La Targelia

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Primer novela del autor. En un ambiente solitario y lúgubre un profesor llega a Río Blanco, esa noche que no tiene fin le va a cambiar la vida...

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LA

TARGELIA DAVID D’GRANNDA

ACUARIMÁNTIMA Casa Editorial

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Primera edición, diciembre 2015

©La Targelia

David D’Grannda

Imagen de carátula: Cabaret – Olga Gorbunova

Registro DNDA debidamente realizado

Colombia

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A la noche eterna y a mi mejor estrella

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LA TARGELIA

“Cuando llegó la Targelia me condujo a los altares”.

Iseo de Atenas

Uno, dos, tres árboles, árboles y más árboles desde hace

horas y horas y el lento pasar del tiempo.

-Disculpe, ¿cuánto falta para llegar?

-Mucho.

-¿Como cuánto tiempo?

-Unas cuatro horas todavía.

El sol enorme, rey del cielo, quemaba mi rostro y a lo lejos

dormitaba el valle con su río. De niño recuerdo que iba con

mis amigos a jugar en sus cristalinas aguas. En una lucha

campal éramos capitanes de nuestras naves y ¡pum!, ¡boom!,

sonaban los cañonazos en nuestras mentes, ¡plash!, de la

nave enemiga caía muerto el capitán. Seguía siendo el

mismo río, mi río, pero tan lejano, tan cambiado, tan otro él,

¿o era yo quien volvía ya no siendo quien fui? Era como dos

personas que se ven luego de muchos años. Los que se

habían amado, los que respiraban del mismo aire, aunque

volvieran al mismo lugar del primer beso y el beso se diera,

algo en los dos les decía que ya eran otros. Seres tercos en

creer que todo se mantiene. La tierra gira, el amor se va, la

distancia separa y los que vuelven nunca encuentran lo miso

que dejaron.

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Mis ojos se esforzaban queriendo encontrarlos, tratando de

sacarlos en vano del cementerio del recuerdo, y ni las naves,

ni mis amigos estaban, ahora sólo veía un río silencioso con

rocas donde antes jugábamos, ¿siempre fue así?, ¿éramos

nosotros los que lo mirábamos diferente entre el jugar de

nuestra imaginación? ¡No! Me niego a creer eso, el río es el

mismo, el otro soy yo.

Ahora otros niños juegan en sus aguas. Qué simple es la

vida en sus comienzos, es como una madeja que se empieza

a desenredar, entre más se vive más se enreda la lana. No

podía evitar sonreír al verlos en sus naves tratando de

conquistar nuevas y paradisiacas islas. Grises piedras para el

resto, para ellos un mundo sin igual. ¡Pum!, ¡boom!, ¡plash!,

esos niños eran yo.

-Así es la vida señor, un volverse a encontrar.

-¿Me habla a mí?

-Sí profesor. Lo he visto cómo mira el valle y sus ojos lo

delatan, hablan por usted. Pero no se preocupe, ya le dije que

la vida es así. Vivimos lo que se dice vivir, sólo por un

tiempo. Haga de cuenta usted un cuento que empieza escribir

en hoja nueva, es interesante, apasionado, se escribe, se

borra, puede arrepentirse del título y cambiarlo si quiere,

pero llega un momento en que es sólo leerlo y releerlo, un

buscarse en esas letras sin saberse encontrar. Es contar una y

mil veces la misma historia. Sino mire a los viejos hablando

de lo mismo hasta quedarse vacíos, sin aire, hasta que son no

más que un montón de cuero y huesos que van a dar al fondo

de un hueco. Y así es la vida profesor, igualita.

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-¿Cómo sabe que soy profesor?

- Porque lo he venido viendo, como le digo. Casi todo el

camino ha estado leyendo, de vez en cuando lo veo escribir

como para no olvidarse de algo que se le ocurre, y en otros

ratos mirar a lo lejos buscando sabrá usted entré qué

recuerdos, para hacer descansar un poquito su alma. Y es que

eso es raro, acá nadie lee. Nadie, pero nadie lee, ni el párroco

que además anda todo ciego. Lo que hace es repetir y repetir

la misma misa de siempre tal como se la aprendió, con

decirle que dice el nombre de su santidad, del que murió

hace mucho. Bueno lo que vale es la oración y ya todos se

acostumbraron. Pero como le digo, ¿se da cuenta?, todo es

un repetir.

¿Hasta cuándo se va a quedar?

-¿Dónde?

-En Río Blanco pues, ¿usted va a ser el profesor de allá no?

-Sí. El tiempo necesario para lo que haya que hacer.

-Uhhhhh… Se le va a ir toda la vida y le quedará faltando.

Le tocará construir hasta la escuela. El antiguo profesor daba

sus clases en las gradas de la iglesia. En ese pueblo la gente

prefiere rezarle a Dios y pedirle por sus penas, antes que

aprender a escribir. Y eso que hasta ya él se olvidó de

nosotros. Al otro profesor también se le fue la vida

repitiendo lo que había vivido, a los niños les contaba

siempre las mismas cosas, y ahora que se murió se cuentan

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entre ellos lo que oyeron, les tocó vivir la vida de otro, se les

quitó el derecho de escribir su propia historia para tener

siquiera qué contar.

-Señor, ¿falta mucho?

-Unas tres horas profesor. No se afane, que el tiempo sabe

escuchar, si sabe que tiene afán se hace pesado y camina

lento.

¿Usted ha ido a Río Blanco antes?

-No, nunca había ido, sólo lo he escuchado nombrar.

-Es, haga de cuenta usted, un anciano de cabellos blancos,

la cima del cerro es blanquecina, viera todas esas casas

pintadas de cal, y tal cual como le he dicho… Me disculpará,

dirá que soy un terco, pero Río Blanco también cuenta la

misma historia de siempre, y ya se está quedando sin aire.

-¿Usted vive en Río Blanco?

-Sí, desde siempre. Pero no vaya, mejor regrésese.

-¿Cómo?

-Sí, pues que no vaya para Río Blanco, que se regrese, que

aún puede, que se vaya a vivir su vida, a escribir su historia

propia. Si usted sube ya no regresa, y se la pasará contando

otras cosas, nada suyo, hasta que se quede sin aire y caiga a

cualquier hueco y de ahí el olvido. Su historia nadie la

contará nunca. Entonces no vaya, déjenos vivir nuestra pena

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a los que estamos condenados en Río Blanco. Eso es un

espejismo.

-Yo seré el profesor del pueblo y verá cómo cambia la

cosa.

-Eso han dicho todos, siempre llegan con ese optimismo,

con el espíritu emplumado, y a la larga es bueno tener esa

poca de fe. Ya falta poco para desde acá ver a lo lejos a Río

Blanco, aparece a lo que demos vuelta en esa curva. Mire, lo

que le dije, ¿si ve?, allá a lo lejos, ese caserío bajo esas nubes

cargadas a punto de desfondarse, ¿ve lo alto de la iglesia?...

Un pájaro cruzaba rasgando el cielo negro azulado. Y sí,

ese era Río Blanco, un pueblo escondido en un rincón del

mundo a donde la vida había querido enviarme. ¿Cómo iría a

ser todo desde ahora?, ¿qué planes tenía el destino para mí?

El sol empezaba a ocultarse tras las verdes montañas y por

su lado empezaba a salir la luna roja.

-¿Qué le parece profesor?

-¿Ah?, ¿me decía?

-Sí, le decía que si ve lo alto de la iglesia. Yo vivo ahí junto

al lado.

-Sí, si alcanzo a verla.

-Y a todas estás, ¿cómo se llama usted profesor?

-David y, ¿usted?

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-Pedro Urdimal, para servirle.

Sonreí para mi compañero de viaje. Su sombrero le

ocultaba las facciones de la cara y ahora en la oscuridad sólo

se veía su silueta.

-¿No va a bajarse?, aquí siempre hacen una parada para

comprar algo. Yo quiero fumarme un cigarrillo para aguantar

lo que falta.

-Sí, sí. Yo también me bajo a fumar.

Coqueta la luna apareció tapando su desnudés con unas

nubes. Croaban los sapos enamorados su canción amanecida

y a lo lejos les respondía el viento diciéndoles que no.

-Pedro, ¿usted desde dónde viene?

-Profesor yo fui hasta la capital, fui a comprar cal.

-¿Cal, pinta usted las casas?

-Sí señor, también pinto las casas, pero la cal sirve para

muchas otras, ya verá que no faltará ocasión para mostrarle.

Y fui también por una aguja para el tocadiscos.

-¡Qué bien! ¿Qué música escucha?

-La única que hay, un disco viejo de un tal Bach que lo

encontré hace años en el campanario de la iglesia, estaba

puesto en el tocadiscos todo empolvado, era de un padre que

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lo había traído desde el extranjero. Yo lo desempolvé y lo

puse a sonar de nuevo, nadie canta, sólo suena un piano

tuturutú… Y con la corneta de la iglesia desde el

campanario, de vez en cuando lo pongo a sonar. Cuando veo

que Río Blanco amanece triste, como cuando uno se

despierta con ganas de llorar sin saber porqué, yo le pongo a

sonar el tocadiscos y me parece que le gusta el tal Bach, o

cuando menos se acostumbró a que lo consienta con la

misma melodía, como los niños que se duermen sólo si se les

canta la misma nana. Me han contado que de lejos saben ver

el cerro de Río Blanco cómo se mueve al respirar, y que me

ven a mí trepado en el campanario. Yo me quedo dándole

vuelta al disco por lado y lado, muchas veces, hasta que se

queda como dormido. Pero fúmese el cigarrillo que se le va a

apagar y ni lo ha probado por estar viendo el cielo.

-Ustedes tienen una luna maravillosa, ¡ese color rojo!, y el

verla tan enorme desde aquí me desborda el corazón.

-Ah sí, a veces sale así enorme y roja, otras blanca como un

queso allá en medio de esas montañas, pero a veces no se

aparece y nos deja en tinieblas.

-¿No hay luz en el pueblo?

-Jajajajajá. No profesor, no le digo que acá no hay nada,

que esto es un espejismo, que se ve bonito pero de lejos.

-¿Y entonces cómo suena el tocadiscos?

-Jajajajajá. Usted si me hace reír profesor, el tocadiscos es

de manivela.

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-Ahhhhh…

-Usted ha de estar cansado de este viaje, se ve que no está

enseñado a viajar así, y es que para llegar a Río Blanco no

hay más, sólo este camión destartalado que nos deja a la

entrada. Antes se podía llegar en canoa por el río pero

cuando se enfurecía se tragaba todo lo que podía. Un día se

llevó a un candidato que venía desde la capital, a hacer

promesas, de esas que jamás cumplen, nunca le han dado

nada a Río Blanco de lo que han ofrecido, le han quitado

todo, y de alguna forma los entiendo, es difícil bajar al

infierno. Como le digo se lo tragó al candidato con todo y

comitiva, a los días apareció desaguado en el valle y su gente

por ningún lado, desde ahí nadie volvió a navegar, por eso

sólo nos toca en este viejo camión, como le digo.

¿Quiere que cambiemos de puesto profesor?, mire que nos

falta mucho, por lo menos va sentado encima de uno de estos

ataúdes que traigo.

-¿Trae ataúdes?

-Sí señor, lo que me pidan. Acá también la gente se muere,

no crea.

-No Pedro, prefiero ir donde voy, por en medio de las

rendijas puedo ver el paisaje alumbrado por la luna.

-Dirá lo que queda de paisaje profesor, antes esto si era una

hermosura. Allá ese peladero que ve era un bosque enorme y

verde, con decirle que había oso y venado, y vea ahora lo

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que queda. Hace mucho llegó una empresa, ha hablar de

progreso y economías, unos señores altos y blancos que

hablaban y casi ni se entendían lo que decían. Que el avance

y el desarrollo estaba en la explotación de las minas y los

bosques, y eso fue lo que hicieron, cortaron todos los

árboles, los animales no sabían para dónde ir, hasta los niños

lloraban asustados cuando llegaron esas máquinas haciendo

sus estruendos diabólicos. Yo me fui pal’ otro lado, al otro

cerro, porque también me daba miedo todo eso. Y con la tal

explotación de las minas, lo que hicieron fue llenarle de

dinamita los huecos que le hicieron en las cuevas. Desde allá

pude verlo cómo se derrumbaba, cómo se desgarraba el cerro

del Río Blanco tras cada explosión, podía oírlo cómo se

quejaba.

-Pedro, no llore… no se ponga así.

-Cómo quiere que no llore profesor. Desde eso que le

cuento Río Blanco nunca fue igual, ni su gente, ni nada.

