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Traducción de David Luque Cantos LA CHICA CAMINANTE LINDA JOY SINGLETON

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Traducción de David Luque Cantos

LA CHICA

CAMINANTElinda joy singleton

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Título original: Dead Girl WalkingPrimera edición

© 2008, Linda Joy Singleton

Diseño de cubierta: Heisenbad Studio

Derechos exclusivos de la edición en español: © 2015, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24. Pol. Industrial «El Alquitón».28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85

[email protected]

ISBN: 978-84-9018-704-3 Depósito Legal: M-13466-2015

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. 5

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Agradecimientos

Desde la idea original hasta la aparición de este libro, la senda que ha conducido a su publicación ha supues-to veinte años de camino. Me gustaría mostrarle mi agradecimiento a la mucha gente que me ha ayudado a lo largo de estos cuatro lustros. En primer lugar a los miembros de mi primer grupo de crítica literaria, que vieron el borrador del libro en 1988 (entonces titulado Gira a la izquierda en la Vía Láctea): Micqui Miller, Eloise Barton, Barbara Woodward, Nan Finch y Dorothy Skarles. También a la talentosa autora Julia DeVillers, que durante una conferencia de la Sociedad de Autores e Ilustradores de Libros Infantiles, a principios de los años 2000, me ofreció su opinión crítica, fantásticas sugerencias y sobre todo me animó a seguir trabajando en esta obra. No olvido a las maravillosas autoras de mi grupo de crítica literaria presencial: Patti Newman, Erin Dealey y Connie Goldsmith. Ni a mis comprensivos editores: Andrew Karre, al que se le ocurrió la idea de convertir este libro en el primer título de una serie y la de añadir tétricos villanos; y Sandy Sullivan, que mejoró el último borrador. ¡Gracias a todos!

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—Estoy muerta —gruñí al darme cuenta de que la carretera termi-naba en un cementerio en ruinas.

Al aporrear el volante del Toyota de tercera mano de mi madre me hice daño en la palma y además no resolví nada. Puede que aquella no fuera la carretera correcta. ¿Dónde estaban los gigantes-cos jardines perfectamente cuidados y las elegantes residencias de la urbanización Gossamer? Resultaba evidente que había girado donde no debía, lo cual, teniendo en cuenta la importancia del día de hoy, podría convertirse en el fallo más desastroso de mi vida.

—Oye, Amber, esto… ¿nos hemos perdido? —me preguntó una voz tímida. Trinidad Sylvenski encorvó sus frágiles hombros para mirar a través del parabrisas; había estado tan callada todo el rato que casi se me había olvidado que ocupaba el asiento del acompañante. Trinidad llevaba muy poco tiempo en el instituto Halsey, así que no la conocía demasiado bien. No obstante, si los planes para mi futuro profesional funcionaban tal como yo misma los había trazado, pronto seríamos mucho más que buenas amigas.

—¿Que si nos hemos perdido? En absoluto. —Una aspirante a representante de artistas no podía admitir sus temores delante de un clienta potencial. Le brindé una sonrisa, algo que el libro La tranquilidad de la confianza prometía que funcionaba en cualquier situación de estrés.

—¿Estás segura? —Trinidad se mordió un labio resaltado con brillo de color melocotón—. Has golpeado el volante con bastante fuerza y pareces muy tensa.

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—¿Yo? Ni por asomo. —Otro libro, Persuasión positiva, hacía honor a su título y aconsejaba mantenerse siempre de buen humor—. Sé perfectamente lo que estoy haciendo. ¿Me pasas el mapa?

—Claro. Toma. —El tono retraído de Trinidad al hablar contras-taba una barbaridad con el vozarrón que exhibía cuando cantaba. En realidad solo la había oído una vez, pero no hizo falta más para que me dejara impresionada. Encontrar un talento en bruto en mi propio instituto fue un sorprendente golpe de suerte. Siempre creí que pasarían unos cuantos años antes de que comenzara a dejar mi huella en el negocio de las agencias de entretenimiento o, bueno, al menos que tendría que esperar a la universidad o a empezar unas prácticas. Según mis libros, la edad del representante no suponía un factor decisivo; la preparación y la persistencia importaban más, junto a la habilidad de aprovechar las oportunidades que se presentaban.

Al examinar el mapa dibujado con rotulador morado, y del que emanaba un leve aroma a lavanda, localicé nuestro punto de destino (la casa de Jessica Bradley), pero no el lugar donde nos encontrába-mos (cementerio tenebroso). Como si se tratara de un endiablado problema de algebra, conocía la identidad de la misteriosa equis, pero no la fórmula para llegar hasta ella. Sin embargo continué sonriendo, como si lo tuviera todo bajo control.

—¿No deberíamos dar la vuelta y buscar la calle de Jessica? —preguntó Trinidad.

—Excelente idea. Pero tal vez sea conveniente llamarla antes para decirle que llegaremos tarde. —Y para que nos indique cómo salir de este callejón sin salida perdido de la mano de Dios. Tratar de recordar tantos giros a izquierda y derecha me dio dolor de cabeza.

—Usa mi móvil. —Trinidad rebuscó en su delicado bolso de mano y sacó un teléfono decorado con diamantes de imitación. Traté de no babear cuando lo abrió.

—Ups. —Frunció el ceño.—¿Qué pasa?—Sin batería. Supongo que olvidé cargarlo, otra vez. ¿Tú tienes

teléfono?

