La Venganza de Los Zapatos Negros - Carlos Eduardo Zavaleta

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La venganza de los zapatos negros Por Carlos Eduardo Zavaleta En memoria Han pasado sesenta años de la anécdota, pero está tan viva como la mañana aleve en que surgió. Me habían dejado la llave de casa en la vecina. Una pared de por medio nos dividía de esas voces duras y a ratos salvajes, en especial de mujeres malgeniadas o de niños caprichosos. Lástima que no hubiera un techo encima de nuestro pasadizo pobre, pero limpio, brillante de cera rojiza. Toqué a la puerta ajena y salió a abrirme la hija de la gorda vecina; era Julieta, blanca, de ojos claros y quizá clarividentes. –¡Ah, nuevo corte de cabello! –dijo, con voz zumbona–. ¿O será que te han dado la propina de fin de mes? ¿Y en qué más has gastado? –La llave, por favor, la llave –alcancé a decir. Me la alcanzó, por desgracia, a la luz enemiga de la puerta de calle. Yo traté de ocultar mis pasos, pero su vozarrón me detuvo. –Un momento. ¿Camisa también nueva?, déjame ver, jovencito –y me manoteó hasta coger lo que quería–. Ah, no, solo remendada. Tu mamá les cose a ustedes, ¿no? –añadió con el enorme desprecio que venía de su voz. –¿Y a ti qué te importa? –dije, molesto, e iba a escaparme de esos ojos malignos, cuando ella dio un grito de triunfo y señaló mis zapatos negros y brillantes, sí, pero remendados en el pliegue lateral. Yo me había negado a esa compostura, pero entre mi madre y el zapatero de la esquina conspiraron en el mar de la pobreza, y el resultado era un fruncido siniestro, infame, traidor, quemante, en los pies que debían huir de esa inolvidable mirada cruel y salvaje, como pocas he recibido en mi vida. Luego, arrojé esos zapatos y volví a otros, asimismo viejos, pero más soportables a la vista. Durante cinco largos años estuve esperando para comprarme un par de zapatos decentes, no acepté ningún otro de mis padres. Cumplido el plazo, con mi primer sueldo y la caja de hermosos zapatos bajo el brazo, saqué la llave y entré en mi casa como debería entrar siempre un joven en su casa, con el abrigo de un empleo que le protegiera eficazmente el cuerpo y el alma.

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La venganza de los zapatos negrosPor Carlos Eduardo Zavaleta ■ En memoria

Han pasado sesenta años de la anécdota, pero está tan viva como la mañana aleve en que surgió.

Me habían dejado la llave de casa en la vecina. Una pared de por medio nos dividía de esas voces duras y a ratos salvajes, en especial de mujeres malgeniadas o de niños caprichosos. Lástima que no hubiera un techo encima de nuestro pasadizo pobre, pero limpio, brillante de cera rojiza.

Toqué a la puerta ajena y salió a abrirme la hija de la gorda vecina; era Julieta, blanca, de ojos claros y quizá clarividentes.

–¡Ah, nuevo corte de cabello! –dijo, con voz zumbona–. ¿O será que te han dado la propina de fin de mes? ¿Y en qué más has gastado?

–La llave, por favor, la llave –alcancé a decir.

Me la alcanzó, por desgracia, a la luz enemiga de la puerta de calle. Yo traté de ocultar mis pasos, pero su vozarrón me detuvo.

–Un momento. ¿Camisa también nueva?, déjame ver, jovencito –y me manoteó hasta coger lo que quería–. Ah, no, solo remendada. Tu mamá les cose a ustedes, ¿no? –añadió con el enorme desprecio que venía de su voz.

–¿Y a ti qué te importa? –dije, molesto, e iba a escaparme de esos ojos malignos, cuando ella dio un grito de triunfo y señaló mis zapatos negros y brillantes, sí, pero remendados en el pliegue lateral. Yo me había negado a esa compostura, pero entre mi madre y el zapatero de la esquina conspiraron en el mar de la pobreza, y el resultado era un fruncido siniestro, infame, traidor, quemante, en los pies que debían huir de esa inolvidable mirada cruel y salvaje, como pocas he recibido en mi vida.

Luego, arrojé esos zapatos y volví a otros, asimismo viejos, pero más soportables a la vista. Durante cinco largos años estuve esperando para comprarme un par de zapatos decentes, no acepté ningún otro de mis padres.

Cumplido el plazo, con mi primer sueldo y la caja de hermosos zapatos bajo el brazo, saqué la llave y entré en mi casa como debería entrar siempre un joven en su casa, con el abrigo de un empleo que le protegiera eficazmente el cuerpo y el alma.

Entré vanidoso, es verdad; la familia vecina quizá se había vuelto loca, gritaba y golpeaba con los puños las paredes, llamaba a Dios y, quizá, se retorcía por el suelo. Mi madre y yo corrimos a ver si podíamos ayudar en algo. Nos recibieron casi bañados en llanto, jamás había visto tales lágrimas.

Juliana había viajado al Cusco de vacaciones, y ya de vuelta, su avión se había despedazado en una caída monstruosa que la televisión repitió durante horas.

Volví a casa sin pena, me puse los zapatos nuevos.

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–Mira, Juliana, mira.

Ese fue uno de mis pensamientos más perversos. Se me pasaría, lo sé; pero tardó algún tiempo.

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