Incitacion a La Oratoria

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AGRADECIMIENTO

A la maestra Alicia Pérez de Muñoz Cota por su amabilidad y confianza Manifestamos nuestra más sincera gratitud al Lic. José Joaquín Díaz Pérez por su desinteresado apoyo para la edición de esta obra, noble gesto de un hombre preocupado por la cultura.

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INDICE PROLOGO................................................................................................................................................ 4 EPIGRAFES ............................................................................................................................................. 5 A MANERA DE PROLOGO ................................................................................................................... 6 A LA MEMORIA DE HORACIO ZUÑIGA ......................................................................................... 13 SEGUNDA CARTA ORATORIA POLITICA ...................................................................................... 23 TERCERA CARTA LA MAGIA DE LA PALABRA........................................................................... 33 CUARTA CARTA ORATORIA: CASA DE LA JUSTICIA ................................................................ 43

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PROLOGO Es muy difícil describir el infinito, darles forma a Ios sentimientos y más lo es

transmitir un mensaje que sea duradero. Enaltecer de belleza la expresión humana significó para un hombre llamado

José Muñoz Cota, modelar las palabras juguetonas que a veces se escapan dispersas sin significado ni objetivo, para después hacerlas entrar en armonía. Por esta sublime actitud misionera con la que José Muñoz Cota desgaja corazones para sacar de ellos notas de poesía, con la cual abre trozos de camino en mentes cerradas por la inconsciencia, él es llamado Maestro.

Hoy al contemplar la inquietud radiante que despiden tantos aprendices de la

palabra; hoy cuando los cambios mundiales son resultado del balbuceo de unos cuantos, hemos considerado que se hace indispensable la edición de esta obra, significado de una profunda sabiduría y sobre todo parte de un mensaje incentivo que convoca a las nuevas generaciones de mujeres y hombres a instruirse para hablar, no con palabras vanas y huecas, sino con el compromiso latente de continuar sembrando esperanza.

José Muñoz Cota embellece con las palabras de los apóstoles el motivo por el

cual se debe de hablar, demostrando que todas las palabras que se pronuncien deben ser bañadas de un halo de luz que enseñe caminos, esto sería el comienzo del recorrido por el mundo sagrado que es el arte de la oratoria.

Este libro es algo más que palabra escrita, son pedazos de diamantes en bruto

que deben pulirse solamente por Ios interesados en comunicarse con verdad y con belleza.

Este libro es legado de un maestro de fin de siglo, peregrino de ideas y

predicador de hechos, crítico incansable de toda circunstancia ajena a la libertad humana, que redime las tendencias humanistas para hacerlas una bandera, por esto nos recuerda la importancia de hablar con fidelidad a nuestros propios principios.

Esto es la trascendencia del tribuno honesto que deja una herencia con

particularidad para aquellos que como él decidan hacer de la oratoria el medio eficaz para conquistar el alma, arrobar corazones y explicar un poco de infinito a las mentes insaciables de conocimiento.

PORQUE LA PALABRA ES MENSAJERA DE HORIZONTES.

EN ETERNO AGRADECIMIENTO AL MAESTRO JOSE MUÑOZ COTA

ALINA GABRIELA DIAZ ABREGO Y JESUS BOANERGES GUINTO LOPEZ.

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EPIGRAFES "Si las proposiciones de este discurso han sido deducidas por lógica, esta

condición de acercamiento progresivo ES JUSTAMENTE LA UNICA EN QUE PODEMOS CONSIDERAR LEGITIMAMENTE TODAS LAS COSAS DEL UNIVERSO..."

"El Universo" Allan Poe "Viven en una palabra, en un acto, no se precisa más; son parte de un canto,

pero esa parte es eterna." "La Divina Comedia"

(Conferencia dictada) Jorge Luis Borges

"No vayáis a esa región cuando no tenéis más que una dicha frágil."

"La flauta de jade" Colección de poemas japoneses

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A MANERA DE PROLOGO Hace años que acompaño a numerosos jóvenes en la aventura luminosa de sus

primeros pasos en la oratoria. Como toda aventura, ha propiciado el descubrimiento de inteligencias muy

claras, luminosas; de culturas que, aunque incipientes, ya le dan jerarquía especial a los libros, al estudio, viajeros en todos los caminos del análisis en busca de su propia verdad.

Son jóvenes anhelantes de un cambio total, de sistemas, de métodos, de ideas

y de guías. Jóvenes que están construyendo -tabique sobre tabique- una conciencia cada

vez más politizada y con ella, su conciencia, una aceptación estricta de su compromiso frente a la vida y frente a su comunidad juvenil.

No diré que son los afiliados en una lucha generacional, no; pero sí han

formulado una serie de distingos y han evaluado, con cierta objetividad; el mundo de valores que han heredado, y el mundo material y espiritual que pretenden construir.

Filosóficamente, no hay duda que sus actitudes y sus aptitudes, se enmarcan

dentro de un romanticismo nuevo. Son jóvenes románticos. Pero ya conviene deslindar los terrenos del

romanticismo, como postura vital, y el concepto barato de suponer que el romántico es un individuo sensiblero, sentimentaloide y que, en este orbe capitalista, de industrialización creciente, de triunfo de la cibernética, de las computadoras y de los robots, el romántico puede estar caminando en la cuerda floja de la cursilería.

Nuestra juventud -esta juventud- no es materialista porque no ha renegado de

la fuerza motor del espíritu y porque no cree que los factores económicos determinan la existencia del hombre. No niega que influyen, pero simplemente como medios adecuados para vivir mejor; al fin y al cabo la finalidad de la vida está en vivirla.

Esta juventud es alérgica a la obediencia irrestricta; ama la libertad; quizá

porque es actora en una tragedia en donde México ha subsistido angustiosamente, a tumbos de sacrificio, siempre en pos de su libertad o en defensa de ella, en los escasos momentos de equilibrio inestable en que ha predominado no la paz, sino los armisticios y las treguas de las guerras civiles.

Juventud que no quiere ni acepta ser esclava; pero que se avergüenza, también

de ser amo o verdugo.

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Esta juventud abomina de los regímenes de tipo piramidal, totalitarios; detesta las tiranías, y maldice los imperialismos sean de derecha o de izquierda; en suma, trata de ganarse minuto a minuto la soberanía cabal para la patria martirizada.

Sueña con una democracia integral, en donde no sólo valga la mayoría, sino

también la minoría circunstancial, con el derecho inalienable a disentir, a criticar, a protestar, abogando por encima de todo, por los derechos humanos y por el respeto al individuo, como tal, por el solo hecho de ser un hombre.

Por último y para cerrar este párrafo: la juventud protesta contra la isócrona

repetición de una infamante consigna: la juventud es una promesa; es el porvenir de la patria.

Y no. La juventud ya es una realidad; una realidad insurgente, batalladora,

revolucionaria, que ambiciona, y lucha por ello, un cambio radical en las estructuras que por hoy nos definen.

No quiere que nadie le ordene lo que tiene que hacer. Ella sola, por auto

gestión, por auto administración, hallará su propio y exclusivo destino. Y por lo pronto, como medida inmediata, se repite aquel "slogan" pintado en los

muros de la ciudad de París, cuando en el año del 68, se decía a la letra: "Prohibido prohibir".

Por eso la juventud clama su auto-determinación y el derecho inalienable a

convertir su romanticismo en lo que realmente es: una inconformidad latente, una desubicación lamentable, y un ánimo de renovación de los valores que ya le son anacrónicos.

Se dice que las crisis se producen, psicológicamente, cuando el principio de

autoridad se ha roto. Apenas ayer la sociedad descansaba sobre el respeto a un principio de

autoridad inconmovible: el padre, el Estado, los prejuicios sociales... etc.; pero el proceso avasallador de la industrialización ha deshecho el viejo cimiento del hogar tradicional.

La autoridad se ha disuelto desde que la esposa, los hijos y las hijas,

indistintamente son elementos de producción y cada uno de estos factores se maneja autónomamente.

La esposa ya no tolera ser la sierva del esposo; alega la igualdad en las

obligaciones y en los derechos; los hijos encuentran extraños —pura momiza— a los

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padres y adelantan el vuelo con sus propias alas... el Estado, sigue usando de la fuerza policíaca y de la fuerza del ejército para mantener de pie sus instituciones de poder; pero no hay que confundir la sumisión, producto del miedo —instinto de supervivencia— con el respeto a las autoridades y, menos aún, con el cariño popular.

No hay duda —y sólo los ciegos y los sordos no lo confrontarán—, no hay lugar

a duda que se está gestando un movimiento de cambio y de renovación esencialmente juveniles.

El problema para los adultos no está en asesinar a todos los jóvenes del

mundo; no radica en estorbarles su ascenso al poder; sino más bien, en acelerar un entendimiento común que vaya, progresiva-mente, entregando la dirección a los jóvenes progresistas, sin que los adultos se hagan ilusiones de que perdurarán dirigiéndoles sus actividades y, menos aún, sus pensamientos.

La dictadura total, sobre los cuerpos y las conciencias, no es concebible ni

siquiera en la caricatura de una sociedad sojuzgada como la pintó George Orwell en su tremenda novela —casi profecía—1984.

La libertad acaba por triunfar por la sencilla razón de que la libertad es la

expresión existencial de la vida misma. A propósito de oratoria se piensa en los jóvenes. Hablan todos los hombres y

deben hacerlo; pero la juventud le imprime a sus palabras un sentimiento de vida limpia y original.

Por el discurso de los jóvenes pasa una corriente vitalista que transforma el

curso de los acontecimientos. Cuando el joven se levanta en la tribuna hay un manojo de relámpagos en boca

y una tempestad en los ademanes de su mano. El buen orador es un profeta armado de visiones y vísperas de un mundo feliz.

A los profanos podría parecerles un gasto superfluo de energías, deshechas en pompas de jabón, pero es que olvidan que los utopistas —y todo joven es un utopista— son los arquitectos del porvenir y que las más excelsas teorías de construcción social, desde Tomás Moro, Campanela y San Agustín, hasta Bakunin y Carlos Marx, siguen siendo los utopistas de un mundo que no ha sido hasta hoy, pero que bien puede ser mañana.

Los oradores son los augures del futuro. Critican las iniquidades del presente,

los desmanes, las injusticias, las corrupciones y dicen ¡NO! a los gobiernos tiránicos; son el azote de los malandrines; pero, simultáneamente, exaltan los valores éticos, el

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contenido de la justicia, la solidaridad, la paz, y la convivencia cariñosa en la comunidad de sus hermanos los hombres.

Entonces, el joven ya no es solamente un NO, que golpea y desbarata; es un

SI, que siembra la revolución de la esperanza. Este es el momento preciso, urgente, vital, para que surjan los oradores; para

que resuciten los profetas y adviertan, con voces ardiendo, el advenimiento de la guerra, del hambre, de la miseria y de la peste. Relinchan los cuatro corceles en el firmamento.

Cada orador joven es una aspiración a elevarse a la jerarquía de los profetas

mayores: Isaías imprecando, Jeremías deshecho entre las lagrimas de sus lamentaciones.

Jóvenes: ¿No os estremece el eco tumultuoso de las acusaciones de Isaías? Clamó Isaías —desierto en llamas—: "No me traigáis más vano presente: el

perfume me es abominación; luna nueva y sábado, el convocar asambleas, no las puedo sufrir; son iniquidad vuestras solemnidades. Vuestras lunas nuevas y solemnidades tienen aborrecida mi alma, me son gravosas; cansado estoy de llevarlas.

"Cuando extendiéreis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; así

mismo, cuando multiplicáreis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos... Aprended a hacer bien; buscad juicio, restituid al agraviado, oid en derecho al huérfano, amparad a la viuda."

Fueron los profetas inmensos oradores y —reitero— los grandes oradores son

aprendices de profeta. El orador se adelanta a su tiempo y supera los límites de su espacio. Porque tiene razón el escritor George Orwell: Las verdades iniciales,

generalmente, ya fueron dichas o escritas y lo único que ha hecho falta es el énfasis que, posteriormente han usado los conductores de la humanidad.

Isaías estableció tajantemente el espíritu de las luchas agrarias cuando advirtió:

"¡Ay, de los que juntan casa con casa y allegan heredad a heredad hasta acabar el término! ¿Habitaréis solos en medio de la tierra?"

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Este mismo Isaías, flamígero, azotó las espaldas de los falsificadores del verbo: "¡Ay, de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!"

Isaías, con esto, estaba condenando para la eternidad a los que, usando del

don maravilloso del verbo, juegan a los dados con la conciencia de los pueblos. Te preguntarás, joven amigo, por qué para comunicar mis deshilvanadas ideas

en torno a la oratoria, he usado preferentemente el estilo de cartas y por qué, con premeditación, he abusado del tono oratorio en estos escritos. La cuestión es sencilla: la carta salva de la pedantería del ensayo o del tratado, que no son de mi agrado ni están a la mano de mis entendederas. Y, por lo demás, en vez de castigar las frases —como nos pediría Joubert—, quise dejar correr, sin riendas ni estribos, el contagio oratorio que se experimenta escuchándolos a ustedes.

Creí, además, despreciando a los posibles críticos, que la vehemencia

corresponde a la comunicación con la juventud. Dos últimas advertencias: la una, es que estoy seguro de que en México,

particularmente en México, y en esta hora de crisis, hacen falta cientos de oradores que invadan el campo, las ciudades, los valles y las montañas y despierten la conciencia de los seres olvida-dos de la cultura, de los peones tanto del campo como del intelecto, que estimuléis la rebeldía frente a las injusticias; hacen falta los apóstoles de la paz y, al mismo tiempo, del respeto a los derechos humanos; hacen falta oradores que denuncien a los caciques, a los explotadores, a los esclavistas que aún perduran; hacen falta orado-res jóvenes que lleven como tribuna roja la conciencia revolucionaria, el afán de cambio, la continua metamorfosis como intención individual y colectiva.

