Mis Novelas - Espejos
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Espejos Sorey Bibiana Garcia Zapata
Ángel
Puede que cuando escribas te olvides de ti,
o cuando te olvidas de ti escribas…
sin darte cuenta que hablas de ti mismo…
o quizás, sólo finjas que no lo haces.
“Por vos, cómplice de mis angustias;
yo quería que ella se pareciera a nosotras…”
Ángel
“…No se puede cambiar
la naturaleza íntima de nuestros sentimientos
que luego afloran en palabras,
en historias de otros seres
que aunque escondidos en otros nombres
y otras vidas, somos nosotros mismos ocultos en ellos...”
Eduard Pereira
Sobre ella…
Si uno supiera exactamente quien es, sabría también, exactamente, quien no puede ser.
Pocas cosas conocía Maria, sus libros de poesía, su guitarra y su oso de peluche, hacían parte
del pequeño mundo, que más se asemejaba a una esfera de cristal o una caja de recuerdos, y
que no se aturdía sino por sus propias tristezas o quizá, de vez en cuando, por la curiosidad de
saber qué había detrás de las cortinas blancas adornadas con flores lila y la dulce brisa con olor
a jazmín que llegaba en las tardes del jardín vecino.
Cada día, Maria, después de ayudar a Alicia, su madre, sentada en su escritorio, releía una y
otra vez todas esas historias de amor que llegaban a través de las cartas de su único amigo,
Ignacio; historias que le hacían morder sus labios rojos al sentir el dolor de personajes apenas
hipotéticos, que inundaban sus ojos cielo y los transformaban en mar inmenso, historias que le
hacían palpitar el corazón, perder el vientre en un ataque de mariposas e incluso olvidarse que
el mundo era mundo, para construir uno nuevo con cada uno de esos personajes
enclaustrados en los sobres amarrillos bordados de arabescos dorados, siempre con la misma
inscripción en tinta negra y letra elegante: “Calle de los Sauces, Nro. 50 – 81, Ignacio M.”
¿Que más quedaba, si no había mundo y el mundo eran solo cartas? No puede pararse uno en
la mitad de la nada o detrás de la puerta a esperar que llegue otra, no queda sino releer las
historias una y otra vez, como si uno mismo fuese dueño del tiempo, rehaciendo la vida de
cada personaje, casi tan similar a la vida misma, un montón de círculos e historias que se
repiten una y otra vez en instantes de tiempo diferentes.
Ese era el mundo de Maria, el mundo que Ignacio había pintado para ella, aquel en el que solo
a palabras conocía la intensidad de un beso, la sorpresa de un escalofrió o la profundidad de
una pena de amor. ¿Y quién podría decirle que eran falsas esas historias? ¿Y quién podría
prevenirla sobre sus mentiras? Su elección era creer en ese mundo dibujado por un ángel, que
apareció un día en una carta con la dirección errada, ese era único lugar en el que su corazón
no podría sufrir, el único sitio donde sus mayores tristezas duraban lo que se tardaba en leer
una página y terminar a mitad de la siguiente con un final feliz, o quizá, con un final
simplemente, para que acabara la angustia del espíritu al querer saber que pasaría mas
adelante. Y era él, Ignacio, el único que provocaba esos dolores y el único también, a quien se
los perdonaba. Después de todo, ¿qué puede hacerse con alguien de quien no conoces mas
que su letra elegante? A la larga tampoco tendría sentido odiar lo que no se conoce, aunque
fuese extrañamente contradictorio, que pudiese amarlo, sin conocerlo.
Lo que ignoraba Maria, lo que ignora el corazón de quien decide no arriesgarse a salir de las
esferas de cristal, es que no tiene la capacidad de descubrir que podría doler más, si vivirlo
todo o ser conciente de lo que ha dejado de vivir.
Sobre él...
“Lo grande de los amores imposibles es precisamente eso, son imposibles, pero eternos”[1].
No muchas historias tenia María que contar, su protagonismo en el amor había sido frustrado
al saber, siendo muy niña, que aquel hombre de ojos claros y sonrisa amable, al que no le
entendía muy bien las palabras por su idioma a medio aprender, iba a casarse, sin haber
sabido nunca cuanto ella lo amaba, con cuanto amor atesoraba sus visitas anuales, sus sonrisas
al salir de casa de su tía y el que nunca olvidara despedirse de ella al regresar a su país.
De él sólo quedó la historia, una foto en un rincón de la billetera guardada por años, algunos
poemas en los cuadernos de matemáticas y una única canción. Ella no era buena para
componer canciones, su guitarra siempre murmuraba canciones de otros, pero esa noche, esa
última noche, como si el corazón presintiese que él se iría para no regresar el próximo año, una
canción surgió de repente. Con decisión tomó su guitarra y se sentó en las escalas del portón
de su casa, esperando ver cuando saliera esa noche, como siempre a despedirse.
Cada minuto era eterno e incitaba a la cobardía, la noche seguía de largo y la puerta de la casa
de enfrente no se abría. El tiempo pasaba y entre uno y otro pensamiento Maria se
preguntaba si era apropiado, ¿acaso no son los caballeros quienes dan las serenatas? ¿Pero y
si se va y termina por no saberlo? Es mejor no pensar tanto; tanto pensar y pensar hace que
termines por no hacer nada, y al final qué importa, es un regalo, yo no soy una princesa y el no
es aun mi caballero.
Alicia conociendo el corazón de su hija, tan parecido al suyo y observando cual reflejos la
impaciencia y el amor que hacia tal espera eterna, sugirió a su hija cruzar la calle y despedirse.
Sin embargo pudo más la cobardía, y con la excusa de ensayar aun más su canción, cerró la
puerta y se dirigió a su habitación y a su ventana.
Como pudiste olvidarte de mis besos
Como olvidarte de todos mis abrazos
Como olvidarse tu piel de mis manos
Como olvidar tus suspiros lejanos
Como olvidar que aun te quiero
Y estuviste aquí una madrugada
Sin darte cuenta siquiera que aquí estabas
Que puedo hacer para que ahora te olvides
Que mi único error ha sido olvidarme que simplemente soñaba
Que más da si me quedo sin tus ojos
Y que más si tus labios no son míos
Déjame soñar ahora que puedo
Soñar, que al final tan solo es un sueño
Estar contigo y soñarte otra vez
Y estuviste aquí una madrugada
Sin darte cuenta siquiera que te amaba
Que puedo hacer para que ahora te olvides
Que mi único error ha sido olvidarme que simplemente soñaba
Y simplemente soñaba
Que eternamente te amaba.
Cantando y esperando la noche envejeció y con la noche los catorce años de Maria parecían
cien, habiendo perdido todas sus esperanzas. De repente suena el timbre, es tarde y se
escucha una voz de hombre que intenta decir: ¿Puede llamarla? Alicia se dirige presurosa a la
habitación de su hija, ya debe irse, dice, viene a despedirse.
En la premura, hasta la guitarra y la canción quedaron olvidadas.
- No tengo mucho tiempo, mi vuelo es temprano, ha sido un gusto verte de nuevo.
Sus grandes brazos rodearon tiernamente su cintura, un sólo segundo quiso ser eterno, tanto
tiempo, tanta necesidad de sentirle cerca. ¿Y la canción?
- Espera un momento.
- No tardes, ya debo irme.
Maria corre a saltos hacia la habitación, como llevada por el viento, sólo hay una elección, ya
no hay tiempo y es así como la letra de la canción es doblada en dos y convertida en carta, con
un “De, Para” en el ultimo espacio en blanco y un adorno adherente con una flor rosa, lo sella
como si fuese un secreto para ambos. Regresa, lo ve apoyado en la puerta y dulcemente
introduce su mano en el bolsillo para guardar su regalo.
- No lo leas hasta que te vayas.
El sonríe, como si lo entendiera todo.
- Está bien.
Un último y fuerte abrazo.
- Adiós.
- Adiós. Dios te cuide.
Maria se queda mirándolo irse y despedirse en su camino de aquellos que le conocían.
A veces, cuando no has tenido ciertas sensaciones, no percibes tan claramente algunas cosas.
Esa noche María no reconoció que ese adiós era para siempre, e hicieron falta unos años más
de espera para poder entenderlo todo, cuando llegó la noticia de su boda.
