Revista Letras Raras, junio 2014
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Transcript of Revista Letras Raras, junio 2014
—junio 2014—
L E T R A S
RARAS
r e v i s t a ®
ÍNDICE
Editorial . . . . . . . . . . . 4 Ojos color de miel . . . . . . . . . 5 La chaqueta roja . . . . . . . . . 8 Mojada . . . . . . . . . . . 13 El hombre que no podía dormir . . . . . . 18 Motivos para beber café . . . . . . . 22 Bésame, ojos de mujer . . . . . . . . 27 Recomendación literaria . . . . . . . 28 Pompeya . . . . . . . . . . . 32 El levantamuertos . . . . . . . . . 33 No puedo hablar de vos aunque quisiera . . . . 36
CONTACTO
Facebook.com/LetrasRaras
@LetrasRaras
EDITORIAL
Dirección editorial, redacción, mercadotecnia, ventas, diseño y todo eso: Editorial Sad Face L. Revista Letras Raras es una marca registrada. 2014. Año 3, número 9. Fecha de circulación: junio de 2014. Revista editada y publicada por Editorial Sad Face. Domicilio conocido, código postal 90210. Revista producida en México. Prohibida su reproducción. Portada: Anónimo. Todos los contenidos originales aquí verLdos son propiedad de sus respecLvos autores y están protegidos por INDAUTOR todo poderoso… ¡Así que no te fusiles nada o te arrojaremos al foso de los leones!
Nos es grato darles la bienvenida al más reciente
ejemplar de Letras Raras, el cual no sólo viene más
bonito que meses anteriores, sino que también
marca el tercer aniversario para quienes la
realizamos. Fue el 16 de junio de 2011 que los
fundadores salimos a vender por 10 pesos el primer
ejemplar de la revista, sin saber que tres años
después el proyecto no sólo seguiría vivo, sino más
fuerte que nunca. A quienes nos han ayudado a
hacer esto posible, ya sea mediante sus
colaboraciones, recomendaciones o lecturas no
podemos sino agradecerles desde lo más hondo de
nuestras literarias existencias.
Cuando vemos que es muy tarde y la vida se nos fue de las manos; cuando hacia atrás la vista echamos y vemos que nuestro pasado arde en las incontrolables llamas del arrepentimiento, en las desgarradoras flamas de la soledad y abatimiento, el presente también se prende, nos devora y nos consume hasta quedar como un demente, poeta maldito, corazón doliente. Es por eso que le digo a usted, señorita de sonrisa de luna, cuyos cabellos en cascada dibujan en su rostro las fases una a una: ¡NO SE RINDA! Escuche bien lo que le escribo: ¡No se rinda! Jamás usted me diga ¡RENUNCIO! Porque en ese momento su fiel amigo
Gilberto Blanco
Ojos color de miel
Señorita ojos color de miel y de muy blanca piel: La vida, como parece, no es tan corta, es sólo que ya atardece cuando aprendemos lo que
[importa.
no tendrá ningún motivo para escribirle más poesía; renunciará a su lado, caerá a su lado. Nunca grite: ¡Ya no puedo! Porque cuando en verdad ya no pueda mirará hacia atrás y será peor decir ¡Qué cobarde! Aún está a tiempo de sonreír, de entender y disfrutar, pues aún es joven, ⎯apenas cuarto creciente⎯ y está a tiempo de comprender que en la vida los problemas, por más grandes que sean, siempre serán pequeños cuando uno aprende a sentir, la brisa en un tibio mes de abril.
para Abbi
Salga, camine un poco, aprenda a caminar con sus fantasmas mientras fuma un cigarro tras otro. De lo malo aprenda las lecciones y dele paso a las sonrisas del alma, ésas que la llenarán de calma cuando sienta que no le queda nada. Pero no se ría por locura; hágalo usted cuando descubra que en la vida lo pequeño es lo que cura. Deshágase de lo que le duele y sobra, y aunque parezca que quedó con apenas nada siempre estará para usted en la sombra su fiel amigo para reparar su rota ala. Porque, escúcheme bien, señorita labios de hidromiel, la vida, como parece, no es tan corta, pero sé que usted sabrá aprender a escuchar y comprender lo que el viento le susurra al oído y los secretos que los árboles esconden tras de sí. Señorita de rareza especial, que tiene un estilo espacial, sonría, porque, para su gracia o desgracia, soy su amigo hasta el fin.
