Ruta Quetzal, BBVA, por Fernando Sánchez Dragó
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DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 1. Santiago de Chile
Lunes (con retraso porque no había internet). Ya estoy aquí. Casi catorce horas
de viaje aéreo, tranquilo, puntual y cordial. Iberia ha cumplido mientras yo,
ajeno a todo, leía las memorias de Kikí de Montparnasse, me atizaba medio
trankimazín y una pastilla de somnovit disueltas en dos copazos de buen vino -a
grandes vuelos, grandes remedios- y dormía ocho horas de un tirón.
Desperté, subí la cortinilla de la ventana y las cumbres de los Andes, magras de
nieve, terminaron de espabilarme las pupilas. Pensé, al verlas tan descarnadas,
en el cambio climático y en los señorones de Copenhague, maestros del paripé
decididos a no hacer nada. Los zorros al cuidado del gallinero.
Es la cuarta vez que aterrizo en esta ciudad. No reconozco el aeropuerto. Ha ido
creciendo éste, para peor, como sucede siempre que hay metástasis, a medida
que yo envejecía.
No importa. Llego al hotel y allí me espera el reencuentro con los amigos de la
Ruta Quetzal, a los que no veía, excepciones aparte, desde que en 1994,
absorbido por otros menesteres y atraído por otros horizontes, dejé de ser
cronista de Indias de la expedición.
Quince años son muchos, pero el rescoldo de la amistad es lumbre que sólo la
muerte apaga, y a lo mejor, ni eso. Robinsón de la Quadra aún no ha llegado -lo
hará el día veinte-, pero algunos de sus leales siguen arrimando el hombro e
hincando los talones en esta vigésimo primera edición de la colosal aventura
ultramarina iniciada en el 79, proseguida en el 85 y reanudada en el 88.
Y ya hasta hoy.
Deambulo por el vestíbulo, a la espera de que arreglen la habitación, y
van apareciendo muchos de los de entonces: María Ángeles, Rocío, Carlos
Pecker, Andrés Ciudad, Zoilo, Carmen Hernández, Jesús León, Jesús Garrido,
Ángel Colina, los hijos del Almirante (Rodrigo e Íñigo) y los titiriteros del Grupo
Libélula. Hay de todo: periodistas, profesores, monitores, gestores, cómicos,
biólogos, arqueólogos, astrólogos, fotógrafos, camarógrafos… Si me olvido de
algunos, y de alguna profesión, echen la culpa al jetlag.
Me alegra verlos y me alegra también encontrar aquí, entre las caras nuevas, la
de Víctor Amela, con el que tantas veces he bailado, por activa y por pasiva,
sobre el filo de la navaja de las certeras entrevistas que desde hace ya casi más
años de los que él tiene (y muchos menos de los que yo tengo) publica en la
contra de La Vanguardia.
Se van todos a sus cosas y yo, con mi mujer a las mías. Ya las anuncié:
degustar erizos de mar y otras exquisiteces del Pacífico en cualquiera de los
restaurantes -son muchos- del Mercado Central, que es una joya de la
arquitectura eiffeliana.
Misión cumplida. Nos salvamos por los pelos, mientras busco leche de soja en
polvo para evitar la de vaca, de la operación de acoso y derribo organizada por
dos malulos (así llaman en Chile a los cacos) decididos a arramblar con nuestras
pertenencias. Sobre todo con las de mi cónyuge, que por ser japonesa carece de
malicia y de anticuerpos para los virus de la rapiña. En Japón no hay
descuideros ni tironeros. El índice de delincuencia roza el encefalograma plano.
Vuelvo al hotel y me entero por la tele de que en España todo sigue tan mal
como siempre y, por añadidura, nieva sin que por ello se enfríe la algarabía,
mientras aquí, en el hemisferio austral, va la gente en pantalón corto, minifalda
y camiseta.
El BBVA nos invita a cenar en un espléndido palacete rematado por una cúpula
de vidrieras y adornado por frescos que ponen rostro, ademán y postura a los
siete pecados capitales. ¡Vaya por Dios! A mi edad casi todo es virtud.
Chile, señores… Ritmo lento, pocos coches, buen pescado, mejor vino, gente
amable, chicas guapas. Ayer se celebró aquí la primera vuelta de las elecciones
generales. ¿Quién lo diría? Nadie habla de eso. Lo mismito que en Vandalia, el
país de la greña permanente.
Ser español agota y en la ancianidad mata. Yo ya dejé de serlo.
Mañana salimos hacia Isla Negra, hacia Valparaíso, hacia el archipiélago de
Juan Fernández… Toda la noche oiremos pasar quetzales.
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 2. Nerudiana
Varios participantes en la Ruta Quetzal, en la casa de Neruda
En Isla Negra…
Allí está la más célebre residencia en la tierra (junto a la Sebastiana, la
Chascona y la madrileña Casa de las Flores) del no menos célebre, en su día, y
hoy legendario Neruda.
Un centenar de kilómetros generosamente pesados, rectas y curvas, serranías
bañándose en el mar, nubes, niebla, ganado vacuno y equino, un paisaje de alta
montaña -dehesas y coníferas- diluyéndose en la linde de arena de las playas, los
habituales y cochambrosos barracones turísticos, una veintena de boliches
consagrados al culto del marisco y unas cuentas docenas de villas más o menos
señoriales y perladas de salitre por entre los abetos, los taludes, los bajíos, las
mariposas, los pastizales y los arrecifes.
Y la casa de Neruda, claro… Un lugar de peregrinación, un museo de poemas, un
refugio de gaviotas, un mito de la arquitectura y el sueño (o el delirio) de un
constructor de viviendas elementales, en toda la extensión de la palabra.