[1] ¿Rosario, cómo quieres que te quiera?, Entre los dedos de Maquiel. Eduard Pereira 2006
Ignacio M.
¿Será pecado quedarse con algo que no te pertenece sin haberlo robado? Será delito. ¿Pero
pecado?
Esa mañana como cada mañana, Maria regresaba de la tienda después de comprar algunos
huevos, leche y pan para el desayuno. Sus pasos apenas lentos y sin concentración la llevaban
a su casa cual hoja de otoño suelta en el viento, y de la misma forma que esa hoja de otoño,
pasaba desapercibida entre la gente; solo aquel que estuviese atento al encanto de aquello
que no carece de sencillez, podría percibirla.
Al llegar a la puerta de su casa se encuentra con Alejandro, concentrado en su diario quehacer
y asegurándose que la correspondencia de la casa de Maria era correctamente entregada.
- ¡Hola!
- Hola Maria, ¿Puedes entregarle esto a tu madre?
- Por supuesto, como siempre. Gracias Alejandro.
- Espera,… hay algo mas, aquí está… esta debe ser para ti. A tu edad empiezan a llegar cartas
de amor.
- ¿Cartas de Amor? ¿Por qué lo dices?
- Solo mírala… estoy seguro, es una carta de amor.
Maria tomo el sobre en sus manos, nunca antes había visto una carta tan hermosa; el fino
papel amarillo era bordado al costado derecho con una suave línea de arabescos dorados, el
sello denotaba el detalle y refinamiento con que había sido colocado al modo antiguo, en el
respaldo letra cursiva y elegante en tinta negra, escribía una dirección y un nombre:
Calle de los Sauces, Nro 50 – 81
Ignacio M.
Con mil ideas en la cabeza, tratando de entender la idea loca de la carta de amor, Maria no se
percata de que Alejandro se aleja de la casa.
- ¡Espera! ¿donde vas? ¡Esta carta no es para mí!
Alejandro gira a lo lejos y sin dejar de caminar dice en voz alta.
- Claro es para ti, veinte años en este trabajo me han enseñado que así lucen las cartas
de amor y dice en mi lista de entregas que es de Juan Ignacio y que va dirigida a tu
casa. ¡Cuídate! Te veo mañana.
- Espera… esta no es la dirección de mi casa.
Alejandro ya esta lejos para escuchar lo que dice Maria. Veinte años en este trabajo deben
haber terminado por hacer que Alejandro se despistase un poco, quizá mañana se la devuelva,
piensa Maria, cierra la puerta de su casa y camina lentamente hacia la cocina mirando el sobre
amarillo con curiosidad y se pregunta si conoce a alguien llamado Juan Ignacio. Quizá si sea
una carta de amor, es una lástima que no sea para mí, piensa, estoy segura de que Alejandro
se ha equivocado.
- ¿Que te pasa? ¿En que andas distraída?
- En nada mamá.
- ¿Vas a desayunar?
- No, he perdido el apetito, voy a mi cuarto. Aquí está tu correo.
Al llegar a su habitación Maria deja el sobre en su escritorio. Toma la guitarra y empieza a
susurrar una canción que parece sonar a nada; es imposible concentrarse cuando tienes
curiosidad. La brisa eleva suavemente la carta y la tira al piso, Maria la recoge, otra vez esta en
sus manos, los arabescos dorados dan visos con la luz que entra por la ventana, es como si le
incitaran a abrirla.
Quizá no haya nada de malo en saber que dice, al fin es una confusión, no hay un destinatario,
solo el nombre de quien la envía; si alguien preguntase por ella la devolvería y pediría excusas
por haberla leído, al fin, el cartero dijo que era para mi, piensa Maria.
Decidida, Maria abre el sobre con suma delicadeza para poder dejarlo tan similar a como
estaba al recibirla. Del interior de la carta se desprende un olor a jazmín, tan dulce como la
brisa de su ventana. Adentro un par de hojas en el mismo fino papel amarillo del sobre se ven
delicadamente dobladas y en el fondo se observan los pétalos de jazmín. Este seria el
momento preciso para echar atrás su decisión de leerla, pero ya el sobre estaba abierto y
nadie creería que no lo había hecho, ¿Qué más daba?
Al abrir las hojas podía observarse la letra negra elegante.
“Mi amor por vos, me da sed; en mi boca, la fábrica de saliva se ve en aprietos por mojar unos
labios que se resecan. Quisiera tener agua cerca para calmar la angustia que me produce esa
sensación de sequedad que nace al estar juntos.”
Si, era una carta de amor. Pensar en detenerse y no seguir leyéndola ya era imposible, en cada
palabra el corazón de Maria se encadenaba a un sentimiento ajeno y sentía como si husmeará
por una puerta a medio cerrar, a dos amantes que se seducen a versos. La curiosidad humana
le da esa forma a los sentimientos, esa necesidad de saber, encontrar, descubrir e imaginar.
Ansiosamente llega al final de la carta, entre línea y línea Maria piensa que hermoso seria que
alguien la amase de esa forma, y aunque se sentía culpable por haber evitado a quien Ignacio
amaba la alegría de saber todo lo que tenia que decirle, pensaba en lo mucho que deseaba que
llegase el día siguiente y que Alejandro equivocase otra vez el rumbo de otra carta igual de
hermosa.
Controlando la avidez de su lectura, revuelta entre sentimientos de culpa y necesidad, notó
que llegaba al último párrafo, y como quien se da cuenta de repente que acaba de gastar toda
su riqueza, lee lentamente las ultimas palabras tan amorosamente escritas.
“Por vos soy otro y me olvido del mundo y para el mundo vivo. ¿Quien eres para entregarte
tanto? ¿Quien soy yo para amarte tanto? Tu nombre es tan corto, como cortos son mis
argumentos para describirte un poco. Tu nombre es corto, pero tu nombre es vida, tu nombre
es DANZA.”
El rostro de Maria dilucidó sorpresa. ¿Danza? Danza no es nombre de mujer. ¿Quien podría
llamarse Danza? ¿Será un bailarín? Un bailarín que no tiene amada y que escribe cartas a
lugares desconocidos por que no sabe donde vive ella o con la esperanza quizá de encontrarla.
Dulce remedio para la culpa, ya no había que disculparse con quien Ignacio amaba, y no se
puede saber si eso es mejor o peor, por que igual habrá alguien con quien disculparse, el
dueño de la carta, pero al menos no por usurpar al destinatario de una carta de amor. Es
diferente curiosear en una historia a husmear en una carta de amor, esas cosas son solo de
dos, piensa Maria, pero si no es una carta de amor, quizá no sea tan seguro que llegue una
nueva carta mañana.
En ese momento todo se tornó un poco triste; Maria no sabia quien era Ignacio y sin embargo
deseaba como nada que él volviese a escribirle, aunque nunca tuviese la certeza de a quien
iban dirigidas sus historias; nuevamente solo quedaba la esperanza de que los años de
Alejandro trajeran consigo en días siguientes una carta mas de Juan Ignacio.
Fíjate bien donde estas parada
No solo los símbolos se interpretan, a veces hay cosas mas obvias que no se reconocen a simple
vista; a veces, necesitas oler.
La espera de esa mañana fue tan larga, como la de aquel que espera por cinco minutos de
retrazo en la primera cita.
- Como tardaste hoy,… ¡Dios Mió!
- ¡Lo ves… te lo dije, era una carta de amor! Por eso me esperas con tanta ansiedad.
Maria se sonroja al verse descubierta de improviso, pero ¿Cómo decir ahora que es un error y
que la carta no era para ella? Es mejor guardar silencio, piensa, y dejar que Alejandro siga
creyendo que son cartas de amor, y así se asegurará de traerlas cada vez que llegue una.
- ¿Tienes algo para mí?
- Déjame ver… esta dice Francisco Javier Solera, no Ignacio y es para tu madre. Esta dice
pago de impuestos, es para tu padre… y esta… no es para tu casa. Creo que no, no
tengo nada para ti el día de hoy.
El rostro de Maria refleja una profunda tristeza, como quien ha sido olvidado un día de
repente por quien ama.
- Veo… bueno, Gracias Alejandro.
- Sonríe Maria. ¿Tanto te ha gustado su carta?