¡Sobran causas qué defender! ¡Hacen falta oradores rebeldes que defiendan

esas causas! Estos apuntes de viaje en torno a la palabra ORATORIA, pretenden ser, llana y

simplemente, no un documento literario, sino una incitación para emprender una cruzada moderna.

Unamuno convocó a la juventud para buscar —con noble cruza-da— el

sepulcro de don Quijote. Yo los incito para encontrar el sepulcro de la oratoria justa, resucitarla, y llevarla por los anchos campos predicando la libertad y la justicia.

Ya sé que los depredadores del hombre libre acechan a los tribunos; los

corrompen o los castigan; pero de ellos es el privilegio de optar por lo bueno o por lo malo.

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Hubiera deseado hacer de estos apuntes una inmensa parábola y no porque sus tesis sean originales, que ya todo está dicho desde Quintiliano, pasando por Cicerón, hasta llegar a Horacio Zúñiga, después de haber calmado la sed con Timón en El Libro de los Oradores; lo que acaece es que de cuando en vez, hay que releer a los clásicos, a los maestros, a los instructores, y repetir sus lecciones, con énfasis, con firmeza y hasta con violencia, para renovar las voluntades fatigadas y los deseos somnolientos.

Yo siento la prisa en vísperas de acontecimientos inminentes. ¡Quién sabe si

esta crisis que empavorece al mundo, no sea sino el anuncio de una metamorfosis impostergable! Y ya sabemos, con Goethe, que la metamorfosis periódica significa la redención de los valores enmohecidos.

No me he preocupado por las continuas reiteraciones. Ello prueba que lo que

busco es una sola idea: los jóvenes han de prepararse para la toma progresiva del poder.

No por efecto de una lucha generacional, que sería absurda y retardataria, sino

por la inminencia de la responsabilidad inevitable frente a la vida misma. Estas notas -con tono oratorio- son una incitación para que los jóvenes sean libres y al través de su libertad, lleguen a ser los arquitectos del hombre nuevo, del hombre libre, sin amos, sin verdugos, sin dogmas, sin jefes; creadores de bondad, de belleza, gambusinos de la verdad.

Jóvenes amigos: Cada año releo, en el periódico de mis ejercicios espirituales, el Ariel, de José

Enrique Rodó. Es algo así como un baño para el alma; como la práctica de una poda que me libra de la invasión de las yerbas. Hoy he espigado en su texto, para copiar estos conceptos situados en el principio de la obra maestra, sin importarme la sospecha de que ya los conocéis de memoria:

"Pienso que hablar a la juventud sobre nobles y elevados motivos, cualesquiera

que sean, es un género de oratoria sagrada. Pienso también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la simiente de una palabra oportuna, suele rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación."

Este –y no otro– es el propósito de estas letras. Dice el propio Rodó que "cada generación gana el honor que se merece". La

propia estimación, como la libertad, como la justicia, como la dignidad, no se reciben como maná, desde arriba; se conquistan, aquí abajo, con la conducta cotidiana. Porque, al fin y al cabo, la cosecha es la coronación de los días y sus trabajos, los

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trabajosos días de la perseverancia, de la continuidad del esfuerzo, de la integridad de los principios; la victoria –cualesquiera que sea–no más que el arribo de la voluntad a las metas fijadas previamente.

Rodó pensaba que la misión sagrada de los jóvenes, de cada generación, es

renovar "la esperanza y la ansiosa fe". Coincidimos. La presencia de los jóvenes –particularmente de los jóvenes orado-res– es renovar la fe en el cambio inminente; es tener esperanza en la revolución cultural, en busca de una nueva tabla de valores mora-les.

Nadie, hasta ahora, nos ha definido qué es una revolución, ni cuándo se origina

y estalla y, menos aún, cuándo termina y cuáles van a ser sus resultados. Pero la juventud ha de estar en espera del alba. Velando sus armas: las

palabras, escudo de las ideas y de la acción creadora. Tengo casi sesenta años de estar hablando en público. Y cada mañana,

mientras devoro libros, me propongo: Tengo que aprender a hablar. La oratoria, parte de la vida, no tiene límite alguno en las tareas de su

aprendizaje. En el libro de Isaías -capítulo 21– hay un pasaje parabólico que dice: "Carga de

Duma". Danme voces de Seir: Guarda, ¿qué de la noche? Guarda, ¿qué de la noche? "El guarda respondió: La mañana viene y después la noche: si preguntaréis,

preguntad; volved, venid."

Primavera de 1985

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A LA MEMORIA DE HORACIO ZUÑIGA Amigo orador: Sabrás que el apóstol Santiago, en una de sus Epístolas Universales encerró

en dos versículos la trascendencia de la oratoria: "Así también la lengua es un miembro pequeño, y se gloria de grandes cosas. He aquí un pequeño fuego, ¡cuán grande bosque enciende!"

Está dicho: la palabra es un fuego que se consume iluminando. Empero,

muchos son los hombres que hablan en público, pero pocos los oradores. Ello significa que la oratoria implica una austera disciplina personal. Porque no

hasta expresarse con soltura, belleza y galanura, si el mensaje que se transmite no es de una transparente bondad.

No puede separarse al hombre de su tribuna, pues ha de haber una correlación

constante entre lo que se dice y se hace. Por eso verás, a lo largo de los ejemplos que te propongas, que la palabra no

se presenta aislada, en plena soledad, para cumplir su vocación magisterial; llega acompañada de una conducta ejemplar. Porque el discurso es voz, ideas, creencias, y pasión que se transmiten simultáneamente no sólo con la voz, sino con las manos, los gestos; de tal manera el discurso encierra íntegra el alma de quien habla, que sólo así se puede realizar la magia de que el auditorio reflexione y sienta lo que está diciendo desde la tribuna.

Entenderás, con la propia experiencia, que el discurso no es un acto

circunstancial, volandero, que concluye cuando el que ora baja de su vehemencia y deja el paso al silencio. Más antes, el orador se parece a los sembradores que arrojan la semilla. No todas las semillas caen en tierra propicia; unas expiran entre las rocas y otras se destruyen en lugares pantanosos. Así acaece con los oradores.

No se podría adivinar el destino final de cada palabra. Ni siquiera se presiente la resonancia que va a tener el verbo en el manejo de la

voluntad del individuo que escucha, al parecer con indiferencia. En la palabra se da cita el misterio de la creación. El creador, al crear, penetra a

la atmósfera del azar; es un engendrador de sorpresas. Esto es: en la creación —y

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hablar es estar creando— se está cumpliendo la vocación de aventura que trae consigo cada ser humano.

Y no olvides, caro amigo, que juventud es aventura, deseo de hallar mundos nuevos, perspectivas inéditas, horizontes por descubrir.

Quizá aquí radique la diferencia esencial entre la juventud y la ancianidad. Los

ancianos ya están en su espaciotiempo, el que hicieron sus manos. Los jóvenes están construyendo su lugar en el mundo, su oportunidad de madurar y transformarse en personas integrales.

Por esto te decía que, reiteradamente, el buen discurso tiene una segunda vida:

la que se consume cuando el tiempo concluye y otra vida cuando, ya después del telón caído, el público, Juan, Pedro, Manuel, rehacen en su interior la peroración, recrean la pieza, y se quedan rumiando las pasiones, las ideas, las creencias, las advertencias que acaban de escuchar.

Si esto lo captas con claridad, aceptarás sin reservas que quien se autonombra

conductor de masas, contrae una excepcional responsabilidad. No se habla por hablar. El lenguaje es un medio; juega el papel de un puente

que trata de unir dos territorios diferentes, dos espíritus alertas y lo intenta convencido de que va a prodigar un bien, como el agua que vivifica las Llores a punto de marchitarse.

Tú y yo estamos de acuerdo en que existen varios tipos de orador y por ende

de oratoria. Ello, no obedece al juego de la división de clases al través de los cambios de la moda. No es cuestión de modas, sino de estilos de vida.

Pretender separar al discurso del modo de ser, es quedarse en las orillas, en

los aledaños de la oratoria, que es lo que sucede con triste frecuencia. De aquí que, ya en los terrenos de la retórica y de la metodología, el verdadero orador atiende de inmediato los requerimientos de tiempo y de espacio que gobiernan la conducta; ridículo estaría el conferencista que usara el timbre grandilocuente para explicar las teorías de Einstein; inocuo resultaría quien al dirigirse a una asamblea de campesinos o de obreros, gastara el lenguaje indispensable que se utiliza en la cátedra.

Oíste aconsejar: cada cosa en su lugar -como requisito para conservar el orden-

y al penetrar a un salón en donde una multitud espera, prudente sería recordar un principio de moral geométrica: cada discurso a tiempo y en el espacio conveniente.

Observarás, caro amigo, que premeditadamente no formulo normas, reglas o

leyes. Procedo así porque se sobreentiende que ya eres dueño de un lenguaje

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gramatical, correcto, exacto, apegado al deslinde necesario de las diversas connotaciones.

Solía repetir mi maestro Miguel Giménez Igualada -gigante en la tribuna de su emoción creadora de valores-: "Es la oratoria, amigo, la más hermosa y principal de las bellas artes, ya que no existe ninguna otra manifestación artística con la que el hombre pueda expresar cabalmente sus alegrías y sus dolores, sus desventuras y sus ilusiones, sus saberes y sus amores; pero por ser la más hermosa y principal de la familia, es la más útil y peligrosa; la más útil, porque cuando un hombre habla con elegancia, enamora y enseña; la más peligrosa, porque si quien domina el arte de bien decir no es bondadoso, su elocuencia perturbará a sus hermanos al presentarles como caminos lisos los que son pedregosos, por lo que tu oratoria, si bien te estimas, no deberá ser únicamente encanto del oído por la musicalidad que le preste tu bien dicha palabra, sino modelo de honradez, para lo cual has de preocuparte de que en tus oraciones haya tanto de elegancia como de bondad..."

Larga, pero bella, ha sido esta cita del maestro Miguel Giménez Igualada. De él te sé decir que su elocuencia ponía lágrimas en los ojos de los jóvenes

que lo oían. Nunca he conocido a un santo; pero me atrevo a afirmarte que si fuera posible aceptar la santidad en un mortal, este sería el arquetipo.

Es probable que, a estas alturas, supongas que hay exageración en mis juicios

acerca del binomio —elocuencia— bondad; pero no lo supongas. El pícaro no debe hablar de bondad; ni el verdugo puede invocar la libertad como bien supremo.

Sólo el varón limpio —sin el tropiezo de las sombras— puede ascender hasta la

altura del verbo. Por eso verás que he dicho en mi antiguo libro —ya agotado—, "El hombre es

su palabra", que, efectivamente, la palabra es el espejo del alma; la palabra es la expresión de la conciencia individual; la palabra es la medida de la categoría humana.

La palabra es como una credencial, como un pasaporte de los atributos

humanos. Yo sé cómo hablas; yo sé cómo eres. Tarde o temprano —por obra del verbo—

caerá la máscara tras de la cual encubres tu natural carácter y entonces, al través de tu discurso, darás la cara, se descubrirá de inmediato el color de tu alma.

La oratoria no es vestido de lujo que se usa en los festivales y ceremonias; es la

expresión literal de la cultura individual; el discurso vuelve transparente a quien habla; es como si se desnudara de vanas apariencias y tuviera —como quiere Peter Altemberg— el valor de su propia desnudez.

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¿Estás de acuerdo conmigo? La cualidad primordial para un joven ha de ser: tener el coraje suficiente para ser el que es; para no ocultar su íntima sinceridad tras de la hoja de parra.

Sé auténtico; audazmente auténtico; bárbaramente sincero, de tal modo, que lo

que dices, en cualquier ocasión, sea testimonio de tu cabal integridad. Esta predisposición a la verdad no es tarea sencilla ni exenta de riesgos.

Siempre rondará a tu vera quien trate de cambiar tu primogenitura por un plato

de lentejas —como en la profunda narración bíblica—; pero si eres suficiente para defender la autenticidad de tu ser y no vendes tu verbo al mejor postor, entonces, amigo mío, tendrás el derecho para hablar en el ágora en nombre de tu patria, como emisario de la humanidad.

Convendrás conmigo, joven tribuno, en el evangelio sintético que puse en el

frontispicio de mi obra, El hombre es su palabra: "Nadie suba a la tribuna sin un motivo justo qué defender; nadie baje de la tribuna sin la conciencia de haber cumplido con dignidad su propósito".

La oratoria no es una actividad superflua; no es una prueba de esgrima; no es,

tampoco, una bolsa de trabajo. Realmente es un sacrificio cotidiano. El orador —exigía Marco Tulio Cicerón— impone una consagración al estudio. Nada tiene de frívola; antes, es austera, grave, preñada de deberes morales.

Supieron Ios griegos "que de la nada no sale nada"; así con el discurso vacío

de contenido, ayuno de enseñanza; se convierte, en ese caso, en un cohete fallido que no deja huella permanente en los espíritus.

Ya conocemos a los falsos jóvenes que venden su talento precisamente a los

verdugos del pueblo, pero frente a ellos, ustedes, jóvenes celosos de su juventud sana, debieran cambiar el sentido de las llameantes cláusulas dictadas en el templo: Mi casa es de oración y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones.

Pues bien, gritadles a estos falsificadores de la oratoria: la palabra es casa de

santidad; mas vosotros la habéis convertido en cueva de malandrines. Para cumplir este compromiso, inherente a la oratoria, de pulcritud moral, es

menester buena dosis de valor civil. Los cobardes que no entren a la academia del verbo libre. La verdad en el

discurso cuesta un vaso de cicuta.

