SANTÍSIMA VÍRGEN MARÍA, POR EL PRESBÍTERO MADRE DE …

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www.yavestruz.es 1 HISTORIA DE LA SANTÍSIMA VÍRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS Y SEÑORA NUESTRA ESCRITA EN EL AÑO 1858 Con arreglo a los Santos Evangelios, escritos de los Santos Padres, y revelaciones de la misma Señora, aprobadas por la Iglesia. POR EL PRESBÍTERO D. EMILIO MORENO CEBADA Examinador Sinodal de varias diócesis, autor y traductor de otras obras religiosas. LIBRO SEGUNDO CAPÍTULO XXVI: DE LA MUERTE DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA. I. Grandes merecimientos de la Santísima Virgen. Le es revelado el día y hora de su muerte. Se inflama su corazón en las llamas del divino amor. Visita los lugares de la Redención. Se reúnen todos los apóstoles en Jerusalén. Reflexiones. Muerte de la Virgen. Llegó la Santísima Virgen María a la edad de sesenta y siete años, durante los cuales, esta criatura privilegiada, a la que tantas gracias y singulares prerrogativas habían sido concedidas, formó un abundantísimo tesoro de merecimientos que habían de ser premiados por la benéfica mano del Dador de todo bien, que la había predestinado desde antes que existiesen los siglos, para que por virtud divina produjese al Mesías libertador de la humanidad. En el curso de la Historia a cuyo término vamos llegando, hemos tenido mil ocasiones de admirar la correspondencia de María a la gracia con que el Señor la enriquecía, su humildad profundísima, su obediencia ciega, su fe viva y eficaz, su esperanza ardiente, su caridad extraordinaria, su prudencia sin semejante, su resignación en los padecimientos, y en suma, todas las virtudes que en ella resplandecieron de un modo singular. Plugo a Dios, que dispone todas las cosas y ordena el mundo en peso, número y medida, que María sobreviviese a su Divino Hijo por algunos años, a fin de que fuese la compañera y maestra de los apóstoles, y el consuelo y guía de los que en aquellos primeros tiempos del cristianismo abrazaban la nueva y divina ley del Crucificado.

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HISTORIA

DE LA

SANTÍSIMA VÍRGEN MARÍA,

MADRE DE DIOS Y SEÑORA NUESTRA

ESCRITA EN EL AÑO 1858

Con arreglo a los Santos Evangelios, escritos de los

Santos Padres, y revelaciones de la misma Señora,

aprobadas por la Iglesia. POR EL PRESBÍTERO

D. EMILIO MORENO CEBADA

Examinador Sinodal de varias diócesis, autor y

traductor de otras obras religiosas.

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO XXVI:

DE LA MUERTE DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA.

I.

Grandes merecimientos de la Santísima Virgen.

Le es revelado el día y hora de su muerte.

Se inflama su corazón en las llamas del divino amor.

Visita los lugares de la Redención.

Se reúnen todos los apóstoles en Jerusalén.

Reflexiones.

Muerte de la Virgen.

Llegó la Santísima Virgen María a la edad de sesenta y siete años, durante los cuales, esta criatura

privilegiada, a la que tantas gracias y singulares prerrogativas habían sido concedidas, formó un

abundantísimo tesoro de merecimientos que habían de ser premiados por la benéfica mano del

Dador de todo bien, que la había predestinado desde antes que existiesen los siglos, para que por

virtud divina produjese al Mesías libertador de la humanidad. En el curso de la Historia a cuyo

término vamos llegando, hemos tenido mil ocasiones de admirar la correspondencia de María a la

gracia con que el Señor la enriquecía, su humildad profundísima, su obediencia ciega, su fe viva y

eficaz, su esperanza ardiente, su caridad extraordinaria, su prudencia sin semejante, su resignación

en los padecimientos, y en suma, todas las virtudes que en ella resplandecieron de un modo

singular. Plugo a Dios, que dispone todas las cosas y ordena el mundo en peso, número y medida,

que María sobreviviese a su Divino Hijo por algunos años, a fin de que fuese la compañera y

maestra de los apóstoles, y el consuelo y guía de los que en aquellos primeros tiempos del

cristianismo abrazaban la nueva y divina ley del Crucificado.

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El cielo clamaba por María: las tres Divinas Personas deseaban recibir a la Purísima criatura que

habiendo vivido en un mundo corrompido no manchó la blanca estola de su inocencia y había sido

una heroína de virtudes. Los ángeles y los bienaventurados clamaban también y suspiraban por el

día en que habían de ver entrar en el cielo a la Bienaventurada Virgen, que había dado a luz al

Unigénito del Padre, que había abierto con su muerte las puertas de la morada celestial, cerradas

antes para la mísera y desgraciada posteridad del padre prevaricador. No estaba ya lejos el

cumplimiento de tan justos deseos. Muchos autores, apoyados en la tradición, entre los que

contamos a Nicéforo, refieren que la Santísima Virgen tuvo revelación, comunicada por un ángel,

del día y hora en que había de verificarse su muerte. Es muy verosímil que así fuese, puesto que

si esta gracia ha sido dispensada por Dios a muchos santos, como leemos en sus historias, no es

de creer que dejase de dispensarla a su Madre, a quien siempre favoreció y distinguió más que a

ninguna otra criatura. Del mismo sentir es la Venerable Ágreda, la cual nos dice que presentándose

en el oratorio de la Santísima Virgen el arcángel San Gabriel, acompañado de otros muchos ángeles,

dirigió a la Señora la salutación del Ave María, hablándola después de este modo: “Emperatriz y

Señora nuestra: el Omnipotente y Santo de los santos nos envía desde su corte para que de parte

suya os evangelicemos el término felicísimo de vuestra peregrinación y destierro en la vida mortal.