- Si…
- Si tanto te gustan los arabescos dorados, aquí tengo nuevamente una carta para ti, de
Ignacio.
La mirada de Maria se transforman en alegría, no hay tiempo siquiera de pensar en reprochar
la broma de Alejandro, ha llegado una nueva carta, una nueva historia quizá, algo que la
ayudara a saber quien era aquel hombre que se había quedado en su cabeza, danzando en sus
sueños, haciéndole creer o tan solo desear que hubiese solo una posibilidad un día de saber
quien era y que alguna vez no escribiese una historia, si no mas bien, que hablase de si mismo.
Maria corre a su habitación, cierra la puerta y se tumba sobre su cama. Sentada sobre sus
almohadas abre suavemente el sobre, como el día anterior los pétalos de jazmín se encuentran
en el fondo y las hojas delicadamente dobladas guardan una nueva historia.
Esta vez la historia habla de un jean azul enamorado de una camisa roja, semejante cosa solo
podía sacarle sonrisas a su rostro.
De repente, Maria se siente observada, con tanto embelezo no se ha dado cuenta que su
madre ha quitado de la ventana la cortina de flores lila para llevarla al cuarto de lavado.
Tal sensación se asemejaba a estar parado desnudo en mitad de miles de extraños, una sola
cosa alejaba a Maria de todo aquello de lo que quería protegerse, su cortina de flores lila, y
ahora no estaba, se encontraba expuesta a unos ojos de un color negro profundo que parecían
cuestionar su sonrisa. ¿Cuanto tiempo llevaría ahí parado? ¿Habría notado su infantil alegría?
¿Sus gestos mientras leía? ¿Y los sobres amarillos? Si alguien los veía podría llegar a
descubrirse que las cartas no eran para ella.
- ¡No debería usted husmear en las habitaciones ajenas!
- Lo sé, y no lo hago. Solo riego mi jardín como todos los días.
Maria se siente apenada, es cierto, es su vecino, tan encerrada se mantiene en casa que a
veces no recuerda ni los rostros de las personas que viven cerca. Y parecía de verdad increíble
como no haber notado que alguien tenía una mirada tan oscuramente hermosa.
Maria se levanta de su cama y se dirige a la ventana.
- ¿Son tuyos los jazmines?
- Si, son míos, son mis favoritos. Amo las flores. ¿Tu no?
- Si, y ahora los jazmines son mis favoritos.
- Quizá algún día puedas contarme el por que, por hoy, debo dejarte, he dejado algo en
el horno.
El muchacho se aleja y tras unos pasos gira hacia la ventana de Maria.
- A propósito, mi nombre es José, ha sido un gusto conocerte.
Maria no alcanza a modular palabra, José entra en su casa sin esperar una respuesta. Que
muchacho tan extraño, piensa. Al volver a su cama y ver el sobre encima de las sabanas,
recuerda la historia y sonríe, solo saber que ha llegado una nueva carta de Ignacio la pone feliz
y se olvida de todo.
- Maria! Se hace tarde… ¡debes arreglarte para ir a la universidad!, ¡tu papá vendrá a
recogerte en el taxi!
Tiene sus ventajas eso de ser hija de un taxista, puedes dormir mucho, arreglarte mas tarde y
estar segura de que llegaras a tiempo.
Con algo de letargo Maria recoge la carta y la guarda junto con la otra dentro de una caja de
madera. La caja tallada con flores se la había regalado su madre en su último cumpleaños, el
día que cumplía 18 años; desde entonces sus mas preciados tesoros yacían en ella, la foto de
un joven de ojos claros, un intento de recordar la letra de una canción y una pequeña hoja que
se encontraba dentro de la caja cuando se la regalaron; la hoja estaba un tanto amarillenta y
gastada por el tiempo, parecía haber sido desarrugada y puesta allí para ella como regalo de su
madre; ambas tenían corazones tan similares que a veces parecía que la vida de Maria fuese
una continuación de la vida de su madre; así lo sintió Maria con ese regalo, cuando leyó en
aquella hoja lo que se parecía mas a un secreto que a un poema. Quizá su madre también tuvo
alguna vez un amor parecido al suyo, imposible, y aunque nunca hubiese hablado de ello,
quería que Maria entendiera que ella sabia exactamente lo que sentía.
“¿Cómo encontrar en tu mirada
la respuesta a mi inquietud?
¿Cómo encontrar en tus ojos
el brillo
la luz
que se transmite cuando hay amor?
¿Cómo saber que en tus días
el verme tiene importancia
el encontrarme,
significado
el mirarme,
alguna gracia?
¿Cómo descubrir en tu vida
qué la llena de color
quién te regala sonrisas
y a quién le das tu amor?” [1]
Recordar el día en que conoció ese poema, le hacia recordar también que ese mismo día supo
la noticia de la boda mas fatídica de la cual podría haberse enterado. No eran buenos esos
recuerdos, cerro la caja y la dejó sobre su escritorio para ir a la universidad, era una linda tarde
y no había nada que pudiese cambiar esa alegría.
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[1] Alicia, Reflejos de Ventana – Eduard Pereira 2006
Nunca intentes que tu vida… no cambie
A veces no entiendes las cosas que suceden, a veces, solo te niegas a entenderlas.
- Pórtate bien.
- Si Papá.
- Pon cuidado a las clases y regresa temprano a casa. Si quieres que te recoja me llamas.
- Si Papito. Ya papá, estaré bien, en serio.
Maria le da un beso a su padre y sale del auto. Los últimos días han sido tan espléndidos, que
ni los mimos de su sobre protector padre podrían cambiar su semblante de alegría o hacerle
siquiera arrugar el ceño.
Cada día las cartas de Ignacio habían transformado el mundo de Maria; confidente de cada
uno de los sueños y lagrimas de los personajes en ellas, se sentía tranquila, segura de estar
viviendo en un mundo que lo único irreal que tenia era la seguridad de no salir lastimada, y
aunque el diario devenir la enfrentaba al mundo real, no muchas cosas cambiaban al salir de
su casa. Lejos de ensimismarse, Maria era una estudiante sobresaliente, atenta pero poco
sociable; su carácter solitario hacia que lograse el que parecía ser su principal interés, pasar
tan desapercibida entre la gente que solo ella misma estuviese al tanto de su existencia.
Lo que sucede a veces con la alegría, es que te vuelve un poco torpe y olvidadizo; cuando uno
es feliz, no piensa mas que en ser feliz y olvida desde los planes de conquistar el mundo, hasta
de la necesidad de hacerse invisible.
La sonrisa de Maria y su particular forma de caminar como a saltitos en las puntas de los pies
por esos días, no podían hacerla pasar desapercibida; era como si cada lugar por el que pasaba
cambiara de color y tomase vida de repente.
- Disculpa… ¿Puedo hablarte un instante?
Al tiempo con la frase, Maria siente que alguien la toma por el brazo suavemente; al girarse,
unos ojos gris claro la observan con detenimiento y duda, como si esperasen recibir rechazo.
- ¿Te molesto? No tardaré mucho, solo quiero cruzar unas palabras contigo…
Un poco turbada Maria asiente con la cabeza sin poder modular palabra, eso pasa a veces
cuando uno anda como en las nubes, todo parece más hermoso de lo que debería, pero a
veces hay cosas que simplemente son hermosas, y solo puede verse su belleza si uno se
detiene a mirarlas un instante, o como en esta ocasión, si hacen que se les mire.
El joven no quita su mirada de los ojos de Maria, sin embargo la duda parece ganarle al
detenimiento al notar su silencio profundo. Negando con la cabeza, baja la mirada y dice:
- Solo quería devolverte esto, se te quedo ayer en clase de literatura.
Un sobre amarillo de arabescos dorados aparece de entre las hojas de uno de los libros del
joven, increíblemente además de su coraza, Maria había dejado olvidado parte de su mas
preciado tesoro en algún lugar, sin darse cuenta.
- Supuse que era valioso por el detalle y cuidado con que lo guardabas, espero que así
sea. Nos vemos luego.
El joven toma la mano de Maria suavemente y deja en ella su carta. Maria no musita una
palabra; ya no reconoce en donde esta su mente, si perdida en el mal presagio de su descuido
o en ese par de ojos color gris y esa voz profunda y dulce que estaba segura nunca haber
escuchado.
