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123 INSTITUCIONES DEL ESTADO Y PRODUCCIÓN Y REPRODUCCIÓN DE LA DESIGUALDAD EN AMÉRICA LATINA Laura Mota Díaz 1 INTRODUCCIÓN En el actual escenario global, caracterizado por la integración económica, el desarrollo tecnológico y los avances científicos, la desigualdad continúa siendo un fenómeno cruel que afecta a millones de habitantes en todo el mundo, pero particularmente en América Latina y el Caribe, región considerada actualmente como la más desigual del planeta. El modelo global, implementado en América Latina hace casi tres décadas demostró, en el transcurso de su evolución, su ineficacia para generar condiciones de desarrollo equitativo e inclusivo, contri- buyendo, sobre todos los aspectos, al aumento de la brecha entre ricos y pobres. Con importantes costos sociales, se mantienen la concentración del ingreso y las desigualdades entre los países y al interior de ellos. Para ilustrar esta afirmación, está el hecho de que a comienzos del siglo XXI las doscientas personas más ricas del mundo poseían más que el monto obtenido por un billón y cuatrocientos millones de personas, y apenas las dos personas más ricas tenían mucho más que el conjunto de los países menos desarrollados 1 Candidata a doctora en Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); maestra en Ciencias Sociales con especialidad en Desarrollo Municipal por el Colegio Mexiquense y antropóloga social por la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). Actualmente es docente-investigadora de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Administración Pública de la UAEM, donde forma parte del Cuerpo Académico de Investigación en Desarrollo Humano y Políticas Públicas. Su línea de investi- gación se centra en los temas pobreza, políticas públicas y desarrollo local. Produccion de pobreza_final.indd 123 Produccion de pobreza_final.indd 123 10/10/08 19:20:19 10/10/08 19:20:19 CORE Metadata, citation and similar papers at core.ac.uk Provided by Red de Bibliotecas Virtuales de Ciencias Sociales de América Latina y El Caribe

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INSTITUCIONES DEL ESTADO Y PRODUCCIÓN Y REPRODUCCIÓN DE LA DESIGUALDAD

EN AMÉRICA LATINA

Laura Mota Díaz1

INTRODUCCIÓN

En el actual escenario global, caracterizado por la integración económica, el desarrollo tecnológico y los avances científi cos, la desigualdad continúa siendo un fenómeno cruel que afecta a millones de habitantes en todo el mundo, pero particularmente en América Latina y el Caribe, región considerada actualmente como la más desigual del planeta. El modelo global, implementado en América Latina hace casi tres décadas demostró, en el transcurso de su evolución, su inefi cacia para generar condiciones de desarrollo equitativo e inclusivo, contri-buyendo, sobre todos los aspectos, al aumento de la brecha entre ricos y pobres. Con importantes costos sociales, se mantienen la concentración del ingreso y las desigualdades entre los países y al interior de ellos.

Para ilustrar esta afi rmación, está el hecho de que a comienzos del siglo XXI las doscientas personas más ricas del mundo poseían más que el monto obtenido por un billón y cuatrocientos millones de personas, y apenas las dos personas más ricas tenían mucho más que el conjunto de los países menos desarrollados

1 Candidata a doctora en Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); maestra en Ciencias Sociales con especialidad en Desarrollo Municipal por el Colegio Mexiquense y antropóloga social por la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). Actualmente es docente-investigadora de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Administración Pública de la UAEM, donde forma parte del Cuerpo Académico de Investigación en Desarrollo Humano y Políticas Públicas. Su línea de investi-gación se centra en los temas pobreza, políticas públicas y desarrollo local.

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del planeta. Actualmente, se puede decir que hay individuos más ricos que algu-nas naciones importantes. Los últimos datos de la revista Forbes indican que la fortuna de los más ricos está aumentando. Mientras tanto, la desigualdad entre países crece, pero también ésta se produce y reproduce dentro de los países.

El cuadro de desigualdad en América Latina se complementa con la exis-tencia de altos niveles de pobreza. Un informe publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en el año 2005, relativo a los avances de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), registra que en varios países de la región se pueden observar progresos signifi cativos en materia de reducción de la pobreza, pero el documento reconoce que tales avances son insufi cientes para generar progreso y bienestar humano, porque continúan las desigualdades en el acceso a la educación, a la salud y a la tecno-logía (CEPAL, 2005).

La posibilidad de alcanzar el desarrollo pleno consiste no sólo en la disminu-ción del número de pobres, sino también en la superación de las desigualdades existentes en todos los ámbitos de la vida humana. No obstante, en los últimos años se observa el incremento de la desigualdad en todo el mundo, particu-larmente en América Latina. De ahí la importancia de encaminar los estudios e investigaciones actuales al esclarecimiento y explicación de los factores que reproducen esa situación.

Durante muchos años, las investigaciones se han concentrado en cuantifi car las desigualdades y en describirlas, dando énfasis principalmente a los análisis económicos. Los actuales niveles de desigualdad, que contrastan con los de enorme riqueza acumulada en algunas manos, plantean hoy la necesidad de pasar de mediciones y descripciones a la búsqueda de respuestas sobre los factores que están contribuyendo a la reproducción de ese fenómeno. El obje-tivo de este artículo es explicar la reproducción de la desigualdad, colocando al Estado y sus instituciones como responsables de tal proceso, considerando que, en el transcurso de la historia fueron fácilmente permeables a los grupos e intereses particulares.

La presentación se estructura en cuatro tópicos. En el primero se defi ne la desigualdad, asociándola a su proceso de reproducción. En el segundo tópico se alude al origen y evolución de las desigualdades en América Latina, destacando cómo, a lo largo de la transformación del sistema económico, las elites burgue-sas fueron confi gurando las instituciones para obtener ventajas y benefi cios particulares y, para que éstas continuaran, como hasta hoy, bajo el dominio de las clases que ejercen el poder, no sólo económico sino también político. En el tercer tópico, se aborda la explicación sobre el papel que las instituciones del Estado desempeñan en la reproducción de las desigualdades. Se inicia con una rápida defi nición acerca de lo que son las instituciones, y se toma como base

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de explicación la teoría neoinstitucionalista. En el cuarto tópico, se reúnen las conclusiones derivadas de lo que fue expuesto en los tres tópicos anteriores.

PRECISIONES SOBRE LA DESIGUALDAD

Abordar la desigualdad, en cualquiera de sus vertientes, exige precisar un concepto y/o los elementos que la caracterizan, para dejar claro cuál es la con-cepción que se tiene del fenómeno para los objetivos del análisis propuesto. En las literaturas económica y social, el concepto de desigualdad estuvo vincu-lado frecuentemente al ingreso de las personas y de las naciones, así como a su concentración y distribución en estratos poblacionales. En esa perspectiva, la desigualdad es un fenómeno que caracteriza diversos tipos de desarrollo entre naciones y regiones del mundo, y se identifi ca como una de las causas princi-pales de la creación de pobreza.

