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Domingo, 7 de abril de 2013 Munch y “Psicosis”, los dos gritos Por José Pablo Feinmann La existencia del pintor noruego Edvard Munch no parece haber sido muy agradable. Cualquiera dirá: “El tipo que pintó ese cuadro no podía estar muy bien de la cabeza”. Falso. No es necesario que un artista esté loco para expresar la locura ni la angustia. Cierto es que Munich nunca pareció estar en buenas relaciones con la cordura. El Grito no es un cuadro fácil de interpretar. La persona que grita siempre me pareció más cercana a una baba pringosa que a un ser humano. Tiene cara de extraterrestre. Como fuere, su grito provoca no terror ni pánico, sino una angustia insidiosa, penetrante en quien lo mira. La historia humana es un desfile de calamidades y cada una de ellas merece su correspondiente grito. Pero Munch es no-ruego. Y ahí, en Noruega, las puestas de sol son estremecedoras. Munch mismo confiesa que –durante un crepúsculo– iba con dos amigos por la campiña y, al caer el sol, un rojo intenso se adueña del cielo. También del espíritu hipersensible Munch. Sus dos amigos continúan

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Literatura latinoamericana

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Domingo, 7 de abril de 2013

Munch y “Psicosis”, los dos gritosPor José Pablo Feinmann

La existencia del pintor noruego Edvard Munch no parece haber sido muy agradable. Cualquiera dirá: “El tipo que pintó ese cuadro no podía estar muy bien de la cabeza”. Falso. No es necesario que un artista esté loco para expresar la locura ni la angustia. Cierto es que Munich nunca pareció estar en buenas relaciones con la cordura. El Grito no es un cuadro fácil de interpretar. La persona que grita siempre me pareció más cercana a una baba pringosa que a un ser humano. Tiene cara de extraterrestre. Como fuere, su grito provoca no terror ni pánico, sino una angustia insidiosa, penetrante en quien lo mira. La historia humana es un desfile de calamidades y cada una de ellas merece su correspondiente grito. Pero Munch es no-ruego. Y ahí, en Noruega, las puestas de sol son estremecedoras. Munch mismo confiesa que –durante un crepúsculo– iba con dos amigos por la campiña y, al caer el sol, un rojo intenso se adueña del cielo. También del espíritu hipersensible Munch. Sus dos amigos continúan caminando como si nada, pero él queda petrificado. Sus dos amigos no eran artistas. Eran, por tanto, incapaces de advertir el horror de ese rojo sangre que caía sobre el mundo. Munch ve en él los peores presagios. Hay un cuadro suyo anterior a El Grito, en que se ve a una multitud caminando al azar, todos bien vestidos, todos burgueses, pero con caras amarillentas, caras de nada, de hastío, de sinsentido. Ninguno parece saber hacia dónde va. En todos hay una tonalidad amarillenta similar a la de El Grito. Se trata de Atardecer en la calle Karl Johan, de 1892. Al año siguiente, Munch pinta El Grito, del que luego realiza muchas versiones más. La obra es una cumbre del expresionismo. El expresionismo es una modalidad del arte pictórico que se concentra en la expresión –justamente– de la interioridad del artista. Ese grito surge de Munch. No es ajeno a su subjetividad. A sus angustias, a sus desequilibrios interiores, a sus visiones apocalípticas del mundo. El impresionismo no es subjetivo. El artista no impone su interioridad sobre el

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mundo externo, sino que busca expresarlo. Si el expresionismo es la expresión de eso que la realidad exterior provoca en la conciencia del artista, el impresionismo es la realidad exterior constituida desde esa conciencia, desde la subjetividad. El cuadro de Munch desdeña el realismo. Ese grito no existe ni existirá en la realidad. Pero es lo que la realidad ha provocado en el alma atormentada de Munch. De modo que esa baba amarillenta que grita expresa el universo interior del atormentado Edvard Munch, que, en 1908, se recluye en un hospital psiquiátrico de la ciudad de Copenhague. Ahí, como solía hacerse en esos malos tiempos para los trastornados mentales, le queman el cerebro con electroshocks. Pero Munch habrá de tener una vida, si no feliz, larga. Algo que, en casos así, es una maldición. Su larga vida es, en sí misma, una paradoja. Munch la atravesó sufriendo por la temprana muerte de familiares y amantes. Pero él, destinado al sufrimiento por esos hechos, fue bendecido con muchos años para sufrirlos a todos. Muere a los 81 años. Como respuesta a las visiones terribles del andrógino ser de El Grito, durante esos días los nazis entran en Oslo.