Aletargada Maria llega al salón de clase, llega su cuerpo, su mente esta demasiado lejos para
comprender lo que el profesor explica sobre los amantes de la edad media, “Abelardo y
Eloisa”; un tema que en otras condiciones abría captado todo su interés y atención, parecía
insignificante ante el razonamiento apesadumbrado del por que no había dicho al menos
gracias.
“...A pesar de que a veces estuviéramos separados, podríamos por la correspondencia, estar
presentes el uno en el otro. Además, las palabras que se escriben suelen ser más ardientes que
las que se pronuncian por la boca. El júbilo de nuestras conversaciones no conocería
interrupción...” [1]
El trastorno de aquella voz parece estar trayendo alucinaciones, nada sabe Maria, solo que
esto no debería estar pasando.
De nuevo se escucha la voz, esta vez más fuerte, como si le hablara.
“...Mi corazón me ha abandonado, él vive contigo. Sin ti, él no puede estar en ninguna parte. Te
lo ruego, ¡Haz que esté bien contigo! lo estará si te halla propicio, si tú le devuelves amor por
amor, poco por mucho, palabras por actos...” [2]
El silencio en el aula se ha hecho profundo, la voz, más real que alucinación cautiva con su
lectura a todos los asistentes de la clase. Entre tanto Maria despierta de su letargo y dirige su
mirada al frente; ahí están los ojos gris, la voz profunda y los labios que dulcemente
pronuncian cada palabra de amor escrita por Abelardo a Eloisa.
- Muy bien, Señor Antonio. ¡Jóvenes, la clase ha terminado, los veo mañana!
El anunciado final de clase vuelve a Maria al mundo real; la chillona voz del maestro de
literatura despertaría a un oso en invierno de sus más profundos sueños, piensa. Sin darse
cuenta Antonio, el chico de los ojos gris, está a su lado, como lo estaba siempre sin que ella se
hubiese percatado de ello.
- Ten cuidado de no olvidar nada.
- Gracias… Seguro lo tendré.
- Nos vemos luego Maria.
- Hasta pronto… ¡Oye! Lo has hecho muy bien el día de hoy.
- ¡Vaya!... Pensé que no lo habías notado, no parecías presente, más bien un poco
ausente. Buen hombre debe ser quien cautive tanto tu atención, bueno y romántico
para escribirte cartas, como Abelardo a Eloisa.
Maria permaneció en silencio. Al parecer Antonio tenía esa capacidad de llevarla a lugares que
ella misma desconocía y que no podía abandonar con facilidad, pero seguía sin entender el por
que; lo único que sentía era la extraña necesidad de explicar que no eran cartas de amor, pero
no podía hablar de las cartas, después de todo ¿como explicar que no eran suyas?
Los ojos de Antonio permanecían clavados en los de Maria y sin retirar su mirada concluyo
diciendo:
- “El que encuentra a una mujer buena, encuentra un tesoro y consigue el favor del
Señor” [3]. Es un hombre afortunado. Te veo mañana Maria.
Antonio se acerca a Maria, le da un beso en mejilla y sale del aula. Maria permanece en pie sin
entender que sucede, su cuerpo no responde y su cabeza sigue en otro lugar, quiere salir ahí,
pero no sabe siquiera donde esta parada.
Después de reponerse Maria sale hacia su casa, ya no camina a saltitos, el cuerpo se le hace
pesado y la cabeza aun no logra ponerse en su sitio; al llegar a casa se encierra en su
habitación sin probar bocado, todo su cuerpo parece estar luchando contra algo y no sabe
exactamente que es, pero no se siente bien; hasta las cartas de Ignacio se han quedado hoy
entre sus libros, no releyó nuevamente la historia de la mañana y tampoco toco su guitarra esa
noche. Maria sabia que no era tristeza, ni enfermedad, sabía muchas cosas que no era lo que
sentía, pero seguía sin entender que le sucedía.
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[1] Cartas de Abelardo y Eloisa - Abelardo, Historia Calamitatum
[2] Cartas de Abelardo y Eloisa - Abelardo, Historia Calamitatum
[3] Cartas de Abelardo y Eloisa
No creerías lo que provocas
Si el mundo enloquece solo tienes dos opciones, una de ellas es unírtele.
Esa mañana el amanecer pareció diferente para Maria; cuando se tiene una de esas noches en
que se sueña que se esta despierto pensando en algo, se hace difícil distinguir si de verdad
dormiste o te la pasaste despierto, y cuando uno nunca a tenido mucho en que pensar, ignora
la diferencia entre pensar despierto o dormido.
- Buen día.
- Buen día mamá.
- ¿Piensas levantarte hoy?
- De eso aun no estoy segura. Que intenso esta el olor a jazmín esta mañana,… ¿Olvide
cerrar la ventana en la noche?
- No lo creo. ¿En que andas distraída?
- ¿Por qué lo dices mamá?
Al mirar su escritorio Maria ve un pequeño solitario con un par de finos jazmines blancos.
- Los trajo José para ti ayer en la tarde. Te estuvo esperando un rato, pero no llegaste y
al parecer tenía una cita.
- Ay no mamá… ¡olvide el recital de danza!
Maria se levanta de su cama como impulsada por el viento.
- Me preocupas… ¿Que te pasa? Hasta Alejandro te extrañó el día de hoy, no bajaste
por tu carta.
- ¿Alejandro? ¿Tan tarde es…? ¿Mi carta? ¿Que carta?
- Sabes que Alejandro no guarda un secreto, suficiente tiene el pobre con soportar la
curiosidad de llevar cartas y paquetes en su maletín, sin saber lo que dicen o
contienen. Aquí dejo tu carta, luego la lees, es preciso que vayas con José a
disculparte.
Con tanta agitación Maria no observa con atención la carta que ha dejado su madre para ella.
Al acercarse a su escritorio antes de salir, nota como el sobre no es amarillo y mucho menos
tiene arabescos dorados, en el respaldo esta escrito su nombre y el nombre de alguien más,
Antonio Solera.
Generalmente cuando se recibe una carta de amor, el corazón palpita tan fuerte y rápido que
parece que se fuera a salir del pecho. El corazón de Maria no late rápido, late lento y con tanto
esfuerzo que parece que fuese a sufrir un colapso. Al interior del sobre había una hoja
luminosamente blanca y finamente doblada:
Maria… decidirse a escribir esta carta no ha sido algo fácil, sabe Dios cuantas veces he
intentado llamar tu atención sin poder lograrlo, y es que a veces estas tan sumamente
lejos, que no sé si sea eso lo que te hace tan extremadamente hermosa… como si
fueses un misterio, que atrae e incita tímidamente a ser descubierto.
Cada clase te sientas ahí, siempre al lado de la gran ventana que tanto envidio, por
tenerte mas cerca que yo y por que siempre buscas estar a su lado… el hilo de viento
que juega con tus rizos dorados distraen toda mi atención… no sabes lo difícil que es
concentrarse suplicando a tu mirada atenta toparse con la mía un solo instante… pero
siempre pareces tan ajena, tan ajena a todo lo que no sea esas clases de literatura que
me roban tu alma.
Sabrás disculparme si soy insolente, si mis palabras te turban o si puedo parecer
exagerado, quizá excéntrico… pero estos últimos días, tus labios rojos apenas
silenciosos, han mezclado en tu belleza tantas sonrisas de improviso, que se me ha
hecho imposible contener un solo instante mas, lo que debió haberse quedado en
secreto, solo conmigo… y es que es tan difícil no desear hacer parte de tu dicha. La sola
idea de pensar que no sabrás nunca lo que siento, me hace sentir esta necesidad de
escribir y equivocarme si es preciso; preferiría que me odiaras y te alejaras de mi al
siquiera verme, que seguir soportando la angustia del espíritu, que muere de curiosidad
de saber quien eres, que sueñas y que amas, si amas a alguien o si podrías amarme un
día.
Se que se suena pretensioso, pero pretensioso es mi amor ante tu desidia, deseoso de
conocer la respuesta a mis suplicas en tus ausentes miradas o el mismísimo calor de
una sola de tus palabras… como esta tarde, esta tarde en que te has robado mi alma;
solo sentir que existo para ti tan suave o tenue como un simple murmullo en tu cabeza,
me hizo desear tener en ti mas que un instante, me hizo sentir la necesidad de que
sepas que me gustas, que tu fragilidad y sencillez son mas notorias en ti, que esa
enorme coraza de desconfianza que tanto te protege.