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El que tenga miedo a gritar su verdad, hará mejor en conservar la boca cerrada. La lengua, este pequeño órgano, ya lo expresó Santiago el apóstol: puede

incendiar bosques. Juan Montalvo, el estilista, pudo exclamar gozosamente: Yo maté al dictador

con mis discursos; Alberto Hidalgo, uno de los máximos poetas del continente, revela satisfecho: yo disparé la pistola que asesinó a Sánchez Cerro, con mis escritos, y nuestro Belisario Domínguez, pudo vanagloriarse en el más allá porque su lengua cercenada siguió pronunciando la sentencia de Victoriano Huerta.

Sí, mi estimado discípulo, la lengua es una espada de dos filos; ella cumple su

sino en la mano que la empuña. La palabra es fuego y debe ser el fuego frío que aconseja Federico Nietzsche.

Pasión. Nada vale la pena si la pasión no mueve la conducta. La oratoria es una embriaguez de ideas, de imágenes, de metáforas, de adjetivos y sustantivos con la bayoneta calada. Es la conciencia del relámpago que rasga la oscuridad y en su propia luz halla su destino. Pero hay que cuidar con esmero y con la disciplina de un cruzado, que la pasión no se desborde como caballo desbocado. El orador no pierde el manejo de las riendas, sabe hacia dónde conducir al caballo devorador de distancias.

De otro modo: es el entusiasmo frío, la puntería calmada de quien lanza la

flecha de fuego. Gastón Bachelard —poeta, filósofo y crítico— ha estudiado a los poetas en

relación con el elemento natural que lo condiciona: la tierra, el agua, el fuego o el aire. En el estilo de cada artista —nos dice— predomina éste o aquel elemento.

¿Podríamos señalar idéntico sino a los oradores? Yo creo que sí. Hay oradores

terráqueos, acuáticos, ígneos, aéreos. Repetido literalmente: "La alegría terrestre es riqueza y exactitud; la alegría

acuática, es blandura y reposo; la alegría ígnea es amor y deseo; la alegría aérea es libertad".

Quizá pudiéramos deslindar los géneros de oratoria y la manera de ser de cada

orador, siguiendo esta síntesis de Gastón Bachelard. Hay orador terrestre que anhela la riqueza y la exactitud; otro, inmerso en el

agua, es blanduzco y reposado; aquél, se está queman-do en su inspiración de hoguera ambulante y todavía el de acullá, aéreo, ama la libertad como ama la vida.

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Sería vano dogmatizar en torno al estilo. Cuando se dijo: el estilo es el hombre, se dijo algo verdadero. También podríamos decir, con igual justicia, que el hombre es un estilo.

No caben las comparaciones. Cada orador nace con un estilo único y

compararlos entre sí resulta una impudente ficción. ¿Quién es más grande, Bach o Beethoven? No sería adecuado comparar a Dante con Shakespeare. Son, simplemente, genios diferentes. Explicable esta tesis en cuanto coincidimos en aceptar que cada hombre es un ser único, distinto a los demás, fuera de serie; un ser único.

Reza un antiguo proloquio: el poeta nace; el orador se hace. Este aforismo, a mi

juicio, no es enteramente verdadero. Tanto el orador, como el poeta, nacen provistos de facultades, pero tienen, como deber imperativo, hacerse pacientemente en el transcurso de toda su existencia.

Esta doble condición es lo que constituye: la inspiración y el oficio, los

recovecos del arte, la técnica que exige cualquier actividad. Hay quienes nacieron sin el don de la palabra; se cohíben frente a un auditorio,

tiemblan, titubean, tartamudean con todo el cuerpo y, por lo tanto, evitan hablar en público.

Ejercicios regulares, práctica y arrojo para intentarlo, pueden disminuir

limitaciones y defectos. Por esto es que te digo que el orador nace y se hace; es la voluntad en juego. Y no dudes. Se crea a sí mismo; se construye; se fabrica, sujeto a las mil y una

experiencias. Recuerda lo que Plutarco nos relata en sus Vidas paralelas, cuando dibujó para

nosotros, el retrato de Demóstenes. Demóstenes era, por su innata cultura, hombre del ágora. Casi todos los

varones, en Atenas, lo son. Gozan la palabra, la saborean, la beben a pequeños tragos, no sólo en los

diálogos, sino con las arengas en la plaza pública. Al estudiar a Kant, el filósofo José Ortega y Gasset nos confirma la suposición

de que el hombre griego es un ciudadano enamorado de su polys.

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"Que su forma de vivir necesita de la convivencia, más que de la intimidad. Prefiere hablar, argüir, discutir, interesado en los asuntos de los demás, más que en los suyos propios.

Así el orador en Grecia se engendra en medio de los quehaceres sociales.

Participa. Siempre está dispuesto a responder al heraldo que en el Agora pregunta: ¿Quién hablará por Atenas?, para responder con gesto decidido, como nos platica Clemenceau, en su biografía de Demóstenes: Yo hablaré por Atenas.

Repasa tus apuntes acerca de este monstruo de la palabra. Confirmarás que,

siendo tartamudo, (base a la orilla del mar, con un puñado de piedrecillas en la boca, a gritar a todo volumen con la intención de gritar más que el mar; recordarás que tomó clases con los más excelentes actores y que oyó, con asiduidad a los maestros del verbo.

Ya ves, llegó empujado por su carácter; porque todo orador se autoconstruye a

golpes de perseverancia en el arte del bien decir. Romain Rolland, en su novela, Juan Cristóbal, describe una escena con su tío,

—el modesto buhonero Gottfried—, define lo que es un héroe: Un héroe —dice— es el hombre que hace lo que puede... los demás no lo hacen.

Un orador es quien habla, cada vez que lo hace, mejor que en la ocasión

anterior. Un estudioso de la palabra, un devoto de la expresión fiel, verdadera, profunda, clara y sencilla y, si es posible, una expresión bella.

Hay quienes suponen que la oratoria está ya fuera de tiempo, que ya no es

oportuna, que ha pasado la época de los oradores. Es temeraria la apreciación. En donde subsista una injusticia y en donde se

sitúen pueblos esclavizados, sujetos al coloniaje, a la indigencia, a la explotación política y económica, ahí hace falta un orador.

El orador es el adalid de la libertad, el caballero defensor de la justicia social. El hombre, como los pueblos, anhelan conquistar la libertad; no conciben la

existencia, digna de ser vivida, sin el goce completo de la libertad. La libertad —dijo el maestro Giménez Igualada— "es una función vital

impostergable". Pues bien, a la libertad no se puede llegar sino por medio de la palabra libre.

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La libre expresión es el termómetro de las libertades públicas; la oratoria no es concebible sino en el centro de una atmósfera de libertad absoluta. Es decir: la meta es la libertad, por medio de la palabra libre, según la llameante meta señalada por Belisario Domínguez.

Te reitero, amigo mío, el texto programático que hicimos juntos en clase acerca

de la oratoria: dónde, a quién, y para qué, son los nódulos que determinan naturalmente, el cómo ha de ser el discurso.

Esto que ya dijimos con anterioridad y que ahora subrayamos, nos aclara lo

atrevido que resulta dividir a la oratoria en diferentes ramas: oratoria política, social, religiosa, estética, etc., positivamente sólo hay una oratoria, si bien condicionada por las exigencias del tiempo-espacio que la determinan.

El orador –maestro de improvisaciones– puede hablar lo mismo, con

elocuencia, desde una tribuna, desde un púlpito, al igual que desde una barricada o el estrado de una academia científico-literaria, Si el que habla, predica o diserta, posee el mínimo de las cualidades de cultura y de emoción para enseñar, persuadir o conmover a quienes lo rodean.

Lo definitivo es poseer "el calor del razonamiento", el magnetismo del verbo,

esa extraña corriente eléctrica que se establece entre quien habla y quien escucha; ese poder de entusiasmo que se contagia; la emoción oratoria que razona con razones que la razón no conoce; este milagro de transmitir el alma, es a lo que, propiamente, podríamos calificar como elocuencia y no simplemente como oratoria.

En el Diario de Charles Du Bos, al margen de los Pensamientos de Joubert, se

dice que "no hay inspiración verdadera sin transportes o, al menos, sin arrobamientos".

Por esto los clásicos griegos aconsejaban: "Si quieres emocionar a los demás,

emociónate tú mismo". El orador ha de vivir "una paz exaltada". Cuando el verbo está ardiendo por sí

mismo; cuando es resplandor, relámpago, luz, torren-te, agua tranquila, ímpetu y serenidad al par. Es decir, el orador maneja las pasiones humanas y carga con efluvios mágicos el destino de cada palabra.

Don Miguel de Unamuno, en alguno de sus ensayos dejó rubricados estos

conceptos: "Castelar caía en gongorismo, es cierto y abusaba de la imaginación con frecuencia; pero es que quien de algo abusa, es porque puede usar de ello.

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En cambio los oradores que hoy se nos quiere hacer admirar como tales no abusan de la imaginación, también es cierto; pero tengo para mí que es por carecer de ella. Cuando se les oye, el gesto, el timbre de voz, la entonación, la gallardía de la postura, podrían deslumbrar a los espíritus poco dueños de sí mismos; pero sus discursos son insoportables para ser leídos".

Estas observaciones se refieren a una ya muy antigua discusión acerca del

"estilo moderno de la oratoria". Hay críticos que se inclinan por una oratoria directa, seca, objetiva, sin adornos, sin imágenes y sin metáforas. Tienen razón hasta cierto punto. Hay que evitar el gongorismo; pero también la tienen quienes con conceptos de Alfonso Teja Zabre, nos recalcan: "Hay que olvidar a los que reniegan de la oratoria y no comprenden la belleza de un párrafo largo, vibrante, con energía nerviosa y esforzado aliento de motor, o tienen miedo a la metáfora, sin saber que las palabras y pensamientos vivos tienen que producirse en imágenes, usando desde la percepción intuitiva de las semejanzas en lo diverso, hasta la revelación suprema de la alta poesía".

El poeta Ramón López Velarde, al prologar el libro que recogió discursos y

conferencias del divino Urueta, expresó: "Erraría quien lo disputara en conclusión teatral. Cierto que los ojos, entre orgiásticos y curiales, abarcan la escena, que la voz remeda esquilas y campanas mayores y que en los párrafos abundanciales tiembla una túnica o se arruga una bahía. El personaje está dentro... México no olvidará que ha tenido en él una individualidad: un orados único en el sentido de soltar desde arriba las cláusulas y un prosista con efectos de fogonazo".

Estos conceptos concretan el homenaje a la oratoria; su consagración, más allá

de las críticas que han calumniado al orador suponiendo que carece de cultura profunda, que es un individuo que sólo dice palabras y que, no tiene, ni llega a tener, ninguna categoría intelectual.

Ya hemos visto, discípulo estimado, que la oratoria es algo más que el cuerpo

organizado del discurso; que en el discurso se transparentan las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, que se han consumido estudiando, ejercitándose, meditando; el orador es una antena a los cuatro puntos cardinales. Todo lo que es humano le concierne. Es un luchador sin desmayos ni treguas.

Contra mi original deseo —en busca de la brevedad— esta carta se ha ido

alargando peligrosamente. Deseo interrumpirla —tal vez para escribirte otra con más calma— y sólo

recordarte una página que escribió el chileno Juan Marín al trazar con firmeza y elegancia, la biografía de Confucio, página que me agrada repetir cada vez que hablo

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a los jóvenes: dice Marín que cuando el filósofo fue desterrado por azares de la política, dedicóse a viajar, practicando el oficio de educador.

Así, en una zona devastada, encontró a una mujer llorando amargamente. A la

pregunta compasiva de Confucio respondió la atribulada mujer: —Es que un tigre feroz que ronda estos poblados ha devorado a mi hijo... Pero no es todo. Este tigre devoró también a mi marido... ¿Cómo es, buena mujer, que aún sigues viviendo aquí? Y la mujer repuso con energía: —Es que en esta comarca priva la completa libertad.

Evocó este pasaje —sintetizado por mí— para que confirmes tu vocación de

hombre libertario. Si un joven no es un defensor de la libertad humana, no merece que se le

considere joven. La juventud, en sí, es afán de cambio, protesta, rebeldía y perder estos

atributos, sobre todo en el caso de un orador joven, no sólo sería una renunciación prematura a su calidad juvenil, sería, exactamente, una infamia.

Repite conmigo, caro discípulo, estas líneas del poeta Paul Eluard:

"Por el poder de un vocablo Yo recomienzo mi vida Sólo he nacido por verte Por nombrarte Libertad".

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SEGUNDA CARTA ORATORIA POLITICA Estimado amigo: Contesto a tu requerimiento y, en esta ocasión, me empeñaré en seguir el más

severo planteamiento del tema. Es decir, "torceré el cuello al cisne de engañoso plumaje", en beneficio de la claridad, de la brevedad y del imperativo de la dialéctica.

Me dices –y con razón– que la oratoria ha cambiado; que la oratoria moderna

nada tiene en común con el estilo de Castelar o de Horacio Zúñiga, concretamente. Pero conviene, antes de llegar a una conclusión festinada, aplicar los principios del deslinde, ejercicio preferido por nuestro Alfonso Reyes.

Veamos con prudencia la exacta connotación de los términos que vamos a

usar: Yo diría que la oratoria –como medio de expresión– no ha cambiado esencialmente.

Orador es quien habla en público defendiendo una idea o una doctrina, en una

forma clara, a fondo, y si es posible con elegancia y belleza. Esto último, porque es obvio que la verdad no está divorcia-da de la belleza y que esto se sabe desde Platón hasta nuestros días.

Con esta perspectiva puede conjeturarse que la oratoria, como respuesta a una

necesidad social de convivencia, no cambia, aunque varíe, esto sí, la sensibilidad del público, sujeta esta sensibilidad a los vaivenes de las especiales circunstancias, como ya comenté en mi carta anterior.