Uno de los autores que, dentro de la teoría económica, abordó por primera vez la desigualdad de ingresos y su relación con las tendencias de crecimiento de las naciones económicamente avanzadas fue Simon Kuznets. Según la tesis de este autor, en una primera fase de crecimiento económico, y dada la existencia de fuerzas que se contrapesan unas a otras, es natural la existencia de una brecha importante en la distribución del ingreso, siendo probable que la desigualdad aumente. En una segunda fase, especialmente cuando las oportunidades del mercado se amplían, los cambios tecnológicos aumentan y ocurren cambios estructurales en la economía, se espera que la brecha de la desigualdad se re-duzca paulatinamente. Solamente cuando las fuerzas de innovación tecnológica y de mercado son débiles, las posibilidades de disminución de esta brecha se reducen (Kuznets citado en Fields, 1999).

Estudios posteriores llevaron a cuestionar la tesis presentada por Kuznets y demostraron progresivamente que la igualdad o la desigualdad de ingresos permanecen inalteradas en décadas sucesivas de recesión y de alta recupera-ción económica, tal como aconteció en América Latina, particularmente en las décadas de 1980 y 1990. La conclusión es que no es necesariamente la tasa de crecimiento económico la que determina el aumento o disminución de la de-sigualdad de los ingresos, por lo que es necesario considerar otros factores para explicar la estructura distributiva.

Para el caso de los países latinoamericanos, diversas investigaciones reali-zadas durante la década de 1990 examinaron otras variables para caracterizar la desigual distribución de ingresos. Constituyen también factores que inciden de manera importante en la distribución del ingreso la posición del empleo (en los sectores formal o informal de la economía), las oportunidades educativas, las diferencias de instrucción de los estratos poblacionales y de acceso a los ser-

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vicios básicos de salud, las tasas demográfi cas, el número de hijos por familia y las diferencias de género.

De acuerdo con Luis Reygadas (2004: 8),

en la capacidad individual para tener acceso a las riquezas sociales intervienen otros factores, menos conocidos o más difíciles de evaluar o cuantifi car pero que también resultan decisivos. Entre ellos pueden mencionarse, el capital cultural, las certifi ca-ciones, el status, la etnia, el género y otros atributos individuales.

Para Pierre Bourdieu (1988) el capital cultural puede ser material u objeti-vado, pero también puede ser subjetivo, adquirido por los individuos a lo largo de muchos años de socialización e incorporado en sus esquemas de percepción y pensamiento.

Las certifi caciones garantizan que las capacidades individuales sean toma-das en cuenta para la asignación de puestos de empleo y remuneración. No son necesariamente prueba de las capacidades reales de las que se dispone, pero funcionan como mecanismos de exclusión.

El prestigio social también es fuente de desigualdades, ya que el acceso di-ferencial a muchos recursos se encuentra asociado a las distinciones de status. Del mismo modo, históricamente las características étnicas también han sido fuente de muchas desigualdades, debido a la amplia discriminación que existe y porque las poblaciones indígenas han sido víctimas, en todo momento, de la marginación y exclusión social.

El género es uno de los factores medulares en la construcción de desigual-dades. Más allá de las diferencias biológicas, fueron estructuradas distinciones sociales y culturales entre hombres y mujeres, dentro de las cuales se establecen jerarquías de poder, de status y de ingresos. Finalmente, los atributos indivi-duales se construyen socialmente como resultado de procesos históricos. Su adquisición depende de condiciones y procesos colectivos que otorgan, a cada individuo, una posición dentro de las estructuras económica, política y social.

Además de la competencia entre personas con diferentes capacidades, existen muchos otros factores que regulan la circulación y apropiación de las riquezas sociales, de ahí la importancia de estudiar las interacciones, pero particularmente las instituciones gubernamentales, porque ellas regulan las interacciones en el espacio social. En esos términos, la desigualdad es conce-bida como un fenómeno de carácter multidimensional en el que intervienen factores de tipo económico, político, social y cultural. Más aún, la desigualdad es una situación que se fue construyendo y reproduciendo en el campo de las interacciones sociales, estableciendo múltiples diferencias, tanto individuales como colectivas, en todos los ámbitos de la vida humana.

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La desigualdad tiene facetas distintas. Se habla de desigualdad económica como aquella situación caracterizada por la diferencia de ingresos y capacidad de consumo, entre individuos, regiones y naciones. También se hace referen-cia a desigualdad política, entendida como la diferencia con que se ejercen los derechos políticos y se tiene acceso al poder político. Finalmente, se habla de desigualdad sociocultural, entendida como la diferencia entre grupos poblaciona-les por etnia, género, ideología, capital cultural y status social. Cada una de esas formas de desigualdad se encuentra interrelacionada, haciendo más complejo el fenómeno y dando lugar a su reproducción.

LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA DE LA DESIGUALDAD EN AMÉRICA LATINA

La desigualdad en América Latina no es un fenómeno reciente ni tampoco es producto del sistema global actual. La desigualdad nos ha acompañado en di-ferentes momentos, a tal punto que podemos decir que nuestra historia está im-pregnada de crecientes desigualdades económicas, políticas y socioculturales.

Sobre su origen, es común encontrar en la literatura explicaciones que la sitúan como producto de la estructura y funcionamiento de la economía. Ta-les análisis apuntan al hecho de que las estructuras productivas de la región latinoamericana se conformaron, desde el inicio, en correspondencia con una distribución concentrada del ingreso, lo que obedeció al establecimiento de mercados internos determinados, en alto grado, por las demandas de fracciones relativamente pequeñas de la población total. De acuerdo con Pedro Vuskovic (1993: 40), el incremento de la demanda y producción de bienes no esenciales, ligados a la necesidad de reproducción de formas de vida y consumo propias de la clase privilegiada, dio lugar a una economía con perfi les técnicos que limitaban la capacidad de absorción de la fuerza de trabajo y demandaba inversiones rela-tivamente grandes, cuyo funcionamiento dependía, en alto grado, de suministros intermedios importados. Así, el aumento de la desigualdad se fue agravando a medida que se expandía la capacidad de consumo de los estratos más altos de la población, en tanto la de los estratos más bajos se reducía, en especial si sus recursos eran insufi cientes para adquirir bienes de consumo básicos.

Durante el siglo XVI, la sociedad latinoamericana estuvo subordinada a la condición de colonia española y portuguesa. Como tal, la colonización formó parte del proceso histórico de creación del mercado mundial capitalista y, por ende, de las formas de explotación a las que fueron sometidos los nativos de la región, lo que contribuyó a ampliar la desigualdad.

En América Latina no sólo hubo capital comercial sino, fundamentalmen-te, un capital que se invertía en empresas mineras, agropecuarias y artesanales,

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dando origen a una burguesía criolla no meramente comercial, sino también productora. Así, durante la colonización, las riquezas naturales de América La-tina permitieron la producción de mercancías consideradas de alto valor en los mercados internacionales: oro y plata en los países andinos y la Nueva España; azúcar y otros productos agrícolas tropicales en Brasil y en otras colonias con vastas extensiones de tierra (Vitale, 1979: 11-19).

