La Argentina, Un Sintoma Politico de Occidente
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Aclaraciones preliminares Capitulo I La Argentina, un síntoma político de occidenteCapitulo II MitopolíticasCapitulo III “….¡QUE SE VAYAN TODOS!”Capitulo IV (INTACTO) HUEVO DE LA SERPIENTECapítulo V ReapropiacionesBibliografia
ÍNDICE
LA ARGENTINA, UN SÍNTOMA POLÍTICO
DE OCCIDENTE
BREVES ENSAYOS PSICOANALITICOS
por Ricardo Rodulfo
El espíritu de estos textos no está imbuido de la dedicación a evaluar a un gobierno de-
terminado de acuerdo a una axiología más o menos casera, más o menos revestida de
títulos académicos, pero siempre desembocando en el eje bueno/malo, por pueril que
éste parezca y en verdad sea. Respira un propósito deconstructivo que no se cifra en la
valoración positiva o negativa de las “obras” y las “medidas” de un gobierno determina-
do. No se enzarza entonces en discutir, defender o atacar, reconocer o desestimar tales
obras y tales medidas. En la medida misma en que su propuesta es el examen históri-
co-político de cuestiones de las llamadas “de fondo”. El peor gobierno, el más vil, podría
exhibir obras válidas y medidas acertadas, así como al más notable por su excelencia se
le podrían enrostrar errores de peso en aquellos dos registros. No se trata de eso, tan
demasiado insistido en las discusiones políticas. Mucho más se trata de lo que hace ya
tiempo llamé Mitopolíticas, al principio apoyado más en el análisis estructural que en la
deconstrucción propiamente dicha. Lo mitopolítico concierne al examen desarmador de
armaduras míticas a menudo invisibles o recubiertas por fraseologías despistadoras, ar-
maduras que se sostienen en el tiempo sosteniendo así discursos y dispositivos del más
diverso orden y magnitud, atravesando los tejidos familiares, las instituciones, las expe-
riencias culturales.
Este es el punto que tentamos alcanzar. No se conforma por lo tanto con “categorías”
como las de “derecha” e “izquierda” e ideologemas por el estilo que precisamente nues-
tra aproximación pretendería revisar y poner en cuestión, banalizadas al máximo como
hace rato están, tan amparadas siempre en su presunción de evidencia, principios de
clasificación tranquilizadora que hace mucho han perdido contacto con los acontecimien-
tos que día tras día nos conmueven e interrogan. Por lo mismo, el esbozo de constructi-
vo que aquí se intenta –tan insuficiente como era de esperar- no podría justificarse en la
adhesión a algún credo político ya establecido de una vez por todas, sin sombra ni pizca
de interrogación, toda vez que una de sus ambiciones más caras sería la de contribuir a
una actitud política basada en la interrogación y el cuestionamiento del propio hacer, que
hoy y desde hace tanto brilla por su ausencia, o sigue brillando por su ausencia.
Aclaraciones Preliminares
Pero ¿es posible acaso una democracia consistente sin un principio de interrogación ac-
tuando desde el principio?1
1 Ensayos mitopolíticos de esta clase pueden leerse, por ejemplo, en mis libros Estudios Clínicos (Pai-dós, 1992) y El psicoanálisis de nuevo (Eudeba, 2004). _
Precisaremos en qué sentido nombramos de este modo a una supuesta unidad conven-
cional que designamos “Argentina”, suspendiendo indefinidamente una serie de saberes
mitopolíticos e históricos que inventan, digamos, una entidad sustanciosa que tomaría la
forma de un Estado-Nación pretendidamente autónomo, lo cual es competencia y emi-
nencia de lo ficcional. Como ya lo sabemos en general, una de las mayores realizaciones
–no afirmamos que de las mejores- de lo ficcional es ornamentarse con todos los atribu-
tos de la realidad más palpable y evidente, sumiendo en su interior por completo aquel
carácter de ficción. Cuando así sucede –vale decir muy a menudo- escuchamos que la
gente se pone a hablar de “como son los argentinos” y cosas por el estilo, hasta culmi-
nar en discursos sobre “esencias de la argentinidad”. Otro tanto acerca de la entidad
psicofísica de Fulano de Tal, o acerca de la genialidad contenida en el interior imaginado
de alguien que firma sus obras con un nombre reconocido. Por otra parte, las concepcio-
nes patrióticas son de lo más solubles que podemos encontrar en análisis críticos consis-
tentes y respaldados por algún pensamiento teórico. Casi como decir que un trust de
multinacionales sería capaz de inventar países solo para ubicar sus filiales así como un
estado hegemónico puede diseñar algunos estados artificiales que sean funcionales a su
expansión. Más tarde, la geografía política unificará en un mapa homogeneizador este
espectro de ficciones, con ríos, montañas, personas y todas esas cosas……
En todo caso lo que estamos llamando “Argentina” se singulariza en el análisis que em-
prendemos por rasgos puntuales y agudos de sus prácticas políticas, aunque nada de
eso autorice a concebir una unidad de fronteras claras. En lo que sigue procuraremos
cierto inventario necesariamente provisional.
1
La velocidad. Pareciera que en comparación con otros lugares de Occidente o salpica-
Capítulo I
La Argentina, un sintoma político de Occidente
dos por éste los procesos aquí se desarrollan con una sensible mayor rapidez. Este rasgo
hace que en la Argentina se noten más ciertas vicisitudes comunes a las democracias
occidentales en los tiempos que corren, procesos cuya mayor lentitud los hace más
inadvertidos y/o menos violentos que entre nosotros.
No es un rasgo casual o de corto alcance. Por ejemplo, desde hace muchos años muchos
son los que se lamentan por la corta duración de los períodos más o menos democráti-
cos en la Argentina.1 Pero en rigor un examen más desprejuiciado y menos convencional
debería en primer término hacer notar lo poco que aquí duran, o lo rápido que se desin-
tegran, las dictaduras o los regímenes autoritarios aspirantes a (de la misma manera en
que historiadores y politicólogos distinguen democracias de gobiernos elegidos no habría
que perder de vista una distinción entre dictaduras propiamente dichas y regímenes
autoritarios, no siempre de facto). En Argentina las dictaduras más feroces, cuyos críme-
nes desgarran nuestra sensibilidad, no alcanzan a perdurar siquiera una mísera década,
lo que es nada comparado con la interminable duración de figuras como Salazar, Franco,
Somoza, Stroessner, Pinochet, Castro y tantos tantos otros por el mundo.2 Convenga-
mos en que la estatura de un verdadero dictador requiere del factor tiempo, se ridiculiza
a sí misma con personajes como Galtieri y Viola, que no alcanzaron el año de mandato.
La crueldad y la estupidez sin tiempo suficiente para sus estragos no alcanzan. Del otro
lado, cuando se celebran como hace poco treinta años de democracia –con prominentes
figuras políticas bailando en el mismísimo momento en que en alguna provincia morían
ciudadanos a raíz de los ya tradicionales saqueos de fin de año, una suerte de curioso
potlach invertido- (al parecer, había dos celebraciones y no sólo la organizada por la
casa de gobierno nacional) se omitía con toda tranquilidad el pequeño detalle de que dos
de los cinco gobernantes durante esa treintena habían sido depuestos por golpes de
Estado, golpes atípicos, es cierto, sin intervención militar, pero golpes al fin. Un poco a
las apuradas la celebración, en cierto estilo argentino de no cuidar las formas; tanto que
entre los expresidentes invitados se contaba Eduardo Duhalde, que había sido durante
1 - Dicho sea de paso, este “más o menos” debería ser todo un criterio pragmático para evaluar el carácter democrático en una determinada región. Criterio que supera largamente al pueril de “todo o nada” todavía demasiado vigente. _2 - Es de hacer notar que a propósito de tales aberrantes crímenes y torturas suele invocarse la Imago del monstruo, de lo monstruoso, de la monstruosidad que no merecería sino el estatuto de lo bestial o de lo subhumano. Sin embargo es más valiente asumir que crímenes y torturas no forman parte del repertorio del resto de las especies y señaladamente son rasgos permanentes y específicos de lo humano, al lado y en contraste con rasgos deseables y muy valorizados. _
ese feliz período presidente de hecho a raíz, precisamente, de su habilidad para orques-
tar uno de esos dos golpes de Estado………Como para asentar esta observación de cierta
propensión argentina a los ritmos veloces. 3 Síntoma de inestabilidad repetitivo en el
sentido de una verdadera compulsión, ausente o mucho más atenuado incluso en otros
países sudamericanos. De ahí la sensación frecuente en muchos ciudadanos de andar “a
los bandazos” en diversos órdenes de cosas, desde las regulaciones económicas –que de
buenas a primeras decretan la “pesificación” de la economía al tiempo que van prepa-
rando una ráfaga de nueva dolarización a ultranza- hasta la predictibilidad de los feria-
dos de cada año. Uno se acuerda de la irónica observación del príncipe Hamlet, cuando
dice que los platos fuertes servidos en la cena del funeral de su padre sirvieron de fiam-
bre para el almuerzo nupcial entre su madre y el asesino de su padre.
A horcajadas de estos tiempos rápidos, siempre entre el Allegro vivace y el prestísi-mo, podemos inventariar varios otros síntomas: (insistiendo en no olvidar que nuestra
hipótesis de trabajo es que tales síntomas son característicos de toda una época de la
cultura occidental en que asistimos a una descomposición o por lo menos a una grave
crisis de varios sino todos preceptos de la democracia, ahora irónicamente enfrentada a
las consecuencias de su victoria sobre el proyecto socialista marxista, todo un espantajo
que le permitía cierta autoafirmación disimuladora de sus propios males. Desaparecido
ese enemigo unificador se pone de relieve irresistiblemente hasta qué punto las demo-
cracias han derivado, bajando varios escalones, en gobiernos elegidos, a menudo por
una proporción marcadamente baja de votantes).
2
4Antes de soltar el hilo de lo anterior es preciso tomar nota de que en rigor nunca exis-
tieron dictaduras militares en la Argentina: esta designación oculta nada menos que el
3 - En un contexto muy diferente Tomás Eloy Martínez hacía notar hace algunos años la excepcional velocidad de cambio de los hábitos de jerga lingüística en Buenos Aires, que daba lugar a una gran rotación de términos que se ponían de moda en la calle para ser sustituidos en un santiamén. Desgraciadamente no he podido rencontrar el artículo donde TEM formuló esta observación, en alguna Página 12 durante la década del 90. _
4 No está de más registrar un hecho de observación clínica fácil de verificar, el argentino medio, porteño en especial, padece de una modalidad ansiosa que muchas veces es pasada por alto y remitida a conducta agresiva, a malos modales o a arrogancia del capitalino, cuando nos parece que lo primero es el estado de ansiedad que tiene por efecto una particular dificultad para todo lo que sea esperar: por ejemplo , no hay muchos lugares en el mundo en que se vea a los peatones bajados a la calle en lugar de esperar el cambio de luz del semáforo en la vereda; sin olvidar la proverbial impaciencia y las manipulaciones en las llamadas “colas”. _
hecho de la complicidad, el hecho de que nunca hubieran sido posibles sin una abierta y
a la vez secreta complicidad civil por parte de sectores o muy amplios o muy poderosos,
o ambas cosas a la vez. Es un indudable progreso que en la última década se haya em-
pezado a hablar de dictadura cívico-militar y a insinuar, tibiamente, juicios a civiles invo-
lucrados en violaciones terribles de todo derecho humano. Tampoco debería pasarse por
alto, como si fuera un detalle accesorio sin importancia intrínseca, el notorio consenso
popular que acompañó varios de esos golpes, por ejemplo y muy señaladamente nada
menos que el del fatídico 24 de marzo de 1976, (sin olvidar la vistosa foto de varios
dirigentes sindicales de primera línea con el flamante presidente de facto Onganía en
junio de 1966) lo mismo que la aventura de Galtieri contra el Reino Unido. Y no basta
con apelar al recurso ahora demasiado fácil y puesto de moda de culpar a los medios y
sus manipulaciones de la opinión pública: aunque ese factor estuviera presente no expli-
ca ni sobre todo causa la inclinación de gran cantidad de la población hacia “soluciones”
totalitarias. Pretender sostener una oposición civiles buenos/militares malos es insoste-
nible y, para colmo, lleva hacia una fetichización poco democrática de la democracia,
como cuando se la idealiza con el slogan de que con ella se comería, se educaría, etc.,
falacia pronto refutada por los hechos. Lo mismo con esa consigna de que habría que
“defenderla” –en general, de la democracia misma- cada vez que a un gobierno se le
opone alguna resistencia: se desfigura así el que la democracia es un medio, no un fin
en sí mismo, y que si algún día emergiera algún medio político en que se viviera mejor
sería sustituible o perfeccionable. El que ese progreso no haya por el momento visto la
luz del día no cierra el porvenir. Lo que por ahora sabemos es que ninguna propuesta de
sesgo autoritario –ni siquiera en el marco formal de los llamados gobiernos elegidos- tie-
ne que ver con progreso alguno. En cuanto a esto la experiencia ya está hecha y con
creces. Queda en pie entonces que no es lícito oponer lo civil a lo militar más allá de
fenómenos muy de superficie; debe tomárselos en conjunto como una de esas formacio-
nes de inciertas delimitaciones, diferencias no oposicionales mediante.
3
Desaparición o debilitamiento de todo lo que desde un gobierno se designa como “oposi-
ción”, a grandes trazos. Ya no se trata de un problema referido a vicios del bipartidismo,
más bien a su desmigajamiento. En Argentina, característicamente, este funcionamiento
dualista es reemplazado por transitorias e inestables oposiciones en el seno del mismo
peronismo, que así se desdobla en sí y en su otro, mientras en los hechos viene funcio-
nando como partido-movimiento único. El último gobierno “opositor” que pudo terminar
su mandato de manera normal lo hizo en ……. 1928. Esta desaparición-debilitamiento se
redobla en la cada vez mayor dificultad para diferenciar en serio a un político de otro de
una supuesta identidad contrastante, como puede observarse en las difíciles fronteras en
numerosos casos entre republicanos y demócratas en los Estados Unidos, o entre post-
gaullistas y socialistas en Francia, etc. Por el momento diríamos que algo parece herido
de muerte en la bisagra misma que articularía el dualismo bipartidista, y eso no por
causa de un fraccionamiento que diera lugar a muchas presentaciones electorales, ya
que ocurre a menudo en países como los nombrados donde casi nunca asoman o se
insinúan terceras o cuartas fuerzas. Falla el mecanismo mismo de lograr que la fisono-
mía de un partido se distinga nítidamente y sin mayor esfuerzo de la del otro, por más
que el oficialismo de turno rabie contra la negatividad de “la oposición”, intentando ca-
racterizarla como el mal de turno, como lo que contrastaría con lo bueno que ese gobier-
no está llevando a cabo, lo cual es todo un clásico argentino. Como si dijéramos que se
pelean para hacer más o menos lo mismo, se pelean para dirimir quien va a hacer lo
mismo que haría el otro, claro que con variaciones repeticiones cíclicas, al modo del
vertiginoso péndulo singular argentino. Tales alternancias en rápida sucesión –típica-
mente entre propuestas populistas y propuestas liberales- pasan por cambios de fondo,
por oposiciones en serio, de verdad, cuando en realidad forman parte de un dispositivo
de repetición compulsiva que gira sempiternamente en redondo.
4
Correlativamente, ambigüedad extrema de otra oposición clásica desde el parlamentaris-
mo europeo, la que separa y enfrenta derechas e izquierdas, que quedan inundadas por
una suerte de “centro” viscoso. De nuevo, el peronismo se hace cargo como de parodiar
o caricaturizar aquella dualidad, reproduciendo algo de ella en su seno. Y con la particu-
laridad, que responde a la misma rapidez de fondo, de que es fácil encontrar que el
político que estaba a la derecha y defendía el neoliberalismo en una década se ha pasa-
do al populismo pseudo progresista en la siguiente (para el caso, Kirchner es un caso
testigo, y Menem aliándose y respaldando a los gobiernos Kirchner, otro señalado). Lo
que queda oculto para la mayoría de la población es la ayuda que se prestan ambas
tendencias entre sí –dicho mejor, a la ayuda que esta tendencia única se presta a sí
misma, el contrato que firma consigo misma desdoblándose-, su solidaridad de fondo,
que explica lo fácil que es el pasaje de un punto a otro para los practicantes de la políti-
ca. Sin lugar a mucha duda, el velocísimo cambio de Menem en 1989 de su propaganda
electoral ultrapopulista a sus primeros actos de gobierno desembozadamente hipercapi-
talistas es todo un caso testigo, pero de ningún modo una desviación ni una excepción a
la regla. Y no tan lejos en el tiempo encontramos el caso Frondizi para atestiguarlo, si
uno quisiera obviar el giro de la segunda presidencia de Perón respecto a la primera.
5
Idéntica inconsistencia afectando la línea divisoria que debería diferenciar gobierno de
Estado, lo cual socava el principio republicano, sin concesiones a Montesquieu. La inde-
pendencia de los tres poderes entre sí retrocede a meras declaraciones sin consecuen-
cias prácticas, y por lo demás sin que a nadie en el poder se lo vea haciendo demasiados
esfuerzos por disfrazarse de cultor de lo republicano. El Estado no se alza como una
formación independiente, o como un tercero cuya legalidad nos regularía, sino como una
caja de herramientas a ser usada como quiera quien gane las elecciones. Se aprecia
cierto pragmatismo hiperempirista en el valor supremo que cobra el asunto de ganar las
elecciones, la reducción de lo democrático al calendario y a la práctica electoral, otra vez
un mero medio elevado a la jerarquía de fin en sí mismo. Era para reflexionar la impre-
sionante ingenuidad con que un Menem, después inmediatamente de su segunda victo-
ria en 1995 descartaba cualquier cambio o rectificación en el sentido que fuere, apoyán-
dose y remitiéndose absolutamente al haber ganado esas elecciones. Y su sorpresa
sincera por el que a alguien se le ocurriera preguntarle semejante cosa. Pero si somos
consecuentes con una descripción ajustada clínicamente comprobaremos que así es para
la mayoría de los votantes. Como para concluir que antes que libertad es un deseo de
desresponsabilizarse el que gobierna muchísimas mentes humanas, y para mejor sacar-
se de encima cualquier responsabilidad ética en nuestra existencia nada mejor que apli-
carse a creer en algo ciegamente. Volveremos sobre este punto en otro capítulo. El ejer-
cicio de la democracia para ellos empieza y termina allí.
6
El personalismo sin demasiados límites ataca sobre todo al principio de representación,
acelerando la ya notoria caída cuesta abajo de este concepto, que se sostuvo bien mien-
tras era necesario y se había vuelto indispensable para que el motivo del pueblo relevara
el motivo del poder asignado por Dios (Padre) al rey, y que, naturalmente, empieza a
perder funcionalidad cuando en el horizonte se va insinuando la nueva de la muerte o el
ocaso de esa figura de Dios. Entonces va quedando expuesta la situación de que no hay
tales representantes del supuesto pueblo, apenas en cambio grupos de intereses faccio-
sos o mafiosos que se disputan el poder y usan del “pueblo” para legitimarse vía eleccio-
nes en las que por regla general poco hay para elegir. Tampoco tendríamos porqué
negar la existencia de grupos bien intencionados y con proyectos políticos potencialmen-
te positivos, lo que no los hace más “representativos” que los otros. Es el mitema de la
representación el punto débil de la cadena, no la bondad o maldad de tendencia alguna.
Por otra parte, extremando el argumento, -y en buena medida gracias al trabajo del
régimen de lo tele-tecno-mediático- hasta podríamos invertir la formulación clásica y
sostener que en rigor son los votantes los que en gran número pasan a ser o se convier-
ten en los representantes de quienes gobiernan o actúan desde la oposición a quien
gobierna. Y esto en la medida misma en que son reapropiados, su voz es confiscada y
no sólo su voto, por los discursos, las consignas, los slogans preformativos que no cesan
de escuchar lo quieran o no, escuchen explícitamente o no. 5 Ya no se trata de “la voz del
pueblo”. El supuesto pueblo es hablado por distintas variantes de un discurso Amo, tal
como lo caracterizara Lacan. Como si dijéramos que el ciudadano paradigmático deja de
serlo para convertirse en macrista, kirschnerista, alfonsinista, menemista, trozkista, etc.
Represión radical de una propia voz desconocida.