Orador es el hombre que puede tomar la palabra cuando los acontecimientos lo

requieren. Orador es el hombre —cualquier hombre— que ha estudiado y practicado la

oratoria y puede comunicarse con la multitud con mayor ventaja sobre quien no ha tenido esta disciplina y se cohíbe frente a sus semejantes.

Aun a riesgo de resultar repetitivo, hemos de concretar que los elementos

invariables que concurren en el desarrollo intencional de la oratoria son dos: convencer y conmover.

Ello no implica, necesariamente, una separación y menos aún un

enfrentamiento de origen. Significa que quien habla pretende convencer a los demás

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y para ello usa, discrecionalmente, de dos medios: o persuade argumentando o conmueve y a base de emoción o de pasión, logra su primigenio propósito.

Ello, como verás, nos hace suponer que la unión de estas facultades del orador: capacidad para demostrar y persuadir razonablemente, se complementa con la carga emocional que cada quien —consciente o subconscientemente— pone en sus palabras.

El orador se propone influir en la opinión, en el sentir de los demás y para ello

usa de la oratoria. Entonces, la oratoria no es una finalidad en sí; es, más bien, un medio para

alcanzar ciertas finalidades concretas mediante el discurso. El discurso hace las veces de una herramienta, la más útil, susceptible de ser

mejorada al correr del tiempo y en respuesta a las exigencias del momento histórico que se vive.

La oratoria —que esencialmente es la misma— se ajusta a las peculiaridades

que toma la sensibilidad del hombre, requisito del cual nunca puede prescindir. Si la cultura —al decir de Max Scheler— es un sistema de vida, peculiar a cada

época, siendo la misma en su esencia; un modo de ser, un estilo de conducta, una sensibilidad sui géneris, entonces, la oratoria, que es el espejo de la cultura tanto de un hombre como de un pueblo, no puede estar en contra del pensamiento o de las creencias del mismo pueblo que la engendra.

Hay que subrayar, reiteradamente, que la oratoria es un instrumento de

expresión impostergable; un enlace con el mundo; el orador es la lengua del mudo; del que no puede o no quiere hablar, por timidez, o por miedo. El orador es la caja de resonancia de las masas, su altoparlante, para que todos escuchen lo que los otros no dan a conocer.

El orador se convierte en una especie de intérprete; transmite un ideal colectivo. Pero de la misma manera que resultaría ridículo que hubiera traductores para

los textos místicos y traductores para la literatura política, cuando se supone que el individuo que estudió lenguas, está capacitado para traducir literalmente el contenido de un escrito en lengua extraña, del mismo modo, resultaría ridículo, inoperante, un orador exclusivo para fiestas sociales, otro para asambleas políticas y todavía uno más para oraciones fúnebres.

Esto no niega —en absoluto— la diversidad de tipos oratorios, en pleno juego

de las simpatías y las diferencias existentes en los seres humanos.

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Urueta, musical, escultórico, armonioso, en sus discursos humanistas y

literarios, no desmerece —aunque agudiza— en el quehacer de los "desenfados y las pasquinadas políticas".

El orador aspira a ser cabal, íntegro, suficiente; es el que usa de la palabra —

herramienta vigilada cuidadosamente— a su albedrío, incluso, —lo cual es nefasto—, en el manejo del sofisma que demuestra que lo blanco es negro y lo negro blanco.

Entonces, exageras un poco cuando te preocupa demasiado el género de la

oratoria política. El orador político está favorecido por la simplicidad especializada del tema.

Reduce su campo de acción; tiene ya definido su trabajo, específicamente concreto. Vamos, tú y yo, a analizarlo hasta donde nuestras fuerzas mentales y de

ilustración lo permitan. Así como la economía es la ciencia de la escasez, la política es la ciencia de la

convivencia pacífica. La política –como arte o como ciencia– no tendría razón de ser si el hombre viviera en la soledad y en estado primitivo.

Los griegos –como siempre maestros– ampliaron el concepto de ciudad (polys)

para llegar al de política. El hombre es ente social; el hombre vive en sociedad; para vivir pacíficamente,

ajusta su conducta a ciertas normas elementales de convivencia, más que de coexistencia; esta convivencia genera cierto arte de vivir, de donde se deriva la genealogía de la política.

La escuela de quienes propician el poder por el poder mismo, como medio para

la satisfacción del instinto de poder o del monopolio de riquezas y privilegios del mando, prefieren como definición de la política, la ciencia de adquirir el poder; en cambio, quienes ele-mentalmente, suponemos que el poder no es una finalidad en sí sino simplemente un medio para servir a la comunidad, le damos a la política un sentido telúrico, pleno de vitalidad existencial.

No es menester –entonces– concretar la significación que tiene la oratoria en

los quehaceres muy complejos, de la política. Diríamos los quehaceres que ha tenido siempre, a lo largo de la historia de la convivencia, que es la historia de la humanidad.

Puede arriesgarse esta aseveración: cada época grande de la historia, época

estelar, ha tenido un gran orador.

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Lo mismo en Grecia, cuando Pericles, en el siglo de la cultura, brilla con su resplandor propio, Pericles; que cuando Cicerón, resume el carácter de Roma polifacética, que cuando Jesús de Galilea –el más excelso de los oradores y de los maestros, crea con discursos, con parábolas y con metáforas, la profunda corriente del cristianismo; ¿y qué decir de la elocuencia silvestre de Pedro El Ermitaño?, ¿y cómo olvidar la elocuencia tajante de Mahoma?

Ciertamente, un orador, con estilo peculiar cada quien, ha forjado al mundo. ¡Ya ves, mi querido amigo, cuán fácil es la práctica de la llamada oratoria

política, si antes de ejercerla, para bien de una causa justa, ya dominas, en general, los recursos específicos de la oratoria!

¿Qué es lo que cambia entonces? simple y llanamente el tema de tu peroración

y el ajuste de tu verbo al público que te presta su atención, campesinos, obreros, estudiantes, mujeres... porque sería inocuo de tu parte que emplearas el mismo lenguaje cuando te diriges a uno o a otro grupo, esencialmente diferentes.

Algo más importante —dentro de la estructura de tu peroración—debes atender

primordialmente y es el conocimiento exacto de la materia de que estés hablando. Absurdo resultaría que al pronunciarte frente a los campesinos no tuvieras

noticias cabales de la problemática de la tierra, de la historia de las luchas agrarias y, en concreto, del panorama que priva, desde el artículo 27 hasta el estado actual del agrarismo en México que, como no ignoras, es un camino con innúmeras bifurcaciones. Porque en México no ha fracasado el agrarismo de Morelos y Zapata, han fracasado los métodos empleados por los hombres.

No basta con repartir la tierra; hacen falta las herramientas de trabajo, las

semillas, los fertilizantes, la dirección técnica, el fomento de la pequeña industria agrícola, los árboles frutales, la avicultura, la apicultura... es decir, los múltiples elementos requeridos para hacer fructificar la siembra y la depauperada economía de los labriegos. Agrégale a esto la escasez de caminos vecinales, de transportes, la falta de crédito bancario, el abandono a la salud y a la educación rurales... la vigilancia de los precios. Quiero decirte, a grosso modo, que se impone una revolución agraria, hacia lo que soñó Adolfo López Mateos: el agrarismo integral.

Quien no ha estudiado, con severidad de juicio, los grandes problemas

nacionales; quien no se ha preocupado por las biografías, no sólo de los próceres de la historia y de la leyenda, sino también de los varones contemporáneos, de nuestros gobernantes forjadores de un México diferente, no puede ni debe pretender dirigir a las multitudes por el recto camino.

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Que no se asome a la oratoria quien no sepa de memoria la historia de México, cuando menos y la historia universal como meta.

¿No es vergonzoso, y hasta indignante, que algunos jóvenes oradores, ignoren

la biografía de nuestros héroes y sólo repitan ideas generales y ditirambos manoseados, en su honor cuando a ellos se refieren en sus exposiciones?

Lo que pretende un orador es señalar una dirección; recomen-dar una

conducta. Hay que repetirse hasta la saciedad: no se habla por hablar; se habla con el deseo de mostrar posibles respuestas a las viejas preguntas que se formula el hombre, sobre todo, cuando está en el centro de los imperativos inmediatos de la economía.

Hemos dicho que un orador vive la obligación ética de ser revolucionario. Es

decir: profeta del cambio acelerado de las condiciones inicuas bajo las cuales sufre la muchedumbre. Esto no quiere decir que no haya jóvenes conservadores y hasta retrógrados, cavernarios; pero este grupo, respetable en sí por el valor que demuestran defendiendo sus ideas, resulta francamente anacrónico. Sin más ni menos. Como si la historia se hubiera detenido y retrocediéramos, mediante la máquina del tiempo que inventó el novelista H.G. Wells, a los años de 1850, hasta 1857.

La Revolución es movimiento acelerado; evolución acelerada —según la

definición del libertario Eliseo Reclus— y toda revolución, dialécticamente, corresponde a los jóvenes, particularmente a los oradores jóvenes.

La política no es el arte de enriquecerse ilícitamente y ni siquiera la forma de

obtener empleos, curules, o simplemente prebendas burocráticas. Significa un noble y generoso cometido: responder a la confianza de las masas que escuchan y orientarlas hacia su libertad y con ella hacia la justicia social.

El orador político, por todo lo que hemos dicho, debe aspirar a convertirse en

una bandera revolucionaria. André Malraux, en su obra, Política de la cultura, que reúne las conferencias

dictadas a los obreros rusos, asienta con claridad desnuda: "La cultura se nos presenta entonces como el conocimiento de lo que ha hecho del hombre otra cosa que un accidente del universo. Por la profundización de su acuerdo con el mundo, o por la conciencia lúcida de su rebelión... La cultura es la unión de todas las formas de arte, de amor y del pensamiento que, al través del curso de los milenios, han permitido al hombre ser menos esclavo".

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No cabe duda, amigo, que hay oradores para la élite y oradores para el pueblo. Uno se considera un orfebre, un artista puro; el otro, se piensa un trabajador del verbo, parte activa en un taller, aprendiz u oficial y en espera de llegar a ser maestro, sólo que este título lo confiere únicamente el juicio de las masas populares.

Cada quien opta por una o por otra adhesión; es el juego del libre albedrío; el

encuentro con la libertad. Todo esto lo sabes y sabes algo más concreto y realista: que tú puedes llegar a

ser el vocero de México, el vocero de las masas, el traductor de sus ansias, de sus agonías, sus derrotas y sus victorias.

La función específica del orador en cuanto al contacto con las masas, paréceme

que la mostró Homero, en "La Ilíada", cuando relata que Odiseo, ducho en palabras, acudiera a los soldados, antes del ataque a Troya, e incendiara su ánimo con candentes discursos. Esto es lo que toca a los oradores políticos: persuadir y conmover al pueblo para que despierte, venza su indiferentismo y su apatía y consuma las acciones heroicas a que está llamado, en su propio beneficio.

No se diga que es pobre o limitado el campo de acción de la oratoria destinada

a los quehaceres políticos, cuando va a conducir a las masas hacia una lucha definitiva en contra de los caciques, de los feudalismos, y de la esclavitud de las mayorías, sujetas a una explotación sin límites.

De este modo, el orador es el responsable inmediato de la conducta popular. El

orador es el abanderado de las causas nobles y justas; no hay exageración al afirmar que es el alfarero de la voluntad nacional.

Subraya el maestro Horacio 7aúñiga —el más maravilloso verbo-motor, que ha

existido en México— en su obra Ideas, imágenes, palabras: "hablar es ser presencia, como existir es ser esencia". Y esto es así: la oratoria joven, auténtica y libre, resalta la presencia, la conciencia, el compromiso como fundamentos de la moral social.

Pero habrás oído decir que la política es sucia, artimaña de embaucadores,

escuela de pícaros... y puede ser que tengan razón; sólo que cada vez que escuches estas apreciaciones, recuerda aquel pasaje en la vida del escritor francés, Jules Renard, conservado en su Diario.

Pues sucedió que Jules Renard —el fino estilista, el literato que escribía obras

completas en el espacio de una uña, así fue la brevedad magistral de su estilo, nos refiere, él mismo, su aventura cuando fue candidato a la presidencia municipal de su pueblo.

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Te copio textualmente el pasaje, porque creo que entraña una lección suprema que aún tenemos que aprender de memoria: "los políticos tienen la manía de decir a los poetas, como si temiesen sus candidaturas: ¡Dejadnos eso a nosotros, si supieseis lo sucio que es! Pues, hagamos política limpia. Y como son siempre los mismos quienes tienen talento, los poetas vencerán a los políticos. ¡Poetas, a las urnas todos! ¡aplastemos lo feo! Detesto al liberal moderado, porque esa especie no me parece bella. El porvenir pertenece al socialismo porque hace un llamamiento al ideal".

Pues bien, caro discípulo, cambia sólo unas cuantas palabras y encontrarás

que la voz de Jules Renard alcanza la proporción de un programa de conducta y de un manifiesto.

Los oradores jóvenes, limpios, revolucionarios, tienen que emprender la

cruzada en favor de una política honesta, clara, servicial y dedicada al pueblo. ¿No crees que ha llegado la hora de que la juventud estudiosa —y

especialmente quien posee el verbo—, venza los intereses creados de la política inmoral y fea?

Los pueblos que no hablan son los pueblos esclavos. La palabra es la

respiración de la libertad. De otro modo: existen variedad de sistemas de gobierno, estructuras diferentes y, sin embargo, podríamos aventurar esta hipótesis: son dos los caminos —aunque luego se bifurquen indefinidamente— la democracia y el totalitarismo.

