Nosotros mismos

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¿Condiciona el azar nuestros destinos? ¿Determinan los hechos del pasado nuestro futuro? ¿Puede un encuentro fortuito desviar el rumbo de nuesras vidas? Santiago Port y Tania Groptos simplemente viven y se dejan vivir. Como todos.

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Primera edición: diciembre de 2010

© Yoly Hornes y Francesc Mercadé

© Ediciones Carenac/ Alpens, 8 08014 BarcelonaTel. 934 310 283 [email protected]

Diseño cubierta: Susana García RomanosMaquetación: José MembriveDepósito legal:ISBN: 978-84-15021-86-5Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas,sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción totalo parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico oelectrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a travésde Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquilero préstamo público.

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NOSOTROS MISMOS

Yoly Hornes y Francesc Mercadé

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A nuestros padres, por conducirnos hasta aquí...

A nuestros hijos, por enseñarnos a vivir...

A nuestros hermanos y a nuestras parejas, por apoyarnos siempre...

Y a todos los que nos quieren tal como somos.

AGRADECIMIENTOS:

A Adolfo Cassan, a Glòria Bastardes, a Jaume Fonoll, a Mariadel Mar Sala y a Rubén Mettini, por ser los primeros lectores críti-cos de esta obra, por su tiempo, su interés y su cariño... y por lasinceridad con que nos dieron sus impresiones en una gratificantey divertida cena-tertulia donde, todos juntos, comentamos estanovela.

A los colegas del Dos a Dos, como anticipo de la que será sulectura amistosa.

A Anna Maria Mozo, por su trabajo, por su apoyo, por su cariño.

A Jordi Pelegrí, nuestro excelente fotógrafo.

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El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los quejugamos.

William Shakespeare

La quietud que sentimos cuando estamos solos, esa certeza denosotros mismos en la serenidad de la soledad, no son nadacomparadas con este dejarse llevar, este dejarse llegar y dejar-se hablar que se vive con otro, en cómplice compañía.

Muriel Barbery

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PARTE I

Quizá podamos alcanzar el inaprensible sentimiento del absurdoen los mundos diferentes pero fraternos de la inteligencia, del artede vivir o del arte simplemente. El clima del absurdo está alcomienzo. (…) Todas las grandes acciones y todos los grandespensamientos tienen un comienzo irrisorio. Las grandes obrasnacen con frecuencia a la vuelta de una esquina o en la puertagiratoria de un restaurante. Lo mismo sucede con la absurdidad.

Albert Camus

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1. Flores, nucas y otras obsesiones

“¿No deseáis, hermana, que pasemos el rato contando lo que hemossido? Es bello y es siempre falso.”

Fernando Pessoa

No creo en el psicoanálisis, quiero simplemente hablar conmigo.

Soy un poco simple, lo sé, pero a mí las mujeres me gustan o no me

gustan, no hay término medio. No soy guapo; Lola decía que era

interesante, hasta que dejó de interesarse por mí. Tobías dice que

es desde aquel momento que he adquirido pleno valor. Nunca

pensé que iba a separarme; tampoco me imaginaba estudiando

Bellas Artes; recuerdo que los días en que tomé ambas decisiones

llovía (y, si no es cierto, me gusta imaginarlo así). Mi pintura es

escrita.

(...)

Recuerdo vagamente los vestidos de flores de mi madre, más que

a mi madre misma, que murió cuando yo tenía doce años. Lola lle-

vaba también una falda floreada el día que bailamos lento una

verbena a mis diecisiete…, aquella noche me enamoré de su nuca.

No, claro, me casé muy joven y ella me gustaba entera. ¿Por qué

la nuca?, allí se esconden los perfumes y se descubren las incom-

patibilidades. Lola me gustó, me gustaba, me gusta…

(...)

Vivimos juntos doce años, llevamos siete separados y hace tres

que no la veo para nada, ni tan solo he hablado con ella… No tuvi-

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mos hijos, no los llegamos a tener. “Mejor así”, comentó mi padre,

que precisamente ha tenido más herederos, tres, con las dos muje-

res que han vivido en su casa desde que murió mamá. No, la

actual, que es la tercera, es “pareja estable para momentos ines-

tables” y tiene su propio apartamento a dos manzanas después de

tres paradas de metro, en el cuarto distrito, en la quinta avenida,

hacia el sur de la ciudad; y también un hijo que vive en Canadá.

(...)

A pesar de las nada planificadas estrategias reproductivas de

papá, me gusta afirmar que soy hijo único. Si tuviera ocasión de

tratarla, diría que no me llevo muy bien con la solterona de mi her-

mana Soledad, hija también de la de los estampados de flores.