7
5 Acerca de este punto, nada mejor que el libro de Henry Morgan, La invención del pueblo. El autor se detiene privilegiadamente en ese momento de la historia inglesa en que se sale a buscar una alternativa al circuito Dios delegando su poder en una familia real, a fin de transformar las relaciones de poder vigentes. Allí surge esa invención, ese hecho de ficción pura, el pueblo, entidad sin existencia empírica pero que tendrá toda la carga de aquel elemento ficcional, llegando a la larga un momento en que se lo invocará como si fuera una cosa más de la Naturaleza, un ente empírico perfectamente concreto, pleno de materialidad y substancia. _
Los acentuados rasgos histriónicos del peronismo –un elemento de su genealogía fascis-
ta- lo hacen particularmente apto para parodiar inmejorablemente funcionamientos y
ceremoniales clásicos de la democracia republicana. No porque les falte rasgos paródicos
a partidos políticos de otros lugares del mundo occidental; lo que sucede es que son
relativamente débiles y con escaso brillo actoral al lado y en comparación con las dotes
de los más conspicuos políticos peronistas argentinos, en particular aquellos, o aquellas,
con más vocación para la figuración y la puesta en escena mediática. Inimitables ejem-
plos de exaltación desmesurada, de apelación a renunciar al pensar por su cuenta que
es desde siempre una de las pocas chances del hombre que quiere ser más o menos
libre. En este punto el estilo peronista exhibe una invencible tendencia no regulada cons-
cientemente hacia lo cómico, tan pronto el oyente o el espectador alcanza a recuperar el
sentido del humor, a veces un poco extraviado entre tantas tribulaciones como habitante
de la Argentina……… Al extremo podría decirse que un político del peronismo tiene una
notable capacidad para disfrazarse de político del peronismo. (Perseveramos todo a lo
largo de este texto como de otros más abajo dados a leer en nombrar “peronismo” a lo
que otros suelen actualmente llamar justicialismo, y aún kirschnerismo, fieles a
aquella pasión personalista que antes fabuló seres o entidades menemistas, duhal-distas, camporistas, lo que fuere, con tal de que cargue con un nombre propio con
efecto de verticalidad. Lo hacemos pensando del mismo modo en que hablamos a menu-
do de “los grandes” en clínica psicoanalítica adoptando el vocabulario de los chicos. Aquí
adoptamos el vocabulario de la calle, porque estimamos que paradójicamente conlleva
mayor rigor conceptual que el que tienen términos más elegantes académicamente.
Defendemos así un vocablo de harto mayor color afectivo en comparación con el incoloro
“justicialista”, y a fin de cuentas es de procesos de alto voltaje emocional, pulsivo, de lo
que estamos hablando. Después de todo, es otra acentuación argentina, que notan bien
quienes pueden compararla con la intensidad política europea o noramericana, de tono
marcadamente más bajo. Claro que esto implica toda una distancia con el ciudadano
iluminado soñado por la racionalidad política republicana……. Electores viscerales, que
serían presa fácil de propagandas tendenciosas, lo que supone demasiada desconfianza
hacia los afectos, menos ciegos de lo que podría parecer. A fin de cuentas la afectividad
incluye el olfato. Y muchas veces intuimos balances misteriosos desde el punto de vista
unilateral de la Razón en quienes votan, como si se protegieran restableciendo ciertos
equilibrios no siempre previsibles ni explicables por evidencias.
8
Como idéntico trato reciben las oposiciones entre federal y unitario así como las que
enfrentan lo vertical a lo transversal, cabe generalizar, haciendo notar que un síntoma
mayúsculo de la Argentina sería un funcionamiento que convierte las dualidades nítidas
en confusas zonas contaminadas de fronteras indecidibles, Lo que parecería de buen
augurio si pensamos en el poco crédito que hoy concedemos a las oposiciones binarias.
Pero si no lo es es porque aquella no es una asumida política de diferencias no oposicio-
nales como aquellas en las que tanto trabajó Derrida. Una cosa es una diferencia no
oposicional y otra completamente distinta es la negación de la diferencia en tanto tal,
incluso la negación de la oposición misma, que existe como caso particular de la diferen-
cia. Se trata más bien de una manipulación subrepticia que a menudo parece exaltar
aquellas binariedades según conveniencias tácticas del momento y siempre en un hori-
zonte gobernado por el cortoplacismo, como cada vez que se enfrenta el motivo de una
supuesta causa nacional a la malignidad de lo foráneo, o cada vez que se hace del
“opositor” una figura de enemigo que encarnaría la no argentinidad. El caso al revés por
supuesto existe, y entonces es lo nacional lo afectado por un signo negativo, o lo estatal,
al tiempo que se idealizan lo extranjero y lo privado. Dicho de otra manera, el dualismo
de siempre, de cuño metafísico, es conjurado cuando conviene a las pequeñas políticas
del poder. Y aún de un modo radicalizado. Nunca en cambio se lo critica a fondo donde
sería indispensable desconstruir el vocabulario gobernante, como en eso de que el go-
bierno da y el pueblo recibe de su bondad. Menos todavía para desterrar el verticalis-
mo como práctica política regular. En lo cual el léxico peronista llega al límite de lo que
puede disimular. Alternativamente, ya lo hemos señalado, los mismos personajes apare-
cerán en escena defendiendo posiciones excluyentes entre sí con intervalos no demasia-
do largos, despreocupados al parecer de que la memoria colectiva retenga sus malaba-
res ideológicos. Pese a tantos suplementos, en la Argentina la memoria se esquiva a sí
misma con mucha habilidad, facilitando resurrecciones tipo ave fénix y reapariciones que
se juzgarían imposibles, como la de Domingo Cavallo en el 2001. Esto afecta hasta cau-
sas que uno se inclinaría a creer intocables, como la de los derechos humanos. En el
momento en que se pensaría que allí, después de tantos juicios a genocidas, algo estaría
por fin consolidado, se promueve a un general Milani impávidamente, al unísono con la
no vigencia de la supuesta universalidad de los derechos humanos para los qom o para
otros grupos desfavorecidos. No deja de ser esto un indicador de la carencia real de un
concepto que funcione acabadamente como concepto, sin excepciones arbitrarias que lo
desnaturalizan como tal. Lo cual introduce la fundada sospecha de una política de rea-
propiación de los derechos humanos antes que de una política que priorice a fondo y en
profundidad la causa de los derechos humanos. Es otro ejemplo de que rija no una prác-
tica de la diferencia no binaria, de que en cambio lo haga una de cortes arbitrarios que
tratan arbitrariamente según intereses determinados diferencias del mismo orden de
una manera muy diferente de acuerdo a cada caso, negando frecuentemente el estatuto
de diferencia que se otorga en otras situaciones. Así, los qom no serían exponentes de
una diferencia no oposicional (humanos aunque no blancos) como sí lo serían los hijos o
nietos de desaparecidos (blancos no acoplados al establishment).
La reapropiación como práctica política no es por cierto nada nuevo, hasta el punto en
que podría decirse que en gran medida la política consiste, está hecha, de reapropia-
ciones y de resistencias a ellas, pero en cierto rango de fenómenos especifica muy bien
lo argentino en tanto sintomático. El caso de los derechos humanos es ilustrativo, sobre
todo una vez que algunos de los organismos más importantes y de tradición más heroica
al respecto se dejaron reapropiar por parte del discurso gubernamental. A partir de allí,
lo que debería ser en cuanto a política de derechos humanos estatal y suprapartidario se
inclinó hacia el plano de lo gubernamental y partidista. Es esto lo que puede explicar
asimetrías y desparejidades en lo que hace al tratamiento de sus violaciones (por ejem-
plo, si un gobernador obedece a la línea que se fija oficialmente por parte de un gobier-
no nacional, nada de lo que pase en su provincia será considerado un destrato de aque-
llos derechos, que de este modo pierden la dimensión universal que se descuenta forma
parte de su definición).
9
Pero el aspecto sintomal más inquietante –y plenamente generalizado en todo lo que
podamos nombrar como cultura occidental– bien que no sea fácil ni sencillo nombrar hoy
con claridad distintiva y demarcadora el alcance que cobre hablar de “cultura occidental”,
tanto por sus múltiples infiltraciones en otras culturas como por las infiltraciones de
otras culturas que ella a su turno recibe y asimila como mejor o peor puede- es que no
hay nada a la vista que prometa o insinúe algo que pudiéramos considerar un avance,
una mejora de nuestra condición y de nuestra convivencia, a diferencia de lo que sí
parecía haber en tiempos del marxismo en aparente ascenso; no se dibuja en el horizon-
te ninguna alternativa “sustentable”, para citar un término de moda, un término que por
lo demás suele remitir a cierto cinismo pragmático.
Pero no, no nos devuelve esto a una situación bien y ya conocida, experimentada, aque-
lla de la espera , de la venida inminente? Se tratará en esta ocasión de la espera de lo
que podamos esperar de nosotros mismos, de nuestra capacidad para aprovecharnos del
trabajo histórico de la diferencia, y de nosotros en tanto sujetos no providenciales?
En todo caso no parece eso posible sin pasar por un reconocimiento previo de nuestra
violencia, de lo imposible de separar en ella lo más atroz de lo más “elevado”. De la
banda de Moebius lacaniana que umbilica lo más míticamente alto con lo más empírica-
mente bajo. No sólo admitir que el ángel y la bestia de Pascal nos habitan: son el anver-
so y el reverso de nuestro ser. De esto hablaba Freud posiblemente en el equívoco dis-
curso acerca de la pulsión de muerte y de nuestra resistencia a integrarla en nuestra
condición. Menos equívoco que esta oposición poco verosímil entre la vida y la muerte
hubiera sido poder situar la cuestión en el plano decisivo de una “tendencia”, de una
pulsionalidad sin pulsión de base, a desconocer, anular, aniquilar, dejar al ras, la diffe-rance. 6
10
De vuelta al principio: y porqué la velocidad, otro nombre de la inestabilidad?
Descartemos por sumarias las reduccionistas “explicaciones” que apelan a una psicopa-
tología elemental, hablando entonces del “bipolarismo” nacional en Argentina. Más vale
dejar el campo abierto a investigaciones futuras, pero no sin señalar que la Argentina,
Buenos Aires muy en particular, fue quizás la colonia española más atormentada por la
insidiosa, inquietante, penetración de la diferencia en forma de la cultura franco-británi-
ca, introduciendo un desgarro en su “ser” español que no conocieron otras regiones de
América del Sud. A lo que se agregó la gran oleada de la inmigración italiana y la signifi-
6 Optamos por dejar en pie este término, mucho de cuya singularidad filosófica se perdería al escribir sencilla-mente “diferencia’. Pues no está en juego una diferencia cualquiera, está en juego el hecho de la diferencialidad sin sustancia alguna –ni biológica ni psicológica-. Forzoso remitirse al capítulo de Derrida con ese título en Márgenes de la filosofía, Anthropos, 1999. _
cativa incidencia de la cultura judía. Mezclas que engendran no poca violencia, la creati-
va y la de la otra, no poca efervescencia y durante mucho tiempo, escasa sedimenta-
ción. La Argentina creció bajo diversos signos, excepto el de la homogeneidad tranquila
o aletargada en una larga siesta colonial. Y asistió al cruce de culturas y tradiciones de
ritmos muy distintos, de velocidades a menudo incompatibles entre sí. Y esto no ocurrió
solo en Buenos Aires por la sencilla razón de que Buenos Aires es una instancia ideal
además de una ciudad capital, idealizada y que suscita identificación, deseo, envidia y
ambivalencia a lo largo y a lo ancho de la Argentina no toda, siempre echando en falta la
diferencia que no deja de ostentar.
En todo lo que vengo trabajando, y en ciertas ocasiones, hasta publicando desde 1980 a
la fecha, cada vez que aparece el término, por mí acuñado, de Mitopolíticas, (término
que subraya una ligazón, como tal un efecto de amor, a Barthés y particularmente a
Claude Lévi-Strauss, amén de su rápida articulación con la práctica deconstructiva forja-
da por Jacques Derrida) es para indicar un esfuerzo teórico, condenado a la desigualdad
por múltiples razones, de medirse con la línea, a la manera de una cierta apuesta a la
oposición, acaso el único poder del intelectual. Digamos que la erosión es una ética, por
lo menos en la perspectiva de un psicoanalista. De un modo más específico, me viene
pareciendo necesario insistir en la crítica del poner en línea y sus efectos, no adosados
sino originarios, por lo tanto no “sobre” como en la subjetividad. (Obsérvese de paso
que no digo internos, término que en sí mismo forma parte de la problemática contor-
neada por este trabajo)1.
Me apresuraré ahora a introducir la categoría de lo poco que aportar (totalmente dife-
rente del nada que decir o de otras formas de la prescindencia). Parece necesario: la
hybris ha campeado en muchos intentos por dar razón de la “y” que el título contiene y
subraya. Creo que lo verdaderamente decisivo de ese poco anda por el lado de los mate-
riales clínicos, es a su través que se puede repensar en serio la cuestión. Y demás, ¿qué
1 V. la serie de mis Mitopolíticas: I, Confecciones en psicoanálisis; II, Scarsdale, el régimen de un texto; III Línea y posición en psicoanálisis. Biblioteca Freudiana de Rosario, revista Brecha Nros. 2 y 3, Actualidad Psicológica, agosto de 1987, respectivamente. _
“No me empeño demasiado en serte simpático, César,
Y no he averiguado siquiera si eres moreno o rubio” Cátulo
Capítulo II
MicropolíticasElecciones en Psicoanálisis
(Sobre psicoanalisis y p)
cosa del psicoanálisis podría pensarse en serio prescindiendo de ellos?2 Pero esto exige
otro tipo de cometida. Por el momento, solo puedo apoyarme en ellos, sin tratar explíci-
tamente de ellos. Me ceñiré entonces a ciertos preparativos, que también hay que hacer.
En efecto, si se trata de ese esfuerzo, incesante en su fracaso, de desarmar la línea, de
una ética del garabato inherente a toda posición de psicoanalista que lleve ese nombre,
hay que observar que en este terreno, con desconcertante frecuencia, el psicoanálisis se
atiene a respetar lineamientos mitopolíticos tomándolos como su punto de partida. Algo
así como si, frente a un dogma religioso tal por ejemplo el de la Santísima Trinidad, uno
se debatiera en conceptualizar si el mejor miembro del trío es el que está a la derecha o
a la izquierda del Padre… resolviéndose luego, en muchos casos, por una profesión de
equidistancia. Pero el psicoanálisis no tiene que ser tan respetuoso. No es así como se lo
inventó. (Va de suyo que al escribir “mitopolítico” no propongo una sucesión mito más
política. Remito a lo que infra se recuerda del espacio de inclusiones recíprocas. Principio
de intrincación ya que no principio de identidad).
Operación número uno: dispersemos el título. Justamente mi convicción es que el psi-
coanálisis los tiene pero no los usa al encarar la tarea de esa difícil “y”, o no parece
usarlos de la mejor manera. Si no carece, todo lo contrario, de conceptos para pensar la
p…..,¿porqué frutos tan magros o tal abundantes “elaboraciones de lo obvio”?3 ¿Y porqué
en el propio terreno del psicoanálisis las cosas del poder hacen síntoma en la línea, una
y otra vez, sin que ningún giro en la conceptualización modifique esto más allá de cam-
bios lexicales? ¿Alcanzará con invocar el inconsciente? ¿o se trata de su sempiterno
rechazo?. Más aún, ¿es suficiente con esta alternativa o resulta ya demasiado pueril?
Así, de un modo errático, oscilando entre:
“El inconsciente, una cuestión p……. o, apelando a la parafrasis: “sobre una cuestión
preliminar a todo tratamiento posible de lo ….. en psicoanálisis”. Pero también “el psicoa-
nálisis desaplicado a la p…..” Peripecias que deben quedar registradas, por lo que insis-
ten en no poder conceptualizar. Finalmente, nuevo recurso a la paráfrasis.
2 La primera idea para este trabajo nació a consecuencia de las elecciones de 1983, a raíz de material de pacientes que por primera vez en su vida votaban en esa ocasión. Dicho material no ha sido publicado hasta el presente. _3 Para utilizar la excelente expresión de H. Marcuse. _
Apuntes para la historia de unas malas relaciones (Psicoanálisis y política)4 y 5
Es mejor admitirlo de entrada. Las incursiones del psicoanálisis - un tanto inconstantes
por lo demás, como a impulsos de la mala conciencia de una omisión- hacia la temática
y el campo de los fenómenos de la vida política, y de allí hacia la dimensión política de la
vida humana, no figuran entre los capítulos más afortunados de su producción. Se po-
dría decir casi todo lo contrario y casi desde el principio. Ya en el 1900, en una extensa
nota a pie de página en alguna parte de La interpretación de los sueños, Freud hace
derivar el rey del padre, preconizando una implicación genética y no una implicación
lógica. Inauguración del reduccionismo que, a mi entender, ha caracterizado esta articu-
lación desafortunada, en un sentido u otro. En efecto, no demasiado tiempo más tarde
surgirán, atendiendo a una estricta lógica estructural inversiones simétricas opuestas,
hijas “rebeldes” pero legítimas del proyecto imperial que anida en la idea misma de
psicoanálisis aplicado. No son para nada historia antigua: la década del 70 en sus prime-
ros años vio surgir entre nosotros posiciones teóricas que se proponían, entre otras
metas de la cura, la conversión del analizando a la “buena senda” ideológica (con la
gratificación adicional de imaginar un psicoanálisis totalmente desimplicado de fines
adaptativos…. Tortuosidades de la ingenuidad): así, el conflicto se planteaba entre un
inconsciente revolucionario y democrático y un ego demonizado en tanto conservador,
conformista… cuando no autoritario. Claro que con mayor asiduidad hemos cultivado, y
después veremos de qué nuevas formas esto se sigue haciendo bajo nuevos prestigios
teóricos, la vertiente opuesta, aquella del a “neutralidad”, tendenciosamente leída como
neutralización de lo político que pueda aparecer en el en vez del discurso del paciente,
vía, por ejemplo, su rápida reducción a entredichos triangulares.
Después de Castel, Deleuze y Guatari, realmente no tendría mucho sentido extenderse
ahora sobre este punto. Bastará con evocar los malentendidos de extremas derechas e
izquierdas desde el costado de la política, asimilando la práctica psicoanalítica a un adoc-
trinamiento “revolucionario” o “burgués”, para advertir, primero, que el psicoanálisis y la
política no cesan de no entenderse. Lo cual, para un psicoanalista, no es un motivo para
_4 Decir “lo político” como modo de abordar la cuestión supone los mismos inconvenientes que Freud localizó como estrategias defensivas en la obsesividad. Consúltese su gran historial al respecto. _5 Es bueno acotar que lo dicho aquí tiene que ver y se acota con vivir en Argentina, sin pretensiones de alcance demasiado universal. _
dar las espaldas a la cuestión. Contrariamente, para él eso es motivo de insistencia.
Después de todo, ¿no cesar de no entenderse no caracteriza cierta forma del amor? Por
supuesto que esto no quiere decir pelearse… los que se pelean suelen entenderse muy
bien. Afirmación que no carece de interés político. Segundo, que el canibalismo ha sido
lo más gravitante en estas imposibles relaciones. Psicoanálisis y política suelen intentar
formas de recíproca devoración antes que respetar sus diferencias y, partiendo de la
aceptación de la irreductibilidad de ellas, examinar de que forma no exclusivamente
sujeta a la violencia transferencial podrían llegar a fecundarse, a converger en algo, a
intercambiar algo transformador. Tal ha sido hasta ahora el estado normal de la relación,
aparte de estados de tregua o de prudencia honestos pero precarios.
Ambivalencia del canibalismo: desde el lado del psicoanálisis, al menos, lo suele impul-
sar la ilusión de llevarse bien con lo político, ilusión que como un “rojo Fadián” unifica
autores tan diversos como Reich, Fromm y Rolla. Ilusión que también campea en los que
hacen su apuesta a una ilusión de disyunción, de otra escena, de atopicidad del psicoa-
nálisis, una práctica que nadaría alegremente en su propia y anhelada extraterritoriali-
dad sin verse seriamente afectada en nada por los hechos de la política (esto es, con un
tejido conceptual absolutamente autónomo, fruto inexplicable del “genio” de Freud. A
esta gente no le preocupa nada tener que fundar toda la conceptualización psicoanalítica
en algo tan ajeno a ella y a lo que ella practica como una “genialidad” inlocalizable, pura
libertad). Adelanto aquí mi hipótesis básica: la “y” del título es el rasgo delator –rasgo
que puede devenir síntoma- de aquella ilusión “tan conmovedora en el fondo” (Freud)
por su narcisismo. La “y” condensa el sueño de una fusión o al menos de una coexisten-
cia sin conflictos en serio (esto es, no solamente conceptuales).
El problema siguiente es que mantener una ilusión genera incomodidades. La forma más
abierta en que esto se expresa es que, ante la política, los analistas dejan de jugar (y
ante todo, dejan de jugar en sus propias instituciones políticas). Se advierte como se
sienten obligados a comportarse “seriamente”, algo decididamente grave en un analista,
a adoptar un tono respetable, a profesar alguna forma de “compromiso”, así fuese el de
la frivolidad, a “aplicarse”, cosa terrible, o a hacer profesión de preocupaciones “socia-
les”, según les dice. Es típico que eso produzca una primera impostación, deslizarse de la
política, cosa tan banal y tan terrible como la pulsión, a “lo político”, término ya no tan
callejero, con una grata aureola filosófica, cosa de los “pisos altos”, como diría Freud. Por
alguna razón que sigue siendo bastante oscura, pareciera que los psicoanalistas no po-
demos decidirnos a sentir que, en materia de la cosa política, somos tan inocentes y tan
culpables como todo el mundo. Tan es así que hemos escuchado en ocasiones a colegas
aclarar que al respecto hablaban no solo como analistas sino también como seres huma-
nos (sic). Lo que se repite es el curioso deseo de ser perdonados por la política, y el
premio o la contraseña de ese perdón es la impunidad, es decir la extraterritorialidad.
