La Cueva Treinta
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LA CUEVA TREINTA
I. EL BARRANCO DEL VIENTO
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La mujer es fuegoEl hombre estopaViene el diabloY... sopla
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-El diablo anda suelto otra vez por los andurriales. Se oculta en las
sombras de las palmeras que aruñan la noche y se confunde con la
negrura del barranco y sólo deja ver esos ojos enormes, brillantes y
encarnados. A veces, se mete detrás de las tuneras y de los pitones y
permanece agachado, socarrón, a la espera de que algún niño vaya a
esconderse. Entonces se aparece, echa fuego por los ojos, salta, brinca, ríe
como un loco. Después te persigue, y si te coge, te lleva con él a los
infiernos, donde pagarás los pecados, abrasándote en el fuego eterno.
-¡Ay, Jesús, Peregrina, no le digas esas cosas a los chiquillos, y no los
señales con el dedo, mujer, que están asombrados!
-Cállate, Matilde, y déjame seguir... Una vez lo vimos mi prima Isabel y
yo. Fue un día de San Miguel, nosotras todavía solteras, y ustedes saben
que ese día no se puede decir ni una palabrota, ni un maldecido coño,
porque entonces el muy condenado se te planta en cualquier sitio y en
cualquier instante; y resulta que, precisamente esa noche teníamos que ir a
echarle un ojo a la cochina, que estaba casi cumplida. ¡María santísima!
No me quiero ni acordar! Pues bien, a eso de las diez y media nos
endilgamos un abrigo encima del traje, metimos en una saca el quinqué,
los fósforos, las tijeras y unos cuantos trapos, nos ceñimos el pañuelo al
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quejo y cogimos rumbo para el barranco. Aquello era una especie de vía
crucis y además, ustedes no se pueden imaginar cómo estaba la noche. La
noche estaba cerrada, misteriosa; negros nubarrones cerraban el cielo a
intervalos, la luna llena volaba en contra, y había un ventoral que parecía
que se iba a llevar el mundo.
>El viento sonaba como una insalla de perros carniceros llorando al aire.
¡Maldito viento dichoso que se afincó de fijo en este pueblo, y sopla y
sopla hasta volver locos a los cristianos! ¡Demontre viento baladrón que
se desata de sopetón, huraño!, y el mundo se pierde en los ruidos y los
sueños vuelan enmarañados en los persilanes de los invernaderos
desolados. Los cimientos de las casas parecen querer arrancarse.
>Mal rayo parta al perro viento que nos arrastró todo el camino como si
fuéramos dos cuervos, y que zumbaba entre los millos y las papas del
llano, embrujaba a las palmeras, se revolvía airadamente por las pitas del
risco y desbarataba los árboles del barranco que, enloquecidos,
provocaron en nosotras el deseo primitivo de dar la vuelta. Pasmadas, de
pie en lo alto de la Cueva Treinta, nos persignamos sin parar ante aquel
espectáculo de los infiernos. Como dos avechuchos, bajamos despavoridas
el caminito que hay hasta la entrada, y nos metimos en aquél boquerón
oscuro, al tiempo que el viento rompía contra el ala de la cueva y aullaba
barranco arriba. En penumbra, temblando, buscamos los fósforos y
encendimos el quinqué. A la luz de la vela, las sombras invadieron de
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golpe la estancia y, como almas en pena, se deslizaron por la techumbre y
se cernieron sobre nosotras, amenazadoras, para escurrirse después por
los costados. Mi prima y yo nos agarramos una a la otra; sin pensarlo nos
entregamos a rezar la letanía. “Madre purísima, ora pro nobis”. “Jesús
sacramentado, ora pro nobis”. Pero las voces sonaban con eco dentro de
la cueva y nos asustamos más aún. Entonces mi prima dijo:
- Lo único que nos falta es que se nos aparezca ahora el demonio.
- Cállate, muchacha, que me chiflo - le respondí.
- Mientras no digamos ninguna palabrota.
>Perseguidas por las sombras, muertas de miedo, nos adentramos un
poco. De pronto, empezamos a respirar un fuerte olor añejo, penetrante, y
enseguida sentimos los pujidos de la pobre cochina que había botado al
suelo sus más de cien kilos de barriga, y que yacía escarranchada sobre el
fango y el serrín. No paraba de resoplar y echaba espumarajos por el
hocico; los ojos eran como potas y las tetas a punto de reventarse,
hinchadas como sopladeras.
- ¡Jesús, María y José! ¡La que nos espera!
- Y que lo digas, mi niña. Yo creo que este animal se adelantó.
- A lo mejor es por la luna.
>El caso es que con miedo y todo, nos pusimos manos a la obra y, nada
más frotarle la panza de arriba a abajo, largó dos crías como voladores.
De inmediato, cortamos los cordones, anudamos los ombligos y retiramos
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las pares a un lado. Luego, limpiamos los recién nacidos de sangre y baba,
les metimos los dedos en la boca para que resollaran, y los acomodamos
en el rinconcito de los trapos. La madre lanzó suspiros de sosiego y
también, todo sea dicho, se tiró tal viaje de bufos que el aire se quedó
cargadito y nosotras tuvimos que taparnos las narices para no asfixiarnos.
Fuertes carcajadas. El miedo se borró de las caras de los niños. Las
mujeres, que seguían el relato sin expresar ningún sentimiento, también
rieron abiertamente.
- ¡Ay, Peregrina, sos el diablo; bien te gusta una porquería!
- ¿Y cuántos cochinitos trajo la cochina, Peregrinita?
- Esperen, que todavía no ha acabado el cuento, que lo peor viene ahora.
Me erizo hasta el tuétano nada más que de acordarme. Pues resulta que
entonces la cochina se atrabancó y no había forma ni manera de que
pudiera seguir pariendo, a pesar de los estregones que mi prima y yo le
dimos en la barriga. Así estuvimos hasta las tantas. Y la verdad es que con
aquel trajín me olvidé de todo, inclusive de que era el día de San Miguel,
¡bendito sea Dios! La idea de cómo ayudar a aquel animal me ocupaba
los cinco sentidos. Entonces recordé la actuación de mi madre en un caso
parecido, y pensé que yo también podría hacerlo. Así que me volví para mi
prima y le dije:
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- Mira, Isabel, yo, como hacía mi madre, le voy a meter la mano por el
borrego, porque yo creo que un cochino viene cambado y es menester
enderezarlo. Yo de esta aprendo.
>Vaya si aprendí. Con la misma, introduje la mano, y hasta el brazo, por
allí para adentro, y fue tal el asco que me revolví de pies a cabeza. Sin
darme cuenta, me fajé a maldecir, “maldita puerca”, “la madre que te
parió”, cuando palpé algo atravesado de canto a canto. Sin más dilación,
como de natural, tranqué los dedos alrededor de lo que me pareció un
pescuezo, y giré de reflechón. El efecto fue inmediato. Detrás de mi mano
salió una camada tal, y a tal velocidad, que tuvimos que esmerarnos para
habilitar a tanto bicho junto. Y yo, que nunca había visto cosa igual, venga
a despotricar, “malos demonios te coman”, “pelleja”, “rufiana”, cuando
de repente vi que mi prima se quedó parada, mirándome, con los ojos
redondos.
- ¿Qué te pasa, Isabelita?
- ¿Que qué me pasa? ¿Acaso no sabes tú que el diablo está hoy desatado?
¡Ay, Señor del Gran Poder! Y tú con todo ese viaje de palabrotas, aquí en
el barranquillo, y con este temporal. ¡Y de noche!
>Me quedé seca, paralizada de pies y manos. Estaba limpiando un cochino
y lo dejé caer de golpe sobre los demás; él solito resolló por su cuenta del
macanazo que alcanzó. Como las locas, empecé a rezar a voz en grito y me
di golpes de pecho - pésame señor - con la mente puesta en el regreso por
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aquellos descampados, y con el presentimiento de que algo terrible iba a
suceder en cualquier momento. Y de milagro estoy aquí para contarlo
porque, de buenas a primeras, en respuesta y castigo del cielo, estalló un
trueno tan tremendo que retumbó la cueva y retumbó el mundo entero.
¡Hasta la cochina se levantó del susto!
- ¡Ay, Dios! ¡Esto es el suculún!
- ¡Vámonos de aquí!
- ¿Tú crees?
- Sí, sí, vámonos.
>Trincamos el quinqué y, cogidas del brazo, salimos a escape, sin tener en
cuenta ni animales, ni sombras, ni nada, y cuál no sería nuestro asombro
cuando, ya en la salida, vimos que estaba diluviando y no se divisaba otra
cosa mas que lluvia y noche. Lo que sucedió después no sé si contarlo.
El silencio hecho por mi abuela no me cogía de sorpresa. Era una
treta para darle interés al cuento y para hacerse de rogar, lo cual era muy
habitual. Y fue lo que consiguió, porque los chiquillos se afanaron
pidiéndole que siguiera. Yo ya conocía la historia del diablo; la había oído
más de diez veces y, aunque siempre me entusiasmaba, no estaba yo ese día
para cuentos y chistes. Lo único que tenía eran ganas de llorar. Pero, claro,
había que hacer de tripas corazón. No obstante, mi abuela se había
percatado de que yo no era el mismo de otras veces y, de vez en cuando,
me observaba detenidamente.
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- ¡Siga, por favor, Peregrinita! - gritaban los niños.
- ¿Seguro? Les advierto que se van a asustar.
- No importa, siga.
- Pues bien, como les iba diciendo, lo que sucedió fue que, de pronto ...
¡zaz!, un rayo cruzó por delante y fue a chocar contra una higuera que
había a un lado del camino y que, en menos de nada, ardió por completo.
De seguido, todo se iluminó, la noche se hizo día y enmarcó la higuera,
que parecía una antorcha, y allí, sobre una rama en llamas, flaco y
enorme, los cuernos como medias lunas, una lengua de fuego gigantesca y
aquellos ojos echando chispas ... el mismísimo diablo en persona hizo su
aparición; a su alrededor, como por encantamiento, miles de murciélagos
y gatos negros surgieron de no se sabe dónde para, arrebatados,
revolotear y trepar por el árbol entre chiflas y maullidos. El diablo agitó
su cuerpo con estruendosas risotadas que penetraron la noche y abrieron
el cielo ... La luna, que salía en ese momento y se mantuvo un tiempo
toreando al galope las nubes, también fue testigo de aquel horrendo
maleficio. Y mi prima Isabel y yo volamos por la cueva para adentro, con
más miedo que cuerpo, y nos meamos y nos cagamos de arriba a abajo, sin
más remedio.
La risa se adueñó nuevamente de la situación y relajó el ambiente.
Mujeres y niños disfrutaron por parejo de la historia de mi abuela y se
revolcaron sobre el millo recién desgranado, que sería tostado y molido,
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Dios mediante, días después. Las camisas y las barbas de las piñas estaban
por allí esparcidas, los carosos en un rincón.
- ¡Ay, Peregrina, bien de historias tienes!
- Pues esta es verdad, mi niña.
- Lo que pasó es que tú te obsesionaste con esa idea, y por eso lo viste,
mujer.
Mi abuela se enrebiscó ante la porfía de su prima Matilde, la cual, a
su vez, gozaba picándola.
- Que no, Matilde, que estás equivocada. Yo lo vi, e Isabel también.
Una tal Tomasita, a la que yo no conocía mucho, porque era de fuera
y sólo venía de relance, continuaba atónita con la relación, tan creída como
los niños.
- ¡Jesús, mi madre! Si yo llego a estar allí, me muero.
Matildita volvió a saltar.
- Que no, muchacha, que eso es una batata como un día de fiesta. ¿Tu no
ves que a Peregrina le gusta más un cuento que comer?
- ¡Oye, mira que sos porfiona, eh! Pues te digo y te repito que yo lo vi con
estos ojos que Dios me dio. Y cuando quieras se lo preguntamos a Isabel.
- ¡Oh, claro!, ¿qué va a decir ella? ¡Ella siempre ha hablado por tu boca!
- Bueno, mejor lo dejamos, porque me estoy sulfurando y no tengo ninguna
necesidad de eso ahora.
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Las dos mujeres se echaron unas miradas que no decían nada bueno.
El asunto habría llegado a mayores, porque Matildita ya estaba a punto de
soltar el consabido “¡no te sulfures, no te sulfures!”, de no ser por la
oportuna intervención de la nieta de Tomasita. Simpática y curiosa, de ojos
grandes y despiertos, la niña se había gozado el relato en medio de gestos,
sustos y risitas prolongadas, y tenía en mente la misma pregunta que no le
había sido respondida.
- ¿Y cuántos cochinitos tuvo la cochina, Peregrinita?
- Doce, mi hija, trajo doce. Ocho machos y cuatro hembras. Un buen
parto, quería.
- ¿Y cómo acabó la historia?
- Pues que mi padre fue a buscarnos, allá cuando escampó, y nos encontró
a las dos enroscadas junto a los cochinos. Se rió de nosotras al revés y al
derecho y tuvo fiesta para rato.
Las piñas se acaban. El millo se recoge en costales y talegas. Llega la
hora de la disipación, el momento esperado de la tarde; en especial para los
pequeños, que ya hemos visto, y se nos hace la boca agua de mirarlas, las
botellas de aguamoya al fresco del tallero, medio cubiertas por el
culantrillo de la pila. Las mujeres toman café repetidas veces -échame otro
buchito- y los dos bizcochos lustrados que tocan por cabeza, son devorados
en un periquete. Es el premio a más de tres horas desgranando piñas, de la
tonga que llevaba días al solajero.
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El sol pegaba más fuerte de lo acostumbrado para aquellas fechas.
Estábamos todos sudando a mares, sobre todo las mujeres que soplaban el
café para enfriarlo un poquito.
- ¡Jesús, muchacha, fuerte sofoco!
- ¡Sí, señor! Parece que el verano se quiere adelantar.
- ¡Pues si esto es en mayo, cómo será en agosto!
Sentadas en el suelo, sobre sacos doblados, con batilongos de luto o
promesa que les tapaba las canillas, aquellos moños de picaporte
generalmente cubiertos por los pañuelos, las tres mujeres, que eran de una
edad, bebían y alegaban, alegaban y comían, y hasta pedían un pizco de
refresco, porque era mucho el calor para tanto café.
Los olores se mezclan, el millo dulce, las flores suaves, el café
fuerte, el tabaco negro que sobresale cuando mi abuela enciende la
cachimba, ante la mirada reprobatoria de Matildita, que no es nada amante
de tal vicio.
- ¡Sucristo, fuerte tufo! Echa esa jumasera para otro lado, muchacha, que
me estoy asfixiando.
- ¡Aimería, qué fina sos, mi niña!
- Fina no, sino que no me gusta y tú lo sabes. Además que eso no es bueno,
y cualquier día te vas a enfermar con tanto cachimbeo.
- Eso es asunto mío, que la que me enfermo soy yo. ¡Oh, coño!
- ¡Peregrina, por favor, no seas malcriada, que hay ropa tendida!
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- ¡Por favor, Matilde, qué anticuada sos, oye! ¿Tú no sabes que hoy en día
los chiquillos se beben los coños como agua, quería?
- Pues delante de mí que no sea, porque les parto la boca.
- Bueno, ya salió. Tú eres muy ligerita de mano.
- La vara se endereza desde chica, mi niña, porque si no, después no hay
quien la meta a viaje.
- Mira, Matilde, me parece a mí que vamos a terminar mal. Así que será
mejor que me recoja y arranque para mi casa, que tengo muchas cosas que
hacer. El lunes por la tarde nos vemos en el molino.
- Muy bien.
Malhumorada, enérgica (también le echaba un poco de teatro) mi
abuela apagó la pipa y se levantó; se estiró el largo traje negro que le
enguirraba la figura, haciéndola parecer más alta, y se amarró el pañuelo
por detrás. De inmediato se dirigió a mí.
- Vámonos, Juanito, que hay prisa. Las buenas tardes a todos.
Ya en la calle, el sol nos golpeó la cara. Y eso que eran más de las
seis. Yo me sentía como deslumbrado, ausente de lo que sucedía a mi
alrededor, metido sólo en mi mundo y en mis problemas. Mi abuela no
tardó mucho en preguntarme.
- ¿Qué te pasa a ti hoy, mi hijo, que parece que estás en el limbo?
- Nada.
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- ¿Seguro? Tú tienes algo; a mí no me engañas tú. Yo me he estado fijando
en ti todo el rato y te he visto triste y pensativo.
Suspiré profundamente. Ella se hizo eco.
- ¿Ves? Tú tienes algo.
- Bueno, la verdad es que sí, pero no se lo puedo contar.
- ¡Ay, Dios mío! Estos niños ya no son niños. Recién destetados y ya andan
con preocupaciones.¡Señor!
Antes de despedirnos, me recordó que el próximo lunes tenía que ir
con ella al pueblo vecino, como de costumbre, a vender tortas de millo y
pescado salado. Yo asentí resignado, y ella aprovechó para retomar el
asunto.
- ¿Y por qué no me lo puedes contar?
- Sí puedo, pero hoy no. El lunes.
- Como quieras. No te olvides que mañana es domingo y tienes que ir
misa.
- Ya.
- Fíjate, que te voy a preguntar por el sermón, ¿oíste? Y ahora venga, para
tu casita.
Mi abuela me estalló un beso en la cara. Yo le pedí la bendición y
esperé a que desapareciera calle arriba. Y, sobre la marcha, salí como un
tiro para el barranco.
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II. EL NIÑO AZUL
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Suspiros que mi alma evoca
en un continuo desvelo,
si no hay quien los recoja,
¡suspiros, váyanse al cielo!
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Lejos de todo el mundo, a la sombra de la acogedora mimosa
amarilla, lloraba amargamente. Mis lágrimas goteaban sobre el agua de la
charca, y mi niñez reflejada se perdió en las ondas, con las flores de la
primavera moribunda. En el agua también asomaban los ojos que me
habían acosado toda la tarde sin descanso. Los ojos desorbitados de mi
amigo Agustín fijos en los míos, implorando ayuda; su cuerpo contraído y
tembloroso, las mejillas amoratadas y los labios púrpura.
Nadie oyó mis gritos en mitad del barranco. Estábamos solos.
Siempre estábamos solos, en nuestro sitio, a esa hora del medio día,
después de salir de la escuela. Todos los niños bajaban por la calle
principal que va desde El Puente hasta El Ejido; pero nosotros preferíamos
coger barranquillo abajo para sentarnos al borde de la charca y hablar un
rato de nuestras cosas. Allí nos sentíamos contentos en medio de riscos,
cañaveras y árboles, sin que nadie nos viera ni oyera, al arrullo del agua
que casi siempre corría.
- Pues yo creo que lo único que podemos hacer es meternos en el
Seminario.
- A mí no me hace maldita la gracia.
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Yo observaba la mirada resignada de Agustín, quien arrojaba
nerviosamente piedras al agua.
- Ni a mí tampoco, Juan. Pero tú bien sabes que no nos queda otra
alternativa. A la academia no podemos ir porque es muy caro, y el
Seminario por lo menos es gratis.
- Ya lo sé. Pero sigo diciendo que no me gusta nada.
Agustín se levantó y se dirigió a los matorrales para oler las flores.
- Pues tú me dirás qué hacemos, porque lo único que queda es ir a trabajar
a Intercasa.
- ¡Quita!, eso sería lo último que hiciera.