Ya, Señora, llegará presto el día y la hora tan deseada en que por medio de la muerte natural

recibiréis la posesión eterna de la inmortal vida, que os espera en la diestra y gloria de vuestro

Hijo Santísimo y nuestro Dios. Tres años puntuales restan desde hoy para que seáis levantada y

recibida en el gozo interminable del Señor, donde todos sus moradores os esperan codiciando

vuestra presencia.”

¡Oh cuán grande y extraordinario sería el gozo en que rebosaría el alma de la Purísima Madre del

Salvador al saber la proximidad del día en que había de entrar en la eternal morada para vivir en

compañía de su Divino Hijo, y no dejarle de ver jamás! María, que era obedientísima a las órdenes

de Dios, hubiera permanecido aún muchos años sobre la tierra, y aun hasta el fin de los siglos, si

así hubiera sido la voluntad del Señor, de quien se confesaba humildísima esclava: no podía

encontrar más gloria ni más felicidad que en obedecer al Dueño del cielo y de la tierra; pero una

vez sabida la voluntad y decreto de Dios en orden a su salida del mundo, se inflamó su corazón en

la llama del divino amor que siempre estuvo vivísima en su pecho, y cual el navegante que después

de un largo y penoso viaje conoce su proximidad al puerto, anhela por el momento de pisar la

tierra, así María espera embriagada de amor el instante feliz en que en el puerto hermoso de la

gloria ha de postrarse ante la presencia de las tres Divinas Personas de la Trinidad Beatísima.

¡Qué tres años tan dilatados para aquella bendita Virgen! Durante ellos se empleó en aconsejar y

fortalecer en la fe a los nuevos cristianos y en practicar, como siempre lo había hecho, las más

heroicas obras de virtud, que en ella no podían tener aumento por más que tratase de redoblar sus

afectos, toda vez que la santidad resplandeció en ella desde sus primeros días.

Antes de dejar el mundo, quiso María visitar los lugares santos de la Redención para despedirse

de ellos, y lo verificó en efecto acompañada de San Juan; llegó al Calvario, a aquel lugar santificado

con la sangre del Inmaculado Cordero, y teatro así de los tormentos y muertes de su Divino Hijo

como de sus grandes dolores. De tal modo se encendió en el ardor de su inefable caridad, que se

hubiera allí consumido su vida mortal sino hubiese sido preservada por virtud divina. Dirigió al

Salvador amorosísimo de la humanidad fervorosas súplicas en favor de los fieles que en adelante

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visitasen con devoción aquel santo lugar donde había sido crucificado por la salud del mundo.

Desde allí pasó a visitar los otros lugares donde se habían verificados otros misterios de la vida

del Señor, volviéndose después a Jerusalén, retirándose a la montaña de Sión, y a la misma casa

donde el Espíritu Santo había descendido sobre ella y sobre los apóstoles.

Se acercaba ya el día en que la verdadera Arca del Testamento, había de ser trasladada al Templo

de la celestial Jerusalén, disponiendo el Señor que los apóstoles se hallasen presentes a la muerte

de la Santísima Virgen. San Pedro que se hallaba en Roma, fue trasladado por un ángel, el cual le

comunicó la noticia del tránsito de la Santísima Virgen. Después llegó San Pablo, y sucesivamente

fueron llegando los demás apóstoles y discípulos, de suerte que tres días antes que tuviese lugar

el grande acontecimiento que iba a verificarse, ya estaban todos reunidos en el Cenáculo.

Los apóstoles llenos de dolor a vista de la gran pérdida que iban a experimentar, lloraban

amargamente y no encontraban consuelo viendo que les iba a faltar la que era su consuelo en el

mundo, y todos pidieron a la bienaventurada madre de Dios, les concediese su bendición, y que

después rogase al Señor por ellos y por el aumento y propagación de la naciente Iglesia.

Antes de pintar la muerte de la Santísima Virgen, séanos permitido hacer una reflexión. Es verdad

que la muerte es el destino inevitable del hombre: no hay excepción; así el monarca que sentado

en su trono gobierna una nación y es obedecido y respetado por miles de vasallos, como el infeliz

que cubre su desnudez con míseros harapos; así aquel gran conquistador que no puede contar el

número de sus batallas y que cubre sus sienes con coronas mil del laurel más escogido, como el

hombre menos útil y notable en la sociedad, todos sin distinción han de pasar por el trance de la

muerte. Están contados los días del hombre sobre la tierra y no durará uno más que aquellos que

le están señalados en el reloj de la Providencia. ¿Pero el fatal decreto impuesto a toda criatura

habrá de envolver también a María? ¿Habrá de pasar por la muerte la que no pasó por el pecado?

Así como un privilegio singular la preservó del pecado original, ¿no podrá ser por otro igual libre

de la muerte? Así parece a la prudencia humana que debería ser, puesto que la muerte es pena del

pecado en el que no incurrió María. Pero ella debía ser en todo semejante a su Divino Hijo, y Dios

dispuso por lo tanto que muriese como había muerto Jesús. Además, María debía enseñar a los

fieles, y con su muerte debía enseñarnos a morir con la preciosa muerte de los santos. Dos clases

de muerte debemos distinguir con la Escritura: muerte desgraciada y muerte feliz: muerte del

pecador obstinado, que es pésima a los ojos de Dios, y muerte del justo, que es preciosa a los

divinos ojos. Es la primera efecto preciso de una vida desordenada, de una vida criminal, al paso

que consiguen la segunda aquellos que temerosos de Dios, o bien conservaron sin mancha la blanca

estola de la inocencia, o bien borraron su infidelidad por una saludable penitencia.

¿Cuál sería, pues, en vista de esta verdad inconcusa la muerte de aquella criatura feliz y

bienaventurada, en quien no habitó jamás la sombra del pecado, y que fue el más perfecto modelo

de todas las virtudes? No otra cosa que un sueño de amor, un tránsito dulce y agradable: tan santa

como había sido su vida había de ser su muerte. Es indudable, puesto que lo dice el Espíritu Santo,

que allí donde la criatura cree tener su tesoro, allí tiene fijo su corazón, y como el tesoro de María

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era su Divino Jesús, su corazón no aspiraba a otra cosa que a unirse a él para siempre: he aquí por

qué en la próxima esperanza de abrazarle y unirse a él para siempre queda desfallecida de amor.