Habrá quien alegue que tal deseo delataría un verdadero motivo de culpabilidad incons-
ciente. Por mi parte, desde mis trabajos sobre las depresiones, me he apartado conside-
rablemente de una posición que en mi hipótesis al interiorizarla culpa como sentimiento
propio la convierte en una defensa clínicamente inatacable.6 Cabe agregar que si Freud
denunció y hasta ironizó sobre esa “conciencia inconsciente” de algunos psicólogos y
filósofos, incurrió a su vez más tarde en algo semejante al admitir la aporía de un senti-
miento inconsciente (y de culpa, no cualquier otro merecía esta categoría especial). Me
ha parecido más conveniente, incluso en sus efectos prácticos en la cura, considerar la
cuestión desde el ángulo del deseo de culpabilizar del Otro.
Pensar algo fríamente psicoanalítico entonces es posible a condición de una doble y
simultánea renuncia al anhelo de llevarse bien, sin demasiados sobresaltos, sin demasia-
das contradicciones, tanto como a la pretensión –y en esto el psicoanálisis suele ponerse
exigente, reclamando su paga por no molestar más que en un plano declarativo- de
extraterritorialidad.
La primera forma de molestar realmente es no usar las categorías del contrario: como
siempre una cuestión de método, o como prefieren algunos de entre nosotros decir, más
“modernamente”, una cuestión ética. Tomemos un punto al azar solo para ver como
funciona esto. La espacialidad política se distribuye entre nosotros según un eje que
particiona derecha e izquierda. Es un dispositivo que funciona, siguiendo los criterios de
Deleuze, justamente porque se arruina todo el tiempo. En cambio, el espacio propio al
psicoanálisis y que lo justifica –en primer lugar porque lo descubrió científicamente- tie-
ne características muy particulares que, en lo esencial, ya fueron acotadas en 1900. Es
6 Pueden leerse al respecto mis dos artículos sobre depresiones, aparecidos en Actualidad Psicológica en agosto de 1984 y en julio de 1986 _
un espacio de inclusiones recíprocas donde las oposiciones habituales (o dicho de un
modo más fuerte y exacto, metafísicas), propias del Prec., se desmigajan. No es solo
decir “los extremos se tocan”, que es como más o menos empieza Freud a circunscribir
el problema, sino que, en el punto del proceso originario, son lo mismo, lo indistinto, lo
intercambiable y siniestro. Recuérdese aquel célebre sueño en la obra de Freud ya men-
cionada, donde la virginidad es la prostitución. La primera gran oleada del empuje con
que el psicoanálisis se hincó en la cultura occidental fue a lomo de ese protodescubri-
miento, que ponía en crisis la consistencia de todo un complejo sistema de disyunciones
exclusivas, y más allá de eso un modo de pensar en términos de disyunciones exclusi-
vas, apuntando al vertiginoso ombligo, fuertemente reprimido en aquella curvatura como
en todas las otras, donde se apoyan en lo que se deshace y sin embargo se repite demo-
níacamente: la disyunción inclusiva llevada a su punto más loco. Es más, cabe pensar
que un elemento específico, diferencial, de Occidente como territorio mitopolítico fue –a
partir del Renacimiento cuando por primera vez en la historia de las humanidades el
pensamiento religioso como superficie sufre un principio, una muesca apenas, de fisura
que, obstáculo tras obstáculo no cesa de crecer- que se diera un aflojamiento de aquella
represión fundamental. Y por eso y solo por eso solo aquí, en este territorio ambiguo y
mal delimitado, se inventó un método psicoanalítico. Esto no es una vaga cosa subterrá-
nea: Freud, por ejemplo lo tenía perfectamente claro (v. sus sueños “romanos), a veces
da la impresión que más que muchos de entre nosotros cuando hacen alianza objetiva
con la religión contra las ciencias.
Lo que no sé si tenía tan claro es que el pensamiento religioso, que como tal no puede
prescindir de las disyunciones exclusivas, está no solo en aparatos institucionales oficia-
les que se hagan cargo de la circulación de mitemas sino metastasiado al infinito en las
prácticas más diversas (las mismas instituciones psicoanalíticas son un excelente ejem-
plo de ello). ¿Y en nombre de qué las categorías de la política habrán de salvarse de un
descubrimiento de tal magnitud, coextensivo al redimensionamiento de la sexualidad
humana?. Justamente el núcleo de verdad del psicoanálisis “aplicado” –que debemos
separar de la torpeza y reduccionismo de sus procedimientos- radica a mi juicio en re-
chazar cualquier pretensión de extraterritorialidad a priori, (que no es lo mismo que
desconocer la especificidad de un fenómeno o los límites de pertinencia del pensamiento
analítico). Desde este punto de vista ¿qué significado puede tener respetar como verdad
irreductible e intocable el par derecha/izquierda?
En este sentido, todo lo que se diga en psicoanálisis sobre los fenómenos políticos que
guarde la debida obediencia a ese mitema opositivo y lo trate como si fuera una concep-
tualización inatacable e incuestionable está desde el vamos falseado y es tiempo perdido
por un punto de partida no tanto extraanalítico (lo cual no tendría porqué representar un
problema) como antianalítico o pre-analítico. Pero esto sí es apostar a la potencialidad
revulsiva que, aún bajo sus formas más lavadas, el psicoanálisis afortunadamente nunca
perdió (hasta ahora). Y por eso el punto de partida no puede ser otro que la renuncia al
deseo de llevarse bien con la política, sea globalmente, sea bajo alguna de sus formas o
direcciones.
La otra renuncia acaso es más compleja. Y conviene para empezar a acotarla –única
pretensión de este capítulo- engancharla en este mismo sitio. No respetar las categorías
políticas, no ceder las propias en su beneficio, en absoluto debe confundirse con desco-
nocerlas en sus efectos macro y en su concreto funcionamiento mitopolítico. Como la
mesa común después de la mesa del físico, siguen estando ahí, persisten en funcionar
ahí, y no ahí afuera sino en nosotros mismos. El proceso originario no es lo único que
existe, y aquel estar ahí en se manifiesta cuando, por ejemplo, en nombre de un objeto
a portador de lo verdadero se descalifica lo “imaginario”, primer paso para que luego
todo de igual en el registro de los ideales y de los objetos narcisísticos, vía el sutil desli-
zamiento de lo “contingente” a lo “indiferente” que se opera de Freud a Lacan. (En rigor,
debo a un penetrante comentario de la Doctora Gilou García Reinoso el llamado de aten-
ción sobre la necesidad de una revisión del registro del Ideal y sus funciones en la vida
humana). Mi camino es otro: ir como a través de las categorías políticas es para desmiti-
ficar, que es como decir analizar, no para neutralizar y jugar de neutral, escindiendo lo
que piense y sienta como una “persona cualquiera” del “analista” que en “otra escena”
soy (estas singulares clasificaciones las reproduzco tal cual las escuché… y más de una
ocasión). De hecho el psicoanálisis no puede serlo ante el fascismo, por ejemplo, o ante
variantes stalinistas “a la Latinoamérica”. Y por una cuestión de método.
Con esto llegamos al plano de lo que, más allá de los obstáculos generales para pensar
la dimensión política en psicoanálisis, es un obstáculo histórico, ahora y aquí. Ya no el
infantilismo de los ensueños freudomarxistas de hace unos años ni la neutralidad “clási-
ca” del antiguo régimen psicoanalítico. Se trata más bien de un neoformalismo, que
transforma y aggiorna la neutralidad así como transforma y remata la física el método
del análisis estructural. Desde este formalismo de “el” deseo (es curioso que nunca se
utilizaran las observaciones sobre la representación imaginaria del tamaño en La inter-
pretación de los sueños para reflexionar sobre la significación y los efectos imaginarios
del abundante empleo de mayúsculas en la obra de Lacan) si en última instancia si todo
Ideal se desdeña es porque viene del Otro. Pero esta teoría del psicoanálisis también
viene del Otro.
Por mi parte, prefiero caracterizar estas tres posiciones –neutralidad “a la antigua”, freu-
domarxismo y sus variantes, formalismo psicoanalítico con su culto a “las” estructuras,
particularmente en su versión “milleriana”- como tres modos de la resistencia ¿a lo polí-
tico? Al psicoanálisis.
Es interesante que esto ya plantea un complejo problema mitopolítico respecto al cual el
psicoanálisis puede tener mucho que investigar, que pensar y que decir: el que aquí, en
la Argentina siempre despierte tanta fascinación y tienda a hegemonizar a los psicoana-
listas la variante más formalista de una teorización en sí misma rica y ambigua (y recal-
cando este último término en la perspectiva de un elogio de la ambigüedad inherente a
toda producción humana plena) –en este caso la de Jacques Lacan- reprimiendo y exclu-
yendo otras direcciones posibles y no sólo potenciales sino realizadas. Y bien, esto es un
síntoma político de la Argentina, el país sin izquierdas, y donde el “centro” puede rotular
hasta ultraderechas, el país corrido a la derecha.
Pero entonces, hay que subrayar y concienciar la decisión que en este mismo momento
mi texto ha operado: caída de la “y”, no en el olvido: en el punto de mira, blanco, del
análisis. Es el único término verdaderamente importante cada vez que se dice “psicoa-
nálisis y política”. Porque está allí como contrainvestimento, que garantiza la represión y
realiza un deseo: el de extraterritorialidad. En lugar de perder el tiempo hablando de
psicoanálisis y política o de política y psicoanálisis es de la y de lo que hay que hablar,
porque mantiene el rechazo de la en, que sin ser asumida retorna sin cesar (por ejem-
plo, cuando los campeones de “la destitución” hacen institución con los más viejos tru-
cos de la política criollonizada). Con el en volvemos al espacio de inclusiones recíprocas
del cual en ningún momento hemos salido, la política en el psicoanálisis, el psicoanálisis
en la política.
En 1986, la gente puso en apuros a un colega en la Facultad de Psicología, cuando,
después de haber disertado sobre una ética que “no tiene nada que ver” con la moral, le
preguntaron donde ubicaba él al respecto, y donde se ubicaba él, frente a la tortura y el
asesinato. Intuitivamente, se fue al fondo de la cuestión: se apuntaba a la “y”. Suerte
que el colega cediera a este retorno de lo reprimido confirmando asociativamente cuán
en la y él estaba (como todo el mundo). Recordó, en efecto, tras una evidente perpleji-
dad, que en cierta ocasión, habiendo un paciente suyo cometido un delito, le dijo que
había que llamar a la policía… Este es el tipo de acontecimientos donde la intervención
analítica puede calar hondo, incluso tomando como objeto las mismas fascinaciones
teóricas que contraemos, donde lo reprimido retorna continuamente y a chorros. Pero no
solo lo reprimido en el campo estricto de nuestra práctica, lo reprimido de nuestra mito-
política. Cuando ciertos analistas o aspirantes a serlo dicen actualmente que no les im-
porta si un chico viene a sesión con evidentes muestras de haber sido castigado sádica-
mente “porque ellos escuchan el discurso”, cuando descalifican prevenir una posibilidad
de suicidio en nombre de una ética y contra lo que sería mera “moral”, (estoy citando
casos concretos, cosas que he escuchado, situaciones a las que he asistido), piénsese
como vuelve, a caballo de una ética tan sacralizada teóricamente, la vulgar moral porte-
ña del “no te metás”.
Desventuras de la extraterritorialidad, el sueño de poner todo el psicoanálisis en el más
allá de otra escena no articulable sino “nada que ver” con la escena donde los pacientes
y los discípulos pagan, produce efectos tragicómicos. Porque la extraterritorialidad es
causa de descontextuación, en la descontextuación funciona la polivalencia táctica de los
discursos, con el inesperado travieso efecto de invertir por completo a veces lo que una
conceptualización originariamente se proponía. La diferenciación entre plano de la moral
y plano de la ética, para retomar este ejemplo, se proponía como una operación más en
la crítica del Superyo, esencial a la posición cuestionadora del psicoanálisis en la cultura
occidental. Transformada la diferenciación en una polaridad esclerótica (primera mistifi-
cación formalista que se ahorra el problema de las articulaciones y las ambigüedades,
cuando se imponía en cambio el recurso al concepto de apoyo para pensar el problema)
e importada mecánicamente como si el orden de la historia no existiese (preclusión que
se constituye en la segunda mistificación de aquella pareja conceptual) resuena en 1985
en el Serpaj, en boca de un conferencista, en un involuntario, pero esto psicoanalítica-
mente requiere decir sintomático, elogio de la tortura, al reinvindicar, en nombre de la
ética y usando también de modo formalista otra distinción como es la de placer/goce, el
“gozar sin límites del cuerpo del otro”.
A tales cosas conduce la “y”. Hay que reconocer que, como humor negro, puede funcio-
nar: slogans psicoanalíticos a la entrada de las cámaras del terror. Algunos tal vez cabe-
za para abajo: “donde yo era, Ello-Superyo debe advenir”.
Era el grito que más se escuchaba y que se popularizó por un breve tiempo después de
la caída del gobierno de De la Rúa, fines del penoso 2001, principios del 2002. Se gri-
taba y se escribía: “….Que se vayan todos!”. Un grito furioso, que hablaba de un largo
hartazgo.
No se fueron. De hecho, no se fue casi ninguno.
Nadie se apresuró, al contrario de lo que sucede con otros gritos o acciones de protesta,
a reapropiárselo para ponerle el sello significante de algún partido o movimiento político,
contrariamente a las reapropiaciones sufridas por los movimientos piqueteros, por ejem-
plo, y con los intentos a medias fallidos de reapropiarse la causa de los derechos huma-
nos. Nadie lo reclamó para sí. Seguramente porque el “todos” que profería el grito lo
dificultaba. En cambio de eso, hubo una lectura apresurada y simplista que pretendía ser
didáctica, amonestando a los que pedían tal retirada con un catecismo pseudo democrá-
tico. Si se iban todos vendrían los malos (como si no hubieran ya estado allí desde siem-
pre, con variados ropajes e insignias) y además ¿quién gobernaría? Era infantil, imposi-
ble.
El psicoanálisis no acostumbra descalificar un dicho o un comportamiento por su mani-
fiesta irracionalidad; en lugar de eso, procura descifrarlo, restituirle el sentido que apa-
rentemente no tenía. Y después de todo, lo que en ese grito se pedía no era más irracio-
nal que todas y tantas otras cosas que se venían haciendo por parte de lo que la gente
suele llamar “los políticos”. Y que se siguen haciendo, por otra parte, imperturbablemen-
te. El psicoanálisis a menudo demuestra la insuficiencia de las rebeliones, pero no sin
rescatar el valor de que existan. Simplemente, toma a su cargo la antipática tarea de
Capítulo III
“….¡Que se vayan todos!”
“Oh, amigos míos! No hay ningún Amigo.
Aristóteles
señalar que sirven como primer acto de una serie de pasos…..que muchas veces faltan
por completo.
Pienso que es importante detenerse en el “todos”, en su globalidad y deliberada o no
deliberada indeterminación: ¿Quiénes son esos todos? Si nos atenemos a un cuidado del
texto sin manipulaciones, parece que tendríamos que responder: se trata de todos los
que gobiernan y han gobernado. Es decir, el todos no se ciñe a todos los peronistas ni a
todos los radicales…..ni-sobre todo- a todos los civiles.
He aquí un punto capital, porque indicaría cierto avance histórico, cierto aprendizaje, por
pequeño que fuere, cierto desmarcarse de la compulsión de repetición. En efecto, la
frase no equivale a decir….¡Que vengan los militares!” Estos quedan comprendidos en el
“todos”. Lo cual constituye una transformación en la boca de gente que tiempo atrás,
hasta el fatídico 76, solía pedir “un hombre fuerte”, abogando por la necesidad de una
dictadura en una concepción de la historia que considera ésta como prerrequisito nece-
sario para una democracia posible. Durante muchas décadas nos cansamos de oír ante
cualquier dificultad ese reclamo por el hombre fuerte o el gobierno fuerte que vendría a
poner las cosas derechas. Ahora podemos entender mejor el valor y la significación de
que el grito aquel no invistiese líder alguno, real o imaginario, ni propusiese ningún
apellido. En ese sentido, significa también un paso más allá de otra consigna que se
repitió por muchos años: “Perón vuelve”, toda una fórmula significante de una esperanza
de arreglar los desórdenes e injusticias de este mundo argentino mediante el recurso al
hombre fuerte, solo que esta vez encarnado, con nombre y apellido. En un giro más
radicalizado tal consigna proclamaba: “Perón o muerte”, ligándose inconcientemente con
el franquismo y articulando una continuidad entre el movimiento peronista y los sucesi-
vos gobiernos militares que se encargaron de materializar la muerte prometida en el
slogan populista, algo que desmiente la pretendida oposición entre gobiernos surgidos
de golpes de Estado y gobiernos elegidos “democráticamente”. Sugiriendo que hace falta
algo más que votar para construir una sociedad democrática y republicana. Como decir
que el acto de votar es condición necesaria pero no suficiente para establecer un régi-
men libre de autoritarismo y respetuoso de los derechos constitucionales: por sí solo, el
votar puede degenerar en un ritual formalista vaciado de sentido, y en este sentido y
más allá del caso particular de nuestro país, es éste todo un desafío y un rompecabezas
para este nuevo siglo en que acabamos de ingresar. Asedia a todas las democracias
occidentales o de inspiración occidental. Sin duda, aquellos países que contemplan la
posibilidad de la caída antes de tiempo del primer ministro han avanzado un paso más al
respecto, flexibilizando un esquema en comparación con otros donde dicha caída solo
podría deberse a un golpe de Estado o al raro expediente de un juicio político como el
que bajó a Nixon de la Casa Blanca. Dicho de otra manera, la irreversibilidad del voto
emitido suele no favorecer la causa de la democracia republicana. “Los políticos” acos-
tumbran manejarse como si fueran propietarios vitalicios de esos votos que han logrado,
los exhiben a la menor objeción como un pasaporte para hacer lo que les viene en gana.
En ese sentido, la experiencia del 2003, donde Kirchner llegó a la presidencia con un
caudal muy escaso, tuvo aspectos muy interesantes, puesto que no había de qué enva-
lentonarse y el nuevo gobierno experimentaba la necesidad de legitimarse acrecentando
su caudal durante la gestión, a la inversa del esperado deterioro. Todo un motivo de
reflexión respecto al peligro de victorias demasiado avasallantes, que siendo la especie
humana como es, y la subespecie argentina muy lejos de constituir una excepción, y
siendo nuestra vida política como lo viene siendo, el engreimiento y la soberbia parecen
inevitables reacciones ante tal éxito.
Digamos que en cambio la consigna voceada que analizamos era mucho más decapita-
dora, vecina a la de una revolución, (después de todo, una consigna igual floreció en
algunas revoluciones integrales, buenas o malas, incluso recurriendo al paredón o a la
guillotina para poner en acción el deshacerse de todos, de modo que la frase no se con-
dena a un deseo sin ejecución, impracticable) más adolescente también, si evocamos
esos característicos raptos adolescentes que abjuran de toda autoridad, de su necesidad,
de reconocer o buscar amos. Piénsese lo que se quiera de esta actitud, que muchos
encuentran fácil y cómodo desdeñar, pone el dedo en la llaga de un descubrimiento que
para aquel cobra la fuerza de todo un desengaño: los grandes no lo son, apenas son
“viejos”, nada de lo que prometen o han prometido se cumple, nada es verdad. A partir
de esto, el adolescente está expuesto a la sensación existencial que Winnicott sintetizó
magistralmente en su fórmula “nada vale la pena”. Quienes menosprecian esto, olvidan
que se trata de un proceso de enorme importancia en la constitución subjetiva, y que sin
él faltaría algo; el chico quedaría sometido sin cuestionamiento alguno. El paso por el
nada vale la pena no garantiza ni vacuna contra el sometimiento pero al menos abre una
puerta, ofrece una chance.
En otro contexto, Freud subrayó la trascendencia del “escupir” para que la negación
fuera posible. Repudiar, no querer saber nada de algo, ejercer toda la violencia del “no”,
sin el cual difícilmente sería posible lo que pensamos como cultura humana...También el
“fort” del acto de arrojar es pertinente aquí: arrojar, despedir algo lo más lejos de mí
que se pueda. Puede que después descubra el retorno de lo así alejado en forma de
boomerang, pero eso complica las cosas sin restarle mérito al empuje del expulsar.
¿Y qué es lo que quiere esa gente, toda esa gente que grita eso furibunda por las calles,
alrededor del Congreso, untándolo simbólicamente de mierda, en la puerta de los ban-
cos, expulsar? Pues no es una mera invitación a que se vayan, sino que equivale a un
echarlos de aquí.