- Pues ya mi padre me lo puso claro. O al Seminario o a los tomates.
- ¡Qué mierda!
De pronto, Agustín se puso pálido y empezó a tiritar.
- ¿Qué te pasa?
- No sé, pero creo que me va a dar otra vez el ataque.
- ¡Cállate! No digas eso, por Dios.
- Así es como me empieza siempre.
- Pues venga, vámonos de aquí.
No tuvimos tiempo. Cayó de remplón y a pique anduvo de rajarse la
cabeza contra la piedra en la que había estado sentado. Se le retorció todo
el cuerpo, se le encorvaron los pies y las manos y la boca se le reviró,
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mostrando los labios azules y los dientes apretados unos contra otros, como
si quisieran partirse.
Me quedé de piedra durante unos instantes. Los ojos de Agustín me
trajeron a la mente algo que él me había contado. Así que rebusqué en su
chaqueta y di con la cucharilla de palo blanco que guardaba en el falso.
Después, con gran esfuerzo, le separé los dientes haciendo palanca con el
rabo de la cuchara. La lengua parecía un ovillo y me costó sudores virarla a
su estado natural.
- ¡Uff, casito me asfixio! Menos mal que estabas aquí, Juanillo –decía con
esfuerzo mientras se recuperaba.
- ¡Qué miedo, Agustín! Pensé que te ibas a morir. Tienes que procurar no
estar nunca solo hasta que se te quite esa cosa. Yo no pensaba que fuera
tan horrible.
- No creo que se me quite.
- Cállate, no digas boberías; tienes que curarte.
- ¡Ojalá! Pero cada vez es peor.
Los ojos de Agustín se llenaron de lágrimas. Yo lo abracé
cariñosamente y lloramos los dos juntos.
- Tú verás que se te quita.
- ¡Tengo tanto miedo! Especialmente de los sueños espantosos que vivo
durante los ataques. Son visiones que se hacen tan reales como el hecho de
que me estoy asfixiando. Y lo peor es que soy consciente de todo.
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- Y no puedes hacer nada para remediar ninguna de las dos cosas,
¿verdad?
- Exacto.
- ¡Qué miedo! ¿Y qué fue lo que soñaste esta vez ?
Agustín se separó un poco y se enjugó las lágrimas. Me dirigió una
mirada tan triste que sus ojos se me clavaron para siempre.
- Soñé que el barranco estaba completamente seco. La charca parecía un
estercolero, y de la mimosa no quedaba ni el rastro. Busqué los árboles y
sólo vi un montón de edificios y un puente grandísimo, por donde pasaban
coches y más coches. Y lo último que recuerdo es que yo aparecía
enterrado debajo de todo eso. ¡Fue horrible!
En aquellos momentos yo sentía miedo y desolación. No
comprendía realmente lo que pasaba. O tal vez me negaba a entenderlo.
Sólo sabía que el mundo se me había venido encima de golpe,
convirtiéndome en un niño triste y pensativo. No como antes que me
divertía de lo lindo jugando a todo, a piola, a calambre, a jilo, al tapoyo, a
la pelota, al pañuelo, al huevo, araña o caña, al churro, media manga o
manga entera, a los indios, a la númera, y a la una mi mula. Incluso
jugábamos al circo, porque mi hermano Marcos se fijaba en las piruetas de
los artistas de El Circo Español, y después las imitaba a rajatabla. Su
preferida era Pinito del Oro en el trapecio. La adoraba. La miraba de tal
forma cuando intervenía que se quedaba con todos los movimientos y
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trucos. Como resultado, en las tardes de los domingos, mi hermano
montaba su propio espectáculo. El escenario era una vieja higuera de
fuertes ramas horizontales, muy propias para el caso, a las que solía pintar
con cochinilla; sogas de esparto, hilos de pita, alambres y tirantes le servían
de accesorios para su número. Con su cuerpo delgado y fino, la voz
enérgica, la mirada inquieta (mi madre lo llamaba fosforillo) Marcos ponía
en marcha a todo el mundo. Varias horas antes del comienzo de la función,
ya estábamos rodeando la higuera con piedras, y para pasar el cerco había
que pagar una perra, o una perra chica los menores de cinco años. A los que
estaban limpios, sin un céntimo, él mismo los espantaba a fuerza de gritos y
pedradas. Seguidamente, una vez revestido de maestro de ceremonias,
sombrero, corbatín y una capa de muselina que teñía con cochinilla,
presentaba el programa. El Pulga era el primer número. Pepillo el Pulga se
subía a la rama más alta y, simulando el ademán perfecto, saltaba a las dos
ramas de abajo a gran velocidad; desde allí, sin pausa, pegaba un brinco,
rebote y salto mortal.
La siguiente exhibición corría a cargo de Cristo el Pepón, que era
primo mío; gordito, con un culo como un tambor, trepaba a la primera rama
y hacía payasadas; de espaldas al público, meneaba su buen cacho de
trasero, mientras Marcos entonaba una musiquilla de película del tres con
erre. A continuación, dándose la vuelta, se lanzaba con las piernas abiertas
y caía sobre una tonga de ruedas de coche que estaban colocadas en fila.
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Allí se quedaba sentado y escarranchado. Las ruedas habían sido
previamente rellenas de agua y, en el momento del choque, ni Dios se
escapaba del chinguido.
Acto seguido venían los payasos, que jugaban hasta al boliche ,y,
por último, los cuatro números de Marcos. El primero era musical.
Acompañado de un amigo suyo de nombre Pepe Juan, tocador de timple y
de guitarra, cantaba coplas canarias, isas y saltonas, y al final la ranchera
histórica, decía el cantante, que narraba la historia de Juan charrasquiado,
hombre borracho, parrandero y jugador. A continuación, demostraba su
habilidad con el trompo. Inmediatamente después de lanzar uno y dejarlo
girando, amarraba otro que tenía una tacha grande de acero por punta y lo
singuiaba sobre el primero hasta conseguir rajarlo en dos. Lo hacía tres
veces sin ningún fallo. Boby, un perrillo chimbo que mi madre tenía en el
Llano de la Cruz, para cuidar las cabras, era el otro protagonista del
penúltimo acto. Marcos se pasó horas para lograr que le diera una patita,
luego la otra, sentarse, levantarse, brincar, saltar el aro y otras peripecias.
Buena leña se llevó el pobre perro para ser artista.
Y por fin ... el trapecio. Habiéndose disfrazado detrás del tronco de la
higuera, Marcos aparecía con un bañador, una camisilla de hueco y unas
alpargatas, todo ello teñido de cochinilla, y se encaramaba a la rama más
baja y más delgada, a un metro del suelo. Venga a girar, balanceos, más
giros, filigranas y gran brinco para caer al suelo como un gato.
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La audiencia vibraba en esos momentos. Ante el asombro de todos,
volvió a trepar y desde arriba miró al frente y dijo:
- Atención, mucha atención. Van a ver ustedes al hombre murciélago.
Pepe Juan y yo cogimos una cortina negra y tapamos el escenario, tal
como lo habíamos ensayado, y, cuando lo descubrimos, había un
murciélago colgando de la rama. Marcos pendía de los pies, el cuerpo
encorvado y los brazos en ala. Un trozo de tela negra, a modo de capa,
realzaba el efecto. Era una prueba dificilísima y más de una vez se fue al
piso en el intento. Bien es cierto que si no se partió la cabeza, no fue de
milagro, sino porque la tenía más dura que un risco. El mismo se ofrecía a
que le dieran cabes en la frente y pobre de quien accediera. Una vez se topó
contra una moto y le dejó el faro inservible. A él le salieron un par de
chichones pero más nada. Ni sangre le brotó.
Los aplausos despertaron al murciélago, que revoloteó hacía el suelo
y se escondió por un instante, para reaparecer nuevamente como maestro
de ceremonias y poner el toque final. Tenía las manos repletas de golosinas
y chucherías y las lanzó al público que aplaudía a rabiar.
Me gustaba tanto el circo que me daba magua que se acabara. Estaba
fijo deseando que llegara el domingo para ponerme en acción. Sin
embargo, ahora me da lo mismo. No me hace ninguna ilusión. Me paso el
tiempo pensando solamente en la enfermedad de Agustín, en sus ojos y en
lo que nos espera este verano. Y es que, si nos metemos en el Seminario,
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tendremos que soportar las clases diarias con el cura quien, por supuesto,
nos nombrará monaguillos. ¡Qué mierda! Y, peor aún, nos veremos
obligados a ir todos los días a la primera misa, que es a las siete de la
mañana. Y en latín. ¡Mi madre! ¡Prefiero ir a trabajar a los tomateros!
Estoy convencido de que sería incapaz de aprender latín. Debe ser muy
difícil. Aunque para Agustín no creo que lo sea. Él es más listo que yo.
Agustín tiene los ojos hundidos de tanto soñar. La primera vez que le
sucedió fue en la procesión del Martes Santo pasado, y el pueblo en peso lo
vio. Él, como ya venía siendo costumbre desde unos cuantos años atrás,
estaba cantando la saeta de El Encuentro, vestido de capuchino, sobre un
balcón engalanado con tapices, tomisas trenzadas y cruces de flores. El
ornamento se prodigaba igualmente en todos los barrios recorridos por el
doble séquito. El blancor de las casas chocaba con el luto de los penitentes,
que acompañaban tanto al Cristo como a la Virgen. Partiendo de la plaza,
unos bajaban hasta El Cuarto atravesando El Puente, y otros cogían por Los
Molinillos y llegaban hasta El Sequero, con la matraca de fondo musical.
El empedrado de las calles resaltaba el carácter sufrido del acontecimiento.
El encuentro se producía en La Cruz de La Torre, donde se encaraban
madre e hijo, y el lamento desgarrador que se oía a continuación dejaba en
vilo a todas las almas. La voz de Agustín era un chorro de agua clara y
limpia que fluía dolorosamente y que, metiéndose en el interior de cada
uno, arrancaba lágrimas y llantos incontrolables. Nadie podía evitar el
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sentimiento de desamparo. A nadie se le escapó, tampoco, que algo raro le
había pasado al capuchino, según acabó de cantar. Los que le acompañaban
en el balcón, familiares, sacerdotes y autoridades, presenciaron el hecho.
Agustín cayó como un cortacapote y se quedó temblando en el suelo, con
los ojos abiertos y una mirada que parecía vagar por mundos insólitos.
Rápidamente lo recogieron y lo tendieron en una cama, donde consiguieron
calmarlo. Entonces cerró los ojos y, por breves instantes, la cara le
resplandeció y fue cobrando diversos matices de color, hasta ponerse azul.
Acto seguido, un sudor frío le bañó el cuerpo y empapó sus ropas, y
después lloró. Lloró tanto que las lágrimas borraron el azul de su piel y le
devolvieron su color natural. Por último, tras abrir y cerrar nuevamente los
ojos, parpadeó repetidas veces y habló:
- He visto al niño Jesús. Me estaba llamando.
Los presentes se quedaron de una pieza. No daban crédito. Miraban a
Agustín como a una aparición, como a un ser iluminado que entraba en
contacto con lo divino. Y cuando el rumor se extendió, el caso fue
considerado un milagro y el niño azul pasó, de inmediato, a formar parte
del santuario popular. Una singular alegría se apoderó del entorno y yo, que
me había asustado muchísimo en el momento del desmayo, sentí que un
escalofrío me recorría todo por dentro. Creí desesperar. Intenté por todos
los medios llegar hasta mi amigo, pero una muralla humana me lo impedía.
Ni siquiera pude verlo cuando lo sacaron de allí y se lo llevaron en el coche
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del alcalde. Con la cabeza a punto de estallarme, sobrecogido por el miedo
y la incertidumbre, logré escabullirme entre la gente, y corrí como un loco
por medio pueblo. La noche asomaba y el cielo se encendía de rojo. Las
calles vacías aumentaban el clima de desolación, y dominaba un fuerte olor
a tomate podrido que, como un lastre, me acompañaría el resto de mi vida.
En la casa de Agustín no había ni luces. A pesar de ello, aún
sabiendo que sería inútil, toqué en la puerta infinidad de veces. La ansiedad
me ahogaba y lloré como nunca había llorado. Desconsolado, con la
imagen del niño Jesús que llamaba a Agustín clavada en la mente, me dejé
caer y me abandoné al llanto.
Una mano se apoyó en mi espalda y me acarició tiernamente el
cuello y la cabeza. No me hizo falta mirar para saber que era mi madre y
me abracé a ella con vehemencia, mientras le decía que tenía miedo de que
Agustín se muriera.
- ¿Por qué se va a morir, amante? Sólo fue un desmayo. Venga, no te
preocupes más. Ya verás como pronto estarás jugando otra vez con él.
- Pero él vio que el niño Jesús lo estaba llamando, y yo sé lo que eso
significa. Usted misma me lo ha dicho.
Mi madre se estremeció; pero de inmediato hizo un poder para
reponerse y quitarle importancia al asunto.
- Venga, venga, eso son boberías, mi niño.
Me secó las lágrimas y los mocos y me ayudó a levantar.
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- No son boberías. Siempre que un niño se muere, usted me dice que se fue
al cielo porque el niño Jesús lo llamó. Y yo no quiero que Agustín se
muera.
- No se va a morir, Juanito. Esas son frases que se dicen por costumbre.
Venga, vamos para casa.
- ¿A dónde se lo llevaron?
- Para la capital. Le van a hacer análisis y cosas de esas, pero seguro que
no será nada, ya verás. Lo único es que tendrá que quedarse un tiempo en
la clínica.
Tres días después, me pasé media mañana esperando la ambulancia
que lo traería de vuelta. Me comí las uñas tan arrente que hasta me
sangraron; desde donde me encontraba, sentado en el majano de piedra que
hay a la entrada del callejón de mi casa, divisaba gran parte de la calle José
Antonio, por donde solían venir los coches procedentes de Las Palmas, y
que se perdía en la curva del almacén de don Juliano, rumbo al Carrizal. La
mirada fija en la carretera, encandilado por el sol que subía ya, con bríos,
por La Cuesta Caballero, augurando un Viernes Santo de sofoco, me
reconcomí por dentro y recé no sé ni cuántas oraciones, con la esperanza de
que Dios me ayudara. Llevaba tres días hablando con Él, ayúdame señor, e
incluso le había pedido a mi madre que le encendiera una vela al Corazón
de Jesús y otra a la Virgen del Carmen.
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Mis plegarias fueron oídas, por fin, después de casi tres horas de
suplicio. Lo que apareció al cabo de la calle no fue ni un coche de hora, ni
un pirata, ni tampoco una camioneta chocha, de esas de carga, como la de
mi padre. Lo que vi fue la ambulancia y, de golpe, me levanté y me puse a
brincar igual que un resorte. Unos cuantos transeúntes, de los pocos que no
asistieron a la misa de la Pasión, se quedaron mirando.
Según me dijo después, Agustín me vio dislocado entre brincos y
saltos y, a pesar de las protestas de su madre, consiguió que el chofer
parara.
- Súbete, Juan - dijo, mientras me llamaba con las manos.
Yo vi los cielos abiertos y, sin pensarlo dos veces, salté dentro del
auto y me abalancé sobre mi amigo, quien ya tenía los brazos abiertos para
abrazarme. Venía sentado en una especie de sofá muy cómodo y tenía la
misma cara de siempre. Yo me deshacía por preguntarle cosas.
-¿Ya estás bien?
- Casi. Por lo visto mi sangre es débil y me tengo que cuidar mucho.
-¿Y cómo te lo pasaste en la clínica?
- No me lo pasé mal, porque todo el mundo fue muy bueno conmigo, pero
la verdad es que no veía la hora de venirme para acá. ¡Tengo unas ganas
de estar sentado en la charca contigo!
- Y yo. Pero...¿puedes salir?
- Si. Mi madre dice que me conviene dar paseos y respirar aire puro.
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Ensimismado como estaba, no me había percatado de que la madre
de Agustín se hallaba presente, hasta que ella me preguntó:
- ¿Dónde está tu madre, Juanito?
- En misa. Todos están en misa.
- ¿Tu padre también?
- No, que va. El no va nunca. Dice que siempre repiten la misma película.
- ¡Ay, hijo mío! Tu padre es un caso. ¿Y tu madre te dio permiso para no
ir?
- Si. Ella fue la que me propuso que me quedara a esperar a Agustín.
Pasado un rato, aprovechando que Agustín podía salir, y ya en
nuestro sitio, me contaría, entero, el primero de sus sueños. Yo habría
preferido no escucharlo, porque aún tenía latente el mal presagio que me
había acosado, pero, como lo último que quería era preocuparlo, me gocé el
relato de cabo a rabo. Además, al verlo tan bien que parecía que no le
hubiera pasado nada, me dejé llevar una vez más por su fantasía y, sin
darme cuenta, olvidé por completo mis terribles pensamientos, y entré en el
cielo que él me describió. Un cielo inmenso y luminoso, pleno de
maravillas, que no tenía nada que ver con ningún lugar que hubiéramos
visto, ni siquiera en las películas más sensacionales.
- ¡Ay, Juanillo, si vieras como era aquello! Imagínate un grandioso jardín
de plantas y árboles extraordinarios, todo requeteflorido, que se extendía
por todas partes y se iba a perder allá lejos, en un horizonte igual que un
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arco iris. Al principio me dio la impresión de estar viendo un cuadro
enorme y fascinante; pero pronto empezaron a aparecer miles y miles de
animales que corrían y volaban por doquier, jugueteando, todos distintos y
lindos, y, luego, un sin fin de ángeles casi transparentes que me invitaban
a pasear por un camino de colores, mientras ellos cantaban y, con sus
aleteos, batían el aire limpio y oloroso. Me sentí tan tranquilo y alegre con
ellos que no tardé nada en bailar y entonar sus melodiosas canciones, que
me resultaban familiares y entrañables. Juntos jugábamos con los
animalitos más curiosos que puedas sospechar; las gacelas parecían de
oro, y los elefantes, que eran chiquititos, brillaban como si la piel fuera de
piedras preciosas. Grandes cascadas de aguas cristalinas caían por ríos y
lagunas y, un poco más lejos, una enorme franja azul celeste atravesaba el
espacio y nos separaba del arco de colores que se alzaba majestuoso allá
enfrente.
Agustín pareció entrar en estado de ensoñación. Yo tenía los cinco
sentidos puestos en su sueño.
- Admirado, me paré al borde del azul, y los animales y los ángeles me
imitaron y se quedaron pendientes de mí, como esperando que cruzara
aquel brazo de mar. Con resoltura introduje la mano derecha; un suave
frío me subió lentamente hasta la cara y me invadió un placer inusitado.
Cerré los ojos y me abandoné por completo, dispuesto a seguir tan
extraordinaria aventura. Pero un pálpito me contuvo. Instintivamente supe
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que si traspasaba aquella franja, nunca podría regresar. No sentí miedo;
por mi gusto habría avanzado; pero de repente me acordé de mi madre y
de mi padre, y de mi casa, y de ti, Juanillo, y la idea de no volver a verlos
me dio tanta pena que me hizo recapacitar. Entonces, despacito, retiré la
mano. Abrí los ojos y me eché hacia atrás. Al instante, bramaron las nubes
y las montañas, se arrebataron los colores del horizonte y, en el corazón
de la fabulosa bóveda, se abrió una puerta de luz cegadora. Tuve que
cerrar nuevamente los ojos y, por más que lo intenté, ya no conseguí
volver a abrirlos. Sólo llegué a entornarlos y, aunque los destellos me
impedían prácticamente la visión, pude entrever el grandioso espectáculo
que se ofrecía ante mí. Fuego y agua se juntaban y configuraban un circo
maravilloso e indescriptible, en cuyo centro, traslúcida, se erguía la
imagen de un niño precioso que me hacía señales con las manos, para que
me fuera con él.
