La Herencia de Eszter - Sandor Marai
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Instalada en la casa que heredóde su padre y con la sola
compañía de una parienteanciana, Eszter es una mujer
soltera que vive con la placidezy tranquilidad de quien ha
logrado adaptarse a lo que lavida le ha deparado. Hasta que
un día, inesperadamente,recibe un telegrama de Lajos,
viejo amigo de la familia,anunciando su inminente visita.
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Canalla encantador y sin
escrúpulos, cuyas magníficasdotes de actor le confieren un
poder de seducción irresistible,Lajos no sólo traicionó a Eszter,
sino también destruyó a sufamilia y les quitó todo lo que
poseían, salvo la casa en la queviven y cuyo jardín es su único
y escaso medio de subsistencia. Ahora, tras una prolongada
ausencia, Lajos regresa y Eszterse prepara para recibirlo
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conmovida por un torbellino de
sentimientos contradictorios.Con la inevitabilidad del destino
como eje central de lanarración, La herencia de Eszter
se desarrolla de una formatotalmente inesperada y
paradójica. El vividor ymentiroso Lajos, con su
inagotable energía, es unvendaval de vitalidad, alegría y
pasión por la vida que sólo porel hecho de existir pone
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permanentemente en
entredicho la aparente solidezde las convenciones morales
más arraigadas.Escrita en 1939, tres años antes
d e El último encuentro, con lamisma prosa depurada y
precisa que ha admirado amiles de lectores, esta novela
es una pequeña joya quemerece su lugar entre las
mejores obras literarias delsiglo.
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Sándor Márai
La herencia de
Eszter
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Título original: Eszter Hagyateka
Sándor Márai, 1939
Traducción: Judit Xantus SzarvasArte de portada: «Retrato de Margarita»
ePub base v2.1
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o puedo saber qué más tiene Dios
previsto para mí. Sin embargo,antes de morir, quisiera poner por
escrito el relato del día en queLajos vino a verme, por última vez,
para despojarme de todos mis bienes. Voy postergando la
escritura de estas notas desde hacetres años; pero, ahora, tengo la
sensación de que una voz, de la cualno me puedo defender, me está
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apremiando para que escriba lahistoria de aquel día y de todo lodemás que sé sobre Lajos. Es mideber, y ya no me queda muchotiempo para cumplir con él. Lasvoces así son inequívocas. Por esolas obedezco, en el nombre deDios.
Ya no soy joven, y mi salud estádebilitada: pronto habré de morir.¿Acaso tengo miedo a la muerte?…Aquel domingo en el que Lajos vinoa verme por última vez, se me curó
h l i d d i l h h
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hasta el miedo de morir. El hechode que sea capaz de esperar a lamuerte con tranquilidad, quizá sedeba a que el tiempo no me ha perdonado; quizá se deba a losrecuerdos, casi tan crueles como elmismo tiempo; quizá sea por u particular estado de gracia que,según las enseñanzas de mi fe,también afecta en ocasiones a losindignos y a los obstinados; quizásea, simplemente, por el peso demis experiencias y por una edad ya
d L id h
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avanzada. La vida me haobsequiado de una maneramaravillosa, pero también me haexpoliado de una maneraimplacable… ¿Qué más puedoesperar? Habré de morir, porque lamuerte es ley de vida, y porque yahe cumplido con todas misobligaciones.
Ya sé que «obligaciones» esuna palabra mayor, y, ahora que laveo escrita, estoy un tanto asustada:se trata de una palabra llena de
id d l d é
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vanidad, por la que tendré queresponder algún día ante alguien.Me costó tiempo aceptarlas, yobedecí contrariada, clamando y protestando desesperadamente. Fueentonces cuando sentí por primeravez que la muerte puede ser unaredención; fue entonces cuandocomprendí que la muerte essalvación y profunda paz.Solamente la vida conlleva luchas einfamias. ¡Qué extraña fue aquellalucha! ¿Quién me obligó a librarla?
P é d it l ? Hi
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¿Por qué no pude evitarla? Hicetodo lo posible por escapar de ella; pero el enemigo me siguió y mealcanzó. En este momento, sé que élno podía hacer otra cosa. Sé queestamos atados a nuestrosenemigos, y que ellos tampoco pueden escapar de nosotros.
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Si quiero ser sincera —¿qué otro
sentido podría tener el hecho deescribir?—, debo confesar que e
mi vida y en mis acciones no heencontrado jamás el menor indicio
de ira, en su sentido bíblico; nisiquiera la menor emoción, ni
tampoco la firme decisión o ladureza que caracterizaban mis
opiniones tantas veces repetidasante los demás en contra de Lajos o
de mi propio destino Era mi
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de mi propio destino. «Era miobligación cumplir con mi deber»:¡qué palabras tan duras ydramáticas son éstas! Uno vive lavida… y un día se da cuenta de siha cumplido o no con su deber.Empiezo a creer que las decisionesfatales y grandiosas que determinanuestro destino son mucho menosconscientes de lo que pensamos co posterioridad, en los momentos dereflexión, cuando las recordamos.
Yo, en aquella época, llevaba
veinte años sin ver a Lajos y me
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veinte años sin ver a Lajos y meconsideraba inmune a su recuerdo.Un día, sin embargo, recibí utelegrama suyo que me recordó ellibreto de una ópera: era patético, peligrosamente pueril y mentiroso,como todo lo que veinte años atrásLajos me había escrito y dicho, a mío a los demás… Parecía unadeclaración solemne; era prometedor, misterioso yobviamente mentiroso, ¡mentirosohasta el fondo!… Salí al jardín, co
el telegrama en la mano para
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el telegrama en la mano, para buscar a Nunu, me detuve en el porche y le dije:
—¡Lajos regresa! No sé cómo sonó mi voz e
aquel instante; pero probablementeno reflejó felicidad. Seguramentehablé como una sonámbula reciédespertada. Aquel estado habíadurado veinte años. Durante veinteaños yo había estado caminandoasí, dormida, al borde de u precipicio, con pasos decididos y
sosegados sonriendo Entonces me
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sosegados, sonriendo. Entonces, medesperté de golpe y vi la realidaddelante de mis ojos; sin embargo,no me sentí mareada. Nunca más mehe sentido mareada. En la realidad,en la realidad de la vida y de lamuerte, hay algo tranquilizador.
Nunu estaba cuidando losrosales. Me miró desde dondeestaba, entre las rosas, parpadeando bajo la luz del sol, vieja y tranquila.
—Por supuesto que sí —dijo.Siguió ocupada con los rosales.
¿Cuándo llegará? me
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—¿Cuándo llegará? —me
preguntó. —Mañana —le respondí. —Bien —dijo—. Guardaré los
objetos de plata bajo llave.Me eché a reír. Sin embargo,
unu se mantuvo seria. Más tarde,se sentó a mi lado, en el banco de piedra, y leyó el telegrama.«Llegaremos en automóvil»,anunciaba Lajos. Por el pluralconcluimos que también traería alos niños. «Seremos cinco», añadía
el mensaje Nunu empezó a pensar
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el mensaje. Nunu empezó a pensar en el pollo, la leche, la nata.«¿Quiénes serán los otros dos?»,nos preguntamos. «Nos quedaremoshasta la noche», explicaba también,y proseguía con una lluvia de palabras inútiles y rocambolescas, palabras que Lajos era incapaz deahorrarse, aunque fuera en utelegrama.
—Son cinco personas —dijounu—. Llegarán por la mañana y
se quedarán hasta la noche. —Los
viejos y exangües labios se
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viejos y exangües labios semovieron sin pronunciar palabra:estaba calculando, sumando; echabala cuenta de los gastos del almuerzoy de la cena.
A continuación dijo: —Sabía que regresaría. ¡Ya no
se atreve a venir solo! Trae a susayudantes, a los niños y a unas personas desconocidas. Siembargo, aquí ya no queda nada.
Estábamos sentadas en elardín, mirándonos. Nunu cree
saberlo todo sobre mí Quizá
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saberlo todo sobre mí. Quizáconozca la verdad, la simpleverdad, última y definitiva, esaverdad que tratamos de ocultar demil maneras distintas. Laomnisciencia de Nunu siempre hatenido unos tintes de orgullo herido.Pero ella siempre ha sido muy buena conmigo, bien que a smanera seca y lúcida. Y yo siemprehe terminado rindiéndome ante ella.En medio de la bruma, invisible yhúmeda, que había cubierto mi vida
durante aquellos últimos años,
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durante aquellos últimos años,unu había sido como una
lamparilla, como una luz tenue ysuave, cuya claridad me guiaba.
Sabía que en ese momento ellano podía pensar en nada ta peligroso, en nada tan temible comolo que yo imaginaba, puesto que eltelegrama sólo le había recordadolos objetos de plata que tenía queguardar bajo llave a la llegada deLajos. «Qué exagerada», pensé,interpretando sus palabras como
una broma. Al mismo tiempo sabía
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una broma. Al mismo tiempo sabíaque, en el último momento, Nunguardaría de verdad los objetos de plata, y también sabía que másadelante, cuando ya no se tratase deningún objeto de plata, cuando ya setratase de todo lo que no se puedeguardar, Nunu estaría cerca de mí, ami lado, con sus llaves, vestida denegro, con sus arrugas, callada, parpadeando con cautela.Igualmente sabía que ya nadie,ningún ser humano, podría
salvarme. Ni siquiera Nunu. Si
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sa va e. N s qu e a Nu u. Sembargo, saber todo eso no meservía de nada.
De repente, me puse contenta,como alguien que se halla fuera detodo peligro, y me acuerdo de que bromeé con ella. Estábamossentadas en el jardín escuchando elzumbido de los abejorros borrachos por los perfumes del otoño,conversando largamente sobreLajos, sobre los niños, sobre
Vilma, mi hermana muerta.
Estábamos sentadas delante de la
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casa, debajo de la ventana tras lacual había muerto mi madre,veinticinco años atrás. Estábamossentadas enfrente de los tilos,enfrente del panal de mi padre,cuyas colmenas estaban ya vacías.A Nunu nunca le había gustadoentretenerse con la apicultura, y udía vendimos las dieciocho familiasde abejas. Era septiembre, y losdías desprendían todavía un calor
suave. Estábamos sentadas e
medio de una seguridad bie
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gfamiliar, la seguridad de unnaufragio, y de una felicidad sideseos. «¡Qué va! —pensé—. ¿Quémás puede llevarse Lajos de aquí?¿Los objetos de plata? ¡Quéacusación más ridícula! ¿Qué valor pueden tener unas cuantas cucharasabolladas de plata?» Calculé queLajos habría pasado ya de loscincuenta. De hecho, aquel veranohabía cumplido cincuenta y tres
años. Unas cuantas cucharas de
plata ya no le servirían para
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p y pmucho… Y si le servían para algo, pues que se las llevara. Supuse que
unu habría pensado lo mismo.Soltó un suspiro, se puso de pie,entró en la casa y desde el porcheme dijo:
—No te quedes mucho tiempocon él a solas. Invita a almorzar aLaci, al tío Endre, a Tibor, comootros domingos que pasáis juntos,en grata compañía. Lajos siempre le
tuvo miedo a Endre. Creo que le
debe todavía algún dinero —y,
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g yechándose a reír, añadió—: pero ¿aquién no le debe algo?
—Lo han olvidado todos — dije, y también me reí.
Ya lo estaba defendiendo. ¿Quéotra cosa podía hacer? Él ha sido laúnica persona en toda mi vida aquien he amado.
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El telegrama con la noticia del
peligro, o de la felicidad, habíallegado el sábado alrededor del
mediodía; pero la tarde y la noche previas a la aparición de Lajos lasrecuerdo sólo vagamente. Nuntenía razón: yo ya no tenía miedo aLajos. Se puede tener miedo aalguien a quien amamos o a quieodiamos, a alguien que ha sido muy bueno o muy cruel con nosotros, a
alguien que ha sido infame a
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propósito. Sin embargo, Lajosnunca había sido cruel conmigo, si bien es verdad que tampoco habíasido bueno, bueno en el sentido queinterpretan la bondad los librosescolares. ¿Había sido infame? Yonunca lo había sentido así. Esverdad que mentía, que mentía talcomo sopla el viento, con la fuerza
y la alegría de la naturaleza. Sabíamentir de una manera totalmente
convincente. A mí, por ejemplo, me
había mentido diciéndome que me
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amaba, que solamente me amaba amí. Más tarde, se casó con mihermana Vilma. Sin embargo,después me di cuenta de que él nolo había planeado: el engaño, laintención deliberada o los pensamientos malvados nuncahabían guiado a Lajos. Había dichoque me amaba —y ni siquiera dudo
ahora de sus palabras—, y siembargo se había casado co
Vilma, quizá porque ella era más
guapa que yo o porque el día en que
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le pidió la mano soplaba viento delevante, o porque Vilma lo deseabaasí. Él nunca me explicó el porqué.
La noche en que esperábamos aLajos —yo sabía que iba a ser laúltima vez que lo vería en mi vida
, tardé mucho en acostarme:estuve ordenando mis regalos y misrecuerdos, preparándome para la
visita; y, antes de dormirme, leí lascartas que me había escrito. Hasta
hoy creo, de una manera
supersticiosa —y releyendo sus
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cartas mis creencias se volvierotodavía más fuertes, másconvincentes—, que en Lajos seescondía una fuente inagotable defuerza, como la que tienen losarroyos subterráneos que correocultos por las entrañas de los
montes sin una direcciódeterminada, perdiéndose en las
cuevas sin dejar rastro. Aquellafuerza no la utilizaba nadie, no la
canalizaba nadie. En la noche
anterior a su fantasmal visita, al
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releer sus cartas, me quedéasombrada por la intensidad deaquella fuerza. En cada carta sedirigía a mí de tal manera que eracapaz de conmover no sólo a una persona, a una mujer sentimental,sino también a muchos otros, quizá
incluso a multitudes. Sin embargo,no tenía nada especial que decir;
sus cartas no revelaban ningútalento profundo, digno de u
escritor; sus adjetivos era
descuidados y su escritura
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desaliñada, pero su manera deexpresarse era, en cada línea, totale inequívocamente suya, ¡sólo suya!Siempre escribía sobre la realidad,sobre una realidad imaginada queacababa de conocer y que queríahacerme conocer a mí con toda
urgencia. Nunca hablaba de sus
sentimientos, ni siquiera de sus planes: describía la ciudad donde
se encontraba con una fuerza y una
veracidad tales que yo podía ver
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las calles, la habitación dondeLajos estaba escribiendo la carta, yhasta podía oír las voces de las personas que el día anterior lehabían dicho algo divertido ointeresante; él esbozaba cualquier proyecto que le tuviera ocupada la
mente, y todo revivía de una maneramaravillosa en sus cartas.
Solamente que —y esto lo podía percibir incluso un lector
cualquiera— nada de todo aquello
era verdad; o bien era verdad de
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una manera distinta de como Lajoslo describía, y la ciudad que élrepresentaba con la fidelidad de ucartógrafo, probablemente sóloexistía en la luna. Él describía esus cartas esa realidad plagada dementiras con extremo cuidado. De
la misma manera que describía las personas y los paisajes: con una
precisión cuidada y minuciosa, cola precisión de un experto.
Yo leía sus cartas, y me
emocionaba. «Quizá hemos sidod d i d débil
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todos demasiado débiles a slado», pensé. Cerca de lamedianoche, empezó a soplar uviento cálido alrededor de la casa,así que me levanté de la cama y
cerré las ventanas. Con la debilidad propia de las mujeres —que no
quiero aquí tratar de justificar— medetuve delante del espejo que
antaño había decorado el tocador de mi madre y me estuve
observando durante un buen rato.
Sabía que todavía no parecía muyL úl i i ñ
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mayor. Los últimos veinte años,gracias a la benevolencia deldestino, casi no habían dejadohuella en mi aspecto. Nunca habíasido fea, pero tampoco pertenecía
al tipo de mujeres que atrae a loshombres por su belleza; yo
solamente les inspiraba respeto yunos sentimientos poco definidos e
imprecisos de atracción hacia mi persona. No había engordado,
gracias a mis labores en el jardín o
a mi físico: siempre he sido alta,d l d bi
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delgada, y poseo un cuerpo bie proporcionado. Mis cabellos teníaya unas cuantas canas, pero éstas pasaban desapercibidas entre larubia cabellera que era lo más
llamativo de mi aspecto. El tiempome había dibujado unas cuantas
arrugas, muy finas, alrededor de losojos y de los labios; mis manos
tampoco eran como antaño y habíadesmejorado un tanto con las
labores de la casa. Sin embargo, yo
me contemplaba en el espejo comoj t
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una mujer que espera a su amante.El momento era bastante
ridículo: yo había cumplido ya loscuarenta y cinco; Lajos llevabatiempo viviendo con otra mujer e
incluso era posible que se hubieravuelto a casar. Durante los últimos
años no había tenido absolutamenteninguna noticia de él. En ocasiones,
había leído su nombre en los periódicos, y una vez lo
mencionaron en relación con u
uicio político escandaloso. No medió b
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sorprendió que su nombreapareciera —para bien o para mal
en las páginas de los diarios.
Pero el ruido de aquel escándalo seapagó, y más tarde leí en alguna
parte que se había batido en duelo,en el patio de un cuartel; que había
disparado al aire y que no habíaresultado herido. Todo aquello
encajaba perfectamente con sforma de ser: el duelo y que saliera
ileso. Tampoco había estado nunca
enfermo; por lo menos yo no mehabía enterado de ello «Su destino
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había enterado de ello. «Su destinono se lo permite», pensé. Me volvía acostar, con mis cartas, con mis
regalos y mis recuerdos, y con laconciencia amarga de mi juventud
perdida.Mentiría si confesase aquí que
me sentía especialmentedesgraciada en aquellos momentos.
Hubo otro tiempo en que sí; veinte,veintidós años antes sí que había
sido infeliz. Con el tiempo, aquel
sentimiento se coaguló dentro demí como se coagula la sangre de
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mí, como se coagula la sangre deuna herida, pero la fuerza que apagóen mí el bullicio del dolor me era
desconocida. Existen heridas que eltiempo no puede sanar, y yo sabía
que no estaba curada. Sólo quealgunos años después de nuestra
«separación» —me es muy difícilencontrar las palabras adecuadas
para describir lo sucedido entreLajos y yo— lo inaguantable ya me
resultaba natural, sencillo. Ya no
sentía la necesidad de acudir aotras personas para que me
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otras personas para que meayudaran, ya no pedía socorro agritos al policía, ni al médico, ni al
cura. De alguna manera, memantenía con vida… Un día
empezaron a acercárseme ciertas personas que afirmaban que me
necesitaban. Luego, en dosocasiones, me pidieron la mano:
Tibor, que es unos años más jovenque yo; y Endre, a quien sólo Nun
designa con la palabra «tío»,
aunque tenga la edad de Lajos.Solventé lo mejor que pude
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Solventé lo mejor que pude
aquellos difíciles compromisos quecasi parecieron un contratiempo, y
los pretendientes se transformaroen buenos amigos. Una noche llegué
a pensar que, de una maneramaravillosa, la vida había sido más
piadosa conmigo de lo que yomisma había esperado.
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Pasada la medianoche, Nunu se presentó en mi habitación. Nuestracasa seguía sin luz eléctrica —mimadre no había querido saber nadade tal invento y, más tarde, despuésde su muerte, pospusimoseternamente la contratación, por razones de ahorro—, así que lasvisitas de medianoche de Nuneran, por lo general, bastanteteatrales. Se detuvo en la puerta,
llevando en la mano una vela dellama oscilante con los blancos
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llama oscilante, con los blancos
cabellos despeinados, vestida couna bata, a la manera de una
aparición. —Lady Macbeth —le dije entre
sonrisas, pues sabía que vendría averme—, acércate y siéntate a mi
lado. Nunu es el pariente que se ha
encargado de desempeñar el papelde todos los demás parientes en mi
casa. Llegó treinta años atrás, a raíz
de una migración familiar, típica detodas las sagas Provenía de una
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todas las sagas. Provenía de una
primigenia familia y de ucomplicado tejido tribal de tías y
primas. Llegó para una visita, para pasar en casa algunas semanas, y se
quedó porque se la necesitaba. Sequedó para siempre, puesto que
poco a poco murieron todos los quela precedían en el escalafó
familiar. Con los años y lasdécadas Nunu fue avanzando e
dicho escalafón, como en una
oficina, hasta que un día ocupó ellugar de mi abuela: se cambió a s
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lugar de mi abuela: se cambió a s
habitación en el primer piso yempezó a desempeñar las funciones
de la difunta. Más tarde, murió mimadre, y luego Vilma. Un día Nunu
se dio cuenta de que ya no estabasuplantando a nadie y constató que
ella, la advenediza, que ella, lasobrante, se había convertido en la
verdadera familia.Los éxitos conseguidos e
aquella complicada carrera no se le
subieron a la cabeza. Nunu nuncaquiso ser una segunda madre para
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quiso ser una segunda madre para
mí, ni intentó desempeñar el papelde padre de familia. Con los años,
se volvió cada vez más parca e palabras, cada vez más sobria; ta
cruel y sobria como si hubieseexperimentado todas las aventuras
de la vida. Se hizo totalmenteindiferente, como si se tratase de u
objeto o de un mueble —Laciobservó en una ocasión que Nun
estaba perdiendo el barniz, como u
antiguo armario de nogal—.Siempre se vestía igual, tanto e
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Siempre se vestía igual, tanto e
verano como en invierno, con uvestido negro, de tela lisa, ni muy
fina ni muy burda; y siempre teníaun aire ligeramente festivo, tanto a
mis ojos como a los de losinvitados. Durante los últimos años,
tan sólo hablaba lo necesario, y desu vida nunca contó nada. Yo sabía
que ella quería tomar parte en todasmis preocupaciones y en todas mis
tristezas, pero sin reclamarlo co
palabras. Cuando decía algo, eracomo si terminara una larga
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g
discusión, una discusión vehementey apasionada sobre el tema e
cuestión y como si con sus parcas palabras Nunu pusiera el punto final
a tal discusión. Así me preguntóaquella noche, sentándose en el
borde de mi cama: —¿Has hecho tasar el anillo?
Me senté en la cama y me frotélas sienes. Sabía a qué se refería, y
también sabía que tenía razón.
unca habíamos hablado delasunto, creo que tampoco le había
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, q p
enseñado el anillo, y, sin embargo,sabía que ella tenía otra vez razón,
que el anillo era falso, como yotambién lo sospechaba. En asuntos
así Nunu era insuperable. «¿Cuándohabrá oído hablar del anillo?»,
pensé, pero rechacé inmediatamentetal pregunta: puesto que era natural
que Nunu supiera todo sobre micasa, mi familia, mi persona y mi
vida; sobre lo que se escondía en el
desván y en el sótano o en la vidade mi hermana muerta; también era
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;
natural que supiera todo sobre elanillo. Yo había olvidado por
completo la historia del anillo, porque me resultaba incómodo
pensar en ello. Cuando murióVilma, Lajos me regaló el anillo
que había pertenecido a mi abuela.Un anillo de platino con u
diamante de tamaño mediano queera el único objeto de valor de la
familia. No entiendo cómo lo
pudimos conservar durante tantosaños. Incluso mi padre lo respetaba,
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p p
de una manera supersticiosa, llenade tacto; mi padre, que por otra
parte nunca tuvo ningún reparo edeshacerse de sus pertenencias, de
sus objetos de valor, ni de sustierras. Guardamos el anillo durante
cuatro generaciones, como si fueraun diamante legendario de
incalculable valor, una de esas piedras preciosas catalogadas, u
Koh-i-noor, que sólo se luce en las
ocasiones festivas de las grandesdinastías, en la mano o en la frente
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de alguno de sus miembros, y que anadie se le ocurriría poner en venta.
