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Representaciones del cuerpo en la literatura por María Jimena Vignati (*) (*) Licenciada en Letras. Universidad de Buenos Aires. Jefe de trabajos prácticos de Historia de la Cultura. UCES.
Resumen El propósito del presente trabajo es dar cuenta de la forma en que el cuerpo ha sido presentado en algunas de las obras literarias más importantes de occidente. Para tal fin se debe tener en cuenta que la literatura, como todo producto cultural, es el resultado de una forma de ver y pensar el mundo, propia de cada época. Se analiza la forma en que el cuerpo es figurado en obras de la antigüedad tales como las de Homero y Ovidio y en la obra de San Agustín, que es el nexo entre el pensamiento antiguo y el cristiano dominante en gran parte de la Edad Media. Luego se indaga en las figuraciones presentes en algunas obras de Shakespeare, propias de la época barroca; en la imagen que nos legó la literatura del siglo XIX a partir de ciertos textos de Edgar Allan Poe y del poeta francés Charles Baudelaire. Finalmente, nos centraremos en la representación del cuerpo presente en tres obras del siglo XX, La Metamorfosis de Franz Kafka, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y Las partículas elementales, del autor francés Michel Houellebeck. Así, se verá que las diferentes figuraciones del cuerpo están ligadas a la forma en que se interpreta el mundo en cada tiempo. Es decir, los textos y sus figuraciones siempre son dependientes del contexto histórico social del cual emergen que supone una forma particular de entender, de interpretar, lo que se considera “la realidad”. Palabras clave Cuerpo- interpretación- contexto histórico-social- literatura. Abstract The aim of this study is to investigate in occidental tradition the way in which the body appears in some of the most important literary production. It is important to remember that literature is influenced by history. In fact, literature is the product in which human being understands the world. This study analyzes how the body is figured out in ancient works, as for example Homero and Ovidio`s texts, and San Agustin works, constituting the union between the ancient and christian philosophy that will be dominant during the Middle Age. It is also examined the form present in some of Shakespeare’s works, which belongs to barroco times and in the image that comes from the nineteenth century by Edgar Allan Poe and Charles Baudelaire. Finally, we will focus on the representation of the body in three works belonging to twentieth century: The metamorphosis by Franz Kafka, A brave new world, by Aldous Huxley and The elemental particles by Michel Houellebecq. The different figurations of the body are connected with the way in wich the world is understood, and this depends on the historical time. The books and figurations always depend on the historical and social context from where they emerge which suposse a particular way of understanding what it is considered the reality. Key words Body- interpretation- literature- historical and social context
La noble belleza en La Ilíada
Homero y Hesíodo son los poetas más antiguos de Grecia de los que conservamos parcialmente
sus obras, ellos han sido los grandes fundadores de la cultura helénica. Su importancia no se
agota en los valores artísticos de sus poemas, sino que han conformado la base de la paideia (
educación) de las sucesivas generaciones y así cumplen un papel capital en todo el desarrollo de
esta cultura.
Los poemas homéricos son los de mayor jerarquía y valor pedagógico. La Ilíada y La Odisea
fueron obras compuestas entre los siglos VIII y VII a.C., pero, en realidad, recopilan sagas que se
cantaban desde el siglo - XIII y que Homero, se supone, reelaboró. Los personajes centrales son
los héroes, quienes encarnan valores que los hacen respetables ante sus coetáneos. La Ilíada
cuenta el sitio al que los griegos sometieron a la fortaleza de Troya, La Odisea relata su regreso
a la patria luego de la citada guerra.
En el primer poema se destaca la figura de Aquiles, que se caracteriza por su valentía; en el
segundo, la de Ulises, famoso por su astucia. Describen la época de predominio de la aristocracia
guerrera, en la que la vida se organizaba a partir de un rey con sus consejeros y guerreros. Si bien
no encontramos en los poemas una ética coherente, con valores morales precisos o
sistematizados, muestran los ideales dominantes en ese momento histórico.
Los poemas inmortalizan a los héroes en sus acciones destacadas, de modo que, al ser cantados,
estos actos aparecen como paradigmas o ideales, dignos de ser imitados por las generaciones
futuras.
Pero además de las acciones heroicas, la poesía épica es la principal fuente de los mitos griegos.
En el lenguaje vulgar mito ha llegado a significar “ficción”, “fábula”, “ilusión” y también
“mentira”, pero estas significaciones nada tienen que ver con el concepto riguroso. Por el
contrario, el suceso narrado como contenido del mito no es enunciado como algo ficticio, sino
como real; relata una historia sagrada ocurrida durante un “tiempo originario” (un tiempo en el
que se desenvuelve la obra de seres sobrenaturales, dioses, semidioses y héroes). Son estas
instancias sagradas las que fundamentan al mundo y las que hacen que sea como es; en ese
sentido el mito manifiesta la génesis de las cosas: cuenta cómo, gracias a las acciones de estos
seres sobrenaturales, una realidad ha llegado a la existencia (sea ésta una isla, una especie
vegetal, un comportamiento humano, una institución, etc), es decir, narra cómo algo ha sido
producido, ha comenzado a ser. Fueron, fundamentalmente, Homero y Hesíodo los que fijaron
las versiones que hoy conocemos de los mitos.
El ideal aristocrático y el rechazo de la fealdad
El modelo de hombre que encontramos en la obra homérica es el que corresponde a la
aristocracia guerrera de la edad arcaica y en ésta el paradigma de la perfección humana
coincide con el ideal político (1), es decir, la virtud o excelencia, que es hereditaria, debe
demostrarse en dos campos: en la acción guerrera y en la acción política. Asimismo, y como
consecuencia de lo dicho, la moral de la aristocracia griega es en la epopeya esencialmente
competitiva o agonal. Se busca ser el primero, el mejor en la guerra y ello trae el premio de la
buena fama; la actitud contraria, el deshonor. De esta forma, la moral agonal se encuadra
dentro de una sanción colectiva, dentro de la mirada de los otros pares.
El fin del honor aristocrático es ajustarse a valores universales, es decir, no hacer nada que no
sea reconocido como hermoso. La opinión que los demás tengan de uno representa su propio
valor: el ser honrado o no por los demás es lo decisivo.
Esta excelencia nunca aparece en un personaje feo. Así, en La Ilíada, los únicos personajes
cuyos cuerpos aparecen descriptos con profundidad son maltrechos y deformes: uno, es un
dios, Hefesto; otro, es Tersites, un simple mortal.
Hefesto recibe burlas de sus dioses pares; su epíteto es “el ilustre cojo de ambos pies” y
cuando camina, dice Homero, “cojea arrastrando sus gráciles piernas” (2).
El dios cojo es además la única divinidad que realiza tareas en el Olimpo. Según Finley (3), el
antropomorfismo de los dioses exige que el trabajo esté representado en el Olimpo, ya que es
una realidad del mundo humano. Sin embargo, no aparece valorado dado que los señores no
efectúan trabajos manuales, sino que se dedican exclusivamente a la guerra. Así, Hefesto, en
tanto dios del trabajo, se encuentra en una categoría inferior respecto de los demás dioses y,
por tanto, aparece ridiculizado. Se lee en La Ilíada: “ Hefesto se puso a escanciar dulce
néctar para las otras deidades, sacándolo de la crátera; y una risa inextinguible se alzó entre
los bienaventurados dioses viendo con qué afán les servía en el palacio” (4).
En el ámbito de los simples mortales encontramos a Tersites que no sólo es feo y deforme
sino que también es irreverente en el consejo de guerra, órgano público por excelencia en
tiempos bélicos. Así se lee: “Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, a
excepción de Tersites que, sin poner freno a la lengua, alborotaba. Ése sabía muchas palabras
groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes, y lo que a él le
pareciera, hacerlo ridículo para los argivos. Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era
bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza
puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíale de un modo especial Aquileo y Odiseo, a
quienes zahería; y entonces, dando estridentes voces, decía oprobios al divino Agamenón. Y
por más que los aqueos se indignaban e irritaban mucho contra él, seguía increpándole a voz
en grito” (5).
Tersites, quien es un hombre del pueblo, acusa a Agamenón, rey de los aqueos, en el consejo
de guerra de las mismas cosas (prepotencia, avaricia) que lo hace Aquiles, el héroe del poema.
Ahora bien, mientras éste es respetado, aquél es amenazado y golpeado por Odiseo, al tiempo
que desde la obra se censura su insubordinación, sus palabras ultrajantes, y se describe con
minuciosidad su fealdad.
Así, dice el narrador en La Ilíada:“El divino Odiseo se detuvo al lado de Tersites y mirándole
con torva faz, le increpó duramente:´¡Tersites parlero! Aunque seas orador fecundo, calla y no
quieras tú solo disputar con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos
han venido a Ilión con los Atridas” (6).
