SOY UN HOMBRE DE FIDELIDADES

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«Soy un hombre de fidelidades: a una mujer, a un periódico, a un editor, a una ciudad…». Estas palabras de Miguel Delibes nos muestran su sentido del destino planteado en términos éticos. Su sinceridad y su autenticidad, como referencias inevitables cuando se habla de él. En este emotivo libro, publicado en su día bajo el título Conversaciones con Miguel Delibes, su autor, César Alonso de los Ríos, nos acerca la voz y los sentimientos de uno de los más grandes escritores, de todos los tiempos, en nuestra lengua. Un escritor «con territorio», un seductor de las letras españolas, un hombre que consiguió mejor que ningún otro ese difícil equilibrio entre los planos de la estética y la moral. Unas páginas hermosas en las que podemos escuchar a Delibes y saber de su obsesión por la soledad, su vocación ruralista, su profundo amor a Castilla y los entresijos del oficio de escribir.

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El 13 de octubre de 1998 recibí un tarjetón de Miguel en el que me daba las gracias por la crítica a El hereje. Era su estilo. Exquisito siempre. Pero, en esta ocasión, despachaba lo literario en una línea para entrar en las preocupaciones que había advertido en mi texto, referidas a él y que «rimaban con su habitual tristeza, agravada ahora por la convalecencia». Era una despedida. Me decía adiós. No podía negar que serían otros y no él quienes saldrían al campo a perseguir la perdiz roja y casi con toda seguridad se podría afirmar que él nunca más volvería a la novela. Ésta era la cuestión, al margen —escribía— de tener o no «territorio».

Con esto del «territorio» aludía a la teoría que yo había desarrollado en mis Conversaciones con él y posteriormente en el texto con el que participé en un número especial que le había dedicado la revista El Urogallo. Siempre le había parecido una bonita y acertada ocurrencia la de definir a Josep Pla, a Álvaro Cunqueiro o a él mismo como escritores «con territorio». En estos casos, cuando entras en la obra del escritor sientes que entras en un paisaje, en un escenario, en un mundo, pero en el caso de Delibes, además de esta identificación literaria, antropológica y geográfica se da una de orden moral, relacionada con el destino. Dani el Mochuelo no puede marchar de Molledo porque sentiría que ha traicionado su destino. Es la fidelidad al destino planteada en términos éticos.

Pero cuando me envió Delibes el tarjetón ni siquiera esto le parecía importante. Esta cuestión no era ahora lo fundamental. En esta ocasión, el tarjetón, telegráfico e intenso como todos los suyos, era un parte de muerte.

Afortunadamente, en términos delibeanos la realidad no iba a ser la del viejo Eloy de La hoja roja. Al librito de Delibes le quedaban más de cinco papelinas.Años, en realidad, para dejarse querer por su gran familia, por la ciudad que nunca abandonó, por el público siempre creciente que le había ido siguiendo desde 1948 hasta ahora. Porque Miguel Delibes había conseguido desbaratar la realidad del oficio minoritario del escritor. Si las tiradas de La hoja roja en la famosa colección de RTV habían sido un hecho excepcional al llegar al millón y medio de ejemplares, las de otros títulos eran suficientemente compensadoras. Si el éxito de crítica de El camino no había

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hecho vender más que quince mil ejemplares en los tres primeros años, de pronto se disparó a una venta de cuarenta mil ejemplares en un solo año.

Delibes ha sido el gran seductor de las letras españolas. Su atracción no habría podido darse sin la sinceridad que le caracterizaba en todo y sin el alto precio que tuvo que pagar por sus posiciones. Contra la censura. Por su distanciamiento con todos los poderes. Despreció la corte sin caer en la alabanza de la aldea. Era tan elegante con la escopeta al hombro como con la gabardina, nunca recién estrenada. Su pasión por la caza permitió que llegara a crearse una confusión entre la imagen del «cazador que escribe» y la del «escritor que caza». Caza a rabo, democrática, no señoritil, la que fatiga las laderas tras la perdiz, sea roja o común, la que uno hace porque le permite convertirse en un ser «paleolítico» en términos orteguianos para volver el lunes al periodismo o dar unos cursos en la Universidad de Maryland, Estados Unidos. Seducía por su pesimismo en la política y en relación con el destino del planeta mismo, mucho antes de que ése fuera un producto ideológico de moda. Eso no le impedía abrazar la causa democrática tal como se iba planteando en España y, de ese modo, pasó de compartir las ideas que había expuesto Francisco de Cossío en Meditaciones españolas (1938) a las de Aranguren y los teóricos de la Escuela de Frankfurt. Se dejó la piel por la libertad de expresión, criticó sistemáticamente el sentido del progreso tecnológico y nunca el progresismo ideológico le hizo caer en tentaciones inmorales como el aborto. ¿Cómo podría hacerlo el padre de siete hijos? Por fin, su sensibilidad religiosa no iba a impedirle escribir El hereje. Más aún, por aquélla hizo éste.

Joven todavía sufrió la muerte de Ángeles, chica burgalesa de familia agricultora, paridora, fuerte y dulce. Ella había sido siempre la primera lectora de sus novelas. Nunca complaciente y siempre acertada en sus críticas, según el propio Miguel. A Vergés le escribió lo siguiente: «Tus cartas trascienden una melancolía que rima con la mía. No acabo de levantar cabeza, y las muertes sucesivas de amigos y la gravísima situación del país, a la que no veo salida, no ayudan precisamente a aventar esta amargura. ¿Qué va a ser de esto?». Como quizá haya advertido el lector, en el caso de la muerte de Ángeles le habló a

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Vergés de la «rima» de sus sentimientos mutuos del mismo modo que habla sobre la «rima» que hay entre las consideraciones que yo hacía en la crítica sobre El hereje y sus sentimientos después de haber conocido el diagnóstico del cáncer de colon. Porque Ángeles había sido su vida y ahora se le iba la suya propia.

Como en ninguna de las dos entregas anteriores de mis Conversaciones con Delibes he contado las circunstancias que las explicaron, voy a hacerlo ahora: cómo y por qué el periodista de Triunfo, que se encerró con él en Sedano durante unos días de aquel 1969, llegó a conocer al novelista y cómo a colaborar en El Norte de Castilla. La cuestión es interesante no tanto por el entrevistador sino porque arroja luz sobre la personalidad de Delibes.