Don Pablo -así se refieren a él los guías del enclave- empezó a construir ésta en
1951 y, en puridad, no llegó a terminarla nunca. Era un arquitecto de
marquetería. Le gustaba, aquí y en sus restantes casas, ir añadiendo piezas,
cobertizos, miradores, galerías, alas, cenáculos, invernaderos, bibliotecas,
tingladillos o lo que se terciase alrededor de un humilde núcleo inicial.
Esta concepción de la arquitectura confiere a todas sus residencias un toque
indefinible de provisionalidad, un caprichoso aspecto de opera aperta, de duna
móvil, de niño grande, de estalactita en formación, de horadado roquedal
marino.
Las casas de Neruda son y no son, a fuerza de serlo todo. Auténtica tentativa del
hombre infinito y estravagario de hondero entusiasta, reflejan -diciéndolo con
juicios y tropos de su biógrafo Cousté- la inconcebible diversidad de su obra
lírica y el cíclico recomienzo de una aventura arquitectónica concebida, una y
otra vez, según las reglas de la espiral, el mosaico y el laberinto. De ahí que
puedan agradar o desagradar. Vienen a ser algo así como las jorobas,
protuberancias y tentáculos de un oscuro cefalópodo desconocido. Redondean el
cuadrado en vez de cuadrar el círculo. Aportan una intransferible e imprevisible
solución al problema escolástico del movimiento perpetuo.
Tomo prestado el título de la mejor novela de Isabel Allende: Isla Negra es La
casa de los espíritus. Náuticos, tendría que añadir. Mar, en efecto, por todas
partes: enfrente, abajo, a la derecha, a la izquierda… Y dentro.
Sí, Neruda tenía razón: “El mar de Chile, el mar tremendo, con barcazas de
espera, con torres de espuma blanca y negra, con pescadores litorales educados
en la paciencia, el mar natural, torrencial, infinito”.
Y violento, rabioso, espumajeante, mordedor, ácrata, erguido, resacoso, añado y
pienso yo en plena orgía nerudiana de adjetivos. “Aquí, en el sur del Pacífico,
hay que poner atención: la tierra se termina. Unas leguas más o menos… y
sobreviene el polo, sobresalta el abismo. Hay que juntar las cosas ante posibles
invasiones del mar, hay que colmar el Arca con amor y con ruedas, con palabras
y cosas que nos salven, que nos identifiquen mañana en la corriente de
Humboldt”.
De ruedas hablaba Neruda en el texto islanegrino recién citado, y una rueda es,
efectivamente, el primer objeto en que reparan mis ojos, pero no una rueda
normal, sino descomunal, como de carreta española conducida con mimo por
arrieros maragatos de mejores épocas… Después iré viendo otras, muchas otras,
perdidas y derrengadas de rincón en rincón. ¿Símbolo, incontenible manía de
coleccionista o trivial elemento de decoración?
De todo un poco, probablemente. Neruda se hizo decorador en su madurez
(elegía piedra a piedra y listón a listón los listones y las piedras de sus casas), fue
coleccionista desde niño (me lo confirmó hace veinticinco años Matilde Urrutia
en La Chascona) y terminó, como casi todo el mundo, siendo algo budista en su
vejez, pero con mesura y sentido del humor.
Y lo que insinué: trozos, astillas, fragmentos de dinosaurio, quijadas de corceles,
antojos, surrealismos y, por doquier, sabor, olor y color a restos de naufragio.
Una chabola de madera. Un almacén de nada. Un barracón de trastos. Una
fuente con delfines pechienhiestos que se asoma, sin traspasarlo, al borde del
abismo de la cursilería. Todo es de piedra y de madera. Y no iba a faltar, allá en
lo alto del comedido torreón, una grácil veleta con hechuras de pescado. Tarareo
en sordina, sin saber por qué, la canción de Spencer Tracy en Capitanes intrépidos: “¡Ay mi pescadito /deja de llorar, / aunque llores y rabies / allí te
estarás!”.
Más delfines, visillos calados, moho, herrumbre, sillas coronadas por (o
apoyadas en) imágenes de animales, una chimenea pedregosa y circular,
ambiguamente atisbada por las rendijas, una mesa redonda que sirve de soporte
a mil y un instrumentos de navegación, un lavabo con huellas de maricastaña,
habitaciones que se enroscan y se enrocan en sí mismas, granito, mármol,
ventanas ciegas y caprichosas, telones de lona blanquiverde tapiando tragaluces
y orificios, caretas y carotas de piel cobriza, ferralla y maderamen procedentes
de tifones y desguaces, papiros enrollados, estatuas polinesias en hornacinas,
cestos, bolsas, sacos, faltriqueras, biombos de posición oblicua, mariposas,
caracolas, escarabajos, una aldaba, un jardín primorosamente cuidado, una
locomotora de vapor en rojo y negro y con la alta chistera del escape de humos,
un velerillo de juguete ladeado y abandonado junto a un porche, balaustradas,
un doble arco de piedra, matorrales rojizos y verdosos, un ancla hincada en un
recodo del jardín, pitas, cactus, un friso circular de peces, un pavimento con
conchas incrustadas, una pieza de metal oxidado en la que dice: “Oficina de
visas de Valparaíso, 1905, Fundación Taracapa”, varios arqueros chinos
grabados con técnica de batik en papel de arroz, un guerrero (o quizá un santo)
en su incómoda peana, un pabellón inútil, un triclinio empapado, una barca
varada, un puesto de observación, un candelabro barroco de nueve luces, una
viga poderosa y transversal en la que leo: Regresé de mis viajes. Navegué construyendo la alegría. 1958. P. N…
Y nada más. Solo lo dicho: los restos de un naufragio. He aquí lo que queda de
Neruda en su bastión de Isla Negra, casa -hoy- de los espíritus. Lo demás es
silencio.
¿Silencio? No del todo. “¡Cuánta piedra litoral alrededor de nuestros ojos! Son
redondas de ola, abruptas de arremetida, salidas de los volcanes oceánicos. Son
lisas de ágata, ferruginosas y hostiles, acostumbradas al golpe de la sal, al
derrumbe del cielo”…
Las palabras de Neruda me envuelven a dentelladas, caricias y borbotones.
