Junot Díaz: Nilda

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Nilda era la novia de mi hermano.

Así es como comienzan todas estas historias.Era dominicana, de aquí, y tenía el pelo superlargo

como las muchachas pentecostales, y un busto increíble.Estoy hablando de world class. Rafa la colaba en el cuar-to del sótano después que mami se acostaba y se lo metíaal ritmo de lo que tocaran en la radio en ese momento.Pero tenían que dejar que me quedara en el sótano con

ellos, porque si mami me oía en el sofá de arriba acaba-ría con todo el mundo. Y como yo no iba a pasarme lanoche entera en la calle, tenía que ser así.

Rafa no hacía ruido, quizá algo bajito que parecíaotra forma de respirar. Pero Nilda sí. Siempre parecía queestaba tratando de no llorar. Era una locura oírla. La Nil-da que yo conocí de niño era una de las muchachas más

calladas del barrio. Se dejaba una cortina de pelo que lecubría la cara y leía The New Mutants, y las únicas vecesque miraba directamente era cuando contemplaba lo quehabía afuera de la ventana.

Pero eso fue antes que le crecieran así aquellas tetas,fue antes que ese girón de pelo negro pasara de ser algoque halar en la guagua a algo que acariciar en la oscu-

ridad. La Nilda nueva vestía pantalones apretaos y cami-setas de Iron Maiden; ya se había fugao de la casa de sumamá y estaba alojada en un hogar institucional para ado-lescentes; ya se había acostao con Toño y Néstor y Little

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Anthony de Parkwood, tipos muy mayores para ella.

Muchas veces se quedaba en nuestro apartamento porqueodiaba a su mamá, la borracha del barrio. Se escapaba por la mañana antes que mi mamá se despertara y la encon-trara. Hangueaba por la parada de guagua, como si vinie-ra de su propia casa, con la misma ropa del día anterior ycon el pelo sucio, parecía un cuero. Esperaba a mi herma-no, no le hablaba a nadie y nadie le hablaba a ella, porque

siempre fue una de esas muchachas calladitas, semirretra-sadas con quien no se podía hablar a menos que estuvie-ras dispuesto a terminar enredao en una pila de cuentosestúpidos. Si Rafa decidía no ir a la escuela, entonces ellaesperaba cerca del apartamento hasta que veía a mi mamáirse pal trabajo. Algunas veces Rafa la dejaba entrar inme-diatamente. Otras veces se quedaba dormido y ella espe-

raba al otro lado de la calle, haciendo letras con un mon-tón de piedrecitas hasta que lo veía cruzar por la sala.

Tenía bemba de imbécil y una cara de luna muy tris-te, y la piel reseca. Siempre se estaba untando crema ymaldiciendo al padre moreno de quien la había heredao.

Parecía que estaba esperando eternamente por mi her-mano. Había noches en que tocaba a la puerta y yo la

dejaba entrar. Nos sentábamos juntos en el sofá mientrasRafa trabajaba en la fábrica de alfombras o hacía ejerci-cios en el gimnasio. Compartía mis cómics nuevos conella; los leía muy de cerca, pero en cuanto Rafa aparecíame los tiraba y saltaba a sus brazos. Te extrañé, le decíacon voz de niña, y Rafa se reía. Lo debías haber vistoen esos días: tenía la cara huesuda de un santo. Entonces

mami aparecía en la puerta y Rafa se soltaba y caminabacon meneo de cowboy hacia ella y le preguntaba: ¿Hayalgo de comer, vieja? Claro que sí, decía mami, tratandode ponerse los espejuelos.

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Ese negrito lindo nos tenía a todos a sus pies.

Una vez que Rafa se retrasó en el trabajo y pasamossolos un largo rato en el apartamento, le pregunté a Nil-da sobre el hogar para adolescentes. Para entonces solofaltaban tres semanas para que se acabara el año escolar ytodo el mundo estaba en un estado de desgane, sin que-rer hacer na. Yo tenía catorce años y leía Dhalgren por segunda vez. Tenía un IQ con el que podría haber parti-

do en dos a cualquiera, pero lo hubiera cambiao en unsegundo por un chance a una cara media linda.

Ta to, dijo, mientras tiraba del frente del top, tratan-do de echarse fresco en el pecho. La comida era terri-ble pero los chicos estaban buenísimos. Todos se que-rían acostar conmigo.

Empezó a comerse una uña. Hasta los empleados me

llamaban cuando me fui, dijo.

