Ratón de Biblioteca

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Poesía, narración e ilustración

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RELATOS Y POEMAS

ROCÍO ANTÓN AMALIA GARCÍA BUSTOS

EMILIA GARCÍA PABLO GARRIDO ELENA LUQUE MANUEL LUQUE

JOSÉ MARÍA MONCADA JOSÉ LUIS ORTIZ DAMIÁN ROSA

PEPE DE LA TORRE INMACULADA VILLANUEVA

ILUSTRACIONES

DAMIÁN ROSA MARCOS REINA

FRANCISCO SELVA

PORTADA: FRANCISCO SELVA CONTRAPORTADA: DAMIÁN ROSA

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ROCÍO ANTÓN

1

JUAN APAGÓ LA TELE. Una vez más, Lola, la presentadora más atractiva del Canal Sur, lo había mirado a los ojos y le había dicho: " Te espero aquí mañana a la misma hora, no me falles".

Llevaba una semana personándose en los estudios de grabación para verla. No entendía porqué esos gorilas de la puerta no le dejaban entrar, tenía una cita.

2

LA CIRUGÍA NO HABÍA SERVIDO PARA NADA. Ni una sola arruga, pómulos perfectos y unos carnosos labios dispuestos para el beso, pero su marido seguía viendo a Inés.

La próxima vez utilizaría el bisturí para clavárselo.

3

LO VIERON POR ÚLTIMA VEZ escondido detrás de las páginas de un libro. Nunca volvió. Es otro hombre el que habita su cuerpo desde entonces.

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AMALIA GARCÍA BUSTOS

MADUREZ

Mis raíces están en los corazones que amo, en las ausencias, en las vidas que llevé dentro, en los libros, y su intimidad, en los azules del mar y en la nostalgia infinita de lo que nunca viviré. Ya no lucho por ti, no soy tu sueño, tan solo quiero amarte y que sigas contemplando en mis ojos tu tierra añorada. Mis raíces se ahondan en tu piel, en tu mirada y en tus palabras, porque a tu lado estoy creciendo tanto, tan alta me hago, que puedo acariciar con las manos, los anaranjados atardeceres de todas las primaveras.

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AMIGAS

A Dori y María del Mar

Madre, vas a hacerme una trenza con lazos de verde terciopelo, tres mechones separas, dos a los lados, uno en el centro, las monjitas no nos dejan Que llevemos el pelo suelto. Frente al espejo la imagen del primer día de colegio, la falda tan tableada, los ojos con tantos sueños y una maleta llena de libros que huelen a nuevo. Tres mechones que trenzas, con tres lazos de verde terciopelo dejando al descubierto la sonrisa del encuentro. La trenza tejida, madre, te beso como si fuese el aire que te acariciara. Me esperan. Y allá vamos las tres juntas, con nuestras faldas tan tableadas, con nuestras trenzas de terciopelo verde, como el color de nuestras miradas. (Para siempre trenzadas)

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DOLOR

A Carlos, mi hermano.

Duele volver a nacer, mudar la piel al tacto acostumbrado, remover creencias y latidos, hacer equilibrios en la cuerda de los años, por lo vivido, por lo ganado, por lo perdido, por lo llorado. Duele, a estas alturas, no encontrar el camino de regreso hacia la piel que un día amamos. Elegí cruzar la línea, porque creí en tu palabra, cruzar el horizonte, porque a mis manos le crecieron alas, arrojarme a un mar en oleaje, a sabiendas de mi naufragio, y volví a llorar con las mismas lágrimas. Y sé que ya nada puede rescatarme de este dolor, que no hay espejos donde mirarse el alma y para mirarme por dentro no poseo otra mirada, sólo queda la espera paciente a que el círculo se cierre.

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EMILIA GARCÍA

ANIVERSARIO

Para F ali y su casa definitiva

Hemos ido a llevar flores al lugar. Deposité el ramo fresco en la tierra seca.

Alrededor, algunos matojos amarillos y ásperos. El bochorno agostado entre las grietas.

Tu no estás hermano mío, mas algún que otro átomo tuyo, por allí permanece.

Quizás en esa hiedra que nace de la hendidura de la roca, desde lo oscuro y fresco del mineral. Quizás, allí, engarzadas en sus espirales, algo tuyo fluya por su savia.

