Los Nietos Del Carnicero de Enrique Rivas - Funesiana 2011
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Enriqu
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Los ni
etos d
el car
nicero
Losnietos
delcarnicero
EnriqueAntonioRivas
| Funesiana |2011
Este libro integra la colecciónNadie Cuenta Nada
a cargo de Lucas Oliveira
Diseño de logo:Matías Laje
Contacto con la [email protected]
editorialfunesiana.blogspot.com
copie, reenvíepreste, fotocopiecomente, corrija
tache y vuelva a copiarcitando todas las fuentes
* chequee *http://creativecommons.org/licenses/by/2.5/ar/
E D I C I Ó NP D F
| a g o s t o 2 0 1 1 |
| Indice |
jesús
manopla
zzz
guacho
la noche de los mocos calientes
Los nietos del carnicero * 2011 # 6 # Enrique Rivas
Joaquín dibuja a Jesús desnudo y con los huevos y la verga colgán-
dole hasta las rodillas. Y yo le digo: está copado. Porque es cierto,
Joaquín dibuja muy bien. Debería haber sido artista. Pero no. Ahora es
Contador Público, egresado de la Facultad de Ciencias Económicas
de la Universidad de Lomas de Zamora. A todo esto, Joaquín tiene
tetas. Subdesarrolladas hinchazones como las de mis compañeras de
séptimo grado. Por supuesto que nunca se las vi, ni a Joaquín ni a
mis compañeras de séptimo grado. Joaquín nunca se pone en cueros
adelante mío. Adelante mío ni de nadie. Mis compañeras tampoco.
Aunque en las vacaciones de verano, que la pasamos callejeando el
barrio desierto y derretido desde las dos de la tarde hasta la hora de
cenar, Joaquín transpira tanto que la remera se le empapa de agua y
se le adhiere a la piel rojiza tipo matambre, entonces se la despega
con las puntas de los dedos y la sacude como cuando sacudís una
servilleta para deshacerte de las migas de pan. Son dos protuberan-
cias del tamaño de una pelotita de golf. Son sus tetas. Joaquín es mi
amigo, así que no me río. Hubo otros pibes, que no eran sus amigos,
que sí se rieron y Joaquín los tuvo que cagar a trompadas. Uno por
uno. De Joaquín aprendo que hay momentos de tu vida que la única
salida es la violencia. Que la violencia es el único medio que tenés
para hacerte respetar. Por supuesto que esto sólo funciona con pibes
del tamaño de Joaquín. Joaquín es gordo y grandote como la heladera
Siam de mi abuela. Me lleva una cabeza, Joaquín y la heladera Siam
de mi abuela. La piel de Joaquín es blanca y tiende a enrojecerse al
menor esfuerzo, ya sea caminar o correr. Además sufre de asma. Por
eso las tetas y su tendencia a engordar. Por culpa de las corticoides
me dijo una vez y nunca más lo volvió a decir. Joaquín toma corticoi-
des. En realidad, se las inyectan.
Joaquín vive en la esquina, a una casa de distancia de la mía. Y nos
vemos casi todos los días, luego del colegio. A la hora del almuerzo.
Joaquín no es mi compañero de séptimo grado, vamos a distintas es-
cuelas. Es mi amigo. Mi primer amigo del barrio. Y aunque siempre hay
otros pibes con nosotros, no todos son amigos como Joaquín y yo.
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Cuando llamás a Joaquín también me estás llamando a mí. Y cuando
me invitás a mí sabés que caigo con Joaquín. Así es la cosa. Nacimos
en el mismo año pero no somos del mismo signo zodiacal. Es más,
cuando nací yo, la madre de Joaquín vino con Joaquín en brazos a
visitar a mi vieja luego de que le dieran el alta. Así que Joaquín es unos
meses más grande. Nuestros viejos se conocían desde mucho antes
de que alguno de nosotros naciéramos. De hecho, el terreno adonde
los abuelos de Joaquín construyeron la casa se lo vendió mi abuela,
que antes de ser abandonada por mi abuelo le remató los tres terrenos
y se quedó con toda la plata. Que, para colmo, se la gastó enseguida.
Mi abuela representa al pie de la letra ese refrán que dice que no hay
peor cosa que una mujer despechada. O por lo menos eso decía mi
viejo que decía mi abuelo.
Joaquín dibuja un Jesús desnudo y con los huevos y la verga col-
gándole hasta las rodillas. Y yo le pregunto:
—¿Me lo regalás?
Y Joaquín me dice que no.
Joaquín tiene once años y su hermanito Felipe murió de pulmonía
apenas cumplidos los cinco. Felipe también era gordito, de piel colo-
rada, y tomaba corticoides y un montón de cosas peores. Encima, a
Felipe lo vivían internando en la Clínica Temperley, a seis cuadras de
casa. La Clínica Temperley ahora no existe, al igual que Felipe. Felipe
nunca salía ni siquiera a la vereda. Por su enfermedad y porque era
más chico que nosotros. Felipe murió en el invierno de 1987. Tres
años antes de que Joaquín tuviera once años y dibujara un Jesucristo
crucificado, completamente desnudo, y chorreando más sangre de
la que un ser humano normal puede chorrear. Aunque se supone que
Jesucristo no es un ser humano normal. Por lo menos eso es lo que
tratan de enseñarnos en las clases de catecismo, los sábados por la
mañana, bien temprano. Demasiado temprano para un sábado a la
mañana. Con Joaquín compartimos las clases de catequésis y vamos
a tomar la comunión el mismo día; un sábado de Noviembre de 1990.
A la tarde, por suerte. De lo único que hablamos cuando lo paso a
buscar y caminamos esos cincuenta metros hasta la iglesia, es de lo
que nos vamos a comprar con la plata de las estampitas. De Joaquín
aprendo que está bueno esto de que te paguen por enseñarte algo.
Aunque sea un cuento.
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—Unos guantes —le digo.
—Yo una camiseta de Independiente —me dice.
Además de huevos y vergas colgando hasta las rodillas, Joaquín
dibuja casas arrasadas por el fuego, huracanes, terremotos, catástro-
fes, gente descuartizada, bombas cayendo desde el cielo, esqueletos
jugando al fútbol con una cabeza humana y un montón de cosas así.
Cosas que si las hiciera alguien como Dalí tendrían otro significado.
Pero no, las hace mi amigo Joaquín, entonces el único significado
que le podés encontrar es el que tiene. Por mi parte, dibujo un arquero
debajo de los tres palos preparado para que le pateen un penal. Nada
del otro mundo, por eso nunca voy a prosperar en el campo de las
Bellas Artes. Lo sé porque años más tarde incurso en el campo de las
Bellas Artes y abandono a los pocos meses. Más allá de un arquero
preparado para que le pateen un penal no se me ocurre dibujar otra
cosa. Con Joaquín dibujamos en el cuadernito verde de veinte hojas
que nos dieron para las clases de catecismo, en la Parroquia Sagrado
Corazón de Jesús. Dibujamos los sábados a la mañana, bien tempra-
no, demasiado temprano, mientras la maestra de catequésis, una mu-
chacha que se parece a una vieja bruja machona, se para delante de
un pizarrón y nos habla sobre cosas que, por más esfuerzo que haga,
no puedo retener. Entonces no puedo contarlas. Pero no son muy
distintas a cielo, dios, paraíso, pecados, etc. El cuadernito de tapa
verde tiene una frase en cada página, o una cita bíblica, que no ocupa
más de tres líneas, el resto de la hoja está en blanco. Supuestamente
para que lo completemos con lo que nos dicta la catequista. Es en
ese espacio vacío donde Joaquín dibuja a Jesús desnudo y con los
huevos y la verga colgándole hasta las rodillas y yo dibujo mi arquero,
que bien podría ser un tipo sentado sobre un inodoro pero sin ino-
doro. Nos ubicamos en el fondo de un pequeño cuarto que funciona
como aula y Joaquín a cada rato me muestra sus dibujos. Sus obras
de arte. Y me dice que le muestre el mío, pero yo le digo que todavía
no está, que le faltan unos retoques. Y es cierto. Tardo tres clases,
tres sábados, en terminar mi arquero. En la semana ni por asomo abro
el cuaderno, de otro modo lo habría terminado antes.
Al cuarto sábado Joaquín ya se acabó todas las hojas del cuaderno.
Cuando la catequista lo ve sin nada sobre la mesa le pregunta adónde
está tu cuaderno, y Joaquín, haciéndose el santo, le dice que se lo
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robaron los chicos de Acción Católica. Que le pegaron y le robaron la
mochila. Mentira. Joaquín no usa mochila. Pero odiamos tanto a los
nenitos de mamá de Acción Católica que mentir sobre ellos es algo
que bien vale la pena. La catequista, que no puede creer que los chi-
cos de Acción Católica sean capaces de semejante cosa, le dice que
más tarde le consigue otro cuaderno, que por ahora se limite a escu-
char. Y Joaquín le dice que sí. Pero no se limita a escuchar, me pide el
dibujo. Mi dibujo. Y me dice que hace cuatro sábados que estoy con
el mismo dibujo, que debe ser malísimo, que me dedique a otra cosa.
Así que le doy el trazo final a mi arquero de dos metros (más de me-
tro y medio representan sus piernas) y le paso el cuaderno. Joaquín
lo mira, sonríe y agarra un lápiz. O agarra el lápiz, lo mira y sonríe. Es
todo tan rápido que no sabría decir. Y no más de un minuto después
me devuelve mi arquero: ahora tiene el pelo largo como Jesús, un par
de cuernos de toro y los huevos y la verga colgándole hasta las rodi-
llas.
—Así está mejor —me dice y se dedica a mirar el pizarrón. Y es cierto.
Cinco días antes de tomar la comunión, Joaquín va a estar a punto
de que yo le patee un penal y a él también algo le va a colgar, pero
no hasta las rodillas.
Fue así.
Si de algo somos fanáticos, Joaquín y yo, ese algo es el fútbol.
Pero hay dos problemas, dos problemas que te pueden arruinar la
infancia. El primero; ninguno de los dos sabe jugar. Joaquín tiene
mala puntería, es demasiado bruto y además se agita enseguida.
Por consiguiente, lo único que hace es dar órdenes. Pero nadie lo
escucha. Joaquín lleva la pelota, una Tango 86 de cuero y del color
de la luna, pero eso no te autoriza a darle órdenes a nadie. Aunque
eso Joaquín no lo sabe. A mí me tocó la parte menos cansadora: soy
arquero. Siempre quise jugar de 9, pero como conozco mis limita-
ciones me autoboicotié y me refugié en el arco. Tiene su lado posi-
tivo: no transpirás y sos el más solicitado. Como ningún pibe quiere
atajar, siempre te eligen a vos. Tengas o no tengas reflejos. Tengas
o no tengas manos. Para colmo, y como maldición, de las decenas
de pibes que conocemos y que nos conocen, todos saben jugar
perfectamente al fútbol. Menos Joaquín y yo, claro está. Quizá por
ese motivo preferimos jugar solos. Y he aquí el segundo problema:
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dónde patear. Los tres lugares más concurridos son el Club ECA, el
campito y la Parroquia Sagrado Corazón de Jesús.
El Club ECA es un club para militares, que aunque nunca vimos
ninguno, dicen que fue fundado por militares. Tiene tres canchas de
fútbol; una de once y dos de papi. Además hay cuatro de tenis, un
enorme buffet, una piscina y todo el resto es un parque donde pre-
parar picnics. Para entrar tenés que ser socio. Joaquín y yo no somos
socios. Muchos de los que entramos saltando los alambrados no so-
mos socios. Entrar no es el problema. El problema es poder terminar
un partido en paz. Porque si encontrás una cancha vacía y te ponés
a patear, al rato aparecen los nenes vestidos de blanco y te hacen
echar o te desafían a un partido. Los nenes vestidos de blanco son los
nenes socios que visten como los tenistas: zapatillas, medias, shorts
y chombas blancas. Los nenes socios de blanco, además de jugar
muy bien (y de nunca manchar sus ropas), son unas mantequitas, así
que a la primera patada fuera de tiempo empiezan a gritar como ne-
nas malcriadas. Y tras sus gritos no sólo vienen sus padres (también
vestidos de blanco) sino que aparece el seguridad (Joselo) y nos raja
con el dedo índice señalando la puerta. La patada fuera de tiempo
mayormente la da Joaquín.
El campito ya es otra cosa. Otro mundo. Queda a tres cuadras al fon-
do y en realidad no es un campito, nada tiene de campo, pero lo llaman
así. Desde tiempos remotos que lo llaman así, todo porque esa calle no
está asfaltada. Es un terreno abandonado, angosto y largo, sin césped,
de tierra seca y tiene dos arcos de distintos tamaños fabricados con
palos de luz. Palos de luz con astillas. De eso te das cuenta cuando sos
arquero. El único problema del campito es que la cancha siempre está
ocupada por vagos con barba y bigotes. Y por más que les supliques,
no le hacen partidos a los nenes como nosotros.
La Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, la que está a cincuenta
metros de casa, en la que hacemos catecismo y en la que vamos a
tomar la comunión, además de un templo tiene una canchita de fútbol.
De lija. De eso te enterás cuando te hacen ful y tus rodillas quedan
como dos semáforos en rojo. Y su problema es que para jugar (los
fines de semana, que es cuando uno realmente quiere jugar), tenés
que ser miembro de Acción Católica. La gente de Acción Católica
ocupa la cancha durante todo el santo sábado y todo el domingo.
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Podés entremezclarte con la gente de Acción Católica y simular ser
uno de ellos, pero si no entendés de lo que se habla en catequésis,
los sábados a la mañana, temprano, demasiado temprano, menos vas
a entender de lo que se habla y se canta acá. Es como saltar de la
primaria a la Universidad.
Así que con Joaquín terminamos pateando en la calle. Pero a cada
rato estás gritando, ¡auto!, y tenés que parar el partido. Y el público
deja de cantar, de agitar las banderas, y el locutor se va a hacer algo
mejor. No se puede jugar así.
Fue mi idea. Nunca fui muy brillante que digamos, y la única vez que
lo fui, Joaquín casi se queda sordo. No fue mi culpa, en todo caso,
fue culpa de Dios. Me pasa a buscar un lunes a las dos de la tarde.
Cinco días antes de que tomemos la comunión. Cae con la Tango 86
y debatimos, como todos los días de nuestra corta existencia, sobre
dónde ir a patear. Que al ECA no porque nos echaron ayer. Que en
el campito te fajan. Que en la calle es imposible porque los vecinos
quieren dormir la siesta y te golpean la persiana para que dejes de
festejar. Le digo de ir a la iglesia. Joaquín me recuerda que está ce-
rrada. Que los lunes la Iglesia cierra, al igual que las panaderías y las
peluquerías y que no queda ni el tipo que vive ahí. Al tipo que vive ahí
lo llaman Párroco, aunque en realidad se llama Mario. Ya sé, le digo.
Y le explico que la gracia es esa. Entrar a la parroquia y tener la can-
cha para nosotros dos durante todo el día. Podemos hacer el arco-
arco más interminable de la historia. Joaquín se entusiasma. Y cuando
Joaquín se entusiasma el mundo y todo lo que hay adentro es tuyo.
Así que el lunes a las dos de la tarde enfilamos para la iglesia, con la
pelota bajo el brazo.
La iglesia tiene el templo en el medio y a sus costados hay dos rejas
de distintas medidas. La más grande, y la que siempre está abierta,
salvo los lunes, es por dónde ingresa el párroco Mario en su Ford
Falcon verde. La otra es una reja del tamaño de una puerta común y
corriente que nunca se abre y que linda con la pared de la casa ve-
cina. El portón no linda con ninguna pared sino con una alambrada
recubierta por arbustos que pinchan. Por eso preferimos la puerta
pequeña. Joaquín manda la pelota por encima de la reja, pero como
nunca puede contener su fuerza la pelota da dos piques y se va para
el fondo, bien lejos. Así que ahora no hay marcha atrás. Yo entro
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primero. Joaquín me hace pata y me trepo al paredón vecino, de ahí
gateo unos metros por la cornisa y en vez de bajar usando la reja de
escalera, no, me tiro como quien se tira del trampolín de una piscina.
Caigo de culo y pego un grito inconsciente. Caigo sobre el pasto, pero
el pasto duele tanto como el cemento. Joaquín primero me dice que
me calle, callate, que nos va a escuchar la Tana (la Tana es la vecina,
que siempre escucha todo). Luego se empieza a reír burlonamente al
mismo tiempo que me levanto y me aprieto el culo con las dos manos
como cuando te estás cagando encima. Por supuesto que nunca me
cagué encima, pero estuve apunto. Todos estuvimos apunto en algún
momento de nuestras vidas.
—Apurate —le digo.
Joaquín no puede. No puede subir al paredón y tampoco puede
trepar a las rejas. Para colmo, cuando se agarra de los barrotes, el
portoncito se le mueve hacia adentro y hacia afuera y hace un ruido
a caño de escape rasguñando el asfalto. Luego de varios intentos
Joaquín consigue la cima. Ahora sólo falta que salte. Lo que le va a
llevar varios intentos más. No lo voy a ver saltar porque salgo corrien-
do hacia el fondo, agarro la pelota y me pongo a patear al arco vacío.
Estoy emocionadísimo y no me importa que el sol brille tanto que pa-
teás la pelota al cielo y no la ves ni subir ni bajar porque los rayos se
la devoran y luego la escupen y recién te das cuenta donde cayó por
el sonido que hace al picar en el cemento de lija.
—Pateame un penal —me ordena Joaquín cuando aparece corrien-
do. Está en shorts y tiene dos raspones verdes-rojos-tierra en ambas
rodillas. Pero no le duele. Nada te duele cuando hay emoción. A mí
tampoco me duele el culo. Y según Joaquín, perder media oreja tam-
poco duele. Por lo menos no al principio.
—No, vamos a jugar un arco-arco —le digo.
—El que gana los penales elige lado, me dice.
Y no sé por qué (nunca sabremos por qué), pero Joaquín se aco-
moda debajo del arco que le da el sol. En el otro hay sombra, porque
detrás hay una pared, pero vino corriendo y se acomodó en este. A
mí me da igual. Lo veo que hace visera con la mano derecha y no veo
nada más. Pongo la Tango 86 en lo que alguna vez fue un puntito pin-
tado con pintura amarilla y tomo distancia. La distancia más larga que
podés tomar así que pateo el penal más fuerte que podés patear. Le
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di tan fuerte que apenas la pelota despegó del suelo perdí el equilibrio
y me caí de culo y quedé mirando el cielo celeste y despejado como
de dibujo animado. Al mismo tiempo que mi culo reventaba contra el
cemento escuché un sonido a alambre sacudirse y luego silencio. An-
tes de reincorporarme, Joaquín me dice:
—La colgaste.
Pero lo dice con un tono débil, casi afónico. En un momento lo des-
conocí. ¿Es Joaquín? Cuando me levanto veo que está de espaldas,
mirando el alambre que da a la otra casa vecina, como si el alambre
le estuviera hablando. Hipnotizándolo. Con la mano izquierda se tapa
la oreja. Y mientras me acerco descubro que por entre los dedos le
chorrea sangre. Litros de sangre que forman una especie de río des-
de sus dedos hasta el codo, y desde ahí hacia el piso. Me enganché,
dice, y se mira la palma de la mano ensangrentada. El pabellón de la
oreja izquierda le está colgando como si fuera un arito extraño. O un
audífono de carne. Y sangra. ¿Duele?, le pregunto, porque es lo único
que me sale preguntarle.
Joaquín vuelve a taparse la oreja y me dice que no con la cabeza.
Pero al mismo tiempo enfila hacia la salida. Yo lo sigo detrás y veo que
en el recorrido va dejando gotitas de sangre. Su mano izquierda es
roja. Cuando me le pongo al lado veo que tiene lágrimas en los ojos,
aunque no llora. Por suerte salta el enrejado en el primer intento y sale
corriendo. Yo tardo un poco más, y cuando estoy del lado de afuera,
gritándole esperá, esperá, ya no lo encuentro. Sólo están las gotitas;
en la tierra, en el pasto, en la vereda y en el medio de la calle. Parecen
las líneas limítrofes de los mapas geográficos.
En su casa Joaquín se desmaya. Sus viejos lo suben al Renault 9 y
lo llevan al Gandulfo, donde le suturan la oreja. Después le preguntan,
tanto los médicos como sus padres, cómo se hizo eso. Casi perdés
la oreja, qué pasó. Joaquín les dice que lo mordió Polo. Polo es un
perro policía de la otra cuadra que de vez en cuando salta el paredón
y muerde al primero que tiene cerca. A mí y a Maxi (uno de los tantos
pibes que se juntaba con nosotros) nos mordió una vez. Nos clavó
los dientes como si fuéramos un churrasco. A mí en el brazo. A Maxi
en los talones. Polo era más rápido que cualquiera. Por lo menos fue
más rápido que Maxi y que yo. Dos días después, el padre de Joaquín
lo envenena. Pasa por la puerta de la casa de esta familia que nunca
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sale a la calle y tira un pedazo de carne por encima del paredón. El
pedazo de carne con vidrio molido adentro. Pero antes de que el pa-
dre de Joaquín despida a Polo, a Joaquín le dan la antirrábica.
De todo esto me entero al otro día del accidente. Joaquín tiene la
oreja recubierta por un vendaje blanco. Dice que escucha bien, que lo
único que siente es una pinza enganchada a su oreja. Algo así como
un broche electrificado. Y me dice que vayamos a buscar la pelota.
Así que vamos a la casa vecina de la iglesia y recuperamos la Tango
86, pinchada. Y no sabemos si se pinchó porque dio contra una rama
de los tantos árboles del jardín o si la pinchó el viejo con un tenedor. A
la noche siguiente Polo va estar revolcándose de dolor durante largas
horas. El sábado tomamos la comunión, pero antes, por la mañana,
tenemos que ir a confesarnos. Va a ser la primera y única vez en mi
vida que me confiese. De Joaquín no tengo idea. Dos o tres años
después ya no nos vamos a juntar más simplemente porque la gente
suele no juntarse más.
Paso a buscar a Joaquín y vamos a confesarnos, cláusula ineludible
para que tomes la comunión y recibas un pago por meterte un peda-
cito de pan y un traguito de vino en el estómago. Joaquín sigue te-
niendo el vendaje, siempre bien limpio porque su madre se lo cambia
cada dos días. Dice que le queda para una semana más. Joaquín me
cuenta cómo es una oreja cosida porque se la vio al espejo. Yo no
puedo imaginar cómo es una oreja cosida, pero sí puedo contar cómo
luce una oreja colgando. Porque la vi.
Entramos en la parroquia. El padre Mario ya está adentro. Cuando
ves el Ford Falcon estacionado cerca de la canchita de fútbol es por-
que el padre Mario ya vino y está rezando o haciendo rezar a la gen-
te. Esperamos en la puerta de la casita. Si a los once años fumara,
me estaría encendiendo un cigarrillo mientras me apoyo en la pared y
espero como el galán que espera a su chica. Pero no, para empezar
a fumar me faltan dos años, todavía. El padre Mario no nos toma la
confesión en el templo, que está adelante, sino en la casita del fondo,
que tiene habitaciones por todos lados y que un par de años después
va a tener dos pisos. Tampoco nos hace pasar a ningún confesionario
de madera típico de las películas sino que nos hace tomar asiento en
un cacharro cualquiera y él se sienta enfrente, en una silla con res-
paldo de felpa.
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Y te pregunta:
—¿Cómo te anduviste portando?
Cuando salgo, entra Joaquín. Lo espero. Y como tarda bastante
me pongo a mirar a los chicos de Acción Católica que están senta-
dos formando un círculo en medio de la canchita. Una de las chicas,
la más grande, toca una guitarra criolla y los otros y otras aplauden
y cantan algo sobre un niño. Que el niño esto y que el niño lo otro.
Cantan, cantan y cantan. Encima afinan.
Al ratito aparece Joaquín al lado mío.
Y le pregunto:
—¿Cuánto te dio?
—¿A vos? —me repregunta.
—Un Padrenuestro y un Avemaría. ¿A vos?
—Nueve Padrenuestros y siete Avemaría. ¿Cuál era el Avemaría?
—Ave María, llena eres de gracia, el señor es contigo...
—Ah, ése.
—¿Y por qué tantos? ¿Qué le dijiste?
—La verdad. Que le rayé el auto.
Mucho no le creo, porque Joaquín, en el fondo, es medio mentiro-
so, pero cuando enfilamos para irnos a probar el pantalón de vestir,
la camisa, la corbata y todo eso que debemos ponernos al atardecer,
Joaquín me hace pasar junto al Falcon Verde y me señala una cruz
que le hizo a la puerta del conductor con una piedrita. Un par de horas
después ya somos oficialmente cristianos.
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Los nietos del carnicero * 2011 # 16 # Enrique Rivas
| m a n o p l a |Andrés dice que las trompadas duelen más si apretás una llave.
O varias monedas de veinticinco centavos, una encima de la otra.
Cualquier porquería que aprietes con tu palma produce que al cerrar
la mano el puño se te endurezca por la presión y cuando pegues (en
la jeta, sobretodo debajo del ojo, el hueso malar), lo que mantengas
apretado evita que los nudillos se te desarmen como podría desar-
marse la mano de una nenita. Lo importante es que los huesos me-
tacarpianos permanezcan firmes. Eso dice Andrés, que en Biología
saca diez. Y en Historia. Y en Lengua. Y en Matemáticas. Andrés es
de lo más inteligente que conocemos. Pero Andrés nunca le pegó
una piña a nadie.