A esta gente la domina el momentáneo –momentaneidad que constituye otro gran pro-
blema, volveremos a él- colapso de la renegación que, cada vez que votan o apoyan
implícitamente un golpe militar o no militar, funciona haciéndoles cerrar un ojo: “ya sé
que son todos más o menos iguales, corruptos, incompetentes, mentirosos… pero lo
mismo me ilusionaré con éste que estoy por votar o aceptar que me mande sin haberlo
elegido”. El transitorio colapso de tal renegación les hace percibir que su destino en
buena medida está en manos de una especie de clase que no es una clase, de una casta
que no es una casta, “los políticos”, que tampoco constituyen en realidad un grupo ce-
rrado, ya que esta denotación confusa abarca en sus fronteras inciertas gente que sin
ser de la política se adosa a los privilegios y funcionamientos irregulares que caracteri-
zan a tantos políticos profesionales, (véanse los “amigos” del “capitalismo de amigos”),
sin contar con otros metidos a políticos de ocasión, como los mismos militares en sus
momentos golpistas. “Los políticos” mal designan de este modo un grupo de vagos con-
tornos –y también un grupo de vagos de vagos contornos- y multiplicidad de identidades
y de actividades posibles, pero que se unifica en cuanto a un funcionamiento parasitario
descerrajado, inyectado, sobre la población. En lugar de lo que pudiera ser una buena
simbiosis entre políticos y población, un tejido de relaciones donde todos tuvieran la
oportunidad de crecer, se instala un vínculo donde un grupo parasita al otro, debilitándo-
lo, enfermándolo de un modo u otro, socavando sus potencialidades. La confiscación del
célebre “corralito” venía bien para simbolizar esa una larga política de parasitación que
viene soportando la Argentina (no digo que sólo ella, pero ésa es otra cuestión en la que
no queremos incursionar ahora, nos privaría de la exactitud necesaria para trazar la
singularidad de nuestra propia escena en tanto argentinos).Si lo queremos, por poco que
lo busquemos, todos los días podemos juntar indicios y/o muestras evidentes de ese
insoportable privilegio a priori que habilita el hecho de dedicarse a la política o frecuen-
tar a quienes se dedican a ella y asociarse a sus beneficios, los económicos y los otros.
En el corazón de su cotidianeidad, la gente experimenta como se le miente en la cara
descaradamente, como su vida está sujeta a virajes, bandazos, funcionamientos espas-
módicos incomprensibles: todo importado/todo nacional, todo en dólares/todo pesifica-
do. Estado desguazado/Estado omnipresente interfiriendo en libertades civiles elementa-
les, como viajar o ahorrar, relaciones carnales con Clinton/relaciones carnales con……
Chávez. (Con el agregado del curioso detalle de que buena parte de los políticos que
están de uno de los lados de dichas oposiciones uno se los vuelve a encontrar del otro al
cabo de cierto tiempo y de ciertas vicisitudes como si fuera la cosa más natural del mun-
do, participando y protagonizando un giro de ciento ochenta grados, por supuesto sin
ninguna asunción de error o de alguna explicitación autocrítica respecto de semejante
mutación ideológica, incluso en cuestiones tan “secundarias” como si el Estado debe o
no tener su propia petrolera y su propia compañía aérea de bandera. Probablemente
confían en la poca confiabilidad de la memoria humana que Freud solía subrayar, y en
que solo unos pocos intelectuales se dedicarán a rebuscar en busca de viejos discursos y
fotografías). A todo lo cual se agregan minuciosas investigaciones sobre los intereses
creados de grupos que controlan medios, investigaciones que serían sensacionales si con
el mismo detalle se esclarecieran los intereses creados que digitan el comportamiento de
tantos políticos, tanto de los gobiernos hasta en sus más altas esferas como de la oposi-
ción, sin contar los intereses creados de medios y periodistas adictos: esta inconsecuen-
cia transforma lo que podría haber sido una investigación crítica en una declamatoria
obsecuente destinada a demonizar medios opositores atribuyéndoles un poder descomu-
nal. Más allá de todo esto la población experimenta la fuerte impresión de que los tiem-
pos de la política no tienen para nada en cuenta los tiempos de sus necesidades concre-
tas, ni aún en el plano de cosas tan simples como rellenar un bache. Una actividad
parlamentaria muy lejos de sus épocas legendarias, cada vez más débil a medida que
pasa el tiempo en aparente democracia no deja mucho espacio para creer o sentirse
representados, agravado esto por el no funcionamiento de un diálogo codificado entre
gobiernos y medios tipo la clásica conferencia de prensa, algo que se ha inactivado mu-
cho antes del 2003, pese a quienes pretenden fechar allí esta escisión, que impide a la
gente esperar que a través de los medios algunas de sus preguntas, inquietudes y recla-
mos llegue más o menos fluidamente a los que gobiernan. Todo indica que esta situación
induce a muchos a intentar vías judiciales, multiplicando los pleitos contra el Estado. En
verdad se debería reconocer que la gente en general agota los expedientes pacíficos,
claro que probablemente al precio de dividir y dirigir su violencia contra sí, lo que da
razón de una convivencia tensa y poco solidaria en la población que esta misma registra
y comenta, desplazamientos de la violencia que se dejan ver con claridad en escenarios
privilegiados. Como el del tránsito, donde ciudadanos comunes despliegan un comporta-
miento que en otros países se calificaría de criminal, con récords de accidentes en auto-
pistas que se vuelven pistas de autitos chocadores; simultáneamente, un incremento
incontenible de las formas más brutales de delincuencia que no se detiene en absoluto
por el crecimiento del país del que tanto se alardea, aunque no es tan seguro, Claro que
nada es global, y por lo tanto se pueden encontrar aquí y allá avances en el plano de
leyes progresistas.
Empezando por la que en 1987 sancionó la posibilidad del divorcio, así como medidas e
iniciativas de efectos benéficos, pero estos hechos quedan inscriptos en el interior de un
funcionamiento político que en sus grandes contornos la gente percibe como hostil,
dañino o indiferente hacia ella. No olvidemos que después de todo, muchos regímenes
totalitarios, como los mismos de Mussolini, Hitler, Castro y otros llevaron adelante,
sobre todo en sus primeros tiempos, políticas que aliviaron y mejoraron aspectos mate-
riales de primer orden para el bienestar de la población. De modo que aquello no es una
prueba de la excelencia de una política ni de su consistencia democrática. Forma parte
del hecho de que esa formación parasitaria que se da en llamar “los políticos” sabe
perfectamente que algo hay que ofrecer para que a uno lo vote mucha gente, que con
propaganda solamente el asunto no funciona, aunque para funcionar la mayor parte del
asunto deba consistir en propaganda. Lo saben tan bien como los dirigentes sindicales, y
hasta figuras tan poco sospechosas de populismo como Martínez de Hoz exhibía con no
poca lucidez como un regalo que podía ofrendarle a la gente prácticamente un cero por
ciento de inflación.
Esto no es por el mero gusto de hacer un inventario, conceptualizarlo acarrea conse-
cuencias para lo que entendemos por derechos humanos y por genocidio, pues no basta
con circunscribir estos conceptos a la comisión de atrocidades por parte de regímenes de
facto (después de todo, el paradigma de genocidio y de ausencia radical de un concepto
de derechos humanos no corresponde a un gobierno de facto), estos conceptos se utili-
zarían mal si se los redujera a una polaridad de blanco y negro. La partición tan difundi-
da en Argentina entre militares y civiles es válida solo hasta cierto punto en que se torna
radicalmente insuficiente y desfiguradora de la verdad histórica. Los argentinos hemos
demostrado en estas últimas décadas que es posible en un sistema formalmente demo-
crático perpetrar abusos y violaciones muy serias en diversa escala e intensidad. De por
sí, la corrupción en tanto reguladora fundamental de la vida política deriva diríamos
“naturalmente”, por su propio peso en dichas anomalías y aberraciones. En democracia,
digamos, es posible volar por los aires un pueblo, la codicia todo lo hace posible; tam-
bién es perfectamente posible volar una embajada entera y una organización asistencial
de una comunidad tan importante como la judía. Es posible asimismo organizar una
vasta comercialización dolosa de medicamentos vencidos, sin excluir los oncológicos, es
palmariamente posible incumplir al extremo las obligaciones estatales de contralor y
vigilancia, al precio de catástrofes como la ferroviaria reciente, es posible liquidar comu-
nidades indígenas empujándolas a la desesperación y a la disgregación, como se está
terminando de hacer con los últimos restos de etnias diaguitas en Tucumán, por iniciati-
va de dos empresarios sojistas inescrupulosos …..Pero que cuentan con el auxilio oficial
de hasta trescientos policías provinciales, al mismo tiempo que un discurso presidencial
se ufana de que a nosotros “nadie nos puede pasar el trapo” en materia de respetar las
diferencias. Seguramente, no coincidirían con tan beatífica visión otras comunidades
indígenas maltratadas y humilladas, como varias que habitan el Chaco y Formosa. Tam-
poco los inmigrantes africanos de raza negra, como irónicamente lo atestigua un exce-
lente documental producido y difundido por….la televisión pública recientemente (contra-
dicción alentadora ésta, todo un testimonio de las capilaridades del poder que Foucault
nos enseñó a reconocer, desmarcándose de las concepciones globales de estilo paranoi-
co. Una contradicción así nos alivia, al ratificarnos que después de todo y aún a pesar
de, seguimos siendo occidentales, no en razón de la pertenencia a algún bloque de po-
der sino por esa dimensión crítica, esa posibilidad de que una cultura se divida de sí
misma y se critique, se desmitifique sin piedad a sí misma, rasgo verdaderamente singu-
lar de todo cuanto podamos llamar occidental, más allá de etnias, formatos de organiza-
ción política, funcionamientos económicos).
Esa misma primacía de la corrupción –que suele ir de la mano y necesitar una propagan-
da siempre ratificadora de las formulaciones tan agudas de Goebbels- también hace
posible prácticas genocidas pasivas, como la que contempla sin actuar que la mitad de
los chicos de este país no terminen su educación básica al par que, en cambio, su consu-
mo de drogas y de drogas en muchos casos de un altísimo coeficiente de destructividad
vaya en aumento incesante sin ninguna política enérgica, audaz y creativa que intente
revertir semejante tendencia. No es el único consumo que directa o indirectamente
encuentra complicidad en los funcionamientos políticos, ya que se favorece un particular
desorden ético instigando un consumo desenfrenado que empieza por el del tiempo
consumido en la multiplicación de largas secuencias de días feriados en la cara de casi
un cuarenta por ciento de la gente que no puede consumir más que su propia existencia
y su propia esperanza. Se despilfarra y se desalienta casi al límite de lo imposible la
posibilidad de ahorro de quienes dispondrían de excedente para hacerlo, empujándolos
al gasto fácil al par que alrededor prolifera una gran cantidad de gente excluida.
No nos proponemos una metaforización irrestricta de aquellos conceptos acuñados en la
última post-guerra, lo que embotaría su filo y su rigor: contrapesamos una acotación
reductora de su alcance, que los reduciría a inventariar hechos en que manifiestamente
corre mucha sangre inocente, lo que posibilitaría una actitud complaciente que se apre-
suraría a dar por sentada la existencia de una democracia tan sólo con que hubiera elec-
ciones periódicamente. En este punto conviene reciclar la crítica marxista a lo que llamó
democracia formal, no para despreciar todo un conjunto de libertades por achacarles
burguesidad, pero sí para hacernos conscientes del peligro de una degeneración forma-
lista, ritualista, de las democracias. El manifiesto no cumplimiento entre nosotros del
equilibrio de tres poderes articulado por Montesquieu –y sumándole el cuarto, si se quie-
re a este funcionamiento fallido- no es un hecho menor y además no es un hecho recien-
te: con algún intervalo de mejoría, lleva muchas décadas en distintos gobiernos civiles.
Es posible hallar que desde la década del noventa para aquí se ha radicalizado a medida
que se incrementa la tendencia a reducir la democracia a un gobierno donde gobierna el
Poder Ejecutivo. Y ésta es una precondición, toda una precondición, para el no respeto a
derechos básicos de la gente, empezando por su derecho a contar con un Parlamento
autónomo y un Poder judicial independiente y respetado, donde por ejemplo no se le
saque una causa a un juez para proteger a un alto miembro del gobierno. Pero lo verda-
deramente escandaloso es que un comportamiento de esta índole que bien podríamos
designar como perverso no tenga nada de insólito ni se le puedan cargar las tintas a un
gobierno en particular: la gente largamente viene comprobando la gigantesca despro-
porción entre las corrupciones cometidas y las corrupciones castigadas…..algo que deja
la desproporción entre la “inflación de supermercado” y la del Indec reducida al tamaño
de un poroto.
La rabieta pasó. La tormenta cesó. La gente volvió a instalar el dispositivo renegatorio
para volver a votar e ilusionarse con alguien….o simular hacerlo, en nombre de cierta
normalidad adaptativa cuyo parentesco estrecho con la sumisión Winnicott no se privó ni
se cansó de señalar. Pero eso no quiere decir que el deseo de que se vayan todos haya
desaparecido. Aunque acaso lo equilibre un contra deseo muy agudamente marcado por
Baudrillard en su libro La izquierda divina: el deseo de ver fracasar a los políticos en su
accionar, visto como todo un espectáculo hasta divertido, a su vez sostenido en una
renegación –toda vez que la gente sabe o presiente que ese fracaso los va a perjudicar
de un modo u otro. Claro que tal vez la cosa se complejiza más todavía por la interven-
ción de otra percepción popular. Que gracias a que esos fracasos y desvaríos siempre se
repiten falla la coherencia de un sistema y por ende es posible vivir, en los insterticios de
esas pequeñas grietas y erosiones y fracturas.
Como si dijéramos que la gente experimenta la necesidad de burlarse de la presunción
fálica en la que campea por lo general el discurso político, sobre todo cada vez que al-
guien se propone a sí mismo como la solución. Quizás se trata de un pequeño secreto de
Occidente, de su invención de la democracia y del capitalismo paralelamente: no son
cosas que puedan funcionar coherentemente, y una extensa faceta de esa no armonía ni
síntesis es que posibilita bolsones, nichos, resquicios para vivir y resistir al Estado y a
los gobiernos que, por lo menos entre nosotros, se apropian de él y lo manejan como si
fuera una cosa suya que les pertenece. En tales espacios privados o públicos, pero no
oficiales, uno puede resistir. La capacidad de resistencia es una cualidad ya biológica
además de cultural. ¿Será una casualidad que el grito por que se fueran todos coexistió
y precedió a un formidable renacimiento cultural en Buenos Aires, dando lugar a una
explosión teatral y cinematográfica preñada de figuras jóvenes y de operas primas? Esto
cuando pretendidamente se hundía el país. Y de este hecho nadie puede apropiarse por
mucha propaganda que despliegue. No se produjo gracias a ningún gobierno ni a ningún
liderazgo político ni a ningún nacionalismo cultural pregonado. Es éste un hecho de re-
sistencia típico y que no lleva el nombre de nadie ni emerge en nombre de nadie.
¿Ambivalencia? ¿Los echo para volverlos a llamar para reír y rabiar otra vez? Parece un
juego caro. Pero aquí se impondría recordar que los hallazgos genéticos confirman aque-
lla vieja metáfora de la manada, de los seres humanos como propensos a andar en reba-
ño, tan frecuentada por Nietzsche y por Epicteto y tantos otros filósofos a través de los
tiempos, Montaigne incluido. Freud mismo simpatizaba con ella a ojos vistas. Y la biolo-
gía ha venido a rubricarla: forma parte de nuestro capital genético el reconocimiento de
jerarquías y el seguir su andar marcando el paso, haciendo línea. Si esto es así la gente
se encuentra limitada en su posibilidad de rebelión y de hartazgo por obra y gracia de un
automatismo de repetición genéticamente instalado, aún siendo tan enorme el hartazgo
ante los malos tratos a que se ven sometidos por parte de sus parásitos gobernantes
aún en actos cotidianos tan elementales como el de viajar a sus lugares de trabajo….
como manada precisamente, en tanto sus gobernantes lo hacen a cuerpo de rey, en
limousines, helicópteros, aviones oficiales. El deseo de que se vayan todos y no vuelvan
más –este no vuelvan mas en el corazón del grito y de su injunción-, eso sobre todo,
que no vuelvan a venir más, que no vuelvan a volver, puede durar poco tiempo, constre-
ñido por una necesidad de ser dominado que preserva de lo que Winnicott, otra vez él,
denominó angustia “innombrable”, una angustia que cerca el deseo de libertad. Se grita,
pero no hay como mantenerlo en pie sin verse tentado a investir nuevos parásitos en el
gobierno de turno. Y esto se ve ayudado además por los matices diversos que hay entre
los distintos parásitos: no son clones, afectan a veces hasta posturas antagónicas, solo
los hace converger el deseo de dominar, de robar (este último no es cosa menor, si tene-
mos en cuenta el rasgo ladrón tan intenso en el homo sapiens como en algunos de sus
primos), de constituirse en falo para un orden que vive del régimen fálico -el orden
político, claro- y que no se sostendría sin él. Ferraris y Louis Guittons son los significan-
tes más banales de esta presunción fálica, exteriorizada en mil otros decires o haceres
más sutiles y más inquietantes en cuanto a sus consecuencias para los parasitados. Pero
aquella antigua concepción del rebaño humano estaría inc
ompleta sin una referencia al influjo que sobre él ejerce el brillo de un significante fálico.
Restituido este conjunto de factores, esbozado su contorno, no podemos menos que,
volviendo sobre la consigna que titula este texto, valorizar el acto de toma de conciencia
que supone, aunque dure poco, aunque no logre sostenerse y perseverar. Que haya
existido, que se lo haya gritado no deja de suscitar ese poco de esperanza que siempre
nos alberga; si lo hubo, puede volver a haberlo, y alguna vez ser sucedido no de vuelta
al redil del formato de la política como Estado de la mentira, como decía Derrida, sino
por un paso en otra dirección. Después de todo, eso ha ocurrido efectivamente algunas
pocas veces. Pocas pero palpables. Esa experiencia de la libertad que llamamos Occiden-
te, pese a todo, pese a sus inconsecuencias y al desprecio por la libertad que campea
irreflexivamente en quienes no dejan de disfrutarla, lo atestigua.
Porque incluso en ese momento de lo peor, había condiciones que permitían gritar el
deseo de que se fueran todos sin caer preso o muerto o desaparecido. Es entonces un
grito que requiere de ciertas condiciones de libertad para poder ser proferido, condicio-
nes que la misma “clase” parasitaria debe respetar porque a su manera la precisa tam-
bién, no por algún ideal de libertad propiamente dicho (entre los que se tenían que ir
figuraban no pocos cómplices de diversos golpes de estado, militares o no militares). Por
eso mismo el “que se vayan…. ’’’ No reclamaba muertes efectivas; su grito de liberación
se contentaba con que el grupo parasitario los dejara en paz, interrumpiera el contacto
con ellos, la injerencia en su vida. Era un grito muy violento pero también muy pacífico
en el fondo. Por eso mismo en él se había desvanecido la apelación al hombre fuerte
salvador, que años atrás llevaba a ciertos grupos a reclamar “el paredón” para sus ene-
migos o sencillamente para sus no partidarios. Tampoco resonaba en él el viejo adagio
peronista del “cinco por uno” como promesa de exterminio. En ese sentido, era un grito
mucho más civil, mucho más propio del ciudadano común y corriente, o de lo que para-
fraseando a Winnicott podríamos llamar el ciudadano suficientemente bueno, que es el
que aguanta el peso de los gobiernos y sus desgobiernos.
Algunos niños en sesión arman escenas de juego donde hay casas, chicos, animales,
pero ningún adulto. Si uno les pregunta, suelen contestar que madre, padre u otros
grandes se han ido o que no están o que se han muerto, (esto más raramente). Se han
ido todos. Y los niños juegan en libertad.
Y si se alegara que es ésta una utopía asaz ingenua, habría, se podría, sería posible
recordar que sin la creación de una cierta distancia, sin un espaciamiento considerable,
sobre el que mucho han insistido Derrida y Nancy, sin que los grandes se retiren más
que un poco, el jugar de los niños se vuelve impracticable y su agostamiento estraga la
subjetividad de todos. Acaso esto indique la necesidad de un intervalo mucho mayor
entre los que gobiernan y sus gobernados. Acaso ese intervalo existe o insinúa cierta
existencia en aquellos países donde el Estado tiene cierta independencia respecto del
fluir de los gobiernos.
Ciertamente, no es ése el caso nuestro.
Por eso, inconscientemente, aquella imprecación no fijaba límites precisos al irse, no le
asignaba un lugar como cuando se dice “vaya usted a…. o hasta…..” No necesariamente,
pues, se trataba de un irse absoluto y extremo: al menos el texto en sí deja abierta la
posibilidad de ires más matizados y relativos, retrocesos más que desapariciones litera-
les.Como pidiendo un margen más amplio de espacio para vivir sin el parásito vampiri-
zándolo a uno constantemente.
Y al que le parezca escasa pretensión, que pruebe si le es fácil lograrlo.
Históricamente hablando, el grito de que se vayan es hermano y se concierta con otro
noble grito proferido en el 84, cuando emergió en las calles una fiesta espontánea: “!
Nunca más!”. El mismo acto de rechazo, de repudio, de no querer saber más nada de
eso, lo que no debía de volver a ocurrir. Hermoso grito, que todavía debía de atravesar
innúmeras tribulaciones para hacerse creíble. Y que además requiere de vigilancia de
ahora en adelante para asegurar su cumplimiento.
Ahora el objetivo principal tendría que ser la corrupción. La corrupción se ha largamente
naturalizado en Argentina, a punto tal que cuando alguien quiere defender el derecho a
ella que él le concede al gobierno del cual es partidario invoca una supuesta universali-
dad que se pretende homogénea: algo que sucedería en todas partes, pero además
exactamente igual.
