Preludio- Katherine Mansfield

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PRELUDIO No quedaba en la calesa ni una pulgada de espacio para Lottie y Kezia. Se tambalearon cuando Pat las sentó encima del equipaje: el regazo de la abuela estaba colmado y a Linda Burnell le hubiera resultado imposible albergar en el suyo el más mínimo trocito de niño, por corto que fuera el trayecto. Isabel muy ufana, estaba retrepada en el pescante junto al nuevo criado. En el suelo se apilaban bultos, cajas y canastos. –Son todas cosas de primera necesidad que no puedo perder de vista ni por un instante –dijo Linda Burnell con voz de fatiga y excitación. Lottie y Kezia estaban de pie en el pedazo de césped justo detrás del portón, listas para la aventura con sus chaquetas de botones con anclas de metal y sus gorritas redondas con cintas que ostentaban nombres de acorazados. Tomados de la mano, miraron con ojos muy abiertos “las cosas de primera necesidad” y luego a su madre. –Tendremos que dejarlas. Eso es todo. Tendremos que abandonarlas, sencillamente –dijo Linda Burnell. Una extraña risita flotó sobre sus labios, se recostó sobre los almohadones de cuero y cerró los ojos mientras su boca temblaba de risa. Afortunadamente, en ese momento la señora Samuel Josephs, que había estado observando la escena desde la ventana de su sala, se acercó con su andar de pato por el sendero del jardín. –¿Por qué no deja a las niñas conmigo esta tarde, señoda Budnell? El almacenedo puede llevadlas en su carro esta noche. También hay que llevad esas cosas que están en el suelo, ¿veddad? –Sí, hay que llevar todo lo que está afuera de la casa – dijo Linda Burnell, y su blanca mano señaló las mesas y las sillas puestas patas para arriba en el jardín delantero–. ¡Qué absurdas parecían! O las daban vuelta para llevarlas o también Lottie y Kezia tendrían que viajar patas para arriba. Y se moría por decirles: “Vamos, niñas, pónganse patas para arriba y esperen al almacenero”. Le parecía tan gracioso que no podía atender a lo que le decía la señora Samuel Josephs.

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PRELUDIO

No quedaba en la calesa ni una pulgada de espacio para Lottie y Kezia. Se tambalearon cuando Pat las sentó encima del equipaje: el regazo de la abuela estaba colmado y a Linda Burnell le hubiera resultado imposible albergar en el suyo el más mínimo trocito de niño, por corto que fuera el trayecto. Isabel muy ufana, estaba retrepada en el pescante junto al nuevo criado. En el suelo se apilaban bultos, cajas y canastos.

–Son todas cosas de primera necesidad que no puedo perder de vista ni por un instante –dijo Linda Burnell con voz de fatiga y excitación.

Lottie y Kezia estaban de pie en el pedazo de césped justo detrás del portón, listas para la aventura con sus chaquetas de botones con anclas de metal y sus gorritas redondas con cintas que ostentaban nombres de acorazados. Tomados de la mano, miraron con ojos muy abiertos “las cosas de primera necesidad” y luego a su madre.

–Tendremos que dejarlas. Eso es todo. Tendremos que abandonarlas, sencillamente –dijo Linda Burnell. Una extraña risita flotó sobre sus labios, se recostó sobre los almohadones de cuero y cerró los ojos mientras su boca temblaba de risa.

Afortunadamente, en ese momento la señora Samuel Josephs, que había estado observando la escena desde la ventana de su sala, se acercó con su andar de pato por el sendero del jardín.

–¿Por qué no deja a las niñas conmigo esta tarde, señoda Budnell? El almacenedo puede llevadlas en su carro esta noche. También hay que llevad esas cosas que están en el suelo, ¿veddad?

–Sí, hay que llevar todo lo que está afuera de la casa –dijo Linda Burnell, y su blanca mano señaló las mesas y las sillas puestas patas para arriba en el jardín delantero–. ¡Qué absurdas parecían! O las daban vuelta para llevarlas o también Lottie y Kezia tendrían que viajar patas para arriba. Y se moría por decirles: “Vamos, niñas, pónganse patas para arriba y esperen al almacenero”. Le parecía tan gracioso que no podía atender a lo que le decía la señora Samuel Josephs.

El gordo cuerpo, de huesos crujientes, se apoyó en el portón y el rostro enorme y gelatinoso esbozó una sonrisa.

–Do se pdeocupe, señoda Budnell. Lottie y Kezia pueden tomar el té en el cuadto de los niños y después las pondré en el carro.

La abuela reflexionó.–Sí, verdaderamente es el mejor plan –dijo–. Se lo agradecemos mucho,

señora Samuel Josephs. Niñas, digan “gracias” a la señora Samuel Josephs.Dos tímidos gorjeos:–Gracias, señora Samuel Josephs.–Y pórtense bien y, acérquense –las niñas se aproximaron–, no olviden avisar

a la señora Samuel Josephs cuando quieran...

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–No, abuelita.–Do se pdeocupe, señoda Budnell.A último momento Kezia se soltó de la mano de Lottie y corrió tras la calesa.–Quiero darle a mi abuelita otro beso de despedida.Pero era demasiado tarde. La calesa se alejó por el camino con una Isabel

henchida de orgullo, una Linda Burnell desfalleciente y una abuela que escarbaba entre el curioso surtido de cosas que había puesto a último momento en su bolso de red negro, buscando algo para darle a su hija. La calesa centelleó a la distancia bajo la luz del sol que doraba el fino polvo del camino y desapareció del otro lado de la colina. Kezia sólo se mordió el labio. Pero Lottie, tras buscar cuidadosamente su pañuelo, dejó escapar un sollozo.

–¡Mamá! ¡Abuelita!La señora Samuel Josephs la envolvió como un enorme y cálido cubretetera

negro.–Bueno, mi querida. Sé valiente. Ven a jugad al cuarto de los niños.Rodeó a la llorosa Lottie con sus brazos y la llevó con ella. Kezia las siguió,

haciendo una mueca al ver la abertura de la falda de la señora Samuel Josephs, desatada como de costumbre y de la cual emergían dos rosadas cintas de corsé...

El llanto de Lottie se apaciguó al subir la escalera, pero al trasponer la puerta del cuarto de los niños su aspecto, con ojos inflamados y nariz enrojecida, causó gran satisfacción a los niños Samuel Josephs, sentados en dos bancos ante una larga mesa cubierta con un mantel encerado y sobre la cual se habían dispuesto unos inmensos platos de pan con grasa y dos jarras pardas que humeaban débil-mente.

–¡Hola! ¡Has estado llorando!–¡Ooh! ¡Tienes los ojos hundidos!–¡Miren el aspecto de su nariz!–¡Estás llena de manchas coloradas!Lottie fue todo un éxito. Lo advirtió y se envaneció, sonriendo tímidamente.–Siéntate junto a Zaidee, pichoncita –dijo la señora Samuel Josephs–. Y tú,

Kezia, junto a Moses.Moses le hizo una mueca y le dio un pellizco cuando se sentó, pero ella fingió

no advertirlo. Odiaba verdaderamente a los niños. –¿Qué prefieres? –le preguntó Stanley desde el otro extremo de la mesa,

sonriéndole con extrema cortesía–. ¿Fresas con crema o pan con grasa?–Fresas con crema, por favor –dijo ella.–¡Ja, ja, ja!¡Cómo se rieron todos, cómo golpeaban la mesa con las cucharillas! ¡Cómo la

había hecho caer! ¡Cómo se había burlado de ella el bueno de Stan!–¡Mamá! ¡Creyó que era en serio!Ni la señora Samuel Josephs, que estaba sirviendo la teche, pudo evitar

sonreír.–Do deben budladse de ellas el último día que estadán aquí –jadeó.

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Pero Kezia dio un gran mordisco a su rebanada de pan con grasa y lo paró sobre el plato. Con el pedazo que te faltaba parecía un hermoso portal. ¡Bah! ¡No le importaba! Una lágrima rodó por su mejilla, pero no estaba llorando. No hubiera podido llorar delante de esos espantosos niños Samuel Josephs. Se sentó con la cabeza gacha y cuando la lágrima se deslizó hacia abajo la atrapó con un ágil movimiento de la lengua y se la bebió antes de que nadie la viera.

2

Después del té Kezia se fue a vagar por su propia casa. Ascendió lentamente los peldaños de la escalera trasera y atravesó el lavadero hasta la cocina. Ahí no quedaba más que un trozo de áspero jabón amarillo en un extremo del alféizar de la ventana y un pedazo de franela teñido por el contacto con una bolsa azul en el otro. La chimenea estaba atascada de desechos. Escarbó entre ellos pero sólo encontró una hebilla para el pelo con un corazón pintado que había pertenecido a la criada. La dejó allí abandonada y recorrió el estrecho corredor hasta la sala. Las persianas no estaban cerradas por completo, se filtraban largas pinceladas de sol y la ondulante sombra de un arbusto del jardín danzaba en las líneas doradas. Ora estaba quieta, ora fluctuaba otra vez, ora llegaba casi hasta sus pies. ¡Bzzz! ¡Bzzz! Un moscardón se estrelló contra el techo, las tachuelas que habían sujetado la alfombra aún tenían adheridos bollitos de pelusa roja.

La ventana del comedor tenía en cada ángulo un cuadrado de vidrio de color. Uno era azul y el otro amarillo. Kezia se inclinó para echar una última mirada al césped azul con azucenas azules junto al portón, y luego al césped amarillo con azucenas amarillas y un cerco amarillo. Mientras miraba, apareció en el jardín una Lottie china y pequeñita que empezó a desempolvar las mesas y sillas con una punta del delantal. ¿Era verdaderamente Lottie? Kezia no estuvo segura del todo hasta que no miró a través del vidrio común de la ventana.

Arriba, en el cuarto de sus padres, encontró un pastillero negro y reluciente por fuera y rojo por dentro que contenía un bollito de algodón.

–Podría guardar un huevo de pájaro allí –decidió.En el cuarto de la criada encontró un broche atascado en una grieta del piso, y

en otra unas cuentas y una larga aguja. Sabía que nada había quedado en el cuarto de su abuela: la había visto empacar. Fue a la ventana y se apoyó en ella, apretando las manos contra el vidrio.

A Kezia le gustaba quedarse así junto a la ventana. Le gustaba sentir el vidrio frío y reluciente contra sus palmas calientes y le gustaba ver cómo se le ponían blancas las puntas de los dedos cuando los apretaba fuerte contra el vidrio. Mientras estaba allí, el día se extinguió y cayó la noche. Con la noche llegó, furtivo, el viento, ronco y ululante. Temblaron las ventanas de la casa vacía,

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paredes y pisos exhalaron un crujido y, en el techo, un hierro suelto golpeó, desesperanzado. De pronto Kezia se quedó muy, muy quieta, con los ojos muy abiertos y las rodillas apretadas. Estaba asustada. Quería llamar a Lottie y quiso seguir llamándola todo el tiempo que tardó en bajar la escalera y salir de la casa. Pero ESO estaba justo detrás de ella, esperándola tras la puerta, en lo alto de la escalera, al pie de la escalera, oculto en el corredor, listo para abalanzarse sobre ella en la puerta trasera. Pero también Lottie estaba en la puerta trasera.

–¡Kezia! –la llamó con voz alegre–. El almacenero está aquí. ¡Ya está todo en el carro, y tiene tres caballos, Kezia! La señora Samuel Josephs nos ha dado un enorme chal para envolvernos, y dice que te abotones la chaqueta. No saldrá a causa de su asma.

Lottie se sentía muy importante.–Ahora ustedes, niñas –gritó el almacenero.Curvó sus gruesos dedos bajo los brazos de las niñas y las alzó en vilo. Lottie

acomodó “muy hermosamente” el chal y el almacenero les arropó los pies con una frazada vieja.

–Levántenlos. Muy bien.Las niñas podrían haber sido dos caballitos jóvenes. El almacenero revisó las

cuerdas que sujetaban la carga, desenganchó la cadena del freno de la rueda y, silbando, se ubicó junto a ellas.

–Quédate a mi lado –dijo Lottie–, porque si no me vas a dejar sin chal, Kezia. Pero Kezia se arrimó al almacenero, que se erguía junto a ella alto como un

gigante y que olía a nueces y a cajones de madera nueva.

3

Lottie y Kezia no habían estado nunca afuera hasta tan tarde. Todo tenía un aspecto diferente las casas de madera pintada parecían mucho más pequeñas que durante el día, los jardines, mucho más grandes y salvajes. El cielo estaba sembrado de estrellas brillantes y la luna pendía sobre el puerto tiñendo las olas con pinceladas de oro. Alcanzaban a ver el faro que brillaba en la isla Quarantine y las luces verdes de las viejas barcazas carboneras.

–Ahí viene el barco de Picton –dijo el almacenero, señalando un vaporcito coronado de luces de colores.