Andrés también dice que las colillas de los cigarrillos se pueden
transformar en bisturís. En pequeños bisturís desafilados. Que se aga-
rra el filtro y se lo quema con un encendedor. Se lo derrite. Luego se
moldea uno de los extremos con los dos dedos (índice y pulgar) hasta
que el filtro se seca. Cuando el filtro se seca queda endurecido como
el plástico y eso, si lo sabés usar, corta. Andrés dice que las colillas
cortadoras las usan los presos para suicidarse. Que se cortan las ve-
nas con esas colillas. O sino degollan a otros reclusos. Por supuesto
que Andrés nunca pisó una prisión. Se lo contaron.
Andrés también dice que le dijeron que el efecto del porro hace que
te largues a reír sin explicación alguna. Y sin hablar. Como si miraras
a la gente y la gente tuviera un chiste Bazooka pegado en la frente.
Entonces te reís, pero sin leer el chiste. Andrés nunca se fumó un po-
rro, claro.
Tenemos trece años y recién entramos en la adolescencia con un
atado de Marlboro que lo compartimos entre los tres y que nos dura
casi una tarde entera. Uno o dos años después vamos a empezar con
el atado individual y las cervezas. Por ahora nos conformamos con la
decena, a 75 centavos, y con la Coca-Cola de litro, botella de vidrio,
a peso veinticinco.
Corre el año 1992 y Smeells like teen spirit de Nirvana, Enter Sadman
de Metallica y Don’t cry de Guns n’ Roses suenan en todas las radios
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que se te ocurra encender. Los Ramones tocaron el domingo pasado,
o el próximo, en Hacelo por Mí.
Estamos en el primer año de la secundaria. Vamos al Instituto Mo-
delo Saint. Andrés y yo cursamos en 1° “A”. Leo cursa en 1° “B”. En
el “B” y en el “C” cursan los inmigrantes, aquellos que terminaron la
primaria en otras escuelas. El Saint queda a la vuelta de mi casa y a
no más de cuarenta metros de la casa de Leo. Leo es el alumno que
más cerca vive del colegio (incluyendo alumnos de primaria y se-
cundaria). Después le sigo yo. Leo siempre llega tarde. Yo a veces ni
llego. Andrés vive relativamente lejos. La relatividad se relaciona con
tu estatura y con tu capacidad perceptiva. Cuando sos chico todo te
queda grande y te queda lejos. Todo es enorme. Inabarcable. Treinta y
cinco cuadras puede ser la extensión de un país. Pero Andrés no vive
en otro país, ni siquiera en otra localidad. Vive en el fin de Temperley,
a dos cuadras de la calle Divisoria que, como su nombre lo indica,
separa Temperley de José Mármol.
Andrés dice que las piñas duelen más si apretás una llave. Leo le
dice que se calle, que es un tarado a cuerda y que de dónde sacó esa
taradez. Todo al mismo tiempo dice. Luego le hace un tajo en la frente
con un pedazo de madera.
¿Fumaste alguna vez?, me pregunta Leo. A Leo lo conozco del ba-
rrio, de cruzármelo miles de veces pero hasta el día de hoy nunca nos
habíamos hablado. De hecho, hubo enfrentamientos armados entre
nosotros. Puteadas, corridas y patadas. Y algún que otro piedrazo a la
puerta de su casa. Porque Leo escribió puto en el paredón de la mía.
Eso cuando éramos más jóvenes.
Cuando sos más joven tenés menos palabras y mucha más fuerza.
Por eso la cosa resulta interesante.
Con Leo nos cruzamos en el patio del colegio, el primer día de nues-
tro primer año de la secundaria y nos saludamos con la cabeza, como
diciendo que sí. Que sí, ¿qué? No sé, pero las semanas siguientes ya
nos saludábamos con un apretón de manos, a lo macho. Hasta que
aparece Andrés y nos dice que los hombres se saludan con un beso.
Andrés tiene un primo que vive en Congreso y dice que allá los pibes
se saludan con un beso. Eso sí, la interacción carnal entre cachete y
cachete no debe durar más de medio segundo.
Eso dice Andrés.
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Después del invierno Leo y yo nos transformamos en los mejores
amigos del mundo. Me pasa a buscar después de almorzar, y echar-
se una siestita, y pasamos las interminables tardes primaverales en
la placita Ituzaingó, a tres cuadras de casa. La placita Ituzaingó no
tiene tobogán, ni calesita, ni césped, ni bancos de madera, ni nada
de lo que se supone que toda placita debiera tener. Aunque alguna
vez los tuvo. Eso es cierto. Te das cuenta porque en el suelo todavía
están clavadas las estructuras metálicas color jugo manzana. Lo úni-
co que hay ahora son dos desproporcionadas hamacas con cadenas
oxidadas y un altar de cemento con una Virgen María de yeso donde
las viejas van a rezar y dejan unas monedas o unos billetes de dos
pesos. Sabemos que las viejas van a rezar porque las vemos. Forman
un triángulo con las palmas de la mano, agachan la cabeza y murmu-
ran cosas en voz alta. Luego dicen amén y hacen la señal de la cruz.
También sabemos que las viejas dejan guita porque la tomamos pres-
tada cuando necesitamos para los puchos y la coca.
Leo me pregunta si fumé alguna vez. Yo le digo que lo intenté. Que
agarré unas colillas del cenicero de mi casa y que me las prendí, a
escondidas. Leo me dice que él le afana los cigarros a su hermana y
a su vieja y que se los fuma en el patio cuando ellas se van de com-
pras. Que está bueno. Buenísimo. Lo que Leo no sabe es que fuma
mal. No traga el humo. Eso le digo una tarde que trae dos Camels
escondidos en el bolsillo de su jogging. Se pone el cigarrillo entre los
labios, aspira como si estuviera tomando de una pajita y luego escupe
el aire sin retenerlo. Le muestro cómo se hace aunque yo sólo lo sepa
en teoría de ver tanto a mis viejos. Durante trece años fui lo que en la
actualidad se conoce como fumador pasivo. A partir de esa tarde me
transformo en activo. El efecto de mi primera pitada oficial me pro-
duce mareo, baja presión y, un rato más tarde, vómitos. El efecto de
mi primera pitada oficial es de lo mejor que me pasó en trece años.
Comparable a mi primera borrachera. También a los trece años. A Leo
le produce algo similar y doce años después experimenta otro efecto
un tanto más extremo; un preinfarto. Aunque para ese entonces ya no
nos vemos con tanta frecuencia. De otro modo, hubiera ido a visitarlo
cuando estuvo internado.
Esta pitada es para vos, Leo.
Andrés dice que él fuma desde los once años. Mucho antes que
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nosotros. De hecho, Andrés dice que todo lo hizo antes que nosotros.
Inclusive la paja. Andrés es de lo más pajero que hay. Se clava tres
y hasta cuatro pajas por día. No importa en qué lugar estemos, si a
Andrés le entran las ganas se echa una y ya está. Hay un rincón de la
placita, debajo de un árbol pelado, reservado para Andrés. Cada vez
que Andrés se calienta lo mandamos para ahí. Pueden ser las tres de
la tarde, no importa, Andrés toma una posición semi encorvada y agita
la muñeca no más de treinta veces, luego va hasta la canilla, se lava, y
vuelve con nosotros, como si nada. Si bien la placita Ituzaingó no tiene
césped, sino tierra, en la zona de Andrés la tierra parece rociada con
lavandina. Es el cementerio de Andrés. El cementerio de los miles de
abortos manuales de Andrés. Millones de Andresitos descansan en esa
plaza. Lo primero que hace luego de cada paja es fumarse un pucho.
Andrés nos cuenta que sus viejos no fuman y que si lo llegan a en-
contrar con un pucho entre los dedos, lo matan. Andrés mastica chi-
cles de menta a cada rato. Así que todos masticamos chicle de menta
a cada rato, bebemos Coca-Cola a cada rato y nos olemos las manos
y las ropas a cada rato. Fumamos un cigarro a las 7.45 de la mañana,
en el kiosco lindero al colegio, uno a la salida, a las 12.15, y otros
muchos a la tarde, en la placita Ituzaingó. Tiene su gracia lo de fumar
a escondidas. Arrinconarte contra la pared más oculta y apretada de
la plaza para fumarte uno atrás de otro, mientras vigilás a la gente
que pasa por las dos veredas, porque entre esa gente pueden estar
tus viejos, o los viejos de Leo, o mi abuela, o la abuela de Leo. O mis
hermanas, o la hermana de Leo. Cualquiera. Cuando hacés cosas a
escondidas cualquiera puede ser policía. Todo lo que hacés a escon-
didas tiene su gracia. Sobretodo la paja.
Andrés dice que tiene como quince revistas porno. No le creemos.
Imposible que te vendan quince revistas. Imposible que te vendan una.
Andrés dice que no las compra. Que las encontró en la habitación de
su viejo, debajo del colchón. Dice que tiene una de Susana Giménez
(esa la del teléfono) en bolas. Y una de Moria Casán. Y muchas de
Yuyito González. No le creemos. Hasta una de la Pradón. Tampoco le
creemos. Andrés nos dice que vayamos a la casa, que nos las mues-
tra y después aprovechamos y salimos por ahí. Es viernes, las seis de
la tarde. Enfilamos para lo de Andrés. En el camino hacemos que se
pague un atado de veinte.
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Tenemos toda la noche por delante y uno de diez no nos alcanza.
Quizá fuera verdad, pero era mentira. No hay ninguna revista porno
en el cuarto de Andrés. Y eso que las busca. Revisa todas sus cosas;
cajones, armarios y debajo del colchón, que, según Andrés, es donde
las había escondido, pero no hay nada. No están. En ese momento
aparece Dieguito, su único hermano, su hermano dos años menor, y
Andrés le pregunta si tocó algo. Nunca dice porno. Dieguito le dice
que no, que habrá sido papá que estuvo buscando una cosa. Tam-
poco Dieguito dice porno. Le decimos a Andrés que no importa, que
lo deje.
—Vamos afuera a fumar unos puchos —dice Leo, con tanta mala
suerte que en ese momento aparece Norberto, el padre de Andrés.
Está parado en la puerta de la habitación y nos saluda con un gesto
de cabeza. Leo se pone colorado. Andrés clava sus ojos preocupa-
dos en la cara de Leo. Yo clavo mis ojos preocupados en la cara de
Andrés.
Norberto clava sus ojos militares en el bolsillo del pantalón de su
hijo, y dice:
—¿Van a salir?
—Sí —responde Andrés.
—Dice mamá que antes coman algo —le dice Norberto.
—No, gracias —dice Andrés—, los chicos ya comieron.
—Comimos unos Capitán del Espacio —dice Leo.
—Eso no es comer —dice Norberto.
—Papá, nos tenemos que ir. Vamos a un recital y empieza en un
ratito.
—Andrés, si no comés no salís.
Norberto se va. Andrés nos dice; bueno, comemos y nos vamos.
Quince minutos después estamos sentados a la mesa de los Mar-
tínez. Son las nueve de la noche. El recital empieza a las once. Hay
tiempo.
—¿Y? ¿Cómo les va en el cole? —nos pregunta la madre de Andrés,
jugándola de simpática.
—Como a todos —le dice Leo.
Yo no sé a qué se refiere, pero quedó bien. Queda mejor que decir
que tenés seis de las once materias desaprobadas, como es mi caso.
—¿Tan bien cómo a Andrés? —pregunta la doña.
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—Maaaa —interrumpe Andrés.
—Todo diez —dice la madre.
—Porque es un traga —susurra Dieguito.
—Es estudioso —dice la madre, orgullosa—, nos salió estudioso.
—Maaaa..., no empecés, ¿nos podemos ir?
—Todavía no empezaron.
—No tengo hambre. Además tenemos que ir.
—Comé —le dice el padre. Luego nos mira a Leo y a mí y nos dice:
Coman.
Así que introduzco el tenedor en una montaña de fideos, los enredo
y me los llevo a la boca. Deliciosos. Leo finge que come. Norberto
está sentado en la punta de la mesa, a su lado Andrés y Dieguito, en-
frente Leo y yo y en la otra punta la señora Martínez, coqueta. No mira
en ningún momento a su marido, como si este no estuviera. Tampoco
mira a sus hijos. En realidad no mira a nadie. Lo único que hace es
mirar el reloj colgado en la pared.
—¿Tenés que ir a algún lado? —le pregunta Norberto.
A lo que la señora, sin mirarlo, responde:
—Ya te dije.
Andrés se levanta de la silla y dice:
—Nosotros nos vamos.
—¡Comé! —le grita Norberto mientras lo apunta con el tenedor—.
Comé o no vas a ningún lado.
Andrés se sienta. Tiene las manos debajo de la mesa. Contempla su
plato de fideos con tuco como si delante tuviera un bollo de mierda de
caballo. Leo me patea por lo bajo. Se ríe. Yo sigo comiendo.
—No tengo hambre —dice Andrés.
—¡Comé! —le grita Norberto, que tiene los bigotes salpicados de
salsa.
—Si no quiere comer que no coma —opina la madre, así como si
nada.
—Vos también; comé —le dice Norberto—. Hay gente que no tiene
para comer y ustedes rechazando la comida.
—¿Dónde? —pregunta Dieguito, inocentemente.