La única razón por la cual Rafa se metió con ella fueporque su última novia se había regresao a Guyana –erauna dougla con una sola ceja y una piel como para mo-rirse– y porque Nilda no dejaba de echársele encima.

Solo hacía un par de meses que había dejao el hogar paraadolescentes, pero ya tenía tremenda reputación de cue-ro. Muchas de las muchachas dominicanas del pueblovivían bajo una especie de encierro. Las veíamos en laguagua y en la escuela y de vez en cuando en el Path-mark, pero como la mayoría de sus familias conocíandemasiao bien a los tígueres que deambulaban por la

barriada, no las dejaban salir a hanguear. Nilda era dife-rente. Era lo que llamábamos en esos días basura prieta.Su mamá era una borrachona aburría, que se la pasabade arriba abajo en South Amboy con sus novios blan-

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cos. En otras palabras, Nilda era libre y podía hacer lo

que le diera su gana, y vaya si lo hacía. Siempre andabaen la calle, donde los carros se le arrimaban. Antes deenterarme de que había regresao del hogar para adoles-centes ya se había metío con un negro viejo de los apar-tamentos de atrás. La tuvo bailando en su güebo por cuatro meses. Los veía paseando en su Sunbird oxidao yabollao mientras yo repartía periódicos. El hijoeputa te-

nía como trescientos años de edad, pero como tenía carro,una colección de discos y álbumes de fotos de sus díasen Vietnam, y le podía comprar ropa para cambiar lostrapos que llevaba, ella estaba asf ixiá.

Odiaba a ese negro desgraciao con todas mis fuerzas,pero cuando se trataba de hombres no había manera dehablarle a Nilda. Le preguntaba: ¿Qué tal con el güebo

arrugao? Y se ponía tan brava que dejaba de hablarmepor días. Después me mandaba una nota que decía: Ne-cesito que respetes a mi hombre. Whatever, le contestaba.Entonces el viejo se desapareció, y nadie nunca jamássupo de él, vainas típicas de mi barrio. Y durante un par de meses ella anduvo de uno a otro entre los tiguero-nes de Parkwood. Los jueves, que era el día que yo com-

praba cómics, ella pasaba por casa a ver lo que tenía denuevo, y me contaba lo infeliz que estaba. Nos sentába-mos juntos hasta que anochecía y entonces su bíper sedisparaba y al darle un vistazo rápido a los números de-cía: Me tengo que ir. Algunas veces la agarraba y la tum-baba en el sofá y nos quedábamos así un largo rato, yoesperando que se enamorara de mí, y ella esperando no

sé qué, pero había momentos en que también se poníamuy seria. Tengo que irme a ver a mi hombre, decía.

Uno de esos días de cómics lo que vio fue a mi her-mano después de una de sus carreras de cinco millas. Rafa

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todavía boxeaba y su cuerpo parecía una escultura, los

músculos del pecho y el vientre tan estriados que erancomo de un dibujo de Frazetta. Él se fijó en ella porquetenía puestos unos shorts ridículos y una camisetica quese le podía levantar de un estornudo. Se le veía un poqui-to de barriga entre la camiseta y los shorts. Él le sonrió, yella se puso superseria e incómoda. Él le dijo que le hicie-ra un té helao y ella le contestó que se lo podía hacer él

mismo. Tú eres visita aquí, le dijo. Debes contribuir algoal fokin mantenimiento de la casa. En cuanto se metió enla ducha, ella fue corriendo a la cocina a hacerle el té. Ledije que lo dejara, pero me contestó: No me es ningúninconveniente. Y entre los tres nos tomamos el té.

Quería advertírselo, decirle que él era una bestia, peroella ya se había lanzado hacia él a la velocidad de la luz.

Al día siguiente, el carro de Rafa estaba roto –quécoincidencia–, así que tomó la guagua a la escuela y cuan-do pasó por nuestro lado le agarró la mano y la levantó.Ella dijo: Déjame tranquila. Sus ojos apuntaban directa-mente al piso. Solo quiero enseñarte algo, le dijo. Ellatrataba de soltarse el brazo, pero el resto de su cuerpo seiba con él. Vamos, dijo Rafa, y por f in se rindió. Cuídame

el asiento, me dijo ella, volviendo la cabeza en mi direc-ción, y le contesté: No te preocupes. Antes que la guaguaentrara en la 516 ya Nilda estaba sentada en las piernasde mi hermano, cuya mano se había desaparecido por debajo de su falda de tal manera que parecía que le esta-ba haciendo un procedimiento quirúrgico. Cuando nosbajamos de la guagua, Rafa me agarró y me metió los de-

dos en la nariz. Huele esto, dijo. Este es el problema de lasmujeres.