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¡Ojalá! Pero en mi casa no sobraba dinero para «frivolidades», la palabra que usaba mi madre para referirse a todo lo que yo nece-sitaba desde que nacieron las trillizas. Así que no tenía teléfono, ni coche, ni dinero ahorrado para la universidad, cosas que los demás chicos de mi edad recibían de sus padres con la misma facilidad que un puñado de caramelos la noche de Halloween.

Estaba a punto de confesarle que no tenía móvil cuando recordé que mi madre siempre dejaba el suyo antiguo del trabajo cargando en el Toyota. Solo lo usaba para emergencias, pero bueno, esta situación podría calificarse como tal.

No obstante, cuando encontré el teléfono, no os lo vais a creer…Batería al completo pero…Sin cobertura.—¿Tampoco tiene batería tu móvil? —inquirió Trinidad con voz

temblorosa.—No, lo que pasa es que no le llega cobertura dentro del coche.

No hay problema. Seguro que la señal es más fuerte fuera. Cuando consiga cobertura, llamaré a Jessica y nos pondremos en camino.

Trinidad dejó de morderse el labio y sonrió con un abrumador despliegue de hoyuelos y dientes perfectos. Gracias a mis consejos, aquella espectacular sonrisa resplandecería algún día en las carátulas de los cedés. Si es que salíamos de esta.

Bajé del coche para buscar señales de vida en la calle o, al menos, algo de cobertura. Pero lo único que encontré fue un tenebroso paisaje de lápidas rodeadas por una valla de hierro oxidado que se extendía a lo largo de varios kilómetros. Ni siquiera corría brisa, como si ni el viento fuera capaz de encontrar el camino a este desolado paraje. Odiaba las carreteras que no terminaban donde debían, pero sobre todo odiaba mi sentido de la orientación. Era una metáfora de mi vida: incluso cuando pensaba que sabía adónde me dirigía, solía ocurrir algo que me desviaba del camino correcto.

Se suponía que hoy sería mi gran oportunidad.Iba a acudir como invitada a una fiesta de la mismísima Jessica

Bradley. No es que fuera la chica más popular del instituto, ese honor le correspondía a Leah Montgomery, pero Jessica era su me-

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jor amiga. Este éxito me haría ascender un peldaño en mi carrera. No era una cuestión de hacerme más popular, vamos, no soy tan superficial. Según el libro ¡Hacer contactos funciona!, para llegar lejos en Hollywood la clave residía en las conexiones. De nada sirve autoengañarse, las oportunidades llegan cuando se conoce a gente influyente.

Jessica y Leah reinaban entre la crème de la crème del instituto y, lo mejor de todo, el padre de Leah era uno de los propietarios de Stardust Studios y contaba con valiosas conexiones en la industria de la música.

Así fue cómo conseguí la invitación para la gran fiesta de la señorita J:La historia comienza en los pasillos del instituto, por donde iba

yo acarreando una enorme cesta, cortesía del Club de Hospitalidad de Halsey (CHH) para la nueva estudiante, Trinidad Sylvenski. Cuando fundé el club durante mi primer año, este se componía de tres miembros. Ahora, ya en último año, seguíamos siendo los mismos tres miembros. A todo el mundo le encantaban las cestas, pero pasaban de unirse al club. Así que el trío de miem-bros incluía, además de a mí misma, a mis dos mejores amigos: Dustin Cole (un genio de los ordenadores) y Alyce Perfetti (diva del diseño de cestas).

Entregarle a Trinidad su cesta «¡Hola, Halsey!» formaba parte de mis labores como anfitriona oficial de los nuevos estudiantes. La hora del almuerzo ya casi tocaba a su fin cuando me la encon-tré saliendo de la cafetería, acompañada de Jessica. Al acercarme a ellas, oí que Trinidad le decía que no podría ir el sábado a su fiesta porque tenía el coche en el taller.

«Sé valiente y aprovecha las oportunidades que se te presentan», aconsejaba uno de mis libros de referencia.

En presencia de Leah no habría reunido el descaro suficiente para decir ni una palabra. Rubia, hermosa y rica en todos los sentidos de la palabra, Leah Montgomery era una diosa entre los estudiantes del instituto. Cada vez que me acercaba a ella toda mi confianza se tornaba en dolorosa envidia. Afortunadamente, según los rumores, Leah se había saltado unas cuantas clases con su novio y no andaba cerca.

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Jessica me reconoció de inmediato, o tal vez reconoció mi cesta. Me dijo que admiraba el trabajo que hacía en el «club de la cesta» y que era un gesto «muy dulce» por mi parte darle la bienvenida a Trinidad. A continuación, tanto ella como la nueva estudiante solta-ron una sarta de exclamaciones mientras examinaban los presentes que contenía la cesta envuelta en brillante celofán: aperitivos, fruta, cupones para tiendas locales, un folleto informativo con todo lo que había que saber sobre el Halsey y un peluche muy mono de la mascota de nuestro instituto, el hipopótamo Halsey.

Antes de que mi gen del miedo me lo impidiera, le dije a Trinidad lo siguiente:

—¿Necesitas que te lleven a alguna parte el sábado? Yo puedo hacerlo, sin problema.

—No quiero causarte moles… —empezó a decir Trinidad, al mismo tiempo que Jessica la interrumpía entusiasmada.

—¡Oh, claro! ¡Qué gran idea! Y Amber, ¿por qué no te quedas a la fiesta? Vamos a organizar un acto benéfico, una colecta de alimentos, y tal vez podrías ayudarnos. Además habrá un montón de comida. Nuestra empresa de cátering es absolutamente genial. Será este sábado al mediodía. —Entonces me entregó un mapa con indicaciones para llegar a su casa, como una reina que le ofrecía las joyas de la corona a una humilde campesina.