Tanto la extracción de minerales como la agricultura demandaban mano de obra intensiva. Fue en ese contexto que los colonizadores trasplantaron insti-tuciones de origen feudal, como la encomienda, que tuvo como fundamento teórico la inferioridad natural o social del indio y como base real la necesidad de premiar al conquistador y guardián de la tierra, retribuirle y proporcionarle mano de obra para sus empresas agrícolas y mineras. La encomienda estableció entre las clases una relación precapitalista con apariencia feudal, pero, en su contenido, fue claramente esclavista, por la explotación a la que eran someti-dos los trabajadores (De Ferranti et al., 2003; Vitale, 1979). De ese modo, la desigualdad no sólo fue producto de la concentración del ingreso, sino también de las interacciones sociales marcadas por la existencia de relaciones sociales asimétricas que se establecieron entre los colonizadores europeos y la población originaria de América Latina. Sin duda, fueron la creación y la ampliación de instituciones —tanto formales como informales, relacionadas especialmente con la administración del trabajo, el uso de la tierra y el control político y erigidas por los propios colonizadores para consolidar su poder—, las que permitieron establecer y mantener tal asimetría.

Si bien el factor económico tenía dominados el interés y la conducta de los colonizadores, su alcance no habría sido posible sin la existencia de un poder político que moldeara las instituciones necesarias para legitimar tales acciones. Ese poder fue ejercido primero por la monarquía española y, poco a poco, se fue repartiendo entre las elites criollas, permitiendo que ellas acumularan una enorme cantidad de propiedades y de riquezas con las cuales refi rmaron su po-der y obtuvieron más privilegios. Los procesos económicos no ocurren en un vacío, sino que por el contrario son mediados por las instituciones existentes, particularmente por aquellas que están bajo el control gubernamental y que se orientan a regular, entre otras cosas, el funcionamiento de los mercados, los derechos de propiedad y los contratos de agentes privados.

En el siglo XIX, luego de una intensa lucha social y siglos de sometimien-to y explotación, los países latinoamericanos consiguieron la independencia política formal de los imperios español y portugués, pero continuaron siendo dependientes del capitalismo europeo. Limitando el proceso de liberación a la independencia política, cayeron pronto en un nuevo tipo de dependencia.

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La especifi cidad de nuestra dependencia en el siglo XIX radicaba en que, a pesar de ser dependientes de los mercados europeos, los empresarios, mineros y terratenientes eran entonces dueños de las tierras, de las minas y de las plantaciones. (Vitale, 1979: 28)

Durante el siglo XIX, el Estado era dirigido por la vieja oligarquía terrate-niente, en alianza con las burguesías minera, comercial, bancaria y fi nanciera. En este período, América Latina conservó sus riquezas nacionales en poder de la burguesía criolla porque el desarrollo capitalista europeo no se fundamentaba todavía en la inversión de capital fi nanciero en las zonas periféricas, sino en sus propias naciones, en pleno proceso de industrialización (Vitale, 1979).

Después de las sucesivas proclamaciones de independencia, pocas cosas cambiaron. A pesar de que la mayoría de estos jóvenes Estados nación estuvie-ran formalmente compuestos por democracias republicanas, en la práctica, los descendientes europeos continuaron confi gurando las instituciones y las polí-ticas en su propio benefi cio, con respecto al sufragio, al acceso a la educación y a la política de tierras, lo que hizo posible que mantuvieran sus privilegios y posiciones estratégicas dentro de la sociedad (De Ferranti et al., 2003). La elite criolla fue capaz de alcanzar y preservar una cantidad desproporcionada de poder e infl uencia en la formación e implementación de políticas gubernamen-tales. Los poderes político y económico permanecieron, y la concentración del poder constituye un legado incuestionable del colonialismo.

Los últimos años del siglo XIX se caracterizaron por las transformacio-nes agrarias, la caída de los costos de transporte, el crecimiento del comercio mundial y la penetración del capitalismo inglés y norteamericano en nuestros países. Este nuevo escenario reforzó la marcada concentración de los poderes político y económico.

El desfase entre un Estado formado según las pautas de la democracia liberal y una sociedad dominada por relaciones serviles y despóticas no solo impidió el despliegue de la institucionalidad política, sino que también determinó la propia deformación del Estado. De este modo, la importancia que el Estado adquirió y su apropiación por parte de intereses privados tuvieron como resul-tado, durante mucho tiempo, una sociedad civil dependiente y sometida, en sus segmentos mayoritarios, a la exclusión política, económica y cultural (De Ferranti et al., 2003).

América Latina ingresó al siglo XX con una enorme cantidad de proble-mas, resultado de la herencia colonial: baja calidad educativa, que afectaba a la mayoría de su población, situaciones de exclusión y discriminación social, oligarquías poderosas, dependencia de minerales y productos agrícolas para la exportación, debilidad del Estado de derecho, relaciones de patronazgo, captu-radores de rentas, corrupción y una larga lista de difi cultades que preocupaba al

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conjunto de la población. Después de la crisis mundial de 1929, se desarrolló, en la mayoría de los países latinoamericanos, un proceso industrial de sustitución de importaciones, permitiendo la consolidación de una burguesía industrial con capitales nacionales. El nuevo modelo económico exigía una creciente in-tervención del Estado en el proceso económico y la formación de condiciones próximas al modelo del Estado de bienestar, como manera de redistribuir la renta y así alcanzar la justicia social. El resultado fue la preeminencia del Estado sobre la sociedad. Se legitimó ideológicamente la intervención del Estado en las diferentes áreas desde las que fue posible controlar el ciclo económico y el orden social (Cunill, 1997).

Al Estado y a los gobiernos, como sus brazos ejecutores, se les atribuyeron los papeles de motores de la economía, planifi cadores del desarrollo, garantes de la integración social, empleadores y protectores de los nacientes sectores em-presariales. Correspondía también al Estado redistribuir el ingreso y subsidiar al resto de la sociedad (Brito, 2003).

La intervención en la economía se realizó por medio de la aplicación de la po-lítica fi scal para lograr los objetivos macroeconómicos y la generación de empleo; de la prestación de bienes y servicios públicos y políticas de protección social, y de la implantación de sistemas fi scales de carácter progresivo. Para alcanzar objetivos como los del progreso y la equidad, el Estado también ejercía el papel de conductor y garante de la negociación entre trabajadores y empresarios en la distribución de la riqueza, y de árbitro frente al confl icto para mantener la paz social (Cunill, 1997). Al contrario de siglos anteriores, el Estado ya no era solamente un intermediario político administrativo de las relaciones entre el im-perialismo y la burguesía criolla, sino que actuaba como socio directo, mediante la asociación del capital estatal con las empresas multinacionales.

El intervencionismo estatal fue, en primer lugar, una traducción política de los confl ictos de intereses que ya no podían seguir desarrollándose en el marco de la esfera privada. Más tarde, se incrementó como respuesta a los desafíos y reajustes planteados por el crecimiento económico, por la reestructuración agraria, por la hiperurbanización, por los cambios ocurridos en la estratifi ca-ción y las movilizaciones sociales, y por los confl ictos ideológicos y políticos, alternándose ciclos de autoritarismo y democracia (Cunill, 1997).