Extraño argumento, que recuerda el “mal de muchos, consuelo de inocentes”. Como si
en un momento dado justificáramos el hambre en un lugar citando el ejemplo africano, o
los campos citando a Hitler. Lo cierto es que habría que recuperar, en primer término, la
sorpresa, el maravillarse por la corrupción, el percibirla como síntoma en lugar de cómo
rasgo natural de la política. Entre nosotros funciona como un eje indiferente a la oposi-
ción entre gobiernos militares ilegales y gobiernos civiles legales. Y no se sabe qué es
peor, si su asunción cínica –como cuando un presidente tildaba de “hipócritas” a quienes
arremetían contra ella, o la pretensión de que ahora no existe, como actualmente y
como cuando disfrutábamos de la “pureza” militar. Hoy no se reivindica tanto una su-
puesta pureza como se achaca a la perfidia de “la oposición” –una figura que se toma en
bloque- el fabular una corrupción que no tendría lugar. El slogan publicitario “Clarín
miente” redondea bien tal idea, un slogan cuyo ingenio se mantendría aportándole un
retoque que le haría ganar en realismo: “(No sólo) Clarín miente”. Pero sobre todo lo
que falta reconocer es su violencia, su naturaleza violenta, el que se trata de una prácti-
ca extremadamente violenta, se tiña o no de sangre en cada caso particular (la mayoría
de las veces no). Extremadamente violenta, en especial cuando apenas se nota, porque
se ha comido el tejido sano y posa de reemplazante legítimo, como algo que siempre
estuvo allí, donde debería estar. El recorrido que este texto ha venido siguiendo espera-
mos facilite entender que, mientras el primer grito anatemizaba el terrorismo de Estado
–una expresión que le queda chica a la devastadora crueldad desplegada por la última
dictadura militar- el segundo clama contra la corrupción de Estado como estado normal
de la vida pública. Si el primero es traumático por naturaleza la segunda se ajusta bien
al funcionamiento de la metástasis. También analizar el grado en que se ha extendido tal
corrupción ayuda a poner nombre a eso que no era ni una clase ni una casta y que con-
tinuamente se reapropia parasitariamente de las fuerzas productivas de la sociedad: una
mafia. La mafia como analizador, el más preciso posible, del orden político, lo que Derri-
da dio a pensar como política de los amigos, política de lo próximo, en su excelente
Políticas de la amistad.
Cada vez que hay elecciones y la gente cumple masivamente con su obligación suele
escucharse un elogio de tan esmerado comportamiento cívico. En rigor, se está elogian-
do la pura y simple obediencia. Para dar un paso hacia una verdadera profundización de
la democracia la gente tendría que desertar, decir que no, no acudir o hacerlo sólo para
votar masivamente en blanco, realizando así en las urnas su proposición de que se va-
yan todos estos. Pues con la mafia no se puede progresar de verdad, ni creer que en
serio pueda alcanzarse una mayor justicia, distributiva y de la otra. Es perversa la incita-
ción a creer semejante creencia. La destrucción de un orden mafioso –intentada por
Irigoyen una primera vez- es una precondición para avanzar en una democracia consis-
tente no menos condición que la de nunca más ceder a la tentación de soñar con el
hombre fuerte, el Padre.
No se trata, por sobre todas las cosas no, de postular algún puritanismo fundamentalis-
ta. Y no porque éste en tanto inversión no transformadora, es la mejor garantía para
una práctica hipócrita de la corrupción. No se puede pretender la eliminación de actos
corruptos individuales o grupales, lo que está en juego es la eliminación de la corrupción
como política de Estado, como modalidad normal de practicar la política, y la resignación
a tal estado de cosas, la resignación como forma de la complicidad. En suma, algo que
evoca aquello de la banalidad del mal. Y entre nosotros, hay que decirlo, la corrupción se
ha vuelto y hace rato banal por excelencia. Nada extraordinario, nada del régimen de lo
excepcional. Por eso mismo, las crecientes evidencias a partir de los 90 de que ni siquie-
ra vale la pena hacer demasiado trabajo para esconderla o disimularla, pese a su facili-
dad para invisibilizarse.
¿Y con qué cuenta el psicoanálisis para pensar, en sus propios términos, la política, o
mejor aún, lo político?
Eso sin volver a aceptar los códigos reduccionistas del aquel llamado psicoanálisis aplica-
do.
Ensayando proponerlo diríamos que cuenta en primer lugar con lo que he tentado con-
ceptualizar en otra parte1 actitud psicoanalítica a fin de distinguirla de las diversas teori-
zaciones que se reparten nuestro campo. La actitud es otra cosa, no coincide con ningu-
na de ellas. Es una manera singular de pensar, de echar una mirada a las cosas de este
mundo que no depende de tal o cual concepto rector. La actitud hace que, por ejemplo,
a esa mirada le sea indiferente la dicotomía clásica entre lo individual y lo social, toda
vez que no respetamos ya el pretendido circulito que recortaría un ente individual de
otro y por lo tanto se opondría al todo de la vida social. Hace a ella, también, el no res-
petar ninguna posición consolidada de centro así como el interrogar todo lo que para el
sentido común tiene los caracteres y sellos de lo evidente. Partimos en cambio de un
entre de límites difusos y de esa manera podemos usar de ciertas herramientas sin que
nos coarte el que se trate de una persona, una familia o una comunidad (por supuesto
dando por sentado que necesitaremos de otras disciplinas que forjan conceptos específi-
cos para cada uno de esos casos, respetando lo que tienen de singular). Una referencia
tan clave como la de la compulsión de repetición, valga el caso, nos sirve para localizar
cierto modo de la temporalidad que a veces encontramos en un paciente, pero también
en un grupo familiar o en una comunidad más amplia, como la que designa un país. Al
mismo tiempo evitamos recurrir a ciertos conceptos cuyo “contenido”, por así decirlo,
llevaría a una reducción harto problemática si lo quisiéramos usar. Caso del complejo de
1 Futuro porvenir, Noveduc, 2008. _
Capítulo IV
(Intacto) Huevo de Serpiente
Lo intactable, escribiríamos. No que no se pueda tocar, no se puede tocar su límite.
Es eso lo que queda, pues, intacto.
Edipo o del Edipo, que nos facilita –para complicarnos mal- una rápida asimilación entre
el padre y el que gobierna, rey, presidente o primer ministro. Hoy este tipo de ecuacio-
nes demasiado rápidas nos embarulla tanto para analizar lo político como lo familiar, lo
público y lo íntimo.Por el contrario nos es útil todo aquello que se refiera a procesos o
funcionamientos con prescindencia de aquello que, en un vocabulario demasiado tradi-
cional pero para hacernos entender, hemos nombrado como “contenido”: en este arsenal
cuentan términos como el de desplazamiento, la condensación, la repetición como modo
de diferir y crear diferición, la intrincada magnitud del duelo, el estatuto del mito –ora
individual, ora familiar o social-, la composición en red de las tramas identificatorias, el
jugar como práctica y como cualidad de una práctica cualquiera, ciertos procesos defen-
sivos….
Y tengamos en cuenta para lo que cuenta con lo temprano de las referencias psicoanalí-
ticas a fenómenos característicamente políticos como el de la censura; eso antes incluso
de la promoción estelar de lo edípico. Y antes también de que se vertieran los fenóme-
nos así conceptualizados en las aguas del mecanicismo. Esto solo puede minimizarse en
una concepción metafísica –y nada psicoanalítica-del “ejemplo” entendido como mero
ejemplo, un añadido puramente superestructural sin consecuencias de importancia,
como jamás procedería el clínico ante un ejemplo formulado por un paciente……
Por otra parte, hay que decirlo, el psicoanálisis es una disciplina que no puede nacer sin
cierto grado de libertad ni menos todavía crecer si este es demasiado reducido o falta en
exceso. Y forma parte indisoluble de sus metas la experiencia de la libertad y su incre-
mento, que nunca resulta excesivo….todo lo contrario. Esto tiene todo que ver con aque-
llo de la actitud. Por lo que haríamos nuestro aquel comentario de Foucault acerca del
papel del psicoanálisis como fuente de resistencia a todo lo que suene o huela a fascis-
mo, hasta en sus modalidades más atenuadas o enmascaradas. Lo que hace mucho ya,
tanto como 1982, proponía yo como tarea indelegable del intelectual.2
Para este trabajo, el mío propio incluye todo lo aportado por Derrida –un pensador no
sólo amigo del psicoanálisis, como él gustaba definirse, sino también alguien marcado
por él, entre otras marcas decisivas. En muy en particular, su práctica desconstructiva
nos regala un arma valiosísima para una lectura de lo político que no se pase por alto
ningún formato metafísico. Y la propuesta, que le regala al psicoanálisis, de que éste se
2 - En Scarsdale, el régimen de un texto, texto recogido en El psicoanálisis de nuevo, Eudeba, 2004. _
consagre en este nuevo siglo a las problemáticas del dominio, con toda su violencia
aparejada. Importante, si tenemos en cuenta que la metafísica está detrás de toda polí-
tica de dominio y que ha inspirado en general las peores políticas o los peores aspectos
de ellas: el ser, la verdad, la esencia, etc. los encontramos sin falta y sin mengua en
todos los discursos autoritarios o directamente totalitarios. En su lugar, Derrida proponía
el juego y la interpretación, dos categorías notoriamente ausentes en dichos discursos.
Tal vez no fuese mala idea combinar esa concepción de la historia que la hace avanzar a
lo largo de una línea con esa otra que la imagina eternamente en el mismo punto avan-
zando sin dar un paso que la mueva del mismo lugar, repitiéndose sin cesar. Diferencia y
repetición mancomunadas, articuladas no se sabe cómo. El clínico, en su trabajo cotidia-
no, experimenta más de una vez esa impresión, cuando asiste a cambios de indudable
importancia en un paciente al tiempo que al retorno de una compulsión repetitiva incan-
sable, aunque, hay que decirlo, cada repetición tenga su diferencia con la anterior. Mati-
ces nada despreciables en el curso de una vida. Acaso esta característica en el plano de
la pequeña historia se duplique en el plano de la historia colectiva, de escansiones tem-
porales más vastas.
Pero extraje esta impresión de un psicoanalista a lo largo de su tarea sólo para retener
ese doble ritmo de lo que avanza sin cesar, incluso en el sentido de un progreso, y de lo
que percute constantemente en el mismo punto. Y esto para intentar echar luz sobre
nuestra propia historia en Argentina.
Mejor será circunscribir lo que me produjo esa particular sensación de doble paso, de
oscilación ambigua entre diferir y repetirse.
Veamos un caso de cerca: en estos tiempos se reactivan y se celebran numerosos juicios
–si bien menos numerosos si se los mide con la gravedad de lo acontecido- por aberra-
ciones más que violaciones en el campo de los derechos humanos, lo que se puede bien
dejar leer como un progreso, un decidido paso adelante respecto de la acostumbrada
impunidad. Y, al unísono más o menos, se insiste en una publicidad firmada por Presi-
dencia de la Nación que reza –palabra que viene al caso- Argentina. Un país de buena
gente, un sorprendente dicho sobre cuya necesidad nadie explica nada. ¿Qué significa
esto, y a qué viene?
La memoria lo enlaza, por un costado estrictamente textual, con otro slogan publicitario
de otro gobierno, quizás el más fatídico que hayamos soportado, pero todavía más inge-
nioso en su factura: Los argentinos somos derechos y humanos, una respuesta al escán-
dalo internacional por la situación del país hacia fines de los setenta que culminó con la
visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979. Hay por cierto
diferencias más que apreciables, diferencias que queremos insondables entre aquella
coyuntura y la actual, pero eso no quita que se perciba un hilo conductor, -el hilo con-
ductor de la compulsión de repetición- que enhebra ambos dichos en la misma cadena
significante: (Acaso se reencuentra este tenue hilo en el lazo que retroactivamente se
puede establecer entre el “tanquecito” de la DGI, que aparecía frecuentemente en pro-
pagandas durante aquella dictadura militar, y ciertos usos actuales de amenazar con la
AFIP, excediendo el marco de sus funciones específicas). se trata de descargar de algo a
los argentinos, de proclamar su bondad o su inocencia. Para la “época del primero”, se
perpetraban atrocidades difíciles de concebir, y sabemos que es del todo insuficiente
achacarle eso a un grupo relativamente pequeño y bien delimitado de facinerosos sádi-
cos, se precisa mucho más, entre otras cosas complicidades sin límite, más activas, más
pasivas; se necesita también consentimiento. A la vez que uno celebra que se celebren
unos cuantos juicios, puede no dejar de pensar que hay algo mentiroso en la concepción
de juicio como acto dirigido a un determinado individuo, algo que deriva, claro, de la
concepción burguesa de una unidad individual identificada con el psiquismo de una
persona localizable como tal. Pero como tantas otras cosas, tamaños crímenes son actos
grupales e implican de un modo u otro a vastos sectores de una comunidad, por supues-
to de manera diferenciada que hay que tomarse el trabajo de precisar. Hoy por hoy esa
misma “buena gente” presta su consentimiento o participa directamente de una corrup-
ción establecida y naturalizada, sancionada como algo más o menos normal, al par que
se comporta brutalmente en un buen número de prácticas cotidianas, desde masacrarse
en el tránsito hasta multiplicar e incrementar la violencia delictiva ordinaria, actos todos
en que la población funciona dividida de sí, vuelta contra sí una agresividad que no cesa
de aumentar en calidad y cantidad. Que en el país haya buena gente no hay porqué
dudarlo, como también hubo en aquellos tiempos aciagos argentinos derechos y huma-
nos; la proposición generalizada en cambio, arroja muchas dudas y, sobre todo, una
pregunta de a qué se deberá la propaganda oficial, qué busca establecer y con qué pro-
pósito.
Por lo pronto, ambos slogans invocan una suerte de esencia. Habría algo delimitable
como ser argentino. Y veremos enseguida que esto se rubrica por manifestaciones explí-
citas tanto en aquel momento del dictador Videla como de la presidente actual. Videla,
como otros militares a su alrededor, gustaba referirse a un “modo de ser” qué se pre-
tendía definir como argentino, en tanto recientes formulaciones en boca presidencial
justificaban actividades de adoctrinamiento ejercidas sobre niños y adolescentes en una
supuesta necesidad de “formar argentinos” (sic).
Afirmaciones a examinar, empezando por detectar su afinidad y su convergencia, más
allá de todas las diferencias que no hay porqué no retener ni valorar. En principio, ambos
elocutores parecen estar seguros de saber qué cosa sería un argentino, incluso hasta el
punto de no retroceder ante un lenguaje esencialista muy dejado de lado ya, y hace
mucho tiempo, por la filosofía contemporánea. Ellos saben del ser argentino, no tienen
nada que interrogarse al respecto, ni siquiera ante la manifiesta diversidad y heteroge-
neidad de las composiciones étnicas y culturales en nuestro país. La primera formulación
afirma una concordancia entre tal ser y el gusto de una casta militar cuya formación era
cualquier cosa menos plural. La segunda propone una ecuación donde ser peronista –y
peronista además al gusto del peronismo gobernante hoy- equivaldría lisa y llanamente
a ser argentino. Ningún margen para inscribir otros rasgos en ese retrato: “formar ar-
gentinos” es formar argentinos peronistas oficialistas, que suscribirían como bueno todo
cuanto emanara de este gobierno en particular. Decisión riesgosa, dada la velocidad con
que el gobierno cambia de amigos y de enemigos y la inestabilidad de la condición de
ser bueno o ser malo para la mirada del régimen imperante (término más apropiado al
deseo legible en los comportamientos del poder que limitarse a escribir “gobernante”).
Desplegada esta escena, confrontamos una diferencia dolorosa entre la satisfacción que
nos procuran los mencionados juicios, junto con la recuperación de algunas identidades
reapropiadas décadas atrás, amén de otras recuperaciones o tentativas o declaraciones
de recuperaciones que sentimos válidas –como la de una reconstrucción de funciones de
intervención estatal dirigidas a reestimular las fuerzas productivas de la sociedad civil-
todo lo cual nos daría la certidumbre de un “trabajo histórico de la diferencia” (Derrida)
susceptible de imaginarizarse como progreso desde el punto de vista, precisamente, de
sostener la diferencia, (a lo que habría que añadir una serie de leyes decididamente
progresistas desde este punto de vista, leyes que por fortuna entran en conflicto con las
tendencias más regresivas que procuramos examinar y destituir) y aquellos slogans que
nos conducen a aquellas formulaciones pronunciadas desde la cúpula de unos gobiernos,
que nos retrotraen a un funcionamiento circular, en el que campea la repetición en su
modalidad más compulsiva. Atenidos a la correlación entre ambas enunciaciones nada
haría pensar en avance alguno. No obstante éste no deja de existir, paradoja como siem-
pre a respetar y no intentar simplificar ni neutralizar.
Pero en realidad no bastaría para nada limitarse a notar la comunidad de estructura de
los dichos de Videla y de Cristina Fernández. Se impone una mirada histórica mucho más
amplia, lo que nos lleva primero hacia el grupo filonazi de Uriburu en el 30, más o me-
nos rápidamente marginado de la conducción del gobierno de facto, su retorno mucho
más potente y triunfal en el OU (1943), el paradigma mussoliniano que reguló la acción
política de Perón a partir de entonces, afianzado desde octubre del 45. Siguiendo las
coordenadas de dicho paradigma se introdujo en la escuela primaria una doble violación
a los principios democráticos de la ley 1420: reintroducción de la enseñanza religiosa,
introducción de un adoctrinamiento peronista dirigido, precisamente, a la formación de
argentinos, ya que los otros eran redefinidos como “vendepatria” o “Contreras”. El pri-
mer apelativo es más que manifiestamente descalificatorio y acusador, en tanto el se-
gundo caracteriza la identidad de un grupo x solo por el único rasgo de no estar de
acuerdo con el gobierno. No haría falta, en efecto, ni tan sólo tomarse la molestia de
especificar al menos una identidad partidaria: radical, socialista, comunista, conserva-
dor…..el término utilizado engloba y minimiza tales “pequeñas” diferencias.
La tendencia peronista que hoy domina ese movimiento se deja rebautizar mediática-
mente como “kirchnerismo”, acaso también por el ocultamiento histórico que tal deno-
minación permite o facilita, pero jamás esbozó una crítica de lo actuado en aquella pri-
mera época, ni tampoco en profundidad en la segunda. Ni vestigios de autocrítica que
impulsara a desmarcarse de la compulsión repetitiva, lo que por otra parte desreconoce
ciertas adquisiciones de corte más democrático como también de algo más republicano
que, pese a todo, el peronismo aprendió a aprender en su más de medio siglo de exis-
tencia. La libertad de expresión de hoy es marcadamente superior a la del período 1946-
1955, donde más bien era inexistente. Y no se puede hablar de que haya presos políti-
cos, lo que abundaba en aquella primera fase del peronismo. Es una pena entonces que
tales progresos – a los que se suma el que no haya torturados por sus ideas y, sobre
todo, la desaparición del crimen político que fue moneda corriente en la segunda era
peronista- en convivir con la diferencia no se pongan de relieve, cuando hasta justifica-
rían mejor una propaganda que se multiplica en otras direcciones. Y es una pena por lo
que indica como síntoma ese vacío de balance autocrítico.
Pasa que un balance tal pondría de relieve algo más que las ya esclarecidas y sacadas a
la luz raíces fascistas en la emergencia del peronismo: mostrarían que se incurre en
cierta inexactitud cuando se data la ferocidad de una tiranía en el 24 de marzo de 1976.
A partir del segundo semestre de 1973 y hasta su derrocamiento el segundo tiempo de
gobiernos peronistas desató una represión y un terrorismo que hicieron de la vida en
esos años algo no menos inseguro y violento que la de los sucesivos bajo mando militar.
El terrorismo de estado no empezó con Videla sino con las AAA y con la masacre de
Ezeiza, amén de primeras manifestaciones aisladas pero rotundas en tiempos de Lanus-
se. Una figura abiertamente fascista como la de Ottalagano en la Universidad de Buenos
Aires, cuya autonomía volvió a ser violada como antes con Onganía, pudo muy bien ser
envidiable para el grupo faccioso del 76. Y si se pueden señalar algunas diferencias rele-
vantes entre ambos períodos de manera alguna dan para hablar de un corte; la continui-
dad no conoce aquí solución de continuidad propiamente dicha. Hubo un ampliado y más
sistemático plan de exterminio y de saqueo, pero un crescendo en el movimiento de
una obra no tiene la autonomía de otro movimiento. Por si hiciera falta, abundan testi-
monios de profesiones de fé nazi en torturadores de aquellos nefastos días. El círculo se
cierra, sin que falte la “apertura” nacionalista de pura cepa con la aventura bélica en el
Atlántico Sur, que por lo demás confirma la no sólo pasiva complicidad y consentimiento
de la población como tal, en una considerable mayoría. Y no por nada escribimos “pobla-
ción “y no “pueblo”; al invocar éste se configura una entelequia del mismo tipo que la
del ser argentino o aquello tan gustado por los militares golpistas de “argentinidad”. De
nuevo –destaquemos de pasada- la compulsión repetitiva, que plasma en día feriado el
día en que Galtieri oficializa su bravuconada antibritánica, y que en el año 2012 decidió
festejar los treinta años de ese episodio irresponsable y delirante con una nueva ofensi-
va “nacional”, esta vez acotada a pirotecnia retórica y a malos modales internacionales.