Esa hiedra en la roca. Las vistas abiertas hacia el mar. Y ese ramo de flores sobre la tierra seca.

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Eso es todo.

Pero en mi corazón eres de carne. Estás aquí conmigo, con tu exacta apariencia que no es recuerdo, sino milagro, redivivo en mi amor, hermano mío.

Te doy mis palabras, un ramillete de palabras. Mas, de vez en cuando, también iré a la tierra, a la roca, a la hiedra, y te llevaré un ramo de flores frescas.

YO TENGO UN HERMANO

A Fali

Yo tengo un hermano, uno de entre los cinco, que decidió vivir su última madrugada con el sueño en los bolsillos.

Se fue despidiendo entre copas, despacio,

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deshojando la noche con sus ojos de niño.

Imagino a mi hermano bebiendo del último beso. Del sabor de unos labios iniciando la huida.

Hablando de cosas banales con el penúltimo amigo. Del calor de este agosto ya definitivo.

Lo imagino marchando único y amargo, dejando atrás la noche con su dolor oscuro.

Lo imagino riendo solo y lunático, con su sed de amor y su tristeza de pozo antiguo.

Lo imagino y lo tengo sobre mi piel. ¡Siemprevivo!

Aunque mi pecho se encharque en la hiel de su adiós repentino.

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PABLO GARRIDO

VUELO PERDIDO

(Ganador provincial del 50 Concurso “Jóvenes Talentos-Premio de Relato Corto", de la Fundación Coca-Cola)

Un día, después de un sueño inquieto, me desperté convertido en un manojo de nervios. “Empieza un nuevo día -me recordé. Este día va a ser tan importante como los demás.”

Juan bajaba a desayunar, empezaba la tarea. Me acerqué a él, desayunaba cereales con leche. Yo, mientras, buscaba en un cubo algo de comer, ¡es increíble que la madre de Juan desperdicie tantas cosas! Poco después entró su padre con traje de chaqueta diciendo que se iba a trabajar. A mí, como siempre, ni me miró.

Mi trabajo consiste en cuidar de Juan, le protejo contra los ataques de insectos y le alejo del peligro. A nosotros nos encantan las personas… ¡las adoramos! Aunque no nos respeten. Nos llaman bichos asquerosos, repelentes y sucios. Pero lo aceptamos. Cuidaré de Juan hasta que muera, entonces mis descendientes seguirán mi trabajo. Cuando Juan muera, cuidarán de otro.

En el camino del colegio Juan se encontró con algunos compañeros y amigos. Hablaban del partido que iban a jugar ese día. Que si Manu se hacía una jugada y metía gol, que si

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José María se la paraba, etc. Y mientras, seguí cuidando de Juan hasta que llegó al colegio.

En las clases me aburro. Hoy ha salido Juan a la pizarra para que hiciera cálculos y dijese cosas que se estudiaba en casa. También le han enseñado a dividir.

En el recreo Juan se come su bocadillo, yo voy a pedirle un poco, pero él hace ademán de pegarme y me voy a buscar comida en otro de los cubos que hay en el patio.

En el camino de vuelta del colegio me alejo de Juan, todavía estoy enfadado por lo del recreo. En casa su madre ve las noticias. Un volcán ha entrado en erupción.

Juan se va a su cuarto a estudiar. Mientras, estoy dando vueltas por la casa. En las noticias se ve ahora que un equipo de fútbol ha ganado una copa. Es muy bonita, los jugadores la sostienen en alto mientras otras personas en la grada gritan “¡Viva!”

La madre de Juan dice “¡A merendar!” Juan baja corriendo las escaleras. Su madre le ha hecho un bizcocho. Yo miro hacia la miel, el bote no está y ha dejado miel en la estantería. Empiezo a chupar, ¡me encanta! Es el manjar más delicioso que he probado nunca. Miro a Juan, ¡el bizcocho es de miel! Le pido un poco, pero él, de nuevo, intenta pegarme y me dice:

-¡Fuera, bicho!

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Entonces, enfadado, me voy a la entrada y me poso en el paragüero. El paraguas de Juan es muy bonito, me entretengo mirándolo. Lo que nunca supe es que Juan me siguió hasta la entrada.

-¡Mamá! –gritó Juan- ¡He matado a una mosca!