Este amor fue su única enfermedad: su alma iba a separarse de su cuerpo para volvérsele a unir,

y que su bendito cuerpo, sin pasar por la corrupción y sin esperar la resurrección de la carne,

subiese a la mansión de la felicidad eterna a reinar por siempre con su Divino Hijo sobre los ángeles

y los hombres.

La hora postrera de María se aproximaba, y así se despidió de los apóstoles y discípulos,

dirigiéndoles su voz dulce y llena de melodía, advirtiéndoles que iba a salir de este mundo para

entrar en los eternos goces del Señor, y ofreciéndoles que siempre los tendría presentes desde el

cielo. Les encomendó la Iglesia y la exaltación del Santo nombre del Altísimo, rogándoles que

trabajasen sin descanso por extender el imperio de la Cruz, y que viviesen unidos por los estrechos

vínculos de la caridad, según el Divino Maestro les había enseñado y encargado muy repetidas

veces. A San Pedro, a quien veneraba como sumo Pontífice y cabeza visible de la Santa Iglesia,

encomendó el cuidado de Juan y de los demás apóstoles y discípulos.

Saetas de amor fueron las palabras de la Santísima Virgen para todos los individuos que componían

aquella ilustre asamblea: todos derramaban abundantes lágrimas en torno de la Purísima Virgen,

cuya enfermedad no era otra que el amor, según dejamos manifestado. Su preparación para morir

era admirable; se podía decir que estaba endiosada, porque su corazón estaba sin reserva en solo

Dios. No recibió la Señora el sacramento de la Penitencia para morir, ni antes lo recibió jamás,

porque de ello no tuvo necesidad: ¿qué materia de absolución había de tener la virgen sin mancilla

que no conoció la culpa mortal, ni tampoco la venial? Lo que sí es evidente que recibió como Viático

el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, que fue desde su institución su alimento cotidiano. ¿Quién

más digna de recibir el cuerpo de Jesucristo que aquella Virgen purísima que le concibió en sus

entrañas? Nade se ha acercado al convite Eucarístico más lleno de amor que María: nadie le ha

recibido con más fervor ni con mejores disposiciones, porque nadie mejor que ella ha conocido

todo el valor infinito del Sacramento del amor. En lo que hay diversas opiniones es en si recibió o

no el sacramento de la Extremaunción: a nosotros nos parece fuera de toda duda que no lo recibió,

por las mismas causas que dejó de recibir el sacramento de la Penitencia. ¿Cuál es el objeto y fin

de la Extremaunción? ¿Para qué fue instituido? No para otra cosa que para borrar los pecados

veniales y las reliquias de los mortales. Luego si María, como hemos dicho antes, no cometió

pecado alguno ni mortal ni venial, si fue colmada por gracia de santidad, ¿qué necesidad tuvo de

recibir este sacramento? Es verdad que la Extremaunción sirve también para adquirir fortaleza

contra los ataques del demonio; pero este enemigo de las almas jamás tuvo libertad para acercarse

al santuario de la Divinidad, que siempre estuvo rodeado de multitud de ángeles que la guardaban.

Pocos momentos restaban a la Bienaventurada Virgen de Judá de permanecer en el destierro del

mundo, la noticia de su próxima muerte se había extendido rápidamente, y la augusta morada de

María se vio llena de gentes que ansiosas se disputaban la preferencia de verla y de recibir su

bendición. San Juan Damasceno afirma que el mismo Jesucristo bajó del cielo a recibir en sus

manos el alma de su Santísima Madre, lo cual es muy creíble, y lo mismo asegura la V. Ágreda.

¡Espectáculo admirable! Resonaban por los aires los ecos armoniosos de los espíritus angélicos:

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los apóstoles y discípulos postrados en tierra y rodeando el lecho o tarima de la inmaculada Virgen,

prorrumpían en cánticos de alabanzas, y María, fijó su corazón en su Divino Hijo, cuya vista disfrutó

hasta el último momento de su vida, cerró sus virginales ojos y espiró, quedando su bendito cuerpo

resplandeciente de gloria y toda la casa llena de una fragancia celestial. Todos los presentes,

empezando por los apóstoles, veneraron aquel cuerpo que había sido templo y sagrario del Verbo

humanado, besando sus manos y permitiendo que hiciesen lo mismo los demás hijos de la Iglesia,

que llenos de dolor por la ausencia de su Maestra acudieron a su morada.

Son varias las opiniones sobre la edad que tenía la santísima Virgen cuando ocurrió su muerte. San

Antonino dice que murió a la edad de sesenta años, habiendo sobrevivido a su Hijo doce años.

Nicéforo dice que no vivió más que cincuenta y nueve: Baronio le da setenta y dos, y Santa Brígida

asegura que la misma Señora le reveló que su tránsito ocurrió a las sesenta y tres años. La

Venerable Ágreda dice así: “Sucedió este glorioso tránsito de la gran Reina del mundo, viernes a

las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo Santísimo, a trece días del mes de agosto, y

a los setenta años de su edad, menos los veinte y seis días que median desde el 13 de agosto, en

que murió, hasta 8 de septiembre en que nació y cumpliera los setenta años.” La opinión más digna

de seguirse a nuestro entender, es la de Santa Brígida, puesto que sus revelaciones han sido

aprobadas por la Iglesia, honor que aún no han alcanzado las de la V. Ágreda, por más que sean

respetables y las hayamos seguido como opinión piadosa en muchos pasajes de nuestra obra.

