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Actas XIV Congreso AIH (Vol. IV). Jesús M. ZULUETA. Justo Sierra en Estados Unidos - Justo Sierra en Estados Unidos Jesús M. Zulueta UNIVERSIDAD DE CÁDIZ EL CONCEPTO DE NOVELA naturalista que expresa una actitud científica del escritor a la hora de analizar la realidad, no esta lejos de los criterios que se utilizan en muchos libros de viajes que se escriben en la misma época. Pero se da la paradoja de que algunos defensores de las ideas positivistas arrastran una importante herencia romántica, de manera que puede encontrarse en una obra la espiritualidad y el alto concepto de lo individual combinado con los criterios racionalistas. Esto ocurre en los libros de viajes del escritor mexicano Justo Sierra (1848-1912). A pesar de que participó en el gobierno de tecnócratas y científicos del dictador positivista Porfirio Díaz a principios de siglo, no tuvo reparos en expresar en su discurso en el Teatro Abreu de 1908 coincidencias con el arielismo al plantear críticas a los excesos de la ciencia moderna. En tierra yankee (Notas a todo vapor) es una obra de Sierra que se publica por entregas en la revista E/ Mundo de la ciudad de México, en los años 1897 y 1898, y luego en este último año será editado como libro en la misma ciudad 1 . El siguiente estudio va a centrarse en dos aspectos de esta obra: la fuerte subjetividad que marca su concepto del libro de viajes y el nuevo hispanoamericanismo que en aquellos años se acuñará bajo el término de «arielismo», tras la publicación de la obra del escritor uruguayo José Enrique Rodó. La subjetividad que impregna constantemente el libro de Sierra se pone de manifiesto en el humor, fundamentado principalmente en las referencias a su físico y a su insaciable apetito. No era, ni mucho menos, una persona delgada; al contrario, se jactaba especialmente de su obesidad y veía casi siempre en ella el lado más positivo. Esto, como no podía ser de otra manera, estaba acompañado de una insistente inactividad; a ella hace referencia cuando está abandonando su país para introducirse en los EE.UU., llegando a explicarla por motivos genéticos: «Aún tenía en la boca lo amargo del matinal adiós dejado entre besos en el lloroso hogar; procurando disimular el estado de esta mi alma cobarde e inquieta ante toda perspectiva de movimiento material (así me la legaron dos o tres generaciones de sedentarios lectores)» (15). En cuanto al físico, ante la emoción que le produce la visita a las cataratas del 1 Cito por Justo SIERRA, Obras completas. Viajes (En tierra yankee /En la Europa latina), ed. de José Luis Martínez, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1991, (19481), tomo VI. 691 -1 .. Centro Virtual Cervantes

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Justo Sierra en Estados Unidos Jesús M. Zulueta

UNIVERSIDAD DE CÁDIZ

EL CONCEPTO DE NOVELA naturalista que expresa una actitud científica del escritor a la hora de analizar la realidad, no esta lejos de los criterios que se utilizan en muchos libros de viajes que se escriben en la misma época. Pero se da la paradoja de que algunos defensores de las ideas positivistas arrastran una importante herencia romántica, de manera que puede encontrarse en una obra la espiritualidad y el alto concepto de lo individual combinado con los criterios racionalistas. Esto ocurre en los libros de viajes del escritor mexicano Justo Sierra (1848-1912). A pesar de que participó en el gobierno de tecnócratas y científicos del dictador positivista Porfirio Díaz a principios de siglo, no tuvo reparos en expresar en su discurso en el Teatro Abreu de 1908 coincidencias con el arielismo al plantear críticas a los excesos de la ciencia moderna.

En tierra yankee (Notas a todo vapor) es una obra de Sierra que se publica por entregas en la revista E/ Mundo de la ciudad de México, en los años 1897 y 1898, y luego en este último año será editado como libro en la misma ciudad 1. El siguiente estudio va a centrarse en dos aspectos de esta obra: la fuerte subjetividad que marca su concepto del libro de viajes y el nuevo hispanoamericanismo que en aquellos años se acuñará bajo el término de «arielismo», tras la publicación de la obra del escritor uruguayo José Enrique Rodó.