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ELENA LUQUE

TRAS LA NIEBLA

(Finalista provincial del 50 concurso “Jóvenes Talentos - Premio de Relato Corto", de la Fundación Coca-Cola)

Un día, después de un sueño inquieto se despertó convertido en una persona totalmente distinta; pareció que ese sueño le distrajo de muchas cosas, la expresión preocupada y sin vida de su rostro fueron sustituidas por la faz de una persona tranquila, sin ningún problema. Por unos minutos pareció que había olvidado el espantoso día anterior, aunque una vez que abrió los ojos y vio que estaba solo en plena carretera nevada no pudo evitar que el horrible sentimiento que había vivido hacía unas horas volviera a inundarlo en un mar de desesperación.

No sabía qué hacer, a quién acudir, o cómo actuar. Sólo sabía que estaba solo y que lo que vio le había marcado para siempre.

Marcos siempre había sido un chico tranquilo y alegre, con una vida sin necesidades. Todo empezó el día anterior, cuando iba camino a su casa después de un día de colegio como otro cualquiera. Iba pensando en la merienda espléndida que le esperaba al llegar a casa. Cuando llegó a su puerta oyó voces, seguramente fueran sus padres discutiendo, últimamente no paraban de pelear. Pero hoy sólo se escuchaba la voz de su padre gritando. Pegó la oreja a la puerta esperando oír el

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motivo de su pelea. Sólo escuchó palabras sueltas: mentido, otro hombre, harto y matar.

Sin esperárselo oyó un grito de su madre seguido por un silencio. Marcos se asustó mucho y entró, fue corriendo al salón y cuando llegó vio a su madre en el suelo con un cuchillo clavado y un charco de sangre alrededor. También vio a su padre con las manos llenas de sangre y la furia desfigurándole el rostro. Marcos no pudo evitar pegar un grito. Todo lo demás pasó muy rápido. Su padre se giró y dijo: “no puede haber testigos”, cogió el cuchillo y Marcos lo comprendió todo y corrió todo lo que sus cortas piernas le permitían.

Ahora estaba acuclillado en la carretera intentando combatir el frío. Cuando levantó la cabeza divisó una sombra que se le acercaba amenazante, no la veía muy bien porque había mucha niebla. Una vez que se le acercó lo suficiente pudo reconocer la silueta de su padre.

Intentó levantarse, pero estaba demasiado débil, por lo que comprendiendo lo que se le venía encima cerró los ojos y esperó. Su padre le susurró al oído “te encontré”. Acto seguido Marcos, que lo único que veía era la oscuridad del interior de sus párpados, sintió un dolor insoportable en la espalda. Unos segundos después, que se le pasaron como horas, una oscuridad distinta a la que veía lo envolvió. Entre toda esa oscuridad vio una luz que ganaba espacio a la oscuridad y entonces vio a su madre, esperándolo con los brazos abiertos.

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MANUEL LUQUE

A YOLANDA

Ahora que es tan difícil pararse y que el sacrificio se convierte en renuncia.

Ahora que el tiempo se adormece y el despertar en ti se apresura.

Ahora que nuestro amor subyace y que inexorablemente se muestra.

Ahora que la felicidad se edifica y que la ilusión de nuevo renace.

Ahora que cuanto más te tengo desaforadamente más te extraño.

Ahora, amor, quiero que el ayer sea hoy y que el mañana sea ahora.

Ahora, amor, ahora…

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CANDLE IN THE HORIZON

Esas luces en el horizonte,… ¿puedes verlas? No te preocupes, están ahí.

Aquellas nubes perturban la claridad del día, la anhelada cotidianeidad, el feliz devenir de la vida.

No pierdas la esperanza, retén este momento, vívelo, guárdalo. Retazos de ilusión que impregnan sin querer, callados, lentos el valiente futuro, destino de tu razón.

Desnuda el alma, abierta también la puerta de tu pasión; sincera, decidida, conjugas tristeza y valor.

Sueña tu vida, vive tu quimera; desecha todo mal, haz que lo lejano se acerque, que tu felicidad sea eterna.

Esas luces en el horizonte,… ¿puedes verlas? No te preocupes, están ahí.