Las palabras de Odiseo producen dolor en Tersites y hacen que el resto de los guerreros se
apiade de él, sin embargo luego éstos se terminarán riendo del deforme: “Así pues dijo y con
el cetro le dio un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa
lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda debajo del áureo cetro.
Sentóse turbado y dolorido; miró a todos con aire de simple y se enjugó las lágrimas. Ellos,
aunque afligidos, rieron con gusto” (7).
Ahora bien, la belleza física sin más no sólo no es una condición para el héroe homérico sino
que presentando esa sola característica un hombre noble también es ridiculizado. Esto es lo
que sucede con Alejandro-Paris, uno de los agentes humanos causantes de la guerra, ya que es
él quien rapta a Helena, esposa de Menelao, hermano de Agamenón.
Dice la obra homérica: “Menelao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme Alejandro-
figuróse que podría castigar al culpable- y al momento saltó del carro al suelo sin dejar las
armas. Pero el deiforme Alejandro, apenas distinguió a Menelao entre los combatientes
delanteros, sintió que se le cubría el corazón y para librarse de la muerte, retrocedió al grupo
de sus amigos. Como el que descubre un dragón en la espesura de un monte se echa con
prontitud hacia atrás, tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en sus mejillas, así
el deiforme Alejandro, temiendo al hijo de Atreo, desapareció en la turba de los altivos
teucros” (8).
La descripción no puede ser más precisa en cuanto a la cobardía del “deiforme” Alejandro-
Paris, ya que ésta, según el poema, “cubre su corazón”. El acto cobarde que realiza el troyano
no pasa inadvertido para los demás y tampoco para su valiente hermano Héctor que lo
reprenderá con “injuriosas palabras”. Dice Héctor: “¡Miserable Paris, el de más hermosa
figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te contaras en el número de los nacidos o hubieses
muerto célibe. Yo así lo quisiera y te valdría más que la vergüenza y el oprobio de los tuyos.
Los melenudos aqueos se ríen de haberte considerado como un bravo campeón por tu gallarda
figura, cuando no hay en tu pecho ni fuerza ni valor” (9).
La belleza como causa de la guerra
La virtud de la mujer de la época arcaica es la belleza física y ésta es tan poderosa que
puede ocasionar desde disputas entre los dioses hasta una guerra en la que intervienen tanto
los inmortales como los simples humanos.
Así, el mito de la guerra de Troya nos cuenta que, estando reunidos los dioses, Eris (la
Discordia) arroja una manzana de oro en medio de ellos, manzana que será el premio a la
más hermosa entre Hera, Atenea y Afrodita. Las divinidades, ante la disputa que genera el
concurso, se abstienen de pronunciarse por una de las tres; Zeus envía a Hermes en busca
del troyano Alejandro Paris, para que juzgue cuál ganará. Las tres diosas defienden por
turno su causa ante éste e intentan sobornarlo, prometiéndole diversos dones; Afrodita le
ofrece a Helena, mujer de Menelao y el troyano la proclama la más bella. La diosa lo ayuda
a raptar a Helena y esto es lo que provoca la represalia de Agamenón y Menelao contra
Troya.
De esta forma, la destrucción de la ciudad, que nos cuenta La Ilíada, sería la consecuencia
de disputas divinas y de la intervención de un mortal que se gana la destrucción de sí y de su
propia ciudad. También sería la satisfacción de la venganza de Hera y Atenea. Y, en el
comienzo de todo ... la belleza.
La humanidad de los dioses
Los dioses griegos presentan formas y pasiones humanas, lo único que los diferencia de los
simples mortales es su eterna juventud. Los olímpicos también pueden adquirir la apariencia
humana con el fin de producir efectos en el acontecer de los simples terrenales. Así, leemos:
“Afrodita, toma la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedomonia le preparaba a
Helena hermosas lanas y era muy querida de ella” (10).
Los diferentes epítetos que reciben los inmortales nos dan cuenta de sus atributos físicos
particulares, de esta forma, Atenea será “la de los ojos de lechuza”, Hera, “la de los ojos de
novillo” y Afrodita, “la que ama la risa”.
El cuerpo de los dioses, y principalmente el de Zeus, es todo un conjunto de poderes que
cuando se activan producen efectos ya sea en la naturaleza, ya en los hombres, por ejemplo:
“Zeus, entonces, tronó fuerte desde el Ida y envió una ardiente centella a los aqueos, quienes
al verla, se pasmaron, sobrecogidos de pálido temor” (11). También las partes del cuerpo
divino funcionan como signos para los demás dioses, así el enojo de Zeus será interpretado
por ellos a partir de su fruncimiento del ceño.
A través del olfato de los dioses, los hombres se congratulan con los dioses al ofrecerles a
ellos hecatombes en las que el olor de la grasa quemada de los animales asciende a la morada
de los olímpicos con la ayuda del viento.
El cadáver de Héctor, el gran héroe troyano
La guerra relatada en La Ilíada culmina cuando Héctor, el mejor guerrero de Troya, muere a
manos de Aquiles por fuera de las murallas de la ciudad. El combate entre los dos héroes es
encarnizado. Aquiles busca la forma en que más rápidamente podrá darle muerte a su
contrincante. Nos cuenta el poeta: “Brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía
Aquileo, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso
cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente
armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarle, y sólo quedaba descubierto el
lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por
donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquileo le envasó la pica a Héctor que ya le
atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el
garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa para que pudiera hablar algo y
responderle” (12).
A través de esta cita no sólo asistimos a la furia de Aquiles sino que también podemos
entender la concepción de la muerte propia de la época homérica. Se suponía que el alma era
lo caliente que mantenía vivo al cuerpo; al morir, ésta, que llevaba consigo la fuerza o soplo
vital, se iba por la boca, descendiendo al Hades ya sin aquella fuerza que daba vida.
Asimismo, se debe advertir en este pasaje el uso de términos médicos en la descripción
anatómica.
En otro lugar de la obra también encontramos una referencia al pasaje de la vida a la
muerte:“Le tendió los brazos, pero no consiguió asirlo: disipose el alma cual si fuese humo y
penetró en la tierra dando chillidos. Aquileo se levantó atónito y exclamó con voz lúgubre:
´Cierto es que en la morada de Hades quedan el alma y la imagen de los que mueren, pero la
fuerza vital desaparece por entero. Toda la noche ha estado cerca de mí el alma del mísero
Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo suspiros, para encargarme lo que debo hacer: y
era muy semejante a él cuando vivía” (13).
La muerte de Héctor es narrada de la siguiente forma: “Apenas acabó de hablar, la muerte le
cubrió con su mano: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte,
porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven” (14).
El héroe aqueo desea descargar toda su furia en aquél que ha asesinado a su amado amigo, es
por esto que una vez muerto Héctor, Aquiles se roba el cadáver del troyano y lo hace padecer
una serie de desagradables infortunios, desoyendo el pedido que antes de morir le hiciera
Héctor, que consistía en que el vencedor entregara su cadáver a la familia para que ésta lo
quemara. El héroe aqueo le había dado como respuesta:“Nadie podrá apartar de tu cabeza a
los perros, aunque me traigan diez veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo
Dardánida ordene redimirte a peso de oro: ni aún así, la veneranda madre que te dio a luz te
pondrá en tu lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu
cuerpo” (15).
En la sociedad agonal, propia de la obra de Homero y de la cultura arcaica, es obligación
enterrar a los cadáveres, a todos, sin importar el bando al que pertenezcan. No cumplir con
estas obligaciones que exige la sociedad puede provocar la tan odiada y despiadada
vergüenza. La furia le impide ver a Aquiles la falta que está cometiendo y sólo modifica su
actitud cuando el anciano padre de Héctor, Príamo, se presenta ante él para pedirle la
devolución de los restos de su hijo.
En síntesis, se puede decir que en la cultura homérica el cuerpo bello siempre fue un atributo
del héroe, que resultaba en sí insuficiente, como en el caso de Alejandro-Paris, si no iba
acompañado de la valentía. Asimismo, la belleza física en la mujer resultaba el único
distintivo de excelencia. Finalmente, el cadáver debía ser respetado, en tanto símbolo de
civilización.
Ovidio: El Cuerpo Metamorfoseado
Vida y obra
Ovidio nació en el año 43 a.C, en Sulmona, en la actual Italia, en el seno de una familia de
rancia estirpe; debido a la buena situación económica de sus padres, fue a Roma a
perfeccionar sus estudios con los mejores maestros, mostrando una mayor inclinación y
facilidad por los temas poéticos que por la elocuencia que habría de necesitar para el foro. Se
inició en la vida política y estaba en condiciones de ingresar en el Senado, sin embargo, la
abandonó y se dedicó por entero a la poesía, de la que creía que se obtenía la verdadera fama
imperecedera. En su juventud cultivó la poesía amorosa, a esta época pertenecen Arte de
amar y Amores. En su adultez inicia su obra Fastos que tendría doce libros, uno para cada
mes del año, en los que relata las fiestas, las ceremonias y los aniversarios más significativos,
cuidándose de no pasar por alto todo lo que concernía al emperador Augusto, destinatario de
la obra. En la misma época escribe su texto más importante, La Metamorfosis. Casi a finales
del año 8 fue relegado por Augusto a Tomi, la actual Constanza, a orillas del Mar Negro. Se
dice que fue, por un lado, en castigo por el contenido de su Arte de amar, si bien había sido
publicada seis años antes. Por otro lado, se habla de una actuación suya, que ha quedado
totalmente en la oscuridad. En su lugar de exilio, donde era bien tratado y honrado por sus
habitantes, murió en el año 17.