Ignoro totalmente a los otros tres de las otras dos… Mi padre es

constructor y tiene un cierto patrimonio, pero a mí no me preocu-

pa el futuro de su fortuna: su particular sentido de la justicia ha

sido generoso conmigo; no me puedo quejar.

* * *

Depende. A veces me parece que soy invisible para los hombres.

Incluso para mí misma. Cuando me pasa esto, quiero decir, cuan-

do tengo esta triste sensación durante una temporada más o menos

larga, me deprimo un poco, pero no me dura mucho, porque ense-

guida me obligo a reaccionar y entonces suelo decantarme por un

abrupto cambio de estilo. Ya sabe, una larga y carísima sesión de

peluquería y estética corporal. Parece ser que esta reacción es un

clásico, que casi todas las mujeres lo hacen cuando pasan por

momentos críticos. También está la variante de comprarse ropa

compulsivamente, pero yo eso no lo hago en especial cuando me

siento mal. Al contrario, lo hago como un adorno extra cuando me

encuentro guapa. En fin, me rizo el pelo, o me lo aliso, me lo tiño,

me lo corto, me pongo extensiones.... Si a la peluquera se le va la

mano y al salir me veo peor que cuando entré, me encierro en

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casa, yo sola con mi desesperación, hasta que se me ocurre algo

para suavizar el estropicio. Tengo dos pelucas de media melena

que también van cambiando de estilo con los años, según las

modas y mis altibajos anímicos. Las uso hasta que mi propio pelo

crece lo suficiente como para volver a hacer algo decente con él.

(...)

Ah, mi cuerpo. En general lo mimo bastante cuando estoy con-

tenta y en cambio me olvido peligrosamente de él cuando me abu-

rro o me indigno con la vida. Ahora se me ocurre que premio o

castigo a mi cuerpo según cómo me van las cosas, no sé si me

explico. Como si él tuviera la culpa. Al fin y al cabo, es el cuerpo,

la fachada, lo que los otros ven de mí, y a partir de esa impresión

me valoran, me juzgan o sacan conclusiones acerca de mi perso-

na. Y esto puede ser muy cruel, pero es verdad. Bueno, depende,

también pueden valorarme por otras cosas que no tienen que ver

con el aspecto, pero para eso se tienen que dar una serie de con-

diciones que incluyen cierta intimidad, sentarse a conversar

tomando una copa, dar un paseo tranquilo mientras se desgrana

una charla o algo así. Pero eso con la gente nueva que una cono-

ce no pasa de inmediato. Primero ven la fachada y luego, si la ins-

pección resulta satisfactoria, pueden entrar a ver la casa por den-

tro.

(...)

Ya sé que me estoy yendo por las ramas. Vamos a ver, me muevo

bastante, a veces hago gimnasia, a veces voy a bailar, y siempre

camino mucho. Tal vez por eso mis piernas son bastante acepta-

bles, están tonificadas, fibradas, me las depilo tanto en verano

como en invierno y paso por el podólogo con relativa frecuencia.

En cambio, el vientre y los brazos, y también la entrepierna,

comienzan a aflojarse, a pesar del ejercicio. Me digo a mí misma

que no me importa, que mi autoestima no pasa por allí, que no

debería pasar por allí. Pero a veces no me funciona, me lo digo

pero no me lo creo. Las mujeres inteligentes tenemos muchas con-

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tradicciones, ¿sabe? Y si somos un poquito feministas, muchas

más.

(...)

Me refiero a que no soy una de esas feministas recalcitrantes que

están obsesionadas con eso y se pasan la vida despotricando con-

tra los hombres. Digamos que soy una feminista de sentido común.

Empecé a tomar conciencia de género –¿ahora se dice así, no?–

justo antes de separarme de mi marido, y cuando empecé a salir

sola y a ver la vida desde otra perspectiva. Me di cuenta de cosas

que antes no veía, de los errores garrafales que cometía con los

hombres, con las otras mujeres y sobre todo conmigo misma.

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2. Zoropeta y el triángulo de las Bermudas

“Incluso afirmaba haber caído en la cuenta de que las palabras destino ysentido contenían las mismas letras.”