Aquí, en este telúrico momento de fuerzas y de aire, es como si las hubiese
escrito pensando en mí: un don -el del tú a tú- que sólo tienen los propietarios
por derecho divino del territorio libre de la poesía.
Y don Pablo me acoge en él, me abre sus puertas con generosidad ancha y feliz:
Te puedes sentar, viajero, en esta casa de piedra. Es tarde tal vez bajo tu
bandera, en tu patria. Aquí siempre es temprano y el fuego está por encenderse.
Algunas figuras errantes, de los navíos, se perdieron de ruta y aquí persistieron,
falsamente atadas: libres, en realidad, dispuestas al mar quieto, capaces de irse
otra vez a sus itinerarios. Tú, si quieres permanecer o disolverte, puedes hacerlo.
Lo único que se exige es azul”.
¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? ¿Permanezco, me disuelvo, sigo hacia otra parte?
Y es de nuevo el poeta quien me responde, quien -casi a gritos… ¡Por allí resopla!- me da pauta, consejo y viático. “¡Vámonos -me dice- a Valparaíso, al
insólito puerto sin puertas, a la puerta de los anchos mares!
Le obedecemos: donde hay capitán… El nuestro -Miguel de la Quadra- aún no
ha llegado, pero sus quetzales siguen.
Y yo con ellos.
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 3. Valparaíso, Viña del Mar,
el Valdivia
Valparaíso
Después de Isla Negra, Valparaíso…
Poca cosa. En esta ciudad vertical, a cuyo casco antiguo hay que trepar en
ascensor, hace más bulla el ruido que las nueces. ¿Por qué la han declarado
patrimonio histórico de la humanidad? No es para tanto, señores de la Unesco.
Eso sí: vista de lejos, desde la cubierta del Valdivia, buque de guerra en cuya
sala de oficiales estoy tecleando estas líneas, gana.
Gana, como suelen hacerlo las cosas reproducidas en las tarjetas postales, e
incluso se agradece el estatus conferido a la ciudad por la Unesco. Es una
muralla de contención frente a los usos y abusos urbanísticos de la modernidad.
No hay ni habrá nunca en el Valparaíso de las alturas los brutales rascacielos
que salpican el de las bajuras.
A Viña del Mar, en cambio, no la salva ni siquiera el bálsamo de la lejanía. Así,
desde lejos, la he visto acodado en la barandilla de la amura de estribor del
navío, que surcaba ya, rumbo al archipiélago de Juan Fernández, la furia del
menos pacífico de los océanos, y he pensado en Benidorm… Cementitis por
todas partes. Queda sólo una villa del tiempo antiguo, hermosa, decadente y
estresada, en lo alto de una cresta. Los hotelazos y los edificios de apartamentos
la acogotan. ¡Qué agobio, cuánta indefensión! Parece un gorrioncillo. Da
angustia verla.
El Valdivia forma hoy parte de la Armada chilena, pero nació en Estados
Unidos y estuvo en dos guerras: la de Vietnam y la del Golfo. Luego lo
vendieron. Es de color gris y su silueta, elegantísima, se disuelve en el paisaje
náutico que nos rodea.
Glorioso ha sido ver cómo los chicos de la Ruta aguardaban en el muelle,
mientras los titiriteros del grupo Libélula interpretaban pasacalles y canciones
sanjuaneras del folclor soriano adaptadas para la ocasión (Moza de Ruta Quetzal en vez de “Moza si a la compra vas” y cantimplora en la cadera en vez
de “esta tarde en la pradera”), y trepaban después por la pasarela del buque con
las mochilas al hombro y la alegría al viento.
Ahora están en las sentinas que los alojan, no sé si durmiendo o armando bulla.
Mañana…
Mañana ya les contaré. Vuelvo, de momento, la espalda a Valparaíso y Viña del
Mar, subo al castillo de proa, me pongo al resguardo del viento en un rincón y
rememoro el dictum latino: lo que importa es navegar.
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 4. Algo más sobre Neruda
Neruda
Treinta y seis horas de navegación en el Valdivia. Ruido de motores, bandazos
de mar relativamente gruesa, austeridad castrense y espartana. Hay tiempo para
todo: para aburrirse (quien sea capaz de eso), para mirar el vacío del horizonte,
cuando el sol lo alumbra, y la plenitud del firmamento, por las noches, para leer
el nuevo volumen -absorbente, como todos los demás- del Salón de pasos
perdidos de Trapiello, para ver películas en la sala de oficiales, para charlar con
los chicos de la Ruta y con los adultos que la dirigen, y para seguir
reflexionando, como lo hice en la segunda entrega de este cuaderno de bitácora,
sobre el hombre cuyas sombras y luces líricas y épicas aún palpitan, gimen y
ríen en Santiago, en Isla Negra, en Valparaíso…
Gran mal poeta, dijo Juan Ramón de Neruda, y poeta más cerca de la sangre que de la tinta, añadió su buen amigo García Lorca. Ambas opiniones son
respetuosas, además de respetables. No quitan ni ponen rey, pero colocan al
desmesurado escritor chileno en el lugar que a mi juicio le corresponde, matizan
el análisis y la valoración de su poesía y rebajan un poco la quimérica calentura
suscitada en la urbe y en el orbe por este monstruo de la palabra que tan
eficazmente supo convertir la política en rampa de lanzamiento de la literatura.
Decir, después de tanto como ha llovido, que el poeta Ricardo Eliecer Neftalí
Reyes padeció desde su infancia un galopante e incurable exceso de inspiración,
y que de tan curiosa dolencia se deriva todo lo bueno y todo lo malo que hay o
hubo en él, equivale a descubrir la pólvora, pero tampoco está de más traer a
colación las cosas olvidadas de puro sabidas.