Yo no conocía el auténtico valor deaquella piedra. De todas formas,
debe de haber sido bastantevaliosa, aunque seguramente no
tanto como rezaba la leyendafamiliar. De mi abuela pasó a mi
madre y, después de su muerte,Vilma heredó el anillo. Cuando ella
murió, Lajos, en uno de sus
momentos sentimentales y patéticos,me obligó a aceptarlo.
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Me acuerdo muy bien deaquella escena. A Vilma la
habíamos enterrado aquella tarde.Al regresar del camposanto, me
acosté, agotada, en el sofá de mihabitación, a oscuras. Entró Lajos,
vestido de luto —había cuidadohasta el último detalle de su traje de
luto, como si se vistiera de gala para un desfile militar. Me acuerdo
de que mandó, incluso, hacer unos
gemelos negros para los puños dela camisa—, y me entregó el anillo,
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pronunciando unas palabras cotono fúnebre. Yo estaba tan cansada
y tan confusa que no entendí elsignificado exacto de sus palabras.
Observé con distracción cómodepositaba el anillo en la mesilla
que había al lado del sofá, ytampoco me resistí cuando me
volvió a llamar la atención sobre laoya, poniéndomela en el dedo. «El
anillo te pertenece», me dijo con u
tono grandilocuente y melancólico.Luego, recapacité. El anillo debería
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pertenecer a Eva, la hija de mihermana fallecida, por supuesto.
Pero Lajos se opuso de maneratajante a tal interpretación. U
anillo así no es simplemente uobjeto de valor, sino también un
símbolo, el símbolo del escalafófamiliar. Después de la muerte de
mi madre y de Vilma, mecorrespondía tenerlo a mí, a la hija
menor. No me sentí capaz de
discutir con él.Me callé y lo guardé.
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aturalmente, ni por un instante seme ocurrió quedarme con aquel
objeto de valor. Mi conciencia y lacarta que dejé para el caso de mi
muerte —que estaba junto con elanillo, en el cajón de la cómoda
donde tenía mi ropa interior— eratestigos de que yo guardaba el
anillo para Eva, ya que habíadispuesto en dicho documento que
ella lo recibiese después de mi
muerte. Más tarde decidí que se loenviaría para su compromiso o para
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su boda, el día en el que ella secasara. La carta contiene
instrucciones precisas sobre mis pocas pertenencias, y designa si
dejar lugar al menor equívoco a loshijos de Vilma como herederos, con
la única condición de que la casa yel jardín no se vendan mientras
unu esté viva. Tengo la sensaciónde que Nunu vivirá muchos años
más. ¿Por qué no? No tiene ninguna
razón para morir, de la mismamanera que tampoco tiene razó
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alguna para vivir. Seguramente, mesobrevivirá. Este pensamiento es
tranquilizador y venturoso para mí.Guardé el anillo, porque no
quise discutir con Lajos y porqueintuí que aquel humilde objeto de
valor —que en nuestra situaciófamiliar podría un día ayudar a
alguien, pues con su venta sefinanciaría la dote de una muchacha
estaría en mejores manos de esta
manera que en medio del desordeque existía alrededor de Lajos, que
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crecía aprisa, como la maleza everano. Pensé que él lo vendería,
que se lo jugaría a las cartas, y mesentí un tanto conmovida porque me
lo hubiese entregado. En aquellosmomentos… ¡Dios mío, dame
fuerzas para ser completamentesincera! Sí, en los momentos en que
enterramos a mi hermana, yo tuve laesperanza de que se podría
remediar la vida de Lajos, la de los
niños y, quizá, incluso la mía propia. El anillo ya no importaba
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tanto, se trataba de todo lo demás…Con esa esperanza lo guardé. Por
eso lo conservé también después deque nos separáramos; por eso lo
escondí entre mis regalos yrecuerdos, junto con mi testamento.
Durante los años posteriores,cuando ya no mantenía contacto co
Lajos, no saqué nunca el anillo desu sitio, pero sabía, con la certeza
del sonámbulo, que el anillo era
falso.«Sabía»… ¡Qué palabra! Nunca
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tuve el anillo en la mano. Me dabamiedo. Me daba miedo esa certeza
que nunca me atreví a expresar e palabras. Sabía que todo lo que
Lajos tocaba perdía su consistenciaoriginal; que se descomponía y que
cambiaba, como los metales noblesen el crisol de los magos de
antaño… Sabía que Lajos era capazde volver falsas incluso a las
personas, no solamente las piedras
o los metales. Sabía que un anillono podía mantener su noble
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inocencia entre las manos de Lajos.Vilma había estado enferma durante
años y no había podido atender losasuntos de su casa. Lajos dispuso
de todo sin ningún control y bie pudo hacerse con el anillo… Así
que en el mismo momento en queunu hizo aquella pregunta, supe
que el anillo era falso. Lajos mehabía engañado con el anillo, como
me había engañado con todo lo
demás. Me enderecé en la cama,seguramente estaba pálida.
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—¿Tú lo has hecho tasar? —Sí —respondió Nunu co
tranquilidad—. Un día que tú noestabas y que me dejaste las llaves.
Lo llevé al joyero. Había hechocambiar incluso el platino. Lo
cambió por otro metal del mismocolor, que no tiene ningún valor.
Oro blanco, me dijeron. Hizocambiar también la piedra. El anillo
así, tal cual, no vale más que unos
céntimos. —No es verdad —objeté.
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Nunu se encogió de hombros. —Vamos, Eszter… —me dijo
en tono severo, de reproche.Yo callaba y miraba la llama de
la vela. Claro, si lo decía Nunu,tenía que ser verdad. ¿Por qué
negar que yo lo sospechaba desdeel momento en que Lajos me lo
había entregado? ¿Por qué negar que intuía que era falso? «Todo lo
que él toca, se vuelve falso. S
aliento es como la peste», pensé, yapreté los puños con rabia. No por
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el anillo… ¿qué importaba ya, aesas alturas de mi vida, un anillo
falso o varios? Todo se volvíafalso, todo lo que él había tocado.
Luego, pensé otra cosa y le dije aunu:
—¿Es posible que me loentregara después de haber
calculado las consecuencias?¿Porque tuviera miedo de que
trataran de encontrarlo los niños, o
cualquier otra persona?… Al ser elanillo falso, ¿me lo entregó para
l i l
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que me lo tuvieran que reclamar amí? ¿Para que, cuando se diera
cuenta de que era falso, meacusaran a mí?…
Reflexionaba en voz alta, comonormalmente solía hacer e
presencia de Nunu. Si alguieconoce a Lajos, es precisamente la
vieja Nunu; ella lo conoce a fondo,hasta sus últimos pensamientos,
incluso hasta los que él ni siquiera
se atreve a confesarse a sí mismo.unu es una persona justa.
R dió i
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Respondió en un tono tierno, peroseco:
—No lo sé. Es posible. Siembargo, eso sería una infamia
demasiado calculada. Lajos no estan calculador. Nunca ha cometido
ningún crimen. A ti, te amaba. Nocreo que haya tenido la intención de
arrastrarte a una infamia con lo delanillo. Simplemente debió de
venderlo porque necesitaba dinero,
y después no tuvo el valor deconfesarlo. Así que mandó hacer
i t t ó l ill
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una copia y te entregó el anillofalso… ¿Por qué? ¿Por mero
cálculo? ¿Por pura maldad? Quizásólo quería demostrar s
generosidad. El momento era taapropiado… Regresáis del entierro
de Vilma, y él, Lajos, como primer gesto, te entrega el único objeto de
valor de la familia. En cuanto mecontaste esa escena tan bonita
comencé a sospechar. Por eso hice
después que lo tasaran. Es falso…Falso —repitió con un tono
d á i
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apagado, mecánico. —¿Por qué no me lo dijiste
antes? —le pregunté. Nunu se apartó de la frente unos
mechones de su cabello blanco. —No siempre conviene decir
las cosas así, sin más —respondiócasi con dulzura—. Ya habías
sufrido suficientes maldades por parte de Lajos.
Me levanté de la cama, me
dirigí a la cómoda y busqué elanillo en el cajón secreto. Nunu me
d b l l il t d l
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ayudaba con la luz oscilante de lavela. Luego, acerqué el anillo a la
luz de la llama y lo examiné. Noentiendo nada de piedras.
—Trata de rayar el espejo conla piedra —me sugirió Nunu.
La piedra no dejó rastro en elespejo. Me puse el anillo en el
dedo, y lo estuve mirando, así. La piedra no tenía ningún brillo. Era
una copia perfecta, hecha
seguramente por un maestro.Estuvimos otro rato sentadas e
l b d d l i d l
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el borde de la cama, mirando elanillo. Luego, Nunu me dio un beso,
suspiró y se fue sin decir palabra.Yo me quedé otro rato largo
sentada, observando la falsa piedra.Pensé que Lajos, sin haber llegado
todavía, ya me había arrebatadoalgo. «Parece que no puede ser de
otra manera. Es ley de vida, su leyde vida. Qué ley más terrible»,
pensé, y me puse a tiritar. Así me
dormí, tiritando de frío, con el falsoanillo en el dedo, aturdida, como
alguien que después de pasar
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alguien que después de pasar muchos años encerrado en una
habitación sale de repente alexterior y se marea con el aire
fuerte y cruel, con el viento de larealidad.
5
El día en que Lajos regresó era u
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El día en que Lajos regresó, era udomingo de finales de septiembre.Era un día de calor, transparente yluminoso; entre los árboles volaba
los hilos desprendidos de lastelarañas, el aire era tan limpio que
brillaba y lo envolvía todo con sesmalte níveo, y el paisaje y el
cielo eran tan etéreos como si loshubiesen pintado con acuarelas. Por
la mañana salí al jardín, temprano,
y corté dalias para llenar tresarrones. El jardín no es muy
grande pero rodea la casa por
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grande, pero rodea la casa por completo. No eran todavía las ocho.
Estaba de pie en aquel silencioinfinito, en medio del jardí
cubierto de rocío, cuando, derepente, oí una conversación que
provenía del porche. Reconocí lasvoces de mi hermano y de Tibor.
Hablaban en voz baja, y en elsilencio matutino pude escuchar
claramente todas sus palabras,
como si me llegasen los tañidos deuna campana.
Al principio tuve la intenció
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Al principio, tuve la intencióde avisarlos, de hacerles saber que
los estaba escuchando, que noestaban solos. Sin embargo, la
primera frase que oí, pronunciadacon un tono forzado, me obligó a
guardar silencio. Mi hermano Lacihacía esta pregunta:
—¿Por qué no te casaste coEszter?
—Porque ella no quiso casarse
conmigo —le respondió el otro.Reconocí la voz de Tibor, y mi
corazón latió con fuerza Sí era
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corazón latió con fuerza. Sí, eraTibor, con su voz silenciosa y
sosegada, una voz que reflejaba bondad, veracidad y cierta tristeza,
paciencia y ecuanimidad. «¿Por quéle estará Laci preguntando eso?»,
me dije, enfadada y nerviosa. Las preguntas de mi hermano suelen ser
inquisidoras, con toques de unaexcesiva confianza y de cierta
agresividad. Laci no tolera ningú
secreto a su alrededor. Sinembargo, a todos nos gusta guardar
ciertos secretos Cualquier persona
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ciertos secretos. Cualquier personahabría tratado de esquivar una
pregunta así, y habría protestado por tanta confianza. Sin embargo,
Tibor había respondido en voz baja, con exactitud y sinceridad,
como si le estuviesen preguntando por los horarios de los próximos
trenes. —¿Y por qué no quiso ella
casarse contigo? —preguntó mi
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Otra vez era Laci quien preguntaba: —¿Sabes que él vendrá aquí
hoy?
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hoy? —Lo sé.
—¿Qué querrá? —No lo sé.
—¿A ti también te debe dinero? —Dejemos eso —dijo Tibor,
con un tono desganado—. Ha pasado mucho tiempo desde
aquello. Ya no importa. —Porque a mí, sí que me debe
continuó Laci, como un niño
orgulloso que quiere lucirse—. Me pidió hasta el reloj de oro de mi
padre Me lo pidió prestado por una
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padre. Me lo pidió prestado por unasemana, hace diez años; no, espera,
hace doce; y todavía no me lo hadevuelto. Un día se llevó todas mis
enciclopedias. Prestadas. Nuncamás he vuelto a ver aquellas
enciclopedias. Otro día me pidiótrescientas coronas. Pero no se las
di —dijo la voz, con un entusiasmoinfantil.
La otra voz, más profunda y más
silenciosa, le respondió codesgana y humildad:
—Tampoco habría sido una
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Tampoco habría sido unagran desgracia si se las hubieses
dado. —¿Tú crees? —preguntó Laci,
un tanto avergonzado.Yo estaba de pie, allí, entre las
flores, y me parecía ver su rostroenrojecido, de niño envejecido, s
confusa sonrisa. —¿Qué piensas? ¿Crees que
sigue amando a Eszter?…
La respuesta a esa preguntatardó en llegar. Yo hubiese
preferido interrumpirlos, pero ya
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preferido interrumpirlos, pero yaera tarde. En aquella situació
ridícula, me sentía sola yenvejecida, allí, entre las flores de
mi jardín; como en un poemaanticuado, en la mañana en que
esperaba la visita del hombre queme había engañado y expoliado, e
la casa donde había ocurrido todo,en la casa donde había transcurrido
toda mi vida, allí donde guardaba
en una cómoda las cartas de Vilmay de Lajos, junto con el anillo falso
esto lo sabía con certeza desde la
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esto o sab a co ce te a desde anoche anterior, aunque lo hubiera
intuido muchísimo antes de unamanera confusa—. En esa situació
dramática, mientras escuchaba unaconversación en secreto, de repente
me di cuenta de que la respuesta ala última pregunta, la única
pregunta que me interesaba, tardabaconsiderablemente: Tibor, el juez
imparcial, sopesaba sus palabras.
—No lo sé —dijo después—.o lo sé —repitió en un tono
todavía más grave, como si
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g ,estuviera discutiendo con alguie
. Los amores sin esperanza noterminan nunca —concluyó.
Hablando en voz baja, entraroen la casa. Oí que me estaba
buscando. Puse las flores en el banco de piedra, me acerqué al
final del jardín, al pozo, me sentéen el banco donde hacía veintidós
años Lajos me había pedido e
matrimonio, me puse las manossobre el corazón, ajustándome la
rebeca de punto, porque tenía frío,
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p , p q ,miré hacia la carretera y, de
repente, no entendí la pregunta deLaci.
6
El día en que Lajos llegó por
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q j g p primera vez a casa, hace
muchísimos años, Laci fue el primero en recibirlo con una
desbordada simpatía. En aquelentonces, los dos eran considerados
por todos «grandes promesas».adie sabía decir con total
exactitud qué «prometían» Laci yLajos; pero cualquiera que los
oyera hablar quedaba convencido
de que eran muy prometedores. Loque era común en sus caracteres —
una completa ausencia del sentido
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pde la realidad, una marcada
tendencia a las ensoñacionesdesordenadas, una necesidad
inconsciente de mentir— losacercaba con una fuerza
irrefrenable, como la fuerza que unea dos enamorados.
Laci introdujo a Lajos enuestra familia con muchísimo
orgullo. Se parecían hasta en el
físico: los dos tenían un aireromántico del siglo pasado, algo
que siempre me había gustado e
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q p gLaci y que descubrí con simpatía e
Lajos. Hubo una época en que sevestían de la misma manera, y la
ciudad se llenaba con las fechorías poco serias que cometían de manera
ostentosa. Sin embargo, todo elmundo los perdonaba porque era
óvenes y simpáticos y, al fin y alcabo, nunca cometieron ninguna
indecencia. Se parecían de una
manera pavorosa, en cuerpo y ealma.
Esa amistad —que en los añosd i id d b
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de universidad ya se mostraba
inquietantemente íntima— nodisminuyó cuando Lajos empezó a
mostrar interés hacia mí, sino quetan sólo se transformó de un modo
extraño. Hasta un ciego hubiera podido ver que Laci, de una manera
ridícula, estaba celoso de Lajos.Hacía todo lo que podía para ligar
a su amigo a la familia y, al mismo
tiempo, no veía con buenos ojos lasatenciones de Lajos hacia mí;
intentaba interrumpir nuestrosd í id i i id d
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momentos de tímida intimidad y se
burlaba de las señales pusilánimesde nuestra simpatía mutua que cada
vez iba a más. Laci estaba celoso, pero de una manera extraña, o quizá
no tan extraña: sus celos sólo meabarcaban a mí. Cuando Lajos se
casó con Vilma, Laci pareciócontento y se comportó con ternura
y abnegación. Todos en la familia
sabían que yo era la preferida deLaci, que era su «punto débil». Más
tarde llegué a pensar que quizá lasi tí l ti tí d L i
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simpatías y las antipatías de Laci
hubiesen influido en la infidelidadde Lajos. Sin embargo, nunca pude
encontrar pruebas para talsuposición.
Aquellos dos jóvenes parecidos, aquellos dos caracteres
casi idénticos ansiaban la mutuaamistad y trataban de superarse e
ese afán. En una época, cuando
Lajos recibió su herencia, vivierountos en la capital, en un fantástico
piso de soltero que yo nunca lleguéú L i
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a conocer y que, según Laci,
constituía el escenario másimportante de los encuentros
espirituales y sociales de aquellostiempos; pero tengo fundadas
razones para dudar de laimportancia de aquellas reuniones.
El hecho es que vivían juntos,tenían dinero —Lajos entonces era
casi rico, y Laci sólo puede
mencionar con un resentimientoinfantil el reloj de oro y el dinero
prestado a Lajos, puesto que él, el ti fí d l
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los tiempos efímeros de la
abundancia, gastaba en todo y etodos, incluido, por supuesto, en s
amigo—, escogían a algunos de losmás ávidos miembros de la
uventud dorada del fin de siglofeliz y ocioso y, según pude
constatar más tarde, llevaban unavida digna de una novela de
aventuras. No quiero decir que
organizaran grandes juergas. ALajos no le gustaba beber, y Laci
evitaba trasnochar. Más bien vivíanen un dolce far niente costoso
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en un dolce far niente costoso,
complicado y exigente, que las personas ajenas a ellos podía
confundir fácilmente con unaactividad febril, profunda y
decidida, con un modo de vivir exquisito, o con un nuevo estilo de
vida —ésa era la expresión favoritade Lajos— para cuya realizació
esos dos jóvenes se habían aliado.
La verdad era que se pasaban losdías mintiendo y soñando. Pero yo
sólo me enteré de ello mucho mástarde
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tarde.
7
El techo estaba, por lo menos ali i i b d l d
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principio, bastante destartalado.
Cuando mi padre murió, Tibor yEndre, amigos de la familia,
examinaron detenidamente eltestamento. Endre, al ser notario,
estaba obligado a hacerlo tambié por su profesión. Nuestra situació
económica parecía, a primera vista,desesperanzadora. Lo poco que
quedaba —tras las últimas
desgracias, la administraciónegligente y malhumorada de mi
padre, la enfermedad de mi madre,la boda y la muerte de Vilma la
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la boda y la muerte de Vilma, la
inversión en el negocio de Laci— se esfumaba entre las manos de
Lajos. Cuando ya no le fue posibleconseguir dinero contante y sonante,
se llevó las antigüedades queteníamos, como «recuerdo», segú
decía: las coleccionaba con lacuriosidad y la pasión típicas de u
niño. Yo lo defendía, a veces,
delante de Endre y de Tibor. «Estáugando —decía cuando ellos lo
acusaban—. Hay algo infantil en scarácter Le gusta jugar » Sin
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carácter. Le gusta jugar.» Sin
embargo, Endre se enfadaba etales ocasiones. «Los niños juega
con barquitos y con canicas decolores —decía él—. Pero Lajos es
un niño perpetuo a quien le gustaugar con letras de cambio.» Si
decírmelo con total claridad, medejaba entender que las letras de
Lajos no le parecían juguetes
completamente inocentes, nicompletamente inocuos. El hecho es
que, después de la muerte de mipadre fueron apareciendo cada vez
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padre, fueron apareciendo cada vez
más a menudo letras quesupuestamente había firmado para
Lajos: yo nunca dudé de laautenticidad de las firmas. Pero eso
llegó a carecer de importancia,como también todo lo demás, e
medio de aquel cataclismogeneralizado.
Cuando me di cuenta de que no
tenía a nadie en el mundo —quesólo tenía a Nunu, con quien vivía
en una extraña simbiosis, como elmuérdago en los árboles sin que
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muérdago en los árboles, sin que
ninguna de las dos supiera quién erael árbol y quién el muérdago—,
Endre y Tibor intentaron salvar algo para mí en medio de aquel
cataclismo. Fue entonces cuandoTibor se quiso casar conmigo. Yo
intenté encontrar algún pretexto, lorechacé; pero no pude confesarle la
verdadera razón de mi negativa. No
pude decirle que en secreto todavíaesperaba a Lajos, alguna noticia de
él, algún mensaje, quizá algúmilagro Todo parecía milagroso
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milagro. Todo parecía milagroso
alrededor de Lajos, y a mí no me parecía descabellada la idea de que
un día se presentara, con lateatralidad propia de un actor o de
un cantante de ópera, disfrazado deLohengrin, cantando un aria
solemne. Después de nuestraseparación había desaparecido
también de manera milagrosa, como
si se hubiese esfumado en la niebla.o volví a saber nada de él durante
años.No quedó nada más que la casa
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No quedó nada más que la casa
y el jardín, aunque la casa estabagravada todavía con una pequeña
parte de la hipoteca. Antes, yosiempre había creído ser una
persona resistente, dura y práctica; pero, cuando me quedé sola, me vi
obligada a darme cuenta de quehabía vivido en las nubes —en unas
nubes peligrosamente cargadas de
electricidad—, y que no sabía casinada exacto o fiable acerca de la
realidad. Nunu opinó que con lacasa y el jardín bastaba para
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casa y el jardín bastaba para
nosotras dos. Todavía no entiendocómo nos pudo bastar. Es verdad
que el jardín era grande y estaballeno de árboles frutales: Nun
había desterrado casi por completolas flores románticas, los caminos
serpenteantes cubiertos de arcillarojiza, las fuentes y las piedras
llenas de musgo, propias de u
cuento de hadas, y habíaaprovechado cada palmo de tierra,
con una aplicación tan ingeniosacomo la que caracteriza a la gente
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q g
que vive en los lugares áridos delsur, donde cada metro cuadrado de
tierra se aprecia y se rodea de piedras, para protegerla contra los
vientos y contra la incursión de losextraños. Aquel jardín era todo lo
que nos quedaba. Endre y Tibor nosaconsejaron, durante un tiempo, que
alquilásemos algunas habitaciones
de la casa y que cocináramos paranuestros inquilinos. El proyecto no
se llevó a cabo, principalmente por la oposición de Nunu. Ella no
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p
explicaba sus razones en contra, noargumentaba, pero con sus palabras
y con su silencio daba a entender que no admitiría a extraños en la
casa. Nunu siempre arregló lascosas de otra manera,
resolviéndolas de otra forma, y nocomo los demás esperaban que lo
hiciese. Según la tradición, dos
mujeres solitarias e inútiles puedeconvertirse en modistas, e
cocineras o dedicarse a hacer punto; pero Nunu no pensaba e
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p ; p p
esas cosas. Tardó, incluso, enaceptar que yo diera clases de
piano para los hijos de algunasfamilias conocidas.
Sin embargo, de alguna manerasobrevivimos… Ahora ya sé que
nos mantenía la casa, el jardín, efin, lo que quedaba de mi pobre
padre imprudente. Sólo nos
quedaba eso, sólo teníamos eso. Lacasa nos ofrecía un techo; los
muebles antiguos, aunquemermados, nos ofrecían un hogar.