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JOSÉ MARÍA MONCADA

OTOÑO

Todo enmudece en el robledal cuando llueve áspero y en cortina, borrando casi el horizonte, desnudando el azote de la luz. Siembran las gotas el silencio primigenio del planeta. Este entreacto del día permite conectar con la quietud sanadora de la vida.

Cuando la lluvia cesa, un olor profundo a tierra agradecida, implorante durante el estío con su rojo solar de despedida, sube hasta perfumar la copa de los árboles.

Algo concluye y el viento lo anuncia.

El bosque agradece esta savia renovadora y este instante regalado se queda en mi retina y mi sangre.

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JOSÉ L. ORTIZ

A PROPÓSITO DE DARWIN

Creo en razones superiores de orden biológico que nos permiten aceptar la derrota del salmón en las zarpas del oso cuando, al límite de sus fuerzas, remonta la corriente. Desconozco, no obstante, por ahora qué razón no tan alta ni tan grave aduciremos para penetrar en la lucha inútil del pez contra las aguas, su terror al sentirse devorado.

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DAMIÁN ROSA

BARTLEVY

Bartlevy levantó lentamente la cabeza de la mesa. Los compañeros, agolpados en la puerta, estaban atentos a la determinación que había tomado el jefe:

-Bartlevy, lleva usted sin salir de la oficina más de un año. No le parece... bueno, que ya es hora de que tome aire. Vaya al despacho del jefe de personal. Le dará su finiquito

-No se preocupe. – Bartlevy, parsimonioso, se levantó con los brazos en jarras, recogió de golpe todo lo que tenía en su escritorio como pudo y se dirigió hacia la puerta dejando atrás los objetos que se iban cayendo. El despacho, sorprendentemente, se vio iluminado por unos rayos de sol que habían sido negados por años en aquel rincón.

Sus compañeros se hicieron a un lado cuando pasó y no dejaron de observarle hasta que dobló la esquina. Bartlevy sabía que pronto volvería a ese rincón del edificio, sus compañeros no lo sabían pero desde hace muchos años estaba allí, aguardando, agazapado entre los pliegues del tiempo. No sabían que todas las circunstancias posibles revertían los hechos, el tiempo y el espacio para que volviera a ese lugar, en su eterna espera de ella.

Desde entonces nada importante paso en la empresa hasta su quiebra y posterior compra por la empresa SACHS & BART Co. La señorita Sachs era la joven heredera de los propietarios de inmuebles en el centro de Manhattan. La primera vez que vio a Bartlevy, éste esperaba junto a la puerta del

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departamento de personal. Sentado en una pequeña silla y sosteniendo entre sus brazos un montó de papeles y objetos que se mantenían en un inquietante equilibrio. Ella siguió hasta su despacho pensando quien sería ese personaje tan extravagante. Se volvió para echarle otra mirada al extraño visitante, éste ya había desaparecido de la vista. No sin antes dejar varios papeles por los suelos.

Horas mas tarde, la señorita Sachs salía a almorzar, como todos los días, con su secretaria Naomi. Al pasar junto al despacho del departamento de personal, vio un montón de papeles y objetos tirados junto a la puerta.

La señorita Sachs se agachó para coger algo brillante del amasijo de objetos. Eran unas extrañas gafas con varias filas de cristales. Cada ojo con tres cristales de diferentes colores: violeta, rojo y amarillo. Cuando se las iba a probar se abrió la puerta del despacho y apareció Bartlevy. La señorita Sachs se asustó y soltó las gafas que cayeron en dirección al suelo. Haciendo malabarismos con su cuerpo y sus manos, consiguió cogerlas en el aire. Bartlevy la ayudó a incorporarse:

-¿Se encuentra bien? –Le preguntó. Parecía preocupado, pero no por los daños que tuviera su nueva jefa. Su mirada estaba fija en las gafas que seguía sosteniendo entre sus delicadas manos.

-¡Oh! Perdone. Estoy bien. Soy Margaret Sachs. Veo que ha estado con Wallace, nuestro jefe de personal. ¿Le veremos trabajando por aquí?

-Creo que sí.

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-Pues, antes de comenzar limpie todo eso que ha dejado tirado por el suelo. –Margareth se giró altivamente. Tras unos segundos de incertidumbre, siguió su camino.