La subjetividad que impregna constantemente el libro de Sierra se pone de manifiesto en el humor, fundamentado principalmente en las referencias a su físico y a su insaciable apetito. No era, ni mucho menos, una persona delgada; al contrario, se jactaba especialmente de su obesidad y veía casi siempre en ella el lado más positivo. Esto, como no podía ser de otra manera, estaba acompañado de una insistente inactividad; a ella hace referencia cuando está abandonando su país para introducirse en los EE.UU., llegando a explicarla por motivos genéticos: «Aún tenía en la boca lo amargo del matinal adiós dejado entre besos en el lloroso hogar; procurando disimular el estado de esta mi alma cobarde e inquieta ante toda perspectiva de movimiento material (así me la legaron dos o tres generaciones de sedentarios lectores)» (15).

En cuanto al físico, ante la emoción que le produce la visita a las cataratas del

1 Cito por Justo SIERRA, Obras completas. Viajes (En tierra yankee /En la Europa latina), ed. de José Luis Martínez, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1991, (19481), tomo VI.

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Niágara, habla de su facultad para no exteriorizarla: «Los rostros de los gordos, compuestos de curvas más o menos amplias, son muy propios para disimular las emociones; serían máscaras gruesas, pero perfectas, si la facilidad de cambiar de color no nos vendiese» (154). Y más adelante dice: «Pasamos, cortándonos las manos, por una garganta estrechísima de rocas. ¿Cómo pudo efectuar mi curiosidad dolorosa la tracción de mis dos o tres toneladas de carne? ¡lo ignoro!» (159).

Raramente pasa Sierra por algún lugar sin dejar de hacer algún comentario sobre la comida; ya al principio del libro señala: «fui niño prodigio ... en gastronomía» (31 ); aunque tampoco deja de burlarse de los turistas «gourmet» preocupados especialmente en sus viajes por la degustación de los platos locales; y así, al recomendar los manjares de la ciudad de Nueva Orleáns se refiere a la gastronomía como «bellísima cualidad que es el antídoto de la gula, al grado que en vez de <contra gula, templanza>, como reza el catecismo, deberíamos decir: <contra gula, gastronomía> (35)». Ante la visión de la bahía de Nueva York desde el puente de Brooklyn, manifiesta: «Aquí tienen ustedes un espectáculo que no cambiaría yo por todos los lonches del mundo; pensaba esto con toda sinceridad; ¿sería porque ya había lonchado? Puede ser; lo que quiere decir que no soy poeta» (66). A veces se encuentran en el libro manifestaciones de humor escatológico, como cuando en la misma ciudad de Nueva York, después de una visita, dice: «Muertos de cansancio, caímos famélicos sobre unos deliciosos platos de ostras fritas y de cucarachas ídem (éstas en minoría, tres o cuatro por cabeza)» (123).

A pesar del humor, son frecuentes las descripciones donde predomina un espíritu fúnebre que denotaría la preocupación del escritor por este asunto, tema universal que en el fin de siglo hizo suyo el Modernismo, movimiento en el que también ha sido incluido Sierra. Así, camino de la frontera con EE.UU., dibuja el siguiente paisaje:

Seguimos a todo escape hacia las regiones inhabitadas, seguimos bajo un cielo color de plata viva, por un suelo que se levanta hacia nosotros, se disuelve en átomos infinitos y nos envuelve y no engulle en su silencioso huracán de polvo. La yerba entrevista no tiene savia, sino tierra en las venas; aquí y allí algunas chozas de adobes claros indican la presencia del hombre que ha hecho más desolada la esterilidad en tomo suyo (21 ).

Y más adelante, añade: «Al fin la noche amortaja al polvo en su manto negro, y nos dormimos fatigados en los buenos carros del Internacional» (23). Semejantes descripcio-nes aparecen en las últimas páginas del libro, cuando viaja en tren durante la noche de vuelta a México:

Quisiera una figura, un tropo que trasladara a la palabra, por comparación, la misteriosa impresión de paz sepulcral que derrama desde su globo deslustrado esta divina veladora de la noche y que expresara cómo nos sustrae de lo material y de lo que pasa, la claridad de la luna, lentamente trasvasada el alma, mientras su resplandor frío parece congelar las estrellas y apagarlas luego en lentas agonías[ ... ]. A quinientos metros el tren me parecía uno de esos colosales cetáceos de los mares geológicos, varado en las playas del tiempo, que nos seguía con su ojo de llama en

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aquellas soledades amortajadas por la luna (190).

