Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes y ...
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El amante como subversivo: una lectura de Fragmentos de un discurso amoroso de Roland
Barthes y otros textos sobre el amor
Pedro Carlos Lemus Urbina Trabajo de grado para optar al título de literato
Dirigido por Carolina Sanín Paz
Universidad de los Andes Facultad de Artes y Humanidades
Departamento de Humanidades y Literatura Bogotá, 2016
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Agradecimientos A Carolina Sanín, mi mentora, que es influencia e inspiración en estas páginas y en las demás;
que me enseñó la infinitud del ser y los mundos, la resistencia, la precisión, y tantas cosas más.
Gracias por las historias de amistad y amor, dentro y fuera del salón de clases, por la confianza y
la comprensión.
A María Mercedes Andrade, por quien pude ver, a través de la teoría, la posibilidad de nuevas
formas de decir.
A Mario Barrero, por la autenticidad, y por recordarnos que lo que está en juego es la vida.
A Canela Reyes, Daniela Marín, Leonard Burgos, Daniel Hernández, Sergio Agudelo, José
Londoño, Juliana Rodríguez y Hamish Ballantyne, que me dieron la amistad mientras escribía de
amor.
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Contenido
Prólogo……………………………………………………………………………….……..….5
El límite…………………………………………………………………………….…..……....9
El cuestionamiento……………………………………………………………......….….……22
La lectura…………………………………………………………………………..…….........40
Epílogo…………………………………………………………………………………...…...49
Bibliografía…………………………………………………………………………………...53
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I've seen the nations rise and fall, I've heard their stories, heard them all,
but love's the only engine of survival.
Leonard Cohen.
Puedes contarme cualquier cosa creer no es importante
lo que importa es que el aire mueva tus labios o que tus labios muevan el aire
que fabules tu historia tu cuerpo a toda hora sin tregua
como una llama que a nada se parece sino a una llama.
Blanca Varela.
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Prólogo
Puesto que si el autor presta aquí al sujeto amoroso su “cultura”, a cambio de ello el sujeto amoroso le transmite la inocencia de su imaginario, indiferente a los buenos usos del saber.
Roland Barthes.
Ibn Hazm de Córdoba (994 – 1063) abre El collar de la paloma (1023) con un prólogo y sigue
con un capítulo en que relata el plan de la obra, con un discurso sobre la esencia del amor. En él
explica que los sentidos del amor “son tan sutiles, en razón de su sublimidad, que no pueden ser
declarados, ni puede entenderse su esencia sino tras largo empeño” (101). El empeño, en efecto,
es largo –no es sorpresa que la gran mayoría de las historias que nos hemos inventado y contado
una y otra vez giren a su alrededor–, y nueve siglos después el escritor francés Roland Barthes
(1915 – 1980) continúa el esfuerzo con sus Fragmentos de un discurso amoroso (1977)1.
También Barthes abre su libro con un prólogo, “Cómo está hecho este libro”, en el que da
cuenta de cómo está organizada la obra que el lector ya ha empezado a leer. Si se admite que el
texto de Ibn Hazm puede entenderse como un antecedente del de Roland Barthes –en tanto veo
en las formas del primero semejanzas con las del segundo– es apenas natural que sea El collar de
la paloma el que introduzca, también con un prólogo, este trabajo que busca pensar una figura del
amante que puede leerse desde los Fragmentos.
A través de figuras que delatan “el gesto del cuerpo sorprendido en acción, y no
contemplado en reposo: el cuerpo de los atletas, de los oradores, de las estatuas”, Barthes
muestra, como si se tratara de una fotografía, o acaso de un espejo (“una figura se funda si al
menos alguien puede decir: ¡Qué cierto es! ¡Reconozco esta escena de lenguaje!”), el discurso
amoroso: “la figura es el enamorado haciendo su trabajo” (18). Me he permitido ver en esa serie,
fragmentaria y completa también, la posibilidad un amante que puede resultar peligroso para el 1 Salvo dos citas en el capítulo “La lectura” que se aclara son de Incidentes (1987), todas las citas de Roland Barthes
en este trabajo son de Fragmentos de un discurso amoroso.
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orden establecido: un amante que se pregunta por el lenguaje, se enfrenta a sus límites y
cuestiona sus categorías, y en quien el amor hace despertar una actitud crítica. El amante que es
subversivo, indeseable, entregado a la improductividad en apariencia pero quien, a través de su
arrebato amoroso, crea sentidos, es decir, piensa. Ya entendía Barthes que el amor es transgresor,
y por eso, como quien advierte a los que, como yo, atrevemos a escribir sobre y desde el amor, da
cuenta de una inversión histórica: “no es ya lo sexual lo que es indecente; es lo sentimental –
censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral–” (219). El amor pasa a
tomar el lugar del sexo en lo que Foucault, un año antes en la Historia de la sexualidad (1976),
reconoce una “consciencia de desafiar el orden establecido, tono de voz que muestra que uno se
sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en llamar a un futuro cuya hora uno piensa que
contribuye a apresurar” (13): un futuro que, terminado este trabajo, espera fundarse en las
posibilidades subversivas del amor2.
Me he dicho que cuento con el permiso de Barthes para escribir desde su obra, pues avisa
que lo que ha dicho en su libro “de la espera, de la angustia, del recuerdo, no es nunca más que
un complemento modesto, ofrecido al lector para que se tome de él, le agregue, lo recorte y lo
pase a otros” (19). Leo, anoto, admiro, quiero agregar, recortar y pasar, y entiendo que para
hacerlo debo, antes, preguntarme cómo hacerlo, a medio camino entre el homenaje y el deber –o,
mejor dicho, en ambos caminos del todo– y me pregunto por sus formas y por las de quien he
situado como su antecesor, que es medieval y también, por su estilo, y en su consciencia de que la
forma es también el contenido, parece haber presentido, o acaso inventado, junto a otros, el
posmodernismo. 2 “Erigir un discurso donde se unen el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley y el esperado jardín de las
delicias” (14) escribe Foucault para justificar la descripción que hace del sexo en términos de represión. ¿Qué tan
posible es pensar que eso que esperaba Foucault se traslade ahora al amor y lo sentimental, por tratarse, también, de
un discurso privado, aislado y casi prohibido?
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Ibn Hazm de Córdoba escribe en capítulos, que son también fragmentos en tanto se
conciben y pueden leerse independientemente de los otros; no presenta el autor una imagen
absoluta del tema que lo ocupa: narra y describe situaciones posibles, y, al no pretender una
totalidad, logra acercarse más a ese todo que admite verdades que coexisten. Como Barthes, que
también trabaja en fragmentos como lo señala desde el título, Ibn Hazm incluye en su libro
historias que le han contado amigos y conocidos, vivencias personales, fragmentos literarios –sus
poemas– (que en el caso de Barthes ven su correspondencia en el uso de literatura de otros:
Goethe, Platón, algunos místicos y Nietzsche, entre otros), y a través de esos recursos enmarca el
tratado del amor en una autobiografía, como bien señala la profesora Sanín3.
He descrito en términos generales cómo están escritos los libros antes mencionados con el
fin de apropiarme de la práctica medieval y posmoderna, y aclarar, como hacen ambos autores al
inicio de sus libros, cómo está escrito el trabajo que ya ha empezado: que habrá versos ajenos, a
falta de propios, préstamos de libros, películas o canciones, según convenga; que podrá
entenderse como una recopilación, una antología, una selección o un diario de lecturas –o incluso
una autobiografía, y también una ficción en tanto se sumerge en la narración y el lenguaje, para
quien así pueda leerlo–; que se trata de un ensamble de lo fragmentario y que en él, si es exitoso,
se mostrará el lenguaje y se escapará también, se intuirá el amor y se imaginará la subversión.
Por entender el texto como un lugar de posibilidades y cuestionamiento, en el que se
ensaya a medida que se avanza, y cuyo devenir se ve sujeto, por un lado, a las intuiciones e
intereses del autor y, por otro, a las lecturas que lleguen, por azar o recomendación, no habrá
manera, ni intención, de sujetarse a planes de trabajo y objetivos, pues no puede decirse lo que se
va a escribir sin antes haberlo escrito, esto es, sin estar escribiéndolo.
3 Literatura española medieval. Universidad de los Andes, Bogotá, 2016 – 2. Clase magistral.
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Leo a Ibn Hazm, leo a Barthes, pienso en cómo escribe Barthes, imagino lo que podría
escribir yo, me avergüenzo al pensar en Barthes mientras escribo un “estado del arte”, leo a
Derrida sobre Barthes, sobre la muerte de Barthes, y leo que “por él hubiera querido, sin lograrlo,
escribir en el límite pero también más allá de la escritura ‘neutra’, ‘blanca’, ‘inocente’” (Las
muertes de Roland Barthes 60). Fantaseo, por Barthes y por quienes se han entusiasmado
conmigo por este trabajo, profesores y amigos, con que también yo puedo, sin lograrlo, escribir
en el límite –un límite–, alejado de la pretensión de totalidad, hasta las últimas consecuencias y
con el riesgo del caso. Entonces, ofrezco un nuevo texto para que el lector agregue, recorte y pase
a otros: un texto inacabado, que invita a nuevos lectores y que, como en la biblioteca del mundo,
es consciente de que siempre habrá contenidos que ubicar, no solo libros sino vidas y relatos
ajenos que revelan la posibilidad de nuevos marcos de lectura que cada lector puede agregar y
que, en últimas, señalan la infinitud de los textos.
Si es cierto, como afirma Julia Kristeva, que por muy vivificante que sea, el amor siempre
nos quema y hablar de él, aunque sea después, no es posible más que a partir de esta quemadura
(3), no hay más que responder –desafiar– con una pregunta ya hecha por Barthes: “¿Por qué durar
es mejor que arder?” (37).
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El límite
I could feel at the time there was no way of knowing.
Fallen leaves in the night, who can say where they’re blowing.
(...) More than this, you know there’s nothing.
Bryan Ferry.
La película Lost in translation (2003), de Sofia Coppola, narra el encuentro de dos personajes.
Ambos son extranjeros. Se trata de un hombre y una mujer con una notable diferencia de edad
entre ellos, él en un matrimonio largo, ella en uno que apenas empieza, ambos solos y con el
presentimiento, presiente el espectador, de estar en el lugar equivocado. Al presentar a los dos
personajes, se relacionan dos lugares comunes –el lugar geográfico es el extraño– de la
desorientación: la crisis de la mediana edad y la del cuarto de edad, que toma su nombre por
analogía con el primero y surge ante la inminencia de la adultez y que se ve, por ejemplo, en la
inseguridad de ella, que se sabe en un matrimonio infeliz y sin claridad sobre el futuro después de
haberse graduado de la universidad.
Durante los primeros treinta minutos de la película, antes de que tenga lugar la primera
conversación entre los personajes, son pocos los diálogos y es aún menor lo que en ellos se
revela, más allá de la rutinario. Es a través sus gestos que se lee la soledad de cada uno de los
personajes en un medio extraño –cuya representación obvia se ve al estar en un país desconocido
pero que debe entenderse como una desorientación que no se limita al espacio físico y que ve su
correspondencia en un nivel metafórico: están perdidos–. Los personajes se encuentran con
incertidumbre ante el futuro y la única certeza posible en el presente es que no están donde les
gustaría estar. Están insatisfechos.