Volvamos al presente: sábado, 12:07. Trinidad y yo de juerga con los fantasmas de un cementerio.

Di vueltas por allí con el teléfono de mamá en alto, en busca de cobertura. Los alrededores del coche eran zona muerta, pero al acercarme a la cancela de hierro forjado del cementerio conseguí una barra. Emocionada, bajé el brazo. Entonces la barra desapareció.

—Amber, ¿funciona ya el teléfono? —Trinidad asomó la cabeza por la ventanilla del coche y su estilosa trenza se balanceó como una serpiente negra a pocos centímetros del suelo.

—Casi —exclamé con confianza—. Tendré cobertura en cualquier momento.

—Espero que sí. Me salté el desayuno para ponerme las botas en la fiesta y ahora me muero de hambre.

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—No tardaré mucho —le aseguré con un ápice menos de confianza.Agité el teléfono mientras caminaba junto a la verja en busca

de cobertura. Un total fracaso por todas partes excepto en la en-trada misma del cementerio. Incluso allí, la barra solo aparecía un milisegundo. Introduje el brazo a través de un hueco en la cancela y aparecieron dos barras. Hum… la señal llegaba con más fuerza en el interior del cementerio. Estiré el brazo hacia arriba y la valla metálica se me clavó en la piel, pero fui recompensada con una barra más. ¡Cobertura casi total!

Si lograba pulsar un par de botones y activar la función de alta-voz, podría llamar a Jessica. Si ella no podía indicarme el camino, lo intentaría con Dustin, que siempre estaba delante del ordenador, a un clic de distancia de Google.

Me dolía el brazo, pero aun así continué estirándolo, retorciendo los dedos para agarrar bien el teléfono. Entonces presioné un botón con el pulgar y la pantalla se iluminó. Ahora solo tendría que marcar los dígitos y…

Entonces dejé caer el móvil.—¡No! —grité. Además, me incliné hacia delante y me golpeé la

cabeza contra la valla.—¿Qué pasa? —inquirió Trinidad desde el coche.—¡Nada! ¡Todo va bien! —Me froté la cabeza—. Voy a tardar

un poco más.—Date prisa, ¿de acuerdo? Este lugar me da escalofríos.A mí también.—Lo tengo todo bajo control —grité. Maldita sea, me duele la ca-

beza—. ¿Por qué no te pones el iPod? Voy a tardar un par de minutos.Miré a ver dónde había caído el teléfono y acto seguido me di una

palmada en la boca para ahogar un grito de asombro. En lugar de justo delante de mis pies, el móvil debió caer sobre un arbusto o algo así y acabó rodando por la pendiente de lo que una vez fue un camino pavimentado hasta una pequeña zanja. Lo vislumbré asomando de-trás de un bloque roto de cemento, totalmente fuera de mi alcance.

Oh, vaya, pensé. Mamá me va a matar.Tenía que recuperarlo como fuera.

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A pesar de que la cancela oxidada estaba muy deteriorada, el candado parecía nuevo y reluciente. Tiré de él, lo sacudí y lo golpeé, pero no se movió. Tampoco había aberturas en la valla de hierro forjado. La única opción era saltar. Imposible. La entrada se elevaba al menos tres metros, dos veces mi estatura, y la educación física era la asignatura que peor se me daba.

Entonces apareció una horrible imagen en mi mente: la cara de mi madre mientras trataba de explicarle cómo había acabado su telé-fono dentro de un cementerio cerrado. Aquello me dio tanto miedo que una sacudida de energía estalló en mi interior y me convertí en Superamber.

Respiré hondo, estiré el brazo y agarré una barra de hierro. Me las arreglé para aferrarme a otra y luego a otra, hasta que mis pies quedaron colgados a varios centímetros del suelo. Mis brazos comen-zaban a ceder, así que le di una patada al aire con la pierna derecha en un patético intento de impulsarme hacia arriba. ¡Clank! Me golpeé la rodilla contra la cancela, grité de dolor y se me soltaron las manos. Aterricé sobre mi trasero.

Diagnóstico: moretones, ligeras contusiones, pero no me daba por vencida.

Me paré a pensar en cómo reaccionarían las chicas del estilo de Trinidad o Jessica ante una situación semejante. Mi conclusión fue que si perdieran el móvil, se limitarían a encogerse de hombros. «Me compro uno nuevo y ya está», dirían. Pan comido para ellas, claro. Sería una bendición no tener que preocuparse por el dinero y agitar tarjetas de crédito en el aire como varitas mágicas.

Dos años atrás mi vida no distaba mucho de la de ellas. Entonces era la única y adorada hija de mis padres, profesionales acomodados con una bonita casa junto a un lago. Pero cuando decidieron tener otro bebé, vendieron la casa y se mudaron a las aburridas afueras. Además, mamá dejó su trabajo, así que la situación económica se puso algo más apretada. Cuando me enteré de que mis padres habían gastado mis ahorros para la universidad en tratamientos de fertilidad, fui por ahí con las palabras «No hay futuro» escritas en la frente con lápiz de labios. Y no paraba de preguntarle a todo el mundo lo mismo:

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—¿Desea patatas fritas para acompañar la hamburguesa?Mi amiga Alyce me acusó de ser demasiado dramática, cosa que

no me atreví a discutirle.Mi futuro no dependía de nadie más que de mí misma.Así que me sacudí un poco el polvoriento trasero y analicé mi en-

torno. Una escalera hubiera estado bien, pero no tendría tanta suerte. Hallé una vieja tabla apoyada en un escuálido roble. La gravilla crujía bajo mis sandalias mientras apartaba con cuidado los hierbajos. La tabla estaba llena de bichos y excrementos asquerosos y no quería ni pensar de dónde habían salido. Usé hojas para limpiar una esquina de la larga madera antes de arrastrarla entre los hierbajos y meterla por la cancela.

