Penumbra, el cambio de vida polémico

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Una obra de bolsillo inspirada en la gran conciencia del hombre y sus actos

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Por Juan Ramón Castellón Narváez

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Este libro es una obra literaria basada en vivencias reales y en una

combinación de relatos investigados por el autor, también abarca el

grave sentido del mismo para construir un mundo mejor. Los nombres,

personajes y lugares son totalmente ficticios cualquier parecido con la

realidad es enteramente coincidencia.

Derechos de Autor © 2012 por Juan Castellón Narváez.

Registro de la Propiedad Intelectual (RPI), Serie “D” 000367

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación

puede ser reproducida, almacenada en sistemas de información o

transmitida de cualquier forma o por cualquiera de estos: electrónico,

mecánico, fotocopia, grabación o de cualquier manera sin el debido

permiso del Autor.

Ilustraciones:

Fernando Torres – Pintor.

Edición:

Hebe del Socorro Zamora – Editora del Nuevo Diario.

Impreso y Encuadernación:

Imprenta y Offset Don Bosco.

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Reconocimientos

No he sabido soñar, sin lograr que esos sueños

se hagan realidad.

El agradecimiento es la virtud de reconocer a quien te brinda auxilio,

por eso, al presentar esta obra, agradezco:

A mi madre, Rita Narváez, por dejarme soñar libremente.

A Fernando Torres, gran pintor y amigo mío, por su amistad

desinteresada.

A Suleyka Suárez, quien me apoyó en diversas facetas de

producción.

A la UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA (UCA), institución

educativa a la cual pertenezco, encaminada a formar

profesionales con valores cristianos y apoyar a estudiantes con

actividades extracurriculares.

A LA American University (LA AU), casa de estudios a la cual

pertenezco, me ha brindado su apoyo a manos abiertas y

conocimientos para formarme como un profesional.

A Mariano Vargas, quien es testigo fiel de lo que esta Penumbra

significa para mí.

A todos les doy las gracias, simplemente, porque quien se preocupa

por ti estará contigo cuando más lo necesites.

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Prólogo

Esta obra literaria narra acerca de los amargos días de un hombre que

sufre las consecuencias de hacer siempre lo que no se debe, y quien

haciendo lo que es debido encuentra algo más que la verdad ante sus

ojos.

Estas notas son el resultado de mi imaginación, de mi autorreflexión y

crítica contra la forma como vivimos y actuamos ante situaciones

delicadas como la familia y el amor. Es mi forma de pensar, y un

ejemplo, que nos puede permitir la construcción de un mundo mejor

en el que lo ficticio se vive día a día.

No trates de encontrar en esta obra conceptos filosóficos, simplemente

aprende algo tan explícito como no actuar cuando no hay que hacerlo.

Al aceptar lo ineludible, hay alguien especial que siempre toca la

puerta.

En estas páginas hay un lugar para quienes buscan un tesoro, aquello

valioso que puede, simplemente, cambiar tu forma de pensar o de

vivir.

Para quienes deseen descubrir un paso más claro hacia la verdad de

esta vida llena de obstáculos y de procederes algunas veces negativos,

dejo este libro según la historia de mis sueños.

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Para DIOS

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La verdad no se puede ver, se descubre en la sinceridad.

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INTRODUCCIÓN

Acababa de llegar de una reunión de trabajo en la capital, como mi

cargo de coordinador del Departamento de Compra y Venta de Bienes

y Raíces lo asignaba. No quería saber nada de nadie, ni siquiera de mí

mismo. Solo sabía que tendría que llegar a mi casa y saludar a quienes

encontrase en la sala, posiblemente mi esposa. Luego me encerraría en

mi cuarto alejándome así de todos, pues estaba presentando síntomas

de estrés… ¡claro!, mejor dicho, la guerra contra mis acciones y mi

mente.

Guerra ocasionada por tantas metas que comencé, pero que jamás

finalicé. Tal vez por mi inmadurez nunca había concretado ninguna de

ellas, y esto me había causado estrés y ansiedad. Esto y muchas otras

fallas son las que hacen que el ser humano se encuentre en un estado

depresivo, pero todo cambia de uno a uno, porque cada cual batalla

esta guerra estresante de forma diferente. Lo frustrante sería decir: “Sí,

lucharé”, “sí, puedo seguir adelante” y no hacerlo, pues siempre el

hombre tiene que demostrar que hay algo más que aire detrás de esas

palabras que parecen venir del corazón.

Durante los avatares de la vida, Dios parece ser de mucha importancia

para algunas personas, mientras que para otras simplemente no existe.

Del mismo modo, hay quienes se olvidan de Él y solo le claman en las

dificultades. ¡Bueno...! Este sería el caso de la mayoría de nosotros, que

aun reconociendo que muchos de nuestros actos son incorrectos los

seguimos cometiendo.

Algo tendría que ver con la fuerza para querer cambiar, cambiar la

culpa, convertirla en paz, seguir adelante sin esa voz que señale

nuestra culpabilidad, pero ¿quién tendría algo que no merece? Vivir

sin culpa sería maravilloso.

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Los consejos que escuchas en tu mente son una voz, la voz que siempre

nos visita con el fin de cambiar nuestro estado de ánimo. Tus ángeles

bueno y malo. Tal vez nunca pensaste en la posibilidad de que

existieran. Sin embargo, Dios los ha puesto en nuestras vidas para

hacer de nosotros seres humanos de mucha fuerza y valor ante las

dificultades que puedan surgir.

El ser humano ha aprendido a ser infeliz teniendo la felicidad en sus

manos, aunque para este momento no lo sabía, ni siquiera lo podía

suponer, pero la manera de llegar a este punto… hasta ahí quiero que

me acompañes. Observa cómo en el mundo no ha pasado nada nuevo,

solo sus días son diferentes. Aprende de los errores ajenos, escucha a

todo aquel que te hable --incluso si no es un sabio-- para que así evites

hacer lo incorrecto.

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CAPÍTULO I

ACEPTACIÓN

Mientras vivimos, la muerte no está en la carne, está en el

pensamiento.

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Nunca pierdas la cabeza en un momento agitado; cuando tu

pensamiento está tibio, la experiencia te enseña que las dificultades no

son razón de ser.

En una mañana nublada de lunes mi esposa intentaba despertarme

colocando un foco frente a mi rostro, seguramente era un truco

medieval que había aprendido en sus viajes a la India, para no gastar

45 minutos de su tiempo tratando de levantarme de la cama.

--¿Qué pasa, Sofía? –le pregunté levantando un poco mi voz

adormecida.

--Tienes que levantarte, es hora de alistarse para ir al trabajo --contestó

a mi pregunta, al observar la ebriedad de mi sueño.

Otro día había empezado, y con él una anécdota diferente, con

aventuras inigualables y con consecuencias irreversibles. La necesidad

de encontrar un nuevo camino me llamaba, y aun así no quería

levantarme, sentía la necesidad de emprender primero la batalla. En

fin, no procedí. Finalmente, había resuelto irme al trabajo a cumplir

con mis obligaciones.

Ese lunes y los días posteriores pasaron lentamente, segundo a

segundo, hora tras hora, pensando en cuándo podría emprender la

batalla. El importante combate contra un vicio que amenazaba con

matarme, no obstante, enfrentarlo podría quizá salvarme la vida.

Algunos días sometido a un cambio absoluto deberían transformar mis

pesares en ánimo y triunfo. Lo que había intentado por meses o años,

fracasando sin obtener ningún buen resultado, en esta ocasión sería

diferente. Esta vez era decisiva.

El jueves llegó, y Sofía me avisaba de un imprevisto viaje de negocios

que emprendería al día siguiente.

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--Iré a Coundri, y regresaré el domingo probablemente a las cinco de la

tarde. No te preocupes por la niña, la dejaré en casa de mi hermana, y

el día que regrese la traeré conmigo --comentó, mostrando un poco de

preocupación.

No dudé en ningún momento de su fidelidad, pues conocía su

profesión. Iría a una ciudad cercana a cumplir con su trabajo de

asesora de imagen de un político recién introducido en la polémica

nacional.

El viernes por la mañana llegó su hora de partida, mas no me pude

despedir debido a una urgente reunión de trabajo, solo su llamada dos

horas más tarde me recordó nuevamente su existencia.

Por la tarde, al llegar a casa, sentía la sensación de estar en una bodega,

sin el calor de mi hija Emily ni el de mi esposa. Coloqué mi pequeño

maletín sobre el comedor, como buscando algo más en qué

concentrarme.

Lo decidí de momento y cerré la puerta.

Me hallaba en el dormitorio, sin saber cuánto tiempo podría resistir

ahí. ¡La batalla empezaría y no quería perderla!, aunque seguramente

la lucha contra mí mismo me derrotaría.

Por un lado, se encontraba en mí el temor al fracaso por perder contra

la obsesión aquella a la que llaman vicio, por otro, mis síntomas me

atormentaban y no los podía alejar. Estaba desesperado, y hacía algún

tiempo que ya no me sentía bien. Necesitaba sacar esos dolores que

tenían el cronómetro de mi vida. Respiré profundamente

recostándome sobre la cama y cerré los ojos.

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La verdadera batalla no es contra lo visible, es contra lo extraordinario, impredecible e

intangible. La verdadera batalla se enfrenta de forma personal, sin objetos materiales, sin

nada que resulte lógico, simplemente, el arma que posees eres tú mismo.

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CAPÍTULO II

EL ÁNGEL DE MI VIDA

Dame fuerza para rechazar aquello que me domina

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Desperté un tanto pasmado. No me habían traicionado mis sentidos:

ya había empezado la batalla. Sentí un enorme desequilibrio en mi

corazón y en mi mente, nadie sabría lo que ocurriría dentro de mí, ni

mi esposa ni mi pequeña hija.

El cuarto se habría encontrado a oscuras, si no hubiese sido por unos

pequeños rayos de luz que lograban entrar por las rendijas de la

puerta. Eché un vistazo por la ventana ubicada frente a mi cama y el

exterior había cambiado. Parecía ser solo yo en el universo. Regresé a

mi cama con timidez, sin siquiera saber qué podría hacer. Pensé

primero en una lucha rápida, pero con esto obtendría el resultado que

no quería: una derrota por una batalla sin sentido.

A pesar del silencio aquel en el cual ni yo me escuchaba, nada podía

garantizarme que estaba solo. Casi de inmediato tuve unos pre-

síntomas de ansiedad, pensé rápidamente en abrir la puerta, pero

había dejado la valentía empacada en algún lugar que ya no recordaba.

Solo me tenía a mí para superar los tiempos de desesperación. Era

necesario que ahora actuara sin malos procederes, pues todo eso fue lo

que engañó a mi mente para conducirme a un mal estado. Me senté en

el piso y tuve el presentimiento de que alguien más me acompañaba…

¿mi ángel?, pero no sabía cuál de ellos me visitaría para poner en tela

de juicio este momento tan difícil.

En el principio de los tiempos, dos ángeles disputaban la fe de un

pastor de ovejas adinerado. Uno de ellos, llamado “Esteban”, velaba

por la seguridad del pastor, mientras que el otro, llamado “Dan”,

luchaba por retar su fe de Dios, tan robusta ante las dificultades. En fin,

Dan lo retó muchas veces sin obtener resultados positivos para él.

“Hágase en mí, Señor, según tu palabra”, era la frase que el pastor

repetía ante las pruebas de Dan.

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Así como le sucedió al pastor, los ángeles habían llevado mi vida hasta

el borde, retándome muchas veces. Cuando el doctor Aragón leyó los

resultados de mis exámenes no pude creer lo que dijo, no quise

escuchar la respuesta del mejor doctor de la región y del país, fue

increíble… “¡No tiene cura!”. Luego de un considerable tiempo, esta

voz todavía resuena dentro de mí.

Mil interrogantes inundaron mi mente: ¿Qué iba a hacer con mi

familia? Mi mujer trabajaba, pero no era suficiente para encargarse de

mi niña de solo ocho años. Al final de todo, solo quería divertirme con

ambas, pero, ¿era esta la consecuencia por no haber hecho lo correcto?

¿En qué lugar había malgastado mi tiempo? ¿Por qué había tratado tan

mal a las personas más importantes en mi vida? ¿Estoy pagando por

todos mi errores? Entonces, ¿pagamos por cada acción que tomamos?

La escena fue aterradora, entonces surgieron en mí una serie de

proyectos que jamás habían cobrado tanto valor, sin embargo, fue lo

primero en que pensé cuando me dieron la posibilidad de no volver a

sentir, de no volver a percibir el cariño de la persona que conquistó mi

corazón y me dio el regalo más hermoso, el cual nunca tuve tiempo

para desempacar y disfrutar de su magia. En este mundo todo es

importante, sin embargo, hay cosas dispensables y otras necesarias.

¿Por qué es inevitable errar? ¿Por qué somos polvo expuestos al

viento? En ocasiones tomamos posturas y conceptos de manera

inconsciente, es decir, sin darnos cuenta. Siempre supe que el dinero

no compra todo, a pesar de eso jamás consideré la posibilidad de

aplicar a mi vida este tópico. Quise comprar o encontrar un

medicamento capaz de sanar este dolor que llevaba dentro, sin

importar qué tan caro fuese. En fin, pensar en esto no tenía caso.

Enfrentar las dificultades es un proceso ambivalente entre estados

físicos y emocionales. Para superarlo, cada cual decide afrontarlo o

sentarse a esperar. Una vez afrontado, encuentras lo que tras varios

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intentos muchos no han podido descubrir, y lo que averiguarás por ti

mismo. Una enfermedad crónica, sea cual fuere, es una herida en el

cuerpo, y no se cura de forma externa, sino que para hacerlo debes

“entrar”.

La respuesta no está en un libro. A pesar de eso, un libro responde a tu

pregunta. Así que la respuesta que tratas de encontrar no está aquí, se

encuentra más adelante, en hojas posteriores, en experiencias

venideras, en tu cofre de palabras, en la palma de tu alma y en el resto

de tu vida.

Oponerse a una dolencia, en la mayoría de los casos resulta ser algo

casi imposible de realizar, por lo que es inevitable obviar el desánimo,

la tristeza, querer aprovechar cada minuto, porque podría ser el

último. Es normal, y yo no fui la excepción. El cerebro recibe un

choque de palabras insuperables que sobrepasan la idea de lo que

creíamos tener y de lo que esperábamos que el doctor dijese con una

respuesta simple y práctica. Hasta este punto sabía que había sido

puesto a prueba por mis ángeles.

En la habitación comenzaba a hacer calor, y, por ende, empezaba a

percibir menos tranquilidad. Deseaba con anhelo que saliera de mí

algo de fuerza para no caer en la tentación, si no, sería el fin, y no

habría podido vencerme. Desalentado, y aún recostado en aquel piso

escuché con claridad:

-- “Fortaleza”.

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CAPÍTULO III

ORIENTACIÓN

La perfección es un ideal que jamás hemos visto, pero sí sentido.

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¿Podrías decirme por qué es útil esta lucha contra nadie? La verdad es

que mientras estuviera solo podía controlarme, dejar la ansiedad, el

licor, los golpes, la infidelidad, pero… ¿qué iba a hacer cuando saliera?,

¿podría enfrentar verdaderamente el problema real que tenía entre mis

manos y que estaba dejándome en el borde? Si no podía cambiar, ¿qué

iba a hacer?

Por lo tanto, tenía únicamente dos opciones: “un cambio” --y así quizá

disfrutar en realidad lo que jamás valoré-- o “sentarme a esperar” lo

que tarde o temprano vendría: la muerte. Era lo correcto dejar de huir,

no escapar. Me levanté tratando de encontrar la puerta, caminé… sin

encontrar ninguna salida, ninguna cerradura ni ventana… no tenía

escapatoria. Parecía que me faltaba algo por hacer. Quizás estaba

haciendo caso omiso a un mensaje o estaba repitiendo el mismo

proceso que nunca superé, y que tampoco me ayudaba a superar.

¿Acaso nunca te ha pasado? ¿Has dicho: “nunca lo volveré a hacer”;

“esta es la última vez”; “qué tonto que soy, cómo es posible que haga

esto”; “no volverá a pasar”? Logras evadirlo durante algún tiempo,

algunas horas, meses, años, pero a pesar de eso siempre vuelves a

llorar, a llenarte de angustia por haberte traicionado: “has reincidido”.