María Luisa Deles
LA
ROJA CHAQUETA
Eran las ocho y diez cuando Carlos salió de la oficina, un cubículo con tres paredes falsas y una de cristal que él bautizó como “La Pecera”. Era idéntico a los otros nueve, dispuestos en línea recta hasta conformar “El Acuario”. Los graciosos de por ahí pasaban tocando en el vidrio con la yema de los dedos o la punta de las uñas para llamar la atención de los ocupantes como si fueran peces. Habían transcurrido unas semanas desde el ingreso de Carlos al despacho de arquitectos donde era tramitador clase “b”, que era exactamente igual a ser tramitador clase “a” pero en colonias más populares. Dos tercios de sus diligencias consistían en hacer trabajo de campo, lo que le caía muy gordo. En las tardes la debilidad lo agobiaba. Tenía en mente mudar de empleo lo antes posible. Para
eso había comenzado a juntar todas las monedas de diez pesos obtenidas en los cambios y las iba metiendo en un garrafón de veinte litros que antes fuera contenedor de agua. Cuando estuviera lleno (con unas once mil monedas), compraría un carro ambulante de hot dogs y hamburguesas. El olor del queso amarillo achicharrándose sobre la plataforma caliente le traía de regreso los mejores años de su infancia, aunque no era lo mejor que le había pasado. Sus compañeros del colegio se burlaban de sus cejas juntas de azotador y de los dientes chuecos asomados por el lado izquierdo del labio de arriba. Uno de los caninos era más grande que el otro. Su abuelo tenía un perro muy fiel de raza mestiza encontrado cerca de los campos de fútbol de la universidad. Carlos todavía no iba a la universidad, pero lo hizo después. Entonces era sumamente común llamar Firulais a los perros, y el perro de su abuelo
se llamaba Firulais. Los colmillos se le salían del hocico (al perro). Firulais se volvió su camarada. Compartía con él la mitad de la hamburguesa, nunca el hot dog por respeto a su especie. A las ocho y veinte tenía ocho minutos varado en la estación del autobús. Pensaba si tomar un taxi era buena idea, pues al no poder circular en el carril a contraflujo tal vez demorara más en llegar a su destino. De cualquier forma el camión llegó primero ofertando dos asientos libres, uno junto al señor gordo de lentes y pelo engominado que leía el periódico, y otro, dos hileras detrás, al lado de una anciana dormida. Ninguno quedaba cerca de la puerta. Siendo la mujer muy delgada era abundante el espacio para sentarse. En las piernas de la abuela iba una canasta, y sobre ella, una servilleta con flores de tulipán. Carlos había visto canastas iguales en los puestos de tacos, tulipanes nunca. Olía a una gran variedad de guisos pero la cena estaba esperándolo y era indispensable llegar con hambre. Cuando niño, su madre le apretaba los cachetes con mucha fuerza para decirle lo bueno que era al acabarse las lentejas, así, creció pensando en comer. Comer lo convertía en una buena persona. Los hoyos en la calle hicieron saltar del asiento a los pasajeros durante un largo tramo. La rueda delantera cayó en un bache grande y luego de unos minutos perdidos, a todos los bajaron del autobús. A las ocho y treinta y cinco, Carlos se encontraba a siete cuadras de la casa de Andrea Domínguez, una muchacha muy bonita que se convirtió en su novia después de haberlo traído a la vuelta y vuelta lo que dura un año. Con Andrea vivían dos gatos y el padre enfermo (el padre enfermo era de ella). Al señor
Domínguez le gustaba mucho jugar ajedrez, había sido campeón estatal muchos años antes de nacer su hija, incluso mucho tiempo antes de conocer a la madre de su hija, quien murió de frío en un invierno aunque padecía cáncer. El invierno era muy difícil de sobrellevar en esa ciudad. La nieve algunas veces subía hasta quince centímetros enterrando a los autos chicos, pero ése era uno muy bueno (el invierno) y apenas un poco de nieve escurría por ahí. Carlos decidió caminar en corte diagonal a través de los parques de la vieja colonia. Se movió a grandes zancadas sorteando los charcos más profundos sin preocuparse por los zapatos negros lustrados el día anterior. No quería llegar tarde a la cena que era a las nueve. Lo había prometido y además estaba hambriento. El último parque lo encontró cerrado por culpa de la feria
instalada sobre una plataforma a un metro del suelo. En la feria halló un remolque con churros y un carrusel colmado de unicornios, los animales más amorosos del mundo. No pudo resistir la tentación de jugar a las canicas. Cada una de las tres líneas le costó dieciséis pesos. El pago le pareció excesivo junto a la alcancía del marranito bañado en cal y luego pintado con flores anaranjadas que le dieron como premio. Con el chancho bajo el brazo rodeó la esquina dejando atrás la música circense y el olor de la masa dulce de los hot cakes que seguía allanándole la nariz. A las nueve menos cinco estaba casi cerca, a tres cuadras que salvó a toda prisa en una carrera de siete minutos y medio. Dos minutos y medio pasaban de las nueve cuando llamó a la puerta de madera pintada de azul. El azul era su predilecto desde niño. En la escuela le enseñaron que las mejores cosas son de ese color; el cielo, el mar y el uniforme de su equipo, favorito a pesar de no haber sido campeón desde el noventa y siete. Como nadie abría, Carlos se asomó por el ventanal del jardín. El jardín era el de la entrada principal donde hay un ciprés cubierto de focos durante la época navideña. Los rojos, verdes y amarillos de la serie circundante al árbol refulgían en la oscuridad porque era la época navideña. Adentro, un largo viñedo cubría la mesa del comedor. Todas las uvas tejidas a gancho igual que las hojas y los bordes nacientes de la gran carpeta blanca. En el centro, venido esto a ser a la distancia del metro diez, había un cuenco con cubos de manzana y queso rebosantes de crema. La cesta del pan, cortado en rodajas, estaba cerca del extremo izquierdo dentro del triángulo delimitado por los platos y sus respectivas copas de cristal. En el cristal de las copas podían apreciarse diminutas pepitas que le recordaron otra parte de su infancia. La Abuela de Carlos atesoraba en una vitrina del primer piso de la casa donde nació y que antes había sido de sus abuelos y todavía antes de los abuelos de sus abuelos, un juego de cinco vasos enanos del mismo material. El sexto lo había roto su mamá (de la abuela). Junto a la mesa cubierta por el
viñedo, el árbol de navidad acurrucaba a una docena de cajas envueltas para regalo. Los lazos eran todos de color plata. A Carlos se le antojó pensar que alguno estaba destinado a él (alguno de los regalos). Alzado en puntas espió al otro lado de la estancia donde había un pasillo largo que conducía a las recámaras. Sabía esto aunque
nunca hubiera estado ahí, porque era el camino que tomaba Andrea Domínguez al salir a abrir la puerta. El padre de su novia, que estaba enfermo, le prohibió aventurarse más allá del recibidor (a Carlos). Lo dijo claramente cuando lo conoció y lo repetía en cualquier oportunidad. Nadie salvo el señor Domínguez podía entrar en el cuarto de su hija. Los ojos del que espiaba toparon con las dos manos de Andrea puestas sobre la cara del hombre viejo de chaqueta roja y bufanda gris. No había visto una chaqueta como esa, tan corta por delante y con cola bífida detrás, pudo apreciarlo en el espejo de cuerpo completo de la pared que los multiplicó en cuatro personas. En las gafas del hombre rompía el reflejo de las luces procedentes de la sala. Para alcanzar la estatura de ella, el tipo, que era canoso y barbudo de las patillas a la manzana de Adán, dobló el cuello hacia abajo. Una joroba no muy grande le abultaba la parte superior de la espalda. Los labios de ella se abrieron en una letra “o” cuando el de la chaqueta roja (que estaba enfermo) metió la lengua con el fin de saborear la oquedad. Sobre de los hombros de su hija, a quien tenía abrazada por la cintura, el señor Domínguez cruzó mirada con Carlos. A través del espejo Andrea miró a Carlos mirar al padre. Carlos nunca había visto una chaqueta roja como esa.