Te suplico no tengas miedo, no pido nada, por muchos días, mas de los que imaginas,
me ha sido muy suficiente respirar el aire que respiras, y si es que estoy loco, si es
locura quererte de esta forma, solo detenlo, dime que es imposible y que no puedes
intentar amarme, y tus palabras se irán conmigo lejos de ti y de mi mismo… por que
soy yo quien te quiere y por respeto a tu decisión, estoy dispuesto a ser otro.
Antonio
Maria cae lentamente y se sienta en su cama, permanecer en pie seria ridículo sin recuperar
primero el aliento. Nadie creería que fuese tan difícil ser el protagonista de una carta de amor.
¿Como podía no haberlo notado nunca? ¿Puedes aislarte tanto del mundo? ¿Tanto así?
¿Puede hacerte olvidar el miedo de las cosas que sueñas para ti? ¿Puede hacerte perderlas?
La cabeza de Maria estaba hecha un nudo, no sabía nada de Antonio, no sabia quien era, no
sabía desde cuando la quería, todo le daba vueltas en la cabeza, la pregunta de Antonio, su
fantasioso amor por Ignacio y José.
- ¡Dios Mió! José.
Maria corre hacia la puerta.
- ¡Ya regreso mamá!
- ¡No olvides abrigarte, hace frió!
En la puerta de José, Maria se detiene y respira hondo, no pensó mucho en que decir pero
debe decir algo y pronto. Toca la puerta con suavidad, los pasos de José se oyen llegar
lentamente; cuando hay algo por decir, en especial unas disculpas, como que todo pasa muy
despacio. La puerta se abre.
- Hola.
- Hola.
Maria se muerde los labios mirando a José. Los ojos de José, siempre cuestionando sus ojos,
parecen esperar que diga algo.
- Yo… lo siento. Me distraje y olvide el recital. De verdad quería verte danzar pero…
Las manos de José toman el rostro de Maria, y sin darse cuenta sus palabras son apagadas por
un dulce beso sobre los labios.
- No importa, podemos ir otro día. ¿Quieres pasar? Mamá preparó chocolate caliente y
galletas, como te gusta.
- Yo… debo ir a la universidad. Te veo en la tarde… ¿Esta bien?
- Esta bien, princesa.
El rostro de Maria, más pálido que siempre, huye torpemente a la mirada de José; José sonríe,
suelta su mano y evitando la vergüenza de Maria, entra a su casa y cierra la puerta. Maria más
turbada que antes se aleja caminando lentamente; sus pasos esta vez no la hacer ver cual hoja
de otoño, más bien pareciese una pequeña piedra empujada por la fuerte brisa del reciente
invierno.
El mundo se ha vuelto loco, Antonio le ha declarado su amor, José le ha robado un beso, e
Ignacio… Ignacio no escribió esta mañana. ¿Como puede estarse tan seguro, tanto tiempo, de
que algo funciona como lo esperas, y que descubras un día simplemente que no es cierto?
¿Que nunca lo ha sido? Pasar desapercibida era lo único que en verdad creía Maria que hacia
bien, y sencillamente parecía no estar funcionando, ni haber funcionado nunca antes.
No vale la pena poner resistencia
Dejarse llevar hace parte de todo esto… pero no es lo mismo dejarte llevar por aquello que
quieres, que por aquello que necesitas.
Días antes, una mañana, como cada mañana Maria regresaba de la tienda; encontrando a
Alejandro agradece la entrega de su nueva carta, al levantar la mirada para despedirse, ve a
José salir de su casa hacia el jardín, y como se había vuelto costumbre desde el día en que supo
su nombre, se dirigió hacia él para saludarle.
José era un hombre apuesto, alto, un poco delgado pero elegante, sus cejas abundantes y sus
ojos oscuros, hacían su mirada fuerte y atrayente, sus labios suavemente definidos imitaban
los pájaros que alimentaba en las mañanas y su piel trigueña parecía haberse dado baños de
sol en su tarea diaria de cuidar los jazmines. Con poco más de veintidós años vivía en su casa
con su madre, su padre murió cuando él tenía dieciocho y desde entonces sus estudios de
danza se hicieron más intensos y fructíferos con la necesidad de cuidar a su madre.
Cualquiera de las mujeres que conociera a José, moría del deseo de obtener una sola de sus
miradas o palabras; en los alrededores nadie conocía mucho de él más que su afición a la
danza y los jazmines, su esmerado cuidado por su madre y su intachable comportamiento de
caballero.
- Buen día José.
- Buen día Maria.
- ¡Lucen hermosos hoy tus jazmines, como siempre!
- Gracias… ¿te sucede algo?
- No,… ¿Por qué lo dices?
- Luces muy feliz, más feliz que siempre… o que alguna vez.
El rostro de Maria se sonroja. José se acerca a ella y levanta suavemente su rostro con su
mano.
- No agaches la cabeza, por nadie, ni por nada, y ¡sonríe! … te ves más hermosa si
sonríes. Aunque la verdad… siempre te ves hermosa.
El desconcierto en el rostro de Maria no podría ser más evidente; los ojos de José ataban como
un imán sus ojos. Maria no entiende lo que pasa, una extraña sensación recorre su vientre. Es
posible que sea la cercanía de José, piensa, eso ocurre a veces.
- Ah!... ahí estas… No podré hacer el desayuno si no me traes el encargo… hola José.
Alicia aparece de improviso para salvar a su hija de aquel extraño acontecimiento.
- Ya voy mamá. Te veo luego...
- … ¿Puede ser hoy?…
La pregunta detiene a Maria en mitad de su camino de regreso.
- Es difícil encontrarte de tan buen humor… no hay por que desperdiciarlo, ¿no crees?
- ¡No exageres! … no tengo clases hoy, podemos ir donde quieras.
- ¿Te parece si tomamos un café?
- Seguro… te espero entonces.
- Está bien… hablamos más tarde.
Maria regresa a su casa, su madre la espera con una sonrisa llena de picardía.
- ¡Tienes una cita!
- ¡Mamá!
- Sabes, eres grande y yo no lo sabía…
- Mamá… no es una cita, es solo… una invitación. José solo es amable.
- Está bien, como digas, en todo caso, me alegra que tengas una cita.
- ¡Mamá!
Alicia parecía llena de una inhabitual complicidad y alegría, si bien la individualidad de su hija
no parecía afectar quien era o quien podía llegar a ser, su constante soledad la preocupaba y
entristecía; muchas cosas podía dejar de vivir Maria si seguía negándose a conocer el mundo y
esta era la oportunidad precisa para que todo cambiara; José era un buen muchacho y era
posible que tuviera buenas intensiones con su hija.
…
La tarde fue esplendida, después de tomar un café, José lleva a Maria a conocer el teatro
donde danzará su grupo durante el invierno. Quien conociese a Maria, sabría que algo
diferente ocurría, la conversación con José era fluida, ambos hablaban de si mismos, de ambos
y de las cosas que amaban, hasta de las cosas que compartían, como la brisa y los jazmines
enredados en sus ventanas. José contaba a Maria como le gustaba escucharla cantar, se
quedaba en silencio, él y su madre adoraban su voz, que susurraba canciones cada noche a
través de su ventana.
- Cuando no cantas, entristezco, cuando lo haces, imagino a veces, que lo haces para
mí… para nosotros.
El rostro de Maria se sonrojaba ante aquellos halagos. José no permitía que bajase la cabeza al
sonrojarse y con la palma de su mano apoyada suavemente en su rostro, hacía que dirigiera la
mirada hacia sus ojos, se quedaba en silencio por segundos infinitamente eternos, luego
sonreía con picardía como quien comete una travesura y continuaba caminando.
El camino a casa estuvo algo silencioso, la tarde parecía haber sido tan larga, y tantas cosas
parecían haberse dicho, que ahora solo restaba regalarse un poco de silencio. José parecía en
calma; Maria un tanto confundida pensaba en lo diferente que se sentía hablar con alguien de
esa forma, hablar de si misma, hablar de otras cosas, escuchar sobre él, conocer todo aquello
que se negaba a conocer, todo aquello a lo que temía y que después de todo no era tan malo.