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, g
El jardín nos sustentaba con susalimentos, nos proporcionaba todo
lo que necesitan dos náufragos. Elardín creció a nuestro alrededor,
puesto que le entregábamos todo,nuestro trabajo y nuestras
esperanzas, y a veces parecía unaverdadera hacienda, donde poder
vivir despreocupadas hasta el fin de
nuestros días.Un día, Nunu decidió plantar
almendros en la parte trasera, en utrozo de tierra arenosa de casi una
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hectárea, y los almendros cubrieronuestras vidas y nos dieron sus
frutos como unas manos ocultas quearrojasen el maná celestial a los
hambrientos. Los almendros nosdaban sus frutos año tras año, y
unu vendía las almendras esecreto, con un aire festivo. Con ese
dinero vivíamos y, a veces, hasta
pagábamos alguna deuda, o ledábamos algo a Laci. Yo tardé en
entenderlo, pero Nunu no me quisodar explicaciones: callaba y
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sonreía. En ocasiones, me deteníaentre los almendros y los miraba
con una supersticiosa sensación demaravilla. Era como si se hubiese
producido un milagro, en medio deesa tierra arenosa, en nuestras
vidas. ¡Alguien cuidaba denosotras! Esa era mi impresión.
Plantar almendros había sido
idea de mi padre, pero estabademasiado cansado para realizarla.
Diez años antes, él le había dicho aunu que la parte trasera arenosa
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del jardín era apropiada para plantar almendros. A mi padre no le
importaban las posibilidades que lavida pudiera ofrecer. A los ojos de
los desconocidos él sólo se habíaocupado de dilapidar nuestra
humilde fortuna. Sin embargo,después de su muerte tuvimos que
admitir que, a su manera silenciosa
y resentida, había arreglado todo lorelativo a la herencia; la casa, e
realidad, la había cargado dehipotecas mi madre, accediendo a
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una petición de Lajos. Mi padre nosconservó el jardín, y siempre se
opuso a abandonar la casa. Cuandonos quedamos solas, Nunu y yo, no
tuvimos que hacer otra cosa sinoacomodarnos en el jardín que mi
padre había construido. Arreglamosla casa gracias a Endre, que nos
consiguió un préstamo e
condiciones muy favorables. Todoocurrió sin que nosotras tuviéramos
que hacer planes previos alrespecto, de una manera espontánea
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y natural.Un día nos dimos cuenta de que
teníamos un techo encima de lacabeza, de que yo incluso podía
comprar alguna tela para hacermeun vestido, de que Laci se las
arreglaba para pedirme libros prestados para leer; y así, poco a
poco, desapareció la soledad en la
que nos habíamos refugiadodespués del cataclismo, como los
animales heridos se refugian en smadriguera. Incluso teníamos
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amigos, y los domingos por lanoche la casa se llenaba de
invitados. Los demás nosasignaban, a Nunu y a mí, un lugar
en el mundo, nos adjudicaban urincón tranquilo donde podíamos
vivir nuestras vidas sin que nadienos molestara. Nada era ta
desesperanzador ni tan insoportable
en mi vida como lo habíaimaginado. Nuestras vidas
volvieron a tener sentido: teníamosamigos, sí; hasta teníamos
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enemigos, como la madre de Tibor o la esposa de Endre, quienes —
debido a sus celos injustificados yridículos— temían que ellos
estuvieran en peligro en nuestracasa.
En ocasiones, la vida en la casay en el jardín parecía una vida
auténtica y verdadera, una vida que
tuviera sus metas, sus tareas, sestructura y su contenido. Si
embargo, no tenía ningún sentido, yyo sabía que podría vivir así
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durante varias décadas, perotampoco me hubiera importado e
absoluto que me dijeran que tendríaque morirme pronto. Era una vida
sin complicaciones y sin peligros.Lajos siempre había sido u
fanático de Nietzsche y abogaba por vivir una vida peligrosa. Si
embargo, temía los peligros: se
metía en las aventuras, tanto en las políticas como en las sentimentales,
de una manera aparentementefogosa, pero armado hasta los
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dientes de mentiras previamenteinventadas, asegurándose en secreto
en todos los terrenos, llenándoselos bolsillos con documentos
escandalosos sobre sus enemigos.En cuanto a mi vida, ha estado llena
de peligros, por lo menos mientrasestuve cerca de Lajos. Después de
que él desapareciera, me di cuenta
de que no quedaba nada en su lugar:tuve que admitir que ese peligro
había sido el único y verdaderosentido de mi vida.
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Entré en la casa, coloqué las daliasen los jarrones y me senté en el
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porche, junto con mis invitados.Laci solía venir cada domingo por
la mañana para desayunar. Le poníamos la mesa en el porche o, si
el tiempo no lo permitía, en laantigua habitación de los niños que
usábamos como salita de estar. Leservíamos el desayuno con las tazas
antiguas y con los cubiertos de plata
ingleses, con la nata en la jarrita de plata que, cincuenta y dos años
atrás, un pariente generoso y de poco gusto le había regalado en s
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bautizo. La jarrita tenía grabado elnombre de mi hermano con letras de
redondilla.Allí estaban, en el porche:
Tibor fumaba un puro ycontemplaba el jardín, confuso;
Laci devoraba la comida, comocuando era un adolescente. No
dejaba pasar ningún domingo si
venir a desayunar, como sinecesitara revivir cada semana los
recuerdos de su infancia. —También ha enviado una carta
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a Endre —dijo Laci, con la bocallena.
—¿Y qué le dice? —pregunté,sorprendida.
—Le dice que esté aquí hoy,que no se le ocurra irse fuera. Que
lo va a necesitar. —¿Necesitarlo? ¿A Endre? —
dije entre risas.
—¿A que es verdad, Tibor? — preguntó Laci, que siempre
necesitaba testigos de fiar. Ya noconfiaba ni en sus propias palabras.
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—Sí, es verdad —respondióTibor, malhumorado.
—Quizá venga con algunaintención concreta. Quizá… —
añadió, y su rostro se volvió alegre,como si hubiese encontrado por fi
la única respuesta digna y honrada posible a esa pregunta— quizá
quiera saldar sus deudas.
Nos quedamos reflexionando.Yo quería creer en Lajos, y cuando
Tibor expuso su opinión, pensé queeso sería posible. De repente, me
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embargó un sentimiento de alegríadesbordada y de fe incondicional.
¡Claro, regresa después de veinteaños! Regresa aquí, donde —¿para
qué serviría esconder los hechos? nos debe a todos algo: nos debe
dinero, promesas, juramentos.Regresa aquí, donde cada encuentro
suyo estará lleno de dolores, de
molestias y de tensiones; peroregresa para enfrentarse a s
pasado, para cumplir con todas sus palabras dadas. ¿Qué fuerza, qué
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esperanza me motivaban en eseinstante? El hecho es que ya no
temía el encuentro. Una persona noregresa, después de décadas, al
escenario de sus fracasos. «¡Le hacostado años y años prepararse
para este viaje! —pensé cocompasión—. Le ha costado
prepararse, y quién sabe cuántos
caminos pedregosos y cuántoslaberintos complicados ha tenido
que recorrer hasta tomar sdecisión.» De repente, me había
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despertado. Esa esperanzadescabellada que rechazaba
cualquier indicio de duda dictada por la razón, esa luz, parecida a la
del sol cuando sale por el Levante,que precedía para mí la llegada de
Lajos, disipó todas mis dudas.Lajos regresa, junto con los niños.
Ya está en camino, ya viene. Y
nosotros que lo conocemos, queconocemos sus puntos débiles,
debemos prepararnos para elmomento grandioso de las cuentas,
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para el momento en el que Lajos vaa devolver a todos lo que nos debe:
sus juramentos y sus letras. Nunu, que había aparecido en la
puerta sin hacer ningún ruido y queescuchaba nuestra conversación co
las manos juntas por debajo deldelantal, nos comunicó en voz baja:
—Endre mandó decir que
llegaría pronto. Lajos lo haconvocado como notario.
Esa información aumentó misesperanzas. ¡Lajos necesitaba u
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notario! Conversamos de unamanera confusa. Laci expuso, co
amplios gestos y la voz agitada, queen la ciudad ya se conocía la
noticia de la llegada de Lajos. Por la noche, en la cafetería, se le había
acercado un sastre para hablarle deunas cuentas que Lajos había
dejado sin pagar. Uno de los
concejales del ayuntamiento habíamencionado unos bancos de
hormigón que hacía quince años lehabía propuesto Lajos, cobrando el
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adelanto, sin que dichos bancosllegaran después. Todas esas
noticias ya no herían missentimientos. El pasado de Lajos
estaba lleno de promesasincumplidas y de acciones
inconclusas, y yo las veía como sise tratasen de las fechorías típicas
de un adolescente. «Hemos pasado
unos períodos difíciles en nuestrasvidas; pero Lajos ha cumplido los
cincuenta y ya no juega con sus palabras, viene a dar la cara por s
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pasado, ya está en camino haciaaquí.» Me levanté para ponerme u
vestido digno de una ocasión tafestiva. Laci también estaba
soñando: —Siempre pedía algo. ¿Te
acuerdas, Tibor, de cuando lo viste por última vez? ¿Te acuerdas de
que después de una larga discusión,
cuando tú le dijiste que opinabasque no tenía carácter, cuando le
enumeraste todos sus pecados,todos los que había cometido contra
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nuestra familia y contra sus amigos,y lo llamaste «miserable ruina
humana», él se puso a llorar, y sedespidió de todos nosotros con u
abrazo, y a continuación te pidiódinero? Cien o doscientas coronas.
¿Te acuerdas?… —No me acuerdo —respondió
Tibor, molesto y avergonzado.
—¡Claro que te acuerdas! —leespetó Laci, gritando—. Como no
le quisiste dar el dinero, se fuecorriendo, totalmente
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conmocionado, como si se dirigierahacia una muerte segura. Estábamos
aquí mismo, en este jardín, peroteníamos diez años menos, y
también hablábamos de Lajos. Élregresó desde la puerta y, con voz
tranquila y sosegada, te pidió u billete de veinte, «algo de cambio»,
dijo, porque no tenía ni el dinero
suficiente para comprarse el billetedel tren. Se lo diste. ¡No he
conocido nunca a nadie parecido!dijo Laci, entusiasmado, y siguió
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desayunando. —Se lo di, claro que se lo di —
respondió Tibor, avergonzado—.¿Por qué no? Nunca me he negado a
dar dinero a quien me lo pida, puesto que siempre lo he tenido. A
Lajos, según creo, no era eso lo quele importaba —opinó después de
una breve reflexión, mirando el
techo con sus ojos, miopes. —¿Que el dinero no le
importaba a Lajos? —objetó Laci,con un tono de sincera sorpresa—.
i dij l
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Es como si dijeras que la sangre nole importa al lobo.
—No me entiendes —lerespondió Tibor, poniéndose
colorado. Siempre se poníacolorado cuando luchaba contra s
papel de juez, contra su papel de persona condenada a juzgar:
siempre tenía que ser sincero, au
sabiendo que la verdad noconcordara con las verdades de los
demás, puesto que había juradodecir siempre la verdad—. Tú no
i d i ió b i d
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me entiendes —repitió, obstinado. He estado pensando mucho
sobre Lajos y todo se resume en laintención. Sin embargo, sus
intenciones nunca han sido infames.Yo sé de un caso… Sé que una vez,
durante una juerga, pidió a alguieuna cantidad considerable de dinero
prestado… Y, por casualidad, me
enteré de que a la mañana siguienteentregó aquella cantidad de dinero,
intacta, a uno de mis empleados queestaba en apuros. Espera, no he
i d N l
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terminado. Naturalmente, no es uacto heroico el que alguien se
comporte con generosidadutilizando el dinero de otro. Si
embargo, en aquel momento Lajostenía una necesidad imperiosa de
dinero, tenía varias letras que pagar, cómo decirte…, letras
apremiantes. Aquella cantidad que
había pedido, bastante borracho, yque al día siguiente, ya cuerdo,
entregó a una persona desconocida,la hubiera podido emplear en pagar
i l t E ti d l
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sus propias letras. ¿Entiendes loque quiero decir?
—No —respondió Laci cosinceridad.
—Yo, sin embargo, creo que loentiendo —concluyó Tibor, y se
calló, obstinado, como siempre,como si se hubiese arrepentido de
lo que acababa de contar.
Nunu opinó: —Tened cuidado, porque viene
por dinero. Sin embargo,conseguirá lo que quiere, por
h id d t ái Tib
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mucho cuidado que tengáis. Tibor le volverá a dar dinero.
—¡Qué va! ¡No le volveré a dar ni un céntimo! —declaró Tibor,
riéndose, moviendo la cabeza paranegar.
Nunu se encogió de hombros. —Claro que sí. Como la última
vez. Algo. Un billete de veinte, por
lo menos. Algo hay que darle. —Dime, Nunu, ¿por qué? —
preguntó Laci, con una profundaadmiración y con envidia.
P él l á f t
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—Porque él es el más fuerte — respondió Nunu con indiferencia. Y
regresó a la cocina.Mientras me vestía, delante del
espejo, me vi obligada a apoyarmeen algo, porque tuve una visión. Vi
el pasado, con la misma claridadcon la que se ve el presente. Vi el
ardín, el mismo jardín donde e
ese momento estábamos esperandoa Lajos: un jardín donde nos
encontrábamos de pie, debajo delaltísimo fresno, veinte años más
ó enes c ando n estros cora ones
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óvenes, cuando nuestros corazonesestaban llenos de desolación y de
ira. Unas palabras contundentes,llenas de emoción, volaban por los
aires, como los abejorros delotoño. Era otoño, estábamos a
finales de septiembre. Se respirabaun aire perfumado de
embriagadores vapores. Nosotros
teníamos veinte años menos,estábamos reunidos, parientes,
amigos y medio desconocidos, yentre nosotros se encontraba Lajos,
con la expresión del ladrón cogido
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con la expresión del ladrón cogidoin fraganti. Estaba tranquilo,
parpadeaba, se quitaba las gafasrepetidas veces, para limpiarlas
cuidadosamente. Se encontrabasolo, en el centro de un círculo de
personas inquietas, con latranquilidad de alguien que sabe
que ha perdido la jugada, que todo
se ha desvelado, que ya no puedehacer otra cosa sino estar allí y
esperar con paciencia, esperar aque le lean el veredicto. De
repente Lajos desapareció de aquel
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repente, Lajos desapareció de aquelcírculo. Y nosotros seguimos
viviendo, de una manera mecánica,viviendo nuestras vidas de figuras
de cera. Desde entonces, sólovivimos de una manera figurada:
como si nuestra verdadera vidahubiese sido la lucha y la emoció
que Lajos nos provocaba.
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Todos nosotros pertenecemos aLajos, vivimos en alianza contra él,
y ahora que se aproxima, vivimosotra vez de una manera más agitada,
más peligrosa Esos eran mis
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más peligrosa. Esos eran mis pensamientos allí, en mi habitación,
delante del espejo, al ponerme midisfraz de antaño. Lajos nos
devolvía el tiempo pasado, laexperiencia intemporal de la vida
vivida. Sabía que él no habíacambiado en nada. Sabía que Nun
tenía razón. Sabía que, en efecto, no
podíamos hacer nada contra él. Ytambién sabía que yo aún no tenía
idea de cómo era la vida de verdad,de cómo era mi vida o la de los
demás y que sólo a través de Lajos
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demás, y que sólo a través de Lajos podría aprender la verdad, sí, a
través del mentiroso de Lajos.El jardín se estaba llenando de
gente. Sonó la bocina de uautomóvil. De repente me
tranquilicé de una maneramaravillosa: sabía que había
llegado Lajos, porque no podía
hacer otra cosa, y que nosotros loíbamos a recibir, porque no
podíamos hacer otra cosa, y quetodo eso era temible, molesto e
inminente tanto para él como para
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inminente, tanto para él como paranosotros.
9
Sin embargo, la realidad, como unaextraña ducha fría, me despertó de
mis visiones Lajos había llegado
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mis visiones. Lajos había llegado.Empezaba el día, el día de la visita
de Lajos, que Tibor, Laci y Endrerecordarían hasta la hora de s
muerte, hablando de él,transformando una y otra vez sus
palabras, buscando los recuerdos,evocando y negando las imágenes
de la realidad. Quisiera relatar los
acontecimientos de aquel día de unamanera fiel. Tardé en comprender
el verdadero significado de lavisita. Empezó como empieza la
función de un circo ambulante Yi ó l fi l l id
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función de un circo ambulante. Yterminó… no, el final y la partida
no los puedo comparar con nada.Todo terminó de una manera
sencilla. Lajos se fue, el díaterminó, acabó una parte de
nuestras vidas y… seguimosviviendo.
Lajos llegó con un verdadero
séquito. El automóvil que se detuvodelante de la casa llamó la atenció
de los vecinos. Era un coche rojo,grandísimo. El primero en bajar de
él según me enteré después —dí l d
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él, según me enteré después puesto que me perdí el momento de
la llegada, el momento taesperado, y solamente pude
reconstruirlo a través de las palabras confusas de Laci y de las
observaciones con las que Tibor lascorregía—, había sido un jove
desconocido, vestido de manera
extravagante, que llevaba ucaniche de pelo amarillo y co
hocico de león. El caniche, de unaraza especialmente valiosa,
originaria del Tibet, estaba furiosot í i t i d d l
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originaria del Tibet, estaba furiosoy tenía intenciones de morder al
primero que se le acercara. Acontinuación, bajó una señora
bastante mayor, pero vestida deforma juvenil y con la cara pintada,
que llevaba un abrigo de cuero.Luego, Eva y Gabor, y, al final, del
asiento de al lado del conductor,
también bajó Lajos. Su llegadaconfundió a quienes los esperaban.
adie salió a su encuentro, todos sequedaron parados, en el jardín,
inmóviles, mirando el automóvilj L j t t h bl d
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inmóviles, mirando el automóvilrojo. Lajos se entretuvo hablando
con el conductor; después, entró eel jardín, miró a su alrededor,
reconoció a Tibor y, sin saludarlo,le pidió:
—Tibor, préstame un billete deveinte por un instante. El chófer
quiere comprar aceite, y yo no
tengo cambio.Como dijo exactamente lo que
los demás esperaban de él, nadie protestó, nadie se escandalizó;
siguieron allí, parados en el jardín,hechi ados; allí donde lo había
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g , p j ,hechizados; allí, donde lo había
visto por última vez, veinte añosantes, debajo del mismo árbol, bajo
la misma luz; y como los habíasaludado con las mismas palabras
con las que se había despedido deellos, comprendieron que todo
respondía a ciertas leyes, y se
mantuvieron en silencio. Tibor leentregó el billete sin musitar
palabra. Se mantuvieron otro ratocallados, como los actores de una
película muda. Luego, Lajos leentregó el dinero al conductor
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p g , jentregó el dinero al conductor,
regresó al jardín y presentó a losdesconocidos. Así empezó todo.
Más tarde, me he preguntado amenudo si todo aquello había sido
previsto tal cual ocurrió y si por eso había tenido un aire teatral.
Creo que sí; pero aquel aire teatral
no había sido intencionado. Sóloasí pudo conseguir sus efectos.
Lajos nunca pretendía ser teatral:de lo contrario, lo habría
rechazado antes o después,tachándolo de prestidigitador de
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p ,tachándolo de prestidigitador, de
comediante inmoral de feria, dealguien que sólo entretiene a s
público durante un rato,escandalizándolo; pero que termina
cansando y hace que la gente le déla espalda, puesto que todas sus
intenciones y todos sus trucos
acaban aburriendo. Pero la gente nole daba la espalda a Lajos, porque
sus puestas en escena estaban llenasde sorpresas imprevistas que lo
divertían a él también; estaballenas de improvisaciones que él
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;llenas de improvisaciones que él
mismo habría aplaudido y que a élmismo le hubiesen provocado la
risa en el momento de la gracia delchiste. Lajos se complacía en citar
un verso de Shakespeare que diceque el mundo entero es un teatro. Él
actuaba en el teatro de la vida, y e
las escenas importantes siempredesempeñaba el papel principal, si
habérselo aprendido de memoria.En el momento de la llegada a
casa, hizo su puesta en escena,actuó y recitó su papel con evidente
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pactuó y recitó su papel con evidente
placer: habló de los dos niños coun tono difícilmente calificable,
acompañando sus palabras cogestos dramáticos y falsos, como si
se tratase de unos huérfanos. Ya sus primeras palabras parecieron una
acusación, una acusación y una
exigencia. «Los huérfanos», asícalificó a sus hijos ante Tibor y
Laci, a unos niños que se habíahecho ya adultos: Gabor había
obtenido su diploma de ingeniero,había engordado y se había
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ghabía engordado y se había
transformado en un joven lento ytaciturno que no dejaba de
parpadear; Eva era ya una jovedama, iba vestida según la última
moda de la capital, con un vestidodeportivo y una bufanda hecha co
un par de pieles de zorro, y
mostraba una sonrisa un tantoirónica, resentida, en actitud de
espera. «Los huérfanos», dijoLajos, acompañando sus palabras
con una mirada llena de compasión,al mostrar a los hijos de Vilma
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al mostrar a los hijos de Vilma,
quienes de hecho eran huérfanos,huérfanos de madre, pero que era
más fuertes que su propio destino:habían crecido y regresaban co
nosotros haciendo gala de uaspecto tranquilizador.
Me resulta difícil explicar todo
aquello. Estábamos de pie,confundidos, delante de los
huérfanos, con la mirada baja.Lajos los mostraba de todos los
lados, desde todos los ángulos, defrente y de costado haciéndolos
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frente y de costado, haciéndolos
girar, como si se los hubieseencontrado en la calle, como si se
hubiese encontrado a unos niñosmugrientos y mal vestidos,
abandonados de la mano de Dios, ycomo si alguno de los presentes —
Tibor, Nunu o yo— fuéramos los
responsables de su destino. No dijonada al respecto, pero nos estuvo
mostrando a Eva y a Gabor asídesde el primer instante. Y lo más
extraño es que nosotros —viendo aaquellos dos jóvenes bien cuidados,
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aquellos dos jóvenes bien cuidados,
visiblemente bien vestidos,sospechosamente maduros y
demasiado bien enterados de todo,que acababan de caernos desde la
luna— sentíamos que hasta cierto punto éramos responsables de ellos,
responsables, en el sentido práctico
de la palabra; como si noshubiésemos negado a compartir
nuestro pan o nuestro afecto coellos, aunque tuvieran el derecho y
la necesidad de ello.Ambos huérfanos se
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Ambos huérfanos se
mantuvieron a la espera de losacontecimientos, tranquilos,
seguramente acostumbrados ya a las puestas en escena de Lajos,
conscientes de que no podíaevitarlas, de que tenían que esperar
que todo transcurriera como él
dispusiera, para poder recibir alfinal los aplausos. Lajos, después
de una corta pausa artificial, cuandonosotros ya estábamos llenos de
remordimientos por los dos«huérfanos», tosió dos veces, fiel a
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« ué a os», tos ó dos veces, e a
su antigua costumbre, y prosiguiócon sus números de
prestidigitación. Todas aquellasdemostraciones le ocuparon la
mañana entera. Se aplicó con fervor y vimos que ejecutaba sus números
de la mejor manera que podía: puso
en escena verdaderas lágrimas, besos llenos de fervor; repitió sus
números de antaño de una manera puntual. Sus habilidades nos
hechizaron a todos. A Nunutambién.