¿Cuál crees que es la razón de este error y de este ciclo que al parecer

no tiene fin? Durante cierto tiempo consideré que se debía a la falta de

seriedad en el asunto, no obstante, este ya no era el caso. Se trataba del

principio de la felicidad completa o del fin de mi vida. Sin embargo,

para conseguir siquiera un poco de felicidad hay que recapacitar,

tomar conciencia, proyectarte hacia el estado final y vivir la realidad de

ese tormento.

La razón de esto, entonces, es la inmadurez de nuestro pensamiento,

pues necesitamos una base firme donde puedan respaldarse nuestras

ideas, juicios, impulsos, temores y metas. En el escenario que vivía no

supe qué hacer, ni mucho menos cómo aplicar esta respuesta.

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De forma inesperada murmuré, me desahogué sin pensar. No sabía si

era culpable o no. En ese instante, simplemente, me declaré testigo fiel

de todos mis actos, clamé perdón en el vacío aquel donde parecía no

haber nada ni nadie. No tenía otra opción, y de ningún modo preferiría

quedarme recostado en el piso dejando pasar el tiempo, y ser un

espectador más de la tragedia que acontecía ante mis ojos.

–-Soy el hombre culpable de todos los cargos de violencia contra mi

esposa. He lastimado a quienes amo. Soy quien no debería, por

motivos que no valen la pena. Mi ego deja marcas en mi alma vaya

donde vaya, pero ya no siento nada…

–-¡Se acabaron mis batallas! --grité en aquel vacío.

Sentí fuego sobre mis hombros y en mi pecho; una sensación terrible,

como si tal me asaran en una caldera con un fuego que no quema ni

deja marcas físicas, sino un fuego que conforta. Estaba sudando

exageradamente, mi ropa afirmaba la presencia de aquel sudor que no

agobiaba, sudor revuelto con lágrimas… y la paz interior que me

calmaba.

Se abrió la puerta. Había una luz suave, candente y clara. Me levanté

cansado, sin fuerzas, como si hubiera luchado contra aquello que

esperaba. Di mis primeros pasos hasta aferrarme al marco de la puerta,

y fijé mi vista en cada uno de los tres pasillos que conectaban al resto

de la casa con mi cuarto, donde entraba una luz tierna emanada por el

sol. Al parecer, no había nadie, o por lo menos nadie cerca de mí. No

sabía cuánto tiempo había permanecido dentro del cuarto, comencé a

caminar hasta encontrarme con una silla.

De repente entraron Sofía y Emily.

-–¡Hola, papi! --gritó Emily.

–-¡Hola, princesa! –-contesté acariciándole su cabecita.

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Sofía se miraba un poco extraña, cambiada, no quiso decir una sola

palabra. Me esquivó por unos minutos, hasta avisarme que la cena

estaba lista. No hubo conversación el resto de esa noche, por tanto,

dormir a la niña fue mi único consuelo.

Sofía se comportó igual como el día de su llegada, hasta que los meses

pasaron sin que pudiese tener la amabilidad de preguntarle acerca de

su comportamiento, de su silencio, de su tristeza y de su enojo. Era

como si la enfermedad hubiese estado consumiendo mis palabras

desde un inicio.

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Una mañana común de trabajo recibí una llamada. ¡Era Sofía! Con eso

pensé que por fin había decidido hablar de su problema sin necesidad

de mis interrogatorios. Mi hipótesis resultó estar equivocada, pues lo

que me expresó no fue su problema, al contrario, me llamaba para

decirme que se cambiaría de habitación, pues ya no soportaba los

desvelos excesivos ocasionados por mis llegadas tarde y mis señas,

señas aquellas que demostraban lo que nadie quiere escuchar. “Un

engaño que no necesitaba de pruebas”. Mi actitud delataba mis actos.

No quise retar su palabra al decir que ya no era el mismo, porque en

realidad no lo sabía.

La debilidad posó en mí todo el día. Cuando llegué a la casa me sentía

un tanto desconfiado, necesitaba contarle a Sofía lo que me estaba

sucediendo, no obstante, sabía que no tenía el suficiente valor para

hacerlo. Las piernas me temblaron, caminé indeciso y pensativo por

aquel pasillo con paredes color pastel, titubeando sobre si ir o no hasta

su nueva recámara. Mientras tanto, me visitaban los recuerdos de los

momentos felices que viví con ella, recuerdos que había olvidado, en

los que lograba sentir un amor que no tocaba fondo, indescriptible, sin

fin.

Al llegar a su nueva recámara encontré una nota adherida a la puerta:

–-“Nos fuimos a cenar a la casa de mi madre”.

Claro, se llevó a mi hija dejándome solo nuevamente --pensé--. Al

menos estaba tranquilo sabiendo que todavía, “literalmente”, estaban

conmigo.

Los siguientes minutos hicieron volver mis fuerzas, me sentía mejor.

Resolví dirigirme a la cocina para servirme un vaso con leche, quería

saciar mi nueva sed. Sentado en mi sillón intenté esperarlas, pero mis

pupilas me engañaron y caí en un sueño incontrolable.

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CAPÍTULO IV

CICATRICES

Sana mi corazón con el calor de tus manos, sin martirizar mi cuerpo ni

a mi familia.

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En medio de aquella oscuridad logré escuchar un ruido alto y continuo

proveniente del cuarto de Sofía. Seguramente había dejado activado el

despertador como parte de su rutina diaria. Sonó unas cuantas veces

sin que nadie lo apagase, hasta que ya no pude más y me levanté a

buscarla. Pero la presencia de aquel par de mujeres continuaba

ausente. Con esto no supe si pensar en buscarlas o esperar hasta más

tarde, pues era posible que durmieran en casa de su madre, si se los

pedía como un regalo por no permanecer mucho tiempo con ella o por

el mal clima que azotaba la ciudad.

Ellas estaban bien, eso era algo indudable, pues de lo contrario ya lo

hubiera sabido. Para continuar, “decidí conectarme nuevamente con

mi trabajo” para así emprender un nuevo y mejor día.

Desde un principio sabía que ese día cambiaría todo para mí, el mundo

sería diferente. Me dirigí al trabajo, y quedé estancado en el tráfico

desesperante y común de las siete de la mañana. Había una fila

enorme, tal vez unos ciento veinte vehículos intentaban dar un paso

inteligente para poder salir de aquella pérdida de tiempo. A mi

izquierda, justo detrás de mi carro, ocurría una discusión: una señora y

un joven parecían pelear por las ventas, quizá por un cliente, tal vez

por algo insignificante, o debido al sol abrumador de la hora. Las

discusiones, a mi parecer, siempre se han debido a la ignorancia, a la

intolerancia, a la falta de cordura para sostener una conversación, pero

este concepto ya no vivía en mí, se había mudado a la habitación más

cercana, porque de repente se me acabó la cordura, se me agotó la

paciencia, alguien la había tomado prestada de mí y decidió nunca más

devolverla. En casa, en los últimos tiempos, tenía que levantar la voz

para ser escuchado, o simplemente para hacer cumplir una orden;

logré hacerlo una vez, a menudo, de forma ocasional, y luego de unas

prácticas, por desgracia, se convirtió en un hábito, hábito que

mencionaba entre líneas de firmeza: “Escúchenme, nadie más lo quiere

hacer”, porque no es solo escuchar, hace falta prestar atención. En una

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fracción de segundos se había descongestionado el tráfico, por lo que

continué hacia mi destino.

Una vez que llegué al trabajo me “encarcelé” en mi oficina como mi

rutina me lo asignaba. De inmediato entró Laura, mi secretaria, a

entregar la correspondencia urgente, así como para informarme de lo

más relevante, para que estuviera al corriente de las noticias.

Solitario en mi oficina, de nuevo se apoderó de mí el recuerdo que

marcó mi vida: ¡el alcohol! Desde el momento en que me lo

presentaron entró en mí para quedarse. Al principio lo consumí como

algo placentero y controlable, visitaba bares o “discos” durante el fin

de semana, pero al paso de unos años --los cuales no vi pasar-- se

convirtió en una actividad programada, en una concurrencia que había

tomado posición en mi oficina. No podía desactivarla. Lo evité durante

algunos días, durante algún tiempo, nada sin importancia. Era como

un imán al cual no me podía sustraer, era mi hobby… ¡mi forma de

entretenerme para pasarla muy bien!

Ahora me encontraba tomando una vez más, y aunque tuve la idea de

dejarlo, resolví no parar a sabiendas de lo que podía ocurrir. Durante

tomaba me sentía bien, pero luego entraban en mí las tristezas y

desilusiones que yo mismo me había causado. Era un vicio, como un

gusano que devora una fruta poco a poco, sin que se note, y luego

continúa abriendo más orificios hasta que la fruta queda sin nada por

dentro y marcada en el exterior.

Hice una llamada a casa, sin embargo, nadie levantó el teléfono. Mi

mente no daba para más en aquella hora, cualquier acción me resultaba

incómoda, cualquier sonido me situaba al borde. Tomé mi chaqueta,

pues al asomar mi cabeza por la ventana observé cierta nubosidad

preocupante. Decidí salir del trabajo para ir a casa caminando, así

disminuía un poco el alcohol que había ingerido. Me relajé observando

todos los monumentos de mi ciudad, tratando de disfrutar de la

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abundante arboleda, de los fuertes vientos, de los caminos

completamente llenos de personas, cuya vida parecía marchar mucho

mejor que la mía. De igual forma, miraba con discreción y firmeza las

heladerías que había camino a casa, donde en varias ocasiones compré

helado para mi Emily, mi querida hija.

Unas cuantas millas faltaban para llegar a mi hogar. Me hallaba,

paradójicamente, impaciente e indeciso por encontrarme con mi

familia, ya que no quería que me viesen en aquel estado tan

deprimente y vergonzante. Una vez ahí, me asomé agitado, mascando

canela y menta. Al entrar, noté que la puerta estaba mal cerrada, y mi

vista se fijó en el bolso puesto sobre el sofá y en las compras

acomodadas en el comedor de la sala.

–-¡Buenas tardes! –-exclamé con presunción, en voz alta, deseando,

obviamente, ser correspondido por unas palabras de igual o de mayor

cortesía. Pero no fue así. Esta vez parecía no ser escuchado por mi

propia familia ¡qué pena, Dios mío! ¡Me están castigando con su

silencio, con su desprecio!

Proseguí caminando hasta la cocina y por los cuartos. No había nadie.

Al parecer la casa estaba vacía. La recorrí sigilosamente, y encontré la

puerta del sótano a medio cerrar. Del lugar emanaba una luz débil y

cortante. Indeciso, bajé poco a poco, para encontrarme quizá con las

personas que esperaba atendieran a mis preguntas, por qué su

ausencia y por qué su silencio. Empecé a escuchar el ruido de unos

papeles, pasos, golpes, al igual que murmullos. Cuando por fin

descendí, se presentó con claridad a mi vista el cuerpo blanco, cabello

castaño, acompañado de una silueta especial, características que

pertenecían a mi esposa, situada junto a mi pequeña con grandes

similitudes a la madre, pero con ojos claros y penetrantes.

–-¿Cómo están? ¿Cómo la pasaron ayer por la tarde?, dejaron la puerta

mal cerrada y… ¿qué están haciendo? --pregunté.

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–-Muy bien, estamos muy bien. Ayer mi madre estuvo contentísima de

ver a la niña, se llevó una gran sorpresa por nuestra llegada, siempre le

sucede eso cuando tenemos mucho tiempo de no verla. ¡La puerta mal

cerrada…! –-se interrumpió a sí misma–-. ¡Qué descuido! ¡No puede

volver a ocurrirme! ¡Me estoy haciendo vieja!

–-Todavía no me contestas, ¿por qué están aquí? --pregunté

nuevamente elevando mi tono de voz.

--¿Acaso no ves? Estoy quitando las fotos de las cajas viejas que

trajimos hace ocho años cuando nos mudamos a esta casa. Quiero

exhibirlas en unos álbumes que compré, ya que nadie más en esta casa

se acuerda de estos pequeños detalles, que recuerdan lo felices que

fuimos.

--Emily --ordenó Sofía sin titubear-- por favor trae los álbumes que

dejamos sobre el comedor.

Emily obedeció, dejándonos solos ante lo que pudiese suceder. Sin

embargo, Sofía resolvió continuar desempolvando las cajas, sin

prestarle mayor importancia a lo que yo pudiese decir o hacer.

El ambiente se tornó más tenso, dramático y escalofriante de lo que ya

estaba, hasta parecía… no estoy muy seguro todavía.

--Al parecer, no puedo abrir la boca. ¡Qué calamidad! Pero cambiando

de tema, ¿puedo ayudarte con eso? pregunté.

El ambiente, además de hostil, era caluroso, con poca visibilidad y con

telarañas por doquier, mejor dicho, era agobiante para cualquiera que

pudiese estar dentro del horno que teníamos por sótano.

–-Si quieres que te ayude, trae un abanico, porque acabo de venir y

mírame, ya estoy a chorros y tú también.

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--A mí no me importa estar como estoy, y si no quieres hacerlo no lo

hagas. Al fin que nadie te pidió ayuda, ¿o sí?

–-Está bien, no lo traigas --resolví molesto.

--¡Ja…! –-entonó Sofía una breve risa en forma retadora. ¿Piensas que

soy uno de tus subordinados? --murmuró engreídamente.

Se acercó un poco más a mi sosteniendo fuertemente unas cuantas

fotos en sus manos, parecía retarme, quizá reprocharme por todos los

años que me había servido en silencio.

--Respóndeme, ¿soy tu subordinada? El sacerdote nos declaró “marido

y mujer”, no “marido y empleada”.

Perdí los estribos ante su apresurada voz por reclamos de lo que no

había hecho como parte de mi contribución para hacerla feliz. La tomé

de los hombros gritándole que no levantara la voz, para luego agitarla

y aventarla. Mi hija había bajado con rapidez para ser sorprendida por

aquella escena indigna de sus ojos, pues no debía ser mostrada por sus

padres, quienes en algún momento de sus vidas decidieron traerla a

esta tierra para criarla con amor. Emily se colgó de mi pantalón

tratando de desgarrarlo para llamar mi atención, mientras trataba de

tomar el control de los brazos de su madre, ya que esta vez decidió

responder con el diálogo físico que fomenté durante un tiempo atrás.

Balanceé mi cuerpo sobre mi esposa para demostrarle mi fuerza, mi

valentía, mi hombría al no dejarme manipular ni controlar por ella.

Ambas lloraban agitadas y cansadas, al fin, me arrodillé para sentarme

y mirar el espectáculo que habían causado mis deseos incontrolables y

la violencia que nunca aprendí, pero que enseñé. Sofía me golpeaba en

la cabeza con suavidad, queriendo decirme lo mucho que habían

cambiado las cosas, y lo demasiado que se había esforzado por

mantener nuestra relación estable, relación que se había convertido en

una pareja de uno.

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PENUMBRA

29

Sofía se movió con cautela para quitar de mi lado a nuestra pequeña,

que se encontraba sentada, llorando incontrolable, gritando con

desesperación y dolor. Sofía agitaba su cabeza con un desdén de ¡ya no

más!, de… ¡mira lo que hiciste! Asomé con miedo mis ojos para ver a

mi hija, sin embargo, algo extraño había en su vestimenta, en su camisa

blanca se observaba la marca completa de mi calzado ¡Dios mío! pensé,

pateé a mi niña. No lo podía creer, pero tampoco me sentía con la

fuerza para pedirle perdón a la hija de mis entrañas. Por desgracia, mi

maldito ser había ocupado el lugar de su padre, un padre que le dio

todo lo que tenía y no lo que necesitaba; un esposo para su madre, el

cual nunca permitió que les faltara algo, pero lo más importante: les

falté yo. Hacía falta mi presencia para dar las gracias en la cena, para

cuidar a mi hija cuando estaba enferma, en fin, no tenía en mí lo que

ellas anhelaban tener, y no porque no podía, simplemente, no era el

verdadero yo. Me había transformado en lo que nunca imaginé.