La democracia podría compararse con el ejercicio de un diálogo; los regímenes

absolutistas, de tipo totalitario, caben dentro del marco de un monólogo. En la democracia el pueblo habla, discute, afirma, niega, comparte una idea o

disiente, arguye, protesta, pelea.., en los países que sufren el rigor de una dictadura no se permite discutir, se obedece; no se tolera opinar, se cumplen las órdenes; es un delito disentir o protestar, el hombre se ajusta a las consignas o prefiere el patíbulo.

En la democracia hay oradores libres; en el totalitarismo hay gente que habla,

sí, pero ajustada a lo que ya está escrito y pensado de antemano; son repetidores, actores, recitadores de credos ya establecidos.

¡Otra vez —y cien veces más— la cátedra de Francisco Zarco junto con la

cátedra del Dr. Belisario Domínguez! Un buen día tenemos que optar: la guerra y sus consecuencias, o la paz y sus

bendiciones.

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Para evitar la guerra y consolidar la paz sólo hay un medio, la palabra. Sólo cuando los hombres ya no se entienden por medio de razonamientos, de ideas, de palabras, sólo entonces se recurre a las armas.

El maestro Horacio Zúñiga cinceló estos conceptos luminosos: "Pueblos que no

saben hablar, que no están acostumbrados a razonar, que no conocen el arte de decir y convencer, son pueblos que tienen que dirimir sus contiendas con los puños o con las armas, o, lo que es peor, son pueblos castrados, sin criterio, sin opinión, y sin voluntad, que obedecen ciegamente las estultas consignas y las brutales imposiciones de los amos; pero un pueblo donde florece la verdadera democracia, no puede ser exclusivamente un pueblo de deportistas, de toreros, de conformistas, de bufones, de mudos, de esclavos".

Para concluir con estos conceptos lapidarios: "Sólo los que obran mal, temen a

los que hablan bien, y sólo los impotentes y los despechados pueden condenarla oratoria, afirmando que son inútiles `los oropeles de la metáfora' tal vez porque no recuerdan o porque nunca han sabido que, como dice el poeta, `fondo es forma'; que, como afirma Unamuno: `la metáfora no es sólo apariencia sino esencia'; que, como quiere Nietzsche `la metáfora es lo único visible', lo único hiriente, aprehensible, sentido, amado y vivido".

El hombre libre por la palabra libre. Esta es la lucha de la historia. Amigo, tantas ideas, apenas esbozadas, tantas citas necesarias para

fundamentar mis asertos, todo, en conjunto, te llevará a la conclusión inicial en el terreno de la oratoria, que la máxima obligación de un orador joven es vivir en comunión con la libertad de expresión. Decir la verdad —y nada más que la verdad— puede ser la causa que origine un sinfín de castigos. La oratoria tiene su precio. Defender la verdad con entereza, con vehemencia, con pasión, puede acarrear desventuras y sacrificios. Ahí está la crónica de los mártires de la palabra libre; pero, en cambio, no hay satisfacción comparable a la del orador que abandona la tribuna en medio de una salva de aplausos y con la conciencia gozosa por haber cumplido con un deber de dignidad humana.

El poeta ignora la resonancia espiritual que producirá su obra; el pintor imagina

la aprobación de sus cuadros, mediante el juicio movedizo de los críticos; pero el orador cumple el binomio de la realidad y la magia, puesto que siente y palpa el éxito o el fracaso y, todavía, después de que cae el telón, la arraigada esperanza de que la semilla haya caído en tierra fértil. Sólo el orador, en persona, reconcilia la ética con la estética. Puede vanagloriarse de que ha cumplido una misión benéfica para la humanidad, para su patria y para su pueblo.

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¿Quieres que nos aventuremos por la senda de otro imperativo categórico de la oratoria actual? ¿Te alcanza la paciencia?

Diremos, entonces, que el orador joven mexicano, tiene ante sí el compromiso

de consagrarse al nacionalismo revolucionario. Así, en principio, la palabra nacionalismo limita y constriñe. Está cercano el mal

sabor de boca del nacionalismo hitleriano. Además, el nacionalismo existe en terreno jabonoso oblicuo. Con extremada facilidad pudiéramos caer en los terrenos pantanosos de la discriminación racial tan perjudicial en la historia de la humanidad.

Nos dicen que la supervivencia de las fronteras multiplica no sólo el

desconocimiento y el apartamiento de los hombres, sino que engendra la enemistad, la desconfianza y el odio, y todo ello es cierto; pero también es cierto que la práctica de un nacionalismo, en épocas colonialistas como la actual, puede constituir una estrategia de defensa, de autoconservación frente a los embates imperialistas de todo momento.

Desde la Conquista, la verdad histórica permanente, como denominador

común, ha sido la lucha por la independencia. Es el impulso natural de los pueblos sojuzgados; la reacción lógica de los

pueblos colonizados por la fuerza; los esclavos añoran su libertad; los hijos de los esclavos, crecidos en ese régimen, sueñan con la libertad; "la libertad es una función vital impostergable". De aquí que, el nacionalismo, pueda devenir como una fuerza de resistencia en contra del imperialismo creciente –hijo del capitalismo–que nos acecha y nos devora.

A mayor abundamiento: el nacionalismo, como exaltación y cultivo de las

peculiaridades de cada pueblo, constituye una escuela propicia a la personalidad humana.

Sociólogos, como José Isaacson, argentino, sostienen la tesis del tránsito del

individuo hasta la persona, compendio ya de los valores humanos. De igual modo, el nacionalismo sería el puente hacia el encuentro de la autenticidad de un pueblo; su tarjeta de identificación.

Quiero reiterar que abundan las banderas para que los jóvenes oradores las

empuñen e inicien la cruzada laica por un nacionalismo revolucionario, por una exaltación de los valores de México y, partiendo de aquí, por las más nobles causas de la humanidad: la libertad, la justicia, la democracia, la moralización completa que concluya con quienes han convertido a la patria en cueva de ladrones.

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Concluyo esta carta —ya demasiado larga y endiabladamente seria— con una obligada cita del maestro Miguel Giménez Igualada: "Quizá sea este hombre, joven orador, el que vaya a buscarte para que lo ensalces y endioses, ya que él no sabe hablar, como tú, en forma convincente y bella; quizá te ofrezca soldada para que tu elegante oratoria la pongas a sus pies; quizá considere que estás bien pagado con que te vea y cuente entre los que componen el cortejo de sus servidores. Pero si lo aceptares, tus hermosos sueños de orador capaz de alcanzar las altas cimas de la hombría y de la belleza, quedarían reducidos a pobres oraciones pronunciadas desde un balcón cualquiera y dirigidas a gentes aborregadas por el predator que a ti te paga, lo que te incapacitará para hablar a las criaturas de tu linaje desde los balcones de la vida haciéndoles ver y comprender la marcha de la humanidad hacia metas realmente cordiales, pues quien pone su arte al servicio de una política cualquiera deberá entonar himnos de alabanza a quien para ello lo contrata, y silenciar las miserias y los llantos de los que sufren. Y, entonces, el orador, que debió ser maestro, no enseña, engaña".

Dura y severa requisitoria la del maestro Giménez Igualada que dedicó su vida

a la libertad; que estuvo en la Revolución Española, que fue preso en un campo de concentración y que pudo decir, hasta su muerte, con legítimo orgullo: el que dude de mí, que venga a mi casa para que examine la existencia armoniosa, por libre, que estoy viviendo.

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TERCERA CARTA LA MAGIA DE LA PALABRA Paciente amigo: Se necesita paciencia para continuar con la huidiza aventura de la palabra. Lo

afirma San Juan: en el principio era el verbo. Lo que equivale a aseverar que en el origen de todo está la palabra.

El orador es el mago de las palabras; las hace, las rehace, las imagina. Se

repite el Génesis. Las cosas sin su nombre vegetarían en lo desconocido, en los aledaños insalubres de la nada.

El verbo pone en movimiento a la vida; inaugura el devenir eterno de las cosas

y los seres. Se pregunta, angustiado, el maestro Horacio Zúñiga, ¿qué sería el pensamiento

si no encontrara su expresión vital en la palabra? Porque no es concebible separar el fondo de la forma. La forma ya

sobreentiende un contenido y el contenido para manifestarse ha menester de un continente.

Pecan por ociosidad verbal quienes suponen a las palabras extrañas a una

idea. Yo afirmo que una palabra, por aislada que se la conciba, tiene una connotación

propia y esta connotación es el revestimiento de una o de más ideas. Hubo un personaje de Moliére —de sobra conocido— que de pronto descubrió

que hablaba en prosa; de igual o parecida manera, el erudito se halla con la revelación de que cada palabra entraña, en sí, un verdadero mensaje comprimido.

De aquí podrás deducir, amigo, que quienes afirman que los oradores sólo

dicen palabras y más palabras, mienten por ignorancia o por mala fe; es el odio que los tartamudos del espíritu, sienten por la oratoria.

La envidia que se suscita cuando se escucha a uno de esos orfebres del verbo,

escultores de las voces, alfareros del silencio. En la actualidad ya es difícil separar la poesía de la prosa, en cuanto crece la

tesis de que hay poesía en la variada manifestación de las bellas artes. Asiente

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Octavio Paz, en el volumen, El arco y la lira: "El lenguaje, por propia inclinación, tiende a ser ritmo. Como si obedeciesen a una misteriosa ley de gravedad, las palabras vuelven a la poesía espontáneamente. En el fondo de cada prosa circula, más o menos adelgazada por las exigencias del discurso, la invisible corriente rítmica. Y el pensamiento en la medida en que el lenguaje sufre la misma fascinación. Dejar al pensamiento vagar en libertad, divagar, es regresar al ritmo; las razones se transforman en correspondencias, los silogismos en analogías y la marcha intelectual en fluir de imágenes".

Por esto resulta inconsecuente exigir que los "oradores modernos", usen para

sus discursos una poda severa de todo aquello que no sean los recursos naturales de la lógica. Abominan de los adjetivos, del símil, de la metáfora, del estilo figurado, satanizando, inclusive, el lenguaje común y corriente, mismo que se desenvuelve -como ya lo ha señalado Ortega y Gasset- con una serie de metáforas comunes y corrientes: verbi gracia, doblar la esquina, los caminos llevan, el río se va... el hombre habla metafóricamente; viéndolo bien, podríase aventurar la hipótesis de que cada connotación de una palabra, nos descubre una metáfora.

Aquí está el punto de contacto de la oratoria con la poesía. Aquí, en el empleo

del lenguaje que es, sin duda, un vivero de imágenes, necesarias para el conocimiento.

Sin embargo, resulta prudente escuchar el consejo de Cicerón cuando, en Los

diálogos del orador, previene a sus amigos, oradores también, la máxima prudencia en el uso de la imaginación cuando se trata del lenguaje discursivo.

Nadie ose desdeñar la poesía innata que trae, como herencia, toda palabra.

Entonces, el orador, como no ignora que el uso desgasta el cuño del lenguaje, lo mima, lo acaricia, le da brillo y esplendor y con el verbo realiza el milagro de dar vida, otra vez, a las palabras ya muertas.

La palabra, para el orador, es una herramienta y ningún artesa-no, conocedor

de su oficio, dejaría abandonadas al tiempo sus armas de trabajo. Las palabras están todas, integradas, dentro de la camisa de fuerza de los

diccionarios y sólo los poetas y los oradores –poetas en prosa– pueden sacarlas del pozo de obscuridades y devolverlas a la luz y al élan creador de que nos habló Henry Bergson.

Sabemos que el hombre es él y las circunstancias –como definió Ortega y

Gasset–; que es él y los acontecimientos, como sugirió Jean Paul Sartre; pero todavía podíamos añadir, que el hombre es él y sus palabras.

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Las palabras son el espejo de la personalidad. Definen al ser humano. Lo ubican en el tiempo-espacio que le toca; en el momento histórico en que es, fáusticamente, el actor único.

Porque el hombre es la medida de las palabras. El hombre representativo de

una generación deslinda con su lenguaje la topo-grafía del alma de esa generación. Quizá por esto, por ser cierta la hipótesis, se puede encerrar en una sola

palabra toda la caracterología de un ciclo de la cultura: la monumentalidad de Egipto; la armonía de los griegos; la religiosidad de la Edad Media; y para el mundo contemporáneo –cultura occidental cristiana–, la acción, enunciada, según Spengler, en las primeras líneas del Fausto de Goethe: En el principio no era el verbo; en el principio era la acción.

Tal vez porque Goethe saltó por encima de la connotación de verbo que

deslinda su destino como acción. A mayor abundamiento: hay una relación estrecha entre el hombre y su paisaje

nativo. Distintos son, esencialmente, los hombres de la montaña y los hombres del

mar; de los valles y de los lagos. Por eso a la oratoria puede aplicársele la hermosa frase de Federico Nietzsche,

cuando él nos dijo: "la hermosa vivacidad de la vida" y nosotros, bebiendo en su original, proferimos: la hermosa vivacidad de los discursos.

Y es exacto el juicio: la oratoria —por el efecto mágico de las palabras—

despierta los ánimos aletargados, resucita las voluntades ya muertas, pone acción de incendio en las cenizas quemadas.

¿No has asistido, nunca, al espectáculo de un orador que con-mueve a su

auditorio y lo incita a la furia destructora y lo lleva de la mano hacia las más primitivas expresiones de la rebeldía?

¿No has llorado, mezclado con un auditorio, cuando el orador transforma las

palabras en lágrimas armadas? De mí te sé decir que esta pérdida de la voluntad, este hipnotismo del verbo, lo

he sufrido en varias oportunidades. Fue cuando escuché al predicador evangélico Billy Graham; fue cuando me dejé llevar por la ira contra los autócratas, después de uno de aquellos volcánicos discursos de Jorge Eliecer Gaitán, en Colombia, y en la

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época feliz de mi Preparatoria, cuando Horacio Zúñiga, jugando con el verbo, nos llevaba de una a otra emoción, con el deslumbramiento cósmico de sus imágenes.