Pero cuando llegaron a la cima de la colina y emprendieron el descenso, el puerto desapareció y, aunque aún no habían salido de la ciudad, las niñas se sintieron perdidas. Se cruzaron con otros carretones que avanzaban, rechinantes, en dirección contraria. Todo el mundo conocía al almacenero.

–Buenas, Fred.–Muy buenas –gritaba él. A Kezie le gustaba mucho escucharlo. Cada vez que divisaba un carro a la

distancia, la niña levantaba la vista para mirarlo y esperaba que hablara. Era un

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viejo amigo, ella y la abuela habían ido a menudo a su casa a comprarle uvas. El almacenero vivía solo en una cabaña a la que había agregado un invernadero construido por él mismo. Una hermosa parra formaba arcadas que cubrían todo el invernadero. El almacenero tomaba de las manos de Kezia la canasta parda, disponía en ella tres hojas grandes y luego extraía de su cintura un cuchillito con mango de asta, se paraba en puntas de pie y cercenaba un gran racimo azulado que depositaba sobre las hojas con tanta ternura que Kezia contenía la respiración para mirarlo. Era un hombre muy grande. Usaba pantalones de terciopelo marrón y tenía una larga barba castaña. Pero nunca usaba cuello, ni siquiera los domingos. Tenía la nuca curtida y enrojecida por el sol.

–¿Y ahora dónde estamos? –preguntaba una de las niñas a cada rato.–Bien, esto es Hawk Street, o Charlotte Crescent.–Por supuesto que sí –decía Lottie, que había parado la oreja ante este último

nombre, pues siempre había sentido que Charlotte Crescent le pertenecía de un modo especial. Había pocas personas que tuvieran calles con su mismo nombre.

–Mira, Kezia, ahí está Charlotte Crescent. ¿No parece diferente?Todas las cosas familiares quedaron atrás. El carro traqueteó internándose en

un país desconocido, atravesando nuevos caminos con elevadas banquinas arcillosas, subiendo colinas muy empinadas, descendiendo a frondosos valles, cruzando ríos anchos y playos. Seguía y seguía. Lottie empezó a cabecear, se dejó ir y se reclinó a medias sobre el regazo de Kezia, y allí se quedó. Pero Kezia no podía tener los ojos más abiertos. Soplaba el viento y se estremeció, pero le ardían las mejillas y las orejas.

–¿Las estrellas soplan alguna vez? –preguntó.–No que yo sepa –dijo el almacenero.–Tenemos un tío y una tía que viven cerca de nuestra nueva casa –dijo Kezia–.

Tienen dos niños. El mayor se llama Pips y el menor Rags. Tiene un carnero. Tiene que alimentarlo con una tetera esmalteada con el dedo de un guante en el pico. ¿Qué diferencia hay entre un carnero y una oveja?

–Bien, un carnero tiene cuernos y te ataca.Kezia reflexionó.–No tengo demasiado interés de verlo –dijo–. Odio a los animales que

embisten, como los perros y los loros. A menudo sueño con animales que me embisten, hasta camellos, y mientras me corren sus cabezas se vuelven enormes.

El almacenero no respondió. Kezia lo escudriñó, achicando los ojos. Después le acarició la manga con un dedo: era peluda al tacto.

–¿Estamos cerca? –preguntó.–Falta poco –respondió el almacenero–. ¿Estás cansada?–No tengo ni una pizca de sueño –dijo Kezia–, pero se me caen los párpados

de un modo tan raro.Exhaló un largo suspiro y cerró los ojos para evitar que los párpados se le

siguieran cayendo... Cuando volvió a abrirlos el carro traqueteaba por un sendero que cortaba el jardín como un latigazo, contorneando de pronto una isla de verdor

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y, detrás de la isla pero oculta a la vista hasta que uno no llegaba a ella, estaba la casa. Era larga y baja, con una veranda con columnas y rodeada por un balcón. Su silueta blanca y suave se extendía en el jardín como una bestia dormida. Y primero una y luego otra ventana revivía con la luz. Alguien caminaba con una lámpara por los cuartos vacíos. En una ventana de la planta baja fluctuaba el resplandor de una chimenea. Una excitación bella y extraña parecía emanar de la casa en trémulas oleadas.

–¿Dónde estamos? –dijo Lottie, incorporándose. Se le había ladeado la gorrita de marinero y en su mejilla se marcaba la huella del botón con el ancla en el que se había apoyado al dormirse. Con ternura el almacenero la alzó, le enderezó la gorrita y le estiró las ropas. Se quedó parpadeando en el primer peldaño de la escalera de la veranda, observando a Lottie que parecía acercarse volando hacia ella.

–¡Ooh! –gritó Kezia, extendiendo los brazos. La abuela emergió del obscuro vestíbulo con una lámpara. Sonreía.

–¿Encontraron el camino en la obscuridad? –preguntó.–Sin problemas.Pero Lottie se tambaleaba en la escalera como un pajarito caído del nido. Si se

quedaba quieta un instante se dormía, los ojos se le cerraban si se apoyaba en alguna parte. No podía dar otro paso más.

–Kezia –dijo la abuela–, ¿te animas a llevar la lámpara?–Sí, abuelita.La anciana se agachó y puso en sus manos la lucecita fluctuante y luego alzó

en sus brazos a la adormilada Lottie.–Por aquí.A través de un vestíbulo cuadrado colmado de bultos y de cientos de

papagayos (aunque sólo en el empapelado), cruzaron un estrecho corredor en el que los papagayos se obstinaban en volar delante de la lámpara de Kezia.

–No hagan nada de ruido –advirtió la abuela, poniendo a Lottie en el suelo y abriendo la puerta del comedor–. La pobre mamá tiene una espantosa jaqueca.

Linda Burnell, reclinada en un sillón de caña, con los pies en un escabel y una manta sobre las rodillas, se hallaba junto a un crepitante fuego. Burnell y Beryl, sentados ante una mesa en mitad del cuarto, comían un plato de chuletas fritas y bebían té servido en una tetera de porcelana marrón. Isabel estaba inclinada sobre el respaldo de la silla de su madre. Tenía un peine en la mano y, con aire dulce y absorto, alisaba los rizos de la frente de su madre. Fuera del charco de luz de la lámpara y del fuego de la chimenea, el cuarto se extendía, desnudo y obscuro, hasta el hueco de las ventanas.

–¿Han llegado las niñas? –preguntó Linda Burnell, aunque en realidad no le importaba: ni siquiera abrió los ojos.

–Deja la lámpara, Kezia –dijo la tía Beryl–, a la casa estará en llamas antes de que hayamos tenido tiempo de desempacar. ¿Más té, Stanley?

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–Bien, tal vez puedes servirme cinco octavos de taza –dijo Burnell, inclinándose sobre la mesa–. Toma otra chuleta, Beryl. Carne de primera, ¿no es cierto? Ni demasiado magra ni demasiado gorda. –Se volvió hacia su esposa–: ¿Estás segura de que no cambiarás de idea, Linda querida?

–Me basta con pensarlo –dijo, levantando una ceja con ese gesto tan suyo.La abuela trajo pan y leche para las niñas y ellas se sentaron a la mesa,

sonrojadas y somnolientas tras la leche que humeaba.–Comí carne en la cena –dijo Isabel, sin dejar de peinar a su madre.–Comí una chuleta entera, con hueso, y todo y salsa Worcester, ¿no es cierto,

papá? –insistió.–Oh, no te jactes, Isabel –dijo la tía Beryl.Isabel se quedó atónita.–No me jactaba, ¿no es cierto, mamá? Ni se me ocurrió jactarme. Pensé que

les gustaría saber. Sólo quise contarles.–Muy bien. Basta ya –dijo Burnell. Hizo a un lado su plato, buscó un

mondadientes en su bolsillo y empezó a limpiarse los dientes fuertes y blancos.–Se le podría dar algo a Fred en la cocina antes de que se vaya, ¿no le parece,

madre?–Sí, Stanley. La anciana se volvió para irse.–Oh, un minutito. ¿Supongo que nadie sabrá dónde están mis pantuflas?

Supongo que no las tendré hasta dentro de uno o dos meses, ¿verdad?–Sí –se oyó la voz de Linda–. Están en el bulto de lona que dice “cosas de

urgencia”, encima de todo.–¿Podría traérmelas, madre?–Sí, Stanley.Burnell se puso de pie, se desperezó y, volviéndose de espaldas al fuego de la

chimenea, se levantó los faldones de la chaqueta.–¡Por Dios, qué revoltijo! ¿No es verdad, Beryl?Beryl, que sorbía su té con los codos apoyados en la mesa, le sonrió por

encima de la taza. Llevaba un nuevo delantal rosado; su blusa, arremangada hasta los hombros, dejaba al descubierto los hermosos brazos pecosos, y el pelo le caía sobre la espalda anudado en una trenza.

–¿Cuánto tiempo crees que llevará enderezar todo esto... un par de semanas? –zumbó él.

–Por Dios, no –dijo Beryl airada–. Lo peor ya ha pasado. La criada y yo hemos trabajado todo el día como esclavas y también mamá ha trabajado como un caballo desde el momento que llegó. No nos hemos sentado ni un segundo. Ha sido un día duro.

Stanley olió un reproche.–Bien, supongo que no pretenderán que venga corriendo de la oficina a clavar

alfombras, ¿verdad?–Por cierto que no –rió Beryl. Dejó la taza y salió corriendo del comedor.

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–¿Qué pretende que hagamos? –preguntó Stanley–. ¿Que nos sentemos a abanicarla con una hoja de palmera mientras un equipo de profesionales hace todo el trabajo?

¡Por Dios, si ni siquiera puede dar una mano una vez sin reprocharlo...!Y se quedó mustio, porque las chuletas empezaban a pelearse con el té en su

sensible estómago. Pero Linda alzó una mano y lo hizo sentar junto a su sillón de caña.

–Es un mal momento para ti, muchacho –dijo. Tenía las mejillas muy pálidas pero sonrió mientras entrelazaba sus dedos en la mano roja y grande de él. Burnell se aquietó. De pronto empezó a silbar. “Pura como un lirio libre y feliz...”. Buena señal.

–¿Crees que te gustará esto? –preguntó él.–No quería decirlo, mamá, pero creo que debo hacerlo –dijo Isabel–. Kezia

está tomando té de la taza de tía Beryl.

4

La abuela las llevó a la cama. La anciana iba delante con una vela; la escalera crujía bajo sus pies. Isabel y Lottie tenían un cuarto para ellas, Kezia se arrebujó en el suave lecho de su abuela.

–¿No hay sábanas, abuelita?–No, esta noche no.–Hace cosquillas –dijo Kezia–, pero es como las de los indios.Tiró de su abuela hasta que la anciana se agachó y entonces le dio un beso

bajo la barbilla.–Ven pronto a la cama y sé mi bravo indio.–Qué tontita eres –dijo la anciana, arropándola como a Kezia le gustaba.–¿No me dejarías una vela?–No. Shh. Duerme.–Bueno, ¿pero puedes dejar la puerta abierta? Se acurrucó hecha un ovillo pero no se durmió. Desde todas partes de la casa

llegaba el ruido de pasos. La casa misma estaba llena de crujidos y cuchicheos. De la planta baja llegaban voces altas y susurrantes. Una vez escuchó la aguda carcajada de la tía Beryl y otra vez el trompeteo de Burnell que se sonaba la nariz. Del otro lado de la ventana, cientos de gatos negros con ojos amarillentos se ha-bían sentado en el cielo y la observaban... pero ella no estaba asustada. Lottie le decía a Isabel:

–Esta noche diré mis oraciones en la cama.–No, no puedes, Lottie. –Isabel era inflexible–. Dios permite que digas las

oraciones en la cama solamente cuando tienes fiebre.Así que Lottie claudicó:

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Dulce Jesús, tierno y manso,Protege mi descanso.

Apiádate de miY déjame llegar a Ti.

Y después se dieron la espalda y, con los traseritos rozándose, se quedaron dormidas.

De pie en un charco de luna, Beryl Fairfield se quitó la ropa. Estaba cansada, pero fingía estar más cansada aún... dejaba la ropa tirada, se estiraba el pelo cálido y pesado con gesto lánguido.

–¡Oh, qué cansada estoy... qué cansada!Cerró los ojos un momento, pero su boca sonreía. Con cada inspiración su

pecho subía y luego bajaba, como si dos alas lo abanicaran. La ventana estaba abierta de par en par; hacía calor y afuera, en alguna parte del jardín, un joven, moreno y esbelto, de ojos burlones, andaba de puntillas entre los arbustos y cortaba un gran ramo de flores y se deslizaba hasta su ventana y se lo alcanzaba. Se vio a sí misma inclinándose para recibirlo. El muchacho sepultó su rostro entre las flores brillantes y cerúleas, astuto y sonriente.