Y entre este principio y final incluso la ciudad de Nueva York, a pesar del tópico de representar el dinamismo y la actividad por antonomasia, es vista por el mexicano con un tono de gris melancolía, recurriendo a imágenes universales que connotan este sentimiento:

Llovió todo aquel día; en la melancólica tarde me fui a instalar a la Batería. No hay ensueño duradero sin un mar presente o resentido, que prolongue dulcemente el alma y la difunda en lo infinito. La mar estaba tranquila y suavemente acariciadora con rumores de cristal en las olas lentas ... Las nieblas se recogían en inmensas bambalinas que quedaban colgando del cielo ... Losferries cruzaban silenciosos la bahía como geológicos cetáceos de fierro y humo; se adivinaban los contornos de las islas; La libertad [la estatua] parecía un gran fantasma (¡ay! eso es), y más allá de su silueta espectral se abría un arco de misterioso azul... Un rayo de sol en agonía tocó todo aquello, que vivió y palpitó un estante en desleimientos de oro ... Después palideció todo, y por la puerta azul voló mi espíritu como un celaje impregnado de mis nostalgias y mis lágrimas (109-110).

Y Broadway lo ve:

todo obscuro, todo silencioso, todo triste [ ... ]. Una, tres, cinco millas y la sesga y silenciosa vía no termina; y es monótona al cabo [ ... ]. ¡Y qué soledad! En los vagones funiculares [ ... ],y allá arriba, en los «elevados», transita alguna gente; pero en la calle casi nadie. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué está abandonada esta ciudad? ¿En dónde están los habitantes? preguntaba en tono elegíaco. ¿Se los ha tragado la tierra? No, respondía mi compañero: la cuarta parte de la población está en el campo, la segunda cuarta parte en el templo, la tercera en su casa y el resto en las cantinas (53-54).

También aparece este sentimiento al describir las cataratas del Niágara, cuando dice: «El paisaje es lunar; viajamos por el planeta muerto; el calor es un recuerdo; la naturaleza es un cadáver muy rígido, muy pálido» (157). Más adelante añade: «La verdad es que la imagen de Niágara queda en el espíritu como un telón de fondo: es una decoración perpetua para el drama subjetivo cuyos episodios constituyen el interés y la tristeza de la vida interior» (160). Y al salir de Niágara hacia Chicago manifiesta:

Ya no había lucha, ni torbellinos de nieve, ni grandes bocanadas de aliento polar; la mortaja blanca caída sobre la tierra, era tan espesa, apenas dejaba adivinar las rígidas formas del cadáver de la vegetación; bajo ella el río, entre aquella inmovilidad ilimitada, parecía formado de crepúsculo y agonía; aquello era el símbolo gigantesco de lo eternamente fugaz e inútil de la vida (161 ).

La descripción escatológica del trabajo en los mataderos de Chicago también se

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asocia con claridad a este desaliento recurrente:

Entran las reses, encajónanse solas, reciben sendos golpes secos en el testuz y ruedan fulminadas por un plano inclinado de donde, atadas rapidísimamente por las patas traseras, son enganchadas y levantadas a la altura de las varillas y allí quedan suspendidas, convulsas aún y con el hocico embadurnado de mucosidad y sangre. Todo esto es momentáneo; cien o doscientas reses son sacrificadas en algunos minutos, y no bien se les ve izadas, cuando haciéndolas correr por las varillas quedan delante de los cuchilleros; con un solo movimiento de estos artistas la yugulación se verifica, y mientras corre la sangre a negros borbotones de la enorme herida, las reses son empujadas a otra sección en donde, ya casi exangües, se las despoja de las vísceras en un santiamén, luego son despellejadas por otro regimiento feroz y rojo, y así llegan a la cuarta varilla en donde, dividida en dos cada res y enjuagada con enormes esponjas [ ... ] . La limpia se verifica con singular presteza; la sangre corre por las canales del piso; las vísceras, las cabezas, las pezuñas, las pieles son recogidas instantáneamente y llevadas a departamentos especiales en que todo se aprovecha (170-171).