Acto seguido, medio caminé medio me arrastré por mi improvisada escalera. Cuando llegué a la cima me aupé y me monté a horcajadas en el hierro curvado, con una pierna colgando a cada lado. Me agarré con fuerza, boqueando aire, con el corazón acelerado.

Cuando recuperé un ritmo normal de respiración, levanté la cabeza para mirar el entorno. No estaba mal, hasta podría decirse que la vista era guay si te iban las tumbas viejas, los panteones y los monu-mentos con forma de ángeles o santos. No divisé jarrones con flores ni ofrendas de cualquier otro tipo traídas por los seres queridos de los muertos. Resultaba obvio que aquel cementerio era tan antiguo que incluso esos seres queridos ya no eran más que polvo y hueso. Si Alyce estuviese aquí, haría un montón de fotos para su «colección mórbida». Se dedicaba a reunir imágenes del lado tétrico de la vida y aspiraba a convertirse en una famosa artista muerta de hambre o a hacerse rica tras publicar un libro fotográfico superventas.

Sin embargo, mi concepto de diversión distaba bastante del am-biente lúgubre de aquel lugar. Además, el suelo parecía estar muy lejos. Del desigual sendero lateral del cementerio surgían afilados cascotes de cemento. Saltar allí sería un suicidio. Mamá podía aho-rrar para comprarse otro teléfono, pero yo no encontraría un cuerpo nuevo en el supermercado.

Derrotada, me dispuse a volver a bajar. No obstante, le di una patada a mi tabla/escalera sin querer. La madera tembló, se deslizó por el hierro y aterrizó en el suelo levantando una nube de polvo.

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¿Qué iba a hacer ahora? Atrapada en lo alto de la cancela, me abracé al frío hierro. Había perdido mi gran oportunidad. Jamás llegaría a pisar la casa de Jessica, pensaría que era una perdedora. Trinidad nunca aceptaría que la llevara a ninguna parte ni cualquier otra cosa de mí.

Diagnóstico: deprimida y a punto de rendirme.Debería saltar, acabar con todo; salvo por el hecho de que detestaba

la suciedad y odiaba la idea de acabar como una tortita aplastada en el cemento. Podía esperar a que Trinidad se diera cuenta de que me encontraba en apuros o bien tratar de alcanzar de un salto el terre-no más blando de la parte externa de la cancela. Si aterrizaba sobre mi generoso culo, tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir.

Casi había reunido coraje suficiente para saltar cuando oí el sonido que cambiaría mi vida para siempre.

¡El móvil de mamá!¡Sonando!Sorprendida, giré sobre el estrecho soporte en dirección a la mu-

siquita. Mala idea. Mis caderas vacilaron, perdí el equilibrio y me desapareció la pierna de debajo del cuerpo. Acto seguido, mis manos resbalaron de su agarre y rasgué con ellas el aire vacío.

Solté un grito antes de estamparme contra el suelo.

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Cuando abrí los ojos, mi primera reacción fue de sorpresa. Me las había arreglado para evitar el cemento y acabar encima de un áspero arbusto.

Buenas noticias: estaba viva.Malas noticias: una maraña de ortigas cubría el arbusto.La sensación fue parecida a que me atravesaran un montón de

cuchillos al mismo tiempo, así que me puse de pie de un salto para acabar con aquella tortura. Rápido inventario corporal: ningún hueso roto, pero la camisa verde menta que me había comprado, con mucho esfuerzo, con mi sueldo de niñera eventual estaba herida de muerte. Además, por mis brazos y piernas habían hecho acto de aparición decenas de pequeñas protuberancias rojas.

Pero no era el momento de recrearme en la masa de ronchas, después de todo el teléfono no había dejado de sonar.

¿Serían mis padres? ¿Dustin o Alyce? ¿La policía psíquica que acudía en mi rescate?

Cojeando y con picores, avancé con cuidado por la cuesta del sendero. Cuando descolgué el teléfono, este dejó de sonar y aquel silencio me resultó más doloroso que las ortigas. Las barras de co-bertura se apagaban y encendían, así que tendría que poner el móvil de nuevo en alto para mejorar la recepción. Una cercana estatua que representaba a un ángel me pareció el lugar adecuado. Subí los escalones del empinado pedestal de granito para llegar hasta el ángel y entonces el sol se asomó a través de las oscuras nubes. El teléfono de mi madre volvió a encenderse.

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Aquello debía ser un buen presagio del cielo. O de mi Yaya Greta, cuya protección sentía a menudo.

Antes de que pudiera llamar a nadie para pedir ayuda, el teléfono volvió a sonar.

Apreté el botón verde para responder. —¿Quién es? ¿Dustin? Mamá, papá, ¡tenéis que ayudarme!Pero la voz que habló no me resultó en absoluto familiar. Ni humana.—Buenas tardes, le llamo de Hipotecas Ledbottom Internacional

—empezó a soltar una voz metálica—, podemos ahorrarle un montón de dinero ofreciéndole una baja tasa de…

No. Me. Lo. Creía. Pulsé el botón para cortar la llamada. Mientras buscaba el número

de Jessica oí un grito. Giré la vista hacia el coche y divisé a Trinidad desprenderse de su iPod y echar a correr hacia mí. Al fin se había dado cuenta de que andaba metida en problemas, aunque tal vez ya fuera demasiado tarde.