Cada uno de ellos, era una emoción en llamas; cada uno emanaba elocuencia,

es decir, el sublime arrebato de los oradores, cuan-do el verbo, telúrico de por sí, se despetala como una corona de selvas vírgenes, de montañas ariscas, o de mares embravecidos, en donde cada ola es, en sí, un discurso de protesta y una elocuencia de libertad absoluta.

Perdóname esta vehemencia. Me salí del cauce de esta carta; pero es que la

sola evocación de los discursos estelares, me seduce, me enajena y me hace perder la ecuanimidad y el buen tono exclusivo de las epístolas.

Sin embargo, ¿no crees que cuando hablamos, de ésta o de otra preocupación,

empleamos el tono apasionado de los discursos y de sus ademanes? Otro estilo, como el del divino Urueta, nos encanta, nos embelesa, nos arroba. Cada discurso es una obra maestra del más puro helenismo. No en vano

Urueta bebió en las fuentes mismas de Demóstenes, de Esquines, y meció sus sueños con los gallardos ritmos de Píndaro.

Es verdad. Las palabras se suceden melódicamente, una tras otra, de tal

manera ensartadas en un collar de resplandores, que resulta tarea imposible quitar una sola voz sin que se estropee el conjunto.

Urueta, dueño de una voz maravillosa, supo, como nadie, el contrapunto de Ios

silencios y los ruidos. Todo estaba calculado: hasta las pausas. Todo contribuía a la fascinación colectiva: el timbre, el ademán de sus manos, "cirujanas del aire" –como las calificó López Velarde; la apostura de su cuerpo que se agigantaba al hablar, todo en él propiciaba la resonancia de las ideas.

Alfonso Teja Zabre, gran orador también, en su breviario lírico, Exequias del

orador Jesús Urueta, incluye varios fragmentos de los discursos del divino Urueta. He aquí uno: "El hombre dura mientras dura su esfuerzo, por eso son inmortales los que trabajan por la libertad. Las acciones deben sus energías más a los muertos que a los vivos. El polvo que piensa no vuelve al polvo. La idea es fuerza de inmaculados resultados; penetra, se difunde, se transforma eterna-mente, es el espíritu de que habla Goethe, tejiendo en los telares del tiempo el ropaje viviente de la divinidad. Los libros de los enciclopedistas se convirtieron en la sangre de la revolución burguesa; Ios libros de los pensadores modernos serán la sangre de la revolución obrera.

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"La idea en actividad atraviesa la historia en una serie de encarnaciones diversas: Hidalgo, con el tiempo se llamará Juárez; el Pensador Mexicano aparecerá un día en la Academia de Letrán con las facciones cobrizas del Nigromante, y la mirada de lumbre de Morelos, fulgurará de nuevo (una mañana de mayo frente a los muros de Puebla) en los anteojos del general Zaragoza".

Reitero: en los elocuentes discursos de Jesús Urueta —al que presento como

modelo— ni sobra ni falta una palabra. Cada voz está en su pentagrama; cada voz cumple la fidelidad de su destino y el conjunto motiva el milagro de la música sinfónica.

Si no temiera fatigar tu atención cedería a la tentación de copiar para ti algunos

fragmentos de la oratoria política, contenidos en el interesantísimo libro de Fulgencio F. Palavicini, intitulado Los diputados. Ahí podrías notar las diferencias por lo que se refiere al estilo de cada quien. Esto, por supuesto, no quiere decir que alguien tenga el derecho de proclamar a uno o a otro, como el mejor orador de su tiempo.

Los poetas, los escritores, los oradores, son diferentes entre sí, y resulta

ingenuo compararlos para determinar su jerarquía. Es como si, irreflexivamente y con audacia, concluyéramos que Beethoven es mejor que Bach o viceversa.

A los más que podemos aspirar es a confesar nuestros gustos de acuerdo con

nuestra sensibilidad. A mí —en lo personal— me gusta más Urueta que Lozano, Olaguíbel más que

Moheno... y todavía podríamos, como derecho propio, argumentar nuestra predilección, pero sin osar evaluar comparativamente la calidad real de uno o de otro para reconocerlo como al mejor e imponer en las aulas su ejemplo para que los alumnos lo imiten y hablen como él, si esto fuera posible.

Por todo ello, amigo muy estimado, prefiero que continúes perfeccionando tu

estilo, tu personal oratoria; cultívate, lee mucho, practica continuamente y ten el valor de mantener la desnudez auténtica de tu espíritu creador.

En el libro de Timón, El libro del Orador, se presentan como ejemplo varios

oradores de la Revolución Francesa: Mirabeau, Danzón, Robespierre, Saint-Just, junto a Camilo Demoulin y a los voceros de la Gironda. Nadie, con sentido, e inteligencia crítica, podría enjuiciarlos con la misma medida.

Charles Du Bos, descubre en su Diario, que los poetas mantienen en su

producción, un paso especial (un templo) y que esta mayor o menor lentitud, o este mayor o menor aceleramiento, configura su manera de ser y, por lo mismo, la manifestación de su ser.

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Ello es así. Igualmente, en los oradores. Los hay que alargan la frase como si la escucharan igual que una melodía. Es lo que la antigua retórica llamaba los verbo-auditivos; otros, plenos de color, pintan sus frases como si pintaran un mural, son los verbo-visuales; y todavía -como culminación de la oratoria y acercamiento a la elocuencia-, los verbo-motores, que son los felices mortales que adunan las cualidades anteriores y que, por la velocidad innata de su palabra, realizan lo que a la crítica sajona le parece imposible: la improvisación.

Es decir, la suprema cualidad de hablar, aparentemente, sin preparación de los

temas propuestos; hablar al momento, sin haber previamente memorizado el texto -como hacen buena parte de los llamados oradores- y pensando al hablar, casi simultáneamente.

Sé por experiencia -en el primer certamen de oratoria, en Washington, en 1926,

en donde competí como representante de México-, sé digo, que los norteamericanos no sólo no improvisan sino que niegan la posibilidad de hacerlo.

Esta opinión tiene dos perspectivas: si se supone que un orador que improvisa

va a inventar los temas y las ideas y hasta las palabras, seguramente que se equivoca.

El orador que improvisa lo hace en función de lo que ya sabe con anterioridad;

es decir, de la cultura acumulada por años y años y, entonces, mediante el prodigio de la asociación de ideas, una palabra trae a colación una infinidad de conceptos, de lecturas, de imágenes y razonamientos. Y esto sí lo hacen los oradores latinoamericanos.

Hay recitadores de discursos, muchos; hay pocos oradores capaces de

improvisar. Permíteme que incluya en esta ya muy extensa carta, un fragmento de uno de

los discursos de Luis Cabrera, durante el período de la XXVI Legislatura —la única maderista—: "Es muy triste que estemos reunidos aquí, que todos sepamos absolutamente quién es nuestro enemigo y que, sin embargo, haya un grupo liberal que esté dándose la mano con él, mientras nosotros nos hacemos pedazos enfrente del Partido Católico. El Partido Católico en sus individualidades es irreprochable; soy amigo del señor Pascual García, soy amigo del señor licenciado Elguero, soy amigo del señor De la Hoz, porque individualmente considerados son unos perfectos caballeros; pero como grupo, el Partido Católico es el mismo que trajo a Maximiliano". (Muy bien. Aplausos).

"Lo que desalienta es pensar que no se vea claro; lo que desalienta es que en

los momentos actuales, la amistad vaya tan unida al concepto político de las

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personas, que, muchas veces, dentro del Partido Católico y fuera de él, dentro del gobierno y fuera de él, no sabemos distinguir cuáles son nuestros amigos personales y quiénes son nuestros enemigos personales, quiénes son nuestros enemigos políticos y quiénes nuestros amigos; y aquí estamos viendo claramente cómo hay amigos personales que son enemigos políticos".

¿No te sabe el tenor de este discurso un poco al sistema socrático? Y, ya

puesto en este trance de ejemplificar, tolérame otro fragmento más. Sabrás que de Alfonso Cravioto casi no se habla. Se ha olvidado al poeta que publicó un bello atado de versos: "El alma nueva de las cosas viejas"; pero nadie quiere o sabe recordarlo como a un fino y penetrante orador.

Es bueno que tú lo busques y lo estimes tanto como yo. El es el autor de aquel

hermoso discurso en la coronación de la Reina de la Primavera, allá por los años veinte:

"Sandro Filipeppi Boticelli, el pintor de las manos arcangélicas..." frase en la que

apreciarás el ritmo y la melodía de las palabras. O este fragmento del discurso La hora de luto: "En esta hora de luto en que el porvenir del país, como el cetro de Júpiter, se encuentra erizado de rayos, no seré yo quien venga con palabras de pasión o de odio a atizar la hoguera que amenaza consumir nuestra nacionalidad; pero cumple a mi deber de leal y a mi firmeza de convicto, frente a la tumba recién abierta del precursor que acaba de morir, deshojar como ofrenda que no he podido llevar a su sepulcro, la afirmación que hago, con toda la convicción de mi alma, de que el hombre desplomado en tan cruento sacrificio, a pesar de sus faltas, si las tuvo; a pesar de sus equivocaciones, si las cometió, ha de resurgir en nuestra historia futura, venerable como su apostolado, excelso como su ideal, resplandeciente como su martirio, ya que su único error fue el Ananké fatal de todos los precursores: haber nacido demasiado pronto en un país demasiado joven".

"Yo pido a los vencedores tregua de paz y de respeto para esas tumbas

sangrientas y recientes, en nombre del sagrado martirio de la muerte, y no encontraréis en mí una protesta; todos los partidos políticos siempre tienen razón, como todos los partidos políticos siempre se equivocan, ya que son errores sociológicos, puesto que pretenden abarcar en sus tendencias la verdad, y toda la verdad; por eso a vosotros que tenéis ahora en vuestras manos los destinos nacionales y nuestros propios destinos, sólo diré parodiando las célebres palabras de Zolá: "Han perecido los hombres; que no perezca la patria". Nos habéis hecho desaparecer como partido, pero tenéis la obligación, frente a la historia, de hacernos nobles y bellos funerales, alcanzando para la patria la justicia que todos necesitamos y la libertad que nosotros siempre quisimos darle" (Aplausos).

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¡Bello y emotivo discurso! ¿No te parece? Pero amigo mío, no me perdonaría si no agregara, abusando de tu gentileza, un

fragmento de una de las piezas oratorias del maestro Horacio Zúñiga, tomado al desgaire de su libro Verbo peregrinante, que ojalá y conocieras íntegramente.

"Una conferencia de Bassols, ya célebre por cierto, ha servido de pretexto a los

sistemáticos impugnadores de la intelectualidad revolucionaria, para sacar a relucir todas las viejas armas de su panoplia ya enmohecida.

"Naturalmente se trata de Moheno y García Naranjo, los árbitros de la palabra

en este pueblo que todavía no es capaz de preferir la honrada elocuencia de Demóstenes al verbo deshonrado de Esquines.

“¿Qué dicen estos excelsos tribunos? ¿Qué afirman estas lumbreras

indiscutibles? Lo de siempre. Que la razón no ha florecido en otros cerebros que los suyos; que la verdad sólo fluye de sus labios; que nada más su cultura y su criterio significan algo; que su concepto de la sociedad y del mundo, es el único concepto que vale la pena y que cuanto piensan los otros es pura necedad, sobre todo si los que piensan son jóvenes y no se han prostituido sirviendo bochornosas tiranías..."

Y ahora, ¿qué opinas de este otro fragmento lírico, quizá un tanto barroco, pero

pleno de belleza y de emoción poética? "...Atronar siempre al espacio con el redoble de las fanfarrias guerreras, ¿por

qué y para qué? ¿Acaso el cabezal de nuestros sueños no ha sido siempre la cureña del cañón de Turena? ¿No hemos ido en nuestra absurda fobia hasta donde no fueron las hordas de Alarico, las turbas de Atila, ni los tropeles de Jerjes, ni los bárbaros aludes de Gengis Kan? ¿No hemos llegado hasta el alma para hacer befa de los dioses que no merecemos, escarnio de los principios que nunca comprendimos y calvario y martirio de los ideales que nunca alentamos? En nuestra locura de supercivilizados, fieles discípulos de este siglo que abrió los ojos a la vida sobre la hornalla de la Gran Guerra y a través de nuestras filosofías críticas y decadentes, (¡Oh, Falmeraye y Scheler!, ¡oh Stoddard y Einstein!, ¡oh, Splengler y Kireyenski y Keisserling!), no estamos renegando o desconfiando de nosotros mismos, hasta el punto de afirmar que nuestros ciclos progresivos están definitivamente o que (!sangrienta ironía!), nuestro mundo, el mundo que nace, es el mundo magnífico de la técnica victoriosa del espíritu; de la industria vencedora del ensueño; de la cultura convertida en civilización; del tiempo trocado en fábrica, con chimeneas en vez de campanas, según la expresión de Maupassant..."

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Admitirás que te he descubierto el mundo maravilloso de las palabras y cómo cada orador, frente al mismo bloque de piedra, lo talla, lo pule, le infunde aliento durante su tránsito, luminoso, para convertirse en estatua. Son las mismas palabras que se esconden en el diccionario; es el mismo bloque de piedra, son diversas, y hasta disímbolas las manos que realizan el milagro de colocar en la piedra dormida el ímpetu de las alas.

El extraordinario niño-poeta, que fue Rimbaud, nos legó este misterioso

testimonio: "La mano que escribe vale lo mismo que la mano que ara. ¡Qué siglo de manos! Mi mano nunca será mía".