En algún caso, la desazón existencial y el humor se producen simultáneamente en esta obra de Sierra. Así ocurre cuando visita un cementerio de Nueva York:

Aquello era melancólico, monótono, delicioso[ ... ], y sin embargo ¡ay de mí! no me quitaba el hambre. Ni había por qué; el cefirillo era glacial, el paseo largo; la muerte es larga, es muy larga; un poeta latino de la decadencia, es decir, de la edad en que las razas sanas empiezan a volverse histéricas, Balbino Dávalos, lo debe haber dicho: mors longa, vita brevis. No, ni había por qué perder el apetito ahí; ahí la naturaleza es solemne, pero la muerte es industrial. Torrecillas góticas, sepulcros ingeniosos, ostentosos algunos, sin gusto todos; aquí está el sepulcro del inventor H., del filántropo R., del general M., del fabricante de pianos Steinway, del inventor de la soda water. Pues bien, ¿cómo perder el apetito, a fuerza de tristeza, delante de la tumba singular del inventor del agua gaseosa! Dejé, pues, aquel magnífico jardín, suspirando por un buen roastbeef y una taza de leche (65).

El choque entre las mentalidades de los dos subcontinentes a veces no encuentra una argumentación razonada en Sierra, se convierte en algo visceral. Así, al hablar de un almuerzo en Nueva York concluye: «Todo es encantador, todo bonito y poco después empalagoso ... ¿Por qué es empalagoso? No lo quiero decir, y eso que soy terriblemente dulcero; esto me empalaga. ¿La razón? No me la preguntéis, os digo, porque la ignoro» (82).

Ya se encuentran indicios de esto en la animadversión que Sierra siente por el idioma inglés, lengua que apenas dominaba: «Esto se llama Mississipi, el <Mispi>, como dicen estos diablos en su nasal Inglés, convulsivamente contraído, como si lo hubiesen inyectado de estricnina>> (30). Incluso plantea de forma sutil el enfrentamiento entre el castellano y el inglés que expresa la dialéctica que a lo largo del siglo XX se establecerá

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entre las dos lenguas por ir ganando terreno. De esta manera se manifiesta cuando se refiere a «los bars que encierran otro lago venenoso en sus millares de botellas ... y <stopamos>. Así se dice en el castellano de Nueva Orleáns ... ; el lector está en su derecho para leer: y <paramos> (35)».

Esa casi ausencia de espiritualidad que se reprocha a los americanos del norte de Río Grande suele estar asociada a la ausencia de «historia»; así lo plantea Sierra cuando describe la catedral de San Patricio en Nueva York:

¿Qué es lo que falta aquí, ¡oh! San Patricio? Nada, todo; falta el tiempo, falta la patina de los siglos, ésa que quitará a esta catedral magnífica su aire de haber salido ayer de una fábrica de catedrales, ¿qué sé yo? La historia, en suma; esto es lo que falta aquí. Dentro de ochenta años, cuando los anarquistas y los negros hayan degollado cien o doscientas familias de millonarios irlandeses en las gradas de San Patricio, el vapor de sangre que suba por estos muros, dando al mármol un tinte color de rosa, trágico y delicioso a un tiempo, habrá convertido este costoso ejemplar de la industria humana, en una obra de arte (57).

Algo que también distingue la personalidad de ambos subcontinentes es la forma en que se concibe el tiempo; así se refiere a cómo pasó algunas horas «vagueando» por Nueva York hasta desesperar a su cicerone:

que se levantaba a las doce en punto y que pretendía atrapar las cuatro horas perdidas de la mañana, en el tiempo que empleaba un sibarítico puro veracruzano en convertirse en espirales de humo [ ... ] . Vaguear basculado por la gente, afianzándose de los cristales de los escaparates (un yucateco, según me dicen, es capaz de afianzarse de un cristal, y por eso no borro el disparate)[ ... ], ¡qué olímpico placer! ¿Quién ha dicho que «el tiempo es oro»? Todo el pueblo yankee, me replica mi compañero; este apotegma, time is money, corre las calles de Nueva York, de Chicago, de Filadelfia ... Pues es una mentira [ ... ]. En primer lugar no es oro el tiempo; ¡ojalá! Todos seríamos ricos, lo que equivale a decir que todos seríamos pobres, y en quinto lugar, todo tiempo que no se emplea en proporcionarse un gran placer para el espíritu, a través de los sentidos o no, es cobre; todo montón de oro que no se gasta en eso, es cobre, se cambia por centavos. (73-74)

El juicio que expresa sobre el arte es extrapolable a la personalidad de América:

Este pueblo tiene su modo especial de concebir el arte; hasta ahora es una concepción eminentemente industrial y utilitaria; cifra su vanidad en lo enorme y su ideal en lo confortable; pero es un pueblo que se está haciendo todavía, todo es aún rudimentario y frustráneo quizás; pero tiene derecho de exigir que se suspendan los juicios definitivos (88).