—¡Ay, Dios mío! ¡Amber! —Me miró a través de la cancela con una expresión de incredulidad—. ¿Qué estás haciendo?

—Ya tengo cobertura en el móvil. —La saludé agitando un poco el teléfono.

Trinidad contempló boquiabierta las pintas que llevaba, con la ropa rota y sucia y los brazos cubiertos de un amasijo de ronchas rojas. Mi cabellera castaña, demasiado rizada, también estaba hecha un de-sastre. Desde luego, mi aspecto debía ser ridículo; allí encaramada en el halo del ángel, con los brazos extendidos como un pájaro gigante, mi imagen no debía parecer demasiado profesional.

—Voy a llamar a mi amigo Dustin —le dije rápidamente para cortar la posibilidad de más preguntas—. Trabaja a tiempo parcial en una cerrajería y seguro que puede abrir la cancela. Lamento que vayamos a llegar tarde a la fiesta, pero seguro que estaremos allí para el postre, que de todos modos siempre es la mejor parte de la comida.

—Ah… claro, la fiesta —me siguió la corriente, como si temiera hacer algún movimiento brusco que me empujara a atravesar el delgado límite de la cordura. Se agachó y apartó una hoja de sus

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sandalias plateadas de tiras cruzadas—. Esto… Voy a sentarme en el coche a escuchar música hasta que estés… eh… lista.

Solté un suspiro y me apoyé en el ala de piedra del ángel para llamar a Dustin.

—Eh, Amber. —Lo cogió de inmediato, aunque su tono plano indicaba que andaría distraído con algo. Me lo imaginé en su auto-proclamado «cuartel general», amurallado de estanterías rebosantes de novelas de ciencia ficción y política. Tendría los ojos pegados a uno de sus monitores mientras giraba en su silla y apartaba a un lado montones de papeles y envoltorios de comida.

—Dustin, ¡gracias a Dios que estás ahí!—¿Dónde iba a estar? ¿Qué pasa?—Yo… —Miré al suelo, muy, muy abajo—. No preguntes.Lo hizo de todos modos y acabé por contárselo.—Está bien, para de reírte —le rogué—. Esto va en serio.—Claro, claro —repuso sin dejar de partirse de risa a mi costa.—Lo digo de verdad. Trinidad piensa que estoy loca.—¿Acaso no lo estás? Pero de un modo interesante, claro.—Muchas gracias por ser tan comprensivo. —Me dolía el brazo

de sostener el teléfono en un ángulo tan incómodo.—Oh, empatizo sin reservas con tu situación, pero debes admitir

que es hilarante. Algún día tú también te reirás de esto.—Nunca. Deja de reírte. ¡Date prisa y sácame de aquí!—Sí, sí. Ya estoy saliendo de mi habitación. En la calle. Entro en

mi coche. Arranco el motor. Estaré ahí en veinte minutos.—¿Sabes cómo llegar hasta aquí? —le pregunté, sorprendida.—Claro, el antiguo cementerio Gossamer. Solía ser un lugar de

interés histórico, hasta que lo cerraron y desviaron las carreteras cuando construyeron la urbanización Gossamer. —Se refería a los políticos o, más bien, a la palabra que Alyce acuñó y Dustin prefería: «corrúpticos». Dustin aborrecía a los políticos e intervenía regular-mente en blogs antigubernamentales.

No dejó de hablarme mientras conducía, recitando nombres de calles que no significaban nada para mí a medida que pasaba por ellas.

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Quince minutos después llegó en su Prius. Se acercó como si nada a la cancela y se sacó del bolsillo un enorme llavero, obra y gracia de su trabajo como cerrajero a tiempo parcial. Probó más de veinte llaves antes de que una hiciera clic y abriera la cancela del cementerio.

Trinidad aplaudió.—Ha sido increíble.—Te dije que Dustin me sacaría de este lio. —Le di un rápido

abrazo a mi amigo—. Gracias por ser mi héroe. Si alguna vez gano la lotería, te debo la mitad. Ahora ya podemos ir a la fiesta.

Dustin me observó con una expresión que denotaba lástima. No hizo ninguna broma sobre mi deficiente sentido de la orien-tación o mi apariencia, pero su mirada lo decía todo, hasta con notas al pie. Me mosqueó un poco su patente compasión y me vi tentada de hacerle un comentario sobre sus calcetines, uno marrón y otro negro. Pero no iba a propinarle un golpe tan bajo, sobre todo sabiendo lo mucho que se esforzaba por esconder su secreto. Era daltónico.

—¿Tan mal aspecto tengo? —Escruté mis vaqueros rotos y la camisa manchada de tierra e hice una mueca.

—Decir mal sería un cumplido.—Tiene razón. —Trinidad señaló mis brazos—. ¿Qué son todas

esas heridas? ¿Una erupción? —Ortigas. —Me froté el brazo, picaba—. Au.—Deberías ir al médico —dijo Trinidad con empatía—. Será

mejor que vuelvas a casa enseguida. La fiesta no es tan importante, podemos ir en otra ocasión.

—De ninguna manera. Estoy bien. —Me obligué a dejar de ras-carme.

—¿Vas a ir a una fiesta con esa pinta? —preguntó Dustin con una expresión de absoluta incredulidad.

