Pregón 2011

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PREGÓN SANTA CRUZ DE EL BUITRÓN 2011 PREGONERO: LUIS MIGUEL ARROYO ARRAYÁS

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Pregón de las fiestas de la Santa Cruz de El Buitrón en el año 2011. Pregonero: Luis Miguel Arroyo Arrayás.

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PREGÓN SANTA CRUZ DE EL BUITRÓN

2011

PREGONERO: LUIS MIGUEL ARROYO ARRAYÁS

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Ya está abril cumplido;

ya llega mayo, de flores vestido.

Mayo, mayo, mayo,

bienvenido seas,

alegrando valles,

caminos y aldeas.

Quería comenzar con estos sencillos versos para expresar la alegría que

invade tantos lugares tan cargados de sentimientos y rica memoria, como

este nuestro Buitrón, a lo largo y ancho de toda Andalucía.

Pero ningún pregón como Dios manda debe comenzar sin unas palabras

de agradecimiento y dedicatoria. Y este no va ser menos.

Quiero agradecer por la invitación a pronunciar este pregón y al mismo

tiempo dedicarlo, en primer lugar y como no puede ser de otra manera, a

los mayordomos de la Cruz, Pepi y Ángel Luis; a los mayordomos de la

Bandera, Elena y Pablo; a María José y a Arturo, por haberse acordado de

mí en esta ocasión; igualmente a todos los componentes de la Junta

Directiva de la Hermandad, por haberme propuesto este hermoso

encargo. No me puedo olvidar de las personas que han colaborado en la

elaboración de los ricos dulces -Chari, Luisa, Isabel, Mª José, Inmaculada,

Lourdes, Enriqueta, Pepita, Catalina, Manolita, Josefa, Mª del Rocío,

Cristina, Dolores, Juan Carlos con las obleas, y por supuesto, Nicolasa-

quienes tan generosamente han entregado su tiempo a la Cruz. En fin, y

muy especialmente, quiero dedicar este pregón a toda la buena gente de

esta querida aldea de El Buitrón, de la que me siento deudor por tantos

motivos -y no solo yo sino toda mi numerosa familia-; motivos todos ellos

que se resumen en dos palabras: el cariño y la bondad que siempre hemos

encontrado en vosotros, desde aquellos tiempos, que yo no conocí, del

cura D. Luis Arrayás, hasta los años en que mi hermano estuvo aquí de

párroco. La última en incorporarse a esta devoción por El Buitrón fue mi

mujer, que, como vosotros sabéis es zamorana, Al poco tiempo de

conocer esta entrañable aldea y experimentar el afecto de sus gentes mi

mujer se enamoró de ella y no paraba de animarme a buscar una casa

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para poder disfrutar de su paisaje y de vuestra compañía. Gracias a Dios y

a la tía Amelia - que en paz descanse- todo ello se hizo realidad y hoy

estamos, aquí, todos juntos con vosotros celebrando la fiesta de la Santa

Cruz.

Lo que cada persona es, lo que nos constituye en lo más profundo, es un

tejido formado por diferentes hilos. Y entre estos hilos hay dos que

contribuyen a dar a la vida de cada uno de nosotros su color particular.

Estos dos hilos especiales son el de la memoria y el del paisaje. Son dos

hilos diferentes, pero al entretejerse en nosotros se convierten en uno

solo, pues no hay memoria sin paisaje. Todos nuestros recuerdos, sean

pensamientos o sean sentimientos, renacen siempre en un paisaje, y,

aunque no nos demos cuenta de ello, la alegría o el dolor, la nostalgia o la

emoción que nos invaden al revivir un recuerdo siempre van

acompañados de la impresión de una luz, de un cielo, de unos aromas, de

unas calles y de unos sonidos en el ambiente; de imágenes y paisajes que

son como el escenario en el que se desarrollan nuestras vidas. Por eso

esta noche yo quiero hablar de la Cruz en la memoria y en el paisaje.

He contado muchas veces, aquí en El Buitrón y en otros lugares, muy lejos

de aquí, pero siempre con una mezcla de nostalgia y de inmensa gratitud

uno de los recuerdos más antiguos que conforman mi memoria, tan

antiguo que ya he olvidado la fecha exacta. Y ese recuerdo también tiene

su paisaje.

