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LOS PROFETAS DE ISRAEL
1. EL FENÓMENO PROFÉTICO EN ISRAEL
Sacerdotes, sabios y profetas
Después de la conquista de la tierra prometida, con la introducción de la forma
de gobierno de la monarquía, el personaje más importante es el rey. Después del rey,
tanto desde el punto de vista religioso como literario, le siguen los sacerdotes, los sabios y
los profetas. Estos tres grupos introducen en Israel tres corrientes espirituales y culturales
bien definidas, en torno a las cuales gira la vida espiritual y cultural del pueblo.
Los sacerdotes
Los sacerdotes viven en los santuarios religiosos del país: Silo, Jerusalén, Betel.
Pero con la centralización del culto en tiempos del rey Josías, la mayoría del personal
sacerdotal se concentra en Jerusalén (2Re 23).
Los sacerdotes ejercían una triple función: cultual, oracular y enseñanza de la ley.
El pueblo acudía a los santuarios, no sólo para orar, ofrecer sacrificios e incienso, sino
también para consultar a Yahvé cuestiones personales, aprender las tradiciones y conocer
la ley. Poco a poco fueron abandonando el ejercicio de la enseñanza y la función oracular
para centrarse en el culto. Con la destrucción del templo su función cultual desapareció y
fueron sustituidos por los rabinos, los maestros de la ley.
El sacerdote es el representante de Dios ante los hombres y de los hombres ante
Dios. En otras palabras, ejerce la función de mediador. El sacerdote no lo es por
vocación personal, sino por pertenecer a una familia determinada o a una tribu. A ellos se
debe buena parte de la literatura del AT (por ejemplo, los salmos para la liturgia).
Los sabios
Los sabios propagan una enseñanza o sabiduría humana, fruto de la razón, de la
experiencia diaria y del sentido común. Durante los primeros siglos en Canaán, el pueblo
de Israel estaba dedicado casi exclusivamente a la guerra, sin tiempo para cultivar las artes
y la ciencia. Con la creación de un estado seguro y pacífico, en tiempos del rey David,
surgió un florecimiento cultural importante. Una de las instituciones más importantes era
la escuela de los escribas, donde se formaban los jueces, los ministros, los embajadores y
el personal administrativo del país. Estas escuelas eran también verdaderos centros de
ciencia y cultura.
La instauración de la monarquía trajo consigo la introducción de la corriente
sapiencial dentro de Israel. Esta corriente sapiencial apoyaba una política de apertura,
partidaria de alianzas con los pueblos vecinos, la cual era contraria a la fe y confianza en
Yahvé defendida por los profetas. También ponía en peligro la pureza del monoteísmo
Yavista, pues toda apertura significaba dejarse influenciar por otras creencias religiosas.
Los profetas y sacerdotes ayudaron a purificar a la corriente sapiencial de todo
elemento contrario a la fe en Yahvé, dando lugar a los libros que llamamos ‘sapienciales’.
Los profetas
Lo que diferencia sustancialmente al profeta de los sacerdotes y sabios es su
carácter carismático, es decir, su vocación, el haber sido llamado y elegido por Dios para
una misión concreta. Los profetas están absolutamente convencidos de que Dios les ha
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llamado para hablar a los demás en su nombre, de ahí que encontremos en varios de
ellos los relatos de su llamada o vocación.
El profeta es el portavoz de Dios, el personaje a través del cual Dios comunica su
mensaje al pueblo. Es el defensor de la alianza pactada en el Sinaí, basada en el culto al
único Dios y en la práctica de la justicia y el amor con el prójimo. Por eso, cuando
empiezan a desintegrarse estos principios básicos, surgen los profetas para luchar con
energía contra la idolatría y la inmoralidad del pueblo o de sus representantes. Pero sus
denuncias, sus amenazas de castigo divino y sus invitaciones a la conversión, con
frecuencia, no fueron escuchadas, como veremos en las siguientes páginas.
1.1. ¿Es el profetismo un fenómeno exclusivo de Israel?
Siempre se pensó que el fenómeno profético era un producto propio y autóctono
del pueblo del Israel. Sin embargo, los recientes hallazgos arqueológicos han demostrado
que en diversos lugares del antiguo Medio Oriente existían fenómenos afines al
profetismo israelita. Algunos de los documentos encontrados en Mesopotamia (en la
ciudad de Mari) y en Canaán reproducen revelaciones de la divinidad y los medios que
ésta emplea para comunicar y transmitir sus proyectos a los hombres. El éxtasis, el trance,
la adivinación y la magia son algunos de los medios de comunicación preferidos por la
divinidad.
El movimiento profético en Israel, en sus remotos orígenes de los siglos XI y X a.
C., presenta ciertas semejanzas con este tipo de revelación extra-bíblica. Se puede admitir
la existencia de un fenómeno profético similar en el mismo entorno geográfico y una
cierta dependencia e influencia de éste en los comienzos de la profecía en Israel. Sin
embargo, los profetas bíblicos posteriores se distanciaron totalmente de esta forma de
revelación extra-bíblica, confiriendo a su actividad profética una originalidad y un
dinamismo sin igual en las culturas vecinas.
1.2. Panorámica del movimiento profético en Israel
¿Dónde comienza el profetismo bíblico? ¿Cuáles son sus orígenes? Una simple
lectura del texto bíblico en su conjunto nos llevaría a afirmar que Israel tiene profetas
desde sus orígenes. Abraham, en Gen 20,7, es honrado con el título de profeta (el
término hebreo es “nabí”), Moisés es considerado modelo auténtico de profeta (Nm
12,6-8; Dt 18,15.18; 34,10-12), María es profetisa (Ex 15,20) y en tiempos de los jueces
aparece la figura de la profetisa Débora (Jue 4,4).
Más tarde, entran en escena los grupos de profetas o “nebiim” (1 Sm 10,5-13 y
19,18-24). Éstos, por medio de la música, la danza, los movimientos violentos, los gritos,
la auto-aceleración, la concentración de la mente y la abstracción de cuanto les rodea,
entran en un estado de máxima excitación religiosa, éxtasis o trance con la finalidad de
testificar la presencia del espíritu de Dios en medio del pueblo elegido con el objetivo de
crear un clima de fervor y entusiasmo religioso-nacional. Estos grupos proféticos extáticos
y sus actitudes evocan una influencia de ambiente cananeo. Este profetismo colectivo
formaba una especie de clase social que vivía en comunidad bajo la dirección de un jefe,
a quien trataban de señor o de padre (2 Re 6,5; 6,21; 8,9; 13,14). Debían llevar un vestido
especial y otras señales externas que los distinguían de los demás (2 Re 1,8; 20,35-41).
A pesar de estos grupos proféticos extáticos, parece más seguro trasladar los
inicios del movimiento profético al siglo XI a. C., en tiempos de Samuel, el primer gran
profeta de la tradición bíblica. Con Samuel se introduce la forma de gobierno
monárquica y aparece la figura del profeta individual como experto en cuestiones divinas
y portavoz de la palabra de Dios. La actividad profética de Samuel es muy amplia:
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interviene tanto en cuestiones políticas (unción del rey Saúl en 1 Sm 10,1s) como en
cuestiones religiosas.
Desde los orígenes de la monarquía hasta el profeta Amós, s. VIII, se detectan
tres pasos básicos en la actitud adoptada por los profetas ante la figura del rey y de la
corte:
1. Cercanía física a la corte y distanciamiento crítico con respecto al monarca. Son
los llamados profetas de la corte, cuyos máximos representantes son Gad y Natán.
Están en relación directa con el rey David y nunca dirigen su atención al pueblo.
No podemos acusarlos de servilismo monárquico, pues también denuncian sin
reparos ni tardanza la conducta equivocada del rey. El caso más famoso es el del
adulterio de David con Betsabé y el asesinato de Urías (2 Sm 12).
2. Alejamiento progresivo de la corte. El profeta se va distanciando del rey y del
ambiente cortesano, pero sólo interviene en asuntos relacionados con el monarca.
Así actúan Ajías de Siló (1 Re 11,28-39: predice la división del reino; 1 Re 14,1-
19: condena a la casa de Jeroboam por sus iniciativas cultuales) y Miqueas ben
Yimlá (1 Re 22: predice el fracaso de Ajab y lucha contra el profetismo oficial),
demostrando que su compromiso no es con la casa real o con la corte, sino con la
palabra de Dios.
3. Distanciamiento de la corte y acercamiento progresivo al pueblo. El ejemplo más
eminente es el de Elías, y sus pasos los seguirá su discípulo, Eliseo. Estos profetas
se dirigen prioritariamente al pueblo (1 Re 17,9-24), aunque no dejan de
mantener contactos con el rey, pues ocupa el puesto central en la sociedad y en la
religión de Israel, y de su conducta dependen las cuestiones más importantes (1
Re 21). Este contacto entre pueblo y profetas aumentará con los profetas
posteriores.
A partir del siglo VIII, surge un fenómeno novedoso y original dentro del
movimiento profético: los profetas escritores. ¿Por qué nos han dejado su mensaje profético por escrito? La gran mayoría de los expertos coincide en afirmar que este
hecho no es fruto de la casualidad, sino de la presencia de un mensaje radicalmente
nuevo que no podía ni debía ser olvidado. Si los profetas anteriores aceptaban sin reparos
las estructuras vigentes de la sociedad y buscaban reformar los errores concretos, los
posteriores rechazan la idea del “reformismo” en su esencia para dar paso a una “ruptura
total” con las estructuras que están dañadas y corrompidas en su interior.
El siglo VIII es el siglo de oro de la profecía bíblica, con profetas de la categoría
de Amós, Oseas, Isaías y Miqueas. Su mensaje pretende ofrecer una salida a la
problemática social (desesperación de los pobres y corrupción de los ricos), política (el
imperialismo asirio y la división interna en partidos políticos) y religiosa (la idolatría y el
culto vacío y exterior).
En los últimos años del siglo VII emerge un nuevo grupo de grandes profetas:
Sofonías, Jeremías y Habacuc. La figura principal es Jeremías. La actividad profética de
este grupo está marcada por el sufrimiento y la desgracia: ante la negativa del pueblo a
convertirse, Dios impone el sometimiento a Babilonia. La corte, con el rey a la cabeza, se
niega a aceptar esta situación, precipitando al pueblo hacia la catástrofe definitiva: la
destrucción de Jerusalén en el año 587, la desaparición de la monarquía y la deportación
de sus habitantes.
Con la deportación a Babilonia, siglo VI, desaparece el tema de la amenaza y del
castigo, y se abre una nueva etapa donde los profetas Ezequiel y el Segundo Isaías hablan
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de consuelo y esperanza. Anuncian una renovación total en el aspecto político, social,
económico, religioso, etc. Su visión del futuro es muy ambiciosa y perfecta, se extiende
hasta los últimos tiempos, donde Dios canta victoria sobre los enemigos del pueblo.
En la época post-exílica entran en escena los profetas Ageo, Zacarías, el conjunto
de profecías conocido como Tercer Isaías, Malaquías y Joel. Su predicación se centra en
la reconstrucción de Jerusalén, del templo y en la esperanza de un futuro rey davídico
que dará la victoria al pueblo sobre los enemigos. Los relatos del Tercer Isaías son los
primeros rayos del amanecer de un fenómeno interesante: la profecía se va aislando
progresivamente de la situación presente y se refugia en el futuro, es el nacimiento de la
literatura apocalíptica. La producción profética de estos últimos años revela el ocaso del
movimiento profético, hasta su total desaparición.
¿Cuáles fueron las causas de su desaparición? No hay certeza absoluta sobre las
causas, pero podemos señalar algunas que tuvieron gran influencia en su declive:
1. La “canonización de la ley” (Pentateuco) hacia el siglo V. Conociendo la ley, el
pueblo conoce la voluntad de Dios y, por tanto, no es necesaria la palabra profética.
2. El empobrecimiento de la temática profética. Ésta ha abandonado el mundo
del presente histórico, para instalarse en un futuro de ciencia-ficción que no ofrece pautas
para resolver los problemas cotidianos, quizás porque los profetas del momento carecen
del carácter incisivo y determinado de los anteriores.
3. El pulular creciente de magos, adivinos y videntes que, en numerosas
ocasiones, el pueblo identificaba con los profetas. Esta peligrosa identificación hace que
el profetismo vaya perdiendo prestigio adquirido y caiga en el descrédito.
A pesar de la decadencia del movimiento profético, en Israel se seguía estimando
enormemente a los profetas del pasado y, al mismo tiempo, se comienza a percibir la
venida de un gran profeta en el fututo (ver 1 Mac 4,46; 14,41). Unas corrientes esperaban
a un profeta como Moisés (Dt 18,18); Otras, la vuelta del profeta Elías (Ml 3,23). Para los
cristianos, esta esperanza se cumplirá en las personas de Juan Bautista y Jesús.
1.3. ¿Qué es un profeta?