Si bien el Estado interventor propuso objetivos sociales en favor de los secto-res con mayores necesidades, las realizaciones estuvieron lejos de las intenciones, especialmente en lo que concierne a los mecanismos de acceso a la seguridad social, a la educación y a la prestación de servicios públicos de calidad. El Estado también fue objeto de captura por parte de los grupos de interés, sindicatos, empresarios y banqueros, que en todo momento fueron orientando la acción pública en benefi cio propio.

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Al fi nal de los años setenta, el Estado interventor de América Latina había entrado en crisis debido a los siguientes factores: a) incapacidad para atender el problema del desempleo, resultante del desequilibrio entre oferta de mano de obra y demanda por parte de los empleadores; b) aumento del gasto público sin realizar modifi caciones de la estructura distributiva; c) inefi ciencia en la aplica-ción del gasto público; d) crisis fi scal, que disminuyó la capacidad de fi nancia-miento del gasto público; y, fi nalmente, e) nuevas condiciones internacionales que modifi caron la soberanía nacional (Brito, 2003). Además de no conseguir modifi car sustancialmente las raíces histórico-estructurales de la desigualdad, el Estado contribuyó a la reproducción y ampliación del fenómeno.

La década del ochenta marcó el inicio de una nueva era para los países lati-noamericanos. Todo llevaba a creer en la mejora de las condiciones económicas, políticas y sociales, permitiendo crear los equilibrios necesarios para garantizar estabilidad económica, gobernabilidad y bienestar social. El derrocamiento de los gobiernos militares y el retorno a la democracia en Latinoamérica planteaban un nuevo escenario de optimismo en los campos político y social. La adopción de una nueva estrategia de desarrollo, inspirada en el neoliberalismo, prometía traer cambios en las economías de nuestros países, esta vez por vía de la liberali-zación económica y comercial, así como por la apertura a la inversión extranjera. La meta era alcanzar sufi ciente competitividad para insertarse exitosamente en la economía globalizada y fortalecer los mercados internos.

Fue en ese contexto que se propuso reformar al Estado, para adecuarlo a las necesidades y exigencias del nuevo orden internacional. Predominó la posición de que el Estado debía limitarse a ejercer sus competencias básicas e indelegables tales como seguridad y defensa, educación y salud, y programas sociales. En síntesis, el Estado debía replegarse para dar espacio al mercado y a la sociedad (Cunill, 1997; Brito, 2003).

En los años ochenta, se iniciaron las reformas conocidas como de “primera generación”, cuyas prioridades fueron la reducción del tamaño del Estado, la descentralización, la privatización, la desregulación de la economía y la terciarización de servicios públicos, todo eso con el fi n de eliminar patrones culturales disfuncionales para la economía de mercado, tales como clientelis-mo, paternalismo e intervencionismo estatal (Prats, 1998; Oszlak, 1999). Esas primeras reformas estuvieron acompañadas por la preocupación obsesiva por la estabilización y el crecimiento económico y por la apertura y competitividad en el mercado mundial, quedando en segundo plano las preocupaciones sobre el bienestar social y la democracia.

Los resultados fueron considerados insufi cientes para alcanzar los objetivos del desarrollo social: los costos de las reformas implementadas habían sido mayo-res que sus benefi cios, lo que hizo necesario implementar reformas de “segunda

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generación”. En ellas, se incluía el desarrollo institucional y una radical moder-nización gerencial de la administración pública, además del perfeccionamiento del sistema político democrático. El enfoque neoinstitucionalista invertía la relación causal entre crecimiento económico y democracia: la importancia de los procesos políticos pasó a ser equiparada con los procesos económicos.

Las nuevas reformas se enmarcaron en una visión más amplia del desarro-llo, que supeditaba los avances del desempeño económico a condiciones tales como el perfeccionamiento del Estado de derecho, la reforma de los poderes públicos, la capacitación de los servidores públicos y la reestructuración de los gobiernos. El crecimiento económico y la competitividad en el mercado mun-dial debían estar acompañados del bienestar social y la equidad. El desarrollo humano y la construcción de un tejido social fuerte y de un sólido capital social, estarían asociados a la sustentabilidad económica y a la estabilidad democrática (Brito, 2003). A los Estados y sus gobiernos les correspondía asumir un papel relevante como creadores de políticas de apoyo y estímulo al sector privado, lo que signifi caba una doble función: a) complementar los mercados, no sólo corrigiendo sus fallas, sino organizando y coordinando, de forma dinámica, las interacciones entre los factores humanos, económicos, políticos, sociales y culturales imprescindibles para la competitividad; y b) detectar y contactar a los potenciales agentes de desarrollo presentes en la sociedad, movilizarlos y articular sus acciones (Rabotnikof, 2001).

En síntesis, los propósitos de las reformas incluían, además del perfecciona-miento y de la consolidación de sistemas políticos democráticos, cambios en los patrones culturales y en las reglas del juego social, con el objetivo de propiciar, en las sociedades latinoamericanas, las condiciones que harían posible proyec-tar instituciones capaces de estimular el crecimiento económico (Prats, 1998; Fleury, 1999). Para eso se consideró necesaria la concepción de estructuras de incentivos que estimularan el comportamiento efi ciente y responsable del con-junto de actores sociales, públicos y privados.

Nuevamente, a pesar de las buenas intenciones, un riguroso análisis de las reformas de segunda generación indica que los objetivos sociales, especialmente los que se referían a la equidad e inclusión, no se materializaron. A pesar de que la década de 1990 registró importantes cambios políticos, sociales y tec-nológicos, éstos fueron insufi cientes. Las desigualdades se mantuvieron, y, en la mayoría de los países, se registró su ampliación, lo que nos lleva a cuestionar el papel del Estado.

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CÓMO LAS INSTITUCIONES DEL ESTADO CONTRIBUYEN A REPRODUCIR LA DESIGUALDAD

SOBRE LAS INSTITUCIONES

A pesar de ser algo simple, el concepto de institución necesita ser explicitado para comprender su existencia y utilidad en los procesos económicos, políticos y sociales. Las instituciones son defi nidas como: “las reglas del juego de la so-ciedad”; “las limitaciones ideadas por el hombre que dan forma a la interacción humana”; “el conjunto de reglas cuyo objetivo es proporcionar estructura y previsibilidad a las interacciones entre los individuos en la sociedad” (North, 1993); “estructuras de reglas, procedimientos y arreglos” (Shepsle y Weingast, 1984); “prescripciones acerca de las cuales se requieren acciones prohibidas o permitidas” (Ostrom, 1990); “estructuras de gobierno y arreglos sociales guia-dos por el deseo de disminuir los costos de transacción” (Eggertsson, 1991); “el conjunto de reglas que articulan y organizan las interacciones económicas, sociales y políticas entre los individuos y los grupos sociales” (Ayala, 2000).