Si estuviéramos solos, le hablaría con toda sinceridad de la impor-tancia de aquella fiesta para mis planes futuros. Puede que no me topara de nuevo con otra oportunidad semejante. Tal vez me leyó la mente, porque suspiró y se ofreció a acompañarnos a casa de Jessica.

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—No voy a arriesgarme a que os perdáis de nuevo y terminéis saliendo en uno de esos programas de la tele sobre personas des-aparecidas —dijo.

También me dio la camisa que llevaba encima, literalmente.—Te queda demasiado larga, pero al menos está limpia y las

mangas te cubren bien los brazos.—Gracias, Dustin, eres el mejor. —Me puse de puntillas para darle

un beso en la cara. En realidad se lo di en la barbilla, me sacaba una cabeza y no llegué tan alto. Se sonrojó. Habíamos intentado salir una vez, pero fue como tener una cita con mi padre. Dustin era inusualmente maduro, parecía un tipo de cuarenta años en lugar de un chico de diecisiete, como si cumpliera años al estilo perruno.

El trayecto hasta la urbanización Gossamer fue increíblemente corto. Había pasado mucho más cerca de lo que creía, de hecho no di antes con la calle de Jessica por culpa de un mal giro a la izquierda. Al llegar comprobé que su casa no era una casa, sino más bien una deslumbrante mansión de piedra blanca rodeada de jardines bien cuidados salpicados de arbustos con formas de animales. En el centro de la rotonda de entrada, una fuente de estilo griego de la que surgía un chorro de agua recibía a los visitantes.

Dustin levantó el pulgar a modo de despedida antes de marcharse.Mentiría si dijera que me sentía cómoda rodeada de tanta riqueza

y elegancia, aunque tampoco negaré que podría acostumbrarme. Eso sí, si yo viviera en una casa tan grande, probablemente me perdería camino de mi propia habitación, lo cual significaría tener que andar un montón. Mala cosa, pues odiaba cualquier tipo de ejercicio.

Mi sonrisa era amplia y confiada mientras subía junto a Trinidad la montaña de escalones de granito pulido, pero en cuanto llegué a la puerta de Jessica Bradley me empezaron a temblar las manos.

Para ocultar mi nerviosismo, realicé en silencio un ritual que siem-pre me tranquilizaba: el cántico de buena suerte de la Yaya Greta. Solo hacía un año que había perdido a mi abuela y todavía la echaba mucho de menos. Pensar en ella me ponía triste, pero también me causaba alegría porque fue una persona maravillosa. Siempre me decía que podría alcanzar cualquier meta si trabajaba duro y escuchaba a

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mi corazón. Una semana antes de morir, me reveló que había tenido la premonición de que mis sueños se harían realidad.

—Imposible —la contradije. Me acababa de enterar de que mis padres habían usado mis ahorros para la universidad en sus trata-mientos de fertilidad. Habían prometido devolverme el dinero a su debido tiempo, pero los gastos de criar a las trillizas eran una locura.

—Créetelo —me dijo la Yaya—. Tengo línea directa con las fuentes de sabiduría del otro lado y sé que te aguardan grandes cosas en el futuro.

¿Grandes cosas? ¿Se refería a que conseguiría una beca para una universidad de prestigio y me convertiría en una importante repre-sentante de artistas? ¿Que estaría atrapada en casa para siempre, al cuidado de las trillizas o friendo hamburguesas?

Entonces la Yaya me entregó una pulsera de tela de rayas arcoíris, como las que hay en las tiendas de todo a un dólar.

—Es una pulsera de la suerte —me confió con un guiño travieso—. Retuércela tres veces y repite el cántico mágico.

—¿Qué cántico? —pregunté para seguirle el juego.Se acercó tanto a mí que me llegó al aroma a menta de su enjuague

bucal. Cuando me susurró al oído una familiar cantinela sobre un oso, traté de no echarme a reír. Solo Yaya elegiría unos versos tan cursis:

—Gira la pulsera dos veces a la derecha, una a la izquierda y sella la suerte con un beso.

Me sentía muy estúpida besando una pulsera, pero lo hice por Yaya.Entonces me recordó que era nuestro secreto y no debía contár-

selo a nadie.—No se lo diré a nadie —le prometí—, excepto a Alyce.Yaya se rió entre dientes. —Por supuesto. No se lo digas a nadie, excepto a Alyce.Cuando nos abrazamos, no tenía ni idea de que sería la última vez

que abrazaría a mi abuela.Ahora, cada vez que miraba la pulsera me sobrevenía el perfume

de rosas de Yaya. Retorcí la pulsera dos veces a la derecha, una a la izquierda, susurré el cántico y luego me volví de espaldas a Trinidad para que no viera cómo sellaba la magia con un beso.

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Y aunque suene a locura, me imaginé la voz de Yaya diciendo: «Cree». Me sentí mucho más valiente.

Después de aquello, el resto de la velada se tornó en un glamuroso borrón.

Una criada nos hizo entrar en un imponente recibidor con retratos de marcos dorados, percheros para los abrigos y un elegante espejo oval en la pared. Comprobó nuestros nombres en una lista oficial antes de acompañarnos a través de las estancias de suelos de mármol salpicados de adornos dorados, más allá de un comedor formal con una araña de cristal en el techo del tamaño de un frigorífico. Una escalera curva de caoba caracoleaba hacia la segunda planta.

Los tacones de la criada resonaban en la piedra, clip clip; mis san-dalias dejaban un rastro de barro y sonidos amortiguados. Por favor, que nadie se dé cuenta, recé.