Al intentar definir la palabra “profeta”, ya desde el principio nos hallamos frente a
un problema terminológico. El término “profeta” procede del griego “profétes” con el
significado de “hablar en lugar de”, “ser portavoz de” o también “hablar ante alguien”,
“hablar en voz alta”. En hebreo se corresponde normalmente con la palabra “nabí”, pero
también traduce otros términos: roeh, “vidente” (1 Sm 9,9.11.18.19); hozeh, “visionario”
(2 Sm 24,11; Am 7,12); is elohim, “hombre de Dios” (1 Sm 9,6.7.8.10), etc. El término
más usado y el que se ha impuesto sobre los demás es sin duda el título “nabí”, de la raíz
acádica “nabu”, con el sentido de llamar o convocar. La forma verbal hebrea sería pasiva,
por lo que etimológicamente significaría “llamado” o “convocado” al consejo de Dios
para una vocación o misión determinada.
Del aspecto terminológico se desprende que el profeta no es una especie de
“adivino”, alguien que predice el futuro (concepción muy difundida en nuestros días). Sin
embargo algunos textos de la primera etapa del profetismo permiten afirmar que los
profetas estaban capacitados para conocer cosas ocultas y adivinar acontecimientos
futuros: Samuel encuentra las burras que se le perdieron al padre de Saúl (1 Sm
9,6.7.20); Elías presiente la muerte inmediata del rey Ocozías (2 Re 1,16-17); Eliseo sabe
que su criado ha aceptado dinero del ministro sirio Naamán (2 Re 5,20-27), etc. Estos
ejemplos muestran que los inicios del profetismo israelita estaban parcialmente ligados a
la adivinación.
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A partir del siglo VIII, la lucha de los profetas se centra en diferenciarse lo más
posible de los adivinos o de los videntes: Amós se enfada porque le llaman vidente (Am
7,12-16); Oseas protesta (Os 9,7); Jeremías y Ezequiel les dedican duros oráculos (Jr 27,9;
Ez 13,7.18). De esta lucha por diferenciarse de los adivinos, surge la concepción del
profeta como un “intérprete e iluminador del presente”: un hombre llamado e inspirado
por Dios para transmitir su palabra, orientar a sus contemporáneos en el camino recto y
denunciar las injusticias cometidas. Y si aparecen referencias explícitas al futuro, éstas
representan un juicio temporal del presente (Os 4,1-4; Jr 2,1-4), algo parecido a nuestra
expresión “si esto sigue así...”, para acabar con las esperanzas del pueblo (Am 5,18-27) o
para abrir un nuevo horizonte al pueblo desesperanzado (Am 9,11-12).
Aclarados los malentendidos, lo primero que se puede decir del profeta es que es
un hombre como los demás: elegido de entre el pueblo, de toda tribu, edad y condición
social. Conviene recordar que la profecía es un carisma o un don y como tal supera todas
las barreras existentes. Las barreras religiosas, porque no es condición indispensable ser
sacerdote para ser profeta; más aún, la mayor parte de los profetas eran laicos. Las
barreras de la edad, porque Dios irrumpe tanto en la vida de los adultos como de los
jóvenes y niños (el caso de Samuel, por ejemplo). Las barreras sociales, porque son
llamados por Dios para la misión personajes aristocráticos, como Isaías, pequeños
propietarios, como Amós, o simples campesinos, como Miqueas. Las barreras de la
cultura, porque no es necesario tener estudios especiales o doctorados para transmitir la
palabra del Señor. Las barreras del sexo, porque también se conocen profetisas, como
Débora (Jue 4) o Juldá (2 Re 22).
El profeta es un hombre como los demás hasta que un día Dios interviene en su
vida y le llama. No es profeta por propia iniciativa ni por sucesión hereditaria como los
reyes y los sacerdotes. Es Dios quien elige y llama al que quiere. Algunos aceptan esa
llamada sin pensárselo dos veces, como Amós: “habla el Señor Yahvé, ¿quién no
profetizará?” (Am 3,8), o Isaías: “heme aquí: envíame” (Is 6,8). Otros vacilan, ofrecen
resistencia al principio, como Jeremías: “mira que no se expresarme, que soy un
muchacho” (Jr 1,6). Al final, todos acaban cediendo a la irrupción de Dios en sus vidas y
ese libre consentimiento los constituye profetas, sin necesidad de ritos especiales como la
unción en el caso de los reyes y sacerdotes. Los ritos de tocar la boca con un “carbón
encendido”(Is 6,6), con la “mano” (Jr 1,6), o de “comer un libro” (Ez 3,1-6), no son más
que símbolos de la inspiración profética y de la grandeza de la misión, que consistirá en
ser la boca de Dios: “mira que he puesto mis palabras en tu boca” (Jr 1,9); “les
comunicarás mis palabras, escuchen o no escuchen, porque son una casa de rebeldía” (Ez
2,7). Desde esta perspectiva, el profeta es un hombre inspirado. Esta inspiración le viene
del contacto personal con Yahvé, por eso cuando habla, su único punto de apoyo, su
fuerza y su debilidad, es la palabra que el Señor le comunica personalmente, cuando
quiere, sin que él pueda negarse a proclamarla (“Así habla Yahvé” o “Oráculo del
Señor”). Pero el profeta no es un personaje pasivo. Aunque la palabra es de Dios, el
profeta pone al servicio de esta palabra recibida su inteligencia, su temperamento y su
imaginación. Esto se puede constatar al comparar, por ejemplo, el estilo literario refinado
de Isaías con el lenguaje rústico de su contemporáneo Miqueas.
La obligación de comunicar la palabra de Dios a sus contemporáneos convierte al
profeta en un hombre público. No puede retirarse a las montañas ni recluirse en el
templo para reflexionar y estudiar a fondo. Su lugar habitual es la calle, el mercado y la
plaza pública, allí donde la gente se reúne, pues el mensaje que proclama se dirige a
todos los estamentos de la sociedad: a reyes y sacerdotes, a jueces y comerciantes, a toda
clase de hombres y mujeres. En ocasiones su palabra alcanza incluso a las naciones
circunstantes (Am 1-2; Is 13-23). Este contacto directo y permanente con el mundo real le
permite conocer los problemas más urgentes del momento presente: sabe de las
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maquinaciones de los políticos, de las intenciones de los reyes, del descontento de los
campesinos pobres, del lujo y de la corrupción de los poderosos, de la vida relajada de
los sacerdotes, etc. Ningún sector de la sociedad le resulta indiferente, porque nada ni
nadie es indiferente a los ojos de Dios. Su mensaje profético manifiesta abiertamente la
voluntad de Dios para el hombre de todos los tiempos: practicar el derecho y la justicia
(Amós), abandonar las infidelidades y retornar al amor de Dios (Oseas), abastecerse de
una fe sincera y profunda en el Santo de Israel (Isaías), vivir en humildad y sencillez
(Sofonías), practicar la religión del corazón frente al formalismo ritual vacío (Jeremías),
etc.
Por el contenido de su predicación, el profeta es un hombre amenazado y su
misión resulta impopular y peligrosa. Deberá gritar la palabra de Dios a los oídos sordos
del pueblo, arriesgándose a no hallar una respuesta positiva entre los oyentes: “Tú eres
para ellos como una canción de amor, graciosamente cantada, con acompañamiento de
buena música. Escuchan tus palabras, pero no hay quien las cumpla” (Ez 33,30-33);
“Clama a voz en grito, levanta la voz como el cuerno, y denuncia a mi pueblo su rebeldía
y a la casa de Jacob sus pecados” (Is 58,1). Deberá meter el dedo en la llaga de la
sociedad, tendrá que ir muchas veces contra corriente y enfrentarse a los distintos grupos
sociales. A la predicación de los profetas se respondió a menudo con insultos y
calumnias: a Oseas lo acusaron de loco y necio; a Jeremías de traidor a la patria. Y de las
simples amenazas, se llegó incluso a la persecución, a la cárcel y a la muerte: Elías tuvo
que huir del rey en muchas ocasiones; Miqueas Ben Yimlá termino en la cárcel; Amós
fue expulsado del Reino del Norte; Jeremías pasó varios meses en la cárcel; Zacarías fue
apedreado en el atrio del templo (2 Cro 24,17-22); Urías fue acuchillado y tirado en la
fosa común (Jr 26,20-23); otros muchos profetas fueron exterminados en tiempos de
Ajab y Jezabel (1 Re 19,14), de Manases (2 Re 21,16) y de Joaquim (Jr 2,30; 26,20-23).
Esta persecución no fue provocada únicamente por los reyes y los poderosos, también
intervinieron en ella los sacerdotes y los falsos profetas. E incluso el pueblo se vuelve
contra ellos, los critica, desprecia y persigue.
Las amenazas externas tuvieron gran influencia en la vida del profeta, pero su
verdadero sufrimiento era interior. Dios le arranca de su actividad diaria, como a Amós o
a Eliseo, le cambia la orientación de su vida y le encomienda un mensaje, a veces, duro e
inhumano, teniendo en cuenta su edad (Samuel siendo todavía niño y su terrible misión
en 1 Sm 3,1-10) y las circunstancias ambientales en las que se encuentra (Dios anuncia a
Ezequiel la muerte de su esposa, pero no le permite hacer luto en Ez 24,15-24). No es
extraño que algunos, como Jeremías, llegaran a rebelarse en ciertos momentos contra ese
mensaje, si bien eran sólo crisis pasajeras: “la palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio e
irrisión cotidiana. Yo decía: no volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre. Pero
había en mi corazón algo así como un fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque
yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20,7-9; Ver también Jr 20,14-20).
1.4. Los medios de comunicación del profeta
El profeta ha sido llamado por Dios para hablar en su nombre a la sociedad de su
tiempo. Dios le comunica lo que tiene que proclamar por medio de visiones y de sueños,
éstos últimos fueron poco frecuentes en el profetismo clásico. Las visiones contienen el
mensaje de Dios al profeta y suelen ser de dos tipos principalmente: imágenes visuales o
sensoriales (por ejemplo, la visión del templo en Is 6) y comunicaciones intelectuales (uso
exclusivo de la palabra, sin imágenes). Pues bien, en este apartado nos proponemos
descubrir cómo transmite el profeta el mensaje divino a sus oyentes. Los tres medios de
comunicación más frecuentes son los siguientes: la palabra hablada, la palabra escrita y las
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acciones simbólicas. Aquí tratamos solamente la palabra hablada y las acciones
simbólicas; sobre la palabra escrita hablaremos en 1.6.
1. La palabra
El medio habitual de los profetas para proclamar el mensaje de Yahvé es la
palabra, de viva voz. El profeta es el hombre de la palabra. El mensaje que comunica por
medio de la palabra no es abstracto ni fuera de la realidad, sino totalmente plástico y
concreto, encarnado a fondo en las circunstancias históricas, culturales, políticas, sociales
y económicas de su tiempo. El profeta también se esfuerza por expresarse con belleza
literaria, por eso recurre con frecuencia al lenguaje poético, más denso y complicado que
la prosa, y a los juegos de palabras que resultan más atractivos para su público. Dicho con
otras palabras, el profeta no sólo tiene un mensaje importante que proclamar, sino que
además se esmera en decirlo lo mejor posible.
Sin embargo, lo que para los contemporáneos de los profetas era un mensaje,
unas veces de gran hondura humana y religiosa, otras de una dureza escalofriante, casi
blasfema, para nosotros podrían ser palabras que se lleva el viento, sin contenido especial,
porque nos falta un conocimiento básico de las motivaciones y circunstancias en que se
proclamaron. Por esto presentamos, a título de ejemplo, una adaptación de un texto del
profeta Amós llevada a cabo por José Luis Sicre:
“Marchad a Betel a pecar, “Marchad a Santiago a pecar, en Guilgal pecad de firme: en el Pilar pecad de firme: ofreced por la mañana sacrificios Acudid a misa todos los días, y al tercer día vuestros diezmos; ofreced vuestras velas y ofrendas, ofreced ázimos, encended el botafumeiro, pronunciad la acción de gracias, ardan los incensarios, anunciad los dones voluntarios, anunciad novenas, que eso es lo que os gusta, israelitas que eso es lo que os gusta, católicos -oráculo del Señor-” (Am 4,4-5) -Palabra del Señor-”
Si recitamos este pasaje en una eucaristía o en un acto penitencial, casi nadie
entenderá su contenido. La mayor parte de la gente no sabe qué es Betel ni Guilgal,
desconoce la expresión “ofrecer sacrificios”, ignora lo que son los diezmos, los ázimos y
los dones voluntarios. En definitiva, un auténtico fracaso. Pero si intentamos resucitar la
palabra profética de la manera señalada arriba, nos damos cuenta de la claridad y
concreción del lenguaje profético. Es un lenguaje que va al grano, sin abstracciones. Al
mismo tiempo sorprende la brevedad y concisión del contenido.
Para comprender en toda su magnitud la grandeza y dureza del mensaje profético
se necesita un conocimiento básico del ambiente profético y un estudio profundo de los
diversos géneros literarios empleados. Estos géneros proceden de distintos ambientes,
nos guían en la lectura de los relatos y dan una idea de la riqueza y vitalidad de la
predicación profética. Los géneros estrictamente proféticos son los oráculos, que con
frecuencia reflejan una condena contra un individuo o contra una colectividad. Junto a
éstos, conviven otros géneros específicos de otros ambientes: del culto, de la sabiduría
familiar y tribal, del ámbito judicial y de la vida diaria.