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Durante la primera hora, nadiemás pudo decir ni una palabra y
admiramos su interpretación con elaliento contenido. Le dio un beso a
unu, la volvió a besar en ambasmejillas y, a continuación, sacó de
su cartera una carta, la carta de u
secretario de Estado: el altofuncionario anunciaba a Lajos que
había recibido su petición, en laque solicitaba un puesto de jefa de
oficina de correos para Nunu, y quetrataría de satisfacer su deseo. Tuve
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la carta entre las manos: estabaescrita en papel oficial, llevaba u
sello y una marca de agua, y en lacabecera se leían, escritas en letras
de imprenta, las palabras«Secretario de Estado». La carta
era auténtica, sin ninguna duda:
Lajos había hecho, efectivamente,algo por Nunu. Lo que nadie
mencionó es que él se lo había prometido a Nunu quince años
antes, lo que nadie recordó es queunu tenía ya casi setenta años, y
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y , y
había olvidado por completo sussueños de convertirse en jefa de
oficina de correos, que ya no estabacapacitada para ello, que a su edad
nadie la emplearía para un puestode tanta responsabilidad, y que
Lajos llegaba tarde con su acto
bondadoso, que llegaba con quinceaños de retraso. Nadie pensó e
eso.Los rodeamos, a Lajos y a
unu, y nuestros ojos brillaron coalivio y con una sensación de haber
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y
triunfado. Tibor miraba a sualrededor con orgullo, y hasta sus
gafas brillaban con tanta alegría:«¡Se ve que nos hemos equivocado.
Lajos ha mantenido su palabra!», seleía en su mirada. Laci sonreía
confuso, pero él también se
mostraba orgulloso de Lajos. Nunlloraba: había trabajado como
empleada auxiliar de correosdurante treinta años en su ciudad
natal, en el norte del país,esperando en vano que la hiciese
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fija y, cuando comprendió que sussueños no se cumplirían nunca, vino
a vernos, se quedó aquí y dio susesperanzas por zanjadas. Allí, en el
ardín, leía la carta de Lajos entrelágrimas, deteniéndose durante u
rato en la frase que citaba s
nombre: el secretario de Estado no podía asegurar nada definitivo,
pero prometía ocuparse del asuntode Nunu con dedicación y empeño,
«examinando todas las posibilidades». Todo eso no tenía
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ya ningún valor práctico. Siembargo, Nunu lloraba y decía e
voz baja: —Gracias, mi querido Lajos.
Quizá ya sea tarde. Pero estoy muyfeliz.
—No es tarde —insistía Lajos
. Ya verás como no.Lo decía con tanta seguridad…
Como si no sólo tratara de tú a tú alsecretario de Estado, sino al
mismísimo Señor, alguien queobviamente sería capaz de
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arreglarlo todo, incluidas lascuestiones relativas a la vejez y a la
muerte. Y nosotros loescuchábamos, conmovidos.
Luego, mientras todoshablábamos a la vez, llegó el tío
Endre y estuvo largo rato de pie, al
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acontecimiento detrás del ambienteartificial, teatral y torpe de una
supuesta unidad. Pero todos loobedecimos, todos sonreímos,
confundidos; hasta el tío Endre, cosu cartera debajo del brazo, cuyo
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contenido nunca llegamos a ver, yque probablemente llevaba sólo
para lucirse, para protegerse, parademostrar que por sí solo nunca
hubiese venido, que solamenteestaba respondiendo a sus
obligaciones de notario.
Se notó que todos estábamosmuy contentos de volver a ver a
Lajos, muy contentos de poder estar presentes en el momento de s
regreso. No me habría sorprendidosi un grupo de personas se hubiese
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congregado al otro lado de la valla, para cantar algo. La confusió
general nos embargó con tantafuerza que se disolvieron los
detalles en medio de nuestrossentimientos desbordados. Más
tarde, hacia el crepúsculo, cuando
nos despertamos, nos miramos coincredulidad, como si hubiésemos
sido los testigos hechizados delnúmero de un faquir hindú que
hubiera arrojado una cuerda alcielo y hubiera trepado por ella
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hasta desaparecer de nuestra vista,entre las nubes. Nosotros
mirábamos todavía hacia el cielo,cuando vimos con sorpresa que él
había bajado otra vez a la tierra yque estaba inclinándose ante
nosotros, pasando la gorra.
10
unu sirvió el almuerzo y losinvitados se sentaron a la mesa e
el porche, conversaron y comieronerviosos. Todos sentían que Lajos
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controlaba por completo lasemociones, gracias a la fuerza
hechicera de sus trucos de magia.Cada palabra que pronunciaba
parecía ser dictada por los papelesque él les designaba. Cada hora
tenía su contenido artificial: el
almuerzo fue la «primera escena»,después siguió la «visita al jardín».
Lajos, el director, se percataba devez en cuando del cansancio de
algunos; entonces batía las manos para dictar el ritmo. Más tarde, se
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quedó conmigo a solas en un rincódel jardín. Desde el porche, se oía
la voz de Laci, que parecíaentusiasmado y encantado. Él había
sido el primero en rendirse, eolvidar sus dudas, y empezó a
regocijarse, feliz y entregado a la
corriente ya conocida, a losefluvios de la presencia de Lajos.
La primera frase que Lajos medirigió, sonó así:
—Ahora vamos a arreglarlotodo.
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Al escuchar aquello, el corazóempezó a latirme con fuerza, y me
puse muy nerviosa. No le dije nada.Estaba delante de él, debajo del
árbol, al lado del banco de piedradonde me había contado tantasmentiras, y por fin tenía la ocasió
de observarlo detenidamente.Había algo triste en él. Algo del
fotógrafo o del político envejecidoque ya no se entera de las artimañas
ni de las ideas de los nuevostiempos y que se aferra, obstinado y
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resentido, a sus viejos trucos, a susafables prácticas de prestidigitador.
Había algo en él del viejo domador de fieras a quien ya no temen ni sus
propias bestias. Su vestimenta eraextraña y anticuada, pero al mismotiempo parecía pretender seguir la
última moda, y eso imponía unaresistencia interior que le impedía
ser elegante o estar al día según sus propios gustos. Su corbata era u
tanto más llamativa de lo quehubiese correspondido con su traje,
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con su personalidad o con la épocadel año, y eso le confería un ligero
aspecto de aventurero. Llevaba uconjunto claro, un traje amplio de
esos que la moda reciente aconseja para viajar, como los que llevan losmagnates del cine extranjeros que
aparecen en las revistas, camino deun país a otro. Todo parecía nuevo,
pero las distintas piezas de svestuario no encajaban las unas co
las otras: sus zapatos eran de uestilo, su sombrero de otro. S
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aspecto reflejaba una ligeradejadez. A mí, se me oprimió el
corazón. Quizá si hubiese venidocon un traje usado, con un aspecto
desgastado y desesperanzado, nome habría provocado esesentimiento de compasión barata.
«Ha tenido lo que se merecía»,habría pensado. Pero aquella
gallardía vergonzosa y desesperadame llenó de conmiseración. Lo
miraba y lo que veía me daba pena. —Siéntate, Lajos —le dije—.
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¿Qué quieres de mí?Me sentía tranquila y benévola.
Ya no le tenía miedo. «Este hombreha fracasado», pensé, y ese pensamiento no me provocó ningunasatisfacción, no me provocó nadamás que compasión, una profunda y
humillante compasión. Creí darmecuenta de que se estaba tiñendo el
cabello, o algo parecido, y me pareció indebido: me hubiese
gustado regañarlo, por su pasado, por su presente, con seriedad pero
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sin severidad. De repente, me sentímayor que él, mucho más madura,
como si Lajos se hubiese detenidoen un punto determinado de su edad,como si hubiese envejecidomanteniendo sus gallardíasuveniles, que no fuero
especialmente peligrosas, nituvieron ningún fin determinado, y
eso era quizá lo más triste de todo.Su mirada era limpia, los ojos
eran grises y melancólicos, comoantaño, como la última vez que lo
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había visto. Fumaba sus cigarrillosen una larga boquilla; las manos
eran especialmente viejas,temblaban y tenían las venashinchadas. Y él también meobservaba con calma y objetividad,como si supiera que esta vez no
iban a funcionar sus trucos, puestoque yo ya los conocía, conocía los
secretos de su oficio, y que, dijeralo que dijese, tendría que
responder, con palabras o sin ellas,que esta vez tendría que responder
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la verdad… Naturalmente, comenzócon una mentira.
—Quiero arreglarlo todo — repitió mecánicamente. —¿Qué quieres arreglar?Lo miré a los ojos y me eché a
reír. «¡Todo esto no es serio!»,
pensé. Pasado cierto tiempo, ya nose puede arreglar nada entre dos
personas. Y yo comprendí esaverdad desesperante en aquel
momento, allí, en el banco de piedra donde nos encontrábamos
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sentados. Uno vive, construye ydestruye su vida, trata de corregirla,
de remediarla, poniéndole parches;y pasado un tiempo se da cuenta deque todo el conjunto, tal cual está,lleno de casualidades y deequivocaciones, ya no se puede
cambiar más. A esas alturas, Lajosya no podía hacer nada. Había
reaparecido desde el pasado,anunciando con un tono sentimental
que quería «arreglarlo todo», perosus intenciones me pareciero
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lamentables y ridículas: el tiempose había encargado ya de«arreglarlo todo», a su manera, dela única manera posible. Le dije:
—Déjalo ya, Lajos.aturalmente, todos estamos
contentos de verte…, de veros a ti y
a los niños. No conocemos tus planes, pero nos alegramos de
volver a verte. No hablemos del pasado. No le debes nada a nadie.
Al decir eso, me di cuenta deque me había arrastrado la corriente
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del momento, que estaba diciendounas palabras introductorias cuyoverdadero contenido era una puramentira. Solamente por miexageración sentimental y por midesosiego altisonante pude haber afirmado que el pasado no existía y
que Lajos no le debía nada a nadie.Los dos sentimos la falsedad de mis
palabras y bajamos la vista. Nosquedamos un rato mirando los
guijarros. El tono inicial de nuestraconversación era demasiado
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elevado, vibraba, sonaba alto y efalsete. Me di cuenta de que me ibaa enredar en una discusión, demanera no muy consecuente pero, almenos, con palabras verdaderas,con una verdadera emoción quetrataba en vano de disimular.
—Probablemente no hayasvenido sólo para decirme esto —
dije en voz baja, porque tenía laimpresión de que los otros, desde el
porche, nos estaban oyendo entresus conversaciones menos animadas
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que antes, y que podían escuchar mis palabras.
—No —respondió él, tosiendo. No he venido solamente para
decirte esto. Escúchame, Eszter,tenía que hablar contigo una vez
más, una última vez.
—Ya no me queda nada —ledije sin querer, con valentía.
—Ya no necesito nada —merespondió, sin molestarse—. Ahora
quiero brindarte algo. Ya sabes quehan pasado veinte años. ¡Veinte
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años! Ya no nos quedan muchosveinte años más en la vida. A lo
mejor ya sólo nos quedan losúltimos. En veinte años todo se
vuelve más claro, más transparente,más comprensible. Ya sé lo que
pasó, y también sé por qué pasó.
—Todo esto es odioso —lerepliqué con la voz ronca—.
Odioso y ridículo. Estamos aquí,sentados en este banco, dos
personas que antaño estuvieroligadas, hablando del futuro. No,
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Lajos, ya no existe ningún futuro,quiero decir no para nosotros dos.
Pongamos los pies en la tierra.Existe algo que tú también conoces,
un orgullo humilde, el orgullo devivir. Ya basta de humillaciones. El
mero hecho de que hablemos del
pasado es una humillación. ¿Quéquieres? ¿Qué estás tramando?
¿Quiénes son esas personasdesconocidas? Coges, haces t
equipaje, reúnes a personas y aanimales y te presentas aquí, coostentación, con las mismas
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, palabras de antaño, hablando comosi hablara el Señor desde elcielo…, pero aquí ya se te conoce.
osotros ya te conocemos, amigo.Hablé con tranquilidad, con una
solemnidad ridícula, y pronuncié
cada palabra con mucha decisión,como si hubiese preparado mi
discurso. En realidad, no había preparado nada. No creía ni por u
instante que algo se pudiesearreglar, no tenía ganas de echarmeal cuello de Lajos, ni tampoco
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j , pquería discutir con él. ¿Qué quería?Me hubiese gustado mostrarmeindiferente. «Aquí está, ha llegado,eso también forma parte de loshechos extraños de la vida, quierealgo, está tramando algo; y luego se
irá, y nosotros seguiremos viviendocomo antes, como hasta ahora. ¡Ya
no tiene ningún poder sobre mí!»Eso sentí, y lo miré con seguridad,con superioridad. «Ya no tieneningún poder sobre mí, no en elsentido sentimental de antes.»
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Pero, al mismo tiempo, me percaté de que la excitación que mehabía embargado durante las primeras frases de nuestraconversación se parecía a todomenos a la indiferencia. Me di
cuenta de que la emoción con la quehablaba a Lajos era la señal de que
entre nosotros había una relación,aunque no tan romántica, no tadoliente, no tan soñadora comoantes; una relación exenta de la luzde luna que nos había iluminado
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qanteriormente. Hablábamos de larealidad. Como si hubiese tenidouna necesidad apremiante deaferrarme a esa realidad, despuésde tanta niebla y de tanta oscuridad,le dije, sin sopesar siquiera mis
palabras: —Tú no me puedes brindar
nada. Te lo has llevado todo, hasarruinado todo.Me respondió lo que yo
esperaba de él: —Es verdad.
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Me miró con tranquilidad, cosus ojos grises y limpios. Luego,miró al aire. Había pronunciadoaquellas palabras con un tono devoz infantil, casi contento, como sile hubiesen puesto un sobresaliente
en un examen. Me estremecí. ¡Vaya persona! Estaba tranquilísimo:
miraba a su alrededor, examinabala casa, con la objetividad de uarquitecto. Después, empezó ahablar de otra cosa.
—Tu madre murió allí arriba,
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en la habitación cuyas ventanasestán cubiertas por la celosía,¿verdad? —me preguntó.
—No —le respondí,sorprendida—. Mi madre murióabajo, en la habitación donde ahora
se aloja Nunu. —Qué curioso —dijo—. No me
acordaba.Tiró la colilla del cigarrillo. Selevantó, dio unos pasos paraacercarse a la casa y palpó losladrillos del muro, meneando la
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cabeza. —Tiene humedades —dijo con
tono de desaprobación, distraído. —El año pasado hicimos
reparaciones —le dije, sumida eel mismo estado de encantamiento
inconsciente.Regresó a mi lado, me miró profundamente a los ojos. Estuvocallado durante un largo rato. Nosmirábamos, con los ojos mediocerrados, con atención y curiosidad.Su rostro reflejaba seriedad y
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devoción. —Permíteme una pregunta,
Eszter —me dijo en voz baja yseria—. Una sola pregunta.
Cerré los ojos, sentía sofoco,mareo. Ese mareo duró unos
instantes, e hice un gesto con lamano para protegerme. «Ahora meva a hacer una pregunta —pensé—.Dios mío, me va a hacer una pregunta. ¿Qué me va a preguntar?¿Quizá me pregunte por qué ocurriótodo? ¿Quizá me pregunte si fui yo
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la cobarde? ¡Le tengo queresponder!» Suspiré y lo miré, preparada para responder.
—Dime, Eszter —me preguntóentonces en voz baja, con un tonode intimidad—, ¿sigue la casa libre
de hipotecas?
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11
Los acontecimientos de la mañana, por lo menos todo lo que ocurrió
después de la pregunta de Lajos, seconservan un tanto borrosos en mi
i l í d ll ó l
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memoria. El tío Endre llegó en elmismo momento en que Lajos me
formulaba su pregunta. Lajos sesintió molesto, y empezó a decir
una de sus mentiras, en voz alta,como si pretendiera esconder sus
temores detrás de ese tono elevado.
Habló casi a gritos, con unaovialidad artificial, con una
superioridad vacía que no alteró enada a Endre; adoptó un tono decamaradería, lo agarró por el brazoy le contó historias divertidas,comportándose como si fuera u
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invitado destacado, objeto de unoshonores merecidos, como siestuviera en una casa donde todo ytodos se situasen ligeramente por debajo de su rango.
Endre lo escuchó co
tranquilidad: era la única personaen el mundo a quien Lajos teníamiedo, a quien no era capaz dehechizar. En su fuero íntimo estabaacorazado contra los efluvios y loshechizos de Lajos, contra esosefluvios que según él alcanzaban a
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todos y a todo, hasta a los animalesy a los objetos sin vida. Endreescuchó a Lajos con atención, comoalguien que conoce los trucos, comoalguien que conoce los mecanismossecretos de las interpretaciones y
no se sorprende si alguien saca dela chistera un pañuelo con loscolores de la bandera nacional, o sihace desaparecer la fuente cofrutas del centro de la mesa. Loescuchó con atención y curiosidad,sin ninguna maldad, con visiblei é C i l i
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interés. Como si le estuvieradiciendo: «A ver, ¿qué más sabeshacer?» Lajos descansaba un ratoentre número y número, y no dejabade observar al tío Endre codisimulo.
En aquellos momentos creí queyo había sido la única que se había
dado cuenta de su incomodidad, puesto que Tibor y Laci se
sumergían en la admiración de la belleza del espectáculo; pero, másadelante, ya por la tarde, me enteré
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de que Eva también se había percatado de la incomodidad deLajos. Fue como si Endre supieraalgo, algún hecho sencillo yevidente con el que acorralar aLajos en cualquier momento. Si
embargo, no se lo hacía notar, nisiquiera se mostraba pocoamistoso.
—Has llegado, pues, Lajos — dijo, y se estrecharon la mano.
Eso fue todo. Lajos se rió,confuso. Quizá habría funcionado
j i l t d l
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mejor si en el momento delreencuentro no hubiese tenidoningún testigo. Al fin y al cabo élmismo lo había citado, «comonotario», como nos enteramos mástarde. En una carta urgente le había
pedido que no se fuera de la ciudadaquel día, porque quería consultarlealgo. Endre había llegado, con lainvitación de Lajos en la mano, yallí estaba, en medio del jardín,gordo y tranquilo, mirándolo couna paciencia benevolente,
há d l i l á í i
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escuchándolo sin el más mínimoaire de superioridad; pero con unaseguridad absoluta, como alguieque no quiere aprovecharse de s poder, puesto que sabe que bastaríacon una sola mirada suya para que
Lajos se callara, que bastaría coque levantara un solo dedo de lamano para que Lajos se fuera, paraque terminara definitivamente sespectáculo. Parecía que Lajos no podía evitar a ese testigo incómodo.Como si hubiera decidido por fi
f t l lid d
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enfrentarse a la realidad —paraLajos, Endre había significadosiempre la realidad de la vida,siempre había sido el juezineludible, el testigo, ese elementode resistencia incómodo y cruel que
se oponía a sus embrujos— ydijera: «Acabemos de una vez.»Así miraba Lajos a Endre, quehabía envejecido bastante.
Sí, Endre había envejecidodurante los últimos tres o cuatroaños. Todo lo que era pesado ygrave en su carácter y en s
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grave en su carácter y en snaturaleza —esa resistencia ocultacontra el mundo que no permitíaque la gente se le acercara, sactitud de sacerdote soberbio, smanía de observar a la gente si
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alguien que no quiere juzgar, nitampoco perdonar. El «pues, Lajos»con el que lo había saludado,después de veinte años, no habíasido ni condescendiente ni vanidosoni severo, pero me di cuenta de queLajos se volvía inseguro trasaquellas palabras; que miraba a s
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aquellas palabras; que miraba a salrededor, nervioso; que hablabamás deprisa; que se limpiaba elsudor de la frente con un pañuelo.Creo que hablaron de política o dela cosecha. Endre se encogió de
hombros, como si ya hubiese visto yoído lo suficiente, se sentó en el banco de piedra y juntó las manossobre la barriga, con un gestocaracterístico de las personasmayores. Durante el resto del día nole dijo nada más a Lajos, hasta bieentrada la tarde hasta el momento
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entrada la tarde, hasta el momentoen que se puso a redactar eldocumento en el que yo autorizaba aLajos a vender la casa.
Naturalmente, todos sabíamosque Lajos quería apropiarse de mi
vida, más exactamente de la vida deunu y de la tranquilidad de mis
últimos años. Sólo nos quedaba lacasa, un poco ajada por el paso deltiempo, pero poderosa en todos lossentidos: la casa, el último objetode valor que Lajos no había podidollevarse y que aquel día había
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llevarse y que aquel día habíavenido a buscar. Yo había sabido,desde el mismo momento en quehabía recibido el telegrama, quevenía por ella: esas cosas no se piensan con palabras concretas,
pero se saben, aunque tratara deengañarme a mí misma hasta elúltimo momento. Lo había sabidoEndre, y Tibor también; noobstante, todos parecimossorprendernos de la facilidad con laque nos entregamos a Lajos. Alfinal comprendimos que la vida no
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final comprendimos que la vida noofrece soluciones a medias:aceptamos el hecho de que algohabía empezado un día, muchosaños antes, y que había llegado elmomento de terminar con aquello.
Lajos también lo sabía. Constatóque la casa tenía humedades y se puso enseguida a hablar de otracosa, como si ya hubiese acabadocon lo más importante, como si noquisiera gastar palabras en losdetalles. Tibor y Laci lo escucharoncon curiosidad
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con curiosidad.Un poco más tarde, llegó el
sastre, el viejo sastre de Lajos. Utanto confuso, e inclinándose anteél, le entregó una cuenta pendientedesde hacía veinticinco años. Lajos
lo abrazó y le dijo que se fuera. Loscaballeros tomaron vermú,charlaron animadamente y se rieromucho con los chistes de Lajos.
os sentamos a la mesa, a comer,en un ambiente excelente.
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Lo único que no acababa deentender era la presencia de la
mujer desconocida. Era demasiadomayor y muy poco guapa para ser la
amante de Lajos. Tardé también enentender que el joven del abrigo de
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amante de Lajos. Tardé también enentender que el joven del abrigo de
cuero —el que había bajado delautomóvil rojo en primer lugar,
había saludado educadamente atodos pero no había dicho ni una palabra después, y se limitaba a
adiestrar a su perro de hocico deleón— era el hijo de la mujer.
Todo eso parecía salirse de lasreglas establecidas. El joven erarubio, rubio platino, imberbe; teníael cutis muy blanco y las pestañastan claras que apenas se distinguían,y pestañeaba sin parar. Su cabello
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y pestañeaba sin parar. Su cabelloera rizado, así que parecía el de unegro albino. En un momento dado,se caló unas gafas oscuras ydesapareció por completo detrás deellas. Sólo por la tarde me enteré
de que el joven era el novio de Eva,que la mujer era de origen noble — sembraba sus conversaciones co palabras francesas mal pronunciadas— y que era el ama dellaves de Lajos. En la confusión delas primeras horas de la visita,todos esos detalles se me había
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escapado.La mujer, a quien los niños
llamaban Olga, parecía confundiday triste; no pretendió entablar conversación y, durante las horas
siguientes a las presentaciones, semantuvo alejada de nosotros,sentada en silencio al lado de lamesa. Jugaba con su parasol ymiraba su plato. «Una aventurera», pensé en un primer momento. Peromás tarde me di cuenta de que erauna aventurera cansada y
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ymalhumorada, como si ya nocreyera del todo en las aventuras,como si prefiriese dejarlo todo paradedicarse a alguna ocupación mássosegada, a hacer ganchillo o
trabajos manuales. A veces,mostraba una sonrisa amarga yenseñaba unos dientes amarillos ygrandes, como si fueran los de uhombre. Cuando me tuve queenfrentar a ella, no supe quédecirle. Nos miramos, primeroentre sonrisas, luego sin ellas, co
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, g ,una dureza y una suspicacia sidisimulos. Su cabello teñido derubio amarillento y su vestidodesprendían un perfume dulzón.
