risita.

—Yo no he dicho eso. ¿Tienes hambre?

Dawn negó con la cabeza.

—Háblame de ello. Jacob, Sherman, de todo.

Ivy suspiró.

—Supongo que te costará entender que estuviera locamente enamorada de Jacob Burke.

—Y que lo digas.

La comadrona hizo una mueca.

—A los diecinueve años era un hombre muy guapo. Y yo, que tenía veinticinco, sólo quería vivir el presente. Y cuando ese joven guapo y sexy se cruzó en mi camino, sólo quería pasarlo bien mientras durara. Yo fui la primera sorprendida de que su marcha me destrozara. Y supongo que quería... no sé... ¿vengarme? ¿Recuperar mi ego?

—Como hice yo con Cal —sonrió Dawn con sequedad.

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—En la superficie puede, pero sólo en la superficie. Jacob y yo no nos parecemos nada a Cal y tú —hizo una pausa—. ¿Seguro que quieres oír el resto?

—Eh. Acabo de sacar a un niño de cuatro kilos y medio de mi cuerpo. Puedo resistirlo todo.

Ivy cruzó las piernas.

—Unas dos semanas después de la marcha de Jacob, me derrumbé. Lo echaba mucho de menos, tenía pocas pacientes y, en conjunto, sentía mucha lástima de mí misma. Decidí salir y acabé en un club cerca de Bushyhead. Y cuando tomaba una cerveza en la barra, se sentó a mi lado un hombre alto y bien vestido que parecía todavía más fuera de lugar que yo.

Respiró hondo varias veces.

—Nos pusimos a hablar y juro que yo no pretendía hacer nada más. Pero si Jacob era muy distinto hace treinta años, tendrías que haber visto a Sherman. Grande. Guapo. Listo. Yo había olvidado lo que era hablar con alguien que podía hablar de todo —se rió—, y que no salía corriendo cuando la conversación no iba como él quería. Su esposa había solicitado el divorcio un par de días antes, y a él lo había pillado por sorpresa; aunque tenían problemas, no suponía que fuera tan grave y... ya te haces una idea.

—Por desgracia, sí.

—Y acabamos acostándonos. Una vez. Después recuperé el sentido común y me pregunté qué narices hacía con aquel hombre. No teníamos nada en común y sólo nos utilizábamos mutuamente para adormecer nuestro dolor. Y con franqueza —se inclinó y bajó la voz—, el sexo no era muy bueno, si quieres saber la verdad.

Dawn no quería.

—En cualquier caso —siguió su madre—, los dos acordamos que no habría nada más y en paz.

Una semana después, me enteré de que Bárbara había cambiado de idea sobre el divorcio, principalmente porque estaba embarazada. Y una semana después de eso, descubrí que yo también lo estaba. Y sí, tuvimos cuidado...

Dawn levantó una mano. Ivy asintió y siguió hablando:

—Al principio pensé no decírselo, dejarle que pensara que eras hija de Jacob, ya que no quería volver a verlo. Pero luego mi conciencia pudo más que yo y pensé que le debía la verdad. Lo que él hiciera con ella sería asunto suyo.

Se levantó del sillón y se acercó a la ventana.

—La noticia lo asustó. Estaba seguro de que si Bárbara se enteraba lo dejaría de verdad, y no quería correr ese riesgo. Y a mí no me pareció tan extraño; después de todo, yo tenía la culpa de lo que había pasado.

Dawn frunció el ceño.

—Tú no te quedaste embarazada sola.

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—Ya lo sé. Y quizá hoy hubiera manejado la situación de otro modo, pero entonces decidí que 'prefería que me criticaran por ser una hippie inmoral que por ser una rompehogares.

—¿Y por qué te quedaste en Haven?

—Porque hay gente en este pueblo que sabe sacar tentáculos y agarrar a cualquiera que pase por aquí. Gente como Ruby, Luralene y Mary Logan, que me importaban más que todos los cotillos moralistas. Además, así Sherman podría verte crecer. Y antes de que digas que no le debía eso, déjame recordarte que sí te pasó pensión desde el día en que naciste, a pesar del riesgo de que Bárbara pudiera descubrirlo.

—¿Cómo lo hacía?

Ivy se encogió de hombros.

—Yo sólo sé que todas las semanas recibía un cheque en un sobre blanco con matasellos de luisa —movió la cabeza—. Nunca se saltó ni una semana. Y siempre enviaba más en Navidad y por tu cumpleaños. Guardé la mitad para tu fondo de universidad —rió—, pero tú elegiste una de las universidades más caras del país y, si no hubiera sido porque conseguiste esa beca, no habrías podido ir.