—¿Dónde qué?
—¿Dónde hay gente que no tiene para comer?
Norberto se encoje de hombros y se sirve otro vaso de vino.
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Y dice:
—En África.
—¿Y dónde queda eso? —pregunta Dieguito.
—En África —le responde Leo. Y no sé cómo, pero sin que nadie lo
vea, me cambia el plato tras un movimiento archi veloz. Ahora tiene
mi plato semi vacío y yo su plato lleno—. Riquísimos los fideos —dice
Leo mientras se limpia los labios con una servilleta.
—Este chico no come nada —dice la señora cuando ve mi plato—.
Con razón está tan flaco.
—En la casa hace igual —agrega Leo.
—Si no comés no te podés concentrar. ¿Cómo te va en el colegio?
A lo que Andrés dice:
—Maaaaa.
—¿Qué?
—Nosotros nos vamos—. Andrés se levanta pero Norberto lo sujeta
del brazo y lo hace sentar de nuevo—. No tengo hambre.
—¡Comé, carajo!
—No tengo...
—¿O es que el cigarrillo te quita el hambre?
—¡¿Qué?! —pregunta sonrojado Andrés.
—No te hagás el boludo...
—Norberto, la boquita.
—Vos callate. Y vos, ¡comé!
—No teng...
Norberto estira su mano hacia el bolsillo de Andrés y saca una cajita
de cigarrillos. La apoya sobre la mesa dando un fuerte golpe que hace
saltar los vasos.
—¿Y esto de quién es? —le pregunta el padre.
Y Andrés dice:
—De Leo.
Leo, sobresaltado, me señala:
—Son de él. Yo no fumo.
Yo dijo que sí; no queda otra.
La señora me mira y dice:
—Tan chico y fumando —y sacude la cabeza negativamente—. ¿Tus
padres lo saben?
—Sí —respondo.
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—¿Y no te dijeron nada?
—No.
—Ay, Dios.
—Maaaa.
—Vos no te hagás el boludo —le dice Norberto a Andrés—, que yo
te vi. A los tres. También estaba el otro pelotudo, los cuatros pitando
pitando y pitando. Allá en la avenida. Ahora comé y después habla-
mos.
—No teng...
Los ojos de Andrés se introducen en los fideos. La nariz y la boca
también. Norberto lo agarra de la nuca y le sumerge la cabeza en el
plato.
—¡Norberto! —grita la madre mientras se levanta instintivamente.
Norberto, mientras Andrés saca la cabeza del plato y con las puntas
de los dedos se despega los fideos naranjas del pelo, sigue comiendo
de lo más bien.
—¿Qué? —pregunta—. ¿Qué pasa?
Un rato después, un rato después de que Andrés se levante de la
silla casi llorando y con fideos pegados en la frente, de que salga co-
rriendo y se esconda en su cuarto dando un fuerte portazo que hace
retumbar los portarretratos familiares clavados en la pared, de que Leo
y yo nos quedemos sentados escuchando los sermones de Norberto
acerca de las contradicciones de fumar, porque el fumar es perjudicial
para la salud, y de que dejamos eso sino él mismo se va a encargar de
informarles a nuestros padres, al tuyo también, aunque ya lo sepa, un
rato después de todo eso, los tres caminamos por la avenida en di-
rección al centro de Temperley. No tenemos cigarros. De eso se queja
Leo. Dice que fumarse un cigarrillo después de la cena es lo mejor
que hay en la vida (mejor que la paja) y que él nunca se lo pierde. Que
apenas termina de cenar, todos los santos días, le dice a sus viejos;
‘voy a pasear a Jony’ y se lo lleva a dar un par de vueltas manzana.
Yoni es un perro que parece dogo pero no es dogo ni de cerca porque
es más chico de tamaño, más feo de cara y más tonto que todos los
perros juntos. Entonces, dice Leo, mientras espera a que el perro se
eche un meo en las puertas de las casas, como le enseñó a hacerlo
(yo lo vi), se fuma, tranqui, uno o dos puchos, depende de cuántos
tenga esa noche. Si no pasa por mi casa y golpea mi persiana. Mi
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persiana da a un pasillo. Yo lo hago pasar y en mi cuarto fumamos
pucho tras pucho mientras escuchamos música. Hubo veces, sobre-
todo en invierno, que entró con Jony. Hasta que el perro epiléptico me
cagó adentro del placard. Después nunca más.
Andrés está que echa humo. Cuando Andrés se enoja no para de
putear a quien sea. Se pone todo rojo y putea y no puede parar de
putear y de moverse. Encima Leo le sopla la oreja. Dice que por culpa
de este gil nos quedamos sin cigarrillos. Andrés le dice que se calle
sino... ¿sino qué, gil?, sino te la voy a tener que dar. ¿A quién se la
vas a dar, vos?, le dice Leo. Yo me pongo en el medio para calmar-
los. No se calman pero por lo menos se callan un rato. Caminamos un
par de cuadras en silencio hasta que Leo empieza de nuevo. Que el
pucho esto, que el pucho lo otro. Veo que Andrés se mete las manos
en los bolsillos y extrae un llaverito. Disimuladamente lo aprieta con la
mano. Leo se calla. Seguimos caminando, faltan unas cinco cuadras.
Silencio que raspa.
—¿’Taban ricos los fideos, no? —pregunta Leo mientras me codea.
—Sí —digo yo.
—Riquísimos —dice Leo—. Daba para meter la cabeza en el plato y
comerlos con la nariz.
Andrés, que va caminando un par de metros adelante, gira todo su
cuerpo y se abalanza sobre Leo. Le pone un cortito. Un cortito de
nena, con el puño flácido. Luego se pone en guardia. Leo se queda
parado, tocándose el pómulo derecho.
Se ríe y dice:
—¿Con qué me pegaste, tarado?
Andrés, moviéndose como un boxeador, abre la palma de la mano y
muestra un llaverito, luego la cierra y vuelve a ponerse en guardia. Se
sacude. Leo se agacha y agarra un pedazo de tronco del tamaño de
un palo de jockey. Y Andrés dice que las piñas duelen más si apretás
una llave.
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Gonza dice: las huellas digitales, pelotudo, y enseguida agrega; llega
a entrar la cana y cagaste fuego, salame. El Langa abre los dos pla-
tos blancos como ojos y lo mira. Nos mira. Apunta sus ojos celestes
y muertos en nuestras caras y arruga la frente. Tarda en reaccionar.
Tarda lo que tardás en leer esta frase cincuenta y siete veces segui-
das. De mientras Varela le dice; si te agarran no nos botoniés porque
te cagamos a sopapos. Lo están delirando, y el Langa, en cierto modo,
ni se entera. Muy pocas veces se entera. Esa es la gracia del Langa.
Todos tenemos nuestra gracia, pero nadie tiene la gracia del Langa.
Lo conocemos hace tres meses y todavía no nos aburrió. Para que te
des una idea. Todo bien, dice el Langa, sonriendo; tengo guantez.
El Langa en realidad se llama Jonás. Jonás Ezequiel no-sabemos-
cuánto. Tiene catorce años y parte del cerebro atrofiado. Sobretodo la
parte izquierda donde se aloja el lenguaje y el razonamiento. Abando-
nó la secundaria en primer año y ahora se la pasa vagueando con no-
sotros, que, en cierto modo, también tenemos nuestra parte izquierda
atrofiada. Formamos, por así decirlo, el club de los cerebros atrofia-
dos. Los que ves acá no trabajamos ni estudiamos, somos demasiado
jóvenes para la primera opción y demasiado lentos para la segunda.
Otra cosa: somos demasiado pobres. Más que para las petacas y los
cigarrillos no tenemos. No pidas golosinas que no hay.
El Langa siempre anda con guita. Punto a favor. Y obedece lo que le
digas. Doble punto a favor. Por eso fue recibido con los brazos bien
abiertos. Casi como una mascota inválida. ¿De dónde salió? Nadie
tiene idea. Pero acá la cosa es así: estás ebrio y todos los días y no-
ches conocés un montón de flacos que se te pegan como la sangre
seca de la nariz y después, sobrio, ni te acordás de haberlos tratado.
Algunos, los que no tienen nada que hacer al otro día, se quedan una
temporada. Dos. Tres. Las que sean necesarias. Porque acá nadie
nunca tiene nada que hacer.
Jonás es hijo único y vive con sus viejos en una enorme casona
cerca de la avenida Almirante Brown, a poco de la frontera con Lomas
de Zamora. Sus padres lo palisiaban de pibe. Su viejo, con el cinto.
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Su vieja, a cachetazos. Por lo menos eso contó alguna que otra vez.
Sobretodo cuando el Anticristo le preguntaba; ¿por qué sos tan ta-
rado, Langa? De hecho, fue el Anticristo el que lo bautizó así. Dice
que se la pasa haciéndose el galán. Lo que el Anti nunca se enteró es
que Jonás no se hace el galán, es medio afeminado. Son dos cosas
totalmente distintas. Sus maneras y sus movimientos son de chico
delicado con problemas motrices; lentitud y brutalidad corporal.
Tampoco habla como nosotros; tiene un tono de voz más grave y
articula las palabras pausadamente, casi con esfuerzo. Lo hace a bajo
volumen. Parece un conductor trasnochado de radio. Eso no significa
que hable bien, para nada. Ninguno de nosotros utilizamos más de
diez palabras seguidas. Y si las usamos, las acomodamos mal. Jonás,
para colmo, pronuncia las S como las Z. ¿Zabíaz ezo? ¿Vamoz a la
Ezzo? ¿Qué ez ezo?
Así habla.
El Langa, a todo esto, vive medicado. Ansiolíticos. Nos enteramos
una nochecita que estamos en su casa haciendo la previa para ir a un
recital. Somos un montón y casi que no entramos en la pequeña ha-
bitación. Hay algunos sentados en el piso, otros en la cama y el resto
en un par de sillas. El Langa se niega a escabiar, dice que después,
que después. Dice que en el living están sus viejos y unos tíos y que
si lo ven tomando alcohol no lo van a dejar salir. Pero ustedes tomen,
nos dice. De modo que nos tomamos todo lo que habíamos llevado.
De mientras le revolvemos los estantes de pies a cabeza. Algunos le
dicen; yo me llevo esto.Yo quiero esto. ¿Me regalás esto, Langa? El
Langa dice que no y nos quita las cosas de la mano y las vuelve a
colocar en su lugar. Es un pibe muy ordenado, el Langa. El Langa
colecciona soldaditos de plomo, latas de cervezas importadas, mar-
quillas de cigarrillos extranjeras y armas de juguete; rifles, escopetas,
revólveres y una bayesta. La bayesta resulta la más codiciada porque
es de verdad. Dispara una flecha de madera de treinta centímetros
de largo y está recubierta por una punta de metal. Y pincha bastante.
Por lo menos eso dijo Toten una tarde que se la clavaron en los ca-
chetes del culo. Pero el Langa no la quiere regalar. No quiere regalar
nada el muy egoísta. Así que le revolvemos todo otra vez. Menos los
manuales del colegio le quieren saquear cualquier cosa. Así nos di-
vertimos hasta que llega la hora de irnos porque el padre nos echa.
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Nos ponemos a pogear, para agitar el alcohol y subirlo a la cabeza,
y de repente abren bruscamente la puerta. Es el padre del Langa que
nos dice; vamos, afuera. A hacer quilombo afuera, y se va dando un
portazo muy mala onda. El Langa nos mira aterrorizado y mueve la
cabeza señalando hacia la puerta, y dice; vamos. Es así. Siempre
hay alguien que te aterriza el vuelo, así que juntamos nuestras cosas,
sobretodo los envases con restos de vida, y salimos. Antes tenemos
que cruzar el enorme living en donde está reunida la familia Langa. Al-
gunos estamos re mareados y nos llevamos los muebles por delante.
Y pasamos diciendo; chau, chau, buenas, hola, chau. Así. Hasta que
suena un despertador. Un tic-tic-tic-tic-tic-tic ahogado y apagado.
Nos damos la vuelta y vemos que Gonza, desesperado, se rasca los
huevos. Y el despertador sigue sonando; tic-tic-tic-tic-tic-tic. Gon-
za se mete la mano debajo del jean rápidamente, como quien se rasca
una repentina picazón de huevos, y de un tirón saca el despertador de
plástico. Tic-tic-tic-tic-tic-tic. Gonza tiene el despertador celeste en
su mano y lo agita. Lo agita. Por poco lo tira al piso y lo aplasta de un
pisotón. No lo puede apagar. Todos lo estamos mirando. La familia
Langa también lo está mirando, en silencio. Gonza, sonrojado como
vino tinto, deja el aparatito sobre una mesita ratonera tic-tic-tic-tic-
tic-tic y dice: Hola, y sale como si nada. Jony, el remedio, le dice la
madre. Y el despertador deja de sonar.