Los apóstoles dispusieron el entierro de la Santísima Virgen, el cual se efectuó no con pompa

mundana, sino con la mayor piedad y religiosidad. El sagrado cadáver era conducido por los

apóstoles y precedido por San Juan que llevaba en la mano una palma que el ángel que vino a

anunciar a María su muerte tres años antes de que se verificase, había traído del cielo. Seguían el

cadáver multitud de discípulos y afectos, de los cuales unos cantaban himnos, y otros bañaban la

tierra con las lágrimas que vertían sus ojos.

Luego que el fúnebre cortejo llegó al valle de Josafat en Getsemaní, los apóstoles depusieron al

cuerpo de María, y se pronunciaron varios elogios, siendo el más notable el de Hieroteo, como

refiere San Dionisio Areopagita, que fue testigo ocular del entierro de María: por fin el cadáver

fue depositado en un sepulcro nuevo pero pobre y sencillo, el cual estaba inmediato al del Salvador.

Cuando la destrucción de Jerusalén en tiempo de Tito y Vespasiano, el sepulcro de la Madre de

Dios quedó perdido y sepultado bajo las ruinas. Después en el imperio de Marciano y Pulqueria se

descubrió a fuerza de buscarlo, pero tan escondido debajo de las ruinas de la antigua Jerusalén

que era preciso bajar sesenta escalones: (es explicación del P. Argentan): ahora le visitan los

viajeros que van a tierra santa, y aun exhala un no sé qué de la celestial fragancia de que estuvo

embalsamado por haber recibido y conservado algunos días el preciosísimo cuerpo de la Reina de

nuestros corazones.

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II.

Resurrección de la Santísima Virgen.

Su Asunción a los cielos en cuerpo y alma.

Regocijo de las tres Divinas Personas.

Gozo de la Señora al ver y contemplar a su Divino Hijo rodeado de gloria y majestad.

Coronación.

Reflexiones.

Todas fueron gracias y privilegios para la Bienaventurada Madre de Dios. En su nacimiento fue

libre de la culpa original: en su muerte, su bendito cuerpo fue libre de la corrupción. Nada hay de

repugnante en la creencia de la Asunción en cuerpo y alma de María a los cielos; por el contrario,

nada vemos más conforme a la razón. Si se suspendió para ella la ley del pecado original que

envuelve en sí a toda la posteridad de Adán, ¿por qué no se le había de conceder este nuevo

privilegio? Aquel bendito cuerpo que había sido templo de la Majestad Divina, aquella carne que

no había conocido la culpa, aquel cuerpo dentro del cual se revisitó de nuestra naturaleza el Hijo

de Dios, ¿no debía entrar en el cielo sin esperar al día de la resurrección general? Tal es la creencia

de la Iglesia Católica, la cual celebra con el mayor regocijo el día 15 de agosto de cada año, la

solemne fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, exhortando a todos los fieles en

el principio de la misa a que se alegren y regocijen en el Señor. ¡Qué prueba más luminosa podemos

presentar de la Resurrección de María! ¿Qué pueblo, qué ciudad, qué Iglesia se ha alabado de

poseer tan preciosa reliquia? Ninguna. Tres días permanecieron los apóstoles custodiando el

sepulcro de María, y durante ellos no cesaron de resonar en los aires las armoniosas melodías de

los ángeles. Pasados los tres días no volvieron a ser oídos, y los apóstoles se retiraron. El sepulcro

estaba vacío… Solo había en él el sudario y las flores que habían esparcido los apóstoles. El cuerpo

de María había volado al cielo… ¡Cuánta semejanza con su Divino Hijo!

Muchas razones podríamos aducir en favor de la Resurrección de la Santísima Virgen, qué aunque

no se declara, se deduce de muchos textos de la Sagrada Escritura, siendo también el común sentir

de todos los Padres y Doctores católicos; pero creemos inútil este trabajo, toda vez que es unánime

el consentimiento de todos los fieles cristianos, que no pueden menos de felicitarse por este

singular triunfo de nuestra madre y Señora.

Esto supuesto, María entró en el cielo, acompañada de multitud de espíritus angélicos, que

bendecían a Dios y colmaban de alabanzas a la que subía del desierto del mundo llena de delicias

y apoyada sobre su amado. ¿Y quién será capaz de pintar el regocijo de la Santísima Trinidad, la

alegría de los ángeles y el gozo de los Bienaventurados en el momento en que abriéndose las

eternales puertas dan entrada a la feliz criatura que va a ser coronada por Reina de ángeles y de

hombres? Al contemplar esta triunfante entrada de María Santísima en los cielos, se nos figura oir

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en labios de los espíritus angélicos estas bellas expresiones del esposo de los Cantares. “¿Quién

es ésta que marcha como el alba al levantarse, hermosa como la luna, escogida como el sol, terrible

como un ejército de escuadrones ordenado?” ¿Y quién podrá comprender ni menos explicar el gozo

de la Señora al ver a su Divino Hijo sentado a la diestra de su Eterno Padre? ¡Qué felicidad tan

completa! María ve a su Jesús amado, a aquel mismo Hijo que había visto pendiente de la Cruz, con

sus carnes cubiertas de su propia sangre, ahora revestido de majestad, de gloria y de poder, como

Rey universal de los cielos y de la tierra. María no puede menos de recordad en aquellos momentos

los insultos, las blasfemias, los azotes, los tormentos y la muerte ignominiosa de Jesús, y al verle

ahora sentado a la diestra del Eterno Padre, adorado de todas las jerarquías angélicas, su alma se

llena de un santo placer y quedan cumplidos sus deseos de gozar su dulcísima presencia después

de tantos años de fervorosos deseos como había pasado en el mundo.