Cuando vieron que ya no había más qué sacarle, agarraron

sus cosas y así como vinieron se fueron, sin decir nada. Y ahí

nos dejaron con todo destruido y con el río negro de lo

contaminado. Antes era un gusto ir a pescar, se podía ver las

piedras en el fondo y los peces se pintaban en destellos de

colores bajo la luz del sol, y vaya hoy a ver eso, es un sólo

lodazal sin nada más, ni los sapos pueden vivir ahí. Como le

digo nada volvió a ser igual, hasta la gente cambió, las niñas

que eran blancas de cabellos rubios y ojos como de crisol,

cambiaron también. Haga de cuenta que todo el humo de

esas máquinas les pintó de tizne hasta el alma. Ahora vaya y

vea, todos son como muertos, como fantasmas, todos son

tristes, no saben qué es sonreír. Yo siento como si al cerro de

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Río Blanco lo hubieran violado, suena feo y se me hace un

nudo en la garganta sólo el decirlo, pero es así, yo vi cuando

fueron manoseándolo con tanta máquina y él retorciéndose

de tristeza. Eso fue profesor a Río Blanco lo violaron y

entonces, ¿cómo se quiere que vulva a ser el mismo?

Así iban pasando los minutos, lentos y a veces corriendo,

entre historias, risas y llanto, mi nuevo amigo me detallaba

sus penurias, sus penas. De cigarro en cigarro íbamos

fumando recuerdos, y nada que llegábamos a Río Blanco.

-¿Le parece señor profesor?

-¿Qué me dice?

-Que si gusta pasar por donde yo vivo, para que se tome

una agua de panela, es lo único que tengo para ofrecerle,

perdonará usted. Y si se le hace muy tarde pues se queda, de

alguna forma le acomodo la cama y yo me duermo en

cualquier rincón.

-No amigo Pedro, no se preocupe, yo tengo donde llegar.

Aunque la verdad no sabía en qué lugar iba a pasar la

noche, no quería ponerle incomodidades a Pedro, ya sabía

por todo lo que había pasado y no quería complicarle la

noche y su descanso, tal vez su único rato de paz.

-¿Si huele? Son los jazmines de la noche, son blancos y

pequeñitos, crecen en árboles matorrales que el viento

sacude y se sueltan a regarse en ese olor que llena hasta el

alma. Cierre los ojos y verá, respire hondo y sienta cómo le

corre algo por allá adentro del cuerpo. Fue lo único que

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quedó de Río Blanco, los jazmines amarillos esos sí se

acabaron.

La luna desde lo lejos también olía los jazmines.

-¿Cuánto nos falta llegar?

-No tanto profesor, no se afane, si quiere dormir duérmase,

que yo sigo aquí fumándome este último cigarro que tengo.

-Pedro, ¿quién es el alcalde del pueblo?

-No hay, acá no hay nada. Hasta la iglesia está vacía, unos

cuantos cuadros y unos santos resquebrajados es lo que

queda, a esos se aferran a rezar la gente del pueblo, los

ancianos van y dejan flores secas que sacan de cualquier

rescoldo y prenden esas velas de cebo que dejan todo

impregnado a un olor que irrita hasta los ojos, todos rezando

y pidiendo pero al final nadie responde. Yo creo que Dios se

murió hace rato. Es como si hablaran con una tapia, sino

vaya y mírelos, siempre iguales viviendo al día, esperando a

que amanezca y a que tengan cualquier cuadro de panela

para adormecer un poco el hambre, ahora que llegue se va a

dar usted cuenta, es como ver puros fantasmas, sólo son ojos

y pelo en una calavera, ni ánimos de hablar tienen.

-¿Y su familia, su esposa, sus hijos?

-Mi estimado profesor, eso fue algo que también la vida me

quitó. Mi esposa, Rosa se llamaba, era una morena alta de

rostro fino y unos ojos azules que eran la envidia del mismo

cielo. La conocí en una finca, en El Prado como a dos horas

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de Río Blanco, una vez que me mandaron de peón para

trabajar en la cosecha de manzanas. Entre los árboles la vi

por primera vez, y aunque los dos estábamos en las mismas

condiciones, de peones, nunca pensé llegar a tener algo con

ella, ¡qué iba a fijarse en mí semejante morena! Pero día tras

día, nos hablábamos con la mirada, así de lejos, ella de

cuando en vez me tiraba una sonrisa, y poco a poco nos

fuimos acercando hasta que se dio la oportunidad de hablar.

Ella era de una ciudad lejana y había venido en busca de una

oportunidad, de ganar dinero, de poder cambiar su vida igual

de desgraciada que la mía, y lo único que encontró fue esa

finca donde tuvo que trabajar hasta romperse las manos. Yo

estaba igual, pero al final de cuentas yo soy un hombre

enseñado a recibir el sol y el agua, de día y de noche, pero

ella era una mujer delicada, dulce, de mirada de cielo.

Entonces le propuse que se fuera a vivir conmigo a la pieza

donde yo pasaba los días, le dije que no quería verla trabajar

más, y ella aceptó sin ni más ni más, no sé si lo hizo porque

sentía algo por mí o porque no tenía otra salida, pero yo si la

amaba y es que la vida es así desigual, camina como el cojo

de la vereda, y si ella no me quería no me importaba con el

amor que le tenía había de sobra para los dos. Y fue así que

me dio una hija, Jazmín le di por nombre, porque al igual

que las flores de las que le hablé, era pequeñita y blanca, y

con los ojos de la mamá, imagínela usted, mi Jazmín también

me llenaba el alma. Ellas dos eran las flores de mi jardín.

Una tarde mientras estaba de cosecha en una finca,

corrieron a decirme que mi mujer estaba muy mal que fura a

verla, cuando llegué la encontré en cama, bañada de sudor

por la fiebre. Una víbora la había mordido en el tobillo

derecho. Me afané a sacarla en brazos para llevarla al pueblo

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donde el médico más cercano, pero ni un animal había para

montarlo y acelerar el paso, a mitad del camino con los ojos

opacados por el llanto, me recomendó que cuidara a nuestra

pequeña flor, y cerrándolos me dejó para siempre. Eso es

algo de lo que nunca me voy a olvidar, y es que cada mañana

cuando miro el azul del cielo es como ver sus ojos de nuevo.

-Cómo lo siento Pedro, se ve que quería mucho a su mujer.

En cambio yo jamás he querido a nadie, creo que ya me

quedé solo en esta vida.

-No diga eso profesor, mire lo que le conté, cuando menos

lo espere va a conocer a alguien que de un sólo golpe le

cambie la vida.

-Ojalá algún día, en Río Blanco, encuentre ese alguien.

-No, allá sólo hay apariciones, todos son fantasmas, créame

lo que le digo, son espejismos.

-Jajajajajá. Bueno, ¿y su hija?

-Mi hija, mi pequeña flor, eso si es algo que me destrozó la

vida. Es que mire profesor lo que yo creo, al final de cuentas

dos personas que se encuentran en la vida son eso, dos

desconocidos. Deciden iniciar una vida juntos, pero eso sí

son sólo eso, dos desconocidos que acuerdan compartir, pero

un hijo eso si que es algo diferente, porque viene de las

entrañas de uno, es una continuidad de uno. Mi Jazmín no

entendió de la muerte de su mamá porque ella era de de

brazos cuando Rosa se fue a florecer a los jardines de cielo.

Yo, desde ese momento, me volví en su todo para ella, en

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cambio ella desde siempre lo fue para mí. La cuidaba, le

daba de comer, y me dediqué por entero a mi Jazmín, y sin

sentirlo, de un sólo momento ya estaba en sus quince años,

como quien dice me floreció el jazmín. Era una niña

hermosa de ojos de cielo, lo más hermoso de Río Blanco,

pero al igual que todos no se libró…

-¿De qué?

-Del amor profesor, de lo inevitable. ¿Sabe?, ahora y

después de ver pasar tanta agua por debajo del puente,

entiendo que el amor debió haber nacido en Río Blanco,

porque también eso es un espejismo, un momento, y

comparado con lo breve que es la vida, el amor es un

suspiro. Mi niña terminó enamorada del indio Querubín

Villavicencio, que como le digo era un indio sin pasado ni

porvenir, nacido en la vereda Las Cruces y mucho mayor

para mi Jazmín. Aunque me opuse de todas formas, ese

hombre buscaba a mi niña por todo lado, le dejaba recados y

regalos que no pasaban de flores de monte que le traía de

vereda adentro. Aunque mi hija me lo negara yo sabía que

estaba enamorada, y es que los ojos a cualquiera lo delatan,

haga de cuenta usted un lago oscuro que se ilumina por el

pasar de una estrella, tal cual se le ponían los ojitos cuando

sabía algo del indio ese. Pero yo no podía hacer más, así que

hablé con el Villavicencio y le dejé las cuentas claras. Que él

no quería hacerle daño a mi niña, que él de verdad la amaba,

que le diera una oportunidad de demostrarme que era un

buen hombre para ella, que si quería tomará plata o me fuera

a vivir con ellos a la finca que tenía. Pero yo sabía la clase de

hombre que era él, de su pasado y todo lo que había hecho,

así que me negué rotundamente, diciéndole que mi hija no

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estaba en venta. Es que cómo iba yo a permitir que esa mala

hierva se acercara a mi flor. Pero ya ve la vida me tenía

preparadas otras cosas, y un día que regresaba al rancho

después de trabajar, una vecina me dijo que vaya pronto que

el indio había entrado a la casa y se había llevado a mi

Jazmín. Cuando llegué todo estaba destruido y salí a

buscarlo. Lo encontré trepado en el cerro de Las Cruces

junto con mi hija, corrí y cuando me acerqué la tenía

apretada del cuello y apuntándole con un revólver. Le pedí

que por favor la soltara, que lo hiciera por lo que más

quisiera, y el desgraciado me dijo que lo que más quería era

ella, pero como lo de los dos no podía ser, entonces esperaba

que en la otra visa sí la pudiera amar… y sin pensarlo le

disparó a ella y luego se pegó un tiro él. Miré que mi Jazmín

cayó y rodó por el potrero seco, el indio de espaldas y fue a

dar al río que se lo llevó y nunca más volvimos a saber de él.

Cuando fui a levantarla entre mis brazos, su pecho estaba

bañado en sangre y su vida ya se le había ido. El desgraciado

pensaba que en la otra vida se encontrarían, pero eso no

pasará nunca, mi hija se fue derecho al cielo a encontrarse

con su mamá, y el indio al patio de los infiernos para toda la

eternidad. Por ahí escuché que decían que por culpa mía se

había sucedido la tragedia. A mí ya se me da lo mismo.

¿Cómo quiere entonces que Río Blanco sea el mismo si ya

no tiene jardín? Ahí donde murió mi niña fui a sembrar un

matorral de jazmines en su nombre, cada semana voy a

deshierbarlo. Ni antes, ni ahora, ni nunca voy a permitir que

se le acerque esa mala hierba.

Sonaron a lo lejos roncas campanada que nos sacaron de la

penosa historia, el ambiente se había creado en medio de la

oscuridad con la poca luz de la luna roja que se colaba por

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las rendijas del camión. Un calor pesado comenzaba a

sentirse y el polvo de esa carretera destapada a posarse sobre

todo, como preparándonos para la llegada, y tal cual como

lo decía Pedro, ser todos unos espectros en un mismo sueño.

-Esas son las campanadas de las seis y cuarto, a las seis y

media hay misa, y ya estamos entrando a Río Blanco, apenas

pasemos sobre el puente le digo para que vea el río y sepa

que ya llegamos.

Mire profesor le digo para que lo sepa de una vez, no

espere encontrar mayor cosa en ese pueblo, y ni se le ocurra

enfermarse, bueno eso no depende de usted, acá toda la gente

termina enferma. Este clima del Río Blanco después de lo

que le conté, se volvió mal sano, acá ahora hace mucho calor

y llueve poco, aunque a veces sin advertirnos suelta unos

palos de agua que pone a correr a todos, y normalmente

como es en la noche, los agarra durmiendo, como a

propósito, para sumarle a todo, se desgajan pedazos del cerro

y caen sobre esas casitas de palo y cartón y ahí quedan

sepultadas. Y dese cuenta, al otro día amanece el cielo

hermoso con un sol enorme como si nada hubiera pasado,

para mí es como si se nos burlara, pero eso sí ese día no le

pongo a rodar su Bach, y ahí lo ve usted cómo se va

poniendo oscuro, oscuro como si le diera pena, a veces este

viejo juega con nosotros como un niño con los gusanos.

Río Blanco nos recibía con un viento que le costaba darnos,

mientras Pedro me preguntaba:

-¿Miró usted la jovencita que se subió en la última parada?

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-Sí, la que llevaba un niño de brazos.

-Sí ella. Eso que llevaba ahí no es un niño de verdad, es un

muñeco.

-¿Un muñeco?

-Sí, uno que hizo llenando de trapos la ropa de su hijito. Es

que perdió el juicio, se volvió loca. A pesar de que es tan

joven tuvo un recién nacido y nadie supimos quien fue el

padre de esa criatura, creo yo que ni ella misma lo sabía, y

sin embargo lo fue criando hasta que el niño empezó a

gatear. ¿Sabe?, ella es una de las que la Targelia trajo al

pueblo.

-¿Quién es la Targelia?

-¿No la ha oído nombrar? Uhhhhh… si es reconocidísima

en todo lado.

-No Pedro, no he oído de la Targelia, ¿quién es?