Nos condujo a un jardín adornado con hermosas cestas colgantes de flores y cintas doradas. Varias mesas redondas, cubiertas con manteles blancos y adornadas con velas encendidas, se repartían a lo largo del césped artificial. En las de buffet abundaban los exóticos manjares y las cascadas de espumoso ponche rosado. ¡Qué pasada!

Una banda tocaba en un podio de cemento, donde unos pocos chicos bailaban. La mayoría de los invitados eran de mi edad, si bien algunos adultos aportaban su presencia testimonial. Todo el mundo estaba hablando y riendo en grupos pequeños o sentados a la mesa ante platos rebosantes de comida. Reconocí a algunos chicos del instituto, ya fuera porque compartía clase con ellos o por haberles dado en su momento la bienvenida con una cesta del CHH.

—¡Trinidad! ¡Amber!Me di la vuelta y allí estaba Jessica Bradley, magnífica con un

vestido color zafiro que realzaba el azul de sus ojos y el suave tono oliváceo de su piel. Nos saludó con la mano adornada de múltiples anillos y se deslizó hacia nosotras para besar el aire junto a nuestras mejillas. Casi me pellizqué para asegurarme de que no estaba soñando. Parecía una glamurosa escena sacada de una película.

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—¡Habéis venido! Estoy tan contenta —dijo Jessica con una sinceridad que me tranquilizó. Bueno, casi. Yo estaba más habitua-da a fiestas familiares en una sala de estar repleta de gente. Una mansión, criada, cátering… ¡Uau! ¿Por qué no podía ser mi vida siempre así?

—Hola, Jessica —saludé mientras me rascaba con disimulo—. Siento llegar tarde. No es culpa de Trinidad. Me equivoqué en un cruce y…

—No hay necesidad de explicar nada. —Negó con la cabeza y sus rizos negros latiguearon el aire—. Todo el mundo llega tarde. Llegar a tiempo es de mala educación.

—Bueno, cualquier cosa menos ser maleducada —bromeé. Jessica se volvió hacia Trinidad. —Estás muy guapa, es un modelo original de Kiana, ¿no es así?—Sí —respondió Trinidad—. Kiana es muy nuevo. No me puedo

creer que reconozcas su trabajo.—Conozco a todos los diseñadores que importan. Casi me compro

un muy parecido, pero solo lo tenían en amarillo, lo cual es trágico para mí. A ti sin embargo te queda fabuloso, y me encantan los ribetes brillantes de tu trenza.

—Gracias. —Trinidad mostró su sonrisa de futura diva, plena de confianza en sí misma.

—Amber. —Jessica se volvió hacia mí—. Tú… um… tienes un estilo muy original. Yo nunca me atrevería a llevar una camisa de hombre, pero en ti resulta algo… único.

—Oh… gracias. —Creo.—Estoy muy contenta de que hayas venido, y no solo porque

hayas traído a Trinidad, lo cual ha sido un detalle increíblemente dulce por tu parte. Estoy segura de que vas a aportar un montón de ideas creativas a nuestro comité de planificación del acto benéfico gracias a toda la experiencia que has acumulado en el club de la cesta. Es importante recoger comida para los niños que mueren de hambre. Creo que es nuestro deber hacer todo lo que podamos, ¿no piensas lo mismo?

—Por supuesto.

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—Voy a presentarle a Trinidad a todo el mundo, ya que es nue-va. Amber, estás en tu casa. Muévete por donde quieras y toma lo que te apetezca del buffet. —Jessica señaló una mesa colmada de bandejas y platos variados. Acto seguido se acercó a toda prisa a un chico rubio llamado Tristan al que reconocí de mi clase de trigo-nometría, un idiota arrogante que no paraba de intentar copiarse de mí en los exámenes.

Me serví un vaso de la fuente de ponche rosado y merodeé por los alrededores. Sonreí y le recordé a mis compañeros de clase quién era, recibiendo a cambio miradas de indiferencia. Deseé que Alyce y Dustin estuvieran allí, pues nunca había tenido problemas para hablar con ellos. Sin embargo, mis amigos despreciaban a la «so-ciedad», este no era su tipo de fiesta. Tampoco estaba segura de que fuera el mío, si bien el libro Conviértete en tu destino aconsejaba vivir nuevas experiencias.

El buffet era una deliciosa nueva experiencia. Mordisqueé muslitos de pollo picantes y engullí fideos orientales mientras buscaba un rostro amigable. Al otro lado del césped, en un cenador, vi a Trinidad con Jessica y parte de su gente. Empecé a acercarme a ellos hasta que me di cuenta de que todas las sillas estaban ocupadas. Podría ser incómodo, así que me dejé caer en un asiento junto a una seño-ra con el pelo teñido de azul plateado. Leisl, como me pidió que la llamara, era una tía abuela de Jessica y hablaba como si le hubieran dado cuerda. Después de veinte minutos escuchando sus historias, me escapé al buffet de postres.

Lo confieso: me apasiona el chocolate. Me encanta, me obsesiona, me causa un placer lujurioso; razón por la cual mi talla empieza por cuatro. Es una obsesión pecaminosa, una lucha constante. Una vez que empiezo a comer chocolate, hay que abandonar toda esperanza. No puedo parar.

—Prueba las trufas con pacanas.Al girarme me encontré con un tipo de estatura media, rizos

castaños cortos y ojos color avellana. ¿Por qué me resultaba tan familiar? Debía ser del instituto, aunque no me acordaba de su nombre.

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—Está bien —le contesté al tiempo que me metía una trufa con pacanas en la boca. Denso chocolate con leche y frutos secos cru-jientes. El dulce se me derritió en la boca.