Un verano, cuando yo era un niño y ya disfrutaba de las vacaciones

escolares, pasé unos días -tal vez una o dos semanas- en la casa de la tía

Francisca, de madre Teresa -así se la llamaba- y del tío Andrés (ya sabéis:

la madre y los abuelos de Candelaria y de Josefa). Hablar de la tía

Francisca y de madre Teresa -del tío Andrés tengo muy pocos recuerdos-

sigue siendo todavía hoy para mí hablar de un hogar donde habitaba esa

bondad que no necesita de ningún otro adjetivo.

No he olvidado la emoción con la que me monté en el tren -aquel

maravilloso automotor que nos parecía la máxima expresión de la técnica

moderna- y me despedí de mis padres en Valverde. Tampoco he olvidado

la imagen de las trincheras que pasaban veloces ante mis ojos y que a mi

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fantasía infantil parecían el pórtico de un mundo de aventuras. Tras la

última trinchera ya se veía la estación del Empalme, y allí, en el andén, la

silueta enjuta y menuda, siempre enlutada de la tía Francisca me esperaba

con su sonrisa... y con su burra.

Tampoco he olvidado la ilusión que me producía montarme encima de la

burra, como si fuera el mejor caballo del Oeste y enfilar el camino del

Buitrón. No me preguntéis por qué, pero tengo perfectamente grabada en

la memoria la luz de aquel atardecer que nos acompañaba: el cielo se

deshilaba en hilos rojos como las brasas de una candela y los valles que se

tienden a los pies del Castillo -otro lugar de soñadas aventuras que nunca

se realizaban- esos valles de los pies del Castillo que componen el paisaje

por antonomasia de el Buitrón se aquietaban con una triste y serena

dulzura. Cómo no recordar en este momento aquellos preciosos versos de

un andaluz universal, Juan Ramón Jiménez, que expresan estos mismos

sentimientos:

Tristeza dulce del campo.

La tarde viene cayendo.

De las praderas segadas

llega un suave olor a heno.

Los pinares se han dormido.

Sobre la colina el cielo

es tiernamente violeta.

Canta un ruiseñor despierto.

Donde Juan Ramón Jiménez dice "pinares", nosotros decimos "encinares"

y así ya está dibujado el paisaje de nuestra memoria colectiva, pues la

encina es la reina de nuestros campos.

Cuando la tía Francisca y yo llegábamos a la aldea ya oscurecía y, sin

embargo todavía quedaba un contraluz para esbozar la silueta de la

espadaña de la iglesia y de sus palmeras.

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Si esa era la luz violeta que me daba la bienvenida, había también un

aroma en el ambiente que no puedo olvidar. No, no era el olor que en

verano el campo despide al atardecer, cuando la brisa es un suspiro de

alivio que apenas refresca la tierra sedienta. Era, ciertamente, algo menos

poético y bastante más humano: mi recuerdo es el del olor a puchera que

flotaba en la aldea desde las primeras casas de la calle.

Pensaréis que aquello rompía el ambiente poético que el crepúsculo en

toda su belleza me brindaba; pero yo os digo: no hay poesía sin

humanidad. Aquella modesta puchera era el pan nuestro de cada día, era

el premio humilde, pero bien merecido y ganado tras la dura jornada en el

campo; era el sustento necesario que permitía salir al día siguiente a

cumplir de nuevo con el trabajo y a sostener la dura existencia en medio

de la escasez, escasez que al niño que yo era ocultaba el amor con que se

me acogía en la aldea. Sí, ese es mi recuerdo, el olor a puchera. Pero ¿qué

importancia tiene una puchera? ¿Qué puede verse en ella? Hoy poca cosa.

Sin embargo, si dejamos hablar a la memoria, aquella bendita puchera de

entonces mostraba, en su simplicidad, el alimento esperado tras la fatiga

de la faena en los monótonos surcos del campo. En aquella sencilla

puchera estaba concentrado todo el callado temor por tener seguro el

sustento de cada día; ella era la expresión de toda la silenciosa alegría por

haber vuelto a vencer la miseria y era también la esperanza de recibir un

día el premio del trigo maduro.