El término institución, de acuerdo con Ayala Espino (1996), no se aplica únicamente a los sistemas que son organizados formalmente, sino a una serie de prácticas y rutinas interrelacionadas, a veces formalizadas en reglas y leyes escritas, y en algunos casos, menos formalmente especifi cadas. En la esfera pública, un conjunto de reglas sólo se transforma en institución, strictu sensu, cuando se comparte su conocimiento y se acepta su cumplimiento, voluntaria o coercitivamente impuesto por el Estado.

Desde la perspectiva del institucionalismo canónico, el principal papel de las instituciones en una sociedad es reducir la incertidumbre, estableciendo una estructura estable para la interacción humana. Las instituciones también funcionan como restricciones, porque defi nen los límites dentro de los cuales ocurren el intercambio y las elecciones de los individuos.

En el estudio de las instituciones, podemos situar dos tradiciones intelec-tuales. La primera, que es la más difundida, corresponde a un grupo de teorías que enfatiza los benefi cios colectivos desprendidos de su existencia. La segunda tradición, en cambio, enfatiza los confl ictos sociales y distributivos generados por las instituciones, argumentando que ellas no benefi cian a todos los agentes por igual, ya que existe una notable desigualdad entre los que tienen poder y los que no lo tienen. En consecuencia, están limitados para infl uir en la concep-ción, instrumentación, legalización, administración, vigilancia y cumplimiento de esas instituciones. De esta segunda concepción se desprende un postulado importante y útil para explicar el papel de las instituciones como reproductoras de desigualdad: los agentes con mayor poder relativo, mayores capacidades or-

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ganizativas, decisivas y mayor acceso a la información tendrán un mayor margen para manipular las instituciones a su favor (Knight citado en Ayala, 2000).

¿Por qué surgen las instituciones? Una primera respuesta alude al hecho de que las instituciones y normas nacen y prevalecen dondequiera que los indi-viduos intentan vivir en sociedad, pues se torna necesario mantener un orden que regule el intercambio y garantice la convivencia. Para los institucionalistas, la respuesta a esa cuestión debe partir del estudio del comportamiento y de las elecciones individuales, pues suponen que los seres humanos crean, reivindican, rechazan, operan y fi nalmente alteran las instituciones como un resultado pri-mordial de sus elecciones egoístas y racionales. En ese sentido, los economistas clásicos afi rmaron, entre otras cosas, que el egoísmo es un punto de partida y no de llegada, ya que los individuos, en palabras de Hobbes, son criaturas com-pulsivas e impulsivas, víctimas de sus hábitos y emociones (Ayala, 2000).

Así se puede afi rmar que las instituciones son moldeadas dependiendo del interés predominante que guía la conducta individual o colectiva en cada mo-mento histórico. En el caso de América Latina, desde el periodo colonial, las elites económicas conformaron a las instituciones para que ellas les permitie-ran ejercer su dominio sobre la población nativa y, de ese modo, garantizar la reproducción de su capital y el aumento de sus privilegios.

EL ESTADO Y LAS INSTITUCIONES

Defi nido jurídicamente como la unidad entre un gobierno, un territorio y una población, el Estado ha funcionado como el eje de articulación del sistema mundial contemporáneo. Su origen se sitúa en la Europa occidental, entre los siglos XI y XIII. Existe una vasta literatura referente a las circunstancias que dieron origen al Estado, aludiendo a su evolución y organización. Es intención de este apartado hacer breve referencia a los aspectos más básicos del Estado, para entenderlo en relación con las instituciones y el ejercicio del poder.

Los teóricos del Estado admiten generalmente que éste tiene, como función principal, garantizar una convivencia organizada, con un interés particular en la paz y la seguridad jurídicas. El desempeño de esa función supone el poder estatal, es decir, la facultad de regular obligatoriamente la conducta de la co-munidad y de forzar la conducta prescrita con los medios del poder, aún con el empleo de la fuerza física, pues, como afi rmó Weber, el Estado es el único que puede ejercer legítimamente la violencia. El poder del Estado toma forma en el gobierno y se personifi ca en la actuación de los agentes gubernamentales.2

2 El gobierno podría defi nirse como la realidad visible del Estado. El término designa, desde una perspectiva política, tanto los mecanismos a través de los cuales se lleva a cabo la dirección

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Para Estela Arredondo (1982), el Estado debe ser entendido no sólo como el aparato de gobierno, sino también como el conjunto de instituciones encargadas de dictar leyes y hacerlas cumplir. Ese es un Estado hegemónico, con capacidad de dirigir y dominar, producto de determinadas relaciones de fuerzas sociales, que desarrollan actividades teóricas y prácticas con las cuales la clase dominan-te no sólo justifi ca y mantiene su dominio, sino también consigue sustentar el consenso activo de sus gobernados.

Para Claus Offe (1990), desde una perspectiva sistémica, el Estado puede ser analizado como un grupo multifuncional y heterogéneo de instituciones económicas y políticas. Ese grupo incide diferencialmente en el funcionamiento y operación de los distintos sistemas.

A su vez, Ayala Espino (1996) defi ne al Estado como una organización que desempeña un papel crucial en el proyecto, creación y mantenimiento de las instituciones públicas y privadas, que fi jan las reglas del juego para el intercam-bio. El autor afi rma también que las instituciones tienen importancia para el desempeño de los sistemas económico, político, social y cultural y, naturalmente, para el propio Estado.

Una defi nición que considero más próxima a lo que son las instituciones del Estado es la de Ulrich Beck (2004), para quien las instituciones son reglas de base y de fondo para el ejercicio del poder y el dominio, o sea, preceptos formales e informales de conducta que sirven para posibilitar o pretextar determinadas formas de praxis política (nacionales e internacionales).

El neoinstitucionalismo —corriente teórica en la que se sustenta este artícu-lo— concibe al Estado como una organización dotada de poderes sufi cientes para actuar como el garante del interés público en un doble sentido. En primer lugar, restringe la conducta maximizadora y egoísta de los agentes económi-cos, por medio del mantenimiento y vigilancia de las instituciones públicas. En segundo lugar, el Estado crea nuevas instituciones en cualquier lugar o circunstancia, donde las instituciones privadas obstruyan o cancelen las posi-bilidades para obtener las ganancias derivadas de la organización, cooperación e intercambio (Ayala, 1996). Además de eso, el neoinstitucionalismo concibe al Estado como un contrato social que se entabla entre la burocracia estatal y los gobernados. Dicho contrato fi ja los términos en que ocurre el intercambio

pública de la colectividad social, como el aparato que hace aquélla posible. El gobierno, por tanto, adquiere signifi cados concretos diversos que pueden aludir a la forma de organización global en un Estado (o régimen político); a la acción misma de elaboración de las políticas públicas (o gobernación); o a la organización institucional donde reside la autoridad formal del Estado. Los agentes gubernamentales son las personas que ostentan la representación del Estado en el ejercicio de las funciones específi cas para las que han sido legítimamente nom-brados.

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de instituciones entre la sociedad y el Estado. Eso signifi ca que la burocracia estatal ofrece instituciones para proporcionar un marco de mayor estabilidad y seguridad económicas, en tanto los individuos reivindican instituciones por-que perciben que a pesar de los costos, éstas les permiten obtener las ganancias derivadas del intercambio.