A. Los oráculos
Toda comunicación se establece en un proceso personal entre quien habla y
quien escucha. A partir del estudio de C. Westermann sobre los distintos destinatarios de
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los oráculos, distinguimos los tipos siguientes: Oráculos de condena contra un individuo
(en sí mismo o como representante de un grupo) y oráculos de condena contra una
colectividad (contra las naciones o contra Israel).
a. Oráculos de condena contra un individuo
Un ejemplo típico de oráculo de condena contra un individuo es el del profeta
Amós en su enfrentamiento con el sumo sacerdote de Betel, Amasías:
“Y ahora escucha tú la palabra del Señor. Tú dices: no profetices contra Israel, no vaticines contra la casa de Isaac. Por eso, dice Yahvé: Tu mujer se prostituirá en la ciudad, tus hijos y tus hijas caerán a espada, tu suelo será repartido a cordel, tú mismo en un suelo impuro morirás, e Israel será deportado de su suelo.” (Am 7,16-17)
El oráculo de Amós presenta la siguiente estructura: a) invitación a escuchar; b)
acusación; c) fórmula del mensajero; d) anuncio de castigo. El texto evoca un ambiente
de juicio: una falta o delito, un juez y una sentencia. La falta denunciada consiste en la
transgresión del antiguo derecho divino (prohibición de predicar la palabra de Dios). El
juez es el mismo Dios, que puede actuar incluso contra un rey, un sacerdote o una
persona corriente. Tras la fórmula del mensajero encontramos la sentencia o el castigo,
que en este caso anuncia las desgracias que se abatirán sobre la familia de Amasías, sobre
él mismo y sobre el reino del Norte. El mensajero no tiene poder para ejecutar la
sentencia, por lo que ésta queda en suspenso hasta el momento oportuno, normalmente
dentro de un plazo breve de tiempo.
Este tipo de estructura ya aparece básicamente en los oráculos de Elías (1 Re
21,17s; 2 Re 1,3-4), lo que nos permite concluir que es la forma característica de los
comienzos de la profecía, en la época monárquica. A partir del profeta Jeremías, sólo se
emplean estos oráculos en contadas ocasiones y los elementos básicos se reducen a dos:
acusación y sentencia, en muchos casos precedidas por una introducción.
La acusación aparece en tres modalidades: interrogativa (por medio de una
pregunta), afirmativa (constatación de un hecho) y causal (anuncio del castigo mediante
una oración causal: “porque has rechazado la palabra del Señor...” 1 Sm 15,23).
El anuncio del castigo suele introducirse literariamente por un “por eso...”, “así
pues...”, “he aquí...” o con otra fórmula similar, que normalmente ejerce de bisagra entre
las dos partes: el delito y el castigo. El verbo se formula generalmente en futuro,
anunciando la sentencia que le corresponde al destinatario por su mala conducta o
simplemente como una especie de amenaza.
El oráculo profético, al condenar a un individuo, es breve, directo y se pronuncia
delante del interesado que escucha la sentencia. El profeta, sin embargo, no siempre se
mantiene fiel al mismo esquema, sino que lo modifica con metáforas (Is 22,15-18),
contrapone la actitud del acusado con la de otro personaje (Jr 22,13-19) o introduce otro
tipo de motivos. El profeta no sólo comunica un mensaje de condena, sino que también
realiza una creación literaria.
b. Oráculos de condena contra una colectividad
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Los oráculos de condena colectiva se dirigen a todo el pueblo, a un grupo
específico o a las naciones extranjeras, lo que supone una evolución notable del oráculo
individual y un horizonte más amplio.
La estructura de estos oráculos presenta los siguientes elementos: a) la fórmula del
mensajero (“Así dice el Señor): es evidente que el que habla es Dios y no el profeta; b) la
acusación genérica y la específica: la primera muestra una multitud de faltas, la segunda se
centra en una falta concreta; c) el anuncio de castigo o sentencia: se indica por el uso de
verbos que expresan la acción de Dios y por otros que manifiestan las consecuencias de
esa acción. Los oráculos concluyen con la fórmula “lo ha dicho el Señor”, para reforzar la
idea inicial de que es palabra de Dios.
Como en los oráculos individuales, la creatividad del profeta también modifica el
esquema modelo, añadiendo, eliminando o cambiando el orden. A veces esta ampliación
de la estructura alcanza tal magnitud que resulta casi imposible reconocerla, como en los
oráculos de Jeremías y Ezequiel.
B. Otros géneros literarios
a. Los relatos de vocación
Los relatos de vocación pueden ser narraciones biográficas o autobiográficas (Is 6,
1-13: Jr 1,4-10; Ez 1-3), si bien las primeras resultan más atípicas. La razón por la cual los
profetas nos han transmitido su vocación sigue siendo un misterio. Las soluciones
propuestas van desde la necesidad personal de comunicar una experiencia de tal
envergadura hasta la intención de avalar su acción profética, con la manifestación del
encargo divino (Am 7,10-17). De hecho, estas narraciones resaltan que su actividad
profética no es personal ni caprichosa, sino fruto de una revelación de Dios.
Estos relatos suelen seguir el siguiente esquema: a) manifestación divina; b)
palabra introductoria; c) encargo; d) objeción; e) confirmación f) signo. La vocación es un
proceso dinámico que abarca toda la experiencia profética, pero que se describe en un
momento puntual y concreto. La manifestación divina señala la irrupción de Dios en la
vida del profeta, pero esta presencia no es habitual, más bien excepcional. La palabra
introductoria revela que la comunicación establecida es absolutamente personal. En la
vocación recibe el encargo imperativo, la misión de ser portavoz de Dios, algo que nadie
puede adjudicarse a sí mismo. Siempre surge alguna objeción, que es una expresión de la
libertad del profeta; es también un grito de desahogo, no tanto ante la dificultad prevista
para el futuro, cuanto ante la dificultad que ya ha experimentado. Finalmente, la
confirmación y el signo constituyen la respuesta de Dios a la objeción real; esta
confirmación se introduce con la fórmula “Yo estoy contigo” que se repite en Gedeón,
Moisés y Jeremías; el signo no pretende satisfacer la curiosidad del profeta ni del
auditorio, sino que ambos son sus credenciales ante el público.
b. Géneros tomados de la sabiduría tribal y familiar
Desde antiguo, la familia y la tribu han empleado todo tipo de recursos didácticos
para transmitir un comportamiento ético y para hacer reflexionar a sus miembros, tanto
niños como adultos. Los medios más usados eran la interrogación, la parábola, la
alegoría, los enigmas, las bendiciones y maldiciones, las comparaciones, etc. De todos
ellos encontramos ejemplos en los profetas. La parábola más famosa es la del adulterio
de David con Betsabé (2 Sm 12,1-7); un ejemplo de bendición y maldición es Jr 17,5-8;
Ezequiel usa una alegoría para acusar al rey de Judá de violar el pacto con el rey de
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Babilonia y buscar ayuda en Egipto (Ez 17,1-9); la pregunta invita a la reflexión y llega a
una conclusión inevitable, como en Am 3,3-6; una comparación la tenemos en Jr 17,11.
c. Géneros tomados del culto
Los himnos, las oraciones, las instrucciones, las exhortaciones y quizás los
oráculos de salvación son algunos de los elementos típicos del culto que se emplean en
los profetas. Así tenemos himnos al poder de Yahvé (Am 4,13; 5,8-9; 9,5-6; Is 12); las
instrucciones eran empleadas por los sacerdotes para responder a problemas de los fieles,
así el profeta también las usa, a veces con ironía como en Am 4,4-5; una oración la
encontramos en Jr 32,16-25.
d. Géneros tomados del ámbito judicial
El discurso acusatorio, la requisitoria profética, la formulación casuística y otros
elementos judiciales también aparecen en los profetas. Así, la enumeración de los
comportamientos justos (Ez 18,5-9) concluye con la declaración de que esa persona
merece vivir; las acusaciones típicas de un fiscal en un proceso (Ez 22,1-16); las fórmulas
casuísticas (Ez 18,10-17). Las requisitorias proféticas (Is 1,2-3.10-20; Miq 6,1-8; Jr 2, 4-
13.29) son uno de los géneros literarios más interesantes y normalmente presentan un
esquema basado en cinco elementos: a) preliminares del proceso; b) interrogatorio; c)
requisitoria recordando los beneficios y las infidelidades; d) declaración oficial de
culpabilidad del acusado; e) condena.
e. Géneros tomados de la vida diaria
Se trata de una serie de cantos que emergen en las situaciones más variadas de la
vida: amor, trabajo, muerte... La canción de la viña (Is 5,1-7); la canción del trabajo
doméstico (Ez 24,3-5.9-10); el canto a la espada (Ez 21,13-21). Con motivo de la muerte
de un ser querido se recurre a la elegía, que en los profetas se usa para analizar la trágica
situación del pueblo en el presente o en el futuro (Am 5,2-3). Relacionados con la elegía,
surgen los “ayes” (ay, ay), que simbolizan los gritos de las plañideras cuando acompañan
el cortejo fúnebre; los profetas hacen uso de ellos para indicar personas o grupos que se
hallan a las puertas de la muerte por su mala conducta (Is 5,7-10; Hab 2,7-8).
2. Las acciones simbólicas
Los profetas, además de la palabra, emplean también gestos o acciones simbólicas
para dar mayor énfasis al mensaje que quieren transmitir. La fuerza expresiva de estas
acciones atrae la atención del oyente, provocando preguntas, y visualiza (se meten por los
ojos) lo que las palabras sólo pueden expresar con frialdad.
Estas acciones simbólicas juegan un papel secundario dentro de la literatura
profética, quizás porque no estaban muy de moda en aquella época. Es difícil, por tanto,
encontrarlas en los profetas del siglo VIII, mientras que en Jeremías y Ezequiel, finales
del siglo VII y principios del VI, afloran con cierta frecuencia.
Los relatos sobre acciones simbólicas generalmente siguen el mismo esquema
que, según G. Fohrer, consta de seis elementos característicos, aunque no siempre se
utilizan todos: a) la orden de ejecutar la acción siempre procede de Dios, introducida por
la fórmula del mensajero, y esta orden exige la obediencia del profeta; b) el relato puede
ser muy variado y en muchos casos la ejecución de la acción simbólica se da por
supuesta; c) la interpretación se efectúa mediante palabras que desvelan el sentido de lo
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realizado. Es un elemento esencial a la hora de evitar interpretaciones erróneas; d) los
testigos oculares se mencionan a menudo, excepto en algunos casos de Jeremías y
Ezequiel. Cuando faltan es por buenas razones, como la mudez de Ezequiel, que sólo
tiene sentido para él; e) el compromiso de Dios en ejecutar lo simbolizado; f) el nexo
entre la acción simbólica y lo simbolizado. Enumeramos a continuación algunas de las
acciones simbólicas más conocidas:
- Isaías 20: Isaías camina descalzo y desnudo.
- Oseas 1-3: Su matrimonio con una prostituta e hijos bastardos; la reconciliación y
acogida de la esposa adúltera.
- Jeremías 13,1-11: el cinturón de lino; 19,1-2.10-11: la compra de una jarra de
loza; 27,1-3.12b: un yugo puesto al cuello; 32,7-15: la compra de un campo.
- Ezequiel 4,1-3.9-11 y 5,1-2: asedio, hambre y muerte en la ciudad; 12: la marcha
al destierro; 21,23-28: las dos rutas; 24,15-24: la muerte de su esposa y
prohibición de hacer luto; 37,15-19: las dos varas.
- Zacarías 6,9-15: fabricación de una corona de oro y plata.
¿Son las acciones simbólicas reales o ficción literaria? Es un tema todavía abierto
al debate, pues no se puede afirmar con rotundidad la historicidad de todas las acciones
simbólicas, pero tampoco hay motivos suficientes para dudar que los profetas no las
ejecutaran realmente. G. Fohrer, un experto en el tema, ofrece varios argumentos a favor
de la historicidad: 1) el mandato divino es tan serio que se supone que el profeta lo
cumplirá; 2) el hecho de que los espectadores exijan una interpretación al profeta de sus
acciones demuestra que éstas son reales; 3) los relatos ofrecen detalles y datos de la vida
diaria: nombres, el precio que se paga por un campo, indicaciones detalladas de lugares
concretos, etc.; 4) la acción simbólica es un signo para el pueblo, y por esto debe ser
realizada; 5) muchas de estas acciones se desarrollan en circunstancias históricas donde
éstas tienen una importancia vital.