Emily obedeció a las órdenes vibrantes de su madre, y juntas subieron

para dejar el sótano. Yo no quería subir, pues, indudablemente, tendría

que verlas marcharse de casa, verlas alejarse de mí, aunque esto fuese

algo lógico. Me quedé sentado, sudoroso, en ese lugar, como un

espectador de mi estupidez, a sabiendas de lo que había hecho y de lo

que pude evitar.

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CAPÍTULO V

FUERZA DE VOLUNTAD

Enfrentar la realidad es revelar y aceptar tu responsabilidad de todo lo

que haces, de todo lo que escondes.

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31

Subí a la cocina después de haberme calmado y de haber olvidado por

segundos la tragedia. Las puertas estaban en pampas, fue lo primero

en que mi atención se centró. Abrí la gaveta inferior de la alacena para

sacar un whisky que había guardado para momentos especiales o

especialmente diferentes. Llené mi vaso de vidrio y levanté el trago

hasta la altura de mis ojos, deleitándome en forma detenida con su

contenido, queriendo descifrar dónde se escondían las reacciones que

despertaba en mí, y la respuesta de por qué era tan diferente al

consumirlo. Entre tanto, resolví soltarlo. En el resultado de lo más

obvio, se rompió el vaso. Sus restos lucían frente a mí, y la bebida

estaba esparcida sobre mi ropa y el piso. El vaso eran mi esposa y mi

hija esperando ser ocupadas, yo era el whisky que utilizaba al vaso, el

cual no fue hecho para contenerlo; el descenso del vaso fueron todas

las cosas que mi familia soportó para que nada pasara; el estallido fui

yo y lo que hice algunos momentos antes. De esta forma, me di cuenta

de que mi familia se encontraba destrozada en pequeños pedazos, y

que el whisky no la podía volver a unir, para hacerlo, hacía falta un

elemento diferente. Podría lograr una reconciliación si lograba pegar

los pedazos de mi vaso, aunque nunca fuese el mismo otra vez.

A la mañana siguiente, tomé un taxi para ir al trabajo. Esta vez, cuando

llegué, entré con rapidez, Laura quiso detenerme para obtener de mí la

respuesta a esta situación inestable que estaba presentando desde unas

semanas antes. Seguramente mi jefe había preguntado en varias

ocasiones por mi continua ausencia. A pesar de esto no presté

importancia a sus preguntas, solo tomé las llaves de mi vehículo para

dirigirme a la casa de mi suegra, situada a unas 75 millas de la ciudad.

No había mucho tráfico en la carretera, no había probabilidades de

lluvia o de tormenta, en apariencia, el tiempo estaba de mi lado.

Al llegar al pequeño pueblo, una suave ventisca azotó el lugar

dejándome sediento, por lo que no quise ir primero a la casa de mi

suegra sin antes pasar por la gasolinera. Además, era obvio el pavor

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PENUMBRA

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que sentiría si mis dos amores me rechazaban. Debía enfrentarlas junto

a su familia, a pesar de que no sabía si su madre y sus hermanos tenían

conocimiento de lo ocurrido la tarde anterior. No sabía qué me podía

deparar el destino, pero sí que tenía dos posibilidades: la primera, si su

familia sabía acerca de lo sucedido, al verme podrían propinarme una

satisfactoria paliza, la cual no quería recibir ni nos ayudaría tampoco a

solucionar nuestro asunto, y, la segunda, esperar a que se calmara la

situación.

Tomé el camino hacia la gasolinera más cercana, ahí, llenaría el tanque

de gasolina y aprovecharía para tomarme algo, intentando calmar el

incontrolable calor que azotaba el pueblo. Entré en el comedor de la

gasolinera para dirigirme a los refrigeradores, observé la variedad de

bebidas --incluyendo la inevitable--, pero cerré los ojos, y continué

hasta calcular la posición del refrigerador de sodas. Llevé cuatro sodas

conmigo a facturar. Miré mi vehículo y mi reloj como si esperara una

hora específica para ir a mi destino. Mi mente me reprochaba y me

lanzaba a hacerlo, no obstante, tomé el control, y ocupé la mesa más

cercana. Abrí una soda para admirar el ambiente que se presentaba

dentro y fuera del lugar.

A mi izquierda se encontraba una pequeña familia: los padres junto a

su niño recién nacido. El esposo trataba de encender un cigarrillo con

un palillo de fósforo, y la dama trataba de amamantar a la criatura.

Esta escena trajo a mi mente la ocasión cuando luego de una reunión

de trabajo fui con unos compañeros a un restaurante para continuar

una discusión que, al parecer, necesitaba de un brindis,

incuestionablemente, brindamos no solo una vez, sino varias, y ello

provocó la inestabilidad de mis pasos.

Ese día llegué a casa muy tarde, aproximadamente a las dos de la

mañana. Entré tratando de hacer el menor ruido posible, pero al

parecer me estaban esperando, pues las luces estaban encendidas y

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escuchaba a mi esposa hablar con alguien. El sonido provenía del

cuarto de mi hija, que entonces tenía cinco años. Me apresuré. Iba sin

saco y con la corbata guindada del cuello. Mi hija yacía en la cama con

unos paños en la frente, y Sofía hablaba por teléfono sin parar, sin

respirar, con su mano izquierda en el teléfono y su mano derecha en

una taza con agua tibia donde remojaba los paños.

--¿Qué pasa, mi amor?, ¿qué tiene la niña?, ¿con quién hablas? --

pregunté apresuradamente, y como queriendo esconder el olor a

alcohol, que emanaba no solo de mi boca, sino de mi cuerpo y de mi

traje.

Ella observó rápidamente mi facha, al igual que el estado en que me

encontraba, para en seguida responder:

--Espérame un segundo, ya te contesto.

Continuó hablando por teléfono, y por último dijo: “Gracias, buenas

noches, disculpe la molestia”.

--La niña está enferma --expresó refiriéndose a mí, arrugando la cara al

sentir la esencia de mi ebriedad. --Tiene las amígdalas inflamadas y

fiebre de cuarenta grados, ¡no disminuye! Hace unas tres horas que

está en ese estado. Según lo que acaba de decirme el doctor Humberto,

es normal, sin embargo, me recomendó bañarla y que luego le

comprase el medicamento, pero no puedo salir a la calle en pijama.

Trae la libreta que está en el comedor de la sala, necesito escribirte el

medicamento indicado por el doctor para que vayas a la farmacia.

En los pasos que daba me sentía inseguro, en cualquier momento

podía caer, aun así lo disimulaba lo suficiente. Además, Sofía no podía

tomar un taxi a esa hora de la madrugada. Evitar problemas era lo

primordial, por lo que solo asentiría con la cabeza. Llegué de la sala

con la libreta, apuntó el medicamento y salí de inmediato.

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Un espacio en blanco había en mi cabeza, sobre la búsqueda de la

medicina de Emily. Arribé a la casa más o menos a las seis de la

mañana, saqué del bolsillo de mi pantalón una caja de fósforos y me

quedé dormido sobre el sillón de la sala, más ebrio de lo que había

llegado horas antes esa madrugada. Así lo afirma Sofía en cada ocasión

que puede, para hacerme ver mi irresponsabilidad y la fatalidad de

mis errores, porque no puedo ser responsable de mí mismo, menos

aún de alguien más. La decepción rondaba sobre mi cabeza, y las

lágrimas rodaron en aquel instante sobre mi rostro.

Encendí el carro para dirigirme directamente a aquel lugar. Pasé por

primera vez por la calle de la casa, y fui lentamente para saber si

estaban ahí, si estaban cerca o no. Enseguida mis cuñados reconocieron

el vehículo, y cerraron la puerta de inmediato. Volví a pasar, pero en

verdad no estaban dispuestas a soportar mi presencia, se habían

encerrado. Lo intenté por varias horas, sin obtener resultados

positivos.

Regresé a casa desilusionado. Admiré desde fuera la casa donde

solíamos ser felices, o al menos lo fuimos en un tiempo.

Esta casa era muy bonita por fuera, pero por dentro no tenía nada: no

tenía familia, no había un hogar, solo tenía a un cobarde, incapaz de

resolver el problema que él mismo causó y se dejó causar, porque

cuando pude decir que no, aceptaba la invitación de cualquiera con tal

de divertirme de la manera como no debí.

Salí del carro para entrar en la casa, pero en ese momento mi celular

vibró, era un mensaje de texto que decía:

--“Amor, quiero verte ahorita. ¡Me haces falta! Ven a mi departamento

o vamos a otro hotel. Atte. Cindy”.

La mujer con la que por tanto tiempo engañé a Sofía, me ofrecía una

opción en la que podía descargar todo lo que sentía en ese momento,

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además, no me sentiría solo, y, obviamente, la podía invitar a casa,

pues de quienes la escondía no se encontraban. Algo en mí la

rechazaba, no quería saber nada, no me quería sentir peor de lo que ya

estaba. Apagué mi celular sin responder el mensaje. Había decidido

dejar de verla.

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CAPÍTULO VI

BOLSILLOS LLENOS O VACÍOS

El dinero es una meta abstracta, pero con la vista adecuada no es lo que

parece.

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En la vida hay cosas buenas, las cuales se tienen que saber aprovechar.

No todo es bueno, y no todo se acepta como un gran premio si no te

has esforzado. Disfrutar tiene un precio. El problema es cuando este

resulta ser el desprecio de tu familia o tu soledad. La cuestión es que el

premio no vale el precio. El asunto está vinculado con un análisis

costo-beneficio, donde el costo resulta ser mayor que el beneficio. Por

fin había entendido el verdadero valor de mi esposa, lo genial de

haberla conocido y lo excelente que era. Durante un tiempo la

menosprecié porque la conocía demasiado, necesitaba una aventura

para distraer mi mente. La consecuencia fue simple: el costo lo pago

desde ahora hasta el resto de mi vida, en la consecuencia de mi

cometido, mas el beneficio duró un par de meses, por un momento de

placer sin amor, de palabras de ternura sin razón. Al fin tengo en mi

mente la sensación de mal gusto, de que fue una estupidez y de que no

valió la pena.

Mi celular llevaba todo el día inactivo. Eran tal vez las siete y media de

la noche, cuando sonó mi teléfono, el mensaje decía:

--“Apúrate, estoy esperándote”.

Esa noche tenía que quedarme en casa compartiendo con mi familia un

momento de tranquilidad, ver televisión por un rato, para luego de un

bostezo ir a descansar. No obstante, resolví hacer algo diferente.

--Amor, ¿me acompañas a un karaoke con mis amigos? --le pregunté a

Sofía.

--¡No…! No quiero ir, además, no tenemos con quién dejar a la niña --

respondió agotada.

--Sí, tienes razón --dije como desinteresado por salir.

--¡Ve tú si quieres ir a disfrutar un rato!, otro día iremos --me contestó

con profunda calma y despreocupada.

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Tomé mi saco y me dirigí a la cochera, disimulando lo suficiente como

para no llamar su atención. Una vez ahí, traté de salir con rapidez, no

obstante, se acercó a la puerta del carro con el rostro fruncido y con la

niña de la mano.

Entonces, pasaron una serie de interrogantes por mi mente:

¿Habría olvidado el teléfono dentro de la casa?, ¿habría llamado quien

no me lo esperaba para decirle cuáles eran mis planes de la noche?,

¿habría sospechado porque hice un movimiento extraño, y me iba a

reclamar porque pensé que era una idiota al dejarme salir?

Preguntó un tanto exaltada:

--¿Acaso piensas marcharte sin darnos un beso?

Un aire de tranquilidad se deslizó sobre mi cuerpo y mi mente. Todo

estaba bajo control.

--No, no, no, simplemente vine a calentar el motor, por supuesto que

iba a regresar para despedirme de ustedes. Venga mi princesita --dije

en voz alta, observando a mi hija, la cual estiró sus brazos pidiendo

que no la dejara.

--Otro beso para mi esposa --finalicé el tema antes de que cualquiera

pudiese decir algo.

Salí con tranquilidad sin dirigirme hacia un destino desconocido. El

vehículo ya tenía trazada la ruta al departamento de Cindy, a quien

había conocido una tarde en la presentación de una compañía asociada

a la nuestra. Parqueé mi carro afuera de su apartamento, mientras ella

esperaba por mí en la recepción para guiarme, como si yo no supiera el

número de su habitación. Tomamos un par de copas, charlamos mucho

acerca de todo, y de nada en particular. Se interesaba por todo lo que

hacía sin ser fastidiosa, hostigante, y sin reprocharme ni entremeterse

demasiado en mis asuntos.

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¡Obviamente, no podía dudar de mí! Ya sabía cómo funcionaba lo

nuestro, incluso tenía conocimiento de mi estado civil. Tras un rato,

llamé a casa para informar que no había ido al karaoke porque uno de

mis amigos se había puesto mal, y me quedaría acompañándolo, “su

estado de ebriedad no lo dejaba reconocerse siquiera, su esposa no se

encontraba y necesitaba de mí”, argumenté a mi esposa, sin que

hubiese una discusión, ni siquiera cierta duda o un reclamo. Lo

acontecido posterior a la llamada no hace falta describirlo, la mente es

lo bastante quisquillosa, por lo que debiste habértelo imaginado

cuando mencioné hacia dónde me dirigía.

Recordé esta pequeña anécdota de aquel entonces, “cuando todo lo

sabía”, cuando todo lo que pensaba era irreal, inmaduro e insensato,

pues creía divertirme con una y amar a la otra.

Un hombre comprometido empieza una relación paralela a su

matrimonio cuando siente o descubre que su pareja no llena ciertos

espacios, no cumple con ciertos requisitos o le hace falta algo, mas no

sabe qué podría ser. La probabilidad de que un hombre revele sus

espacios vacíos son pocas, porque tiene el suficiente orgullo como para

ocultarlo, o quizás haya llegado al punto de revelar a su pareja sus

necesidades e incomodidades, y es muy posible que esta lo haya

pasado por alto, sin tomar en cuenta lo que este hombre dijo con

sutileza.

Hay un problema en los humanos por su falta de atención. En la

comunicación hemos perdido el gusto de entender y de interpretar.

Perdimos el encanto de escuchar, tratando de hacer algo más que eso.

Siendo todo de esta manera, la temática surge porque exigimos lo que

no implementamos. Porque callamos nuestras expresiones haciendo un

nudo de resentimiento, guardando un “te necesito” por miedo al

descarte, al cambio de tema.

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En el caso de las parejas, se demostraría con un ejemplo sencillo: la

falta de atención de las mujeres a su pareja --manejando esto como un

supuesto, claro está--, pues piensan que nos importa poco su falta de

atención, con tal de que nos acaramelen, nos besen y nos abracen, es

decir, con tal de que nos complazcan en lo que creen hacerlo. ¿Nos

importa su atención? Al final, el supuesto lo puede vivir cualquiera, y

la respuesta seguirá siendo un rotundo “sí”, debido a la necesidad de

atención. Somos humanos y nos encanta hablar cuando hay alguien

que escucha.

Sofía me había acaramelado del mismo modo en el que escuchó mis

necesidades, entonces, ¿por qué lo hice? Porque la escuché y no le

presté atención. Es una respuesta sencilla a una polémica con mucho

contenido. A pesar de lo que pudiese planear para reparar mi

escenario, perfectamente sabía que era imposible detallar mis planes en

el futuro, ya que es improbable e inexistente. Solo el presente tiene

valor y efecto en el minuto más cercano.

Finalizó el día sin que cambiara nada en el ambiente aquel, era mejor

no agitarse para no desgarrar el pensamiento con la osadía de mis

recuerdos. Las personas suelen decir que un hombre arrepentido es un

árbol enderezado, pero, ¿cómo podía enderezar mis raíces, si soy como

soy y mi voluntad no llega más allá de unas cuantas palabras? Me alcé

de mi cama para levantar del suelo una hoja un tanto llamativa, quizás

infiltrada, y al ver su contenido quedé estupefacto, Emily había

dibujado a la familia que añoraba, eran los pensamientos de mi hija, los

que no me di la oportunidad de conocer. Una niña lloraba entristecida

lejos de su casa, lejos de su padre, y con la interrogante de por qué la

había lastimado cuando siempre aparentaba protegerla.