Sin ningún propósito peyorativo escribe Alberto Cousté -uno de los biógrafos
del poeta- lo que sigue: si se agregan los libros que Neruda aún publicó antes de morir, las ocho colecciones de poemas que se publicaron póstumamente, sus
memorias y los siete cuadernos de prosa varia que acaban de aparecer bajo el título de Para nacer he nacido, las dos mil páginas mencionadas por Hierow
(en 1962) suben a más de cinco mil, configurando un corpus bibliográfico que supera el medio centenar de títulos.
Ante un maremoto poético de tamaña magnitud no queda más recurso que
santiguarse, hacerse cruces y exclamar: ¡Jesús!, zambulléndose a continuación
en el vivificante estreñimiento lírico de Valèry o de Rimbaud. ¿Cómo no va a
haber quintales de broza (y hasta de cizaña) entre tanto trigo?
Súmese el volumen de las ventas a la frondosidad de la producción y… El
balance es de vértigo, de pesadilla, de pies en polvorosa. Casi una incitación al
analfabetismo. Nos encontramos ante una especie de Cecil B. de Mille de la
poesía del novecentismo.
Un momento… Según Diego Muñoz (uno de los mejores y más constantes
amigos de Neruda, y quizá la última persona que lo vio vivo, sin contar a Matilde
Urrutia y a los médicos), Pablo expresó el amor en una forma tan auténtica que
sus versos iban de boca en boca. Cuando un joven quería conquistar a una
muchacha, le recitaba unos versos de Neruda, y listo.
Indudablemente. Sería injusto por mi parte no reconocer y agradecer aquí la
elevada cifra de apetecibles mozas que allá por los años cincuenta y sesenta -
juventud, egolatría- cayeron como castañas calientes en mis glotones brazos
gracias a la astuta recitación, musitada al oído en lugares apartados, de los
celebérrimos veinte poemas de Neruda, pero espanta y deprime enterarse de
que en 1981 (sin contar, anota Cousté, las ediciones piratas) se había vendido,
sólo en castellano, la friolera de dos millones y medio de ejemplares de ese
librillo adolescente. Sumen (o multipliquen) y estremézcanse: cincuenta
millones, cincuenta, de cantigas de amor nerudianas circulan a su aire, sin
collar ni bozal, por el ámbito de nuestro idioma, lo que significa que salimos a
una media de una trova de amor de Neruda, como mínimo, por cada seis
hispanoparlantes.
Mucho amor me parece eso, la verdad… Se explica así la actual escasez de
vírgenes, pero por lo mismo y al mismo tiempo me abruma ahora la terrible
sospecha de ser o haber sido -yo y todos nosotros, los de entonces- ni más ni
menos que una partida de horteras. ¡Y nos creíamos tan rompedores! Las
zagalas de la generación de mi madre, al fin y al cabo, también se dejaban
convencer (y vencer) por el clandestino y rotundo sartenazo de una dolora de
Campoamor recitada a tiempo.
Ni tampoco es grano de anís la reserva espiritual de Occidente que supone la
libre circulación de dos millones y medio de patéticas canciones desesperadas.
Una se atribuye a Espronceda, y con sólo eso tuvimos bastante los de mi quinta
para ensombrecernos e inclusive para masturbarnos a la espera de algo más
sólido y tangible.
Dejémonos de bromas… O, mejor dicho, metámonos en política. No cabe ahí
absolución alguna. El torpe y miope estalinismo profesado por el autor del
Canto general le hizo incurrir en la aberración de repudiar lo que muchos -y yo
entre ellos- consideran su mejor etapa: la surrealista… Fue el propio Neruda
quien en 1949 prohibió la edición rumana de Residencia en la tierra, con los
argumentos de catequesis de María Inmaculada que aquí transcribo:
Contemplándolos ahora considero dañinos los poemas de Residencia en la
tierra. Estos poemas no deben ser leídos por la juventud de nuestros países. Son poemas que están empapados de un pesimismo y una angustia atroces. No
ayudan a vivir, ayudan a morir. Si examinamos la angustia ―no la angustia
pedante de los esnobismos, sino la otra, la auténtica, la humana―, vemos que es sólo la eliminación que hace el capitalismo de las mentalidades que pueden
serle hostiles en la lucha de clases.
¿Y lo De César Vallejo? ¿Cómo, de qué y por qué murió tan prematuramente, en París y con aguacero, el autor de España, aparta de mí este cáliz?
Escuchemos a don Juan Larrea, testigo de cargo: “… desde entonces Neruda no
se portó bien con Vallejo. Lo acusó públicamente y sin fundamento de trotskista
por el hecho de que a la mujer del peruano se le fuese la lengua con facilidad,
cosa que a nadie le era dado evitar por lo anárquico de su equilibrio. Y lo peor:
impidió que se le confiara a Vallejo un trabajo retribuido que le correspondía
por muchas razones y que quizá lo hubiera salvado de aquella su lastimosa
muerte. A él y a Delia les eché en cara en más de una ocasión que no se dieran
cuenta de que Vallejo no se encontraba bien y que […]. Fue inútil. Otra vez
volvió a faltarle a Neruda la humana fibra amistosa. Antes de cumplir el año,
Vallejo fallecía”.
El affaire sigue sub rosa, aunque no sub iudice. Quien desee llegar al fondo de él,
y de las restantes carencias nerudianas, que consulte el espléndido libro de
Larrea titulado Del surrealismo al Machupichu.
¿Y todas las miserias y ruindades inocentemente desembuchadas por Neruda en
sus memorias?
Que ningún espíritu malicioso me atribuya intenciones aviesas o macabras.
Aunque soy amigo de la verdad, también lo soy de muchos, muchísimos versos
de Neruda. Mi juventud (y parte de mi madurez) hubiera sido distinta sin la
lectura de su obra. Le estoy reconocido. Amo, como él, el amor de los marineros
/ que besan y se van. / En cada puerto una mujer espera. / Los marineros besan y se van / y una noche se acuestan con la muerte / en el lecho del mar.
