Me quedo con el garcía márquez periodista
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Secretaría de Educación
NÚCLEO DE DESARROLLO EDUCATIVO
San Juan Girón Me quedo con el García Márquez periodista GABO … el periodista
'Me quedo con el García Márquez periodista',
Por: JUAN GOSSAÍN |
La solemnidad del Nobel acabó con la lozanía del muchacho
desconocido.
No pudo escoger otro día: tenía que morirse un
jueves santo. Escribo agobiado por el peso de
semejante
noticia. Su
fallecimiento
demuestra que
Gabriel García
Márquez es
inmortal, pero
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no era inmorible. La verdad es que se volvió inmortal
mucho antes de morirse.
Puesto a escoger entre el novelista genial y el
cuentista magistral, prefiero quedarme con el
periodista que escribió el relato de aquel náufrago
que estuvo doce días a la deriva, pero que además se
atrevió a meterse en las selvas del Chocó y en las
ciénagas embrujadas de La Mojana buscando
historias para sus crónicas. En estas mismas páginas,
hace ya muchos años, más de los que mi corazón
puede resistir sin un suspiro de nostalgia, escribí
sobre ese tema. Siempre he tenido la impresión de
que a García Márquez le pasó en el periodismo lo
contrario que en sus novelas: sus mejores crónicas
son las de los primeros tiempos, cargadas de
juventud y espontaneidad, frescas como el rocío de
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la mañana, escritas en una época de audacia
desprevenida, antes de que llegara la fama con su
estropicio. No lo maniataban en ese entonces las
precauciones que la gloria impone a sus víctimas.
Lo que el paso de los años le hizo ganar al novelista
insuperable en destreza y madurez se lo quitó en
naturalidad y candor al periodista. Las razones de
ese cambio se le salieron a él de las manos: no es lo
mismo el reportero adolescente, anónimo pero
talentoso, lleno de sueños y arrestos, brioso y
animoso, inclusive irreverente, suelto de madrina,
como decía su abuela, que un hombre abrumado por
el peso de su propio prestigio y por sus
responsabilidades literarias y políticas, a las que él
tanto respetaba.
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Los primeros años
En sus años juveniles escribía lo que quisiera y como
quisiera, sin necesidad de pesar cada palabra en una
balanza de joyero porque tenía que llevar a cuestas
la pesada cruz de su reputación. “Qué tiempos
aquellos en que ser irresponsable no era un peligro”,
exclama, con apropiada añoranza, un personaje de
Hemingway, ese otro periodista grande.
De modo que, para mi gusto montaraz de lector
cerrero, el mejor periodista que hay en García
Márquez no es el que en su edad madura
entrevistaba a reyes y departía con mandatarios. Es
el que va de las glosas iniciales en El Universal de
Cartagena, a finales de los años 40, hasta la epopeya
del marinero Velasco en El Espectador, empezando la
década del 50, y pasando por los textos insuperables
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que había escrito en El Heraldo de Barranquilla,
escondido en el seudónimo de ‘Septimus’, que tomó
en préstamo premonitorio de una ilustre colega suya,
la señora Virginia Woolf, nada menos.
Pasaron diez años apenas entre una cosa y la otra
antes de que el novelista le quitara el resuello al
cronista, pero son suficientes, cuando se tienen
talento y ambiciones, para echar los cimientos de
una obra perdurable y sólida, aunque sea en el
periodismo, que es por excelencia la flor de un día
que se muere al atardecer. Ya el sabio filósofo
musical del Caribe lo dijo mejor que nadie: no hay
nada más viejo que el periódico de ayer.
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El arca de Noé
En sus relatos de aquellos tiempos del génesis,
cuando Macondo aún no había nacido, está completo
el mundo abigarrado de un cronista genuino. Es un
zoológico humano, pintoresco, disparejo y mágico. Es
el arca de Noé: vendedores de paletas, actrices de
cine, futbolistas brasileños, puticas de barriada,
crímenes pasionales, cables curiosos con noticias
internacionales.
A la manera de las ‘Gotas de tinta’ que Luis Tejada
había escrito en la generación anterior, las de García
Márquez fueron extrañamente breves, concisas y
apretadas, más parecidas al aguafuerte de un
fotógrafo de parque que a una crónica propiamente
dicha. Los lectores avisados podían descubrirle el
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andamio a la obra gracias a la impericia del novato
que la escribía: se le nota a leguas el afán
tremendista, las ganas de causar efecto, la frase
hecha, el alarde retórico, la pirotecnia verbal. Ni
para qué decir que en ese entonces el joven aprendiz
de mago estaba encandilado por las greguerías y
piruetas del lenguaje, que hizo célebres don Ramón
Gómez de la Serna.
