Salarrue y Cuentos de barro (Ensayo)

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María Tenorio Profesor Abril Trigo Español 760 8 de diciembre de 1999 La alfarería de la cultura nacional: Salarrué y sus Cuentos de barro Nacido en el último año del siglo XIX, en la occidental región de Sonsonate, en El Salvador, Salvador Salazar Arrué ha sido invocado por los críticos literarios, sino como la máxima figura de la narrativa salvadoreña, al menos como uno de sus más destacados escritores. El interés en su obra se ha centrado en sus narraciones de temática vernácula, como las colecciones de relatos breves Cuentos de cipotes (1945/61), Trasmallo (1954) y Cuentos de barro (1934). Sin embargo, Salarrué -seudónimo por el que es mejor conocido el escritor y pintor salvadoreño- desarrolló una vertiente de literatura fantástica entre la que se cuentan volúmenes como Remontando el Uluán (1932) y O-Yarkandal (1929). El propósito de este ensayo es revisar el papel o el lugar que se ha asignado a Salarrué dentro de las letras salvadoreñas mediante la lectura de algunos textos críticos, contrastados contra uno de sus "libros más leídos y gozados por generaciones de salvadoreños": sus Cuentos de barro (Salarrué, Narrativa xiv). Esta colección de 34 narraciones breves es, en general, considerada por los estudiosos como el libro más conocido o más valioso de la obra salarrueriana. Mientras para Hugo Lindo el Salarrué de los Cuentos de barro "es acaso el de mayor valor" (664), Roque Dalton no duda en calificar dicho texto como "la obra

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Nacido en el último año del siglo XIX, en la región occidental de Sonsonate, en El Salvador, Salarrué ha sido invocado por la crítica, si no como la máxima figura de la narrativa salvadoreña, al menos entre los más destacados escritores. El interés en su figura se ha centrado, principalmente, en sus narraciones 'regionalistas', 'costumbristas' o de 'la cultura popular', denominaciones todas empleadas por los estudiosos. Paralela a esta temática, el autor desarrolló otros escritos considerados como 'místicos' o 'de ficción', en cuyo contenido no se refleja la realidad histórica como en los anteriores. En el presente ensayo nos centraremos en su colección Cuentos de barro -inscrita en la primera vertiente- revisada en su Narrativa completa I, volumen publicado por el Consejo Nacional para la Cultura y el Arte en 1999, con ocasión de celebrar los cien años del nacimiento del escritor.

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María Tenorio

Profesor Abril Trigo

Español 760

8 de diciembre de 1999

La alfarería de la cultura nacional:

Salarrué y sus Cuentos de barro

Nacido en el último año del siglo XIX, en la occidental

región de Sonsonate, en El Salvador, Salvador Salazar Arrué ha

sido invocado por los críticos literarios, sino como la máxima

figura de la narrativa salvadoreña, al menos como uno de sus más

destacados escritores. El interés en su obra se ha centrado en sus

narraciones de temática vernácula, como las colecciones de relatos

breves Cuentos de cipotes (1945/61), Trasmallo (1954) y Cuentos de

barro (1934). Sin embargo, Salarrué -seudónimo por el que es mejor

conocido el escritor y pintor salvadoreño- desarrolló una

vertiente de literatura fantástica entre la que se cuentan

volúmenes como Remontando el Uluán (1932) y O-Yarkandal (1929).

El propósito de este ensayo es revisar el papel o el lugar

que se ha asignado a Salarrué dentro de las letras salvadoreñas

mediante la lectura de algunos textos críticos, contrastados

contra uno de sus "libros más leídos y gozados por generaciones de

salvadoreños": sus Cuentos de barro (Salarrué, Narrativa xiv).

Esta colección de 34 narraciones breves es, en general,

considerada por los estudiosos como el libro más conocido o más

valioso de la obra salarrueriana. Mientras para Hugo Lindo el

Salarrué de los Cuentos de barro "es acaso el de mayor valor"

(664), Roque Dalton no duda en calificar dicho texto como "la obra

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fundamental" del escritor a la vez de señalarla como la más

editada (Salarrué, Cuentos IX). Eugenio Martínez Orantes, en su

libro 32 Escritores Salvadoreños, es categórico al afirmar que "el

éxito de este libro opacó toda su producción anterior y posterior:

la más fecunda" (80).