—Querida Eszter —me dijo.
Pero yo le respondí, con uelevado tono de protesta:
—Señora…Enseguida me eché a reír. La
casa, en aquella hora que precedíaal almuerzo, parecía flotar, como unespejismo multicolor. Se oían las puertas que se abrían y se cerraban;
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p q y ;Lajos había sacado una tortuga deuna caja y enseñaba a los demáscómo el animal apreciaba lamúsica: con los silbidos de Lajos,el quelonio se movía, extendía el
repugnante cuello y siseaba pararesponder. Él presentaba aquelreptil como una curiosidad, comoun accesorio para uno de susnúmeros, como una prueba de susincomparables dotes de domador.La tortuga cosechó muchos éxitos.Todos rodearon a Lajos para
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j pobservar la demostración, inclusoel serio de Endre, que tampoco pudo vencer su curiosidad.
Luego, Lajos comenzó adistribuir regalos: un reloj de
pulsera para Laci; dos tomos de poesía francesa encuadernados e piel para Nunu —con unadedicatoria especialmente escrita para ella, sin tener en cuenta eabsoluto que Nunu no sabía ni una palabra de francés—; puroscarísimos para Tibor y Endre, y una
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pañoleta de seda, de color malva, para mí. La excitación se habíageneralizado y el ambiente hervía a
nuestro alrededor. Al otro lado dela valla del jardín se había formado
un grupo de curiosos, así que nostuvimos que meter dentro de lacasa. La casa se llenó con un olor acomida caliente, con el olor eternoe inolvidable de los días festivos,cargados de experiencias vitales;con el rumor de un ir y venir incesante y el golpeteo de puertas
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que se abrían y se volvían a cerrar;con el entrechocar de los platos;con los ruidos de disponer la mesa;
con las conversaciones de losinvitados y sus excitadas voces, de
un tono alto y agudo. Era como sitodo expresara que la vida esmaravillosa y que está saturada dealegres fiestas. Mirara por dondemirase, todo parecía indicar lomismo. La mujer desconocida sesentó en un rincón para charlar conmigo con un tono monótono.
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Me contó que conocía a Lajos
desde hacía ocho años, desde quehabía abandonado a su esposo. S
hijo era funcionario, no me explicóexactamente de qué tipo, ni me dijo
dónde trabajaba. Yo nunca habíaconocido a nadie parecido aaquella mujer y a su hijo. Habíavisto personas parecidas en lasrevistas que traen noticias de losóvenes modernos, de ese tipo de
hombres que bailan por las nochesen las salas de baile de los hoteles,
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ataviados con trajes de grandes
hombreras; que pilotan sus propiasavionetas o que corren e
motocicletas hacia variadosdestinos, con una joven sentada
detrás de ellos, cuya falda, almoverse, se desliza por encima dela rodilla. Ya sé que existen otrotipo de jóvenes, más auténticos. Losde las revistas son como unascaricaturas cuyo recuerdo yoconservo: representan, a mis ojos,una raza rara e inquietante, puesto
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que no los conozco en absoluto.
Sólo sé que ya no tengo nada quever con ese tipo de género humano.
Sé —porque me siento confusa eignorante en su presencia— que e
el mundo vive una raza humanainabordable para mí: jóvenes quecorren en sus motos y que sedivierten en las salas de baile, queaparecen en las películas; en fin,óvenes que sobrepasan las
convenciones sociales que mis padres respetaban, y que yo tambié
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respeto. Había algo en el hijo de
aquella mujer que era ajeno almundo cotidiano: a mis ojos
parecía el héroe de una novela, deuna novela de aventuras. Hablaba
poco, y cuando decía algo, mirabaal techo y pronunciaba las palabrascon una larga entonación, como siestuviera cantando. Él tambié parecía triste, como su madre. Losdos desprendían un aire deabatimiento fastidioso. Nunca había
experimentado una sensación ta
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pronunciada de extrema e hiriente
extrañeza en presencia de nadie. Eloven no bebía ni fumaba, y llevaba
una fina cadena de oro en la muñecade la mano izquierda. A veces,
levantaba la mano con umovimiento seco y rápido, como sifuera a abofetear a alguien, y sesubía la cadena con un tic nervioso.Me enteré de que acababa decumplir los treinta y que trabajabacomo secretario en la oficina de
algún partido político; cuando se
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quitaba las gafas oscuras y con sus
acuosos ojos miraba los objetos y alas personas que se encontraban a
su alrededor, parecía más viejo queLajos.
«¡Qué te importan!», pensé.Pero los seguí observando, y me dicuenta de que el joven tambiéobservaba a los demás. No megustaba ni su nombre: se llamabaBela, un nombre insignificante yordinario. Tengo una sensibilidadespecial con respecto a los
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nombres, hay algunos que me gustamucho y otros que no soporto.Claro que se trata de unossentimientos primarios, injustos.Sin embargo, los sentimientos de
este tipo son los que determinanuestra relación con el mundo,nuestras simpatías y antipatías. No pude dedicar mucha atención al
oven, porque su madre meentretuvo hasta la hora de lacomida. Me contó toda su vida, si
que yo la animara a ello. La historiad id í li d
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de su vida parecía una lista de
agravios contra hombres y mujeres,contra sus parientes y sus amantes,
contra sus hijos y sus maridos, yella clamaba venganza, citando
como testigos a los poderesterrenales y celestiales. Expuso susacusaciones mediante frases cortasy precisas, como si estuvierarecitando una lección aprendida.Todos la habían engañado, todoshabían tramado algún complo
contra ella y, al final, todos lah bí b d d é f l
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habían abandonado: ésa fue la
conclusión que saqué de lo que mecontó. A veces me estremecía, pues
tenía la sensación de estar escuchando las peroratas de una
loca. En un momento dado, empezóa hablar, inesperadamente, deLajos. Hablaba con tonoconfidencial, como si fuéramoscómplices. Yo no podía tolerar ese
tono de voz. Me humillaba el queLajos hubiese irrumpido en mi casa
acompañado de sus cómplices, loid b i di t M d
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consideraba indignante. Me puse de
pie, con la pañoleta de seda decolor malva, el regalo de Lajos, e
la mano. —No nos conocemos de nada.
Prefiero no hablar de esto —le dije. —Ah —me respondió, co
calma e indiferencia—, yatendremos tiempo para hablar detodo, y también para conocernos
mejor, querida Eszter.Encendió un cigarrillo, exhaló
una bocanada de humo y me miró at é d ll b t t
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través de aquella nube con tanta
tranquilidad como si ya lo hubiesearreglado todo; como si ya lo
hubiera decidido todo; como sisupiera algo que yo ignoraba; como
si yo no tuviera otra opción queobedecerla.
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13Tengo que relatar tresconversaciones que mantuve aqueldía. Sucedió que por la tardevinieron a verme tres de los presentes: primero Eva, despuésLajos y, por fin, Endre, «en su
di ió d i T l
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condición de notario». Tras elalmuerzo, los invitados sedispersaron. Lajos se echó la siestade una manera tan natural como siestuviera en su propia casa y no
quisiera alterar en lo más mínimosus arraigadas costumbres. Gabor ylos desconocidos se fueron en el
coche a visitar la iglesia, las ruinasde la fortaleza y los alrededores, y
sólo regresaron al atardecer. Evavino a mi habitació
inmediatamente después de comer.Me acerqué con ella a la ventana
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Me acerqué con ella a la ventana,
cogí su cabeza entre mis manos yexaminé su rostro con detenimiento.
Ella soportaba mi curiosidad cotranquilidad, mirándome con sus
ojos azules. —Tienes que ayudarme, Eszter
me dijo a continuación—. Eres la
única persona que me puede ayudar.Su voz sonaba dulce y melosa,
como la voz de una niña pequeña.Ella sólo me llegaba a la altura del
hombro. La abracé, y la escena mepareció demasiado sentimental así
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pareció demasiado sentimental, así
que me alegré cuando se retirósuavemente de mis brazos. Se alejó
de mí, se colocó delante de lacómoda, prendió un cigarrillo, tosió
un poco y, como si se hubieseliberado de una situación no deltodo sincera, se puso a examinar, un
tanto confusa, los objetos y lasfotografías enmarcadas que se
encontraban sobre el mueble. La parte superior de aquella cómoda
era para mí un lugar de culto, comoel altar que montan en sus hogares
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el altar que montan en sus hogares
los chinos para venerar entre profundas reverencias el recuerdo
de sus antepasados. Desde ese lugar me miraban, puestas en fila, todas
las personas amadas que habíatenido que ver conmigo y queinfluyeron en mi vida. Me coloqué a
su lado, para fijarme en losmovimientos de sus ojos.
—Aquí tienes a mi madre — observó en voz baja, con alegría—.
¡Qué guapa era! En esta foto es másoven que yo ahora
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oven que yo ahora.
Desde la foto, nos mirabaVilma, con sus dieciocho años
recién cumplidos. Era rellenita yestaba vestida según la moda de la
época: llevaba un vestido blanco,
de encaje, y botas negras, altas;tenía el cabello suelto, ondulado,
cubriéndole la frente, y sostenía ela mano un ramo de flores y u
abanico. Se trataba de una foto decarácter solemne, sentimental y
artificial. Tan sólo los ojos oscurose interrogantes delataban algo del
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e interrogantes delataban algo del
carácter verdadero de Vilma,rencoroso y apasionado.
—¿Te acuerdas de ella? —le pregunté, y noté que mi voz sonaba
insegura.
—Sólo de una manera vaga — respondió—. Me acuerdo de una
vez que entró en mi habitación y seinclinó sobre mí; desprendía u
olor cálido, familiar. Ese es elúnico recuerdo preciso que
conservo de ella. Yo tenía tres añoscuando murió
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cuando murió.
—Tres y medio —la corregí,confusa.
—Es verdad. Sin embargo, co precisión, sólo me acuerdo de ti.
De cómo encontrabas
constantemente algo que arreglar emis vestidos, en mi peinado; de
cómo ibas y venías por la casa,siempre tan atareada. Luego,
desapareciste tú también. ¿Por quéte fuiste, Eszter?
—Cállate —le ordené—.Cállate, Eva; tú todavía no puedes
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Cállate, Eva; tú todavía no puedes
entenderlo. —¿Todavía? —repitió, y se
echó a reír, con su voz melosa,alargando la risa de una manera ta
artificial, casi teatral, que confería
a cada palabra suya un toque deimportancia y de decisión—. Sigues
tratando de desempeñar el papel dela tía abnegada, ¿no es así, Eszter?
añadió con alegría, superioridady compasión.
Me abrazó con un gesto demadurez; me cogió por los hombros
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madurez; me cogió por los hombros
y me condujo al sofá, invitándome aque me sentara. Nos miramos como
dos mujeres que conocen o tratan deadivinar los secretos de la otra. De
repente, me invadió un cálido
sentimiento de excitación. «¡Heaquí la hija de Vilma! —pensé—.
¡La hija de Vilma y de Lajos!» Meruboricé, me embargaron los celos
que resurgían desde las profundidades de mi corazón, y me
asusté por su intensidad y su fuerza:la voz de los celos empezó a gritar
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p g
dentro de mí, pero yo no quiseacallarla. «¡Podría ser tu hija! —
decía la voz—. ¡Tu hija, el sentidode tu vida! ¿Para qué ha
regresado?» Bajé la cabeza y
escondí el rostro entre las manos,con un gesto nervioso. El momento
fue más intenso que la vergüenzaque el gesto me provocó. Sabía que
estaba entregando a Eva missecretos más ocultos; que ella me
miraba, observando mi luchainterior y mi vergüenza, sin ninguna
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y g , g
compasión. La joven que hubiera podido ser mi propia hija no me
absolvió, no me salvó de aquellasituación embarazosa. Al cabo de
un rato, que me pareció eterno,
volví a oír su voz madura, extraña,segura y neutra:
—No tenías por qué haberteido, Eszter. Claro, seguro que no te
era fácil estar al lado de mi padre.Sin embargo, hubieras tenido que
tener en cuenta que tú eras la única persona que lo habría podido
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p q p
ayudar. Y también que estábamosnosotros: Gabor y yo. A nosotros
también nos abandonaste a nuestrodestino. Como cuando se abandona
dos bebés delante de la puerta de
una iglesia. ¿Por qué lo hiciste?Como yo callaba, ella añadió
con calma: —Lo hiciste para vengarte. ¿Por
qué me miras así? Fuiste mala yactuaste movida por la venganza.
Tú eras la única mujer que tenía poder sobre mi padre. Tú eras la
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única mujer a quien mi padreamaba. Sí, Eszter, eso lo sé yo
también, no sólo tú y mi padre.¿Qué pasó entre vosotros? He
reflexionado mucho sobre ello. He
tenido tiempo de pensar en ellodurante toda una larga infancia. Mi
infancia, ya lo sabes, no fue ucamino de rosas. ¿Conoces los
detalles? Te los puedo contar. Hevenido para contártelos. Y para
pedirte que me ayudes. Creo quenos debes eso.
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—Te ayudaré —le dije—, teayudaré con todo lo que tengo.
Me enderecé. Lo difícil delmomento ya había pasado.
—Mira, Eva —continué, yatranquila—. Tu padre es un hombremuy atractivo, de mucho talento. Siembargo, todo lo que estamosdilucidando ahora debe de estar
borroso en su memoria. Debessaber que tu padre olvida muy
pronto. No lo estoy acusando, nocreas. Él no tiene la culpa. Es así,
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p ,
por naturaleza… —Lo sé —me respondió—. Mi
padre no se acuerda nunca de larealidad. Es un poeta.
—Tienes razón —dije aliviada. A lo mejor es un poeta. La
realidad sólo se presenta de unamanera imprecisa en sus recuerdos.Por eso no hay que creer todo lo
que dice: se acuerda mal de ciertascosas.
»La época que estás evocandofue la más difícil, la más
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complicada, la más dolorosa, casiinsoportablemente dolorosa, de mi
vida. Tú hablas de venganza. ¿Qué palabra es ésa? ¿Quién te la ha
enseñado? No entiendes nada de
nada. Todo lo que tu padre te hayacontado al respecto, es sólo una
fantasía de su ofuscadaimaginación. Sin embargo, yo sí que
me acuerdo de la realidad. Y larealidad fue bien diferente. Y no
tengo que dar cuentas a nadie. —Pero si yo he leído sus cartas
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repuso con objetividad.Yo callé. Nos miramos.
—¿Qué cartas? —le pregunté,muy sorprendida.
—Sus cartas, Eszter —repitió,más animada—. Las cartas de mi padre, las tres cartas que te escribió
en aquel entonces. Ya sabes,cuando venía a verte aquí, a esta
casa, muy interesado por ti; cuandote rogaba que lo dejarais todo, que
huyerais juntos porque no aguantabamás, porque no podía consigo
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mismo, con su carácter, con Vilma,que era más fuerte que él, y que te
odiaba, Eszter… Porque mi madrete odiaba, sí… ¿Por qué? ¿Porque
eras más joven que ella? ¿O porque
eras más bella, más auténtica? Esta pregunta sólo la podrías responder
tú misma. —¿Qué dices, Eva? —le
pregunté gritando, sacudiéndola por el brazo—. ¿De qué cartas me estás
hablando? ¿Qué sueños te ofuscan?Liberó el brazo, se acarició la
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frente con sus finas manos de niña,y me miró con aquellos grandes
ojos suyos. —¿Por qué me estás mintiendo?
me preguntó con dureza y
frialdad. —No he mentido ni una sola
vez en mi vida —le respondí.Se encogió de hombros.
—He leído las cartas —repitió,cruzando los brazos como un juez
instructor—. Estaban allí, en elarmario, donde mi madre guardaba
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la ropa interior, en el lugar donde túmisma las habías escondido… Ya
lo sabes… en esa cajita de palo derosa… Hace ahora tres años que las
encontré.
Yo me puse pálida y sentí quela sangre bajaba de mi cabeza.
—Cuéntamelo —le pedí deinmediato—. Piensa lo que quieras,
piensa que te estoy mintiendo. Perocuéntamelo todo sobre esas cartas.
—No te entiendo —observó,con un tono entre animado y
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sorprendido—. Te estoy hablandode las tres cartas que mi padre te
escribió cuando ya estabacomprometido con mi madre: e
ellas te rogaba que lo liberaras de
su cautiverio sentimental, porquetan sólo te amaba a ti. La última
carta lleva la fecha del día anterior a su boda. Me he fijado bien en las
fechas. En esa última carta teexplica que se siente incapaz de
hablarte cara a cara, que se sientedébil, que le da vergüenza por mi
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madre. Creo que mi padre nunca haescrito ninguna carta tan sincera. Te
dice que reconoce que es un hombreherido y acabado, y que sólo confía
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vergüenza que sientes ante mí. Yo
lo comprendí todo al leer esascartas, y desde entonces miro a mi
padre de otra manera. Para mí, basta con que alguien haya tratado
de ser bueno una sola vez en svida, bueno y valiente. No fue por
él por lo que aquello no pudo ser.¿Por qué no le respondiste?
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—¿Por qué hubiera tenido queresponder? —objeté, con tono
apagado y objetivo, como sireconociera mis mentiras, como si
de verdad hubiese recibido esas
cartas. —¿Por qué?… ¡Dios mío! Era
necesario que respondieras, aunquesólo fuera por educación. A cartas
así, siempre hay que responder.Cartas así sólo se reciben una vez
en la vida. Él te decía que esperaríatu respuesta hasta el amanecer. Que
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si no respondías, sabría que nohabías tenido el valor de tomar una
decisión… y entonces él tampocotendría otra opción, sino quedarse y
casarse con mi madre. Fue incapaz
de hablarte de estas cosas cara acara. Tenía miedo de que no le
creyeras, porque te había mentidoen muchas ocasiones. Yo no puedo
saber lo que había sucedido entrevosotros dos… y tampoco tengo
derecho a preguntarte nada; pero elhecho es que tú no respondiste a sus
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cartas, y con eso todo se echó a perder. Perdóname que te lo diga,
Eszter…, pero, ahora que ya todoha terminado, tengo que insistirte e
que tú también eres responsable de
lo que sucedió. —¿Cuándo escribió tu padre
esas cartas? —La semana antes de su boda.
—¿Adónde las envió? —¿Adónde? Aquí, a esta casa,
a vuestra casa. Tú vivías aquí, juntocon mi madre.
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—¿Encontraste las cartasguardadas en una caja de palo de
rosa? —Sí, en una caja de palo de
rosa. En el armario que había sido
de mi madre. —¿Quién tenía la llave de aquel
armario? —Tú, solamente tú. Y mi padre.
¿Qué le hubiera podidoresponder? Le solté el brazo, me
puse de pie y me situé delante de lacómoda. Cogí la fotografía de
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Vilma, y la estuve mirando duranteun largo rato. Hacía tiempo que no
contemplaba su imagen. La observécon atención, escudriñando s
frente, sus ojos familiares y si
embargo terriblementedesconocidos y, de repente, lo
comprendí todo.
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14
Mi hermana Vilma me habíaodiado. Eva decía la verdad:siempre había existido entre Vilmay yo un odio ancestral, una oscura pasión indefinible cuyo contenidose perdía en la lejanía. No se podíadecir con exactitud por qué nos
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odiábamos, puesto que yo tambiéla aborrecía y no buscaba ninguna
razón ni ningún pretexto para ello;tampoco sabía exactamente qué
acciones suyas me había
molestado tanto, ni qué noshabíamos hecho o dicho para
odiarnos con tanta intensidad. Ellasiempre había sido la más fuerte,
incluso al odiar. Si le hubiesen preguntado por qué me aborrecía de
una manera que no daba cabida al perdón, seguramente habría
d i
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enumerado varias razones yacusaciones, con un tono
relampagueante; pero ninguna deellas hubiera podido explicar s
odio. Hacía mucho que nos
habíamos olvidado de los pretextos.Sólo quedaba la pasión, u
sentimiento fogoso y denso quehabía inundado con su fango toda
nuestra relación. Cuando Vilmamurió, sólo me quedó un paisaje
desolado y devastado allí dondeantes habían estado mis relaciones
f ili
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familiares.Acerqué su foto a mis ojos
miopes y la observé con sumaatención. «¡Qué fuerza tienen los
muertos!», pensé, impotente. E
aquel instante, Vilma estaba otravez viva, recobraba esa nueva vida,
misteriosa, que suelen adquirir losmuertos para intervenir en nuestra
existencia; los muertos a quienescreemos acabados, desaparecidos,
enterrados bajo tierra,descompuestos. Sin embargo, un día
tú d
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reaparecen y actúan de nuevo.«¡Quizá este día sea el día de
Vilma!», pensé. Me acordé de latarde en que agonizaba, cuando ya
sólo durante breves instantes
reconocía su entorno; yo meencontraba de pie, al lado de s
cama, llorando, esperando una palabra suya, deseando que me
dijera una palabra de despedida, de paz, de perdón; pero al mismo
tiempo yo sabía que no la perdonaba ni en el momento de s
t ll t
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muerte, y que ella tampoco eracapaz de perdonarme en su agonía.
Me cubrí el rostro con las manos ylloré. Ella me dijo: «¡Te acordarás
de mí!» Estaba delirando. «¡Me ha
perdonado!», pensé, esperanzada.Pero, en el fondo, sentía que me
estaba amenazando. Murió casienseguida. Después del entierro, me
quedé en su casa durante unosmeses. No podía dejar solos a los
niños, Lajos había partido alextranjero y no regresó hasta varios
á t d Y i í
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meses más tarde. Yo viví ensoledad en aquel piso vacío,
esperando algo.Sin embargo, el armario de
Vilma, el armario donde muchos
años más tarde Eva encontraría lascartas, no lo abrí nunca. Si me
hubiesen preguntado por qué, habríarespondido como es debido
diciendo, sin creérmelo siquiera yo,que no tenía ningún derecho a
rebuscar entre los secretos de una persona muerta. En realidad, yo era
b d t í l t id d
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una cobarde: temía el contenido deaquel armario, temía el recuerdo de
Vilma. Porque, al morir ella,terminó de manera unilateral
nuestro diálogo apasionado, nuestra
disputa, y con eso vetó todo lo quehubiera sido un recuerdo comú
entre las dos, todo lo que hubierasido una pasión común, una meta
común.Lajos se marchó después del
entierro, y yo viví con los niños, eun piso donde nada era mío y
donde sin embargo todo lo que allí
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donde, sin embargo, todo lo que allíhabía, de alguna forma, me lo
habían arrebatado a mí. Los objetoshabían sido confiscados por u
ejecutor invisible —en aquel
entonces, solamente sentíamos la presencia de un ejecutor invisible
en aquel piso; los de verdad, los decarne y hueso, llegarían más tarde,
a raíz de las deudas contraídas por Lajos—, y yo actuaba, llevando la
casa, sin atreverme a tocar nada, sitocar unos objetos que no era
míos educando a los niños de una
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míos, educando a los niños de unamanera indecisa, como si fuera una
institutriz contratada. Todo erahostil en aquella casa, todo estaba
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soporté todo. Esperando el regreso
de Lajos, esperaba algún milagro.Él escribía pocas veces desde
el extranjero: con la excepción dealguna breve carta, sólo mandaba
tarjetas postales. Estaba actuandootra vez, se trataba de unos
momentos grandiosos para él, deunos momentos llenos de fatalidad
que él afrontaba disfrazado de
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que él afrontaba disfrazado denuevo, actuando con gestos
grandilocuentes. El disfraz era elduelo que llevaba; los gestos
grandilocuentes se resumían en el
viaje que estaba realizando. Sehabía ido como quien no soporta el
dolor, como quien huye de losrecuerdos.