Enrique de Hériz

¿Manuel Zoropeta? ¿Quién culebras es Manuel Zoropeta?Para mí es, por lo menos, el primer episodio enigmático despuésde una larga temporada de ociosidad y rutina. Cristo empezó acaminar hacia la aventura de la cruz, en la que no murió por losclavos sino asfixiado, a la misma edad en la que yo comencé mitravesía del desierto y del dominio de los grises, del desinterés yla mirada flácida, del concentrarme en leer para recomendarvibraciones y atajos a mis clientes, del pintar para estimular mipropia capacidad de sorpresa… Me he estado asfixiando, tam-bién a mí me falta el aire, pero no he dimitido, como Él, de misufrimiento hacia la resurrección y la ascensión a otros cielos…Aquí acaba mi paralelismo con el barbudo profeta del triángulode las Bermudas (la incomprensible Trinidad), con el chamán dela inexistente vocación de carpintero, con el vendedor de pará-bolas y facedor de sortilegios que regentó la primera (y quizás laúnica) panadería-pescadería de la historia. Yo vendo libros quemultiplican a otros la capacidad de sentir; él multiplicaba panesy peces que regalaba a sus clientes.

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Tiré aquella invitación al canasto de los mensajes para olvi-dar, pero en los breves minutos que pasó por mis manos no medejó indiferente. Me proponían como candidato a la asistencia alo que yo denomino una ceremonia de anclaje entre un hombrey una mujer que eran en este caso para mí (y demasiadas veceslo son entre ellos mismos), perfectos desconocidos. Incluso esnormalmente difícil asegurar que sean perfectos… Un día, unahora, un castillo, una dirección, un mapa…, un ritual para com-partir… Todo ello en una postal de elaborado diseño. Me gus-taron los colores, me sedujeron las tipografías, me encantaronlos espacios… En el reverso, tapando un precioso mar de mati-ces de azul, se dibujaba, a mano, como un graffiti, un borrónque no me pareció cuenta nueva, un texto que me apuntabadirectamente a mí, con una mala letra que presagiaba un carác-ter movido y, al final, una firma de alguien que se identificabacomo amigo del novio y colega mío, del alma, de otros tiempos(¿?), que me sugería un reencuentro gratuito en esa boda, paraaprovechar un restaurante de lujo, entre murallas y almenas, alborde del mar.

No conocía a los novios ni a sus familias, tampoco recorda-ba a Manuel más que como protagonista y mártir de una can-ción prehistórica del cantante que acabó manco de ambasmanos por recitar poemas de libertad en otro país que vivió,como el nuestro, tiempos de amargura y de opresión. La vida eseterna en cinco minutos… y en este tiempo tan dilatado no puderecordar, me fue imposible concretar, ni momentos, ni situacio-nes, ni personas en la intrigante palabra: Zoropeta, zoropeta,zoropeta, zoropeta, zoropeta… Tantas veces la repetí que volótodo sentido y ya no pude asociarla ni siquiera al firmante deaquellas líneas como a un individuo de mi especie; ¿tal vez se

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trataría de un herbívoro de las selvas amazónicas?, ¿o de un ins-trumento musical de viento, de los antiguos aztecas?, ¿o acasode una planta medicinal de los secos montes de las Hurdes quealivia la tos...? ¡A la cesta de lo eternamente postergado! Mejorolvidar el mensaje y matar, con él, al recadero.

Aquella fue una decisión precipitada…, que tuve rectificar alcabo de unos días cuando un viernes, de madrugada, escuché elcontestador. Tirar aquel cuento corto, aquella densa historiaconvertida en postal, no tenía sentido completo. Lo descubrícuando la metálica cinta del recogedor artificial de voces extra-viadas por los ríos de la comunicación telefónica me hizo escu-char a Manuel. Volver a buscar el precioso cartón del convite ensu poco disimulado escondite fue como reconocer manojos dezorollo en aquel cesto de los mensajes para enterrar. Tengo queaclarar que aprendí lo del “zorollo”, trigo que se ha segadoantes de su madurez, buscando el apellido del singular anónimoManuel en el diccionario, por si el significado de la palabra mesituaba de alguna manera, a mi (¿injustamente?) olvidado inter-locutor.

“Soy Manuel Zoropeta, el Zoro, ¿te acuerdas, Sapo? Desdelos tiempos de Filo que no salimos de juerga… ¿Qué tal un ban-quete de bodas de unos (para ti) desconocidos para el reencuen-tro? Llámame al 696669669”.

Lo escuché tres veces, anoté el número, de apariencia falsa, ybusqué un inexistente frasco de Memorex que me hubiera zam-pado entero como relleno de un también falso bocadillo. Norecuerdo a este personaje, ni a su doblado Zoro…, y sin embar-go, ¡yo sí era “el Sapo” en Filo! Vaya lío, ya no sabía nada, ni demí mismo… Eran las tres de la madrugada y no tenía sueño, mefumé un próspero (es el nombre de mi camello) y abrí un libro

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al azar: Si no sé, creo que sé. Si no sé que sé, creo que no sé… Éstaes la cita de Laing, el antipsiquiatra, que me anticipaba una larganoche de insomnio para tomar decisiones, o destomarlas.