Así es: el Eterno Padre ensalzó a Jesucristo y le ha dado un nombre superior a todo nombre: todas

las criaturas se postran ante su presencia: todas reconocen su autoridad y le prestan la adoración

que le es debida: sus alabanzas resuenan bajo las bóvedas celestes, y como Soberano da leyes al

mundo. Y María lo ve y escucha las alabanzas de su Hijo, y oye a los espíritus angélicos que le

aclaman tres veces Santo con el Padre y el Espíritu Santo: y ve su gloria y contempla su dignidad,

y con tal vista queda suficientemente recompensada de los dolores que hubo de padecer en la

pasión y muerte de su Hijo. ¡Qué felicidad tan inexplicable! María se remonta a más altura que la

que corresponde a cada uno de los angélicos coros; llega hasta donde no le es dado penetrar ni a

los más encumbrados serafines, pone sus plantas sobre el mismo trono del Excelso y adora allí

postrada al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: la corte celestial presencia en silencio aquel

espectáculo, y a nosotros nos parece oír la voz de Jesucristo, que dirigiéndose a su Eterno Padre

le dice: “Padre mío amadísimo, aquí tenéis a María; esta es la mujer afortunada a quien tu elegiste

entre millares para que yo tomase en su casto seno la humana naturaleza; esta es la que me

alimentó con el suavísimo néctar de sus pechos; la que me libró en mi infancia de la persecución

de Herodes: la que pasó crueles dolores y apuró el cáliz de la amargura en mi pasión y muerte: ha

vivido en el mundo corrompido, y sin embargo, ha conservado su gran pureza y ha sido una heroína

de virtudes: yo os pido, pues ¡oh Eterno Padre! Que si os place sea por nosotros coronada, pues

deseo que, así como yo soy el solo mediador de propia autoridad y excelencia entre ti y los

hombres, porque soy el que he rescatado a la humanidad con el precio de mi sangre, mi Madre sea

una mediadora de intercesión para los pecadores. A ella acudirán con confianza los culpados, y por

sus manos distribuiremos las gracias a las criaturas. Y aprueba el Eterno Padre la petición de su

Hijo, y abre sus brazos y la recibe en ellos diciéndola, cuando aun la que siempre fue humildísima

permanencia postrada ante el Divino acatamiento: “Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía,

hermosa mía, y ven: ya pasó el invierno de las tribulaciones y amargura; ven a mis brazos.” Al

mismo tiempo el Espíritu Santo: “Ven, exclama, ven del Líbano y serán coronada.” Y en el momento

María aparece coronada por la Beatísima Trinidad en presencia de todos los habitantes del

Empíreo. ¡Conseguiste, Purísima e inmaculada Virgen el merecido premio de tus heroicas virtudes!

Después de tu Santísimo Hijo, a nadie como a ti es deudora la humanidad de tantos beneficios: el

Redentor sufrió por nosotros los más crueles tormentos en todos los miembros de su cuerpo, y tú,

Madre amante y co-Redentora de los hombres, sufriste iguales padecimientos en el centro de tu

corazón: grandes fueron tus dolores: incomparable e imposible el explicar ni comprender cuántas

fueron las angustias que pasaste en el momento de la redención, presenciando con la mayor

heroicidad el sacrificio del divino Cordero: pero ahora tu triunfo es sin semejante: Jesús reina

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glorioso en el Empíreo, e inmediato al suyo tienes tu asiento en aquella mansión de paz y verdadera

felicidad: todo en el cielo obedece a tu Hijo, porque es Rey; y todo está bajo tu dominio, porque

eres Reina. Y no es tu reino por cierto un reino pasajero como son los de la tierra: no tendrás

sucesores en el trono, porque el reino de Jesucristo, donde imperas, es un reino eterno que no

tendrá fin. Jesucristo ha puesto en tus manos el cetro de oro con que domina a las criaturas todas,

y se complace en que seas la tesorera de las divinas piedades.

¿Y quién duda que en tan solemnes momentos se concedió a María un poder extraordinario,

correspondiente a su dignidad de Madre de Dios y Reina del cielo y de la tierra? Cuánto poder la

Iglesia reconoce en la Santísima Virgen, y cuanto se desprende de muchos textos de ambos

Testamentos sobre este asunto, está compendiado en la siguiente narración que nos hace la V.

historiadora de Ágreda, y cuyas palabras todas son del mayor consuelo para las almas religiosas

y verdaderamente amantes de la Madre de Dios y de los hombres. Dice, pues, que luego que las

tres Divinas Personas colocaron en la cabeza de María la corona, salió una voz del trono de Dios

que decía: “Amiga y escogida entre todas las criaturas, nuestro reino es tuyo; tú eres Reina, Señora

y Superiora de los serafines, y de todos nuestros ministros los ángeles, y de toda la universidad

de nuestras criaturas. Atiende, manda y reina prósperamente sobre ellas, que en nuestro supremo

consistorio te damos imperio, majestad y señorío. Siendo llena de gracias sobre todos, te humillaste

en tu estimación al inferior lugar: recibe ahora el supremo que se te debe, y el dominio participado

de nuestra Divinidad sobre todo lo que fabricaron nuestras manos con nuestra Omnipotencia. Desde

tu real trono mandarás hasta el centro de la tierra; y con el poder que te damos sujetarás al infierno

y todos sus demonios y moradores, todos temerán como a Suprema Emperatriz y Señora de

aquellas cavernas y morada de nuestros enemigos. Reinarás sobre la tierra y todos los elementos

y sus criaturas. En tus manos y en tu voluntad ponemos las virtudes y efectos de todas las causas,

sus operaciones, su conservación para que dispenses de las influencias de los cielos, de la lluvia,

de las nubes, de los frutos de la tierra, y de todo distribuye por tu disposición, a que estará atenta

nuestra voluntad para ejecutar la tuya. Serás Reina y Señora de todos los mortales para mandar y

detener la muerte y conservar su vida. Serás emperatriz y Señora de la Iglesia militante, su

Protectora, su Abogada, su Madre y su Maestra. Serás especial Patrona de los reinos católicos, y

si ellos y los otros fieles, y los demás hijos de Adán te llamaren de corazón y te sirviesen y

obligasen, los remediarás a ampararás en sus trabajos y necesidades. Serás amiga, defensora y

capitana de todos los justos y amigos nuestros; y a todos los consolarás, confortarás y llenarás de

bienes, conforme te obligaren con su devoción. Para todo esto te hacemos depositaria de nuestras

riquezas, tesorera de nuestros bienes; ponemos en tu mano los auxilios y favores de nuestra gracia,

para que los dispenses; y nada queremos conceder al mundo que no sea por tu mano, y no

queremos negarlo si lo concedieres a los hombres. En tus labios estará derramada la gracia para

todo lo que quisieres y ordenares en el cielo; en la tierra y en todas partes te obedecerán los

ángeles y los hombres; porque todas nuestras cosas son tuyas; como tú siempre fuiste nuestra; y

reinarás con nosotros para siempre.”