Creo que en realidad se divertíaa lo grande en las ciudades que
visitaba, que mimaba sus relacionesde negocios, que se refugiaba en el
trabajo como él mismo afirmaba;
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trabajo, como él mismo afirmaba;me imagino que iba a veces a los
museos y a las bibliotecas, pero quefrecuentaba más las cafeterías y los
restaurantes, consolándose co
alguna que otra relación íntima.«Lajos es una persona flexible»,
pensaba yo. Sin embargo, duranteaquellos meses, mientras lo
esperaba, comprendí que no podríavivir con él, que su ser y sus actos
carecían de la argamasa que esnecesaria en toda verdadera
relación humana Sus lágrimas era
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relación humana. Sus lágrimas eralágrimas reales, pero no lo
aliviaban en absoluto, no aliviabani sus recuerdos ni sus dolores:
Lajos siempre estaba dispuesto por
completo para la alegría y para latristeza, pero en realidad nunca
experimentaba ningún sentimiento.De alguna manera, todo aquello era
inhumano.Regresó al cabo de cuatro
meses, pero yo no lo esperé: volvía mi casa unos días antes de s
llegada entregando el cuidado de
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llegada, entregando el cuidado delos niños a una señora de confianza,
dejándole una carta a Lajos en laque le explicaba que me negaba a
mi papel de tía abnegada, que no
quería saber nada de sus asuntos,que no quería volverlo a ver. No
hubo ninguna respuesta a mi carta.Durante semanas y meses, incluso
durante años, esperé una carta suya.Más tarde comprendí que no podía
responderme: el mundo en el quehabíamos vivido él y yo se había
descompuesto se había caído a
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descompuesto, se había caído a pedazos. Después, ya no esperé
nada.Cuando Eva mencionó las tres
cartas, desconocidas para mí, co
un tono apasionado y acusador, meacordé de la cajita de palo de rosa.
Había sido mía, me la habíaobsequiado Lajos para mi
decimosexto cumpleaños, pero udía Vilma me pidió que se la
regalara. Lo hice de mala gana.Entonces, todavía no conocía la
verdadera naturaleza de Lajos ni
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verdadera naturaleza de Lajos, nitampoco mis sentimientos hacia él.
Vilma insistió tanto, que al final leregalé la cajita, de mala gana, pero
sin oponer resistencia,
probablemente aburrida de sussúplicas. Vilma tenía la costumbre
de pedirme todas mis pertenencias:mis vestidos, mis libros, mis
partituras, todo lo que ellaconsideraba importante o
significativo a mis ojos. Así que me pidió también la cajita de palo de
rosa. Al principio protesté, pero
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rosa. Al principio protesté, peroacabé cansándome y se la entregué.
Tuve que hacerlo simplemente porque ella era la más fuerte de las
dos. Más adelante, cuando empecé
a intuir algunos detalles sobre Lajosy sobre mí, algunos aspectos de
nuestra relación, le pedí codesesperación que me la
devolviera; pero Vilma me mintió,diciendo que la había extraviado.
Aquella cajita con incrustacionesde palo de rosa, forrada de
terciopelo rojo y que desprendía u
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terciopelo rojo y que desprendía ufuerte perfume embriagador, ha sido
el único regalo que yo he recibidode Lajos en toda mi vida. El anillo
nunca lo consideré un auténtico
regalo. La cajita desapareció de mivida. Y fue a reaparecer, al cabo de
varias décadas, a través de las palabras de Eva, con un contenido
muy peculiar: con las tres cartas deLajos en las que, justo antes de s
boda, me suplicaba que huyera coél, que lo salvara.
Volví a colocar la foto en su
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Vo v a co oca a o o e sulugar.
—¿Qué queréis de mí? — exclamé, apoyándome en la
cómoda.
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15
Mira, Eszter —prosiguió Eva, u
tanto confusa, encendiendo otrocigarrillo—. Mi padre ya te lo
aclarará. Yo creo que tiene razón.Ya te puedes imaginar que han
pasado muchas cosas desde que nosabandonaste; han sucedido muchas
cosas, y no siempre alegres. No me
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, y p gacuerdo de los primeros años.
Luego, empezamos a ir al colegio ynuestra vida fue muy movida.
Cambiábamos de casa cada año,
cambiábamos de colegio,cambiábamos de institutriz. Las
institutrices… ¡Dios mío!… Como podrás imaginar mi padre no las
escogía muy bien. La mayoría sefugaba, llevándose algún objeto de
valor de la casa; o bien huíamosnosotros, abandonando nuestro
hogar y todos nuestros objetos del bi d d
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g y jvalor, cambiándonos a casas de
alquiler. Hubo una época, cuandoyo tenía doce años, en que vivíamos
en hoteles. Era una vida muy
divertida: el maître nos echaba unamano para vestirnos y el mozo del
ascensor nos ayudaba a hacer losdeberes. Mi padre se iba, pasaba
fuera varios días, y a nosotros noscuidaban y nos educaban las
encargadas de las habitaciones. Aveces, nos alimentábamos durante
varios días sólo de gambas, otrasí d A i
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g ,veces no comíamos nada. A mi
padre le encantan las gambas. Asínos hemos educado. Otros niños
toman yogures y galletas… Si
embargo, nos divertimosmuchísimo.
»Más tarde, cuando mi padre seestableció y empezó un negocio e
el que yo lo ayudé desde el principio, cuando se incorporó otra
vez a la vida burguesa, alquilandoun piso y llevando una vida normal,
nosotros empezamos a añorar eli d l h l
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ptiempo pasado en los hoteles, ya
que en la vida normal también nossentíamos como una familia nómada
en medio del desierto. Ya sabes que
a mi padre no le gusta la vidaurbana. No protestes, yo lo conozco
mejor que tú. Mi padre no tieneningún tipo de apego a las casas, a
los muebles, a los objetos… Aveces creo que no le importa
siquiera el tener un techo encima dela cabeza. Tiene algo de cazador o
de pescador: por la mañana se subeb ll i t
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a su caballo —siempre tuvo u
automóvil, incluso en los tiemposdifíciles, incluso cuando tenía que
conducir él mismo— y se va e
medio del desierto o del bosqueque es para él la ciudad, monta
guardia, olfatea, caza o pesca u billete de cien, lo trae a casa, lo asa
y nos da un bocado a cada uno; ymientras no se acabe la pieza, a
veces durante días o semanasenteras, no se preocupa de nada e
absoluto… Esto es precisamente lot él t
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que nosotros amamos en él, y esto
es lo que tú amas en él, Eszter. Mi padre sabe desprenderse de u
piano o de un trabajo con la misma
facilidad con la que tira un par deguantes usados: no venera los
objetos, no venera ninguno, ya losabes. Nosotras, las mujeres, no
podemos comprender esto… Yo heaprendido muchas cosas de mi
padre; pero no he sido capaz dellegar a conocer su secreto más
íntimo, ese desapego, esa falta deatad ras En realidad no tiene nada
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ataduras. En realidad, no tiene nada
que ver con nada, sólo le importa el peligro, el peligro más extraño, la
vida misma… Sólo Dios sabe cómo
es eso, sólo Dios lo comprende…Mi padre necesita el peligro, la
vida humana, la vida sin másconcesiones, de la misma manera
que se muestra incapaz de respetar las convenciones. ¿Tú no entendías
esto cuando…? ¿No lo sentías? Yo,desde mi infancia, tuve la sensació
de que éramos los miembros de unatribu nómada que vivíamos e
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tribu nómada, que vivíamos e
tiendas, que atravesábamos paisajeshostiles o benignos, que mi padre
iba delante, con su arco y sus
flechas en la mano, que estabasiempre alerta: cogía el teléfono,
escuchaba, atendía señales extrañasy, de repente, se llenaba de vida, de
atención y de determinación… Loselefantes bajan al río para beber, y
entre los matorrales mi padre tensael arco y prepara la flecha. ¿Te ríes
de mí?No le respondí con la
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—No —le respondí con la
garganta seca—. Sigue hablando.o me río de ti.
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ella.
—Pues sí —prosiguió,mirándome con ingenuidad y
seriedad, con sus grandes ojosazules—. Los hombres son…
Bueno, hay muchos hombres comomi padre. Hombres a quienes no
mantienen atados ni la familia, nilos objetos de valor, ni las
propiedades. Son como loscazadores y los pescadores
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cazadores y los pescadores
primitivos. Mi padre se iba a vecesdurante meses. Entonces nos metía
en un internado; a mí con unas
monjas que se esforzaban, asustadasy benevolentes, en asearme y e
limpiarme, como si me hubieseencontrado en una cuneta, como si
mi cabello estuviera grasiento por la mugre de la selva, como si
hubiese estado comiendo con losmonos y viviendo en la copa de
algún baobab. En fin, que nuestrainfancia fue divertida y
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infancia fue divertida y
variopinta… Yo no me quejo. No tecreas que me quejo de mi padre. Lo
amaba, y quizá lo amase más
todavía cuando regresaba de lasaventuras de algún viaje, con u
aspecto un tanto desgarrado,completamente despojado de todo,
como si hubiese estado peleandocontra una manada de bestias.
Entonces se portaba muy bien conosotros. Los domingos por la
mañana nos llevaba a los museos;luego a la pastelería y al cine
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luego a la pastelería y al cine.
Revisaba nuestros cuadernos delcolegio, poniéndose el monóculo,
nos aleccionaba con seriedad y co
severidad… Y todo aquello eradivertidísimo: mi padre como
educador… ¡ya te puedes imaginar! —Sí —dije yo—. Pobrecito.
Sin embargo, no sabía quién deellos me inspiraba más lástima, si
los niños o Lajos; pero Eva no melo preguntó. Se la notaba absorta e
sus recuerdos. Continuó con un tonoamistoso y neutro:
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amistoso y neutro:
—La verdad es que novivíamos tan mal. Hasta que un día
llegó esa mujer.
—¿Quién es? —le pregunté,tratando de hablar bajo, para que mi
voz no me delatara.Se encogió de hombros.
—Una fatalidad —dijo coironía, haciendo una mueca de
disgusto—. Ya sabes… La mujer que llega en el momento preciso, e
el último instante…—¿Qué instante? —pregunté
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¿Qué instante? pregunté
con la garganta seca. —En el instante en que mi
padre empezó a envejecer. En el
instante en que el cazador se dacuenta de que sus ojos ya no ve
como antes y que sus manosempiezan a temblar. El día en que
mi padre se asustó. —¿De qué?
—De la vejez. De sí mismo.¿Sabes, Eszter?, no hay nada más
triste que cuando un hombre asíempieza a envejecer. Entonces,
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empieza a envejecer. Entonces,
cualquiera lo puede atacar. —¿Qué fue lo que le hizo?
Hablábamos en voz baja,
susurrando como dos cómplices. —Tiene poder sobre él.
Luego añadió: —Le debemos dinero. ¿Te han
dicho que me voy a casar con él? —¿Con su hijo?
—Sí. —¿Lo quieres?
—No.—Entonces ¿por qué te casas
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Entonces, ¿por qué te casas
con él? —Es necesario salvar a mi
padre.
—¿Qué sabe ella de él? —Algo malo. Tiene unas letras
firmadas en su poder. —¿Quieres a otro hombre?
Ella calló y miró sus uñas pintadas de rosa. A continuación
respondió, en voz baja, a la manerade una mujer madura e inteligente:
—Quiero a mi padre. Hay dos personas en el mundo que aman a
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p q
mi padre de verdad: tú y yo. Gabor no cuenta, él es diferente.
—¿No quieres casarte con él?
—Gabor es mucho mástranquilo —dijo, para no responder
a mi pregunta—. Como si sehubiese encerrado en una especie
de sordera. No quiere oír nada yvive como si no viera lo que pasa a
su alrededor. Así se defiende. —¿Hay alguien a quien ames?
le pregunté directamente,acercándome a ella—. ¿A quien
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acercándome a ella . ¿A quien
ames, y con quien te casarías… silas cosas se pudieran arreglar?…
De algún modo… aunque
difícilmente… Yo soy pobre, Eva,tienes que saberlo; Nunu, Laci y yo
somos pobres… Pero quizá sepa dealguien que pueda ayudarte.
—Tú eres la que nos puedesayudar —insistió, con una voz fría,
segura y distante. Llevaba tiemposin mirarme a los ojos. Estaba de
espaldas, atisbando por la ventana,y yo no podía verle el rostro.
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y y p
Después del almuerzo, el cielootoñal se había cubierto de nubes
grises y densas que desfilaban por
encima del jardín. La habitacióestaba en penumbra. Me acerqué a
la ventana y cerré uno de los batientes, como si temiera que nos
pudiera escuchar alguien desde elardín silencioso que estaba
aguardando la lluvia. —Tienes que decírmelo —
insistí, mientras el corazón me latíacon una fuerza inusitada desde
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hacía tiempo, desde la noche en quehabía muerto mi madre—. Si hay
alguien a quien ames, si de verdad
quieres huir de esta gente… tú y t padre… Si eso se puede arreglar
con dinero… entonces dímeloahora.
—Creo, Eszter… —dijoentonces, con voz de niña pequeña,
bajando la vista con pudor—, creoque con dinero, quiero decir que
sólo con dinero ya no se puedearreglar nada. Tú eres la única que
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me puede ayudar. Pero mi padre nosabe nada del asunto… —añadió,
casi asustada.
—¿De qué asunto? —De este… que te estoy
contando. —¿Qué quieres? —le pregunté
en voz alta, impaciente. —Quiero salvar a mi padre.
—¿De ellos? —Sí.
—¿Y salvarte tú también? —Si es posible…
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—¿No lo amas? —No.
—¿Quieres irte?
—Sí. —¿Adónde?
—Al extranjero. Lejos de aquí. —¿Hay alguien esperándote?
—Sí. —Sí —repetí la palabra,
aliviada, y me senté; estabaagotada. Me puse la mano sobre el
corazón. Me sentía mareada, comosiempre que me veo obligada a
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salir de mi mundo inmaterial deespera, de contemplación y de
sombras, para enfrentarme a la
realidad. ¡Qué sencilla es larealidad! Eva ama a alguien, quiere
irse, salir a su encuentro, vivir unavida pura y sincera. Y yo debo
ayudarla. Sí, con todo lo que tengo.Le pregunté, casi con ansiedad:
—¿Qué puedo hacer, Eva? —Ya te lo explicará mi padre
respondió con cierta renuencia,como si le costara pronunciar esas
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palabras—. Él tiene planesconcretos… Creo que tienen planes
concretos. Ya te enterarás, Eszter.
Es asunto suyo y tuyo. Sin embargo, puedes hacer algo más por mí, si
quieres. Hay algo en esta casa queme pertenece. Por lo menos, segú
lo que yo sé… Perdóname, ya vesque me he puesto colorada. Es
difícil para mí hablar de esto. —No te entiendo —le dije, y
sentí que mis manos se ponían frías. ¿A qué te refieres?
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—Necesito dinero, Eszter — dijo entonces, con voz ronca y dura,
como si me estuviera atacando—.
ecesito dinero para irme. —Sí, claro —observé, si
saber qué decir—. Dinero… Claro,seguramente podría conseguir algo
de dinero. Y quizá Nunu también…Quizá pueda pedirle algo a Tibor.
Sin embargo, Eva —agregué, comosi de repente hubiera recobrado el
conocimiento, desengañada eimpotente—, me temo que lo que yo
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te pueda conseguir no seasuficiente.
—Yo no necesito tu dinero —
dijo entonces con frialdad y orgullo. Yo no necesito nada que no sea
mío. Sólo quiero lo que mi madreme dejó.
De repente, me miró a los ojos,con una mirada ardiente y
acusadora, y añadió: —Mi padre me ha dicho que tú
guardas mi herencia. Lo único queme queda de mi madre.
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Devuélveme el anillo, Eszter,devuélvemelo ahora mismo. ¿Me
oyes?
—Claro, el anillo —dije.Eva se puso tan beligerante que
me eché hacia atrás. Por casualidad, me detuve justo delante
de la cómoda en la que guardaba elfalso anillo. Sólo hubiera tenido
que extender la mano, abrir el cajóy entregar el anillo que la hija de
Vilma me reclamaba con un tono taexigente y lleno de odio. Me
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encontraba de pie, con los brazoscruzados, impotente pero decidida a
salvaguardar a toda costa el secreto
de la infamia de Lajos. —¿Cuándo te ha hablado t
padre del anillo? —le pregunté. —La semana pasada —me
respondió, encogiéndose dehombros—. Cuando supe que
íbamos a venir. —¿También te ha mencionado
el valor que tiene el anillo? —Sí. Una vez lo hizo tasar.
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Hace ahora muchos años, despuésde la muerte de mi madre… Antes
de entregártelo, hizo que lo tasaran.
—¿Y qué valor tiene? —le pregunté con tranquilidad.
—Un valor muy alto —me dijo,con una extraña ronquera en la voz
. Vale miles de coronas, quizádecenas de miles.
—Claro —le dije.Luego sentencié, con un tono
sosegado y de superioridad,sorprendente incluso para mí:
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—Pues, hija mía, no vas a tener el anillo.
—¿No existe? —me preguntó,
mirándome de arriba abajo.Después me preguntó, con un tono
más bajo—: ¿No lo tienes o no melo quieres dar?
—No voy a responderte a esa pregunta —dije, mirando al vacío.
En ese mismo instante sentí queLajos entraba en la habitación, si
hacer ruido, como siempre, con sus pasos ligeros de actor, y que se
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hallaba cerca de nosotras. —Déjanos solos, Eva —le oí
decir—. Tengo que hablar con
Eszter. No miré para atrás. Pasó un rato
hasta que Eva, lanzando una miradaoscura, interrogante, llena de
suspicacia, que recordaba la miradade Vilma, se alejó con pasos lentos.
Se volvió desde el umbral, seencogió de hombros y, a
continuación, aceleró sus pasos para salir de la habitación. Cerró la
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puerta tras de sí, sin hacer ruido,como si ya no estuviera tan segura
de sí misma. Nosotros dos nos
mantuvimos un rato sin movernos,sin mirarnos. Luego me di la vuelta,
y —por primera vez después deveinte años— me encontré delante
de Lajos, a solas con él.
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Me miraba sonriente, con una
sonrisa extrañamente humilde.Como si estuviera diciendo: «Ya
ves, al fin y al cabo, no es tacomplicado.» No me habría
sorprendido lo más mínimo si sehubiese frotado las manos, como u
comerciante satisfecho que, despuésde hacer un negocio especialmente
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fructífero, se queda a solas con losmiembros de su familia y, en ese
estado de ánimo efervescente,
empieza a planear otros negocios,todavía más prometedores y
sustanciosos. No se apreciaba en srostro ni la más mínima señal de
vergüenza o de oprobio. Estabacontento, se le notaba una alegría
infantil. —He dormido muy bien, Eszter
me dijo, muy contento—. Comosi hubiese llegado por fin a casa.
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Como no le respondí, me tomó por el brazo, me condujo a un silló
y me hizo sentar con cortesía.
—Por fin te puedo mirar a gustome dijo con ternura—. No has
cambiado nada. En esta casa se hadetenido el tiempo.
Mi silencio no lo alteró eabsoluto. Iba y venía, miraba las
fotografías, se detenía y acariciabasu cabello ralo y canoso con el
consabido movimiento pedante delos artistas. Recorrió la habitació
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sin una pizca de timidez, como sihubiese salido de ahí hacía poco —
y ya hacía veinte años—, sólo para
un período corto, porque lo habíallamado para algo, y después
hubiera regresado para continuar udiálogo inconcluso, sin prestar
mucha atención, sólo por educación. Levantó de la mesa una
antigua copa de cristal de Venecia yla miró con deleite.
—Te la regaló tu padre, en unode tus cumpleaños, ¿verdad? Me
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acuerdo —dijo con amabilidad. —¿Cuándo vendiste el anillo?
—¿El anillo?
Miró al techo, con expresióreflexiva y concentrada. Sus labios
se movían sin pronunciar palabra,como si estuviera contando.
—No me acuerdo —respondióa continuación, afable.
—Claro que sí, Lajos —loanimé—. Haz un esfuerzo. Seguro
que te acordarás. —El anillo, el anillo… —
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repitió con amabilidad, meneandola cabeza, como si quisiera indicar
que estaba dispuesto a responder a
una pregunta caprichosa y siimportancia, fruto de una curiosidad
infundada—. La pregunta es cuándovendí el anillo. Pues creo que unas
semanas antes de que murieraVilma. Ya sabes, en aquellos días
necesitábamos mucho dinero… Losmédicos, nuestra vida social… Sí,
creo que fue entonces.Y me miró sonriente; sus ojos
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brillaban y su mirada era limpia. —Pero Eszter… —añadió—,
¿por qué te interesa el anillo?
—Me regalaste una copia. ¿Teacuerdas? —le pregunté,
acercándome a él. —¿Que te regalé una copia? —
repitió la frase de maneramecánica, retrocediendo un paso
sin querer—. Es posible. ¿Deverdad que te la regalé?
Seguía con la misma sonrisa, pero ya se lo notaba menos
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convencido. Me acerqué a lacómoda, abrí el cajón y saqué el
anillo sin titubear.
—¿No te acuerdas? —le volví a preguntar, entregándole la joya.
—Sí que me acuerdo —dijo evoz baja—. Ya me acuerdo.
—Vendiste el anillo —repetísin proponérmelo, y yo tambié
bajé la voz, como para hablar de uasunto profundamente vergonzoso
que era preciso mantener en secretoante los demás, quizá incluso ante
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Dios—, y cuando regresamos delcamposanto, me entregaste la copia,
con un gesto grandioso, como si
aquél fuera el verdadero legado deVilma, el único objeto de valor de
la familia, como algo que sólo mecorrespondía a mí. Yo estaba un
tanto sorprendida. Hasta protesté,¿te acuerdas? Luego, acepté y te
prometí que lo guardaría y se loentregaría a Eva cuando se hiciese
mayor y lo necesitara. ¿Teacuerdas?
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—¿Eso prometiste? —preguntóanimado—. Entonces dáselo, si te
lo pide —añadió despreocupado.
Dio unos pasos y encendió ucigarrillo.
—La semana pasada le contastea Eva que yo conservaba el anillo
para ella. Eva necesita dinero yquiere vender el anillo. En el
momento de ponerlo a la venta sesabrá que el anillo es falso. Y
naturalmente yo seré la única ehaber podido falsificarlo. Esto es lo
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que tú has hecho —le dije, y mi vozsonaba ronca.
—¿Por qué? —me preguntó co
sencillez y profunda sorpresa—.¿Por qué la única? Pudo haber sido
otra persona. Por ejemplo, Vilma.Callamos.
—¿Dónde están tus límites,Lajos?
Parpadeó al tiempo que mirabala ceniza de su cigarrillo.
—¿Qué pregunta es ésta? ¿Dequé límites me estás hablando? —
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me preguntó, inseguro. —¿Dónde están tus limites? —
le volví a preguntar—. Yo creo que
cada ser humano tiene unos límitesinteriores, dentro de los cuales se
sitúan sus conceptos sobre el bien ysobre el mal. Sobre todos los
demás aspectos de lo que puedeocurrir entre los seres humanos.
Pero tú careces de límites por completo.
—Todo eso son puras palabrasobservó, con un movimiento de
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la mano de aburrimiento—. Límites, posibilidades. El bien y el mal. So
puras palabras, Eszter. ¿Has
pensado alguna vez en que la mayor parte de nuestras acciones no tiene
ningún sentido ni ningún fin? Unohace lo que hace, sin pensarlo, si
obtener ningún beneficio ni ningú placer con ello. Si examinas t
vida, te darás cuenta de que hashecho muchas cosas sin querer,
simplemente porque se te ha presentado la ocasión para
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hacerlas. —Eso me suena muy
complicado —le dije, desanimada.