También sucede que, a menudo, me canso de ser hombre y…
Perdóname, Pablo, y farewell, mientras el suelo del Valdivia tiembla y sus
motores rugen. Mañana llegaremos a la isla de Robinsón.
EL LOBO FEROZ: Quetzal
Miguel de la Quadra Salcedo
Señor: acabo de llegar a puerto en el litoral de Chile y allí, esperándonos,
plantado en el muelle y melena al viento, está Miguel de la Quadra. Parece el
león de la Metro. Sus rugidos son ronroneos de saludo, por más que atruenen el
aire, y nos anuncian que la aventura no ha terminado. Somos su tropa, sus
quetzales, sus Trescientos. Él es Leónidas, pero sin adversarios, porque no los
tiene, ni armas, porque no las quiere. Venimos de la isla de Juan Fernández, en
la que el bucanero Selkirk naufragó en 1704 para que en 1719 su compatriota
Daniel De Foe pudiese escribir la primera novela de la historia de la literatura
inglesa. Punto final es ése -para mí, porque los quetzales siguen- de la vigésimo
primera edición de una Ruta que, de año en año y de decenio en decenio, sin
pausa y sin prisa, como las estrellas de Goethe y los pájaros que oyó pasar la
tripulación de las carabelas, ha paseado por el Nuevo Mundo y por la vieja
España a ocho mil cachorros de las dos orillas y, educándolos sin domarlos, los
ha convertido en hombres. Es mucho, Señor, es tanto, aunque por fortuna
incruento, como en otros siglos hicieron las gentes que ganaron para la Corona
que Vos representáis más reinos de los que jamás haya gobernado monarca
alguno. Por ello, como quetzal de a pie, como cronista de Indias y de la Ruta,
como Bernal raso, os pido, Señor, desde la tierra de Arauco, que reconozcáis los
méritos de este león marino, de este Leónidas desarmado, de este Alonso de
Ercilla, de este Caupolicán, de este Bartolomé De las Casas, de este misionero
del mestizaje, de igual modo que uno de vuestros antecesores lo hizo con los
descendientes de Colón al otorgarles el ducado de Veragua. Rey Juan Carlos: no
apelo sólo a la generosidad, sino también al sentido de la justicia, porque,
siendo ambas virtud de reyes, justo y generoso es que confiráis a Miguel de la
Quadra el título de duque de Quetzal. Adelantado de Indias y Grande de España
ya lo es, aunque nunca lleve calcetines y muy rara vez corbata, por derecho
propio y de usufructo. Perdonad, Señor, mi atrevimiento y no lo atribuyáis a
hipérbole, sino a gratitud. La mía, la de todos. Tardará mucho tiempo en nacer,
si es que nace, un español tan noble como éste. Que Dios, si atendéis mi
propuesta, os lo premie, y que, si la rechazáis, os lo demande. ¡Ojalá campee
pronto un quetzal con cola de serpiente de plumas en el escudo del nuevo
Duque! En vuestras manos está, Señor. Decidme algo.
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 5. Pájaros
Amanece en el Valdivia. “Toda la noche oyeron pasar pájaros”. Ésa es la frase
más célebre escrita en el diario de a bordo de las tres carabelas e inscrita en los
registros akáshicos del descubrimiento de América. El otro día la mencioné en
una de las entregas de este blog.
Donde hay pájaros, hay costa cercana, y así era. Amaneció en los barcos que
llevaban a la tropa de Colón, como hoy lo ha hecho en el Valdivia, y allí, frente a
ellos, se dibujó la silueta de un litoral.
¡Tierra la vista!, gritó el vigía No era un sueño. No era un espejismo. No era una
invención de esa locura de los marineros que lleva el nombre de Fata Morgana.
Era, simplemente, una isla. Habían llegado a lo que aún no se llamaba América.
La historia se repite. Se ha repetido esta mañana en el Valdivia. Estábamos en el
castillo de proa y llegó de repente a él, jadeante, asustada, extenuada, una
tórtola de extraño plumaje. Se posó en la cubierta, caminó como pudo hasta un
rinconcillo de planchas y fierros, y allí se acurrucó.
Era un heraldo. Venía del archipiélago de Juan Fernández y nos anunciaba que
la mayor de sus islas, ésa, sin habitantes, en la que sobrevivió como pudo desde
1704 hasta 1708 un pirata escocés llamado Selkirk, pronto estaría ante nosotros.
La Ruta Quetzal tocaba su cénit: habíamos llegado al punto culminante de su
vigésimo primera edición. ¿Geografía literaria? Sí, pero no imaginaria, sino real,
visible, palpable, dotada de grados de longitud y latitud, presente en los mapas y
en el nomenclátor del Pacífico.
Selkirk fue rescatado, volvió a Inglaterra, adquirió celebridad, recibió honores,
acumuló riquezas, vivió en olor de muchedumbres e inspiró la primera novela
escrita en su país: Robinson Crusoe.
Había nacido un arquetipo de la conducta humana. Rousseau, ese psicópata, se
inspiró en él para escribir el Emilio, concebir y divulgar la estúpida leyenda del
buen salvaje, y sentar, a la larga, los cimientos del futuro totalitarismo en las
páginas del Contrato Social. La revolución francesa fue, a la corta, el primer
fruto maligno y desastroso efecto secundario de tan dañina utopía.
Desembarcamos. No lo hacemos mediante pasarela, sino en chalupas, porque el
Valdivia ha fondeado a doscientos metros de distancia del espigón del puerto.