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Sus órbitas se cruzan durante su breve estadía en Tokio. Encuentran comprensión en el
otro y, si están lejos de encontrar el lugar en el que deben estar, conforme avanza la película se
ven más dispuestos a buscarlo. Con el encuentro no dejan de estar perdidos pero encuentran
quien es como ellos: no se está solo en estar solo.
El espectador ve nacer lo que se imagina que es amor –pues quiere verlo– pero los
personajes le parecen lejanos en tanto los silencios, diálogos y gestos, antes que mostrarlos, dan
cuenta de la profundidad psicológica y la dificultad en comprender a otro; el espectador se vuelve
el extranjero, el que está perdido en la traducción, y, falla o genio de Coppola, el amor se le
revela impenetrable o, peor, no se le revela en modo alguno. Resulta consecuente, entonces, que
en el último encuentro de los amantes se diga un secreto. El que podría ser el diálogo más
significativo en una película por demás silenciosa y monótona, se le escapa al espectador. Se da
cuenta del amor como un secreto que debe ser protegido, se alude a la confianza –¿A quién le
cuento mi amor?– y entonces se sugiere la relación del amor con la fe –¿Qué decido creer, cuál
es mi verdad?–, y se revela, ahora sí, que quien no es amante ni amado no tiene acceso al secreto
que es el amor y, más allá, se muestra la posibilidad de que a través del amor se reconozcan los
límites del lenguaje. Se nos excluye del mensaje porque el mensaje, que es el amor mismo,
excede las palabras: el secreto es que nada ha podido ser dicho.
Sabe del límite quien ama, antes no hay cómo conocerlo, y como canta el personaje de
Bill Murray en una escena, y antes cantó y sigue cantando Bryan Ferry, lo que se descubre es
que, en efecto, más que eso, que esto, no hay nada.
*
“Adorable: Al no conseguir nombrar la singularidad de su deseo por el ser amado, el sujeto
amoroso desemboca en esta palabra un poco tonta: ¡adorable!” (Barthes 31).
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No se ama al amado por tal o cual cualidad o defecto sino por él como un todo, y ese todo,
inabarcable en una palabra, solo puede expresarse en una palabra vacía. Adorable, dice Barthes.
Encantador, o acaso perfecto –¿para qué? ¿para quién? –, he dicho y también he oído decir. El
amado se le presenta al amante como alguien que no puede decirse, se recurre a una palabra
vacía, se enfrenta al lenguaje; está enamorado en tanto no puede describirlo ni nombrarlo, y
celebra la cadena de casualidades que lo han llevado a tropezarse con el objeto frente al que su
lenguaje se sabe insuficiente.
“¿Qué es lo que, en ese cuerpo amado, tiene vocación de fetiche para mí?”, se pregunta
Barthes, “¿el corte de una uña, un diente un poco rajado, un mechón, una manera de mover los
dedos al hablar, al fumar?” (34), y respondo –escribo al margen–, sí, eso, y también la manera en
que pasa la mano por el pelo desordenado, el gesto –un guiño del ojo– con el que dice de nada a
un gracias, la sonrisa nerviosa, la manera como camina, con confianza pero sin lograr disimular
esa inseguridad profunda que acaso no llevamos todos: la timidez que, me gustaría decirle, podría
vencer si quisiera porque es adorable.
*
El amante define al amado como adorable pero está lejos de admitir que eso lo haga posible
objeto de adoración para cualquiera. A través de una ilusión amorosa, quien ama se dice que
nadie puede amar a su amado como lo ama él porque nadie lo entiende como él puede hacerlo (y
es producto de ese entendimiento, de poder verlo en su totalidad y por fuera del insuficiente
lenguaje, que le es adorable). Por eso, le resulta insoportable la habladuría, el chisme, esa
“fábrica inmunda de adjetivos” (Barthes 269) que “reducen al otro a él/ella. (…) El otro no es
para mí ni él ni ella; no tiene más que su propio nombre, su nombre propio” (167). Me niego a
que otro hable de quien amo porque sus palabras son insuficientes para decirlo. Por medio del
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pronombre lo empobrece y lo vuelve al plano del lenguaje del que con esfuerzo lo he sacado por
medio de la designación adorable.
“Cuanto más experimento la especificidad de mi deseo, menos puedo nombrarla; a la
precisión del enfoque corresponde un temblor del nombre; la propiedad del deseo no puede
producir sino una impropiedad del enunciado” (Barthes 34). Puede –puedo–, sí, decir que no
puede decirlo, tomar palabras prestadas, como se hace siempre, citar:
No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe. (Cernuda 69)
*
Adorable, por ser palabra vacía, no ve justificación más que en sí misma: “es adorable lo que es
adorable. O También: te adoro porque eres adorable, te amo porque te amo” (34): el amor se
revela tautológico, señala el fin de la lógica, a la vez que se estrella con el límite del lenguaje.
Entonces uno escribe –se le ocurre que podría escribir–: gracias, porque agotas mi lenguaje;
alcanza a pensar, no sin risas, que no habrá mayor declaración de amor que un me llevas a la
tautología, me revelas como ser en el lenguaje, me permites imaginarme –quererme– fuera de él.
La imposibilidad de justificar el amor –lo mismo que justificar por qué me es adorable lo
que me es adorable– puede verse en los siguientes versos de Emily Dickinson:
¿Por qué te amo, Señor?
Porque—
el viento no requiere que el pasto
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le conteste—porque cuando él pasa
no puede permanecer en su sitio.
(…)
el relámpago—nunca preguntó al ojo
por qué parpadeó—cuando él pasó—
porque sabe que no puede hablar—
y razones no contenidas—
de hablar—
son contenidas—por seres más delicados—
la salida del sol —Señor— me conmina—
porque él es el sol naciente —y yo veo—
de modo—que—
te amo a Ti—. (124)
El amor no solo ve justificación más que en sí mismo, sino que el amante se muestra desdeñoso
de cualquier explicación. Es a través de la poesía que puede expresar lo que le resulta inefable, y,
como ocurre en “No decía palabras” de Cernuda, poema en el que tampoco se encuentra
respuesta alguna que justifique el deseo, y en tantos más, la voz poética se vuelca a la naturaleza.
La imposibilidad de dar cuenta de su amor no solo lo hace poeta sino que lo obliga a verse en el
árbol, el viento, el pasto, el amanecer, el mundo: en el intento por entenderse, observa al mundo
fuera de sí y, a través de él, busca conocerse a sí mismo.
*
El amado se hace Dios: el amante no puede describirlo, no puede hablar de él, no puede definirlo:
“todo lo que puedo hacer es decir lo que Dios no es, enumerar sus atributos negativos, postular
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que no es limitado, que no es malo, que no es injusto. Cuanto más sé lo que Dios no es, mayor es
mi conocimiento de Dios” (Fromm 72), y así con quien se ama, que, de ser dios, es Amor.
*
Enfrentado a la imposibilidad de decir lo que es el amante, busco escapar de la adjetivación y
reclamo un nivel de sabiduría mayor, un lenguaje utópico si se quiere, en el que hay una
correspondencia entre las palabras y las cosas como pudo haber sido en el paraíso, en que el
lenguaje es preciso y limpio y no se me presenta como una dificultad para nombrar a quien amo,
en el que no se limite al objeto al que me refiero, objeto de mi amor, pues lo quiero puro de toda
atribución: quiero verte tal como eres, entenderte: “tú eres así, precisamente así” (Barthes 267).
No se ama ya por las cualidades, que me remitirían a una especificidad, sino que amo la
totalidad, “amo no lo que él es sino: que él es” (268). No busco justificaciones sino que celebro
que sea, en una pureza libre de adjetivos (y me admiro también, pues creo que lo he escogido
ideal: el amante no sabe que es él el que en un movimiento ha hecho Dios de su amado, pues cree
que su deseo ha sido llamado por esa totalidad que ya estaba ahí, en espera de ser descubierta por
él).
Te designo, en términos de Barthes, como tal (“el sujeto amoroso sueña con una sabiduría
que lo haría tomar al otro tal cual es, eximido de todo adjetivo” (266)), –que, lejos de ser
efectivamente como tal, se refiere a lo que me he dicho que puedo entender yo, y nadie más, que
eres–. Así lo hago en busca de una alternativa a la clasificación insuficiente y limitante que me
resulta ahora todo el lenguaje. Me enfrento con que no puedo escapar del todo. Fracaso y del
fracaso, como suele ocurrir, surge una oportunidad: querer ver, preguntar. Reconozco que el
lenguaje es clasificación y al ver en ese tal la posibilidad fallida de huir de la clasificación –de
sacar al amado del lenguaje– cuestiono esas categorías.
*
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Yo soy el que soy. Es adorable porque es adorable.
*
Escribe Barthes: “El otro es mi bien y mi saber: yo sólo lo conozco, lo hago existir en su verdad.
Cualquiera que no sea yo lo desconoce. (…) Inversamente, el otro me funda en verdad: no es sino
con el otro que me siento ‘yo mismo’. Sé más sobre mí que todos los que ignoran sólo esto de mí:
que estoy enamorado” (287). El aparente conocimiento del otro –que es aparente en tanto no se
funda en el otro sino en como yo creo que es él– me da conocimiento de mí: al amar, lo conozco
y me conozco. El conocimiento al que en realidad tengo acceso es sobre mí. El otro me hace
mejor, pues me permite leerme: el amor me da una virtud.
*
La carta de amor, dice Barthes, es vacía y expresiva a la vez. El amante no tiene nada que decir
más allá de expresar su deseo, esto es: “no tengo nada que decirte, sino que este nada es a ti a
quien lo digo” (61). Entonces, quien está enamorado y escribe una carta no tiene más interés que
hacer su devoción acción a través de la palabra. Imagina que la palabra y la acción son una: envía
una carta y sus palabras se hacen acción, manifiestan la devoción que el amante siente. Si la carta
no recibe respuesta, es decir que no es mutua la relación epistolar –o, mejor: no se trata en
realidad de una relación–, y el amante continúa “hablando ligeramente, tiernamente, sin que se le
responda, adquiriría una gran maestría: la de la Madre” (62). La fantasía de ser Dios, anhelar su
omnipotencia y aceptar su soledad, se ve reducida al lugar de la maternidad. Se sabe impotente y
frustrado.4
*
4 Escribo una carta en inglés que dice ha sido un placer conocerte y lo que siento no pasa frecuentemente y por eso
te escribo y en el fondo solo se lee un mensaje: sigo pensando en ti. Vuelvo a leer la carta y me sé en dos soledades:
en la de una lengua que no es la mía y en la de no haber nunca enviado la carta.
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Se reconoce el amante en un doble sufrimiento: por un lado, quiere ser Dios, pues busca que su
palabra se haga acción a través del mensaje amoroso, y su realidad es el monólogo materno; por
otro, hace Dios a su amado –no puede describirlo– y este, como Dios, no se le muestra, y, por el
contrario, se le esconde. “Desvivirse, debatirse por un objeto impenetrable es religión pura”
(176), dice Barthes. El amor se hace problema teológico y se entiende a través de la mística. En
“Cántico”, San Juan de la Cruz se lamenta porque no encuentra a su amado:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido.