-Es la madame, la dueña del cabaret.

-Ahhhhh…

-Veo que usted no sabe de estas cosas, lo veo muy joven

profesor, disculpe la imprudencia, ¿cuántos años tiene?

-¿Yo?

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-Sí usted, ¿cuántos años trae encima?, no le pongo más de

veintiséis.

-Tengo veinticinco.

-Sí se le nota. Por eso le digo que no se afane con eso del

amor, que le falta mucho.

-Y usted, ¿cuántos tiene?

-Uhhhhh… Yo todos los que usted quiera.

-Ahhhhh…

-Como le decía, ella tuvo su bebé y lo crió ahí en la casona

de la Targelia. Todo el mundo lo conocía y se llamaba

Alejandro. En esos días en que se llenaba el burdel, los fin de

mes cuando había pago para los peones, el bebé se perdía

gateando bajo las camas que rechinaban de tanto moverse,

pasando entre sábanas que se caían al suelo, y el niño

inocente riendo al ver el gato que jugaba en la ventana con

un ratón que tenía preso entre sus patas. Eso sí, todas lo

querían, era como si todas fueran la mamá, y la Targelia lo

amaba, decía que era su nieto. Pero un día como esos que le

cuento, entre tanto descuido, el niño se salió de la casa al

patio tras el gato, y allá en medio del monte de malezas, que

hace años no deshierbaban, estaba escondido un aljibe seco

que lo abrieron por los tiempos en que se mandó a levantar la

casona. El niño por ir tras el gato se fue por ese hueco.

Cuando se dieron cuenta ya era muy tarde, con decirle que

era el amanecer del nuevo día. Empezaron a buscarlo y nada,

hasta que una de las mujeres encontró en el patio un zapato

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del niño y al gato maullando al filo del aljibe. Buscaron la

forma de sacarlo pero no se pudo, el hueco era profundo y

tan angosto que nadie podía alcanzar ahí. La Targelia decidió

dejar el cuerpo del niño en ese lugar y sellar el aljibe contra

la voluntad de la misma madre que se desgarraba de pena,

tirada en el piso y ahogada en su mismo llanto. Y es que es

como le dije profesor, los hijos son una continuidad de uno,

y perderlos duele como si le pasaran un rastrillo por la

misma alma. Las demás rameras la agarraban tratando de

consolarla, de detenerla. La Targelia sacó un botellón de

agua bendita, rezó un poco y echó su bendición. Allá se hace

lo que ella diga.

-¿Es quien las manda?

-Sí, no ve que ella las trae de otros pueblos siendo niñas

aún, las vende por un tiempo, les da cuarto, vestido, comida

y un algo de pago, pero durante ese tiempo hacen lo que ella

diga.

-¿Y cómo supo usted lo del niño?

-No ve profesor que yo fue quien tapó el aljibe, a mí me

llamó la Targelia para hacerle ese trabajo. Luego de eso

mandó a poner una estatua bonita de un angelito de yeso ahí

encima del planchón que tapaba el hueco que ahora es

tumba. Y ahí está el angelito y a su alrededor también

crecieron jazmines. Desde eso esa muchacha quedó loca,

pobrecita… todos los días madruga en la primera salida del

camión hasta el pueblo, y ahí se queda todo el día con su

muñeco en brazos diciéndole a la gente que miren a su

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Alejandro, y en el último viaje se regresa a la casona a

dormir, y así se la pasa siempre.

-¿Y la Targelia aún vive?

-Lo que se dice vivir no, está pagando su condena desde

este tiempo. La que ve ahora no es la propia, la Targelia de

verdad la conocí yo. Era un niño cuando escuchaba a mi

madre alegar con mi padre, almas benditas que en paz

descansen, y le decía que no quería saber que él estuviera

yéndose a meter a la pieza de esa tal Targelia, que ella ya

sabía quién era y a qué había llegado al pueblo, que la

comadre dejó al compadre porque se había enterado de sus

andanzas con esa tal cual. Pero yo no entendía nada, y un día

la vi, estaba con mi madre en la plaza cuando pasó. Supe que

era ella porque vestía así como mi madre decía, con un

gabán de pieles blanco y el cabello recogido en una moña,

joyas y tacones altos, pero ya era una señora mayor, sus

labios rojos y las uñas largas. Apenas la miró mi madre me

agarró de la mano y nos regresamos para la casa. Luego con

el tempo supe que había llegado de otro país, decían que de

Francia, y arrendó una pieza ahí en el centro de Río Blanco,

junto al parque, frente a la iglesia, y ahí callado y por años

atendió a sus clientes, a todas horas veía usted jóvenes y

viejos, de todas las veredas llegaban, con el tiempo fue

arrendando más cuartos en esa misma casa, y empezó a traer

muchachas de todos lados. Entrando y saliendo se

encontraban compadres y amigos, hermanos y primos, todos

llegaban donde la Targelia, y viera visto usted cuando sabían

que llegaba una nueva muchacha o una niña que fuera bien,

hacían filas para entrar. Hasta que un día las mujeres del

pueblo, madres, esposas, comadres y vecinas, se reunieron

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25

que porque no permitirían más que esa mujer acabe con

matrimonios, y aliadas con el cura de la iglesia le declararon

la guerra. En los sermones del domingo decía el padre que

mientras todos estábamos ahí salvando nuestras almas, allá

enfrente ardía el mismo infierno, quemando almas en esas

llamas donde caían por tentación. Yo lo miraba a los ojos, y

él no podía sostenérmela, él también tenía un infierno

adentro que le quemaba siempre por lo que un día me hizo.

El calor era insoportable, el cabello se pegaba a la frente

por el sudor, y la noche ya oscura vestida de un azul

imposible.

-Como le digo profesor, le hicieron la guerra hasta que

lograron derrotarla, como decían a boca llena todas en la

iglesia. ¡Pero qué va!, la Targelia mandó a construir una

casona enorme a las afueras del pueblo, camino de la

avenida principal y para allá se fue. Todos acudieron a ver el

día en que se iba del pueblo la Targelia, fue como ver una

procesión de semana santa, todas sus putas iban con sus

valijas y con redecilla blanca que les tapaba el rostro.

Trepada como en una tarima, con cuatro negros que había

alquilado de la ascienda el Arriero que la llevaban sobre

hombros, con su redecilla blanca parecía la misma

inmaculada. Los hombres del pueblo también salieron a

verla, preocupación se les veía a los que no sabían que se iba

nada más que a las afueras, las mujeres gritándoles insultos y

tratándolas de rameras, pero sin atreverse a tocarlas, siempre

les guardaban su algo de respeto. De vez en cuando una

comadre codeaba al esposo que le sonreía a una de las putas

que descaradamente desde lejos le mandaba un beso. Se fue

para allá, a la casona que hizo levantar, mucho más grande,

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26

con más señoritas que llegaban de todo lado. El día que se

fue hubo una gran fiesta de inauguración, prendieron el farol

de petróleo en la puerta y la abrieron de par en par. Todos los

hombres del pueblo llegaron, con cualquier excusa se les

volaban a sus mujeres, y ellas otra vez solas, reunidas a

media noche en el casa cural, haciendo alboroto porque

ahora ya no sabían qué hacer. Así pasaron muchos años,

hasta que yo ya era un muchacho grande, y aunque sólo esas

dos veces pude ver a La Targelia, sentí pena el día en que

supe que había muerto, tal vez era por el ambiente de tristeza

que se había regado ese día por todo Río Blanco. Todas las

putas lloraban en la casona, y una de ellas, la más de

confianza de la difunta, fue a hablar con el padre, a pedirle

por Dios que perdonara a la Targelia y le diera su bendición.

El párroco estalló en furia y le dio un rotundo no, le pidió

que se fuera y que sacara su pecaminoso cuerpo de aquel

santo lugar. El pueblo estaba estupefacto sin saber qué iba a

pasar. Llegada la tarde la avenida principal se pintó de negro,

y era un río de putas vestidas de duelo que traían a la

Targelia envuelta en sábanas para despedirla como ellas

acordaron hacerlo. Cuando llegaron al parque, frente a la

iglesia, se acercaron al filo del río y ahí la dejaron rodar. Las

aguas la fueron tapando hasta que desapareció y la corriente

se la llevó. El párroco miraba desde el campanario con el

corazón arrepentido, porque en silencio él también había

amado a la Targelia. Rosas blancas cayeron sobre el río y se

fueron yendo como barquitos empujados por el viento al caer

de esa tarde. Qué ahora sí, que por fin el diablo se había ido

del pueblo, decían todas las mujeres. Pero ya ve que no, esa

misma noche el farol se encendió de nuevo, y el cabaret

abrió sus puertas, la ramera mayor como le decía, la que fue

a hablar con el cura, abrió de nuevo las puertas, ella era hija

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de la Targelia y del cura como luego se supo. Ella se arregló

con las prendas de su madre y tomó las riendas del cabaret,

no dejó que se cerrara y siguió llamándose la Targelia. Y es

que yo creo que no hacían mal como dicen las mujeres

casadas, ellas dan un despejo a los hombres aburridos, son

una ventana por la que se escapan de la rutina, ellas alivian

el alma cansada y eso es más que hacer la caridad.

-¿Por qué les dicen rameras?

-Luego de tanto ataque y tanta cosa, para evitar más

problemas e insultos, empezaron a salir al pueblo los días de

mercado con un ramo de azucenas en la mano derecha, para

que los hombres supieran que ellas estaban en el cabaret.

Desde ahí las mujeres empezaron a decirles rameras, y

también azucenas, pero ellas no ponían problema por eso, al

final también eran flores. Bueno profesor llegamos a Rio

Blanco, lo espero por mi casa.

Y desperté con la cabeza arrimada en los barandales del

camión y con el cuello adolorido.

-Señor ya llegamos, bájese.

Me dijo el hombre que conducía el camión. Alrededor no

había nada, el vehículo estaba vacío, ni Pedro, ni los ataúdes,

ni la joven que se había subido en la última parada.

-¿Y Pedro dónde se bajó?

-¿Cuál Pedro?

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-Pedro Urdimal, el que venía conmigo.

-Ahhhhh… ¿También se le apareció a usted? No señor,

usted venía solo, nadie más viajó hoy hasta Río Blanco.

Sin decir nada, tomándome de su mano salté del camión,

recibí mi maleta y me quedé ahí parado, con el ruido

doloroso de la soledad, y supe entonces que estaba en medio

de la nada. Me quité el saco y quedé en camisa para dejar

respirar un poco el cuerpo. Alrededor de la plaza se veían

iluminadas por faroles de petróleo casas a las que en la

oscuridad de la noche sólo se les notaba la puerta y parte de

las tejas. Con la poca luz que quedaba pude ver el parque

empedrado, lleno de arena y ramas secas, al otro lado la

iglesia y tras su campanario la luna roja.

¿Dónde pasaría la noche? Necesitaba buscar un lugar

dónde vivir durante el tiempo que estuviera en Río Blanco.

Torpe de mí creer que podría volver a salir. Caminé por la

que creo era la avenida principal, la única que pude ver,

terminada la calle y bajando a mi derecha, dando de cara con

la luna encontré un lugar abierto, era una cantina.

Ese olor fuerte a tabaco en todo el ambiente nunca lo voy a

olvidar. Caminé sobre ese piso viejo de madera, y me senté

en la primera mesa que encontré. Debían de ser como las

ocho de la noche. Al fondo una señorita hacía sonar un

gramófono que llenaba la cantina con su canto tosco. Cuando

mis ojos se acostumbraron a la luz de las lámparas, miré lo

que oí al entrar entre tantos murmullos, estaba llena de gente

la cantina aquella y todos tomando, fumando, hablando.

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-¿Qué se le ofrece?

-¿Tiene cerveza?

-No, acá sólo hay aguardiente, pero ya se acabó. Queda

Arenalina.

-¿No tiene otra cosa?

-No, sólo éso.

-Pruebe la Arenalina, verá cómo le gusta. Me dijo el señor

que acababa de sentarse en mi mesa. Señorita, tráigale al

señor una botella, que yo la pago.

La mesera se perdió entre la oscuridad y yo me quedé con

aquel señor. Me hablaba y de su boca salía un tufo a tabaco y

licor barato.

-Mucho gusto Reinaldo Rosales para servirle, ¿y a qué se

debe su llegada?, hace mucho nadie venía por acá.

-Mucho gusto soy el nuevo profesor del pueblo.

-Jajajajajá. ¿Y a quién va a enseñarles? Acá no hay escuela,

ni niños. ¿Ve esos que corren allá afuera atrapando polillas?

Esos cuatro o cinco son los que hay, y no les gusta estudiar,

son como mulas, no les entra la razón.

-Algo se hará con ellos, entonces.

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-No, nada. Acá no interesa eso, ¿para qué?, s al final aquí

nacemos y aquí nos quedamos. Mejor dígame, ¿hace cuánto

que llegó al pueblo?, porque yo apenas lo miro.

-Acabo de llegar.

-Ahhhhh… con razón. ¿Y a dónde se va a quedar?