Por el resto del día, Nilda estaba que no se le podíaacercar nadie. Se amarró el pelo en una cola y estaba

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gloriosa en su triunfo. Hasta las blanquitas que conocían

a mi hermano, el musculoso a punto de comenzar suúltimo año escolar, estaban impresionadas. Y mientrasNilda, sentada en una esquina de nuestra mesa en la ca-fetería, le contaba todo a sus amigas, mis panas y yo al-morzábamos unos sándwiches de porquería y hablá-bamos sobre los X-Men –esto era cuando los X-Mentodavía tenían cierta lógica–, y aunque no queríamos

admitirlo, la verdad era clara y terrible: las mejores jevitasiban rumbo a la secundaria como mariposas nocturnassiguiendo la luz, y no había na que nosotros, los más

 jóvenes, pudiéramos hacer al respecto. Mi panita JoséNegrón –también conocido como Joe Black– fue quienmás sufrió la deserción de Nilda, porque se había ima-ginao que tenía un chance con ella. La primera vez que

ella regresó del hogar para adolescentes, se habían to-mao de la mano en la guagua, y aunque después ella sefuera con otros, él nunca se pudo olvidar de eso.

Tres noches después, yo estaba en el sótano cuandoella y Rafa se acostaron. Y esa primera vez ninguno delos dos hizo sonido alguno.

Salieron juntos todo ese verano. Nadie hizo na en par-ticular. Mi pandillita patética y yo hicimos una excur-sión a Morgan Creek y nadamos en el agua que apesta-ba al lixiviado que se escapaba del vertedero. Apenas eseaño fue que comenzamos a coger en serio eso de la be-bida y Joe Black le robaba botellas de licor a su papá.

Nos las embizcábamos mientras nos mecíamos en loscolumpios detrás de los apartamentos. Pero por causa delcalor, y por lo que sentía muy adentro de mi pecho, mu-chas veces me quedaba en casa con mi hermano y Nilda.

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Rafa siempre andaba cansao y muy pálido. Su transfor-

mación había ocurrido en cuestión de días. Le decía:Mírate, blanquito, y él contestaba: Mírate tú, negro feo.Él no tenía ganas de hacer na, y como su carro se habíadañado de verdad, nos quedábamos con el aire acondi-cionao en el apartamento a ver televisión. Rafa habíadecidido no regresar a la escuela para su último año, yaunque mi mamá tenía el corazón partío y trataba de

motivarlo, haciéndolo sentirse culpable por lo menoscinco veces al día, él no paraba de hablar sobre su deci-sión. Nunca le había gustao la escuela, y después quemi papá nos abandonó por una jevita de veinticincoaños, Rafa sintió que ya no tenía que fingir interés. Megustaría hacer un fokin viaje bien largo, nos dijo. Ver California antes que se hunda en el mar. California, dije.

California, dijo. Un tíguere causaría sensación ahí. Megustaría ir también, dijo Nilda, pero Rafa no le contes-tó. Había cerrado los ojos y se podía ver que algo ledolía.

Casi nunca hablábamos sobre nuestro padre. Yo esta-ba más que contento de que ya no me estuviera entran-do a palos, pero una vez, al comenzar La Última Gran

Ausencia, le pregunté a mi hermano dónde pensaba quese había ido, y Rafa contestó: Como si a mí me fokinimportara.

Fin de conversación. Mundo sin f in.Un día estábamos locos del aburrimiento y nos fuimos

a la piscina; entramos de gratis porque Rafa era pana deuno de los salvavidas. Nadé, Nilda buscó mil razones

para darle la vuelta a la piscina para demostrar lo chulaque estaba en su bikini, y Rafa se estiró bajo un toldopara observarlo todo. De vez en cuando me llamaba ynos sentábamos juntos por un ratico. Cerraba los ojos

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mientras yo me entretenía estudiando cómo se secaba el

agua en mis piernas paliduchas hasta que me decía quevolviera a la piscina. Cuando Nilda terminaba su showde comparona, regresaba a donde estaba Rafa descan-sando y se arrodillaba a su lao. Él le daba un beso largo,sus manos jugando parriba y pabajo por su espalda. Nohay na mejor que una jevita quinceañera con un cuer-pazo, así parecía que me decían esas manos.

 Joe Black siempre los miraba. Compái, murmuraba,está tan buena que le lamería el culo y se lo vendría acontar a ustedes.