El neoinstitucionalismo es una de las corrientes teóricas contemporáneas que se preocupa en desarrollar una teoría del Estado desde el punto de vista de las instituciones. Esa perspectiva analítica enfatiza la intervención del gobierno como un factor regulador del intercambio y correctivo de las fallas del mercado. Concibe el papel del Estado como un elemento capaz de mejorar la atribución de los recursos, aunque acepta que también puede empeorarla. Del mismo modo, el neoinstitucionalismo atribuye al Estado un papel central en el comportamiento económico de los individuos, porque fi ja y vigila el cumplimiento de las reglas fundamentales que regulan el intercambio: los derechos de propiedad exclu-sivos, los contratos entre los agentes privados y las diversas regulaciones. La concepción y la operación de esas reglas depende en buena parte del poder del Estado para introducir las restricciones, es decir, para delimitar lo permitido y lo prohibido, y para vigilar y obligar su cumplimiento (Ayala, 1996).

Uno de los neoinstitucionalistas contemporáneos más importantes es Dou-glass North, para quien el Estado es: “[…] una organización con ventajas com-parativas en la violencia extendida sobre áreas geográfi cas cuyos límites son determinados por su poder para obtener impuestos” (North, 1984: 21). En el modelo de North, el Estado está controlado por una burocracia que monopoliza el uso de la violencia y la oferta de bienes y servicios públicos. En ese sentido, el Estado actúa como una entidad monopólica discriminatoria, es decir que puede emplear sus poderes (por ejemplo, el tributario) para gravar desigualmente a los grupos de la sociedad y de ese modo, contribuir para reproducir el fenómeno. En la realidad, el Estado cobra impuestos de manera diferenciada y los que se benefi cian de esas medidas no son precisamente los más necesitados, sino los que tienen una mayor acumulación de riqueza.

Los supuestos básicos del modelo de North son: a) la conducta económica de la burocracia y la de los gobernados son guiadas por la maximización de los benefi cios; y b) el único bien público intercambiado entre el Estado y los ciu-dadanos es el orden institucional. Los gobernados reivindican instituciones de las cuales esperan obtener los máximos benefi cios a los más bajos costos. Pero a su vez, la burocracia promoverá aquellos arreglos institucionales que permi-tan mantener el orden público. La burocracia tratará de alcanzar su objetivo a los costos más bajos posibles, pero también buscará maximizar sus poderes político y económico.

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Para North (1984), el Estado puede ser interpretado como una organización polivalente en el sentido de que puede ser simultáneamente:

• Un Estado maximizador de su riqueza: ingresos, presupuesto, empleo público.

• Un Estado mediador, en el sentido de que es un árbitro entre los grupos, con una burocracia fuerte que persigue su propio interés, aunque éste puede coincidir con el interés general de los grupos prominentes de la sociedad; y

• Un Estado-instrumento de una clase o grupo, siendo éste un Estado con poca autonomía y, en consecuencia, fácilmente penetrable por los grupos de interés.

El neoinstitucionalismo económico destaca dos ideas clave: 1) los mercados y los Estados de distintos países son organizaciones institucionales que pueden operar de acuerdo con normas y reglas particulares, y alcanzar resultados eco-nómicos, políticos y sociales muy diferentes; y 2) la conducta y las elecciones de los agentes económicos reciben la infl uencia de un conjunto de instituciones.

North afi rma que la institucionalización del Estado no es garantía de que él se comportará como agencia3 efi ciente, porque surge una paradoja: para hacer cumplir los acuerdos, el Estado necesita de poder, pero a su vez este poder puede ser empleado arbitrariamente para favorecer los intereses de la propia burocracia y no de la sociedad en su conjunto. Visto desde esta perspectiva, el Estado es neutro sólo cuando el gobierno no es tomado o penetrado por una fuerza que expulse o desplace a otras fuerzas económicas, políticas o militares. Sin embargo, cuando el balance del poder se modifi ca o se altera con la presencia de nuevas fuerzas, el Estado neutro se extingue (North, 1984).

De ese modo, North distingue entre un Estado débil, que es fácilmente penetrado por grupos con intereses específi cos en la búsqueda de rentas, y un Estado neutro, que goza de mayor autonomía en el sentido de que tiene el poder sufi ciente para mantenerse imparcial y no depender del apoyo de algún grupo. Esa distinción permite captar el doble papel del Estado: un poder para preservar el sistema en su conjunto y, al mismo tiempo, un instrumento para favorecer a los intereses privados, inclusive los de algún grupo en particular.

Pero a su vez, las políticas y las instituciones “son los resultados fi nales de procesos de economía política en los que diferentes grupos buscan proteger sus

3 El término agencia es empleado aquí en relación con la teoría del principal-agente en función de que el Estado, en la perspectiva neoinstitucionalista, es concebido como un “tercer partido” donde el papel principal le corresponde a la burocracia dirigente que delega ciertas funciones y actividades al resto de la burocracia y, en algunos casos, incluso puede otorgar franquicias y concesiones a grupos privados.

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propios intereses. Algunos grupos tienen más poder que otros y sus opiniones prevalecen” (Banco Mundial, 2006: 14).

En suma, mediante la creación de instituciones, el Estado trata de mantener el orden y de cumplir sus fi nes, particularmente los de garantizar la seguridad y el bienestar colectivos. Pero cuando esas instituciones son capturadas por in-tereses particulares, el Estado se desvía de sus fi nes y se convierte en un agente productor y reproductor de desigualdad. En América Latina, el Estado neutro jamás existió, pues él estuvo constantemente dominado por fuerzas externas e internas específi cas.

CÓMO CONTRIBUYEN ACTUALMENTE LAS INSTITUCIONES DEL ESTADO A LA REPRODUCCIÓN DE LA DESIGUALDAD

Si bien el Estado tenía como uno de sus encargos principales el de garantizar el bien común, la verdad es que eso no sucedió, porque sus instituciones se origi-naron en medio de fuertes intereses de poder, riqueza y dominio. Esa situación prevalece a pesar de los diversos cambios ocurridos en los órdenes económico, político y social.

Hasta la década de 1990, las elites gubernamentales y corporativas de la mayoría de los países habían redefi nido al Estado, que pasó de ser protector de los derechos y de los intereses humanos, a ser protector de los derechos y de la propiedad corporativos. A fi nes del siglo XX, arribamos a una economía mun-dial en la que todas las economías nacionales quedaron integradas, en grados diferentes, a una estructura única no centralizada. Las funciones tradicionales del Estado fueron fuertemente alteradas, como resultado de la nueva dinámica mundial. El Estado se vio asediado y, a veces, sometido al poder de los con-sorcios y del capital fi nanciero, que impulsaron la globalización. Esos agentes exigen acuerdos, normas, reglas y comportamientos económicos favorables a la expansión e integración de los mercados, ejerciendo una enorme infl uencia sobre las reglas del juego que regulan los intercambios, los contratos y los de-rechos de propiedad, es decir, sobre las instituciones del Estado.