Agustín hizo una pausa y me miró con tristeza. Yo, con el alma en un
puño, le pregunté:
- ¿Tú crees que era el niño Jesús?
- Estoy seguro.
- ¿Y le dijiste algo cuando te llamó?
- Sí, le dije que no podía complacerle porque mi madre me estaba
esperando. Pero me quedé rascado. Me habría encantado irme con él.
- Pero, en ese caso, no estarías ahora aquí , Agustín.
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- Ya lo sé. ¡ Pero aquello era tan bonito!
Fue entonces cuando, en medio de una sacudida, comprendí que
Agustín estaba más cerca del cielo que de la tierra y que, aunque le dolía
sobremanera separarse de sus seres queridos, ansiaba volver a entrar en el
paraíso que había soñado. Fue entonces también cuando, aún creyendo que
era pecado mortal, sentí celos del niño Jesús, que quería al niño azul sólo
para Él. Es más; me pareció tan injusto, que llegué a odiar a aquel niño que
lo tenía todo y encima me quería robar a mi amigo del alma.
Ahora creo que lo odio más todavía. Porque, si de verdad tiene tanto
poder y es tan bueno como dicen, no entiendo porqué consiente que
Agustín siga sufriendo esos ataques tan horribles. Ya van cuatro con el que
yo presencié aquí mismo el otro día. Y cada vez son más espantosos. Yo, si
de mi mano estuviera, jamás lo habría permitido, desde luego. Si tuviera
una varita mágica, lo primero que haría sería librarlo de tales horrores. El
niño Jesús, sin embargo, tiene un montón de varitas mágicas y no hace
nada. Lo cual significa, claramente, que no lo quiere sino que se trata de
un capricho de niño mimado, que es lo que es. Pero para mí no es ningún
capricho. Agustín no sólo es mi mejor amigo, sino la persona que más
cosas me ha enseñado. Gracias a él, he aprendido a respetar a los animales
y a las plantas, a querer a la naturaleza, a gozar con una puesta de sol o con
un salto de agua. Sobretodo, he aprendido a viajar con la imaginación,
cuando él me cuenta las aventuras tan preciosas que lee.
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Menos mal que lo conocí. Si no llega a ser por él, yo seguiría siendo
el mismo mataperro que fui. Un salvaje que cruzaba el barranco con una
cañavera en la mano, pegando zurriagazos a diestro y siniestro, a plantas y
a flores, y mataba indiscriminadamente a todo bicho viviente, ya fuera
pájaro, lagarto, rana, perro o gato. Muchas veces con la tiradera, otras a la
pedrada limpia, a veces a palos, yo me ensañaba de mala manera con los
animales. A las ranas les metía un canuto de caña por el culo y soplaba
hasta reventarlas; a los lagartos, después de cazarlos al acecho, les rajaba la
barriga de arriba a abajo, y les sacaba el pizco de mondongo que tenían;
luego los lavaba con alcohol y formol, los rellenaba de viruta y, con una
aguja de calar, terminaba cosiéndolos con hilo acarreto, para rematar con
una buena manita de pintura, que podía ser verde, amarilla, azul, roja... Con
los pájaros era menos cruel. Por lo general los dejaba tiesos en el suelo,
después de un buen pipanazo con la tiradera, y seguía mis andaduras,
aunque, a veces, si no había trincado ningún lagarto, también los disecaba.
Entre pájaros y lagartos, tenía la azotea de mi casa llena. Mi madre, o mi
hermana, siempre me los quitaban y los escondían o los tiraban, pero yo
los recuperaba rápidamente y los volvía a colocar a todo lo largo de los
pretiles, a pesar de los pellizcones y tortas que recibía.
Una vez, habiendo coleccionado por lo menos cuarenta piezas, mi
madre, regañada, me las quitó todas, las metió en un saco y me dijo que les
iba a pegar fuego. Yo me puse como un cochino, dando esperridos, y me
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metí en el gallinero que estaba en un rincón de la azotea, amenazándola con
que si no me devolvía mis lagartos y mis pájaros, rompería todos los
huevos.
- ¡Ay, cómo tú te atrevas!
Era una de las frases terribles de mi madre. Pero no le hice maldito
caso y, rabioso, estallé un viaje de huevos contra el piso. Ella soltó el saco
y, en un gesto muy suyo y, para mí muy expresivo, se quitó la alpargata.
- Ven aquí, Juan.
- No.
- Ven aquí te digo.
Acorralado, sabiendo la que me esperaba, tuve que buscar otra salida
que fuera más efectiva. Así que, como ya había visto, de reojo, que el gallo
estaba en su puesto de siempre, me giré de reflechón y lo agarré por el
cogote con una mano, y por las patas con la otra. Después, en medio de un
cacareo ensordecedor, con miedo pero provocativo, me encaré con mi
madre.
- Si me pega, le retuerzo el pescuezo, se lo juro por Dios.
Mi determinación la frenó en seco. La ira le subió a la cara.
- Mira que te vas a arrepentir, Juan. Suelta el gallo.
- No lo suelto hasta que me prometa que no me va a pegar.
- ¡Habrase visto cosa igual, Dios mío¡ ¡Mire usted, este machango! Te
digo que sueltes el gallo, mira que vas a alcanzar más leña.
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A aquellas alturas, ya me daba igual la leña que alcanzara.
Alpargatazo más, alpargatazo menos, yo era consciente de que, hiciera lo
que hiciera, me iba a llevar una tollina de las buenas, de esas de una
semana con el culo escaldado. Por lo tanto, en un arrebato de insolencia,
cerré el puño y retorcí un poco el cuello del gallo, que largó tres pitos con
goga, como las gallinas viejas, y aleteó desesperado, levantando más
revuelo entre el resto del gallinero.
Mi madre se asustó.
- ¡Ay, Virgen del Carmen bendita, que este diablo me va a matar el gallo!
Como tú me mates el gallo, te mato yo a ti atrás. ¡Suelta el gallo!
- Pues júreme que no me va a pegar.
Aunque rabiosa, se quedó pensativa un instante.
- Está bien, pero suéltalo.
- Pero júrelo por Dios. Y póngase la alpargata. Y ya sabe que después no
puede pegarme, porque no se puede jurar el santo nombre de Dios en
vano.
- Está bien, tú ganas.
Lo que gané fue una buena escaldada de nalgas (me salieron hasta
escamas), un viaje de moretones en los molleros, y las orejas las tuve
coloradas hasta el día siguiente.
Ni que decir tengo que mis pobres bichos ardieron, y que me fue
terminantemente prohibido cazar más.
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- ¡Vaya con este meleguín! ¡Faltaría más! Si resulta que parece un santito
y es más malo que el hermano, ¡oiga! Pero a ustedes los meto yo a viaje,
ya lo creo. Si se creen que me van a sacar del mundo, están equivocados,
porque, a poder que yo pueda, a ustedes los gobierno yo. Y si los tengo que
amarrar a la pata de la cama, los amarro. Y si no, los ratio como a las
cabras. ¡Hasta aquí podíamos llegar!
Los rezados de mi madre no tenían nada que envidiar a las mejores
letanías. Cuando pegaba la hebra, soltaba una retajila de media hora, al
tiempo que trajinaba de aquí para allá y se desahogaba dándole fuelle a la
cocinilla de petróleo.
-¡Fuerte martirio me ha dado Dios con estos hijos!
Marcos y yo éramos los responsables del tormento de nuestra madre.
Sobre todo Marcos, que era el mayor, dos años más que yo, y que tenía
fama de ser el peor mataperro del barrio de El Ejido. Sus travesuras eran
sonadas y la frase: “ eres más ruin que el hijo de María Concepción” se
repitió durante largo tiempo en las bocas de muchas madres, cuando
regañaban a sus hijos. Si, por ejemplo, alguna vecina echaba en falta
huevos en su gallinero, el culpable era siempre mi hermano. No era él sólo,
desde luego, porque yo tampoco era flojo, y no hablemos de la jarca de
chiquillos que le seguían. Una jurria de por lo menos veinte que hacían
todo lo que él ordenaba. Juntos formábamos una banda guerrera, a la cual
Marcos, que para eso era el cabecilla, había denominado la jarca de Los
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Blusones Rojos, y él mismo asumía la labor de cortar sacos, hacerles
huecos para el cuello y los brazos, teñirlos con cochinilla y amarrarles un
hilo de pita por la cintura. De vez en cuando, casi siempre los domingos
por la tarde, después del cine de las tres, nos enfrentábamos con bandas de
otros barrios en luchas encarnizadas. Los domingos que no teníamos
guerreas, nos dedicábamos al circo y, por supuesto, era mi hermano quien
lo decidía. Suya fue la dichosa idea de matar animales en la víspera de cada
batalla (los bichos de la buena suerte) y entre ellos se incluían los perros y
los gatos, a los que nunca cazábamos en solitario sino, como mínimo, en
grupos de tres. Yo siempre iba al lado de mi hermano y, aunque a veces no
me gustara, hacía todo lo que hacía él.
Pero ya no soy el mismo. Ahora entiendo perfectamente que hay que
ser respetuoso con todo lo que a uno le rodea. Y, de hecho, respeto más a
los animales. Ya no se me ocurriría, pongamos por caso, pescar una rana y
estallarla como un cartucho, cosa que me divertía hasta hace poco. Quiero
dejar de una vez por todas esas andanzas. Sobre todo, quiero dejar las
guerreas. Pero mi hermano Marcos me obliga con amenazas y yo, por
miedo, hago lo que me dice. Hoy precisamente me recordó que mañana
mismo nos enfrentamos con los Capirotes, que son del Mondragón. Esos
son unos diablos y seguro que nos van a dar una tunda que te cagas. ¡Qué
horror! Para colmo, antes de que se haga de noche, tengo que cazar un
bicho de la buena suerte. A ver si puedo coger un lagarto, que es lo más
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fácil. A lo mejor me encuentro un pájaro muerto en el suelo, asfixiado con
estos calores. ¡Ojalá! ¡Malditas las ganas que tengo de eso! Pero si no lo
hago, mi hermano se va a enroñar, y me pegará, y yo le pegaré, y me dirá
que estoy hecho un gallina desde que conozco a Agustín, y que ya no soy
ni la sombra del guerrero que solía ser, antes de encontrar a ese fragilón
enfermizo. Como es el jefe, y le tenemos miedo, Marcos exige que todos
cumplamos las obligaciones del guerrero. Yo el primero, claro, porque soy
el hermano y tengo que dar ejemplo. Sin ir más lejos, ayer me tocó robar
diez huevos para enterrarlos en la Cueva Treinta. Esta mañana estuve
cogiendo cochinilla para venderla y comprar los tirantes para los arcos.
Hicimos flechas y lanzas y buscamos buenos teniques para lanzar a mano.
También reparé mi escudo, que estaba para el arrastre. Es un ajetreo que ya
no aguanto. Se lo he dicho a Marcos un montón de veces pero él no quiere
aceptarlo, y me insulta y se enfada muchísimo. Me amenaza con dejar de
ser mi hermano para siempre. Yo le replico que lo que deseo es olvidarme
de todas esas locuras, y aprovechar el tiempo de otra manera y me salta con
que ya estás hablando como el mentecato ese de Agustín, que es un
enterado y se pasa el día leyendo.
Y es verdad que Agustín está la mayor parte del tiempo leyendo.
Ahora menos, porque, desde que se enfermó, se le cansa la vista enseguida;
sin embargo, antes se leía una novela en menos que canta un gallo. A mi
me encantaba que me las contara paso a paso, según las iba leyendo. Me ha
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contado muchas, pero mi preferida es la historia del principito que vive en
un planeta lejano y que reina sobre una rosa. Recuerdo que me dijo que en
un planeta, visitado por el principito, el sol se ponía cada minuto. De
último, me estaba relatando la vida de un pato sueco que se recorre todo el
país y habla de sus experiencias en cada lugar. Parecía que estaba viendo
una película. Allí, tranquilo, al arrullo del agua salpicando, con la mimosa
florida y los jazmines oliendo, el mundo se hacía apacible y luminoso,
verde, amarillo y rojo. Los árboles se desbordaban por las orillas y, si llovía
mucho, el barranco corría y arrastraba membrillos, naranjas, granadas y
aguacates. Entonces nos agarrábamos a una rama y nos estirábamos para
atrapar la fruta. A veces me caía y salía todo matusado, después de un buen
susto. Agustín nunca llegó a caerse y, como no iba a las guerreas, no tiene
mataduras ni chichones. Yo estoy lleno. Mis canillas y rodillas parecen un
mapa, tengo un tobillo hinchado y tres gallos en la cabeza. Mi padre dice
que cantan de madrugada.
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III. LA GUERREA
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Tienes caminar de gallo,
remeneo de gallina,
cara de poca vergüenza.
¿Qué más quieres que te diga?
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-Rapados de atrás alante, con las moñas pintarrajeadas de tierra roja,
igual que los pájaros capirotes, medio desnudos, la banda del Mondragón
apareció al otro lado del barranco, en medio de una gran polvajera,
pegando chillidos y con un escorrozo terrible de escudos y lanzas. Un viaje
de abalorios, que sonaban como cencerros, colgaban de sus cuellos y de
sus ropas. Eran más de treinta, casi todos mayores que nosotros y,
descalzos, parecían fieras cazadoras sobre piedras y riscos. Nosotros les
esperábamos en el cercado de Pepito Romero, agachados detrás del
Toscón y, de manera instintiva, nos miramos unos a otros, contándonos,
porque sólo éramos quince. Yo estuve a punto de alegar que más valía la
pena retirarse, pero vi que mi hermano me echaba una mirada de muerte y
me callé.
Agustín me escuchaba atentamente. Su mirar entresoñado vagaba,
aventurero, por el campo de batalla que yo describía para él. Se le veía
pálido; cada vez lo estaba más. No hacía ni dos horas que lo habían traído
del hospital y yo, al enterarme, recién acabada la guerrea, corrí sin tino
para su casa.
-Entonces, aquellos herejes arrancaron dos o tres julagas, quemaron
varias ramas secas y prendieron una fogalera en menos de nada. Luego se
pusieron a bailar alrededor del fuego, cantando ea, ea burumbumbun, ea,
ea burumbumbun, como los indios. Tenías que haberlos visto, Agustín.
Seguro que te habrías asustado tanto como yo. Sin embargo, Marcos se
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subió en lo alto del Toscón y empezó a insultarles a grito pelado, cochinos
de mierda, que aquí venimos a pelear, que a ver si se dejan de tanto ea, ea
burumbumbun, manada de gallinas, y se dedican a guerrear como es
debido, que es a lo que vinimos.
Un gesto de impaciencia se dibujó en la cara de Agustín, que estaba
recostado en su cama.
-Tu hermano está loco, Juan. Ya tiene doce años y aún no se da cuenta de
que lo que hace está muy mal.
-Yo ya no lo aguanto. Hace un rato, me llamó cobarde porque me escondí
durante la guerrea.
- ¿Y qué pasó cuando se puso a gritarles?
-Un tenique casi lo deja callado como un tuno durante un rato. Le cruzó
zumbando el oído y él, que es un lince, lo esquivó y se escondió a la
carrera. Lo que ocurrió después fue algo asqueroso. Una lluvia de huevos
güeros, más de cien sin exagerar, cayó sobre nosotros. Gracias a los
escudos salvamos la cara de los choques directos, pero la peste era tal que
tuvimos que recular sin más remedio. Ellos aprovecharon para cruzar el
barranco, trepar al Toscón, y colocarse en fila de arriba a abajo, con el
jefe a la cabeza, muy ufano él. Mi hermano se sentía tan humillado como
todos nosotros, allá abajo, a la disposición de aquellos rebenques que iban
cargados hasta los dientes y se meaban de risa al ver las pintas que
teníamos, con el pringue de los huevos. Los blusones parecían una tortilla.
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-¡Qué vergüenza! –dijo Agustín, que, pese a estar inquieto, se había reído
un par de veces. En sus ojos se leía la tristeza y, aunque nunca llegó a
confesarlo, yo sabía que envidiaba mi salud, mi dinamismo.
-Desde luego, fue algo espantoso. Menos mal que Marcos, viendo nuestra
clara desventaja, tuvo la ocurrencia de proponer una lucha cuerpo a
cuerpo entre los dos jefes. El que ganara se llevaría la victoria para su
equipo. Entre todos formamos un cerco y ellos al terrero. El Capirote es
un cacho larguero que le saca dos cuartas a mi hermano, al que llamó
saltaperico. Negro retinto, echado palante, se plantó delante de nosotros
igual que una exhalación. La cara de Marcos se volvió grana. Enfurecido,
escupió al suelo y le dijo al otro que era un maldito sarnoso y un maricón
de mierda y, en un arranque, le agarró por el cogote y le aflojó tamaño
morrazo en la frente, que lo dejó zumbado y viendo estrellas. En medio de
su confusión, el Capirote vio como el saltaperico que había despreciado le
caía otra vez encima, para arrearle un cabezazo en el zoco de la oreja y
botarlo definitivamente al suelo, tieso como un mojón.
> Nos reímos como locos, privados por habernos desquitado, y
levantamos al vencedor para pasearlo, convencidos de haber ganado la
lucha. Pero el gozo duró poco porque los Capirotes, no pudiendo soportar
la afrenta de ver a su capitán mascando el polvo, se encabritaron y
cayeron sobre nosotros como balas. No te puedes imaginar el rebumbio
que se armó. Alcanzamos leña por todos lados. Fue entonces cuando,
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defendiéndome con mi lanza, muerto de miedo, empecé a correr, huyendo,
hasta esconderme detrás del zapotero.
Agustín se contagió de mi propio pánico. Me miró, y de sus labios
brotó la pregunta que yo estaba esperando.
- ¿Fue por eso que tu hermano te trató de cobarde?
- Claro, porque a él lo machacaron de mala manera y yo no hice nada
para ayudarlo. Pero yo no fui el único que escapó; todo el que pudo cogió
rumbo rápido. Los seis o siete que no lo consiguieron, se revolvieron en el
terreguero, entre pateos y piñas al aire, impotentes ante la avalancha de
golpes. Casi los matan aquellos cabrones. A mi pobre hermano le pegaron
patadas, puñetazos, mordidas, y ya lo estaban arrastrando por los pelos
para amarrarlo a una palmera, cuando apareció Pepito Romero. Venía a
echar la ración a los animales. ¡Hay que ver cómo se puso aquel hombre!
Parecía un macho jardú, rabioso y diciendo palabrotas. Se cagó en Dios y
en la Virgen Santísima. Seguro que se va al infierno de cabeza.
-Para infierno, el que ustedes recrearon esta tarde - dijo Agustín en un
gesto amargo.
-Desde luego, lo puedes decir.
-O el infierno de los pobres animalitos que ustedes matan sin compasión.
Por cierto, no me has hablado del bicho de la buena suerte que tuviste que
cazar ayer, porque...¿lo hiciste, no?
-Prefiero no hablar de eso.
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-¿Por qué ?