Pastores, los que fueres
allá por las majadas al otero,
si por ventura vieres
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
no cogeré las flores,
ni temeré a las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras (249).
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La voz poética, que se declara amante en tanto se dirige al amado, se lamenta por la ausencia de
aquel a quien ama, y su poema no es solo una queja sino que también es un anuncio de lo que
hará –y acaso entonces avisa la subversión del amante que se propone superar temores y desafiar
leyes– y envía a través de él un mensaje a quien vea a su amado, que adolece, pena y muere, cuyo
trasfondo, en realidad, no es otro más que mostrarse enamorado, hacer su devoción, a través de la
palabra, acción.
Se entiende la búsqueda del amado a través del amor a Dios pero también en poesía que
no es mística –a menos de que se afirme que toda búsqueda romántica es mística también– y en
ellos, como en los anteriores, se puede ver la sustitución que lleva a cabo el amante ahora hecho
poeta: no encuentro a mi amado y, al buscarlo, en su lugar pongo estos versos: el amante se sabe
solo y encuentra la creación poética; produce algo a partir de la ausencia, a través del lenguaje, y
escribe versos (esto es, de nuevo, hacerse una madre)5. “Dónde el sueño cumplido…” de Idea
Vilariño sirve como ejemplo:
Dónde el sueño cumplido
y dónde el loco amor
que todos
o que algunos
siempre
tras la serena máscara
pedimos de rodillas (47).
5 “Ah desdichados padres, / cuánto desengaño trajo a su noble vejez / el hijo menor, / el más inteligente / (...) / en vez
de hijos, / unos menesterosos poemas”. Raúl Gómez Jattin, “Desencuentros”.
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Es común en la poesía y en las canciones el lamento por la ausencia del amado. El pie de página
que podría escribirse –que quise escribir– con recomendaciones sobre el tema no solo resultaría
inacabado sino innecesario: basta que el lector se asome a algunos de sus poetas o cantantes
favoritos y encuentre allí la búsqueda incesante. En todo estos casos, en los ejemplos acá
mencionados y también en los que recuerde el lector, el resultado de la búsqueda suele ser el
mismo: el amante no encuentra el amor pero descubre la poesía: el lenguaje y la música.
*
El amante se hace madre en al menos dos sentidos. Por un lado, como explica Barthes, cuando
continúa escribiendo y hablando tiernamente a quien no le responde, “maestría de la madre” (62),
y, por otro lado, cuando, en ausencia del amado, escribe y crea. Lo anterior da cuenta de la
relación entre la escritura y la maternidad –y entonces es posible plantear un paralelo entre el
cuidado, la responsabilidad y la entrega que idealmente exigirían ambos oficios (así como tanto
madre y escritor buscan formar algo: en el mismo gesto crean y limitan)–. También se sugiere
que los roles aprendidos en la familia, y la jerarquía que allí se interioriza, tiene repercusiones en
las demás relaciones, incluidas las amorosas: se busca comportarse maternalmente –¿y también
autoritariamente?– porque es el modelo que se conoce, el que es familiar. Y más allá, es posible
pensar que en esa relación entre amante y madre se sugiere que en la búsqueda del amor está
siempre también, aun si es de manera inconsciente, la pregunta por el origen –¿De dónde
vengo?– que en el fondo no es otra cosa que preguntarse: ¿Quién soy?
*
Para describir el enamoramiento, Roland Barthes recurre a una figura que nombra “Encuentro”:
“la figura remite al tiempo feliz que siguió inmediatamente al primer rapto, antes que nacieran las
dificultades de la relación amorosa” (118). Aunque las figuras del discurso amoroso no sigan un
orden previsible, es posible para el amante, de manera retrospectiva, narrar el desbordamiento
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emocional. Barthes describe tres momentos: un momento de captura, en el que se es raptado por
una imagen, luego uno de una serie de encuentros “en el curso de los cuales ‘exploro’ con
embriaguez la perfección del ser amado, es decir la adecuación inesperada de un objeto a mi
deseo” (118) y finalmente “el largo reguero de sentimientos, heridas, angustias, desamparos,
resentimientos, desesperaciones, penurias y trampas de que soy presa”, bautizado por Barthes
como “la secuela”: los tres momentos constituirían el “túnel deslumbrante del amor” (119).
La designación de los momentos mencionados sirve a Barthes para referirse al primer
encuentro, al rapto inicial: “Ni uno ni otro se conocen todavía. Es preciso pues relatarlo: ‘He aquí
lo que soy’. (…) En el encuentro amoroso me reanimo incesantemente, soy ligero” (120). El
encuentro con el otro no solo me permite el descubrimiento constante de quien parece ideal a mi
deseo, sino que a través del encuentro también me cuento, existo. Lo que me permite el amor es
el goce narrativo del yo; encuentro que el amor es contarse y ser oído.
*
Quien ama lee a otros poetas y piensa que también como enamorado –y entonces se intuye ya
como parte de una comunidad– puede intentar también escribir los versos más amorosos, o los
más tristes, pero se encuentra con que “por una parte es no decir nada y por la otra es decir
demasiado: imposible el ajuste” (Barthes 132). Se dice muy poco –se ve en la brevedad que para
este caso es fragmento– o es demasiado, en el intento por querer decir todo sin lograrlo, y puede
caer en el melodrama, la trivialidad o el exceso de adjetivos a los que su pasión se les escapa,
pues no encuentra su definición en las palabras.
El amor me excede y la escritura me exige precisión; el orden del discurso me limita. La
palabra no tiene que ver con lo que siento, sino que es una traducción que me aleja de aquello que
me gustaría poder decir: “no sé que la palabra ‘sufrimiento’ no expresa ningún sufrimiento y que,
emplearla, no solamente es no comunicar nada, sino que incluso, muy rápidamente, es provocar
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irritación” (Barthes 133). En últimas, lo que se encuentra es que el lenguaje me antecede y no
expresa mi interioridad; que, como para Foucault, “las palabras no hablan, no son interiores, más
bien carecen de intimidad” (75) y que “en cada una de sus palabras, el lenguaje se dirige hacia
contenidos que le son previos” (Pensamiento del afuera 77).
Enfrentado al lenguaje, Barthes propone: “saber que no se escribe para el otro, saber que
esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no
compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de
la escritura” (135). También Dante en Vida nueva (1925) se pregunta por lo que puede decir a
través del lenguaje, pues se refiere a sus “dudosas palabras” y dice luego que “esta duda es
imposible resolvérsela a quien no fuera un fiel de Amor en semejante grado; y para aquellos que
lo son, resulta manifiesto aquello que resolvería las dudosas palabras; y por ello no me está bien
el declarar tal duda ya que mis palabras aclaratorias serían en vano, o en verdad excesivas” (189).
Son los amantes los que pueden entender sus palabras porque han compartido la experiencia, pero
sus palabras no podrán explicarlo y en cualquier caso, serían demasiado o muy poca cosa.
En Vida nueva, Dante narra su primer encuentro con Beatriz y su amor por ella, que es
amor por el amor mismo –Amor–. Se lee en el primer capítulo de la obra: “En aquella parte del
libro de mi memoria antes de la cual poca cosa podría leerse, se encuentra un rótulo que dice:
Incipit vita nova. Rótulo bajo el que encuentro escritas las palabras que es mi propósito
manifestar en este librillo, y si no todas, por lo menos su significado” (73). Como explica
Carolina Sanín, el libro que el lector lee está en la memoria y será copiado por Dante, quien es el
texto mismo6. No es a partir del encuentro con Beatriz que Dante accede a esta vida nueva, sino
cuando le es posible leerse a sí mismo a través del Amor; en el texto de la Vida nueva lo que
narra Dante son los hechos que lo han llevado a poder narrarse. Amor se hace su dueño pero 6 Dante, Petrarca y Boccaccio. Universidad de los Andes, Bogotá, 2015 – 1. Clase magistral.
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Beatriz, que es Amor mismo, “ninguna vez permitió que Amor me gobernase sin el fiel consejo
de la razón en aquellas cosas en las que fuese bueno escuchar semejante consejo” (81). La razón
no solo no es excluida por el amor sino que este incluye aquella, en una relación equilibrada y
total pues Dante se sabe “por completo bajo su dominio” y “se movía muchas veces como pesada
cosa inanimada” (157), cual cuerpo celeste movido por la ley que bien puede llamarse gravedad o
amor.
El triunfo del amante no es ya la unión con el amado sino su reconocimiento como sujeto
en el lenguaje y el descubrimiento de los límites de este. El comienzo de la escritura, consciente
de que no compensará nada, que será insuficiente y que no es para otro sino para mí, es también
el comienzo de la vida nueva; una vida nueva alcanzada a través del amor –la ley– que me hace
quien soy –poeta en Dante– y que me permite conocerme y narrarme, enfrentar el lenguaje y
querer conocer el mundo, que también soy yo.
Lemus 22
El cuestionamiento
Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no de esotra parte en la ribera dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría, y perder el respeto a ley severa.
Francisco de Quevedo
En el “Cantar de los cantares” hay dos voces, una masculina y otra femenina, que se hacen
alternativamente amante y amado. Se comprende que se trata de un amor correspondido si se lee
todo el poema, pero cada uno de los discursos, en ambos casos, se estructura sobre la idea de un
amor unidireccional: no se trata de dos amantes, aun cuando quien lea vea la correspondencia
amorosa, sino de un amante y un amado. Está presente la idea del amante ausente (“en mi lecho,
por la noche / busqué al amado de mi alma, /busquéle, y no lo hallé” (3,1) dice Ella) y también se
sugiere la soledad en el discurso amoroso, que, incluso en el caso de los amantes del cantar, antes
que lograr la compañía, muestra a un sujeto que ama y otro objeto –quieto, callado, casi inerte– a
quien se dirige su amor.
El amante del poema se ve enfrentado al lenguaje en el momento de describir a su amada
y encuentra dos maneras para hacerlo. Recurre al símil (“son tus dientes cual rebaño de ovejas”
(4,2); “es tu cuello cual la torre de David” (4,4); “tu cabeza, como el Carmelo” (7,6)), pues se
sabe incapaz de definirla como es, y si lo hace, es a través de la metáfora (“son palomas tus ojos”
; “son tus cabellos rebañito de cabras” ; “tus dos pechos son dos mellizos de gacela” (4,1 – 4,5), y
casi intuye, entonces, que toda oración atributiva es una metáfora y que el lenguaje mismo se
compone de metáforas, como afirmará después la lingüística del siglo XX a partir de Saussure, y
como describe Nietzsche en Sobre verdad y sentido extramoral (1873):
Lemus 23
[El lenguaje] se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los
hombres y para expresarlas recurre a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar,
un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen
transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. (…) Creemos saber algo
de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no
poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas, que no corresponden en
absoluto a las esencias primitivas (22 – 23).