1. Salarrué, el intérprete, el historiador, el anti-moderno.

De acuerdo con la crítica, una de las notas más

características y originales de estos cuentos es la elaboración

literaria del habla campesina salvadoreña. En 1950, el escritor

salvadoreño Hugo Lindo dice:

Aquí el autor habla, como sus personajes, con las deformaciones

lingüísticas del "indio" salvadoreño que, en realidad,

no es indio, sino mestizo. Los nombres de flores y de

pájaros están escritos con sujeción a la fonética pueril

de nuestras gentes humildes. Todo rezuma un suave

primitivismo, una deliciosa infantilidad. (664)

Más aun, este empleo del lenguaje del otro, del campesino, es

visto como una penetración en su propia psicología. Para Lindo,

Salarrué se pone a ser él mismo cada uno de sus personajes, a ser

el propio actor de su cotidianeidad tragi-cómica, a ser intérprete

del ambiente salvadoreño (664). La percepción del autor-intérprete

estará también presente en Roque Dalton, quien prologa y edita una

antología del cuento salarrueriano en Cuba en 1968, cuando afirma

que

los salvadoreños tenemos una deuda de profunda gratitud con

Salarrué: ha interpretado con ternura -la mejor calidad

humana- y con gracia de depuradísimo talento a nuestro

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pueblo humilde. Lo ha puesto a hablar frente a nuestros

ojos y nos ha hecho reconocernos a nosotros mismos en

él. (Salarrué, Cuentos XIV)

En un país como El Salvador, atravesado por la injusticia de

grandes contrastes sociales desde antes de su nacimiento como

nación, el hecho de que un intelectual tomara como medio de

expresión poética el habla "deforme" del "pueblo humilde" para

hablar de la vida cotidiana de sus personajes es ya, de entrada,

un atrevimiento, un acto de osadía, una verdadera valentía. Lara

Martínez, al estudiar la narrativa salarrueriana, enfatiza como

este escritor actúa "a contracorriente" al darles la palabra a

personajes rurales, indígenas o campesinos, mientras el gobierno

del dictador Maximiliano Hernández Martínez extermina a toda una

población indígena en el occidente del país (9). Salarrué recrea

literariamente a los aniquilados en 1932. La zona geográfica donde

se da el levantamiento campesino es la misma donde el autor nació

y vivió los primeros años de su infancia. Lara Martínez inscribe

en la historia salvadoreña la poetización del habla campesina:

Ese español incipiente del indio recién castellanizado, con su

sintaxis corta y su uso reiterado de posesivos y

demostrativos, obtiene su derecho de ciudadanía. Y en

virtud de un impacto metafórico, que la escritura

salarrueriana recrea en todo su esplendor, asciende al

rango de igualdad con el habla citadina. [...]

No obstante, ese proyecto de revalorizar la cultura popular y, por

ese medio, forjar una embrionaria identidad nacional, se

convierte en un esfuerzo tanto más grandioso cuanto que,

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a partir de 1932, el Estado se encarga de arrasar todo

elemento cultural cuyo contenido patente se vincule a lo

indígena. (9)

Este estudioso propone una hipótesis para entender

unitariamente a Salarrué en lo que respecta a su obra regionalista

-en la que entran los Cuentos de barro- y su narrativa fantástica.

Ambas vertientes, dice, en tanto escritura literaria son una forma

de escritura de la historia (11). Salarrué en sus escritos cuenta

la historia salvadoreña, actúa como un historiador. En lo que

atañe a la colección de cuentos en estudio, Salarrué "intenta

representar la vida diaria del mundo rural con una fidelidad

minuciosa." (12)

En la lectura que hace Lara Martínez, si bien se sitúa

claramente a Salarrué como voz de protesta en el contexto de los

acontecimientos históricos de 1932, se llega al final a una

conclusión semejante a la de Lindo y Dalton: la lectura de

Salarrué como intérprete de la realidad del campesino salvadoreño.