—Pues no lo es. Simplementees muy incómodo reconocerlo,
Eszter. Al final de la vida, uno secansa de cualquier acció
encaminada a un fin en concreto. Amí siempre me gustaron las
acciones que no tienen explicació posible.
—Pero el anillo… —repetí,obstinada.
l ill l ill
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—¡El anillo, el anillo! — protestó irritado—. No me vengas
otra vez con lo del anillo. ¿Que yo
le dije a Eva que tú estabasguardando el anillo? Es posible.
¿Que por qué se lo dije? Pues porque el momento era propicio
para que yo dijera eso, porque ésaera la solución más obvia, la más
inteligente. Tú me vienes con lo delanillo, Laci me habla de unas
letras… ¿Qué pretendéis? Todo esoya pasó, ya no existe. La vida ha
b d d h
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acabado con todo eso, como hacesiempre. No se puede vivir
constantemente bajo acusaciones.
¿Quién es tan inocente, ta poderoso en su interior como tú
dices, para tener el derecho deacusar a los demás durante toda una
vida? Hasta la misma ley reconoceel concepto de prescripción.
Vosotros sois los únicos que no loreconocéis.
—¿No crees que eres injusto?le pregunté, en voz baja.
A l j dió
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—A lo mejor —respondió,también en voz baja—. ¡Límites!
¡Límites interiores! Pero si la vida
carece de límites. Compréndelo deuna vez. Es posible que yo le dijese
algo a Eva, es posible quecometiese un error, ayer, o hace
muchos años, un error relativo aldinero, al anillo, a las palabras.
unca he decidido mis acciones. Alfin y al cabo, uno sólo es
responsable de lo que decide, de loque planea, de lo que quiere hacer.
U l t bl d
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Uno es solamente responsable desus intenciones… Las acciones
¿qué son? Son sorpresas arbitrarias.
Uno se encuentra en una situación yobserva lo que hace. Sin embargo,
la intención, la intención sí que esculpable, Eszter. Y mis intenciones
siempre han sido limpias — concluyó con satisfacción.
—Sí —le dije, sin estar muyconvencida—. Es posible que tus
intenciones hayan sido limpias. —Sé perfectamente —dijo co
t t t l t
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tono suave, un tanto molesto— queyo no encajo en este mundo. ¿Qué
queréis de mí? ¿Que cambie a la
edad que tengo? ¿Con más decincuenta años? Yo siempre he
querido lo mejor para todos. Perolas posibilidades de lo mejor so
limitadas en este mundo. La vidahay que adornarla de alguna
manera, porque si no se haceinsoportable. Por eso le dije a Eva
lo que le dije sobre el anillo. Esa posibilidad la tranquilizó en aquel
t P l dij h
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momento. Por eso le dije, hacequince años, a Laci que le
devolvería su dinero, cuando sabía
que nunca se lo iba a devolver, por eso dije muchas cosas a muchas
personas, muchas cosas prometedoras y consoladoras,
cuando en realidad sabía perfectamente que nunca mantendría
mi palabra. Por eso le dije a Vilmaque la amaba.
—¿Por qué? —le pregunté, yme sorprendió que mi voz sonara
tranq ila e indiferente
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tranquila e indiferente. —Porque eso es lo que quería
oír —dijo con brevedad—. Porque
su vida dependía de que yo ledijera eso. Y porque tú no me
impediste que yo se lo dijera. —¿Yo? —le pregunté con la
voz ronca, confundida, muyconfundida, con un nudo en la
garganta—. ¿Qué podía hacer yo? —Todo, Eszter —respondió
entonces, con un tono de vozinocente, casi infantil, con su voz de
entonces con la voz de su juventud
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entonces, con la voz de su juventud. Absolutamente todo. ¿Por qué
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Por el tono de su voz sentí que
aquella vez, quizá por primera vezen su vida, no estaba mintiendo.
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Y ahora déjame que te diga algo
dijo apoyándose en la cómoda.Encendió un puro y con u
movimiento despreocupado tiró lacerilla en la bandejita para las
tarjetas de visita—. Entre nosotrosdos han sucedido ciertas cosas que
ya no pueden mantenerse esilencio durante más tiempo. Uno
mantiene en silencio durante toda
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mantiene en silencio, durante todasu vida, las cosas más importantes.
A veces, incluso hasta se muere así.
Sin embargo, hay casos en que se presenta la ocasión de decir esas
cosas… y entonces uno ya no puedeni debe mantenerse callado. Creo
que el pecado original de la Biblia pudo haber sido un silencio así.
Hay una mentira ancestral en la propia vida, y uno tarda en darse
cuenta de ello. ¿No quieressentarte? Siéntate, Eszter, y
escúchame por favor Perdónameé i
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escúchame, por favor. Perdóname, pero esta vez seré yo quien acuse y
quien dicte sentencia. Hasta ahora,
has sido tú. Siéntate, por favor.Hablaba con un tono de voz
educado, pero como si estuvieradando órdenes.
—Aquí —me indicó,acercándome una silla—. Mira,
Eszter: nosotros dos hemos habladode cosas distintas desde hace veinte
años. Y no es tan sencillo. Tú mesacas la lista de mis pecados (tú y
también los demás) y esos pecadosl bl d d
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también los demás), y esos pecadosson, lamentablemente, verdaderos.
Me hablas de anillos, de mentiras,
de promesas no mantenidas, deletras no pagadas. Sin embargo, hay
otras cosas, Eszter. Hay cosastodavía peores. No serviría de nada
enumerarlas todas… y yo no mequiero defender… Detalles así no
van a decidir ya mi destino.»Yo siempre he sido un hombre
débil. Me hubiese gustado hacer algo en este mundo, y creo que
disponía de algún talento para elloSi b l i t ió l
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disponía de algún talento para ello.Sin embargo, la intención y el
talento no son suficientes. Ahora ya
sé que no son suficientes. Para lacreación, hace falta algo más… una
fuerza especial, una disciplina; olas dos cosas juntas. Creo que es a
esto a lo que se suele llamar carácter… Esa capacidad, ese
rasgo es lo que me falta a mí. Escomo la sordera. Como la sordera
de alguien que conoce las notasmusicales que está tocando, pero
que no oye los sonidos Cuando teí bí t l
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que no oye los sonidos. Cuando teconocí, no sabía esto con la
precisión con la que te lo estoy
contando ahora… no sabía tampocoque tú eres para mí mi carácter. ¿Lo
entiendes? —No —le respondí co
sinceridad. No eran sus palabras las que me
sorprendían, sino su tono de voz ysu manera de hablar. Nunca lo
había oído hablar así. Hablabacomo una persona que… Me resulta
casi imposible describir su tono deH bl b
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casi imposible describir su tono devoz. Hablaba como una persona que
ve algo, la verdad, u
descubrimiento, sin haber llegado aello, pero atisbándolo, y que trata
de comunicar desesperadamente susimpresiones a los demás. Hablaba
como una persona que siente algo.Yo no estaba acostumbrada a ese
tono de voz en Lajos. Lo observabaen silencio.
—Sin embargo, es sencillo — dijo—. Lo comprenderás. Tú
fuiste… Tú hubieras podido serpara mí lo que me faltaba: mi
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fuiste… Tú hubieras podido ser para mí lo que me faltaba: mi
carácter. Uno se da cuenta de estas
cosas. Una persona que no tienecarácter o que no tiene un carácter
perfecto, es un inválido en elsentido moral de la palabra. Hay
muchas personas así. Son seres perfectos en todos los sentidos,
pero es como si les faltara umiembro, una mano o un pie. Luego,
se les pone una prótesis y sevuelven capaces de trabajar, de ser
útiles para el mundo. Perdóname lametáfora pero tú hubieras podido
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útiles para el mundo. Perdóname lametáfora, pero tú hubieras podido
ser una prótesis así para mí… Una
prótesis moral. Espero no ofenderteañadió, y se inclinó hacia mí co
ternura. —No me ofendes —le dije—,
pero no creo en todo eso, Lajos. Ucarácter no se puede suplantar por
otro, postizo. La moral no puede ser trasplantada de una persona a otra.
Perdóname, pero todo eso son sóloteorías.
—No son sólo teorías. Elsentido de la moral ya lo sabes no
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sentido de la moral, ya lo sabes, no
es un rasgo de carácter heredado,
sino que es algo que se adquiere.Uno nace sin moral alguna. La
moral del hombre salvaje y lamoral del niño son diferentes de la
moral de un juez de sesenta añosque trabaja en un tribunal de
casación de Viena o de Amsterdam.Uno adquiere la moral durante toda
la vida, de la misma manera queadquiere modales o cultura. —
Hablaba como un sacerdote: cosabiduría Hay personas que
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sabiduría—. Hay personas que
tienen un carácter fuerte, que so
unos genios en su carácter, comohay genios en la música o en la
poesía. Tú eres así, Eszter, un geniode la moral, no protestes. Yo sé que
eres así. Yo, para las cuestiones dela moral, soy un sordo, u
analfabeto. Por eso quise estar a tlado, creo que sobre todo por eso.
—No lo creo —insistí,obstinada—. Y aunque así fuera,
Lajos, no puedes haber deseado quealguien te estuviera acunando toda
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j , p qalguien te estuviera acunando toda
la vida por ser una persona
moralmente imperfecta. Una mujer no puede ejercer de nodriza moral
durante toda su vida. —Una mujer, una mujer —
repitió, haciendo un ademán dedesprecio—. Se trata de ti, Eszter.
Se trata de ti —dijo con decisión ycortesía.
—Una mujer —insistí, y sentíque la sangre se me subía a la
cabeza—. Ya sé que se trata de mí.Hace mucho tiempo que me harté de
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qHace mucho tiempo que me harté de
ser el ejemplo de un ideal falso.
¡Entérate de una vez! Ya no tieneningún sentido decirlo… Quizá
tengas razón, no se puede estar callado durante toda una vida. No
creo ninguna de tus teorías, Lajos, pero creo en la realidad. La
realidad es que me has engañado.Antes, con un lenguaje romántico se
hubiese dicho que estabas jugandoconmigo. Tú eres un jugador de
cartas muy especial: alguien queuega en vez de con cartas co
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y p g quega, en vez de con cartas, co
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más, llegar más alto, y utilizar para
ello a todas y a todos. Todo esto lo puedo comprender… Es infame,
pero tiene algo de humano. Perotirar a alguien sólo por
aburrimiento… Eso es peor queinfame. Para eso no hay perdón,
porque es inhumano. ¿Mecomprendes?
—Pero si yo te llamé, Eszter — dijo, en voz muy baja—. ¿No te
acuerdas? Reconozco que memostré débil. Pero, en el último
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mostré débil. Pero, en el último
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en esas cartas. Hace un rato me he
enterado por Eva de que habíaencontrado unas en la cajita de palo
de rosa… Pero ¿cómo puedo saber lo que es verdad de todo esto? ¡No
te creo nada! ¡No creo tampoco aEva! ¡No creo ni siquiera en el
pasado! Todo es mentira, todoforma parte de un complot, de una
representación teatral, con susaccesorios, con cartas y promesas
antiguas, promesas que ni siquierafueron hechas. Yo ya no voy al
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y y
teatro, Lajos. Hace muchos años
que no voy al teatro, que no voy aninguna parte. Pero conozco la
realidad. ¿Entiendes lo que te estoydiciendo? Conozco la realidad.
¡Mírame! ¡Ésta es la realidad!¡Mírame a los ojos! He envejecido.
Me encuentro en el final de mi vida,como acabas de decir hace u
momento, de una manera taenternecedora y tan teatral. Sí, estoy
en el final de mi vida, y tú eres elresponsable de que mi vida haya
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p q y
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peligroso.
—Peligroso —repetí en voz baja, y luego callé. Nunca en mi
vida había hablado tanto sin parar,ni de una manera tan apasionada.
Me había quedado sin aliento—.Bueno, dejémoslo… —concluí. De
repente, me sentí muy débil, pero noquería llorar. Crucé los brazos,
manteniéndome en posición recta, pero debía de estar muy pálida,
porque Lajos me preguntó,asustado:
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—¿Quieres que te traiga u
vaso de agua? ¿Quieres que llame aalguien?
—No llames a nadie —protesté. No tiene importancia. Será que
mi salud empieza a fallar. Mira,Lajos: mientras una persona duda
de la palabra de la otra persona, ode sus sentimientos, se puede seguir
construyendo una vida en común, ouna relación cualquiera, sobre tal
terreno movedizo. Puede tratarse deun terreno pantanoso, como suele
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imposiciones momentáneas. Pero tú
mientes como cae la lluvia; sabesmentir con lágrimas, sabes mentir
con hechos. Debe de ser difícilhacerlo. A veces pienso de verdad
que eres un genio… El genio de lasmentiras. Me miras a los ojos, me
tocas, las lágrimas corren por tusmejillas, tus manos tiemblan, y si
embargo sé que estás mintiendo,que siempre has estado mintiendo,
desde el primer instante. Toda tuvida ha sido una mentira. Ni
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siquiera creo en tu muerte, puesto
que también será una mentira. Sí,eres un genio.
—Toma —me dijo contranquilidad—. De todas formas, te
he traído las cartas. Al fin y alcabo, eran para ti. Aquí están.
Con un movimiento sencillo yservicial, sacó las tres cartas del
bolsillo de su chaqueta y me lasentregó.
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El contenido de las cartas no me
interesaba demasiado en aquelmomento: conocía las aptitudes de
Lajos en asunto de cartas. Siembargo, me fijé bien en los sobres.
Los tres tenían mi nombre ydirección escritos con la letra de
Lajos, y pude comprobar por elmatasellos que las cartas había
sido enviadas veintidós años antes,durante la semana anterior a la boda
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de Vilma con Lajos. El hecho es
que yo nunca había recibido esastres cartas. Alguien me las había
robado. El robo no debió de haber sido una tarea especialmente
difícil: era Vilma la que recibía elcorreo de manos del cartero, co
una curiosidad especial, y ellamisma guardaba la llave del buzón.
Examiné los tres sobres coatención y los deposité en la
cómoda, al lado de la fotografía deVilma.
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—¿No quieres leerlas? —me
preguntó Lajos. —No —le respondí—. ¿Para
qué? Creo que contienen lo que meacabas de contar, pero no tiene
mucha importancia. Tú —añadí,contenta de haber encontrado la
expresión adecuada, como sihubiera descubierto por fin algo—
sabes mentir hasta con los hechos. —Entonces, ¿nunca recibiste
mis cartas? —me preguntó Lajos,con tranquilidad, dando a entender
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que no le interesaban demasiado
mis acusaciones. —Nunca.
—¿Quién las robó? —¿Que quién las robó? Vilma.
¿Quién más pudo haber sido?¿Quién más podía tener interés e
ello? —Claro —dijo—. No pudo
haber sido nadie más.Se acercó a la cómoda, miró
con atención los sellos y losmatasellos y luego se inclinó sobre
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la fotografía de Vilma, con el puro
en la mano, echando bocanadas dehumo; miraba la foto co
ovialidad, con una sonrisa llena deinterés, absorto, como si yo no
estuviera en la habitación. Meneó lacabeza y, de repente, lanzó un corto
silbido, un silbido lleno dereconocimiento, como cuando u
ladrón expresa su admiración por eltrabajo de otro ladrón. Se quedó
así, con las piernas separadas, couna mano en el bolsillo de la
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chaqueta y con la otra sosteniendo
el puro humeante, contento ysatisfecho.
—Fue un buen trabajo — observó después; se dirigió a mí, se
acercó y se detuvo a un paso dedistancia—. Pero, en ese caso, ¿qué
quieres de mí? ¿Cuál es mi pecado?¿Qué te debo? ¿Qué gran fallo he
cometido? ¿En qué he mentido? Elos detalles. Pero hubo un momento
dijo, indicando las cartas— eque no mentí, en que tendí la mano
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porque tenía vértigo, como el
equilibrista sobre la cuerda, emedio de su actuación. Y tú no me
ayudaste. Nadie me tendió la mano.Así que seguí haciendo equilibrios
como pude, porque a los treinta ycinco años uno no tiene ganas de
caer… Ya sabes que no soyespecialmente romántico ni
apasionado. A mí me interesaba lavida…, las posibilidades de la
vida…, el juego, como tú acabas dedecir… No soy ni he sido nunca el
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tipo de hombre que lo arriesga todo
por una mujer, por una pasiónsentimental… Hacia ti tampoco me
atraía una pasión irresistible, ahoraya te lo puedo confesar. Ya sabes
que no quiero hacerte llorar, nonecesito que te enternezcas. Sería
ridículo. No he venido para pedirtenada. He venido para exigir. ¿Lo
entiendes? —me preguntó en voz baja, con tono serio pero amistoso.
—¿Para exigir? —dije, y mivoz apenas era audible—. Muy
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interesante. Pues exige.
—Sí —dijo—, lo intentaré.aturalmente, de una manera
demostrable o legal, no tengoderecho a exigirte nada. Pero
también hay otro tipo de derechos,otro tipo de leyes. Quizá no lo
sepas todavía, pero ahora te vas aenterar de que aparte de las leyes
morales hay otras, igual de poderosas, igual de válidas. ¿Cómodecirte?… ¿Lo sospechas ya? Lagente corriente no es consciente de
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ello. Pero tú tienes que enterarte de
que a las personas no solamente lasatan las palabras, los juramentos y
las promesas; y que ni siquiera solos sentimientos y las simpatías los
que rigen las relaciones humanas.Hay algo diferente, una ley más
severa, más dura, que determina sidos personas están ligadas o no…
Es como la complicidad. Esa leyfue la que estableció que yo tuvieraque ver contigo. Yo conocía esaley. La conocía incluso hace veinte
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años. Cuando te conocí, lo supe
enseguida. No tiene ningún sentidoque me haga el modesto. Creo,
Eszter, que en realidad, de nosotrosdos, soy yo el que tiene el carácter
más fuerte. Claro, no en el sentidode los manuales de moral. Pero soy
yo —el errante, el infiel, el fugitivo quien ha podido permanecer,
con todo mi empeño yconvencimiento interior, fiel a esaotra ley que no figura en losmanuales ni en los códigos penales,
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y que, sin embargo, es la verdadera.
Es una ley dura. Atiéndeme. La leyde la vida dicta que acabemos lo
que un día empezamos. No es precisamente un motivo de alegría.
En la vida nada llega a tiempo, lavida nunca te da nada cuando lo
necesitas. Durante largos años, nosduele ese caos, esa demora.
Pensamos que alguien está jugandocon nosotros. Sin embargo, un díanos damos cuenta de que todo haocurrido determinado por un orde
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perfecto, encajado en un sistema
maravilloso… Dos personas no pueden encontrarse antes de estar
maduras para su encuentro…Maduras, no desde el punto de vista
de sus inclinaciones y de suscaprichos, sino en su fuero más
íntimo, obedeciendo la leyirrevocable de sus destinos, de susestrellas, de la misma manera quese encuentran dos astros, en lainfinitud del universo, con unaexactitud perfectamente
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determinada, en el instante previsto,
en el instante que pertenece a losdos, en la infinitud del espacio y
del tiempo, según las leyes de laastronomía. Yo no creo en los
encuentros fortuitos. Soy un hombrey he conocido a muchas mujeres…
Perdóname, pero te lo tengo quecontar… He conocido a mujeresguapas y a mujeres entusiasmadas; ytambién a otras, que parecían eldiablo en persona; he conocido averdaderas heroínas, capaces de
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venido para contarme tus
experiencias.Me arrepentí enseguida de mis
palabras: no tenían nada que ver conmigo, no tenían tampoco nada
que ver con lo que me acababa dedecir Lajos. Él me miró, tranquilo,
y asintió con la cabeza, distraído. —Qué otra cosa podía haber hecho. Siempre te he estadoesperando —añadió, coamabilidad, pero sin énfasis, de unamanera elegante y humilde—. ¿Qué
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quieres que haga? ¿Qué puedes
hacer tú con esta confesión tardíaque a nuestra edad ya no tiene
ningún significado ni ningún valor moral? No es de buena educació
decir cosas así; pero, lo sea o no,las reglas de la buena educación no
sirven para nada cuando hay quehablar de la realidad. ¿Ves?, Eszter,los reencuentros son másapasionantes y más misteriosos quelos primeros encuentros. Yo lo sédesde hace mucho tiempo. Ver de
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nuevo a alguien a quien hemos
amado… ¿no es como volver alescenario del crimen, atraídos por
una necesidad ineludible, comoafirman las novelas de detectives?
Yo sólo te he amado a ti en toda mivida; ya sé que mi amor no se basaba en unas exigencias severas,y que yo no era muy consecuentecon ello… Luego, algo sucedió, yno fue solamente que las cartas se«extraviasen», que las cartas fuerarobadas por Vilma. Eso no pudo
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enfadaste, te echaste atrás. ¿No lo
crees así? —¿Qué importa eso ahora? —le
respondí—. ¿Qué importa ya si fueasí, si lo confieso, si lo acepto?
¿Qué importa todo eso ahora? — insistí, y mi voz sonaba tan extrañacomo si estuviese hablando otra persona, desde la habitaciócontigua.
—Por eso he venido —dijo, bajando la voz, porque lahabitación estaba cada vez más a
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oscuras, y empezamos a hablar e
voz baja, sin querer, como si en la penumbra todo se volviera más
tenue, los objetos e incluso nuestra propia conversación—. Quería quesupieras que nada puede terminarsede una manera arbitraria, antes detiempo, entre dos personas… ¡No puede ser! —enfatizó, y se rió muycontento. Era como si se estuvierafrotando las manos con júbilo,como si en medio de una partida decartas se hubiese dado cuenta de
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que había ganado, para su mayor
sorpresa y placer, cuando creía queestaba perdiendo—. Tú estás ligada
a mí, incluso ahora, cuando eltiempo y el espacio ya lo hadestruido todo, todo lo que nosotrosconstruimos entre los dos. ¿Locomprendes? Tú eres laresponsable de todo lo que me hasucedido en la vida, de la mismamanera que yo soy el responsablede ti, por ti…, a mi manera… Sí, ala manera de un hombre. Era
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necesario que te enteraras de esto.
Tienes que venir conmigo, connosotros. Nos llevaremos también a
unu. Escúchame, Eszter, por unavez tienes que creerme. ¿Quéinterés podría tener yo ahora edecirte otra cosa que no fuera larealidad, la última, verdadera yletal realidad? El tiempo lo quematodo en nosotros, todas lasmentiras. Lo que queda es larealidad. Queda el hecho de que túestás ligada a mí, por más que
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hayas tratado de escapar, sin
importar cómo era y cómo soy yo…Claro que yo tampoco creo que una
persona pueda cambiar… Tienesque ver conmigo, por más que sepasque no he cambiado, por más quesepas que soy el mismo de antes: uhombre peligroso y poco fiable. Nolo puedes negar. Levanta la cabezay mírame a los ojos. ¿Por qué bajasla cabeza? Espera, voy a encender la luz… ¿Qué ocurre? ¿Todavíaestáis sin luz eléctrica?… Mira, ya
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se ha hecho casi de noche.
Se acercó a la ventana, miró alardín y luego la cerró. No encendióla lámpara de petróleo que habíasobre la mesa. Me preguntó así,casi a oscuras:
—¿Por qué no me miras?Como no le di ninguna
respuesta, siguió hablándome desdela lejanía y desde la penumbra:
—Si pretendes tener tú la razón,entonces ¿por qué no me miras? Notengo ningún poder sobre ti.