Es una noche de invierno de 1995 y el Langa dice; todo bien, tengo
guantez. Estamos en plena semana laboral. Más o menos las tres de
la mañana. Todos empilchamos camperas, guantes, bufandas y go-
rros de lana. Todos rodeamos una pequeña y débil fogata que huele a
goma quemada, porque acabamos de quemar una llanta de bicicleta
que encontramos tirada por ahí. Todos nos estamos recontra cagando
de aburrimiento. Todos somos; el Langa, Gonza, Varela, el Anticristo y
yo. La petaca de licor de chocolate que vamos circulando de mano en
mano no resiste ni una ronda más. Vienen tan pequeñas estas cosas.
Para colmo nadie tiene unas monedas. También escasean los cigarri-
llos. Al Langa y a Gonza le quedan, pero dicen que no tienen más para
que no les mangueemos. Porque acá cuando pide uno piden todos.
Tenélo en cuenta. Otra noche que se nos consume como los pedazos
de ramas incendiadas y no hicimos nada con nuestras vidas. Aunque
tampoco había demasiado para hacer.
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A ver los guantes, le dice el Anti, desconfiado. Acampamos en un
terrenito baldío ubicado en la intersección de Cangallo y Vélez Sar-
field. Un pequeño baldío con un árbol en el centro. El árbol ya no tiene
ramas, las arrancamos a todas para encender las cientos de fogatas
que encendimos durante las cientos de noches que pasamos acá. Y
que pasaremos. El piso es de tierra seca y hay escombros, botellas
rotas y chapas oxidadas por donde mires. De asiento usamos unos
pedazos de piedra del tamaño de una pelota de fútbol o cajones de
cerveza vacíos. Lo que pinte. De vecinos tenemos, a un lado, un enor-
me paredón de ladrillos que da a un galpón, del otro, una medianera
rasposa que se está viniendo abajo y que da a un patio lleno de galli-
nas. En algún momento el terreno estuvo protegido por una alambrada
oxidada que los pibes terminaron desencajando de cuajo. La mayoría
viven a pocas cuadras y paran acá desde tiempos inmemoriales. El
Langa vive a quince cuadras.
Langa, andá hasta la Esso a comprar una petaca, le dice el Anti. Y
el Langa responde: no.
La Esso más cercana queda a diez cuadras de nuestra trinchera, y
como de costumbre, nadie quiere caminar diez cuadras una noche de
tres grados bajo cero. Y menos que te manden. De todos modos, los
que lo conocemos, nos damos cuenta que el Anticristo se trae algo
entre manos. Estuvo callado un buen rato mientras nosotros hablá-
bamos de no sé qué, pero hablábamos de algo. Cuando el Anticristo
está callado un buen rato es porque en su mente planea alguna cosilla
ínfima que te puede salvar de la esclavitud del insomnio.
—Yo garpo —dice el Anti.
—¿Por qué ziempre yo? —pregunta el Langa.
—Yo fui ayer —le digo, por las dudas, a ver si todavía me quieren
mandar a mí.
—Y yo anteayer —dice Gonza.
—Yo voy a ir mañana —dice Varela.
—Que vaya el Anti entonzes —dice el Langa—, nunca va.
—No —dice el Anti mientras intenta revivir el fuego con un bollo de
papel, exactamente con una página del suplemento deportivo del Cla-
rín, la última que nos queda—, yo la pago.
—Entonzes yo la pago y vaz voz —sugiere el Langa.
—Ni a palos —dice el Anti y enciende una leve, triste y patética llama.
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Pasamos un buen rato en silencio, frotándonos las manos y sacando
vapor como si en la garganta se nos hubiera atascado un freezer. El
fuego se apaga. Y ya no hay más papel. Ni ramas. Ni pedazos de ma-
dera. Nada. Ni siquiera restos de la corona fúnebre que encontramos
detrás de un geriátrico y que quemamos ayer. O anteayer.
—Langa, andá hasta la Esso a comprar una petaca —repite el Anti
con el mismo énfasis que antes.
El Langa no responde.
Y el Anti dice:
—Si vas hasta la Esso yo salto a lo de la vieja y te traigo algo, lo que
quieras.
El Langa levanta las orejas.
—La vieja no está —dice el Anti.
Y Gonza, que vive al lado de la casa de la vieja de las gallinas,
dice:
—Le dejó las llaves a mis viejos para que le den de comer a los gatos.
—Dicen que la vieja tiene guita escondida abajo del colchón. ¿Será
posta? —pregunta Varela.
—Es posta. Cobra como quinientos de jubilación —dice Gonza.
—Y bueno, que el Langa vaya hasta la Esso y yo me fijo —dice el
Anti—. Pero me quedo con la mitad y el resto se lo reparten ustedes.
—Listo —dice Gonza—, hacemos así.
—No —dice el Langa—, yo zalto y voz vaz hazta la Ezzo.
—Hmm, no sé —dice el Anti—. Ahora no me conviene.
—Pago doz —dice el Langa.
—No sé —repite el Anti, que ni lo mira. Si lo llega a mirar se mea de risa.
—Y unoz puchoz. Traé doz petacaz y comprá unoz puchoz —dice el
Langa mientras saca unos billetes del bolsillo de su pantalón.
—Y algo para papear —dice el Anti.
El Anticristo agarra la plata del Langa. Cuenta los billetes; diez pe-
sos. Se levanta y dice:
—No, antes saltá —se vuelve a sentar sobre el cajón de cerveza—.
A ver si voy hasta la Esso y después me cagás.
—No te voy a cagar. Cuando vuelvaz, zalto.
—Qué piola que sos, Langa. Ni a palos. Saltá ahora. Trae algo y yo
voy. Tengo que verte.
El Langa duda.
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—Más de cinco minutos no vas a tardar —le dice Gonza—. Dale,
andá.
—Dejalo a este puto —dice Varela mientras finge que se levanta—.
Yo salto. Pero me quedo con la guita del Langa y con la guita que en-
cuentre abajo del colchón.
—Ni a palos —le dice el Anti—, la repartimos.
—Bueno —dice Varela—, pero con el Langa no.
El Langa se levanta, acomoda su ropa, que le queda un talle apre-
tada, y mira hacia la casa de la vieja.
Y dice:
—Yo voy.
El Langa se acerca hasta el paredón. El Langa es mucho más alto que
el paredón, le saca media cabeza. El Langa mide un metro ochenta y
es flaco. Debe ser anémico, seguro. El Langa trepa a la medianera sin
demasiadas complicaciones, porque dice que es un especialista en
colarse en las casas. Y así es, salvo que en esta oportunidad parece
no poder coordinar sus movimientos y pega un salto torpe hacia el
patio vecino, haciendo un tremendo quilombo al caer. Los pibes nun-
ca le avisaron que en ese preciso lugar hay unos gallineros de chapa.
Yo les pregunto si es verdad que la vieja no está. Me dicen que es
posta, que se fue unos días de vacaciones a lo del hijo. Entonces les
pregunto si es verdad lo de la guita. Ni a palos, dice Gonza, la vieja
es una muerta de hambre. Y como la cosa no me cierra, les pregunto
cuál es la gracia de hacerlo saltar. Y Gonza me dice que; no tiene nin-
gún gato. En ese instante escuchamos ruidos a ollas. A latas. Puertas
cerrándose. Ladridos. Muchos ladridos. Así que por las dudas nos
levantamos y empezamos a caminar. Hacemos tiempo dando unas
vueltas manzanas. Por Cangallo, y en dirección a la estación, pasa
un patrullero a baja velocidad, con las luces titilando. Nos pegan una
mirada fugaz pero no nos dicen nada. El Anticristo dice que ya nos
tienen, y que está todo bien.
Pasamos quince minutos caminando en círculos y regresamos al
terreno. El Langa está sentado alrededor de la fogata apagada. Ni el
humo queda, sólo neblina. Yo descubro que el Langa tiene un agujero
en el codo de la campera.
—No había guita —dice el Langa—. Pero traje ezto.
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Abre una bolsa de los mandados que tiene a los pies y nos convida
con un kilo de flautitas.
—Te zarpás en boludo —le dice el Anti mientras manoteamos un par
de panes—. Hubieras dejado la bolsa.
—No ze va a dar cuenta —dice el Langa, apretando un pan entre sus
dientes—. ¿Trajeron la petaca?
—No —dice el Anti.
—Bueno, dáme la plata entonzez...
—¿Cómo sabés que no había guita? —le pregunta Varela—. ¿Te
fijaste bien?
—Zí.
—¿Abajo del colchón?
—Revizé todo.
—¿Tocaste algo? —le pregunto.
—¿Y los perros no te hicieron nada?
—¿Qué perroz? —pregunta el Langa haciéndose el sota.
—¿Y lo del codo? —le pregunto—. ¿Quién te hizo eso?
—Bueno —dice el Langa—, un poco en el codo y un poco acá.
Se levanta y nos muestra el culo. La parte del bolsillo derecho del
jean la tiene arrancada. Se le ven los calzones. Calzones blancos con
lunares en rojo.
—Sos un pancho —dice Varela mientras agarra otro pan duro.
—Igual lez dí un pedazo de pan y ze calmaron.
—Para mí que no entró. Es mentira —dice Gonza—. Para mí que en-
contró la bolsa en el gallinero y ni entró a la casa.
—¿Ah, no? —pregunta el Langa mientras saca algo de su campera—:
¿Y ezto?
Ahí nos muestra un portarretrato con la foto de una vieja.
Y dice:
—Para que vean que no miento.
—Sos un tarado —le dice Gonza.
—Es un tarado —digo yo—, este es capaz de dejar los documentos
adentro.
El Langa escupe pedazos de pan mientras se ríe. Me dice que nunca
los trae. Y como se siente un triunfador empieza a dar órdenes:
—Dale, vayan a comprar la petaca. Yo ya hize lo mío.
—Andá a devolver eso y vamos —le dice Gonza.
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—No, para qué. Ni ze va a dar cuenta.
—¿Te pensás que no se va a dar cuenta de que le falta un porta-
rretratos y un kilo de pan? —le pregunta Gonza—. Sí que se va a dar
cuenta. Y le va a echar la culpa a mis viejos. Así que andá a dejar
eso.
—Estuvo pasando la cana, boludo, dejá eso —le dice Varela.
—Las huellas digitales, pelotudo —le dice Gonza, y enseguida
agrega—: Llega a entrar la cana y cagaste fuego, salame.
Y Varela dice:
—Si te agarran no nos botoniés porque te cagamos a sopapos.
El Langa los mira. Nos mira. Pestañea y nos mira, pestañea y nos
mira y al final dice:
—Eztá todo bien, tengo guantez.
Pero como tiene las manos en los bolsillos nadie le cree.
Y el Anti le dice:
—A ver los guantes.
El Langa saca las manos, abre las palmas y muestra los diez dedos
flacos y largos.
—Te zarpás en tarado —le dice el Anti.
El Langa lleva unos guantes de albañil con los dedos recortados a
la altura de los puños. Nos levantamos. Antes de irnos a comprar las
petacas, el Langa nos dice:
—Igual no toqué nada.
El Langa nos dice que lo esperemos. Que va a limpiar todo lo que
tocó y que nos acompaña hasta la Esso. El Anticristo le dice que agarre
un trapo, una rejilla, una franela, cualquier cosa. Y que se cambie los
guantes. Pero el Langa no lo escucha y vuelve a saltar el paredón.
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Los nietos del carnicero * 2011 # 33 # Enrique Rivas
| g u a c h o |
El Tonga cae en mi casa y me pregunta si por casualidad no tengo
su documento encanutado por ahí. Su documento y su buzo de Me-
gadeth. Su documento, su buzo de Megadeth y sus zapatillas de lona.
Le digo que no, que ni a palos, y me lavo la cara con las pobres go-
titas calientes que caen de la canilla escondida entre las plantas de la
puerta de mi casa. Es domingo. Ayer fue el cumpleaños de Toten. Así
que hoy es domingo veintitantos de noviembre. Domingo caluroso.
Domingo resaquiento. Domingo pegajoso. Son pasadas las doce del
mediodía y yo me acosté a las ocho de la mañana, borracho. Hasta
que cayó el Tonga totalmente sobrio y bañado y peinado.
Y me dice lo del documento.
Y después me dice:
—No sabés lo que me pasó, chabón.
El Tonga se sienta en el paredoncito y me pide un pucho. Le digo
que no tengo.
Y me dice:
—Eh, no seas puto; conseguíte uno.
—No tengo —le repito, y me siento a su lado. Estoy en cuero y des-
calzo y con todos los pelos parados y sucios—. Dále, dejáte de joder.
¿Qué pasó?
El sol nos da de lleno en la cabeza y tenemos que achicar los ojos
para no enceguecer. Un auto pasa por la calle. El Tonga se saca la re-
mera del Acido Argentino de Hermética y se la envuelve en el puño.
Y dice:
—Re pega el coso ese.
Primero no entiendo a qué se refiere con el coso ese. Luego miro
dos palomas grises coqueteando en los cables de la luz. Luego una
sale volando. Luego la otra. El cable titila. Suena un teléfono. El telé-
fono del living de mi casa. Pasa un auto con la radio a todo lo que da;
escuchando un partido o algo así. Veo que el Tonga mueve los labios.