FIN
Encuéntrala completa en Machinima y YouTube
Enrique Taboada
M MOJADA Había pasado muchos años lejos de mi casa de barro. Me había ido a la ciudad a hacer fortuna, pero para una mujer de campo lo único que hay en la ciudad son sobras; sobras de indiferencia, sobras que discriminan. Sobras, y no de amor. Pienso que nosotros los pobres no necesitamos caridad, lo que necesitamos es justicia. Yo no comprendía por qué las mujeres de la ciudad se burlaban de mis faldas llenas de colores; bordados que mi madre me enseñó y que la madre de mi madre le enseñó y que la madre de la madre de mi madre le enseñó; bordar el tiempo en una falda. Quizá su miseria citadina las hacía pensarse reinas. Si yo no tenía nada —estaba, literal, en la calle— ellas debían hasta su alma; tenían una tarjeta que las hacía comprar a doce o veinticuatro meses sin intereses. En conclusión, ellas llevaban puesta ropa que ni siquiera habían pagado, y al menos mis faldas llenas de bordados eran
mías; yo me las había hecho con mis manos callosas, ásperas, pero mis manos.
Mi primera noche en la ciudad me quedé en la calle. Comenzó a llover. A mí me gustaba que lloviera en mi pequeña casa de barro. Se sentía el alma del agua. Mis desnudos pies bailaban al compás de la lluvia. La casa se llenaba de vida y cantaba:
“De barro es mi vida, de tierra mis pies, mi vientre de luna, mi piel es papel.”
Y con el agua de la lluvia se iban mis penas; se llevaba el hambre —esa hambre que había matado a dos de mis siete hermanos—, en sus aguas corrían los ajolotes, flotaban las ilusiones de un mejor mañana, cosa que los pobres era lo único que teníamos seguro de por vida: “un mejor mañana”. Pero en aquella ciudad lo primero que vi es que todo el mundo la odiaba, era una maldición. ¿Y cómo no darles la razón? Caía agua pero nada
Fotografía: Enroque Taboada
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nacía de sus calles de pavimento. En mi pueblo, cuando llueve huele a tierra mojada. Amaba ese olor; era el olor de mi padre después de una jornada de campo. Aquí en la ciudad a lo único que huele cuando empieza a llover es a mierda, a miseria, a millones de personas caminando sobre su pasado extinguiéndose. No se mira, no se toca, no son de tierra.
El tiempo pasó. Mendigué para tener algo de comer, llegó alguien que tenia a su cargo la cuadra y me quitó lo que gané. Vendí chicles, f lores, chocolates, discos… Nada me daba de comer. La misma miseria que tenía en la ciudad era la misma que en mi casa de barro. Alguien llegó, me propuso vender mi virginidad. Ese mismo día cargué los pocos trapos que tenía, el poco dinero que junté, y en silencio dejé la ciudad. M is pasos no fue ron más que estadísticas, sonidos sordos en una ciudad llena de gritos.
Y bien, aquí estoy mirando mi casa de barro. El agua comienza a caer, las gotitas hacen plof, plof. Una canción de cuna. Huele a tierra mojada. Tomo un poco de ese polvo que hay en el camino; en un segundo, con el agua se ha hecho barro. Me lo llevo a la boca; sabe a tierra mojada. Las arenas del tiempo se diluyen en mi boca. Camino bajo la lluvia. Ya puedo ver mi casa de barro, el lugar de donde nunca me fui. fin
“Leer aunque todo esté de cabeza.” —@Genrus
el hombre que no podía dormir
Omar Méndez Castillo
El hombre que no podía dormir se acostaba todas las noches con la esperanza de cerrar los ojos y dormir, pero el hombre que no podía dormir cerraba los ojos y recordaba parte de su infancia. Casi era regular que recordara cuando andaba en bicicleta por la montaña, cuando recogía leña por el bosque y cuando perseguía gallinas por las afueras de su casa. Esto se debía principalmente a que el
hombre que no podía dormir vivió más de diez años en una zona rural, a unas cuatro horas de distancia de la zona metropolitana más cercana. Más tarde, a los once años, la familia del hombre que no podía dormir se fue a vivir a una ciudad muy lejana y sin nombre. Allí empezó el asunto; en esa ciudad el hombre se acostaba cada noche y no podía dormir.