El chico asintió mientras saboreaba su propio bombón. Me señaló un plato colmado de cuadraditos blancos con motas rojas. Asentí y me tragué la celestial trufa para dejarle sitio a uno de los cuadraditos.

Gemí de placer. —Oh, está tan bueno…—Eres una auténtica experta en chocolate.—Los postres de esta fiesta son increíbles. ¡Tantos juntos en el

mismo sitio! Su mirada recorrió la mesa.—Treinta y siete bandejas con aproximadamente veinticinco dul-

ces en cada una, añadiendo las variables de tamaño, lo que equivale aproximadamente a…

—Novecientos veinticinco —terminé la frase.Abrió de par en par los ojos color avellana, claramente impresionado.—Soy una friki de las matemáticas —admití.—¿Tú también?—Las matemáticas tienen sentido.—Cuando casi nada lo tiene —aseguró con un movimiento de

cabeza.—Y ser buena con los números será útil cuando empiece mi…

—Me tapé la boca, sorprendida por casi haberle confesado mi am-bición secreta a un extraño.

—¿Cuándo empieces tu qué? —Inclinó hacia mí la cabeza llena de rizos castaños.

—Nada.—Venga ya… no puedes dejarme colgado con una ecuación sin

resolver. No voy a poder dormir esta noche tratando de averiguar la incógnita.

Me reí. Me gustó aún más. Poseía una pausada dignidad y una sutil inteligencia, me pareció alguien merecedor de mi confianza. Miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie más estaba prestando atención y bajé la voz.

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—Voy a hacer carrera como representante de artistas. Mi labor será ocuparme de sus personalidades de diva, de los contratos, las finanzas…

—Serás muy buena en eso, estoy seguro.—¿De verdad lo crees? —le pregunté, ridículamente complacida.—Desde luego. Pero ¿por qué representante? La mayoría de las

chicas quieren ser la siguiente ganadora de American Idol, no la persona detrás de bambalinas.

—Porque siempre me ha gustado la música y… bueno, no sé por qué te estoy contando esto… pero, para ser honestos, tengo cero talento, no sé cantar, actuar ni bailar, pero me gusta ayudar a la gente y reconozco el talento cuando lo veo.

—A mí me parece un talento genial. Desde luego más emocionante que acabar vendiendo coches, que es a lo que se dedica mi padre y lo que mi familia espera de mí.

—Pero ¿es lo que quieres tú?—No, yo no sé lo que quiero. Más chocolate, eso quiero. —Se pasó

la lengua por los labios e hizo un gesto hacia la mesa de postres—. Hay cerca de un millar de dulces para elegir. ¿Ahora qué?

—No tengo ni idea.—Vamos a probarlos todos.Invoqué a mi moderación y sacudí la cabeza.—Tengo que parar. O lo lamentaré después.—¿Por qué? El chocolate es lo mejor de esta fiesta. O al menos

lo era. —Desplegó una dulce sonrisa que iluminó su rostro, por lo demás corriente. Esto… ¿estaba coqueteando conmigo?

Aparté la mirada. Me latía con fuerza el corazón cuando le señalé un plato con bombones de rayas blancas y negras.

—Está bien… solo uno más. Pero ¿cuál? Estos parecen cebras.—¿Bombones cebra? —Se rió entre dientes—. Me parece una

buena manera de llamarlos.—¿Y tú tienes nombre? Quiero decir, sé que tienes nombre, todo

el mundo tiene, lo que quiero decir es que cuál es.—Eli. Y tú eres Amber.Me ardieron las mejillas.—¿Te conozco?

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—Cuando mi hermano y yo salimos de aquella aburrida escuela privada y nos trasladamos a Halsey nos diste una cesta de bienve-nida muy guay.

—¿Ah, sí? —Estudié su rostro un momento, pero me quedé en blanco—. Normalmente soy buena con los nombres, pero no re-cuerdo…

—Pasa mucho cuando estoy con mi hermano. —Extendió la mano hacia uno de los bombones de chocolate blanco y negro—. Prueba una cebra. En realidad se llaman bombones dominó pero eso de cebra es mejor. Los llamaré así de ahora en adelante.

Acercó una cebra a mis labios y de nuevo surgió en mi corazón esa sensación de revoloteo. Dudé un instante, pero al final cedí y separé los labios ligeramente, curvando mi lengua alrededor del bombón. El dulce chocolate con leche nadó por mis papilas gustativas y se deslizó por mi garganta.

—¿Y bien? —me preguntó en voz baja.—Umm —fue mi respuesta.Nuestros ojos se encontraron delante de aquella mesa llena de

ricos dulces, donde compartimos un momento de mutua comprensión chocolatera. Aunque suene a cliché, parecía que fuésemos las únicas personas en la fiesta. La música del grupo se desvaneció y solo sentí los apresurados latidos de mi corazón y la riqueza del chocolate derretido en mi boca.

Entonces Eli bajó la vista y se limpió un poco de chocolate que le había caído en los pantalones negros. Al hacerlo chocó el codo contra la mesa y algunos platos titilaron un poco. Se frotó la mancha de los pantalones, pero lo único que logró fue aumentar su tamaño.

Una extraña expresión cruzó sus ojos.—Me… me tengo que ir.Antes de que pudiera preguntarle qué le pasaba, se dio la vuelta

y desapareció en el interior de la casa, a través de las puertas acris-taladas. ¿Por qué se había ido? ¿Acaso había hecho o dicho algo que le hubiese podido ofender?

Decepcionada, me volví hacia la mesa de postres.Y comí más chocolate.

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