Parodiemos estas hermosas palabras: ¡Qué siglo de palabras! El discurso

nunca será mío. Sin saberlo yo, sin darme cuenta, lo están dictando las bocas cerradas de los esclavos, las agudas lágrimas de las viudas y los huérfanos, los puños cerrados de la multitud rebelde!

Casi nada de lo que el orador tiene es suyo, fruto madurado de su inspiración;

las palabras las están gritando los que tienen miedo para decirlas, los que no pueden decirlas por la presión de las mordazas, los que no las tienen, los de inteligencia vacía, porque su cerebro, en forma de semilla, sólo se ha entregado al amor de la tierra.

Es cuando el silencio habla y llena el espacio y el tiempo de los tugurios,

cuando el campesino conversa con sus hijos sin abrir la boca, sólo con los ojos tristes que se parecen tanto a los ojos de la vaca paciente y resignada.

Pero no hay apostolado más esplendoroso que el que puede asumir el orador

cuando arenga a las lágrimas de los explotados y los ilumina con el resplandor de una esperanza armada.

Ya lo he dicho y lo rubrico ahora; hay palabras que están de pie y miran de

frente a los verdugos; son las palabras que adoptaron el oficio de don Quijote; pero también hay palabras que permanecen de rodillas o que toleran que el amo las golpee como el rico Haldudo hacía castigando con el látigo las espaldas del joven siervo. Tú escoges, joven orador, tus palabras.

No sé por qué sortilegio del verbo y de la asociación de ideas, cuando escucho

a un orador brioso, con su juventud erizada de lanzas, pienso invariablemente en el pequeño David bíblico, frente al gigante coloso, frente a Goliath.

Entonces imagino: la oratoria es una onda y cada palabra es una bien

redondeada piedra. Puede el orador atinar en la frente de los tiranos; puede derribar

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su prepotencia y a pesar de su breve estatura, puede David transformarse en un libertador.

La oratoria es una vocación libertaria; es una vocación prometeica. Cada

orador, en grande o en pequeño, es un descendiente de Prometeo. Conoces, seguramente, lo que Esquilo pone en labios de Prometeo, ya atado a

la infamante roca y acosado por el torvo buitre que le destroza el hígado. Recordarás, entonces, la escena en que Mercurio, por orden de los dioses del Olimpo, le ofrece el perdón a cambio, claro está, de que Prometeo se someta al tirano.

Prometeo se rehúsa heroicamente. Vaticina la caída del olímpico dios y se

ufana porque "ha vencido al dolor y a la muerte de los hombres". Cómo es eso, pregunta el ágil emisario y Prometeo responde, ofreciéndonos una cátedra de redención continua: "Porque he arraigado en el pecho de los hombres la ciega esperanza".

El orador es el jardinero de la esperanza; puede vencer al dolor y a la muerte;

puede vencer a la sombra y provocar la luz; puede, con las palabras, cumplir el compromiso divino y hacer de los simples y diminutos hombrecillos seres como los ángeles, según la promesa de la Biblia.

Cada orador es el ciudadano de la palabra libre. El huésped permanente de la

Libertad. En suma: David. El orador se llama David. Está hecho con palabras aladas.

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CUARTA CARTA ORATORIA: CASA DE LA JUSTICIA Amigo mío: Estoy muy agradecido contigo, porque has tenido el heroísmo de aburrirte con

mis extensas cartas anteriores y no decírmelo, más antes me estás pidiendo que te aclare, e insista, en algunos aspectos de la oratoria. Lo hago, confiado en tu benevolencia.

Y bien yo creo que a la entrada de esta disciplina del alma, bien pudiéramos

inscribir una sentencia como aquella que recibía a los pretendientes de la Academia: Que no entre quien no sepa geometría... nosotros podríamos imponer como requisito de admisión: Que no entre quien no tenga el espíritu purificado.

Porque no se trata de un gimnasio en donde los atletas hacen gala de sus

músculos y de su destreza en el arte del pugilato, de la Lucha, o del levantamiento de pesas. Esto se refiere —siguiendo el símil— sí, a un gimnasio, pero en donde los jóvenes practican la palabra, libre de toda culpa, y en donde la inteligencia se mueve con agilidad, ya implícita la ley moral que la rige.

No hay oratoria por la oratoria misma. No hay oratoria pura. La oratoria exige, si

es auténtica, un fundamento ético impostergable. La oratoria —pudiera decirse— es el brazo de la ética social. No tiene valor en

sí, por sí y para sí misma; es una actividad humana ligada primordialmente con la ética que rige la conducta humana.

Nadie que no tenga las manos limpias, nadie que no esté lavado de mentiras,

nadie que haya andado en camino de pecadores, tiene derecho a pretender enseñar y dirigir la conducta de sus semejantes, de los hombres ansiosos de escuchar la verdad.

No todo el que habla en público frente a una multitud es orador; como no todo

ser que camina puede ser calificado como hombre. También las palabras pecan, se deshonran y se envilecen. Un buen discurso,

sano y leal consigo mismo, es como el "árbol plantado junto a arroyos de agua, que da su fruto a tiempo y su hoja no cae". Un mal discurso podría ser "como el tamo que arrebata el viento", según las líneas del salmista David.

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Cada discurso es un termómetro de la moral de un individuo o de un pueblo, indistintamente.

El orador pretende, de buena fe, trazar los caminos de los hombres por quienes

ora; ilustra, aconseja, exhorta, a modificar ideas y costumbres, hábitos y malas crianzas; pero al hacerlo, sin imponer ni criterios ni dogmas y sí mostrando las bifurcaciones de la verdad, el orador no ordena, más sugiere, no demanda obediencia a los preceptos que expone, sino la libre elección, responsable, la de cada quién, la de su personalidad autónoma.

Esto no quiere decir que no haya actores, y hasta maromeros, acróbatas de la

palabra, mercaderes al mejor postor; solamente que estos malabaristas del discurso no son oradores, sino mercaderes de la palabra que han convertido la Casa de la Oratoria, "en una cueva de ladrones".

Y yo me refiero, en esta carta, a la oratoria calificada por el estilista José

Enrique Rodó, Ariel de nuestro siglo, cuando nos dijo: "Hablar a la juventud es un género de oratoria sagrada".

No es imposible pedir, y esperar, que quien hace uso de la lengua —"ese

órgano pequeño capaz de promover tantas cosas"—, "de esa chispa capaz de incendiar bosques" —según el apóstol Santiago—no es cuestión imposible pedir que quien usa la lengua maravillosa, la mantenga limpia, con todo el esplendor de su capacidad y de su poderío.

La oratoria, amigo mío, es Casa de Verdad, de Bondad, de Belleza; Casa de la

Justicia; porque el orador encarna la figura del divino manchego que, según el estro de Rubén Darío, en su Letanía nuestro señor don Quijote.

"Con la adarga al brazo, toda fantasía y la lanza en ristre, toda corazón" José López Bermúdez fue un joven intelectual -de puro cuño—a quien la

prematura muerte impidió la cosecha de su talento y de su sensibilidad. El culto guanajuatense, dejó, además de sus discursos, un libro que puede calificarse como magnífico: "Teoría de la palabra".

En su texto, apretado de páginas selectas y a veces fulgurantes, se pueden

cortar varias espigas madurecidas. Si no conoces esta obra, te sugiero que la busques y la devores con glotonería.

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Subraya el poeta López Bermúdez: "¡Indudablemente hay una lucha oculta por encontrar cada quien su palabra. Sólo la palabra nos da derecho a la existencia. Para mí, hablar es existir. Y existir es hacer de la palabra un arma, un refugio, un cielo vital... El hombre desaparece y la palabra queda. Y con ella queda la voz, la libre eternidad del hombre!"

López Bermúdez nos relata su primera experiencia como orador escolar: "Al

terminar mi primer año de estudios mi maestro me hizo figurar en la fiesta de clausura de cursos. Antes de comenzar a hablar, yo veía que mis compañeros levantaban ante mí un pesado muro de silencio. De pronto me sentí arrollado por un vértigo de luces, de ojos y de oídos. El silencio se ahondaba cada instante a mis pies como un abismo. Pero me decidí a gritar: ¡Compañeros!"

"Con sólo pronunciar aquella primera palabra, me sentí descargado de un gran

peso. Y hablé y hablé. Nada dije de mí. Hablé de mis maestros, de mis libros, de mis compañeros, de mi escuela. Pero hablaba con tal gratitud de mis maestros, que alcanzaba a ver su rostro alterado por la emoción que yo les comunicaba. Hablé de mis compañeros con tal fuego cordial, que me invadía la certidumbre de que estaba apoderado de las voces de su corazón. Y dejaba hablar a los personajes de los libros que había leído, con tal naturalidad, que me parecía que el poder de mi palabra daba vida a los héroes de mis libros, los hacía caminar frente a los ojos llenos de azoro y admiración de mis maestros y compañeros y participaban, ellos mismos, de la fiesta de nuestras conciencias."

He aquí el relato, vibrante y emocional, del primer discurso de un adolescente

que da el paso más allá del silencio y libera su alma mediante la palabra. Efectivamente, José López Bermúdez llegó a ser un magnífico orador y como

escritor dejó a su muerte, libros en prosa cariñosamente burilados. Pero esta experiencia demuestra –como ya se ha aseverado–que la oratoria

obedece a una vocación y a un impulso humanitarista para poner el verbo al servicio de los menesterosos.

De otro modo: ¿No sitúas el contacto espiritual entre la profesión de don

Quijote, "desfacedor de entuertos", y la del orador que sale a la aventura, a la buena de Dios, para encontrarla tribuna exacta desde dónde imprecar a la vil canalla, martirizadora de la gente buena?

Hay muchas profesiones liberales en el mundo y cada una de ellas, con razón,

alegan en su elogio la misión humanitaria que representan, médicos y abogados, por ejemplo. Empero, el orador es un médico de penas y quebrantos populares y un abogado, sin interés económico, un abogado gratuito de la justicia social.

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El orador escoge su profesión, que tiene mucho de las caballerías de don Quijote.

Pero la oratoria, como la caballería andante, tendrá que ser inteligente, discreta,

valerosa y sufrida. Un sentido innato de la justicia es el patrón de su conducta; un día se inventa a

sí mismo como donador de justicia y fiel a su sino, sus trabajos y sus días los ofrenda en beneficio de los menesterosos.

La profesión de don Quijote, como la profesión de orador, encarnan la caridad

paulatina: se sustentan, ambas, en el amor al prójimo, como a ellos mismos. Has de saber que los mejores discursos son incendios. La luz velada de las

lámparas, a mitad del camino, es excelente para el aula, la cátedra o la conferencia; pero no hay que confundir los géneros: uno es el que corresponde a la enseñanza, en donde sobran las múltiples vehemencias y el zig-zag de las emociones y otro, muy distinto es el que desea la arenga desde una ardiente tribuna. Empero estas sutiles diferencias las va marcando la práctica y el apego al método elemental de preguntarse primero en dónde y a quién se va a dirigir la palabra.

Nadie le podrá regatear a la oratoria su poder social; su misión quijotesca. En el

breve ensayo de Mark Van Doren, La profesión de don Quijote, puede leerse: "Lo que realmente importa, en último término, es manifestar grandeza de ánimo".

"Bajo este aspecto, don Quijote es semejante a otros individuos de cualquier

época: al maestro que presupone madurez en sus discípulos, entregándoles todas las ideas que tiene; al caballero cuya conducta consiste en suponer que todos los demás hombres también son caballeros y todas las mujeres damas; al hombre de Estado que juzga a sus gobernados como personas serias y capaces de comprender sus mejores palabras; al poeta que escribe creyendo que su público no es menos sutil y profundo y no menos sabio que él mismo. Tales personas son consideradas, si no precisamente locas, por lo menos insensatas, pero que piensan que lo mejor todavía existe, o que puede volver a existir, en un mundo que se ha hecho cínico y degradado".

Algo de locura, de santa locura, descubre el orador cuando desea, sin más

armas que sus palabras, derribar tiranías, consolar a los que lloran, vestir a los desnudos, dar de comer a los hambrientos y poner en las manos de los jóvenes las teas llameantes para quemar las injusticias del mundo.

Es loable el orador que tiene el alma con cuño verdadero, ya que siempre

resultará más cómodo, más fácil y más lucrativo, halagar a los tiranos y a los verdugos, a los villanos y a los explotadores.

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El orador es el amigo del pueblo; está con él en los vaivenes de la alegría y la pena; en Ios duelos yen los jolgorios; en los hospitales, en el regocijo de las fiestas; en la guerra y en la paz.

Homero relata cómo Tirteo animaba a las huestes guerreras antes de entrar en

batalla. Así los oradores alientan las primeras guerrillas antes de las revoluciones. Ricardo Flores Magón, recalcó: ¡cuántas montañas de papel, cuántos discursos,

fueron necesarios antes de la rebelión de las masas! Ricardo apostrofó al pueblo, incitándolo a la lucha, desde los albores de la

epopeya, con discursos que fueron a manera de relámpagos que iluminaron la conciencia.

Porque no hay que olvidar –rompiendo los muros del silencio–que fue Ricardo,

reumático, tuberculoso, casi ciego, huésped de las penitenciarías, águila con alas martirizadas, quien, desde sus tribunas, llamó a la multitud a la Revolución Social de México:

"La libertad no se conquista de rodillas, sino de pie; devolviendo golpe por

golpe; infiriendo herida por herida; muerte por muerte; humillación por humillación; castigo por castigo... ¡Que corra la sangre a torrentes, ya que ella es el precio de la libertad!"