Se puede entender esa conexión, hecha por la crítica, entre

poetización del habla del otro e interpretación fiel de lo que

piensa, cree y vive el otro si se compara a Salarrué con otros

escritores del mismo momento histórico, cuya elaboración del

lenguaje literario es muy diferente. En colecciones de cuentos

donde se trata la temática campesina como El jetón (1936) de

Arturo Ambrogi, Agua de coco (1926) de Francisco Herrera Velado o

Me monto en un potro (1943) de José María Peralta Lagos, el

lenguaje narrativo es castizo y elaborado, a veces detallista o

cuajado de humor e ironía; las voces locales -deformadas, como

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diría Lindo- aparecen de lleno en los diálogos o bien filtradas en

la voz del narrador, señaladas tipográficamente en clara

diferenciación con el lenguaje culto, propio de la literatura

(Carías Guerra et al 38-53). La distancia entre el habla del

campesino y la propia del escritor se mantiene en los

contemporáneos de Salarrué.

En la tesis "Historia social de la literatura costumbrista

salvadoreña de 1915 a 1935" se separa a Salarrué de estos otros

escritores por la peculiar elaboración del lenguaje que, si bien

no es netamente campesino, sí incorpora como elemento constitutivo

el habla de los habitantes de las zonas rurales y, además, emplea

un lenguaje más sencillo, sin términos rebuscados (Carías Guerra

et al 48). Las marcas tipográficas siguen vigentes en Salarrué

para las expresiones del habla popular filtradas en el discurso

del narrador. El inicio del cuento "La honra" sirva como

ilustración:

Había amanecido nortiando; la Juanita limpia; lagua helada; el

viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano. La

nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El pelo

le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien

contenta, chapudita y apagándole los ojos al viento. Los

árboles venían corriendo. En medio del llano la cogió un

tumbo del norte. (Narrativa 245)

Se aventura esta comparación para explicarse por qué la

crítica examinada hasta ahora confiere al autor de los Cuentos de

barro el nada despreciable atributo de "intérprete" de la

psicología del otro, el habitante de las zonas rurales de El

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Salvador. Sin embargo, la cuestión todavía no está resuelta

satisfactoriamente. Se quiere cuestionar esta afirmación tan

extendida en la crítica y cuyo corolario es, para Dalton y Lara

Martínez la consideración de Salarrué como forjador de la

identidad salvadoreña. Roque Dalton lo expresa así:

lo que nos parece el aporte cimero de Salarrué a partir de Cuentos

de barro es que logra, como ningún otro escritor

salvadoreño anterior, testimoniar los perfiles de eso

que se llama el alma nacional, de un alma nacional -

permítasenos el manejo de estos términos- que había sido

definitivamente moldeada, por lo menos para lo que

tocaba a la primera mitad de este siglo, por la

brutalización, el horror, el postergamiento de la

mayoría. (Salarrué, Cuentos VIII-IX)

Se podría plantear el cuestionamiento en otras palabras,

preguntarse por qué los intelectuales ven en los relatos de

Salarrué lo propio de la salvadoreñidad, por qué esa

salvadoreñidad está en el campesino de los cuentos de Salarrué.

Sin perder de vista esta inquietud, que se ha colado a medio

camino, se seguirá avanzando con la revisión de la crítica.

A fines de los noventas, no cabe duda que Salarrué es una

figura consagrada dentro de la literatura salvadoreña. Habiendo

recibido la canonización por parte de intelectuales de su tiempo y

de épocas posteriores, los textos escolares lo colocan como el más

grande narrador de El Salvador (Martínez Orantes 80) y esta

valoración no escapa de las publicaciones en periódicos (Galeas 2)

ni de la información sobre el autor que se puede obtener en sitios

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electrónicos a través de internet ("Fundación La casa de Salarrué"

1; "Salarrué" 1). Carlos Cañas Dinarte, en su Diccionario escolar

de autores salvadoreños, comenta que a Salarrué se le considera

"uno de los fundadores de la corriente narrativa contemporánea a

nivel latinoamericano y, por ende, uno de los más altos exponentes

de la cultura salvadoreña." (213)

En definitiva, Salarrué ocupa una posición firme dentro de la

cultura salvadoreña.