El niño empezó a hacer ruiditos con la boca y Dawn se levantó, lo tomó en brazos y se sentó en el sillón. El primer tirón del bebé en el pezón le provocó un respingo. Y una imagen inesperada de los hoyuelos de Cal.

—¿Te duele? —preguntó Ivy.

—No. Simplemente no es lo que esperaba.

Sonó el timbre de la puerta. Ivy se acercó a mirar por la ventana.

—Es Sherman —dijo—. ¿Estás preparada?

—Tanto como pueda estarlo, supongo —Ivy tomó a Max en brazos para que Dawn pudiera levantarse. La joven la abrazó.

—Dime una cosa —susurró—. Si se te presentara la oportunidad de enamorarte, quizá incluso de casarte, ¿la aprovecharías?

—Sin dudarlo —Ivy la abrazó a su vez—. Dios me hizo un regalo precioso cuando te tuve a ti, pero a ti te ha dado dos. No lo estropees, ¿me oyes?

—¿Puedo sostenerlo un momento? —preguntó Sherman, cuya confianza en sí mismo parecía haber desaparecido. A su alrededor, un montón de regalos para el bebé atestiguaban tanto sus remordimientos como su necesidad de compensar por el pasado. Dawn sintió cierta amargura porque nunca hubiera querido sostenerla a ella de pequeña, pero menos intensa de lo que habría esperado.

—Desde luego.

Le pasó al niño y Sherman se sentó con él en el sofá y sonrió a su nieto. Un momento después levantó la vista y le preguntó si estaba bien.

—Mejor de lo que esperaba —repuso ella.

—Supongo que no comprendes por qué hice lo que hice —comentó él, después de un rato.

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Dawn miró por la ventana.

—Sé que no había una salida fácil y que no tengo derecho a juzgar lo que hicisteis mamá y tú treinta años después —lo miró a los ojos—. Pero eso no implica que no me duela.

Sherman arrugó la frente y miró un momento el rostro de su nieto.

—Los secretos son como los alcornoques, ¿sabes? Siempre enraizan donde no quieres que lo hagan —la miró—. Durante largo tiempo es fácil ignorar la semilla, no dejas de pensar que la arrancarás y, cuando quieres darte cuenta, tienes un árbol grande y viejo que es más fácil dejar que cortar. Hasta que notas que las raíces se han metido en las tuberías y están a punto de destruir los cimientos. Y no puedes culpar al árbol cuando la culpa es tuya por dejarlo crecer.

Sonrió con tristeza.

—Cuando entraste en mi despacho a pedir trabajo, me di cuenta de que había engañado a mi mujer cien veces más al ocultarle la verdad que al acostarme con tu madre.

Dawn tomó una rana de peluche que había llevado él y la apretó un poco antes de contestar.

—Si pensabas seguir guardando el secreto, ¿por qué me contrataste?

Sherman emitió un suspiro largo.

—Porque entonces pensaba que sería sólo temporalmente y habría resultado raro que no lo hiciera —sonrió—. Pero ya viste que me marché fuera poco después.

—¿Porque no podías soportar estar a mi lado?

—Porque no estaba seguro de poder tener la boca cerrada —Sherman movió la cabeza—. Y yo estaba separado cuando ocurrió. Bárbara había pedido el divorcio. No sé por qué tuve que actuar como un niño pequeño que esconde los trozos del jarrón favorito de su madre.

La miró con intensidad.

—Siempre te he querido y he estado muy orgulloso de ti —sonrió—. Y de lo buena abogada que eres. De hecho, pienso jubilarme en unos meses y quizá intentar escribir la novela de suspense con la que siempre he soñado. Y antes de todo esto había pensado ya pedirte si te interesaba quedarte con el despacho definitivamente.

No era exactamente lo que ella había pensado hacer. Y tampoco sería fácil sacar dinero, criar a un niño y trabajar la jornada completa...

—¿Y ahora? —preguntó.

Sherman se encogió de hombros.

—Supongo que depende de ti.

—Sí —repuso ella, después de un momento—. Me interesa mucho.

Notó que la tensión abandonaba el rostro y los hombros de él.

—De acuerdo, entonces. Cuando te sientas con ganas discutiremos los detalles, pero ahora te dejaré descansar.

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Se levantaron los dos. Sherman besó la cabeza del bebé y se lo tendió.

—¿Crees que podrás perdonarme alguna vez?

—Creo que... me gustaría olvidar ya el pasado. Es lo único que puedo prometer de momento.