-Porque... bueno, pues... porque me cargué a uno de tus animales
preferidos.
-¿Un gato?
- Sí.
-¡Qué mierda! Mereces que no vuelva a hablarte más nunca. Tú me juraste
que no lo volverías a hacer.
-Y te lo vuelvo a jurar - dije mientras me persignaba.
-Supongo que te habrás confesado esta mañana, cuando fuiste a misa.
-Sí. Pero don Adrián no parece darle mucha importancia a esas cosas. Se
preocupa más por los pecados de la carne, como él dice. Siempre me
pregunta que si me la toco y cuántas veces y, mientras contesto, me soba
las orejas sin parar.
-A mí también me hace lo mismo. Pero, bueno, empieza a contarme lo del
gato.
Era extraño, pero, al mismo tiempo que rechazaba el maltrato de los
animales, Agustín se sentía atraído por mis correrías.
-Pues bien, ya era casi la hora del soturno cuando me encaminé hacia El
Llano de la Cruz, para echar de comer a las cochinas. Por el trayecto, fui
mirando, a ver si daba con algún lagarto o pájaro muerto para salir del
paso, pero sin suerte. No me gusta que se me haga de noche en el camino,
así que aligeré la marcha y llegué al chiquero enseguida. Al vaciar las
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fregaduras en la pileta, empecé a sentir retortijones en la boca del
estómago y me dieron unas ganas terribles de ensuciar. Allí mismo me
acuclillé y en ello andaba cuando, de pronto, oí un ronroneo detrás de mí.
Me asusté. Viré la cabeza y vi un cacho gato negro engrifado sobre un
travesaño, que empezó a refunfuñar. Parecía un diablo. Me ericé de arriba
abajo y me levanté, subiéndome los pantalones sin limpiarme ni nada;
luego cogí una tosca y se la arrojé con tan buena puntería que le di justo
en todo el morro. Tarumba, a trompicones, con un montón de sangre en el
hocico, y los ojos desorbitados, el pobre gato se dirigió hacia mí.
Entonces, muerto de miedo, agarré el palo que tenía para revolver el
afrecho con las fregaduras y lo golpeé violentamente. Casito le desmigajo
la cabeza. Después, yo temblando y él más tieso que un ajo porro, lo cogí
por el rabo y, sin mirarlo, lo arrastré hasta la Cueva Treinta.
La fría mirada de Agustín me hizo sentir vergüenza.
-¡Ay, Juanillo!, me parece imposible que puedas ser tan cruel.
-Y yo no comprendo cómo tú sigues siendo mi amigo, a pesar de lo salvaje
que soy.
-Que eras, querrás decir. Eso se acabó.
-Seguro; aunque mi hermano me mate.
-No te va a matar, no te preocupes. Por cierto, ¿qué dijo tu hermano
cuando te vio aparecer con tu bicho de la buena suerte?
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-¡Oh!, él se puso contentísimo. Me dijo que se sentía muy orgulloso de mí,
que así le gustaba verme, y no sentado contigo en la charca, hablando de
boberías. Hacía rato que estaba en la cueva, cuando yo llegué con la
noche ya encima. Junto con Fino el Rusio, había apaleado a un perrillo
pequinés que tenían entre ojos desde hacía un tiempo porque siempre les
ladraba al pasar. Poco a poco fueron desfilando los demás, cada uno con
su trofeo. Tino el Pacheco trajo otro gato que aún coleaba; Pepe el
Chochón enseñó tres lagartos desrabados y una jartá de ranas alrededor
de la cintura; los hermanos tiznados habían atravesado, con una verguilla,
una parvada de pájaros pintos y moros, y un alpupú despenachado que
apestaba a rayos; Suso el Albino irrumpió, entre chillidos, con una ristra
de lagartijas finas clavadas en una tabla. Y así todos. Finalmente, los
colgamos de una liña de pita, que cruza la entrada de la cueva, y allí se
quedaron en la noche, los pobrecitos.
Un suspiro me salió del alma, al culminar la historia. Agustín mostró
nuevas señales de desesperación, pero terminó calmándose con
resignación.
-Bueno, vamos a olvidarlo. Ha sido la última vez, ¿verdad, Juan?
-Por supuesto, nunca más.
-Pues vamos a cambiar de conversación. Tú vas a ir mañana a la escuela,
¿no?
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-Por la mañana no. Ya sabes que tengo que ir con mi abuela, como todos
los lunes.
-¡Ah!, es verdad. Entonces nos veremos en la charca a eso de la una y
media.
-¿Tú crees que podrás ir mañana a clase?
-Mi madre dice que sí. Y que con las nuevas inyecciones que me estoy
poniendo, a lo mejor no vuelve a darme el ataque.
-¡Ojalá! Yo estoy siempre con esa matraquilla en el sentido, como un
martillo que golpea sin cesar. Y mi madre me pregunta, y mi abuela me
pregunta y...
No me dejó terminar. Colocó su frágil mano blanca sobre la mía y se
quedó mirándolas.
-Café y leche –dijo.
Nos reímos un rato con su ocurrencia. Luego me vino a la mente la
peregrina idea del niño Jesús, y por poco lo saco a relucir. Pero pensé que
ya teníamos bastantes problemas y, en su lugar, le pedí que me siguiera
contando las aventuras del pato sueco, que había dejado a medias unos días
antes de su última recaída. Tenía ganas de oírlo hablar, de verlo vivo y
alegre, de repetir la sensación de viajar juntos con la imaginación. ¡Llevaba
siglos esperando ese momento!
Volamos por los fantásticos bosques de pinos boreales, poblados de
animales preciosos, con los que jugamos sin parar. Inmensos campos de
50
trigo doraban los prados. Los ríos parecían cortar la tierra en miles de
partes. Los recorrimos y llegamos al litoral, cortado por innumerables
fiordos y salteado de infinidad de islas increíbles. Abruptos acantilados,
azotados de continuo por un mar bravo y espumoso, repleto de arenques
voladores, respiraban la espuma de las olas...
Una voz me sacó del otro mundo.
-Venga, Juanito; tienes que irte para tu casa, que son casi las diez.
Ya estaba totalmente trancado, cuando la madre de Agustín me
llamó. El ni la oyó. Sigilosamente, me levanté de la cama y lo miré. Parecía
un santito. Me quedé así un rato. Y, antes de marcharme, le pedí
nuevamente a Dios que, por favor, hiciera lo posible para que mi amigo no
sufriera más aquellos horribles ataques, y le prometí que, si se mejoraba, yo
me metería a cura.
.
51
IV. INGENIO
52
Aunque me fui, no me he ido,
aunque no estoy, no me ausento.
Nunca te he echado en olvido,
siempre te he llevado dentro.
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- Arriba, amante, que tu abuela te está esperando.
- Ya voy.
Estremecido por el grito de mi madre, me acurruco otro poco sobre
la paja estofada del colchón y busco el calor de mi hermano, que descansa a
mi lado. Sin querer, me duermo y reanudo el sueño que estaba viviendo.
Soy el más fuerte de todos los guerreros y nadie se atreve a enfrentarse a
mí. Hasta los jefes de las bandas más temidas quieren congraciarse
conmigo y me regalan cientos de boliches de cristal, trompos con
pintaderas, pistolas de mixto e incluso bicicletas.
Mi madre volvió a sobresaltarme, esta vez con una cariñosa torta en
las nalgas.
- Venga, Juanito, que es tarde.
Yo conocía muy bien aquella mano que ahora se posaba suavemente
sobre mí. Delgada y fina, ya estropeada por miles quehaceres, era la misma
mano que me quitaba las liendres y los piojos del barranco, mi cabeza
encendida, sus dedos deslizándose para abrirse camino entre los mechones,
el estallido de las uñas que aplastaban la presa, el escalofrío que me
recorría todo el cuerpo y despertaba el bostezo.
- ¿Te estás quedando dormido, mi amor?
Era la misma mano que, con una horquilla, me sacaba las lombrices
del raquitismo, me pegaba pellizcones por donde me cogiera, y me sacudía
con la alpargata en último extremo.
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Yo sabía muy bien que, en tercera instancia, la mano de mi madre
sería más dura y optaba por levantarme.
Salto de la cama, me pongo las alpargatas de esparto, los calzoncillos
de muselina, la obligada camisilla de algodón, los calzones cortos de dril
abotonados por la manera, el abrigo, y salgo corriendo para la cocina. Ha
lloviznado durante la noche y las plantas del patio rezuman humedad.
Aurora, mi única hermana, pone sacos en los chaplones de las puertas;
hilillos de lluvia corren por el empedrado. Sobre la marcha, me jinco una
rala de leche y gofio ronchadito, pido la bendición a mi madre y cojo
rumbo hacia la calle, sorteando a las mujeres que, silenciosas, lavan
afanosamente la ropa, dale que te pego, en la acequia que recorre el
callejón de dentro a afuera.
Ingenio amanece luminoso con el sol que se despierta en la Punta de
Gando y, desperezándose, baña la inmensa ladera que va a perderse en la
Cumbre, seca el relente de la noche dormido en las hojas, dora los millos
que ofrecen piñas de abril, embelesa al gentío que, ya sea por La Bagacera,
El Sidro o por la calle del pueblo, la de toda la vida, baja derechito al
trabajo. Muchos van restregándose los ojos, deseosos de seguir calentitos
en la cama, sumidos todavía en un sueño que no terminaron, pero cuando
confluyen en el cruce de El Ejido, ya traen un pajarerío que se mete en
todas las casas. El aire huele a mar y a tomate; las calles están espejadas de
sol y agua. Tanto mujeres, que son la mayoría y suelen venir del brazo
55
hasta cinco y seis, como hombres y niños, estos últimos a contrasentido
porque las escuelas se sitúan al canto arriba del pueblo, caminan
enzarzados en un chucu-chucu incesante, que se pierde en un rumor según
se alejan, y se aplaca cuando alcanzan su paradero. La mayoría de las
mujeres, el luto camina parejo con casi todas ellas, irrumpen en tromba en
los almacenes de tomate, donde han dejado gran parte de su vida, de su
niñez incluso. Algunos hombres trabajan también en el empaquetado, pero
en general se encaminan hacia sus huertas y cercados de labranzas. Los hay
que arrejunden porque tienen que estar a las ocho en punto para abrir las
tornas y coger la hora de agua, que previamente han comprado en La
Heredad. Los niños, con su babis blancos, fatigados por la caminata cuesta
arriba (los más espabilados se enguilgan a las camionetas) invaden El
Puente donde, a menudo, frente a la Cruz de los Caídos, cantan enfilados el
cara al sol con la camisa nueva, y se meten en las aulas en absoluto
silencio.
Sin embargo, El Ejido sigue bullendo, como centro del trapicheo
cotidiano de la población. Allí se encuentran los médicos, don Juan Gil y
don Juan Espino; la farmacia de don Pedro Limiñana; la tienda de Antoñita
Ruano, la de Angelita Medina, la de Antonio Hernández y la de Angelina;
la carnicería; la lonja; la dulcería de Conchita la de los galgos; el molino
Valerón; la churrería de Petrita; varios bares; el taller de artesanía de Anita
Segundina, muy visitado por los suecos; el cine de alante y el cine de atrás,
56
la barbería de Alejandro el Trompo; las paradas de los coches de hora, que
van tanto para Telde y Las Palmas, como, en sentido contrario, para
Agüimes; la parada de los piratas; la centralita de teléfono, cuya operadora
conocía todos los chismes del pueblo; Correos y Telégrafos.
La actividad brilla a cualquier hora, menos al peso del medio día, la
hora muerta, pero en la mañana reluce por las cuatro esquinas, sobre todo
en la del bar Tejas y el bar López, que están casi pegados, donde se reúnen
los hombres para echarse la arrancadilla y la penúltima. Campesinos,
piratas y camioneros, entre otros, inician la jornada con pizcos y enyesques,
un roncito, una cazalla con anís para la agitera de estómago, una tapita de
chochos, unos manisitos, todo ello aderezado con un par de chistes y
bromas que, a veces, se pasaban de claro oscuro.
Desde la puerta del bar López, mi padre, que estaba enverijado con la
mayor parte de su cuadrilla, calentándose el pico como uso y costumbre,
me hizo una señal para que cruzara. Con su gran bandola, cachetudo, el
mecánico siempre en los labios, ocupaba por completo el hueco de la
entrada. Parecía un escaparate.
-Ven acá, para que mis amigos vean lo inteligente que es mi hijo.
-Tengo prisa, papá, que abuela me está esperando.
-Que se aguante un poco mi madre. Todavía faltan dos minutos para que
llegue el correo, y la parada está ahí mismo.
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En medio de un corro de hombres colorados y barrigudos, yo,
azorado, contestaba a las preguntas que me formulaba mi padre. Los ríos
españoles, las montañas y cordilleras, las capitales de Europa y América y
las grandes batallas de la historia de España eran materia obligada.
Después, eso era lo único que me gustaba, me invitaban a un vaso de
aguamoya, ante la ancha sonrisa orgullosa de mi padre.
El coche de hora pasaba en el preciso instante en que me tomaba el
refresco. Me lo bebí de un viaje y, con la bendición, más un ligero
coscorrón de mi padre, salí a ochenta por la calle del Agua hasta mi
destino.
Mi abuela ya tenía un pie dentro de la guagua, cuando me vio
corriendo hacia ella.
- ¡Hombre, ya apareció el aleluya! ¿Te quedaste dormido, perrocotón?
-No, es que mi padre me entretuvo en el bar.
-¿En el bar?
-Sí; le gusta mucho presumir de que soy muy listo, y me hace un montón de
preguntas delante de sus amigos.
-Ese hijo mío es de lo que no hay. Pero venga, súbete ya, que no se te
escapó el coche de manganilla.
-¿Y dónde están las cestas de las tortas y el pescado?
-Verona me ayudó a subirlas. Nunca ha habido un chofer como éste.
Venga, venga, sube.
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En el trayecto, mientras yo, pensativo, miraba las montañas de
tomates y los árboles que había a ambos lados de la carretera, mi abuela
encendía tranquilamente la cachimba y alegaba con todos los pasajeros. Era
más conocida que el agua de Firgas. Toda una vida de pueblo en pueblo,
traficando con huevos, quesos de Tirajana y de la Pasadilla, pescado salado
que compraba en el mercado de la capital, tunos, brevas, tortas de millo
que ella misma amasaba y horneaba al alba, cardos y alcachofas de las
medianías, aceitunas y judías de Temisas, cueros de baifo o conejo que
vendía en las Tenerías de Vegueta, gallinas a las que, a veces, pintaba las
crestas para venderlas como pollonas, cabras, cochinos, y todo lo que fuera
vendible, llevando consigo, de paso, un rosario de cuentos de brujas y
demonios, miles de chistes verdes y anécdotas, tres ciertas y siete
inventadas, había hecho de ella una de las mujeres más famosas y
carismáticas del sureste de la isla. Desde hacía mucho tiempo, los
domingos montaba su propio mercadillo en El Puente, con cajas y ceretas
llenas de todo tipo de cosas, iniciando una costumbre que después se
arraigaría en todos los pueblos. Durante la semana, cada día visitaba un
sitio distinto, donde tenía una clientela fija, y siempre se acompañaba de
alguno de sus más de setenta nietos, para que la ayudaran a acarrear las
mercancías. A sus sesenta y pico largos, todavía se mantenía derecha y
fuerte como un roble. Y eso que se pasaba el día fumetiando, como ella
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misma decía. De hecho, una vez le salió un quiste a la izquierda del labio
inferior y, mientras estuvo operada, fumaba por el otro lado.
Peregrina Caballero, que nació con los estertores del siglo
diecinueve, y llevó una vida de penurias junto con su hermana gemela, de
nombre Adoración, y con su madre, que enviudó al poco de nacer ellas, fue
siempre una mujer de gran sentido del humor. Pícara, chabacana hasta
rayar en la grosería, aprovechando, además, el uno ochenta que alcanzó a
los quince años, muy pronto asumió el papel de hombre en una casa donde
vivían tres mujeres solas. Cuando su hermana, revejida y apagada, y su
madre, quien no levantó cabeza tras la muerte de su esposo, se entregaron a
un encierro enfermizo, descuidando incluso el aseo personal, ella apencó
para alante con todo desde su más tierna infancia, presa de una
responsabilidad poco común. A los diez años, ya trabajaba en la zafra del
tomate y, en sus ratos libres, cultivaba una pequeña huerta que rodeaba la
casa, donde tenía un nisperero, una higuera, una parra, millo, papas,
verduras, legumbres y tuneras a tutiplén. Más adelante, con unos dineros
que fue ahorrando al golpito, se hizo con dos cabras y una cochina y, con
las perras que sacó del parto de esta última, compró un burro y dio
comienzo a sus andaduras de mercachifle, cuando sólo contaba dieciséis
años. Era, sin duda, una mujer de toda verdad y, según decían los
numerosos jóvenes que la pretendieron, había que tener cuidado con
tamaña machorra, que podía partirle el espinazo a cualquiera de ellos. Y lo
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curioso fue que, cuando se decidió, ya cumplidos los diecinueve, vino a
enamorarse de un hombre que, si bien era honrado y trabajador, tan pobre
como los demás, medía veinte centímetros menos que ella. Lo primero que
le atrajo de él fue el olor a tabaco negro que fumaba en cachimba. El fue
quien, una vez casados al cabo de un par de años, la metió en aquel vicio
que arrastraría el resto de su vida, y del que, como por herencia, se
contagiaron las doce hijas que Dios le dio.
- ¡Fuerte gallinero, cristiana! - repetía a menudo ella misma, cuando
hablaba de su familia. - ¡Bien de pájaros en mi casa! ¡No tengo bragas para
todas, usted!
Esa frase arrancó carcajadas en media isla y constituyó uno de sus
chistes más famosos. Había otro, también relativo al tema de las bragas,
que se hizo muy conocido. Ella no solía llevarlas nunca, y una vez que fue
al médico a hacerse una revisión general, sus hijas la obligaron y se las
puso. Una hora después, de vuelta de la consulta, a la que acudió con su
hija Inés, miró para ésta y le dijo :
- ¡Jesús, Inecilla de mi alma, ya se me quedaron las bragas en el médico!
Le encantaba decir porquerías y se le llenaba la boca con palabras
como “culo”, “chocho”, “cuca”, y con frases del tipo “cógete el pájaro” o
“ráscate el chumino con las manos de pimienta”.
Nadie la había visto nunca de mal humor y, donde quiera que fuera,
siempre había alguien que le pedía que se echara alguno de sus cuentos.
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Estos llegaron a ser tan célebres que hasta Pepe Monagas, el simpático
cómico que actuaba en todos los firrimindinguis que se celebraban en La
Plaza, durante las fiestas de La Candelaria y San Pedro, los contaba para
deleite de los presentes.
-¿Ustedes conocen a Peregrina Caballero, natural y vecina ella de este
pueblo del Ingenio? Pues ustedes sabrán (y si no lo saben yo se lo voy a
decir) que cuando se estrenó el cine Universal, el de atrás, como ustedes lo
llaman, ella atracó por allí con Pedro Espino, el marido, que parece una
perra chica al lado de ella - creo que los llaman kilo y medio- y dos
hermanas de él, que venían de pegaeras. Pues nada. Resulta de que la
película trataba de un juicio en el que declaraban culpable a uno que era
inocente, y el culpable estaba también entre los asistentes a la Vista.