–No, no –dijo Beryl. Se alejó de la ventana y deslizó el camisón por encima de su cabeza.

“Qué poco razonable es Stanley algunas veces”, pensó mientras se abotonaba. Y luego, cuando se acostó, volvió la vieja idea, la cruel idea... ¡Ah, ¡si tan sólo tuviera dinero propio!

Un joven inmensamente rico acaba de llegar de Inglaterra. La conoce por casualidad... Hay una fiesta en la casa de gobierno... ¿Quién es esa criatura exquisita, la del vestido de satén eau de nil? Beryl Fairfield...

–Lo que más me complace –dijo Stanley, apoyándose contra un barrote de la cama y rascándose enérgicamente los hombros y la espalda antes de acostarse –es que he conseguido este lugar espantosamente barato, Linda. Se lo contaba hoy al pequeño Wally Bell y dijo que simplemente no entendía por qué habían aceptado mi oferta. Sabes, la tierra en esta zona se volverá cada vez más valiosa... dentro de diez años... por supuesto que tendremos que ir despacito y reducir los gastos lo más posible. No estás dormida, ¿verdad?

–No, querido, he escuchado cada una de tus palabras –dijo Linda.El saltó a la cama, se inclinó sobre ella y apagó la vela.–Buenas noches, Señor Hombre de Negocios –dijo ella, tomándolo de la

cabeza y de las orejas y dándole un beso rápido. Su voz débil y distante parecía provenir del fondo de un pozo profundo.

–Buenas noches, querida. –El deslizó su brazo bajo el cuello de ella y la atrajo hacia sí.

–Sí, abrázame –dijo la débil voz desde el pozo profundo.Pat, el criado, estaba tendido en su piecita detrás de la cocina. Su chaqueta y

pantalones de arpillera colgaban del gancho de la puerta como un hombre

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ahorcado. Los torcidos dedos de sus pies sobresalían de la frazada y a su lado, en el suelo, había una jaula de caña vacía. Parecía una caricatura.

–Honk, honk. –Se oyó a la criada. Tenía adenoides.La abuela fue la última en irse a la cama.–¡Cómo! ¿Aún no te has dormido?–No, estaba esperándote –dijo Kezia.La anciana suspiró y se tendió junto a la niña. Kezia escondió la cabeza bajo el

brazo de su abuela y emitió un pequeño chillido. Pero la anciana la apretó suavemente, volvió a suspirar, se quitó los dientes postizos y los puso en un vaso lleno de agua, en el suelo.

En el jardín, las lechucitas, trepadas a las ramas de un árbol, chistaban: “Shh, shh”. Y más allá, entre los arbustos, se oía una cháchara áspera y apresurada: “Ha–ha–ha... Ha–ha–ha...”.

5

El alba llegó brusca y helada, con nubes rojas sobre un cielo ligeramente verdoso y gotas de rocío en cada hoja y en cada brizna. Una brisa sopló sobre el jardín, desparramando pétalos y gotas de rocío, se estremeció sobre el parque empapado y se perdió en la sombría maleza. En el cielo flotaron por un momento minúsculas estrellas, luego desaparecieron... disueltas como burbujas. Y en la temprana quietud se oyó claramente el sonido del arroyo que corría a través del parque, por encima de las piedras pesadas, entrando y saliendo de los agujeros arenosos, ocultándose bajo los macizos de bayas obscuras, derramándose en un estanque colmado de nenúfares amarillos y berro.

Y después, con el primer rayo del sol, comenzaron los pájaros. Grandes pájaros descarados, mynahs y estorninos, silbaban en el prado; los pequeños, jilgueros, pardillos y chorlitos, saltaban de rama en rama. Un adorable martín pes-cador, posado en la cerca del parque, acicalaba su belleza, y un tui cantó sus tres notas y se rió y volvió a cantarlas.

–Qué ruidosos son los pájaros –dijo Linda en su sueño. Caminaba con su padre a través de un verde parque sembrado de margaritas. De pronto él se agachó y, separando las malezas le mostró una minúscula bolita cubierta de plu-món que se hallaba a sus pies.

–¡Oh, papá, qué hermoso!Ella acopó las manos y levantó el diminuto pajarito y le acarició la cabeza con

un dedo. Era muy dócil. Pero sucedió algo extraño. A medida que lo acariciaba el pajarillo empezó a hincharse, sus plumas se erizaron y se le dilató el buche, creció y creció y sus ojos redondos parecían sonreírle maliciosamente. Ya no le alcanzaban los brazos para sostenerlo y lo dejó caer en su delantal. Se había convertido en un bebé con una enorme cabeza pelada y un gran pico de pájaro

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que se abría y se cerraba. Su padre estalló en resonantes carcajadas y Linda se despertó para ver a Burnell que levantaba la persiana hasta el tope.

–Hola –dijo él– No te desperté, ¿verdad? El tiempo no es nada malo esta mañana.

Estaba enormemente complacido. Un tiempo como este le ponía broche de oro a su compra. De algún modo sentía que también había comprado ese día adorable... lo había adquirido tremendamente barato junto con la casa y el terreno. Salió disparado a tomar su baño y Linda se dio vuelta y se incorporó, apoyándose sobre un codo, para ver el cuarto a la luz del día. Todos los muebles habían hallado ubicación –todos los viejos cacharros, como decía ella–, incluso las fotografías, que estaban sobre la chimenea, y las botellas de medicamentos, ubicadas en el estante superior del tocador. Sus vestidos estaban extendidos sobre una silla: ropa de calle, una capa púrpura y un sombrero redondo con una pluma. Mirándolos, Linda deseó irse también de esta casa. Y se vio alejándose de todos en la calesa, dejándolos a todos sin hacer siquiera un gesto de despedida.

Regresó Stanley, cubriéndose con una toalla, reluciente y cacheteándose los muslos. Arrojó la toalla mojada sobre el sombrero y la capa y, parándose en el exacto centro de un cuadrado de sol, empezó a hacer sus ejercicios. Respiraba hondo, se agachaba y se encogía como una rana, extendía bruscamente las piernas. Se sentía tan complacido con su cuerpo firme y obediente que se dio un golpe en el pecho y lanzó un fuerte “¡Ah!” Pero su sorprendente vigor pareció alejarlo todo un mundo de Linda, que estaba tendida en el lecho blanco y desordenado y lo observaba como desde las nubes.

–¡Oh, maldición! ¡Oh, demonios! –dijo Stanley, que se había embutido en una camisa blanca y crujiente sólo para descubrir que algún idiota había abotonado el cuello. Estaba atrapado. Taconeando, se acercó a Linda mientras agitaba los brazos.

–Pareces un gran pavo gordo –dijo ella.–¡Gordo! ¡No me digas! –dijo Stanley–. No tengo ni un milímetro de grasa.

Toca aquí.–Es roca... es hierro –se burló ella.–Te sorprendería –dijo Stanley, como si el tema fuera excepcionalmente

interesante– la cantidad de tipos del club que tienen barriga. Tipos jóvenes, sabes... hombres de mi edad.

Empezó a separar su pelo tupido y rojizo, con los ojos azules muy abiertos y fijos en el espejo, las rodillas un poco flexionadas porque el tocador estaba, como siempre –maldito sea– demasiado bajo para él.

–El pequeño Wally Bell, por ejemplo –y se incorporó, describiendo una gran curva con el cepillo–. Me horrorizaría...

–No te preocupes, querido mío. Jamás serás gordo. Eres demasiado enérgico.–Sí, sí, supongo que es cierto –dijo él, consolado por centésima vez. Sacó de

su bolsillo un cortaplumas con mango de nácar y empezó a arreglarse las uñas.

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–El desayuno, Stanley. –Beryl estaba en el vano de la puerta–. Oh, Linda, mamá dice que no te levantes todavía.

Asomó la cabeza por la puerta. Llevaba un manojo de lilas en el pelo.–Todo lo que dejamos en la veranda amaneció empapado. Si hubieras visto a

la pobre mamá secando todas las sillas y las mesas. Sin embargo, nada resultó dañado –dijo, echándole una rápida mirada a Stanley.

–¿Le has dicho a Pat que traiga a tiempo la calesa? Hay más de seis millas hasta la oficina.

“Ya me imagino lo que será esta salida para la oficina todas las mañanas. Todo a máxima presión”, pensó Unda.

–¡Pat! ¡Pat! –Oyó que llamaba la criada. Pero evidentemente Pat no era fácil de localizar. La voz tonta y gangosa siguió llamando a través del jardín.

Linda no volvió a descansar hasta que el portazo final no le indicó que Stanley ya había partido.

Más tarde oyó a las niñas que jugaban en el jardín. La vocecita sólida y compacta de Lottie gritaba: ¡Ke...zia! ¡Isa...bel!”. Siempre se perdía o perdía a la gente, sólo para reencontrarla, sorprendidísima, detrás del próximo árbol o de la próxima esquina. “¡Ah, conque allí estabas!”. Las habían mandado afuera después del desayuno y les habían advertido que no volvieran a la casa hasta que no las llamaran. Isabel empujaba un cochecito impecable repleto de primorosas muñecas y, como una gran excepción, Lottie había obtenido autorización para caminar a su lado con una sombrilla de juguete que protegía el rostro de la muñeca de cera.

–¿A dónde vas, Kezia? –preguntó Isabel, que ansiaba encontrar alguna tarea liviana y servil para su hermana con el propósito de mantenerla bajo su dominio.

–Oh, sólo por ahí –dijo Kezia.Después Linda dejó de escucharlas. ¡Qué resplandor habla en el cuarto! A toda

hora odiaba las persianas levantadas hasta el tope, pero de mañana le resultaban intolerables. Se volvió hacia la pared y, muy perezosamente, recorrió con el dedo el contorno de una amapola del empapelado, junto con su hoja, su tallo y un gordo pimpollo a punto de florecer. En el silencio, bajo el dedo que trazaba, la amapola parecía surgir a la vida. Podía sentir los pétalos sedosos y pegajosos, el tallo peludo como la cáscara de una grosella, la áspera hoja y el capullo lustroso y apretado. Las cosas tenían ese hábito de surgir a la vida. No las cosas grandes, sustanciosas, como los muebles sino las cortinas y los dibujos de las telas, los ribetes de los acolchados y los almohadones. ¡Cuántas veces había visto las borlas de su acolchado transformarse en una procesión de bailarinas y sacerdotes!... Pues algunas borlas no bailaban sino que marchaban majestuosamente, inclinadas como si oraran o entonaran letanías, ¡cuántas veces las botellas de medicamentos se habían transformado en una hilera de hombrecitos tocados con galeras marrones, y la jarra del agua tenía un modo de apoyarse en la palangana que la hacía parecerse a un pájaro gordo posado en su redondo nido!

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“Soñé con pájaros anoche”, pensó Linda. ¿Qué habla soñado? Lo había olvidado. Pero lo más raro era las cosas que hacían los objetos al surgir a la vida. Escuchaban, parecían llenarse de un contenido misterioso e importante y, una vez colmadas, Linda sentía que le sonreían. Pero no soto por ella esbozaban su sonrisa tímida y astuta: eran miembros de una sociedad secreta e intercambiaban sonrisas. A veces, cuando se quedaba dormida durante el día, se despertaba y no podía ni mover un dedo, ni siquiera podía girar los ojos hacia derecha o izquierda porque LAS COSAS ESTABAN allí; otras veces, cuando salía de un cuarto, dejándolo vacío, sabía que, en cuanto terminara de cerrar la puerta, LAS COSAS lo llenarían. Y había veces, por la noche, en que estando en la planta alta y todo el mundo abajo, sentía que no podría escaparse de ellas. Entonces no podía apresu-rarse, no podía tararear una canción; si trataba de decir como al descuido: “¿Dónde se habrá metido ese condenado dedal?”, eso NO LOS engañaba. ELLOS sabían que ella tenía miedo, ELLOS la veían volver la cabeza cuando pasaba ante el espejo. Lo que Linda sentía era que ELLOS querían algo de ella y sabía que si cedía y se quedaba inmóvil, más que inmóvil, silenciosa, estática, algo le sucedería verdaderamente.

“Todo está muy quieto ahora”, pensó. Abrió grandes los ojos y escuchó el silencio que hilaba su suave e interminable tela. Qué leve era su respiración: apenas si respiraba.

Sí, todo tenía vida, hasta la más diminuta y minúscula partícula, y ella ya no sentía su cama, flotaba, suspendida en el aire. Sólo ella parecía escuchar, con sus vigilantes ojos muy abiertos, esperando que viniera alguien que simplemente no vino, aguardando que sucediera algo que jamás sucedió.