—Me parece bien —él hizo una pausa—. He conocido a los Logan toda mi vida. He visto crecer a esos chicos, sobre todo a Cal, ya que era de la misma edad que Brenda Sue y que tú. Es un chico íntegro y honesto. Y tenías que haber visto cómo me miró anoche en mi despacho... —movió la cabeza y le puso una mano en el hombro—. No dejes que el miedo tome decisiones por ti, ¿de acuerdo? El miedo es como un alcornoque pequeño. Y si no lo arrancamos a tiempo...

—Entiendo —dijo ella.

—Espero que sí.

Casi tres horas después, Dawn se despertó de golpe de una siesta que no había pensado tomar.

Se volvió con el corazón encogido para mirar a Max en la cuna...

Pero no estaba allí.

Se incorporó con tal susto que estuvo a punto de desmayarse. Pero mientras estaba sentada esperando que se le pasara el mareo, oyó la risa de Cal en el jardín y... algo empezó a tomar cuerpo, algo que al principio no era más que un resplandor débil, pero que, mientras contemplaba a Cal hablando en el jardín al niño que tenía en los brazos, fue creciendo en intensidad hasta que al fin secó los restos de su miedo como seca el sol de la mañana el rocío.

A veces no era cuestión de elegir.

A veces se trataba sencillamente de aceptar.

Lo primero que notó Cal fue que ella no tenía el ceño fruncido.

Lo segundo fue que el resto de su cara era igual de inexpresivo, lo que implicaba que no tenía nada en lo que basarse.

Por desgracia.

Pero Ethel había dicho que era un hombre paciente y lo mejor que podía hacer era demostrarlo...

—Max y yo tenemos una conversación política —dijo.

—¿Ah, sí?

—Sí. He pensado que debía adelantarme, antes de que su madre le llene la cabeza de tonterías liberales.

Dawn se cruzó de brazos y sus ojos echaron chispas.

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—¿Tú no crees que es bueno que un niño conozca todos los aspectos de un tema y decida después por sí mismo?

Cal fingió pensar aquello un momento.

—Me parece bien —declaró—. Pero estoy pensando...

-¿Sí?

—Que si quieres que Max conozca dos versiones del mundo, lo mejor sería que viviera con dos personas que nunca están de acuerdo en nada.

—Entiendo —dijo ella—. Bien, supongo que eso tiene sentido. Sobre todo si... esas dos personas son sus padres.

A Cal se le paró el corazón. Y volvió a latir con la fuerza de un tambor.

—¿Entonces quieres que vivamos juntos?

Dawn le dio un golpe en el hombro.

—Ni lo sueñes, gamberro. Si crees que he pasado y he hecho pasar a los demás por este infierno sólo para vivir contigo...

Cal la interrumpió con un beso.

—Bueno —dijo, con la frente apoyada en la de ella—. Supongo que eso significa que tenemos que casarnos.

—Supongo que sí —repuso ella.

Se abrazaron, con Cal temeroso de parpadear.

—¿Seguro que no hablan las hormonas?

—No te preocupes. Las hormonas no tienen nada que ver con esto.

—¿Y ya no tienes miedo?

—Yo no he dicho eso.

—No comprendo.

Dawn se apartó un poco y empezó a juguetear con los botones de la camisa de él.

—Es lo que tú dijiste, que el amor era más fuerte que el miedo. O por lo menos, el miedo de lo que sería la vida sin ti es al fin más fuerte que el miedo de estar contigo. Y he tenido que recordarme que yo nunca he permitido que algo tan tonto como el miedo se interponga en el camino de lo que quiero y... —se encogió de hombros.

—¿Y me quieres a mí?

—Sí. Desde que tenía cinco años.

—¡Vaya! —exclamó él—. Nadie puede acusarte de impetuosa, eso seguro.

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Ella se echó a reír.

—Sherman ha estado aquí.

-¿Sí?

—Sí.

—¿Y se acabaron los secretos?

—Sí, gracias a Dios. Y aunque yo también lo había adivinado ya, tu actuación de caballero andante me ha hecho sentirme... querida —le sonrió—. Y me gusta sentir eso. Sobre todo porque eres el único hombre al que he querido siempre. Y ése fue uno de los motivos de que me marchara de Haven.

Cal frunció el ceño.

—A riesgo de estropear el momento, eso no tiene sentido.

—¡Eh! Si quieres lógica, no la busques en mí. Además, he dicho uno de los motivos. No entiendo por qué me sentía tan asfixiada aquí. ¿Porque era ilegítima? ¿Porque yo soy así? No lo sé. Pero pensaba que tú y yo éramos diferentes, que podíamos ser amigos y nada más. Las chicas con las que tú salías...

—Te invité a salir y me dijiste que no.