Metí mi mano en mis bolsillos, saqué nuevamente mi celular, no había

llamadas perdidas de Sofía ni de mis compañeros de trabajo, mucho

menos de mi familia. En todo este tiempo pensé que les importaba a

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mis compañeros de trabajo, notando aquí la diferencia entre importar e

interesar. Es más, tal vez los consideré mis amigos: mi tiempo era de

ellos, mis risas y parte de mi dinero también. Hoy, nadie preguntaba

por mí. Era posible que figurara en sus mentes la obvia vacante de mi

puesto por mi incesante ausencia al mismo. Ya no funcionaba para

ellos, ¿de qué les iba a servir si ya no me tendrían para salir durante el

fin de semana o para solicitarme favores o incluso préstamos? En

cambio, cabía en ellos la posibilidad de lo opuesto, “porque tengo la

suerte de que mis amigos me dan piedra cuando pido pan”. Creo que

todos hemos imaginado cómo serían nuestras vidas con apoyo y

auxilio cuando en verdad lo necesitamos.

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CAPÍTULO VII

LO MÁS IMPORTANTE

Tómate un momento para respirar y hacer feliz a quienes amas.

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Me puse un traje deportivo cómodo, calcé unos tenis blancos, ¡y a

correr! Cuando era un adolescente tuve el hábito de correr, pues me

sentía diferente al hacerlo, mi día era otro, mi espíritu era alegre, había

un nuevo sol para mí. El mapa de mi destino esa tarde era un parque

situado a no más de unas cuantas cuadras al oeste. Una vez puesto en

marcha sentía galopar mi corazón, agitado, lleno de una luz que

emanaba oscuridad, seguí trotando… al ritmo que me permitía mi

desacostumbrado sistema cardiovascular. Una fila de palmeras

adornaba la entrada del parque, además de unas bancas, y escenarios

de pajarillos volando. El lugar no estaba lleno de gente, al contrario,

estaba sigilosamente poblado por unas personas de la tercera edad,

unas cuantas muchachas que parecían recién salir de clases, y algunos

niños del equipo de béisbol.

De lejos me pareció familiar el que parecía ser el manager de este

equipo, así que con un poco de intención pasé muy cerca de ellos,

confirmando mi presentimiento. Conocía al manager del equipo, un

adulto con estructura acolchonada, dueño de una voz extravagante. ¡Sí,

era él!, aunque no muy cambiado desde que lo conocí en la

universidad. Lo saludé asintiendo con mi cabeza, me observó con una

mirada perdida, como si dijera: ¿te conozco? Aguzó su vista

nuevamente, tratando de descifrar mi rostro, y se apartó del grupo

para extender su mano.

--¿Qué tal, John? Hace mucho tiempo que no te veo, ¿y la familia? --me

preguntó de forma agitada, para ponerse al tanto de lo que hubiese

ocurrido conmigo y con quienes, lógicamente, no estaban a mi lado.

--Bien --respondí con inseguridad, sin siquiera preocuparme por

esconder lo agobiado que me sentía.

--¿Solo eso? --insistió-- ¿y Sofía?... la niña debe estar grande. Calló, por

un momento, para continuar: --¿En qué grado está?

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--Bueno --exclamé, queriendo evitar aquella plática--, están en la casa

de mi suegra, la extrañaban y decidieron visitarla, iba a ir, pero asistir a

mi empleo resultó una mejor alternativa --le dije, para deshacerme de

las preguntas que supuse me haría.

--Pero, y vos Edgard, ¿qué haces aquí? ¿Estás viviendo cerca? No me

digas que entrenas a estos niños… --posé mi mirada sobre los

chiquillos que estaba a solo unos cuantos pasos, quienes parecían no

haber escuchado mis palabras.

--No y sí --dijo casi gritando. --No estoy viviendo cerca y sí, hombre…

Alzó su mirada al cielo, demostrando sin querer lo feliz que estaba.

--Me propuse como manager del equipo de mi hijo y aquí estoy.

Aunque no estoy trabajando los jueves y los viernes, solicité un

permiso a mi jefe, que me fue concedido acompañado de la respectiva

reducción de salario. Trabajo como supervisor en una empacadora de

frenos, ¡ni más rico, ni más pobre! --se jactó, encogiéndose de hombros-

-… por lo menos estoy con mi hijo enseñándole lo que aprendió su

padre cuando era joven.

Agaché mi mirada para fijarla en mis tenis, sacudí los pies como

queriendo continuar con mi ruta.

--¿Y tu esposa? –cuestioné, queriendo escarbar en su privacidad.

--¡Ah… ella! --se refirió a su esposa a través de ese pronombre, para

fruncir su rostro acabado con una sonrisa de pocas amistades--. Ella ya

no está conmigo, se mudó con su nuevo “amor”. La última vez que la

vi tuvimos un encuentro judicial para pelear la custodia de mi hijo.

Agachó la cabeza para levantarla con rapidez e impetuosidad: --Yo

gané su custodia porque no era yo quien había encontrado un nuevo

amor, y aquí estoy, ya te dije, entrenando a mi pequeño y a sus amigos.

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Mi pelón lo está superando poco a poco…, esto fue apenas hace unos

seis meses.

--¡Hey!, Mario, ven un momento --gritó ante aquel grupo de jóvenes

deportistas donde se encontraba su hijo.

Era un niño mestizo, cabello rizado y ojos café oscuro. Estaba agitado,

con su rostro inundado de sudor, y llevaba una vestimenta casual para

todo pelotero. Su ropa se hallaba ajustada, adornándose con la tierra en

la que suelen resbalarse con tal de cumplir su meta.

--Saluda, hijo, al amigo de tu padre. Su nombre es John.

Lo tomó por los hombros, protegiéndolo de mí o de cualquier

amenaza.

--Hola, señor --respondió, estirando su mano y sonando un poco

inquieto.

--Hola --concluí en forma sencilla--. Vete a jugar, hijo… mucho gusto,

ya te devuelvo a tu padre.

--¿Es difícil? --le pregunté haciendo una pausa--, ¿es difícil soportar tal

situación y aún así cuidar de tu hijo y de ti mismo? –-pregunté, fijando

mi vista en sus ojos temerosos de permanecer abiertos.

--Sí, es difícil --reveló con una voz temblorosa y vibrante, tal como si le

hubieran atado una soga al cuello--, sobre todo cuando la persona que

amas con todas tus fuerzas te paga con miseria, soledad y dolor, pero

todo es posible en esta tierra. Ya no creo en la palabra del hombre, ya

no hay más “en las buenas y en las malas”, solo existe el “mientras

sienta lo que siento”.

Una lágrima rodó por su mejilla, pero cortándola con su puño se

restregó los ojos y prosiguió:

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--No pierdas lo que yo perdí --me recomendó sin imaginar mi

situación--, gasté mi tiempo en el trabajo ganando una miseria,

desatendí a mi mujer y a mi hijo…, sé que no es excusa para ella,

también sé que la carne se siente sola y es débil ante el pecado.

Sin omitir un respiro continuó:

--Nunca tuve un vicio, simplemente tuve el afán de mantener mi hogar

como una familia digna, tómate tu tiempo --aseguró sin dudar--,

tómate un momento para respirar y hacer feliz a quienes amas.

--¡Échale ganas! -–exclamé, sintiéndome hipócrita--, nos vemos pronto,

seguiré viniendo a correr por aquí, ya terminaremos de platicar, no te

quiero atrasar.

--Está bien, no te preocupes. Ve con cuidado. Se abalanzó sobre mí con

un abrazo, para después regresar con su equipo.

No pude relatarle mi dilema, no encontré confianza, no tuve valor.

Seguramente buscaba un refugio en mí al contarme sus asuntos

personales, quizá lo dijo por la respuesta que le ofrecí al preguntar por

mi familia, no obstante, no podía ayudarlo, pues ni yo mismo me creí

lo que dije, no me imaginaba a los dos consolándonos: él por víctima y

yo por victimario. El encuentro con Edgard fue espeluznante, como

una balanza desequilibrada con un contrapeso irreversible.

Sin duda alguna, durante mi larga jornada laboral nunca decidí tomar

una tarde, una mañana o siquiera un fin de semana para acompañar a

mi pequeña a clases de natación, al acto del padre. Nunca pensé en

hacerlo, ya que no cabía en mí comparar una tarde de trabajo con una

actividad de mi hija. Indudablemente, siempre preferí ganar un salario

extraordinario a ganarme un beso de Emily por felicitarla en sus

pequeños grandes pasos. Había decidido reemplazarlo por encuentros

en las noches, cuando a mi llegada yacía dormida en su cama, por lo

que solo podía desearle dulces sueños o buenos días en la mañana

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antes de irme a la empresa. Mi horario de trabajo era de lunes a lunes,

sin parar, sin tiempos libres. La compañía aprovechó mi potencial,

pero nada más. Yo no los aproveché.

A tu familia, a lo más importante que tienes, le puedes fallar por varias

ocasiones y en eventos importantes. No pasa nada, siempre te

perdonan y te reconcilias, mientras que en la empresa donde gastas tu

vida, si fallas una vez significaría todo, no habría reconciliación, no

habría vuelta atrás.

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CAPÍTULO VIII

UN NACIMIENTO

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La sombra de la guerra parecía avecinarse para septiembre de 1972.

Uno de los partidos a favor de la dictadura buscaba a todas horas a

Jimmy Manzanares, el cual era algo así como el organizador y director

de la contra política. La población comentaba de lo acontecido días

antes, cuando una redada para asesinar a don Julio Aguirre, jefe de la

Policía y representante del partido dictador, dio como resultado un

ataque, bañando de pánico a toda la población de Munic. El

acontecimiento se salió de las manos de todos, la balacera se escuchó

un viernes a las cuatro de la tarde en el reparto Onford, donde don

Julio daba una charla en la que trataba de advertir a los jóvenes de una

escuela secundaria para que no fuesen miembros del “clan

antipatriótico”, luego, sin aviso alguno, unos disparos sorprendieron a

todos en el lugar. Tras los gritos de la muchedumbre, no se percataron

de los instantáneos resultados.

El francotirador no pudo cumplir con su objetivo, pues, al parecer, se

había adelantado a alguna señal. Julio Aguirre había sido herido en su

hombro, en cambio, tres de sus guardaespaldas no corrieron con la

misma suerte, ya que fallecieron al cubrirlo después del primer

disparo. En el momento, los oficiales no supieron qué hacer, no

tuvieron noción alguna de dónde pudieron provenir los disparos, y

destrozaron a balazos y a bombazos el edificio que había frente a la

escuela. Una vez que se sintieron satisfechos, cerraron el perímetro

para atrapar a la oposición, pero los hechores se habían marchado sin

dejar rastros.

Jimmy se encontró ahí en el momento del cometido, de hecho fue él

quien disparó a don Julio. Minutos más tarde, cuando estaba en su

casa, llegó hasta sus manos una nota que decía:

--“Huye Jimmy, la Policía sabe todo”.

No sabía quién lo había delatado, podía dudar de todos, pero en su

mente solo cabían dos posibilidades: la primera apuntaba a la

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población que supuestamente estaba a favor de ellos, y, la segunda, a

los miembros del grupo al que pertenecía. La balanza se desniveló

contra su grupo, ya que este no se encontraba consolidado aún, luego

de tres años de luchar en silencio con una estructura semiformal, sin

embargo, no se podía adelantar a los hechos. Cualquier cosa pudo

haber ocurrido.

La disputa por los puestos era constante desde cuando decidieron

formar el grupo. La situación para sus amigos había cambiado, el

pensar en la muerte de Jimmy significaría que uno menos reclamaría la

posición del alto mando en el país, una vez llevado a cabo el golpe de

Estado.

Cuando terminó de leer la nota y de pensar en quién pudiese ser o no

su aliado, le explicó a su esposa que tenía que ausentarse por un

tiempo, iría a vivir en casa de su hermana, Rebeca, a la cual no veía

desde un par de años atrás, debido a su cambio de domicilio a un

pequeño pueblo ubicado al oeste de Munic. Su esposa, que se

encontraba muy nerviosa, se dedicó a reclamarle por jugar al héroe,

mientras ella y su hija --con apenas unos meses de vida-- se morían de

la angustia.

No demoró mucho para llegar al pueblo, ni le fue difícil encontrar la

casa de su hermana.

--Abre la puerta, abre la puerta --susurré en la puerta trasera de su

casa.

Alguien más abrió la puerta rápidamente. Entré de inmediato para

detenerme a observar a una mujer con guantes en sus manos, que lucía

un tanto agitada o molesta.

--¿Quién eres? --me cuestionó al notar un poco de miedo en mi rostro.

--Soy Jimmy, hermano de Rebeca, ¿dónde está ella?

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PENUMBRA

51

--Se encuentra en su habitación. Tu hermana no está muy bien en estos

momentos, tiene dolores de parto.

Sin pedir permiso, pasé adelante tan pronto como pude. En efecto, se

encontraba postrada en su cama, gimiendo, mientras su esposo ponía

paños en su frente. No tengo idea de si se sorprendió al verme entrar a

su recámara. Exclusivamente me acerqué para decirle:

--La Policía está cerca, me buscan. Guarda silencio, por favor, si no, nos

matarán a todos. Lo siento, Rebeca --me disculpé--, nunca pensé que

supieran tan rápido de mi paradero.

Completamente adolorida me respondió con un sí, demostrándome

que no le importaba y que era capaz de hacer todo por mí. Su boca

temblaba, mientras los movimientos de su cuerpo delataban su

sufrimiento. En los siguientes minutos escuchamos a las familias

cercanas discutir con la Policía por querer requisar sus casas, por el

simple hecho de querer encontrar a alguien de quien no tenían

conocimiento alguno.

El silencio atormentaba nuestras mentes, hasta que fue interrumpido

por un par de golpes en la puerta principal, uno de los oficiales levantó

su voz y ordenó que salieran los habitantes de la casa. En el cuarto,

todos nos mirábamos sin responder al llamado. La partera captó la

atención del esposo de Rebeca y la mía, para explicarnos sin ninguna

palabra que necesitaba avanzar con el parto. En un momento nos

coordinamos para pasarle unas toallas, sábanas, además de unas

cuantas herramientas de parto. La hora había llegado, le obedecimos

tratando de no hacer escuchar siquiera el sonido de nuestros pasos.

Un golpe en la puerta trasera nos desconcentró, la Policía seguía

insistiendo, nadie sabía qué hacer, la partera prosiguió, y mis ojos

sufrían al ver a mi hermana ser torturada con silencio en aquel acto tan

hermoso y desgarrador. Rebeca mordía la almohada, su mirada era

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desorbitada, pues quería gritar de dolor, pujó durante dos minutos

más, hasta que por fin logró sacar al niño de su vientre, un grito

rotundo selló aquella acción tan hermosa.

La Policía allanó el lugar en lo que la partera salió a la sala con el niño

en brazos, de algún modo, el oficial entendió el silencio que había

provocado tanta duda en ellos. Así que continuaron en la siguiente

casa. Escuché cómo se marcharon sin pedir mucho detalle, abracé a mi

hermana, la cual parecía verme por primera vez.

--Este niño, ¿cómo se llamará? --le pregunté

–John, se llamará John.

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53

CAPÍTULO IX

Alguien toca la puerta

Aunque te rechazo, siempre estás conmigo.

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De regreso a casa, en cierto modo me sentía inconforme, paralítico,

insensato, mejor dicho, me sentía un completo imbécil. El ambiente en

el parque, de regreso a casa, era completamente despejado. Parecía

como si nada me detuviese para llegar a ella, como si estuviera

comprometido, como si alguien me estuviera esperando, de algún

modo, sin saber por qué, logré sentir aquella sensación.

Nuestros vecinos no especulaban nada; no preguntaban; no se

asomaban; su mirada parecía atontada por verme últimamente en casa

durante todo el día, pero sin mi familia. Se acercaban y se alejaban de

mí de una manera extraña, no obstante, resulté ser yo el extraño que

había invadido su residencial. ¡Claro!, pensaron, es solo un pobretón

que había salido de su cuna que llamaba barrio.

La oscuridad de aquellas paredes donde solía vivir con mi familia

empezaba a atormentarme, y me preguntaba cómo estaría Sofía, ¿nos

reconciliaríamos?, ¿cómo se sentiría Emily después de todo esto?,

¿volvería a verlas? Esas interrogantes y otras me hice, sofocado con el

traje deportivo, el cual ahogaba mis entrañas. Forcejeé con la puerta…

y renegué hasta perder los estribos.