-Perdone, Señorita Sachs, podría devolverme mis gafas –Con un sensual movimiento, le devolvió los lentes y se marchó en dirección contraria.

Bartlevy vio cómo se contoneaba por el pasillo en dirección al ascensor. Se puso las gafas y lo que antes era una bella mujer, ahora, tras las lentes modificadas pudo ver su apariencia real. Una masa llena de tentáculos constituían su cuerpo y un extraño bulto violeta sobresalía sobre todos los apéndices formando su cabeza. Por fin supo que había llegado al sitio adecuado. Por fin, después de tantos años de espera, había encontrado a su media naranja.

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PAISAJE NEUROMÁNTICO

Volando por un paisaje azul eléctrico. No hay vida ni materia. La luz no ilumina y las sombras son reflejos. Sé que todo a mi alrededor es una recreación implantada en mi cerebro a través de electrodos conectados a una consola y pegados a mis sienes.

Aquí, en la nube cuántica, están guardados todos mis recuerdos, todos mi seres queridos. Todo mi universo pasado.

En el exterior puede que siga la vida. Ya no lo sé. La última vez que entré aquí, por culpa de un fatal accidente, me transmitieron que tardarían dieciocho meses en construirme un cuerpo. Creo que ha pasado mucho más que ese tiempo. Ya no sé si estoy en el pasado o en el futuro.

¿Qué habrá pasado? ¿Se habrán olvidado de mi? ¿Habré perdido la noción del tiempo aquí dentro? No tengo forma desde aquí para comunicarme con el exterior.

-¿Por qué no disfrutas de las simulaciones que tienes en tu banco de memoria?, me dijo de repente el simulacro de profesor de física de mi primer año de universidad. No sé porqué se activaba solo. Podría activarse el de mi primer amor. He descubierto que girando ciento ochenta grados sobre él se marcha.

Volando por este paisaje azul eléctrico, en lo único que no quiero pensar es en la muerte. Sólo espero que por lo menos alguno de vosotros me monitoreéis y busque una forma de sacarme de aquí. ¿Estás tú ahí?

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PEPE DE LA TORRE

FIEBRE

Me resbalo de nuevo por la pendiente, angustiosamente hacia lo infinito. ¿Estoy despierto ya? Entonces ¿es que estoy avanzando hacia algún grado de locura?

Me agarro a ti, pero si lo hago empiezo irremediablemente a tener que seguir sumando cosas, hacer boquetes, ordenar todo porque todo está desordenado. ¿Estamos sobre una cama? ¿O sobre una mesa repleta de libros, revistas, papeles...? ¿Por qué esta confusión?

Abro los ojos y vuelvo a respirar tranquilo. Yo soy yo, tú eres tú. Si me uno a ti no tengo que hacer otra suma que mis 38 a tus 38. Y la diferencia con el resto está clara. O al menos debería estarla. Y sin embargo de nuevo sin freno (¿por qué no puedo frenar este deambular de mis pensamientos?) me vuelvo a deslizar en la suma, en juntar los paquetes, ordenar la mesa, ¡Pero si estoy en la cama!

Me inquieto, me desasosiego (nunca había sentido una palabra tan en su justo término) ¿Por qué empieza todo nada más cerrar los ojos? Pienso en los tres días pasados con fiebre ¿Habrá quedado algo sin funcionar ahí dentro? Si es así tendré que aprender a evitar la angustia. No tiene por qué asustarme esta caída constante al infinito. Hasta puede ser un viaje fascinante. No tengo más que volver a unirme a ti para devorar sinuosidades sucesivas a velocidad progresivamente acelerada.

Acaso ahora sea capaz de cerrar los ojos y no asustarme. ¿Por qué este miedo al vacío? ¿No es quizás una

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fascinación? Estoy empezando a pensar que es una experiencia metafísica. Cuando empiece la caída podría intentar interrumpirla colocando en mitad de la pendiente un tótem que me detenga, unas manos que ordenen la mesa, un sacramento que explique la unión de mis manos sobre tu pecho... ¿La caída se detendría?

El infinito sería esa gran máquina que lo ordena todo. De pronto el sueño perdería todo su “encanto” y su fascinación de caída hacia no se sabe dónde.

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MIRADA INSISTENTE EN VAGÓN DE TREN

Hubo un fugaz cruce de miradas cuando él entró en el vagón del tren de cercanías.