- Maria, prométeme algo ¿si?
- Si, dime…
- Promete que no será esta la última vez que pueda estar así, contigo.
- Por supuesto, no será la última vez, no lo será si tú así lo quieres, por que yo también
lo quiero. Debo entrar a casa, deben estar esperándome.
- Te veo mañana.
- Por supuesto, como cada día a través de mi ventana.
Después de un abrazo Maria entra en su casa. Parecía increíble que un vínculo de afecto y
confianza pudiera crearse tan pronto. José era un buen muchacho y su compañía infundía en
Maria tranquilidad, y empezaba a provocar en ella sin que se diera cuenta, el profundo deseo
de no estar sola.
Colocando el mundo en su sitio
Hay cosas de las que no esperas mas de lo que son, por que así, significan lo suficiente.
Esa tarde el camino de Maria no parecía llevarla a ningún lado, después de mentir a José sobre
ir a la universidad, había caminado tanto tiempo sin rumbo que era probable que ahora no
supiese exactamente donde estaba.
Se la había pasado recordando en que forma José había entrado a hacer parte de su mundo;
era su vecino y quien ponía la brisa con olor a jazmín que tanto le gustaba disfrutar en las
mañanas; era un joven amable y apuesto, caballeroso y muy atento con ella, habían
compartido muchas tardes y mañanas desde el día en que se prometieron ser amigos, tanto
así que José le había pedido ir como invitada de honor en compañía de su madre, al estreno
del recital de danza en el que participaría. Muchas cosas recordaba Maria, pero por mas que lo
intentaba no conseguía descifrar en que momento José, había confundido su amistad y
compañía con el deseo de que existiese algo mas entre los dos. Ella no podía asegurar que no
le atraía, tampoco afirmar que nunca desearía tener algo con él, pero en ese momento lo veía
de otra forma. Maria disfrutaba mucho de la compañía de José, el se había vuelto importante
para ella, era su confidente, lo sabia casi todo o lo poco que tenia para contar, ella le profesaba
un profundo afecto y solo sabia que estar a su lado le producía una tranquilidad infinita, pero
su cabeza se hallaba encaprichada con la idea loca del amor a Ignacio y sobre Ignacio, José no
sabia nada.
Quizá creer que estaba enamorada de Ignacio era una locura, pero ella no podía evitar la
necesidad y ansiedad que le producía esperar sus cartas cada mañana y la alegría que le hacia
palpitar el corazón y reventar el vientre en mariposas, y eso era lo que creía ella que era el
amor, o quizá lo que en ya muchas de historias, el mismo Ignacio, le había enseñado a creer
que era el amor.
Sobre Antonio Maria no tenía mucho que pensar, a penas conocía su rostro y de su voz solo
sabia que resonaba en su cabeza como un murmullo que no se detenía y que ahora parecía
repetir una y otra vez cuanto la quería y esperaba. Ella no sabía que sentir, o más bien no sabia
que era lo que sentía, pensar en Antonio parecía dispersar todas sus dudas y sentir ganas de
buscarlo y de decirle que quizá, ella podría llegar a amarlo, pero es que era una locura, ella no
sabia nada sobre él, sin embargo cuando lo recordaba dudaba sobre la idea de encontrar a
Ignacio y recuperaba el a veces muy triste sentimiento de que ninguna de sus cartas eran para
ella, a diferencia de la carta de Antonio.
A veces, lo que mas difícil se hace de vivir, es el que tantas personas esperen cosas de uno y
que uno no tenga claro que espera de si mismo, o quizá, que las cosas que suceden sean algo
que uno no se espera, a veces, cosas para las que uno no esta listo, y eso era lo que le sucedía
a Maria.
Después de mucho tiempo de huirle a todo lo que le estaba pasando, se encontraba de
repente con la idea de que dos personas le querían, mientras su corazón luchaba fuertemente
por un conservar la esperanza de un amor que solo conocía su imaginación y alimentaba su
deseo.
Maria detuvo su marcha, era tarde y no sabia donde estaba; para ese momento había tomado
suficientes decisiones, debía hablar con José sobre sus sentimientos y responder una carta, era
hora de regresar a casa. Maria aligero su paso, las brisa fría comenzaba a convertirse en lluvia,
las luces de los autos se veían opacas y parecían jugar sigilosamente entre la niebla que
empezaba a cubrir la ciudad.
Tratando de ubicarse Maria busca el nombre de la calle en la que se encuentra, un letrero
verde apenas visible entre la niebla señalaba: “Calle de los Sauces”, el mundo entero parecía
detenerse ante los ojos de Maria, era la calle de los sobres, el lugar a donde Ignacio enviaba
sus historias, no tenia idea de cómo había llegado hasta ahí, su corazón palpitaba
aceleradamente como si fuese a ser descubierta en su delito, y una impresionante necesidad
de buscar la casa en la cual habitaba el destinatario de las cartas de Ignacio la detenía en aquel
lugar sin que se diera cuenta; sabia que después de encontrar aquella casa debía regresar a
entregar todas sus cartas y su corazón se oprimía fuertemente en el pecho, como solo el
corazón de alguien bueno podría hacerlo, al saber que perdería lo que mas amaba, producto
del respeto por el que su amor debía regresar a quien era su verdadero dueño. De repente se
oye un fuerte ruido, algunas luces se ven perder su sitio como si volaran al firmamento. El
cuerpo de Maria queda tumbado sobre la calle, un auto no la ha visto en su distraído paraje y
la arrolla de improvisto.
Algunas cosas pierden su destino, algunas veces se nos enseña que aunque podamos tomar
muchas decisiones, no podemos ser como en las historias, dueños del tiempo y del destino.
Reflejos o Espejos
A veces no vale de mucho poner todo en orden, a veces todo tiene su propia forma de estar, en
desorden.
Todo el mundo daba vueltas en la cabeza de Maria, a parte de sus ya muchos pensamientos y
decisiones, el dolor en su cuerpo la hacia pensar que algo malo había sucedido, aunque si
fuese así, se vería mucho mas blanco, algún par de enfermeras y un doctor o un ángel en
definitivas cuentas; pero de todo eso no había nada, no estaba muerta o enferma, solo parecía
estar en un lugar que no conocía y el cuerpo le dolía mucho.
En el centro de la habitación se lograba ver una pequeña chimenea encendida, algunos
muebles alrededor del sofá en el que se encontraba acostada y un jarrón con jazmines en el
centro del salón. Su cuerpo se encontraba envuelto en un edredón de algodón suave y su
cabello reposaba disperso sobre una almohada blanca.
- Por fin despiertas. Me tenías preocupado. ¿Estás bien?
- ¿Donde estoy? ¿Quién es usted?
- No te preocupes, trata de descansar. Tuviste un accidente, alguien te arrolló y no
parece haber sido lo suficientemente valiente para ayudarte, afortunadamente no te
pasó nada. Estaba cerca y te traje a casa.
- Gracias,… es usted muy amable.
Los ojos de aquel extraño se quedaban fijamente en el rostro de Maria, algo familiar había en
ellos, pero con su malestar Maria no distinguía muy bien en quien la hacia pensar.
- Eres igual a tu madre, hasta pareciera que su corazón se refleja en tus ojos.
- ¿Mi madre? ¿Usted la conoce?
- Así es…
La puerta de la habitación se abre, otro hombre igual de apuesto que el primero y a quien
Maria tampoco conoce, entra en la habitación.
- Es tarde y deben estar preocupados por ella.
- Tienes razón. Maria, es mejor que te arregles, te llevaremos a casa, tu madre debe
estar impaciente.
- Aquí esta tu ropa, ya esta seca.
Maria asiente con la cabeza, es muy tarde y su madre debe estar inquieta por su ausencia. Los
hombres salen de la habitación, afuera hay alguien mas con quien hablan. Al terminar de
vestirse Maria sale del salón, la luz mas intensa enceguece sus ojos, está débil y parece no
poder mantenerse en pie, los brazos de alguien la ayudan a sostenerse, mientras le susurra al
oído.
- Me preocupaste… si te perdiera ahora, no sabría que hacer con mi alma.
Maria mira el rostro de quien le habla, es Antonio, sus ojos gris profundo, reflejan la
preocupación de aquel que teme perder todo aquello que ama.