Sentí hambre luego de haber tenido una tarde tan agitada, busqué en el

refrigerador sin hallar nada delicioso. Solo entonces comencé a sentir el

sabor de la ausencia de mi mujer, haciendo la comida que me esperaba

caliente las pocas veces que llegué temprano. Tomé solo una botella de

soda, seguí buscando por todas partes sin encontrar algo apetitoso.

Ante tal emergencia, ordené una pizza, y unos cincuenta minutos más

tarde, un joven tocó el timbre de manera incesante y molesta. Mostraba

un rostro de pánico.

--¿Qué te pasó, muchacho? --le cuestioné, al ver su rostro aterrorizado

y su facha desordenada.

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--Tuve un accidente en mi motocicleta al venir hacia acá, me caí…, y

no pude entregarle su pizza a tiempo, así que es gratis.

Miré en sus ojos algo más que la preocupación de haberse golpeado en

la caída provocada por el accidente, por lo que continúe con la

conversación hasta avanzar lo suficiente como para estar satisfecho.

--Pero te pasa algo más, ¿qué es?

--Acabo de empezar en el negocio de repartidor y no me ha ido muy

bien. Parece que mi salario pagará las pizzas de este mes, tendré que

renunciar.

Por la forma como habló, sabía que ya no escondía nada, y eso me

calmó un poco.

--No te preocupes, no tienes que pagar por mi pizza al menos. Ni

siquiera sabía de la promoción. Solo dame la pizza y vete de aquí,

tranquilízate y consigue un nuevo empleo.

Me senté en mi sillón a comer unos trozos de pizza, hasta que tocaron

la puerta de nuevo, seguramente el repartidor había olvidado

entregarme el ticket de la compra. Antes de abrir, observé a través del

ojo de la puerta, pero no era el repartidor, era otro joven al que no

conocía.

--¿Qué deseas? --le interrogué.

--Nada en especial que tenga que ver con un problema o con una

preocupación, relájese. Como puede ver, si es que puede hacerlo, soy el

cajero de la empresa donde usted solía trabajar.

--Y, ¿qué con eso?

--Le pregunté a mi jefe…

--¿Quién es tu jefe?

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56

--Don Orlando Sequeira, jefe del Departamento de…

--Yo sé quién es Orlando --lo interrumpí sin siquiera abrir la puerta--,

¿él te envió?

--No, solo me comentó acerca de la posibilidad de que usted enfrentara

problemas con el alcohol y con su familia. Tal vez fue su hipótesis por

todo lo ocurrido en la empresa, y por su despido supongo que todo

está marchando de manera lógica. Además, no quiero inmiscuirme en

sus asuntos, solo vine exclusivamente para compartir algo con usted.

--Entonces, déjame decirte que Orlando supone bien, ¡debería ser

mago!, está en el puesto equivocado --reí con alegría para demostrar

que no me afectaba mucho la situación, para luego exaltarme

nuevamente.

--¿Qué vas a decirme?

--Lo que le voy a decir pasó hace un año y medio en mi vida. Es una

experiencia personal que tal vez le sirva de algo, pero al menos

ofrézcame un asiento o… ¿no piensa dar la cara?

--¡Claro! --abrí entonces la puerta generosamente--, pasa adelante,

siéntate por favor y toma un trozo de pizza si quieres.

--Mi nombre es Antonio Villa. Hace un año y medio, cuando había

terminado mis estudios universitarios, conseguí un trabajo de

coordinador de cobradores en una compañía de bienes inmuebles. Con

el tiempo conseguí un poco de dinero, lo suficiente como para vivir

cómodo lejos de la humilde casa de mis padres. Al sentirme con mi

bolsillo un tanto repleto, saltó sobre mi frente y pecho un aire de

presunción, que me enseñó a sentirme diferente, a usar un arma contra

todo el que quisiera derrotarme. Los hacía sentirse mal mientras me

divertía con su rostro destrozado; miré con desprecio a muchas

personas que cuidaron de mí cuando lo necesitaba. Creí que nunca más

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tendría que volver a empezar a trabajar desde abajo, igual que la

servidumbre. Tuve todo para derrochar con tal de alimentar lo único

que me mantenía vivo: ¡mi ego!, y es que en los negocios es una de las

tantas herramientas que te hacen tomar posición.

Durante un largo período estuve orgulloso de mi personalidad

maquiavélica y de las pocas personas que gozaban de mi amistad. El

fin justificaba los medios, después de todo. El alcohol ingresó en mi

vida un poco después, asimismo, las drogas. Tras disfrutarlas por un

largo lapso, empezaron los desvelos, el descuido de mi puesto de

trabajo, además de un inmenso deseo de más, más de todo lo que

miraba.

En el proceso resultó clara la vacante de mi puesto, y así sucedió.

Cuando mis fondos no dieron para más, empecé a vender mi ropa,

perfumes, zapatos, en fin, todo lo que tenía, con el afán de conseguir

más drogas. Al no pagar la renta tuve que regresar humillado a la casa

de mis padres, se me caía la cara de vergüenza, pues fui el que dijo no

necesitar más de las rocas.

Los siguientes meses fueron una pesadilla para mis padres, ya que fue

tanta mi ansiedad por las drogas, que incluso vendí parte de sus

electrodomésticos, pues el resto de cosas se encontraban bajo llave. Les

creé un infierno, sin merecerlo.

Un día, sentado en la acera de la casa de mis padres, pasaron unos

muchachos más o menos de mi edad. Me levantaron del estado aquel

en el cual me encontraba, drogado, hediondo y mal vestido. Me

invitaron a un viaje, un viaje maravilloso en el cual jamás en mi vida

pensaría haber estado. Luego del viaje mi vida cambió, fui de nuevo

una persona sana, pero cuando pensé jamás volver a drogarme, llegó

nuevamente a visitarme esa sensación, surgió en mí una desesperación

tremenda jamás sentida. Todo se había acabado y no tenía más

oportunidad en la sociedad. Fui a la cochera a tomar una soga, la

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amarré en el techo para seguidamente atarla a mi cuello, lo

suficientemente fuerte… me subí en una silla para tirarla luego lo más

lejos de mí. Por fin terminarían las desgracias y los sufrimientos que

había causado. Sin embargo, no fue de esa manera. Todavía no me lo

explico: la soga se reventó. Yo temblaba, teniendo en cuenta que la

asfixia no era la responsable…, temblaba porque sentí que alguien

reventó la cuerda, un amigo que quiero presentarte.

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CAPÍTULO X

La mujer de mi vida

En ocasiones no hace falta que respondas a mis preguntas, no importa

lo que quiera si tú dices lo contrario.

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Por la noche, en una discoteca, me encontraba en la barra tomando

cerveza, esperando que pasara el tiempo. No había mucha gente en el

lugar, e incluso parecía como si no fuese fin de semana.

Esperé por un par de horas para que llegasen más personas, de esa

manera elegiría con quién bailar, pero el ambiente fue el mismo. Tomé

mucho licor hasta levantarme para ir al baño, sin embargo, cuando lo

hice se me cayeron al piso unos billetes que me había devuelto el bar

tender al despacharme. Al recogerlos, una hermosa mujer tropezó con

una pequeña falla en el piso, para desvanecerse en mis brazos. La

agarré sin pensar nada, como una reacción más. Fue mi primer

impulso al verla desplomarse hacia el piso, y logré rescatarla o al

menos eso pensé. En su rostro, ella dibujó un desdén extraño que me

dejó sorprendido, pues no sabía si era una buena o una mala señal.

Continué hacia el baño sin dejar de pensar en sus ojos, los que me

resultaban familiares, aunque por más que forcé mi memoria no pude

recordar dónde la había visto. Entonces concluí con un simple “no sé”,

pero eso sí, era bellísima, incluso con el mal gesto que mostró.

Camino a la barra, tropecé nuevamente con otra muchacha.

--Lo siento --dije, sin dejar de pensar en la chica con ojos que me eran

familiares.

Empecé a desesperarme por llegar a la barra para verla nuevamente.

--Un lo siento no lo justifica --respondió alguien de inmediato.

El tono de voz un tanto gruñón llamó mi atención, y fijé mis ojos en el

sitio de donde parecía venir el sonido. La coincidencia que jamás

esperé, una sonrisa… me reveló todo. Daniela, una excompañera de

trabajo se burlaba de mi torpeza.

--¿Cómo estas, Daniela? ¡Dios mío, tanto tiempo sin verte!

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--Sí, es que ahora administro esta disco, y si vienes, casi nunca me

verás --sonrió como burlándose de sí misma--, lo que sucede es que

estoy detrás de todo esto observando el paso de cada trabajador, pero

en fin, no creo que hayas venido solo, ¿estás con alguien en especial?

--No estoy con nadie. Solo pasaba por aquí para ver con quién me

encontraba.

--¡Qué bien! ¿Bailamos mientras viene mi suplente?

--Está bien, si por eso vine.

Siempre tuve conocimiento de que Daniela bailaba muy bien, pero esto

era demasiado: movía su cuerpo lentamente acercándose a mí,

mientras pasaba sus manos por su cintura luciendo muy provocativa.

A pesar de todo eso, no dejé de pensar en la chica fuera de lo común

que me había encontrado hacía apenas unos minutos. Una mirada a la

barra me sacó de ritmo, Daniela lo sintió, y me advirtió con un

empujón al que sin duda tuve que obedecer. Tras bailar un par de

canciones, el cansancio se posó sobre mi cuerpo, e indudablemente

tendría que ir donde se encontraba la chica fuera de lo común; por otro

lado, Daniela recibió un llamado de uno de los meseros, y se tuvo que

retirar tan rápido que ni tuve tiempo de despedirme. Parecía un loco

por buscar a alguien que no conocía, contando simplemente con una

descripción: “bella”. Mis esfuerzos se volvían inútiles en cada paso que

daba, tras unos pocos intentos me di por vencido, era posible que se

hubiese marchado cuando me fui al baño, o tal vez no le gustó el

ambiente… cualquier cosa le pudo haber ocurrido.

Regresar a casa era lo mejor. En la salida de la disco me subí en un taxi

que estaba parqueado frente al lugar. Dentro me encontré con una

mujer cubierta por la oscuridad, que me reprendió con un mal gesto

como si el lugar lo hubiese estado reservando para alguien más.

El taxista preguntó:

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--¿Continuamos esperando, señorita? O…

--Está bien, señor, podemos irnos.

Antes de arrancar, el taxista cualificó mi aspecto a través del espejo

retrovisor, seguramente para evitar cualquier malentendido. En ese

momento, no pude cerciorarme quién era la mujer que me

acompañaba. En el camino, las luminarias me ayudaron a resolver mi

duda, con un vistazo a la preciosura que había perdido dentro de la

disco.

--¿Cómo seguiste después del tropezón cerca de la barra? --pregunté

sin temor.

--Bien, a pesar de que mi acompañante me dejó, y ahora ya me ves…

sola.

--Eso sí es una gran pena. ¿Por qué dejó tu novio tanta belleza sola?

--A decir verdad, no tengo novio. Vine por primera vez a una discoteca

con una amiga, le comenté que no me gustó, pero ella no me quiso

escuchar, se quedó con sus otras amigas disfrutando. Y como ya

pudiste observar, esperaba su regreso. Por eso fruncí mi frente al verte

entrar, obviamente, no eras quien esperaba.

No tenía por qué no creerle. A pesar de que su apariencia parecía del

todo experimentada, había algo en ella que me hacía confiar, tenía la

sensación extraña de que ella estaba diciendo la verdad.

--Lo siento, no sabía, no quise…

No tenía nada más que decir, aunque su detallismo centraba mi

atención en su honestidad.

--Cambiando de tema, ¿irás al cine a ver la película “Un sueño de

amor”? --le pregunté.

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--La verdad, no tenía conocimiento de su estreno, pero si es así, es

posible que vaya –me respondió indiferente.

--¿Vamos? ¡Acompáñame, por favor, no me dejes ir solo!

Traté de no observarla fijamente a los ojos, pues su timidez se

avergonzaba ante mi mirada. Tomó su bolso de mano y lo colocó sobre

sus piernas, se acomodó su cabello y su vestido negro para responder:

--Sí.

Luego de un tiempo logramos ser más que amigos, lo que trajo consigo

después de unos años la pregunta más difícil de hacer para un hombre.

Estacionado en un parque cercano a su casa, nos encontrábamos

compartiendo nuestros planes y ambiciones, nuestros gustos y

disgustos. Fue uno de los días cuando me sentía más enamorado que

nunca. De repente escuchamos el sonido de una patrulla de Policía que

se parqueaba justo detrás de nosotros.

El oficial hablaba por el megáfono ordenando que nos mantuviéramos

dentro del vehículo. Primero solicitó que encendiéramos la luz interna

del carro, luego que nos bajáramos despacio y de espalda hacia a él, sin

voltear a verlo y con las manos arriba. Al pasar por la cajuela del carro

pidió mi nombre y el de ella, dijo que nos detuviéramos un segundo

mientras consultaba nuestros nombres en la base de datos. Una vez

que obtuvo la respuesta del registro, gritó grotescamente:

--¡John!, arrodíllese por favor y ponga las manos sobre su cuello. No

haga nada más.

Escuché de repente el llanto de Sofía, temerosa de lo que pudiese

pasar. Cuando me encontré arrodillado, el oficial habló nuevamente:

--Vacíe sus bolsillos, por favor.

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Al registrar mis bolsillos, lo único que encontré fue una cajita que no

había visto antes. El oficial seguía hablando como queriendo calmarse

a sí mismo, pero ahora se dirigía a Sofía.

--Sofía, por favor responda a mi pregunta.

--Sí, oficial.

--¿Aceptas a John como esposo?

Entonces destapé la caja pequeña que sostenía en mi mano para

mostrarle su anillo de compromiso.

--Sí, dijo temblando de emoción. La abracé fuertemente, mientras se

escondía en mi pecho llorando de emoción para decirme:

--John, eres un payaso, pero te amo.

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CAPÍTULO XI

El recuerdo de una princesa

Continué caminando sin parar, continué imaginando sin soñar, y di las

gracias por vivir.

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--Papi, papi, mis amigas irán el sábado a la piscina, ¿me llevas?

--Sí, mi amor, pero pregúntale a tu mami si quiere ir.

--Sí quiere ir, me dijo que te preguntara a ti si podías llevarnos.

--¿Y solo quieres que las lleve?

--No papi, quiero que te quedes para que juguemos… ¿vamos a jugar

al tiburón?

--Sí mi amor, jugaremos al tiburón.

--Mmm… no hagas lo de la última vez.

--Hey, ¿qué hice la última vez?

--Te dormiste y me dejaste jugando con mami. Y mami no juega al

tiburón porque dice que es peligroso.

--¿Y tú crees que es peligroso?

--Si juego contigo no es peligroso, porque tú me cuidas.

--Sí mi princesita, siempre te voy a proteger. Por cierto, ¿a qué piscina

vamos?

--Se llama Pool & Fun.

--Ahh... es cierto, ya fuimos ahí. Es un campestre ubicado a un par de

horas de aquí.

Después de haber aceptado mi propuesta, papi me llevó a dormir. Ese

día estaba extraño, diferente, estaba de buenas.

El sábado se aproximaba y estaba súper emocionada. A diferencia de

otras ocasiones, esta vez papá iba a estar todo el tiempo con nosotras e

íbamos jugar. Tanta era la emoción, que el viernes en la noche había

buscado un bolsito rosado de playa que mi prima Elizabeth me regaló

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en mi cumpleaños, para empacarlo con mi traje de baño y mis

sandalias preferidas.

Como de costumbre, me levanté súper temprano, quizá más de lo

habitual. Al momento que mis ojos se abrieron todo estaba oscuro, lo

cual era señal de que sin duda era la primera en estar despierta. Me

puse mis pantuflas para ir al cuarto de mis padres, jalé a papi de su

pijama para que me preparase el desayuno, pero obviamente no se

levantaría. Era muy seguro que levantara a mami y así seguiría

durmiendo hasta minutos antes de la partida, como era su costumbre,

mientras más intentaba levantarlo, más rodaba en la cama, tal como si

no quisiera despertar nunca. Al ver esta actitud fui a mover a mami

con sutileza, porque tiene la costumbre de tener un sueño sensible.