El sistema económico se expandió de tal forma en el ámbito transnacional, que las posibilidades de una regulación nacional de la economía son bien limi-tadas. Las nuevas condiciones surgidas de esa situación no son impuestas por el Estado, sino por las exigencias objetivas de la competencia internacional.

Aunque el poder de las instituciones fi nancieras y de las multinacionales sea decisivo en la competencia internacional, es importante recordar que los go-biernos y las clases dirigentes nacionales también impulsaron políticamente la globalización, facilitando la penetración de capitales extranjeros, muchas veces mediante acuerdos internacionales. Tal cooperación se debió a la doble ilusión

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de que la economía es hoy naturalmente interdependiente y de que no hay otra posibilidad de superar las propias limitaciones que no sea la de aceptar las reglas del juego establecidas por la economía mundial (Flores Olea y Mariña, 2000).

El hecho es que la globalización hoy es el resultado de la presión ejercida por los Estados centrales y por sus corporaciones y centros fi nancieros, pero también de la iniciativa y aceptación de los gobernantes de nuestros países. Se trata entonces de una verdadera reorganización de las relaciones interna-cionales y del Estado contemporáneo, en que el actor político principal de la época moderna (el Estado) deja su lugar en el escenario a otras fuerzas, como las economías más poderosas. Éstas defi nen, en gran medida, la dirección y el contenido de las decisiones políticas de los Estados nacionales.

En todo el mundo se observa que las grandes empresas corrompen al sistema político y a los tribunales para poder participar de los poderes gubernamentales y reformular las leyes en benefi cio de sus propios intereses. Ese es un proceso seguido por las elites empresariales, que determinan las agendas al margen de las instituciones formales de la democracia. Ejemplo de eso son foros como la Comisión Trilateral, la Cámara de Comercio Internacional y el Foro Económico Mundial. Estas elites han utilizado al Fondo Monetario Internacional (FMI), al Banco Mundial (BM) y a la Organización Mundial del Comercio (OMC) pa-ra sustituir la toma democrática de decisiones en los asuntos económicos por procesos en los que dominan sus intereses corporativos. De ese modo, hoy ya no es posible atribuirle al Estado un ejercicio del poder político simplemente ajustado a “normas”, sin considerar la relación efectiva de las fuerzas económicas y políticas que actúan dentro y al exterior del Estado.

Actualmente, en varios países de la región, es característica la presencia de Estados y actores gubernamentales débiles, puestos al servicio del capitalismo global y sin capacidad de decisión para dirigir los rumbos económico, social y político dentro de sus propios territorios. La función de los cuerpos guberna-mentales, tanto nacionales como globales, es servir al interés corporativo, ha-ciendo uso de sus poderes coercitivos para proteger la propiedad y garantizar sus benefi cios, destruir los sindicatos, vender los bienes públicos y asegurar que el resto de las personas cumpla su papel de trabajadores y consumidores obedientes y dóciles.

Por medio de su institucionalidad, el Estado practica hoy en día una política altamente protectora de los intereses económicos de las elites empresariales, y permisiva en cuanto a los mecanismos de exclusión y explotación del trabajo que el capitalismo global utiliza. Ahí reside su papel como agente reproductor de desigualdades. Más que en otros tiempos, el Estado somete toda su insti-tucionalidad a los intereses de las elites empresariales nacionales y globales, posibilitando que ellas instalen sus empresas a lo largo y ancho del territorio y

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multipliquen sin control sus fortunas, pues, al fi nal, son ellas las que imponen sus propias reglas de funcionamiento.

El sistema capitalista actual confi rma, de manera rotunda, ser un modo de producción que no trae consigo la prosperidad para todos. Éste se desarrolla de manera desigual, implicando combinaciones que signifi can polarización, desequilibrio y divisiones extremas de economías y sociedades.

Actualmente nuestras instituciones estatales se caracterizan por tener aspec-tos que son producto de la herencia colonial, pero también de procesos recientes generados por la propia dinámica del capitalismo. Esas características son tres: 1) su debilidad e incapacidad; 2) su frecuente captura por parte de sectores con intereses particulares; 3) la presencia de instituciones informales.

La debilidad y la incapacidad de las instituciones estatales son elementos heredados de la colonia, pero permanecen entre las características más notorias que se pueden observar en la actualidad. Nuestras instituciones son débiles porque están bajo el dominio de agentes económicos externos y son incapaces porque no han podido aplicar una política de desarrollo que genere equidad e igualdad en nuestro territorio.

En relación con la captura del proceso político, la historia de América Latina dio abundantes muestras de ese fenómeno por parte de ciertos intereses secto-riales, como es el caso de empresarios, banqueros y terratenientes, entre otros, que tuvieron una fuerte infl uencia en los gobiernos para orientar las decisiones en favor de sus intereses. Es necesario precisar que la captura del proceso po-lítico opera fundamentalmente en dos planos. En primer lugar, interfi ere en la formulación e implementación de políticas públicas, orientándolas a favorecer intereses particulares. En segundo lugar, opera en el ámbito de las instituciones, tratando de confi gurarlas al servicio de ciertos intereses particulares. Se debe tener en cuenta que, en sociedades tan desiguales como las latinoamericanas, la concepción de instituciones obedece a las necesidades de una coalición de actores estratégicos conformada por el grupo social y económico dominante. El Estado y sus instituciones quedan en manos de las elites económicas globales y de los organismos internacionales, cuyo dominio trasciende las fronteras de los países, hasta llegar a cuestionar su soberanía.

En relación con la presencia de las instituciones informales del Estado, podemos mencionar una serie de prácticas y comportamientos con los cuales se conducen los agentes gubernamentales para ejercer el poder y manipular las instituciones a favor de ciertos intereses que no son los de la colectividad y que tampoco se orientan en busca del bien común. Entre estas prácticas que hacen parte de la institucionalidad informal se encuentran la corrupción y el clientelismo.

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A la fecha, no existe un desarrollo teórico y conceptual para explicar la corrupción y su incidencia en los distintos ámbitos de la sociedad. En general, es costumbre referirse a ella como un acto de desvío normativo o de no acata-miento de las reglas para un determinado fi n, que casi siempre se orienta para el benefi cio de un individuo o grupo determinado. Dicho benefi cio puede ser monetario o de otra naturaleza. En la situación de corrupción normalmente se presenta una situación de asimetría en alguna dimensión del poder.

En el ámbito político, la corrupción favorece el crecimiento de la inestabi-lidad institucional y el persistente desgaste de las relaciones, tanto entre indi-viduos como entre instituciones y Estados. La pérdida de legitimidad política que muchos gobiernos experimentan, la polarización del poder y la inefi ciencia burocrática, entre otros, son algunos de los problemas políticos que se atribuyen a la acción de la corrupción.

El clientelismo es otra forma de institucionalidad política informal, entendi-do como un tipo de relaciones políticas altamente jerárquicas, sustentadas en el intercambio de servicios de diverso tipo. La raíz de esta práctica, fuertemente arraigada en los países latinoamericanos, se encuentra fundamentalmente en la existencia de una cultura patrimonialista de la política y el poder, según la cual la política es concebida como la extensión del espacio privado, que permite satisfacer intereses particulares.