Ella le clavó los ojos desde un asiento trasero, con una decisión de repente pertinaz.

Él buscó una fugitiva posición cerca de la ventana.

Ella quiso realzar su obstinada presencia.

Él, consciente de su precaria situación, disimulaba estar leyendo su “Manual de instrucciones para asesinar al director de orquesta”.

Ella desde su asiento leyó el título, y dejó aparecer una mueca irónica, recordando su extravagancia incorregible.

Él no adivinaba a superar su inferioridad repentina.

Ella, con su contemplación contumaz, sabía que por fin había vencido al miedo.

El, con su sumisa actitud en público, se estaba arrepintiendo del día en que le levantó la mano.

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INMACULADA VILLANUEVA AYALA

LOS BRAZOS

Las venas de sus brazos que apenas, en circunstancias normales, se le notaban, estaban engordando con una rapidez vertiginosa, parecía que quisiesen apresar toda la sangre de su cuerpo, una sangre que cada vez se le iba haciendo más oscura, más espesa. Graciela extendió sus brazos hacia delante porque no podía dar crédito a lo que veía, no sólo las venas parecían ríos de sangre buscado desesperadamente un cauce, la piel de sus brazos también evacuaba un líquido blanco y viscoso parecido a la saliva y corría hacia abajo como si ésta le estuviese sobrando. Graciela se asustó tanto que se puso histérica y llamó a gritos a su marido y éste acudió solícito en compañía de otra mujer y de un niño. El niño debía tener unos nueve o diez años, era moreno y fuerte. Graciela pensó que el niño, ese niño, era suyo a pesar de saber que ella no era su madre. Aquel día habían almorzado mariscos, cangrejos de mar y centollo. Graciela en su desconcierto dedujo que lo que le estaba ocurriendo sería una reacción alérgica a la comida, aunque nunca antes le hubiese pasado algo semejante. Seguía perpleja observándose los brazos y las manos, lo que le estaba ocurriendo iba en aumento, ahora sus dedos se estaban pegando los unos a los otros como si tuviesen pegamento, con la intención de convertirse en una sola pieza. A Graciela le palpitaba el corazón tan rápidamente como parecía aumentar el volumen de sangre en sus venas. Su marido y la mujer de su marido y el niño de los nueve o diez años se quedaron paralizados al ver aquello y decidieron de inmediato llevar a Graciela al hospital más próximo. Graciela

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se montó en el coche en el lugar en el que siempre se había montado, aunque le insistió, de manera amable, a la mujer de su marido para que fuese ella la que se sentara delante. Su marido la miraba de soslayo con cara de preocupación y desasosiego, y es que a Graciela parecía que le fuese a reventar la piel de los brazos. El líquido que soltaba su piel y se arrastraba viscoso hacia abajo estaba manchando la moqueta del coche y sin saber cómo Graciela se acordó del desierto de Sonora, de aquel calor, de aquel viento tan árido, de aquel desierto sin arena. Cerca de las puertas del hospital, su marido paró el coche metalizado en seco, de golpe, frenó bruscamente e hizo salir a su mujer, la que iba sentada detrás de Graciela, afuera y comenzaron a discutir en voz alta con insultos que lastimaban los oídos de Graciela, sin importarles lo más mínimo que estuviesen presentes ella y el niño. Graciela bajó del coche como pudo, sosteniéndose los brazos, y les suplicó que no se pelearan, que ella sólo quería que la mujer de él también la quisiera a ella, pero que no se gritaran más, que acabasen con tanta guerra, que a ella estaba a punto de que le saltasen en pedazos los brazos. La miraron atónitos, enmudecidos, y subieron al coche otra vez como si no hubiese pasado nada y su marido cogió una velocidad que a Graciela le pareció, incluso en su estado, excesiva. Llegaron al hospital y Graciela ya tenía las venas como torrentes de sangre cubiertas por una extraña viscosidad blanca. La mujer de su marido era doctora. Graciela lo sabía. Metieron a Graciela en una habitación casi a oscuras y entró un señor forrado de blanco con una jeringuilla que medía cincuenta centímetros y que llevaba en su interior un líquido verde fluorescente. Graciela se quedó dormida.

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Nº 1 Málaga, enero de 2011

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