No da éste para más. Desde él nos distribuyen a los adultos por los hostales y
casas de huéspedes de la única aldea, de unos seiscientos vecinos, de la isla de
Robinsón, mientras los chavales instalan su campamento en un solar cercano
antes de emprender una marcha hercúlea, a decir poco, que los llevará de
cumbre en cumbre, de precipicio en precipicio, de bosque en bosque, de
aguacero en aguacero, hasta la otra vertiente del abrupto enclave. Serán -lo
sabré luego- casi treinta kilómetros de empinadas cuestas. Volverán
derrengados, y más aún lo estarán los profesores, monitores y periodistas que
en un alarde de lealtad, responsabilidad y bravura los acompañan.
Yo, por gajes de la edad y de los bypasses de mis coronarias, ya no estoy para
esos trotes. Me recogen en el malecón y se me llevan, en compañía de Naoko, al
Refugio Náutico, delicioso hostalillo de tres habitaciones situado en uno de los
extremos de la minúscula aldea, donde nos suministrarán lecho, información,
conversación, yantar, langostas a granel, pisco sauer y buen vino a lo largo de
los tres próximos días. Así era el mundo antes de que Eva se comiera la
manzana.
Pájaros, decía. La tórtola no será el único. Cinco minutos después, ya en el
Refugio, se nos acerca la persona que lo dirige. Trae en la palma de la mano un
colibrí de plumas irisadas que ha buscado refugio en ella y me lo tiende. ¿Otro
heraldo?
Es diminuto, amistoso y suave. Palpita, pero no se asusta. Lo cojo con cuidado y
lo subo a la habitación. Una vez en ella, lo suelto. Vuela de aquí para allá, se
posa en la colcha, juega y salta, tranquilo, feliz, como si nos conociese de toda la
vida, hasta que Naoko abre la ventana y le brinda el regreso a sus frondas y a sus
flores. No se hace de rogar.
¿Estamos en el paraíso antes de que Eva mordiese la manzana? ¿Habrá ángeles,
y no sólo colibríes, langostas y lobos marinos, en los arrecifes, caladeros y
bosques que nos rodean?
No voy a responder ahora. La primera mirada, en contra de lo que el tópico
asegura, no siempre es la que vale. Mejor pensarlo dos veces y aguardar a lo que
las sucesivas nos deparen. Están al caer.
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 6. Un isla en la corriente
La Ruta Quetzal
Ya sabe el lector por dónde ando. La isla es la de Robinsón, en el archipiélago de
Juan Fernández, ¿y cuál va a ser la corriente, sino la de Humboldt, legendaria,
procelosa, en la que tantos bajeles han naufragado?
Me cuenta Miguel de la Quadra que la surcó por primera vez hace más de medio
siglo, enrolado en la tripulación de un ballenero, y que a pique (nunca mejor
dicho) estuvo de morir en ella, porque cundió a bordo la especie de que aquel
chicarrón del norte de España traía mal fario y, para comprobar si era cierto y
deshacer, caso de que lo fuese, el embrujo, lo obligaron a pasar por la quilla.
Sobrevivió, aunque lo hizo casi congelado y destrozado por las conchas
navajeras de los moluscos adheridos al casco de aquella cáscara de nuez, y
gracias a eso estoy yo ahora junto a sus quetzales en una isla a la que rara vez
llega alguien y a la que, desde luego, nunca habría llegado yo de no ser por mi
viejo amigo.
Hacerlo no es fácil. Nunca habrá aquí más turistas de los que puedan contarse
con los dedos de veinte manos. Existe un aeródromo en el que de tanto en tanto,
cuando el tiempo lo permite, aterriza una avioneta, procedente de Santiago, en
la que cabe, como mucho, una veintena de pasajeros a razón de diez kilos de
equipaje por cabeza y una vez al mes llega desde Valparaíso un barco. Es todo.
Quienes se suben a él o corren, a merced del viento, el albur de la avioneta son,
mayormente, submarinistas, senderistas, pescadores, rastreadores de tesoros
como el de la isla de la mejor novela de Stevenson, ecólogos, ornitólogos y, de
tarde en tarde, con cuentagotas, algún que otro viajero de vocación
robinsoniana, como lo es el novelista navarro Miguel Sánchez-Ostiz, que se
quedó varios meses, si la memoria no me confunde y convierte los días en
semanas, y escribió un libro excelente, como todos los suyos, titulado La isla de Juan Fernández. Aconsejo su lectura a quien quiera saber más de este
archipiélago. Lo publicó Espasa. Espero que los listillos del marketing no lo
hayan descatalogado.
¡Atiza! Caigo ahora en la cuenta de que los dos compatriotas robinsonianos a los
que acabo de referirme llevan el mismo nombre de pila, Miguel, y nacieron en el
mismo sitio: Navarra. ¿Significará algo esa coincidencia? Nomen est omen,
decían los latinos, y el genius loci marca las vidas.
Lo del tesoro no es broma. Lo escondió en 1713, a corta distancia del amago de
cueva (hoy Puerto Inglés) en el que buscó y encontró cobijo Alexander Selkirk,
el general Juan de Ubilla y Echevarría. Cuentan que andan enterrados por allí
ochocientas sacas de monedas de oro, varios barriles de piedras preciosas y un
baúl cargado de esmeraldas. Es un norteamericano, Bernard Kaiser, quien tiene
permiso oficial para rastrear el botín, pero la zona está situada en un parque
nacional -todo el archipiélago lo es- y el forcejeo con la burocracia, la codicia y la
pugna jurídica entablada por la titularidad del tesoro dificulta la búsqueda de
éste.
También anduvo por aquí el almirante Lord Anson, al que la corona británica
envió al Pacífico con la doble misión de doblegar el poderío de nuestra flota en
tales aguas y de dar la vuelta al mundo. Un estero lleva su nombre y una placa lo
recuerda. Entre sus oficiales figuraba el guardiamarina John Byron, abuelo del
poeta, que no llegó a pisar la isla porque, después de sobrevivir al celebérrimo
naufragio de la fragata Wager, acaecido en la costa occidental de la Patagonia,
fue capturado por los españoles en 1741 y no pudo regresar a su país hasta cinco
años más tarde.