Había además otro olor y otra ilusión. Para el niño que venía de Valverde

la llegada de la noche en El Buitrón era la ocasión de viajar al pasado, al

tiempo de otras luces. Era el momento esperado en el que el tío Andrés

encendía el carburo. Mientras me contaban historias de mineros y de

cabreros yo esperaba el milagro de esa luz metálica y silbante y aquel olor,

al mismo tiempo ácido y dulzón, que parecía emanar de las entrañas de la

tierra. Así se apagaba el día en aquel Buitrón de mi infancia y así lo

conservo yo en mi memoria:

Crepuscular se adormece el día.

La tarde acoge en su regazo el cansancio

y lo dulcifica.

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Atrás queda la tarea y el sudor;

las manos duras y callosas,

aplastadas por el dolor,

se convierten en caricias,

en milagro y herramienta de amor.

La noche tibia serena el alma:

en esa hora luce otro sol.

Había otro escenario para mis juegos infantiles: la casa del tío Honorio,

con su patio en el que una balaustrada separaba el nivel superior del

corral y el inferior del patio. Allí, soñando sabe Dios qué aventuras

infantiles, jugaba con frecuencia, hasta que un día me caí. La tía San

Pedro, asustada por mi llanto, corrió en busca del tío Honorio, ocupado en

su tienda en desollar el chivo de aquel día. Con las manos llenas de

pringue me dio un caramelo para consolarme. Y ahí está, en mi memoria,

el tío Honorio, con su bata gris y su sonrisa de pillo.

Pues bien, en este paisaje que acabo de rememorar descubrí yo la

devoción de El Buitrón a la Santa Cruz.

Además de las ceremonias oficiales de la fiesta de la Cruz, algunos ritos

familiares nos esperaban cada año en dicha festividad. Uno de ellos era el

regalo de la tía Josefa Inés. A pesar de su precaria economía, nunca se

olvidaba de comprarnos un paquete de alfajores que se repartían con

alegría entre la familia. Su hermano, el Cano, siempre me compraba

alguna chuchería a mí, por ser el más pequeño. Estando él ya gravemente

enfermo, fui a visitarlo al hospital y todavía tuvimos ocasión de recordar

con nostalgia aquellas sencillas fiestas de la Cruz.

Otro de los ritos de la fiesta era, como es lógico, la comida familiar en la

casa del cura. Yo no había nacido todavía cuando ocurrió una anécdota

que he escuchado contar a mis padres muchas veces. Por lo visto aquel

año mi madre preparó para comer lo que había en aquellos difíciles

tiempos del hambre: otra puchera. Dejó la olla en el anafe para que

terminara de hacerse mientras todos iban a misa. A la vuelta, cuando se

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disponían a continuar la celebración familiar, se encontraron con que la

olla había volado. Supongo que el problema lo resolvieron con algún cacho

de tocino de papá o, a lo mejor, algún salchichón generoso. Al cabo de un

rato descubrieron la olla tirada en el lejío y, por supuesto, vacía. El

comentario de mi madre fue: "Alguien necesitaba la puchera más que

nosotros. Bendito sea Dios". "Bendito sea Dios": así se pensaba y se sentía

en aquel Buitrón, y así se honraba, no solo con palabras, sino con hechos a

la Santa Cruz.

Pero la Cruz no solo fue testigo de la fiesta alegre y feliz. La Cruz -en lo que

tiene de sufrimiento- también se hizo realidad en la tragedia. Y también en

el drama fue la Cruz testigo de la bondad y de la valentía de nuestras

gentes.

Algunas personas aquí presentes conocen la historia, pero muchos -los

más jóvenes- no. Y como esa historia también forma parte de nuestra

memoria y de nuestro paisaje, es de justicia recordarla, no para

entristecemos o amargarnos, ni mucho menos para avivar agrios

resentimientos, sino para sentirnos orgullosos de los hombres buenos y

valientes que había entre los nuestros.