El cuerpo en Arte de amar
Es un poema didáctico que alecciona a los hombres para conquistar a las cortesanas. Antes
Ovidio había escrito una obra con la misma temática, Amores, que había tenido muchísimo
éxito, tanto que decidió escribir otro para las mujeres no matronas, a las que ya había
dedicado un tratamiento sobre la cosmética del rostro.
En el comienzo del primer libro de Arte de amar encontramos una interesante marca realista
que aleja a Ovidio de los poetas anteriores que se presentaban inspirados por alguna
divinidad, ya que éste sostiene que ha apelado a su propia experiencia como amante para
escribir la obra y niega que haya sido inspirado por algún dios. Nos dice: “No mentiré Febo
diciendo que tú me has dado estas artes, ni tampoco un ave celestial me adoctrina con su
canto, ni se me han aparecido Clío y sus hermanas mientras apacentaba rebaños en tus valles,
Ascra: es mi propia experiencia la que me inspira esta obra: haced caso, pues a un poeta
experto” (17).
El cuerpo por excelencia en Arte de amar es el del amante, en el que la pasión debe dejar sus
marcas para la amada. Se puede pensar que el que ama es adornado y metamorfoseado para
lograr su objetivo. De esta forma, los cuerpos se transforman en conglomerados de signos,
que deberán ser interpretados de una manera unívoca por los amados.
Muchas veces el poeta da recomendaciones que van acompañadas de ejemplos que brindan
los mitos y que funcionan como fundamento de aquéllas. Así leemos: “Mas no se te ocurra
rizarte el pelo con unas tenacillas, ni depilarte las piernas con áspera piedra pómez; deja que
eso lo hagan los que canturrean entre alaridos a la madre del Cíbele, acompañándose de sus
ritmos frigios. Belleza sin aliño cuadra bien a los varones: a la hija de Minos se la llevó
consigo Teseo, sin haberse adornado las sienes con ninguna horquilla; Fedra se enamoró de
Hipólito, y eso que él no se preocupaba por su aspecto” (18).
Según el poeta el amante debe exhibir físicamente su virilidad, y el desaliño pareciera ser una
característica de ella. También encontramos consejos respecto del aseo de la boca del amante,
dice: “véanse libres de sarro tus dientes”, y respecto de las uñas y su higiene: “no te dejes
crecer las uñas y llévalas limpias” (19).
Asimismo, Ovidio le dice al amante qué debe decir frente a los defectos físicos de la amada.
Leemos: “Dejad de reprochar a vuestras amadas sus defectos; disimularlos les fue útil a
muchos. A Andrómeda no le echó en cara el color de su piel aquel que tenía un ala para volar
en cada uno de sus pies; a todos les parecía Andrómaca más corpulenta de lo normal: sólo
Héctor decía que era proporcionada. Acostúmbrate a lo que soportas mal y lo soportarás bien:
el paso del tiempo dulcificará muchas cosas” (20). Sostendrá en un momento que si es bizca
la dama, el amante deberá decirle “parecida a Venus” (21); no se trata de que Venus fuera
bizca sino que el bizqueo de la mujer en cuestión podía asemejarse en algo a la mirada furtiva
y seductora de la diosa; así el poeta transforma un defecto físico en una marca de pasión.
Continúa: “Se pueden aminorar los defectos dándoles otros nombre: llamarás “morena” a la
que sea más negra por su raza que la pez de Iliria;(...) la que a duras penas vive por culpa de
su delgadez, califícala de “esbelta”; la que sea de corta estatura, llámala “proporcionada”; la
que esté gorda, “rellenita”, y que la cualidad más próxima oculte el defecto” (22).
En la obra también hay consejos para las mujeres: las instiga a que cuiden su belleza exterior
y a aquéllas que no la tuvieran por naturaleza, les da ciertas claves para crearla: “Empiezo por
el cultivo del cuerpo. De viñas cultivadas proviene el buen vino y la mies crece alta en un
suelo cultivado. La hermosura es un don de la divinidad ... Una gran parte de vosotras se ve
privada de tal don. Mas el cuidado os proporcionará un bonito rostro, por más que remede al
de la diosa de Idalia, si no se le cuida, perderá su belleza. Si las mujeres de antaño no
aderezaron su cuerpo, como ahora hacen, ello se debe a que tampoco tenían maridos que se lo
cuidaran como hoy en día ... Antes imperaba una rústica sencillez, ahora Roma es de oro y
tiene en su poder las grandes riquezas del mundo que ha conquistado. Mira cómo es el
Capitolio y cómo fue antes: diríase que el de antes pertenecía a otro Júpiter” (23).
En este párrafo se puede ver lo que es una constante: las comparaciones entre el cuidado del
cuerpo y el de la tierra, (al respecto se debe tener en cuenta que el pueblo romano en sus
orígenes fue agrario). El poeta también es conciente de la diferencia que hay entre las
costumbres sofisticadas de su tiempo, y las sencillas de antaño.
El cuerpo en La Metamorfosis
Ovidio incluye una amplia gama de mitos de transformación que datan desde los tiempos de
Homero hasta los suyos. La obra aparece como un auténtico manual mitográfico, un catálogo
universal de las tradiciones míticas en el que se conjuga poesía e historiografía universal.
La Metamorfosis aparece en el momento más oportuno en tanto la culta sociedad romana
necesitaba un tratamiento latino de la mitología, que fuera sencillo y le facilitara recordar
aquellos que conocía, pero que no se encontraban sistematizados ni de forma coherente ni
amena.
En el Libro I se relatan los orígenes del mundo a través de una clara influencia de las
doctrinas filosóficas estoicas y de Empédocles1, que también influyen en la creación del
hombre. Ovidio ofrece dos versiones sobre el creador del hombre: el demiurgo estoico y
Prometeo. Desde ambas, el hombre ha sido creado a imagen de los dioses, quienes,
recordemos, en la mitología griega y latina tenían formas y pasiones humanas. Asimismo, el
cuerpo del hombre es el resultado de la mezcla de agua y tierra, elementos que son la materia
original para la creación del género humano. Leemos: “Faltaba todavía un ser vivo más
respetable que éstos y más dotado de profundo pensamiento y que fuera capaz de dominar
sobre los demás: nació el hombre, bien porque lo creó con semilla divina aquel artífice de la
naturaleza, origen de un mundo mejor, bien porque la tierra recién creada y separada poco ha
del alto éter retenía semillas de su pariente el cielo, a ésta el hijo de Iápeto la modeló
mezclada con las aguas de lluvia a imagen de los dioses que todo lo gobiernan” (24) .
El texto también nos dice que la posición erecta del hombre fue concedida por los dioses a
los hombres para que pudieran cumplir con la obligación de mirar el cielo y los astros: “Y,
dado que los restantes seres vivos contemplan la tierra inclinados, le concedió al hombre una
cara alta y le ordenó mirar el cielo y alzar su rostro erguido en dirección a los astros. De este
modo, la tierra que hacía poco había sido tosca y sin forma, transformada se vistió de
desconocidas figuras de hombres” (25).
El relato continúa con la descripción de la Tierra que, antes de la aparición del hombre,
resultaba amorfa; una vez que éste ha sido creado, es adornada por los hombres. A
continuación, Ovidio narra la sucesión de las cuatro edades: oro, plata, bronce y hierro. La
edad de oro es la de la paz y la armonía, el hombre no conoce todavía la ambición y, por lo
tanto, la guerra. Ya la edad de plata comienza a socavar la armonía inicial que será destruida
totalmente en la edad de hierro en la que el crimen imperará.