Y más adelante:
¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que
han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que,
después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y
vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son;
metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han
perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como
metal (25).
El amante busca describir a su amada, y encuentra que para hacerlo debe recurrir al símil y la
metáfora. Juega con las posibilidades que encuentra en el lenguaje, y, al hacerlo, puede
preguntarse sobre la naturaleza de toda descripción. De igual manera, se pregunta entonces por el
lenguaje, y a través de la consciencia de que también éste funciona con metáforas, podría
cuestionar, si quiere, el concepto de verdad. A través del amor, recuerda el carácter ilusorio del
lenguaje, la moneda ahora considerada metal.
*
Lemus 24
Para Barthes, una de las figuras en que se puede ver al amante es “Estoy loco”: “El sujeto
amoroso es atravesado por la idea de que está o se vuelve loco” (192). El amante descubre la
posibilidad de la locura, adivina “que la locura está ahí, posible, muy cercana: una locura en la
que el propio amor zozobraría” (193) y así, entonces, puede el amante hacerse consciente, a partir
del estado en que se encuentra, de la arbitrariedad de esos límites entre razón y locura: está loco
pero la locura siempre ha estado allí, al alcance de cualquiera.
El límite entre razón y locura, en el que en L’ordre du discours (1970) Foucault detecta
un principio de exclusión, en tanto la palabra de aquel que es considerado loco “se tiene como
nula y sin valor, carente de verdad ni importancia, por lo que no puede ser confiable para la
justicia” (mi traducción 12), se le hace claro al enamorado, pues lo ha atravesado (y no sería
entonces descabellado pensar que Foucault mismo llegó a la idea por estar enamorado). El
amante es consciente de su locura –es decir, está cuerdo– y quiere explicarla: contar su historia de
enamorado, aun cuando ya intuye que de su discurso se sospechará, pues está, según los demás,
categorizado como loco. El amante se halla escéptico frente a las categorías por estar inscrito, por
los otros, en una.
*
El enamorado se sabe loco de amor y a través de esa consciencia –contradictoria pues no cabría
la conciencia en la locura– descubre la arbitrariedad de las categorías y la difusa, casi inexistente,
separación entre la locura y la razón. Si la tradición señala que la locura es lo que padece quien
no está en sí, y por eso no debe ser escuchado, la locura del enamorado se halla en hacerse
consciente de sí mismo: “es a causa de convertirme en un sujeto, de no poder sustraerme a serlo,
que me vuelvo loco” (193). Entiende que no es otro y he ahí su fatalidad, por amor se sabe loco, y
enamorado, y busca argumentar su locura, explicarse, contar su amor, narrarse. El amante
descubre entonces, en palabras de Clarice Lispector, la experiencia más grande: “Yo antes quería
Lemus 25
ser los otros para conocer lo que no era yo. Entonces entendí que yo ya había sido los otros y que
eso era fácil. Mi experiencia más grande sería ser el otro de los otros y el otro de los otros soy
yo” (57). El amante sabe quién es y eso es lo que lo asusta: estar loco en un entorno que exige
que la subjetividad permanezca callada, pues de los sentimientos no debe hablarse y lo
sentimental resulta obsceno; ha recuperado la subjetividad que la masa había oprimido en él en
virtud de la razón, y entiende entonces que la experiencia más grande, y también la más difícil,
será ser quien es, el otro de los otros.
*
A través del reconocimiento de lo que históricamente se ha atribuido al deber ser de la mujer,
Barthes propone que el hombre que se enamora se feminiza:
Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es
sedentaria, el Hombre es cazador, viajero (…) Se sigue de ello que en todo hombre
que la dice la ausencia del otro, lo femenino se declara: este hombre que espera y
que sufre está milagrosamente feminizado. Un hombre no está feminizado porque
sea invertido, sino por estar enamorado (55).7
Es posible pensar que el hombre enamorado descubre, en ese gesto de aceptar en él lo que se le
ha enseñado a rechazar desde la infancia, que lo atribuido a ambos grupos –masculino y
femenino–, que antes entendía como oposiciones, están ambos presentes en él, y entonces puede
ser en menor o mayor medida lo uno o lo otro: surge la posibilidad de inventarse y ser sin 7 Sin que Barthes lo haga explícito, la feminización del hombre enamorado no solo está en el decir una ausencia sino
también en decir la espera (que es, de nuevo, la no acción, el sedentarismo históricamente asociado a la mujer).
“¿Estoy enamorado? –Sí, porque espero. (…) La identidad fatal del enamorado no es otra más que ésta: yo soy el
que espera” (Barthes 139). Como esperaba yo mismo mientras terminaba de leer el libro de Barthes. Y como espero
ahora, consciente de los mecanismos del delirio amoroso, a que el paso del tiempo –las casualidades– me presenten
una vez más a quien se me aparezca inclasificable. La identidad fatal del enamorado, agrego, no es ya solo ser quien
espera sino hacerlo sin saber por quién.
Lemus 26
someterse necesariamente a los límites impuestos.
Lo que se le ha enseñado a reprimir, por no corresponderle, se declara en él y, por un lado,
lo libera del estereotipo masculino que se le ha impuesto desde la infancia –que aunque en una
organización patriarcal le da privilegios, también lo oprime en tanto le exige cumplir con un
modelo de hombre en el que no siempre se ve ni quiere verse– y, por otro, lo acerca a la justicia –
que es el amor mismo– en tanto abraza lo femenino, en él y en los demás, de tal manera que no
rechaza ya, en forma de machismo, las actitudes que se le ha dicho debe considerar inferiores.
Ya en la poesía de los trovadores del siglo XII es posible ver la feminización del amante.
Estos poemas, que se ocupaban exclusivamente del amor, además de poder considerarse
subversivos en tanto exaltan un amor desgraciado, insatisfecho y por fuera del matrimonio (lo
que lo aleja del sometimiento a la institución y hace pensar en un tipo de amor que se resiste a las
convenciones), expresan cierta feminización, pues como explica Denis de Rougemont en El amor
y Occidente (1978), el poeta “le jura de rodillas eterna fidelidad [a su dama], como se hace con el
señor o soberano(…). El hombre será sirviente de la mujer” (78). El poeta deja en manifiesto la
provisionalidad –y entonces la posibilidad de cuestionar– de lo masculino y femenino, y la mujer,
ahora por encima del hombre, ocupa el puesto del señor. Se subvierten, a través del amor, las
jerarquías políticas. No llega a ser el caso de una nueva realidad –pues la nueva jerarquía emula a
la anterior– pero pone en entredicho la inamovilidad de los roles que le corresponden a cada sexo.
Otro caso medieval conocido en el que se feminiza el poeta es el de las jarchas romances.
La jarcha, los versos al final de una moaxaja escritos en romance transliterado del hebreo o árabe
según la lengua de la moaxaja que le precede, también se ocupa del tema amoroso. Como explica
Emilio García Gómez en el prólogo de Las jarchas romances de la serie árabe en su marco
(1965), esos poemas son un “híbrido de dos tradiciones literarias muy diversas; que es libre y está
a la vez rigurosamente reglamentado (…); que constituye una trasposición lírica –y quizás
Lemus 27
musical– de muchos clisés de las casidas, y sobre cuya métrica y grado de populismo se ciernen
todavía muy serias dudas” (19). Es relevante que en poemas cuyo principal tema es el amor se
encuentren y se pongan en tensión distintas tradiciones y coincidan lo culto y lo popular, y el
árabe y el romance. No es casual que, como explica en detalle Sanín en la columna “Juan
Gabriel” (2016), la creación amorosa sea el lugar para esos encuentros que, si no subvierten, al
menos cuestionan lo establecido al ubicar elementos en lugares que en principio no les
pertenecen. Entonces, es especialmente diciente que la jarcha, el lamento en romance al final del
poema, sea puesta en voz femenina. El poeta, para cerrar el poema en el que se ha dirigido a la
amada, da voz a la amada: se hace una amante que se dirige a un amado.
En “La joven nacida” (1975), Hélène Cixous piensa la posibilidad de una escritura
femenina, por fuera de las oposiciones del lenguaje que ha creado el “edificio masculino” y que
se rebele ante el lugar que se le ha dado a lo femenino, es decir el silencio. Aunque se trata de una
escritura que todavía no puede decir, pues hacerlo sería recurrir a los términos a los que busca
resistirse, sí puede imaginarlo:
Imaginemos simultáneamente un cambio general de todas las estructuras de
formación, educación, ambientes, es decir, de reproducción, de los efectos
ideológicos (…). Lo que hoy aparece como «masculino» y «femenino» ya no sería
lo mismo. La lógica general ya no concordaría con la oposición aún ahora
dominante. La diferencia sería un ramo de diferencias nuevas (42).
A través de la propuesta de la posibilidad de una escritura femenina que ponga en cuestión las
nociones mismas de feminidad y masculinidad, y que cuestione las categorías y lo establecido, se
puede hacer una relación entre esa nueva escritura y las posibilidades que el enamoramiento trae
al amante. Ambos –mujer y amante, feminizado y por tanto liberado de esas nociones
Lemus 28
restrictivas– están en capacidad de imaginar otra realidad y de cuestionar esta en que viven, ahora
insuficiente. Lo entiende Cixous, que luego propone:
No hay invención posible, ya sea filosófica o poética, sin que el sujeto inventor sea
abundantemente rico de lo otro, lo diverso, personas-desligadas, personas-
pensadas, pueblos salidos del inconsciente, y en cada desierto repentinamente
animado la aparición del yo que no conocíamos: nuestras mujeres, nuestros
monstruos, nuestros chacales, nuestros árabes, nuestros semejantes, nuestros
miedos (43).
La cita anterior recuerda también la propuesta de Virginia Woolf en su ensayo a propósito de las
mujeres y la ficción, Una habitación propia (1929), en el que menciona, y entonces se hace
antecedente de Cixous, que una gran mente debe ser andrógina: “cuando se efectúa esta fusión es
cuando la mente queda fertilizada por completo y utiliza todas sus facultades. Quizás una mente
puramente masculina no pueda crear, pensé, ni tampoco una puramente femenina” (135), y más
adelante: “es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser ‘mujer con algo de
hombre’ [woman-manly] u ‘hombre con algo de mujer’ [man-womanly]. (…) Alguna clase de
colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación
pueda realizarse” (143).
Visto desde Cixous o Woolf, el amante y la amante –ahora próximos a hacerse creadores–
saben que contienen lo otro, por lo que ya no le temen. Descubren que el monstruo debajo de la
cama también son ellos, o, mejor, que ahí no está porque lo llevan dentro. Es consecuente,
entonces, que Cixous reconozca como algunos antecedentes de esa visión que tiene en “hombres
capaces de Otros, capaces de convertirse en mujer” –trovadores, escritores de jarchas–, “capaces
de amar al amor; de amar, por consiguiente, a los demás y de quererles” (62 – 63). La invención
filosófica y poética se ve ligada a esos hombres que amaron, y que abrieron los lugares para que
Lemus 29
luego, hombres y mujeres, amantes, pudieran tratar de cuestionar lo impuesto, de imaginar el
cambio, y en el proceso ver a otros, a todos, en sí. El amante, como Whitman –poeta y
enamorado– entiende que contiene multitudes.