¿Están las acciones simbólicas relacionadas con la magia? Algunos estudiosos las
consideran como los últimos vestigios de las prácticas mágicas. Siguiendo a G. Fohrer,
negamos su relación con la magia por las siguientes razones: 1) el origen de la acción
simbólica no está en el deseo del profeta ni en la voluntad de otros hombres, sino en una
orden o encargo de Dios; 2) la interpretación de dichas acciones por parte del profeta las
diferencia radicalmente de la acción mágica que carece de interpretación; 3) en la acción
simbólica, el poder divino que opera en la realidad humana garantiza la ejecución; en la
magia nunca se está seguro del resultado; 4) la magia se sirve habitualmente de un ritual
muy complicado del que no tenemos noticia en los profetas; 5) la acción mágica pretende
cambiar el curso del destino, mientras que la simbólica revela los planes de Dios, sin
pretender modificarlos; sólo se busca la aceptación y el sometimiento del hombre a ellos.
Por todas estas razones, se concluye que ninguna de las acciones simbólicas que
aparecen en el texto bíblico indican la realización de un acto mágico. Antes bien,
manifiestan el abismo existente entre el profetismo y la magia, entre la voluntad divina
incondicional y el deseo humano. Los gestos proféticos representan la oposición radical a
las recetas humanas para evadirse de la gracia divina, portadora y creadora de un mundo
nuevo.
1.5. Los falsos profetas
En el Antiguo Testamento se distinguen dos grupos de falsos profetas: los profetas
de divinidades extranjeras (como los profetas de Baal) y los que pretenden hablar en
nombre de Yahvé. Los primeros, se mencionan especialmente en tiempos de Elías (1 re
18), pero carecen de importancia para la historia del profetismo, a pesar del influjo
12
negativo que ejercieron sobre el pueblo. Los segundos, tienen una relevancia mayor
porque hacen converger sus falsas promesas con una pretendida revelación del Dios
verdadero, es decir, atribuyen a Yahvé palabras que se han inventado.
La Biblia hebrea no tiene una palabra propia y específica para designar a los falsos
profetas. Reciben el nombre de “nabí” lo mismo que los verdaderos. Esto no quiere decir
que los falsos profetas pasaran desapercibidos para sus contemporáneos. Los profetas
auténticos los conocen y emplean para designarlos una gran variedad de expresiones.
Dicen de ellos que:
“Profetizan el engaño y la mentira; Hablan en nombre de Yahvé, como si les hubiera llamado y enviado siendo así que Yahvé ni los ha enviado ni los ha
llamado; La fuente de su inspiración y de su profecía es su propio corazón; Por eso, lo que anuncian son sueños y deseos vanos y visiones mentirosas, pues lo que ven es pura vanidad; Visten de áspero y llevan incisas las cicatrices de los profetas extáticos con el fin de engañar; Su único afán es el lucro; Mientras tienen algo entre los dientes, anuncian la paz; cuando no, la guerra; Roban la palabra a los profetas de Yahvé; El pueblo los llama sus sabios, cuando en realidad son la causa de su descarrío, sus seductores y los
guías que conducen inexorablemente a la ruina.”
El origen de los falsos profetas podría haber sido motivado por la persecución de
la reina Jezabel contra los profetas de Yahvé en el siglo IX a. C. En esos tiempos tan
difíciles, marcados por el sufrimiento, la persecución, la violencia y la muerte, muchos
profetas de Yahvé no consiguieron resistir la prueba y se pasaron a defender los intereses
del rey y de la corte, olvidándose de la revelación divina. Éstos se enfrentan a Miqueas
Ben Yimlá (1 Re 22); de ellos hablan Oseas (4,5), Isaías (9,15; 28,7-8; 30,10), Miqueas
(3,5-8.11), Sofonías (3,4) Jeremías (23,9-40) y Ezequiel (13,2s; 14,9). Estos son quizás los
motivos que influyeron en el crecimiento numérico de los falsos profetas:
a) El peso social de la monarquía: los profetas de la corte corren el riesgo de ver la
realidad “desde palacio” y, por ello, de no percibir con claridad las desviaciones que el
plan de Dios sufre en el mundo real. Así, todos aquellos que veían en la institución de la
monarquía la salvación de Judá e Israel eran menos propensos a criticar las malas
actuaciones de los monarcas y de sus representantes.
b) El deseo de éxito: es una actitud de esperanza en el cumplimiento de una
palabra profética. El éxito se convierte en el sello de la aprobación divina e indica que la
palabra de Yahvé es digna de confianza.
c) La teología popular: El pueblo desea oír buenas noticias y cierra los oídos a
todo lo que suena a desgracia. El deseo de agradar al pueblo y de evitar todo
enfrentamiento, convierte al falso profeta en un tranquilizador de las conciencias de los
malvados y en un prometedor de paz y bienestar cuando el país se precipita en la ruina.
d) El poder de la tradición: los falsos profetas repiten sucesivamente las ideas y
tradiciones del pasado, sin prestar atención a las revelaciones de Dios en el presente ni a
los acontecimientos históricos que se van manifestando.
En el Deuteronomio, la pena asignada para los falsos profetas era la muerte (13,1-
6). Sin embargo, si exceptuamos la matanza ordenada por Elías en el monte Carmelo
contra los profetas de Baal (1 Re 18,19s) y la realizada por Jehú, más de tipo político que
religioso (2 Re 9-10), en el Antiguo Testamento no se conocen casos sobre la aplicación
de esta ley. Más bien todo lo contrario, los profetas de Yahvé son los que sufren la
persecución y mueren asesinados (como Zacarías y Miqueas).
¿Cómo distinguir los falsos profetas de los verdaderos? El problema más grave
que plantean los falsos profetas no es el de su origen o el de la evolución del movimiento,
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sino el de los criterios que ayudan a distinguirlos de los verdaderos. Esta distinción tiene
una importancia vital en la literatura profética, ya que lo que está en juego no es sólo
saber quién conoce realmente los planes de Dios, sino también la gran repercusión que
estos planes tienen tanto en el ámbito social como político. De esta distinción depende el
que una decisión política sea acertada o errónea; la vida del rey depende de a quién de
ellos haga caso; de esta decisión depende que la vida del pueblo, desde el punto de vista
social, esté regida por la justicia, y que, desde el aspecto político, se tomen decisiones que
no lleven al país a la ruina.
El Antiguo Testamento está repleto de criterios expresamente formulados como
válidos para distinguir entre un verdadero y un falso profeta: 1) Criterios referidos al
mensaje: el cumplimiento o no de la profecía (Dt 18,22; 1 Re 22,28; Jr 28,9); la promesa
de salvación o el anuncio de juicio (Jr 28,8-9; Miq 3,5b); la forma de la revelación: éxtasis,
sueños y espíritu por un lado; no éxtasis, visión o palabra por otro (Jr 23,25-28); lealtad o
apostasía del Señor (Dt 13,1-3; Jr 2,8.26.27. etc.); 2) Criterios referidos a la persona:
institucionalización del oficio (1 Re 22); conducta inmoral (Miq 3,11; Is 28,7; Jr 23,14);
convicción de ser enviados (Am 7,10-14; Miq 3,8).
¿Son válidos estos criterios? El aspecto llamativo y trágico de la situación es que
ninguno de estos criterios puede aplicarse siempre para distinguir entre unos y otros con
éxito. El criterio del cumplimiento de la profecía sólo es aplicable a posteriori, muchos
verdaderos profetas fueron acusados de inmorales, los falsos profetas también
pronunciaban oráculos en nombre de Yahvé, Isaías con su mensaje también quiso
tranquilizar a sus contemporáneos, los profetas postexílicos predicaron la reconstrucción
de la comunidad, Nahum fue probablemente un profeta de oficio, etc. Así, podríamos
recorrer todos los criterios, sin poder encontrar uno seguro y universalmente aceptado.
Este tema sigue siendo de gran actualidad en la sociedad contemporánea. Dios
sigue hablando por medio de los hombres, y por eso es inevitable que aparezca la
profecía falsa. El criterio cristiano de veracidad en la profecía es el acontecimiento de
Jesús de Nazaret. Pero este evento no está exento de obstáculos y riesgos en su aplicación
al presente. Concretando un poco más, el Sermón de la montaña nos ofrece un criterio
más clarificador y también el texto de Mateo 7,15-20, donde se dice que “por sus frutos
los conoceréis”. Así, este texto nos recomienda una actitud de vigilancia y de espera. Esto
traducido en lenguaje sencillo sería algo así: por muy desagradable que nos resulte una
persona o el contenido de sus palabras, si nos animan a mantenernos fieles al espíritu de
Jesús, y esa enseñanza la corrobora con su vida, estamos obligados a considerarlo un
verdadero profeta; al contrario, por muy agradable que nos resulte una persona, por
mucho que sintonicemos con ella, si nos aleja del camino del evangelio, será un lobo
rapaz disfrazado con piel de oveja.
1.6. La formación de los libros proféticos
El bloque de los libros proféticos incluye los libros de los profetas mayores (Isaías,
Jeremías y Ezequiel) y de los menores (son doce: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás,
Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías). Aunque nuestras
ediciones de la Biblia acostumbran a incluir a Daniel entre los profetas mayores, parece
más acertado incluirlo dentro de la literatura apocalíptica, a partir de su temática y fecha
de composición.
El principal problema que plantea este bloque de libros es el de su formación. Se
trata de un proceso largo y laborioso, que vamos a intentar simplificar indicando
brevemente las etapas de su elaboración:
1. La obra original del profeta. En un primer momento es la palabra hablada,
pronunciada directamente ante el público, que posteriormente se consigna por escrito.
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Entre la proclamación del mensaje y su redacción pudieron pasar varios años (por
ejemplo, Jeremías recibió la orden de Yahvé de poner todo por escrito más de veinte
años después de recibir la vocación). Para la mentalidad de la época, la forma habitual de
conservación de las palabras proféticas era oral, se transmitían de boca en boca; sólo
posteriormente comenzaron a aparecer series de hojas sueltas, que se iban agrupando
para formar pequeñas colecciones de la misma temática.
Hemos visto que primero se pronunciaba la palabra y después se consignaba por
escrito. En ciertos casos, sin embargo, el proceso es a la inversa: primero se escribe el
texto y después se proclama de viva voz (como las confesiones de Jeremías, los relatos de
acciones simbólicas no realizadas y los relatos de vocación de Jr 1,4-10 y Ez 1-3).
Podríamos admitir también que algunos profetas más que predicadores fueron
escritores. Este caso se nota especialmente en los capítulos 40-55 del libro de Isaías
(conocido como Segundo Isaías o Deuteroisaías). Muchos expertos opinan que su autor
fue un gran poeta que redactó su obra por escrito, para después comunicarla oralmente.
El ciclo de las visiones de Zacarías (1-6) parece también más una obra literaria que una
redacción posterior de una palabra proclamada.
2. La obra de los discípulos y seguidores del profeta. A engrandecer esta obra,
todavía en su primera fase de construcción, colaboraron decisivamente los discípulos de
los profetas o sus seguidores más incondicionales. La relación directa entre el maestro y
los discípulos resulta evidente en algunos profetas (Isaías nos habla de ellos). Pero en la
redacción de los libros no sólo intervienen los discípulos directos, sino también
seguidores de otras épocas históricas, pero afines a la mentalidad del profeta. Estos
discípulos y seguidores contribuyeron esencialmente en tres direcciones: a) redactando
los textos biográficos del maestro (véase Am 7,10-17, donde se habla de él en tercera
persona; Jr 34-35 se atribuye a su secretario Baruc); b) reelaborando algunos de sus
oráculos (comparar Is 28,1-4 con los vv. 5-6) o introduciendo aclaraciones; c) creando
nuevos oráculos.
3. La estructuración del libro. Todo el material anterior, gestado durante siglos,
debió ser para los redactores finales un auténtico rompecabezas. A la hora de ordenar y
agrupar no siguieron un criterio cronológico, aunque se hallan excepciones (Is 1-5 es de
la primea época e Is 28-33 de la última; Jr 1-24 es de la primera etapa y Jr 33-48 es de la
segunda). Los redactores prefirieron seguir el criterio temático y, dentro de éste, una
división de acuerdo con los destinatarios. Este es el resultado final en líneas generales:
oráculos de juicio contra Israel; oráculos de juicio contra las naciones extranjeras;
oráculos de salvación para Israel y las narraciones.
Este esquema no es absolutamente perfecto, pues las excepciones con frecuencia
superan a la regla, pero sirve de base sólida. El libro de Ezequiel es el que mejor se
adapta a esta estructura; el de Jeremías lo sigue en su mayor parte; el caso de Isaías y de
otros escritos proféticos es, sin embargo, más complejo y difícil de catalogar. Una cosa
que no conviene olvidar es que en la formación de los libros proféticos, la importancia
capital pertenece a los redactores. Su labor no fue sólo de simple recogida de textos, sino
también de entrelazar unos con otros para dar lugar a una obra gigantesca, con temáticas
que se cruzan y repiten constantemente.
4. Los añadidos posteriores. Después de todas estas etapas, los libros proféticos
siguieron abiertos a retoques, añadidos e inserciones. Un ejemplo claro es el de Isaías: el
bloque inicial del libro era 1-39, al que se añadieron los capítulos 40-66. Este mismo
proceso se repite en el libro de Zacarías: la obra inicial corresponde a los capítulos 1-8 y
la última a los capítulos 9-14.