El hombre que no podía dormir andaba por el día fresco y lúcido. Era raro, pues los médicos y especialistas siempre le recomendaban dormir entre cinco y ocho horas para poder rendir bien en cualquier ámbito de la vida diaria, pero el hombre que no podía dormir no dormía ni un minuto y rendía más que sus compañeros de trabajo. Había compañeros que dormían cinco, otros seis, otros siete, otros ocho y algunos osados sin vida social dormían hasta doce horas; principalmente a estos úlLmos se les veía más cansados en sus acLvidades, cansados y con ojeras. Eran ellos quienes comúnmente se quedaban dormidos en sus asientos o en el acto sexual, contrario al hombre que no podía dormir; él siempre estaba despierto, en alerta. Todos criLcaban al hombre que no podía dormir por tan mal hábito. Quizás le
Local 26, plaza La Noria, Puebla, Puebla.
Un espacio para tomar un rico café hecho al instante. También es un centro cultural que le da cabida a
todas las expresiones artísticas.
¡El mejor chai de la ciudad!
criLcaban por envidia.
¿Cómo era posible que el hombre que no podía dormir pudiera ser tan excepcional si no podía dormir? ¿Estarían equivocados los médicos en sus recomendaciones?
Al principio, el hombre que no podía dormir senca miedo; miedo de que en algún momento su falta de sueño le cobrara factura, pero mantenía el mismo tono muscular y la lucidez. Entonces empezó a perder el miedo. Después, el hombre que no podía dormir sinLó angusLa; no sabía qué hacer con tantas horas libres: se quedaba recostado y cerraba los ojos (a sabiendas de que no podría dormir) e imaginaba historias, recordaba lo que había hecho en el día y jugaba con los personajes; en su imaginación les cambiaba el cabello, las ropas, los desvesca, les daba oficios. Pasado algún Lempo este juego pasó a ser aburrido, entonces el hombre que no podía dormir decidió levantarse de la cama, cogió algunos libros y leyó ininterrumpidamente por unas seis horas; aquel día algo cambió, senca un inmenso placer al adentrarse en los textos, en las letras, en las historias. Fue tanto su agrado que esperaba con ansias que llegara la noche para volver a dedicar ininterrumpidamente seis horas de lectura a algunos libros. Se volvió un comprador compulsivo de libros y los leyó todas las noches durante algunos años. El hombre que no podía dormir se senca confortado, dejó el trabajo, dejó a los pocos amigos y le dedicaba casi todo el día a la lectura. El hombre que no podía dormir podía leer durante todo el día.
En algún momento decidió dedicar algunas horas de sus días de lectura a organizar sus libros; el hombre que no podía dormir —pero sí podía leer— tenía tantos libros que no cabían en su pequeño departamento. Tenía libros de autores clásicos, modernos, contemporáneos y de pastas muy producidas, unas con imágenes que incitaban a la lectura y otras que eran frías como el invierno en la ciudad metropolitana.
El hombre que no podía dormir leyó obras completas, best-‐sellers y libros que una chica guapa y atenta que administraba la librería más cercana (donde el hombre que no podía dormir compraba los libros) le recomendaba a cada visita. Era tanta la afición que el hombre que no podía dormir había desarrollado por los libros que ya no le interesaba leerlos, sólo los compraba. Entonces, las horas que antes dedicaba a leer las dedicaba a organizarlos en tamaños, colores, autores y en gustos. Esto úlLmo era dihcil, ya que no tenía posibilidad de leerlos, entonces, las pocas ocasiones que el hombre que no podía dormir salía de casa preguntaba a los transeúntes si ya habían leído tal o cual libro y, en función de los comentarios, el hombre que no podía dormir se mimeLzaba y asumía el gusto o el desagrado.
Compró tantos libros que un día no pudo entrar más en su departamento. Los libros se desbordaban por las ventanas, por la chimenea y parLcularmente un libro de pasta color verde, que formaba parte de una colección de treinta y cinco tomos, se cayó del estante que estaba arriba de la puerta y la atoró. El hombre que no
podía dormir ahora tampoco podía leer y mucho menos podía entrar en su casa. Sin preocupación alguna, el hombre que no podía leer parLó sin rumbo fijo, mas como era de día, el hombre que no podía leer fue guiado por el sol.
El hombre que no podía dormir —pero sí podía caminar— anduvo alrededor de quince horas, llegó a un pueblo de poca gente pero con un gran circo. Parecía que el dueño fuera algún italiano, de esos con barba prolongada y nariz pronunciada. “Circo Zambroka” rezaba un cartel en color blanco amarillento. El hombre que no podía dormir y que no tenía ni oficio ni desperdicio hurgó entre los integrantes hasta dar con el reclutador, le ofreció crear un espectáculo que amoLnaría masas y crearía polémica en aquel pueblo de poca gente. El espectáculo consisca en permanecer despierto por días enteros dentro de una vitrina en forma de cubo, sin comer, sin leer, sin andar; así despertaría la atención de la gente y sería recordado por tan elaborado suceso. El reclutador, que era un lector asiduo, decidió, no sin antes dudar y mostrar cierta molesLa, acceder a la oferta del hombre que no podía dormir.