¡Oh y cuántas gracias fueron concedidas a la Santísima Virgen! Una vez coronada por Reina de los

cielos y de la tierra, todos los coros angélicos y las almas de los santos ofrecían a la Señora el

homenaje de respeto y sumisión que era debido a su Reina y Señora. ¡Gloria a Dios que se dignó

enriquecer con tantas gracias a la mujer singular y admirable heroína que eligió desde la eternidad

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para que recibiera la altísima dignidad de Madre suya! ¡Gloria a María, que supo corresponder a

tantas gracias, y que habiendo sido digna Madre de Dios, ha merecido ser coronada por Reina de

los cielos y de la tierra, de los ángeles y de los hombres! ¡Felices nosotros, que tenemos en el

cielo una Madre cariñosa que se emplea continuamente en pedir gracia para los infelices

pecadores!

Ya que ayudados por los divinos auxilios hemos recorrido, aunque con tosca pluma y desaliñado

estilo, la historia de la Santísima Virgen María, desde su concepción libre y exenta de toda mancha,

hasta su Asunción a los cielos y coronación, no cerraremos el presente capítulo sin hacer algunas

reflexiones de gran interés que creemos sirven para despertar en unos y afirmar en otros la

devoción utilísima a la Bienaventurada Madre de Dios y de los hombres.

Al hablar en el capítulo XVII de esta obra del primer milagro hecho por Jesucristo en las bodas de

Caná de Galilea a ruegos de su Madre, justificamos las causas por qué los cristianos se acogen en

todas sus necesidades y aflicciones a la Santísima Virgen, a la que llaman con la Iglesia Auxilio de

los cristianos, Consuelo de los afligidos y Refugio de los Pecadores. Hicimos notar el gran poder

de intercesión que le ha sido concedido, y lo dispuesta que está siempre a abogar e interceder en

favor de sus devotos. No nos creemos ahora dispensados de instar en nuestros argumentos,

siquiera sea por dar nuevo desahogo a la devoción que la profesamos, y por nuestros deseos de

que sean de todos conocidas sus excelsas prerrogativas, y de que no haya un solo cristiano que

deje de acudir a ella reconociéndola, como la han reconocido los Padres de la Iglesia, como

tesorera de las divinas misericordias y acueducto por donde se conceden a los mortales.

Reasumiremos para ello cuanto en varios pasajes hemos dicho sobre un asunto tan vital y de tan

crecido interés para los que no miran con indiferencia su salvación.

Cuando contemplamos a María en el Calvario, presenciando con un valor sin igual y un heroísmo

sin semejante el sacrificio de su Divino Hijo, nos hicimos cargo de la cláusula del Testamento del

Redentor, en la que nos dejaba por Madre a la que lo era suya, y reflexionamos el gran beneficio

que con tan precioso legado hizo Dios a la humanidad, puesto que entre la segunda Eva y los hijos

de la primera establecía un estrecho parentesco, uniéndonos fuertemente con amoroso lazo.

Ya hemos dicho: Jesucristo es la causa primera y principal de nuestra salvación, pues fue quien

con su muerte nos abrió las puertas de los cielos, rompiendo las duras y pesadas cadenas de

nuestra esclavitud. El mismo Salvador nos enseñó a orar, y la Iglesia enseña a los fieles la

costumbre de dirigirse a Dios Padre por la intercesión de Dios Hijo, que por nosotros y nuestra

salvación descendió del cielo a la tierra, y revistiéndose de nuestra propia carne se hizo como uno

de nosotros; y para dirigirnos a Jesucristo nos valemos de María, en cuya intercesión confiamos.

“Esta confianza, dice un sabio contemporáneo hablando de este asunto, está fundada en las

relaciones del hombre con Dios, salvándose la inmensa distancia que hay entre el Creador y la

criatura, primero por Jesucristo, que es Dios y hombre, y después por la mediación de la Santísima

Virgen, descendiente de Adán y Eva como nosotros, pero Madre del Verbo encarnado y Madre

nuestra por el Testamento de Cristo.” Y es así ciertamente; ¿podemos dudar que María es nuestra

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Madre, cuando así nos lo ha dicho Jesucristo desde el árbol de la cruz? Y siendo la Señora la

criatura más obediente que ha existido ni existir puede, ¿no recibiría gustosísima este título, por

más que le fuese concedido en aquellos momentos supremos en que su corazón estaba dividido de

dolor por la muerte de su Divino Hijo? ¿Y cómo María no ha de cumplir los deberes de la maternidad

con los que somos sus hijos y les pertenecemos? He aquí el motivo de esa confianza tan general

con que a ella acuden todos los mortales. Fatuos, soñadores, nos llaman esas inteligencias

arrogantes que combaten la esperanza que los cristianos depositamos en la purísima Virgen con

quien nos liga tan estrecho vínculo. Acaso ¿defraudamos los derechos de la Divinidad con nuestro

amor a María, o con fundar en ella después de Dios nuestra esperanza? ¿Violamos con el culto que

la tributamos el mandamiento divino de adorar solo a Dios, Señor y árbitro de todas las cosas? De

ningún modo, pues qué reconociendo las virtudes de María como dones de Dios, y refiriendo a Él

todo el homenaje que le prestamos en su Madre, honramos a nuestro Dios. Si así no hubiese sido

su voluntad, no nos la hubiera dejado por Madre, lo que hizo para que, acercándonos a ella con

confianza, consiguiéramos por su mediación los auxilios que nos son indispensables sino hemos de

perecer en medio del borrascoso mar de un mundo corrompido. Los Padres de la Iglesia, que no

han cesado de aclamar y bendecir a la Santísima Virgen, han procurado hacer conocer a los

cristianos cuán útil y beneficiosa es la invocación de su nombre, y cuántos beneficios podemos

recibir por su intercesión.