En cuanto al teatro precisa:

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¡Oh, el arte, el arte! Cierto, esto no es ni Hamlet ni la Valkiria, y suele perderse aquí el recuerdo de Sarah Bemhart y de Coquelin, de Dumas y de Visen; pero el arte es relativo también; hay arte y arte; y yo me divertí; es una diversión que no llega al cerebro ni al corazón. ¡Oh! esto la hace deliciosa; es una diversión epidérmica; la emoción y la inteligencia duermen (86).

Y el edificio neoyorquino del Herald le sirve para hacer la siguiente reflexión:

hay, sobre la puerta principal, un par de hércules, el Tiempo y el Trabajo quizás, figurones soberbios de bronce negro que aplastan al edificio volviéndolo pedestal; en las almenas sendas lechuzas, cuyos ojos se iluminan con luz eléctrica de noche. ¡Muy ingenioso, muy interesante, muy feo! (76).

Pero a pesar de las críticas y de los sarcasmos, Sierra también es capaz de expresar admiración por los gustos artísticos de los americanos, particularmente en un musical en el que se escuchan romanzas de Schumann y Brahms: «Con todo esto se regalaban los buenos yank:ees neoyorquinos, los domingos por la noche; regalos de rey. ¡Y nosotros que los tenemos por zafios en achaques de arte! Somos unos tontos» (90).

El arielismo vuelve a establecer las bases de una identidad hispanoamericana que asocia a España con sus antiguas colonias. Pero este vínculo parece que, paradójicamente, nunca lo perdieron de vista los americanos anglosajones, de manera que para ellos españoles e hispanoamericanos se concebían como un solo pueblo. Prueba de esto es que cuando los norteamericanos hablan de las virtudes y, sobre todo, de los defectos de los hispanos, agrupan a los de una y otra orilla del Atlántico inconscientemente. Así ocurre cuando Sierra recoge una referencia a la falta de urbanidad de sus congéneres, cuando el grupo en el que viaja entra en la estación de Atlanta y uno de sus componentes no respeta la orden de parar por parte de un guardia:

Lo que ni vio ni podía ver nuestro compañero; entonces el agente lo empuja bruscamente; el mexicano, como era natural, le da un bastonazo, e instantáneamente se siente asido de la mano y encerrado el puño en una cadeneta de fierro; el viejo policeman estaba furioso y quería llevar a su ofensor a un puesto de policía. Un amable truchimán, que por allí andaba, explicó al agente que su prisionero no veía bien y que éramos «españoles». «¡Ah! dijeron los ojos del funcionario-, con razón entonces: los españoles no saben lo que es la policía» ( 44).

Pero aquella nueva concepción que pretendía unir a todos los pueblos hispanos no oculta para Sierra las dificultades históricas que a finales del XIX pervivían. Desarrolla esta reflexión cuando acude al club de hispanoamericanos de Nueva York; su primera impresión al ver allí reunidos a hispanoamericanos y españoles es la de que todos parecen compatriotas; pero luego repasa los conflictos que se producen entre estos países: México frente a las repúblicas centroamericanas; Perú y Bolivia contra Chile; Cuba con España. Y concluye: «Y esta es la historia de todos los ensueños; sólo es cierta la lucha, sólo es verdad la muerte» (103).

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El ataque al incipiente periodismo amarillo también le sirve para contraponer las mentalidades de ambos mundos. Un periodismo que sustituye a la literatura y que se convierte en siervo de los beneficios empresariales por encima de todo:

que ha dado al valor el aspecto de una empresa teatral y a la guerra el de una corrida de toros; que ha sentado a la humanidad entera en un circo romano desmedido, desde donde se ven pelear y morir, al reñidor en la puerta de la taberna, al duelista junto a la tapia del cementerio, a la horda africana que busca con el hocico morrudo la yugular tronchada del enemigo para beber su sangre a grandes tragos voluptuosos, al español, amarillo de fiebre, que espía en la «manigua» el reflejo del machete, y mata y mata, para salir del infierno cubano por la escala de la muerte [ ... ]. Se me figura que un mundo va a ser esclavo de otro, en el siglo futuro, y aquí veo al amo en pañales de papel. Se me figura que hacer de la precocidad, de la curiosidad, del furor de sensaciones, del dilentantismo infinito, las supremas necesidades de la vida; que reemplazar el alimento con el excitante perpetuo; que reducir todo vicio, toda virtud, toda ciencia, toda creencia, todo ideal, todo arte a anuncios, es un mal de muerte, y los millares de millones de caracteres impresos en este papel sin fin, me parecen microbios, los bacilos y los esporos de la civilización (75-76).