Todo estaba preparado: se habían contratado a dos pregoneros para que informaran a los ciudadanos del espectáculo que iniciaría esa misma noche. Los pueblerinos respondían a la invitación, se reunían en grupos y llenaban las callejuelas para asisLr a la vitrina mientras el hombre que no podía dormir aguardaba algo nervioso, pues jamás había estado ante tanta gente. Llegada la hora, el dueño del circo, que ciertamente era italiano, se prestaba a descubrir la vitrina (ya que tenía un manto azul encima), no sin antes solicitar a los músicos que hubiera redobles y trompetas. Los asistentes, excitados, aplaudían e incitaban al dueño del circo a que dejara entrever a tal arLsta. La emoción se desbordaba, había un ambiente de júbilo. Cuando el italiano descubrió el cubo los asistentes contemplaron atónitos que el hombre que no podía dormir se había quedado dormido para siempre.
FIN
Z z Z Z Z z
MOTIVOS
CAFÉ José Luis Dávila
Porque cuando despiertas a las 12 del día, un sábado en el que planeaste trabajar desde temprano en el acomodo de tu casa, un buen café es lo único que te ayuda a quitarte la pereza de estar tantas horas en la cama y a aceptar que, si ya perdiste el día, piérdelo bien y ponte a leer y ver películas, o cualquier otra cosa que te entretenga y aleje de tus responsabilidades. (des)Aprovecha el tiempo en esa dulce procrastinación.
Cuando alguien te regala un tarro de café no tienes otra más que acabártelo. Incluso si no te lo quieres beber, siempre tienes la opción de esnifártelo todo, en líneas, dosificado con una tarjeta de crédito sobre un cristal, aspirándolo desde un billete de 500 para que Zaragoza también sepa de lo que están hechos los sueños.
Aunque recomiendo más beberlo. Su sabor te dura bastante si lo sabes preparar. Agrégale algo de canela o azúcar o piloncillo. O tómalo solo, sin nada que afecte su verdadera esencia. Cuando te quede menos de la mitad, guárdalo como el tesoro que es. Porque te salvará, te lo aseguro. Bébelo desde ese momento sólo en ocasiones especiales, poco a poco, hasta que no quede nada, hasta que uno o dos granitos sean el remanente en el fondo de vidrio. Bébelo ya no para engolosinarte sino para honrarlo, porque quien te regala café, te quiere. Acuérdate de quien te lo haya dado en cada sorbo. Eso es el café, una forma de beberse la memoria. Bébete todo el tarro, porque es una ofensa no hacerlo. Porque el café está nacido de la tierra para beberlo.
Si la lluvia te acorrala, sea donde sea, no hay nada mejor que beber café. Estando en casa o en algún establecimiento dedicado a ello. En alguna oficina donde el café sea de lo peor que se pueda imaginar. En la fonda más cercana, donde el café es de olla, de ese que preparaba tu abuela hace mucho. La lluvia es algo que une a las personas bajo los techos. El café en ese entorno une más. Es una forma de saber que hay calidez pese al frío de las gotas kamikazes que se arrojan contra el suelo, contra los paraguas, contra los impermeables, esperando dar en nosotros, en alguno de nuestros ojos, por ejemplo. Son las balas de un
grupo de adolescentes que entran a la escuela con ametralladoras y abren fuego sobre sus compañeros sólo para quitarse el tedio de la sequedad, sólo porque se aburrieron de ver a todos caminando sin ninguna preocupación y decidieron darles un motivo para correr y resguardarse. Cuando la lluvia cae, lo mejor es tener entre las manos una taza de café (porque el té es para relajar y el chocolate para recordar la infancia) y contemplar la caída de esas gotas.
Porque hay música que se lleva bien sólo con el café. Así como hay espacios para cada música, hay bebidas también. Quizá un poco de Vampire Weekend funcione con un café, sobre todo por la mañana. O el –dios me perdone por escribir esto– In Rainbows de Radiohead, en especial “House Of Cards”. Pero también géneros enteros, como el jazz y el blues; si no se escuchan con whiskey, el café puede ser un buen sustituto. También es bueno experimentar y escuchar las canciones dedicadas al café, como “Coffee and Tv”, de Blur, y “MentaLatte” de Matías Aguayo, bebiendo un café que vaya a la par de título.
Una de las mejores razones para beber café es que el café suelta la lengua. Kilómetros de chismes se cuentan a la sombra de las tazas de café. Hay historias que sólo se pueden contar de esa forma: en compañía de ese líquido negro que ayuda a pasarnos el trago amargo (o vergonzoso) de recordar eventos del pasado, sea un pasado lejano o próximo. Igual, con café se pueden revelar secretos y sueños, deseos y aflicciones. El café es estimulante para que todos hablen, sobre
todo si se está con la o las personas adecuadas en quienes se puede estar seguro de que sabrán apreciar lo dicho, guardarlo y hacerlo parte de sí mismos. No digo que sea mejor que el alcohol, pero sí; porque cuando estás ebrio sueles no recordar o tener un pretexto para no recordar lo que dices, pero el café les confiere compromiso a las palabras. Sabes que son cosas de las que no te podrás desdecir, y con cada sorbo viene un pacto de verdad, confianza y sinceridad mutua.