Peregrina no cabía ni en su cuerpo ni en su asiento, nerviosa y metida de
cajón en la trama, como si ella misma estuviera en el juicio. Así que,
cuando el juez se puso de pie y dictó el veredicto, ella se levantó cual
huracán entre el público y gritó: ¡Estando yo aquí presente, eso sí es
verdad que no! ¡El otro! ¡Aquel sinvergüenza que está allí, ése es el que
es! ¡Bandío, zurriago!
-Pero Peregrina, que es una película, muchacha - la atajaron entre risas y
fiestas, los más allegados.
- Es igual; es que no lo puedo resistir.
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Las risotadas de la audiencia, mayormente mujeres (algunas se
orinaron) llegaron a la torre más alta de la iglesia. Pepito Monagas insistía :
-Pero esperen, que ahí no acaba eso. Resulta de que...
De todos era también conocido que a mi abuela la perdía su gusto
por comer. Comía con tales ganas que despertaba el apetito a cualquiera.
Siempre tenía jilorio. Nada en el mundo, ni el disgusto más grande, se lo
quitaba.
En comer está la ganancia; para que se lo lleve el médico, me lo
jinco yo; muere gato, muere jarto; de la muerte a la vida, la comida; eran
frases que ella decía a menudo. Tal era su filosofía y la de toda su prole
que, quizás también por herencia, eran unos tragones de mucho cuidado.
Comían como descosidos. Había que ver los calderos de aquella familia.
-¡Sucristo! ¡Se lo comen todo! ¡Parecen sabañones! En verano no tanto,
porque con la calor les entra el fastidio, pero en invierno arrastran por sota
y malilla.
Sin embargo, decía ella, la gente de Agüimes gastaba menos en
comida, y con una cuarto kilo de pescado salado, hacían un sancocho para
cuatro.
- No sé si llegarán a cogerle el gusto, más que sea.
Vendidas las mercancías, las once y media pasadas, mi abuela me
dio una peseta y me mandó a comprar dos americanos de fresa, que eran
como bloques de veinte, a la dulcería de Pinito Artiles. Luego nos sentamos
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en la acera, a esperar al correo de las doce y, mientras chupeteábamos los
polos con regocijo, me recordó que yo había quedado en contarle mis
preocupaciones.
-Venga, escupe pa fuera, que siempre es bueno desahogarse.
Terminé llorando cuando le conté mis penas.
¡Ay, mi niñito del alma!- dijo, mientras enjugaba sus lágrimas y las mías
con el delantal canelo, que no se quitaba ni a sol ni a sombra. - ¡Ay, querío!
Pase lo que pase, tienes que ser valiente. En esta vida hay que ser fuerte
para sobrevivir. Porque si no, las penas te mandan para el Siete
enseguida. Anda, vete y compra otros dos americanos.
- Abuela, ¿por qué le dicen el Siete al cementerio?
- Porque al lado hay un pozo que hacía el número siete cuando lo
abrieron.
De vuelta en Ingenio, el ajetreo callejero es más escandaloso que por
la mañana. Al hecho de que todo el mundo ha soltado del trabajo y los
niños de la escuela, se suma el trajín de las amas de casa que entran y salen
de las distintas tiendas, y los esperridos de las barqueras de la playa de El
Burrero, que pregonan, a gallillo limpio, ¡brequitas brinconas, bogas
Varios niños, compañeros míos de clase, corren despavoridos,
huyendo de Alejo el loco, que los persigue con piedras en las manos. Es
una estampa habitual, porque los chiquillos nos reímos y hacemos
mataperrerías tanto a Alejo el loco, que empata el tiempo a la caza de
64
moscas inexistentes, como a Genaro el bobo, y a Serafín, el niño tierno del
Puente, a quien se le ve continuamente chupándose el dedo gordo de la
mano derecha.
No sólo los pequeños somos crueles con ellos. Tampoco los mayores
se quedan atrás. Un día, mientras jugábamos al futbolín en el bar de
Benigno, frente al cine de alante, Alejo el loco entró y pidió un coñac. Se lo
sirvieron en una copa, porque él así lo exigía y, en un despiste suyo, uno de
los asiduos le vertió un buen chorro de tabasco, ante la complicidad de
todos los asistentes, que nos quedamos esperando a ver qué sucedía. Alejo
cogió la copa y se la jilvanó de un tanganazo. Se le encendió la cara, los
ojos se le saltaron y gritó ¡¡fuegooo!!, al tiempo que salía del bar como
alma que lleva el diablo.
La fiesta que se formó fue de película.
En el bar López siguen prácticamente los mismos clientes, más algún
que otro agregado, recién librado de sus faenas. Es la hora buena para los
renombrados concursos de pulso y pedos. Mi padre es campeón en ambas
artes, especialmente en la última, en la que mantiene el record, conseguido
ahora más allá, de veinticuatro, contra los veintitrés de Pancho López, que
es el dueño del bar.
Un montón de suecos, lechosos y colorados como cebollas de
Gáldar, deambulan alrededor del taller de artesanía, cargados de
65
mantelerías caladas a mano, bolsos de pita y otros artículos, y se pasean por
El Ejido. Algunos niños les piden dinero.
Mi madre y la de Agustín, de pie en la puerta del molino Valerón,
con sendas talegas en las que se adivina el gofio morenito, mantienen una
conversación que, vistas sus caras, no tiene pinta de ser muy agradable.
Algo les preocupa y yo pienso enseguida en Agustín, y me vuelven los
temblores en el estómago. Tengo el pomo desarretado y no quepo dentro de
mi cuerpo. Pero, siguiendo los consejos de mi abuela, que se queda atrás,
ensartada con Francisca la de Anita, me recompongo y me acerco a mi
madre.
-La bendición.
-Dios te bendiga, mi hijo. Toma el gofio y llévalo para casa. ¡Ah! Y tráeme
un lebrillo para las sardinas.
Mi madre me dio un duro para que yo mismo comprara tres kilos de
sardinillas, de las que se aprovecha todo, y siguió su cháchara con Manolita
Juárez, que así se llamaba la madre de Agustín. Peninsular, de Madrid para
más señas, era una mujer de capa y espada que había recalado en Ingenio,
recién acabada la Guerra Civil, con la barriga allá alante, y con el firme
propósito de que el causante de su desventura cumpliera como corresponde
a un hombre. Mi madre, también avanzada entonces de su primogénito, fue
la primera persona con la que dio.
-Perdone que la moleste. Si usted pudiera ayudarme.
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-Usted dirá. Si está de mi mano - dijo mi madre, que hasta de joven llevaba
luto casi perenne. Nunca había oído aquel acento tan de cerca y miró con
sorpresa a la mujer que la encaraba con tanto cuerpo y desparpajo.
También Manolita Juárez se impresionó ante aquella respuesta y,
sobre todo, porque sintió la ternura de los grandes ojos negros que la
miraban. Un ángel pasó entre ellas. En silencio, cada una observó la
maternidad de la otra y sonrieron.
-Vengo preguntando por un tal Rafael Espino Monzón. El es el
responsable de esto que traigo conmigo.¿Le conoce usted?
Tras un largo momento de estupor, mi madre reaccionó.
-Pues sí. Es primo de mi marido. Juntos estuvieron en la guerra.
-Pues yo llevo un puñal aquí, en el atillo, y como lo niegue, lo mato, como
Manuela que me llamo.
-¡Dios no lo permita!
La misma mirada que tantos años antes las uniera, seguía
manteniendo viva una amistad que se afianzó con la pobreza, las
penalidades y los hijos que, a trancas y barrancas, estaban sacando para
alante.
Después de comprar el pescado, fui a darle a mi madre el real que me
sobró; ella me lo dio para que comprara chuflas o lo que yo quisiera.
Entonces aproveché para preguntarle a Manolita Juárez por su hijo Agustín.
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-Hoy amaneció bien, Juanito. Cuando se fue para la escuela, iba contento
e ilusionado. Yo creo que ya debe haber regresado. Vamos a ver si Dios
quiere y no vuelve a recaer. Si no, pues habrá que tener paciencia, hijo
mío.
Poco a poco, la animación se va apagando. Se alejan las voces y las
personas. Lo último que se oye es el rebuzno de los burros, el gruñido de
las cochinas que son conducidas al berraco del Gordo, o el bufido del
macho de Bruno, que visita a las cabras de choza en choza. Quedan los
olores de todos ellos, del pescado y, sobre todo, del gofio, que se cuela por
las casas como un reguero irrefrenable, se mezcla con el aroma del potaje
de berros, colinos o jaramagos, del mojo verde para los bledos, de las
fritangas, despertando las ganas de comer.
Sentados en el suelo, sobre sacos rellenos de paja y forrados con
cretona, mis padres, mi hermana Aurora, mis hermanos Pedro, Ángel,
Marcos y Pablo, y yo, todos callados como tocinos (porque, según mi
padre, el que come y habla en la mesa, loco está de la cabeza) damos buena
cuenta del plato rebozado de potaje de cardos machos de las Medianías, del
gofito escaldado y de los vigarillos fritos y crujientes. Falta mi hermano
Pepe, el mayor, que está para el África, trabajando en las plataformas de
petróleo, porque quiere reunir dinero para casarse. Mi madre suspira cada
dos por tres, y todos sabemos que está enfrascada en ese hijo suyo que tiene
allá tan lejos, en medio del mar y de no se sabe ni cuántas calamidades.
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Además, aquello está lleno de jarambingos salvajes y bichos venenosos. En
su última carta, la que recibimos la semana pasada, mi hermano decía que
una tarántula había picado en la cara a un amigo suyo, llamado Pepe Julio,
que es de Valsequillo, y que por poco se muere de las fiebres tan altas.
También decía que cuando regrese el mes que viene, va a traer un
camaleón para mi hermano Pablo, que es el rebotallo de la casa. La primera
idea que me pasó por la cabeza, cuando lo leí, fue la de disecarlo con la
lengua fuera, porque, según yo he visto en las revistas y en el cine, la tiene
grandísima y la desenrolla para cazar moscas, que es lo que más le gusta
comer. Aquí, desde luego, no iba a tener problemas con la comida, porque
moscas no faltan. Se va a empajar, que no es lo mismo. Especialmente si lo
llevamos al chiquero de las cochinas, en cuyas paredes forman una nata
negra que da hasta miedo. Yo las cojo a puñados y las ahogo en la pileta.
Igualmente las apaño en el cuarto trastero de mi padre, que tiene las
paredes de piedra y que da a la acequia del callejón. Allí tenemos los baldes
de las fregaduras y las moscas se cuelan a miles. También se meten las
ratas de la acequia, que son como lebranchos, a revolver en los restillos de
comida. Yo las vigilo muchas veces, mientras los demás echan la siesta, y
me las cargo a docenas. Ya no tanto, pues Agustín me dice que también las
moscas y las ratas son animalitos de Dios, pero ayer mismo, rabioso porque
él estaba otra vez en el hospital, me cargué miles de moscas y más de
veinte ratas. A estas últimas las acecho, con una palangana de pisa en las
69
manos y, cuando se meten tres o cuatro en el balde, lo tranco con la
palangana y, de seguido, meto una manguera que está enchufada al grifo.
Una vez ahogadas, las tiro a su lugar de origen, y vuelta a empezar. A
veces, las muy cabronas me muerden los dedos y las manos, pero
enseguida me meo las heridas, les echo un puñado de tierra, y a correr.
Corriendo, hinchado de tanto comer, con la cartilla y el libro bajo el
brazo, llegué a la charca, entre resoplidos y sudoroso, poco después de la
una y media. Agustín ya estaba sentado en su sitio de siempre, con un libro
abierto sobre las rodillas. Me senté a su lado y, tiernamente, a medida que
recuperaba el aliento, puse mi brazo sobre sus hombros. El correspondió de
inmediato. Luego nos miramos, contentos de reencontrarnos y, en silencio,
contemplamos el paisaje que tanto queríamos. No se oía ni una mosca.
Parecía que el tiempo y el mundo se hubieran detenido allí, en aquel
momento, para dar un carácter mágico al entorno. Las palmeras brillaban al
sol, y sus ramas verdeaban el azul del cielo; las piteras con sus exuberantes
pitones, las tabaibas, los beroles, los cardones y las tuneras se teñían de
malva, de rojo pajizo, de naranja... Una ligera y fresca brisa meneó
suavemente las hojas de los árboles y arrastró un rumor sordo y tonificante,
que quebró el silencio, acarició nuestras caras y nos sacó del estado de
ensoñación en el que nos habíamos sumergido.
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Conscientes de que teníamos que estar en la escuela a las dos y que
nos quedaba un buen trecho por caminar, aprovechamos para dedicarnos
palabras de afecto:
-¡Ay, Juanillo! ¡Si supieras cuánto te extrañé en el hospital!
-Parece que hoy te veo mejor color, Agustín, ¡menos mal!
A continuación, le conté la promesa que había hecho la noche
anterior, mientras lo miraba dormido, con aquella carita de ángel. El se
emocionó y se puso de pie, me acarició la cabeza y, al tiempo que esbozaba
una sonrisa entre melancólica y enigmática, aseguró que lo mejor que
podíamos hacer era estudiar para cura. Acto seguido, con la idea, ya
definitiva, de que ambos iríamos a parar al Seminario, arrancamos barranco
arriba.
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V. EL TEMOR DE DIOS.
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Me cago en diez, dijo un fraile
en la puerta de un convento,
y el cura, que estaba dentro,
lo mandó al coño su madre.
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-A ver, Espino, venga aquí y dígame la segunda declinación.
Asombrado me levanté y me situé ante la mesa de don Adrián, quien,
con sotana negra hasta el pescuezo, erguido en su asiento de cuero lustrado,
exhibía una presencia imponente.
-¿Está preparado?
-Sí, señor.
-Bien; empecemos por el singular. ¿Nominativo?
-Dominus.
-¿Vocativo?
-Domine.
- ¿Acusativo?
- Dominum.
- ¿Genitivo?
- Dominorum.
-¿Cómo?
-Dominorum - dije yo con seguridad.
-Ese es el genitivo plural.
Me quedé garrapateando. Hurgué en mi memoria pero de nada me
sirvió. Don Adrián alargó la mano y agarró la vara de mimbre que había
sobre la mesa. Él la denominaba, no sin ironía, la varita mágica, porque,
según sus propias palabras, convertía a los burros en seres inteligentes.
-¿Se la sabe o no se la sabe?
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Yo hice un último intento, a ver si atinaba.
-¿Domino?
-Estire la mano.
Cumplí el mandato y me llevé tres buenos varillazos que me dejaron
la mano como un tomate. En silencio, me cagué en la madre que lo parió.
-Venga, siéntese y estúdieselo como es debido. Se lo volveré a preguntar
dentro de quince minutos. A ver, Agustín, ven aquí, mi niño. Seguro que tú
sí te lo sabes.
Don Adrián había conseguido que, en los quince días que llevábamos
de clases, los demás alumnos le cogieran manía a Agustín. Era su preferido
y el único a quien tuteaba y llamaba por el nombre de pila. En total éramos
doce los que aspirábamos a ser seminaristas y él, que pretendía ser un buen
preceptor, se había propuesto que, llegado octubre, todos sus pupilos
ingresaran en el Seminario con una preparación impecable. Era una labor
que había asumido desde muchos años atrás y, de hecho, cada curso
mandaba una buena remesa para Tafira. Hacía sus captaciones en las
escuelas, al efectuar las visitas mensuales, donde se fijaba en los niños que,
según el maestro, eran espabilados y no tenían medios para estudiar. Luego
convencía a los padres de que no desaprovecharan el talento de sus hijos, y
les consintieran realizar los únicos estudios que podían permitirse.
Así fue como consiguió que Agustín y yo nos metiéramos en el
cursillo preseminario que había comenzado el primero de julio. Recuerdo
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perfectamente el día que se interesó por nosotros, estando los dos en la
escuela de don Bartolo, ya que, durante su visita, tuvo lugar un incidente
que abrió paso a la amistad entre Agustín y yo. El se fijó en mí porque le
hice reír, y yo en él porque me dedicó una muestra de solidaridad que
nunca nadie había tenido conmigo.
Casualmente, ocupábamos los dos primeros puestos de la clase, yo el
segundo, y don Adrián me hizo poner de pie para que le recitara la
definición de la Santa Madre Iglesia. Yo, que la tenía apuntada en mi
cartilla desde que él nos la dictara, hacía cosa de un mes, y que presumía de
tener buena memoria, se la dije de carrerilla.
-Perfecto –dijo. –Pero hay algo al final que no está muy claro. Escríbela
en la pizarra y así saldremos de dudas.
Yo salí a la pizarra y escribí: “La Iglesia es la congregación de fieles
cristianos, fundada por nuestro Señor Jesucristo, cuya cabeza visible en la
tierra es el Papa Subicario.
Don Bartolo, el maestro, soltó una carcajada y gritó :
-¡Vaya un nombre más feo le pusieron al Papa!
Se oyeron más risas que fueron apagadas de inmediato por la mirada
venenosa que don Adrián lanzó a toda la clase, incluido el maestro, quien, a
pesar de intentar contenerse, no podía evitarlo. Otra risita le hizo eco. Era
la de mi compañero de pupitre, que tenía la cara escondida entre las manos
y el tronco, que le temblaba, encorvado sobre la mesa.
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Yo no entendía nada, y menos aún cuando el cura, irascible, me hizo
retroceder un puesto, colocando al número tres en mi asiento.
Inmediatamente, aún enfadado pero con otro tono, llamó a Agustín para
que saliera a la pizarra y rectificara el error.
-A ver tú, capuchino, arregla eso.
Agustín se levantó y estuvo a punto de acercarse a la pizarra. Pero
me miró, esbozó una amistosa sonrisa que yo, desconcertado, le devolví, y
volviéndose hacia el sacerdote, dijo: Yo también la tengo igual.
-¿Seguro?
Por supuesto que era mentira, como pude ver más adelante en su
cartilla, donde él había copiado la definición perfecta, con la coma incluida,
y con el “su vicario” muy bien deletreado.
Esa fue la primera vez que Agustín se enfrentó a don Adrián y le
supuso perder el primer puesto de la clase. Pero por poco tiempo, porque,
tan pronto como el cura se hubo marchado, don Bartolo volvió a dejar las
cosas en su sitio.
El segundo enfrentamiento fue peor y a don Adrián, que no se lo
esperaba ni remotamente, le costó un disgusto, sobre todo porque su
autoridad quedó por completo mancillada. Cuando, después de haberme
castigado por mi desconocimiento de las declinaciones, convocó a Agustín,
no se imaginaba que su angelito, como él lo llamaba a menudo, no iba a
resultar el niño modoso y cándido que él creía conocer, sino que, rabioso
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por la pena que me había sido infligida, harto ya de ver cómo nos
maltrataba, alargó la mano y, ante el pasmo general, le plantó cara y dijo:
-Yo tampoco me la sé.
-¿Cómo dices, Agustinito? - preguntó extrañado el sacerdote.
-Que yo tampoco me sé la segunda declinación –replicó Agustín en voz
bien alta, desafiante y con la mano siempre adelantada. Sus ojos echaban
fuego y su rostro, generalmente tierno y delicado, mostraba una dureza
insospechada en él.