Luego aparece la Gigantomaquia, que es la lucha de los gigantes contra los dioses por el
poder del éter. La mitología griega, de donde él lo toma, nos cuenta que los gigantes que
nacieron de Gea, fecundada por las gotas de la sangre de Urano, castrado por Crono, entablan
1 Empédocles: ( 483/482-430 antes de J.C) Desarrolló, siguiendo la tradición de los jónicos, una explicación del universo, en la cual todo fenómeno natural es considerado como la mezcla de los cuatro elementos o “principios”- agua, fuego, aire, tierra- calificados con nombres divinos (Nestis, Zeus, Hera, Edoneo). Estos principios o elementos son eternos e indestructibles. Lo que hace que se mezclen y separen, son dos fuerzas externas- el Amor y el Odio- que representan un poder natural y divino, que son respectivamente el Bien y el Mal, el Orden y el Desorden, la Construción y la Destrucción. Cfr. Ferrater Mora, José. Diccionario de filosofía. Barcelona, Ariel, 1999.
contra Zeus y los Olímpicos una lucha. Ovidio no da detalles de esta lucha, sólo nos dice que
los gigantes queriendo alcanzar el éter, construyen montañas para llegar hasta allí. Júpiter los
descubre y les envía un rayo que los mata, pero su sangre que empapa la tierra da origen a una
estirpe de hombres que serían reconocidos como “nacidos de sangre”. Dice Ovidio:
“Entonces el padre omnipotente, tras haber enviado un rayo, quebró el Olimpo y arrancó el
Pelio del Osa que lo sostenía; mientras los feroces cuerpos yacían sepultados por su propia
mole, dicen que la Tierra se humedeció empapada por la abundante sangre de sus hijos y que
dio vida a la caliente sangre y, para que subsistieran algunos recuerdos de su estirpe, la
convirtió en figura de hombres, pero también aquella descendencia fue despreciadora de lo
dioses y muy ávida de cruel matanza y violenta: los reconocerías como nacidos de sangre(26).
La sangre, desde esta mitología, es producto de los gigantes y el hombre de sangre lleva en sí
presente el castigo que recibieron estos monstruos. El relato continúa con esta nueva estirpe
de hombres, que, al ser impiadosa, hace empeorar la edad de hierro. Así, Júpiter debe castigar
al hombre Licaón, en tanto ha transgredido las leyes divinas. De esta forma, el relato resulta
ser una teodicea, pues la metamorfosis es el castigo al impío, castigo que se hace extensivo al
género humano con el diluvio, del que se sólo se salvan, gracias a su pietas, dos seres
humanos: Deucalión y Pirra. Éstos, una vez consultado el oráculo de Temis, arrojan hacia
atrás piedras de las que nacen nuevos hombres y mujeres, mientras la tierra por sí misma crea
los diferentes animales, entre ellos la serpiente Pitón.
En conclusión se puede decir que a lo largo de la variada obra de Ovidio, el cuerpo aparece de
diferentes formas de acuerdo con el tema de cada uno de sus textos. En Arte de amar, donde
los ejes son el amor y la seducción, emerge como aquello que debe ser adornado para poder
ser una vía apta de transmisión de los diferentes sentidos que el amante envía a su amado y
que éste debe interpretar. Mientras que en La Metamorfosis, el cuerpo humano resulta ser el
testimonio de la relación de los hombres con los dioses, y los diferentes componentes del
mismo, por ejemplo, la sangre, serían producto de esta relación conflictiva.
San Agustín: La Filosofía encarnada en la fe
Pequeña biografía
Nació en Tagaste (Numidia, en la actual Argelia oriental) en el año 354. Su madre, Santa
Mónica, era cristiana e influyó mucho en su formación espiritual y en su conversión a la
nueva fe. Estudió en Madaura y Cartago y en el año 373 leyó un diálogo de Cicerón, El
Hortensius, que le despertó una nueva vocación: la de amar la sabiduría y querer desentrañar
la verdad de todo lo que conocía.
En el 383, recibido de profesor de Retórica, se dirigió a Roma y luego a Milán, donde recibió
la influencia del famosos orador cristiano, San Ambrosio. En el 386, a los 33 años, se produjo
su conversión al cristianismo; decidió dejar la enseñanza y volver al África. Ordenado
sacerdote, fue elegido Obispo de Hipona en el 395 y murió en esa ciudad, mientras era sitiada
por los vándalos de Genserico en el 430. Sus principales obras son: Contra los académicos,
Acerca de la vida buena, Acerca del orden, Sobre la inmortalidad del alma, Acerca de la
doctrina cristiana, Confesiones y Ciudad de Dios.
El modo de filosofar de San Agustín: el filosofar en la fe y el descubrimiento de la persona
Con San Agustín nace la filosofía cristiana; con él la fe se transforma en sustancia de la vida
y también del pensamiento, por lo tanto, el eje en torno al cual girará todo su pensamiento es
la conversión, que se presenta según el filósofo alemán Jaspers como:“Un acontecimiento
único, esencialmente distinto en su sentido y en su eficacia: conciente de haber sido tocado
directamente por el mismo Dios, el hombre se trasmuta hasta en la corporeidad de su ser y en
los objetivos que plantea... Junto con el modo de pensar, ha cambiado también la manera de
vivir...Una conversión de este tipo no es un filosófico cambio de ruta que haya que renovar
día a día...sino un instante biográficamente fechable, que irrumpe en la vida y le otorga una
nueva fundamentación”(28).
La conversión transforma al hombre completamente y es precisamente lo que le sucedió a San
Agustín, quien hace su planteo no desde el hombre en abstracto, sino a través del
cuestionamiento de sí mismo al presentar el problema más concreto del “yo”, del hombre
como individuo irrepetible, como persona. Es decir, es él mismo como ser autónomo el que se
transforma en protagonista de su filosofía: es observador y observado.
Así leemos en sus Confesiones: “Yo mismo me había convertido en un gran problema para
mí”(29). Agustín habla continuamente de sí mismo y esta obra es un testimonio de ello. Saca
a la luz las tensiones más profundas de su voluntad y es en estas tensiones y en los
desgarramientos más íntimos de su voluntad, enfrentada con la voluntad de Dios, donde
descubre el “yo”, la personalidad, en un sentido inédito y donde se revela el verdadero
misterio del hombre que es su interioridad:“Qué misterio tan profundo que es el hombre! Pero
tú Señor, conoces hasta el número de sus cabellos, que no disminuye sin que tú lo permitas.
Y sin embargo, resulta más fácil contar sus cabellos que los afectos y los movimientos de su
corazón”(30).
San Agustín, desde la fe cristiana, indaga acerca de sí mismo para llegar a saber del hombre
concreto, en tanto el verdadero problema no es el del cosmos, sino el del hombre. Se lee en
las Confesiones: “Y pensar que los hombres admiran las cumbres de las montañas, las vastas
aguas de los mares, las anchas corrientes de los ríos, la extensión del océano, los giros de los
astros; pero se abandonan a sí mismos”(31).
El hombre: imagen y semejanza de Dios
Agustín apela todavía a fórmulas griegas para definir al hombre, particularmente a aquélla
según la cual éste es un alma que se sirve de un cuerpo. Sin embargo, las nociones de alma y
cuerpo asumen un nuevo significado para él, debido al concepto de creación, al dogma de la
resurrección y sobre todo al dogma de la encarnación de Cristo. De esta forma, el cuerpo se
convierte en algo mucho más importante que aquel vano simulacro del que hablaban los
neoplatónicos, en especial, Plotino.
Para Agustín el hombre interior es imagen de Dios y de la Trinidad. Al respecto, se lee en la
importante obra de Reale y Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico: “La
novedad reside, en especial, en el hecho de que para Agustín el hombre interior es imagen de
Dios y la Trinidad. Y la problemática de la Trinidad- que se centra sobre las tres personas y
sobre su unidad substancial y, por lo tanto, sobre la específica temática de la persona- iba a
cambiar de modo radical la concepción del “yo”, el cual, en la medida en que refleja las tres
personas de la Trinidad y su unidad, se convierte él mismo en persona”(32).
El filósofo cristiano encuentra en el hombre toda una serie de tríadas, que reflejan la Trinidad
de modos diversos, así nos lo dice en Ciudad de Dios:“Aunque no iguales a Dios, sino más
bien infinitamente distantes de Él, pero puesto que entre sus obras somos la que más se acerca
a su naturaleza, reconocemos en nosotros mismos la imagen de Dios, es decir, de la Santísima
Trinidad; imagen que aún debe perfeccionarse, con objeto de que cada vez se le acerque más.
En efecto, nosotros existimos, sabemos que existimos y amamos nuestro ser y nuestro
conocimiento. En tales cosas no nos perturba ninguna sombra de falsedad. No son como las
que existen fuera de nosotros y que conocemos por alguno de los sentidos del cuerpo, como
sucede al ver los colores, oír los sonidos, aspirar los aromas, gustar los sabores, tocar las cosas
duras y blandas, cuyas imágenes esculpimos en nuestras mentes y por medio de las cuales nos
vemos impulsados a desearlas”(33).
Dios se refleja en el alma y ésta y aquél son los pilares de la filosofía agustiniana. Se
encuentra a Dios, no al investigar sobre el mundo, sobre la exterioridad, vía los sentidos, sino
ahondando en el alma cuyas claves son las de Dios; por lo que conocernos supone hacerlo en
tanto imágenes de Dios.