Con ocasión de conmemorar los cien años del nacimiento de

Salvador Salazar Arrué se ha reunido, por primera vez, y

publicado, en 1999, su Narrativa completa. En este material,

presentado en tres volúmenes, aparece una lectura crítica novedosa

de la obra salarrueriana. Los relatos regionalistas de Salarrué

son importantes, más que por su carácter de retratos de la vida

cotidiana de los campesinos, por ser expresiones de una postura

política determinada. Esta es la tesis que propone Ricardo Roque

Baldovinos en la Introducción a la Narrativa completa I. Para el

estudioso, las dos vertientes narrativas de Salarrué responden a

un mismo motivo de fondo: el rechazo al proceso de modernización

de la sociedad salvadoreña (xviii). Salarrué, en este sentido, es

anti-ilustrado, no cree en el progreso basado en la racionalidad,

ya sea capitalista ya sea comunista:

Salarrué opta por la comunidad, es decir por una verdadera

sociedad de comunicación carismática, que prescinde del

debate y del aparato legal porque sus miembros

participan de manera igualitaria y transparente del

producto social y del sentido. [...]

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Es importante recalcar que para Salarrué esta entidad no

tiene una mera existencia ideal. Para él es algo muy

palpable y viviente, se encuentra encarnado en la

sociedad campesina, o más concretamente, en la sociedad

indígena. (xix)

La resistencia salarrueriana al eurocentrismo y a la

modernidad implica, entonces, la reivindicación de otras

tradiciones culturales, las de la India y de China -de las que se

nutre el escritor salvadoreño-, pero también las culturas

americanas precolombinas (xxi).

Se puede agregar, de acuerdo con esta posición crítica, que

los Cuentos de barro son una exaltación de una forma de vida

'otra' a la que se vive en las ciudades y se presenta como modelo

de modernización a seguir por toda la colectividad. Roque

Baldovinos agrega que "Salarrué idealiza sobremanera la sociedad

campesina y, de hecho la distorsiona al situarla al margen de la

historia." (xx) Este comentario es relevante para continuar el

diálogo con la crítica salarrueriana que ha establecido una

identificación entre los textos regionalistas del escritor y la

realidad histórica del campesino salvadoreño.

2. Una clave de lectura: su mirada al pasado.

Salarrué no es indio ni habla como los indios. Es blanco y es

casi europeo -descendiente del pedagogo vasco Alejandro de Arrué y

Jiménez, en segunda generación (Roque Baldovinos iii). Pero vive

su infancia en una zona rural del país, Sonsonate, tierra de los

Izalco. Y de allí absorbe el habla de los campesinos. Pero él no

es campesino, es pintor y, por necesidad de ganar el sustento,

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escritor (Roque Baldovinos vi). Viviendo ya en San Salvador, la

capital del país y muy diferente de sus zonas rurales, retoma el

tema y habla del otro que lleva en su memoria y la elabora

poéticamente: "En fraternal afán por devolverle el terruño

perdido", a su cuñada Alice Lardé de Venturino, reza la

dedicatoria de los Cuentos de barro (Narrativa, 239).

La dedicatoria del libro hace pensar en lo que Salarrué

quería decir con sus cuentos. Parece mirar hacia atrás, hacia lo

que ya ha perdido. Parece querer recrear algo ido. Comparte una

nostalgia por el terruño de su infancia.

Salvador Salazar Arrué no escribió para los indios o

campesinos, en su mayoría analfabetas en aquel entonces e incluso

en estos tiempos de fin de milenio. Escribió para su cuñada, una

intelectual de ascendencia francesa (Roque Baldovinos vi), y, por

extensión para los otros como él, los habitantes del no-campo; los

que podían leer, escribir, pintar; los educados. Y escribió para

devolver lo "perdido", los recuerdos de una infancia vivida en el

campo tristemente superados por la vida citadina.