—Creía que sólo pretendías ser amable.

—¿Lo dices en serio?

—Tenía catorce años. Claro que lo digo en serio. Y no me negarás que nos distanciábamos cada vez más con los años. Y aunque estaba segura de que no estábamos hechos el uno para el otro, además tenía celos y por eso me alegraba de haber decidido marcharme. Porque no podía soportar verte salir con todas las chicas del mundo.

Cal suspiró.

—Yo no te perseguí porque no quería interferir con tus sueños. Y esos sueños no incluían quedarte aquí y casarte con un granjero. ¿Quieres decir que fue todo un malentendido?

—No. Si nos hubiéramos casado entonces, habría sido un desastre.

—¿Y qué ha cambiado ahora?

Max empezó a protestar. Dawn lo tomó y se lo acercó al pecho como si lo hubiera hecho toda su vida.

—Sé que te parecerá una cursilería —dijo—, pero creo que nuestras vidas están divididas en etapas. Yo tenía que irme para apreciar lo que tenía aquí. Fui a Nueva York porque era allí donde tenía que aprender... lo que quiera que tuviera que aprender en esa época. El problema fue que, cuando me quedé embarazada, todo dejó de tener sentido y perdí el control de mi vida.

Parpadeó varias veces.

—Y cuando vine aquí se me metió en la cabeza que, si me casaba contigo, un día mirarías a la mujer cabezota y mandona con la que te habías casado y te arrepentirías seguro.

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Cal le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.

—Tesoro, estoy seguro de que, cuando te mire dentro de unos años, seguiré sintiéndome el hombre más afortunado del mundo. Porque te necesito —la besó en la frente—. Cumpliremos cincuenta años, tendrás pelo gris y arrugas...

—Y mis pechos estarán en contacto próximo con mi ombligo —suspiró ella.

—Y no importará, porque yo estaré a tu lado para sujetarlos.

—¿Lo prometes? —sonrió ella.

—Por supuesto. Porque a los Logan se nos dan muy bien las promesas —la besó en la boca—, pero se nos da mejor aún cumplirlas.

Volvió a besarla.

Epílogo

LA BODA tuvo lugar el primer fin de semana de junio en casa de Cal, en el mismo lugar donde cincuenta años atrás se había casado Hank padre con Mary Louise Brown. Ivy consideraba apropiado que Cal y Dawn llevaran de nuevo el amor a aquella casa.

Aunque Dawn había elegido un vestido blanco sencillo y algunos capullos de rosa entrelazados en su trenza francesa, algunas de las invitadas, en opinión de Ivy, se habían creído que estaban en carnaval. Nunca había visto tantos sombreros raros. La pamela de Ethel era tan grande como una sombrilla de playa, aunque no conseguía ocultar su sonrisa brillante.

Y hablando de sonrisas... tanto Jacob como Sherman sonreían como idiotas. Parecía que Dawn había pasado de no tener padre a tener dos, aunque a Ivy le costaba recordar cómo podía haber tenido algo que ver con ninguno de los dos. Y al mismo tiempo, viéndolos ataviados con su traje de verano, le resultaba más fácil entenderlo. Aunque no lo suficiente para querer resucitar el pasado con ninguno de ellos. Nada de eso.

El piano Steinway de Mary había sido afinado, aunque apenas se notaba con Luralene machacando de aquel modo La marcha nupcial. Pero a nadie le importaba. Y menos que a nadie a los novios, que, a juzgar por la expresión de sus caras, seguramente ni la oían. Pensaban ir de luna de miel a Nueva York, con Max, por supuesto, para que Dawn cerrara su apartamento y mostrara a Cal la ciudad que siempre había amado.

La realidad era que, con tantos bebés alrededor, nadie podía oír gran cosa. El pobre pastor Meyerhauser tuvo que parar tres veces el servicio para esperar que acabara un llanto o un grito. Pero no parecía importarles ni a él ni a ninguno de los presentes. Como tampoco les importaba que hiciera calor, incluso con todas las ventanas abiertas. Después de todo, la vida era eso... bodas, bebés y enamorarse. A los chicos Logan les había costado tiempo descubrirlo. Miró a Hank, que rodeaba con el brazo los hombros de Jenna y sostenía la mano de su hija; y a Maddie, que a punto de explotar con el niño de Ryan, contemplaba sonriente a su marido, de pie al lado de Cal en su condición de padrino, y pensó en la madre de los tres.

«Todo va bien, Mary. Ya puedes descansar en paz», dijo con el pensamiento.

Y una nota suave y clara salió del piano, a pesar de que Luralene estaba ahora sentada lejos de allí.

FIN

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