En el desayuno, tomando un carajillo en el bar Casandra,decidí que no marcaría aquella ristra de seises y nueves. Así melo sugirió aquella voz femenina, tan tajante, que resonaba sóloen mi mente cuando tenía grandes dudas y acudía a este míticolocalucho de la esquina. Las palabras, confusas como mi mentedespués de dormir pocas horas, me hablaban de aquella bodacomo del alazán de Troya; del riesgo a ser saqueado y reducidoa cenizas, que era más que probable si no hacía caso a mi augurparticular… Me fui directo a mi castillo y me encerré, entrelibros, a mis tareas de encantador de serpientes lectoras (misclientes) que atendían a los sones de mi voz que se trasmutabaen un estrambótico instrumento de viento con la sonoridad deseductores argumentos y viajes a otros planetas no siempre tanlejanos.

Precisamente, en momentos de sosiego, dejé reposar la mira-da en los rótulos llamativos de la agencia de viajes del otro ladode la calle: Ulises. Entonces me incliné claramente por llamar aManuel y seguir la ruta de lo desconocido hacia mi particularÍtaca. A mí no podía pasarme nada. Lo peor que le pasó alhéroe de la Odisea fue volver a su hogar al cabo de muchos añosy que sólo le reconociera su perro. Y a mí nunca me han gusta-do los chuchos. Aquella combinación de pulsaciones de dosdígitos me transportaría a una aventura de duración restringida(¿cuánto puede durar la ceremonia completa?). Podía acudir alcanto de las sirenas atado al palo mayor de mi escaso entendi-miento…, ¿por qué no probar? Me visitaron dos estudiantesque buscaban literatura que enseñara el trasfondo de la política;

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los entusiasmé con Homero (“ponga un clásico en su vida”),acompañado del siempre sugerente Sí, Ministro del que comprémuchos más ejemplares de los que podré vender en mi vida.

Llegó la hora de la comida. Cerré LA PALETA y caminé haciaEl Aurúspice, un pequeño local de comidas caseras, regentadopor una catalana anoréxica y por su tripudo marido griego queasegura haber sido pinche y cocinero en un barco mercantedesde los dieciséis a los veinticinco años, cuando lo abandonótodo por ella. Aquel marinero cambió aquel cascarón (su patria)por Barcelona, y a su familia (un tío lejano y el resto de la tripu-lación) por los huesos de Nuria, a la que encontró llorando enun banco de las Ramblas a las cuatro de la madrugada.Borracho él y rota su familia ella, se enamoraron por la pocotransitada ruta de la desesperación compartida. Opté por unarroz, tipo paella valenciana perpetrada por un tirolés, y, desegundo, conejo a la cazadora que tenía en cambio gustos y tex-turas mimetizados de un plato estrella de una cocina con estre-llas. Fue una comida ilustrada, había leído primero las escasasalternativas para cada plato en un caligrafiado menú. A conti-nuación miré, sin interés, los pésimamente redactados titularesde un diario deportivo (“aparentemente sin motivos aparentes”un jugador arremetía contra su club, y el periodista, seguro queamargado con motivos, apostillaba la reacción del frustradogoleador). También me fijé en las tripas de aquel roedor domes-ticado que reposaba –eso sí, apetitoso– en la fuente, para des-cubrir que el mensaje de las entrañas me recomendaba no seguirlos pasos de aquel enigmático convite a los desposorios de unosdesconocidos.

El juego de noes y síes prosiguió con la opinión, siemprereveladora, de Tobías: “tienes que ir, tienes que aceptar, llama

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ahora mismo…”. Pero yo no me fío: si mi decisión hubiera atra-vesado una fase afirmativa, me temo que yo habría escuchado elconsejo contrario. Entiendo tanto a Tobi que nunca espero deél otro apoyo que su presencia crítica, favoreciendo con suspalabras la reflexión sobre los contras de mis puntos de vista yde las apuestas que ya he hecho, pero que nunca resultan deltodo acertadas a las alternativas que define su eterna mirada…Tanto yo como Tobías sabíamos que mi decisión (su decisión)estaba tomada: acabaría girando el dial o pulsando las teclas queme acercaban a las aventuras de una particular cita casi a ciegas.