La furia crispó la cara de don Adrián, quien levantó la vara por
encima de la mano de mi amigo, el cual se mantenía impertérrito, con la
cabeza erguida y la mirada fija en la mano castigadora. Se oyó un zumbido
pero el golpe fue a dar a la mesa. Don Adrián no se atrevió ni a rozar la
mano de Agustín. Para su pesar, el niño que tenía delante no era cualquier
niño; era el Niño Azul, el venerado capuchino que gozaba de indulgencia
plenaria y que tenía abiertas las puertas del cielo. Era el mismo ser sagrado
de quien él, con el rostro transfigurado, elevados los ojos y los brazos, en
un sermón que emocionó a todos los feligreses que abarrotaban la iglesia,
había dicho que iba camino de convertirse en un santo. Porque, con aquella
voz asombrosa y escalofriante, aquella inteligencia pasmosa para su edad,
aquel blancor sobrenatural de su cara y de sus manos, y aquellos sueños
celestiales, no se podía ser otra cosa más que un santo. ¡Ay de aquel que
intente atropellar esa santidad! ¡Ay de quien levante la mano a esa criatura
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que tiene de morada la Gloria!, había añadido como hábil colofón a una
homilía que fue de boca en boca y se extendió más allá de las fronteras
locales.
El silencio que se produjo en el aula pareció durar una eternidad.
Nadie se atrevió a romperlo hasta que don Adrián, rojo no ya de ira sino de
vergüenza, ridiculizado de manera insufrible, levantó su abultado cuerpo,
dejó muy discretamente la varita mágica sobre la mesa y, sin mirar a nadie,
se dispuso a marcharse.
-Voy a acercarme al Archivo. Sigan repasando, que yo volveré dentro de
un rato - dijo con fingida autoridad.
No había alcanzado todavía las escaleras cuando Agustín, que lo
siguió con la triste mirada de lo irremediable, empezó a temblar. La sangre
se me agolpó de pronto en las sienes. No podía creer que aquella pesadilla
volviera a comenzar. Alarmado, corrí hacia él y lo abracé con fuerza.
-¡Agustín, Agustín! ¿qué te pasa?
Sus ojos me dijeron que ya se encontraba muy lejos. Su cuerpo se
contrajo entre mis brazos y, de no ser por mis compañeros que me
ayudaron a sostenerlo, se me habría escurrido al suelo. Rápidamente lo
tendimos en la mesa de don Adrián, quien, a instancias mías, solícito,
arrepentido y tan asustado como el que más, le tiraba hacia abajo la
mandíbula inferior, con el fin de que no pudiera cerrar la boca, al tiempo
que yo buscaba la cucharilla de palo y se la colocaba entre los dientes. La
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lengua no se le llegó a ovillar, ni se le amorataron los labios, ni tuvo fuerte
sacudidas, como otras veces. Todo pareció reducirse a un ligero desmayo
de segundos. Sin embargo, soñó.
Cuando me lo contó, la semana siguiente, después de haber
regresado una vez más del hospital, se me antojó imposible que su sueño,
que duró tan poco, fuera tan intenso y, por otra parte, tan crudo y macabro.
Agustín se vio asimismo camino de la cueva treinta, cerrada la noche, sin
un alma alrededor. El cielo estaba enlutado y las nubes tenían formas
amenazadoras. Los árboles del barranco se abalanzaban sobre él, con las
ramas extendidas y sinuosas. Al entrar, se espantó y gritó desalado ante la
visión esperpéntica de miles de perros, gatos, lagartos y pájaros que,
estrangulados y descompuestos, colgaban de sogas que no estaban
amarradas a ningún árbol, ni a ningún sitio, sino que surgían directamente
del espacio negro, suspendidas. Con el corazón desbocado, se introdujo en
la oscuridad de la cueva y allí, trémulo y solo, cayó al suelo en medio de
espasmos y convulsiones.
-Es extraño, Ruanillo –Me dijo. Su mirada ya no era la misma. Se le veía
muy delgado y de piel casi transparente. –Tuve la clara impresión de que a
partir de ese momento, eran tus ojos y no los míos, los que observaban mi
sueño.
Lo que sentí al escucharlo no fueron escalofríos, sino agujas que se
me clavaron por dentro. Según su relato, mis grandes y asombrados ojos lo
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vieron asfixiarse inevitablemente, sin nadie que pudiera auxiliarlo y,
celosos, lo luego acompañaron hasta el cielo que él ya conocía, donde el
niño Dios lo seguía aguardando con los brazos abiertos.
-¡Qué locura, Agustín!; no se te ocurra ir solo a la cueva.
-Nunca he ido. Iré contigo algún día.
Su voz tampoco era ya la misma. Recostado en su cama, parecía
embebido todavía en el sueño que, ya fuera a su lado o lejos de él, me
asaltaba de continuo. En mi interior había renacido el miedo. También
había revivido el odio que, dos meses atrás, sintiera por el niño Jesús, y que
ahora se extendía a Dios mismo, quien desoyó mis súplicas, y a don
Adrián, quien provocó el aciago incidente. Tales sentimientos me indujeron
a pensar que yo era el mayor pecador de la tierra y que, de seguro, ardería
eternamente en el fuego del infierno.
El cielo con el que Agustín había vuelto a soñar, y del que se había
prendado más aún, estaría siempre vedado para mí, demonio impenitente
que odiaba a Dios, a su hijo y a uno de sus apóstoles.
Mi vida se había teñido otra vez de negro. Ahora era peor, porque no
se trataba tan sólo del temor por la vida de Agustín, sino de un montón de
cosas más que me tenían hablando solo. No podía concentrarme ni en la
lectura ni en los estudios, y don Adrián se enfadaba continuamente
conmigo. Ya no me daba con la vara de mimbre pero de vez en cuando me
pegaba guantazos y coscorrones, sobre todo cuando me equivocaba en
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misa. Como todo era en latín, me liaba y decía unas cosas por otras. Y me
despistaba cada dos por tres. Un día se me cayó la patena, y don Adrián me
aflojó un rebencazo allí mismo, como si fuera una parte más de la misa.
Estaba que parecía que iba a estallar en cualquier momento,
viviendo en un estado de pánico en el que aún continúo. Y ni siquiera
puedo confesarme. ¿Cómo le voy a revelar al cura que odio a Dios, al niño
Jesús y a él mismo ? ¿Cuántos pescozones me pegará si le confieso que
estoy comulgando todos los días en pecado mortal, aún a sabiendas de que,
según sus propias palabras, me puede salir fuego por la boca?
Se me engrifa todo el cuerpo cada vez que don Adrián me da la ostia,
y me quedo a la espera de que una llamarada de fuego me abrase por
dentro, y asome por mi boca igual que una lengua de dragón.
¡Y cómo me aterroriza tener que cerrar la iglesia por las noches, yo
solo, con todos los santos mirándome desde los altares! Siento que me
señalan y me acusan de ser un niño malvado e irreverente, que no merezco
el don de la vida que Dios me ha regalado. Al trancar los enormes y
chirriantes portones frontales y observar todo el trecho que debo recorrer
hasta la Sacristía, siempre creo que me voy a morir a mitad de camino, y
corro desesperado por la nave central. Mis pasos retumban en el templo y
mi cuerpo entero se convierte en un escalofrío. Miro al suelo y,
apresuradamente, me persigno ante el altar mayor, sin apenas hincar la
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obligada rodilla. Cuando, por fin, alcanzo la Sacristía y abro la puerta de la
calle, es como si me devolvieran la vida que tanto me cuesta vivir.
Llevo cerrando la iglesia toda la semana. Nos tocaba a mi y a
Agustín, pero, claro, él vino antes de ayer del hospital , y todavía tendrá
que permanecer en cama unos cuantos días más. Menos mal que ya me
queda sólo esta noche, porque mañana, como es domingo, no hay novena y
la iglesia se cierra al mediodía. Después me pasaré toda la tarde alegando
con Agustín, aunque mi hermano Marcos está empeñado en que vaya con
él, a bañarnos al tanque Monzón. ¡Esa es otra! Como ve que mi amigo
anda otra vez de recaída y yo no doy pie con bola, Marcos no se rinde en su
empeño de reconquistarme para su cuadrilla. Desde que ingresé en el
cursillo preseminario, no hace más que meterse conmigo. De forma
burlona, me llama seminarista, sotanita, monigote y yo no sé ni cuántas
cosas más. Cualquier día, como me coja de mala leche, le voy a partir los
besos, a ver si se le quita la bobería. Y, por supuesto, no pienso ir con él
mañana.
Sin embargo, al día siguiente, deseoso de escapar un poco de mi
obsesiva realidad, y con la idea de ir a ver a Agustín a la tardecita, después
de almorzar me fui con la jarca en pleno, e hicimos la ruta de los estanques,
el Español, el Huevo y el Monzón, que están entre el Cercado de Matos y
El Lirón. En el último, nos metimos todos en pelota, y la verdad es que,
inesperadamente, me divertí un montón jugando con aquellos diablos que
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no piensan en otra cosa mas que en reírse y alegrarse, sin problemas de
ningún tipo. ¡Qué envidia me daban! Incluso bromeaban con el sexo, cosa
que para mí era algo prohibido, y se subían unos encima de otros, al tiempo
que gritaban “tú eres la cabra y yo el macho”, “yo el gallo y tú la clueca”.
De paso, reproducían los sonidos propios de dichos animales, y formaban
una fiesta de agua y zambullones, entre ahogaderas, luchas y salpicadas, y
risas sin freno. El estanque, lleno de agua de lluvia, rodeado de olivos y
plantaciones de papas, bañado por un sol pujante, me recordó los lugares
fantásticos que Agustín me describía con tanta precisión. Pero este lugar
era real. Por un instante me emocioné y casi se me saltan las lágrimas. No
las dejé brotar. Preferí dejarme llevar por el ambiente de distensión que me
rodeaba y, sin más, participé de lleno en el juego, fui el macho y la
machorra, la gallina y el gallo, me zambullí, me revolví con todos bajo el
agua, me subí a los hombros de algunos para hacer la carpa y el ángel, y
solté una sarta de palabrotas que tenía borradas de mi vocabulario,
consciente, no obstante, de que estaba cometiendo otros pecados mortales.
De todas formas me iba a condenar.
Mi hermano no me quitaba ojo. Aquella era la oportunidad que él
buscaba, desde hacía tiempo, para salirse con la suya y, satisfecho por mi
reacción, mandó a callar a todo el mundo y dijo:
-¡Atención! Hoy tenemos algo muy importante que celebrar. Y es que mi
hermano Juan está aquí con nosotros. Vamos a hacer la torre humana que
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hemos estado ensayando. Venga, prepárense. Mira, Juanito, esto va
dedicado a ti.
Me quedé asombrado. En un abrir y cerrar de ojos, con movimientos
gráciles y certeros, formaron una soberbia torre de cinco pisos en el centro
del estanque. Sentado en un lateral, contemplé la belleza de aquellos
cuerpos musculosos y curtidos por el sol, compañero de tantos y tantos
trotes, que, acompasados, altivos y arrogantes, evolucionaban hasta lograr
una composición intachable y sublime. Los ocho más robustos y parejos se
colocaron en la base, luego seis livianos, después cuatro chibirijas, dos
vigarillos en el penúltimo tramo y, al final, de corona, Marcos, que trepó
igual que un lince, se estiró en lo alto, y elevó los ojos y los brazos en señal
de victoria, al tiempo que profería un alarido a lo Tarzán. Así se mantuvo
un rato, encumbrado, firme, tieso como una palma, desafiando al cielo azul
que lo rodeaba, libre y orgulloso. Orgulloso me sentí yo también de él, y
me levanté y me puse a aplaudir sin parar, en tanto que brincaba y chillaba
vítores de alegría. Marcos se creció aún más y gritó:
-Esto también va por ti, hermano.
Entonces se curvó hacia adelante y voló casi siete metros, para caer
limpiamente en una profundidad de un poco más de uno. Fue un salto
magistral. De seguido, sin perder nunca la armonía, fueron saltando los
demás, entrecruzados y avenidos a la perfección, seguros de la belleza de
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sus actos, afanados en dejar bien alto el listón que su jefe les había
marcado.
Boquiabierto, anonadado, vi que Marcos se encaramaba por el borde
del estanque en el que yo me encontraba. Lo sentí más hermano mío que
nunca y me entraron unas ganas terribles de abrazarlo. Lo habría hecho si
él no hubiera hablado.
-Da gusto verte sin ese idiota de capuchino amigo tuyo. Deberías olvidarte
ya de él, ahora que se está muriendo.
-¡Cállate! No vuelvas a decir eso más nunca. Eso es mentira. Agustín no se
está muriendo –repliqué enfurecido.
-No es mentira. La gente dice que es que la sangre se le está haciendo
agua. Incluso papá se lo estaba diciendo el otro día a mamá. Y eso
significa que se está muriendo.
Me quedé inmóvil y aterido ante aquella revelación. Según mi
hermano, todo el mundo estaba al tanto de la enfermedad de Agustín y
nadie me lo había dicho. Seguro que ni él mismo lo sabía. De haber sido así
ya me lo habría manifestado; a no ser que no quisiera darme tal disgusto. El
caso fue que, en aquel momento de desatino y confusión, creí ver en
Marcos al causante de mis males y, en un arranque salvaje, descargué sobre
él toda la rabia que tenía contenida en el pecho. El puñetazo que le propiné
en la cara fue tan fuerte, que la sangre le salió a chorros por la nariz. Me
asusté. Los ojos desconcertados de mi pobre hermano me llenaron de culpa
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y empecé a llorar, completamente desolado y abatido. Con las manos en la
cara, sólo alcancé a ver que Marcos se acercaba y, ya junto a mí, alargó los
brazos, me estrechó con fuerza y me dejó llorar sobre su pecho, mientras
me consolaba con palabras de ánimo, ante la sorpresa y admiración de los
demás, quienes, desde entonces, vieron en él al líder indiscutible. En ese
momento, le quise más todavía y le pedí perdón.
-No te preocupes, hermanito. A lo mejor, Agustín no se muere.
-¿Tú crees?
-Seguro. Venga, vamos a bañarnos un ratito más. Y después volveremos a
hacer la torre para que te diviertas.
Por mucho que lo intenté, ya no pude divertirme más. Y menos aún
cuando, de repente, todos nosotros dentro del estanque, apareció Chanito
Monzón, el dueño del estanque y de la finca, y arrancó con toda la ropa que
pudo abarcar. La mayoría nos quedamos sólo con el calzado y tuvimos que
regresar con una alpargata delante y otra detrás, saboreando de antemano la
paliza que recibiríamos de nuestros padres. Mi hermano, quien, por cierto,
al día siguiente acechó a Chanito Monzón y le aflojó tal pedrada en la
cabeza que tuvieron que darle siete puntos, me sugirió que esperáramos a
la hora del solpuesto para que nadie nos viera con aquellas pintas y se riera
de nosotros. Pero yo le hice ver que, en vez de echar por el Cercado de
Matos y bajar hacia el almacén de Benítez, para coger la carretera que pasa
por El Ejido, podíamos cruzar por la casa del Caminero, atravesar el
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barranquillo que se mete por El Mondragón y llegar hasta El Llano de la
Cruz donde, probablemente, estaría ya nuestra madre en su tren con los
animales.
Los pocos que nos vieron se explotaron de risa. Incluso nuestra
madre se rió, si bien nos retorció unos buenos pellizcones en los brazos y,
acto seguido, se metió en el alpende y sacó dos sacos, que solía usar para el
millo y el pienso de las cabras; con un cuchillo, les hizo tres agujeros a
cada uno, para la cabeza y los brazos, y nos los encajó por el pescuezo.
-Venga, ahora pónganse las alpargatas y ayúdenme.
A Marcos le tocó limpiar el chiquero y a mí el alpende. A
continuación, troceamos las pencas tiernas de tunera que solíamos echarle a
las cochinas (una había parido quince días antes), fuimos cerca del
barranco a traer las dos cabras que estaban ratiadas y, por último, corriendo
detrás de ellos, entre gritos y chasquidos de lengua que reproducían sus
propios sonidos, recogimos el rancho de lechoncillos que andaban
retozando por el llano. Me encantaba verlos juguetear, tan chiquitos y
lindos. Los miré entre alegre y triste, porque pensé que había que capar a
los machos dentro de unos días. Eso era algo que me desquiciaba, pero era
necesario para poder venderlos como lechales. De ello vivíamos un poco la
mayoría de la gente del pueblo. Todo el que quería comprar cochinitos
lechales o hembras de cría, se acercaba a Ingenio. Y a los machos, que se
vendían más caros, siempre los miraban a ver si estaban capados. Aunque
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ya me había acostumbrado, me seguía resultando un suplicio tener que
participar en tamaña barbaridad. Mientras yo los sostenía por las patas
delanteras, mi padre, o mi padrino, los capaba con una navaja barbera, y les
echaba salmuera, en medio de los esperridos de los pobres animalitos, que
salían corriendo desesperados y se revolcaban en la tierra. Más tarde,
cuando el dolor había remitido un poco, se echaban al lado de la madre, y
se quedaban exhaustos durante horas, sin poder ni mamar.
Un grito de mi madre me sacó de mis tribulaciones.
-Venga, niños, vamos a tomarnos una escudilla de lechita con gofio.
Con la maña de todos los días, bien acuclillada, largando alguna que
otra monserga a las cabras por mover las patas o el rabo, mi madre las
ordeñó, llenó tres escudillas y sacó la lata del gofio.
-¡Qué rico, mis hijos! Nada más que por esto merece la pena vivir –
masculló, con la boca medio llena, mientras mezclaba el gofio con la leche
espumosa, pendiente de dejar algún grumo para que se le reventara entre
los dientes.
Arrellanados en el suelo, a la entrada del alpende, con el mar en la
distancia y el sol que ya declinaba por Guayadeque, encendiendo el cielo y
las nubes, los tres saboreamos la merienda con especial deleite, extasiados
ante el magnífico espectáculo de la naturaleza.
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Mi madre era muy dada a comparar las nubes del ocaso con animales
y objetos diversos, y los perfiles de las montañas apagadas con rostros y
cuerpos de todo tipo.
Al oírla, observando los puntos que nos señalaba, vacías ya las
escudillas, mi hermano y yo nos embelesamos y nos acercamos a ella, uno
por cada lado. Nos abrazó y notó los temblores de mi cuerpo. Ya se había
fijado en mis ojos tristes con anterioridad, pero había preferido aguardar a
estar más relajada.
-¿Qué te pasa, amante?
Era lo único que me faltaba para romper a llorar una vez más. Quise
hablar pero el llanto me lo impedía. Fue Marcos quien le contó lo sucedido,
aunque omitió el piñazo que yo le había arreado, y entonces me agasajó
más contra su pecho y me habló con ternura.
-¡Ay, mi niño de mi alma! La vida es así y no hay vuelta de hoja. Dios nos
la da y Él mismo nos la quita cuando le parece oportuno. Él lo tiene todo
apuntado allá arriba. Y nosotros tenemos que acatar sus decisiones.
-Pero Agustín es un niño, mamá.
- ¿Y cuántos niños no se han muerto primero que él, Juanito? Ahora ya no
tanto, después de que se inventó la penicilina esa, pero antes se morían
como rosquillas por un andancio cualquiera. Y lo que tiene Agustín es algo
grave.
-Entonces ... ¿se va a morir pronto?
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-Los médicos han dicho que lo más probable es que no llegue a fin de año.
Y tú tienes que ser valiente ahora, mi niño; no te puedes botar a la pena y
al llanto.