Se supone que está hablando. Ahí me doy cuenta de que no le estoy
prestando demasiada atención. Como sucede siempre con el Tonga.
—Acompañáme a lo del Toten —me dice, y se levanta de golpe.
Guacho #
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—Aguantá que me pongo una remera y me echo un cago —le digo,
y me meto en mi casa.
El Tonga se pone a tararear su canción preferida; Seek and Destroy.
Se lo escucha desde el baño.
El día que conocemos al Tonga es el mismo día que el Tonga deja
de ser anónimo y se transforma en alcohólico. Fue en otro cumplea-
ños, justamente en el cumpleaños número catorce del Gonza, cuan-
do uno de los pibes dice; ese chabón se la re banca, refiriéndose al
Tonga, que está en un rincón con otros pibitos que no tenemos ni ahí.
Beben en vasitos de plástico blanco. Son tres, y salvo el Tonga, son
flacos, altos y de pelo largo hasta la cintura. Visten borcegos, chupi-
nes con cadenas y remeras negras. En un principio suena punkrock y
los chabones hacen como que no escuchan nada. Hasta que suena
algún tema de Pantera, Iron Maiden o Metallica, entonces sacuden la
cabeza. Dicen que sí, que sí, que sí, velozmente. Qué se la va a ban-
car, dice el Anticristo, que ya se tambalea, es un pancho, boludo, es
un pancho. Los pongo a los cuatro. Alguien le dice que son tres nada
más y el Anti dice que no importa, que los pone a los cuatro a los
cinco a los que sean.
El Tonga dice que no recuerda lo que hizo anoche. Pasamos a bus-
car al Toten, al Gonza, al Anti y a Manu y vamos para el terreno. Y ahí
el Tonga nos dice que no recuerda lo que hizo anoche. Que luego de
salir del Ladrillo, a eso de las dos de la mañana, no sabe lo que pasó.
Lo único que recuerda, levemente, es haber hablado con un árbol.
O, en todo caso, que el árbol le hablaba a él. Tampoco lo sabe con
exactitud. No, no lo sabe. De lo que sí está seguro es de haber meado
un árbol mientras hablaban. Eso sí. Y lo recuerda por el olor a meo.
Dice que por un rato sintió olor a meo debajo de sus fosas nasales y
que eso lo despabiló un poco, pero no mucho. Los pibes se le cagan
de risa y le preguntan a qué hora llegó a su casa. El Tonga dice que
no lo sabe, pero que era bien de mañana, porque cuando su viejo lo
despertó de una patada y él abrió los ojos, descubrió que la verdulería
de enfrente estaba con la persiana levantada. Así que deberían ser
más de las nueve.
—¿Te quedaste dormido en la puerta de tu casa? —le pregunta el Anti.
El Tonga dice que sí, que se quedó dormido sentado contra el paredón
y que todavía siente las marcas del cemento en la espalda, y agrega:
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—No tomo más.
—Sos un pancho —le dice el Anti mientras le pasa la birra a Toten.
El Tonga se la arrebata y antes de bajarse lo poco que queda, dice:
—No tomo más de la mierda esa que tomamos ayer. Esto sí.
El Tonga dice que nunca se puso en pedo. Es más, que nunca pro-
bó una gota de alcohol. Nadie le cree. Pero cuando nos muestra el
contenido del vaso de plástico vemos que adentro hay algo naranja y
burbujeante llamado Fanta. Menos el Anti, todos se le cagan de risa
y le dicen que se tome una birrita, tranqui. Y le destapan una Quilmes
helada y se la regalan. El Tonga la agarra con miedo y bebe de a tra-
guitos. El Anti lo mira con desconfianza y le pregunta por qué se fue-
ron los putos de tus amigos. El Tonga no dice nada, bebe. Y alguien
habla para que el Anti no bardee. Porque si al Tonga se le escapa una
miradita a la cara del Anti, el Anti lo mira con sus dos ojos bizcos y
le levanta el ceño, la pera y se muerde los labios. ¿Qué onda, puto?,
dice sin decirlo. De modo que el Tonga baja la mirada y se dedica a
tomar. Y así se pasa la noche, con una birra tras otra, hasta que lo
perdemos de vista.
Toten dice que eso se toma y que eso te deja del orto. Te deja peor
que la ginebra, que el vodka, que el vino, que la cerveza o que todo
junto. Te parte al medio, dice Toten. El Anti le pregunta de dónde sacó
esa pelotudez. Toten le dice que su hermano se lo dijo. Que su her-
mano lo probó y que se pegó un buen flash. De hecho; mi hermano las
saca de acá, dice Toten. El Anti le cree porque el Anti siempre cree lo
que dice el hermano de Toten, que aunque no pare con nosotros y la
mayoría no lo conozcamos más que de vista, es el limado más limado
que tenemos a diez cuadras a la redonda. Así que todos nos queda-
mos mirando esa cosa como si se tratara de una cajeta perfumada.
Con respeto. Con miedo. Con ansias. Salvo el Tonga, que dice: Qué
va a pegar, si es una plantita. Es la tarde del cumpleaños de Toten y
estamos vigilando la esquina de una casona ubicada a pocas cua-
dras de mi casa. Toten dice que esa cosa que parece una campanita
dada vuelta se llama floripondio. Y que se toma. Que hay que hervirlo,
dejarlo enfriar y después tomarlo. Toten dice que eso que tomás se
llama té de floripondio y que da prepararse algunos para clavarse hoy
a lo noche antes de salir. Nadie se niega, así que cruzamos la calle y
arrancamos la mayor cantidad de flores que podemos cada uno y nos
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vamos corriendo. Ansiosos, como si estuviéramos por perder la virgi-
nidad, pero nada que ver. Esto es mucho mejor.
El Tonga tiene catorce años y estudió en la escuela Nº 2, justo al
lado de su casa. Pero abandonó en primer año para trabajar con su
viejo. Su viejo es zapatero y tiene la zapatería ahí en el fondo, en un
galponcito de madera podrida y húmeda donde a veces nos refugia-
mos con el escabio porque en la calle la yuta ya no te deja respirar.
De todos modos no dura mucho la afición del Tonga por la zapatería
porque tampoco hay muchos zapatos para arreglar. El Tonga, si no lo
conocés, te da miedo. Es robusto, tiene la cara llena de granos re-
ventados que parecen cicatrices de guerra, algo así como puntazos,
y para colmo viste siempre de negro y se mueve en la noche. Los que
lo tenemos de vista, del barrio, le tenemos cierto cagazo. Hasta que
lo conocemos. El Tonga tiene trece años y va a una fiesta de no sabe
quién invitado por no sabe quién. Ahí conoce a unos punkitos que le
convidan birra, vino y puchos. Hay uno que lo mira mal, que también
es famoso, y le dicen el Anticristo. El Tonga dice que no toma alcohol.
Y que tampoco fuma. Pero acepta ambas cosas. Un rato después,
cuando la noche se va muriendo, cuando la fiesta se va acabando,
cuando los chicos se ponen a vomitar, cuando algunos se quedan
dormidos sobre el pasto del patio o sobre las baldozas de la vereda,
cuando las únicas chicas que había, amigas de la hermana del Gonza,
se van a bailar, cuando lo único que se escucha es punkrock, el Ton-
ga se transforma en el perro sin dientes que ladra pero nunca muerde.
Se saca la remera y la agita en el aire, como a una bandera, y canta
canciones del Cele. Y grita que son todos putos. Que son todos che-
tos. Que aguante Malón, putos, que los punkies son todos unos putos
caretas. Algunos pibes lo apuran y el Tonga dice; eh guacho, está
todo joya, vos me caés re bien. Aquellos son los caretas. Entonces
abraza a quien lo haya apurado y le toma toda la birra que tiene en las
manos. Y le manguea puchos. Y dos pesos. Y yo te re quiero, dice sin
saber mi nombre. Después otros lo apuran y el Tonga dice; eh, gua-
chos, con ustedes está todo bien. Esos son los putos. Convidáme un
trago. ¿Tenés un pucho?
Festejamos el cumpleaños de Toten en lo del Tonga. Sus viejos no
están porque se fueron a visitar a unos parientes a Guernica. A la mis-
ma casa en la que diez años más tarde el Tonga se va a mudar con su
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padre zapatero, con su madre ama de casa y con su hermano punga.
Así que ahora tenemos la pequeña covacha sólo para nosotros seis.
Es temprano, cerca de las siete de la tarde. Algunos pibes se van a
comprar unos escabios y los otros nos quedamos admirando a Toten.
Hoy es nuestro maestro. Llena una cacerola de agua en la pileta de
la cocina mientras el Tonga nos cuenta que cuando vuelve en pedo
y no quiere ir al baño mea ahí nomás. Saca su enorme poronga, se-
gún él, y se pone en puntitas de pie y mea apuntando al agujero de
la cañería. Yo a veces hago lo mismo, le dice Toten, pero me subo a
una silla. Toten ya puso la olla al fuego y mientras hierve trabaja cui-
dadosamente con la flor, casi como un artesano. El Tonga se la pasa
diciendo que eso no pega ni a palos. Que si pegara, que si te hiciera
algo, ya lo estarían vendiendo en la Esso. Y después, cuando Toten
echa los pétalos adentro del agua hirviendo y esta se vuelve color pis,
pregunta si eso color pis sale con algo o la olla va a quedar así de por
vida. Toten le dice que sí, que sale, que hay que refregarla con una
esponjita, pero en verdad no lo sabe. Qué olor a mierda, dice el Ton-
ga. Cuando caen los pibes con un cajón de birra y dos tetras tintos
y dos Tang y doscientos de mortadela y doscientos de salame y un
kilo de pan, ya estamos rellenando dos botellas de plástico. Son dos
botellas de agua gasificada Cimes. Alguien pregunta si no habría que
colarlo. Es lo mismo, dice Toten, y llena una botella hasta el cuello y
un cuarto de la otra. Las guarda en la heladera mientras alguno de los
que no fue a hacer las compras se queja y dice, a los que sí fueron a
hacer las compras, que trajeron mucho fiambre y poco vino. Ese que
se queja es el Tonga.
Es un salame, boludo, dice el Anti; tomó dos traguitos y ya está del
culo. El Tonga va de acá para allá, agitando su remera, bardean-
do a los punkies por putos, caretas y gorras. Canta canciones del
Cele y Seek and Destroy de Metallica, es lo único que hace. Dame
uno de esos, le dice el Anti al Gonza. Gonza se prende un Parisiene
y le pasa uno al Anti. Estamos sentados en el cordón de la vereda
y desde ahí escuchamos el punkrock que viene del patio y las abu-
rridas canciones de cancha del Tonga. El Anti le arranca el filtro al
parisiene y cierra ambas puntas del pucho. Luego lo aplasta con sus
enormes dedos y lo deja chatito. Sin que nadie lo llame aparece el
Tonga. Tambaléandose. Transpirando. Huele a cebolla. Entre sus la-
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bios carnosos y mojados tiene un pucho apagado por la mitad. En la
oreja, tipo verdulero con la birome, sostiene otro, entero. Nos mira.
Se sienta. Pide la botella. Está callado. El Anti se pone el canuto en
la boca. El Tonga lo mira. ¿Fumás?, le pregunta Gonza, seriamente.
El Tonga eructa y nos muestra el pucho que tiene en la mano. No,
le dice Gonza; faso. ¿Fumás? El Anti enciende el parisiene y le da
una sequita. Mantiene el humo, lo exhala y tose. Le pasa el canuto al
Gonza y el Gonza hace lo mismo y luego me lo pasa a mí que hago
lo mismo y se lo paso al Tonga que lo agarra y lo mira como si fuese
un billete falso. Que no se queme, le advierte alguien y el Tonga le
da una pitada. Dos. Tres. Y así hacemos hasta que se consume. Nos
quedamos callados. Hasta que el Tonga se levanta, se tambalea, se
queda quieto, sorprendido, y dice: epa, pega. A full, dice el Anti sin
reírse y luego agrega; ¿Y la merca? ¿Te va? Toten tiene una bolsita
en la casa. El Tonga, tambaleándose, dice; Eh, para tanto no. Sos un
maricón, le dice el Anti. Eh, guacho ¿qué onda?, dice el Tonga sin
dejar de moverse. Eh guacho las pelotas, le dice el Anti mientras se
levanta y se le planta de frente. El techo de la cabeza del Tonga raspa
la pera del Anti. El Tonga lo abraza y le dice; Está todo bien, Anti, yo
te re quiero a vos. El Anti se lo quita de encima y le pone un corto en
la boca. El Tonga cae sobre el pasto y se queda dormido. Sabemos
que se queda dormido porque su panza sube y baja. Además, en al-
gún momento, empieza a roncar.
Toten pide que alguien saque el té de la heladera. Son casi las doce
de la noche y ya nos bajamos el cajón de birra. Ahora estamos ju-
gando un truco de a seis mientras liquidamos los cartones de vino. El
Tonga trae la botella. Toten toma un traguito del pico, dice que ya está
y sirve en los seis vasos de vidrio de distintos modelos. Nadie toma.