El relato de un náufrago
Ese ciclo se cierra, vuelvo y digo, poco antes de su
viaje definitivo a Europa en 1952, como enviado
especial de El Espectador, con la que habría de
convertirse en la nave capitana de su flota
periodística: el relato del marinero que estuvo diez
días a la deriva, sin beber ni comer más que agua
salada y la suela de su propio zapato de caucho.
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Lo digo sin ningún titubeo: es el relato más
portentoso que se ha escrito en la prensa
colombiana. Sin embargo, y a pesar del amor de
periodista que le profeso a ese texto, nunca he
podido quitarme de encima la impresión de sentir
que quien habla a lo largo de sus páginas no es el
marinero heroico, sino el cronista García Márquez,
quien por esos días empezaba a decir que “el
periodismo no es más que literatura hecha a la
carrera”.
Discrepé siempre de esa afirmación porque, a partir
de la zozobra arqueológica que me produjo ese
hallazgo, aprendí por mi propia cuenta cuál es la
diferencia imborrable entre periodismo y literatura:
los protagonistas de las novelas se llaman
personajes, pero los protagonistas de las noticias se
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llaman personas, gente de carne y hueso, con su
propio acento y sus palabras, con uñas y pellejo. Me
parece, por el contrario, que el náufrago habla como
un personaje, como hablaría después el coronel
Aureliano Buendía rumbo a alguna de sus incontables
guerras.
Nace el novelista, muere el periodista
La gloria tiene un precio y la inmortalidad también.
En el caso de García Márquez, el precio lo pagó el
cronista y con la gloria se quedó el novelista. Treinta
años después de aquella época en que fue reportero,
feliz e indocumentado (y las tres cosas son un
pleonasmo, o un trionasmo, para ser precisos),
convertido ya en el más grande de los escritores
vivos, heredero y mayorazgo de don Miguel de
Cervantes, patrimonio de su gente y de su lengua,
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contertulio de príncipes y mendigos, leído en los
arrozales chinos y admirado en los fiordos de
Noruega, coleccionista de relojes baratos de
pulsera, sus crónicas posteriores a la explosión
nuclear del Premio Nobel no volvieron nunca a ser lo
que fueron cuando dormía por cincuenta centavos la
noche en los hoteles de meretrices de Barranquilla.
Perdió el desenfado del muchacho, mientras que el
calor humano del desparpajo fue sustituido por una
profundidad fría y cautelosa. La maestría desplazó a
la sonrisa. Para comprobarlo basta con leer el
carnaval que García Márquez desató en El Heraldo
con una vaca que andaba suelta una tarde de viernes
en el Paseo Bolívar de Barranquilla, toreada por
taxistas y borrachos en mitad de la calle, y cotejarlo
luego con sus crónicas posteriores al Nobel, como los
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apremios sexuales del presidente Clinton, un viaje en
avión con Hugo Chávez o los éxitos de la cantante
Shakira, en las que campea el talento de siempre,
aunque falta el fuego de antes.
Epílogo
Los motivos de esa transformación son aplastantes
pero obvios: la crisálida del periodismo se convirtió
en la mariposa de la literatura, más vistosa pero
menos divertida. La solemnidad del Nobel acabó con
la lozanía del muchacho desconocido.
Lo bueno, a pesar de todo, es que su trabajo de
periodista, el de los primeros años, cuando era tan
pobre que escribía sus apostillas en el reverso de los
boletines de prensa que la embajada norteamericana
mandaba a las salas de redacción, también quedó
atesorado ya en varias antologías, salvado para la
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posteridad que se merece y a buen recaudo de las
polillas y el olvido.
Muchas de esas crónicas pueden darse la mano con
Cien años de soledad, hablarle de tú a tú, mirarla
decorosamente a la cara y codearse con ella en la
biografía de su autor. Porque también en el
periodismo, como en todas las bellas artes, hay que
decir que un hombre es un hombre cuando su obra le
sobrevive.
EL TIEMPO, 19 de Abril del 2014. JUAN GOSSAÍN