Me entero de todas estos pormenores leyendo la crónica que él mismo redactó -
Viaje alrededor del mundo (precedido de un naufragio), Ediciones del Viento-
y en la que su nieto se inspiraría para escribir El Corsario. Su editor en España,
Eduardo Riestra, me entregó ese libro en mano dos días antes de salir yo hacia
Chile para que me sirviera de vademécum a lo largo del viaje.
Supongo que Lord Anson es uno de los ilustres antepasados de nuestro Luis
María Ansón, del que siempre he sabido que lleva sangre británica. Se lo
preguntaré en cuanto vuelva. De casta le viene.
Más hilos sueltos. Islas en la corriente es el título de una de las últimas novelas
de Hemingway, aparecida después de su muerte. Aludía en ella a otra corriente,
cierto, caribeña, y no a la de Humboldt, pero tanto monta. La frágil existencia
del autor era ya entonces un pecio a la deriva.
Anson, Lord Byron, Defoe, Stevenson, Hemingway, Miguel de la Quadra,
Sánchez Ostiz, Eduardo Riestra, Robinson Crusoe, La isla del tesoro…
Geografías imaginarias, historias legendarias. La literatura es viaje, el viaje es
literatura. ¿Cómo no atar cabos? Siempre, de niño, soñaba con llegar algún día
aquí. Ya sólo me falta Samoa.
Gracias, Miguel. A ti y al dios Neptuno, que no quiso que murieras hace
cincuenta años bajo la quilla de un ballenero. Seguro que era el de Moby Dick.
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 7. Vida de oso perezoso
La isla de Robinsón, en la que sigo, es un muestrario de climas, estaciones,
fauna y flora. Hay en ella, según las vertientes de su empinada orografía,
secarrales, arbustos de monte bajo, cumbres casi alpinas, arrecifes azotados por
todos los vientos, zonas abrigadas, bosques de helechos y selvas tropicales en las
que sobreviven plantas, pájaros, reptiles e insectos que no pueden encontrarse
en ningún otro lugar del mundo.
Así debió de ser la Atlántida o el continente perdido de Mu, se me ocurre,
mientras voy de un lado a otro, del Refugio Náutico en el que me alojo al centro
de la aldea de Juan Bautista, de la costanera que la recorre al malecón que la
remata, del cementerio, cuidadísimo, en el que estallan mil flores sobre las
tumbas, al faro del promontorio y de éste a las playuelas, roquedales y peñascos
en los que sestean, pacíficos, indiferentes, impermeables, decenas, a veces
cientos, de lobos marinos, también llamados leones. Quedan nueve mil en las
aguas de la isla e irán, de seguro, a más, porque las leyes, por fin, los amparan y
nadie tiene nada contra ellos. En épocas recientes estuvieron a punto de
extinguirse. El hombre es una alimaña depredadora. No hay peor lobo que el
humano.
Llueve, sopla el viento, hace frío, escampa, sale el sol, cesa el viento, hace calor,
se aborrasca el cielo, se enfurece Eolo, vuelve a hacer frío, vuelve a llover, el
calabobos se transforma en aguacero, el mar ruge, el mar se aquieta, el aguacero
se transforma en calabobos, el sol y el azul del cielo reaparecen, el vendaval se
torna brisa, tengo calor, me quito la zamarra de la Ruta, me la pongo, me la
quito, me la pongo…
En un par de horas se han sucedido las cuatro estaciones del año. El
archipiélago de Juan Fernández presume de eso, y con razón. Lo dicho: un
muestrario de fauna, flora y meteorología, una maqueta de la creación del
mundo. La Atlántida, el continente de Mu, ¿eran así?
La aldea parece casi abandonada. Es el único punto habitado de la isla. No hay
gente en sus calles. Una iglesia de chatarra. Un campo de fútbol. Dos tiendas de
alimentación. Un puñado de hostales. Un pub que sólo abre los jueves por la
noche. Una minúscula Casa de la Cultura. Ningún edificio tiene más de dos
pisos. Casi todos son de una sola planta, precedida por un jardincillo. Los
quetzales de la Ruta y sus pastores siguen en paradero desconocido. Su marcha
sigue. No se recorren treinta kilómetros de picachos y barrancos en diez
minutos.
Poco que ver, nada que hacer.
¿Era así el paraíso?
E chi lo sa?
Es la sagrada hora del almuerzo. Un cebiche de pulpo, una crema de cangrejo,
una langosta de a puño y una botella de Riesling chileno me esperan en el
Refugio Náutico.
Después me echaré la siesta, seguiré enredado en la lectura del nuevo volumen
del Salón de los pasos perdidos (Pre-Textos) del buen Trapiello, que da para
mucho, porque no sólo alza la voz, sino que la sostiene al hilo de más de
seiscientas páginas, y volveré a la aldea para ver si ya han regresado, ilesos, pero
hechos trizas, los expedicionarios.
El paraíso, la Atlántida, el continente de Mu, ¿eran así?
Felicidad, silencio, lejanía, dolce far niente…
Salí de España hace un siglo, estoy en la isla de Robinsón, soy Viernes, no quiero
irme.
¿España? ¿Y dónde diablos queda eso?
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 8. Fin del naufragio
Último día en la isla de Robinsón. Esta tarde zarparemos. Seré breve. Los
adioses deben serlo.
Ayer fuimos en lancha, sin quetzales, a uno de los solarios de los lobos marinos.
Éramos todos adultos. Así nos llaman en la jerga de la Ruta. Duró el trayecto un
par de horas. Siete valientes, salidos de las filas de los monitores y de los
periodistas, se echaron al agua y nadaron hasta la roca. Yo, como Bartleby,
nunca lo hubiera hecho. Soy de secano. La escena me impresionó.
Los valientes
Llegaron allí, treparon por las resbaladizas paredes del islote, se tumbaron entre
los lobos y se atrevieron, incluso, a acariciarlos. Yo, como Bartleby, tampoco lo
hubiera hecho.