*
El amante descubre el sistema binario por oposiciones en el que se organizan los conceptos y se
siente por fuera de ellos. El enfrentamiento con esa organización, de la que el amante ya no se
sabe parte, es descrito así por Barthes:
El mundo somete toda empresa a una alternativa: la del éxito o el fracaso, la de
victoria o la derrota. Protesto desde otra lógica: soy a la vez y contradictoriamente
feliz e infeliz: “triunfar” o “fracasar” no tienen para mí más que sentidos
contingentes, pasajeros (lo que no impide que mis penas y mis deseos sean
violentos); lo que me anima, sorda y obstinadamente, no es táctico: acepto y
afirmo, desde fuera de lo verdadero y de lo falso, desde fuera de lo exitoso o de lo
fracasado; estoy exento de toda finalidad, vivo de acuerdo con el azar (36).
La separación de la lógica binaria impuesta y del maniqueísmo lo convierte en un rebelde. Las
categorías que ofrece el lenguaje no le son suficientes, busca imaginarse en los grises, en los
intermedios –que dejan de ser intermedios porque ha dejado de creer en esas oposiciones
radicales–. Descubre la dialéctica, la posibilidad de contradicción y la certeza de que los términos
impuestos no tienen que definirlo.
Escribe Hélène Cixous que el pensamiento funciona “por oposiciones duales,
jerarquizadas. Y todas las parejas de oposiciones son parejas” (actividad/pasividad,
cultura/naturaleza, razón/sentimiento son algunos de los ejemplos que menciona Cixous).
“¿Significa eso algo? El hecho de que el logocentrismo someta el pensamiento –todos los
conceptos, códigos, los valores– a un sistema de dos términos, ¿está en relación con la pareja
Lemus 30
hombre/mujer?” (14). Da cuenta Cixous de la jerarquía en el sistema binario de oposiciones, que
el amante ahora, al descubrir la artificialidad en ellas, también reconoce. La pregunta por la
relación de ese sistema con la pareja hombre/mujer es relevante en tanto establece la
correspondencia de esas posiciones jerarquizadas con el patriarcado, que ve su fundamento en
asignar roles determinados según el sexo y cuyas injusticias, relacionadas con desigualdad y
opresión, están ampliamente documentadas. Ahora bien, es común que esas oposiciones se basen
en la jerarquía antes mencionada: padres/hijos y amo/esclavo son ejemplos mencionados por la
autora. Se trata, en general, de relaciones de poder que oprimen y que si bien son muestra de la
realidad amorosa actual –consecuente con la realidad política y económica–, no corresponden a
las posibilidades liberadores y subversivas que podría permitir el amor.
El amante entiende que no existe una verdad, pues si la hay debe ser arbitraria, y entonces
puede entender, como Foucault, que la oposición entre lo verdadero y lo falso como un sistema
de exclusión histórico, modificable e institucionalmente coactivo (L’ordre du discours 16 – 17).
A partir de ese descubrimiento es posible acercarse a lo establecido, lo que se toma por verdad,
con menos ingenuidad y más crítica. El amante se hace un escéptico. Duda.
La lógica a través de la que se entiende es cuestionada también. Debe encontrar otra
lógica –¿lógica amorosa?– que aún no puede poner en palabras pero que tiene que, si no es
posible escapar de la organización en la que ha dejado de creer, distanciarse de tal manera que se
permita dudar. El éxito y el fracaso, calcados del sistema capitalista, ya no le representan la
presión que es para el resto: deja de creer en el sistema y en el lenguaje, y la forma de expresar
ese escepticismo es reafirmándose en la lengua misma a través del amor. Porque amo, me hago
consciente del lenguaje y lo cuestiono: ya no lo asumo como verdad absoluta pero es él mi
terreno de lucha y resistencia y es también el arma. Comprendo que en el discurso –en lo que
digo y en cómo lo digo– está la posibilidad de subversión.
Lemus 31
*
El amado me enfrenta con el carácter arbitrario e insuficiente de las categorías. Me fascina el
objeto de mi amor y “no puedo clasificarlo puesto que es precisamente el Único, la imagen
singular que ha venido milagrosamente a responder a la especificidad de mi deseo. Es la figura de
mi verdad; no puede ser tomado a partir de ningún estereotipo (que es la verdad de los otros)”
(Barthes 51). De tal modo, me distancio de la masa, ya no me representan sus categorías, pues mi
deseo se encuentra por fuera de ellas. Ver los límites de esas categorías pueden permitirme
imaginarme –y pensar a los demás– por fuera de ellas (pues soy un escéptico y también un
optimista: un enamorado). Comprendo que es un estereotipo precisamente porque nadie es
realmente así, se trata de un tipo, una abstracción: es algo, no alguien.
“El otro hace temblar el lenguaje: no se puede hablar de él, sobre él; todo atributo es
falso, doloroso, torpe, mortificante: el otro es inclasificable” (52). El lenguaje se compone de
conceptos que se oponen, de categorías que restringen, y que no me sirven para referirme a él. La
clasificación que encuentro es la de no clasificación –inclasificable–, como el término queer
pretende ser la etiqueta no etiqueta.
La posibilidad de romper esas categorías a través del amor por alguien que se le presenta
al amante como único e inclasificable puede verse en un diálogo de Giovanni’s Room (1956) de
James Baldwin. La novela narra la relación entre dos hombres, Giovanni y David, en París de los
años 50 del siglo XX. En una discusión, David, inseguro por el conflicto moral que le genera
estar en una relación amorosa con un hombre, reclama a Giovanni: “¿De todos modos, qué clase
de vida pueden tener dos hombres juntos?”, y dice que todo lo que lo único que quiere Giovanni
es hacer de él su little girl. Entonces, en tan solo un diálogo, Giovanni deja clara la separación
entre querer algo –esos estereotipos establecidos que no dejan a David amar– y querer a alguien,
liberado de las categorías, pues lo sabe único:
Lemus 32
“No estoy tratando de hacer de ti una niña. Si quisiera una niña, estaría con una
niña”.
“¿Y por qué no lo estás? ¿Acaso no es solo que tienes miedo? ¿Y me tomas a mí
porque no tienes los cojones de ir tras una mujer, que es lo que realmente quieres?
Estaba pálido. “Tú eres el que sigue hablando de lo que quiero. Pero yo solo he
estado hablando de a quien quiero” (mi traducción 142).
*
“La mayor parte de las heridas me vienen del estereotipo: estoy obligado a hacerme el
enamorado, como todo el mundo: a estar celoso, abandonado, frustrado, como todo el mundo.
Pero cuando la relación es original, el estereotipo es conmovido, rebasado, eliminado, y los celos,
por ejemplo, no tienen ya espacio en esa relación sin lugar, sin topos, sin “plano” –sin discurso”
(53), descubre Barthes enamorado. Entiendo, al leerlo, que es culpa del estereotipo mi
sufrimiento amoroso. Sufro por amor por culpa de lo que se me ha dicho que es el amor, por
tratar de encajar en categorías impuestas, muchas veces irreales.
Veo que la pobre educación sentimental, la publicidad, la televisión, y lo que se me ha
enseñado y he visto en el entorno familiar, no es necesariamente el deber ser. Me propongo
entonces poder pensar relaciones por fuera del estereotipo. Intuyo, como Barthes, “que el
verdadero lugar de la originalidad no es ni el otro ni yo, sino nuestra propia relación” (53), y
escribo. “Cuando escribo, todos los que no sabemos que podemos ser se escriben desde mí, sin
exclusión, sin previsión, y todo lo que seremos nos conduce a la incansable, embriagadora,
implacable búsqueda de amor” (Cixous 66). A través del amor, busco superar los modelos
anteriores. En la búsqueda del amor, quiero narrarme, y, consciente de que escritura y amor
deben ser lo mismo, busco el amor en cada momento, en cada palabra. Ya no se trata de amar
sino de estar amando. Entonces, trato, no siempre con éxito, de escribir con honestidad, lejos de
Lemus 33
la pose y en busca de acercarme al instinto, la observación y la reflexión. Noto como, ya sea
ficción o no, es posible buscar en la escritura la precisión, que paradójicamente me lleva a
descubrir maneras insospechadas de narrarme e imaginar cómo es ser otro. Me esfuerzo en decir
lo que quiero decir y en decirlo de la mejor manera que me sea posible, y descubro, al escribir,
distintas capas de complejidad en mí y en los demás, pues puedo imaginar que también ellos son
como yo. Dudo, siento nervios y recuerdo a Leonard Cohen decir que el nerviosismo viene del
hecho de no ser tan bueno como a uno le gustaría ser8. Me preocupo, mientras hablo y escribo,
porque podría pasar por muy sensible, y me responde un amigo que no hay tal cosa como ser muy
sensible, pues permitirse la emoción y el paroxismo, cuando es honesto, es ser en la justa medida.
(Sospecho que la honestidad, en realidad, no es bien recibida. Quien es honesto no puede
ser complaciente ni condescendiente; no gusta, pues incomoda. Se me ocurre que los grandes
creadores, que han sido grandes por ser fieles a su verdad, solo han podido serlo por estar
convencidos de aquello que hacen y dicen, por estar llenos de amor y resistirse a pertenecer a la
masa –y entonces es pertinente recordar que en Platón se asocia etimológicamente al héroe,
génesis del amor, con Eros–9, pues la honestidad vehemente espanta a las mayorías).
Puedo tratar de imaginar a quien amo lejos del estereotipo que me causa sufrimiento,
puedo soñar relaciones por fuera del discurso impuesto, relaciones que todavía no puedo poner en
palabras pero que…
*
8 “It stems from the fact that you are not as good as you want to be—that’s really what nervousness is”. En
“Leonard Cohen Makes it Darker”, The New Yorker, 17 oct. 2016. 9 398 c – e Crátilo, Platón. Más aún, la relación entre el héroe y el amor que establece Sócrates tiene implicaciones
en el discurso y la habilidad para cuestionar: “ Es así como él define a los héroes, o porque ellos eran sabios,
oradores hábiles, y dialécticos, capaces de preguntar” (398 d).
Lemus 34
Una paradoja tiene lugar: el delirio del amante que lo hace reafirmar el amor como valor y que se
entiende como un aparente alejamiento de la realidad (“el deslumbramiento, entusiasmo,
exaltación, proyección loca de un futuro pleno” (38), escribe Barthes) le permite cuestionarla. El
delirio amoroso se convierte en el impulso para tomar la distancia necesaria que permita la
crítica, que lo deje verse desde lejos y sentirse inconforme. El amante ahora sueña la revolución.