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Tampoco tengo ningún derecho. Sin
embargo, no puedes hacer nadacontra mí. Me puedes decir que mevaya, pero no puedes hacer nadacontra mí. Me puedes acusar, perosabes que eres la única persona coquien siempre he sido inocente. Y,sin embargo, he regresado. ¿Tútodavía crees en palabras como«orgullo»? Entre dos personasligadas por el destino no existe elorgullo. Vendrás con nosotros. Loarreglaremos todo. ¿Qué pasará?
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Que viviremos. Quizá la vida tenga
todavía algo guardado paranosotros. Viviremos en silencio. Amí, el mundo ya me tiene olvidado.Vivirás conmigo, con nosotros. No puede ser de otra manera —dijo,muy decidido, muy enfadado ymolesto, como si acabara deentender algo muy sencillo, clarocomo la luz del día, algo obvio yevidente que no se puede discutir
. No te pido otra cosa más queesto: mantente fiel por última vez al
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imperativo que le da sentido y
contenido a tu vida.Apenas lo veía en la oscuridad. —¿Me has comprendido? —me
preguntó desde lejos, en voz baja.Era como si estuviera hablandodesde el pasado.
—Sí —le respondí sin querer,como si hablase en un sueño.
En aquel instante empecé aexperimentar un entumecimiento,como el lunático en el momento decomenzar sus peligrosas andanzas
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nocturnas: comprendía todo lo que
pasaba a mi alrededor, comprendíael valor de mis palabras y de misacciones, veía perfectamente lagente a mi alrededor, y tambiénveía lo que el velo de los buenosmodales y las convenciones cubríaen ellos; y, sin embargo, sabía queestaba actuando —aunque demanera inteligente y decidida— eun estado de delirio, de éxtasis o deensoñación. Estaba tranquila, casialegre. Me sentía ligera y si
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preocupaciones. El hecho es quecomprendí algo en aquel instante, através de las palabras de Lajos;algo que me resultaba más fuerte,más inteligible y más categóricoque todo lo que él hubiese podidodecir en contra de mí o en defensade sus planes. Naturalmente, nocreía ni una sola palabra suya… yesa incredulidad se me antojabadivertida. Mientras Lajos hablaba,yo comprendí algo, sin que fueracapaz de poner en palabras el
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sentido de esa verdad sencilla yelemental que me tranquilizaba.Lajos estaba obviamentemintiendo… No sabía exactamenteen qué, pero mentía. Quizá nomintiese con las palabras ni con lossentimientos, sino simplemente cosu ser; por el hecho de ser élmismo, de no poder ser otra cosa;como antaño tampoco había podidoser otra cosa de lo que fue. Derepente, me eché a reír, no conironía, sino con sinceridad, co
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unas verdaderas ganas de reír.Lajos no comprendió mi risa.
—¿De qué te ríes? —me preguntó con suspicacia.
—De nada —le respondí—.Continúa.
—¿Estás de acuerdo? —Sí —le dije—. ¿Con qué? Sí,
estoy de acuerdo —añadírápidamente.
—Bien —observó—.Entonces… Mira, Eszter, no vayasa creer que puede ocurrir algo e
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contra de ti o en tu perjuicio. Lascosas se tienen que arreglar, de unamanera sencilla y honrada. Vendrásconmigo. Nunu también. Quizá no almismo tiempo, sino un pocodespués. Eva se casará. Hay queliberarla —explicó en voz baja, cocomplicidad—. Y a mí también.Todavía no puedes comprenderlotodo… Pero confías en mí ¿verdad?
me preguntó en voz baja,inseguro de sí mismo.
—Sigue hablando —le dije,
bi b j bi
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también en voz baja, también cocomplicidad—. Claro que confío eti.
—Eso es lo único que importamurmuró, muy satisfecho—. No
creas que me voy a aprovechar detu confianza —continuó, en un tonode voz más alto—. No quiero quedecidas sola. Iré a llamar a Endre.Él es amigo de la casa. Es notario,entiende de estas cosas. Es mejor que firmes delante de él —dijo coaire de generosidad.
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—¿Firmar qué? —pregunté,
casi susurrando, como si ya hubieseaccedido a todo, como si hubiese
aceptado la tarea, como si tan sólome interesara por los detalles.
—Este documento —respondió. Este documento que nos permitirá arreglarlo todo, para que puedas venir con nosotros, para que puedas vivir…
—¿Contigo? —le pregunté. —Con nosotros —respondió
con un tono más inseguro—. Co
C d
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nosotros… Cerca de nosotros. —Espera —le dije—. Antes de
llamar a Endre…, antes defirmar…, podrías al menosaclararme una cosa con mayor precisión: tú quieres que loabandone todo y que me vayacontigo. Eso ya lo he comprendido.Pero ¿qué ocurrirá después?¿Dónde quieres que viva cerca deti?
—Hemos pensado —dijodespacio, sopesando sus palabras,
h bl d l d í
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hablando en general— que podríasvivir cerca de nosotros. Nuestro piso, lamentablemente, no es losuficientemente amplio. Pero hay uhogar cerca, donde viven damassolitarias. Muy cerca de dondeestamos nosotros. Podríamosvernos muy a menudo —añadió coun tono motivador, como paraanimarme.
—Un hogar de la caridad¿verdad? —le pregunté, muytranquila.
U h d l id d?
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—¿Un hogar de la caridad? —
objetó, muy molesto—. ¡Qué palabras! Ya te digo que es un
hogar donde viven auténticasdamas. Como tú y como Nunu. —Como yo y Nunu —repetí sus
palabras.Esperó un rato. Luego, se
acercó a la mesa, sacó sus cerillasy con un movimiento inexperto ytaciturno encendió la lámpara de petróleo.
—Piénsalo bien —me aconsejó
Piénsalo bien Es ter Vo a
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. Piénsalo bien, Eszter. Voy a buscar a Endre. Considéralo. Léeteel documento antes de firmarlo.Léetelo con atención.
Sacó del bolsillo interior de schaqueta un folio que estaba plegado en cuatro, y lo colocó en lamesa con un ademán modesto. Memiró otra vez de arriba abajo, couna sonrisa alentadora y benévola,se inclinó ligeramente y salió de lahabitación con pasos rápidos yuveniles.
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Cuando, transcurridos unos minutos,
Endre entró en mi habitación, yo yahabía firmado el documento, que
era una suerte de contrato en el queyo autorizaba a Lajos a vender la
casa y el jardín. Era un contrato etoda regla, repleto de expresiones
urídicas concretas, redactado coun lenguaje altisonante que
recordaba el de un testamento o elde un contrato matrimonial. Lajos
denominaba al documento «contrato
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denominaba al documento «contratode mutuo acuerdo». Yo era una delas partes contratantes y Lajos laotra, que —a cambio de latitularidad de la casa y del jardín— se comprometía a cuidar de mí y de
unu «de por vida y en condicionesdignas». Las condiciones de talcuidado no se detallaban ni se precisaban.
—Lajos me ha contado todo — me dijo Endre, cuando nossentamos, uno enfrente del otro, al
lado de la mesa redonda Es mi
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lado de la mesa redonda—. Es mideber advertirle, Eszter, que Lajoses un canalla.
—Lo sé —le dije. —Es mi deber advertirle que el
plan y la decisión con los que havenido hasta aquí son peligrosos,incluso aunque Lajos respete lascondiciones del contrato. Ustedes,querida Eszter, hasta ahora hanvivido aquí (gracias a Nunu y alardín) en paz y en tranquilidad,
aunque en condiciones humildes.
Los planes de Lajos puede
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Los planes de Lajos puede parecer, por lo menos a los ojos deun desconocido, muy emocionantes.Sin embargo, yo no creo en lasemociones de Lajos. Lo conozco bien, lo conozco desde haceveinticinco años. Un hombre así, uhombre como él no cambia.
—Lo sé —le dije—, él tambiédice que no ha cambiado.
—¿Él también lo dice? —me preguntó Endre. Se quitó las gafas,y me miró con sus ojos de miope,
parpadeando confuso— Da lo
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parpadeando, confuso—. Da lomismo lo que él diga. ¿Ha sidosincero ahora? ¿Muy sincero? Notiene ninguna importancia. Yaconozco yo las escenas desinceridad de Lajos. Hace veinteaños, si se acuerda, Eszter… Yo mehe mantenido en silencio duranteveinte años. Ahora ha llegado elmomento de hablar. Hace veinteaños, cuando el viejo Gabor, su padre, querida Eszter…Perdóneme, pero era muy bue
amigo mío casi un hermano para
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amigo mío, casi un hermano paramí… Hace veinte años, cuando s padre murió, y yo, como notario yamigo, tuve el triste deber dearreglar los asuntos de la herencia,descubrí que Lajos habíafalsificado su firma en unas cuantasletras. ¿Usted lo sabía?
—Más o menos —le respondí. La gente decía cosas… Pero no
se pudo probar. —Sí que se pudo —me dijo,
limpiándose las gafas. Nunca lo
había visto tan confuso— En el
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había visto tan confuso . En eltestamento encontramos las pruebasde que Lajos había falsificado lasletras. Si entonces no hubiéramosarreglado las cosas, esta casa y esteardín no se habrían salvado,
querida Eszter.»Ahora ya se lo puedo contar.
o fue fácil… Baste con decir queen aquella época fue cuando vi unade esas escenas de sinceridad deLajos. Me acuerdo muy bien: unaescena así no se olvida en la vida.
Le repito que Lajos es un canalla.
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Le repito que Lajos es un canalla.Yo fui el único entre todos que nose dejó engañar por sus números. Yél lo sabe, lo sabe muy bien, por eso me tiene miedo. Ahora que hairrumpido en esta casa y que, por lovisto, pretende robarlo todo, todolo que queda, y arrebatar latranquilidad de ustedes dos (esta pequeña isla donde se harefugiado después del naufragio), esmi deber advertirla: es verdad queLajos anda ahora con más cuidado y
ya no utiliza letras. Pero parece que
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ya no utiliza letras. Pero parece quese encuentra entrampado, una vezmás, y que no tiene otra vía deescape que regresar aquí, con el pretexto de una despedida, yllevarse todo lo que queda… Siusted le regala la casa y el jardín,yo no podré hacer nada en contra deél, desde un punto de vista legal.
adie puede hacer nada en contrade él. Solamente yo… Si ustedquiere.
—¿Qué puede hacer usted,
Endre? —le pregunté, sorprendida.
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d e? e p egu té, so p e d da.Bajó la cabeza y se miró los
zapatos, ramplones, abotonados. —Pues yo… —empezó, muy
confuso y avergonzado—, pues…Tiene que saber, Eszter, que yoentonces actué con ligereza y salvéa Lajos. Lo salvé de la cárcel. ¿Dequé manera? Eso ya no importa.Hubo que pagar las letras, para queustedes se pudieran quedar en lacasa… No fue a Lajos a quien yo
quise salvar. El hecho es que
arreglamos lo de las letras. Y
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gustedes se quedaron aquí, en paz yen tranquilidad. Y yo permití queLajos escapara. Sin embargo,guardé las letras, junto con lasdemás pruebas de lo que habíahecho. Todo eso ya ha prescritoante la ley. Pero Lajos sabe queestá en mi poder, aunque la ley yalo haya soltado de sus garras. Leruego, querida Eszter —me pidió,con un tono casi solemne,
poniéndose de pie para ello—, le
ruego que me permita hablar co
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g q pLajos, que le devuelva este…, estedocumento… y decirles a susinvitados que se vayan. Si yo se lodigo, se irán. Créamelo —añadiócon tranquilidad.
—Lo creo —le dije. —Entonces… —dijo, muy
decidido, disponiéndose a salir dela habitación.
—Lo creo —repetírápidamente, con el aliento
entrecortado. Sentí que Endre no me
podía comprender, que no podía
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p p , q pconsentir lo que yo estaba dispuestaa hacer, que no lo podríacomprender nunca—. Le agradezcotodo lo que ha hecho y todo lo queintenta hacer por mí… Me doycuenta ahora de todo lo que hizo por nosotras, y no sé cómoagradecérselo. Todo lo que quedódespués de la muerte de mi padre selo debemos a usted, querido Endre.Si no hubiese sido por usted,
habríamos perdido la casa y el
ardín, habríamos perdido todo
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phace ya veinte años. Todo habríasido distinto entonces, mi vidaentera. Habría tenido que vivir euna casa ajena… ¿No es así?
—No del todo —respondióconfuso—. No fui sólo yo… Ahoraya se lo puedo confesar. Tibor melo prohibió en su día. Él tambiéayudó. Como amigo del viejoGabor, lo hizo con placer. Se lodebíamos a él —añadió en voz
baja, incómodo y con modestia.
—Tibor… —dije, y me eché a
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j , yreír de lo nerviosa que estaba—.Así es la vida de una mujer, asítranscurre, en la ignorancia. Sidarse cuenta de cuándo algo marchamal y también sin darse cuenta decuándo algo marcha bien. Todo estoes imposible de agradecer. Y hacemás difícil el…
—¿Decir a Lajos que se vaya?me preguntó, muy serio. —Decir a Lajos que se vaya —
repetí de una manera mecánica—.
Sí, ahora se ha hecho más difícil.
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Claro, él se irá, junto con sus hijosy esas personas desconocidas… Seirán pronto, quieren aprovechar losúltimos momentos de luz. Lajos seirá de aquí. Pero la casa y elardín… se los he entregado. He
firmado este documento. Y a usted,Endre, lo único que le pido es quehable con él, para que cuide de
unu. Eso es lo único que me tieneque prometer. Claro, una promesa
suya no vale nada, usted tiene
razón. Todo esto habría que
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arreglarlo por la vía legal…redactar un escrito, un escrito quetenga absoluta validez… Que pongauna parte del dinero de la venta euna cuenta a plazo fijo, para Nunu.Ella ya no necesita mucho, la pobre.¿Se puede hacer?
—Sí —me aseguró—. Todo esose puede hacer. Pero ¿qué pasará
con usted, Eszter? —¿Qué pasará conmigo? —
repetí la pregunta—. De eso se
trata, exactamente. Lajos me ha
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propuesto que me vaya de aquí, para vivir cerca de él. Noexactamente con él… No me haquerido dar explicaciones sobre ese punto. Pero tampoco importa — añadí rápido, porque veía queEndre me miraba con seriedad yque levantaba la mano parainterrumpirme—. Quisiera
explicarles, Endre, a usted, a Tibor y a Laci, a todos ustedes que ha
sido tan buenos con nosotras… A
unu no le tengo que explicar nada,
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ella lo entiende… Quizá ella sea laúnica en comprender que todo hatenido que suceder así, que tuve quehacer lo que hice hace veinte años yque ahora tengo que hacer lo queestoy haciendo. Quizá ella locomprenda. Creo que sólo puede
comprenderlo las mujeres, esasmujeres que ya no son tan jóvenes y
que ya no esperan nada más de lavida. Como Nunu y como yo.
—No lo entiendo —me dijo,
desganado.
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—Y yo no pretendo que loentienda. —Me hubiera gustadocogerle la mano o tocar con misdedos su rostro viejo, barbudo, preocupado, aquel rostro de hombretriste e inteligente, el rostro de uhombre que nunca había querido
importunarme, y a quien yo debía elhaber podido pasar los últimos
veinte años de mi vida en unascondiciones dignas y honradas—.
Usted, Endre, es una persona
excelente, un hombre de verdad, y
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se ve obligado a pensar de unamanera consecuente, de la manerasabia que determinan las leyes, lascostumbres o la razón. Peronosotras, las mujeres, no podemosser siempre tan sabias y taconsecuentes… Ahora comprendo
que no es ésa nuestra tarea. Si yohubiese sido sabia y
verdaderamente sincera, habríahuido, hace veinte años, con Lajos;
me habría fugado de esta casa e
una noche oscura, con Lajos, el
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novio de mi hermana; con Lajos, elfalsificador de letras, el eternomentiroso; ese desecho de lahumanidad, como diría Nunu aquien le gustan ese tipo deexpresiones fuertes. Eso habríatenido que hacer, si hubiese sido
valiente, sabia y sincera, haceveinte años. ¿Qué habría pasado?
o lo sé. Probablemente nadaespecialmente bueno o alegre. Pero,
por lo menos, habría obedecido una
ley, un orden; una ley más fuerte
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que las leyes del mundo y de larazón. ¿Lo comprende? Porque yoya lo he comprendido… Lo hecomprendido hasta el punto deentregarles a Lajos y a Eva estacasa, puesto que se la debo… Todolo que tengo, se lo debo a ellos…
Después, ya veremos lo que ocurre. —¿Se irá de aquí? —me
preguntó en voz baja. —No lo sé —le respondí. De
repente, me sentí muy cansada—.
o lo sé todavía, no sé coi d l á i E
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exactitud lo que pasará conmigo. Etodo caso, le ruego que entregueeste documento a Lajos… Sí, ya lohe firmado… Pero usted, Endre,debe añadir un anexo determinante
y legal, para que lo poquito queunu necesita no se pierda entre las
manos de Lajos. ¿Me lo promete? No respondió a mi pregunta.
Cogió el contrato, con dos dedos,como si fuera un objeto sucio y
sospechoso.
—Por supuesto —respondió e
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voz baja—. Es que yo desconocíatodo eso.
Le cogí la mano, pero la soltéenseguida.
—Perdóneme —le dije—, peroa mí nunca nadie me ha preguntadosobre todo ello en veinte años. Niusted, ni Tibor… Y, quizá, ni yomisma lo sabía con certeza, con lacerteza cruel con la que me he percatado de ello esta tarde. Lajostiene razón, Endre; tiene razón al
decir que en la vida hay un ordei i ibl h d t i
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invisible y que hemos de terminar lo que un día empezamos, de lamanera que podamos… Así pues,resulta que ahora lo he terminado
concluí, y me puse de pie.
—Sí —dijo, con el documentoen la mano y la cabeza agachada—.
o es necesario decirle que si ustedse arrepintiera, ahora o más tarde,
nosotros seguiremos aquí; tantoTibor como yo.
—No es necesario que me lo
diga —le dije, tratando de sonreír.
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Hacia la medianoche oí los pasosde Nunu: subía despacio por lasescaleras de madera podrida quecrujían bajo sus pies; se deteníacada tres peldaños y tosía. Como lanoche anterior, a la misma hora, sedetuvo en el umbral, con una velaen la mano, vestida de día, con súnico vestido negro de gala quetodavía no había tenido tiempo dequitarse.
—No duermes todavía — t tó tó l i
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constató, y se sentó en la cama, a milado, poniendo la vela en la mesitade noche—. ¿Sabes que se hallevado hasta las conservas?
—No lo sabía —dije,enderezándome en la cama, y meeché a reír.
—Bueno, sólo las de melocotóen almíbar —añadió, para ser exacta—. Los veinte frascos. Melos pidió Eva. Se llevaron tambié
las flores del jardín, las últimas
dalias que quedaban. No importa.Para mediados de semana se
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Para mediados de semana, sehabrían marchitado de todasformas.
—¿Quién se llevó las flores? —La mujer.
Tosió y se cruzó de brazos.Estaba sentada, erguida, tranquila y
orgullosa, como siempre, como etodas las situaciones de la vida. Le
cogí la mano, huesuda: no estaba nifría ni caliente.
—Deja que se las lleven, Nun
le dije.Claro asintió Que se las
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—Claro —asintió—. Que se laslleven, hija. Si no podía ser de otraforma.
—No pude bajar para la cenale dije, y le apreté la mano e
señal de disculpa—. Perdóname.¿No se extrañaron?
—No. Más bien callaban. Creoque no se han extrañado.
Mirábamos la llama oscilantede la vela. Yo tenía frío.
—Nunu, querida —le pedí—,
haz el favor de cerrar los postigos.Luego encima de la cómoda
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Luego, encima de la cómoda
encontrarás tres cartas. Tráemelas,querida.
Caminaba a pasos lentos por lahabitación. Su sombra parecía
gigantesca en las paredes. Cerró lasventanas, me trajo las cartas, me
cubrió con la manta y se volvió asentar en el borde de la cama,
cruzando otra vez los brazos, con ugesto un tanto solemne. Con s
vestido de gala parecía participar
de la fiesta extraña y amarga de lavida una fiesta singular que no era
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vida, una fiesta singular que no era
ni una boda ni un entierro. Allíestaba, sentada y en silencio.
—Tú me entiendes, ¿verdad,unu? —le pregunté.
—Te entiendo, hija mía, teentiendo —me respondió,
abrazándome. Nos mantuvimos así, esperando
que la vela ardiera hasta el final, oque se detuviera el viento que
azotaba el jardín desde la
medianoche, arrasando las hojasmojadas de los árboles esperando
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mojadas de los árboles, esperando
la llegada del alba: no sé ni yomisma qué más esperábamos. Yo
temblaba de frío. —Estás cansada —me dijo, y
me volvió a cubrir. —Sí —le dije—. Estoy
agotada. Ha sido demasiado paramí. Me gustaría dormir. Nunu,
querida, por favor, léeme estas trescartas.
Sacó las gafas de montura de
metal del bolsillo de su delantal yexaminó las cartas con mucha
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examinó las cartas con mucha
atención. —Las ha escrito Lajos —
constató. —¿Has reconocido su letra?
—Sí. ¿Las has recibido ahora? —Ahora mismo.
—¿Cuándo las escribió? —Hace veinte años.
—¿Se debe a un error delcorreo el que no las hayas recibido
hasta ahora? —me preguntó co
curiosidad y recelo.—No no es por el correo —le
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No, no es por el correo le
dije, sonriendo. —Entonces, ¿por qué?
—Por Vilma. —¿Te las robó?…
—Así es. —Claro —dijo, suspirando—.
Que descanse en paz. Nunca laquise.
Se ajustó las gafas, se inclinóhacia la llama y empezó a leer una
de las cartas, con una voz
melodiosa, como de colegiala:—«Amor mío —empezaba la
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«Amor mío empezaba la
carta—, la vida juega con nosotrosde una manera maravillosa. No
tengo más esperanza que haberteencontrado a ti para siempre»…
Dejó de leer, se puso las gafassobre la frente, me miró con ojos
brillantes y me dijo, emocionada yentusiasmada:
—¡Qué cartas más maravillosassabía escribir!
—Es verdad, escribía unas
cartas maravillosas. Sigue leyendo.Sin embargo, el viento, aquel
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Sin embargo, el viento, aquel
viento de finales de septiembre queestaba merodeando alrededor de la
casa, abrió los postigos de laventana con un empujón, agitó las
cortinas y, como si trajera algunanoticia de algún lugar, tocó y
removió todo en mi habitación.Luego, apagó la vela. Eso es lo
último que recuerdo. Y, de unamanera imprecisa, tambié
recuerdo que Nunu volvió a cerrar
la ventana, y que yo me quedédormida.
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SÁNDOR MÁRAI. Nació el año
1900 en Kassa, una pequeña ciudadhúngara que hoy pertenece a
Eslovaquia. Pasó un periodo deexilio voluntario en Alemania y
Francia durante el régimen deHorthy en los años veinte, hasta que
abandonó definitivamente su país e1948 con la llegada del régime
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g gcomunista y emigró a los EstadosUnidos. La subsiguiente prohibicióde su obra en Hungría hizo caer eel olvido a quien en ese momento
estaba considerado uno de losescritores más importantes de la
literatura centroeuropea. Así,habría que esperar varios decenios,
hasta el ocaso del comunismo, paraque este extraordinario escritor
fuese redescubierto en su país y e
el mundo entero. Sándor Márai sequitó la vida en 1989 en San Diego,
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q g
California, pocos meses antes de lacaída del muro de Berlín.
Índice
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Cubierta 2La herencia de Eszter 7
1 102 16
3 324 50
5 816 94
7 1048 126
9 15310 180
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