El hombre, dice“es una pequeña parte de la creación: el hombre que lleva en sí no solamente
su mortalidad y la marca de su pecado, sino también la prueba y testimonio de que vos resistís
a los soberbios”(34). El ser humano tiene claramente un lugar privilegiado en la creación
divina en función de su mayor dignidad, la cual se expresa en su racionalidad. Así, el hombre
es una mezcla de animalidad y racionalidad, que recibe la “forma” de Dios.
Ahora bien, ¿cuál es la esencia del hombre? Claramente para el obispo de Hipona es el alma,
sin embargo, ésta debe ser a su vez pensada en dos sentidos: el genérico y el estricto. En el
primer sentido, el genérico, se supone al alma como un “principio vital”, en tanto “no puede
haber un organismo vivo sin su alma”, el alma muestra su comunidad con el resto de los seres
vivos y su vivir expresa un predominio de la inmanencia y la trascendencia, características de
la vida propia del hombre exterior. Dice: “Veamos ahora dónde se encuentra el confín entre el
hombre exterior y el interior. Cuánto de común tenemos en el alma con los animales, se dice,
y con razón, que pertenece al hombre exterior. No es solamente el cuerpo lo que constituye el
hombre exterior: le informa un principio vital que infunde vigor a su organismo corpóreo y a
todos sus sentidos, de los que está admirablemente dotado para poder percibir las cosas
externas; al hombre exterior pertenecen también las imágenes, producto de nuestras
sensaciones, esculpidas en la memoria y contempladas en el recuerdo. En todo esto no nos
diferenciamos del animal sino en que nuestro cuerpo es recto y no curvado hacia la tierra.
Sabia advertencia de nuestro hacedor, para que en nuestra parte más noble, esto es el alma, no
nos asemejemos a las bestias, de las cuales nos distinguimos ya por la rectitud de nuestro
cuerpo. No lancemos nuestra alma a la conquista de lo que hay más sublime en los cuerpos,
porque desear el reposo de la voluntad en tales cosas es prostituir el alma”(35).
A partir de la cita anterior pareciera ser que la posición recta del cuerpo sería una marca
exterior que anticiparía la diferencia interior que tiene el hombre respecto de las bestias, esto
es, el alma. Asimismo, la posición de nuestro cuerpo también nos permitiría mirar lo que hay
de más encumbrado en el mundo: los astros. Dice: “Así como nuestro cuerpo está
naturalmente erguido, mirando lo que hay de más encumbrado en el mundo, los astros, así
también nuestra alma, sustancia espiritual ha de dirigir su mirada, no con altiva soberbia, sino con
amor piadosos de justicia”(36).
Continúa diciendo Agustín: “El alma vivifica con su presencia este cuerpo terreno y mortal; lo
unifica y mantiene uno y no le deja disgregarse ni consumirse; hace que los alimentos sean
distribuidos uniformemente por los miembros, dando a cada uno lo suyo; conserva su armonía
y proporción, no sólo en cuanto a la hermosura, sino también en el crecer y procrear. Pero
estas cosas pueden considerarse comunes al hombre y a las plantas; ya que también decimos
que éstas viven, vemos y confesamos que cada una de ella s se conserva, nutre, crece y se
reproduce en su propia especie”(37).
En su sentido más estricto la noción de alma se aplica al alma racional, al alma
restrictivamente humana que, consciente de su ordenación a Dios, se separa del hombre
exterior e, interiorizándose, se encamina hacia lo más alto trascendiéndose a sí misma. Sólo el
hombre tiene conciencia de su vocación trascendente al reconocer su finitud.
El hombre es un compuesto y conforma una unidad: el cuerpo lo es siempre de su alma y,
ésta, lo es del cuerpo. Desde esta perspectiva el alma aparece, al mismo tiempo, como energía
vital, energía sentiente y energía inteligente de forma que, el alma, inferior a Dios, hace vivir
lo que es inferior a ella, es decir, el cuerpo. Dice en La Ciudad de Dios:“El hombre no es ni el
alma sola ni el cuerpo solo, sino el compuesto de alma y cuerpo. Es una gran verdad que el
alma del hombre no es todo el hombre, sino la parte superior del mismo, y que su cuerpo no
es todo el hombre, sino su parte inferior. Y también lo es que a la unión simultánea de ambos
elementos se da el nombre de hombre, término que no pierde cada uno de los elementos
cuando hablamos de ellos por separado”(38).
De esta forma, se determina al hombre en su radical integridad, ya que el hecho de que la
definición del hombre sea su alma no significa que se rompa el compuesto alma-cuerpo que es
el hombre, y tampoco impide que se pueda distinguir aquello que caracteriza al cuerpo, su
extensión, de aquello que caracteriza al alma. El alma se diferencia claramente de lo corpóreo
por su espiritualidad y por su inmortalidad ya que, en tanto que incorpórea, el alma tiene en
sí misma todo aquello que necesita para existir y, en consecuencia, resulta indestructible.
Dios hecho hombre: Cristo
La existencia de Dios se hace perceptible en el no decir nada acerca de él. Esta realidad es tal
que toda finitud y pensabilidad, aun la suprema, parece reducirse a la nada ante él y en cuanto
nada es incapaz de proporcionar una representación o concepción de él. Así, Dios es
imposible de ser pensado por parte del hombre, en tanto éste anhela tangibilidad y Cristo sería
justamente Dios hecho carne, Dios hecho visible para el hombre, así “el verbo se hizo carne”.
El amor en San Agustín
Estamos en el mundo y amamos como seres del mundo, si se separase en forma absoluta el
amor a Dios del amor al mundo, se excluirían recíprocamente. El amor al mundo no está
prohibido, lo está si aquello que se ama, se ama por sí mismo, en cuanto algo que no es Dios
es amado por este algo mismo. Aquí Agustín habla de contaminación del alma por el amor al
mundo.
Todo amor a hombres y cosas en el mundo es verdadero sólo si se los ama por Dios y no por
ellos mismos. En cambio, usar a Dios con miras a gozar con hombres y cosas en el mundo
sería la más grave de las tergiversaciones.
En San Agustín es el alma la protagonista, sin embargo ésta siempre lo es de un hombre
concreto que resulta ser un compuesto de alma y cuerpo. Éste resulta inferior a aquélla; pero,
gracias al concepto de creación, al de la resurrección y sobre todo al dogma de la encarnación
de Cristo, el cuerpo adquiere una importancia mayor que la que tenía en la filosofía
neoplatónica, en la que simplemente resultaba ser “la cárcel del alma”.
Shakespeare y la ruptura de la cadena del ser: “ el mundo está fuera de quicio”
Pequeña biografía
El gran poeta y dramaturgo inglés nació en 1564 en Stratford (un suburbio de Londres) y
murió en 1616. El teatro inglés, en su tiempo, excepto algunas manifestaciones renacentistas
de letrados y universitarios, que renovaron la escena no obstante la protesta de los puritanos,
era continuación de los “misterios” y “moralidades” medievales.
Shakespeare fue un auténtico creador. Su carrera como dramaturgo puede dividirse en tres
períodos: el primero, desde 1587 hasta 1594, en que el poeta aparece como refundidor de
otras piezas teatrales. El segundo, desde 1594 hasta 1600, que corresponde a la plenitud de su
talento, en cuanto al pensamiento y al estilo, y comprende las serie de sus dramas históricos, y
un grupo de magníficas comedias. El tercero, desde 1600 hasta 1608, está integrado por
cuatro grandes tragedias: Macbeth, Hamlet, Otello y Rey Lear; tres obras romanas: Coriolano,
Julio César y Antonio y Cleopatra; dos griegas: Troilo y Criseida, Timón de Atrenas, y una
comedia: Medida por medida. Al último periodo de su vida, ya retirado de la escena (al que
llaman cuarto algunos críticos y que va desde 1608 hasta 1612) se asignan la tragedia
Cimbelino y la obra La Tempestad, entre otras piezas teatrales.
Su producción está integrada además por La fierecilla domada, Comedia de
equivocaciones,(farsas); Romeo y Julieta, (tragedia); Tito Andrónico, Ricardo III, Enrique V,
Enrique VIII, (dramas históricos) y Sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia y
Las alegres comadres de Windsor, (comedias).
Shakespeare y su época Escribe su obra en la Inglaterra de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, por lo tanto,
ésta está impregnada del espíritu de su tiempo que supone una visión particular del cosmos,
deudora de la cosmovisión medieval. El origen de ésta se encuentra en el diálogo Timeo de
Platón, fue desarrollada por Aristóteles, adoptada por los judíos de Alejandría, difundida por
los neoplatónicos y desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, se consideraba como un lugar
común (39).