-No sé aún. Acabo de llegar, como le digo.

-Bueno, no se preocupe, si algo se queda en mi casa y

mañana veremos.

-Muchas gracias don Reinaldo.

-No hay de qué. Mire ya nos traen la Arenalina.

-Aquí tiene la botella don Reinaldo. Le dijo la mesera

poniendo una botella labrada, con un líquido amarillento y

cristalino, sobre la mesa.

-Anótela a mi cuenta, por favor.

-Como diga don Reinaldo. Y se perdió de nuevo en la

oscuridad.

-Tome profesor, bájese el primero.

-Yo no tomo don Rosales.

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-Déjese de pendejadas, si va a estar acá debe aprender a

tomar, es con lo único que acá puede pasar los días y

aguantar este calor. ¿No lo siente?

-Sí, está haciendo mucho calor.

-Ve, entonces afane, ese calor es las brazas del mismo

infierno que está usted sintiendo y se llama Río Blanco. Pegó

un puño sobre la mesa e hizo brincar la Arenalina de las

copas.

Probé ese primer sorbo y fue como meterme un carbón al

rojo vivo en la boca, luego me bajó hasta el estómago y me

recorrió por todo el cuerpo hasta salirme por los ojos, como

buscando una salida.

-Tranquilo profesor, la primera copa es así, luego ya se

acostumbra, no se asuste.

El traganiquel seguía sonando, lejano, lejano, lejano…

-¿Mira esos dos que están allá?

Le asentí con la cabeza, tratando de recuperarme.

-Ellos son Eudoro y Luis García, llegaron hace años acá en

el pueblo, tienen una tiendita donde viven y ahí arreglan

zapatos. Es que ésos sí que se gastan acá. En el pueblo dicen

que son hermanos, pero en el sentido de que duermen en la

misma cama, usted me entiende. Pero nadie les dice nada, ya

los conocemos, y además no le hacen daño a nadie. Yo

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pienso que si se quieren todo está bien. ¿Usted qué piensa

profesor?

La verdad no había prestado atención a lo que me había

dicho, la Arenalina la tenía encendida en el centro del pecho.

-Sí, pienso lo mismo. Le dije por no dejarlo con la palabra

en la boca.

-Ya ve, eso me gusta. ¡Tomémonos otra!

Trago tras trago fue bajando el lleno de la botella. Tin, tan,

tin, tan… sonaron las roncas campanas en la oscuridad de la

noche.

-Ya son las doce profesor, acá el tiempo a veces corre.

-Sí, eso me decía Pedro Urdimal.

-Ahhhhh… ¿se le apareció también?

-No se me apareció, viajó conmigo desde la capital. Traía

mercancía: ataúdes y cal.

-Ese Pedro si es un burlón, casi siempre les hace lo mismo

a los que vienen de nuevos por acá.

-¿Qué les hace?

-Pues que se les aparece y les cuenta un poco de cosas. ¿O

me dirá que no fue así?

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-Sí, me contó de todo, ¡pero no se me apareció, él viajó

conmigo!

-¿Usted lo miró cuando se bajó?

-No, yo me desperté y ya no estaba. Se bajó antes seguro.

-¿Vio? Lo que le digo. ¿Cómo cree usted que no es

aparición que se le presente alguien que lleva años de

muerto?

-Pero… También viajó con nosotros una muchacha que

venía a la casona de la Targelia, me dijo Pedro.

-Jajajajajá. Siempre es así, es como que se las arregla con

ella para que también se aparezca, esa muchacha que usted

dice es la Targelia. ¿Sabe qué?, mejor tómese otra copa.

De repente se armó una pelea en la calle, desde la mesa

podíamos ver a esos dos hombres cómo desenfundaban sus

machetes.

-¡Estos todas las noches pelean!

-¿Y por qué pelean?

-Ellos dos son hermanos, los… no sé ya ni me acuerdo

cómo se llaman, y pelean porque los dos se enamoraron de la

misma muchacha. Una noche alzados de copas, se agarraron

a machetazos. Ahí donde usted los ve, que el uno se quedaría

con la muchacha y el otro que no. mientas estaban en esas, la

niña de la que le hablo, se fue con un comisario que vino de

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paso, y esos dos sin saberlo terminaron matándose. Todas las

noches hacen lo mismo, repiten la escena. Son almas en

pena, están condenados por lo que hicieron a revivir ese

momento, es que esas cosas los de arriba no las perdonan.

Pero tomémonos otro trago.

-No muchas gracias, ya me siento mareado y prefiero irme

a buscar dónde pasar bien la noche.

-Ya le dije que en mi casa profesor.

-No se preocupe, no quiero incomodarlo.

-Como usted diga profesor, pero no se olvide de venir por

acá. Siempre es bueno contar con quien hablar, digo, así uno

no se siente tan solo.

-Seguro que sí don Reinaldo, por acá regresaré, y muchas

gracias.

Cuando quise despedirme dándole la mano, fue el aire

caliente de la noche lo que apreté. La cantina estaba vacía,

casi a oscuras, iluminada por la poca luz de la luna que

entraba por la puerta. En nuestra mesa las copas estaban

vacías, y la botella de Arenalina todavía por la mitad.

Con el calor cada vez más fuerte, me paré en la puerta y

miré de nuevo el parque y la iglesia. Debían de ser la una de

la madrugada y mi única preocupación era encontrar dónde

dormir.

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Cantaban a lo lejos las viejas cigarras.

Vi un grupo de mujeres que iban con ollas de barro hasta el

centro del parque, eran cinco, tapadas con trajes negros. Me

acerqué hasta donde estaban. Las oía murmurar mientras

sacaban agua de un pozo, todas me daban la espalda.

-Buenas noches.

-Buenas noches. Respondieron todas las a la vez.

-Señoras, ¿ustedes saben dónde puedo conseguir un lugar

para pasar la noche? Soy el nuevo profesor del pueblo.

-Tan bonito y tan jovencito, se parece a mi nieto.

-¿Será que don Eduardo tiene pieza para que lo reciba?

-Yo digo que donde la comadre.

-No, allá no, la comadre es buena gente y todo pero ya

saben primero toda la cantaleta que echa y con eso de que es

sonámbula no deja ni dormir, y el muchacho necesita

descansar.

-Tan bonito se parece a mi nieto.

-Ya lo dijiste, ayuda mejor a ver dónde lo podemos hacer

dormir.

-Lo dejaría dormir donde yo vivo, pero ese cascarrabias de

mi marido no lo dejaría pasar la noche.

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-Yo tampoco tengo espacio.

-Dinos hijo, ¿de dónde vienes?

-De la capital, soy el nuevo profesor como les digo.

-Tan bonito se parece a mi nieto.

-¿Y quién te trajo hasta acá?

-Me vine en un camión entrada la madrugada.

-¡Ay de nosotras llorar tanto esta misma pena!, en ese

camión hace mucho se mataron nuestros maridos cuando

iban a la capital por materiales para hacer la casa de esa

desgraciada de la Targelia.

-Sí, mi pobre marido iba manejando.

-¿No te encontraste con el Pedro, hijo?

-Sí con él vine.

-Ahhhhh… ese sigue siendo buena gente, por lo menos le

hace ameno el viaje a uno. Pobre, ¿hace cuánto fue que se

murió?

-Hace diez años ya.

-No, doce años exactos son.

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-Son quince años los que lleva de muerto. Yo lo sé porque

estuve ahí cuando murió, y yo ya llevaba tres años de

difunta.

-¿Hijo ya te tomaste algo?

-En esa cantina me tomé unas copas de Arenalina que me

dio don Reinaldo.

-¡Ese viejo no deja el vicio!

-Pero la Arenalina le ayuda a pasar este calor.

-Eso dices tú porque te tomaste tus copas con ese viejo

alcohólico, y hasta lo llegaste a querer.

-Yo nunca lo he querido.

-Desde tu tumba te sabemos oír por las noches que lo

llamas, cuando se te suelta la lengua.

-Ese Reinaldo se la pasa metido allá en la Atriz, esa cantina

de misiá Concha, que en paz descanse. Después de tanto

logró descansar por fin, y ya ni se la ve.

-Qué envidia me da de ella.

-Hagan silencio, parecen cotorras todas hablando, y el

muchacho aquí parado.

-Tan bonito es mi nieto.

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-No es tu nieto, a todos les dices lo mismo.

-Si es mi nieto. ¡Mijito soy tu abuela Clementina, yo te

cargué cuando naciste!

-¿Abuela? Y el corazón me dio un salto de emoción.

-¡Vaya hasta que uno le sale nieto!

-¡Abuela Clementina!

-Venga mijo le doy un abrazo.

Di la vuelta a las señoras buscando los brazos de mi abuela,

pero nada, todas eran un sólo bulto negro y sin rostro, sólo

contornos de oscuras sombras.

-¡Abuela Clementina! Gritaba en desespero.

Venga mijo le doy un abrazo. Se repetía en el aire mientras

las señoras de negro se escurrían, como sombras alargadas

por debajo de las puertas de las casas que estaban a rededor

de la plaza del pueblo.

Seguía haciendo calor, y un soplo de aire fresco pasó a

consolarme el corazón, y supe ahí mismo que era una caricia

que mi abuela había dejado escapar.

Venga mijo le doy un abrazo. Me repetía el corazón.

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El cielo estaba totalmente negro con la luna enorme ya

llegando a los cerros. En la punta del campanario había un

gato que maulló al pasar repentino de una estrella solitaria.

-¿Qué haces solo a esta hora en el parque hijo?

-Estoy buscando dónde dormir, señor párroco.

-Te mire hablando con las señoras. ¿Ellas no te ayudaron?

-No. Se escurrieron por debajo de las puertas.

-Sí, eso pasa cuando llega ese maldito.

-¿Cuál?

-¡Ese! Y apuntó al campanario.

-Pero es sólo un gato.

-No hijo, ese es el gato del diablo. El gato agachó la cabeza

mirando hacia abajo, y como una luz se escurrió por el filo

de la iglesia, pasó por la mitad de la plaza, subió los cerros y

se fundió con la luna.

-Pero no te asustes, mientras esté yo ese no va a poner un

pie acá. Manda a ese animal a ver si puede venir, pero acá no

tiene entrada.

-Una de esas señoras es mi abuela.

-¿Cuál?

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-Clementina.

-Ahhhhh… Doña Clementina, muy devota ella, no hay día

en que no vaya a misa, pobrecita cómo sufre, ojalá algún día

pueda descansar en paz del todo. Pero ven, te puedes quedar

esta noche en la sacristía, ya falta poco para que amanezca.

El padre iba adelante buscando entre un manojo de llaves.

Abrió la puerta de la iglesia y un viento sopló. Olía todo a

humedad, a viejo. A lado y lado del corredor de la iglesia

espermas de cebo alumbraban a santos y vírgenes sin cabeza.

-¿Por qué no tienen cabeza?

-Se destruyeron cuando hubo el terremoto, y desde ahí

quedaron así, como no hay cómo cambiarlos. Me dijo el

padre sin voltear a verme, caminando a delante.

-¿Y ese rumor?

-Son ellas que rezan, ¿no las ve?

En las bancas podridas de la iglesia, había mujeres vestidas

de negro rezando. Unas de rodillas y otras de pie, con sendos

rosarios, cada cual por su cuenta pedía lo suyo. Los rostros

no se los podía ver.

Llegamos al altar que tenía la fuente de un ángel con una

sola ala, en ella una señora buscaba sedienta el agua que no

había.

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-Ya te dije que no hagas eso, además agua no hay, hija.

-Padre, muero de sed, quiero agua.

-Hija ya estás muerta y agua no hay, ve y paga tu condena,

reza en silencio.

La señora se alejó entre sollozos y se perdió en la oscuridad

de la iglesia.

-Ella murió ahogada cuando se cayó, pasada de tragos,

luego de salir de la Atriz.

Las señoras rezaban y las velas titilaban.

-¿Hijo tú crees en Dios?

-Sí señor, si creo.

-¿Y ya comulgaste? Es bueno para que pases un buen

tiempo acá.

-No señor no he comulgado.

-Entonces hazlo. Sacó de una copa oxidada de bronce una

hostia.

-En el nombre mío, que por siempre será el único. Y al

tocar la hostia la punta de mi lengua se deshizo en una harina

carbonizada que cayó al piso.

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-¡Jajajajajá!... Se rió el padre. A su lado apareció el gato y

empezó a maullar. Un viento fuerte apagó las velas y todos

como sombras se escurrieron bajo el portón de la iglesia.

-¡Jajajajajá!... Seguía riéndose en el eco de la capilla el

demonio.

Desperté en un cuarto vacío, por el techo de cañas tejidas

se colaba un rayo de luna roja, oscuridad todo lo demás.

Olores a jazmines hacían ruido en el silencio que todo lo

invadía. Sólo él supo de mi temor, testigo mudo de lo que ni

con palabras puedo contar.

-Hágase más allá, me voy a caer de esta cama, a demás de

que es pequeña y usted se la ha pasado dando vueltas sin

dejarme dormir ni un rato.