Un aniversario consagrado de este tipo inquieta mucho más cuando se lo empareja con
la declaración de feriado para el terrible 24 de marzo. Inquieta por lo que propiamente
obliga a interrogarse sobre una dimensión inconsciente, caldo de cultivo –los psicoanalis-
tas bien lo sabemos- de la compulsión de repetición. ¿Porqué feriado precisamente ese
día y no, por ejemplo, el de la primera ronda de las madres que luego serían las Madres
en la plaza? Es como si en Alemania fuera fiesta el día aniversario del de los cristales
rotos o la inauguración del primer campo. ¿Porqué esta elección, habiendo tantas opcio-
nes más vivificantes a mano¿?. Pero los psicoanalistas hemos estudiado primero que
nadie como hasta la peor repetición de la repetición no deja de producir matices de
diferencias o de variaciones en los que ella consiste; no vale, por tanto, invocar éstas
para negar aquella.
De todo esto, el peronismo nunca se hizo cargo. Más bien aprovechó el gran número de
militantes y simpatizantes asesinados, exiliados, torturados, para emitir una cortina de
humo sobre hasta qué punto muchos de aquellos sufrieron y murieron a manos de gente
de su mismo movimiento. Esto le permitió escamotear continuidades esenciales en el
movimiento que va del autoritarismo al totalitarismo liso y llano.
Recientemente asistimos a un intento “kleiniano” de reconceptualizar el peronismo,
proponiendo la división entre uno bueno –que es, claro, el que hoy nos gobernaría- y
otro malo, malísimo inclusive, al que el autor de esta “teoría”, Horacio Verbitsky, llama
no sin humor, peornismo. Más allá de la puerilidad de la oposición que propone el ana-
grama –que recuerda una manera infantil de clasificar las cosas de este mundo de
acuerdo a lo que Freud denominaba principio del placer- el punto es que una lectura
crítica y desconstructiva nos lleva a dudar de si no será que el peronismo en sí es peor-
nismo. Aún cuando no nos interese particularmente ser borgianos, ya que Borges pre-
tendía percibir un corte entre peronismo y regímenes militares que no parecían disgus-
tarle y que invariablemente soñaban con reapropiarse de los significantes peronistas, y
hacían no pocas cosas por volver este sueño realidad.
Todo viene ocurriendo como si la marca registrada del ingreso del peronismo en la histo-
ria argentina –débil y fugazmente preambulada por el golpe del 30 en su primera fase,
particularmente- produjese una incisión profunda de la cual no hemos salido pese a
episódicas apariencias –a veces la de algún golpe militar, a veces un breve interregno
radical, a veces un gobierno peronista que, durante cierto lapso, no parece peronista y
hasta parece olvidado de los significantes más clásicos del movimiento. Pero seguimos
adentro, no hemos salido de verdad. Ni sabemos como salir de este girar en círculos al
que me refería al principio de este texto, ni podemos imaginar qué sería salir de él e
ingresar en otro espacio-tiempo político, en algo verdaderamente post.
Por esa razón, y pese a no pocos logros e incesantes trabajos y esfuerzos, el huevo de la
serpiente sigue intacto en Argentina.
Se lo puede notar en varias cosas y de múltiples maneras. Por lo pronto, uno experimen-
ta también repetidamente que, tomado en promedio, el habitante de aquí no se muere
por la democracia y menos todavía por un orden republicano con tres poderes fuertes y
no sólo con uno. El umbral de sensibilidad a violación y pérdida de derechos civiles pare-
ce bastante alto, como para que el dolor y la irritación tarden lo suyo en comparecer.
Mucha gente ha progresado hasta el punto de disimular hipócritamente su simpatía por
regímenes autoritarios y totalitarios y esto no es un avance menor, ya que supone que lo
políticamente correcto ha cambiado de signo…..pero éste progreso no llega a tanto que
vele la simpatía y hasta fascinación que producen la desfachatez de un Menem o la pose
fálica y pedagogizante de la actual Presidente. El que, de distinta manera y cada uno a
su estilo, ambos se pasen por alto tan fácil e impunemente las reglas de juego de una
práctica democrática y republicana consistente y seria. La desconsideración por tales
“formalidades” tiende un lazo de continuidad bien perceptible entre administraciones de
las que suele acentuarse únicamente la diferencia. Otro caso donde el esquematismo de
las oposiciones binarias no funciona sin deformar lo que pretende esclarecer, ya que esa
mirada antinómica pasa por alto con demasiada facilidad complicidades y continuidades
disfrazadas con el ropaje dualista: década del 90 vs. década del 2000 y pico…. En un
fondo no tan infondeable –y he aquí otra continuidad- aquella actitud de omnipotencia
suficiente despierta admiración e idolatría falocéntrica en muchísimos ciudadanos de
diversa extracción, y no sólo de sectores de los llamados “populares”. Y cosa idéntica
puede afirmarse en lo que despiertan funcionarios de turno que invariablemente apare-
cen enfundados en un poder inexplicable –otro síntoma de los derivados del huevo
aquel- y que pasan a ser temidos-admirados en el eje idealización –persecución que
hace tiempo conceptualizó el psicoanálisis a través de su práctica clínica; así surgen y
pasan los Martínez de Hoz, los Cavallo, los Moreno, los Echegaray.….caracterizados más
allá de sus diferencias ideológicas por una arbitrariedad a prueba de fuego, amén de su
habilidad para incrementar exponencialmente su patrimonio personal, algo que cierta-
mente no es para nada un indicador de buena salud democrática. (En el camino nos
olvidamos de López Rega y de unos cuantos más). Personajes que pueden tornar irriso-
rio un derecho constitucional, mentir a mansalva, perseguir si es necesario de un modo
u otro a quienes les convenga o les irrite, saltearse impunemente los códigos estipulados
para tal o cual problema o procedimiento, etc. Lo cual dice mucho de la fuerte inclinación
personalista que impera entre nosotros, culto a la personalidad que hace estragos en la
potencial conciencia política y realimenta la facilidad pasmosa para volver a ilusionarse
renegatoriamente con el “héroe” de turno (“ya sé que una vez más acabaré defraudado,
pero aún así juego a volver a caer en que Fulano será la solución de todo….”). El deseo
de dejarse engañar acaso defiende de la angustia de hacerse cargo de las propias res-
ponsabilidades y por ende de la propia libertad. La libertad es la mala palabra en toda
esta política donde la primera corrupción responde a ese deseo de ser engañado que se
muestra cerrando los ojos tantas y tantas veces.
El resultado de todo este descarrilamiento es que desde hace mucho tiempo, la opción
se dirime entre ser gobernado por una derecha conservadora, actualmente conocida
como “neoliberal”, y otra derecha de raíces fascitoides, se vislumbren o no claramente
de entrada, de prácticas populistas que hacen el simulacro de comportarse o hacer las
veces de izquierda. El corte no es nítido, lo cual puede teñir de color popular un gobierno
como el de Menem. Es interesante que ambas variantes quepan en el peronismo, con
algunos forcejeos y practicando distintos cortes en distintos sistemas de citas de acuerdo
a de qué fechas se considere privilegiar (épocas donde campea un discurso de austeri-
dad, otras donde el acento cae sobre la redistribución y el consumo, épocas dirigistas,
épocas más abiertas al “mercado”, etc.), lo cual ha sido señalado como cualidad flexible,
pragmática, de los movimientos de inspiración fascista, en general indiferentes a princi-
pios inamovibles aún cuando los declaren de la boca para afuera. Excepto interludios
radicales nunca llevados a término, eso es lo que viene pasando y se refleja incluso en
los gobiernos militares, donde una serie podría tener como representantes a Justo, La-
nusse, Aramburu, sin agotar la lista, y otra alistar a Uriburu, Lonardi, Levingston…aun-
que eso no impida mezclas insólitas, como cuando en pleno “liberalismo” menemista se
incluyó en el gobierno a Asís, con su pretensión de castigar el uso de vocablos no argen-
tinos. Las esencias una vez más, persiguiéndonos sin tregua. Seguramente, Asís tam-
bién deseaba “formar argentinos” derechos y humanos, buena gente, gente nuestra,
impermeable a “ideas extrañas a nuestro modo de ser”. Oriundo de la metafísica occi-
dental, el ser da para todo.
Y desde 1928, fin de la presidencia de Marcelo T. de Alvear, nadie que no fuera peronista
o militar pudo terminar un período de gobierno en Argentina. Aquella presidencia termi-
nó justo antes del engendramiento del huevo dentro de cuyas expresiones y variantes
seguimos viviendo hasta el día de hoy, o de mañana, materia gelatinosa difícil de traspa-
sar. No porque no existan progresos y realizaciones a veces maravillosas en diversos
planos de la cultura del país, no porque carezcamos de luchadores y luchadoras que no
ceden terreno y en ocasiones logran imponer algo de justicia, algo de pensamiento libre
y abierto a la diferencia. Pero, eso sí, sin poder romper el cerco, la membrana flexible y
acomodaticia del huevo y de lo que este huevo produce, de sus serpientes y de sus
deyecciones. De ahí aquella contradictoria sensación de que a pesar de que todos los
vientos y las corrientes de la historia han pasado por aquí al mismo tiempo sentimos
que en un estrato insondable continuamos caminando en el mismo lugar, inmersos en la
misma atmósfera, una y otra vez, como en esos sueños de movimiento paralizado donde
se siente con tanta fuerza la fuerza de la inhibición.
Por otra parte, o por la misma, tenemos o deberíamos tener suficientes motivos ya para
denunciar la insuficiencia de la tranquila oposición decimonónica derecha/izquierda como
eje rector y central para conceptualizar los funcionamientos políticos, por más que, son-
deados a fondo, no tan pocos descrean de su validez y de su vigencia. En particular es
difícil no percibir lo mentiroso de lo que pretende ser una línea divisoria clara e inequívo-
ca. En este punto, el movimiento peronista en su conjunto presta una gran utilidad al
análisis y a la desconstrucción del viejo dualismo, constituyéndose en un auténtico anali-
zador que ilumina su incompetencia. Ya desde su emergencia vuelve no funcional esa
categorización de la vida política, poniendo en banda de Moebius –y en lo concreto de
sus circulaciones y tejidos de alianzas- los términos antes contrapuestos. Se puede ras-
trear ese retorcimiento que anuda caras clásicamente opuestas en el doble hecho de la
desaparición del partido conservador a partir del ascenso del peronismo y del retroceso
del peso de las fuerzas tradicionalmente representativas de una izquierda de clase obre-
ra, tanto de inspiración marxista como anarquista, lo cual compone un electorado que
hará gobierno al peronismo en 1946 amalgamando gente que votaba o era votada por el
partido autonomista liberal y gente que lo hacía, cuando se podía, por un partido clasista
de ideas revolucionarias. De allí en adelante, la oposición derecha/izquierda perderá la
claridad que se supone tenía y se irá volviendo cada vez más confusa y más bien un cali-
ficativo para descalificar a un adversario, en un sentido o en otro, de acuerdo a los gus-
tos y los gestos y….los gastos de cada cual. Por su parte el peronismo redoblará esta
confusión mimando en su seno la oposición y probando suerte con híbridos monstruosos
como el de “la patria socialista” a la que aquel daría nacimiento, en oposición a una
“patria peronista” como modelo de alternativa de derecha. Todo un galimatías.
Como para plantearse si el advenimiento del fascismo y de los nacionales-socialismos
en la segunda década del pasado siglo no marca una escisión heterogénea, a partir de la
cual la clásica oposición pierde sentido o por lo menos limita mucho su vigencia; ¿es
lícito referirse a esos movimientos clasificándolos sin más como meras variantes de la
derecha? ¿No hay allí algo más, algo nuevo, que no se dejaría reducir a otro reflejo
conservador o reaccionario? La hecatombe en que culmina esta primera emergencia
daría derecho a pensarlo (y subrayaríamos lo de “primera emergencia”, prudentes con
las ilusiones y el wishful thinking de los “nunca más”, desconfiando que sea tan sencillo
quebrantar la violencia de la compulsión repetitiva. Esta fácil homologación equivale a
igualar el racismo más o menos común –bien caracterizado y acotado por Lévi-Strauss-
con el genocidio, que da testimonio en su magnitud de un formidable salto cualitativo. El
racismo puede burlar, denigrar, humillar, desvalorizar, discriminar….hasta dañar o dar
muerte a un representante o varios del grupo odiado y escarnecido, pero se detiene
mucho antes de cualquier plan de exterminio minucioso y sistemático, esto sobre todo.
No equivale a una matanza cualquiera, como las tantas perpetradas a lo largo de la
historia, y que cae sobre un enemigo ocasional. Por eso mismo, no necesita de la gue-
rra, como tampoco en última instancia de la raza, pues puede bastarle con inventar una
categoría ad hoc, como fue entre nosotros la de “subversivos”. Desde una posición tradi-
cional de derecha se puede bien fácilmente explotar, maltratar o esclavizar a mucha
gente; otra cosa es la aniquilación por encima incluso de las conveniencias económicas o
políticas.
Esta hipótesis se asentaría en la idea de que desde aquel entonces pasó algo que no
podemos dar por superado porque una guerra se haya ganado, algo que persiste, se
reproduce, se desplaza para irrumpir en nuevos escenarios, algo que a menudo asume
una forma de existencia bulbar, un estado de no existencia que guarda en sí latente el
paso a una nueva existencia, y que tampoco se rige por la supuesta ley del todo o nada,
es decir que no requiere necesariamente escalar hasta su máximo extremo posible, pues
no le faltan modos de existencia de intensidad más baja, subclínica, como cuando para
respetar matices hablamos de “paranoide” y no de “paranoico”.
Los rasgos más conspicuos que lo identificarían pueden enumerarse aproximadamente
así: el culto más o menos desenfrenado a la personalidad, que funda el por lo menos
carácter autoritario del régimen que se instituye –y no inevitablemente una dictadura
propiamente dicha- (este culto propicia el tono mesiánico que invariablemente impregna
el discurso político oficial en esos casos); el recurso en gran escala a la propaganda
mediática (no hay fascismo silencioso) –cuyo primer soporte técnico, antes de la digitali-
zación planetaria fue la radio; ahora dicha digitalización dota a la propaganda de recur-
sos inagotables-: este rasgo debe ser cuidadosamente considerado, puesto que es un
rasgo bien esencial, absolutamente imprescindible, y no un adorno superestructural. El
mesianismo, como otro aspecto inseparable del funcionamiento fascista o fascistoide, se
apuntala generosamente en el vocerío y la multiplicación de la actividad propagandística.
La tendencia genocida puede quedar representada por una figura bastante más tenue, si
bien potencialmente peligrosa al no ser en principio estática, que es la actitud hostil,
odiante, hacia toda oposición, que rápidamente conjura al enemigo allí donde apenas
habría un disidente, un diferente. Evocamos aquella patética celebración multitudinaria
de la victoria futbolística en el Mundial del 78, cuando se cantaba “¡El que no salta es un
holandés!”, donde ese despectivo término “holandés” abarcaba, entre otros, a quienes
tenían su cabeza puesta en las torturas, desapariciones y asesinatos que se estaban
cometiendo en ese mismo momento. “Casualmente, los jugadores holandeses habían ido
a la Plaza de Mayo a solidarizarse con las Madres. Por último, provisionalmente, añadi-
ríamos el antirepublicanismo: gobierna el Poder Ejecutivo, satelizando al parlamento,
cuando éste existe, y manipulando al Poder Judicial o bien, alternativamente, haciendo
caso omiso de él, sin trepidar si enfrente está la Corte Suprema. Aunque, contrariando
la tentativa de cerrar aquí la lista, no deberíamos olvidarnos del elemento antiintelec-
tual, que entre nosotros quedó consagrado en el eficaz slogan “alpargatas sí, libros no”.
Pero esa destrucción del principio republicano –que hoy describiríamos más en términos
de un conflicto inestable que de armonía, diferenciándonos del tono de la fórmula de
Montesquieu- es un elemento a retener , ya que desequilibra para mal la práctica demo-
crática, aún cuando se respeten sus ritos más sagrados, como el del voto ciudadano.
Hacemos nuestro el planteo de muchos historiadores, aquí divulgado por Horacio Ver-
bitsky, que distingue entre lo elegido y lo más consistentemente democrático. Y en esta
dirección, que funcione no el régimen republicano es decisivo para ese matiz conceptual.
Y ya que estamos de añadidos, vale la pena incluir también el histrionismo, a cargo del
líder pero no necesariamente de sólo él: aquello que llevó a acuñar la expresión “payaso
fascista” hace ya mucho tiempo. En combinación con lo mesiánico da cuenta del tono
exaltado que campea en las proclamas oficiales de turno. Y articulado con el antiintelec-
tualismo explica la frecuente apelación a la grosería y al chabacanismo. El punto no es
el empleo de lenguaje popular, que bien podría ser valioso y legítimo frente a ciertos
discursos políticos acartonados; el punto es una ramplonería que se disfraza de popular
degradando el humor espontáneo y creativo propio de esa experiencia cultural anónima
y cotidiana que rebasa la mera prosa de la vida o la vida como hechura prosaica. Con-
fundir una cosa con otra es tanto como asimilar Atahualpa Yupanqui a un confeccionador
de cumbias que sólo buscan éxito comercial.
Lo que a veces puede llamar a pensar: ¿Quién gobierna en realidad, tras la fachada
declamatoria y a menudo bufonesca y haciendo a un lado una concepción pueril del
gobernar, tipo el que sueña un niño acariciando el deseo de ser un día presidente? En
esa fantasía, el niño concibe un mandato directo y exclusivamente personal, donde el
que manda, manda. Cierto que mucha gente hay que no ha sobrepasado ese nivel infan-
til. Entonces tendemos a pensar en cortinas de humo para ingenuos que disimulan los
verdaderos ejercicios de poder, bastante menos espectaculares, afectos antes bien a la
invisibilización. Lo que se deja ver a la vez que se invisibiliza cierta inflexión de sí es, por
otra parte, la franca tendencia a que la corrupción se constituya en política de Estado, lo
cual la hace a algo muy diferente en su régimen de la corrupción como acto individual o
grupal que podría decirse una invariante en las relaciones humanas, políticas o no. Esto
llegó a asumirse casi impúdicamente durante la pasada última década del siglo XX.
Como cuando hay terrorismo de Estado, cosa heterogénea al terrorismo de un grupo o
de una secta cualquiera. La corrupción no de un funcionario, la corrupción ya impersonal
institucionalizada en una práctica cronificada debe diagnosticarse y no asimilarse a es-
cándalos aparatosos explotados amarillísticamente; su discurrir es harto más silencioso
y capilar, con una retícula de complicidades sin fronteras. Sabe mimetizarse con la “ley”
burlándose de la ingenuidad de quienes creerían que ésta pudiera ser una garantía con-
tra aquella, cuando tantas veces funciona como su instrumento. En ambos casos, no hay
simetría posible entre tales políticas de Estado y acciones semejantes en la sociedad
civil.
Es que acaso hemos exagerado también en el respeto a otras polaridades consagradas
como la de gobierno elegido/gobierno de facto. Tan importante como es, tan valiosa
como es, no basta con esta distinción elemental para garantizar un modo democrático
de hacer política y de gestionar una gestión ¿Era democrático Fujimori?, todo un ejem-
plo en pasar del autoritarismo hacia una franca evolución hacia una dictadura. Y todo
eso a partir de elecciones libres. No siempre, por cierto, estas evoluciones empiezan con
un golpe de Estado clásico. Seguramente nuestra infinita fatiga por tantos cuartelazos
nos hizo desear que la democracia se garantizase a sí misma y por sí misma más de lo
que era posible.
Una derivación particularmente sugestiva para el psicoanalista la da un procedimiento
sumamente típico de la modalidad autoritaria en ejercicio del gobierno, cual es la culpa-
bilización del que se resiste a una obediencia integral y sin condiciones, pretendiendo
conservar -y he aquí un conservadorismo de buena ley- su independencia de pensa-
miento, un tipo de intervención culpabilizante qué al clínico le es muy familiar, la en-
cuentra en muchas familias y en los estilos enunciativos de no pocas personas….que a
veces en un tratamiento la dirigen contra él a la primera de cambio. La operatoria de
esta intervención es monótonamente –pero con gran eficacia- igual: se desplaza la res-
puesta que se le da al oponente que se quiere inhabilitar desde el contenido de sus
proposiciones, verdadero o no, al “ser” del que así ha puesto reparos. Entonces se dirá
que es “golpista”, por ejemplo, o llegado el caso “gorila” o lo que fuere oportuno como
denuesto que designa descalificando y –sobre todo- evitando contestar seriamente a sus
objeciones y contrapropuestas. Eso aunque el tema discutido estuviese lejos por su
magnitud de suscitar riesgo alguno de inestabilidad institucional. En numerosos casos
las huelgas son así caratuladas. Sin olvidar la “campaña antiargentina” que inventaban
los militares del 76 y sus secuaces y compinches -cuando no sponsors- civiles. De esta
manera, en lugar de referirme al tema con el que mi oponente me confronta replico
hablando de él, de lo malo que es, de su escaso patriotismo, de su malevolencia, de sus
mezquinos intereses, etc. Con esta práctica, cuando tiene éxito, una persona en una
familia puede hacer sentir culpable y lleno de maldad al más pintado, sea hijo, padre o
pareja o amigo. El acusado, para empezar a liberarse y a correrse del sitio en que se lo
pone, debería como primer paso denunciar el taimado giro de que le hablen de su “ser”
en lugar de lo que él estaba hablando, y que no tiene nada que ver con su maldad o
bondad potencial.