La identidad hispanoamericana se fortalece cuando se siente agredida por el vecino del Norte, que no se limita a ser de carácter político, sino que afecta también a cuestiones como la ecología: Sierra señala cómo la contaminación que arrastra el Mississipi acaba afectando a todo el Golfo de México, y lo más interesante es que acaba relacionando este asunto con la cuestión cubana, con su soma característica:

El capitán Maryatt le ha dado el nombre de «cloaca máxima», por la prodigiosa cantidad de lodo que arrastra (más de cuatrocientos millones de toneladas depositadas cada año en el Golfo de México). Así, entre estrechos y tortuosos canales y pantanos, sale al mar, y algún día llegará al canal de Yucatán y dejará convertida en una charca gigantesca la parte occidental del Golfo; si esta fuera la solución de la cuestión cubana, habría que esperar un poco, unos millones de años tal vez ( 42).

En este asunto ejerce de profeta cuando hace un brillante análisis del problema cubano, sobre el que, entre otras cosas, dice:

sólo una política sensiblera puede querer que esta libertad sea obra de los EE. UU. [ ... ]; esto equivaldría en realidad a la anexión de la isla, y los que nos llamamos latinos no podemos ver tranquilamente la absorción del mundo antillano por la raza sajona, que tiene fines y medios esencialmente distintos de los nuestros (106).

A pesar de los reproches a ciertos, y no pocos, aspectos de los americanos, Sierra siempre es capaz de valorar lo positivo que encuentra en EE.UU., como ocurre en el caso de las universidades, lo que desmitifica la imagen tópica de pueblo práctico que detesta

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la ciencia:

Las grandes Universidades hoy en plena actividad en otros Estados y las en formación de Chicago y San Francisco, cuyos egresos superarán a cuanto gasta nuestro gobierno en la Instrucción Pública, pondrán rápidamente a la Unión en la categoría de los grandes pueblos creadores de civilización. Nosotros, repitiendo como ritornello eso de que el pueblo americano es un pueblo esencialmente práctico, queremos decir que los yankees desprecian todo cuanto es teoría y ciencia pura o encumbrada filosofia. Error inmenso; los centros de enseñanza superior, entre nuestros vecinos, son laboratorios tan admirablemente dotados de instrumentos de progreso intelectual, que estos diablos de hombres que lo ambicionan todo y todo lo logran, que conseguirán, en el siglo futuro, el centro de gravedad de la elaboración de la Teoría, será probablemente norteamericano. ¡Cuándo tendremos nosotros, no ya una Universidad de Chicago, sino una escuela superior, una sola! (173).

No obstante, al final Sierra asume sin reparo las nuevas tesis que ponen en crisis los conceptos positivistas que él mismo, en otros tiempos, había defendido, y aunque es capaz de seguir ponderando las virtudes del país, como cuando señala al abandonarlo: «yo no vi bien, entreví un gran pueblo ... y adquirí una convicción, que la libertad es un aire respirable» (192); a continuación añade:

Adiós, pues, ¡oh! tierra de lo repentino, de lo colosal, de lo estupendo; naciste ayer y has crecido en una hora; brotan tus ciudades en los pantanos, en los desiertos, en los bosques, como pasmosos hongos de hierro. Me voy a la tierra de las horribles chozas de adobe, de las casas bajas, «banales» y sin confort, a la tierra de las personas lentas, negligentes, anémicas; de la temperatura enervante y dulce, del cielo tramado de luz. Esa tierra a donde voy me gusta más; pobres, pequeños e inactivos, los pueblos a que pertenezco se han apropiado un lote mejor en la batalla de la vida; a hormiguear indefinidamente en tomo de migajas, hemos preferido cantar al sol como las cigarras de la fábula. ¡Bah! Seámoslo siempre, cantemos siempre, puesto que todo es ilusión (193).

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