Parece té aguado. Que empiece el del cumpleaños, dice alguien. To-
ten se encoje de hombros y se baja el vaso en tres tragos, y dice; no
tiene gusto a nada. Es cierto, no sabe a nada. Algunos ni siquiera lo
terminan. El Tonga se lo baja de una y pregunta si alguien quiere lo
que queda en la otra botella. Nadie lo quiere, así que el Tonga sirve lo
que queda del té en una garra de plástico y luego le agrega un cuar-
to de Uvita tinto. Y un par de hielos. Y pregunta si alguien quiere de
esto. Nadie quiere. El Tonga se baja el casi medio litro de té y vino de
un fondo blanco. Toten dice que hay que salir a patear un rato para
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que el coso pegue. Tipo una estamos en Temperley haciendo una
vaquita. Estamos igual que siempre; inquietos, desequilibrados y sin
poder articular muchas palabras juntas, pero no hay nada de visiones
o flasheos o de todo eso que dijo Toten que iba a suceder. Entramos
al bar y nos sentamos en la única mesa vacía. Hay mucho humo, mú-
sica, gritos y gente yendo y viniendo. Pedimos unas birras y habla-
mos sin saber de qué. En un momento el Tonga se levanta, mira a su
alrededor, abre la boca, pereciera que le cae baba, y balbucea algo
indescifrable. ¿Adónde vas?, le pregunta el Anti. El Anti ya no da más
y dice haber visto algo raro pero nadie le creyó. A-l-b-a-a-a-ñ-o,
dice el Tonga y trata de desprenderse de las sillas. Se cae encima de
uno, se cae encima de otro y sale a una especie de pasillito. De ahí,
en vez de enfilar para el fondo, enfila para otro lado. Nos reímos. Mirá,
dice Toten. Los que estamos de espaldas nos damos la vuelta y ve-
mos al Tonga tratando de atravesar una mesa dónde hay dos chicos y
dos chicas. Intenta atravesarla como los fantasmas que atraviesan las
paredes. Detrás de la mesa, detrás del pibe que está en la punta de la
mesa, hay una ventana abierta. El Tonga se sube a la mesa de made-
ra, patea todo lo que hay arriba, botellas, vasos, ceniceros, y quiere
pasar por encima del pibe sentado. Inmediatamente alguien gigante lo
agarra de la remera, lo baja de un tirón y lo empuja por la puerta ubi-
cada debajo de un cartel rojo que dice: EL LADRILLO – SALIDA. Con
los pibes nos meamos de risa y pedimos otra birra. Somos cinco y no
nos alcanza ni siquiera para dos.
El Tonga despierta y ya es de día. No hay sol pero el cielo está
celeste agua. Los únicos que quedamos seguimos sentados en el
cordón de la vereda. Ya no hay música. Ni chicos en el patio, ni es-
cabio. Pasan un par de autos. Un viejo pasea un perro policía. Otra
vieja, a tres casas más allá, sale a baldear la vereda. Onda que me
dormí, dice el Tonga. ¿Todo bien?, le pregunta el Anti. El Tonga se
toca la boca. No sangra, no está colorada, nada. Te re pegó el faso,
¿no?, le dice el Anti. El Tonga se echa un vómito en el pasto. Deja
una mancha amarilla, parece un huevo frito. Se limpia la boca con la
remera y se sienta con nosotros. Tomate esto que te va a hacer bien,
le dice el Anti y le pasa un pelpa. Es un papelito de esos que recubren
los atados de cigarrillo que tiene un polvo más blanco que el blanco
del reverso del papel metálico. El Tonga no lo agarra. Está todo bien,
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le dice Toten; mirá; nosotros tomamos y estamos re frescos. Al final,
cuando le dicen que tomando eso llega re sobrio y calmo a su casa,
el Tonga le pega una aspiradita. Nos reímos, salvo el Anti que le estira
la mano y le dice; loco, ¿qué hacés mañana a la noche? Sacuden las
manos un buen rato hasta que el Anticristo se ríe y le dice: Venite y
escabiamos unas birras y salimos por ahí. Joya, dice el Tonga y unos
minutos después nos dispersamos cada uno a su casa. El Tonga va a
aspirar aspirina picada por lo menos unos quince días más. Hasta que
al Anti deja de causarle gracia.
El Tonga dice que no recuerda lo que hizo anoche. Y dice que su
viejo casi lo faja porque dejaron toda la cocina sucia. Y que la olla
huele mal y que los vasos de vidrio huelen mal y que alguien se hizo el
boludo y vomitó debajo de la mesa. El Tonga se pasa la tarde pregun-
tándonos, primero a todos, luego a cada uno, quién es el forro que le
chetió el D.N.I. Y el buzo de Megadeth. Y las zapatillas. Que ya fue,
que se dejen de joder. Nos reímos un buen rato hasta que el Tonga se
vuelve re denso y ya aburre. Parece que no le entra en la cabeza que
nosotros no le sacamos nada. Tomamos unas birritas hasta el atar-
decer. El Tonga ya no molesta, aunque sigue desconfiando de todos.
Mira de reojo a ver si hacemos algo raro, como pasarnos el docu-
mento, o el buzo o las zapatillas, por lo bajo. Pero no. Esta vez nadie
tiene nada que ver. Y el Tonga nos cree casi una semana después,
cuando una voz desconocida lo llama por teléfono y le pregunta si él
es Gastón Monzón. El Tonga le dice que sí, entonces la voz le dice
que encontró su documento en la estación de trenes, en Ezeiza. Y que
vaya para allá así se lo entrega. Una tarde de viernes lo acompaña-
mos hasta Ezeiza y el Tonga recupera su D.N.I. Se lo da una señora
grande, como de treinta años, que le dice que por las dudas haga la
denuncia en la comisaría. El Tonga le agradece, no le da la plata que
le había dado su vieja para que la diera como recompensa, y volvemos
en el tren. Y planeamos qué vamos a hacer hoy. Cuando llegamos
a Temperley, Toten dice que juntemos unas monedas y compremos
nuez moscada. Que su hermano le dijo que hay que comprar cien
gramos de nuez moscada en polvo y aspirarla. Que eso te deja del
orto. El Tonga, mientras aporta con dos pesos, dice: qué va a pegar,
boludo. Me parece que tu hermano es un gil de aquellos.
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Los nietos del carnicero * 2011 # 41 # Enrique Rivas
| L a n o c h e d e l o s m o c o s c a l i e n t e s |
El Anticristo me pregunta si esta camioneta es la camioneta. Aunque
primero me pregunta si los flacos saben adónde vivo. Si me vieron
entrar a mi casa. Si me siguieron o algo de eso. Le digo que no, que
no me vieron y que no me siguieron y que nada de eso. Después el
Anti me pregunta si los conozco, si los tengo vistos de algún lado. Le
digo que es la primera vez que los veo en mi vida. Estabas en pedo,
me dice el Anti; capá no los reconocistes. Varela insiste con que de-
ben ser los hijos (o algo así) del Diputado porque ahí (señala la casa)
vive un Diputado. Nadie le da bola porque Varela no vive en este ba-
rrio, vive como quince cuadras más allá, así que no puede saber ni
a palos quién vive acá. El Anticristo, al final, me pregunta; ¿cuántos
eran? Hago un repaso mental y le digo que como tres, no, como cua-
tro, aunque los que me cagaron a piedrazos eran más de cinco. El
Anti dice que aguantemos en la puerta de mi casa y que no hagamos
bardo, por las dudas. Le manguea la playera a Toten, que es el único
al que todavía no se la afanaron, y se va pedaleando tranquilo. Es una
noche calurosa y con los pibes estamos sentados en el paredoncito
de la puerta de mi casa esperando a que el Anticristo regrese todavía
no sabemos con qué.
El Tonga dice que se va a dormir. Manu y Varela también, se van a
dormir. Yo les digo que son una manga de putos. Todos. El Anticris-
to me dice que él y Toten se van a patear un rato a Lomas y que de
ahí se van para el terreno, que vaya, que algo pinta. No sé, les digo,
estoy cansado. Deben ser pasadas las tres de la mañana porque los
bares ya cerraron y en el centro no queda nadie. Es sábado. El Tonga,
Manu, Varela y yo atravesamos la plaza de Temperley y, como esta-
mos bastante borrachos, en vez de cruzar las vías por el puente las
cruzamos caminando, porque así te ahorrás casi cien metros, que no
La n
oche d
e los
mocos
calie
nte
s #
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es poca cosa. El Anti y Toten se van por Meeks en dirección a Lomas.
Varela dice que se van a comprar frula. Y luego de decir frula se tro-
pieza con los rieles y cae de jeta sobre las piedras aceitosas. Se ríe.
Manu y yo lo ayudamos a levantarse. El Tonga se fue a echar un meo
debajo del puente y tarda una bocha. Desde donde estamos vemos
su gorda sombra que permanece inmóvil como una fotografía. Manu
le revolea un par de piedras. El Tonga no contesta y no sabemos si se
está clavando una pajota o si se quedó dormido de parado. Aparece
con nosotros una vez que estamos en la calle. Después de cruzar la
avenida nos saludamos con un chau puto y cada cual enfila para su
lado. Camino esas cinco cuadras que hay hasta mi casa y siento un
vacío enorme. Una soledad eterna. Una desolación profunda. Todavía
estoy bastante borracho, me tambaleo, pero no estoy lo demasiado
borracho como para no darme cuenta de un montón de cosas que no
logro darme cuenta. Cuando me doy cuenta de que no logro darme
cuenta de nada me doy cuenta de que estoy acostado en la cama de
mi pieza mirando el techo negro. Todavía es de noche. No me dormí,
quizá me desmayé, pero no me dormí. No tengo puchos, no tengo
guita y no tengo sueño. Sigo mareado. Miro el reloj de plástico que
mi vieja me compró en Todo x 2 pesos y veo que son casi las cuatro
y media de la mañana. Me levanto de la cama y me pongo algo có-
modo. Un Ombú recortado como bermuda por debajo de las rodillas,
unas botitas All Star agujereadas y sucias y una remera del No Somos
Nada de La Polla Records, que para ese entonces ya se llama simple-
mente La Polla y yo no sé por qué.
El chabón me dice algo de los pantalones. Retrocedo un par de pa-
sos mientras que con mi garganta preparo un gargajo bien amarillento
y pesado. El chabón me dice algo de los pantalones porque yo le dije
cheto puto. Así le dije; sos un cheto puto, vos y tu novia. Chetos y
putos. Estoy a una cuadra de mi casa, justo en la otra esquina. Estoy
yendo para el terreno, suplicando que los pibes estén, y que si es-
tán, tengan puchos y algo para escabiar. En la esquina de mi casa,
en la parada del bondi, hay una parejita acaramelada. Se dan besitos
y se ríen. Me le acerco y le digo; Flaco, ¿tenés un pucho? El chabón
me mira. La mina me mira. Siguen sonriendo. Son más grandes que
yo, deben andar por los veinte años, de seguro. El chabón se hace
el simpático y encoje los hombros. No, no tengo, me dice. Entonces
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le pregunto a la minita; vos, ¿tenés un pucho? Me dice que no con la
cabeza y se ríe. ¿Y unas monedas para comprar unos puchos?, les
digo a ambos. Vuelven a decir que no. Cuando empiezo a ponerme
bastante mosca, onda, dale loco, un billetito. Dos pesos, un peso, lo
que tengas, la chica agarra de la mano a su novio (o lo que sea) y se
lo quiere llevar para otro lado. Dale loco, qué onda, le digo, copate con
un tabaco. Y me le acerco. La mina insiste con llevárselo. Y el cha-
bón, que ya no sonríe, me dice; Ya fue, flaco, no tengo. ¿Entendés o
no entendés? Me le acerco un poco más, y aunque veo todo borroso
puedo distinguir un par de siluetas a mitad de cuadra que vienen hacia
nosotros porque la minita los llamó con un gesto de mano. Y aunque
estoy borracho, pero no tanto como para no conservar el sentido de
la supervivencia, pienso en pirármelas. Pero antes le digo, les digo;
Andá a la mierda, cheto del orto. Empiezo a retirarme sin dejar de gri-
tarles que son unos chetos putos. Cuando estoy cruzando la calle el
flaco me dice; comprate unos pantalones, payaso. Retrocedo con un
garzo en la boca. El chabón se suelta de la minita y se viene hacia mí.
Nos encontramos en la mitad de la calle. Escucho un grito de mujer.
Las siluetas empiezan a correr hacia nosotros. Caen un par de piedras
y cuando el flaco me viene a poner le clavo un mocazo en el ojo, justo
adentro del ojo. Veo que el chabón se tapa media cara con la palma
de una mano y ya no veo más nada porque salgo corriendo lo más
rápido que me dan las patas.
Sé lo que se siente un mocazo en el ojo y no es nada agradable. So-
bretodo si ese moco no es el tuyo. Con Manu jugamos a lo del moco.