Un café para soportar una clase de las ocho de la mañana o salir a trabajar. De hecho, para cualquier actividad que deba ser iniciada antes de las 9 de la mañana, hay que beber café. Despierta, da energía, da esplendor a los rostros, pese a que no se tengan malditas ganas de moverse ni un centímetro, ya sea porque es demasiado temprano, porque tuviste una mala noche, porque simplemente no tienes ganas. Como sea, el café es un maquillaje fantástico para esas ocasiones, mucho más si está cargado y sabes degustarlo. Incluso, cual comercial de alguna marca especifica de café, detienes todo lo que estés haciendo para un sorbo y sientes que el mundo se abre, que estás listo para lo que sea que venga.
Porque de niño muchas veces pediste que te dejaran tomar eso que los grandes bebían y, enfréntalo, alguna vez hiciste berrinche porque te decían que no. Entonces, de cuando en cuando, robabas un poco y te sentías pleno, apenas con unos cuantos mililitros de un sabor que no entendías bastaba para que sintieras que habías pasado como indocumentado la frontera entre la niñez y la adolescencia (pese a que no sabías nada de la adolescencia ni que cuando te llegara hubieras deseado quedarte mejor con los problemas de la niñez en vez de tener que darte cuenta que el mundo no es tan brillante como
esperabas). Entonces ibas y lo presumías con tus amigos de la escuela o de la cuadra (generalmente eran los mismos), para que te respetaran por tal acto de madurez.
El café se debe beber porque es una forma de seguir avanzando. Porque en una taza de café se puede encontrar la mezcla necesaria de paz interior y gusto sibarita. En un poco de café se puede disolver cualquier problema y hallar toda solución. Es una ceremonia entera, como la del té. Cada vez que se bebe café, solo o acompañado, es una nueva oportunidad para estar en contacto con uno mismo y, si se sabe apreciar, cada ceremonia es un acto de vinculación entre nosotros y los demás asistentes, a la mesa o al mundo. El café está para ser esa conexión, para comprobar que no estamos solos.
Tienes ojos de mujer, fuerte el talle, el pecho hinchado, maravilla de operado como nunca se ha de ver. Tus labios finos invitan, tu cuerpo es provocación, tu entrepierna es erección… ¿así las hembras se excitan? Rostro fuerte de facciones, cuerpo más bien varonil en vesLdo femenil… ¿qué escondes en tus calzones? Al contacto de tus besos rígido tu vientre hallo; suspiras, sudas, yo callo por ponderar los sucesos. ¡Qué quimera! ¡Qué portento! Enhiesta de abajo estás y… ¡sorpresa! ¡Mucho más larga que yo en L la siento! Bésame, ojos de mujer, acaricia, muerde, lame, mas no busques que la mame ni me la deje meter. Invasión confusa es ésta, detracción del Siglo de Oro, que por ganar el decoro arreglada para fiesta en trajes de terciopelo, pluma, sacn o de seda, hembruno parecer pueda ciento y metros de flagelo.
B É S A M E!
ojos de mujer!
Víctor Miguel Gutiérrez Pérez
J.I.M.M.
Recomendación literaria..
¿Alguna vez han leído uno de esos libros que les da un coraje que se anuda en garganta, pero no pueden dejar de leer de tan deslumbrante e intrigante que es? Bien, para mí ese fue el caso de Naomi, de Jun'ichirō Tanizaki, uno de los grandes novelistas japoneses del siglo XX. No es que yo hubiera escuchado de él; simplemente me paré en una librería, de esas con cafetería y todo que son muy caras, y husmeé entre libros desconocidos con títulos o presentaciones interesantes como suelo hacer a menudo. No sé por qué me llamó la atención su título tan simple, no sé por qué leí las letritas de la cubierta posterior y ahí estaba ella, de quince años, serena e irresistible ante él, un simple ingeniero de mi edad para el cual ella representa la mujer de sus sueños. Hagan sus conjeturas; el punto es que me dije: “tengo que leer este libro; lo compraré cuando tenga dinero”. Semanas después, una mañana soleada, colorida y pesarosa, caminaba de regreso a mi habitación y, haciendo tiempo para no afrontar mi soledad a solas, entré a otra librería (también cara, pero no tanto). Harto de textos filosóficos por leer, busqué el autor cuyo nombre apenas recordaba, y no fue fácil encontrarlo pues sus libros yacían en el estante especial de la editorial Siruela. En las librerías uno tiene que adentrarse en todos los rincones si espera encontrar tesoros. Hice mi compra, no me importó quedarme sin un céntimo al final de la semana, y al mediodía comencé a leerlo. Mi primera decepción
fue ver que no es una traducción directa del japonés, sino del inglés, pero después noté que ante tal maestría aquello es afortunadamente una nimiedad.
Ahora hablaré de Naomi. Ella no es la típica lolita que ya desde pequeña es como el capullo de una flor prometedora, rebosante de futura sensualidad, no; ella trabaja en una cafetería y se arrincona a hacer su tarea, ella lee en silencio y es excesivamente puntual; ella hace lo que se propone sin grandes aspavientos; “es una nerd”, dirán, y sí, quizá tendría la apariencia y el comportamiento de una nerd actual; eso es lo que me atrajo desde las primeras páginas. Pero “nerd” es un término inadecuado, un estereotipo. Para comenzar a leer esta novela hay que soltar
ideas preconcebidas; ideas límite como “niña buena” o “zorra” aquí no sirven de nada, pues los extremos se encuentran.