En los años terribles de la Guerra Civil, en 1937 exactamente, algunos

hombres inocentes de El Buitrón -inocentes porque no habían cometido

los delitos que les imputaban- fueron detenidos durante la durísima

campaña de represión desatada en esas fechas. Tras el consejo de guerra,

la sentencia, injusta y dramática no se hizo esperar pena de muerte. En un

clima de miedo y terror, no estuvieron, sin embargo solos. Algunas

personas, haciendo frente al miedo y a la sospecha cierta de ser

consideradas demasiado amigas de los encausados en el consejo de

guerra, con el riesgo que eso significaba, esas personas -digo- fueron

valientes y testificaron a favor de los detenidos, contradiciendo las

acusaciones que provenían de quienes ya detentaban el poder desde el

otro bando. Lamentablemente, su testimonio no logró librar a los

condenados de la pena de muerte, pero su valentía y generosidad sí

deben ser recordadas hoy, al menos por dos motivos: el primero, porque

todos ellos eran hombres devotos de la Santa Cruz; el segundo, porque,

además, esos hombres simples, pero valientes eran parientes míos y de

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algunos de vosotros: el cura de El Buitrón, Don Luis Arrayás, su hermano y

abuelo mío, Manuel Arrayás, su cuñado, el tío Honorio, el de la tienda y

también el tío Nicolás Hidalgo.

Cuando pienso en ese episodio, pienso que fue como un Viernes Santo en

El Buitrón: unos inocentes murieron y otros hombres estuvieron, a su

manera, al pie de aquella cruz colectiva. Me pregunto también cómo

podría haber sido la oración que, en medio de la angustia, habrían podido

dirigir estos hombres a Aquel que murió en la cruz por todos nosotros.

Obviamente no lo puedo saber; pero tal vez estos versos del poeta

portugués Antonio Salvado pudieran expresar algo parecido a los

sentimientos que experimentaron aquellos hombres en circunstancias tan

difíciles:

ME FALTA ALTURA

Me falta altura para besar tus pies:

tan alto en la cruz estás que no puedo alzarme.

Estiro brazos, piernas

y el peso de mi cuerpo atado a la tierra.

Señor: dame una señal, un simple aviso

de que mi voz ya entró en tus oídos,

que el barro que me hace es obra tuya,

aun cuando sea frágil, triste, sin altura.

Sí, todos pedimos alguna vez una señal, un simple aviso para entender la

vida, para manejamos en medio de nuestros problemas y de nuestras

contradicciones. Y esa señal, por sorprendente que parezca, nos llega

precisamente desde la Cruz:

"Tened por cosa segura

todos los desconfiados

de que seréis perdonados

que el amor nunca se cura"

(A. Sánchez Zamarreño)

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Efectivamente, el amor de Dios no tiene cura. Por eso Él subió a la Cruz en

aquel Viernes Santo, en el día más triste de la historia, pues en él se

manifestó el aparente sinsentido del amor, según el cual para ganar hay

que perder y para vivir hay que morir. Esto es absurdo según la lógica de

los hombres; pero la lógica de Dios es distinta. La lógica de Dios se expresó

de forma concisa en estas breves palabras pronunciadas hacia las tres de

la tarde de aquel Viernes Santo: "Padre, en tus manos encomiendo mi

espíritu".

Quien se encomienda en las manos del Padre no quedará defraudado. Y

precisamente por eso, porque el amor de Dios no defrauda, no tiene cura,

la Cruz, nuestra sencilla Cruz de El Buitrón, está vacía, no lleva colgado el

cuerpo muerto de Jesús, porque Dios lo resucitó. De manera que en la

fiesta de la Cruz en realidad celebramos la fiesta de la vida, la fiesta de la

victoria de Cristo sobre la muerte. Por eso, qué alegría ver pasar por

nuestras calles de El Buitrón la Cruz sin el crucificado, la Cruz vacía:

CRUZ

Qué alegría la Cruz vacía

sin Cristo clavado,

sin Cristo enterrado.

Ya el Resucitado

está en la calle,

está en el valle

está en las casas

y en la plaza,

en las manos que se alzan

para trabajar y para amar,

para construir y vivir.

Toda la aldea se alegra:

Otra vez pasa la Cruz,

y con ella pasa la vida,

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la esperanza, la luz.

Cruz, Cruz bendita,

Cruz de Cristo vacía,

llena nuestras vidas

de amor y de alegría.

Y cuando llegue la hora

de la tristeza y el temblor

sé tú, Cruz vacía,

Cruz bendita del Buitrón,

la prueba de que Cristo resucitó.