Podemos afirmar con seguridad que, hacia el año 200 a. C., los libros proféticos
estaban ya redactados en la forma que los conocemos actualmente. La cita que hace de
ellos el Eclesiástico y las copias encontradas en Qumran hacen pensar en este sentido.
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2. INFLUENCIA DEL MENSAJE PROFÉTICO EN ISRAEL
En el capítulo anterior hemos estudiado de forma rápida y concisa el aspecto
formal del profetismo: la historia, la persona del profeta, los medios de transmisión del
mensaje y la formación de los libros proféticos. Este nuevo capítulo pretende mostrar que
la originalidad e importancia del profetismo se halla fundamentalmente en los contenidos
del mensaje que proclaman los profetas. No pretendemos hacer una síntesis de toda la
predicación profética, sino centrarnos más bien en aquellos puntos de mayor interés y
especial relevancia para ellos. Por tanto, este intentará sacar a la luz las ideas de los
profetas en relación con la idolatría, la justicia social, el culto, la política, la historia y el
mesianismo.
2.1. El profeta y la idolatría
En el mensaje profético, la idolatría ocupa un puesto de gran relevancia. ¿Qué se entiende por idolatría? Los expertos no se ponen de acuerdo a la hora de definirla. Unos
proponen una definición restringida y otros una más amplia. Sin embargo, tanto unos
como otros estudian el tema desde las mismas perspectivas: el culto a los dioses paganos
y el uso de las imágenes en el culto a Yahvé. Este enfoque es estrictamente cultual, lo que
convierte al tema en una pieza de museo, sin interés ni actualidad para el hombre de hoy.
Siguiendo los planteamientos de J. L. Sicre en su libro sobre el profetismo, en
lugar de estudiar los diversos dioses y sus cultos, nos centraremos en la divinización de los
instrumentos terrenos y sus repercusiones en la vida del pueblo. Surgen así dos temas
capitales relacionados con la idolatría: los rivales de Dios y la manipulación de Dios.
1. Los rivales de Dios
La tradición bíblica presenta ya a Samuel en lucha contra los dioses extranjeros y
sus cultos: “si os convertís al Señor de todo corazón, quitad de en medio los dioses
extranjeros, Baal y Astarté, permaneced constantes con el Señor, sirviéndole sólo a él y él
os librará del poder filisteo” (1 Sm 7,3). Después, Elías se convertirá en el principal
opositor al culto de Baal. Más tarde, la lucha contra los dioses y cultos paganos (Marduk,
Osiris, Reina del Cielo, etc.) seguirá teniendo gran relevancia en el mensaje de Oseas,
Jeremías, Ezequiel y Deuteroisaías, entre otros.
A lo largo de la historia profética le van saliendo a Yahvé otros rivales, que no son
dioses en sí mismos, pero que se van divinizando hasta ocupar el lugar central en el
corazón del pueblo. Éstos son los siguientes: las potencias militares y las riquezas.
a) La divinización de las potencias militares. Los profetas intuyeron una clara
relación entre la idolatría y la política, por lo que combatieron sin descanso el culto al
poderío militar. Consideran que el celo de Yahvé no admite la confianza en el poder
militar, como no tolera la confianza en otros dioses (Os 1,7; 8,14; 10,13; Miq 5,9-10; Hab
1,16; Zac 4,6, etc.). Por tanto, condenaron con dureza el culto al imperio (Os 5,12-14;
7,8-12; 8,8-10; 12,2; Is 30,1-5; 31,1-3; Jr 2,18.36; Ez 16,1-27). En esta forma de idolatría,
los dioses son los grandes imperios de la época: Asiria, Egipto y Babilonia. Su carácter
divino les viene de los israelitas mismos que les atribuyen cualidades de Yahvé: capacidad
de curar, ayudar y salvar. Con esto se afirma que la supervivencia de la nación se debe a
estos dioses que la protegen, no al Señor que los sacó de Egipto. Esta actitud idolátrica
tiene dos vertientes: una afectiva, que supone una ofensa a Dios como esposo del pueblo;
otra de confianza, que supone una ofensa a Dios como su protector y defensor. Las
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principales acciones idolátricas consisten en cualquier tipo de contactos, pactos y alianzas
con estas potencias extranjeras. Por último, todo tipo de culto implica el ofrecimiento de
unas ofrendas a los dioses o unas víctimas, que para Israel significa la obligación de pagar
tributos a estas grandes potencias, lo cual suponía nuevos impuestos que perjudicaban
especialmente a las clases más pobres y necesitadas.
b) La divinización de las riquezas. La relación entre la riqueza y la idolatría tiene
una doble variante. La primera, es una relación extrínseca: personas o sacerdotes
fomentan los cultos paganos por interés económico o como medio de subsistencia (Dn
14,1-22); ponen sus propios bienes al servicio de los dioses paganos o les construyen
imágenes (Os 8,4; Ez 7,20); y también consideran a los dioses paganos como los
dispensadores de los bienes materiales, la prosperidad y riqueza, dedicándose a las
prácticas idolátricas y olvidándose de su Dios (Os 10,1). Pero estas situaciones no nos
interesan particularmente.
Lo que sí nos interesa es cuando las riquezas se convierten en enemigos de Dios,
pues controlan el corazón del hombre y destronan a Dios. Es el dios “dinero”
(Mammón) que con su poder proporciona todo tipo de riquezas, propiedades y
bienestar, y con su influjo social abre todas las puertas y doblega todas las voluntades
(compra el poder y alimenta las injusticias). Pero los profetas no se dejan engañar por el
poder del dinero, considerándolo un dios traicionero, incierto y engañoso, tan falso como
los dioses paganos y tan inseguro como las grandes potencias. Sin embargo no consideran
a los bienes materiales malos en sí mismos, lo que los transforma en algo malo es la
actitud del hombre que los diviniza y los convierte en instrumentos de injusticia. La
actitud del hombre que diviniza la riqueza es la codicia, el deseo de poseer más. Esta
actitud se manifiesta en dos acciones idolátricas concretas: 1) la injusticia directa y
premeditada: en este caso la codicia no respeta las propiedades ni la vida del prójimo e
impulsa a cometer injusticias contra los más débiles; 2) el egoísmo: la negativa a compartir
los bienes con los demás (Am 6,6b), tema poco desarrollado en los profetas. Otra actitud
que convierte a la riqueza en un ídolo, relacionada con la codicia, es la confianza: se pone
en los bienes materiales toda la confianza, porque son ellos una garantía para la vida, una
seguridad, algo que nunca va a fallar (véase Jr 9,22s; Sof 1,18; Ez 7,19).
Las víctimas o los sacrificios que se ofrecen al dios “dinero”son los más crueles.
Los huérfanos, viudas, pobres, emigrantes, miserables, e incluso los mismos padres, son
las víctimas del deseo de enriquecerse. Además de las personas, otras víctimas son la
justicia, el derecho, la misericordia, en definitiva la palabra de Dios (Jr 6,9-30; Ez 33,30-
33). El hombre que da culto o diviniza los bienes materiales es también una víctima,
porque esta riqueza lo domina, le exige un esfuerzo continuo, y sobre todo lo destruye
internamente, cerrándolo a Dios, al prójimo y a su realidad profunda (un ejemplo claro
de esta situación es el asesinato de Nabot en 1 Re 21).
2. La manipulación de Dios
En el Antiguo testamento, para impedir la manipulación de Dios, se prohibió
fabricar imágenes de Yahvé. Los israelitas eran conscientes de que la construcción de
imágenes significaba incluir ruegos o peticiones a la divinidad y si ésta los concedía, se la
premiaba con incienso, perfumes, aceite y ofrendas varias. Si negaba sus dones, se la
castigaba privándola de todas estas cosas. A pesar de todo esto, los israelitas cayeron en el
error de dar culto a unos ídolos, disfrazados de verdades religiosas o tradiciones, que
ellos se habían fabricado, que reflejaban una falsa seguridad religiosa y un intento de atar
a Dios de pies y manos. Estos son: el éxodo, la alianza, el templo y el “día del Señor”.
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a) El éxodo: Una verdad capital en la religión de Israel y en su idea de la historia
de la salvación es el éxodo. La confesión de que “el Señor nos sacó de Egipto” atraviesa
todo el Antiguo Testamento. Pero como todas las verdades, se presta a interpretaciones
erróneas, que provocan una falsa seguridad religiosa. Como si el compromiso divino con
Israel fuera exclusivo y para siempre, y éste pudiera abusar de dicho privilegio.
La denuncia más enérgica se encuentra en Amós 9,7, donde tira por tierra todo
privilegio y exclusividad, añadiendo que Dios interviene en la historia de todos los
pueblos. De este modo el profeta les hace caer en la cuenta de una verdad profunda: que
las confesiones de fe son palabras vacías si no se vive de acuerdo con ellas.
b) La alianza: Otro momento capital en la historia de la salvación de Israel es la
alianza sellada en el Sinaí, donde Yahvé se compromete a ser “el Dios de Israel” y éste a
ser “el pueblo del Señor”. El error de los israelitas está en considerar este pacto como un
compromiso incondicional de Dios, que impedía el ejercicio de cualquier castigo. Frente
a esta opinión interviene una vez más Amós defendiendo la postura oficial: el único
pueblo elegido por Dios es Israel; pero más tarde, afirma con gran dureza que la alianza
sólo garantiza que se tendrán en cuenta todos los pecados cometidos contra ella, todo
incumplimiento de los mandamientos.
c) El templo: El templo no es una verdad de fe o un dogma para los israelitas,
pero era considerado el lugar de la presencia de Dios, el lugar sagrado donde Dios
habita, por lo que era imposible imaginar su destrucción y, por consiguiente, la
destrucción de Jerusalén. Sin embargo Jeremías, en tiempos trágicos para los judíos, tira
por tierra todas estas ideas, afirmando que Yahvé no se compromete con un espacio
físico, sino con una forma de conducta ética y religiosa. Si el pueblo no cambia su
conducta, el templo de Jerusalén será destruido como ya sucedió en el pasado con el
templo de Siló (Jr 7,1-15).
d) El día de Yahvé: Es indudable que los israelitas del siglo VIII a. C. esperaban
que el Señor se manifestase de forma grandiosa para ensalzar a su pueblo y ponerlo a la
cabeza de las naciones. Esto ocurriría en el “día del Señor”. Sin embargo, el profeta
Amós ataca esta concepción echando por tierra estas falsas esperanzas y anunciando que
ese día el pueblo será castigado por su infidelidad.
2.2. El profeta y la justicia social
Uno de los temas más importantes del mensaje profético es la denuncia de los
problemas sociales y su lucha por una sociedad más justa. Pero el tema de la justicia no es
exclusivo y original del profetismo, pues ya existía un código legal dentro de la sociedad
de la época para proteger a los más débiles y necesitados. El Código de la Alianza (Ex
21,22-23,19), fechado en la época de los jueces o redactado posteriormente, ofrece una
visión interesante sobre una serie de aspectos relacionados con el tema de la justicia: a)
preocupación por los más débiles: huérfanos, viudas, esclavos, pobres, emigrantes, etc.
(Ex 21,26-27; 22,20-21); b) preocupación por la recta administración de la justicia (Ex
23,1-9); c) legislación sobre el préstamo y las prendas tomadas en fianza (Ex 22,24-25s).
Con el paso del tiempo y el cambio de las circunstancias sociales urgía renovar y
ampliar el Código de la Alianza, así la nueva legislación se convirtió en el centro del
actual Deuteronomio (Dt 12-26), donde en el ámbito social destacan los siguientes datos:
a) la defensa de los más pobres (Dt 15,13-15; 23,25-26; 24,19-21); b) la administración de
la justicia en los tribunales (Dt 16,18-20); c) gran importancia del tema del préstamo (Dt
15,1-11; 23,20-21); d) ante el aumento de personas que han perdido sus posesiones y
18
deben trabajar para otros, aparece una norma nueva sobre el salario (Dt 24,14); e) ante
las nuevas circunstancias del momento, surge una ley sobre el comercio (Dt 25,13-15).
Esta base legal sirve de punto de partida a la denuncia profética contra la sociedad
de su tiempo, representada por los reinos de Israel y de Judá, y concretada en sus
capitales, Samaría y Jerusalén. Los profetas lanzan sus oráculos contra el lujo, la belleza y
la grandiosidad de las capitales, a costa principalmente de los sectores más modestos de la
sociedad (Am 5,7.10-12; Is 1,21-26; Miq 3,1-4). También lanzan oráculos contra las
autoridades, los ricos y los poderosos, como los principales causantes de las mayores
injusticias contra los pobres e indefensos. La codicia y amor al dinero de los poderosos
les lleva a pisotear a los más débiles, mientras que los sacerdotes y falsos profetas, que
deberían denunciar las injusticias, se dejan manipular y las justifican, poniendo la religión
al servicio de los opresores. Los profetas, por tanto, denuncian una sociedad que tiene el
corazón corrompido, porque han abandonado a Dios para servir al dinero (Ez 22,23-31).