-Pero él es mi amigo, mamá; y yo le quiero muchísimo.
-Ya lo sé, mi amor; pero hay que seguir viviendo con ilusión. Ya verás
como todo va pasando en esta vida. Venga, deja ya de llorar.
Me besó la frente y los ojos y unió la cabeza de Marcos con la mía,
estrechándonos en sus brazos, como si quisiera protegernos de los males de
fuera. Yo me sentí relajado y, casi sin darme cuenta, hablé de mis miedos y
de mis odios con total naturalidad, sin temor a que se enfadara conmigo.
-Pobrecito mío, no te preocupes por nada de eso, todo se arreglará –dijo
aún más dulcemente, y añadió que iba a hablar con mi padre para ver si nos
podíamos marchar a la playa el siguiente fin de semana. Después lo
arreglaría con el cura y con el capataz de la finca de Los Moriscos, donde
Marcos trabajaba de espantapájaros desde hacía unas semanas. Había
empezado recogiendo papas y calabazas, pero como era tan jiribilloso, lo
pusieron a encrespar avechuchos con sus cantaneras y bailoteos y, de paso,
entretenía a los demás obreros.
-¿Usted cree que Agustín podrá venir a la playa con nosotros, mamá? –
pregunté esperanzado.
-Claro que sí, mi niño.
-Entonces, se lo voy a decir esta noche, cuando vaya a verlo.
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El sol se ocultó por completo, y en el cielo, salpicado de nubes
multiformes, se produjo un estallido de colores. La montaña de Agüimes,
que bordea el barranco de Guayadeque hasta que desemboca en El Carrizal,
se convirtió en el cuerpo de una mujer esbelta y delicada, de anchas
caderas, pechos prominentes, con una melena negra que se derramaba
sobre El Mondragón, y que se parecía a una princesa guanche que había
sido raptada por un maléfico mercader árabe. Se la llevó en una alfombra
esponjosa y dorada, que se difuminaba al volar. En su persecución, un
pájaro gigantesco con alas de fuego cruzó Ingenio de cabo a rabo, arrojó
bocanadas de lava incandescente por el pico y desapareció rumbo a África.
Mi madre, mi hermano y yo vimos como se perdía en el mar.
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VI. AGUA DULCE
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En lo más hondo del mar
suspiraba una ballena,
y en el suspiro decía
quien tiene amor tiene pena.
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-El mar está echado. Acabo de hacer un viaje a Ojos de Garza y la playa
parecía una balsa de aceite. Me imagino cómo ha de estar Agua Dulce,
que está más azocadita.
Las palabras de mi padre resonaron de repente en mi cerebro.
Recordé incluso cuándo y dónde las había dicho, días atrás, en el zaguán de
mi casa, mientras sacaba un balde de agua del aljibe, fresquita que daba
gusto, y se mojaba la cara y la cabeza entre resoplidos de alivio. Hacía un
calor que rajaba las piedras y no se movía ni un pajullo.
Me dejé llevar entonces por la nostalgia y, paso a paso, con el regazo
de mi madre todavía como lecho, su mano confortadora acariciando mis
cabellos, evoqué todos nuestros veranos en la playa, especialmente el
último, porque Agustín había estado algunos días con nosotros.
Salimos de Ingenio entonando “Adiós con el corazón que con el
alma no puedo”, un luminoso domingo de finales de junio, después de
haber cargado el fotingo de mi padre con las provisiones y trastos para tres
meses. ¡Qué rico! Estábamos más contentos que unas pascuas y cantamos
todas las canciones habidas y por haber. Como quiera que íbamos un
rancho montado en la carrocería, y la policía podía multarnos, cogimos por
la carretera de Aguatona y doblamos por la pista que va desde Montaña
Marfú hasta Las Puntillas. Entre los miles de baches, que hicieron que la
camioneta bailara seguidillas y saltonas, y nuestros canturreos, el viaje
resultó ser una fiesta completa.
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Mi padre fue el primero en empezar con su clásica tonada de la
gasolina:
- Dicen que la gasolina
es la cosa más fina
que el hombre inventó,
porque sin la gasolina
el coche no camina
y se para el motor.
Aquel vozarrón ronco y rajado por el ron y el tabaco, fue contestado
de inmediato por la familia en peso, incluida mi madre que viajaba delante.
Y hasta en Telde se oyó el coro:
-Yo te daré
te daré niña hermosa,
te daré una cosa,
una cosa que yo sólo sé: café.
De inmediato, aprovechando la coyuntura, mi padre frenaba en seco
y gritaba:
-A ver ese combustible, que si no este motor se para.
Se refería a un mejunje que él mismo había preparado en casa, horas
antes de arrancar, a base de ron de Arucas, azúcar y limón, y que luego
envolvía en un paño húmedo, para mantenerlo fresco. Mientras se
refrescaba el gaznate, con la cabeza vuelta hacia atrás, dejándonos ver su
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cara llena de muecas a través de la ventanilla que había entre la carrocería y
la cabina, cantaba otro de sus socorridos temas:
- Para ser conductor de primera,
hace falta ser buen bebedor;
con el vino se engrasan las bielas,
las cuestas de España se suben mejor.
Ven niña y verás,
te meto primera, segunda y tercera
y la marcha atrás.
A lo que mi madre, ni corta ni perezosa, con un dedo en fa sostenido,
provocativa y sabedora de que se llevaba la palma cantando, replicaba:
- Quítate la caretita
pa mirarnos frente a frente,
que el momentito ha llegado
de decirnos la verdad.
Tú con una y yo con otro
a vivir tranquilamente,
que la vida, aunque no quieras,
siempre ha sido un carnaval.
Mi hermana Aurora, a la cual le gustaba más cantar que comer, cogía
la vez:
- Si quieres que yo te dé
97
lo que no te puedo dar,
el cordón de mi corpiño, mi niño,
que no lo puedo soltar.
Y de nuevo, tras la coquetería de la niña, que ya no era tan niña,
saltaba el coro:
- ¡Ay, sol y luna!
¡Ay, luna y cielo!
¿Dónde estuviste anoche
que mis ojos no te vieron?...
Cuando llegamos a la playa, ya habían caído no sé ni cuantos
boleros, coplas del imperio, tangos, isas y, por supuesto, el tartanero, la
farola del mar, el pobre Rafael y el sorondongo del fraile.
Visto desde arriba, en lo alto de la loma donde mi padre solía aparcar
su “chébrole”, el mar, cristalino y esmeralda, y bañado por el sol del
mediodía, parecía no conocer las olas, al abrigo del abrupto y quebradizo
acantilado costero, que se prolongaba hasta Melenara, y del Risco Cortado,
que giraba hacia la playa de Tufia.
La playa de Agua Dulce, pequeñita y rubia, estaba como un plato. La
Barqueta, la Filúa y, sobre todo, la Cuna, añorados trampolines y solarios,
nos llamaban a gritos y, tanto mis padres como mis hermanos, Agustín y
yo, contemplamos la maravilla que se nos ofrecía a la vista, sudorosos,
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alegres y desesperados por salir escopetiados hacia el agua y remojarnos
hasta que se nos arrugara la piel.
-¡Qué buena está la puñetera playa! –dijo mi padre, con la boca a punto de
hacérsele agua, en tanto que se viraba y abría la portezuela de la
carrocería. –Pero antes de bañarnos, hay que descargar todo esto y
llevarlo a la cueva. Así que manos a la obra.
Dicho y hecho. Con la ayuda de algunos familiares y allegados que
ocupaban las cuevas aledañas, formamos una cadena desde la loma hasta la
falda de la ladera, siempre mirando al mar. En menos de nada, entre las
gracias y recomendaciones de mi padre (cuidado con el ron, que eso es
sagrado) y las carcajadas generales, preludio de lo que sucedería por la
noche, vaciamos la camioneta y llenamos la cueva.
-Venga, déjenlo todo tal cual, que ya habrá tiempo de colocar cada cosa
en su sitio –gritó mi madre, al tiempo que nos cambiábamos y, todos a una,
salimos pitando, como en estampida, por el veril medio retorcido que
llevaba hasta la orilla de la playa.
Quitando a mi madre, que no sabía nadar y siempre se bañaba en los
charcos, y a Agustín, quien aprendió durante el tiempo que estuvo con
nosotros, el resto nos lanzamos de cabeza al agua. Incluso mi hermanillo
Pablo nadaba que era un gusto verlo. Mi padre nos había enseñado a todos
por el método más antiguo, es decir, nos cogía como renacuajos y nos
tiraba donde no hiciéramos pie, cuando sólo contábamos dos o tres años.
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Entre chapoteos, buches de agua salada, lloros y esperridos, nos
manteníamos a flote.
-Otro que ya aprendió –sentenciaba él tan campante, ante las protestas de
mi madre, que bien poco podía hacer para remediarlo. –cortando huevos se
aprende a capar –añadía mi padre entre carcajadas descomunales.
-Eres más bruto que un arado americano –replicaba ella, rabiosa e
impotente frente a aquel cacho de hombre que le había tocado por esposo.
Lo cierto es que ninguno de nosotros se acordaba de no saber nadar y
mi padre, que se sentía muy satisfecho de ello, alardeaba de ser el mejor
maestro de natación del pueblo del Ingenio y de la Gran Canaria entera.
Agustín se asombraba de vernos retozar en el agua con tanta soltura.
Según me había revelado, él había gozado de la playa en muy contadas
ocasiones y no tenía la experiencia que nosotros habíamos adquirido
verano tras verano. Yo me ofrecí a enseñarle.
Nunca lo había visto tan contento. Por fin se cumplía el deseo que él
había acariciado durante más de dos meses, en los que la playa fue nuestro
principal tema de conversación. La idea de vivir y quedarse a dormir en la
orilla del mar, en una cueva metida en el risco, donde las olas resonaban y
parecían arrastrarte con ellas, le hacía tanta ilusión que le resultaba difícil
creer que ahora estuviera sucediendo de verdad.
Aquel fue un día muy divertido. A toda mi familia le encantaba que
Agustín estuviera con nosotros. El único que se mostraba un tanto huraño
100
era mi hermano Marcos, pero, así y todo, jugó con nosotros e incluso
estuvo de acuerdo conmigo para llevar a Agustín hasta la Cuna entre los
dos. Se agarró a nuestros bañadores y nosotros braceamos hasta la roca.
Una vez allí vio cómo nos tirábamos en picado y hacíamos piruetas bajo el
agua. Marcos, que era un flecha, nadó hacia la Filúa y trepó hasta el
vértice, para lanzarse en carpa y dar dos volteretas en el aire antes de
zambullirse.
La marea ya estaba casi vacía cuando mi madre nos llamó para
almorzar. Según íbamos llegando, nos bebíamos dos o tres chingos de vino
del monte, dulce dulcito, de la bota que iba de mano en mano, para calentar
las madres antes de comer.
Mi madre había preparado una palangana de ensalada canaria,
acompañada de papas nuevas sancochadas, sardinas en aceite y aceitunas
del país. Mi padre, por su parte, llevaba rato asando jareas y potas a la
entrada de la cueva, y la playa se llenó de humo y olores. Las potas se las
había regalado su concuño Antonio Ruiz, quien era muy dado a pescarlas al
alba, cuando dormían en la orilla, sobre las piedras vivas.
A mi padre también le encantaba aquel trajín, pero sólo podía hacerlo
en los amaneceres de los domingos, puesto que durante la semana se iba
muy tempranito a trabajar con la camioneta, y regresaba entrada la tarde.
Marcos y yo fuimos muchas veces con él. Todavía era noche cerrada
cuando nos despertaba. Sin habernos espabilado, nos daba a cada uno una
101
escoba de palma, de las viejas, y, ya fuera de la cueva, las rociaba con
petróleo y les pegaba fuego. Seguidamente, agarraba la fija y, con los
mechones encendidos en alto, iluminando nuestro paso, y aquel olor a mar
y a petróleo, nos disponíamos a potiar. El ruido de las olas, que nos
salpicaban y a veces nos enchumbaban, y el chirote de la aurora, nos
despertaban por completo.
Agustín fue una mañana con nosotros y, aunque sufrió lo suyo al ver
cómo se retorcían las potas cuando mi padre las ensartaba con la fija, vivió
una experiencia inolvidable. Era la primera vez que se levantaba a las seis
de la mañana y era, también, la primera vez que paseaba a la orilla de la
playa a horas tan tempranas. Según sus propia palabras, le pareció que el
horizonte entre océano y cielo estaba allí cerquita, y creyó ver estrellas en
el mar.
Mientras comíamos, sentados o de pie, tanto dentro como fuera de la
cueva, mi padre invitó a un pizco de ron a Paquesito, quien, emperifollado,
bajaba por el veril con su clásica pinta de viejo verde, tan conocida ya por
todos. Alto y delgado, su gran bigote, el sombrero de cuero negro, traje de
dril con corbata incluida, y su inseparable bastón de hueso, a sus ochenta
años, Paquesito solía ir de playa en playa para alegrarse el ojo con las
muchachas.
102
-¡Ay, mi niño! El cielo no se puede coger con las manos, pero los ojos no
tienen linderos –le respondió a mi padre que le preguntó si todavía se
encontraba él en forma.
No era costumbre que se paseara por Agua Dulce, sino que, palabras
textuales suyas, primero se iba a Ojos de Garza para ver las carnes de las
mujeres de Telde, después pasaba por El Burrero para deleitarse con las
carnes de las mujeres del Ingenio y, para finalizar la ronda, se daba un
garbeo por Arinaga para admirar las carnes de las mujeres del Agüimes. Y
así, en la mañana, repasaba todas las carnes del sureste de la isla.
Las carcajadas de todos nosotros, especialmente las de mi padre, que
eran de campanilla, se metieron por todos los rincones de la playa y, sin
tardar, se formó allí una reunencia de padre y señor mío. Al pronto,
aparecieron timples y guitarras, requintos y bandurrias y, fulano con su
platito de carne de cochino en salsa, mengana con su conejo en adobo,
ciclana con sus papitas quineguas arrugadas con mojo, un lebrillo de higos
brigasotes que aparecía por un lado, un buen queso duro de La Pasadilla
por otro y etc. etc. etc. se armó allí la de Dios en Cristo.
Agustín nunca se había divertido tanto en toda su vida y, de buena
gana, se habría quedado a vivir fijo allí. Estábamos siempre tan
entretenidos, que incluso se había olvidado de su gran afición por la
lectura. Tal era así, que no había abierto ninguno de los libros que trajera
103
consigo. Los días pasaban volando, entre baños, juegos, comilonas y
jaranas nocturnas, que era lo más que disfrutábamos todos.
Allá cuando el cielo empezaba a desteñirse de los colores del
solpuesto, a esa hora medio fantasma, que ni es de día ni es de noche, se
amontonaba en la arena toda la leña recogida por los alrededores, la julaga
seca y cualquier cosa que pudiera arder. A continuación, con las luces de
los quinqués proyectadas en las embocaduras de cada una de las cuevas, y
que salpicaban la pendiente de chispas rojizas, daba comienzo el
espectáculo de la noche, embrujada por las llamas alargadas y crepitantes
de las hogueras, y las sombras multiformes de los cuerpos, que se movían
en la arena y se deslizaban entre los riscos de la ladera
Infinidad de estrellas, algunas fugaces, y una luna mora que asomaba
curiosa por el horizonte, dibujando su rastro sobre el mar oscuro y
enigmático, presenciaron el festival que tuvo lugar a la orilla de la playa.
Nadie se hizo esperar. Parecía que todo el mundo estaba deseando
que llegara la noche para llenarla de juego y de risas, de jarana y canciones,
sin que faltara una buena chuletita de cochino a la parrilla, unas sardinas
asadas, la pella de gofio y, mire a ver, el pizquito de ron para los hombres
y el vino moscatel para las mujeres y los niños.
Los más pequeños nos entreteníamos jugando al pañuelo, entre
correrías, gritos desaforados y aplausos de los espectadores.
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Las mujeres, una de ellas con una zapatilla escondida, en medio de
una algarabía ensordecedora, continuaban los juegos. Se encerraban en un
coro y cantaban:
- La zapatilla me aprieta,
las medias me dan calor;
el día que no me quieras
para mí no saldrá el sol.
Toma que toma, toma chiquilla,
toma que toma la zapatilla.
Al decir esto último, le pegaban zapatillazos a la perdedora, quien
terminaba con el culo calentito. Luego, ya más ensalsadas, sacaban a la
fuerza a uno de los hombres, preferentemente soltero, lo encerraban en el
centro del coro, entre risas y fiestas, y elegían a una de las mujeres, también
soltera, para que actuara de pareja. De inmediato, todas con las manos en
las cinturas, coquetísimas, cantaban:
- ¡Oh!, viejo moro,
cómo no te has casado
si te has enamorado
como los demás.
Dale la mano, morena,
para lucir la verbena
juntitos los dos.
105
Que salga la dama, dama
vestida de terciopelo.
Se lo pide el pollo pera.
Este cuerpo, este talle,
este bonito meneo,
este cuerpo saleroso
que vale mucho dinero.
Los hombres jugaban mayormente a la baraja, a la zanga o al
subastado, en una mesa habilitada a base de lajas, y a la luz de los
quinqués, largándose sus buenos rones y los correspondientes enyesques.
El único que no jugaba a nada era mi tío Paco el ciego, quien
animaba el cotarro con su guitarra y sus canciones. Largo, chupado, con su
habitual cachorra negra con vivo rojo, gafas oscuras a todas horas, terno y
zapatos negros, y aquel particular modo de trincar el instrumento, mi tío
Paco tenía toda la pinta de ser un tocador de tangos. De hecho, hasta los
cantaba que era un primor.
-Ni Carlos Gardel los canta mejor –solía decir la gente, y más de una vez
le pagaron para que cantara en bodas y serenatas a la luz dela luna. Hasta
llegó a participar en un programa de Radio Las Palmas, acompañado por la
orquesta que dirigía el maestro Peón Real. Famosas eran sus versiones de la
Cumparsita, A media luz, Mi Buenos Aires querido y La cieguita, que
arrancaba lágrimas como chochos.
106
-Échate el tango del legionario, Paquillo, que yo te acompaño –saltó mi
padre, quien demandó la atención del personal. –Silencio todo el mundo,
que mi cuñado Paco se va a echar el tango del legionario.
Mi padre soltó la copa y le dio la vuelta a unas sardinas que se
estaban quemando por un lado. Todos se arremolinaron, algunos de pie y la
mayoría sentados, alrededor del guitarrista. Mi padre se acercó a mi tío y
posó una mano sobre su hombro.
-Cuando quieras, Paco.
- Cantando un tango en un bar de Barcelona,
un legionario a una tanguista conoció;
y fue tan grande el amor del legionario,
que la otra tarde con la tanguista se casó.
Los dos vozarrones sonaron por toda la playa con tal fuerza, que
hasta las pardelas se callaron un rato.
-¡Esto es lo más lindo del mundo, oiga! –sentenció Antonio Ruiz, con los
ojos como potas, a causa del humo, el ron y las lágrimas que estaban a
punto de saltarle. Después miró para mi madre y la espetó:
-Venga, Mariquilla, échate una copla de esas tuyas.
-Eso. Que cante María Concepción –gritaron casi todos.
El cerco se iba cerrando cada vez más al zoco de una de las tres
hogueras, la más alejada de las olas, y ya todo el mundo se había sentado.