6

En la cocina, ante la larga mesa de pino ubicada debajo de las dos ventanas, la anciana señora Fairfield lavaba los platos del desayuno. La ventana de la cocina daba a un gran pedazo de césped que llevaba hasta la huerta y a los canteros de ruibarbo. De un lado, el césped estaba limitado por el fregadero y el lavadero, y sobre el encalado tejado a una agua crecía una nudosa parra. Ayer había advertido que unos zarcillos como tirabuzones se habían filtrado a través de unas grietas del cielorraso del fregadero y que todas las ventanas ostentaban una espesa melena de rizado verdor.

–Me encantan las parras –declaró la señora Fairfield–, pero no creo que las uvas maduren aquí. Hace falta el sol de Australia.

Y recordó aquel día en que Beryl, siendo pequeña, había sufrido la picadura de una enorme hormiga roja mientras recogía unas uvas blancas de la parra que había en la veranda trasera de su casa de Tasmania. Veía a Beryl con su vestidito a cuadros con cintas rojas en los hombros, gritando tan escandalosamente que acudieron todos los vecinos. ¡Y cómo se había hinchado la pierna de la niña!

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¡Fiúú! La señora Fairfield contenía el aliento al recordarlo. ¡Pobre chiquita, qué horroroso fue! Y apretó los labios y se dirigió a la hornada a buscar más agua caliente. El agua espumeó en el enorme cuenco de agua jabonosa con burbujas azules y rosadas. La anciana señora Fairfield llevaba puesto un vestido de foulard gris estampado con grandes pensamientos purpúreos, un delantal de lienzo blanco y un gorro alto de muselina blanca, con forma de un molde de jalea. De su cuello pendía una medialuna de plata con cinco búhos pequeños sentados en ella y una cadena de reloj de cuentas negras.

Era difícil creer que no se había pasado muchos años en esa cocina: hasta tal punto parecía integrada a ella. Puso en orden la vajilla con gestos seguros y precisos, moviéndose con soltura desde la hornalla al aparador, mirando en la despensa y en las alacenas como si ya fueran rincones familiares. Cuando terminó, todos los objetos de la cocina parecían seguir un modelo preciso. Se paró en medio del cuarto enjugándose las manos en un repasador a cuadros: una sonrisa flotó en sus labios; le parecía que todo se veía muy bien, muy satisfactorio.

–¡Mamá! ¡Mamá! ¿Estás allí? –llamó Beryl. –Sí, querida. ¿Me precisas?–No, ya voy –y Beryl entró corriendo muy sonrojada, cargando dos enorme

cuadros.–Mamá, ¿qué se puede hacer con estas horribles y espantosas pinturas chinas

que Chung Wan le dio a Stanley cuando fuera la quiebra? Es absurdo pensar que son valiosas, porque durante meses estuvieron colgadas en la frutería de Chung Wan. No comprendo por qué Stanley quiere conservarlas. Estoy segura de que las encuentra tan espantosas como nosotras, pero tal vez sea a causa de los marcos –dijo con desdén–. Supongo que cree que los marcos pueden ser útiles para algo algún día.

–¿Por qué no los cuelgas en el corredor? –sugirió la señora Fairfield–. No estarán muy a la vista allí.

–No puedo. No hay lugar. Ya he puesto allí todas las fotografías de su oficina antes y después de la construcción, y las que le firmaron sus amigos comerciantes, y esa espantosa ampliación de Isabel sobre un almohadón, con su batita. –Su mirada furiosa recorrió la plácida cocina–. Ya sé. Los colgaré aquí. Le diré a Stanley que se humedecieron un poco durante la mudanza y que por el momento las dejaremos aquí.

Acercó una silla, se subió, sacó un martillo y un gran clavo del bolsillo de su delantal y empezó a martillear.

–¡Muy bien! ¡Ya está! Alcánzame el cuadro, mamá.–Un momento, hija. –Su madre estaba repasando el marco de ébano tallado.–Oh, mamá, no hace falta limpiarlo. Llevaría años desempolvar todos esos

agujeritos. –Y frunció el ceño por encima de la cabeza de la anciana y se mordió los labios, impaciente. La meticulosidad con que su madre hacía todo era simplemente exasperante. Era la vejez, supuso, suficiente.

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Finalmente los dos cuadros quedaron colgados uno junto al otro. Beryl saltó de la silla, guardando el martillo en su lugar.

–No lucen tan mal, ¿verdad? –dijo–. Y de todos modos nadie los mirará salvo Pat y la criada..., ¿tengo una tela de araña en la cara, mamá? He estado escarbando en ese armario que está debajo de la escalera y ahora siento algo que me hace cosquillas en la nariz.

Pero Beryl se dio vuelta antes de que la señora Fairfield tuviera tiempo de mirar. Alguien golpeó la ventana: Linda estaba allí, sonriendo y haciendo gestos con la cabeza. Escucharon el ruido del picaporte de la puerta del fregadero y Linda entró. No llevaba sombrero: tenía el pelo recogido en bucles y se envolvía con un viejo chal de lana.

–Tengo tanto hambre –dijo Linda–. ¿Dónde puedo conseguir algo de comer, mamá? Es la primera vez que entro en la cocina. Todo aquí dice Mamá; cada cosa en su lugar.

–Te prepararé un poco de té –dijo la señora Fairfield, extendiendo una servilleta limpia en un ángulo de la mesa–, y Beryl podrá tomar una taza contigo.

–Beryl, ¿quieres la mitad de mi torta? –dijo Linda, agitando el cuchillo en dirección a su hermana–. Beryl, ¿te gusta la casa, ahora que ya estamos instalados?

–Oh, sí, me gusta muchísimo la casa y el jardín es hermoso, pero me parece muy alejada de todo. No creo que la gente venga a visitarnos desde la ciudad en ese ómnibus espantoso y bamboleante, y estoy segura de que la gente de por aquí no vendrá tampoco. Por supuesto que a tí no te importa porque...

–Pero está la calesa –dijo Linda–. Pat puede llevarte a la ciudad cuando quieras.

Era un consuelo, por cierto, pero había algo detrás de los pensamientos de Beryl, algo que ni siquiera se animaba a decirse a sí misma.

–Oh, bien, de todos modos eso no nos va a matar –dijo con sequedad, dejando la taza vacía e incorporándose para desperezarse–. Voy a colgar esas cortinas.

Y se fue cantando:

Miles y miles de pájaros veoQue desde los árboles cantan...

“...pájaros veo que desde los árboles cantan...”. Pero cuando llegó al comedor dejó de cantar y su rostro cambió: adquirió una expresión sombría y taciturna.

–Da lo mismo pudrirse aquí que en cualquier otra parte –masculló salvajemente, mientras clavaba los alfileres en las cortinas de sarga roja.

Las dos mujeres que habían quedado en la cocina permanecieron en silencio un ratito. Linda, con la mano apoyada en la mejilla, observó a su madre. Le parecía extremadamente bella, así de espaldas a la ventana enmarcada de hojas. Había algo reconfortante en el acto de verla, algo de lo que Linda sentía que jamás podría prescindir. Necesitaba el dulce aroma de su piel, y el suave roce de

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sus mejillas y el aún más suave de sus brazos y sus hombros. Linda amaba los rizos de su cabello, que se hacia plateado en la frente, más pálido en la nuca y castaño brillante en el grueso rodete oculto bajo la gorra de muselina. Las manos de su madre eran exquisitas, y los dos anillos que llevaba parecían fundirse en la cremosa piel. Y estaba siempre tan deliciosa, tan fresca. La anciana no toleraba más que el hilo junto a su piel y se bañaba invierno y verano con agua fría.

–¿No hay nada que yo pueda hacer? –preguntó Linda.–No, querida. Me gustaría que fueras al jardín y echaras un vistazo a las niñas,

pero sé que no lo harás.–Por supuesto que lo haré, pero ya sabes que Isabel es mucho más adulta que

cualquiera de nosotros.–Sí, pero Kezia no –dijo la señora Fairfield.–Oh, Kezia ha sido arrollada por un toro hace horas –dijo Linda, envolviéndose

nuevamente en su chal.Pero no, Kezia había visto un toro a través de un agujero de la empalizada que

separaba la cancha de tenis del parque. Pero el toro no le había gustado demasiado, así que había regresado caminando a través del huerto, había trepado a la pendiente de césped, siguiendo el sendero que pasaba junto al álamo hasta llegar al enmarañado y extendido jardín. Creía que jamás podía perderse en este jardín. Dos veces había encontrado el camino de vuelta desde las grandes puertas de hierro que habían traspuesto la noche anterior y había caminado una vez más por el sendero que llevaba a la casa pero había tantos senderitos a ambos lados... De un lado conducían a una maraña de árboles grandes y obscuros y extraños arbustos de hojas chatas y aterciopeladas y flores plumosas de color crema en las que zumbaban miles de moscas si una las sacudía... esa era la parte atemorizante, para nada un jardín. Los senderitos eran húmedos y arcillosos, sembrados de raíces de árboles que parecían las huellas de las patas de gallinas gigantescas.

Pero del otro lado el camino estaba limitado por un cerco alto y los senderitos también tenían cercos y todos llevaban a una maraña de flores cada vez más densa. Las camelias estaban en flor, blancas y carmesíes y rosas y estriadas de blanco, con hojas relucientes. No se podía ver ni una hoja de los arbustos de lila, tapados de racimos blancos. Las rosas estaban florecidas, rosas para la solapa de los cabellos, pequeñas y blancas, pero demasiado plagadas de insectos para aspirar su perfume, rosas rosadas con un anillo de pétalos caídos alrededor de la planta, rosas arrepolladas que brotaban sobre gruesos tallos, musgosas rosas siempre en capullo, rosadas y tersas bellezas que se abrían pétalo sobre pétalo, otras rojas tan obscuras que parecían negras cuando caían, y una cierta clase de exquisita rosa cremosa con un esbelto tallo rojo y hojas de color escarlata brillante.

Había macizos de campanillas y toda clase de geranios, y había arbolitos de verbena y azulados arbustos de lavanda y un macizo de malvones con ojos aterciopelados y hojas como alitas de polillas. Había un cantero que sólo tenía

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clavelinas, y otro de pensamientos... hileras de margaritas simples y dobles y toda clase de pequeñas plantas afelpadas que Kezia no había visto antes.

Los rojos espetones eran más altos que ella, los girasoles japoneses formaban una jungla diminuta. Se sentó en uno de los setos. Si uno apretaba fuerte, al principio parecía cómodo. ¡Pero qué polvoriento! Kezia se agachó para mirar, estornudó y se rascó la nariz.

Y después se encontró en la cima de la loma de césped que bajaba hasta el huerto....Miró hacia abajo un momento, después se tendió de espaldas, soltó un chillido y rodó y rodó hasta el césped espeso y florido del huerto Mientras permanecía tendida esperando que las cosas dejaran de dar vueltas, decidió que iría hasta la casa para pedirle a la criada una caja de fósforos vacía. Quería ha-cerle una sorpresa a su abuela... Primero pondría adentro una hoja con una enorme violeta encima, después una pequeñísima clavelina blanca, tal vez, a cada lado de la violeta, y después espolvorearía todo con lavanda, pero sin tapar del todo las flores.

A menudo preparaba estas sorpresas para la abuela y siempre tenían muchísimo éxito.

–¿Quieres un fósforo, abuelita? –Sí, querida, creo que eso es precisamente lo que estoy buscando: un fósforo.La abuela abría lentamente la caja y se encontraba con el arreglo del interior.–¡Dios mío, querida! ¡Qué sorpresa me has dado!“Aquí podré hacerte una sorpresa cada día”, pensó, ascendiendo la pendiente

con sus zapatos que resbalaban. La isla era una elevación cubierta de césped. En la cima no crecía nada más que una enorme planta con hojas gruesas, espinosas y de color verde–gris, en el medio brotaba un tallo alto y robusto. Algunas de las hojas eran tan viejas que ya no se mantenían erguidas en el aire, sino que caían quebradas y rotas: otras yacían chatas y marchitas en el suelo.

¿Qué podría ser? Jamás había visto una planta como esa. Se quedó parada mirando. Y entonces vio a su madre que se acercaba por el sendero.

–Mamá, ¿qué es? –preguntó Kezia.Linda alzó la vista hasta la planta gruesa y henchida con sus crueles hojas y su

tallo carnoso. Muy arriba, por encima de ellas, como suspendida en el aire pero firmemente aferrada a la tierra de la que crecían, la planta podría haber tenido garras en vez de raíces. Las curvas hojas parecían ocultar algo, el ciego tallo cortaba el aire como si no existiera el viento que pudiera agitarlo.

–Es un áloe, Kezia –dijo su madre.–¿Nunca da flores?–Sí, Kezia –y Linda le sonrió y entrecerró los ojos– Una vez cada cien años.

7

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En el camino de vuelta de la oficina, Stanley Burnell hizo detener la calesa en la Bodega, se bajó y compró un enorme frasco de ostras. En el negocio del chino de al lado compró un ananá bien a punto y, advirtiendo una canasta de cerezas negras, le dijo a John que pusiera también una libra. Guardó las ostras y el ananá en la caja que había debajo del asiento delantero, pero se quedó con las cerezas en la mano.