Tiene que ser moco, no saliva. Manu es fanático del moco y nos pega
su fanatismo a todos los demás. Vive gargajeando. Primero empezó
con la mano. O sea, escupía para arriba, al cielo, y luego lo tenía que
agarrar con la mano. Total es tu moco, decía. No era difícil. Se hace
más difícil atraparlo con la lengua. Con la lengua, no con la boca o con
la garganta, con la lengua. Tenés que escupir al cielo, cerca del sol (si
no hay sol no tiene gracia), y sacar la lengua y atraparlo. La gracia del
juego es no ver el pedazo de moco bajar y entonces sacar la lengua y
que el moco se clave en tu pelo, en tu frente o en alguno de tus ojos.
Eso es perder. Si lo envolvés con la lengua y lo mostrás; es ganar. El
juego se distorsionó rápidamente y perdió su gracia cuando los que
escupíamos al cielo éramos como cinco y lo hacíamos todos al mismo
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tiempo. Entonces te tragabas un moco que no era el tuyo. Te dabas
cuenta por el sabor y por la solidez. No hay otra.
¿Adónde fue?, me pregunta el Anticristo. Llego caminando. Corro dos
o tres cuadras y las otras cinco las hago caminando. Estoy bastante
enojado y tiemblo un poco. Debe ser por la emoción, frío no hace. Me
los encuentro en el terreno, al Anti y a Toten. Tienen una petaquita de
licor de chocolate por la mitad. Me siento en el piso de tierra. Mangueo
un pucho, tomo un trago y fumo. Toten me cuenta que casi los afa-
nan. Que en la estación de Lomas se le vinieron dos pungas al humo y
les quisieron chetiar todo. Y que tuvieron que ponerlos, dice Toten. No
le creo. Toten no puede poner a nadie. Yo les cuento lo que me pasó
recién. Ahí, a una cuadra de mi casa. Vamo a buscarlos, dice el Anti.
Le digo que no sé, que no da, que ya fue. No es que tenga miedo,
pero me siento muy cansado como para ir a buscar a alguien. Además
somos pocos; tres. Mejor otro día. ¿De dónde son?, me pregunta el
Anti. No sé, le digo. Vamos, dice el Anti y se levanta. Le da un trago a
la petaca y se la pasa a Toten. Toten también se levanta y toma de la
petaca. Agarrá eso si querés, me dice el Anti y me señala un pedazo
de caño, uno de esos tubos de metal para las cañerías de agua o algo
así, que está tirado en un rincón, oxidado. Lo agarro. Debe medir lo
que miden mis piernas. Empezamos a caminar. Los pibes se terminan
la petaca. Mangueo otro pucho. ¿Vos los bardiaste?, me pregunta el
Anticristo. Le digo que sí, que un poco, pero no tanto como para que
se pusiera así. Llegamos al lugar de los hechos y no hay nadie en la
parada del bondi. Ni a sus alrededores. No hay nadie en la calle. Acá
fue, les digo. Y de allá vinieron los que me apedrearon. Señalo hacia
la otra esquina. Enfilamos para allá. Estamos en la otra esquina y mi-
ramos para todos lados, tampoco hay nadie. Damos un par de vueltas
manzanas y nos detenemos en una esquina a tres cuadras de mi casa
y a cinco del terreno. Ya fue, dice el Anticristo, se las piraron. Vamos
para el terreno. Le digo que no, que me voy a dormir. Nos vemos ma-
ñana, me dice el Anti y nos dispersamos.
El Anticristo me pregunta; ¿qué onda, qué pasó? Manu me señala la
nariz, así como se le advierte a alguien que no se da cuenta de que
chorrea moco, y yo me arranco un pedacito de algodón sucio y lo
tiro. Me limpio la fosa nasal izquierda con la remera y me pongo otro
pedacito de algodón que guardo en el bolsillo del pantalón. Les digo
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que desde que me levanté, hoy al mediodía, me sangra sin parar. Y
les cuento que desde hace bocha tengo problemas en la nariz. Desde
la vez que me la partieron de una trompada. Hace cinco o seis años.
Desde ese día tengo el tabique quebrado y una vena rota que hace
que, sin razón alguna, me sangre la nariz. Pero te pusieron, me dice
el Anti. Le digo que sí, pero que no fue tan grave. Y en el ojo tam-
bién, me dice Manu, lo tenés un poco morado. Le digo que sí y que
eso sí me dolió. Me duele. No lo puedo abrir bien. Me titila, algo así.
Dame un trago, le digo. Manu me pasa la birra y les cuento que ano-
che cuando volvía a mi casa, ahí en la esquina, dobló una traffic a las
chapas y pegó una frenada a mi lado. No tuve tiempo de reaccionar.
Abren la puerta movediza y bajan tres flacos. En la ventana del acom-
pañante hay otro pibe asomado. Debe de haber otro sentado como
conductor. El motor está en marcha. Es de noche, en la esquina no
hay nadie, salvo esa camioneta blanca mal estacionada, yo arrinco-
nado contra la pared de una casa y los flacos viniendo hacia mí. Entre
esos flacos está el pibe al que le dije cheto puto. El que escupí. Ese.
Se me pone de frente. Los otros no dicen nada pero están ahí, al lado
mío, haciendo bulto. Son recontra chetos, visten como si vinieran de
un casamiento o algo peor.
—¿Qué onda? —me pregunta el flaco escupido. No parece muy
bardero, pero está enojado.
—¿Qué? —le pregunto.
—¿Qué onda? —me dice en un tono fingidamente violento. Los otros
flacos me miran a la cara, me sacan cabeza y media y parecen rug-
biers. Además son rubios.
—¿De qué hablás? —le digo. Es lo único que se me ocurre. Sé que
me la van a dar.
El pibe escupido suaviza el tono y me dice:
—Mirá flaco, no queremos quilombos, pero vos te la estás buscando.
—¿De qué hablás? —le repito.
—Ponelo —grita el pibe que asoma por la ventanilla.
El escupido me dice:
—Recién te vimos con unos flacos dando vueltas por allá. ¿Qué
onda? Nosotros no te bardeamos, vos bardeaste primero.
Yo me le hago el que no lo conozco y le digo:
—¿De qué hablás, guacho?
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—No te hagás el pelotudo —me dice—, vos me bardeaste. Y ahora
andás buscando bardo con tus amigos. Está todo bien, pero si los
vemos dando vueltas por allá se pudre en serio.
El flaco no me va a poner, me doy cuenta de eso. Es un cagón, por
eso bajó rodeado por dos giles y está acompañado por otros dos gi-
les. Nos miramos fijamente. Ninguno quiere bajar la mirada.
—Ya fue, es un nene —dice uno de los gigantes y se sube a la ca-
mioneta. El otro lo sigue.
El que me está mirando me señala a lo policía y dice:
—Ya sabés, la próxima se pudre.
Se da la vuelta y enfila para la camioneta.
Y antes de que se suba, yo le digo:
—Chupame la verga, salame.
Digo esto porque pienso que voy a tener tiempo para salir corrien-
do. Pero no tengo tiempo para salir corriendo. El flaco se viene hacia
mí y me pone un cabezazo en la nariz, a la altura de las fosas. Y al
toque una trompada en el ojo. Los otros se están bajando y alguno
me quiere patear algo pero yo no les doy el tiempo necesario porque
ya estoy corriendo de nuevo. Por suerte estoy a media cuadra de mi
casa. Corro más rápido de lo que los gordos tardarían en subir a la
camioneta, en arrancar y en girarla noventa grados para enfilar hacia
donde yo voy.
El domingo a la noche voy a juntarme con los pibes en el terreno y
el Anticristo me pregunta; ¿Qué onda, qué pasó? La mayoría ya sabe
la noticia porque a la tarde estuve con Manu. Y a Manu le encanta
anticipar las noticias. Pero hay una noticia que Manu no sabe, por-
que la descubrí recién. Viniendo para acá, les digo, vi la camioneta.
¿Dónde?, me pregunta el Anti. Ahí a la vuelta de mi casa, en la otra
esquina, les digo. Vamos, dice el Anticristo. Mirá que son gigantes, le
digo. Me la chupa, dice el Anti. Toten le dice a alguien que junte pie-
dras. No sé si alguien junta piedras pero enfilamos para allá. Somos
cinco; el Anti, Toten, Manu, Varela y su bicicleta y yo. Una vez que
llegamos acampamos frente a la casa en donde está la camioneta
subida a la vereda. De la casa lo único que se ve son el piso dos y el
piso tres. El primer piso no se ve porque lo tapa un enorme paredón
blanco, pareciera recién pintado. Brilla. La traffic también es blanca y
reluciente. Esperamos un rato. No hay nadie. No sale nadie. Son las
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dos de la mañana. Varela dice que ahí vive un Diputado. El Anti me
pregunta si esa es la camioneta. Varela dice que ahí vive un Diputado.
Le digo que sí, que esa es la camioneta. Varela dice que ahí vive un
Diputado. Entonces el Anti se va con la bici y los demás esperamos en
la puerta de mi casa. Traé una hoja y un papel, me dice Manu. Le digo,
¿qué? Una hoja y una lapicera, dice. Y una birra, me dice Toten. Le
digo que no tengo, que no tengo hojas o lapiceras, que tiré todo. Dale
boludo, traé algo para escribir, me dice Manu. Me meto en mi casa y
de la pieza de mis hermanas arranco una hoja Rivadavia cuadricula-
da de una carpeta tirada y manoteo dos lapiceras de una cartuchera.
Una Bic roja y una sin marca de color rosa. En la heladera encuentro
un Resero por la mitad, lo debe haber dejado mi viejo. Lo secuestro.
Cuando salgo el Anti ya está con nosotros. Tiene algo envuelto en
una bolsa de basura negra. Son telas. Le paso la hoja y las lapiceras
a Manu. El Anti me arrebata el cartón. ¿Qué vas a hacer?, le pregunta
el Anti. Manu le dice que no sabe muy bien, pero que iba a poner...
Poné esto, le dice el Anti. Le da un trago al vino y dicta: En Cangallo
y Velez Sarfield. Cuando quieran, putos. Manu escribe; en Cangallo y
Velez Sarfield cuando quieran chetos putos del orto.
Verga va con V corta, salame, me dice Manu. Es lo mismo, le digo,
se entendió la onda. Estamos en mi pieza, en el altillo, cagándonos de
risa. Yo estoy sentado en mi sillón preferido, uno que encontré tirado
en la puerta de una casa, con el cogote doblado para atrás y con la
cabeza mirando al techo. Me aprieto el tabique de la nariz tratando de
que no me chorree la sangre. Porque después de la corrida me em-
pezó a sangrar de nuevo y lo del algodón ya no sirve para nada. Me
enseñaron a hacer esto para que la sangre circule con normalidad y
vuelva a la cabeza o algo así. No sé, nunca me funcionó. Varela dice
que eso que suena son los bomberos. Ni a palos, dice al Anti, eso es
una ambulancia. El de los bomberos es distinto. Afuera, pero muy le-
jos, demasiado, se escucha una sirena. Para mí es la policía, pero no
les digo nada, da igual. Ya fue.
Vamos hasta la casa de la camioneta lo más pancho que podemos.
Varela dejó la bici en el pasillo de mi casa. El Anticristo lleva la bolsa
negra. Nos acercamos a la traffic. Nadie sabe lo que tiene que ha-
cer, salvo el Anti. El Anti apoya la bolsa en el piso y de ahí, de entre
pedazos de telas rotas, saca una lata de pintura en aerosol. Una lata
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de aerosol negro y una botella de plástico con un contenido transpa-
rente en el interior. El Anticristo agita la lata, dos, tres, cuatro veces,
y se acerca a la camioneta. En ambos laterales, en ambas puertas,
escribe, en letras gigantes: PUTOS. Deja la lata en el piso y saca los
trapos. Manu coloca la hoja de carpeta escrita en el parabrisas, sos-
tenida por el limpiaparabrisas. Yo agarro la lata mientras el Anti, con
una velocidad inaudita, desparrama los trapos sobre las baldozas y
las rocía con el contenido de la botella de plástico. Yo me acerco al
paredón. El Anti saca un encendedor y enciende un trapo. Prende al
toque. Manu y Varela lo imitan y prenden más trapos. Al mismo tiem-
po yo escribo, en la pared blanca; chupame la... Los pibes tiran los
trapos incendiados por encima del paredón, hacia adentro de la casa,
adonde supuestamente debe haber un jardín o algo así. El Anti, des-
pués de que yo termine de escribir, apoya la lata de aerosol en el piso
cerca de la entrada a la casa y la rocía con alcohol, con media botella
de alcohol. La prende y salimos corriendo. Como siempre. Sale humo
negro del otro lado del paredón que yo escribí y en el que dice, en
letras mayúsculas: chupame la berga, puto.
*
Nació en Capital Federal (Buenos Aires)
un 1º de abril de 1979.
Vivió toda la vida en Temperley.
Actualmente intenta estudiar Letras en
la Universidad de Lomas de Zamora.
Escribe poemas, cuentos y novelas.
Este es su primer libro.
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