- Ahí tienes a quien te ha cuidado todo la noche sin descanso. Si alguien me amase de
esa forma…
- Calla Francisco, no la asustes, suficiente he hecho hoy para que eso pase. Vamos, te
llevaremos a casa, todo estará mejor pronto.
Que el mundo se empeñe en cambiar tu vida es una cosa, que se empeñe en enloquecerte es
otra, piensa Maria y suspira, mientras camina hacia la puerta tomada del brazo de Antonio.
…
El camino fue tan corto que Maria ya no reconoce a que punto ha llegado su malestar.
Ayudada por Antonio sale del auto y camina hacia la puerta de su casa, de repente esta se abre
y sale José acompañado de Alicia, sus rostros llenos de preocupación cambian por alegría al
verla.
- ¡Mi niña! ¡Cuanto me preocupaste…!
- Princesa, que alegría que estés bien…
Después de que Alicia abraza a su hija se dirige a Antonio, este un poco turbado con el abrazo
y beso que le da José a Maria, no consigue prestarle mucha atención.
- ¡Ven Princesa! Te llevare a tu cuarto…
- No,… espera por favor…
Maria regresa hacia la puerta, ahí sigue Antonio de pie sin haberse movido un solo paso. Alicia
se encuentra hablando con Francisco de forma alegre y fraterna, agradeciendo el haber
cuidado de su hija.
El reflejo del rostro de Antonio dice todo lo que piensa, no necesita hablar de su alma, sin
embargo lo hace.
- Solo quisiera que lo que acabo de ver fuese un espejo y que yo fuese ese reflejo del
espejo.
- Por favor…
- No desgastes tus fuerzas, necesitas descansar… quizá… nos veamos luego,… quizá.
- Por favor, escucha…
- Debes descansar, adiós Maria.
Antonio se aleja hacia el auto, el mundo de Maria parece derrumbarse, nada esta en su sitio,
un dolor mas fuerte que nunca se apodera de su pecho y pierde la fuerza; José no ajeno a lo
dicho por Antonio esta cerca de ella y la lleva a su habitación. Maria no siente la fuerza
necesaria para permanecer en pie, de alguna forma todo ha terminado por estar donde ella no
quería que estuviese y no había en su mente nada con lo que pudiera cambiarlo ahora.
La Calle de los Sauces
Dicen que el mundo, es un pañuelo…
Al despertar Maria se encuentra un poco mejor, al lado de su cama esta su madre aun
dormida, los rayos de sol que entran por su ventana permiten entrever que hace mucho ha
amanecido.
- ¿A donde vas? No te levantes, aun no te encuentras bien.
- Debo hacerlo Mamá… por favor, debo hacerlo.
La preocupación en el rostro de Maria detiene a Alicia en su afán de retenerla, parece estar
decidida a no permanecer un segundo mas acostada esperando que la vida pasara de largo
como lo había hecho hasta ese día detrás de su cortina.
Maria no soporta el dolor de su corazón, la impotencia de su alma que se agitaba en su pecho
buscando una solución a todo el caos que parecía haberse armando de repente. A veces como
que sencillamente debes poner los pies de en la tierra; algo en el corazón de Maria había
cambiado esa mañana, no hay mas una pequeña esfera de cristal en la que nada duele, su
corazón ha sido tocado y todo aquello por lo que quiere luchar no se encontraba en su
pequeño mundo rosa, se encontraba en esa calle, la Calle de los Sauces, que debía encontrar a
como diera lugar.
Después de caminar hasta la esquina de su casa, Maria se tropieza con Alejandro.
- Buen Día Maria.
- Buen Día Alejandro… mi madre recibirá la correspondencia, nos vemos luego.
- A donde vas con tanta prisa… ¡Espera! Quizá esto requiera tanta urgencia como lo que
te diriges a hacer.
Al regresar la vista hacia Alejandro nota que este no tiene su uniforme de trabajo y tampoco el
bolso donde las cartas de Ignacio llegan cada mañana.
- Se que no puedo hacer esto Maria,…
- De que hablas…
- No, un simple cartero no puede ser cómplice de una historia de amor… pero no como
quien trae tus cartas, si no mas bien como un hombre sufrió por amor un día y dejo ir
de su lado a la mujer que amaba sin saber al menos si ella podía corresponder a su
humilde amor… por favor, no permitas que él te deje ir… no, si tu le amas.
Maria no salía de su desconcierto, no entendía de qué hablaba Alejandro o prefería no
entender lo que decía; el mundo conspiraba para sacarla de sus cabales.
- Dios mió Alejandro… que dices...
- José Ignacio te ama, lo se… y te llora como solo un hombre enamorado llora por quien
ama.
- ¿Que cosa?
- Estoy seguro que ha escrito cada una de esas cartas con tanto esmero, como amor
profesa por ti…
- Alejandro,… hubiese querido decirte esto de otra forma… pero, esas cartas no eran
para mí, nunca lo han sido, Juan Ignacio ama alguien que no soy yo… y lamento mucho
haber usurpado el lugar de esa persona…
- ¿Quien es Juan Ignacio?
- ¿Cómo que quien Alejandro? Así me has dicho que se llama el remitente de las cartas
de amor que traes a mi puerta cada mañana.
- Su nombre no es Juan Ignacio, es José Ignacio, José Ignacio Maquiel.
- Bueno Alejandro,… en realidad no importa mucho como se llama, has confundido la
dirección de destino, no es a mi casa donde deberían llegar esas cartas.
- ¿Como? Culpa mi vejez de confundir un nombre, pero nunca de extraviar una carta, es
mi trabajo y lo que mejor se hacer.
- Pero mi casa no queda en…
Al querer explicarlo todo Maria se topa de repente con aquel letrero verde que provoco el
accidente el día anterior. Su esquina, la calle de su casa, era la Calle de los Sauces. Eso de
andar distraído a veces puede hacer que pases desapercibido algunas cosas, y puede hacerte
sentir a veces que vas muy lejos, cuando en realidad te has quedado dando vueltas en círculo,
como si caminases dentro del pequeño mundo del que no salen tus pensamientos.
- Eran para mí…
- Siempre lo han sido Maria, y no solo las cartas también su corazón…
- Ay Alejandro,… El mundo parece haberse vuelto loco… ¿Qué es lo que hace que la vida
cambie en un solo instante?
- Nos pasa a todos, dulce Maria, y se llama amor.
Ahora no hay un lugar a donde ir, Antonio esta tan cerca como no se lo esperaba. Tan segura
que estaba de poder reconocer la casa en la que había estado el día anterior si encontraba esa
calle, y ahora que la tenía ante sus ojos parecía ser un lugar sencillamente diferente; toda su
vida había vivido en esa calle y sin embargo desconocía el nombre que tenia y hasta las
personas que habitaban cerca, como si de verdad hubiese vivido en una esfera de cristal, como
si victima de su invento hubiese podido olvidarse de todo lo demás que la rodeaba, mientras
que nada de lo que la rodeaba era ajeno a su existencia. Hasta las cartas de Ignacio eran para
ella, las cartas de José Ignacio Maquiel; no podía existir otra persona amándola sin que ella
supiese quien era, era una locura pensar en ello; lo que si era probable es que estuviese
mucho más cerca de lo que ella se imaginaba.
Después de la tormenta, llega la calma
Si la historia va a ser triste… así tenía que ser… las historias tristes son eternas...[1]
Maria regreso a su casa y a su habitación, la noticia de las cartas de Ignacio y el que Antonio no
estuviese tan lejos como pensaba le había hecho caer en cuenta de las pocas fuerzas que tenia,
o quizá de las pocas que necesitaba sabiendo que no estaba tan lejos como pensaba, era
preciso descansar y reponerse, puesto que ahora hasta la posibilidad de que Antonio fuese
quien escribiera las historias, hacia palpitar su corazón con tanto ímpetu como para acabar sus
pocas fuerzas.
…
Durante ese día recibió algunas visitas, entre ellas Francisco y el hombre que lo acompañaba la
noche anterior. Mientras hablaban con Alicia, Maria entendió el por que su madre los trataba
de forma tan fraterna. Francisco era el significado de aquel poema de su caja de tesoros y el
hombre que lo acompañaba, la razón de que el amor de su madre hubiese sido imposible;
después de todo algunas cosas podían ponerse en su lugar.