Mami abrió sus ojos suavemente, y tirando de mis brazos me subió en

la cama. Comencé a caminar sobre ellos sin lograr ningún resultado,

luego se me ocurrió saltar al piso y cantar, entonces mami reguló su

bata un tanto holgada a la medida de su bella figura, abrió las cortinas,

y la luz inundó el cuarto, lo que despertó a papi. Él se levantó sin

pensarlo, se acomodó sus pantuflas y se peinó con sus manos blancas y

largas. Fue como si mi madre tuviera conocimiento de que no existía

alarma alguna para papi, más que la luz del sol, por muy débil que

fuera.

Así, después, juntos bajamos a empezar un nuevo día, a desayunar y a

prepararnos.

Sentados a la mesa de la cocina, me desayunaba con unas frutas

cortadas a la medida de mi pequeña garganta, y era resguardada y

vigilada por mis padres, quienes al parecer se hallaban desvelados por

alguna causa. Papi trataba de cuidarme, sin embargo, las noticias de la

mañana merecían su atención más que yo; mami, por su parte, estaba

preparando su desayuno para acompañarnos en el momento.

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Una vez que nos marchamos, papi se detuvo en el supermercado

ubicado a unas pocas millas de nuestro destino. Comentaba que

necesitaba comprar unas frutas y unas cuantas cosas que podríamos

utilizar. Dentro del supermercado papi estaba un poco incómodo,

parecía tener el deseo de desahogarse, se mantuvo así durante algunos

minutos, daba vueltas en todo el supermercado tratando de encontrar

algo que ni siquiera él sabía qué era; mami y yo le suplicábamos por su

seriedad en el asunto, pues mi emoción podía más que cualquier otro

acontecimiento o necesidad. Al fin de todo, resolvió no comprar nada,

lo que nos hizo sentir mal a ambas.

Emprendimos nuevamente nuestro viaje. Mientras nos acercábamos

resolví dejar que papi y mami platicaran de lo que iba a suceder, y de

cómo se iban a turnar para estar conmigo, entonces empecé a observar

el ambiente de los lugares por donde pasábamos, abundantes de

árboles gigantes y hermosos, casitas de ladrillos y unos cuantos

negocios de comidas típicas. De pronto, mami replicó por un giro

inesperado que papi hizo, mi corazón temblaba, pues ya comenzaba a

dudar de que pudiese ver a mi amiguita Ana.

Se estacionó cerca de una calle con varias tiendas de ropa, para

después de unos segundos de silencio ordenar:

--Síganme.

Nosotras lo seguimos o tratábamos de hacerlo, papi aceleraba su paso

a cada instante. Solo lo mirábamos caminar agitado y lleno de sudor,

entró a una tienda súper linda repleta de bolsos, lentes, camisetas, etc.

Nos observó fijamente y replicó de nuevo:

--Elijan lo que quieran, las espero afuera.

En el momento olvidamos lo sucedido antes y comenzamos a

probarnos todo lo que había en lugar. Al final, mami me eligió unas

sandalias blancas y un traje de baño amarillo; ella se decidió por unas

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sandalias del color de su nueva mini falda verde hecha con una

mantilla y acompañada de una camisa de tirantes, además, relucía con

sus lentes negros y con su sombrero playero. Cuando estuvimos listas,

eché un vistazo afuera para hacer una seña a papi, que estaba sentado

tomando un refresco. Al mirarnos se sorprendió y no dijo nada más,

únicamente se notaba la felicidad en su rostro, pagó la cuenta y

continuamos con el viaje.

Cuando ingresamos en Pool & Fun, reconocí de inmediato la

camioneta del papá de mi amiga, lo que me alegró mucho, pues ya

sabía que nos divertiríamos hasta que se arrugaran nuestro deditos.

Esperé que mami abriera la puerta para poder bajar del carro, así no

me tendrían que decir que soy una desesperada y ansiosa, cuando en

realidad, según mi criterio, estoy calmada. Juntos los tres, tomados de

la mano, admiramos la deslumbrante vista del lugar, el cual se

encontraba en el borde de una laguna. El viento parecía tener ganas de

arrasar con todo lo que se encontrara a su alrededor, y yo tenía que

tomar fuerte la mano de mi mami, pues me sentía angustiada. La miré

tomar su sombrero con firmeza, mientras su cabello se esparcía por su

rostro.

Sin pronunciar palabra alguna, papi aceleró el paso para que lo

siguiéramos; luego, sin sugerir nada, eligió una mesa ubicada cerca de

la piscina, y ahí se sentó para clavar su mirada en nosotras.

Se acercaba el medio día y todavía no lograba ver a mi amiga entre

tanta gente. Mami empezaba a prepararme para nadar, aplicándome

protector solar, entonces, como llamándola con el pensamiento jaló mi

mano.

--¡Hola Emily!, ¿vamos a jugar?

--No, es mejor que nademos.

--Vamos, entonces.

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En eso observé a mami con una mirada brillante.

--¡Vamos! --respondí con entusiasmo. Mami había respondido con su

silencio.

Durante veinte minutos jugué sin parar en la parte menos profunda de

aquella enorme piscina, mis ojos ya no daban a más. Perdí de vista a

mis padres durante unos pocos minutos.

Mami relata que papi le había pedido ordenar la comida de los tres,

pero al ver su tardanza se levantó para ir a caja y ayudarla si tenía

algún problema, sin embargo, antes de que los dos se percataran me

había desaparecido de su vista. Al no saber qué hacer, papi le preguntó

a Ana, y al no obtener respuesta se lanzó a la piscina, donde observó

mi cuerpo casi en el fondo, y tan pronto como pudo me sacó. Mami

lloraba preguntándole qué me pasaba, si estaba bien o si estaba con

vida. Todos se aglomeraron a mí alrededor para observar el suceso;

papi hizo contracciones sobre mi pecho, me dio respiración boca a

boca, pero nada pasaba, era inútil. En ese momento me tomó en sus

brazos, alzó su mirada al cielo, y gritó:

--¡Padre, devuélveme a mi niña y nunca te abandonaré!

Las lágrimas corrían por sus mejías; se sentía avergonzado, desnudo,

pues las personas que había alrededor lo miraban deshecho y

desconsolado. Me abrazó fuertemente, cuando de pronto empezó a

salir agua de mi boca.

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CAPÍTULO XII

Los síntomas comienzan

Solo quiero sentir que puedo sentir y soñar cada noche tranquilo.

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El tiempo pasó sin que sucediera nada en mí. Incontable fue mi

insistencia de querer comunicarme con mi hija, y, por supuesto, con

Sofía. A pesar de mi pequeño esfuerzo, Sofía nunca contestó mis

llamadas, era el momento perfecto para empezar mi plan de rescate.

En la casa no había nadie, excepto mi presencia fría y entorpecida.

Cuando llegaron las diez de la mañana, empezó en mí una sensación

diferente, algo que nunca había sentido con tantas ganas: quería estar

con Sofía por el resto de mi vida, hasta que la eternidad nos llevara

consigo. Por fin había descubierto que no había nada que buscar en

alguien más, pues con ella todo me sobraba, el calor que me brindaba

era reconfortante y suficiente. Resolví comprar flores, las más

hermosas, las más bellas, pero esta vez no iría hasta la casa de su

madre, tuve que pagar por un servicio especial de entrega.

De nuevo en la casa, meditando sobre si había recibido o aceptado mi

recado, una inmensa desesperación se posó sobre mi cuerpo. Mi

presión disminuyó hasta casi desmayar, y luego vomité, posiblemente

era porque no estaba comiendo, pero aquello no tenía apariencia de

nada bueno, era blanco como la leche. Solo en aquel lugar no me

encontraba con deseos de suplicar por nada y a nadie; mis cometidos

me acechaban, y no tenía vergüenza de suplicar a Dios después de

burlarme de mi promesa. En cuanto me fue posible, tomé unas

píldoras para detener las náuseas continuas e insoportables. El sudor

caliente azotaba mi cuerpo frío, y los vómitos no se detuvieron, por lo

que decidí tomar un taxi para ir al hospital más cercano. Esperé en el

lugar sin saber qué hacer; de tanta presión que hacía en mi estómago

salió sangre de mi nariz, y fue cuando por fin pude ser atendido, todo

para que me recetaran las mismas píldoras que había ingerido con

anterioridad.

Una vez controlado el malestar fui a casa para descansar, sin dejar de

pensar en una necesaria visita a mi médico de cabecera. Estar solo,

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agotado, y sobre todo un poco molesto por este malestar inoportuno,

me hizo pensar en lo que debía hacer y en las promesas que debía

cumplir.

Una tarde agitada le dije mis votos a Sofía, sin dejar que soltara una

palabra de su boca:

--Hoy prometo estar a tu lado, sin importar mi situación física y

económica, sin duda y sin temor, dispuesto a darte lo que tengo y lo

que soy, pues en ti he encontrado el antídoto para calmar la sed de

amor que tanta falta me ha hecho. Te pido que te fugues conmigo, deja

que yo te pierda en un camino, en mil senderos, para enseñarte cuánto

te quiero. Prefiero estar loco a recordarte y no tenerte, si mi corazón

solo palpita para sentirte y darte un beso. Amor, viniste a mí en el

preciso momento cuando estaban abiertas mis heridas.

Una vez reservada la cita con el médico me dirigí al lugar, pero antes

de llegar, una llamada de Antonio me tomó por sorpresa, me

preguntaba si estaba de acuerdo con realizar un viaje a un lugar

interesante, no entró mucho en detalles, solo me dijo que me quedaría

fascinado, y que alguien que me conocía estaba esperando por mí. Para

no agotar mi paciencia debido a su insistencia y a su tono de voz,

dizque dominante, le respondí con un rotundo sí.

Observé al llegar a la clínica que no estaba muy concurrida, pues había

unas cuantas personas en espera, algo muy inusual, ya que Aragón era

el mejor especialista en la región.

Su secretaria, una señora muy amigable o mejor dicho muy charladora,

estuvo pendiente de mi entrada, quise saludarla, pero me interrumpió

con una seña, la cual me orientaba a la puerta del consultorio. Sin nada

más que decir, entré.

--¡Hola, doctor! --saludé sin ser contestado. En cambio, una sonrisa me

supo responder. Agitó sus manos para mostrarme la silla, como si no

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74

conociera el procedimiento; se volteó dándome la espalda para que no

pudiera escuchar ni leer de su boca las palabras que decía a la persona

con la que hablaba por teléfono. De nuevo, apresuradamente, se volteó

para empezar con la rutina.

--¡Hey! Qué sorpresa más grande, incluso pensé que te habías curado -

-dijo en forma de burla--. Dime, ¿qué tienes ahora?, preguntó agitado

como si en realidad le impresionara verme en el lugar.

--La verdad, no estoy muy bien. Un sudor frío recorrió mi rostro de

nuevo, y mi piel se erizó, seguidamente tuve que contarle con rapidez

y claridad lo que había pasado, mientras él se acomodaba en su silla y

asentía con la cabeza para no interrumpir mi historia.

Al terminar mi relato, miró por unos segundos el techo de su clínica,

como si el techo fuese a diagnosticar mi estado, y sus palabras fueron:

--Ha empezado, John. Te pido que guardes la calma, porque no te

puedo mentir, ¿o quieres que lo haga?

Con mi rostro tímido respondí a su pregunta.

--Ahora haremos lo siguiente --continuó-- quiero que te hagas unos

exámenes para ver hasta dónde ha avanzado la cuestión, mientras

tanto, compra esto que te voy a recetar y te lo tomas hasta que regreses

con los resultados. No quiero adelantar ninguna fase, tengo que ser

precavido. Ve con calma y no desesperes.

Los pocos minutos que demoró escribiendo el medicamento, los sentí

como un siglo. Mis ojos se enfocaron en Aragón, ya que veía cómo me

recetaba con tanta tranquilidad, sin embargo, yo no podía hacer lo

mismo. ¿Quién se sentaría a esperar la hora de la cena si sabe que

morirá antes y no podrá probarla? El cáncer surge de muchas cosas, el

mío no sé de qué proviene, continúo con la duda.

Tomé la receta con el miedo que jamás había sentido.

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PENUMBRA

75

--John, una cosa más --ordenó Aragón--, ven con alguien la próxima

vez, solo por si acaso a ti se te olvida algún detalle de mis indicaciones.

No podía hacer nada para sentirme mejor, aun si tuviera todo lo que

quisiera no podría ser feliz, pues no tendría el tiempo para disfrutarlo,

siempre que alguien tiene lo que necesita, la necesidad le hace sentir

que le hace falta algo más. Al subirme al carro me recosté sobre el

volante por unos segundos, queriendo descansar, pensar en mis dos

caminos, cambiar antes de morir o morir dejando esto como una

desilusión más para mis allegados. Conduje hasta mi casa con el rostro

más pálido. En el camino me daba igual estar más o menos tiempo en

el semáforo, mientras que para algunos valía la pena discutir en la

pista inclusive por un cambio de carril. No sabían que perdían su

tiempo, pues en este mundo somos como una sombra que existe por

unos segundos, y después, simplemente, es eso, una sombra.

Fue realmente difícil dejar ir mis metas mientras otros luchaban por las

suyas, al menos quería disfrutar un poco de tiempo con mi familia,

poder valorar cada segundo a las personas que amaba, quería una

tarde tranquila que no podía comprar, y un par de horas que se

escurrían en mi reloj. Tan solo quería sentir que podía sentir y soñar

cada noche tranquilo.

En unos días, cuando obtuve los resultados en mis manos, no supe a

quién llamar. En mi desesperación marqué el número de Sofía, pero el

intento fue en vano. Aunque de todas formas no sabría cómo decírselo,

tampoco quería mezclarme con mis vecinos, pues la noticia se

divulgaría por el condominio. Solo entonces decidí llamar a Antonio,

quien aceptó sin poner excusas u otros planes.

En la siguiente cita se encontraba en la entrada de la clínica la

secretaria del doctor, la cual sonrió con normalidad.

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76

-–Tiene que esperar, don John, el doctor ya atiende a alguien. Usted es

el siguiente en la lista.

--Está bien, gracias.

Me senté en el sillón con Antonio, y durante la espera me dispuse a

adelantarle un poco la situación, hasta que el paciente salió del

consultorio. Entramos y Aragón notó la presencia de mi acompañante.

Entregué los resultados sin decir ni una sola palabra. Mis

pensamientos ya no daban más. No podría estar triste por los

medicamentos que me ordenaría ingerir, más bien mi preocupación se

centraba en el tiempo aproximado que me quedaba.

--¡Sí, John! Los resultados coinciden con mi hipótesis, la etapa es

intermedia, y si seguís mis instrucciones al pie de la letra podremos

mantenerlo sin notarse mucho por unos años, primero te inyectarás en

ayunas este medicamento que te indicaré, por 40 días, y cada dos

meses harás una sesión de quimioterapia.

Escuchar su respuesta fue un poco aliviador y desalentador, podría

controlarlo lo necesario como para hacer un par de cosas, pero nada

más. Por otro lado, Antonio se escondía de mi vista, y con sus manos

sobre su boca rompió en llanto; se mordía sus dedos, creo que no sabía

qué decirme, y claro, yo tampoco.

En los siguientes momentos hubo un silencio rotundo, salimos de la

clínica y fui a dejarlo a su casa, al bajarse me preguntó:

--¿Iremos?...

Mis palabras se habían agotado, por lo que simplemente asentí con la

cabeza.

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CAPÍTULO XIII

Un viaje inolvidable

La esperanza siempre existe, es una luz que no se apaga con la muerte.

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El continuo sonido de una bocina interrumpió mi siesta de las tres de

la tarde. Desperté un poco molesto con un intenso e incómodo dolor de

cabeza, seguidamente tocaron a la puerta con impaciencia, con enojo,

como si tal persona se enfureciese por mi retraso a una cita que no

tenía en mi agenda, y, por lo tanto, no le había prestado ninguna

atención.