Esta forma de entender el mundo suponía un cosmos jerárquicamente ordenado, con vistas a
una trascendencia, en el que la estructura espacial incorporaba una jerarquía de perfección y
valor. Esta forma de ver el mundo y el cosmos imagina un orden universal en tres formas
principales: una cadena, una serie de planos correspondientes y una danza. La cadena se
extendía desde el pie del trono de Dios hasta el último de los objetos inanimados. Cada
partícula de creación era un eslabón de la cadena y cada uno de los eslabones, salvo los de los
extremos, eran simultáneamente mayores y menores que los demás en cuanto a sus
cualidades: no podía haber interrupción.
Shakespeare da cuenta no sólo de esta manera de pensar el mundo sino también del quiebre
que se produce entre los siglos XVI y XVII, con la aparición, principalmente, de la ciencia
moderna (Copérnico, Newton, Galileo, Bacon). A partir de ésta se sustituye la antigua
cosmovisión por un universo indefinido o aun infinito que ya no está unido por subordinación
natural, sino que se unifica tan sólo mediante la identidad de sus leyes y componentes últimos
y básico (40).
La cadena del ser, propia del medioevo, supone que primero está la clase inanimada: los
elementos, líquidos y metales. Si bien éstos tienen en común la falta de vida, hay una
diferencia de virtud entre ellos: el agua es más noble que la tierra, el rubí más que el topacio,
el oro que el cobre: allí están los eslabones de la cadena. Luego, vienen la existencia y la vida,
que son propias de la clase vegetativa. Después aparece la existencia con vida y sentimiento:
la clase sensitiva. Las tres clases conducen al hombre que no sólo tiene existencia, vida y
sentimiento, sino también entendimiento: de esta forma el hombre sintetiza las facultades
totales del fenómeno terreno. Es éste el motivo por el cual se lo entiende al hombre como
microcosmos o mundo pequeño.
La cadena también es una escala, por ejemplo los elementos son alimentos. Hay una
progresión en la forma en que los elementos nutren a las plantas, los frutos de las plantas a los
animales y la carne de los animales al hombre.
Lugar del hombre en la cadena del ser
El lugar que ocupa el hombre en la cadena es clave por tener éste una naturaleza doble, que si
bien resulta ser una fuente de conflictos internos, tiene la función única de unir a toda la
creación, de llenar el mayor abismo cósmico entre el espíritu y la materia, el ser humano
entonces es una especie de cruce, donde convergen y se cruzan todas las vías.
La propia anatomía del hombre corresponde en esta cosmovisión al ordenamiento físico del
universo. Su organismo está compuesto por los cuatro elementos: tierra, aire, fuego, agua; y
está regido por los mismos principios del mundo sublunar. La vida física del hombre
comienza con la alimentación y los alimentos están hechos con los cuatro elementos. El
alimento pasa por el estómago para llegar al hígado que es el amo de la más baja de las tres
partes de que consta el cuerpo. El hígado convierte el alimento que recibe en cuatro sustancias
líquidas, los humores, que son para el cuerpo humano lo que los elementos son para la materia
común de la tierra. Cada humor tiene su análogo entre los elementos. La tierra es análoga
como elemento a la melancolía y la cualidad común entre ésta y aquélla es la frialdad y
sequedad. El agua es asimilada a la flema que es, al igual que el agua, fría y húmeda. El aire
se parece a la sangre y la cualidad común que tienen es el calor y la humedad. Finalmente, el
fuego, con la cólera y comparte con ésta el calor y la sequedad. La siguiente cita de Tillyard,
un estudioso de la época shakesperiana, ilustra muy brevemente este proceso:“En su
operación normal, todos los humores juntos son llevados por las venas, el hígado al corazón,
siendo tan necesaria una mezcla apropiada de los humores para el desarrollo y buen
funcionamiento del cuerpo como la de los elementos para la creación de sustancias
permanentes. Los cuatro humores creados en el hígado son la humedad del cuerpo, dadora de
vida. Generan un principio vital más activo, el calor vital, que corresponde a los fuegos del
centro de la tierra, agentes a su vez en la lenta formación de los metales. Este calor vital llega
al cuerpo por mediación de tres tipos de espíritus, autoridad suprema del microcosmo. Los
espíritus naturales son un vapor formado en el hígado y llevado junto con los humores a lo
largo de las venas. Como tal, tienen que ver con el lado inferior o vegetativo del hombre y
están bajo el dominio del hígado. Pero, movidos en el corazón por el calor y el aire que llegan
de los pulmones, adquieren una calidad superior y se vuelven espíritus vitales. Acompañados
por un tipo más noble de sangre, también refinada en el corazón, llevan la vida y el calor por
las arterias. El corazón es rey de la parte media del cuerpo. Es asiento de las pasiones y por
ello corresponde a la parte sensitiva de la naturaleza del hombre. A su debido tiempo, algunos
de los espíritus vitales son llevados por las arterias al cerebro, donde se les convierte en
espíritus animales. El cerebro gobierna la parte superior del cuerpo humano y es la sede de la
parte racional e inmortal. Los espíritus animales son los agentes ejecutores del cerebro por
medio de los nervios y comparten cosas del cuerpo y del alma”(41).
La naturaleza del carácter del hombre era el resultado del entrelazamiento de humores, así si
un hombre era de temperamento flemático, se pensaba que tenía los humores mezclados de tal
manera que permitían el predominio de la flema, el humor frío y húmedo. Según Tillyard,
“los isabelinos (los contemporáneos de Shakespeare) basados en esta teoría del carácter, tan
rígidamente física, se sentían muy cerca del resto de la naturaleza, y particularmente muy
susceptibles a la acción de las estrellas” (42).
En la obra de Shakespeare es frecuente encontrar personajes que, desde la óptica
anteriormente citada presentan una “anormalidad” en sus humores: Hamlet es melancólico,
Lear y Macbeth están locos. Es usual también que para tildar a un hombre de cobarde se le
diga que posee “un hígado blanco”, así en El mercader de Venecia se lee:“¿Cuántos cobardes
hay de corazón tan falso como peldaños en la arena- llevando en su mejilla la cólera de Marte
y las barbas de Hércules de hígados tan blancos como la leche si por dentro miras- que el
excremento sólo asumen del valor para mostrarse como hombres?”(43).
Representación del cuerpo en Hamlet
Si bien en la obra shakesperiana aparecen todos los elementos de la cadena del ser, no siempre
lo hacen de una manera armónica, es decir, en algunos casos la gradación en cuanto al ser se
ve modificada. Por ejemplo en Hamlet(44), una vez que éste ha matado a Polonio,
Rosencrantz, uno de sus viejos amigos que se ha convertido en traidor, le pregunta dónde está
el viejo Polonio y Hamlet le contesta: “No donde come, sino donde es comido. Cierta
asamblea de gusanos políticos está ahora con él. El gusano es el único emperador de la dieta:
nosotros cebamos a todos los demás animales para engordarnos, y nos engordamos a nosotros
mismos para cebar a los gusanos. El rey gordo y el escuálido mendigo no son más que
servicios distintos, dos platos, pero de una misma mesa; ése es el fin de todo”(45).
En esta cita la progresión en cuanto a la naturaleza de los seres en la cadena del ser ha sido
abolida ya que, al considerar Hamlet al hombre solamente como alimento de los gusanos, lo
ha disminuido en cuanto a su naturaleza. La representación del hombre que vemos a través de
esta cita no responde a los lineamientos de la cosmovisión medieval, ni a los de la cadena del
ser en particular, en tanto él ya no es el centro de la creación, ya no es semejante a Dios, sino
que se lo iguala a los demás animales, inclusive a aquellos más “repugnantes” como los
gusanos.
De esta forma vemos que todo está unido pero no para ascender a Dios, como sucedía en la
antigua cosmovisión, sino para terminar en lo más inferior: los gusanos. Continúa diciendo el
príncipe de Dinamarca: “Un hombre puede pescar con el gusano que ha comido de un rey, y
comerse luego el pez que se nutrió con aquel gusano” (46).
Encontramos la misma actitud frente al hombre en la famosa escena en la que Hamlet llega al
cementerio y se encuentra con dos sepultureros. El príncipe de Dinamarca, al tomar una
calavera entre sus manos, le dice lo siguiente a su noble amigo Horacio:“Y ahora está en
poder del señor Gusano, descarnada la boca y aporreados los cascos con el azadón del
sepulturero. ¡Aquí hay una linda mudanza, si tuviéramos penetración bastante para verla! ¿
Tan poco costó la formación de estos huesos, que no sirven sino para jugar a los bolos? Los
míos me duelen de sólo pensarlo”(47).
En síntesis, el tiempo que le tocó vivir a Shakespeare resultó estar lleno de incertidumbre y
dudas: las viejas creencias se vieron cuestionadas y aparecieron nuevas concepciones acerca
del cosmos y del hombre. En su obra encontramos tanto elementos de las antiguas creencias,
al concebir al carácter del hombre como el resultado de una mezcla de humores y también
elementos de la nueva visión, como por ejemplo, cuando sitúa al hombre en el mismo nivel
que los gusanos.