El devotísimo Abad de Clairvaux S. Bernardo, canta las glorias de María y la compara a la estrella

de Jacob, haciendo ver que sus rayos iluminan el universo entero. Desea que todas las criaturas

se dirijan a ella y se acojan bajo su manto de misericordia, y de aquí el dirigirse a los pecadores

con estas dulces expresiones: “Si os viereis envueltos en la tempestad, mirad a esta estrella,

invocad a María. Si os veis combatidos por el ímpetu de las pasiones y por la tentación, mirad a

esta estrella, invocad a María. Si la soberbia, la ambición, la murmuración o la envidia os

amenazaren… Si os viereis combatidos por la ira… Si os turbase la conciencia con sus

remordimientos, el juicio con sus terrores, el infierno con la tristeza que inspira y el abismo con

su desesperación, pensad en María.” ¡Oh, qué consoladoras expresiones! Así lo ha experimentado

el mundo: así lo han venido experimentando los cristianos a través de los siglos y de las

generaciones. Nadie ha invocado a María, que no haya experimentado un indefinible consuelo: el

navegante en medio de los mares y a través de horrorosa tempestad; el cautivo rodeado de

cadenas; el afligido de su tribulación; el enfermo en el lecho del dolor; todos han encontrado en

María el bálsamo saludable que ha mitigado sus dolencias, que ha cicatrizado sus llagas. ¡Es

ciertamente prodigioso! La vista de una imagen de María, es suficiente a devolver la calma a un

pecho atribulado, la serenidad y la resignación al que tal vez estaba a punto de desesperación.

Nuestra alma se ha llenado mil veces de un santo gozo al observar a un pecador a las puertas de

la muerte: su vida tal vez ha sido tibia, pero ya ha confesado sus culpas y ha recibido la absolución:

sin embargo, delante de sus ojos se presentan sus pecados con toda su deformidad; pero invoca a

María, fija sus ojos en el lienzo que la representa, y el enfermo parece adquirir nuevas fuerzas: no

hay miedo que se desespere: ¡Madre mía! Exclama, y su alma se llena de confianza… ¡Que no

puede esperar un hijo de tan buena Madre! ¡Cuántas criaturas por su protección y mediación han

alcanzado la gracia de la conversión! María no es Dios, y por esto dijimos en otro lugar que a ella

no pertenece la omnipotencia como ninguno de los demás atributos pertenecientes a la Divinidad.

Pero es Madre de Dios, y este ha atesorado en sus manos todo cuanto posee por esencia. Es

unánime el sentir de los Padres de todos los siglos: los Ireneos, Atanasios, Tertulianos, Ephrenes,

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Juanes Crisóstomos, Bernardos, Agustinos, Buenaventuras, Ildefonsos, ¿qué no han dicho sobre el

poder que a María ha sido comunicado, y sobre el grande y extraordinario amor que profesa a la

humanidad? ¿De qué palabras no se han servido para atraer hacia ella a toda la humanidad? Fijemos

para nuestro consuelo la vista en el Empíreo; allí descubrimos el trono de Dios: todo está rodeado

de majestad y de grandeza: todo lo ve, todo lo gobierna: a su voluntad obedecen los cielos y la

tierra: se levantan y caen por tierra los imperios, se desbaratan los planes de los hombres, y a su

voz todo lo existente puede reducirse a la nada, como pueden surgir de la nada nuevos mundos.

¡Es el trono de la Omnipotencia! ¿Pero, qué descubrimos junto al trono de Dios? El trono de María,

de esa criatura privilegiada que no está rodeada de los resplandores de la Divinidad, que no es

omnipotente por sí, y no puede por lo tanto crear, ni convertir en polvo lo existente, pero que

podemos decir es omnipotente por gracia, porque basta que manifieste su voluntad, para que el

Todo-poderoso apruebe, conceda y lleve a cabo lo que pide. ¿No se han realizado siempre sus

deseos? El mismo Dios, ¿no esperó su consentimiento para verificar el gran misterio de la

Encarnación del VERBO? El cielo, la tierra, los abismos, ¿no esperaron suspensos que pronunciara

el venturoso FIAT, que envolvía en sí los destinos de la humanidad? Colocada, pues, ahora en el

Empíreo, donde reina, y revestida de poder y autoridad, Hija, Madre y Esposa del Monarca de la

eternidad, ¿no ejercerá una extraordinaria y benéfica influencia en el corazón del que en la tierra

vivió sometido a ella, como nos dice el Evangelio? ¡Cuán consoladora es esta idea para la

humanidad! Verdad es que nuestra mísera existencia sobre la tierra está siempre agitada de males

y contrariedades: las pasiones nos empujan al precipicio: la aflicción, la desgracia, la enfermedad,

todo contribuye a acibarar nuestros días. Verdad es que cualquiera que sea la posición del hombre

sobre la tierra, jamás encuentra en ella verdadera felicidad. Sin embargo, ¡cuán dulce, cuán

consolador es para el hombre saber que hay en el cielo un ángel tutelar que se interesa en su

favor, que ruega al Excelso por él, y que sus ruegos siempre son escuchados! ¡Cuán consolador

es saber que tenemos una Madre en el cielo, que esta Madre está revestida de gran poder, que su

corazón rebosa piedad y misericordia y que extiende sobre nosotros su manto de protección! ¡Cuán

extraordinaria felicidad! ¡Madre!... ¡Oh que título tan dulce! Es la única palabra que no tiene

semejante, la que más afectos inspira al corazón en el momento de pronunciarla. Era necesario

poseer un corazón de madre, para comprender cuanto este título tiene de tierno, de arrebatador y

de bello. Como quiera que nos familiarizamos con él, que por lo común es la primera palabra que

pronuncian nuestros labios balbucientes, llega a sernos casi indiferente. A María, a la bella y sin

par criatura que produjo al que vino a darnos la salud, también nos acostumbramos a llamarla