Pat, el criado, saltó del pescante y volvió a arroparlo con la manta marrón.–Levante los pies, señor Burnell, para que pueda envolvérselos –dijo.–¡Bien, bien! ¡De primera! –dijo Stanley–. Y ahora, derechito a casa.Pat rozó a la yegua gris y la calesa se puso en marcha.“Me parece que es un tipo de primera”, pensó Stanley, te gustaba el aspecto

que tenía allí sentado, con su impecable saco marrón y el sombrero hongo, marrón también. Le gustaba el modo en que Pat lo arropaba, y le gustaban sus ojos. No había nada servil en él... y si había algo que verdaderamente odiaba era la servilidad. Y el hombre parecía contento con su trabajo... feliz y satisfecho. La yegua gris tiraba bien: Burnell estaba impaciente por salir de la ciudad. Quería llegar a casa. Ah, era maravilloso vivir en el campo... salir de ese agujero de ciudad una vez que se cerraba la oficina, y este recorrido en el aire fresco y cálido, sabiendo todo el tiempo que al final estaba su casa con sus prados y jardines, sus tres vacas de calidad y volatería suficiente para llenar un corral... era estupendo.

Cuando finalmente salieron de la ciudad y empezaron a rodar por la ruta desierta, su corazón palpitó de alegría. Hurgó en la bolsa de papel y empezó a comer las cerezas, tres o cuatro por vez, arrojando los carozos a un costado de la calesa. Estaban deliciosas, tan carnosas y frescas, sin una sola mancha ni un solo machucón.

¿Y qué decir de aquellas dos... negras de un lado y blancas del otro? ¡Perfectas! Un perfecto par de hermanitas siamesas. Y se las puso en el ojal... ¡Por Dios que no le molestaría darle un puñado al muchacho!... Pero no, mejor que no. Mejor esperar a que hubiera estado más tiempo a su servicio.

Empezó a planificar lo que haría los sábados a la tarde y los domingos. No iría a almorzar al club los sábados. Saldría de la oficina tan pronto como fuera posible y cuando llegara a casa pediría que le sirvieran un par de tajadas de carne fría y media lechuga. Y después invitaría a un par de tipos de la ciudad para que vinieran a jugar tenis por la tarde. No demasiados... tres como máximo. Beryl era buena jugadora, además... Extendió el brazo derecho y lo flexionó lentamente, palpando los músculos... Un baño, una buena fricción, un cigarro en la veranda después de comer...

El domingo a la mañana irían a la iglesia... con niños y todo. Eso le recordó que debía alquilar un banco en la iglesia, si era posible al sol y bien adelante para estar a cubierto de la corriente de aire que se filtraba por la puerta. Se imaginaba entonando de modo perfecto: “Cuando Tú venciste el rigor de la muerte abriste el Reino de los Cielos a todos los creyentes”. Y veía la brillante placa de bronce en un extremo del banco: “Señor Stanley Burnell y familia”... El resto del día lo

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pasaría holgazaneando con Linda... Ahora caminaban por el jardín, ella lo tomaba del brazo y él le explicaba detalladamente lo que pensaba hacer en la oficina la semana siguiente. La escuchaba decir: “Creo que es muy atinado, querido”... Charlar las cosas con Linda era una maravillosa ayuda a pesar de que tenían una cierta propensión a divagar.

¡Maldición! No iban demasiado rápido. Pat había vuelto a frenar el coche. ¡Uf! ¡Qué pedazo de bruto! El frenazo había repercutido en su estómago.

Siempre lo sobrecogía una especie de pánico cuando estaba llegando a casa. Antes de trasponer el portón le gritaba a cualquiera que estuviera a la vista: “¿Todo anda bien?”. Y no se convencía de que todo andaba bien hasta que Linda no le decía: “¡Hola! ¿Ya estás de vuelta?”. Eso era lo peor de vivir en el campo... el maldito tiempo que se tardaba en volver. Pero ahora ya no estaban lejos. Es-taban en la cima de la última colina, sólo tenían que descender una pendiente suave y recorrer apenas media milla.

Pat hizo restallar el látigo por encima de la cabeza de la yegua y la azuzó:–¡Arre! ¡Arre!Faltaban pocos minutos para la puesta del sol. Todo estaba inmóvil, bañado en

la luz brillante y metálica, y de los prados de ambos ledos llegaba el aroma lechoso de la hierba florecida. Los portones de hierro estaban abiertos. Entraron a buena velocidad y ascendieron el sendero, circulando la isla, hasta detenerse exactamente frente al centro de la veranda.

–¿Está satisfecho con la yegua, señor? –dijo Pat, bajando la caja y haciendo una mueca de sonrisa a su amo.

–Es verdaderamente magnífica, Pat –dijo Stanley.Linda apareció a través de la puerta de vidrio, su voz repicó en la umbrosa

quietud:–¡Hola! ¿Ya estás de vuelta?Al oírla, su corazón latió con tanta fuerza que apenas si pudo evitar subir

corriendo las escaleras para estrecharla entre sus brazos.–Sí, ya estoy en casa. ¿Todo anda bien?Pat llevaba la calesa hasta el portón lateral, que daba al patio.–Un momento –dijo Stanley– Alcánzame esos dos paquetes. Y a Linda: –Te he

traído un frasco de ostras y un ananá. –Y lo decía como si le hubiera traído todos los frutos de la tierra.

Entraron en el vestíbulo, Linda llevaba las ostras en una mano y el ananá en la otra. Burnell cerró–la puerta de vidrio, arrojó su sombrero, la rodeó con sus brazos y la apretó contra él, besándole el pelo, las orejas, los labios, los ojos.

–¡Oh, querido! ¡Oh, querido! –dijo ella–. Espera un momento. Déjame que me deshaga de estas cosas –y puso las ostras y el ananá sobre una sillita tallada–. ¿Qué tienes en la solapa... cerezas? –Se las quitó de la solapa y las colgó de una oreja de Stanley.

–No hagas eso, querida, son para ti.De modo que volvió a quitarlas de la oreja de él.

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–¿No te importa si las guardo? Me quitarían el apetito para la cena. Ven a ver a tus niñas. Están tomando el té.

Había una lámpara encendida en la mesa de la habitación de los niños. La señora Fairfield cortaba el pan y untaba las rebanadas con manteca. Las tres niñitas estaban sentadas a la mesa con largo delantales con sus nombres bordados. Cuando su padre entró, se limpiaron la boca, preparándose para su beso. Las ventanas estaban abiertas, sobre la chimenea había un búcaro de flores silvestres y la lámpara proyectaba una suave burbuja de luz en el cielorraso.

–Parece que se siente bastante cómoda, madre –dijo Burnell, parpadeando ante la luz. Isabel y Lottie estaban una a cada lado de la mesa y Kezia en una de las cabeceras...la otra estaba vacía.

“Allí se sentará mi hijo”, pensó Stanley. Apretó el brazo que rodeaba los hombros de Linda. ¡Por Dios, era un perfecto tonto al sentirse tan feliz!

–Estamos cómodas, Stanley, muy cómodas –dijo la señora Fairfield, cortando en bastones el pan de Kezia.

–Más lindo que la ciudad... ¿verdad, niñas? –preguntó Burnell.–Oh, sí –dijeron las tres niñas, e Isabel agregó, tras una corta reflexión–:

¡Muchas gracias, querido papá!–Vamos arriba –dijo Linda–. Te buscaré las pantuflas.Pero la escalera era demasiado angosta para que la subieran del brazo, uno

junto al otro. El dormitorio estaba obscuro. El escuchó el ruido del anillo de Linda que golpeaba sobre el mármol de la chimenea mientras ella tanteaba buscando los fósforos.

–Yo tengo fósforos, querida. Yo encenderé las velas.Pero en vez de hacerlo se acercó a ella por detrás y la rodeó con los brazos y

apretó la cabeza de ella contra su hombro.–Me siento tan tremendamente feliz –dijo él.–¿De veras?Ella se volvió y apoyó las manos en el pecho de él y lo miró.–No sé qué me pasa –protestó él.Afuera ya había obscurecido y todo estaba cubierto de rocío. Cuando Linda

cerró la ventana el rocío helado le rozó las puntas de los dedos. Un perro ladraba a la distancia.

–Creo que habrá luna –dijo ella.Y al decirlo, con los dedos húmedos y fríos de rocío, se sintió como si ya

hubiera salido la luna, como si se descubriera inmersa en un río de fría luz. Se estremeció, se alejó de la ventana y se sentó en la otomana, junto a Stanley.

En el comedor, junto a la fluctuante luz de la chimenea encendida, Beryl estaba sentada en un escabel tocando la guitarra. Se había bañado y cambiado de ropa. Ahora tenía puesto un vestido de muselina blanca con lunares negros y se había prendido una rosa negra en el pelo.

La tierra se ha ido a descansar, amor,

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Mira: estamos solos.Deja que estreche tu mano, amor,

Suavemente entre las mías.

Tocaba y cantaba para sí misma, pues se observaba a sí misma tocar y cantar. La luz del fuego resplandecía en sus zapatos, en la rojiza comba de la guitarra, en sus dedos blancos...

“Si estuviera del otro lado de la ventana y mirara y me viera, de veras que me sentiría impresionada”, pensó. Tocó el acompañamiento con mayor suavidad... ya no cantaba: escuchaba.

...”La primera vez que te vi, querida –¡Oh, no tenías idea de que no estabas sola!–, estabas sentada con tus piecietos sobre un escabel, tocando la guitarra. Dios mío, jamás lo olvidaré...”. Beryl levantó la cabeza y empezó a cantar otra vez:

Hasta la luna está cansada...

Pero se oyó un portazo. Apareció el enrojecido rostro de la criada: –¡Por favor, señorita Beryl, tengo que poner la mesa.–Muy bien, Alice –dijo Beryl, con voz helada. Dejó la guitarra en un rincón.

Alice se abalanzó con una pesada bandeja de hierro negro.–¡Lindo trabajo me ha dado ese horno! –dijo–. No se dora nada.–¿De veras? –dijo Beryl.Pero no, no podía soportar a esa tonta muchacha. Corrió a la sala en sombras

y se puso a caminar de arriba a abajo... Se sentía desasosegada, desasosegada. Había un espejo sobre la chimenea. Alargó los brazos y contempló su pálida sombra reflejada. ¡Qué hermosa era, pero no había nadie para verla, nadie!

–¿Por qué debes sufrir así? –dijo el rostro del espejo–. No fuiste hecha para el sufrimiento... ¡Sonríe!

Beryl sonrió y su sonrisa era verdaderamente tan adorable que volvió a sonreír... pero esta vez porque no pudo evitarlo.

8

–Buenos días, señora Jones.–Oh, buenos días, señora Smith. Estoy tan contenta de verla. ¿Ha traído a sus

niños?–Sí, he traído a mis dos mellizos. He tenido otra niña desde la última vez que la

vi, pero vino tan repentinamente que aún no he tenido tiempo de hacerle ropa. Así que la dejé... ¿Cómo está su esposo?

–Oh, muy bien, muchas gracias. Tuvo un espantoso resfrío pero la Reina Victoria, que como usted sabrá, es mi madrina, le envió un frasco de ananás y eso lo curó inmediatamente.

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–¿Esa es su nueva criada?–Sí, se llama Gwen. Hace sólo dos días que la tengo. Oh, Gwen, esta es mi

amiga, la señora Smith.–Buenos días, señora Smith. La comida estará lista en diez minutos.–No me parece bien que me hayas presentado a la criada. Creo que yo tendría

que haber empezado a hablarle directamente.–Bien, pero es más una señora de compañía que una criada y si se presenta a

las señoras de compañía, lo sé porque la señora Samuel Josephs tenía una.–Bueno, no importa –dijo con aire negligente la criada, mientras batía la crema

de chocolate con la mitad de un broche de la ropa roto. La comida se horneaba bellamente en un escalón de cemento. Empezó a poner la mesa en un banco de jardín de color rosa. Frente a cada comensal puso dos platos de hojas de malvón, un tenedor de agujas de pino y un cuchillo de ramitas. Había tres margaritas sobre hojas de laurel, que eran huevos fritos, unas tajadas de pétalos de fucsia eran la carne fría, había unas adorables croquetitas hechas de tierra y agua y semillas de diente de león, y la crema de chocolate, que pensaba servir en la misma concha de pawa en la que había cocinado.

–No se preocupe por mis niños –dijo graciosamente la señora Smith–. Basta con que tenga la bondad de llenar esta botella en la cani... quiero decir en la lechería.

–Oh, está bien –dijo Gwen. Y murmuró al oído de la señora Jones–: ¿Voy y le pido a Alice un poco de leche de verdad?