--¡John!, apúrate, es tarde --gritó un hombre antes que abriese la

puerta–- ¿Qué te pasa?, seguramente no recuerdas --continuó--, debí

llamar ayer en la noche para recordarte: ¡Hoy es el día del viaje, del

gran viaje!

Oportuno, como últimamente solía serlo, Antonio había interrumpido

aquella grandiosa siesta. Tras sus palabras recordé la cita en la que

había resuelto emprender con él un viaje extraordinario. Me

sorprendió con su llegada, pues al menos yo ya lo había olvidado, e

incluso creí que él también. En el momento no supe cómo engañarlo ni

cómo encontrar una excusa para no ir.

--No tengo esmoquin, además, no he alistado la ropa necesaria --dije

para zafarme del viaje. Había sido la excusa más tonta, de cualquier

forma, aun a sabiendas de su terquedad, tenía que intentar lo que

fuese.

--No lo necesitas --asumió Antonio con tranquilidad--, puedes usar

short y camiseta si así lo deseas. Voy a ayudarte a empacar la valija.

Solo necesitas dos pantalones y dos camisas, además de lo básico,

obviamente.

No tengo idea alguna de cómo arregló mi maleta y empacó de manera

idónea mi medicina en diez minutos, quizás haya sido porque

recientemente compartíamos mucho tiempo juntos, pero jamás pensé

que lo suficiente como para que hiciera lo que hizo.

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79

Tomó la carretera hacia Ambler, un pueblo situado en la cumbre de la

montaña con el mismo nombre. Nunca antes había ido al lugar, pues es

un pueblo de producción agropecuaria, comúnmente visitado solo por

mercaderes y hacendados.

Al ascender por la montaña, sientes cómo el frío va humedeciendo tu

cuerpo para hacerte temblar; la carretera se extiende al borde de

abismos espeluznantes, y, de igual manera, puedes ver el cielo, y está

tan cerca que da la impresión de que lo puedes tocar.

La carretera estaba perfectamente cuidada, y las granjas parecían

sacadas de un cuento. A lo largo del camino, claramente se veían

grandes cantidades de vacas, de caballos e inclusive de venados

corriendo libres en un bosque protegido como reserva natural. Antonio

avanzó sin parar, como si quisiese llegar pronto a la cima, no obstante,

tomó un sendero a media montaña. El camino peculiar me hacía sentir

desde ya un tanto extraño. En cuanto nos acercábamos, un clima

diferente se sentía en el sendero, y, al parecer, en toda la montaña.

Sin duda, mi sorpresa fue muy grande al notar que nuestro viaje

pudiese concluir en una granja, aunque todavía no estaba muy seguro.

Lo más extraño fue que nuestro misterioso destino --fuera lo que fuese-

- era muy distinto de los otros lugares en la región, pues no tenía cercas

ni rótulos, ni señal alguna que me pudiese decir exactamente dónde

me encontraba. Solo sabía que el lugar era adornado con césped, y

nada más.

Una vez en la entrada, nos tomó unos veinte minutos llegar hasta unas

enormes bodegas que supuse serían nuestra última parada. Al bajarnos

del vehículo, Antonio abrió la cajuela para que tomara una chaqueta,

entonces sacó de su bolsa unos gafetes con nuestros nombres. Según él,

tendríamos que usarlos por unas obvias razones que no se detuvo a

explicarme.

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80

Mi primera interrogante se hizo presente:

--¿Cómo se llama este lugar?

--Las Nubes-- fue su respuesta.

Caminé con timidez hacia el primer galerón, que tenía ventanas

inmensas por las que se podía apreciar lo que sucedía en el lugar.

Había música muy amena interpretada por un grupo de hombres,

como una banda musical o algo así; de cualquier manera, nunca los

había escuchado. Noté, sin embargo, lo más insólito del lugar: hacia

donde viera, solo había hombres, únicamente hombres. Algunos

bailaban solos, otros acompañados y otros no sé con quién, pero todos

hacían algo --según mi parecer-- fuera de lo normal, así que disminuí la

velocidad de mis pasos, cuando escuché la voz de Antonio:

--¿Pasa algo, John?

A lo que pregunté con tranquilidad si las mujeres llegarían luego. Sin

dejar que respondiese, le afirmé con seriedad mi falta de interés en

una, pues ya tenía esposa por si lo olvidaba. Sobre todo le hice saber

mi rechazo al alcohol, ya que lo estaba dejando o al menos lo intentaba;

en algún momento le hice notar mi inquietud sobre la afinidad sexual

de aquellos hombres, pues se abrazaban fuertemente como si se

extrañaran de toda la vida, incluso algunos se besaban en las mejillas.

--Tranquilo, no pasa nada -–respondió--, aquí nadie está esperando

mujeres, ni piensa en beber alcohol ni en consumir otra clase de

sustancia alucinógena, y tampoco son de otra afinidad sexual. Estos

solo son... -–se detuvo por unos segundos-- …nuevos hombres.

--¡Nuevos hombres! --le reclamé, como si no mirase que eran adultos y

algunos de avanzada edad.

--Ya te darás cuenta a su debido tiempo de cómo son las cosas en

realidad --expresó, sin tener más que decir.

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Tras su inaceptable explicación que pudo calmar mis dudas por un

momento, entramos. Unos hombres muy bien arreglados nos

recibieron en la puerta, parecían ser muy pulcros al considerarlos por

su aspecto.

--¡Muy buenas noches! ¡Bienvenidos! --fueron las palabras de estos

hombres, seguidas de un abrazo, lo cual me asustó aún más, pues hacía

ya bastante tiempo que no sentía uno. Entonces asumí todo aquello sin

tener más excusas o quejas, simplemente decidí esperar un poco más.

Algunas personas saludaban a Antonio y a mí como si nos conocieran,

como si fuésemos amigos de la infancia y no nos hubiésemos visto

desde entonces, o como si realmente esperaran nuestra llegada.

En el galerón había un atrio con una mesa y unas cuantas sillas, en el

resto del lugar había más sillas, opuesta al atrio estaba una mesa con el

que parecía ser el disc jockey del acontecimiento, un tipo joven, tal vez

de unos veinticinco años.

En el momento, dejé a Antonio conversar con sus amigos para

sentarme a observar aquel teatro lleno de locos, dándose palmadas,

abrazándose, saltando y bailando como si fuese la primera vez en su

vida, y sin al parecer querer dejar de hacerlo. No obstante, había otros

hombres como yo, observadores, detallistas y elocuentes. Mi única

opinión fue:

--Pobres, se comportan como locos bailando solos. ¿Cómo bailarán con

las mujeres con quienes yo he bailado?

De momento, la sesión de canto se detuvo, y un caballero tomó el

micrófono para brindar las palabras de bienvenida, también comentó

que esperaríamos por más personas hasta la una de la mañana, para

luego retirarnos a los dormitorios.

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Me sentí un poco preocupado, pues por un lado esperaríamos casi

hasta las una de la mañana por más hombres, cuando en el lugar ya

había unos mil quinientos; por otro lado, aún eran las siete de la noche,

lo que significaba una larga espera. Mientras tanto, continuaron los

cantos. Antonio me jaló del brazo y me llevó a una pista de baile

improvisada frente al atrio, su esfuerzo esta vez fue en vano o su

terquedad fue poca. Cuando por fin escuché con atención la letra de la

música, me di cuenta, indudablemente, de que todo se trataba de un

lugar cristiano, de “personas que creen en Cristo” para definir la

palabra.

Me desesperé un poco, tanto, que deseaba el momento de ir a los

dormitorios para olvidarme de todo, o más bien, deseaba que llegara

pronto el fin de esos tres largos días. Entre tanto criticar, cesaron los

cantos, y un hombre distinto se hizo cargo de la siguiente sesión. Dijo

que nos iba a relatar una historia, una historia horrible que esperaba

que nosotros nunca la hubiésemos vivido, y la cual separaría en tres

etapas, la primera: su vida antes de conocer del lugar; la segunda,

quién lo llevo al lugar, y, por último, cómo hizo para conocer a alguien

que le enseñó a mejorar como persona, a recuperar todo lo que había

perdido por la inmadurez y por la insensatez de sus acciones, y, por

supuesto, que ese alguien le había enseñado también a pedir perdón y

a perdonar por los males que había cometido.

Comenzó a relatar la historia, pero no escuché nada más que la

introducción, me desconcentré al ver a tanta gente en el lugar, quería

saber si había alguien que me conocía o conocía a mi esposa, además,

me distraje con facilidad al ver a unos hombres sirviéndonos la comida

y llevando guindado un gafete que decía “servidor”, supuse que eran

los empleados del lugar, aunque después de un rato dudé, pues

algunos gozaban de buena presencia, lo que resulta imposible para un

empleado común. No me inquieté más por eso, mi nueva atención eran

unos zumbidos un tanto molestos debido a los grandes vientos

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ocasionados por la arboleda en la montaña, parecía que destruirían las

ventanas y se llevarían consigo el techo. Del final de la historia del

caballero, recuerdo que dijo: “Por esa puerta que entraron, no saldrán

igual”. Claro --pensé--, voy a salir aburrido y desesperado. Pasada la

historia, el caballero que había aparecido por primera vez en el atrio,

subió nuevamente a presentarse, resultó ser el coordinador del evento.

En esta ocasión orientaba el momento del descanso en los dormitorios

rogando por el orden al salir del lugar. Ahora, yo fui quien jaló a

Antonio para salir del lugar con la mayor rapidez posible.

--¿Vamos a dormir todos aquí o nos vamos a un hotel? --le cuestioné,

sin importar su respuesta.

--Ya verás --me respondió sin satisfacer mi pregunta.

Todas las personas salieron ordenadamente en filas, y se dirigieron a

los dos galerones restantes.

--¡Dime la verdad! --le reclamé con un tono fuerte-- ¿cuál es el galerón

donde vamos a dormir?

--Debajo de tu nombre hay un número que representa el galerón en

que vas a dormir y la cama que te asignaron, ten calma --respondió sin

irritarse ante mis continuas preguntas--, al menos dormiremos en el

mismo galerón.

Cuando escuché su respuesta, tuve ganas de marcharme de la granja,

pero no pude hacerlo, ya que había llegado en su carro y no podía

tomar un bus a esas horas de la noche. Si lo hacía, caminaría en

incertidumbre el resto de la madrugada por no conocer el lugar.

Las puertas de los galerones estaban abiertas, dentro no había nada,

más que cientos de literas de madera una junto a la otra. Tras la

búsqueda de nuestras camas, resultamos estar uno frente al otro en las

camas inferiores de las literas. Esto era mi único alivio, pues si te

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descuidabas, alguien podía robar tus pertenencias, y ubicados de esa

forma nos cuidaríamos mutuamente.

Una vez cobijado entre un par de colchas que había en la cama, alguien

me movió.

--¡Hola, amigo! ¿Podemos cambiar de litera?, resulta que me asignaron

la cama de arriba de esta litera y como verás, no puedo subir --me

expresó un anciano.

Titubeé un poco, molesto por haberme despertado del sueño

instantáneo que obtuve esa noche, después de un mes de desvelo;

renegué porque ya me había acomodado y me encontraba junto a mi

amigo; aparte de eso, nunca había dormido en la cama superior de una

litera, pero sin más reproches le cedí la cama.

En la cama de arriba había una vista asombrosa de todas las personas

que estaban en el galerón, intenté relajarme para dormirme, lo que fue

imposible debido al miedo de caerme desde tan alto. Fue entonces

cuando recordé nuevamente lo que había pasado con mi esposa y lo

difícil que era contactarla, asimismo, no ver a tu hija ni a tu esposa por

un par de meses es difícil, aun cuando sabes que huyen de tu lado, que

posiblemente te odian y que nunca confiaran en ti… entre tantos

pensamientos agobiantes dormité, mis pestañas ganaron, cerrándose,

para llevarme a un profundo sueño.

Sentí que habían transcurrido como cinco minutos, cuando una luz

enorme intentó levantarme, al igual que oía una bulla exagerada

ocasionada por todos los hombres del lugar.

--¿Qué pasa? --pregunté a mi vecino.

--¡Buenos días!, y lo que pasa es que todos se están alistando para

empezar de nuevo con las actividades.

--¿Qué hora es?

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--Las cinco de la mañana.

Me expresé mal empezando el día, por el simple hecho de levantarme

tan temprano. Al bajar de la litera mis ojos no creían ver lo que

observaba: casi todos los hombres estaban arrodillados, incluyendo a

Antonio.

--Antonio, ¿qué hacen?

--Platicamos con Dios, le damos gracias por un nuevo día.

--¿Qué tienes en la oreja, John?

--No sé, ¿qué es?

--Es sangre, al parecer salió de tu oído.

--Quizás es la presión, por la altura en que se encuentra la granja --

respondí para escabullirme de lo ocurrido y ocultarme del miedo que

sentí cuando me lo dijo.

La sola idea de bañarme a esa hora y con el frío que sentía me

atemorizaba, sin embargo, me atreví a hacerlo, para cuando regresé

vestido del baño el dormitorio estaba cerrado, así que me dirigí al

primer galerón donde estaba el salón principal, donde se llevaban a

cabo las actividades. Localicé a Antonio con rapidez. Él ya me

guardaba un asiento con mi desayuno.

El aceptar vivir aquella experiencia me hizo entrar nuevamente para

observar, y nada más. Cuatro caballeros ocuparon la mesa principal

ubicada en el atrio. Antes de darle un bocado a mi desayuno, uno de

ellos se levantó y dijo:

--¡Muy buenos días tengan todos ustedes!, espero que hayan

descansado lo suficiente, porque hoy vamos a dormirnos a la una de la

mañana --hizo una pausa como conmovido, para después proseguir--.

Mi nombre es José Antonio Balladares, vengo de la ciudad de Munic,

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tengo 33 años. Hace tres años tenía un matrimonio destruido, le

pegaba a mi esposa y abusaba de ella en algunas ocasiones. Hasta que

uno de esos días me di cuenta de que ese no deseaba ser yo, pues

deseaba cambiar y no sabía cómo hacerlo, solo entonces un amigo me

trajo aquí, pedí una oración y uno de esos hombres llamados

servidores me preguntó:

--¿Quieres que el Señor haga un cambio en tu vida?

–-Sí, le supliqué con un llanto.

--¿Aceptas a Dios como el dueño y reconstructor de tu vida? --continuó

el servidor.

--Sí, lo acepto --asumí con mi corazón lleno de calma y de amor.

Entonces caí arrodillado para continuar con el llanto que se había

desatado en mí por todo el sufrimiento que había causado a tantas

personas. Por unos instantes no podía creer lo que pasaba, me creía tan

malo que nunca me atreví a pedir perdón a Dios, pero Él puso amor en

mí y ahora quiere poner amor en ti. Es así como conocí al varón que te

quiero presentar, que está presente en mí y en ti.

José Balladares relató su vida y logré escucharlo con atención. Se

parecía mucho a mí con todas las cosas que había hecho; pero un día

llegó a ese lugar, un amigo lo invitó y toda su vida cambió. De esta

forma avanzó la mañana, luego siguieron unos cantos para terminar la

primera parte con el almuerzo.

Después nos reunimos en pequeños grupos de veinte personas y

salimos del galerón, iríamos a cualquier parte del enorme terreno de la

granja para conocernos un poco mejor. Durante el resto de la tarde

caminamos y conversamos hasta que llegamos al mirador, eran

aproximadamente las seis y media de la tarde y había oscurecido con

rapidez. Desde el mirador se podían observar los juegos de luces

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producidos por los carros de la ciudad, al igual que se podían casi

tocar la nubes, que aunque se encontraban a la vista era una verdadera

maravilla que no se puede describir. En ese momento comprendí por

qué el lugar se llamaba “Las Nubes”.

A la nueve de la noche solicitaron en el salón principal personas que

tuvieran la voluntad de ayudar a lavar los trastos; tuve un impulso y

fui el primero en levantarme, seguido de unos cuantos grupos más.

Antes de comenzar pensé que lo haríamos lo suficientemente rápido

como para regresar a tiempo y escuchar el siguiente relato de vida,

pues ya les había tomado interés, había algo en mí que no me hacía

sentir inseguro, la palabra de esos hombres era firme, con hechos

palpables; su felicidad no era simple felicidad, era un sentimiento

trascendental, capaz de sentirse sin necesidad de preguntar. Un señor

nos atendió en la puerta de la cocina, y nos tomó a los primeros tres del

grupo diciendo:

--Hay tres barriles aquí: en el primero están los tenedores sucios, ahí

los restriegan; los enjuagan en el segundo, y, por último, los secan y los

dejan en el tercero. ¿Alguna pregunta?