Esta visión de conjunto sobre las injusticias cometidas en tiempos de los profetas
sirve de base para el análisis de los problemas particulares que atacan con dureza. Los
temas más llamativos son: la administración de la justicia en los tribunales, el comercio, la
esclavitud, el latifundismo, el salario, los tributos e impuestos, el robo, el asesinato, los
préstamos y el lujo. Estos son los puntos que revisten especial interés:
a) La administración de la justicia: las posesiones y la vida de muchas personas
dependen de ella, pero la mayoría de los profetas consideran que es una de las
instituciones que peor funcionan. Es frecuente la denuncia de soborno y corrupción, por
lo que se absuelve al culpable y se condena al inocente (Am 5,7.12). La codicia por el
dinero y el poder lleva al perjurio, a desinteresarse por las causas de los pobres e incluso
a explotarlos bajo el pretexto de aplicar la ley (Is 10,1-4). Es difícil identificar a las
personas que el profeta denuncia por cometer injusticia, pero está claro que se refiere a
todos aquellos con acceso directo a la ley y con poder para manipularla a su favor
(legisladores, jueces injustos, funcionarios reales, etc.). Con esta actitud buscan cuatro
cosas: 1) excluir a los indefensos de la comunidad jurídica; 2) robarles su derecho a toda
reivindicación justa; 3) someterles a esclavitud; 4) apoderarse de sus pocos bienes.
Si tenemos en cuenta que un siglo antes se asesinaba para apropiarse de los bienes
de los débiles (el asesinato de Nabot en 1 Re 21), los métodos actuales para conseguir lo
que se desea se han refinado notablemente. Ya no es preciso eliminar a las personas
físicamente, basta con anularles sus derechos apelando a la ley. Es un procedimiento
menos escandaloso pero más eficaz. No se trata sólo del pecado de corrupción y
soborno, sino también de poner la administración de la justicia al servicio de los
poderosos.
b) El comercio: otro problema que preocupa a los profetas es el del comercio
(Am 8,4-6; Os 12,8; Miq 6,9-11; Sof 1,10-11; Jr 5,27). Los comerciantes cometen todo
tipo de fraudes contra los pobres, les engañan en el peso y les venden los peores
productos, con el deseo de enriquecerse a su costa. El comercio tenía aprisionado a todo
el pueblo, y los comerciantes por medio de la astucia y de la crueldad se aprovechaban de
esta circunstancia, quizás con la perversa intención de arruinar a los campesinos pobres,
hacerles vender sus propiedades y venderles a ellos mismos como esclavos.
c) La esclavitud: este tema sólo tiene especial importancia para Amós (1,6.9; 2,6;
8,6) y Jeremías (34,8-20). Amós señala las dos formas más comunes de convertirse en
esclavo en la antigüedad: por ser prisionero de guerra o por las deudas contraídas. Se
muestra intransigente en ambos casos, ya que no encuentra ninguna justificación para
esclavizar al hombre. Jeremías, por otra parte, sólo presenta el caso del que se ha vendido
19
como esclavo y la obligación de ser puesto en libertad al cabo de siete años de acuerdo
con la ley. Le preocupa el destino de esta gente y toda trasgresión de esta ley supone la
ruptura del compromiso sellado con Yahvé.
d) El latifundismo: este tema, de capital importancia para Israel porque su
economía era básicamente agrícola, solamente aparece mencionado en Isaías (5,8) y
Miqueas (2,1-3). Es curioso que no aparezca en Amós, dada su preocupación por los
pequeños campesinos. Los profetas lanzan sus maldiciones contra los acaparadores de
propiedades porque su codicia y ambición de poder les llevará a la ruina. Pero el
problema revistió suma gravedad durante el siglo V, como indica Neh 5, donde ya no se
trataba sólo de la acumulación de posesiones por parte de unos pocos, sino de la
reducción a la esclavitud y miseria de los israelitas. Es curioso sin embargo que el libro de
Zacarías, perteneciente a la misma época, no mencione dicho problema.
e) El salario: éste es un fenómeno muy antiguo en Israel, pero los profetas del s.
VIII y VII no le concedieron gran importancia. Más tarde, Jeremías plantea la cuestión
cuando acusa al rey Joaquín de construirse un palacio sin pagar a los obreros (Jr 22,13-
19). Los indicios encontrados en los profetas señalan que, a partir del s. V, el número de
los asalariados sin propiedades va en aumento, como se ve en la denuncia de Malaquías
contra los propietarios que no pagan el jornal a los que trabajan para ellos (Mal 3,5).
f) El lujo y la riqueza: el tema presenta diversos enfoques. Amós proclama la
buena vida de la clase alta, con toda clase de placeres, objetos costosos, comida exquisita,
perfumes, magníficos palacios, excelentes propiedades (3,10.15; 4,1-2; 5,11; 6,4-7). Isaías
relaciona el lujo y la riqueza con el orgullo y la ambición política (3,18-21; 5,8-10.11-13).
Jeremías insiste en que el lujo y la riqueza provienen de las injusticias cometidas por los
poderosos (5,25-28; 17,11). Ezequiel también denuncia la riqueza conseguida
oprimiendo al prójimo (22,12). Según Jeremías (6,13; 8,10) y Ezequiel (33,31), el afán de
enriquecerse y el amor al lujo es un pecado de todo el pueblo, aunque los que tienen
acceso directo a él son los poderosos (Is 56,11) y el rey con los cortesanos (Jr 22,17).
Hasta ahora hemos estudiado la crítica social de los profetas, tanto en general
como en los temas particulares, pero conviene hacerse una pregunta: ¿Dónde está la base
de la crítica social profética? Los expertos han propuesto tres líneas fundamentales: a) el
concepto ético de Dios: para los profetas, la justicia y la moralidad es el centro de toda
idea de Dios; b) la experiencia personal de Dios del profeta; c) la inserción del profeta en
el contexto del pueblo, en su vida y en sus tradiciones (alianza, legislación, sabiduría, etc.).
En la denuncia social de los profetas, todas estas líneas tuvieron su importancia, pero
resulta imposible señalar cuál de ellas ocupa el puesto central.
¿Qué es lo que pretenden los profetas con su denuncia social? Comenzando de
forma negativa, lo que no pretenden es ofrecer un programa de reforma social (su
mensaje profético no analiza los problemas sociales ni ofrece soluciones prácticas), ni
tampoco levantar a los débiles e indefensos contra los opresores (pues el castigo viene de
Yahvé). Lo que pretenden, de forma positiva, es diferente en cada uno de ellos, también
por su actuación en circunstancias diversas. Amós vincula la supervivencia del país a la
conversión, que se concreta en la implantación de la justicia en los tribunales, pero sus
contemporáneos no parecen dispuestos a ello por lo que las esperanzas de que
desaparezcan los problemas son pocas. Isaías también sigue el camino de la conversión,
pero como no tiene mucha confianza en sus paisanos, espera que Yahvé intervenga
imponiendo unas autoridades justas y honestas. Oseas también espera un futuro mejor
20
después de una etapa previa de purificación (3,4), pero la solución la espera de Yahvé
más que de los hombres, aunque insiste en el llamamiento a la conversión. Miqueas
espera que a los ricos se les arrebaten las tierras y sean repartidas de nuevo y que
Jerusalén desaparezca de la historia, sólo así es posible una solución a tan graves
problemas. Sofonías anuncia el día del Señor, día de desgracia para los idólatras, ladrones
y comerciantes, día de gracia para el pueblo pobre y humilde. Jeremías no se cansa de
predicar la conversión, pero no tiene mucha esperanza de cambio; será Yahvé quien
traiga la solución suscitando un vástago a David que impondrá el derecho y la justicia y
moldeará un hombre nuevo que lleve en el corazón la ley de Dios. Ezequiel hace un
llamamiento a la conducta responsable, a practicar el derecho y la justicia; la acción de
Dios traerá un nuevo David que le representará en la tierra, cuya misión es salvaguardar
la justicia. Zacarías, en sus visiones, la acción de Dios crea una sociedad justa, pero
desemboca en el compromiso personal con el derecho y la justicia. Malaquías, ante la
injusticia reinante, expresa su fe en un Dios que pondrá fin a dicha situación mediante un
juicio que separe a los justos de los malvados.
En resumen, los profetas se muestran escépticos con respecto a que estos
problemas tengan solución humana. Se necesitaría un cambio muy grande en la conducta
personal y en las instituciones, que sus contemporáneos no están dispuestos a realizar. A
pesar de todo, mantienen una postura de esperanza, unos más utópica y otros más
realista. Lo dicho anteriormente podría llevarnos a pensar que la crítica profética no
sirvió para nada. Nada más lejos de la realidad, pues aunque no realizaron planes
concretos de reforma ni impulsaron el levantamiento del pueblo, llevaron a cabo la
revolución de las ideas en su ataque a las situaciones injustas, a la explotación de los
débiles, a las desigualdades sociales y a toda idea o grupo religioso que encubría la
opresión de los indefensos. Este mensaje profético ha servido para despertar las
conciencias del hombre de hoy ante las más diversas injusticias y opresiones.
2.3. El profeta y el culto
Los profetas en muchas ocasiones denuncian las prácticas cultuales en sus más
diversas formas (fiestas, peregrinaciones, ofrendas, sacrificios, oraciones, etc.), porque se
han convertido en tranquilizantes para las conciencias de los israelitas, al mismo tiempo
que introducen una falsa concepción de Dios. Las mismas personas que cometen
injusticias y oprimen a los débiles son los primeros en acudir a los templos y santuarios
pensando que Yahvé se complace más en los actos de culto que en la práctica de la
justicia y de la misericordia. Comenzaremos ofreciendo una visión panorámica del culto
en Israel.
1. El culto en Israel
En todo culto se conciben tres elementos básicos: espacio sagrado, tiempo
sagrado y acciones concretas. Y en las celebraciones comunitarias entran en juego los
funcionarios del culto. Veamos el tema brevemente:
a) El espacio sagrado: no todos los lugares, en el terreno religioso, poseen el
mismo valor para los hombres o es posible entrar en contacto con Dios. En Israel el
espacio sagrado fue evolucionado durante los siglos, pero a partir de los datos proféticos
podemos señalar los siguientes: 1) lugares consagrados por una manifestación divina: el
santuario de Betel, el monte Sinaí (también conocido como Horeb) y el templo de
Jerusalén; 2) lugares elegidos por el hombre: el santuario de Guilgal, el santuario de Dan
y los altozanos (algo correspondiente a nuestras actuales “ermitas”).
21
b) El tiempo sagrado: lo dicho sobre el espacio vale también para el tiempo.
Aunque para encontrar a Dios cualquier momento era bueno, existían también
momentos específicos consagrados a él, principalmente las fiestas. Éstas tienen su origen
en tres ritmos distintos: 1) el ritmo de los pastores: la Pascua; 2) el ritmo del agricultor: la
fiesta de los ázimos, la fiesta de las semanas o Pentecostés y la fiesta de los Tabernáculos
o de las tiendas; 3) el ritmo del tiempo: la celebración del sábado y la del novilunio
(comienzo del mes lunar).
c) Las acciones del culto las podemos dividir en dos grupos: 1) los actos primarios
del culto: el sacrificio, el holocausto, el sacrificio de comunión, los sacrificios expiatorios,
las ofrendas vegetales, la presentación de los panes y las ofrendas de incienso; 2) los actos
secundarios del culto: la oración litúrgica (cantos, salmos, fórmulas de bendición y
maldición, etc.), los ritos de purificación y de desecración y los ritos de consagración (los
votos y el nazireato).
d) Los ministros del culto: en los tiempos antiguos de Israel, los actos del culto
eran realizados por el cabeza de familia o clan; más tarde, el funcionario del culto será el
sacerdote, cuyas funciones específicas eran las siguientes: transmitir el oráculo divino, la
enseñanza de la ley o Torá, el encargado del sacrificio y el mediador entre Dios y los
hombres. Hay que señalar también que algunos profetas fueron sacerdotes y otros
desempeñaron alguna función en el culto sin poder precisar cuál era.
2. Panorama de la crítica profética al culto
Siguiendo los relatos bíblicos, el problema comienza a notarse poco después de la
instauración de la monarquía en Israel, hacia el siglo XI a. C. Se enfrentan los dos
personajes de momento: el rey Saúl y el profeta Samuel, con motivo de la victoria en la
guerra contra los amalecitas. El rey pretende ofrecer en sacrificio a Yahvé lo mejor que
han saqueado a sus enemigos, violando así uno de los principios de la guerra santa, que
obligaba a exterminar (anatema) todo lo conseguido en la campaña; sin embargo el
profeta se opone a la violación de las leyes del Señor (1 Sm 15). Este texto descubre dos
detalles importantes que tendrán gran repercusión en los siglos posteriores: primero, el
hombre tiene una estima exagerada del culto, lo coloca por encima de la voluntad de
Yahvé, por lo cual busca su propio camino para contentar a Dios; segundo, que el profeta
no considera al culto como el valor absoluto, sino que hay cosas que están por encima de
él y ante ellas las prácticas cultuales casi carecen de valor.