Y él, él es un imbécil. Pero no nos engañemos; quizá todos los imbéciles poseen algo de tierno en el fondo, y para tener y conservar a una mujer así se debe ser muy, pero muy astuto. Él tiene dinero, no mucho, pero el suficiente para tomar una flor humana y probar cómo se ve en distintos jarrones, presumirla en calle y guardarla en casa, cultivarla con clases de inglés y música, pues para él una mujer actual debe ser analítica y sistemática para ser atractiva. ¿Ustedes qué opinan? Tal vez la máxima ceguera sea no ver que la inteligencia es excesivamente sensual y se halla, sobre todo, lejos de las escuelas y sus “ejercicios intelectuales”. Él es joven pero se siente viejo; quizá nunca fue joven del todo, digo, ¡28 años! Mas recordemos que estamos en el Tokio de los veinte que se debate entre la tradición y occidente; y esto significa bailes de salón y películas de Hollywood junto a exquisitos kimonos y austeros tatamis. “Mi Mary Pickford”, le dice él, que admira la piel transparente y venas azules, el penetrante olor y alta estatura de las mujeres de Occidente. Naomi, aunque no es blanca, tiene un aire yanqui, y hasta su nombre es inusual. Quizás de manera innata, por esfuerzo, por designio (y aquí nos damos cuenta que no importa realmente el porqué), ella se torna una artista despiadada de la vida, ella se muestra, mas sólo lo
necesario; su crueldad es su inocencia, su introversión es su arte social... pues en la vida no hay encantados y encantatrices, pero sí venganzas sutiles: el acto de revelarse contra ser una cosa inofensiva, como un adorno.
Empecé diciendo que leer esto me dio coraje. Pues bien, el concepto vida en común a menudo indigna, humilla y da miedo, y ya por el capítulo cuarto uno no sabe de quién compadecerse, y esto lo incluye a usted, lector; pero no hay algo que perdure sin un giro cómico y cruel, autocompasivo. La novela está escrita en primera persona por él como una especie de memoria, lo que le da un sabor especial a las calles de Ōmori, al glamouroso distrito de Ginza, al ultramoderno puerto de Yokohama, al libidinoso Asakusa, en fin, al Tokio que nacía a lo que es hoy. Pero de personajes, pasiones y sabores, tramas y sospechas, ya se percatarán ustedes, si leen.
Quizá sería lindo despedirnos con una recomendación del narrador y amante de Naomi: “Está muy bien dar confianza a la mujer que amas, pero el resultado es que pierdes la confianza en ti mismo. Y cuando eso sucede, no hay manera de vencer su sensación de superioridad. Entonces vienen las desdichas que no pudiste imaginar”.
“Entonces vienen las desdichas que no pudiste imaginar.”
La Antología Letras Raras de narrativa y
poesía reúne todos los cuentos y poemas
originales que se publicaron en la revista
durante su primer año de circulación (junio
2011-2012).
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(apresúrate porque se agota)
En el oculto latido de los ramajes del mundo���infrinjo la esencia de la noche remota���
mis vísceras anuncian una danza relegada���en los balcones de ensueños tu cabellera salina. Depongo la investidura y me muestro huérfana���
de ideologías ceñidas al hielo de la sombra���por el deseo henchido de reconciliar tu carne���
y amarrar mis sudores a los tuyos. Sé que crepitas al otro lado del espejo���que mi cuerpo sorbes en un haz de luz���
y que parado sujetas solitario y desnudo���la perennidad de mi inmanencia
salpicada en ti. ...
Recuerda que resbalo en todos tus confines ���y te amamanto bajo el Vesubio.
Pompeya Natalia Lara
El
Levantamuertos
Juanito Pereira
“Bienvenidos a Quiroga de Arteaga, Pueblo Mágico” se leía en el gran espectacular que habían mandado rotular desde la capital del estado. La plaza central estaba llena como nunca antes la había visto; tantas caras que no reconocía. Llovía confeti a borbotones, se escuchaba música con trombones, trompetas y una que otra guitarra. No hay manera de explicar el estado de shock en que me encontraba al ver todo esto. No fue sino hasta que reaccioné que me dije a mí mismo: “¡Hace diez minutos estaba muerto!”.
Llevaba muerto desde el año 1887, pero ahora, nueve años dentro del siglo XXI, yo de repente volvía a aparecerme. No es que no supiera de mi falta de existencia terrenal; yo estaba consciente de que me fui a otro lugar. Sólo regresé en espíritu; no hay representación Wísica mía más que la de mis huesos, que exhumaron para llevarlos a la rotonda de los personajes ilustres de mi bien amado Quiroga de Arteaga.
Salí de mis dudas sólo al momento de indagar con otros dos entes que por ahí andaban. Ellos en vida se llamaban Alicia Castañeda y Edmundo Ruarte; tenían respectivamente tres y cinco años de vuelta en la tierra. Alicia fue pintora; en sus tiempos hizo tantos retratos de la gente y la vida diaria que sus
obras alcanzaron fama internacional a Winales de la década de 1960. Edmundo era escultor, pero utilizó siempre materiales reciclados; muy visionario para alguien que acababa de pelear en la revolución nacional. Por lo menos eso decía su placa conmemorativa en el museo.
Lo que sucedió fue lo siguiente: el alcalde Juan Carranza le había hecho la promesa a su abuelo, don Eleazar Carranza, de poner en el mapa al pueblo de Quiroga de Arteaga. Lo que estaba de moda, según me
contaron Alicia y Edmundo, era que tu pueblo, aldea, villa o pequeña ciudad fuese denominado “Pueblo Mágico” si cubría ciertos requisitos como lo eran contar con ediWicios antiguos y costumbres “como las de antes”.