El hombre decimonónico: el cuerpo en la ciudad
Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire son dos escritores ineludibles a la hora de analizar la
literatura del siglo XIX. Poe, poeta, cuentista y dramaturgo norteamericano, nació en 1809 y
murió en 1849, es el padre del cuento moderno y del género policial. Entre sus obras se
destacan, entre otras, el poema “El cuervo” y los cuentos “Los crímenes de la calle Morge”,
“La carta robada”, y “ El extraño caso del Señor Valdemar”. Baudelaire, quien fue un
ferviente admirador de Poe (tradujo muchas de sus obras), es considerado el fundador de la
poesía moderna, fue un poeta y crítico de arte francés, que nació en 1821 y murió en 1867. Su
obra máxima Las flores del mal fue publicada en el año 1857.
Analizaré, a continuación, la representación del cuerpo que encontramos en “El hombre de la
multitud” de Poe y en “Las viejecitas” y “A una que pasa”, de Las flores del mal de
Baudelaire, y en “La pérdida de la aureola”, de la obra Pequeños poemas en prosa del
mismo autor. Para esto resultará indispensable referirnos a la urbe moderna, que surge a partir
de la destrucción de la vieja ciudad medieval, en tanto es éste el escenario por excelencia de
los escritos. Dice Berman: “A finales de la década de 1850 y a lo largo de 1860, mientras
Baudelaire trabaja en El spleen de París, Georges Eugéne Haussmann, prefecto de Paris y sus
aledaños, armado de un mandato imperial de Napoleón III, abría una vasta red de bulevares en
el corazón de la vieja ciudad. Napoleón y Haussmann imaginaban las nuevas calles como las
arterias de un nuevo sistema circulatorio urbano. Estas imágenes, tópicos en la actualidad, en
el contexto de la vida urbana del siglo XIX resultaban revolucionarias. Los nuevos bulevares
permitían que el tráfico circulara por el centro de la ciudad, pasando directamente de un
extremo al otro, lo que hasta entonces parecía una empresa quijotesca y prácticamente
impensable”(48).
La flamante disposición de la ciudad echó abajo edificios, desplazó a miles de personas,
destruyó barrios enteros que existían desde hacía siglos, pero también abrió la totalidad de la
ciudad, por primera vez en la historia, a todos sus habitantes y les permitió circular
libremente por todos los espacios.
Esta inédita ordenación del espacio urbano fue uno de los elementos que marcó el comienzo
de una nueva experiencia vital: la de la modernidad. Ésta, que nos resulta natural, supone una
particular vivencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades
y los peligros de la vida. El mundo se presenta como un universo a explorar, todo circula,
todo parece accesible, el tiempo se acelera.
La ciudad no sólo se convierte en un lugar abierto a todas las personas, pertenezcan a la clase
que pertenezcan, sino que también se transforma en un espectáculo: “Los bulevares de
Napoleón-Haussmann crearon nuevas bases -económicas, sociales, estéticas- para reunir
enormes cantidades de personas. Al nivel de la calle, estaban bordeados de pequeños negocios
y tiendas de todas clases, y en todas las esquinas había zonas acotadas para restaurantes y
cafés con terrazas en las aceras ... Se dispusieron isletas peatonales para cruzar más
fácilmente las calles, para separar el tráfico local del interurbano y para abrir rutas alternativas
de paseo. Se diseñaron grandes panorámicas, con monumentos al final de cada bulevar, a fin
de que cada paseo llevara a un clímax dramático. Todas estas características contribuyeron a
hacer de París un espectáculo singularmente seductor, un festín visual y sensual”(49).
Junto con el flamante espacio urbano aparece en la literatura, que se convierte en un fiel
testigo de todas estas transformaciones al hacer de la ciudad el escenario predilecto, un nuevo
personaje que es inseparable de aquél: el flaneur. Éste es el que camina por las calles
desinteresadamente, observa e intenta, a partir de los rostros y las vestimentas que ve en las
calles, imaginar biografías.
Podría pensarse que con pequeños rasgos toma“radiografías” de las figuras humanas que
asoman en la multitud; de esta forma, la mirada adquiere una importancia suprema. Los
cuerpos y sus adornos pueden ser leídos por cualquiera que tenga la capacidad de
observación. Leemos en “El hombre de la multitud”: “Miraba a los transeúntes por masa, y mi
pensamiento no los consideraba más que en sus relaciones conjuntas. Pronto, empero, pasé a
los detalles y examiné con minucioso interés las innumerables variedades de figura,
indumentaria, aire, andares, cara y expresión fisonómica. La mayor parte de los que pasaban
tenía un porte presuroso, como adecuado a los negocios, y parecían preocupados únicamente
de abrirse camino entre la multitud. Fruncían las cejas y movían los ojos rápidamente; cuando
eran empujados por otros transeúntes, no mostraban síntomas de impaciencia, sino que se
arreglaban las ropas y se aceleraban. Otros, en mayor número aún, eran de movimientos
inquietos; tenían las caras enrojecidas, hablaban y gesticulaban para sí mismos, como si se
sintiesen solos a causa del amontonamiento de gentes a su alrededor”(50).
En esta ciudad decimonónica encontramos todo tipo de cuerpos, sin distinción de edad ni de
clase, así lo atestigua el poema “Las viejecitas”(51) de Baudelaire en el que la decrepitud que
presentan los cuerpos de los ancianos mezclados en las calles con cuerpos jóvenes, se ostenta
fuertemente:
En los pliegues sinuosos de las viejas ciudades Donde incluso el horror se hace magia, obediente
A fatales humores que me guían acecho A unos seres extraños, atrayentes, decrépitos.
Monstruos rotos que antaño también fueron mujeres, Eponinas o Lais. Contrahechas, jibosas O torcidas, ¡ amémoslas! Todavía son almas Bajo faldas raídas, bajo paños ya fríos. Flageladas por vientos sin clemencia, se arrastran Temblorosas al lado del estruendo de un ómnibus, Apretando a su cuerpo, cual si fueran reliquias, Un bolsito bordado con enigmas o flores; Andan como si fuesen marionetas; avanzan Lentamente, lo mismo que animales heridos, Y parece que bailen, campanillas cuitadas Que sacude cruel demonio. Se encorvan, Pero tienen los ojos como agudos taladros, Con el brillo del pozo que dormita en la noche; Tienen ojos divinos de muchacha que ríe Y se asombra por todo lo que ve relucir. ¿ No habéis visto que muchos ataúdes de viejas tienen casi el tamaño de ataúdes de niños? En sus féretros pone sabiamente la muerte Todo un símbolo extraño, sugestivo, y así Cuando veo pasar a algún débil fantasma Que atraviesa la escena del bullente París, Se me antoja estar viendo a esos seres tan frágiles Que caminan muy quedos hasta su última cuna; A no ser que pensando en cuestiones geométricas, Se me ocurra, delante de esos miembros discordes, Cuántas veces tendrá que variar el obrero Esas cajas en donde esos cuerpos se embuten.
En otro poema del poeta francés, “La pérdida de la aureola” se advierte la relación original
que se establece entre el transeúnte y la ciudad: un hombre honorable es increpado por otro
que le cuestiona su presencia en un lugar “indecente”, el cuestionado da la siguiente
respuesta: “Querido, usted ya conoce el terror que siento por los caballos y los coches. Hace
un rato, mientras atravesaba el bulevar apresuradamente, dando saltos entre el barro, a través
de ese caos tornadizo donde la muerte llega al galope por todos los costados a la vez, mi
aureola, al hacer un movimiento brusco, resbaló de mi cabeza y cayó al madacam de la calle.
No tuve valor para recogerla. Estimé que era menos desagradable perder mis insignias que
hacerme romper los huesos”(52).
El poeta muestra cómo la vida urbana moderna impone movimientos frenéticos a todos y
también nuevas formas de libertad ya que un hombre que sabe cómo moverse en, y a través
del tráfico, puede ir a cualquier parte, por cualquiera de los infinitos corredores urbanos por
donde el mismo tráfico, e inclusive su moral, pueden circular libremente. De esta forma, esta
movilidad abre un gran número de experiencias y actividades nuevas a las masas urbanas.
Muchas veces, la ciudad y sus cuerpos adquieren características bestiales, es decir, cierta
humanidad se pierde por las calles, el siguiente verso del poema “A una que pasa”de
Baudelaire da cuenta de ello, en tanto dice: “ El fragor de la calle me envolvía en
aullidos”(53).
La literatura del siglo XIX presenta cuerpos turbados, productos necesarios de la ciudad
moderna, al tiempo que exhibe a ésta como un espectáculo visual. Finalmente, lo que se
privilegia es la mirada, en tanto es ella la que genera relato a partir de lo que observa.