Interesa destacar que, al mismo tiempo que la relación política vertical esta-blecida por el clientelismo es refl ejo de la situación desigual vivida por la región, ella actúa como elemento de refuerzo de esa situación. Por un lado, el cliente-lismo se caracteriza por distribuir bienes o servicios para individuos y grupos singulares, al margen de criterios generalistas de las políticas públicas. Por otro lado, en la medida en que articula lazos verticales, bloquea el establecimiento de relaciones horizontales y de cooperación, con lo que inhibe la acción colectiva y la movilización en defensa de los intereses generales, manteniendo así la po-lítica desigual. El clientelismo es particularmente visible en épocas electorales, cuando el ofrecimiento de favores por parte de los partidos a cambio de apoyo se traduce en la compra del voto —fundamentalmente de los sectores más em-pobrecidos— y en la promesa del reparto de los cargos públicos.

Más peligrosa que la desigual distribución de capacidades, recursos y otras dotaciones, es la defi ciente institucionalidad en la que se fundamenta la gober-nabilidad de la región, pues asienta y perpetúa la desigualdad, generando una sociedad fuertemente dualizada entre individuos de primera y segunda clase. En esta sociedad, los primeros gozan de enormes facilidades para perpetuar su condición, mientras que los segundos ven obstaculizadas sus capacidades y libertades.

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LAS REFORMAS NECESARIAS

Una solución para estas situaciones radica en una verdadera reforma institu-cional, que se oriente hacia la conformación de sistemas de representación que den voz al pluralismo político, económico y social, a fi n de conseguir políticas públicas que inciten el compromiso del más amplio abanico de fuerzas políticas. Para eso se necesitan sistemas electorales que promuevan la efi cacia guberna-mental y la justa representación de intereses, se necesitan partidos políticos que verdaderamente agreguen las demandas de la sociedad a través de pactos, negociaciones y transacciones institucionalizadas. Más aún, se necesita una re-defi nición y expansión de ciudadanía que no se agote en los derechos cívicos, económicos y sociales, sino que se proyecten a diversos campos de la vida social donde se expresa la relación de poder. Se precisa una sociedad organizada, capaz de servir de dique a las incapacidades de las instituciones del Estado.

Todo eso debe dar contenido a la agenda del desarrollo de los países latinoa-mericanos. La debilidad institucional que prevalece, la inefi ciencia del Estado frente los objetivos del desarrollo, la desigualdad de acceso al poder y el aumento de las disparidades económico-sociales generan en la población una sensación de malestar y sentimientos de abatimiento y desilusión. Frente a esa situación, el desafío está en garantizar la efi cacia de las instituciones, disminuir la desigualdad económico-social, recuperar al Estado en términos de autonomía y soberanía, consolidar la democracia social, fortalecer a las instituciones y orientar las de-cisiones mediante el diálogo y consenso entre los distintos actores.

CONCLUSIONES

Algunas conclusiones pueden derivarse de lo expuesto en este artículo. La primera es que la desigualdad en América Latina, desde el comienzo, estuvo ligada a la distribución de activos y recursos naturales, específi camente en el modo como éstos fueron inicialmente repartidos y en las estructuras de pro-piedad, lo que fue posible gracias a la institucionalidad impuesta durante el periodo colonial.

Los colonizadores europeos confi guraron instituciones políticas para obtener y ampliar sus privilegios y, de ese modo, ejercer dominio sobre los colonizados. Así, establecieron las reglas que les dieron acceso legítimo al uso de la tierra, al control político y a la administración del trabajo. Esa situación se reprodujo durante varios años entre las elites criollas que fueron perfeccionando esas insti-tuciones, ajustándolas a las nuevas necesidades del desarrollo del capitalismo.

Más tarde, cuando los Estados-nación se conformaron, las elites económicas continuaron infl uyendo en las instituciones, procurando que éstas se orienta-

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ran a la protección de sus intereses. Eso sólo fue posible porque, a pesar de ser países con independencias política y social, económicamente continuaban siendo dependientes del capitalismo extranjero. A la fecha no ha sido posible desligarse de la dependencia económica.

Durante la época del Estado interventor, la institucionalidad ya estaba captu-rada no sólo por los intereses capitalistas extranjeros, sino también y de manera más fuerte, por los intereses económicos y políticos nacionales. Más tarde, con el cambio del modelo económico y los procesos de reforma, la institucionalidad del Estado quedó bajo el dominio de las corporaciones globales y de los organismos internacionales. Como consecuencia de la captura de las instituciones y de la debilidad del Estado, el acceso a las oportunidades económicas, a los factores de producción y al capital cultural fue exclusivo de los ricos. Actualmente, los pobres ni siquiera cuentan con el factor trabajo como única arma para mejorar sus condiciones de vida en el mercado formal. Consecuentemente, la mayoría se ve condenada a desarrollar sus capacidades en el sector informal o, en la mejor de las hipótesis, se integran al trabajo formal en situaciones esclavizantes, con sueldos precarios, sin contratos de trabajo ni acceso a seguridad social.

Otra conclusión que emana de lo expuesto es que las desigualdades no sólo se multiplican por el poder que las elites económicas ejercen en la confi guración institucional, sino también por las formas de acceso al poder político, pues es en él donde se toman las decisiones y se defi nen las políticas que afectan o be-nefi cian a los distintos sectores de la población. Cuando los puestos de poder son ocupados solamente por las elites económicas y políticas, es mucho más frecuente que las instituciones estén conformadas para proteger apenas ciertos intereses y que, en realidad, no se ocupen de generar condiciones para propiciar la igualdad. En la medida en que el poder se distribuya entre los distintos sectores que integran la población latinoamericana —y que realmente esté ocupado por ellos— se estará garantizando una institucionalidad efectiva para el desarrollo en términos de equidad, democracia e inclusión.

Si estas “reglas de juego” no consiguen anular de manera efectiva los perni-ciosos efectos de una desigual distribución de los recursos de poder, la gober-nabilidad resultante continuará favoreciendo a las clases altas de la sociedad en detrimento de los más pobres. Como resultado, las clases dominantes seguirán perpetuando su situación de privilegio, profundizando así la brecha que los separa del resto de la sociedad.

En nuestros países, la construcción de ciudadanía ha estado sujeta a las estructuras institucionales que la posibilitan. En esos términos, encuentra li-mitaciones serias cuando los poderes político y económico ven a ésta como un peligro para sus intereses y privilegios.

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Finalmente, es necesario reconocer que el mayor costo social creado por las instituciones del Estado ha sido precisamente la ampliación y el mantenimien-to de la desigualdad en todas sus dimensiones. Hasta la fecha, el Estado no ha sido capaz de crear una institucionalidad que ponga orden en el modo como los recursos y riquezas se acaparan y distribuyen. Es paradójico que en todos los países de América Latina, haya una riqueza natural inmensa, mientras sus poblaciones viven en la más exorbitante desigualdad. Eso sólo puede explicarse por la presencia de un Estado y de una institucionalidad frágiles que, perma-nentemente, han sido objeto de captura por parte de grupos privilegiados.

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