Quizá a mí también me hubiera hecho gracia si noconociera tan bien a Rafa. Aunque aparentaba estar ena-morao de Nilda, también tenía una pila de jevitas en ór-bita. Entre ellas había una blanquita viratala de Sayreville,

 y una morena de Nieuw Amsterdam Village que tam-bién se quedaba a dormir en casa y sonaba como unalocomotora cuando lo hacían. No recuerdo su nombre,pero sí me acuerdo de cómo brillaba su pelo a la luz dela pequeña lámpara.

En agosto Rafa dejó su trabajo en la fábrica de al-fombras. Estoy demasiao cansao, se quejó, y algunas ma-

ñanas los huesos de las piernas le dolían tanto que nisiquiera se podía levantar. Cuando esto les pasaba a losromanos cogían un hierro y te hacían añicos las pier-nas, le comenté mientras les daba masajes a las canillas.El dolor te mataba instantáneamente. Chévere, decía.Anímame un poquitico más, fokin comemierda. Un díamami lo llevó al hospital para un chequeo y después

me los encontré a los dos vestiditos y sentaos en el sofá,viendo televisión como si na hubiera ocurrido. Estabantomaos de la mano y mami parecía chiquitica al ladode él.

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¿Y?

Rafa se encogió de hombros. El médico cree que ten-go anemia.

La anemia no es tan grave.No, dijo Rafa, con una sonrisa amarga. Bendito Me-

dicaid.Lucía terrible a la luz de la televisión.

Ese fue el verano en que todo en lo que nos íbamos aconvertir estaba flotando sobre nosotros. Las jevas em-pezaban a fijarse en mí; no era buenmozo, pero sabíaescuchar y tenía los brazos musculosos como un boxea-dor. En otro universo, probablemente todo hubiera sali-do bien, hubiera tenido miles de novias, y buenos traba-

 jos, y un mar de amor en que nadar, pero en el mundoen que vivía, tenía un hermano que se estaba muriendode cáncer y la vida que me esperaba era un túnel largo

 y oscuro como una milla de hielo negro.Una noche, un par de semanas antes que empezara la

escuela –debieron haber pensao que estaba dormido– Nilda empezó a contarle a Rafa sus planes para el futuro.

Creo que hasta ella ya sabía lo que iba a pasar. Oírla ha-blar, oír cómo ella se imaginaba a sí misma, fue una delas experiencias más tristes que he vivido. Quería libe-rarse de su mamá y abrir un hogar para niños fugaos desus casas. Sería bacanísimo, dijo. Sería para niños norma-les pero con problemas. Lo debía haber querido muchoporque se abrió por completo. Hay gente que habla de

un f low, pero lo que oí esa noche fue real, sin rupturas,se contradecía y a la vez tenía sentido total. Rafa no dijona. Quizá jugaba con su pelo, o quizá ya na le importa-ba un carajo. Cuando ella terminó no dijo ni wow. Me

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quise morir de pena. Como a la media hora ella se le-

vantó y se vistió; no me vio o se hubiera enterao de quepara mí era hermosa. Se puso los pantalones con un sologesto y sumió la barriga mientras se lo abotonaba. Has-ta luego, dijo.

Sí, le contestó.Después que se fue prendió la radio y se puso a gol-

pear la pera de boxeo. Dejé de fingir que estaba dormi-

do; me senté y lo observé.¿Qué pasó? ¿Discutieron?No, dijo.Entonces ¿por qué se fue?Se sentó en mi cama. Tenía el pecho sudoroso. Se tuvo

que ir, es todo.Pero ¿dónde va a vivir?

No sé. Me tocó la cara tiernamente. ¿Por qué te me-tes en lo que no te importa?

A la semana ya tenía otra novia. Una cocoa-panyolde Trinidad, con un acento inglés falso. Así es comoéramos todos entonces. Nadie quería ser negro. Pa-rana-da.

Pasaron más o menos dos años. Mi hermano ya se ha-bía muerto y parecía que yo iba derechito al manicomio.Casi no iba a la escuela, no tenía amigos y me pasaba lavida en casa mirando Univisión, o me iba al vertedero afumarme la mota que debería haber estado vendiendohasta volverme ciego. A Nilda tampoco le fue muy bien.