Por eso la oratoria es látigo, campana de Dolores, balcón abierto al horizonte. La historia de la oratoria en México es dramáticamente angustiosa. Los sofistas,

mercaderes del verbo, han abogado por la esclavitud en nombre de la paz y del orden; los liberales, han clamado por la libertad como sostén de la paz y del orden.

Es decir: la libertad política, sin libertad económica, vale como utopía. Gozar de

la libertad económica sin el disfrute de la libertad política equivale a vivir en la ignominia.

El orador lo sabe por experiencia propia. Jamás dejará de ser un artesano, y

por su oficio, más pegado al proletariado que a la burguesía. Ello no quiere decir que no existan los aduladores, los payasos y los bufones,

los que hablan para halagar a los que mandan y a los que dan dinero; a los que defienden las injusticias, —oh ironía—, siempre en nombre del orden establecido.

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El vocablo libertad, provoca, con sus bifurcaciones, una multiplicidad de conceptos.

No puedo, en esta carta, sui generis, intentar la anatomía de la palabra libertad

y me conformaré con transcribirte una cita extraída del libro Anarquía y Orden, de mi inseparable maestro Herbert Read y dice así:

"A lo que aquellos se refieren con su `libertad' es en realidad a una condición

negativa: a la ausencia de control, a la prerrogativa de una conducta no autorizada (es significativo también que haya alcanzado a la palabra "licencia" una completa ambigüedad o equívoco). La libertad, en este sentido significa siempre libertad respecto a algo, a alguna especie de restricción. Pero la libertad en el sentido en que yo usaré el vocablo es una condición positiva, específicamente la libertad para crear, libertad para llegar a ser lo que uno es".

Y con este específico sentido, el orador es el paladín de la libertad humana. Cuando era estudiante no llegué a comprender bien el significado profundo de

la máxima del Oráculo: conócete a ti mismo... Porque, independientemente de lo arduo que es conocerse a uno mismo, se me imponía una pregunta capciosa: conocerme, y ¿para qué?

Pero andando los años, la lectura de Píndaro, completó la máxima. El poeta

exhortó: "¡Sé, el que eres!" y entonces, Conócete para que seas el que eres. ¿Acaso no se nos dijo en el libro, "la verdad os hará salvos"? ¿Acaso no nos

proclamó el Maestro cuando nos reveló: Yo soy la luz, la verdad y la vida? ¿Y qué otro destino tiene el buen orador que ser la luz, la verdad y la vida? ¿Y qué otra misión, más sublime, que ir sembrando palabras de justicia y de

misericordia, para la redención del hombre, ya preso entre los brazos robustos del robot y las computadoras?

La oratoria, por eso, no es un lujo ni un arte inferior, ni un entretenimiento, es la

profesión, quijotesca, del caballero que sale a romper lanzas en pro del retorno a la filosofía de la dignidad humana.

Amar al prójimo como a uno mismo, es un propósito pero no puede ser una

norma. Nadie ama por obligación, ni siquiera por obligación moral; el amor es espontáneo, imprescindible y oportuno; es el "ordo amoris" de que nos habla San Agustín.

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En cambio, sí es posible, valedero y eficaz, predicar el respeto recíproco; el respeto a la libertad esencial del hombre, amén del respeto a las libertades circunstanciales del individuo como persona de derecho.

Esta vuelta a la dignidad, a la solidaridad, al respeto recíproco como sustento

de la justicia, es una parte de las tareas humanistas del orador; la afiliación al verso de Terencio: Hombre soy. Todo lo que acaece a los hombres me concierne.

Todavía más concreto, con la profesión de fe de José Martí: La bofetada que

recibe un hombre en la mejilla derecha, me duele a mí en la mejilla izquierda. El orador predica un evangelio de solidaridad, de apoyo mutuo. No se trata de

que el hombre pierda su individualidad como ser único que es en la tierra, sino que se propicie la asociación libre de unidades de valor, tal y como lo proclamó Max Stiner, en su obra El único y su propiedad.

Guardador del fuego de la libertad, heraldo de la justicia, salvador de los

hombres esclavos. Amigo dilecto ¿has leído el extraordinario libro de don Miguel de Unamuno,

Vida de don Quijote y Sancho? Recordarás entonces que en el capítulo XXII comenta la extraña aventura del

manchego cuando libera a los galeotes y subraya en voz alta su idea acerca de la justicia: "...en su libro inmortal, separó en absoluto la justicia española de la justicia vulgar de los códigos y tribunales; la primera la encarnó en don Quijote, la segunda en Sancho Panza. Los únicos fallos judiciales moderados, prudentes y equilibrados que en el Quijote se contienen son los que Sancho dictó durante el gobierno de su ínsula; en cambio, los de don Quijote son aparentemente absurdos, por lo mismo que son de justicia trascendental; unas veces peca por carta de más y otras por carta de menos; todas sus aventuras se enderezan a mantener la justicia ideal en el mundo, y en cuanto topa con la cuerda de galeotes y ve que allí hay criminales efectivos, se apresura a ponerlos en libertad. Las razones que don Quijote da para libertar a los condenados a galeras son un compendio de las que alimentan la rebelión del espíritu español contra la justicia positiva. Hay, sí, que luchar porque la justicia impere en el mundo; pero no hay derecho estricto a castigar a un culpable mientras otros se escapan por las rendijas de la ley; que al fin la impunidad general se conforma con aspiraciones nobles y generosas, aunque contrarias a la vida regular de las sociedades, en tanto que el castigo de los unos y la impunidad de los otros son un escarnio de los principios de justicia y de los sentimientos de humanidad a la vez".

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Estarás de acuerdo conmigo que esta lección de Ganivet nos incita a profundas meditaciones, en cuanto el orador nato va a hablar, constantemente, de justicia, porque, como decíamos, la oratoria es casa de la justicia.

Bueno, me objetarás, pero entonces, ¿qué es la justicia?, ¿qué debernos

entender por justicia? Ahora, a estas alturas del camino de este monólogo —casi diálogo—

podríamos, si así te complaciera, seguir los Laberínticos razonamientos de Sócrates en los primeros capítulos de La República, de Platón. Será mejor, para abreviar, que tú leas el clásico texto.

Una cosa es cierta —incluso admitida por Federico Nietzsche y expuesta por

Martin Buber—: sobre los pilares de la responsabilidad personal, descansa el arco a la entrada de la Academia: Que nadie entre si no es responsable de sí mismo.

La libertad —concluye Herbert Read— "es la voluntad de ser responsable por sí

mismo". La justicia sería —hipótesis de trabajo— la conciencia del respeto recíproco; la

comunidad más que la colectivización; la convivencia más que la coexistencia, por pacífica que parezca.

La paz descansa en el respeto a los derechos humanos de los demás;

precisamente para que los demás —el otro— nos respete en el ejercicio de la propia estimación.

¿No es esto lo que anhela y busca el orador? No sale coaccionado por nada o

por nadie; porque entonces perdería valor su palabra. Sale libremente para afianzar con la libertad de expresión la libertad del hombre, según la feliz fórmula del doctor Belisario Domínguez.

Reiteramos que es aquí en donde reside la función social de la oratoria. El

orador no trata de imponer un criterio; trata de presentar a la consideración de un auditorio varias tesis, o una tesis cuando ésta refleja la conciencia individual de quien habla, pero no la impone como verdad. Su papel es, entonces, el de un animador, es el despertador que nos recuerda el impostergable compromiso que se adquiere por el solo hecho de vivir.

Y nadie más comprometido que el orador que no es sólo el responsable de su

conducta como orador, sino el responsable de la posible conducta de cada uno de sus oyentes.

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Por esto —todo lo anterior— yo admito la fugacidad de la oratoria, porque no muere la palabra cuando cae el telón y clausura la escena; es exactamente, en ese momento cuando el público —si no todo, cuando menos unos cuantos atentos— principia a asimilar lo que ha recibido.

El discurso no se queda en los oídos del hombre; trata de forzar la entrada,

hasta la conciencia y ahí, como cualquier semilla, cumple su misión y germina y cobra vida, sangre y espíritu.

El maestro Giménez Igualada me relató esta anécdota extraída de la memoria

de sus múltiples andanzas por los caminos del hombre: en algún lugar de España —la España de Franco, todavía—, en un mitin popular, el maestro había atacado al cacique del pueblo.

Cuando concluyó su peroración entre aplausos, acercósele un castellano,

hombre del campo, con su cara curtida de experiencias, alto y delgado, y así, en voz baja, le musitó con firmeza: "—Me has convencido, hermano. Tienes razón en todo. Vamos a mi casa. Ahí guardo escondidas dos pistolas. Una para ti y otra para mí. Vamos a matar al cacique..."

El discurso es un arma cargada de sorpresas y nadie podría adivinar cuál va a

ser el efecto de las palabras, lanzadas al espacio como semillas esperanzadas. Por supuesto, amigo, que no todo el mundo piensa de igual manera, cuando se

trata de valorarla oratoria. Hay quienes —atrincherados en su erudición muy especial— no sólo no la admiran, sino que la desprecian y, cada vez que pueden la critican.

Argumentan que los oradores son seres de cultura superficial; que no aman los

libros; que no llegan a fondo cuando disertan; que viven, en suma, sólo de palabras hasta los pies vestidos... No tienen la culpa de sus fobias. Tú y yo podríamos analizar lentamente sus razonamientos; pero prefiero transcribirte fragmentos de un artículo —muy sesudo— del jurisconsulto y excelente orador, don Raúl Carrancá y Rivas.

El artículo en cuestión se intitula "El valor de la palabra": "La palabra es facultad

de hablar tanto como aptitud oratoria. Antonio Caso en sus "Principios de Estética" y siguiendo un pensamiento universal recogido por Hegel, considera que la oratoria, junto con la poesía didáctica, la historia, la crítica y la caricatura, es un arte impuro porque lleva implícito un fin intelectual, práctico, que lo distingue de la pura expresión de la intuición desinteresada. A mi entender dicho criterio no es válido. La pura expresión de la intuición desinteresada no existe. No existió ni siquiera entre los griegos que creyeron en el arte por el arte. La intuición desinteresada es funda-mental, sin ella, desde luego, no se hace nada; pero a condición de que sea la base o

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sustento de un fin intelectual, que de ninguna manera reduce el arte a una segunda condición. Sucede algo semejante aquí, toda proporción guardada, a lo que pasa en el amor; el amor por el amor es un mito, ya que esta ilustre y complejísima pasión, debe tener un fin, un propósito, un objeto que encarna en la persona amada".

¿Incitara los jóvenes para que estudien la palabra, su origen, su finalidad, su

proyección, es, acaso, tarea superficial, vana y superflua? Verdad es de Pero Grullo decir: todo lo que hace el hombre, está en el hombre;

nada le es extraño; decir que existe una "poesía pura" —como dictaminó Paul Valery— es aceptar que la poesía anda en el aire o está, como las ideas de Platón fuera del hombre, en el éter.

Consciente o subconsciente, la poesía es obra del hombre; del ser del hombre. No la respira como algo externo, la trae consigo, y podría aventurarse, siempre

como hipótesis de trabajo, que el hombre-poeta, por no dejar de ser hombre está dentro de las circunstancias y los acontecimientos que privan en su espacio-tiempo.

Desde este punto de vista, el hecho de que un poeta se propusiera alejarse de

las contingencias sociales, porque la poesía no está comprometida, en ese mismo instante de su voluntad, estaría ingenuamente cayendo en un compromiso, el de cerrar los ojos y los oídos, a las tragedias que lo rodean; esto es, alejarse del mundo y enclaustrarse en un convento o en su palacio de cristal.

Tendríamos que dilucidar si el hombre que escribe lo hace para sí mismo o si,

dentro de lo humano, escribe para algo —para expresar algo— y escribe para que lo lean: arranque de una comunicación.

Sería un hombre deshumanizado —un ente extraño— que existiera ajeno al

cerco social, primitivo en su montaña, y atento sólo a forjarse un universo de su propiedad, si esto fuera concebible.

Pero, amigo mío, que quede muy claro mi pensamiento. El artista necesita ser

libre para ser artista; de otro modo cae en el artesanado y corre el peligro, en un régimen capitalista —industrializado—, del cual no puede escapar y existe, sin embargo, fuera de él; menospreciado, hundido, miserable, es la primera víctima del consumismo que nos gobierna.

Apunta Herbert Read: "En la Rusia Soviética a toda obra de arte que no es

simple, convencional o conformista, se la declara "deformación izquierdista"; toda individualidad es motejada "de individualismo pequeño burgués". El artista debe apuntar a un blanco y sólo a él: a abastecer al público de lo que éste necesita".

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Para el caso de los artistas es lo mismo el marxismo que el fascismo; coinciden en su mecánica de industrialización, en donde no hay sitio para el artista. En ambos casos falta la libertad.

¿Hay oradores al servicio de los dictadores? Por cierto que sí los hay y algunas

veces son auténticos y grandes oradores: Lozano, v1oheno, García Naranjo... Pero ¡claro!, no nos referimos a quienes nacieron con la columna vertebral

flexible, sino a quienes conservan cabal su hombría de bien. Los artistas libres, completos, que lo mismo pueden expresar hoy sus devaneos eróticos, o sus éxtasis románticos, que inflamar sus palabras y apostrofar a Ios dictadores. El artista posee una sensibilidad especial, única, que lo diferencia del resto de los mortales; esto es, no deja de ser hombre con las mismas urgencias, pero un hombre que, además, hace poesía, la expresa.

Puede haber oradores triviales, decidores de palabras; puede haber oradores

malabaristas del verbo; comerciantes de las ideas, al mejor postor; pero, sin negar su existencia —como no se niega la sombra para que brille más la luz— nosotros aspiramos a una oratoria que no se traiciona a sí misma. Puesto que, si en el principio fue el verbo, o en el principio fue la acción, de todos modos el verbo fue hecho en el seno de la libertad humana.