-¿Quién es usted?

-La Noche me llaman.

-¿La Noche?

-Sí, la de siempre, la que siempre llega y que ahora no se

piensa ir, la que ya no quiere amanecer.

-¿Cómo llegué aquí?, ¿dónde estoy?

-Lo encontraron metido en la iglesia, desmayado en el altar,

no sé qué fue a buscar si allá no hay nada. Aunque si lo ve si

hay algo.

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-¿Qué?

-La Nada pues, si hay nada ya hay algo, la nada que es

todo, yo también soy la Nada.

-Pero dígame por favor, ¿dónde estoy?, ¿quién me trajo?

-Lo trajo mi hija, a rastras lo sacó de allá. Aunque yo le he

dicho que no esté trayendo a gente que no conoce. Ella aún

tiene corazón y quien tenga uno, así sea un pedazo, no puede

dejar de oírlo, y le late y ya ve. Por eso está acá, ella lo trajo

a su casa, nuestra casa.

-¿Quién es su hija?

-Pues mi única hija, vivimos solas acá, ella me cuida desde

siempre, desde que no me pude volver a levanta más, ¿pero

sabe?, yo de este cuerpo no necesito, soy libre de alma y me

vuelo entre las notas del piano que sabe sonar desde el

campanario. Siempre espero a que suene. A veces pasan

años sin sonar. A veces suena a diario, la última vez fueron

cincuenta y tres días a son de piano. Hace mucho no ha

sonado. ¡Ahhhhh pero cuando suena!, es una embriaguez a

punta de cócteles de libertad.

-¡Ah sí el disco que pone a sonar Pedro desde el

campanario!

-¿También lo conoció?

-Sí con él vine hasta el pueblo.

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-Sí, siempre acompaña a los nuevos que se atreven a venir.

¿Sabe?, no sé a qué vienen, si a morirse, a ver nada, o a qué.

-Yo soy el nuevo profesor, a eso me enviaron a Río Blanco.

-Es que usted es muy joven, apenas lo trajeron le olí el

alma y supe que era muy joven. Yo le dije a mi hija que

usted tenía el alma crecida, cuando dormía se le salía por

ratos. Y eso mismo hace que piense que todo lo puede. Pero

no, acá nada de eso vale.

Hágase más allá que me va a botar de la cama otra vez. O

mejor si no es mucho pedirle, abráseme y así me regala un

poco de su calor, hace mucho no lo siento, ya ni recuerdo

cómo es.

La puerta se abrió de un sólo golpe y una silueta se pintó en

el umbral.

-Veo que ya despertó, ¿cómo se siente?

-Mejor, gracias. ¿Quién es usted?

-Soy la dueña de la pieza.

-Muchas gracias por haberme sacado de la iglesia.

-¿Cómo sabe?, ¿lo recuerda? Usted estaba inconsciente.

-Me lo acaba de contar su mamá.

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-Le pido disculpas, ¿también se le vino a recostar? Ya le he

dicho que no haga eso.

-Sí, aquí a mi lado está.

Y mi mano tocó el vacío, cuando tanteé la cama para tocar

su cuerpo esquelético y amontonado.

-No se preocupe, ella es así, le da por aparecerse. No sé

cuándo ya descansará en paz.

-Me dijo que se llamaba la noche.

-Sí, y yo soy la soledad.

Su silueta negra se escurrió y se perdió con la oscuridad del

cielo. Los ojos enormes y el cantar a la luna de un búho que

me miraba desde un árbol seco, me volvieron a la realidad.

Estaba tirado en un potrero a la intemperie, bajo la noche y

la soledad.

Caminé por medio del potrero, hasta lejos, donde una

lucecita que venía de una ventana. Al llegar golpeé tres

veces y un anciano salió a recibirme.

-Buenas noches, ¿puedo ayudarle?

-Buenas noches señor, soy el nuevo maestro de Río Blanco,

acabo de llegar y aún no sé dónde puedo pasar la noche.

-Siga usted profesor, se toma algo.

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-Gracias.

Pasé a su cuarto oscuro. El fuego de la hornilla iluminaba

débilmente la silueta de su cama y una mesa. Todo olía a

humo de leña seca. El anciano que iba delante de mí se giró

y me dio la mano.

-Soy Antonio para servirle profesor.

Supe que era invidente cuando vi su rostro sin ojos, sólo la

cuenca vacía, como si le hubieran arrancando hasta los

párpados.

-¿Se toma un caldo?

-Se lo agradezco.

Caminó hasta la olla que colgaba de una cadena en la

hornilla, que avivaba con soplos para no dejarla apagar.

Sirvió en una sopera metálica, desportillada a los filos. La

trajo y me la ofreció. Era sólo agua caliente. Sin decirle nada

me la tomé, a demás a esas alturas qué podría encontrar allá,

y el hambre que llevaba no esperaba sino algo que la

amortiguara.

-En un momento debo ir hasta la casa de misiá Raquel,

¿usted gusta quedarse descansando o acompañarme?

-Yo voy con usted señor Antonio.

-Entonces vamos, que se me hace tarde.

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Salió y yo tras de él. Caminaba ayudado de un palo,

tanteando el suelo, en la oscuridad de esa noche.

-No se preocupe, no me tome del brazo, yo conozco estos

caminos como si fuera mi vida, los he recorrido miles de

veces. No se preocupe profesor que no me voy a caer.

Caminamos un largo trecho, yo siguiendo sus pasos.

-Ya llegamos. Entremos.

Antes de pasar, escuché el murmullo de varias voces. Una

llevaba el rezo y las demás respondían.

-Señor recíbelo en tu santo cielo.

-Amén. Decían todas.

Me senté junto a Antonio en una de las esquinas de ese

cuarto, en una banca larga de madera. En la mitad estaba un

cuerpo en medio de velas encendidas. De las demás personas

sólo se veía su silueta negra, tapadas con mantos negros

desde la cabeza, agachadas, sólo rezaban. Cuando me senté,

todas callaron y un cuchicheo se escuchó.

-¿Qué pasa?

-Tranquilo profesor, es que mire a la pared, a usted sí se le

ve la sombra.

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Y sí, al movimiento inquieto de las flamas de las velas, mi

sombra alargada se movía, pero a los demás, nada les

proyectaba sombra.

-Son envidiosas, porque no tienen sombra, y es que usted

no sabe cómo es no tenerla, y la falta que a uno le hace. Es

que la sombra es la alama que se refleja. Pero ellas no

entienden profesor, si por ellas se roban la suya. Pero

tranquilo nada le pasará, nadie podrá sacársela porque es un

alma joven la suya, mire de alargada que se ve su sombra,

que hermosa. Ellas no entienden que las sombras no tienen

sombra.

-Pero usted tampoco tiene sombra, Antonio.

-Hace mucho la perdí, profesor. El día en que perdí los

ojos, estaba batiendo la palangana de panela para servirla en

los moldes, cando caí de cara en esa melaza hirviendo. Ahí

perdí los ojos y por ahí se me fue el alma, y un hombre sin

alma no tiene sombra qué reflejar. Entre más grande el alma,

más oscura es la sombra. Verá usted cómo es con los

enamorados, cuando se toman de la mano, míreles la sombra,

si es alargada y bien negra es que están para ser una sóla

sombra. Hay otros que andan juntos y la proyectan débil, y

esos no van a ser. También cuando los viejos se van a morir,

se les va aclarando la sombra, y es que el alma también se

cansa, y entonces la sombra ya no se da.

-Casi no llegas y ya casi es hora.

-Tranquila misiá Raquel, que estamos a punto.

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-Bueno, ¿estás listo?

-Sí, listo.

Las sombras empezaron a rezar más fuerte y seguido.

-Profesor cómo siento no haberlo atendido más tiempo,

pero ya me debo ir a descansar.

-¿A dónde?

-A la eternidad. Cuídese mucho por favor, y cuide su

sombra.

Cruzó su mano con la mía y se escurrió cual sombra por

debajo de la puerta. Sopló un viento, se apagaron las velas.

Salí corriendo a la puerta y miré el valle a lo lejos. Di media

vuelta para entrar y al pasar por el marco de la puerta de

nuevo estaba afuera. Cruzó el búho rasgando el cielo con sus

alas, y en sus ojos se reflejó la luna.

Era el viento de la noche que viví quien me acariciaba. En

solitario emprendí mi caminar hasta un lago lejano que se

formaba del agua estancada del Río Blanco. El cielo estaba

cansado de estrellas. Tome un puñado de escarcha y tírelo

sobre un telón negro, así mismo estaba para que se haga una

idea. La luna enorme bañaba de blanco los potreros, no era

difícil caminar, casi todo estaba en silencio, a lo lejos coros

de ranas y sapos cantaban pidiendo agua. El viento sacudía

los jazmines. De un momento a otro unas gotas de lluvia

empezaron a caer, miré hacia el cielo y salpicaron mi rostro,

supe entonces que alguien al final de cuentas desde lejos

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escuchaba lo que se pedía con fe. Quise preguntarle por qué

estaba ahí, qué lugar era ese, si podría volver a regresar a

donde estuve antes de conocer ese pueblo, si era sólo un

sueño, una gran pesadilla, si podría despertar… Agaché mi

cabeza mi empecé a llorar. Llorar de rabia, desespero,

miedo, incertidumbre, espanto, soledad. Porque a pesar de

conocer a tantos, nadie se quedaba conmigo. Las lágrimas se

confundieron con las gotas de lluvia, y de nuevo un olor a

pequeños jazmines se regó por el aire para volverme a

consolar.

-No tome de esa agua.

-No aguanto la sed.

-Esa agua hace muchísimo que no se mueve de ahí.

-Tengo demasiada sed.

De entre los matorrales salió una anciana, de cabellos

blancos, cubierta con harapos, encorvada y de paso lento.

-¿Quién es usted? Le pregunté mientras la veía acercarse en

el reflejo del agua, donde tremolaba la luna.

-Soy la Eternidad.

-¿La Eternidad?

-Sí, la que no termina, la que siempre está, la que no fue ni

será, la que no empieza ni termina.

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-¿Y qué hace aquí?

-Yo he estado en este lugar desde antes que se llame Río

Blanco. ¿Tienes miedo?

-Sí, mucho.

-Se lo veo en los ojos. Yo también lo tuve cuando me

dijeron que venga. Nunca supe que sería la primera, que esto

era baldío, ni la soledad había llegado.

-¿Quiénes?

-Ellos. Me dijo mirando al cielo estrellado.

-¿Cuáles?

-Los que hicieron todo, los que nos salvan o nos condenan.

En este pueblo sabíamos de dónde veníamos, quiénes

éramos, y todo era una sóla felicidad. Pasaban los días y nos

envejecíamos, moríamos, pero nada era tristeza, sabíamos

que volveríamos, que seríamos montaña, golondrina o agua

de río. Pero todo se fue cuando se sembró la envidia y llegó

lo peor…

-¿Qué?

-El amor.

-¿El amor?

-Sí, el amor. Pero usted no sabe nada de esto…

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-¿Por qué lo dice?

-Porque usted está vivo, porque su corazón aún late, espere

a que lo tome el amor y verá lo que se vuelve. Un manojo de

tendones que se mueven de a poco para llevarlo por ahí a

cualquier lado. Se le van a cegar los ojos, y aunque crea y

sienta que su corazón vive, eso no es así, ya no late, todo es

fantasía, como si una víbora lo hubiera mordido, se le va a ir

regando por el alma. El amor cierra los oídos, escuchamos

sólo lo que nos decimos por dentro, las mentiras que nos

susurraron, y así no la pasamos. Y eso fue, todos contagiados

de amor nos hundimos sin esperar nada, creyéndonos únicos

y cada cual por su lado, ¿y sabe?, eso cuesta, y mírenos

ahora…

-¿Qué?

-Pues lo que somos, lo que nos volvieron.

-¿Lo que los volvieron?

-Sí, un montón de desgraciados, condenados a vivir lo que

el amor nos dejó, lo poco que dejó de lo tanto que nos quitó.

-¿Qué le quitó a usted?

-El amor. El amor me quitó el amor. ¡Pero levántese de ahí!

¿No huele que esa agua está podrida? Venga para acá, aquí

en este árbol seco se puede sentar.

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Me incorporé y caminé hasta su lado, un soplo fino salía

del cuerpo de esa anciana.

-¿Cómo el amor, le quitó el amor?

-Lo conocí de niña cuando venía a pasar fiestas a Río

Blanco desde San Antonio. Poco a poco nos fuimos uniendo,

y aunque yo no quería, cuando me di cuenta el amor ya nos

tenía. Jugaba con los dos como gato con ratón en las patas, y

al final nos dio el zarpazo. Nos hizo vivir un romance lindo,

envidiado, y todo fue una sóla burla. Y es que no crea que se

enamore el amor, ese infame no sabe latir. ¿Usted ya se

enamoró?

-No, aún no.

-Eso es una bendición, y aproveche lo que le quede de

tiempo, que como sea le llega. El amor es hermano de la

muerte, y como ella a veces demora pero de que llega, llega.