Francisco no hablo de Antonio, a pesar de que Maria con sus insistentes miradas, casi
suplicaba que dijera algo de él, pero Francisco era una persona demasiado prudente y se
notaba en sus miradas las respuestas que parecían decirle, que sabia lo que había pasado.
Después de que sus visitas se fueron, ya entrada la tarde, José llego a visitar a Maria, su rostro
lucia un tanto apesadumbrado.
- Hola Princesa.
- Hola José. ¿Te sucede algo?
- Nada, ¿Tu estas bien…?
- Me siento un poco mejor…
- Estarás mejor, de eso estoy seguro.
Entre las manos de José jugaba un sobre amarillo con arabescos dorados.
- … Que es lo que tienes entre las manos…
- Una carta… para ti…
- ¿Eres tu quien escribe para mi cada mañana…?
- Si, soy yo quien escribe las cartas. De alguna forma quería corresponder cada una de
las canciones que alegraba mis noches, y alegrar tus mañanas, quería que fuera un
regalo para ti… sabia que te gustaba leer por que te veía cada mañana a través de tu
ventana, solo quería hacer parte de tu vida,… de alguna forma, quería hacer parte de
tu vida.
Los ojos de Maria reflejaban toda la sorpresa que podía producir semejante noticia. Una
mezcla de sentimientos indescriptibles cruzaba por su cabeza; si, todo tomaba forma, pero
quizá, no de la forma en que ella lo esperaba.
- Se que estas un poco enferma, pero necesito que me acompañes al recital de danza.
De verdad lo necesito. Prometo entregarte esta carta en cuanto acabe el recital, si me
acompañas.
Maria no logro decir nada; este momento en su cabeza había sido diferente, quizá hubiese
dado mil gracias, esperado un abrazo quizá, pero el sentimiento del cariño que sentía por
Ignacio, José Ignacio, se chocaba fuertemente con el sentimiento de haber perdido Antonio,
solo por una confusión.
- Iré contigo, después de todo te lo había prometido. Se que quizá no esperabas esto de
mi, y espero sepas disculparme, pero necesito poner mi cabeza en orden, muchas
cosas han pasado últimamente.
- Lo sé, lo sé Maria.
No tardaron mucho en salir hacia el recital, a pesar de la insistencia de su madre, Maria decidió
acompañar a José, necesitaba dispersar su mente, y quizá el recital de danza podía lograr que
lo hiciera; algunas cosas necesitaban tomar forma y tener el tiempo suficiente para estar
claras; al menos Ignacio y sus cartas eran un misterio que ahora no tendría que solucionar.
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[1] Eduard Pereira – 22 de Marzo de 2006
“Y vivieron felices”, es final de cuento…
No siempre las confusiones son tan malas… a veces te pasan cosas que deseabas pero no
esperabas.
En la entrada del teatro Maria se despide de José, entra al auditorio y se encuentra con
Francisco.
- Hola Maria. ¡Que gusto verte de nuevo hoy! Parece que estas mejor. No sabia que te
gustara la danza.
- Son muy bonitos los recitales, pero vengo a acompañar a… alguien…
- Entiendo…
Maria siente que a cometido un error, decirle a Francisco que alguien la acompañaba la hacia
sentir como si le afirmara a Antonio que en verdad estaba con José. Sintiéndose aun un tanto
incomoda Maria decide sentarse con Francisco para observar el recital; este notando su
incomodidad prefiere no hablar de su hermano, Antonio.
La danza estaba preciosa, la música y el teatro envolvían la historia de un amor imposible que
solo hacia que Maria pensara más en Antonio y que en verdad no prestara mucha atención a lo
que sucedía.
Después de terminada la escena final Maria se dirigió hacia los camerinos en busca de José,
Francisco la acompaño y se quedo fuera, todo dentro era alegría por que el acto había salido
maravilloso. Entre la multitud Maria tropieza con uno de los bailarines.
- Disculpa, ¿te lastimé?
El cuerpo de Maria algo débil cae frágilmente y se apoya sobre las manos de aquel personaje;
los ojos escondidos tras la mascara brillante la hacen perder el aliento.
- ¿Antonio?...
En ese momento José llega al encuentro de María; Antonio ayuda a Maria sostener y se
despide.
- Ha llegado quien buscabas. Los dejo.
- Espera Antonio…
La voz de José detiene a Antonio en su escape.
- Aunque te parezca extraño necesito que estés aquí, y necesito que me escuches,… que
ambos me escuchen.
Maria y Antonio lucen confundidos, sin embargo ninguno de los dos se atreve a mirarse.
Entendiendo que lo que deben hablar es serio los tres se alejan del ruido y la gente. Cuando
están solos José entrega el sobre amarillo a Maria; Antonio reconoce aquel sobre de arabescos
dorados.
- José, somos buenos amigos, pero de verdad no necesito presenciar esto.
- Créeme… lo necesitas. Solo espera por favor…
Maria abre el sobre, la carta con la siempre elegante letra de José, escribe:
Maria… decidirse a escribir esta carta no ha sido algo fácil, sabe Dios cuantas veces he
intentado llamar tu atención sin poder lograrlo, y es que a veces estas tan sumamente
lejos, que no sé si sea eso lo que te hace tan extremadamente hermosa… como si
fueses un misterio, que atrae e incita tímidamente a ser descubierto.
El rostro de Maria mucho más confundido que antes, los mira a ambos. Antes de que pueda
preguntar algo, José continúa.
- Si, yo escribí tus cartas,… pero no soy el dueño de las historias que hay en ellas…
Siempre te pedí que me permitieras sacar una copia de tus historias durante los
ensayos; sabias que deseaba profundamente alegrar la vida de alguien y me lo
permitías; esa noche mientras escribía tu ultima historia, doblada entre las hojas de tu
libreta encontré esa carta, encontrar el nombre a quien iban dirigida no me dijo
mucho; para mi, solo era un personaje mas como el de todas tus historias,… y era la
forma perfecta de declararle mi amor a quien empezaba a querer con toda mi alma; tu
sabes que no he sido muy hábil con las palabras,… también, que no soy un hombre
malo,… y al ver en el sobre la dirección de la casa a la que iba dirigida, comprendí que
Maria, era aquella a quien tu amabas… nunca envié esa carta, Antonio, te lo juro,…
solo sé que en mi miedo de perderla, me hice dueño de besos que ella nunca me ha
entregado. Pero sé reconocer mi derrota, y la conozco tanto a ella, de verla sonreír y
hablar de sus sueños, que reconocí también, como el que te fueras esa noche de su
casa, confundido ante mi presencia y conducta, opacaba la alegría de su corazón.
Quiero que sepas, Antonio, que nunca usurpe tus historias, ni me hice su dueño,
siempre tu seudónimo iba en cada uno de ellas,… yo solo quería… hacerla sonreír,…
por que yo, amo su sonrisa.
El cuerpo de Jose parecía perder fuerza con cada palabra que decía, Antonio se acerco a él y
mirando sus ojos, sin decir una palabra, agradeció el gesto de amor que tenia con Maria y la
infinita muestra de amistad que le había entregado. Solo el corazón de alguien que amase a
Maria tanto o mas José, podía entender lo que estaba sintiendo.
- Bien, este es el momento de irme y dejarlos solos,… espero Maria, que sepas
perdonarme,… y espero que hablemos otra vez, como siempre lo hemos hecho.
José abraza a Maria afectuosamente y se aleja, para dejarla con Antonio. Una fuerza extraña se
apodera del cuerpo de Maria, el corazón se oprime y palpita más lento. Antonio se acerca a
Maria y toca su mejilla tiernamente, y al contacto de esta con su rostro, también sus labios se
acercan a ella, el mundo pierde el suelo y el tiempo pierde significado; después de todo en un
mundo tan propio y pequeño, todo puede ser, como uno quiere que sea.
…
Los cuentos de Antonio fueron publicados, y todos, inclusive Alejandro, fanático de sus
historias, tuvieron una copia de su obra. En la dedicatoria del libro se podía leer:
“A Maria, mi Maria, como no hacerlo, si al fin de cuentas estamos hechos de la misma
esencia.
A ti José... no preciso decir más...
Ignacio M.” [1]
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[1] Eduard Pereira – 28 de Marzo de 2006