La estrategia del alcalde Carranza fue acudir a los archivos históricos y buscar personajes con pasados artísticos y que hubieran contribuido a la cultura y difusión del pueblo en todo el territorio nacional, y si se podía más allá de las fronteras, pues qué mejor. Después de una exhaustiva búsqueda y de hasta traer varios Doctores en Historia y Artes fue que dieron con nosotros tres. Esto sucedió hace siete años más o menos. Ahora que tenían a las Wiguras importantes, era necesario traer de regreso sus obras para que se despertara el interés de la gente por el pueblo. Para mí era sólo una manera de atraer turismo.
Mis padres me dieron el nombre de Agustino Solís, pero a mí me gustaba que me llamaran Agustín. En mis tiempos de juventud sólo había dos cosas que hacer en Quiroga de Arteaga: o arabas la tierra o cuidabas vacas y borregos. Yo desde pequeño elegí lo primero. También, desde temprana edad empecé a escribir, pero sólo lo hacía para pasar el tiempo libre que tenía. Ya era toda una proeza que a mis doce años y en mi pequeño pueblo yo supiera leer y escribir. Mi madre me dijo que lo aprendí casi, casi yo solito. La verdad no me acuerdo, pero nunca dudé de las historias que mi mamá contaba.
No fue hasta que me casé en 1872, a mis veintiún años, que empecé a escribir historias y cuentos más largos, con más personajes y más trama. Todos
mis cuentos los guardaba en un baúl que un día me ayudó a construir mi hermano Antonio. Los años pasaban y yo escribía y escribía. Luego, así nomás, me morí. Nunca supe cómo pasó: un día me fui a dormir con mucha Wiebre y ya no desperté. Mis cuentos en el baúl pasaron de mano en mano entre mis familiares por tres generaciones hasta que en 1957 hubo un incendio y sólo sobrevivieron cuatro de mis escritos.
De una u otra manera, los Doctores de Historia y Artes encontraron mis libros y, como el alcalde pagaba buen salario, les pareció buena idea llevarlos a una editorial y empezar a imprimir quinientos tomos de cada cuento. Para el año 2006 yo ya era leído en todo mi estado natal y parecía que el sistema de escuelas públicas a nivel nacional iba a poner uno de mis libros, el más chiquito, como obligatorio para los niños de sexto de primaria.
—Si es verdad lo que dicen, Agustín, tú vas a ser el último en regresar al lugar de descanso en el que estábamos —dijo Edmundo.
—¿De qué hablas, Edmundo? —repliqué.
—Hemos escuchado decir a otros entes que van de paso que la única manera de regresar al lugar de descanso es siendo olvidados; que la gente no hable más de nosotros o de nuestras obras —explicó Alicia.
Una teoría que no podía desechar; tal vez los otros entes tenían razón. Tal vez cuando me exhumaron y me pusieron a la vista de todos fue como un catalizador para que yo llegara aquí. Bueno, creo que no queda más que resignarme. A través de los siglos, mucha gente ha soñado con vivir para siempre. De una u otra manera, estoy viviendo ese sueño tan anhelado.
FIN
No puedo hablar de vos aunque quisiera imantar el vientre irisado al ilapso impudente que desata la ebriedad copular de tibios labios. No puedo hablar de vos aunque lamiera tejido febril en el pináculo y en una humareda de espermas convulsione la negrura de mis párpados. No puedo hablar de vos aunque irrumpiera el ciclón nacional que se apertrecha y asalta y enclava mis zapatos.
No puedo hablar de vos aunque ofrecieras rasgar prominente brillantez de mis caderas y ensalivar y embadurnar el himen lánguido. (Hoy mi fuego enquistado e inalcanzable se debate en despótico vaguido camuflada la embestida del caudillo en el llanto irascible de sus pasos) No puedo hablar de amor aunque quisiera.
Natalia Lara
No Puedo Hablar de Vos Aunque Quisiera
María Luisa Deles Ha escrito para el periódico Intolerancia y la revista Insumisas. Ha parLcipado
en diversos talleres de creación literaria en el estado de Puebla. Actualmente forma parte del taller de escritura creaLva Duermevela Casa de Alteración de Hábitos.
Gilberto Blanco 20 años. Estudiante de historia en la Facultad de Filosoha y Letras de la
UNAM. Amante de los amaneceres y el café; de los atardeceres y el chocolate. Lector a Lempo completo y escritor a Lempo de inspiración. Runner de corazón.
José Luis Dávila Columnista para CincoCentros.com. Melómano insufrible. Aún no decide qué
Lpo de pesimismo lo hace más feliz.
Juanito Pereira Columnista de renombrados periódicos europeos. Administrador y
economista por vocación. Gusta de las artes y el entretenimiento por igual.
Enrique Taboada Escritor, fotógrafo, aventurero, a favor de las malas costumbres como lo son
sonreír, ser feliz y estar enamorado.
Omar Méndez CasLllo Oaxaqueño y pidigueño, en una relación con la psiqué.
Natalia Lara Escritora venezolana. Contador público de profesión. Ha publicado sus
escritos en diarios de circulación regional del estado de Bolívar y Maracay. También en Miami y ArgenLna. Forma parte del grupo literario El Círculo Impreciso.
Víctor Miguel GuLérrez Pérez Doctorando en letras hispánicas. CulLva la narraLva, la poesía y el ensayo de
opinión. Amante de la literatura aurisecular. Ejerce la filantropía donando su dinero a las mujeres necesitadas de los burdeles y lupanares de Monterrey.
J.I.M.M. Filósofo en forja (UNAM) con chispas de arquitecto. Ganador de premios de
creación literaria en el ITESM.
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