Volviendo ahora al punto anterior, nuestro pensamiento está plagado de esas alternati-
vas siempre de fondo metafísicas –ya que la metafísica, desde sus tiempos más lejanos,
se fundó enseñándonos a no poder pensar sino con ayuda de pares opositivos coagula-
dos y en general bastante rígidos. Uno de estos que también viene al caso con signar es
la fórmula según la cual “la violencia de arriba engendra la violencia de abajo”, fórmula
bastante popular. Evaluarla requiere de matices: practicando cierto corte parece válida
cuando tomamos nota de cuántas veces y con qué frecuencia una población exasperada
por una secuencia de gobiernos insatisfactorios que nunca resuelven medianamente
ningún problema cotidiano acaba por volverse, dividida, contra sí misma y infligirse
violencia que no encuentra modo de dirigir a su gobierno, ensañándose de este modo
contra alguna fracción de sí, que más no sea ponerse el peatón contra el conductor o el
comprador contra el que le vende algo, sin mencionar las alternativas abiertamente
ligadas a la criminalidad. Pero más allá de un segmento de corte muy restringido, es el
propio dualismo que estructura la fórmula, absolviendo de alguna manera a toda esa
buena gente. Por fortuna o por desgracia, las cosas parecen más complejas y la violen-
cia harto más insituable, ni originada arriba ni originada abajo, ni hacia abajo ni hacia
arriba, sin centro preciso de irradiación, tampoco como algo de adentro o de afuera. Por
lo cual nadie queda exento de su potencialidad de paso por donde sea. Esto es de parti-
cular interés en cuanto a esa buena gente derecha y humana, a la que le sucederían
calamidades terribles por obra y gracia de vaya a saber qué, qué conspiración de qué
puñado de quienes.
Esa gente debería ser confrontada con la evidencia de vivir en un país donde las inclina-
ciones autoritarias o totalitarias parecen tan fuertes y fáciles de prender, donde no ruge
la mayoría apenas siente en peligro cierta dimensión de libertad que tanto ha costado
establecer, aquí como en todas partes, absolutamente en todas. En ese sentido cuando
dicen algunos que éste es un país peronista donde sólo el peronismo puede mal que mal
gobernar, estén o no en lo cierto proporcionan material para una reflexión crucial y que
deberíamos poder llevar a fondo, dado que difícilmente, aún la visión más complaciente
o más indulgente, puede asociar de primera peronismo con libertad, así lo lograra hacer
con motivos como el de la justicia social u otros similares; dado que aún eso reconocido
quedaría en pie el compatibilizar esa mentada justicia con la causa más amplia y abarca-
dora de la libertad del hombre, una libertad que hoy no puede pensarse precluyendo el
argumento económico pero que tampoco en absoluto queda establecida y asegurada con
sólo él.
Last but not least todo este camino debería además separarse con cuidado y claridad de
lo que se dio en llamar gorilismo, una inculpación global y dogmática al peronismo como
encarnación del mal, un poco a la Borges. El peronismo no es el huevo de la serpiente
en cuestión, apenas es un efecto de espaciamiento –por tanto, no se autoengendra, es
producido por otra cosa difícil de precisar y de nombrar- de esa formación metastásica,
proliferativa. No excluye en tanto tal hombres de honor y de valía, (uno aquí evoca figu-
ras como las de Lavagna), ni idealismos progresistas. Pero sí los compromete y se los
reapropia en su efecto global de impregnación que no consigue desmarcarse de una
tendencia fascista de fondo porque de allí salió, en cruce con otros factores históricos y
de poder. No es una proscripción lo que nos haría llegar por fin más allá de él. Si lo
podemos esperar de una desconstrucción es de una que ya no se limitaría a un trabajo
de lectura, tendría que integrar prácticas políticas que por el momento o son inéditas o
todavía no asistimos a su gestación. Se quebrará, como se han quebrado tantas cosas,
mejores o peores, pero de lo que se trata es de evitar que un país se quiebre con él.
El huevo de la serpiente, al revés que los delirios y confabulaciones paranoicas, reside
en un lugar enigmático y lo es él mismo: ninguna sobredeterminación más o menos
simple o más o menos compleja, lineal o dialéctica, lo puede ubicar con claridad. Figuras
que lo radicaran en el corazón del pueblo, o en la mezquindad y codicia de una clase
dirigente, o en un aciago efecto esencialista que gravaría el ser argentino ni la invocada
identidad todavía confusa y amasándose interminablemente ni una mera inmadurez de
pueblo joven o niño pueden explicarlo y esclarecer su misterio. Se produjo en alguna
parte, está entre nosotros, no sabemos donde. No respondería a ninguna medicación
simple y frontal.
Y lo cierto pareciera ser que el marco en que se han desenvuelto las cosas, el de la opo-
sición peronismo/antiperonismo para empezar, el de la alternancia entre civiles y milita-
res con civiles más o menos disimulados en sus pliegues, el de las políticas de mercado
más bien salvajes y el no menos salvaje proteccionismo de un Estado publicitado como
donador y protector que “da” beneficios por los que hay que estar eternamente agrade-
cido y, sobre todo, acrítico, los trazados de este marco, en fin, no han hecho sino asegu-
rar la buena salud del huevo y su fecundidad a la hora de segregar figuras serpentales.
Lo propio cabe decir de las innúmeras tentativas de regenerar, reformar, radicalizar,
purificar, afianzar en su tradición, sublimar en su pretendida esencia, depurar, sanear,
democratizar, revisionizar, izquierdizar, derechizar, moderar, democratizar, absolutizar,
repetir con diferición, repetir estereotipadamente, el peronismo por dentro. Único resul-
tado, virulencia y perpetuación del dominio del huevo en que venimos estando aprisio-
nados.
Es necesaria, se hace necesario, otra cosa. Otra cosa que no responde a los diversos
formatos que hemos repasado un poco a las corridas. Una cosa que por el momento no
tiene figura, como alguna vez fue el caso con la tierra prometida. Acaso algo que tenga
que ver con los sueños de un Belgrano, de un San Martín, de un Bolívar, más que con las
pesadillas de sus sucesores.
I
Hace muchos años descubrimos el motivo de la reapropiación en los textos de Jacques
Derrida y lo introdujimos en el campo no sólo de la teoría, también y sobre todo en el de
la clínica psicoanalítica, particularmente en el caso de la niñez y de la adolescencia.
Como motivo temático y problemático genera en la obra del pensador argelino un amplio
espectro de ramificaciones y de variaciones que lo ponen a trabajar de múltiples mane-
ras. Esquemáticamente considerado este motivo da cuenta de una suerte de política que
actúa en los más diversos planos –desde el familiar hasta el social más amplio que que-
pa imaginar- y consiste en que un emergente creativo, productivo, más o menos espon-
táneo es a la larga o a la corta confiscado por una instancia de poder que le pone su
sello significante, atribuyéndoselo. En consecuencia la instancia individual, grupal o
colectiva que provocó la emergencia de alguna cosa en tanto instancia singular que da
lugar a una producción también singular es despojada de lo que fue capaz de hacer en
provecho de aquella reapropiadora. Es de interés señalar que el proceso no se da en
forma de que alguien pueda reconocer un deseo contrapuesto claramente al suyo, se da
amañándoselas para que ese deseo se implante en el sujeto camuflado como suyo pro-
pio, lo cual vuelve tanto más temible y peligrosa esa reapropiación, como cuando un hijo
llega a creer que todas sus realizaciones se plasman gracias al apellido que porta, apelli-
do que se le aparece cargado de toda la magia de lo genético, reinterpretado de modo
que parezca coincidir puntualmente con aquel. Es una implantación usurpadora, que no
funcionaría tan bien como tal si fuera fácil reconocerla ajena, aún para dejarse influir por
Capítulo V
Reapropiaciones (niñez y políticas de estado en argentina)
a mis nietos, Betania y Valentín
ella. Otra cosa muy distinta es que la tome como naturalmente mía, propia, propiamente
mía. De aquí procede su sintonía con el engaño, la mistificación, la expropiación de iden-
tidad.
Trabajado minuciosa y cuidadosamente este motivo da cuenta desde pequeños y en apa-
riencia inofensivos fenómenos -como ser el caso del adulto que remite todo lo que le
gusta del hacer de un niño a un “sale a….”, a lo que sigue un apellido que explicaría la
acción u ocurrencia que se celebra- hasta expropiaciones de un accionar político rebelde,
no esperado, y sobre todo, no etiquetado, sin nombre propio, por parte de una facción
política que quiere capitalizar para sí el movimiento que la ha sorprendido. Por el cami-
no, se multiplicarían los ejemplos fácilmente en sucesivos estratos y niveles de análisis.
Uno entre tantos, de enorme peso histórico, se reapropia para los Estados Unidos el
adjetivo “americano”, induciendo a que los demás países del continente deban especifi-
carse como “sudamericanos”, por ejemplo. Un americano a secas nunca es un brasileño
o un guatemalteco, ni siquiera un canadiense.
Desde mi punto de vista la importancia y significación de la reapropiación (o apropiación
o expropiación) es de una magnitud tal que se la puede comparar con la que en su mo-
mento Freud conceptualizó como represión, por sus incalculables e innumerables efectos
y derivaciones a las que da lugar, sobre todo en el terreno de lo patológico. Más aún, he
llegado a concebir el descubrimiento de la represión como un estadio preliminar de la
más amplia categoría de la reapropiación, como su primera punta, entrevista en su mo-
mento por Freud. En todo caso, el psicoanálisis como práctica terapéutica tiende a con-
trarrestar a desactivar a revertir a disolver el poder de lo reapropiatorio en la vida de
alguien, con el consecuente empobrecimiento al que la cura procura poner fin sustitu-
yéndolo por un florecimiento de lo propiamente propio. 1
No tardé en anudar lazos entre el término forjado por Derrida y ciertos desarrollos del
psicoanálisis. En particular todo lo que Winnicott piensa acerca de cómo una persona
puede en realidad funcionar como tal sin serlo verdaderamente, ya que se ha distorsio-
nado su desarrollo en provecho de un puñado de reacciones adaptativas que correspon-
1 - Entre los numerosos lugares donde puede encontrarse tratada la reapropiación en la obra de Derrida, ele-giría el primer escrito que me ligó indisolublemente a seguir su rastro y no dejarlo perder: la farmacia de Platón, segundo ensayo del libro La diseminación, Anthropos, 1982. En mis propios textos, la reapropiación se vuelve un elemento protagónico a partir de El psicoanálisis de nuevo, Eudeba, 2004, y si tuviera que elegir uno particularmente decisivo al respecto la elección recaería sobre el capítulo titulado El duelo del padre en ese mismo libro. Aunque en otros como el más reciente dedicado a la lectura de Winnicott, Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia (Paidós, 2009) este motivo recorre el texto de punta a punta. _
den al sometimiento a otras o a otras instancias o instituciones que se han apropiado del
potencial en que aquella consistía y lo explotan en provecho propio. Winnicott llegó muy
lejos por esta vía, denunciando la bien concreta existencia de tratamientos montados
sobre una base falsa, al creer el analista que está con una persona real cuando en ver-
dad está con un falso self de ficción que ocupa prácticamente la totalidad del escenario,
incluyendo un supuesto “inconsciente” que no es tal, forjado por el paciente para adap-
tarse a su analista. Análogamente, hay inflexiones en la teoría del significante de Lacan
que dejan ver claramente la actividad reapropiante comiéndose al sujeto relegado a la
condición de objeto, sin olvidar la dimensión confiscatoria del goce del Otro en este
pensamiento. En Balint, en Stern, en Jessica Benjamin. Encontramos asimismo direccio-
nes y observaciones congruas con el motivo derridiano. Y por fuera del psicoanálisis no
podríamos eludir la mención a la obra de Alicia Fernández, cuya diferenciación entre
alumno y lo que ella conceptualiza como aprendiente reposa enteramente sobre una
idea de aquel tipo, aunque llegue por otros y sus propios caminos.
Más aún, desde los tiempos clásicos la relación predominante del psicoanálisis con las
formaciones del Superyo, lo mismo que su énfasis en los procesos de diferenciación, que
exigen discriminarse y más que reconocer construir algo del orden de lo propio, de lo no
implantado por otros concretos o abstractos, van de un modo u otro en dirección a una
denuncia y a un oponer resistencia a la reapropiación, sobre todo a la consentida por el
mismo sujeto que padece sus efectos
La fuerza del deseo del Otro, la fuerza del deseo de la Otra primordial, la fuerza del
deseo de tales o cuales otros, la fuerza mítica y anónima de las formaciones superyoi-
cas, en especial las que no detentan el nombre de nadie -lo que Heidegger denominó el
Se-, la fuerza de los dispositivos mediáticos para proponer ideales y prescribir prohibi-
ciones o restricciones, todo esto junto debe ayudarnos a sopesar el formidable poderío
de los procesos de reapropiación.
Retrocediendo un poco, yendo a lo más sencillo, aquella vieja regla psicoanalítica de
rehusarse a dar consejos y directivas a los pacientes, a fin de cuentas responde en últi-
ma instancia a una ética de la no reapropiación, a una ética de la libertad y de la libera-
ción de la libertad de sus calabozos cotidianos.
II
En Argentina, el motivo de la reapropiación se introdujo por otro camino, que a la larga
o a la corta iría a encontrarse con el abierto por Jacques Derrida: el del secuestro de
bebés tras asesinar a sus madres en tiempos del gran genocidio perpetrado por el régi-
men que tomó el poder en 1976 desplegando una crueldad sin límites hasta entonces o
hasta muy poco antes inédita, reserva ésta referida a las violencia política del sangriento
período 1973 (a partir de su segunda mitad) -1976. Se demoró en descubrir y descorrer
el velo sobre la magnitud de lo ocurrido en lo que hace a la reapropiación de bebés y de
niños pequeños, y se tardó un poco más en intentar una reflexión en profundidad acerca
de las implicancias y de las consecuencias de práctica tan aberrante. Es harto conocido
el extraordinario papel de Abuelas de Plaza de Mayo en todo este trabajo, incluyendo lo
realizado por el equipo de psicólogos que trabaja en dicha institución bajo la dirección de
Alicia Lo Giúdice.2 La larga lista de nietos recuperados da testimonio, como lo da su
incompletada en cuanto medida de una tarea imposible llevada a cabo. Y sobre esto se
continuará trabajando. Por cierto honra a la producción psicoanalítica nacional el que a lo
largo de estos años se emprendieran trabajos de investigación clínica de verdadera con-
sistencia teórica.3 Un auténtico suplemento de pensamiento al horror que contribuyó a
esclarecer aspectos esenciales a la constitución subjetiva saludable del niño, a los distin-
tos planos de inscripción de la memoria, mucho más allá o acá de lo evocativo, y tantas
otras cosas.
Pero por lo mismo que se puso de relieve en estas pesquisas cabe preguntarse ¿termina
aquí la problemática de la reapropiación, en este extremo traumático por excelencia? En
este punto, la concepción de Derrida viene en nuestra ayuda, evitando restringir el moti-
vo de la reapropiación y trazando para él y con él contornos mucho más amplios.
III
Una circunstancia que expondré me dio ocasión de constatar algo inadvertido hasta el
momento, a pesar o a favor del tiempo transcurrido. Hice la escuela primaria y el primer
2 véase, entre otros, Psicoanálisis: identidad y transmisión. Gobierno Vasco, 2007 _ 3 Entre los que podemos mencionar, a título ilustrativo y no exhaustivo, el estudio de Marisa Rodulfo incluido en su libro La clínica del niño y su interior ,Paidós, 2005, y de Juan Carlos Volnovich,Crisis social y sus marcas en la sub-jetividad, Laborde Editor, 2003. por fuera de nuestra disciplina parece ineludible el ensayo de Hugo Vezzetti, Pasado y presente, Siglo XXI, 2002. _
año de la secundaria durante la primera y segunda presidencia de Perón (1946-1955) en
la época en que habitábamos en lo que por entonces se llamaba la Nueva Argentina
Justicialista. La propaganda política oficial en el seno de la escuela era muy intensa.
Como era un alumno destacado y de muy buena dicción y soltura para leer además, se
me encomendaron leer en actos escolares varios panegíricos del presidente y de su
esposa en más de una ocasión, lo mismo que encabezar como abanderado visitas a una
iglesia cercana donde se oficiaban misas in memoriam Eva Perón a partir de 1952. Pero
lo que advertí remite principalmente a recuerdos de los libros de lectura que se maneja-
ban en aquel tiempo; en esos libros abundaban frases que nos hablaban del amor y del
cuidado de Perón y Evita por nosotros, los niños, que éramos, según se solía decir, “los
únicos privilegiados”. Asimismo, abundaban las imágenes donde, por ejemplo, aparecía
ella en traje de hada o él como una suerte de titán con el torso desnudo rompiendo unas
cadenas argolladas a sus muñecas: las cadenas de la dependencia económica. Y así
sucesivamente.Pero a lo que voy es que recién ahora, tantas décadas después, reparé
en el hecho de la profundidad con que estaban inscriptas en mí todas esas imágenes y
frases, como se mezclaban con otras supuestamente más “primarias” –de acuerdo a las
creencias del psicoanálisis clásico- como las de mi abuela o mi mamá o mi primera ami-
guita íntima o las de los chicos de mi barrio, tanto en lo visual como en los fragmentos
de recuerdos sonoros: dichos, gritos, músicas de voces…. Lo que advertí inadvertido
hasta el momento era lo vívido, la nitidez sensorial de aquellas imágenes y palabras y
sonoridades, una nitidez en nada inferior a las de mis supuestos “objetos primarios”, y
en yuxtaposición, a la par con ellos, no como sustitutos explicables invocando el carácter
encubridor de un recuerdo, pero sí con una fuerza plástica que implica colaboración
entre preconsciente e inconsciente. Sin duda, la repetición tenía que ver con la sostenida
vividez, si evocamos la constancia e insistencia de la actividad propagandística oficial en
aquellos días, la frecuencia de la cadena nacional, los ineludibles noticiarios en los cines,
la propagación desenfrenada de afiches, etc. Después de todo, Lacan ha dejado bien
claro que el significante se hace tal por repetición, fundamentalmente. Goebbels se le
había adelantado por este camino: la propaganda, política o no, es el reino de lo signifi-
cante. Añádese que, por vía familiar, yo no estaba particularmente expuesto a ella, pues
la mía era de tradición radical (por entonces los “Contreras”, o “vendepatrias”, o también
“cipayos”), habituado a escuchar críticas al gobierno, además de haber sido interrogado
a los diez años, por dos hombres de civil que se llevaron detenido a mi padre por pre-
suntas –y de hecho falsas-actividades de festejo ante la muerte de Eva perón. De modo
que no sería tan fácil “lavarme” el cerebro, como se suele decir.
Y sin embargo, he aquí la impresionante e impactante vigencia y brillo sensorial y signifi-
cante de todas aquellas cosas políticas, inseparables de las vivencias aparentemente
más íntimas, entrelazadas totalmente con ellas.
Otro rasgo que ahora advierto: contrariamente a otros recuerdos e imágenes éstas care-
cen de toda impregnación displacentera, no suscitan rechazo ni temor ni hostilidad; son
abiertas, ambiguas. Es mi pensamiento retroactivamente el que puede leerlas con una
mirada crítica, no el tono afectivo de estas inscripciones en sí mismas, que siguen dota-
das de un valor fálico, significante: si mi pensamiento tomara por otros rumbos bien
podría apuntalarme en ellas para profesar una fe político-religiosa como la que se en-
cuentra tan a menudo ligada a estas y otras figuras: el niño que yo era las cargó tal
como venían formateadas en el discurso del gobierno de aquellos tiempos.
Conclusión: qué posible es lavarle la cabeza a un niño pequeño, a fin de instalar en su
cabecita imagos idealizadas o repulsivas. No porque abonemos la hipótesis ambientalista
watsoniana de la tabula rasa, simplemente reconociendo los motivos por los que la pro-
paganda existe y tiene la enorme eficacia que tiene, muy superior a cualquier pretendido
amor a la verdad: el sujeto humano está inconmensurablemente abierto al otro, a lo
otro, dispuesto asimismo a hacer del otro otro, de la otra otra…y para colmo semejante
abertura a lo cultural viene genéticamente asegurada, toda una paradoja difícil de sopor-
tar para los analistas, especialmente los de cuño lacaniano.
Debo aún la explicitación de las circunstancias accidentales que determinaron esta toma
de conciencia. Una frase de la actual presidente justificando la denunciada actividad de
adoctrinamiento político en las escuelas primarias y secundarias en la necesidad, de
acuerdo a su perspectiva, de “formar argentinos”, seguida de un reforzamiento de tal
idea por parte de la figura líder de Madres de Plaza de Mayo, subiendo la apuesta al
añadir que, como lo había hecho la Iglesia, convenía iniciar esa práctica de adoctrina-
miento ya en el jardín de infantes. Una manifestación doblemente sorprendente, primero
por tratarse de una campeona de la militancia contra el genocidio practicado por la dic-
tadura militar –es más prudente decirlo así que generalizarlo a una militancia más am-
plia a favor de los derechos humanos-, en segundo término porque se salteaba una
producción argentina tan singular y valiosa y pionera como la ley 1420, que al defender
la enseñanza laica defendía a la niñez de tan temprano adoctrinamiento, al menos en el
ámbito de la escuela pública. Por lo tanto Bonafini retrocedía a un tiempo anterior a la
generación del 90, cuando estaban autorizados formatos harto más autoritarios en cuan-
to a la “formación” .…..espiritual.