En el prólogo de los Cuentos titulado "Tranquera", sinónimo

de puerta rústica para entrar a un corral, el escritor compara la

elaboración de sus relatos con la labor de un alfarero de

Ilobasco, pueblo donde se producen objetos muy coloridos de barro.

Es un trabajo manual y artesanal, cuyo resultado no es, por

decirlo así, productos de alta cultura:

Pobrecitos mis cuentos de barro... Nada son entre los miles de

cuentos bellos que brotan día a día; por no estar hechos

en torno, van deformes, toscos, viciados; porque, ¿qué

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saben los nervios de línea pura, de curva armónica?

[...] Pero del barro del alma están hechos; y donde se

sacó el material un hoyito queda, que los inviernos

interiores han llenado de melancolía. (241)

Salarrué lleva muy dentro las memorias de su vida en el campo

y, al escribirlas, se llena de nostalgia, de melancolía. ¿Es la

vuelta al campo un sueño imposible como la vuelta a la infancia?

La mirada del escritor sobre esa realidad otra, distinta a la

suya, no se puede convertir automáticamente en una mirada desde

esa otra realidad. No se puede negar que se refiera a los

campesinos descendientes de los Izalco, indígenas -como dice Lara

Martínez- o mestizos -como corrige Lindo. El referente de sus

Cuentos de barro, a diferencia del de sus obras fantásticas, está

bastante claro. Pero como no se pretende hacer un estudio

etnográfico sobre el campesino salvadoreño, sino tan solo

distanciarse de esta lectura de la crítica, vuelva la pregunta:

¿por qué se ha leído a Salarrué, en sus escritos de temática

popular, como fiel intérprete del campesino y "pilar de la

identidad nacional salvadoreña" ("Fundación La casa de Salarrué")?

Roque Baldovinos, en su Introducción, da una clave para

acercarse al problema planteado: en la obra de tema vernáculo de

Salarrué hay idealización de la forma de vida de los campesinos,

no basada en la razón instrumental, sino en una comunidad de vida

entre individuo y sociedad, sociedad y naturaleza (xxii). Y esa

idealización niega la fidelidad interpretativa. Con el mismo

argumento del lenguaje, que antes se empleó, se puede disolver la

identidad. El lenguaje poético salarrueriano no es el mismo de los

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campesinos, es una elaboración artística de ese lenguaje o una

elaboración literaria que se tiñe con expresiones y giros de esa

habla particular. Los Cuentos de barro no son relaciones contadas

por un campesino sobre su vida cotidiana; son elaboraciones

literarias de esa realidad. El mismo narrador se concibe a sí

mismo como alfarero, como el que modela con sus manos la materia

propia del campo, el barro. No ofrece el barro crudo -no tendría

ninguna gracia hacerlo- sino unos "cuenteretes" -objetos sin

importancia, cosas indefinibles, según el Vocabulario de modismos

que aparece al final de los Cuentos (Narrativa 333)- hechos con

esa materia prima y cocidos al sol.

La crítica propone a los textos salarruerianos como lugar

donde se revela la salvadoreñidad, "el alma nacional" -en palabras

de Dalton- precisamente porque Salarrué construye, con su

evocación melancólica del campo de su infancia, una comunidad

rural, idealizada y premoderna situada en un tiempo mítico, "al

margen de la historia", como señala Roque Baldovinos (Salarrué,

Narrativa xx): comunidad inventada, donde reina la fraternidad,

que remite a un pasado inmemorial, lo cual según Benedict Anderson

es una de las características de la nación moderna (7, 11).