En el siglo VIII, en tiempos del profeta Amós, la situación del culto es muy
floreciente. El pueblo hace peregrinaciones a los grandes santuarios de Betel, Guilgal y
Berseba, no se escatiman los diezmos, los sacrificios de animales, las ofrendas voluntarias,
etc. A pesar de todo, el culto va acompañado de tremendas injusticias, de fraudes en el
comercio, de compraventa de esclavos y de opresión a los débiles e indefensos. En
definitiva, se trata de ofrecer a Dios lo que se roba a los pobres con el fin de tranquilizar
la conciencia. Al mismo tiempo, con todas esas prácticas cultuales, se fomenta la idea de
ser el pueblo elegido por Dios que goza de la protección y bendición divinas. Sin
embargo, el profeta con sus irónicas palabras denuncia que el culto de Israel sólo
responde a un deseo humano, pero no a un intento serio de cumplir la voluntad de
Yahvé (Am 4,4-5; 5,4-6; 5,21-24). También afirma que Dios no está en los santuarios ni
se divierte en las fiestas de Israel, sino que donde él se divierte y se le encuentra es en la
práctica de la justicia y del derecho (5,15). Así pues, el profeta y otros posteriormente,
consideran que la actividad cultual no sirve para nada a los ojos de Dios, porque crea una
falsa imagen de la divinidad y aleja al pueblo del Dios verdadero.
Oseas, unos años más tarde, enfoca el problema de la misma manera que Amós:
contrapone el camino de Dios al del hombre. El pueblo quiere expiar su pecado y
22
agradar a Dios por medio de acciones cultuales, pero rechaza la lealtad y el conocimiento
de la voluntad de Yahvé (Os 5,6; 6,6; 8,11-13). En este contexto se comprende mejor la
acusación de Oseas a los sacerdotes de su tiempo: roban al pueblo el conocimiento de
Dios, transmitiéndole una idea falsa de él y de sus exigencias. Para los sacerdotes el culto
es un gran negocio, por lo que animan al pueblo a ofrecer dones y sacrificios; les resulta
más rentable engañar al pueblo que indicarles que el camino para encontrarlo pasa a
través del prójimo, de la fidelidad a sus leyes y a la alianza.
En la misma época, Miqueas propone un texto muy importante para nuestro tema
(Miq 6,1-8): Comienza enumerando los antiguos beneficios de Dios (vv. 1-5), sigue con
las preguntas que se hace el pueblo sobre los sacrificios adecuados que debe ofrecer a
Yahvé (vv. 6-7), sin embargo, el profeta concluye que no se trata de ofrecer más
sacrificios, sino de que el pueblo se entregue a sí mismo (v. 8). Y la forma de hacerlo e
poniendo el derecho y la bondad como centro de las relaciones con el prójimo, en
concordancia con los profetas anteriores. Si el pueblo cumple estas dos exigencias, desde
una postura humilde y sincera, entonces se halla en la actitud apropiada para caminar
junto con su Dios.
Isaías, de la misma época también, sigue muy de cerca el pensamiento de Amós,
con la única diferencia que hace una enumeración exhaustiva de todas las prácticas
cultuales con las que el hombre busca inútilmente llegar a Dios (Is 1,10-17). Su denuncia
no condena el culto cuanto tal, sino el culto practicado por aquellos que “tienen las
manos manchadas de sangre” (v. 15). Pero, al mismo tiempo, exhorta a cambiar
radicalmente el comportamiento y la actitud ante la vida, aprendiendo a obrar el bien y
preocupándose por el derecho y por los oprimidos. Estas frases que podrían perderse en
el abstracto, las concretiza en las dos clases de personas que más le preocupan: los
huérfanos y las viudas. Así, recuerda a los israelitas que la mejor forma de agradar a Dios
es defendiendo y sustentando a las personas que él más ama y más lo necesitan.
Finalmente, Jeremías revela de modo definitivo la raíz de todo este conflicto: el
hombre sigue sus planes, sigue la maldad que hay en su corazón. El camino de la
obediencia a la voluntad de Dios le resulta poco atractivo y pretende con sus propios
métodos, es decir el culto, ganarse a Dios, pero el resultado es que en realidad le están
dando la espalda (Jr 7,21-28).
En resumen, el problema de la crítica profética al culto está en la forma de
relacionarse con Dios y de agradarle. El hombre considera que sólo es posible por una
vía directa a la divinidad, el camino de los sacrificios, ofrendas, peregrinaciones, rezos,
etc. Para los profetas sólo hay una vía segura de acceso a Dios, la que pasa a través de su
palabra, su voluntad y su ley. No se trata de una vía directa, sino que hay que dar un
rodeo, pasar por el prójimo, la justicia, el derecho, la misericordia por los oprimidos y
débiles. Sólo de esta manera se puede entrar en contacto con Dios; de otra forma, se
corre el peligro de engañarse, de adorar a un ídolo y no al Dios verdadero.
3. Crítica profética a los elementos del culto
Ya hemos visto brevemente los elementos esenciales del culto en Israel. Ahora
vamos a estudiar concisamente el mensaje que nos transmiten sobre ellos.
Con respecto al espacio sagrado, tanto los profetas del Reino del Norte como los
del Reino de Judá, anuncian la destrucción de los santuarios o los templos porque están
llenos de injusticias contra los pobres y fomentan una falsa religiosidad o una falsa idea de
Dios (Is 66,1-2; Miq 3,12; Jr 7,1-12). Al mismo tiempo, critican que se hayan contagiado
por las prácticas idolátricas cananeas (los altozanos).
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El tiempo sagrado no sale mejor parado. Los profetas no hablan a menudo de las
fiestas anuales, quizás se sirven de la denominación genérica “fiesta”; más frecuente es la
mención del novilunio y del sábado. De todas formas, antes del destierro de Babilonia no
hay un solo texto (a excepción de Nah 2,1) que defienda estos días de fiesta. La crítica
contra éstas es radical, pues son vistas como un obstáculo a eliminar, al menos
provisionalmente, para que el pueblo se convierta a Yahvé.
Dentro de los actos del culto se mencionan especialmente los sacrificios, en sus
diversas modalidades. Contra ellos se dirigen las críticas más duras: crean una falsa idea
de Dios, no corresponden a la experiencia originaria del desierto (Am 5,25; Jr 7,21-28) y
a Dios no le agradan ni los quiere (Os 6,6).
También los ministros del culto (sacerdotes y profetas cultuales) son a menudo
objeto de tremendas críticas por parte de los profetas. Hay que señalar que también
existieron buenas relaciones (por ejemplo, Isaías con Zacarías en Is 8,2), pero en la
mayoría de los casos los profetas les lanzaron un amplio catálogo de acusaciones:
borrachera, ambición, profanación de lo sagrado y violación de la ley, extraviar al pueblo,
rechazar el conocimiento de Dios, asesinatos, desinterés por Dios, abuso de poder,
fraude, impiedad, etc.
4. ¿Hay defensores del culto entre los profetas?
La línea predominante de los profetas pre-exílicos es la de la crítica, sin
concesiones, al culto. Sin embargo, los profetas post-exílicos, como Ezequiel, conceden al
culto un puesto central en su visión de futuro. Para este profeta, que era también
sacerdote, los sacrificios, el templo y las fiestas ocupan el puesto capital en la nueva
Jerusalén, cuando el Señor transforme los corazones de su pueblo y quede implantada la
justicia.
Otros profetas de esta época no esperan la llegada de un mundo nuevo para
exhortar al pueblo a la recta práctica cultual. Ageo anima al pueblo a reconstruir el
templo de Jerusalén, no quiere que los israelitas se desinteresen por el culto como algo
inútil y superfluo (Ag 1,2.9). Zacarías también insiste en la colaboración para la
reconstrucción del templo y lo considera como uno de los mayores dones de Dios a la
comunidad judía (Zac 4,6-10; 6,12-13).
Con respecto al tema del tiempo sagrado, el sábado adquiere especial interés.
Jeremías e Isaías lanzan una defensa apasionada del sábado (Jr 17,21-22; Is 58,13-14).
Malaquías, a mediados del siglo V, denuncia que el pueblo ofrece al Señor en sacrificio a
los peores animales (Mal 1,8).
En conclusión, los textos en defensa del culto son mucho menos numerosos que
los que adoptan la postura crítica. No se les puede conceder la misma importancia, pero
demuestran que el pensamiento profético no es monolítico. Y ponen de manifiesto que
el mensaje profético se adapta a las circunstancias y problemas más acuciantes de cada
época determinada, denunciando y atacando con dureza al culto cuando hace olvidar
otras realidades más importantes, como la justicia y el conocimiento de Dios.
2.4. El profeta y la política
Se ha escrito mucho sobre los profetas y la política, con ideas para todos los
gustos. Se dice con frecuencia que no fueron propiamente políticos, porque, con su idea
de que a Israel le bastaba con Yahvé y le sobraban las armas y las alianzas extranjeras,
diseñaban una política utópica. También se afirmó que fueron agentes políticos de los
grandes imperios. Para otros, los profetas fueron grandes políticos, pues, con su rayo de
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luz divina, gozaban de una visión de la situación histórica y del futuro que los convirtió en
maestros del realismo político. ¿Cuál es la respuesta correcta?
1. Actitud de los profetas ante la monarquía
La actitud de los profetas con respecto a la institución monárquica no es
uniforme. La mayoría de los profetas la aceptan en principio, quizás por ser de origen
judío (Isaías, Jeremías, Ezequiel, Ageo y Zacarías), pero también se observa un rechazo
radical a dicha institución en Oseas y una postura ambigua en Jeremías. Esta falta de
unidad de criterio podría llevarnos a pensar que la revelación divina varía de un profeta a
otro, pero lo que en realidad indican estas disensiones es que la revelación divina no
elimina los presupuestos religiosos y los condicionamientos previos del profeta.
Aunque la mayoría de los profetas aceptan la institución monárquica y la
consideran como modelo válido para el futuro de Israel, tampoco dejan de formular
acusaciones gravísimas contra la política concreta de los reyes del momento. Así, Oseas
ataca a la institución monárquica en sí misma y no sólo a la política concreta de los reyes
de su tiempo, porque la considera culpable de todos los males de Israel; al mismo
tiempo, añora la época del desierto cuando Yahvé e Israel vivían en perfecta armonía (Os
8,4; 10,3; 13,10-11). Isaías y Miqueas denuncian a los poderosos de la corte por ofrecer
sacrificios y holocaustos, mientras sus manos están manchadas de injusticia (Is 1,10-17;
Miq 3,1-4.9-12). Jeremías condena severamente a los reyes de Judá, no por el hecho de
reinar, sino por el modo: serán castigados por practicar la injusticia y la opresión (Jr
21,11-23,8). Ezequiel ataca a los pastores de Israel por despreocuparse del pueblo,
explotarlo y maltratarlo brutalmente (Ez 34). A partir de lo dicho anteriormente, resulta
bastante difícil encontrar un solo elogio a los reyes del presente, y si lo hacen, se trata de
aquellos que ya han muerto, como en el caso del rey Josías (Jr 22,15-16). Por tanto,
podríamos afirmar que el profeta no idealiza ninguna forma de gobierno y siempre
conserva la capacidad de criticarla.
En la época post-exílica comienza a cobrar fuerza la idea del Reinado de Dios
sobre Israel, quizás por la influencia de la predicación del Deuteroisaías (Is 41,21; 44,6;
52,7, etc.) y por la ausencia de un rey terreno. Así pues, la monarquía empieza a ceder
terreno en favor de la teocracia, con el gran peligro de que los sacerdotes sean los que
desbanquen a Dios y ocupen su puesto.
2. Actitud de los profetas ante los imperios extranjeros
El fenómeno de los imperios extranjeros, como Asiria, Egipto, Babilonia y
Persia, es de gran importancia para el pueblo judío, pues les estuvieron sometidos a partir
del siglo VIII a. C. Este drama no pasa desapercibido en la predicación profética, sino
que plantea serios interrogantes: ¿Cómo conciliar el amor y la justicia de Dios con la
desolación, la opresión y la muerte que provocan las potencias invasoras?
El profeta Isaías tiene una actitud cambiante con respecto a las potencias
extranjeras. Inicialmente, acepta la intervención del imperio asirio como instrumento de
castigo de Yahvé por los pecados del pueblo y por su desconfianza en él (Is 5,25-29; 9,7-
20; 10,5-6). Más tarde, su actitud pasa de la crítica a la condena absoluta porque observa
que los planes de Dios no son los planes del emperador asirio: cuando Yahvé habla del
castigo, el emperador habla de exterminio; cuando Yahvé habla de un pueblo, el
emperador habla de naciones numerosas. Esta crueldad y deseo de dominio universal,
junto con su arrogancia y blasfemia, es lo que enciende la ira de Dios sobre el emperador
asirio (Is 10,5-15). Por tanto, en el pensamiento de Isaías, Yahvé sólo se sirve de los
imperios para castigar a su pueblo de forma transitoria, pero lo ideal sería que
25
desaparecieran las diferencias entre los pueblos y la ambición de dominio y opresión (Is
2,4).