Ya se dará cuenta cuando se enamore, y ahí se la pasará

viviendo lo que le tocó una y otra vez, y eso duele. El amor

es una enfermedad silenciosa, cuando aparece el síntoma es

porque ya lo tiene atrapado. Y yo sí que lo amé.

-¿Y dónde está?

-Me dijo que lo espere y eso hago. Desde siempre aquí

como me ve lo espero. Ya vuelvo por vos y nos vamos lejos,

me dijo y mire aquí estoy como tonta esperándolo.

-¿Y por qué no se va?

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-Por eso, porque lo espero. Aunque sé que no volverá, aquí

me quedo. Es que el amor no se me ha ido, cuando eso pase

podré irme. Mire para que vea de lo que le digo.

Se agachó y de entre las piedras sacó algo.

-¿Qué es?

-Mire, tóquelo.

-Es un caparazón de escarabajo.

-¿Y ve lo que hay en él?

-Letras…

-No letras. ¡Un poema! Cuando estaba con él los agarraba y

con pluma les escribía versitos y los dejaba ir. Que nacían de

mí decía, me mentía y aunque yo sabía que eran palabrerías

de poeta me gustaba jugar a creerle. Que él sólo escribía lo

que le dictaba el corazón después de escuchar los susurros

del mío. Pedía silencio, decía que mi corazón hablaba bajito,

y ahí me tenía horas en silencio oyendo su pluma delirar, y el

rasposo paso lento de los escarabajos cuando los dejaba en

libertad.

-¿Por qué los dejaba ir?

-Decía que los poemas no eran ni de quien los inspiraba,

que eran libertad. Que si los dejaba ir en cualquier momento

los encontraría y ahí, en ese instante estaría él para mí. Por

eso mire, preciso me encontré este, tengo muchos, cuando

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mueren quedan por ahí atrapados en cualquier hueco, sólo

coraza, muertos, pero en sus alas con la poesía aún viva.

-¿Qué dice ese?

Alzó el escarabajo a lo alto para que la luz de la luna cayera

sobre su coraza tornasol, y haciendo esfuerzo leyó:

-¿Dónde está la luna?

Pregunta el sol cada amanecer.

Lo mismo dice la luna,

Cada noche buscándolo a él.

En ese momento se tapó la desnuda luna, con grises

sábanas de nubes.

-¿Mira? Así somos los dos, nos buscamos sin encontrarnos,

cuando llego no está, cuando viene yo me he ido, y como la

luna y el sol, sabemos del otro, por eso como tercos

enamorados vivimos para buscarnos. Mejor dígame, ¿dónde

se está quedando usted?

-En ningún lado. Voy a buscar dónde apenas amanezca.

-No le va a amanecer. Dijo mientras buscaba más

escarabajos, arrodillada entre las piedras.

-¿Cómo?

-Que no le va a amanecer más, que esta noche es eterna.

-¿Señora?, ¿dónde está?

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Volteé para encontrarla con la mirada y ya no estaba. A la

vera del río dos escarabajos de alas poemadas alzaban el

vuelo juntos, bajo la luz de la luna. Ojalá haya sido ella y su

amado, para que por fin puedan descansar de tanto buscarse.

-Tunnnnn…

-¿Señor?

-Tunnnnn…

-Disculpe señor.

-Sí, lo siento, estaba afinando esta guitarra.

-¿Cuál?

-Esta, mírela. Yo mismo la hice.

-Pero no tiene cuerdas, cómo va a sonar.

-Se nota que usted está vivo y aún escucha con los oídos.

Cuando uno ya está en la eternidad aprende a oír con el

alma.

-¿Señor, qué se hizo la señora que estaba aquí?

-Se fue a buscar más escarabajos. Como usted se quedó

dormido. Cuando pasé me dijo que le cuidara el sueño, y

pues aproveche para afinar mi guitarra.

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-Gracias a usted señor.

-¿Quiere oír alguna melodía? Pida no más.

-Sí señor, la que usted guste. Le dije. Se levantó de donde

estaba y me posó las manos en los oídos.

-Cierre los ojos y escuche.

En un momento, un arpegio de cuerdas sonaron en

armonía. Era una música extraña que nunca antes había oído,

venida desde lejos, como si todas las estrellas sonaran juntas.

-¿De dónde sonó todo eso?

-Cuando uno lleva toda la eternidad tocando la guitarra, sus

notas, su voz, se quedan pegadas en las manos, ya se hace

como un algo de uno mismo.

-Señor…

-Me llamo Rafael, para servirle. Me dijo mientras sacudía

el sombrero.

-Señor Rafael, ¿cómo hago para ir a la capital?, ¿dónde

puedo tomar el camión para regresar?

-Apenas amanezca.

-Me iré entonces temprano a la plaza a esperar a que

amanezca, así me regreso temprano.

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-No, no le va a amanecer.

-¿Cómo?

-Aquí no le va a amanecer.

-¿Cómo?

-Aquí no le va a amanecer. Aquí todos esperamos eso y ya

ve nos quedamos en la eternidad. Todo esto que usted ve es

una sóla noche.

-Señor necesito irme. Le dije con la voz angustiada. Por

dios ayúdeme.

-¿Quiere que le diga algo?

-Dígame.

-Dios no existe.

-¿Qué?

-Pues que dios no existe. Se lo digo yo que llevo tanto

buscándolo. Aquí todo es una pesadilla. Haga de cuenta una

de esas que lo despiertan a la madrugada y sudando. Uno no

se acuerda bien del sueño, pero siente el temor aún. Bueno,

pues a ese temor es al que le llaman dios. Yo lo llamo

silencio. El silencio es temor. Mejor acostúmbrese, que uno

aquí se queda.

-Pero quiero irme señor.

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-¿Para qué vino?, ¿no le dijeron que era esto?

-Vine porque soy el nuevo profesor de Río Blanco.

-¿Quién pudo hacerle tanto daño? Mejor lo hubieran

mandado al infierno.

-Señor yo debo regresar.

-Tunnnnn…

-¿Señor?

-Tunnnnn… Y se fue con el instrumento en la mano, con su

pasito lento, afinando la guitarra.

El lago que estaba ante mí, poco a poco se iba secando,

hasta quedar en hueco seco con una roca en medio. En la

oscuridad rondaban los escarabajos con su agudo aleteo.

Olió de nuevo a jazmines y a lo lejos se oía el tunnnnn de la

guitarra que se iba quedando apagando en el silencio.

Allá a lo lejos, a unos palmos de donde estaba, había un

árbol grande de ramas secas. Pensé en descansar arrimado en

su tronco. Aún guardaba la esperanza de que llegara a

amanecer.

¿Qué pasaba?, ¿qué ocurría?, ¿por qué yo estaba ahí?, ¿por

qué a mí?, ¿quiénes eran todos?, ¿qué era todo eso?, ¿dónde

estaba? Miles de preguntas y ni una sóla respuesta. Mi único

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deseo era salir de ahí, volver a mi casa, entenderlo todo,

saber quién soy, por qué hoy, por qué a mí.

Una bandada de aves pasó entre lo oscuro del cielo, con

ruidos de aleteos, revueltos con el cantar que salía de sus

picos. ¡Cómo estaba la noche! Ya hubiera querido yo que

usted la hubiera visto para no tener que contárselo. Pero ya

ve, este milagro con alas al que llamamos palabra, me deja

decirle que había un frío sereno, lento, así como susurros.

Una luna enorme, allá perezosa tras de las montañas,

bostezando mientras alguna estrella afanada pasaba en busca

de cualquier pareja enamorada. La hierba se sacudía

blanquecida de luna, quedando reseca bajo mis pies y

volviendo su cara al cielo cuando ya había yo pasado. El

camino era empedrado pero tranquilo, por primera vez sentía

paz en Río Blanco. Y ahí solitario en la cima de la montaña

estaba el árbol. Las aves llegaban ahí. Miré al cielo y el

infinito del mundo me preguntó ‘¿por qué?’ ¡Silencio de

nuevo! Crua, crua, crua… cantó un cuervo mientras me veía

de lado con su ojo infinito también universo.

-Listo ustedes ya.

Escuché que una voz dijo apagando el silencio. Cantaron

las aves y se lanzaron a volar.

-Entrada la madrugada les toca cantar. Volvió a decir esa

voz ronca y lenta. Un montón de alondras volaron a las

estrellas.

-Es muy tarde ya. ¿Qué hace por aquí?

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-Estoy perdido.

-¡Hable despacio! No quiero que aún despierten.

-¿Quiénes?

-¡Ellos! Y alzó su mirada al árbol que estaba frondoso de

pájaros.

-¿Son suyos?

-No. Yo les enseño a cantar. Mire estos son gorriones.

Estos canarios. Estas alondras. Y esas pequeñitas negras de

pecho blanco, bueno las que más quiero, son golondrinas.

-¿Usted les enseña a cantar?

-Sí. Soy el viento y les enseño a cantar. Deme un momento

me faltan algunas para que estén listas en la nueva alba.

Se agachó y tomó barro de un charco, en sus manos lo

amasó, lo apretó fuerte, sopló sobre él, y como si magia

hubiera sido, una golondrina salió volando y se posó en mi

hombro.

-No se asuste. Mire voy a enseñarle a cantar.

Se paró frente a mí, y con la mirada fija en la pequeña

golondrina empezó a silbar. Era un silbido lindo, un trino

angelical. Al momento el ave sacudió sus alas y también

empezó a trinar.

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-¡No, así no! Mira, así, más lento mi amor. Tru, tru,

tru…Silbaba el señor y la golondrina repetía.

-Listo, aprendiste a cantar. Delicadamente la tomó entre sus

manos y la puso en el árbol en medio de cientas de ellas.

-¿Miró? Así cantan todas las aves en el mundo. Así

aprenden a cantar. Entrado amanecer repiten todo lo que les

enseñé. ¡Ah me falta algo!, dijo. Tomó de nuevo a la

golondrina, cortó del suelo una flor y la puso sobre su pecho.

-¡Eso es! Ahora ya tiene corazón. Vivirá hasta que la flor se

marchite, y de ahí volverá a ser tierra con la misma que haré

más de ellas… es un trabajo de nunca acabar.

-¿Dónde se va a quedar?

-Voy a esperar a que amanezca…

-No le va a amanecer aquí nunca.

-¿Cómo?

-Debo irme, al otro lado ya va a salir el sol.

Abrió su negro gabán y se voló como el viento mismo que

era. Tras de él una caravana de golondrinas volaron con su

trino perdiéndose en el oscuro de ese cielo. Entendí que así

es el amanecer, necesitado de aves que con su canto le digan

por dónde debe pasar.

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Y de nuevo estaba solo en esa pesadilla llamada Río

Blanco. ¿Por qué no hice caso cuando Pedro me dijo que no

viniera, que me regresara? ¡Qué afán el mío, que necedad de

hacer siempre lo contrario a lo que me dicen! ¿Cuándo

empezaría a amanecer?

A unos cuantos árboles de donde estaba, vi una luz que

venía de la montaña. Yo quería encontrar un lugar para

dormir, y que al despertar ya fuera un nuevo día para

poderme ir.

-Pic, pic, pic. Sonaba desde el socavón donde salía la luz.

-Disculpe, ¿puedo?

-Siga, siga. ¿Ya miró cuantos tengo? ¡Son míos!

-¿Qué?

-Estos. Y acercándose con un candelabro a paso lento pude

ver sus manos cargadas de rubíes. Rojos como ningunos, de

todos los tamaños, vanidosos de belleza y cargados de flama

de luz.

-¿Son suyos?

-Sí, estos, todos. Todos los que hay son míos.

-¿Para qué los quiere?

-Para dárselos a ella.

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-¿A quién?

-¡A ella! Salió a la entrada de la cueva y me mostro la

enorme luna.

-¿A la luna?

-Sí, para ella, mi Selene. Voy a tener tantos que va a querer

bajar para llevarlos y yo me iré con ella.

-¿Ella va a bajar? Le dije llevándole la idea, en medio de su

locura de amor.

-Sí, por mí, por el que fui y seré.

-¿Cómo así?

-Mire, llevar una eternidad buscando rubíes, en solitario,

con el sólo sonido de la pica destrozando la roca, da tiempo

para pensar. Y pude saber que uno no siempre es el mismo,

de hecho nunca lo es. Todo es un eterno fue. Todo lo que ve

es pasado. Usted ya no es el mismo, ya es pasado esperando

lo que será. El presente no existe, es nada, en menos que un

pestañear, cuando lo mira detenidamente, se da cuenta qua

ya no es, que ya fue. Es que el pasado devora, espera con

ansia al futuro, para atraparlo y volverlo como él. Todo el

tiempo fuimos, no somos, y a eso le llaman vivir, al volverse

un pasado que a cada rato evocamos para tener el impulso de

seguir. Uno se recrea, nunca es el mismo que fue, ni las

palabras que se dicen se mantienen, en algo cambian, a veces

son sinceras, otras desganadas, quejumbrosas, así digan lo

mismo, lo mismo ya no es. Mírese usted, ya no es el que

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entró hace un momento, ahora es otro sentado oyendo lo que

le digo, y ese ya no es, acaba de pestañear, dejó de ser el que

era antes de hacerlo y ahora es otro, es uno nuevo diferente

al que fue. Y así es la vida, cambiar a cada rato creyéndonos

uno mismo. Pero no, somos miles tratando de ser uno, y a

veces todos quieren el mismo momento, el instante exacto

que lo quiere uno, lo quieren otros, pero no se puede,

primero uno, después el resto, y así no la pasamos,

cambiando de uno a otro, sin ser, sólo habiendo sido,

esperando ser. Y a eso, es a lo que le llamamos vivir.