107
Mi madre se arrimó también al guitarrista y, con la mirada dulce y relajada,
cantó:
- Cuando nos vieron del brazo
cruzar platicando la calle real,
entre la gente el pueblo
fui la letanía de nunca acabar.
Mi madre tenía un repertorio interminable y cada noche se pegaba
más de una hora canta que te canta. Mi padre, embelesado, no dejaba de
mirarla y, según solía decir, al oírla, siempre se transportaba a la época en
que la viera por primera vez, guapa y morenita, subida sobre una tonga de
cajas de tomates vacías, en el almacén de don Manuel Bravo, cantando una
ristra de coplas para animar y mantener despiertas a las empaquetadoras.
Don Manuel le había ofrecido estudiar canto en Madrid, pero sus padres no
la dejaron, porque pensaban que eso era cosa de mujeres ruines y, por otra
parte, nada bueno podía pretender aquel hombre que estaba dispuesto a
pagarle los viajes, la estancia, la comida y todo.
-¡No, mi niña! Usted se queda en casa, como una mujer decente.
Por aquel entonces, tanto mi padre como mi madre tenían quince
años, y él, que se alegró muchísimo de que ella no se fuera para la
península, aprovechó para llevarle una serenata y cantarle el tema de doña
Mariquita de mi corazón, pensando que aquella muchacha no era lo que se
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decía una breva de camino. Y ella, requebrada, pensó que él, alto y rubio,
era tan bueno como lo que daba la uva.
-¡Que cante ahora mi hijo Pepe! –gritó mi madre, mientras humedecía la
garganta con un buchito de moscatel, en medio de los aplausos de la
concurrencia, que celebraba cada una de las canciones.
- Ódiame por piedad, yo te lo pido,
ódiame sin medidas ni clemencia,
odio quiero más que indiferencia
porque el rencor hiere menos que el olvido.
Corpulento y guapo como mi padre y con los mismos ojos
alendrados de mi madre, mi hermano Pepe cautivaba también al respetable.
Después le tocó el turno a mi hermana Aurora, y otra vez a mi padre, y a mi
tío, y a mi madre, y así sucesivamente hasta deshojar el cancionero español
y sudamericano. Incluso cantamos en inglés, porque mi hermano Ángel,
que ya era galletón, llevaba un tiempito de camarero en el aeropuerto,
donde se había comprado un picá y unos cuantos discos de rock and roll, y
se pasaba el día escuchándolos a todo meter. Con el tutifruti nos tenía a
todos locos de la cabeza. ¡Auambabulubabalambambú!
Por último llegaba la hora de la música canaria y ahí ya participaban
todos sin excepción, con más guitarras, timples y bandurrias, especialmente
en los puntos cubanos, que se prestaban a las puntas entre mujeres y
hombres, con el ay ,ay, ay del coro entusiasmado, entre copla y copla.
109
- Las mujeres de hoy en día
son como las bicicletas;
si se pinchan una rueda,
no valen un peseta.
- A los hombres los comparo
con un perro pequinés
que por mucho que te ladre
nunca te llega a morder.
- La mujer y la escopeta
son hechas del mismo acero;
pa que carguen y disparen
hay que montarlas primero.
- A los hombres los comparo
con un saco de melones;
saco uno, saco otro,
todos salen maricones.
Poco a poco, el ambiente se fue relajando. Al tiempo que algunos de
los adultos se retiraba, muchos niños empezaban a bostezar y se iban
acercando a sus madres, para recostarse en su regazo.
110
Agustín y yo nos pusimos a observar las llamas y las brasas de las
hogueras, como hacíamos todas las noches, en un estado casi de
hipnotismo, acentuado por el rugido del mar, que iba ahogando el son de la
música.
La marea estaba subiendo. Una ola estalló muy cerca de nosotros y
mojó la hoguera más pegada a la orilla, apagándola por completo. Las otras
dos, que ya no eran más que sugerentes brasas, no tardarían mucho en
correr la misma suerte.
Todavía recuerdo el brillo de aquellas brasas. Y la mirada perdida de
Agustín mientras las miraba.
111
VII. LA CUEVA TREINTA .
112
Corazón sin esperanza
llora su tiempo perdido,
mas corazón afligido
con sólo llorar descansa.
113
Ya estaban a punto de dar las nueve cuando salí de mi casa para
dirigirme a la de Agustín. El cielo, despejado y alegre durante el día, se
había encapotado y, cosa rara, presagiaba tormenta. Un ligero garujo y un
par de truenos lejanos consiguieron que El Ejido se presentara casi desierto,
siendo como era el escenario de los paseos dominicales, donde las parejas,
y las chicas y chicos que buscaban emparejarse, iban y venían
continuamente calle arriba, calle abajo, calle atrás y calle alante. Como
contrapartida, la churrería de Petrita, los cines y los bares estaban atestados
de gente, especialmente el bar de Castellano, que contaba con una docena
de mesas y era el preferido de las parejas veteranas, así como de las recién
avenidas.
Puesto que nadie tenía coche, no se ponían ni discos para prohibir la
circulación por la zona, y los tres ricachones que se lo podían permitir,
bastante bien que se encargaban de pasárselo por los besos a todo el
mundo.
Entre la poca gente que se paseaba, la madre de Agustín, que había
salido un momeno y venía detrás de mí, me llamó en el preciso momento
en que yo alcanzaba la puerta de su casa.
-Agustín no está, Juanito. Te estuvo esperando toda la tarde y como no
venías, se fue a dar un paseo con su padre. Puedes esperarlo si quieres; no
creo que tarde mucho.
114
-¿El va a ir mañana a clase?
-No sé, hijo mío. Todo depende de cómo amanezca. Y de lo que él quiera.
A misa si es verdad que no irá, porque es muy temprano.
Si en mí quedaba algún resquicio de esperanza de que Agustín no
estuviera tan grave, la voz de Manolita Juárez se encargó de disiparlo.
Nuestras miradas se encontraron y se mantuvieron unos instantes, y ella
supo que yo ya lo sabía.
-No le digas nada, por favor. Hazte el desentendido –dijo tristemente,
después de una pausa. Yo asentí con la cabeza. Sin embargo, comprendí
que esa noche sería incapaz de controlarme y decidí no verlo hasta el día
siguiente.
Pero lo vi en mis sueños. Lo vi asfixiándose en la Cueva Treinta, y
yo no podía hacer nada porque no estaba allí. Era la misma escena que él
había soñado en su último ataque. También soñé con el diablo del cuento
de mi abuela, con los santos de la iglesia que se bajaban de los altares para
perseguirme, con un montón de pequeños ataúdes blancos que iban rumbo
a El Siete, y con la repetida e hiriente imagen del niño Jesús que llamaba a
Agustín con las manos.
Mi hermano Marcos, que dormía conmigo, oyó mis gritos y llamó a
mi madre. Abrazado a ella, temblando y embrimado en sudor y lágrimas, le
conté mis pesadillas. Marcos escuchaba metido en un sobresalto. Ella me
preparó un agüita guisada de tila y manzanilla y, mientras me la bebía, dijo:
115
-Yo creo que no deberías ir hoy a clase, Juanito.
-Yo quiero ir, mamá, porque Manolita me dijo que Agustín a lo mejor iría.
-Bien. Pero a misa no vas. Tienes que descansar un poco más, que ya son
más de las cinco. Ya hablaré yo con el cura.
A las ocho menos cuarto de la mañana, arrastrado por el ventoral que
se había desatado durante la noche, ya estaba yo, como un clavo, tocando
en la casa de Agustín. La madre me abrió.
-No hace ni cinco minutos que se marchó, mi niño. El creyó que tú estarías
en la misa de las siete y por eso no te esperó.
Corrí embalado calle arriba. El aire estaba húmedo y un extraño
escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Un nubarrón gris cruzaba el cielo,
desde los altos de la cumbre hasta mar adentro.
En La Palmita había un montón de gente parada, mirando hacia la
vieja palmera que daba su nombre al barrio. Yo no lo vi, porque un guardia
me hizo desviar, pero por los comentarios que se oían, un hombre había
clavado una estaca en el tronco de la palmita y después se ahorcó con una
soga que había amarrado a dicha estaca. No era la primera vez que pasaba
y, según se decía, toda la culpa era del dichoso viento que nacía en el
barranco y volvía loca a la gente.
Sin embargo, a mí lo único que me interesaba era dar con mi amigo.
Así que seguí mi carrera rumbo a La Plaza. Jariando, con más de diez
minutos de retraso y con el temor de que don Adrián me castigara, subí las
116
escaleras del aula y busqué a Agustín con la mirada. El corazón me dio un
vuelco al ver que no estaba allí.
-¿Qué horas son éstas para llegar, Espino? ¿Y por qué no vino usted hoy a
misa?
-¿Dónde está Agustín? –pregunté yo a mi vez, desalado, sin importarme en
absoluto lo que decía el cura, con la esperanza de que hubiera ido a la
Sacristía o al Archivo, a hacer algún mandado, como sucedía a veces.
-Agustín no ha venido. El está enfermo, como usted bien sabe. Y no se
haga el listo, y responda inmediatamente a mis preguntas.
Yo ya no tenía oídos para nadie. Un terrible presentimiento heló mi
sangre y paralizó mi cuerpo entero. Después, por un momento, el mundo
me pareció irreal, envuelto en una nube que lo vaciaba de contenido. Don
Adrián se encargó de sacarme del estado en que me hallaba. Cada vez más
enfadado por mi desobediencia, me pegó tal esperrido que me devolvió de
inmediato a la realidad. Entonces vi cómo se levantaba y venía derecho
hacia mí, amenazante, igual que los santos de mi pesadilla, y, ante el pasmo
de los otros niños, eché a correr sin tino escaleras abajo.
Con el mismo desatino, bajé la calle a toda mecha, cruzando La
Ladera, El Puente, El Cuarto y La Palmita, sin ni siquiera percatarme de la
gente que deambulaba y me miraba con curiosidad, hasta llegar a la casa de
Agustín. Por poco tiro la puerta abajo. Manolita Juárez, ya sobresaltada por
117
los golpes de impaciencia, terminó de espantarse al verme con los ojos
desorbitados y con la lengua fuera.
-¿Qué tienes, Juanito? ¿ Qué es lo que ocurre?
-¿Agustín no está aquí?
-No, aquí no está. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué es lo que pasa, Juanito?
La madre de Agustín me sostuvo para que no me desplomara. El
mundo dio vueltas a mi alrededor.
-¡Contéstame, Juanito!
No hizo falta que yo le hablara de la horrenda premonición que me
había asaltado y que me tenía atenazada la garganta. Ella misma vio en mis
ojos las terribles imágenes de mi sueño, y un no desgarrador le salió del
alma. Y yo, sin juicio, me arrojé nuevamente a la calle y me perdí
corriendo y corriendo, sin ver a nadie y sin oír a nadie y sin tener en cuenta
nada, poseído tan sólo por la imagen de mi amigo moribundo, que se
retorcía y se ahogaba, tirado en el suelo, solo como un perro, en la Cueva
Treinta.
Quise gritar cuando lo vi. Mis gritos habrían derribado la cueva y se
habrían oído en el barranco y en el mundo entero. Pero la voz se me quedó
encerrada en el pecho y ni siquiera pude pronunciar su nombre. Me recosté,
enajenado, junto a él y lo abracé frenéticamente. Todavía estaba calentito.
Unos grandes lagrimones cayeron entonces de mis ojos y empecé a gemir
desconsolado, mientras, con cierto recelo, repasaba el espacio que me
118
rodeaba. La cueva no era la misma que yo conocía. Siempre había sido un
refugio, el lugar de reunión de la pandilla, nuestro taller y nuestro arsenal.
Después de conocer a Agustín, empecé a cogerle un poco de manía, y,
aunque me seguía pareciendo acogedora, no la visitaba mucho. Pero ahora
se me antojó tan fría y solitaria, tan llena de sombras, que me dio miedo y
me impulsó a abrazar a Agustín con más fuerza.
Así nos hallaron Manolita Juárez y un rancho de gente que la había
seguido, alarmados por mis carreras y las suyas.
Se lo llevaron en seguida, en medio de los llantos amargos de su
madre y el vocerío de la gente, que apagaban el silbido del viento y el
alboroto de los árboles dislocados.
Abatido, tirado en el mismo sitio donde Agustín había exhalado su
último suspiro y oyendo los lamentos lejanos de Manolita Juárez, que se
confundían con el aullido del viento, le pedí al niño Jesús que me llamara
también a mí, que yo quería estar con mi amigo y con Él en el cielo. Se lo
pedí durante un buen rato, insistentemente, con los ojos cerrados y
apretados, para que la oscuridad me tragara, y le prometí que nunca más le
odiaría ni tendría celos de Él.
De pronto, me pareció que la voz de Agustín me llamaba desde el
más allá, distorsionada, remota, y abrí los ojos asustado. Me quedé a la
escucha, con el cuerpo rígido y todo erizado. Entonces volví a oír mi
nombre, repetido por el eco del barranco que rebotó contra la cueva, y
119
suspiré aliviado cuando descubrí que era mi madre, que me estaba
buscando. Mis ojos se inundaron al sentirla cerca de mí y al abrazarla.
-¡Menos mal, mi hijo! Tenía miedo de que fueras a cometer alguna locura.
-Le estaba pidiendo al niño Jesús que me llamara, cuando la oí a usted. De
entrada creí que era la voz de Agustín y me dio mucho miedo. La verdad es
que no quiero morirme, mamá –dije gimiendo y aferrándome a ella.
-Claro que no, mi amor. Pobrecito mío; tú tienes toda la vida por delante.
Anda, levántate y no llores más, que ya has llorado bastante, mi niño.
Mientras me incorporaba, vislumbré algo que había en el suelo; sin
soltar la mano de mi madre, me acerqué y lo recogí. Era la cartilla de
Agustín. Estaba toda arrugada y manchada de tierra. Seguramente la
tendría en la mano cuando le sobrevino el ataque, pensé. También pensé
entonces que Agustín, a sabiendas de que su destino estaba en la Cueva
Treinta, había ido allí a buscarlo. Quise decírselo a mi madre, pero me
callé. Quizá fuera mejor así. Sería un secreto.
Igualmente, sería un secreto lo que Agustín había escrito en su
cartilla. El solía escribir cosas sueltas, palabras nuevas, sensaciones. Había
descrito varias veces el barranco y el que considerábamos nuestro sitio, y
hablaba mucho de olores y colores, de animales y paisajes. A veces, sobre
todo en los últimos meses, escribía pequeños poemas, casi todos tristes, y
siempre ponía la fecha. Por eso, nada más recoger su libreta del suelo de la
cueva, tuve la intención de abrirla. Pero preferí llegar a casa y leerlo
120
cuando estuviera solo, sentado en un rincón de la azotea. Busqué entre los
apuntes y, en las últimas páginas, encontré dos escritos que yo no conocía.
El primero era un poema que había compuesto siete días antes, cuando
estaba en el hospital.
Las Palmas, 17-7-61.
Estoy cansado.
Se oye el zumbido del viento
y el romper de las olas.
Todo zumba, hasta el silencio
y los pensamientos
que se suceden dolorosamente.
El pecho quiere salirse
y las sienes
parecen golpeadas por martillos.
Maullidos de gatos
como llantos de niños
en la noche,
lejanos, perdidos mar adentro.
Se hace cada vez más tarde.
121
El segundo era una pequeña carta dirigida a mí, que había sido
escrita aquel mismo día.
Ingenio-24-7-61.
¡Juanillo, mi niño!
Tienes que prometerme que no vas a llorar más por mí. ¡Se acabaron
las lágrimas! Anoche soñé con tu futuro. Te vi mayor, y viejo, y siempre
tenías una hermosa sonrisa en la cara. Y yo era tu ángel de la guarda.
Siempre estaré contigo.
Ha pasado un mes desde la muerte de Agustín. Lo echo tanto de
menos que, a pesar de que aquí, en la playa, todo es mucho más llevadero,
lo veo sentado junto al fuego, de pie en la Cuna, entrando al agua o jugando
con las olas. Pero me gusta, porque me siento acompañado y protegido. Ya
hace más de tres semanas que nos vinimos, tan pronto como yo dejé de ir a
clase con don Adrián. Fui un día más y no lo pude resistir. Se lo dije a mis
padres cuando estábamos en la mesa.
-Yo no quiero ser cura.
-Eso es asunto tuyo - dijo mi padre. -Pero ya sabes que si no vas al
Seminario, tendrás que trabajar en Intercasa a partir de septiembre.
-Lo prefiero. Ya estudiaré el bachiller más adelante.
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-Que sea lo que Dios quiera -fue la frase que mi madre, resignada, terminó
con un suspiro.
-Entonces nos podemos ir a Agua Dulce –gritó, ilusionada, mi hermana
Aurora, la cual gozaba más que nadie en la playa porque le encantaban las
noches mágicas, como ella decía, y sobre todo porque allí no tenía casi
nada que lavar ni que planchar. Se mataba, desde luego, la pobre, lavando
aquellas catropeas de ropa en los barrancos y en las acequias, y dándole a la
plancha de carbón o al hierro limpio.
-¿Y qué hacemos con Marcos? –apuntó mi padre.
-Usted lo puede traer hasta Los Moriscos por la mañana. Como pega a las
ocho, tiene tiempo de llegar.
-También es verdad, mi hija. Pues no se hable más.
Todo se arregló en menos de nada. Con mis otros hermanos no había
problemas, ya que Pedro ayudaba a mi padre, Ángel seguía trabajando en el
aeropuerto y tenía un apartamento alquilado junto con dos o tres amigos, y
Pepe seguía en el África, para pesar de mi madre, que continuaba con la
traquina de que aquella no era tierra para cristianos.
Así pues, hicimos los preparativos y, el mismo fin de semana que mi
madre había pensado, arrancamos para la costa. Atrás quedaba un reguero
de lágrimas, una fila de imágenes tristes, la carita blanca y angelical de
Agustín, vestido de capuchino y metido en un féretro de cristal, como el de
Cristo muerto, la pena de un pueblo que lloraba desconsolado, el viento que
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empujó el séquito hasta el cementerio. Atrás quedó también mi inocencia,
arrebatada de golpe y porrazo, de un zarpazo, sin previo aviso y sin
ninguna consideración.
Ahora, ante mí, se presenta un futuro incierto. Tengo la esperanza de
que sea agradable, como el que Agustín me pronosticó. Me temo que no va
a ser fácil, pero voy a intentarlo. Voy a ser fuerte y valiente, siguiendo los
consejos de mi madre y de mi abuela. Siempre tendré la ayuda de Agustín,
que será mi ángel guardián. Y a mi familia. Todos están preocupadísimos
por mí y se pasan el día animándome con juegos y picardías. Anoche
mismo, sin ir más lejos, me dedicaron todas las canciones que cantaron al
calor de la hoguera, y mi madre, cuando vio que se me cerraban los ojos, se
acercó a mí, apoyó mi cabeza en su regazo, me cubrió con una toalla y me
cantó una nana.
- Arrorró mi niño lindo
que mamá te arrullará
y con mi nana y las olas
muy pronto te dormirás
Tus sueños serán preciosos
claros, limpios, de cristal
de corales transparentes
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y azules como la mar.
Y yo, agasajado, sintiendo el calorcito de mi madre, arrullado por su
voz y por las olas serenas, me quedé dormido.
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