Pero alguien las llamó desde el frente de la casa y el almuerzo se disolvió. Abandonaron la encantadora mesa, las croquetas y los huevos a las hormigas y a un viejo caracol que empujó sus cuernitos temblorosos sobre el borde del banco y empezó a mordisquear uno de los platos de malvón.

–Vengan aquí, niñas. Han venido Pip y Rags.Los muchachos Trout eran los primos que Kezia había mencionado al

almacenero. Vivían a una milla de distancia, en una casa llamada “El Cottage del Árbol de los Monos”. Pip era alto para su edad, de pelo negro y lacio y rostro pálido, pero Rags era muy pequeño y tan delgado que cuando se desvestía los omóplatos sobresalían como dos alitas. Tenían un perro mestizo, de ojos azul pálido y larga cola enrulada que los seguía a todas partes. Se llamaba Snooker. Se pasaban la mitad de su tiempo peinando y cepillando a Snooker y administrándole diversas mezclas horribles preparadas por Pip y que los dos guardaban secretamente en una jarra rota cubierta por la tapa de una pava vieja. Ni siquiera el pequeño y fiel Rags conocía todos los secretos ingredientes de estas mezclas... Tómese un poco de pasta de dientes y una pizca de azufre finamente pulverizado y tal vez un poco de almidón para dar firmeza a la pelambre de Snooker... Pero eso no era todo: Rags, en privado, suponía que el resto era pólvora... Y jamás se le permitía colaborar en la preparación a causa del peligro... “Si te cae una gota en los ojos, te quedarás ciego para siempre”, solía decir Pip, revolviendo la mezcla con una cuchara de hierro. “Y siempre existe la posibilidad –

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sólo la posibilidad, oye bien– de que explote si se la remueve mucho... Dos cu-charadas de esto en una lata de kerosene serían suficientes para matar millares de pulgas. “Pero Snooker se pasaba todo el tiempo mordisqueándose y estornudando, y apestaba de un modo abominable.

–Eso es porque es un gran perro de pelea –decía Pip–. Todos los perros de pelea tienen olor.

Los muchachos Trout habían ido a menudo a la ciudad a pasar el día con los Burnell, pero ahora que sus parientes vivían en esta hermosa casa con ese estupendo jardín, estaban muy bien dispuestos a mostrarse aún más amistosos. Además, a los dos les gustaba jugar con las niñas: a Pip porque le encantaba burlarse de ellas y porque Lottie se asustaba fácilmente, y a Rags por una razón vergonzosa. Adoraba las muñecas. Cómo le gustaba ver a una muñeca dormida, hablarle susurrando y sonreírle tímidamente, qué fiesta era para él cuando le permitían levantar una...

–Dobla los brazos. No los pongas así rígidos o se te –caerá –le decía severamente Isabel.

Ahora estaban en la veranda sosteniendo a Snooker que quería entrar en la casa, pero no se lo –permitían porque a la tía Linda le disgustaban los perros de verdad.

–Vinimos en el ómnibus con mamá –dijeron–, y nos quedaremos a pasar la tarde con ustedes. Trajimos un pan de jenjibre para tía Linda. Lo hizo Minnie. Está lleno de fruta seca.

–Yo pelé las almendras –dijo Pip–. Sólo tuve que meter la mano en una olla de agua hirviendo, sacarlas y darles uña especie de pellizco y las almendras salían disparadas de la piel, algunas saltaban hasta el techo. ¿No es cierto, Rags?

Rags asintió.–Siempre que hacen tortas en casa –dijo Pip–, nosotros, Rags y yo, nos

quedamos en la cocina, y yo me ocupo de la cacerola y él de la cuchara y el batidor. Las tortas esponjosas son las mejores. Quedan como una espuma.

Corrió por la escalera de la veranda hasta el césped del jardín, plantó las manos en el suelo y se impulsó. No consiguió ponerse cabeza abajo.

–Este césped está todo desparejo –dijo–. Hay que tener un césped parejo para sostenerse cabeza abajo. En casa puedo caminar con las manos alrededor del árbol de los monos. ¿Verdad, Rags?

–Casi –asintió Rags débilmente.–Ponte cabeza abajo en la veranda. Ahí sí que el piso es parejo –dio Kezia.–No, viva –dijo Pip–. Hay que hacerlo sobre algo blando. Porque si uno se cae

al impulsarse, algo hace “click” y se le rompe el cuello. Papá me lo dijo.–Oh, juguemos a algo –dijo Kezia.–Muy bien–dijo rápidamente Isabel –juguemos al hospital. Yo seré la enfermera

y Pip puede ser el doctor y tú y Lottie y Rags pueden ser los enfermos.Lottie no quería jugar a eso porque la última vez que lo había hecho Pip le

había hecho tragar algo y le había dolido horriblemente.

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–¡Puf! –se burló Pip–. Era tan sólo el jugo de una cáscara de mandarina.–Bien, juguemos a las señoras –dijo Isabel–. Pip puede ser el padre y ustedes

nuestros hijitos queridos.–Odio jugar a las señoras –dijo Kezia–. Siempre nos hacen ir a la iglesia de la

mano y volver a casa e irnos a la cama.De repente Pip sacó de su bolsillo un pañuelo mugriento.–¡Snooker! ¡Aquí! –llamó. Pero Snooker trató de evadirse como de costumbre,

con el rabo entre las patas. Pip le saltó encima y lo apretó entre sus rodillas.–Mantenle la cabeza quieta, Rags –dijo, y anudó el pe–ñuelo alrededor de la

cabeza de Snooker, con un cómico moño en la parte de arriba.–¿Para qué haces eso? –preguntó Lottie.–Es para acostumbrarle las orejas a crecer más pegadas a la cabeza, ¿te das

cuenta? –dijo Pip–. Todos los perros de pelea tienen las orejas echadas hacia atrás. Pero las de Snooker son demasiado blandas.

–Lo sé –dijo Kezia–. Siempre se le dan vuelta del revés… Es espantoso. Snooker se echó, hizo un débil intento de quitarse el pañuelo con la pata, pero

al descubrir que no podía, se fue detrás de los niños, tembloroso y desdichado.

9

Pat llegó balanceándose: llevaba en la mano un pequeño tomahawk que centelleaba al sol.

–Vengan conmigo –les dijo a los niños–, y les mostraré cómo hacen los reyes de Irlanda para cortarle la cabeza a un pato.

Los chicos retrocedieron... No le creían y además, los chicos Trout jamás habían visto a Pat antes.

–Vamos ahora –los instó, sonriendo y tomando de la mano a Kezia.–¿Es un pato de verdad? ¿Uno de los del corral?–Así es –dijo Pat. La niña dejó su mano en la de él, seca y dura, y él se calzó el

tomahawk en el cinturón y le ofreció la otra mano a Rags. Adoraba a los niños pequeños.

–Será mejor que sostenga a Snooker de la cabeza si es que va a haber sangre cerca –dijo Pip–, porque la simple vista de la sangre lo enloquece. Salió corriendo y arrastrando a Snooker del pañuelo.

–¿Crees que debemos ir? –susurró Isabel–. No preguntamos si podíamos ni nada, ¿cierto?

En el fondo del huerto se abría una puerta en la empalizada. Del otro lado, una empinada pendiente llevaba a un puente que atravesaba el arroyo, y en la otra orilla estaba el corral. Un pequeño y viejo establo había sido transformado en gallinero. Las gallinas se habían alejado hacia un vertedero situado en el otro

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extremo del prado, pero los patos estaban arracimados en la parte del arroyo que fluía bajo el puente.

Altos arbustos sombreaban el arroyo con sus hojas rojas y sus flores amarillas y sus racimos de zarzamoras. En partes la corriente era ancha y playa, pero en otras formaba estanques profundos y pequeños, llenos de espuma y de temblorosas burbujas. Allí, en esos estanques, los patos se sentían a sus anchas, nadando y chapoteando junto a las orillas cubiertas de hierba.

Nadaban de arriba a abajo, componiéndose las deslumbrantes plumas del buche, y otros patos, con el mismo plumaje deslumbrante y picos amarillos, nadaban con ellos.

–Esta es la flotilla irlandesa –dijo Pat–, y miren al viejo almirante con su cuello verde y el pabellón en –la cola.

Extrajo un puñado de grano del bolsillo y empezó a caminar en dirección al gallinero, perezosamente, con el maltrecho sombrero de paja caído sobre los ojos.

–Pic, pic, pic, pic –llamó.–Cuá–cuá–cuá–cuá –respondieron los patos, saltando a tierra, agitando las

alas y ascendiendo la pendiente para seguir al criado en una larga y bamboleante fila india. El fingía arrojarles el grano, agitándolo en sus manos y llamándolos hasta que los patos formaron un gran círculo Blanco a su alrededor.

Desde lejos las gallinas oyeron el clamor y también ellas vinieron corriendo a través del prado, con las cabezas echadas hacia adelante, las alas desplegadas, moviendo las patas a la tonta manera en que corren las gallinas y cacareando mientras se acercaban.

Entonces Pat esparció el grano y los voraces patos empezaron a engullirlo. De repente se agachó, atrapó dos, se puso uno debajo de cada brazo y se dirigió hacia los niños, que se asustaron ante las cabezas movedizas y los ojos redondos de los animales. Todos se asustaron... salvo Pip.

–¡Vamos, no sean tontos! –gritó–. No muerden. No tienen dientes. Sólo tienen esos dos agujeritos en el pico, que les sirven para respirar.

–¿Podrían sostener uno mientras me ocupo del otro? –preguntó Pat.Pip soltó a Snooker.–¿Qué si me atrevo? ¿Qué si me atrevo? Dame uno. No importa si patalea.Casi sollozó de deleite cuando Pat le entregó el bulto blanco.Había un viejo resto de tronco delante del gallinero. Pat tomó al animal de las

patas, lo tendió sobre el tronco y casi en el mismo instante cayó el pequeño tomahwak y la cabeza del pato voló lejos del tronco. La sangre saltó sobre las blancas plumas y sobre su mano.

Cuando los chicos vieron la sangre ya no sintieron miedo. Se arremolinaron alrededor de Pat y empezaron a gritar. Hasta Isabel saltaba y gritaba:

–¡La sangre! ¡La sangre!Pip se olvidó por completo de su pato, lo arrojó lejos y gritó:–¡Lo vi! ¡Lo vi! –y saltaba alrededor del tronco.

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Rags, con el rostro blanco como el papel, corrió hasta la cabecita cercenada y extendió un dedo como para tocarla, retrocedió y volvió a extender otra vez el dedo. Temblaba de la cabeza a los pies.

Hasta Lottie, la pequeña y asustadiza Lottie, empezó a reír y señalaba el pato chillando:

–¡Mira, Kezia, mira!–Miren bien –dijo Pat. Puso el cuerpo en tierra y éste empezó a caminar,

balanceándose, con un gran coágulo de sangre en el lugar donde había estado la cabeza: empezó a alejarse sin un sonido hacia la empinada pendiente que llevaba al arroyo... Esa fue la maravilla mayor.

–¿Vieron eso? ¿Vieron eso? –gritó Pip. Corrió entre las niñas tironeándoles de los delantales.

–Parece una máquina. Parece una locomotora chiquita –chilló Isabel.Pero de repente Kezia echó a correr hacia Pat, le abrazó las piernas y golpeó

con su cabeza las rodillas del hombre, con todas sus fuerzas.–¡Ponle otra vez la cabeza! ¡Ponle otra vez la cabeza! –gritó la niña.Pat trató de apartarla pero ella se lo Impedía, aferrándose a él con todas sus

fuerzas y sollozando:–¡La cabeza! ¡La cabeza!Hasta que su llanto sonó como un hipo.–Se paró. Se quedó quieto. Está muerto –dijo Pip.Pat tomó a Kezia en brazos. La capelina de la niña había caído hacia atrás

pero ella no dejaba que Pat la mirara a la cara. No apretó la cara contra el hombro de él y ciñó los brazos alrededor del cuello de Pat.

Los chicos dejaron de gritar tan súbitamente como habían empezado. Quedaron de pie alrededor del pato muerto. Rags ya no tenía miedo de la cabeza. Ahora se agachó y la acarició.

–Creo que esta cabeza no está muerta del todo –dijo–. ¿Creen que seguiría con vida si le diera algo de beber?

Pero Pip se enfureció:–¡Bah! ¡Eres un chiquillo! –Le silbó a Snooker y se alejó.Cuando Isabel se acercó a Lottie esta se desprendió de ella con brusquedad.–¿Por qué me estás zarandeando siempre, Isabel?–Bien, bien –le decía Pat a Kezia–, esta sí que es una niña buena.La niña alzó las manos y rozó las orejas del criado. Sintió algo. Lentamente

levantó el rostro tembloroso y miró. Pat llevaba unos aretes de oro. Jamás había visto que los hombres usaran aretes. Se sorprendió muchísimo.