Venga, mire esto.

-¿A dónde vamos?

-A la salida de la cueva. Venga mire.

El cielo seguía insoportable de estrellas. El hombre

suspiraba mientras miraba a lo lejos a su amada.

-Como le decía, nada de esto es real, nada es de ahora,

estamos viendo un pasado que se empeña en mantenerse. La

luz de mi Selena no es la misma, temo hasta que ella ya no

esté ahí donde la veo.

Desgarrada y afanada en flecos de escarcha, pasó una

estrella danzarina.

-¿Miró esa estrella que acaba de pasar?

-Sí.

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-Qué irónica la vida y que ilógicos los enamorados. Le

piden deseos al pasado, esperando algo que tal vez vendrá.

Sólo bajo las drogas del amor ocurre eso, pedirle a lo que ya

no es lo que se quiere que sea.

Bien a lo lejos, bañadas por luz de luna, se veían aún volar

las golondrinas.

-Espéreme un momento, voy a sacar los rubíes para

mostrárselos desde acá.

La luna fue cayendo entre la cuna que le hacían las

montañas.

-¡Ya viene! ¡Por fin está donde puedo alcanzarla!

Sin decir más se fue corriendo con su puño de piedras, por

el sendero estrecho que entre los árboles llevaba hasta el

claro de luna. Cuando estuvo frente a su amada Selene, entre

el rojo de los rubíes, lo vi llorar de amor. Le hablaba en

silencio, en el idioma de la luna, y al presentirla fría y

solitaria tomó su fardel e intentó arroparla. Tan enorme

estaba la luna llena, que sólo alcanzó a cubrirle la mitad.

Desde ese momento siempre la vi en cuarto menguante.

Sólo me quedaba sonreír por lo que pasaba, a pesar de todo

en esa pesadilla que vivía, había magia.

-Siempre ha sido así, toda la eternidad repitiendo lo mismo.

Desde que estábamos sacando rubíes y miró la luna llena, se

volvió un lunático, es decir un enamorado empedernido de

ella, y por culpa de la luna todos quedamos aquí.

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-¿Quién habla?

-Nosotros. Dijeron unas voces desde dentro de la cueva.

Entre a ver quiénes eran, y sólo las tinieblas reinaban.

-Por estar viendo a la luna se olvidó de poner los

barandales para apoyar la cueva, y esa noche fatal todo se

vino abajo, se derrumbó la mina y aquí quedamos.

En medio de un montón de piedra picada, junto a palas y

ropa vieja unas cabezas de cuerpos enterrados me hablaban,

sólo los ojos les brillaban en la oscuridad.

-No se preocupe, ya lo volverá a ver. Es su condena por lo

que hizo, por lo que nos hizo. Debe ayudar a la luna a

menguar.

-Yo creo que lo oscuro de la luna, es luto de pena por

nosotros. Dijo otra de las cabezas.

-Señor que pueda descansar. Hablaron al unísono.

-Gracias, les dije. Cerrando los ojos se enterraron en el

socavón.

Nuevamente todo al silencio, el viento rondaba por ahí.

Desesperado sin saber qué hacer, me senté en una roca a las

afueras de la mina, todo el pueblo seguía a lo lejos y mi

corazón con ganas de volver.

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-De nuevo nos volvemos a encontrar. Dijo a mis espaldas

un susurro que ya conocía.

Volteé lentamente y era la Soledad.

-¡Necesito que me ayude a salir de aquí! Le supliqué

alterado, casi gritando, de rodillas ante ella, y me respondió

el silencio, alcé la mirada para buscarla y ya no estaba.

Compungido en medio de todo lo que me pasaba recordé

que Pedro me había dicho que vivía junto a la iglesia. Así

que sin pensarlo me fui a buscarlo. Pasé por el parque y

nuevamente estaban las sombras buscando agua. El gato en

el campanario. La cantina abierta. Dejé la plaza y llegué a la

iglesia, a lado izquierdo había un árbol y al otro unas rejas.

Esa era la casa de Pedro, ojalá estuviera y pudiera ayudarme.

Me acerqué a la reja de metal pesado y oxidado y sólo

miraba la oscuridad.

-¡Pedro! ¿Pedro? Empecé a llamarlo.

De repente apareció en el camino.

-¡Profesor! ¿Cómo le va?

-Pedro necesito que me ayude a salir de aquí, esto es peor

que una pesadilla.

-Yo le dije que esto era el infierno, y no le mentía.

-¿Pedro, por qué esto?

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-Río Blanco es una perdición, profesor.

-Necesito irme, necesito que amanezca para volver.

-Profesor, de acá no volverá a salir.

-¡Cómo! Pedro yo no quiero estar más aquí.

-Siga mejor, pase y tómese algo.

-¡Pero esto es un cementerio!

-Sí señor, y aquí es donde vivo, yo soy el sepulturero del

pueblo.

Un frío penetrante me despertó, al pie del árbol junto al

lago que estaba seco. Una lágrima salió de mi desespero y en

ella la luna menguante se reflejó.

Seguía todo de noche, como si el tiempo en ese lugar no se

moviera, o jugara conmigo. Estaba en ese enredo del destino,

sin saber por dónde salir.

Con paso lento, vi atravesar por la plaza a un anciano. Iba

con su sombrero y su gabán negro, y bajo su brazo izquierdo

varios libros.

Me incorporé como pude, y corrí a su lado.

-Señor, ¿puede ayudarme?

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-¿Qué te pasa? Me dijo sin voltear a verme, arreglando con

su mano los libros.

-Necesito volver, necesito salir de aquí.

-Ya te han de haber dicho que no se puede. Todos nos

hemos quedado aquí, condenados a ser esto, un solo sueño.

-Pero necesito volver. Necesito contarles a los otros lo que

es esto, que no vengan, que se regresen. Yo soy el nuevo

profesor de Río Blanco.

-¿Nuevo profesor? ¡Mire que maravilla! Pero no importa,

no podrá salir.

-¡Por favor ayúdeme!

-¡Envíe una carta!

-¿Pero cómo?

-Yo le colaboro, venga conmigo. Y me pasó unos cuantos

libros para ayudárselos a llevar.

Al momento llegamos a su casa, buscó en su gabán un

manojo de llaves y abrió la pesada puerta de madera.

Sonaron las bisagras rompiendo el silencio. Puso los libros

en una mesa, me recibió los que traía y prendió una lámpara.

Bajo su luz tenue pude ver los cientos de libros y hojas que

habían regados por todo el lugar.

-¿Usted vive aquí?

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-Sí, esta es mi casa, yo soy el escriba de Río Blanco.

-Señor, ayúdeme por favor, necesito enviar aunque sea una

carta.

-Mire profesor, la verdad es que yo debo terminar de hacer

una que me han pedido hace algún tiempo, si gusta esperar a

que la termine, yo le puedo ayudar.

-Sí claro que sí.

-Siéntese en cualquier lado, yo voy a alistar la tinta y el

papel, a ver si tengo alguna pluma nueva para hacer la carta.

Buscaba entre sus cosas. En una mesa vi los libros que

empastaba, con cuero de animales los forraba y los cocía con

hilos que él mismo armaba. Se sentó al pie de la lámpara,

sacó unas gafas que estaban rotas y empezó a escribir.

Río Blanco era todo silencio, tanto que si ponía atención

podía oír a lo lejos las golondrinas cantar todavía, y hasta el

sonido afanado de alguna estrella fugaz. Esa noche con

sordina sólo se interrumpía por el suave y elegante pasar de

la pluma sobre el papel.

-¿Cómo seguía?

-¿Me dice?

-No, no, profesor disculpe, sino que no recuerdo cómo

debía terminar la carta. Este hombre que me la pidió no me

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dijo cómo debía terminar. Ya ve, salió a comprar cigarros y

me dijo que volvía mientras la terminaba, pero no me dijo

que le quería decir al final. Emmmmm… ¿qué sería?

-¿Por qué no lo espera?

-Eso hago, así paso todo el tiempo, pero no viene.

-Ayúdeme con la mía mientras tanto.

-No se puede.

-¿Por qué?

-Pierde lo que le llamamos continuidad.

-¿Continuidad?

-Sí. Verá usted, las letras son palomas volando sobre el

cielo del papel. Pero deben ser continuas, como el vuelo, si

se las deja pierden amplitud, es como si se les arrancara las

plumas. Con cada palabra se va ampliando el horizonte para

ellas, y con esa ambición que tienen de volar hasta fuera del

libro, hay que estar siempre ahí, poniendo cualquier nube

para bloquearles el paso, o inventando algún Sauce donde

ponerlas a descansar. No se puede iniciar una carta, dejarla a

medias, y continuar después. Las palomas se me vuelan.

-¿Cuál es su nombre?

-Poesía me llamo yo.

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Las letras en las hojas se movieron, como si de hormigas se

trataran se pasaban de un lado a otro.

-Voy a salir a tomar aire un momento.

-Sí vaya, desde acá puede ver la luna que sigue

menguando.

Volteé a verlo y no le dije nada, salí a la puerta y respiré

profundo.

Escuché un sollozo, un lamento entre cortado. Ahí afuera

estaba sentada una dama vestida de negro que lloraba

desconsoladamente con sus manos en el rostro.

-¿Le ocurre algo?

-Sí, que estoy destrozada.

-¿Qué le pasa?

-¿Quién es usted?

-Soy el nuevo profesor de Río Blanco.

-¿De dónde viene?

-Vengo de la capital, y estaba en la casa del escriba.

-¿Por fin pudo ayudarle en algo?

-No, me dice que tiene que terminar la carta.

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-Siempre es así, nunca la termina, lleva la eternidad en eso.

-¿Cómo así?

-Sí, todo el tiempo esperando a que vengan a dictarle el

final de la carta, y eso no pasará.

-¿Por qué?

-Porque quien se la pidió, en el momento en que salió a

comprar cigarros, quedó muerto bajo las casas en el

terremoto.

-¿Terremoto?

-Sí, en un momento lo va a sentir. Espere y verá.

-¿Y usted cómo sabe todo eso?

Sopló fuerte y la luna se escondió tras las nubes. Sin

decirse nada más, la tierra empezó a sacudirse. Era como una

convulsión de Río Blanco. Las casas caían como si fueran

castillos de cartas, los árboles quedaban con las raíces arriba

mientras la tierra hervía, los animales corrían, las gallinas

cacareaban, y la gente toda despavorida por todo lado. Se

cayó la iglesia dejando una nube de polvo y escombros.

Volteé a ver y la casa del escriba sucumbió dejando todo en

un plan.

-¿Mira?, lo que le dije. Y la dama de negro seguía llorando.

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-¿Pero usted cómo sabía lo que iba a pasar?

-Cómo no saberlo si lo veo repetirse siempre. El escriba

murió ahí esperando el final de la carta y esa es su condena,

empezar la carta y jamás terminarla. El que la mandó a

escribir, haber muerto entre los escombros y tratar de venir a

terminarla pero jamás poder hacerlo. Así es todo acá, un

continuo repetir de condenas, de todos. Y yo, sin poder

morirme.

-¿Quiere morirse?

-¡Es lo que más anhelo!

-Pero cómo, ¿por qué quiere morirse?

-Como no querer morirme, no desear la eternidad para ya

descansar.

-¿Quién es usted?

-Soy la Muerte.

-¿La Muerte?

-Sí la muerte y con ganas de morirme. Mejor déjeme ir a

ver cuántos muertos ya pueden descansar en paz para

llevarlos.

-Disculpe, ¿dónde puedo pasar la noche?

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-El único lugar que quedó de pie luego del terremoto, fue la

casona de la Targelia.

-¿La Targelia?

-Sí.

-¿Y dónde queda?

-Siga por el camino principal hasta las afueras del pueblo,

allá a lo lejos verá una casa vieja, enorme, casi en la nada.

Ahí vive la Targelia.

-Muchas gracias señora.

Y la muerte se fue llorando. También condenada a vivir

para siempre, anhelando morirse.

Río Blanco era un sólo tendal de escombros, casas

derribadas, polvo y cuerpos moribundos. No había nada de

lo que conocí. Pasé junto a la iglesia y el cementerio estaba

también destruido, los ataúdes fuera de las bóvedas y las

lápidas rajadas a la mitad.

No quería pensar, sólo esperaba llegar a la casa de la

Targelia, tal vez allá si pudiera por fin descansar y esperar un

amanecer.