Madre porque lo es de un modo espiritual. Nada Más común que repetir este dictado tan consolador:

la desgracia es que muchos cristianos no atiendan a lo que significa y representa, como también

el fondo de amor que envuelve hacia la humanidad tan hermoso nombre. ¡Madre mía! Exclama el

hombre en medio de la tribulación, a través de los mayores peligros. ¡Madre mía! He aquí la

expresión en que prorrumpe para encontrar consuelo, el navegante al ver su vida amenazada por

el ímpetu de embravecidas olas, el cautivo al llorar perdida su libertad, el enfermo en el lecho del

dolor, donde cruel enfermedad le hace sufrir terribles y agudos dolores. ¡Madre mía! Tal es la

palabra que pronunciamos cuando dirigimos nuestras oraciones a esa criatura fenomenal que el

cielo nos deparó para que fuese nuestra benéfica protectora. Fijemos nuestra consideración por

un momento en lo que de grande, de hermoso, de consolador envuelve ese título con que el

cristianismo la saluda. La maternidad es inseparable del amor, y María, que en todo es sin igual,

en todo grande, en todo heroica, ama a sus hijos, no con el amor con que cualquier otra madre ama

a sus hijos naturales, sino con aquel amor que es propio de una maternidad de orden superior. Nos

amaba aún mucho antes que este título le estrechara con nosotros. Identificada con los

sentimientos de su Divino Hijo, ardiendo en el fuego de la caridad, siempre deseó la redención de

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la humanidad, a la que consagró las primicias de su corazón afectuoso: por esto llena de amor

consintió en ser el instrumento de la reconciliación de Dios con la raza proscrita del pecador del

Paraíso, permitiendo que en su mismo seno tomase el Verbo nuestra carne. ¡Qué amor tan

extraordinario! Durante la vida de Jesucristo sobre la tierra sufrió María los más inminentes

riesgos, las más amargas contradicciones, los dolores más inexplicables, y a través de tantas

angustias siempre se presentaba a su vista la redención de la humanidad. Apenas el divino fruto

de sus entrañas ha aparecido en el mundo, cuando ella empieza a ser martirizada en su corazón.

La predicción o vaticinio de Simeón abrió la serie de dolores que hubo de sufrir la bendita Virgen

de Judá: pero ora al tener entre sus brazos maternales a su tierno infante recordase con dolor el

augurio del templo, y viese a través de los tiempos, las contradicciones, persecuciones y tormentos

que había de sufrir: ora se viese precisada a emprender un dilatado y penoso viaje para librar a

Jesús de la persecución de Herodes, viéndose en la necesidad de comer el pan amargo de la

emigración; ya vertiese un torrente de lágrimas al perder a su amado Hijo en Jerusalén cuando

solo contaba doce años de edad: ya en suma fuesen testigos sus ojos de sus persecuciones,

dolorosísima pasión y afrentosa muerte, se conformaba gustosa con la voluntad del Eterno Padre,

y aún deseaba el momento de que se consumase el sacrificio del Gólgota, porque veía que en él

estaba envuelto el porvenir de la humanidad: que no había medio posible entre la muerte de su

Hijo o la pérdida de toda la descendencia de Adán. ¿Quién vio jamás un amor tan heroico y sublime?

Por más que todas las madres que han existido y habrán de existir en el mundo, hasta el último día

del postrero siglo hayan amado a sus hijos, todo este amor reunido no forma ni una vislumbre del

amor que María profesa a las criaturas. ¡Cuánta heroicidad!

Ella conocía en los momentos solemnes de la pasión y muerte de su Hijo, la ingratitud de las

criaturas, y lo conocía por un efecto de su privilegiada inteligencia: esto no obstante su amor no

era limitado, puesto que dio a su mismo Hijo, al Hijo más hermoso, más perfecto y más digno de

ser amado, por nuestra salvación, y hubiese entregado mil veces su propia vida si a este precio

hubiese podido rescatarnos: ¿Y no viene continuamente dándonos pruebas tangibles de ese

extraordinario amor que nos profesa? ¿No está siempre a nuestro lado para defendernos? ¿No nos

inspira continuamente el bien y nos aparta del mal? ¿No nos libra de las asechanzas de nuestros

enemigos, y nos alcanza los divinos auxilios para que en la lucha que sin interrupción sostienen

nuestras pasiones contra el espíritu, podamos sostenernos sin sucumbir a sus ataques? ¿No es por

ella por quien renace la calma en nuestros corazones, cuando se hallan agitados?

Búrlese la impiedad y ríanse los enemigos de María al observar nuestro entusiasmo: los verdaderos

cristianos siempre reconocerán su bondad, su misericordia y el poder de intercesión que le ha sido

concedido: los hijos fieles de la Iglesia siempre buscarán en ella su consuelo, persuadidos del amor

que profesa a los que somos sus hijos, y de los grandes bienes que su devoción pueda reportarnos.

¡Ojalá todos nos hagamos dignos de su patrocinio, fundando la devoción a esta tierna Madre y

Purísima Virgen, en la observancia de la ley de su Santísimo Hijo! Entonces nada tendremos que

temer en el destierro del mundo: esta brillante estrella guiará nuestros pasos, nos conducirá por

las sendas del bien, y cual cariñosa Madre que guía a sus pequeñuelos, nos conducirá como por la

mano a la verdadera tierra de promisión, a la feliz y perdurable inmortalidad, fin último a que

debemos aspirar y dirigir nuestros deseos.

FIN DEL LIBRO SEGUNDO.