–¿Se ponen y se quitan? –preguntó con voz ronca.

10

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Arriba, en la casa, en la cálida y ordenada cocina, Alice, la criada, preparaba el té. Estaba “vestida”. Llevaba un vestido de tela negra que olía bajo los brazos, un delantal blanco que parecía una gran hoja de papel y un lazo de encaje sujeto al pelo con dos horquillas negras. Se había cambiado sus cómodas zapatillas de fieltro por otras de cuero negro que le oprimían de un modo tremendo el callo del dedo chico...

Hacía calor en la cocina. Un moscardón zumbaba, de la pava emanaba un abanico de vapor blanquecino y la tapa repiqueteaba al compás del agua que hervía. El reloj latía en la cálida atmósfera lenta y deliberadamente, con un sonido similar al de un par de agujas de tejer en manos de una vieja, y de tanto en tanto, sin ningún motivo, porque no había brisa, la persiana golpeaba el marco de la ventana.

Alice preparaba sandwiches de berro. Sobre la mesa había un pedazo de manteca, una hogaza de pan y los berros esparcidos sobre una servilleta blanca.

Apoyado contra el plato de manteca había un librito sucio, grasiento, medio desencuadernado y con las páginas dobladas. Mientras batía la manteca Alice leía: “Soñar con escarabajos negros que tiran de un coche fúnebre es malo. Significa la muerte de alguien cercano o querido, padre, esposo, hermano, hijo o prometido. Si los escarabajos caminan hacia atrás mientras se los mira, eso significa muerte por fuego o por caída desde gran altura: escaleras, anda–mios, etc.

“Arañas, soñar que caminan por encima de uno es bueno. Significan una gran suma de dinero en el futuro próxima Si se espera un hijo, significa que el alumbramiento será feliz. Pero cuídese durante el sexto mes de comer mariscos...”

Miles y miles de pájaros veo...

¡Qué vida! Allí estaba la señorita Beryl. Alice dejó caer el cuchillo y deslizó el “Libro de los Sueños” debajo de la mantequera. Pero no tuvo tiempo de ocultarlo del todo, pues Beryl se dirigió directamente a la mesa de la cocina y lo primero que vio fue el borde grasiento del librito. Alice percibió la sonrisita suficiente de la señorita Beryl y el modo en que enarcó las cejas y entornó los párpados como si no estuviera demasiado segura de qué podría ser aquello. Decidió que si la señorita Beryl le preguntaba, ella le contestaría: “Nada que pueda interesarle, señorita”. Pero sabía que la señorita Beryl no le preguntaría.

En realidad, Alice era una criatura suave, pero tenía listas las más maravillosas respuestas para preguntas que sabía que jamás le harían. El hecho de componerlas y perfeccionarlas en su mente la reconfortaba tanto como si las hubiera expresado. De veras, eso le había permitido seguir adelante en casas donde la habían maltratado tanto que tenía miedo de dejar la caja de fósforos al lado de la cama por si sus nervios se los hacían comer durante el sueño.

–Oh, Alice –dijo la señorita Beryl–, hay una persona más para el té, así que caliente un plato de los scones de ayer, por favor. Y ponga los sandwiches Victoria

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además de la torta de café. Y no se olvide de poner los mantelitos debajo de los platos, por favor. Los olvidó ayer, y la mesa tenía un aspecto tan feo y vulgar. Y Alice, no vuelva a poner ese espantoso y viejo cubretetera rosa y verde para el té de la tarde. Es solamente para las mañanas. En realidad, creo que habría que usarlo solamente en la cocina... está muy usado y tiene mal olor. Ponga el japonés. ¿Ha comprendido, verdad?

La señorita Beryl había terminado.

“Que desde los árboles cantan...”

cantó al salir de la cocina, satisfecha de su severidad para con Alice.Oh, Alice estaba furiosa. No le importaba que le dieran órdenes, pero había

algo en el modo de hablar de la señorita Beryl que le resultaba insoportable. Simplemente insoportable. La hacía encresparse por dentro, como se dice, y casi temblar. Pero el verdadero motivo por el cual odiaba a la señorita Beryl era que la hacía sentir inferior. Le hablaba con una voz especial, como si en verdad Alice no estuviera del todo allí, y jamás perdía la paciencia con ella... jamás. Ni siquiera cuando a Alice se le caía algo o se olvidaba de algo importante... parecía que la señorita Beryl había estado esperando que eso sucediera.

“Por favor, señora Burnell”, decía una Alice imaginaria, mientras enmantecaba los scones, “preferiría no recibir órdenes de la señorita Beryl. Tal vez yo no sea más que una criada que no sabe tocar la guitarra, pero...”

Esta última estocada la complació tanto que recobró su buen humor.–Lo único que se puede hacer –oyó al abrir la puerta del comedor–, es cortar

del todo las mangas y colocar en su lugar unas anchas bandas de terciopelo en los hombros...

11

El pato blanco parecía no haber tenido jamás cabeza cuando Alice lo colocó frente a Stanley Burnell aquella noche. Yacía, bella y doradamente resignado, sobre un plato azul, con las patas unidas por un pedazo de hilo y una guirnalda de albondiguillas alrededor.

Era difícil decidir quién parecía mejor asado, si el pato o Alice, los dos eran del mismo color brillante y ambos tenían el mismo aspecto reluciente y crocante. Pero Alice era de un rojo violento y el pato de color caoba claro.

Burnell echó una ojeada al filo del cuchillo de trinchar.Lo enorgullecía su modo de trinchar y se preocupaba por hacer de ello una

obra de arte. Odiaba la forma en que trinchaban las mujeres, siempre eran muy lentas y no les importaba en absoluto el aspecto que la carne tendría después. Pero él sí que se esmeraba verdaderamente al cortar delicadas tajadas de carne

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fría, lonjitas de cordero, exactamente del espesor adecuado, o al trozar un pollo o un pato con tanta precisión...

–¿Es el primero de nuestros productos caseros? –preguntó, sabiendo perfectamente bien que así era.

–Sí, no vino el carnicero. Hoy nos enteramos de que pasa solamente dos veces por semana.

Pero las excusas no eran necesarias. El pato era un ave soberbia. No parecía carne sino una especie de soberbia gelatina.

–Mi padre hubiera dicho –dijo Burnell–, que este animal debió ser una de esas aves a las que su madre hacía escuchar la flauta dulce durante la infancia, y que las suaves cadencias del instrumento influyeron de tal modo sobre su mente infantil que... ¿Quieres un poco más, Beryl? Tú y yo somos los únicos en esta casa que sabemos apreciar la comida. Estoy verdaderamente dispuesto a declarar, ante un tribunal si es preciso, que me encanta la buena comida.

Sirvieron el té en la sala y Beryl, que por algún motivo se había mostrado encantadora con Stanley desde que este había llegado, propuso hacer una partida de cribbage. Se sentaron ante una mesita junto a la ventana abierta. La señora Fairfield desapareció y Linda se tendió en una mecedora, con los brazos cruzados detrás de la nuca, hamacándose...

–No necesitas la luz, ¿verdad, Linda? –dijo Beryl. Y movió la lámpara para sentarse bajo el círculo de suave luz.

¡Qué remotos parecían esos dos desde el lugar en el que Linda se mecía! La mesa verde, las barajas relucientes, las enormes manos de Stanley y las diminutas de Beryl, todo parecía formar parte de un único y misterioso movimiento. El mismo Stanley, grandote y sólido, con su traje obscuro, parecía cómodo y a gusto, y Beryl alzaba su cabeza brillante y se enfurruñaba. Llevaba al cuello una nueva cinta de terciopelo, que la alteraba de algún modo... que alteraba la forma de su rostro, pero de manera encantadora, decidió Linda. El cuarto olía a azucenas; había dos grandes jarrones de calas encima de la chimenea.

–Quince y dos, quince y cuatro, y un par de seis y tres tres son nueve –dijo Stanley con tanta meticulosidad como si hubiera estado contando ovejas.

–Yo no tengo más que dos pares –dijo Beryl, exagerando su decepción porque sabía que a él le encantaba ganar.

Las fichas de cribbage eran como dos duendecillos que caminaran juntos, girando en una esquina y regresando por donde habían ido. Se perseguían uno a otro. No tenían interés en adelantarse sino que preferían mantenerse juntos para conversar... o por mantenerse juntos, simplemente.

Pero no, siempre había uno que era impaciente y que pegaba un salto cuando el otro se aproximaba, sin escucharlo. Tal vez la ficha blanca tuviera miedo de la roja, o tal vez fuera cruel y no quería darle a la roja ninguna oportunidad de hablar...

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En la pechera del vestido Beryl llevaba un ramito de pensamientos y una vez, cuando las fichas estaban una al lado de la otra, se inclinó sobre la mesa y el ramito de pensamientos cayó sobre la mesa, cubriendo las fichas.

–Qué vergüenza –dijo ella, recogiendo los pensamientos–. Justo cuando tenían la oportunidad de caer uno en brazos del otro.

–Adiós, muchacha –dijo Stanley, riendo, y haciendo saltar lejos la ficha roja.La sala era larga y angosta, con grandes puertas de vidrio que daban a la

veranda. El empapelado era de color crema con rosas doradas y el mobiliario, que había pertenecido a la anciana señora Fairfield, era obscuro y sencillo. Contra la pared había un pequeño piano sobre cuyo frente de madera tallada caía un tapete de seda amarilla. En la pared, encima del piano, se veía un óleo de Beryl: un ramo de clemátides de aspecto sorprendido. Cada flor era del tamaño de un platillo, y el centro era como un ojo asombrado, remarcado en negro. Pero el cuarto no estaba terminado aún. Stanley se había propuesto tener un sillón chesterfield y dos sillas decentes. A Linda le gustaba más tal como estaba...

Dos enormes mariposas nocturnas entraron por la ventana y giraron y giraron en el círculo de luz de la lámpara.

“Aléjense volando antes de que sea demasiado tarde. Vuelen hacia afuera otra vez”.

Giraban y giraban, parecían traer en sus alas el silencio y la luz de la luna...–Tengo dos reyes –dijo Stanley–. ¿Son buenos?–Muy buenos –dijo Beryl.Linda dejó de mecerse y se puso de pie. Stanley levantó la vista.–¿Sucede algo, querida?–No, nada. Voy a buscar a mamá.Salió del cuarto y llamó desde el pie de la escalera, pero la voz de su madre le

respondió desde la veranda.La luna que Lottie y Kezia habían visto desde el carro del almacenero estaba

llena, y la casa, el jardín, la anciana y Linda, todo estaba bañado en su deslumbrante luz.

–He estado mirando el áloe –dijo la señora Fairfield–, Creo que florecerá este año. Fíjate allí, en lo alto. ¿Son pimpollos o es solamente un efecto de la luz?

Y mientras estaban allí en la escalera, la elevada loma de césped en la que crecía el áloe pareció alzarse como una ola, y el áloe, cresta de la ola, cobró el aspecto de un navío con los remos levantados. La brillante luz de la luna caía sobre los remos levantados como agua, y el rocío centelleaba sobre la ola verde.

–¿Tú también lo sientes? –preguntó Linda, y se dirigió a su madre con esa voz especial con la que las mujeres se hablan por las noches, como si hablaran entre sueños o desde una profunda caverna– ¿No sientes que viene hacia nosotras?

Y soñó que la sacaban del agua fría y que estaba en el barco de los remos alzados y del mástil en flor. Ahora los remos caían, golpeando rápidos el agua. Se alejaron por encima de los árboles del jardín, del prado y de la maleza más allá. Ah, se oía gritar: “¡Más rápido! ¡Más rápido!”, a los que remaban.

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¡Cuánto más real era este ensueño que el regreso a la casa donde dormían las niñas y Stanley y Beryl jugaban al cribbage!

–Creo que son pimpollos –dijo–. Bajemos al jardín, madre. Me gusta ese áloe. Me gusta más que nada aquí. Estoy segura de que lo recordaré mucho tiempo después de haber olvidado todo lo demás.

Puso una mano en el brazo de su madre y bajaron los peldaños, circundaron la isla y siguieron por el sendero que llevaba al portón de entrada.

Mirando el áloe desde abajo, vio las espinas largas y aguzadas que festoneaban las hojas, y su corazón se endureció al mirarlas... Le gustaban especialmente esas espinas largas y aguzadas... Nadie se atrevería a acercarse al barco, o a seguirlo.

“Ni siquiera mi perro de Terranova”, pensó, “que tanto me gusta durante el día.”Porque realmente le gustaba, lo quería y admiraba y respetaba muchísimo. Oh,

más que a cualquier cosa en el mundo. Lo conocía de arriba a bajo. Era la personificación de la honestidad y la decencia, y era tremendamente simple a pesar de toda su experiencia práctica, se lo satisfacía y se lo hería fácilmente...