El Siglo XX: el cuerpo disciplinado
El siglo XX es el del dominio de la técnica instrumental y de la muerte del hombre, así lo
atestiguan, por ejemplo, las guerras mundiales y los totalitarismos políticos. La dominante en
la literatura de este período, en tanto producto cultural de su tiempo, es la de la soledad del
sujeto y hasta la desaparición del mismo.
Franz Kafka, al que se considera uno de los pilares de la literatura del siglo, fue un escritor
judío nacido en Praga, en el año 1883 y muerto en Austria en 1924. Conocemos la mayoría de
su obra gracias a su amigo Max Brod, quien la salvó de la destrucción a la que el escritor
checo la había condenado. Algunas de sus obras son El castillo, El proceso y La
Metamorfosis.
Su obra se vio como un presagio de los horrores que se dieron en el siglo, que demostraron el
punto al que podían llegar la irracionalidad y la maldad del hombre. En el año 1915, él daba
cuenta en su novela breve La Metamorfosis de la desaparición de la humanidad del hombre,
al relatar la historia de Gregorio Samsa, un joven burócrata que, de un día para el otro,
despertaba convertido en un insecto.
El sistema dentro del cual este personaje estaba inmerso lo había convertido en eso, al destruir
las relaciones familiares, “mercantilizándolas”, ya que él había sido importante para su
familia sólo porque llevaba dinero a su hogar, cuando ya no pudo hacerlo, por haberse
convertido en una cucaracha, su familia lo despreció; y al trabajar en un espacio que lo
“alienaba”, es decir, que se le presentaba extraño y en el que no se podía reconocer.
Lo más siniestro en la obra no era la metamorfosis del personaje sino su actitud ante tal
suceso. A él sólo le preocupaba que no podría trabajar, es decir, Gregorio no tenía conciencia
de su tragedia: había dejado de ser un hombre para convertirse en un simple insecto.
En la tercera década del siglo, en el año 1932, Aldous Huxley, escritor inglés que pertenecía a
una familia de notables biólogos, publicó la novela Un mundo feliz que pasó a la historia no
por sus méritos literarios, que son escasos, sino por el carácter de denuncia respecto de su
tiempo: el literato, inserto en el siglo, después de la primera Guerra Mundial, en los albores de
la segunda y frente a sistemas políticos totalitarios realizó una sátira utópica, en la que
visualizaba al futuro en términos de esclavitud y tiranía, con los elementos propios de la
sociedad de consumo y confort en la que él vivía: la producción industrial en serie, las armas
de destrucción masiva y el culto del hedonismo.
En la obra lo que se busca es una sociedad organizada, en la que haya orden y estabilidad,
una sociedad en la que el dolor esté ausente. Para lograr tal fin lo que se hace es transformar
la naturaleza humana y anular la libertad. Así, se modifica al ser humano por medio del
“acondicionamiento”y las drogas. Asimismo, desaparece el concepto de la familia y también
el del amor.
En la sociedad construida en Un mundo feliz es la propia naturaleza del hombre la que ha
sido cambiada, así la procreación está en manos de la fecundación in vitro, el término familia
es completamente desconocido, el dolor, el pathos humano, ha desaparecido gracias al
condicionamiento humano y a la droga soma, que hace que los hombres “se tomen
vacaciones de la realidad”.
El único tipo de ocio está representado por juegos que suponen la utilización de máquinas y
por el sensorama, que implica la práctica cinematográfica pero que evita la representación y
apela a los sentidos directamente, el lugar del autor ha sido anulado y hasta aparece como
innecesario. En este sentido, los espectadores se convierten en actores, ellos padecen en sus
propios cuerpos y sólo en ellos. Se lee en Un mundo feliz:“Los labios estereoscópicos se
unieron nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores
del `Alhambra´ se estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. ``Oh´”(54).
Asimismo, el amor es imposible en tanto las costumbres en la “sociedad fordiana” se han
ocupado de desterrarlo: el frecuentar a alguien más de una vez, es considerado una locura; por
ejemplo Fanny, la amiga de Lenina, una de las protagonistas, le dice a ésta: “La verdad es
que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el mismo
hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía... Pero ¡ a tu edad, Lenina! No, no
puede ser. Y sabes muy bien que el DIC se opone firmemente a todo lo que sea demasiado
intenso o prolongado ...”(55).
En la novela hay un hombre, Mustafa Mond, que tiene el monopolio de ciertos saberes, que
son los de la tradición y la historia, y éstos no sólo permanecen ocultos a los demás hombres
sino que a la vez resultarían incomprensibles para ellos. Así, la historia, como estudio del
pasado, en el mundo de “lo efímero” representado en Un mundo feliz, nunca podría
encontrar un lugar. Es justamente “lo efímero” uno de los elementos dominantes de “la
sociedad fordiana” en tanto ésta hace un culto y está estructurada sobre la base de la sociedad
de consumo que lo necesita para poder funcionar. Todo debe durar poco, desde las relaciones
humanas hasta los vestidos.
El mundo que allí se exhibe se ha desacralizado para tecnificarse, no sólo se ignora toda
trascendencia y se hace un culto de “lo efímero”, sino que el lugar de Dios ha sido ocupado
por uno de los representantes de la producción en serie: Henry Ford. El ritual cristiano de la
señal de la cruz se transforma en la novela en un ritual que hace culto de Ford por medio de
la señal de la T.
Ahora bien, a fines del siglo XX un poeta, novelista y ensayista francés llamado Michel
Houellebecq, nacido en París en 1958, verá en la obra de Huxley no una denuncia sino un
presagio de nuestra sociedad actual. Se podría decir que, al igual que en Kafka, la literatura se
ha adelantado a los hechos. Dice Bruno, el protagonista cínico de la novela Las partículas
elementales:“Siempre me ha sorprendido la extraordinaria precisión de las predicciones que
hizo Huxley en Un mundo feliz. Es alucinante pensar que ese libro fue escrito en el año 1932.
Desde entonces, la sociedad occidental no ha hecho otra cosa que acercarse a ese modelo. Un
control cada vez más exacto de la procreación, que cualquier día acabará estando
completamente disociada del sexo, mientras que la reproducción de la especie humana tendrá
lugar en un laboratorio, en condiciones de seguridad y fiabilidad genética totales. Por lo
tanto, desaparecerán las relaciones familiares, las nociones de paternidad y de filiación.
Gracias a los avances farmacéuticos, se eliminarán las diferencias entre las distintas edades
de la vida. En el mundo que describió Huxley, los hombres de sesenta años tienen el mismo
aspecto físico, los mismos deseos, y llevan a cabo las mismas actividades que los hombres de
veinte años. Después, cuando ya no es posible luchar contra el envejecimiento, uno
desaparece gracias a la eutanasia libremente consentida: con mucha discreción, muy deprisa,
sin dramas. La sociedad que describe Brave new World es una sociedad feliz, de la que han
desaparecido la tragedia y los sentimientos violentos”(56).
Así, desde esta cita podemos ver que el cuerpo del hombre de finales del siglo no sólo no
responde a una naturaleza humana fija sino que tampoco lo hace frente a los ciclos de la
naturaleza, por ejemplo, al hacerse uso de la cirugía estética para verse más joven o de la
eutanasia para morir.
Continúa diciendo Bruno: “Sé muy bien que el universo de Huxley se suele describir como
una pesadilla totalitaria, que se intenta hacer pasar ese libro por una denuncia virulenta: pura
y simple hipocresía. En todos los aspectos, control genético, libertad sexual, lucha contra el
envejecimiento, cultura del ocio, Brave New World es para nosotros un paraíso, es
exactamente el mundo que estamos intentando alcanzar”(57).
La literatura de los inicios del siglo XX ha sido pesimista respecto al destino del hombre: lo
atestiguan tanto la obra de Kafka con su personaje Gregorio que, por fuerza de un trabajo que
no le daba identidad, que lo alienaba, se convertía en un gran insecto, como la obra de
Huxley, en la que a partir de un sistema totalitario, el hombre perdía no sólo su conciencia y,
por lo tanto, su libertad, sino también su condición humana. El cuerpo humano, en el primero,
era lo que desaparecía más rápido, y en el segundo, era lo que se tomaba como un objeto
seriado, apto para ser manipulado.
Houellebecq, a fines del siglo XX, para dar cuenta de la pérdida de humanidad del hombre no
utiliza ni elementos fantásticos, como sí lo hizo Kafka, ni elementos distópicos, a la manera
de Huxley, sino que sólo se dedica a mostrar cómo en nuestro tiempo se intenta “expulsar” al
cuerpo de su ciclo natural y convertirlo en un producto de mercado artificioso más.
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54- Huxley, Aldous. Un mundo feliz. Colombia: Plaza & Janes; 1991, p.135.
55- Huxley, p.45.
56- Houellebecq. Las partículas elementales. Barcelona: Anagrama; 1999, p. 156.
57- Houellebecq, p.158.