Es clave, según Roger Bartra, para configurar la cultura

nacional inventar un "edén mítico, no solo para alimentar los

sentimientos de culpa ocasionados por su destrucción, sino también

para trazar el perfil de la nacionalidad cohesionadora". Y esa

creación, sigue Bartra, cumple la función de definir el

"auténtico" ser nacional por oposición a cualquier proyecto que

quiera contaminarlo (32). La comunidad representada en los Cuentos

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de barro puede ser leída como ese lugar edénico al que alude

Bartra, donde se asienta el auténtico ser nacional, la

salvadoreñidad: ese grupo humano, sobreviviente de los exterminios

modernizadores desde tiempos de la Colonia, que vive y muere con

sencillez al ritmo que le marca la naturaleza, sin relojes ni

calendarios, aislado de la perversión de la ciudad.

En el cuento "Serrín de cedro" hay un campesino que emigra a

la capital "onde decían quera alegre con ganas y galán de vivir",

pero va a parar a la cárcel a causa de un pleito callejero y allí

muere soñando con volver a su montaña, donde trabajaba aserrando

cedro: "Se jue apagando como candil reseco. La melarchía lo postró

muy pronto." (293-294) Esa "melarchía" de Macario, el campesino de

"Serrín de cedro", ilustra perfectamente la actitud que, desde el

tiempo de la modernidad, se tiende hacia el edén inventado; en

palabras de Bartra:

Se llega a creer firmemente que, bajo el torbellino de la

modernidad [...], yace un estrato mítico, un edén

innundado con el que ya solo podemos tener una relación

melancólica; solo por vía de la nostalgia profunda

podemos tener contacto con él y comunicarnos con los

seres que lo pueblan. (44-45)

La representación de lo premoderno no puede separarse del

proyecto moderno de construir la nación salvadoreña: son dos caras

de la misma moneda que, según el tipo de discurso -acota Bartra-,

aparecen como "barbarie vs. civilización, campo vs. ciudad,

feudalismo vs. capitalismo, estancamiento vs. progreso, hombre

salvaje vs. hombre fáustico, religión vs. ciencia, Ariel vs.

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Calibán, comunidad vs. sociedad, subdesarrollo vs. desarrollo. Son

las mil caras de la lucha de clases." (193)

Sirva el cuento "La botija" para ilustrar como, incluso

mirando al pasado, el presente y el futuro modernos son

inescapables: José Pashaca, buscando el tesoro -la botija- que sus

ancestros pudieran haber dejado enterrado en los campos, trabaja

tanto tanto que acumula su propio tesoro y, cuando sus fuerzas no

dan para más, lo entierra: "¡Vaya: pa que no se diga que ya nuai

botijas en las aradas!..." (242-244) Pashaca le entregó no solo su

vida al Creador, sino el fruto de su trabajo al patrón y un tesoro

a algún futuro labrador.

Salarrué escribió sobre los campesinos, sobre su vida, su

sencillez y su naturalidad, en un momento histórico en que las

fuerzas gubernamentales los veían como seres amenazantes y cuasi-

demoníacos, en que los exterminaban. Sus Cuentos son, a la vez,

evocaciones nostálgicas de un pasado que no volverá, pero también

intentos por testimoniar una realidad histórica al borde de la

extinción. Salvador Salazar Arrué proveyó, en su tiempo, a la

nación salvadoreña de "símbolos de identidad" -en el sentido

apuntado por García Canclini (178)- al construir, en sus relatos,

a esa comunidad originaria y auténtica, primitiva y esencial. Sus

narraciones han pasado a formar parte del "capital cultural" que

unifica e identifica lo salvadoreño y que, como agrega García

Canclini:

Si bien el patrimonio sirve para unificar cada nación, las

desigualdades en su formación y apropiación exigen

estudiarlo también como espacio de lucha material y

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simbólica entre las clases, las etnias y los grupos.

Este principio metodológico corresponde al carácter

complejo de las sociedades contemporáneas. (182)

Quede pendiente, pues, para el futuro, examinar la

trayectoria de las apropiaciones de Salarrué -su figura y su obra-

en distintos planos y por diversos sectores sociales para mejor

dibujar ese "espacio de lucha" a que alude García Canclini. En

otras palabras, la tarea de estudiar a Salarrué como parte del

patrimonio nacional o, mejor, del "capital cultural".

Obras citadas

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