*
El enamorado es terco. “A pesar de las desazones, de las dudas, de las desesperaciones, a pesar de
las ganas de salir de ella no ceso de afirmar en mí mismo el amor como un valor. Todos los
argumentos que los sistemas más diversos emplean para desmitificar, limitar, desdibujar, en suma
despreciar el amor, yo los escucho pero me obstino: ‘Lo sé perfectamente, pero a pesar de
todo…’” (36), declara Barthes. Es terco y es también un soñador, pues persiste a pesar de lo que
indica la experiencia propia y los relatos, es decir, la experiencia de los demás. Tiene fe pues es
creyente del dios Amor y ha entendido, como sabe Carolina Sanín10, que el amor es La ley, lo que
pone las cosas en su puesto. También así lo entiende Martin Luther King en su discurso del
Nobel “The Quest for Peace and Justice”:
Este llamado a un compañerismo mundial que eleve el cuidado del prójimo por
encima de la tribu, la raza, la clase y la nación es en realidad un llamado a un amor
global e incondicional por todos los hombres. (…) Cuando hablo de amor, no
10 “El amor no es un ‘sentimiento’. El amor es (la atracción hacia) la verdad y la belleza. Y el amor es la Ley:
la ley única, básica, que une todas las cosas y que mantiene a cada una en su sitio. La ley de la gravedad. Tratar de
ser fiel al amor es tratar de ser fiel a la justicia. Los sentimientos son otra cosa; son volubles, individuales,
circunstanciales, mentales. Podemos tener malos sentimientos y cometer solo errores, pero eso no altera el amor.
El amor es lo firme, lo fijo y confiable. Una sociedad cuya ética depende de los sentimientos no es una sociedad que
busca el amor, o que busca la verdad; es una sociedad fiel a la religión, a las supersticiones”. Publicación en
Facebook, 26 de agosto de 2016.
Lemus 35
estoy hablando de una respuesta emocional y débil que resulta poco más que una
tontería emocional. Estoy hablando de la fuerza en la que todas las grandes
religiones han visto el principio unificador supremo de la vida. El amor es de
alguna manera la llave que abre la puerta que lleva a la máxima realidad.11
No se trata de un sentimiento, minimizado y despreciado por quienes así lo entienden, sino de un
principio que iguala a todas las personas, una verdadera fraternidad que supera las distinciones
categóricas del lenguaje, que se resiste a las estructuras jerárquicas y a las separaciones
religiosas, que señala Luther King, ven todas su fundamento en esa poderosa fuerza. Intuye
Luther King que a través del amor se accede a otra realidad, se trata de un despertar. También Ibn
Hazm lo ve así cuando escribe en El collar de la paloma:
Si no fuese porque este mundo es una mansión pasajera, llena de congojas y
sinsabores, y el paraíso, en cambio, la sede de la recompensa y el seguro de toda
malaventura, todavía diríamos que la unión con el amado es la serenidad
imperturbable, el gozo sin tacha que lo empañe ni tristeza que lo enturbie, la
perfección de los deseos y el colmo de las esperanzas (190).
Como señala Carolina Sanín12, en la cita anterior no solo se da cuenta de la separación entre lo
terrenal y el paraíso, sino que se sitúa la unión amorosa como el acceso a esa otra realidad, la del
paraíso, en el mundo; el amor no solo permitiría imaginar esa otra realidad que nos ha sido
esquiva desde que caímos del paraíso: el amor es esa realidad misma.
Naturalmente, el amor del que hablan Martin Luther King e Ibn Hazm no tiene nada que
ver con la educación sentimental que muchos recibimos –al menos en el caso latinoamericano
que es el que me fue dado conocer– de las telenovelas, películas de Hollywood, canciones que
11 Traducción mía. 12 Literatura española medieval. Universidad de los Andes, Bogotá, 2016 – 2. Clase magistral.
Lemus 36
suenan en la radio o de lo que se escucha y ve en los entornos familiares. Para acceder a esa otra
realidad es necesario, primero, entender que lo que se cree del amor puede estar equivocado –
puede estarse refiriendo al sentimiento que minimiza al amor entendido como ley– y hay que ser
capaz de pensar un amor por fuera de las dinámicas de poder y las jerarquías que el sistema
impone de manera tan exitosa y que ve su implementación más fiel en la familia, “base de la
sociedad” que, en nombre de una idea del amor, impone, limita y oprime. Como escribe bell
hooks en all about love: new visions (2000), el capitalismo y el patriarcado como estructuras de
dominación han trabajado en debilitar y destruir la noción de una familia extendida o comunidad
para privilegiar pequeñas unidades autocráticas –familia nuclear– en las que es más fácil llevar a
cabo la alienación y los abusos de poder (130). La ley del amor iguala a todos y si se llega a ella a
través de enamorarse de una persona, al acceder efectivamente a esa otra realidad es posible para
el amante ver a través del amor al resto del mundo. Motivados por esa ley se han gestado
esfuerzos que creen en la igualdad y la posibilidad de una vida digna: el movimiento por los
derechos civiles, el feminismo y otras manifestaciones en busca de condiciones justas se han
basado en creer en que hay una ley por encima de las separaciones, se han fundado en la
convicción de que el amor es la justicia y la verdad.
Durante la epidemia del VIH en Estados Unidos, ante la indiferencia de los dirigentes a
las muertes –pues afectaba especialmente a una minoría marginada–, las manifestaciones y
reclamos que lograron llamar la atención y exigir soluciones al gobierno fueron efectivas, como
muestra el documental How to Survive a Plague (2012), debido a la unión de quienes se sentían
comprometidos con la causa, enfermos o no, y abogaron por quienes amaban, que estaban
muriendo, y por sí mismos también. Si se entiende el amor como un despertar, una nueva vida,
quienes marcharon en las calles en busca de soluciones a la epidemia fueron a la vez moribundos
y resucitados. No solo incluyeron en sus discursos las voces de los que ya habían muerto sino que
Lemus 37
tuvieron la capacidad profética de, con su mensaje, disminuir sufrimiento y evitar más muertes
prematuras. Hablaron de amor.
*
La única ley de la que podemos dar cuenta los vivos –además de la de la muerte, de la que
realmente no damos cuenta pues cuando nos toca ya no podemos decirla– es la de la atracción. Se
mantiene el planeta en su lugar, alrededor del sol y a la distancia precisa de éste que permite la
vida como la entendemos, y a su vez la luna alrededor del primero, a fuerza de esa ley; nos
atraemos los unos a los otros –en busca de comunidad y comprensión y también para satisfacer
deseos–, algunos temas nos generan interés y otros menos, y la pasión o el hambre nos despiertan
cada mañana, nos hace levantarnos cada día a hacer cosas y entonces, en el acto de levantarse y
luego caminar, nos afirmamos ante la vida en resistencia –pues permanezco de pie– y también en
entrega a la misma ley de atracción, bautizada en algún momento como gravedad. Es esta fuerza,
cuya identificación con la Ley me enseñó Carolina Sanín13, la que debe entenderse como amor.
La manera en que nos hemos acercado al mundo ha sido a través del lenguaje. En el
esfuerzo de entender, se han creado categorías que se oponen y que han permitido descubrirnos y,
también, decirnos que descubrimos el mundo. Pero el planeta no sabe de categorías, es la pulsión
de vida, y también de destrucción, la que, por fuera de los conceptos que nos permite el lenguaje,
y muy lejos de lo que cabe en el entendimiento, rige el mundo, ignorante del edificio conceptual
que nos hemos inventado. Los movimientos telúricos, producto de la liberación de energía y la
fricción, antes que responder a las descripciones científicas que nos hemos inventado o a
términos que yo mismo acabo de mencionar, bien podrían ser, en realidad, la celebración de la
atracción: la Tierra en manifestación del deseo.
13Narrativa breve de Gabriel García Márquez. Universidad de los Andes, Bogotá, 2015–2. Seminario.
Lemus 38
Expulsados del paraíso, el lenguaje y las cosas ya no se corresponden, y los esfuerzos por
conceptualizar, por demás admirables, fallan en tanto, como han visto y explicado mejor otros
antes que yo, las maneras de ordenar el mundo a través del lenguaje no son neutras, están
asociadas a las estructuras de poder y detrás de muchas categorías se oculta la intención violenta
de control. También las convenciones amorosas, la sexualidad, las relaciones se ven permeadas
por este esfuerzo que, antes de ser prescriptivo, responde a un esfuerzo de dominación por medio
de la clasificación, que a través de nombrar, visibiliza y controla.
Lejos de las convenciones amorosas que nos hemos inventado, y de los estereotipos del
amor romántico, reforzados por la publicidad y el deber ser, y que sin duda funcionan como
cómplices en la efectiva perpetuación del sistema capitalista, el amor del que hablo tiene un
poder liberador. Piensa por fuera de las categorías binarias y jerárquicas que funcionan, en
correspondencia con el sistema, en relaciones de dominación y exclusión. Desprecia las
instituciones que encuentra injustas y también los códigos y leyes inventados por el hombre que a
fuerza de tiempo y tradición se han impuesto como verdades absolutas, pues las sabe menores.
El amor al que me refiero ha sido intuido en la mejor lírica, ha aparecido en los reclamos
justos de quienes han sido marginados, y es exaltado por Thoreau en nombre de lo salvaje –y es
la wild combination de la que canta Arthur Russell–; es la fuerza de la naturaleza que se impone
según Reinaldo Arenas, quien ve una correspondencia entre el mundo de la naturaleza y el
mundo erótico (39), y la ternura, compañero, a la que se refiere Pedro Lemebel; también es, en
palabras de Carolina Sanín, “la atracción hacia la verdad y la belleza”, “lo firme, lo fijo y
confiable”, y lo que hizo a Whitman, en un verso de Álvaro de Campos, una “concubina fogosa
del universo disperso”.
Se trata de una fuerza que cuestiona permanentemente, que es anterior a la cultura y que
iguala a todos y todo. Sin ella se está perdido, pues es vivir sin justicia: una justicia que no sabe
Lemus 39
del derecho romano ni de la constitución y en cuya ausencia se asoma la destrucción, ya sea la
que anuncia el imperialismo capitalista, la desigualdad, el manejo irresponsable de los recursos y
la opresión u otra, que imagino mientras escribo, que venga del planeta mismo, que, en señal de
reclamo por las etiquetas y limitaciones, se trague a todo al que no conozca de amor, que es lo
mismo que no conocer de él. Hasta entonces, queda sujetarse, como amante, a la ley mayor, que
se sabe capaz de irrespetar ley severa, pues las sabe ilegítimas, y a la llama que sabe nadar la
agua fría, que no se apaga, que resiste.
Lemus 40
La lectura
I absolutely love you, but we're absolute beginners
with eyes completely open, but nervous all the same
David Bowie.
Sing we for love and idleness, Naught else is worth the having.
Though I have been in many a land,
There is naught else in living.
And I would rather have my sweet, Though rose-leaves die of grieving,
Than do high deeds in Hungary
To pass all men's believing. Ezra Pound
“Al salir del cine, solo, rumiando mi problema amoroso, que la película no ha podido hacerme
olvidar, lanzo esta curiosa exclamación: ¡basta: que se acabe!, pero: ¡quiero comprender (lo que
me ocurre)!” (77), escribe Barthes desesperado. Subrayo su última exclamación y entiendo que al
transitar por calles desconocidas en un país que me era extraño, trataba de entender, a la vez, lo
que me ocurría y lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Me sabía en un territorio extranjero
pero también me presentía en otra extranjería, en el lugar común –y extraño– del amor: fuera de
mí. Creer que algún tipo de conocimiento es posible, o el esfuerzo obstinado de entender a pesar
de que la experiencia propia y de los demás señale que el saber probablemente será esquivo,
aparece como propio del enamorado: quiero comprender.