En su inmediata rápida articulación ese par de frases me inquietaron lo suficiente como
para evocar mi propia experiencia de niño adoctrinado, en la que nunca había reparado
por obra y gracia de un pensamiento familiar que, malo o bueno, ejercía cierta presión
crítica acerca de lo que pasaba y desconfiaba al mismo tiempo de militares, curas y de
todo lo que tuviese improntas de fascismo. En estas tres desconfianzas quasi prejuicio-
sas las dos ramas británicas de mi familia –la una inglesa, irlandesa la otra- pesaban
decisivamente. Empero, el mayor mérito que hoy les reconozco es su precaución en
tampoco instruirme en una confianza ciega por los radicales…..
Reconocí allí todo un trabajo de reapropiación de un niño, llevada a cabo para transfor-
marlo en un niño peronista sin que mediara ninguna posibilidad de reflexión, por tanto
de elección. Un trabajo que no había surtido efecto pero que dejaba huellas de su accio-
nar y de su paso por el psiquismo en ese manojo de figuras y de retazos de discursos y
de cánticos (yo recordaría siempre el Evita capitana, aunque nunca lo hubiese cantado).
Seguramente muchos otros niños de mi generación cargados con este chip activaron en
su adolescencia o juventud ese programa, que en la década del 70 se volvió una verda-
dera bomba de tiempo. El autoritarismo, la atracción inconciente por él, acabó conjuran-
do la peor dictadura militar que hemos conocido, aliada a otros factores, como de cos-
tumbre. Articulación clave entre propaganda y compulsión de repetición.
IV
Por este camino reencontramos la problemática de la reapropiación, pero ahora con más
de un rostro y más de un método para robar chicos y meterlos en una historia falseada.
La formación de argentinos es un caballito de batalla que también, a su propia manera,
esgrimían Videla y cía. El procedimiento calca para peor lo del catecismo católico citado
por Bonafini, por cuanto se concentra y se contenta en reducir un niño a un prototipo de
obediencia militarizada caricaturesco o a un dócil ejemplar de una de las incontables
variantes del peronismo apodada mediáticamente “kirschnerismo”, en tanto la Iglesia al
menos abonaba un tipo de ser humano bastante más amplio pese a todo –y aunque no
estemos de acuerdo con su prédica y su política de catequesis-, un ser humano que, por
primera vez en la historia, ya no quedaba ligado indisolublemente a una identidad étnica
o política, como al hablar de romanos o de galos o de persas; un ser humano por prime-
ra vez globalizado como cristiano en oposición al pagano. Al menos este proyecto, con
toda la sangre que costó, respiraba una grandeza que se echa de menos en el afán de la
búsqueda de un ser argentino carente de toda verosimilitud y grotesco en su pretensión
de poseer algún tipo de “esencia”.
V
Los chicos se rigen por un esquema simbólico kleiniano (por su insistencia, Klein merece
quedar nombrada en este punto) cuya armadura es el eje bueno/malo. Si bien los chicos
son un poco menos maniqueos que la conceptualización kleiniana, puesto que en general
mal disimulan su atracción no tan secreta por el personaje del malo, que se hace cargo
de todas sus “pulsiones” prohibidas, violentas, desmesuradas…. como desmesurado es lo
que Freud localizó como deseo de ser grandes. Por eso mismo, los chicos no tienen diga-
mos la madurez para una posición política matizada, que rehuya semejante reducción.
Hay que decir, por otra parte, que así como Freud describía gente grande que no había
sobrepasado las primeras etapas del superyo, en las cuales éste requiere de un soporte
concreto asible y visible ahí para tener alguna consistencia, numerosos adultos van a
votar sin muchos más elementos que esa rudimentaria oposición. Son esos mismos que
no pueden integrar lo suficiente como para reconocer las medidas positivas de un go-
bierno al que por otro lado le puedan formular severas objeciones.
Los chicos, también, son particularmente fascinables por símbolos y por significantes
fálicos de poder, como por ejemplo el tamaño enorme de algo o de alguien. El falo entra
por los ojos. Encima de todo, su gusto por la libertad está contrarrestado por una mar-
cada ambivalencia que los hace temerosos de ella, en plena basculación fóbica que nos
hemos esforzado en caracterizar.4 A lo que habría que agregar su disponibilidad para
significarse a sí mismos como malos antes que reconocer la maldad de los grandes de
quienes dependen, un rasgo que dificulta seriamente su sentimiento crítico y su capaci-
dad para percibir hechos sin someter su percepción a un proceso renegatorio que la
neutraliza, ahorrándole la angustia de sentirse expuestos a esa maldad, en consonancia
4 Ya en textos de mucho tiempo atrás, como Estudios Clínicos, de 1992 (Paidós). Más recientemente, en Traba-jos de la lectura, lecturas de la violencia, Paidós, 2009, libro consagrado a una lectura de Winnicott. _
toda esta secuencia con la observación de Lacan según la cual la culpa es la mejor de-
fensa posible contra la mencionada angustia. Todo esto junto los hace verdaderamente
inmaduros para la complejidad de lo político, poco aptos aún para defenderse del poder
y del poder del dominio que tanto sobrepesa sobrepasa los vínculos humanos de otra
manera más plástica y saludable que la adaptación a las reglas de juego vigentes, una
cualidad que los hace tan buenos sobrevivientes en la calle y en la marginalidad, si bien
a expensas de su potencial de invención de lo que, por estar ya ahí, requiere ser creado
por ellos para una apropiación fecunda. En definitiva, resisten la reapropiación más des-
de lo inconsciente que en sus formaciones preconscientes supuestas como más raciona-
les o lógicas. La asimetría de su posición política los vuelve reapropiables por excelencia.
Su propensión a gozar de ser colocados como objetos fálicos de un adulto o de una
institución refuerza una peligrosa facilidad para que se les reapropie su actividad pen-
sante y deseante por parte de una intervención adoctrinante lo suficientemente hábil e
inescrupulosa. Tomemos nota de que dicha propensión se basa en la necesidad de reco-
nocimiento, de ocupar un espacio en el deseo que fluye en el tejido social a través de
diversos haces de mitemas, como los que colocan al hijo con un pan –o un plan- bajo el
brazo, realización por excelencia de la vida adulta, investido con ensueños de continui-
dad impenetrable por la muerte, más clon que heredero. Lograr un estatuto fálico en la
jungla de la vida familiar y social parece una garantía, aunque no lo es. Es necesario y
es suficiente con ser el “falo”, decía Lacan, parafraseando el discurso cartesiano.
En suma, la prioridad del niño desde bebé es ser aceptado, incluido, integrado; esta
prioridad absoluta lo torna muy vulnerable a cualquier tipo de adoctrinamiento y en
posición poco cómoda para un ejercicio de la crítica. No porque cognitivamente sea inep-
to para ella sino porque lo presionan otras urgencias en función de que, dada su necesi-
dad del encuentro (del otro) como verdadera necesidad básica, su necesidad de recono-
cimiento no admite postergaciones ni le deja opción. Por eso mismo, cuando un grande
quiere cuidar de él en el sentido de preservarlo de reapropiaciones excesivamente alien-
antes cuida con todo esmero de que sus intervenciones educativas no establezcan lazos
de sentido cristalizados e inamovibles.5 Se preocupará por transmitirle al pequeño la
5 - Sobre este punto, que marca toda la diferencia entre una intervención de sesgo fascista con otra abierta y potencialmente democrática, transversal, véase de Jean-Luc Nancy su El sentido del mundo, La Marca, 2002. la cuestión del cierre del sentido –como cada vez que se habla de un ser nacional o trascendental- es decisiva. En y desde Derrida, lo abierto del juego y de la interpretación opera una vigorosa desmarcación de los viejos motivos de la metafísica occidental, el del ser entre ellos, señaladamente. _
posibilidad y el derecho de tachar y no la intocabilidad de un significante o de una for-
mación de ideal idealizada. Algo parecido a lo que Lacan llamaría castración simbólica,
apelación equívoca teniendo en cuenta el poder de lo simbólico y del símbolo en general
para configurar fetiches incuestionables.
Acabamos de paso de proponer una diferencia conceptual entre una formación (de) ideal
y una formación de ideal idealizada, siendo la primera indispensable para la constitución
subjetiva, mientras la segunda una complicación indeseable, malsana, de ésta. Cuando
se dice, por ejemplo, de lo conveniente para un adolescente de interesarse en la política
se está uno refiriendo a la primera opción, la de formación ideal; si en cambio se trata
de introducir la política en una sola dirección determinada a priori, como en el caso del
“formar argentinos”, se incurre, a sabiendas o no, (y sin importar que uno atribuyera a
una tal fraseología las mejores intenciones) en un deseo de reapropiación de la libertad
que el niño tendría derecho de tener. Y cuando esto se hace por ambiciones de poder
perpetuado e irrestricto, el hedor apesta.
VI
Espontáneamente nos deslizamos sin aviso previo en la posición del adolescente, que
por supuesto tiene muchas diferencias con la del niño, incluyendo una espontánea atrac-
ción que muchas veces se pone en marcha por la dimensión política de la existencia. En
principio juzgaríamos al adolescente como mucho mejor posicionado para una función
crítica, acorde con el tiempo que está empezando a atravesar. Y claro que eso parece
seguro, dada su pasión incendiaria por demoler mitos e ideales adultos, en particular los
que le son familiares. Si el niño ya mostraba una apreciable perspicacia para captar
procesos no tan evidentes de los grandes que lo rodean, esta cualidad se agudiza toda-
vía en esta nueva etapa de la vida.
Pero no son todo rosas: el adolescente ama la inversión por sí misma, y con suma lasi-
tud la cree suficiente. Tal su talón de Aquiles. Intervenciones doctrinarias rígidas que
sepan explotar esta pasión por la inversión pueden manipularlo sin tanta dificultad como
se esperaría. No es accidental que todo régimen autoritario o directamente totalitario se
apoya regularmente en grupos juveniles, como con sagacidad lo notó Winnicott en el
caso del nazismo. De ahí el éxito de consignas anticulturales, que armonizan bien con la
rebelión contra los valores tradicionales que diferencia lo propiamente adolescente de la
mera juventud.6 Es interesante que esta correlación pueda descuidarse, como en el caso
de los “descamisados” o “grasitas”, cuando se pone el acento en su condición mestiza y
de clase y no en su pertenencia a una generación que emergía cuando esa figura histó-
rica se estableció.
Por otra parte a esto se suma que, por obra y gracia de una omnipotencia estructural,
-es decir, solidaria de una necesidad de cubrirse y no ser aplastados por la nueva per-
cepción del desamparo propia del momento que atraviesan- que los vuelve seducibles
por concepciones tipo “todo o nada”, sumarias y simplificadoras, que parecen resolverlo
todo sin demasiadas vueltas. La atracción de lo fálico retorna aquí, y complica con un
pliegue la oposición bueno/malo: entre un malo fálico y un bueno castrado se inclinará la
balanza del deseo a favor del primero, que contiene en sí nuestra propia violencia en-
mascarada o justificada. Cuántas veces nos encontramos con adolescentes que, por
ejemplo, de toda la música que hay en este mundo apenas rescatan una de las deriva-
ciones del rock, lo demás ni merecería existir!. Trasladado este afán reductor al orden
político podemos anticipar con qué facilidad se operaría de modo idéntico, despreciando
toda una serie de matices para embarcarse en la propuesta más esquemática y mani-
quea, sobre todo si viene adornada con cuantiosos índices de certeza omnipotente. El
interrogarse, el dudar, el poner en cuestión, está demasiado cerca de la inseguridad
angustiada que los chicos y las chicas encubren a menudo como pueden. Y si se logra
hacerles creer, por añadidura, que de ellos depende la salvación del mundo contemporá-
neo o al menos del lugar donde viven, la propuesta reapropiatoria puede ser irresistible.
El adolescente puede entonces dejarse confiscar su apertura potencial por un sello signi-
ficante de pertenencia que no pocas veces conjura atracciones mal reprimidas; así nos
puede sorprender que a una edad donde la indisciplina sería tan esencial para lo explo-
ratorio en ciernes, se manifieste una inclinación por semas de orden militar, que convo-
can a los chicos a marcar el paso para marchar en línea hacia el objetivo que se ha rea-
propiado de su autonomía de pensamiento potencial.De ahí el cuidado con que habría
que expedirse -cuidado que una lectura desde el derecho puede no poder hacer en
virtud de la ingenuidad que campea en su concepción de sujeto- acerca de propuestas
como la de otorgar el voto a los dieciséis años. No para enredarse en una inútil discusión
6 - Me he extendido sobre este punto particular en mi libro Futuro porvenir, Noveduc, 2008. Este desarrollo permite desmarcarse de una atribución de adolescencia a alguien por el simple dato de su edad, expediente del todo insuficiente para una manera psicoanalítica de pensar. _
en torno a si el chico estaría o no intelectual y afectivamente en condiciones de: el ver-
dadero problema es desde donde y a qué velocidad y en qué momento surge la iniciati-
va….o irrumpe invasivamente más que surge, en el marco de un halagar a la “juventud
maravillosa”, haciéndola olvidar de qué ya fue enviada al matadero más de una vez y en
más de un sitio. No sería lo mismo, verbigracia, abrir un proceso de larga transición que
motive a esos mismos chicos a debatir el asunto, procurando llegar, tomándose tiempo,
a esos vastos sectores indiferentes que viven más bien evasivamente en todo cuanto
huela a proyecto anticipatorio y toma de responsabilidades por parte de su desear y de
sus prácticas lúdicas. Si primero no tienen la chance de jugar a la política, jugar la políti-
ca, los adolescentes no pueden sino entrar a ella ya reapropiados por formatos, metodo-
logías e ideologemas adultos que se empeñan en utilizarlos para su propio provecho y
dominación. De aquí se desprende la importancia decisiva de juegos políticos regionales,
del tipo de las militancias en el secundario, si éstas no funcionasen ya excesivamente
reapropiadas por, valga el ejemplo, la partidocracia de los adultos y diera lugar más bien
a delimitaciones e identidades sin nombre o con un vocabulario inédito desde el punto
de vista del de la política formal y oficial. La formación de tribus puede servir de reparo
y de resistencia a esa rápida asimilación, sobre todo si el chico aprende a entrar y salir
de los efectos de institucionalización permanentemente activos y al acecho. Evoco aquí
un paciente de quince años experto en esos ires y venires: se peinaba como de una tribu
mientras se vestía al estilo de otra y cultivaba la jerga de una tercera, desconcertando a
muchos pares, que no sabían donde ubicarlo. Seguramente no le preocupaban demasia-
do las “esencias”, y con este esquema táctico hubiera podido encarar exitosamente la
cuestión de la nacionalidad, jugando una nacionalidad no nacional.
Tocamos con esto un punto capital: en cualquier nivel que se lo plantee, la intervención
reapropiatoria se dirige contra el jugar, sea para directamente aplastarlo con una repre-
sión sañuda, sea para infiltrarse metastásicamente en él y manipularlo acorde a los
destinos que dicha reapropiación persigue. Por eso es sintomático de todo proceso don-
de prepondere un deseo autoritario el poner fin al tono lúdico, a enfatizar antes bien
todo lo que iría: “en serio”, investido de una dramática o melodramática solemnidad y
grandilocuencia, ajena a la mínima pizca de sentido del humor. El discurso autoritario –a
diferencia del específicamente forjado por lo que podemos llamar, con ciertas, reservas,
occidental- no contiene en sí margen para el humor. Y ésta es toda una amputación para
los procesos adolescentes, que tanto se benefician de la irrisión, de socavar los grandes
sentidos que conjura todo establishment, de la parodia y de la sátira irreverente. Pro-
pender con ellos a una actitud de reverencia es mucho reapropiar. Sería defendible sos-
tener que nada más sagrado en el hombre, a la edad que fuere, que su capacidad de
juego prolongada en la compleja experiencia cultural del humor. En lugar de eso, las
prácticas autoritarias o totalitarias de apropiación solo conservan de él una sádica ridicu-
lización del enemigo –figura ésta que condensa diversos gradientes de desacuerdo o de
diferenciación, sin perdonar ni siquiera el apoyo crítico y matizado-, una forma de burla
humillante y/o descalificatoria, precursora de la pedrada u de otras modalidades de la
violencia física. Para volver sobre un caso testigo, qué importante es que un adolescente
juegue con la pretendida “esencia” de argentinidad y la dé vuelta, del derecho y del
revés, sin respeto ni sacralización, denunciando así la pretensión totalizadora de todo
nacionalismo. Totalizadora y totalmente metafísica.
Un tercer factor a no olvidar conduce a un handicap que da el adolescente por su habi-
tual no solo desconocimiento sino subestimación de la historia y de la compulsión de
repetición que la atraviesa como uno, al menos, de sus ejes estructurantes, en más o
menos abierta pugna con el trabajo histórico de la diferencia. Esta no mera ignorancia,
actitud de negación de su importancia, lo hace particularmente expuesto a diversos
procesos de reapropiación que se disputan ponerle apellido al adolescente: un apellido
que puede ser “argentino” o “montonero” o “guevarista “ o “maoísta” o “hippie” o vaya a
saber cual otro. Apellido en fin. O Nombre-del Padre, si lo queremos deletrear en jerga
de Lacan. Un ejemplo muy a mano lo proporciona su no saber de la arraigada tradición
adoctrinadora del peronismo, que hace perfectamente congruente y nada descolgada ni
impertinente la reciente proposición presidencial pro aleccionamiento en el ámbito esco-
lar. Nada hay de nuevo ni de qué asombrarse al respecto, por poco que se esté media-
namente informado de la historia desde la primera presidencia de Perón en adelante,
con La razón de mi vida en posición de libro sagrado.
Una cosa es el juego del significante, bien demarcado por Lacan; otra muy distinta, la
posibilidad y el derecho efectivo de que se (un sujeto o un grupo) juegue con el signifi-
cante sin consideración por las puntuaciones fálicas que lo escanden: por este camino,
un adolescente o un joven pueden desmenuzar no pocos cantos de amor a la patria o a
la libertad que solo para mentes ingenuas a fuerza de reapropiadas pueden disimular el
amor craso al dinero, a la ganancia y al dominio que ello permite. De estar así ejercita-
dos podrían hasta llegar a desconfiar –y sobre todo- de la misma falicización de la juven-
tud que se les viene encima desde los más diversos lados, políticos o meramente econó-
micos, que hacen de la condición de niño o de adolescente o de joven una suerte de no
se sabe qué privilegio inefable en el que deberían estar montados…..pero, claro, para
obedecer consignas que van desde el ímpetu consumidor hasta la militancia en procura
de un ser nacional o latinoamericano. Pero esa pasión fálica ya la conocemos como co-
rrompedora por excelencia: vuelve tonto y ridículo al más pintado a poco que se baje la
guardia. Nadie está exento. Y menos que menos en el terreno de la política o de la politi-
zación reapropiadora.
Al adolescente deberíamos intentar ayudarlo –y no es tarea sencilla- a que no le baste ni
se conforme con invertir los tantos haciendo del bueno de ayer el malo de hoy y vicever-
sa, sino –paso mucho más grande y dificultoso- a desconstruir esa polaridad, negarse o
resistirse a clasificar las cosas de este mundo en ese régimen pueril, tan pueril como en
apariencia indestructible. Por su radicalidad, no deja de ser una meta que puede atraer-
lo, si le ayudamos a descubrirla y prueba de eso es que cada tanto hay adolescentes que
hacen esto por su cuenta y riesgo. Pero no es una trayectoria común y corriente ni me-
nos todavía algo que se consiguiera automáticamente por la vía de una “maduración”
que, en el mejor de los casos, apenas si nos puede prometer cierta normalidad cargada
con todas las convenciones del caso.
En este sentido la fetichización de la “rebeldía” adolescente que pregona todo el mundo
se vuelve una trampa para cualquier auténtica posibilidad de rebeldía verdaderamente
rebelde, lo que no se hace copiando los gestos de rebeldía que muestra la televisión ni
tomando en serio los prejuicios familiares al respecto. Para empezar, la rebeldía tan
cacareada suele acotarse al campo de la casa paterna y del colegio, conviviendo con un
notable grado de sometimiento a ciertos grupos y a ciertos pares y amigos. Por este
amplio orificio se vierte sin mayores problemas una intervención dogmática y militariza-
dora que toma posesión de lo que hubiera sido el pensamiento propio, al menos como
proyecto en el horizonte, como trabajo a realizar.
Imposible que lo expuesto agote las múltiples vertientes por las que estamos desde
nuestro principio tan sujetos a los procesos de reapropiación que incesantemente se
disputan la primacía en el campo social, otro “detalle” a tener en cuenta para no empu-
jar a un chico a pasar de la sartén al fuego haciéndole creer que el segundo lo liberaría
de la primera. Seguramente las redes sociales del Cyber proveen ahora de nuevas opor-
tunidades de desmarcación, al menos hasta que a su turno la reapropiación no las sitúe
en su mira, si es que eso ya no está ocurriendo.
En el principio, era la reapropiación……
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