¡Si tan sólo no saltase de ese modo detrás de ella, si no ladrara tan fuerte y no la mirara con esos ojos tan amantes y ansiosos! El era demasiado fuerte para ella, siempre había odiado las cosas que se abalanzaban sobre ella, desde niña. Había momentos en que la aterrorizaba... la aterrorizaba de veras. Momentos en que ella no gritaba a viva voz: “¡Me vas a matar!” Y entonces ansiaba decirle las cosas más vulgares y odiosas...

“Sabes que soy muy delicada. Sabes tan bien como yo que mi corazón está afectado, y el doctor te ha dicho que puedo morir en cualquier momento. Ya he tenido tres enormes niños...”

Sí, sí, era verdad. Linda retiró bruscamente la mano del brazo de su madre. A pesar de–todo el respeto y admiración que sentía por él, lo odiaba. ¡Y qué tierno se volvía después de momentos como ese, qué sumiso, qué reflexivo! Haría cualquier cosa por ella, sólo ansiaba servirla... Linda se oía decir con voz débil:

–Stanley, ¿quieres encender una vela?Y podía oír su respuesta, su voz gozosa:–Por supuesto que sí, querida. –Y saltaba de la cama como si fuera a traerle la

luna.Jamás se le había aparecido con tanta claridad como en este momento. Allí

estaba todo lo que sentía por él, claro y definido, un sentimiento tan verdadero como el otro. Y estaba el odio, ese odio, tan real como el resto. Podría haber hecho paquetitos con sus sentimientos y entregárselos a Stanley. Ansiaba entregarle el último, el odio, como una sorpresa. Podía imaginarse sus ojos cuando abriera el paquetito...

Se abrazó empezó a reír en silencio. ¡Qué absurda era la vida, qué risible, simplemente risible! ¿Y de dónde venía esta manía suya de mantenerse con vida? Porque era verdaderamente una manía, pensó, burlándose y riendo.

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“¿Para qué me guardo tan preciosamente? Seguiré teniendo niños y Stanley seguirá haciendo dinero y los niños y los jardines se harán más grandes, con flotillas de áloes para que yo elija.”

Había estado caminando con la cabeza gacha, sin fijar la vista en nada. Ahora alzó los ojos y miró lo que la rodeaba. Estaban junto a las camelias blancas y rojas. Bellísimas eran las ricas hojas obscuras manchadas de luz y las flores redondas que pendían entre ellas como pájaros rojos y blancos Linda arrancó una ramita de verbena y la deshizo y tendió sus manos a su madre.

–Deliciosa –dijo la anciana–. ¿Tienes frío, niña? ¿Estás temblando? Sí, tienes las manos frías. Será mejor que regresemos a la casa.

–¿En qué has estado pensando? –dijo Linda–. Cuéntame.–No pensaba en nada en realidad. Cuando pasamos por el huerto me pregunté

si los árboles frutales serían buenos y si podríamos preparar mucha mermelada este otoño. En el jardín hay unos groselleros espléndidos. Los vi hoy. Me gustaría ver esos estantes de la despensa repletos de nuestra mermelada...

12

Querida Nan:No creas que soy una mala persona por no haberte escrito antes. No he tenido

un instante, querida, y ahora mismo estoy tan exhausta que apenas si puedo sostener la pluma.

Bueno, la espantosa acción ha sido consumada. Hemos abandonado el torbellino de la ciudad y no me parece que podamos regresar alguna vez, pues mi cuñado ha comprado esta casa: “desde el techo a la bodega”, para decirlo con sus palabras.

En cierto modo, por supuesto, es un terrible alivio, pues ha estado amenazando con comprar una propiedad en el campo desde que vivo con ellos –y debo decir que la casa y el jardín son maravillosos, un millón de veces mejor que aquel espantoso cuchitril de la ciudad. – Pero sepultada, querida. Sepultada, esa es la palabra.

Tenemos vecinos, pero son sólo granjeros, muchachones con aspecto de haberse pasado el día ordeñando y dos horribles mujeres con dientes de conejo que trajeron unos scones mientras nos mudábamos y que se ofrecieron para ayudar. Pero mi hermana, que vive a una milla de aquí, no conoce a nadie, así que estoy segura de que nosotras tampoco lo haremos. Es casi seguro que nadie vendrá a visitarnos desde la ciudad, pues aunque hay un ómnibus es en realidad

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una cosa espantosa y traqueteante con asientos de cuero negro, y cualquier persona decente se moriría antes de viajar seis millas en eso.

Así es la vida. Es un triste final para la pequeña B. En uno o dos años me convertiré en una palurda e iré a visitarte con impermeable y un sombrero sujeto con un velo de pasa blanca, de esos que se usan para andar en automóvil. Pre-cioso.

Stanley dice que ahora que nos hemos instalado (pues tras la más espantosa semana de mi vida estamos realmente instalados) traerá un par de amigos de su club para jugar al tenis los sábados a la tarde. Y como gran fiesta, dos han sido invitados para hoy. Pero, querida, si pudieras ver a los amigos del club de Stanley... Gorditos, de esa clase que parecen indecentes sin chaleco, con los dedos de los pies torcidos (y ya sabes que eso se nota mucho con las zapatillas de tenis). Y se levantan los pantalones a cada instante, ya sabes, y se la pasan golpeando cosas imaginarias con sus raquetas...

Yo solía jugar algunas veces con ellos en el club el verano pasado, y estoy segura de que te darás cuenta de la clase de hombre a la que me estoy refiriendo cuando te diga qué después de haber estado con ellos tres veces seguían lla-mándome señorita Beryl. Es un mundo agotador. Por supuesto que mamá está enamorada del lugar, pero supongo que cuando tenga la edad de mamá también a mí me encantará sentarme al sol a pelar arvejas. ¡Pero no ahora, no, no!

Como es habitual, no tengo ni la menor idea de lo que piensa Linda de todo esto. Misteriosa como siempre...

Querida, ya conoces mi vestido blanco de satén. Le he cortado por completo las mangas, le he puesto unas bandas de terciopelo en los hombros y dos grandes amapolas rojas sacadas del chapeau de mi querida hermana. Es un gran éxito, aunque no sé cuándo podré usarlo.

Beryl escribía esta carta sentada ante una mesita, en su cuarto. De algún modo, por supuesto, era todo absolutamente cierto, pero en otro aspecto eran puras pamplinas y ella misma no creía ni una palabra. No, no era cierto. Sentía todas esas cosas, pero no las sentía de ese modo.

Era su otro yo el que había escrito la carta, y su verdadero yo se sentía no sólo aburrido sino también disgustado con ella.

“Petulante y tonta”, dijo su verdadero yo. Sin embargo, ella sabía que la enviaría y que seguiría escribiendo cosas por el estilo a Nan Pym. En realidad, era un pálido reflejo de las cartas que solía escribir.

Beryl apoyó los codos sobre la mesa y releyó. La voz de la carta parecía llegarle desde el papel. Ya era débil, como una voz oída por teléfono, desmayada pero vibrante, con un tono como amargo. ¡Cómo lo detestaba hoy!

–Siempre estás tan animada –decía Nan Pym–. Por eso los hombres te persiguen.

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Y había añadido, bastante pesarosa, pues los hombres no perseguían demasiado a Nan, eme era una muchacha sólida, con caderas gordas y sonrosada:

–No entiendo cómo haces para estar siempre tan animosa. Pero supongo que es tu naturaleza.

¡Qué pavadas! ¡Qué tonterías! No era para nada su naturaleza. ¡Por Dios, si alguna vez le hubiera mostrado su verdadero yo a Nan Pym, la pobre Nannie se hubiera arrojado por la ventana de la sorpresa...! Querida, ya conoces mi vestido blanco de satén... Beryl cerró de un golpe la carpeta.

Se levantó de un salto y, a medias conscientemente, se deslizó hasta el espejo.

Allí estaba la esbelta muchacha vestida de blanco... una falda de sarga blanca, una blusa de seda blanca y un cinturón de cuero muy ceñido en su cintura diminuta.

Tenía el rostro en forma de corazón, ancho en la frente y con una barbilla puntada... pero no demasiado. Los ojos, los ojos eran tal vez su mejor rasgo: eran de un color tan poco común... azul verdoso con pequeñas motilas doradas.

Tenía finas cejas negras y largas pestañas, tan largas que alguien le había dicho que reflejaban la luz cuando caían sobre sus mejillas.

Su boca era bastante grande. ¿Demasiado grande? No, no verdaderamente. El labio inferior sobresalía un poco. Y era fascinante el modo en que se lo mordía, le había dicho algún otro.

La nariz era su rasgo menos satisfactorio. No porque fuera realmente fea. Pero no era ni la mitad de fina que la de Linda. Linda tenía verdaderamente una naricita perfecta. La suya se abría un poco, no demasiado. Y probablemente ella exageraba el defecto sólo porque era su nariz, y ella era tan terriblemente autocrítica. Se la pellizcó entre el índice y el pulgar e hizo un mohín...

Pelo adorable, adorable. ¡Y qué abundante! Tenía si color de las hojas recién caídas, marrón y rojo con un reflejo de amarillo. Cuando se lo recogía lo sentía en la espalda como una larga serpiente. Le encantaba sentir el peso que la obligaba a levantar la cabeza, y le encantaba Nevarlo suelto y que le cubriera los brazos desnudos. “Sí, querida, no hay duda: eres algo encantador”.

Las palabras la obligaron a hacer una larga aspiración de placer y entornó los ojos.

Pero aún seguía mirándose cuando la sonrisa se esfumó de sus labios y de sus ojos. ¡Oh Dios, allí estaba otra vez jugando el mismo viejo juego! Falsa, falsa como siempre. Falsa como cuando le había escrito a Nan Pym. Falsa aun ahora, a solas consigo misma.

¿Qué tenía que ver con ella esa criatura del espejo, y por qué la miraba? Se dejó caer junto al techo y sepultó el rostro en las manos.

–Oh –sollozó–, soy tan desdichada, tan espantosamente desdichada. Sé que soy tonta y desdeñosa y vanidosa, vivo representando un papel. No soy yo misma ni por un instante.

Page 35: Preludio- Katherine Mansfield

Y vio con toda claridad, con toda claridad, a su falso yo correr de arriba a abajo por las escaleras riéndose con una risa especial si tenían invitados, parándose bajo la luz de la lámpara si venía a cenar algún hombre para que viera la luz reflejada en su pelo, enfurruñándose y fingiendo ser una niñita si le pedían que tocara la guitarra. ¿Por qué? Hasta representaba el papel en beneficio de Stanley. Sin ir más lejos, la noche anterior, cuando él estaba leyendo el periódico, su falso ya se había parado junto a él y se había recostado a propósito sobre su hombro. ¿Acaso no había puesto su mano sobre la de él, señalando algo, para que él viera qué blanca era su mano junto a la suya bronceada?

¡Qué despreciable! ¡Despreciable! Su corazón estaba frío de furia. “Eres maravillosamente animosa”, le dijo a su falso yo. Pero lo decía sólo porque se sentía tan desdichada. Si fuera feliz y viviera su propia vida, su falso yo dejaría de existir. Veía a la verdadera Beryl: una sombra... una sombra. Brillaba débil e insustancial. ¿Qué otra cosa era ella salvo esa débil radiación? ¡Y qué escasos eran los momentos en los que era verdaderamente ella! Beryl podía recordarlos uno por uno. Entonces había sentido: “La vida es rica y misteriosa y buena y también yo soy rica y misteriosa y buena.” ¿Alguna vez seré esa Beryl para siempre? ¿Lo seré? ¿Cómo puedo hacerlo?... Pero justo cuando había llegado a ese punto escuchó el ruido de pasos infantiles que se acercaban por el corredor, se movió el picaporte de la puerta y entró Kezia.

–Tía Beryl, mamá dice que por favor bajes. Papá ha venido con un señor y el almuerzo está listo.

¡Maldición! ¿Cómo se le había arrugado la falda por arrodillarse de esa estúpida manera?

–Muy bien, Kezia. –Fue hasta el tocador y se empolvo la nariz.Kezia se acercó, destapó un pote de crema y lo olió. Llevaba bajo el brazo un

viejo gato de felpa, muy sucio. Cuando la tía Beryl salió corriendo del cuarto, Kezia sentó al gato sobre el

tocador y le calzó la tapa sobre una oreja.–Ahora, mírate –le dijo con severidad.El gato de felpa se consternó tanto al verse que se cayó hacia atrás y rodó por

el piso. Y la tapa del pote de crema voló por los aires y luego rodó por el linóleo como una moneda... y no se rompió.

Pero para Kezia se había roto en el momento en que voló por los aires. La recogió, ardiendo de emoción, y volvió a ponerla sobre el tocador.

Y entonces se alejó de puntillas, con demasiada rapidez y levedad...

Katherine Mansfield