Convencido de que es posible comprender, insatisfecho con la tradición de la balada que
encontré en mi idioma, y con el Blood on the Tracks (1975) de Bob Dylan en los audífonos,
Lemus 41
decidí acercarme a la librería más cercana y acudir a la biblia del discurso amoroso que escribió
Roland Barthes. Encontré allí la advertencia de que el entendimiento me sería esquivo:
¿Qué pienso del amor? En resumen, no pienso nada. Querría saber lo que es, pero
estando dentro lo veo en existencia, no en esencia. Aquello de donde yo quiero
conocer (el amor) es la materia misma que uso para hablar (el discurso amoroso).
Ciertamente se me permite la reflexión, pero como esta reflexión es
inmediatamente retomada en la repetición de las imágenes, no deriva jamás en
reflexividad: excluido de la lógica (que supone lenguajes exteriores unos a otros),
no puedo pretender pensar bien. Igualmente discurriré bellamente sobre el amor a
lo largo del año, pero no podré atrapar el concepto más que por la cola: por
destellos, fórmulas, hallazgos de expresión (76).
Encontré una aparente contradicción en Barthes, pues declaraba que no era posible decir mayor
cosa del amor pues se hablaba desde él, y sin embargo él había escrito ese libro sobre el amor y,
sin duda, desde el amor. La contradicción, que sería consecuente con el enamoramiento en que en
definitiva seguía Barthes al escribir el libro, no es tal: la reflexión que le permite el amor son los
fragmentos de su libro; cada uno de ellos es el destello, el hallazgo de expresión, y se entiende, a
partir de ellos, la posibilidad de concebir el saber como un proceso que no termina, como algo
que se compone de retazos –en lugar de ser un discurso completo y absoluto– y que alude a una
totalidad pero no es la totalidad. Como Barthes, busco entender, y entonces escribo. Para eso,
antes, he leído y pensado sobre el amor. El compromiso intelectual y crítico, la inclinación al
saber, antes que tener origen en la amargura o el pesimismo, como varias veces he oído decir,
proviene, en realidad, de la intención amorosa.
*
Lemus 42
El amante, como sucede en el caso de Barthes, quiere analizar, saber, enunciar en otro lenguaje
que no sea el suyo. Por eso lee a otros, en busca de maneras de decir por fuera de él. También
quiere presentarse a sí mismo su delirio (77), por lo que se lee y se narra: escribe en un intento de
verse desde afuera, de lograr la distancia que le permita ser crítico. En El arte de amar (1956),
Erich Fromm señala:
En la sociedad occidental contemporánea la unión con el grupo es la forma
predominante de superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el
ser individual desaparece en gran medida, cuya finalidad es la pertenencia al
rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos que
me hagan diferentes, si me adapto a las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón
del grupo, estoy salvado; salvado de la terrible experiencia de la soledad (23).
Si se tiene en cuenta la propuesta de Fromm de la identificación con la masa para escapar de la
soledad, la capacidad crítica que tiene lugar en el amante se hace especialmente relevante y
peligrosa en tanto que él, al sentirse aliviado por un momento de su estado de separación, pues ha
encontrado al objeto de su amor, ya no está solo, se ve liberado de la necesidad de pertenecer al
rebaño, puede observar y criticar sin temor al rechazo o el aislamiento, puede negarse a obedecer,
puede ser crítico con el orden que la masa sigue sin siquiera cuestionar. Ha dejado el
conformismo, no le importa complacer.
*
Para mí, enamorado, “todo lo que es nuevo, lo que altera, no se recibe como si fuera un hecho,
sino como si fuera un signo que es necesario interpretar” (Barthes 80). A través del delirio
amoroso, todo significa algo. Nunca nada es solo lo que es y ya: como si se tratase de una
alegoría permanente, todo lo que presencio, las cosas que me rodean, lo que percibo e incluso lo
Lemus 43
que imagino me remite a otros significados. Para el enamorado todo es metafórico. Un roce, una
mirada, un gesto, todos quieren decir algo que yo, sujeto amoroso, tengo que descifrar.
Puedo entender el carácter ilusorio de la comunicación: “Mi respuesta será ella misma un
signo, que el otro interpretará fatalmente, desencadenando así, entre él y yo, un cruzamiento
tumultuoso de imágenes” (Barthes 80). Encuentro que nuestro intercambio no es puro, y que se
trata de un juego de interpretaciones y significaciones: debo aprender a analizar, basado en
argumentos, lo que el otro en su discurso ha podido decir, debo hacerme un lector.
Hago del overthinking mi actividad oficial y entonces, angustiado, ejercito mi capacidad
de análisis. Pienso en lo que dije y en cómo lo dije, en lo que me dijo y los gestos con los que lo
dijo, y repito una y otra vez las escenas en la mente, consciente de que no sabré la verdad pero en
espera de llegar a la mejor interpretación que me sea posible. (Si uno es inseguro –que lo es– el
intento excesivo por entender concluye en una interpretación pesimista –o acaso escéptica– y
entonces puede resultar en precaución o incluso, en los peores casos, autosabotaje).
También Barthes es sujeto de la angustia a la que me refiero: “todo significa: mediante
esta proposición yo me fraguo, me ato al cálculo, me impido gozar” (80). El amante no puede ser
espontáneo, sufre, y, sin embargo, en la constante significación y la búsqueda de respuestas,
puede aprender a ser crítico y esperar –espero– encontrar en esa actitud el goce.
Anhela y disfruta Barthes las situaciones “que no imponen ninguna responsabilidad de
conducta” que “por dolorosas que sea, son recibidas en una especie de paz; sufro, pero al menos
no tengo que decidir nada” (81) y entiendo al leerlo que en ese goce temporal de no tener que
decidir, de ausencia de responsabilidad, se está diciendo que enamorarse –y entonces entregarse
al juego de interpretaciones y al cálculo– es hacerse responsable, consciente de los actos, y es
descubrir, si se tiene en cuenta ese “pequeño rincón de pereza” que quiere disfrutar Barthes, que
lo contrario al amor es la indiferencia.
Lemus 44
*
El juego de interpretaciones y significaciones que caracteriza la aparente comunicación entre
amante y amado se hace más complejo con la interacción en las redes sociales. Entre las
publicaciones de crítica, indignación y comentarios políticos, se cuelan canciones y mensajes
amorosos cifrados, que sin duda están dirigidos a alguien pero que se disfrazan en el “para todos”
que permite compartir algo en una red social. El destino es la red, y se oculta por quién se ha
tejido. Publico un mensaje de amor cifrado, y el destinatario, antes de poder descifrarlo, debe
comprender que es para él y nadie más.
Entregado al cálculo, el amante observa las publicaciones que el amado hace, y se vuelve
lector: ¿Esto es para mí? ¿Para alguien más? ¿Qué querrá decir? ¿Qué debo entender?
Interpreta a su conveniencia, publica en espera de que su mensaje sea entendido, imagina,
significa. Está entregado al juego, que ahora se desarrolla en una plataforma virtual pero no por
eso la desesperación, el goce, la incertidumbre, en fin, el delirio amoroso, es menos real.
*
Explica Barthes que Werther, personaje de Goethe, “está enamorado: crea el sentido, siempre, en
todas partes, de nada, y es el sentido el que lo hace estremecerse: está en el incendio del sentido.
Todo contacto, para el enamorado, plantea la cuestión de la respuesta: se le pide a la piel que
responda”. El enamorado en esta cita, antes que cualquier cosa, es un creador de sentidos: un
lector y también un autor. Agrega un paréntesis Barthes: “(Presiones de manos –inmenso
expediente novelesco–, gesto tenue en el interior de la palma, rodilla que no se aparta, brazo
extendido, como si tal cosa, a lo largo de un respaldo de diván, y sobre el cual la cabeza del otro
va poco a poco a reposar, son la región paradisiaca de los signos sutiles y clandestinos: como una
fiesta, no de los sentidos, sino del sentido)” (84 - 85). El enamoramiento exige que el amante
observe: cada gesto, por superfluo que pueda parecer a otro, es un mundo de sentido para quien
Lemus 45
ama; el amante privilegia la materialidad y el cuerpo, entiende la sensualidad como una forma de
estar en el mundo que exige estar atento y privilegia y disfruta lo sensorial, todo lo percibe y lo
quiere significar.
*
El amor no es ciego; por el contrario, cree verlo todo: quien ama cree hasta el hueso que nadie
entiende ni ve al amado como él. “El amor abre grandes los ojos, hace clarividente”: ‘Tengo de ti,
sobre ti, el saber absoluto’” (Barthes 287). El amante es un lector y cree comprender: “Nadie en
el mundo entiende al objeto de mi amor como yo porque nadie lo ama como yo”, se dice,
convencido de que amar es entender.
A través del amor observo, interpreto, dudo: me despierta, me obliga a ver, y entonces
comprendo que el amor por alguien es el mismo amor al conocimiento y a todas las cosas. El
amor es la observación. Sin embargo, identifica Barthes, a través de esa observación, las
limitaciones del conocimiento que me permite el amor: “Lo que la acción amorosa obtiene de mí
es solamente esta sabiduría: que el otro no es para conocerlo; su opacidad no es en absoluto la
pantalla de un secreto sino más bien una especie de evidencia(…). Me sobreviene entonces esta
exaltación de amar a fondo a alguien desconocido, y que lo seguirá siendo siempre: movimiento
místico: accedo al conocimiento del no conocimiento” (176). La imposibilidad del conocimiento
se aparece como el conocimiento que puede tener el enamorado y también como el conocimiento
superior: en sintonía con el platonismo, colijo que no puedo conocer pero soy capaz de saber que
no conozco. No me es posible acceder a la esencia de las cosas pero puedo leerlas: me es dado
analizar, pensar, interpretar y decir, y el primer paso que doy es reconocer que la Verdad
necesariamente se me escapará: me tropiezo con verdades y busco mi verdad, que no es otra que
la verdad que me posibilidad el amor, según la que aspiro a vivir.
El desconocimiento del otro me devuelve a mí, como narra Barthes en su caso: “(…) en
Lemus 46
lugar de querer definir al otro(‘¿Quién es él?’), me vuelvo hacia mí mismo: ‘¿Qué es lo que
quiero, yo, que quiero conocerte?’” (176). Encuentro otro conocimiento al que puedo tener
acceso, otra verdad: a través del amor reconozco mi deseo, me conozco.
En una escena de la película La ley del deseo (1987) de Pedro Almodóvar, una
entrevistadora le pregunta al protagonista, Pablo, qué le pediría a la persona amada –esto es, cuál
es su deseo–: “Pues que no intente acompañarme a las fiestas pero que se quede en casa para que
le cuente los chismes. Que no me interrumpa cuando escribo a máquina, que lea los mismos
libros que yo, que tenga conocimientos de medicina, leyes, fontanería, electricidad. En definitiva,
que me adore”. El personaje establece que quiere quien lo escuche –a quien pueda contar sus
historias que es también tener a quien narrarse–, le exige un conocimiento en común y, además,
señala la necesidad de conocimientos de la cotidianidad y del mundo que él no tiene. Finalmente,
equipara todos esos conocimientos con el amor. La entrevistadora continúa con la pregunta de
qué es lo más lo “chifla” y “amuerma” del amor, a lo que el personaje responde que la respuesta,
para ambos casos, es la misma: “el amor es algo que te absorbe las veinticuatro horas y te impide
concentrarte en otros asuntos. Eso es lo que más me atrae y más me horroriza” (14:00 – 14:52).