Pero muchas de las cosas que le pasaron no tenían na quever conmigo o con mi hermano. Se enamoró un par deveces más, una vez se enchuló por completo con unmoreno camionero que se la llevó para Manalapan y la

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abandonó al final del verano. Tuve que ir a buscarla. La

casa donde se estaba quedando era una cajita con un cés-ped del tamaño de un sello postal y cero encanto. Ella seestaba comportando como si fuera una jevita italiana y enel carro me ofreció un pase, pero le tomé la mano y ledije que ya, que basta. Al regreso, se empató otra vez conun grupo de comemierdas, recién llegaos al barrio desdela ciudad; ellos ya traían su propio rollo y sus melodramas

 y un grupito de muchachas le dieron tremenda paliza, alo Brick City, y le tumbaron los dientes de abajo. Entraba

 y salía de la escuela y por un tiempo le asignaron apren-dizaje en casa, pero ahí fue cuando finalmente dejó losestudios. Cuando yo estaba en tercer año, ella empezó arepartir periódicos para conseguir un poco de dinero, ycomo en ese entonces yo pasaba mucho tiempo en la

calle, la veía de vez en cuando. Me partió el corazón. To-davía no había llegado a su punto más bajo, pero iba decamino, y cuando nos topábamos en la calle me sonreía

 y saludaba. Había empezado a aumentar de peso, se ha-bía cortao el pelo casi al rape, y su cara de luna mostrabapesadumbre y soledad. Siempre le decía Wassup, y cuandotenía cigarrillos se los regalaba. Fue al entierro de mi her-

mano, igual que un par de sus otras ex novias, y había quever la falda que se puso, como si todavía lo quisiera con-vencer de algo. Le dio un beso a mi mamá pero la viejano la reconoció. Rumbo a casa le tuve que explicar amami quién era, pero de lo único que se acordaba de ellaes que era la que olía rico. No fue sino hasta que mami locomentó que me di cuenta que era cierto.

Fue solo un verano y no es que ella haya sido nadie es-pecial, así que ¿a qué viene todo esto? Él ya no está, no

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está, no está. Tengo veintitrés años y estoy lavando mi

ropa en el mini mall de Ernston Road. Ella está aquíconmigo, doblando su ropa y sonriéndome y mostrán-dome el vacío en su dentadura. Y me dice: ¿Hace milaños, no, Yunior?

Muchísimos, le digo mientras pongo los calzoncillos y camisetas en la lavadora. Afuera no se ve una sola ga-viota en el cielo, y mi mamá me está esperando en el

apartamento para cenar. Seis meses atrás estábamos sen-taos frente al televisor y mami dijo: Bueno, creo que yafinalmente me cansé de este lugar.

Nilda pregunta: ¿Se mudaron o qué?Sacudo la cabeza. Na, solo he estao trabajando.Dios, la verdad es que ha pasao mucho, mucho tiempo.

Dobla su ropa como una maga, todo arregladito, todo en

su lugar. En el mostrador de la lavandería hay cuatro per-sonas, unos negros que parecen estar en olla, con mediasaltas, gorras de crupier y cicatrices como serpientes por los brazos. Todos parecen sonámbulos al lado de ella. Sa-cude la cabeza, sonríe de oreja a oreja. Tu hermano, dice.

Rafa.Me señala con el dedo como siempre lo hacía mi her-

mano.De vez en cuando lo extraño.Asiente. Yo también. Fue bueno conmigo.Se tiene que haber dao cuenta de la incredulidad en

mi expresión porque me mira fijo mientras sacude lastoallas. Fue el que mejor me trató.

Nilda.

Solía dormir con mi pelo en la cara. Me decía que lohacía sentirse a salvo.

¿Qué más hay que decir? Ella termina de doblar suropa y le abro la puerta. La gente nos mira al salir. Ca-

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minamos por el viejo barrio, más despacio por el peso

de la ropa. London Terrace ha cambiao desde que ce-rraron el vertedero. Subieron los alquileres y ahora unaola de asiáticos y blanquitos viven en los apartamentos,pero son nuestros carajitos los que se ven hangueandoen la calle y en las terrazas.

Nilda mira al suelo como si tuviera miedo de caerse.Me palpita el corazón y pienso: Podríamos hacer cual-

quier cosa. Hasta nos podríamos casar. Podríamos ir aCalifornia. Podríamos comenzar de nuevo. Todo es po-sible, pero ninguno de los dos dice na y el momento pasa

 y entonces regresamos a nuestro mundo de siempre.¿Te acuerdas del día en que nos conocimos?, me pre-

gunta.Asiento.

Querías jugar pelota.Era verano, digo. Tenías puesta una camiseta sin mangas.Me obligaste a ponerme otra camisa para poder ser 

parte de tu equipo. ¿Te acuerdas?Me acuerdo, digo.

 Jamás volvimos a hablar. Un par de años después mefui del barrio pa la universidad y nunca más supe qué

coño fue de ella.