Después de una tarde con pocos clientes que me permitióavanzar la contabilidad del mes (con suaves retoques al trimes-tre, miradas comparativas al conjunto del año y repasos optimis-tas del lustro) marché hacia mi piso de lobo solitario sin ganasde salir, pero con hambre de organizar futuras excursiones noc-turnas. Volví a apostar cuando subía las escaleras: si suena elteléfono en los primeros quince minutos, sí; si el silencio domi-na la escena y sólo me acompaña mi música…, no. Cuando mimóvil ofreció su particular concierto clásico, no tenía ni idea desi había pasado un minuto o una hora; sólo sé que colgué aaquella pesada vendedora de suplementos de siempre inacaba-das enciclopedias (¿cómo tendrían mi número?). Antes de orga-nizarme la semana, marqué los seises y los nueves necesariospara que la línea entrara en la fase previa a la comunicación y aldiálogo…

–¿Síiiiiiiiiiii? –respondió una voz demasiado anónima.–¿Manuel, Manuel Zoropeta? –inquirí sintiendo unas irrefre-

nables ganas de colgar.–Soy yo, ¿quién está en la otra punta? –comentó en un tono

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amistoso mi desconocido interlocutor.–Santiago, ¡Santiago Port!–¿Cómo? ¿Quién es…? ¿Santi…? ¿Oye? ¿Sapo?, ¿eres

Sapo…?–Sí, soy Santiago. ¿Tú eres Manuel…?

La conversación fue un largo trajín de recuerdos frágiles ydisonantes de mis cuatro años perdidos, entre asignaturas deFilosofía que no llegaba a aprobar. No, no me acordaba delZoro, que ahora vivía en Calatayud, aunque algunas de las situa-ciones que me comentaba me llegaron a sonar. De hecho, fue-ron cuatro años en los que no pasé ni primero entero y fui arras-trando asignaturas y amistades entre las que me fue imposiblesituar ni a aquel ni a cualquier otro Manuel. De todas maneras,la suerte estaba echada y quedamos en que iría a la boda y él seocuparía de sentarme en su misma mesa, para garantizar elencuentro. Cuando pregunté si el novio o la novia eran sus anfi-triones y quiénes eran, y si los conocía…, se rió y me dijo queno, que no me preocupara, que se trataba de conocidos suyosque ponían la isla y nosotros seríamos los náufragos de unencuentro que de otra manera sería imposible… La verdad, meintrigaba más el naufragio en sí mismo (la boda) que conocer (ovolver a conocer) a un olvidado pasajero de aquella nave que, sientonces no marcó mi vida, menos podía interesarme ahora.Quedamos directamente en el castillo, saltándonos la ermita queconsumaría el “sí quiero” de aquellos dos firmantes de unacuerdo que las estadísticas abocaban a un más que probablefracaso.

Manuel Zoropeta y Santiago Port, el Zoro y el Sapo, dosperfectos desconocidos que se iban a reencontrar después de

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muchos años. No tendría nada de que hablar, no me interesa-ba su vida, ni me apetecía comentarle ningún detalle de lamía, no me interesó su descripción física y le mentí con un“no te preocupes, nos reconoceremos en cuanto nos veamos”.Sin embargo, me gustaba la idea de una aventura de tiempoacotado, una boda, que incluso siendo perfecta sería efímera.Recordé la leyenda de Medina Azahara, una ciudad, la másbella del mundo, al pie de la sierra de Córdoba, que se edifi-có en cuarenta años y se destruyó después de setenta y cincode existencia (equivalentes en el curso de la Historia a unaspocas horas de una vida) para deslumbrar las fantasías deZhara, la favorita de Abd al-Rahman III. Tenía ante mí unencuentro casual que me relacionaría con personas y conmanjares selectos, que me sentaría a una mesa de la que podíaesperar cualquier cosa, incluso la proposición de un crimenperfecto como el de Extraños en un tren. Nos reuniríamos,como en la ciudad andaluza, un conjunto de personas quecompartiríamos un ritual íntimo, pero irremediablementetendríamos también un final anunciado, cuando la ceremoniatocara su último compás.

Faltaban nueve días para la cita. Puedo acelerar el resumen dela cuenta atrás: el miércoles llamé a Manuel y decidí tirarme a lapiscina, también marqué otros números y quedé para el jueves(a bailar, con Sara, la separada del ático); el viernes (al cine, acenar y de copas, con tres amigos y cuatro amigas del gimnasio);el sábado descanso, lectura, música y un poco de televisióncomo somnífero; y, finalmente, el domingo, a comer y a charlarcon Ismael, mi padre, hasta la hora del té en la que se sumaríaPriscila, su descontrolada amante actual.

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