Respondimos con silencio, por lo que prosiguió organizando al resto

del grupo.

Eran impresionantes los miles de tenedores que teníamos que lavar, y

pensar que en casa me molestaba por lavar un plato. El trabajo con los

tenedores fue definitivamente arduo, yo los sacaba del primer barril, el

siguiente los restregaba de inmediato y el otro los secaba. Me lastimé

un poco las manos con las puntas de los tenedores, sin embargo, tenía

un gozo diferente, era de satisfacción por haber ayudado un poco a las

personas que me atendían tan bien.

Para cuando regresamos, solo había cantos. Fue entonces, cuando me

dirigía a mi asiento, que unos caballeros me motivaron a bailar con

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ellos. De tanta agitación lo hice sin pensarlo. Gritaban con todas sus

fuerzas: ¡Gracias padre celestial! ¡Muchas gracias por amarnos!, y más

bailaban y brincaban.

Mientras intentaba seguir su ritmo, noté cómo ahora la gran parte de

los hombres bailaban y solo unos pocos miraban. Al llegar al lugar,

eran unos pocos los ridículos que bailaban y el resto miraba; en

cambio, después, resultaron ser unos pocos los ridículos que miraban y

el resto --la mayoría-- gozaba bailando. Entendí entonces que la música

nunca te saciaba, siempre estabas sediento de más cantos, de más

relatos, pues siempre deseas escuchar las buenas noticias que la vida

tiene para ti.

Cuando llegó el momento de descansar, dormí sin siquiera intentarlo,

sin siquiera recordar la vergüenza de que Antonio me hubiese visto

bailar luego de haberlos llamado locos.

En la mañana siguiente empezaron con los cantos y bailes de nuevo

para agitar a todo el público recién levantado. Esa mañana ya no había

más miedo: todos bailaban, sonreían y se abrazaban. Al finalizar la

música, un nuevo personaje de la mesa principal se levantó para decir

que el momento de sanación había llegado, una música suave empezó

a sonar sin interrumpirlo.

--Hay muchos aquí que tienen una gran cantidad de deudas. Hoy el

Señor les pide que dejen esa cruz y se la den a Él, que a Él le confíen

sus finanzas y todo saldrá de maravilla; pero no la malgasten en vicios,

pues son cosas que los llevan al mal y los destruyen. Él no los quiere

ver destruidos, los quiere ver gloriosos y con sus sueños cumplidos,

pero para hacerlo tienen que obedecer sus leyes, y no leyes de

hombres que se destruyen con el fracaso, pues Él jamás anda deprisa y

siempre llega a tiempo. Déjale tus deudas, dice el Señor, porque Él es

rico y quiere que le pidas, porque si te portas como un hijo del Rey, te

puede dar las naciones si así lo deseas.

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Y así el hombre continuo hablando por media hora, y yo con mis ojos

cerrados esperaba impaciente, como si me fuesen a llamar, y antes de

terminar dijo:

--Quiero que vean a su familia en sus mentes --pero yo no miraba

nada, mi familia la había destruido hace unos meses--, luego continuó:

yo sé de alguien aquí que tiene cáncer, y hoy va a ser sanado en el

nombre de Jesús. Esa persona dé un paso al frente, por favor. Nadie

decía nada, el silencio ocupó aquel lugar, pero mis piernas se

tabaleaban y no podía moverme en ninguna dirección, y cuando pude

hacerlo caí al suelo. El llanto me delató, cubría mi rostro con mis

manos en lo que el caballero se me acercó y preguntó:

--¿Aceptas a Dios como el restaurador y reconstructor de tu vida?

Sin embargo, no podía decir nada con mi corazón acelerado, solo

asentía con la cabeza. Tenía vergüenza ante Dios de aceptar su

generosidad conmigo después de haber roto mi promesa, después de

mentirle y de haberme burlado de Él. Al verme desesperado,

simplemente, me dijo:

--“Te doy todo lo que tengo, eres sano en el nombre de Jesús de

Nazaret” --y me extendió su mano para levantarme.

De inmediato sentí como un fuego que se posó sobre mi estómago,

luego me sobrevinieron fuertes náuseas, por lo que me dirigí deprisa al

baño. Vomité continuamente durante diez minutos en el servicio

higiénico, el color del vómito era amarillo y con algunas manchas

negras, descansé por unos minutos en el suelo hasta sentirme mejor.

Me sentía liviano, no recordé a nadie en ese instante, solo respiré

profundamente para levantarme del suelo; entonces me fijé que el

cubículo de servicio higiénico estaba completamente rayado, inclusive

casi no se podía apreciar la pintura del mismo. Fijé mi vista sobre

algunas escrituras solo para leer notas de agradecimiento a Dios por

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haberlos cambiado, por haberles dado vida nueva, por haberlos sanado

de distintos males. Pero no solo era ese cubículo, sino que todos

estaban igual… ¡era una maravilla!

De regreso, algunos se acercaron a mí para saber cómo seguía, para

saber si estaba bien. Y en efecto estaba bien, algo había pasado, pero no

sabía qué con exactitud. Antes del mediodía escuché un último consejo

del anfitrión:

-–Hoy que lleguen a su casa, si Dios quiere, hablen con las personas

que les han ocasionado daño o a quienes ustedes mismos han

lastimado. Pidan perdón en el nombre de Jesús, y verán cómo todo

cambiará, todo será diferente. Eso sí, si piden perdón por adulterio, no

digan con quién.

Eso fue todo. Después de eso nos retiramos a los dormitorios para

llevarnos nuestras cosas, para irnos a la verdadera batalla, a luchar por

el verdadero cambio. Antonio había tenido razón, el viaje había valido

la pena. Estaba alegre de haber asistido. Era cierto lo que dijo aquel

hombre: “No salimos de esa puerta en la misma forma que entramos”.

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CAPÍTULO XIV

Un vaso nuevo

Jesús siempre está conmigo, pero en el momento de la batalla no sé

dónde se esconde.

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--¡Hola! ¿Cómo está, don John? --me preguntó con mucha gentileza la

que parecía ser la enfermera de turno, que aunque nunca me había

conocido, aparentaba mucha confianza con respecto al trato que me

daba, quizá porque era mi primera vez en quimioterapia o porque no

me iba a volver a ver. Solo había escuchado unas cuantas historias de

personas con el tratamiento, lo que no me incomodaba, al igual que

tampoco me preocupaba por las consecuencias que este pudiera

traerme.

--Bien, bien… --fue lo único que me atreví a contestar, realmente no

cabía en mí el porqué de su pregunta, como si pudiese estar mejor.

--Tome asiento aquí, por favor, enseguida lo llevo a la sala de espera --

me ordenó, punteando una silla de rueda. Entonces, y solo entonces,

fue cuando realmente la preocupación me tomó de los brazos.

El cuarto de espera de la clínica era el típico cuarto blanco adornado

con unos cuantos cuadros en sus paredes, lo suficiente como para no

criticarlo. Unos gritos de niño azotaron el lugar, la enfermera, que

estaba detrás de mí, simplemente frunció sus labios demostrando pena.

Ya me imaginaba que pasaría por ese dolor, pero al menos Antonio

estaría esperándome para llevarme a casa después de la sesión.

--¿Qué fue eso? ¿De dónde provienen esos lamentos? --pregunté con

discreción.

--Eso es Josué, un niño de 8 años internado en la clínica, que en este

momento está recibimiento su tratamiento de quimioterapia --me

respondió entre dientes la enfermera, cambiando su tono de voz de

sutil a frágil.

En mi mente no pasaba más nada, no quería entrar ni irme del lugar,

solo tenía la opción de experimentar aquel dolor y aquel sufrimiento

que parecía ganarle a todo ser humano.

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La puerta se abrió, y la enfermera de Josué lo colocó en la sala justo a

mi lado, secó con un pañuelo la saliva que se escapaba de su boca, pero

a pesar de su esfuerzo no pudo controlarla, por lo que se vio en la

necesidad de usar más de una toalla. Mientras, yo le solicité toallas a

mi enfermera también, así que ambas salieron y nos quedamos a solas

por unos instantes.

Lo observé con mucha cautela, no quería que se sintiese discriminado.

Su cabello se había extinguido, su piel se miraba pálida y seca,

acompañada de un cuerpo al parecer en decadencia.

--¿Impresionado? --me preguntó apenas moviendo su boquita.

--Sí, un poco.

--¿Sabes qué es lo más difícil? --me interrogó nuevamente, como si yo

tuviera la respuesta.

--No, todavía no lo sé.

Aun sin parecer tener fuerzas para algo respondió:

--Extrañar a papá…

Entonces entraron las enfermeras, y Josué empezó a vomitar un líquido

blanco con manchas de sangre. Su enfermera lo sacó de inmediato, y

ambos desaparecieron tras la puerta. De algún modo quería continuar

nuestra conversación, pero no era posible debido a su estado; por el

momento tuve que imaginar y esperar que se mejorara para poder

charlar nuevamente.

--¿Es idea mía o el niño hablaba con usted? --indagó la enfermera,

tratando de entremeterse en lo que hubiese pasado.

--Sí, en efecto. Me comentaba que extrañaba a su papá o algo así...

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--No es para menos --asumió la enfermera--, hace unos meses su papá

lo trajo y pagó su hospitalización, pero tras las primeras sesiones, el

señor se sintió devastado por el dolor que el tratamiento le causaba a

su bebito, lloraba todo el tiempo, sin parar, noche y día. Una mañana le

dijo a Josué que iría a casa para traerle ropa limpia, pero jamás volvió,

y desde entonces no habló con nadie, excepto con usted hace apenas

unos segundos.

Me impresioné. No sabía la razón por la cual el niño había hablado

conmigo. El relato resultó un tanto halagador y decepcionante a la vez,

no sabía cómo existiría alguien capaz de hacer lo que su papá hizo.

--Muy bien, señor John, primero tomaré unos exámenes para ver en

dónde reside exactamente el cáncer --exclamó una voz proveniente del

siguiente cuarto--, solo tiene que beber este líquido, una vez hecho esto

procederemos --dijo el especialista.

Permanecí en silencio obedeciendo las órdenes del médico y

observando el completo laboratorio que ofrecía la clínica.

Ingerí el medicamento, luego me encaminó hacia un cuarto pequeño y

oscuro para hacerme dicho examen.

--Por favor, cuando se lo ordene no respire --dijo cerrando la puerta del

cuarto, donde estuve durante una media hora o quizá más.

Al salir me esperaba el doctor para proceder, clavó su mirada sobre mí

como pidiendo que acelerara el paso.

--John…

--Sí, doctor…

--Hice el examen más de una vez y no le encuentro cáncer, ya no está

más, desapareció...

--¡Milagro! --grité, continua y desesperadamente.

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--Bueno, yo no me atrevería a llamar a esto un milagro --afirmó el

especialista--, digamos que se auto curó.

Mi grito llamó la atención de las enfermeras, las que entraron sin pedir

permiso, sin tocar la puerta. Me arrodillé y apreté mis ojos, tan fuerte,

que las lágrimas se derramaban, y no podía detenerlas. Alcé mis

manos al cielo para decir:

--¡Gracias, Señor!, ¡Gracias, Padre, por esta oportunidad! ¡Gracias,

Padre!, ¡Gracias, Señor…!

Una de las enfermeras me ayudó a levantarme, sin embargo, la tomé

del brazo para preguntarle:

--¿Dónde está Josué?

--En su habitación, señor, ¿por qué?

Proseguí y corrí sin parar hacia los dormitorios, mientras gritaba:

--¡Josué! ¡Josué!, sal por favor.

Un auxiliar de enfermería me detuvo para indicarme su cuarto, abrí la

puerta sin tocar, observando cómo estaba, calmado, con sedante,

oxígeno y quién sabe qué más. Mi rostro borró la sonrisa que llevaba al

recordar que no todos teníamos la misma suerte.

--Hijo, ¿crees en Dios? --le pregunté en voz baja, intentando

acariciarlo…

--Sí, creo, platico con Él todo el día.

--Te pido, repite conmigo y cierra tus ojos. Señor…

--Señor... --repitió el con la mayor fuerza posible.

--Te pido que obres en mí, sobre tu hijo, Padre, que tanto te ama, te

pido que tengas piedad de mí y perdones mis faltas, déjame ver tu luz

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y apártame de tanta oscuridad, que en las dificultades vea tu mano,

que en mi cansancio tú seas mi aliento, y que cuando descanse sueñe

contigo. Te lo pido, Padre, por tu hijo amado, Jesucristo, amén.

Para cuando terminé ya estaba dormido. Le di un beso en su frente,

percatándome de que ahora yo era un servidor, un servidor del grande

y por lo pronto tenía que marcharme.

En mi vida todo era extremadamente maravilloso: tenía esperanza, luz,

ganas de vivir. De inmediato me dirigí con Antonio a la casa de mi

suegra, esta vez yo manejaba su carro. El camino fue corto, y no pensé

ni un segundo qué les diría, simplemente, la tempestad había pasado,

al igual que habían pasado las pruebas como consecuencia de mis

errores y del ángel, ángel del que pensé --según aquella historia-- traía

simplemente desgracia, sin embargo, fue el que recuperó mi vida, y él

pondrá siempre en tela de juicio todo en lo que crees, pues tus tesoros

te representan a ti y en lo que tu vida se enfoca.

Un nuevo sol brillaba para mí, y el vaso que había quebrado por fin

estaba por arreglarse. Me parqueé en la acera frente a la casa, las

puertas estaban abiertas. Esta vez nadie estaba esperando que yo

llegase. En la sala el televisor estaba encendido, pero nadie lo veía,

entré un poco más hasta la cocina, y ahí estaba ella sin Emily, al verme

totalmente diferente por fuera --un tanto demacrado y delgado-- su

rostro se entristeció. Se escondía de mí, tomando asiento, mientras me

acercaba arrodillado.

--Escúchame, Sofía --dije sin dejarla decir nada--, en el nombre de Jesús

te pido perdón por todo el daño y sufrimiento que te he causado.

Lamento haberte dejado sola, lamento haberte golpeado, es que… ¡no

era yo! Hoy soy otra persona, dejé de tomar, hace dos meses que no

bebo una sola gota de alcohol, conocí a una persona muy especial y

quisiera que la conozcas, el Señor Jesús. Él entró en mi vida y me sanó

de cáncer, hace tiempo que sabía, pero no pude decirte, no tenía

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palabras para hacerlo. Y hoy le dejo todo a Él, le entrego la decisión

que tomes, pues le prometí que hiciera conmigo lo que quisiera porque

es sabio, grande y poderoso.

Me doblegué en sus piernas un segundo, en lo que respondió:

--John, han sido tantas las cosas que me has hecho pasar. La niña llora

todo el tiempo, y me pregunta dónde estás y cuándo volverás. Te amo

con todo el corazón y lo sabes… me di cuenta de que habías cambiado,

pero no lo creía, y sí te perdono en el nombre de Jesús. ¡Te he

extrañado tanto, amor!... desde hace muchos años… ¡Qué bueno que

ahora eres tú en realidad! --sus lágrimas por fin salieron.

--John, déjame confesarte algo… --dijo Sofía, intentando reparar aún

más lo que pasaba.

--Lo que quieras… --expresé.

--Ya conocí hace más de tres meses al amigo que me quieres presentar.

Cuando fui a un viaje de negocios de tres días, ¿recuerdas? En realidad

fui a Las Nubes con una amiga, y desde entonces todas las noches le

pedí a Dios por ti, que te guiara, que te hiciera un hombre distinto, un

padre y un esposo con amor para su familia.

Un abrazo diferente intentaba abarcar mi cuerpo, pero no podía, así

que me desprendí de las piernas de mi esposa para recibir a mi hija.

--Princesita, lo siento…

--¿Qué, papi?

--Haberte golpeado, haberte lastimado, mi niña…

--No papi, no fuiste tú…

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La unión es importante, pero el perdón va primero.