Qué raro era todo en Río Blanco. ¿En un nuevo amanecer

sería todo como antes? ¿Volvería el pueblo a su normalidad

con su gente y sus cosas? ¿Se repite siempre todo esto? ¿Qué

era Río Blanco?

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Todo estaba oscuro, tropecé unas cuantas veces entre las

piedras. Poco a poco la luna fue saliendo de su letargo. A lo

lejos pude ver la casona.

Afané el paso y llegué a un potrero enorme de alta hierba,

florecido de chispazos de dalias y claveles. Rompía el

silencio el ronco cantar del río. Un caballo blanco pasó

galopando, trotando entre las flores. Una cerca me separaba

de la casa, toda ella pintada de azul y echa en barro, con

ventanales de madera y techo de tejas.

Un ángelito de yeso saludaba a la entrada. Todo estaba

rodeado por rosales que se sacudían al pasar del viento. Corrí

la reja y entré. Los jazmines no se quedaron atrás y

empezaron a sacudirse para bañar la noche una vez más con

sus caricias. Sólo oía el sonido de mis pasos por el corredor

largo. Bajo las tejas las golondrinas trinaban en sus nidos.

Me paré en la mitad del patio, frente a la puerta de la casa,

buscando alguna persona. Miré a la reja y el ángel volteó la

cabeza para verme, me sonrió y salió corriendo perdiéndose

en el potrero, con su cuerpo desnudo de blanco espectral.

Era un silencio total. Parecía que la luna me miraba desde

arriba.

Levanté mi mano y golpeé tres veces.

Nada. Silencio.

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Esperé un momento y de nuevo. Cuando iba a golpear la

tercera vez la puerta se abrió y frente a mí se presentó un

pasillo oscuro del que salía un olor a cigarros y licor barato.

Caminé entre las tinieblas hasta que di con otra puerta.

Respiré hondo, cerré los ojos y la empujé.

Todo un mundo había ahí adentro.

Las mesas de ese cabaret estaban llenas. Un hombre tocaba

la pianola. Unos fumaban, otros cantaban, otros bebían, otros

lloraban.

-Bienvenido. ¿Qué puedo servirle? Me dijo una cabaretera

que se acercó apenas me vió entrar.

-Una mesa por favor.

Me miró de arriba abajo, tomó mi maletín y mi gabán y me

pidió que la siguiera.

Me senté en una mesa de madera, con mantel rojo, a un

lado de la sala principal.

-¿Qué le sirvo?

-¿Tiene Arenalina?

-Sí. ¿Le traigo una botella?

Asentí sin decir nada, mientras seguía observando todo.

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Había en el pasillo de arriba cuartos alrededor, de unos

salían, en otros entraban. Estaba lleno de putas el cabaret.

Sonaba la pianola en acordes arrabaleros de un vals que

nadie bailaba. De un momento a otro se soltó en un tango

que olía a cigarro.

De la mesa que estaba frente a la mía, dos hombres se

tomaron de la mano y salieron a bailar. En pasos sensuales y

elegantes, el uno tomó el sombrero negro y lo puso en la

cabeza de su compañero, el otro sólo le sonrío.

-¿Ricordate?

-Si, come potrei dimenticare.

-Ti amo il mio amore.

-Ti amo.

Y se besaron sin dejar de bailar. Nadie dijo nada, era para

todos normal. No existía prejuicios, ni críticas, en ese lugar

el amor se había idealizado. Había más aceptación ahí, que el

mismo corazón de dios.

-Aquí está su Arenalina.

-Gracias, ¿cuánto le debo?

Y le pasé unos billetes viejos, rotos, casi acabados. ¿Y la

sonrisa? Esa sí me la regaló.

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Serví de la botella la primera copa, y brinde por lo que

pasaba. Quería perder la cabeza en ese cabaret y que al

despertar todo fuera diferente.

En otra mesa, había una dama vestida de negro, tomando

vino de una botella que reposaba en su mesa y besando entre

lágrimas un retrato ya destruido por el llanto. Se levantaba el

velo para prender algún cigarro de vez en cuando.

-Así es, todo el tiempo llorando. Me dijo un hombre que

estaba en la otra mesa, a mis espaldas. Me habló sin voltear a

verme, ni yo a él.

-¿Quién es ella?

-Una viuda. Hace mucho trabajó aquí, y conoció a un

militar que venía de paso. Pasó lo inevitable.

-¿Qué?

-Se enamoró. Se entregó entera a sus brazos y él juro que

volvería. Pero nunca volvió, con el tiempo se supo que murió

en una batalla, pero ella se empecina en esperarlo. Dice que

si vuelve le entrega el pedazo de corazón que aún le queda.

Y ahí está, tomando todas las noches, llorando con la

fotografía de su amor.

Del segundo piso caían gemidos como hojas de laurel,

acunadas por el viento del placer.

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Las putas subían, bajaban, corrían, lloraban, mentían, y

hasta alguna vez también amaban.

En las gradas apareció una dama. Todo se quedó estático,

los hombres bailando, las copas en el aire, los dedos del

pianista en un acorde por sonar, el humo detenido en la nada,

las putas corriendo y la lágrima de la viuda por caer.

Llegó a la mitad del salón, miró de reojo todo, sonrío

pícaramente, se cerró el gabán de pieles, y aplaudió. Al

instante todo volvió a la normalidad.

Caminó hasta una mesa, una puta le pasó un tabaco que ella

misma prendió en el candelabro que otra damisela le

encendió.

-Esa es la Targelia. Me dijo el mismo hombre.

Era una señora vestida en pieles, con uñas largas, cabello

recogido en una moña, su piel arrugada tapada con un

maquillaje exagerado, los ojos negros y su rubor corrido.

Aplaudió y otra le trajo una botella de licor, la destapó y

tomó un primer sorbo. La pianola seguía sonando.

Yo hice lo mismo.

Me miró, y algo le dijo a una de las putas, la cual le

respondió en un secreto susurrado a su oído. Ella alzó la ceja

derecha, me miró de nuevo y me sonrió.

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Sonó una copa que cayó al suelo, los borrachos

balbuceaban y telarañas tiritaban en las esquinas, bañadas de

la luz de las espermas.

Se abrió la puerta y entró.

¿Quién era? No sé, era él. Un muchacho de piel blanca y

cabellos rubios, ojos verdes tristeza y labios rojo pecado.

Pasó rápido hasta la mesa de la Targelia, se arrodilló y besó

su mano. Con la mano izquierda, con la misma con que

contaba el dinero de sus putas le dio la bendición. Pasó

frente a mi mesa y me sonrió. Era una sonrisa perfecta,

enmarcada en esos labios que gritaban pasión. Entró por una

puerta y se perdió en la oscuridad.

-Él es el nieto de la Targelia. Volvió a decirme aquel señor.

El licor estaba en mí, sentía fuego en el alma, y el pecho

por reventar.

La pianola se detuvo, en el silencio se oían gemidos y

alegatos.

Ahora un violín empezaba a sonar. Y por la puerta por

donde se fue, apareció vestido de un traje rojo y tacones en

lentejuelas. Una peluca rubia y sus labios más rojos que los

rubíes de la luna.

Se paró en medio del salón, prendió un cigarro, y a la par

del llanto del violín empezó a cantar. Su pierna se veía por el

corte de su vestido, blanca piel que me llamaba a la

perdición.

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Poco a poco la gente se fue arremolinando a su rededor.

La Targelia seguía en su mesa, mirando atenta. De cuando

en vez me tiraba una mirada.

Su sonrisa era perfecta, su alma sería mi salvación.

Alejandro se llamaba.

Volteé y junto a mí estaba sentada la Targelia. Nuestras

miradas quedaron fijas y en medio de ellas el universo. Sus

labios se juntaron con los míos, cerré los ojos y al abrirlos ya

no estaba. La miré sentada, en su mesa como siempre. De

nuevo me sonrió. Tal vez nunca estuvo a mi lado, el alcohol

me tenía mal, el beso quizá nunca se dio.

Alejandro seguía cantando. Bailaba tomándose de una biga,

mientras me asesinaba desde lejos cada vez que sonreía.

La Targelia me miró de frente, levantó su ceja, me sonrió y

con la mano me hizo un gesto para que la siguiera.

Me levanté aturdido de la mesa y la seguí. Los demás no se

dieron cuenta de nada, estaban viendo a Alejandro que

seguía cantando.

Subimos las escaleras, yo tras de ella. En el segundo piso

llegamos a su cuarto, abrió la puerta y en la oscuridad se

perdió.

Di un par de pasos y estaba de espaldas, desnuda, sentada

en su cama. Entre cojines mullidos me acerqué y besé su

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espalda, acaricié sus pechos, rocé su cuello, y ella copiando

al arcoíris se arqueó. Amé su cuerpo que no conocía de

vejez, me quedé dentro de ella, la miré a los ojos y sus uñas

rasgaron mi espalda.

La luna nos miraba por la ventana en el reflejo del espejo

que estaba sobre el tocador.

Suspiré hondo, mordí sus labios y en un mismo gemido la

noche se apagó.

Abrí los ojos y estaba sobre mi pecho. Levantó su cabeza y

ahí su sonrisa, sus labios malditos, sus ojos verdes fijos en

los míos. Sonrió de nuevo. Era mi Alejandro. No dijo nada,

no dije nada, sólo me besó de nuevo. Y yo también lo besé.

-Alejandro…

-Shhhhh… No digas nada.

Puso su dedo en mis labios. Lo miré fijamente para hablarle

con la mirada.

-No digas nada. Soy tu perdición.

-Alejandro te amo.

-Vuelve mañana, aquí te estaremos esperando.

Se levantó de la cama, con su cuerpo desnudo bañado de

luz de luna. Se puso encima el gabán de piel y salió por la

puerta del cuarto siendo la Targelia.

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Desperté tirado en el potrero. El caballo relinchaba mirando

a la Selene.

-¡Alejandro! Dije en voz alta.

Me levanté rápido y empecé a correr. Necesitaba verlo,

sentirlo, deseaba estar a su lado.

Llegué a la casona y todo estaba destruido, las ventanas

quebradas, y el rosal seco. A la entrada ya no había la reja, el

angelito agonizaba quebrado en el suelo de blanco yeso que

era. Llegué a la puerta y golpeé de nuevo. Se abrió y entré

con afán. Empujé la segunda puerta, y sólo el silencio me

saludó. Todo estaba cayado, las velas apagadas, por el techo

derrumbado se colaba la luna. En la mesa donde antes estuvo

la viuda la copa de vino a la mitad se regaba en el piso. La

mesa de los dos hombres que se habían amado sólo tenía el

sombrero. Los trajes de las putas caídos por todo lado. La

mesa de la Targelia vacía con una vela que estaba por

apagarse.

-¡Alejandro! Empecé a gritar. ¡Alejandro!

-¡Alejandro! Me respondió el eco.

-Acá ya no hay nada, todo se acabó. Alejandro está en la

estación del tren, en unos minutos se va para siempre. Me

dijo el hombre que siempre me dio la espalda. La pianola

empolvada empezó a sonar, y un viento suave apagó la vela.

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¿La estación del tren? Salí corriendo, pasé por el potrero,

sudando y con lágrimas de miedo por no llegar a verlo más.

Recorrí todo Río Blanco en medio del desastre que era, la

luna me seguía, también angustiada por mí.

-Chuuuuu… Chuuuuu… Sonó el tren.

Llegué a la parada y todo estaba destruido, y el tren estaba

por partir.

-¡Alejandro! Le grité

Sacó su cabeza por una ventana, y el maldito ferrocarril

empezó a andar.

-¡Alejandro no te vayas! ¡Alejandro te amo!

Cada vez más rápido el tren me lo arrebataba.

Yo corriendo a la par, ya sin aliento, alcancé a tomarle la

mano.

-¡Alejandro quédate conmigo!

-Siempre estaré contigo. Todos estamos dentro de ti.

-¡No te vayas! Le decía con mi último aliento.

-Vuelve, vuelve que te estoy esperando. Mañana todo

volverá a empezar.

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Me fue imposible seguir a la par de la marcha del tren, me

solté de su mano y caí de rodillas para verlo partir. Se fue

perdiendo en la Noche que lo quería no tanto como yo.

Destruí mis manos en la tierra que se hacía barro con mi

llanto. Alcé la mirada al cielo y la luna menguada me miró

con pena. Supe por qué siempre estaba sola, para burlarse de

los enamorados que no podemos amar.

Toc, toc… Sonó la puerta. Estaba en mi cuarto, en mi

cama, en la capital.

-Mijo ya es hora de levantarse. Me dijo mi madre mientras

encendía la luz. ¿Quién es Alejandro? Toda la noche se pasó

nombrándolo.

-¿Mamá, qué día es hoy?

-Hoy es lunes, es su primer día como profesor. Debe ir a

Río Blanco.

La miré, suspiré profundo, cerré los ojos, sonreí y le dije:

-Sí, hoy voy a ir a Río Blanco.

FIN