En las profecías de Nahum y Habacuc se resalta el tema de la justicia de Yahvé
sobre aquellos imperios que habían avasallado al mundo entero. El primero se alegra al
contemplar la ruina de Asiria (Nah 2-3). El segundo reclama de Yahvé el castigo de la
injusticia del imperio babilónico.
Jeremías, al igual que Isaías, tiene una actitud cambiante. Al principio, identifica al
imperio babilónico como el instrumento elegido por Dios para castigar los pecados de su
pueblo. Para Jeremías, la invasión y la primera deportación era algo inevitable (año 597),
no había lugar para la esperanza (Jr 1,13-14; 4,6; 6,1.22; 29,5-7). Más tarde, pide el
sometimiento a Babilonia y, al mismo tiempo, escribe un libro para los deportados
anunciando la destrucción del imperio babilónico (Jr 51,61-64). En el fondo, para el
profeta lo importante es aceptar los planes de Dios con sus duras consecuencias, porque
el imperio, desde que comienza a imponer su ley sobre otros pueblos ya está destinado a
la ruina.
Ezequiel, como Jeremías, estaba convencido de que Yahvé había investido al
imperio babilónico de un poder para gobernar el mundo. No hay en su libro un solo
oráculo contra Babilonia. Al contrario, en el capítulo 17, con la alegoría del águila y del
cedro, condena la política de Sedecías por haber roto la alianza con Babilonia, porque
puede agravar aún más la situación.
En resumen, los profetas no se imaginaban otra forma de estado que la
monarquía, por mala que fuera. Pero condenaron con firmeza el lujo, la injusticia y el
despotismo de los reyes, así como la política religiosa y cultual. También fueron
incómodos para los reyes en el ejercicio de su política exterior. Veían con buenos ojos la
grandeza de Israel, incluso empuñando las armas en nombre de Yahvé, pero sin cometer
grandes injusticias. Al mismo tiempo, eran enemigos de las alianzas con los imperios
extranjeros por varios motivos: 1) eran peligrosas para la pureza de la religión y del culto;
2) eran indicio de falta de fe y confianza en Yahvé; 3) eran suicidas delante de un gran
imperio. Por otra parte, una línea profética intentaba compaginar la existencia de los
imperios extranjeros con la voluntad de Dios. Estos imperios eran considerados como
instrumento de castigo o al servicio de los planes de Yahvé, pero al final, su experiencia
les llevó a rechazarlos. Otra línea profética se oponía radicalmente a los grandes
imperios, por considerarlos incompatibles con la voluntad de Dios. En definitiva, lo que
los profetas pretendían transmitir al pueblo es el acatamiento u obediencia a la voluntad
de Yahvé, fuese cual fuese.
2.5. El profeta y la historia
La religión de Israel se halla profundamente enraizada en la historia. Es en la
historia donde Dios se revela, actúa, se compromete con los hombres y les exige una
respuesta. A partir de esta valoración, surge la siguiente pregunta: ¿Es posible hablar de
una visión profética de la historia? Creo que sí, pero sin perder de vista las diferencias
específicas de cada profeta. Según Von Rad, el núcleo central o elemento común a todos
los profetas es la palabra de Dios. Su vida entera está condicionada por la palabra: son
llamados por la palabra, son servidores de ella y están dispuestos a entregar su vida por
ella. Esta palabra, para los profetas, cumple una triple misión con respecto a la historia: la
crea, la interpreta y la interpela. Veamos de qué manera.
1. La palabra de Dios crea la historia
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Es evidente que en Israel la palabra de Dios tiene una fuerza creadora, para
muestra el primer capítulo del Génesis, donde Dios habla y todo se va creando. Los
profetas participan plenamente de esa mentalidad, y en ciertas ocasiones la llevan a
consecuencias extremas, como el caso de la vocación de Jeremías, que ha sido elegido
para “arrancar y destruir, edificar y plantar” (Jr 1,10). El único medio que posee el profeta
para realizar su misión es la palabra que Dios pone en su boca. Pero esta palabra, lejos de
ser un medio débil e ineficaz, tiene una fuerza y un dinamismo capaz de desencadenar
terribles desgracias y crear algo completamente nuevo (Is 9,7; 40,6-8; 55,10-11; Jr 23,29;
51,59-64; Ez 12,25).
No se trata de que todos los acontecimientos de la historia universal estén
desencadenados por la palabra de Dios, ni tampoco de limitar la acción de Dios a la
palabra, sino de considerar todas sus actuaciones en la historia desde este punto de vista.
La palabra puede ser de promesa o amenaza, que se lleva a cabo con medios diversos. Se
trate de un castigo a un imperio extranjero, de una sequía, de una victoria militar, todos
estos acontecimientos tienen un elemento común: la palabra de Dios que lo anuncia, se
compromete con él y lo pone en marcha.
2. La palabra de Dios interpreta la historia
Desde este punto de vista, la palabra de Dios cumple dos funciones capitales:
interpreta el curso de la historia y la acción de Dios en ella. Los profetas interpretan la
historia a partir de un futuro inmediato, es decir, interpretan el pasado y el presente por
lo que todavía no ha sucedido, sin atreverse a precisar cuándo. Así ante un castigo de
Dios, el profeta está obligado a encontrar la motivación del mismo, la respuesta se
encuentra en el pasado y el presente.
Para el profeta, el pasado se identifica como una lucha continua entre la bondad
de Dios y la maldad del hombre. Se advierte el amor de Dios, que, como padre o esposo,
cuida a Israel, lo salva, se preocupa de llevarlo a una tierra fértil, etc., mientras el pueblo
responde con la rebeldía, el rechazo y la obstinación (Am 2,9-12; Os 9,10-14; Is 9,7-20; Jr
2; Ez 16,20). E incluso las acciones punitivas de Dios en el pasado son interpretadas
como un beneficio por parte de los profetas, pues el castigo tiene el objetivo de lograr la
conversión del pueblo (Am 4,6-11; Is 9,12).
En cierto modo, el presente ofrece las mismas características que el pasado, pero
con acontecimientos y personajes muy concretos. La única perspectiva que interesa al
profeta es la relación entre el presente y el plan de Dios. Nos ofrece su visión teológica a
través de los grandes imperios (Asiria, Egipto, Babilonia) con sus reyes y personajes
importantes, los intentos de rebelión y las distintas coaliciones entre pequeñas naciones.
Así, el primer rasgo de su visión teológica de la historia es el providencialismo: Dios se
sirve de las grandes potencias, sus vasallos, para castigar a su pueblo, pero por la crueldad
y el deseo de dominio de éstas, serán borradas también de la historia. El segundo rasgo es
que el presente es el momento de la decisión: para el profeta, en momentos de grandes
conflictos no se puede esperar, hay que hacer una opción rápida por Dios.
Los profetas, en su visión de la historia, hablan también de un futuro lejano (“en
los últimos tiempos”, “en aquel día”), como la meta última que da sentido al presente.
Este futuro cae dentro de la historia; el escenario del reino de Dios es el mundo presente,
con Jerusalén en el centro y los supervivientes como sus conciudadanos. La característica
central del futuro es la justicia y la paz, no sólo entre los individuos, sino también entre las
naciones. Y, al mismo tiempo, una recta relación con Dios, una conversión del corazón y
una nueva intimidad con él (Os 2,16-22; Jr 31,31-34; Ez 36,25-28). Por último, el futuro
aparece como la obra de Dios; es algo maravilloso para que pueda ser obra humana, pero
el hombre debe apropiarse y comprometerse con él.
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En esta interpretación del curso de la historia, los profetas nos presentan a Yahvé
como el “Señor de la historia”, él es el que domina a las naciones y nada sucede sin que
haya sido planificado por él. Aunque el hombre tenga la sensación de que Dios se retrasa
a la hora de actuar, él conoce el momento oportuno o fijado. Su forma de actuar resulta
extraña y sorprendente, sobre todo cuando se habla del castigo a los opresores, pues no
sucede inmediatamente. A veces, su actuar resulta incluso escandaloso para la mentalidad
humana.
3. La palabra de Dios interpela en la historia
La palabra de Dios no sólo crea la historia o la interpreta, sino que también exige
una decisión concreta por parte del hombre, siempre dentro de las circunstancias
históricas en que se encuentra. La auténtica exigencia de Dios podría describirse con dos
palabras: conversión y fe.
El pasado de Israel se interpreta como una llamada continua a conseguir la
conversión del pueblo (Am 4,6-11; Is 9,6-20; Is 22). Los profetas esperaban que los tristes
acontecimientos que suceden al pueblo les sirvieran para lograr la conversión, recordar su
pecado y cambiar la situación de su corazón. Pero el pueblo se demostró incapaz de
cumplir esa exigencia de Dios. Así pues, la palabra de Dios nos interpela a través de la
historia, obligándonos a reconocer nuestro pecado y cambiar radicalmente de conducta.
La palabra de Dios también exige adoptar ante la historia una postura de fe. El
sentido auténtico de fe en los profetas es del de dejar sitio a la actuación de Dios y
renunciar a salvarse a sí mismo. Creer, significa adoptar una actitud interna y externa
equivalente a mantenerse firme, confiar y superar el desánimo.
2.6. El profeta y el mesianismo
1. El término “Mesías”
En el Antiguo Testamento, el término “Mesías” se utiliza 38 veces y sólo se aplica
a personas. En 30 casos se refiere al rey; en 6, al Sumo Sacerdote; en 2, a los patriarcas.
Etimológicamente, el término significa “ungido”, y hace referencia al acto de la unción,
que suponía la comunicación de unas cualidades sobrehumanas al personaje.
En los textos proféticos, el término sólo se aplica a los reyes concretos de Israel,
en ningún momento se emplea en referencia a un monarca de los últimos tiempos, al
salvador definitivo del pueblo. Esto no significa que los textos proféticos no hablen del
Mesías en el sentido del salvador definitivo, ya que se puede hablar de él sin utilizar la
palabra. Pero también pueden exaltar las cualidades prodigiosas de un monarca sin
referirse necesariamente al Mesías, como salvador de los últimos tiempos. Por esto,
tenemos que prestar mucha atención al leer y estudiar el tema.
2. El mesianismo en los profetas
El origen de la idea mesiánica se halla en los comienzos de la monarquía en
Israel, concretamente en el reinado de David. El texto más importante, sin el cual es
imposible entender muchas afirmaciones proféticas, es 2 Sm 7: se trata de unos oráculos
del profeta Natán a David que prometían la continuidad de la dinastía davídica en Judá.
Con la desaparición de la monarquía, el año 586, ciertos grupos mantuvieron la
firme esperanza de que la promesa de Dios era eterna. Podían vivir sin rey, pero algún
día surgiría un descendiente de David para recoger su herencia y salvar al pueblo. Dentro
de esta mentalidad se halla el texto de Isaías 11,1-9, donde se nos presenta una imagen de
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la destrucción de Judá y de sus instituciones. De la destrucción renace una nueva vida
impregnada por el Espíritu de Yahvé y se nos describen las cualidades del rey futuro:
prudencia y sabiduría, consejo y valentía, conocimiento y respeto de Yahvé. Ese
conocimiento de Dios se refleja en la práctica de la justicia a favor de los débiles, mientras
que los opresores y malvados sufrirán el castigo. Ese rey futuro también conseguirá
implantar en la tierra una situación paradisíaca, donde desaparece todo miedo,
agresividad y violencia. Todo ello, porque el país está inmerso en el conocimiento del
Señor. La misma idea es posible hallarla en los textos de Jr 23,1-6; Jr 30,8-9 y Miq 5,1-3.
Las ansias de restauración de la dinastía davídica parecen encontrar su realización
en la figura de Zorobabel, hacia el año 520, nieto de Jeconías, nombrado gobernador de
Judá por los persas. No se trata de un rey ideal futuro, sino de un personaje concreto que
encarna la antigua promesa. Los defensores de esta concepción son los profetas Ageo
2,21-23 y Zacarías 4,6-10, pero sus esperanzas no se cumplieron.
Los testimonios más importantes sobre el mesianismo estricto aparecen en la
época griega, donde destaca un texto del deutero-Zacarías (Zac 9,9-10). Este pasaje es el
broche de oro dentro de las reflexiones proféticas sobre el tema, aportando novedades
radicales. Se trata de un rey humano caracterizado por la humildad y la grandeza.
Humildad, porque todo lo recibe de Dios. Grandeza, porque Dios le recomienda las
tareas de acabar con las armas y establecer la paz en el mundo. Este texto, el último del
Antiguo Testamento, nos conduce al auténtico mesianismo, a la esperanza de un salvador
definitivo de los últimos tiempos.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA SOBRE EL PROFETISMO
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Bilbao 1986.
7. MONLOUBOU, L., Profetismo y profetas. Profeta, ¿Quién eres tú? , Fax,
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