El lugar común de que el amor impide pensar en otras cosas, en el discurso del entrevistado tiene
otro matiz: ha establecido antes una relación entre el conocimiento y el amor –quiere que su
pareja tenga conocimientos, en definitiva que lo adore– y entonces, al decir que el amor absorbe
no solo quiere decir que el amante únicamente piense en el ser amado, sino que el gesto amoroso
lo hace pensar en todo: ser absorbido por el amor es ser absorbido por los asuntos del mundo. La
ociosidad, que Pound asocia con el amor en su poema “An Inmorality”, no se trata, en realidad,
de estar desocupado, sino de abrirse a la contemplación: la observación que da paso al
conocimiento y el análisis.
*
Lemus 47
Para Barthes, el deseo se ve ligado a algo físico –en oposición al lugar común, por demás cursi y
muchas veces deshonesto, de que lo importante es la “belleza interior”–, pero lejos de caer ante
una cara bella o un buen cuerpo en que se manifiesten los estereotipos de belleza, para él son los
detalles los que hacen parte del juego de seducción.
(Me pregunto si todos, o acaso solo los verdaderos observadores –amantes–, nos fijamos
en eso: la ubicación justa de un lunar, los vellos incipientes de una barba, la diferencia en el color
de piel que permite ver la manga de una camiseta más corta a la acostumbrada –o acaso de la
misma longitud pero que se alza inesperadamente debido al movimiento del brazo–).
En Incidentes (1987), libro que recopila apuntes de algunos de sus viajes, Barthes
describe cómo alguien poco a poco le va gustando "debido a una limpieza corporal (las manos, el
pecho entre el escote de la camisa blanca)” (114). Es lo aparentemente mínimo lo que llama al
deseo y es, quizás, también, lo que, antes que las generalidades, apunta hacia el enamoramiento.
El enamorado va más allá de la primera impresión. Lee con atención y entre líneas, y lleva su
lectura, su deseo, hasta las últimas consecuencias. Digo entonces, como amante, que me enamoro
porque los pequeños detalles, que en otro me resultan insignificantes o invisibles, en él llaman mi
deseo.
“No ceso de mirar a los chicos, deseando inmediatamente, en ellos, el estar enamorado de
ellos. ¿Cuál va a ser para mí el espectáculo del mundo?” (130), dice Barthes en otro pasaje de
Incidentes. El espectáculo del mundo es poder sentirse enamorado. Admirar a los chicos pero
sobre todo (o lo que es lo mismo) admirar el amor a través de ellos. El gran espectáculo de la
vida, se ha revelado, es el amor. O, dicho de otro modo, la vida se hace gran espectáculo cuando
se es capaz de admiración e interpretación, ya no solo de un amado sino del resto del mundo, que
se me muestra a través del amor que él ha inspirado: la vida se hace gran espectáculo porque
amo.
Lemus 48
Escribo en un cuaderno una lista de cosas por hacer: pensar en el amado, anoto de último
para cerrar la enumeración de deberes. Por justificarme, escribo al lado y en un paréntesis: “Este
es un ejercicio de práctica, también llamado entrenamiento, para no olvidar cómo es amar,
recordar que el amor acelera el corazón, impide comer, hace sonreír de vez en cuando, ser
observador y crítico constantemente, y querer ser mejor”.
Lemus 49
Epílogo
And the cats across the roof, mad in love, scream into drainpipes. And it's I who am ready, ready to listen. Never tired, never sad, never guilty.
Todd Haynes
A Fragmentos de un discurso amoroso llegué por recomendación de un amigo. Del libro sabía
antes, pero de no haber sido por esa recomendación tal vez no habría pensado en comprarlo el día
que lo compré. Fue, entonces, a través de la amistad que llegué a un libro sobre el amor. Una
amistad en el extranjero que fue encontrar la casa –dejar de estar perdido– lejos de la casa. A
través del discurso amoroso –discurso unidireccional, un amante como sujeto y un objeto de ese
amor– vi que eran posibles los lazos de amistad.
Recordé El collar de la paloma, libro al que hice referencia al empezar este trabajo, y,
como explica Carolina Sanín al enseñar el texto, vi que a partir de las anécdotas de personajes
conocidos y la descripción de las señales del amor se pretendía crear una comunidad de
enamorados. También vi en Barthes, al explicar que “el sujeto [enamorado] se identifica
dolorosamente con cualquier persona (o con cualquier personaje) que ocupe en la estructura
amorosa la misma posición que él” (168), la propuesta de que la empatía era posible a partir del
amor.
Pensé en la amistad que me había llevado a leer sobre el amor y pensé en los demás
amigos, y en cómo a partir de los relatos sobre el amor, de las experiencias propias, de las
interpretaciones que el amante comparte con amigos en busca de consejeros, en fin, en esas
conversaciones que no llegan a conclusión alguna, se encontraba en últimas el intento colectivo
de entender el amor y el mundo, y era posible establecer relaciones que, a diferencia del discurso
amoroso, funcionaban recíprocamente. Si a lo largo del libro de Barthes se hablaba del amor
como una relación entre un amante –sujeto– y un amado –objeto–, y de esa manera se revelaba la
Lemus 50
soledad del discurso amoroso, en el recurso de Barthes de incluir conversaciones con amigos en
su libro, y al reconocer una experiencia común entre todos los que aman, me pareció que se
reivindicaba la amistad como posibilidad de compañía.
Entendí el libro como una recopilación de lugares comunes del amante que permitía
pensar que es posible salir de ellos y que invitaba a cuestionar la manera en la que hemos
construido nuestras relaciones, y vi en la amistad, relación que, como sugiere Montaigne, “se
alimenta de comunicación y esta no puede darse entre ellos [padres e hijos] a causa de la
disparidad demasiado grande” (215), la posibilidad de una igualdad que no permitían las otras
relaciones jerarquizadas.
Traté de hacer mías las palabras de Barthes, y de los otros enamorados que en este trabajo
he citado, y quise incluirme en un discurso –verdadero discurso amoroso– que ha estado en tantas
voces a lo largo de la historia y cuyos nombres mencioné, más que por separar lo que han dicho
ellos de lo que digo yo, para que el lector pudiera remitirse ha quienes han estado detrás de mí y
que también, quiero pensar, pueden ser yo –guiado por el deseo, tal vez, de ser el rizoma de
Deleuze y Guattari: la multiplicidad, la línea y no el punto, el “arroyo sin principio ni fin que
socava las dos orillas y adquiere velocidad en el medio” (29)–. Autores de distintas épocas,
tradiciones y lugares, con el pretexto de la ley amorosa, se encontraron en este texto y entonces
dieron cuenta de la insuficiencia de las categorías temporales, geográficas y estilísticas. Leer y
citar las experiencias de ellas y ellos me permitió relacionarme no solo en un sentido académico
sino también de admiración y, quiero pensar, de amistad. A través de la inclusión de mi
experiencia acompañada por la experiencia de ellos, del encuentro de la teoría y la narrativa, de la
inquietud investigativa y la estimulación de la inventiva, encontré que la separación categórica
entre lo académico y lo creativo no solo no era apropiada sino falaz, pues lo académico y lo
creativo se contienen el uno al otro: no es posible el ejercicio de lo primero sin lo segundo.
Lemus 51
Quise, a través del despertar que en este trabajo he propuesto, hablar de una ley del amor
que no se limitara a la improductividad del amante –también señalada por Barthes cuando cuenta
que abandona “gozosamente tareas monótonas, escrúpulos razonables, conductas reactivas,
impuestas por el mundo, en provecho de una tarea inútil surgida de un Deber resplandeciente: el
Deber amoroso” (37 – 38)– y que viera en el deber amoroso la posibilidad de la consciencia, el
cuestionamiento, la observación y la crítica. Imaginé y argumenté, en últimas, que el discurso
amoroso daba las herramientas necesarias para hacer del enamorado un subversivo.
Respondió Barthes, a propósito de mi pretensión de interpretación: “no es eso
[interpretación] lo que quiere decir vuestro grito. Ese grito, en verdad, es todavía un grito de
amor: ‘Quiero comprenderme, hacerme comprender, hacerme conocer, hacerme abrazar, quiero
que alguien me lleve consigo’. He aquí lo que significa vuestro grito” (77). Y pensé que tal vez él
tenía razón, sí, pero ese grito, que por fortuna sigue siendo un grito del amor mismo, ha dejado de
ser solo eso: se ha hecho grito de protesta, que quiere despertar a los otros, que no se conforma y
que puede soñar la revolución.
Leí Fragmentos de un discurso amoroso enamorado y me reconocí en las figuras que
describió, y en las que imagino también se vio, Barthes. Admiré con entusiasmo su precisión, y lo
compadecí cuando hablaba de sí mismo; el libro se hacía autobiográfico y entonces complementé
algunos de los pasajes con mis apreciaciones, mis detalles, mi historia. Quise entender el discurso
amoroso, acercarme teóricamente, y fallé –y si soy cursi que se me excuse en la certeza de que la
forma es el contenido–, pues no puede el planeta dar cuenta de la ley que lo atrae. Pensé que del
amor podía decir únicamente después.
Se me apareció, entretanto, la necesidad de encontrar un lenguaje para dar cuenta de
relaciones que no sabía nombrar: un lenguaje que no ha terminado de inventarse, que busca otra
maneras de relacionarse, que exigimos quienes nos sentimos inconformes con lo que hoy
Lemus 52
permiten las formas del sistema y el lenguaje –los estereotipos, las categorías, las jerarquías, el
lugar común–, y que ha sido presentido por tantos poetas y narradores –enamorados– antes y
mejor de lo que he podido hacerlo yo. Como el eco de algo que todavía no ha podido ser dicho,
escucho a Nina Simone cantar: there’s a new world coming.
Ahora creo entender que más que estar enamorado de alguien (a quien entonces le
agradezco, pues sirvió para recordarme –enseñarme– el amor), estuve enamorado del amor –lo
mismo que enamorarse del mundo–, como bien supieron Ibn Hazm y Roland Barthes; que
cuando de verdad es amor, es amor por y para todo, y que no se trata sino de observar, de
preocuparse y preguntarse, de tomarse en serio14. Vi que la ausencia de amor es la indiferencia, la
frivolidad, la injusticia, y supe que de las utopías que nos hemos contado es la basada en la ley
del amor la que prefiero. Del amor pensaba hablar después, pero entendí que es posible ver,
pensar, decir, criticar y cuidar desde él. La llama permanece: con amor hablo ahora.
14 Ver “Deseo navideño” (2013), Carolina Sanín.
Lemus 53
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