Luego, ya en la aldea, me tocó hablar delante de los chavales. También estaban
los adultos. Me presentó y me interrogó Víctor Lamela. Conté historias, repasé
viajes, filosofé, provoqué, hice todo lo posible para sembrar inquietudes,
transgresiones, heterodoxias, rebeldías, interrogantes, fermentos y levaduras en
la conciencia de quienes me escuchaban. Llegó después el turno de preguntas.
Parecían interesados. Hicieron muchas, y hoy, de uno en uno, ya en privado, ha
seguido el tiroteo.
Comilona general antes de abandonar la isla. Invitan las autoridades de su único
municipio. Cocinan al aire libre, manejando gigantescos pucheros y sartenes, las
gentes del lugar. Nos sirven las dos especialidades de la gastronomía autóctona:
el perol, que es una especie de bullabesa, zuppa o suquet en la que el principal
ingrediente es la langosta, aunque haya otros muchos, y el disco, en el que los
pescados y los mariscos se mezclan con la carne de pollo y de cerdo. Cantidad y
calidad. Somos muchos, pero no importa. Multiplicación de los panes y los
peces. Todo está sabrosísimo. El ambiente ayuda. Música, baile, risa y amistad.
Nos vamos. Miro la isla desde la cubierta del Valdivia. Nada desentona. Es un
lugar fantástico, irrepetible. Eppur…
Me preguntaba en alguna de mis crónicas anteriores si aquí está el paraíso, pero
¿puede serlo, me pregunto ahora, contemplándolo mientras el barco se aleja,
una aldea que mide dos kilómetros de longitud, y me quedo largo, por
trescientos metros de anchura?
El resto de la isla sólo está al alcance de los senderistas, de los alpinistas, de los
submarinistas, de los buscadores de tesoros… Y no del todo, porque hay lugares
en ella que nunca se han explorado y a los que sólo pueden llegar las cabras
silvestres y los pájaros de altura. Ni Alexander Selkirk (alias Robinsón) ni el
miskito Will (alias Viernes) los alcanzaron. ¿Cómo podría hacerlo yo?
Paraíso angosto, en todo caso, de pasiones humanas, harto humanas,
probablemente reconcentradas y recalentadas, aunque a primera vista no lo
parezca, que en cualquier momento pueden reventar y convertir el jardín del
Edén en un infierno. Si le pasó a Adán, si le pasó a Eva, ¿por qué no iba a
pasarme a mí?
Expúlseme Yavé. Mejor marcharse antes de que la transformación se consume.
Es lo que hago, lo que hacemos. El Valdivia pone proa a mar abierto. Anochece.
La isla se desdibuja en la distancia. No hay paraíso que no se pierda. Doscientos
expedicionarios de codos en la borda. Melancolía, resignación. Sé, sabemos
todos, que es para siempre, que nunca volveremos al archipiélago de Juan
Fernández. Adiós.
DRAGOLANDIA: Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 9. Vuelvo a ser quien soy
La Ruta Quetzal
El Valdivia llega a Concepción. La doble travesía -ir hasta Juan Fernández y
regresar desde allí- ha sido mucho menos dura de lo que se nos había vaticinado
y de lo que, en consecuencia, todos temíamos. Siempre es así. Los toreros tienen
más miedo al toro antes de empezar la corrida que durante ella.
Nos dieron sábanas, aunque no toallas. Las duchas y los retretes estaban
limpios. Los camarotes no eran excesivamente angostos, aunque carecían de
ojos de buey, y había enchufe y lámpara en la cabecera de los camastros, lo que
permitía leer y ver películas en el ordenador. Encaramarse a la litera alta, que
era la mía, y más aún bajar de ella entre bandazos y balanceos, requería
habilidades de equilibrismo, por no decir trapecismo, de las que por desgracia, y
por el moho de la edad, carezco. Mi carcasa, mis morros y mi crisma corrieron
serio peligro.
La comida era aceptable, aunque monótona. El barco bailaba el vals, pero no
hubo momentos de rock duro. Casi nadie se mareó. Yo, tampoco. Milagros de la
biodramina. Nunca, antes, la había tomado. Descubrí que coloca. Seguro que las
autoridades, si se enteran, la prohíben. Lo hicieron con la dexedrina, con el
optalidón, con el catovit, con el… Llevan el liberticidio en los genes. Son así.
Nuestra salud les preocupa. Gracias, papis.
El capitán, los oficiales y los marineros nos trataron con exquisita corrección.
Gente amable, simpatiquísima, muy bien educada. Cada vez tengo mejor
opinión de la disciplina castrense. Todo, a bordo, funcionó como un reloj suizo.
Sin orden y jerarquía no hay libertad posible.
En el muelle nos aguarda Miguel. Parece Neptuno. Si yo tuviera un barco
encargaría a un buen escultor su efigie y la pondría en la proa. Da gusto verlo al
pie del cañón (sin pólvora). He solicitado al Rey que lo nombre Duque de
Quetzal. Lo hizo en mi nombre, hace pocos días, El Lobo Feroz que todos los
martes aúlla y enseña los colmillos en la segunda página de El Mundo impreso.
Junto a Miguel están las autoridades de la zona (el corregidor, el delegado del
gobierno, los mandos de la Marina, el obispo), pero no hay autoridad más alta
que la suya.
Discursos, charangas y bailes. Vamos luego a visitar un buque de guerra del año
del catapún, primorosamente restaurado, y se acaba la fiesta.
La mía, quiero decir, porque la Ruta sigue. Y yo, a mi aire, también.
Duermo en Concepción, alquilo un coche y tiro hacia el sur. Vuelvo a ser llanero
solitario. Recupero la identidad de mi pasaporte. Dejo de ser el compañero de
Robinsón. Termina así y aquí el Diario de Viernes.