Me arriesgaría –entonces– a decir que eso que el hombrecito de Munch avisora es el futuro. No es la Revolución Industrial. No es el hambre de los proletarios. No son las matanzas a que fueron sometidos los rebeldes de la Comuna de París. El hombrecito de Munch ha dirigido su mirada hacia el siglo XX. Es como las novelas de Kafka que tienen la magia y el horror de prefigurar los estados autoritarios y hasta la ruptura humanitaria que implican los campos de exterminio nacionalsocialistas. Es como ese cuadro de Paul Klee que tanto impresionó a Walter Benjamin. El del Angel de la Historia que mira el pasado como una cadena de ruinas y nada espera del futuro. Se ha roto la lógica dialéctica de la Historia, su sentido racional. El hombrecito de Munch grita ante el hundimiento del Titanic y la muerte –con él– de la idea burguesa del progreso indefinido. Grita ante las dos guerras llamadas mundiales. Ante las feroces dictaduras de entreguerras. Ante Auschwitz. Ante la matanza de civiles por medio de la destrucción de la ciudad alemana de Dresde. Ante las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

El Grito pasa a adueñarse de la cultura popular. No hace mucho una de sus versiones se vendió en ciento veinte millones de dólares. Un record. ¿Qué colaboró a esto? El cine de terror. El director Wes Craven y el talentoso plástico cinematográfico Kevin Williamson crearon al asesino serial de las películas que llevaron el título de Scream (gritar, vociferar, chillar, traducciones que otorga el impecable diccionario Simon and Schuster). El asesino lleva por nombre Ghostface (Cara de fantasma). Ghostface alcanza de inmediato la fácil celebridad de los personajes tenebrosos. Lleva una capa negra, al estilo de un clásico personaje de la cultura pulp: The Shadow, y tiene una máscara blanca con los rasgos del hombrecito de El Grito. Creo que ya van por la quinta versión. Se hizo un inmensurable merchandising con la figura de Ghostface. Munch entra en la cultura pop aunque –casi seguro– ningún adolescente que se compra una máscara de Ghostface tiene la más remota ni remotísima idea acerca de la existencia de un angustiado señor noruego llamado Edvard Munch. Wes Craven se adueñó para sus películas de la obra maestra del noruego y, aunque él seguramente dirá que fue para hacerle un homenaje, lo cierto es que tuvo una idea genial y se habrá hecho millonario.

Ahora bien: hay otro grito. Más célebre que el de Munch y el de Craven. Más célebre que Ghostface. El grito de Janet Leigh (en el rol de Marion Crane) en Psicosis, la inmortal

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película (inmortalidad merecida aunque deteriorada por tres o cuatro errores gruesos) que dirigió Alfred Hitchcock en 1960. Marion Crane grita por algo concreto. La Muerte se ha materializado brutalmente ante ella. Ahí está, ha corrido la cortina de la bañera, tiene un cuchillo enorme en su mano derecha y lo descarga sobre el cuerpo desnudo de Marion. La sangre escapa por el desaguadero como escapa hacia la nada la existencia de Marion. El grito de Marion, en principio, es un grito ante la presencia –inesperada, aunque ¿cuándo es esperada, quién la espera, quién no desea permanecer eternamente en el aún no?– de la Muerte. En un libro de cine para aficionados, un libro grueso, con un lomo amplio y una tapa llena de colores, dos imágenes protagonizan el deseo de los editores de imponerlo en las librerías. En el lomo está el monstruo del doctor Frankenstein, Boris Karloff y el genial trabajo pictórico que hicieron con su cara los diseñadores y los maquilladores de la Universal Pictures. En la tapa está el grito de Marion Crane. Entre las tantas cosas por las que Marion grita está también el Monstruo de Frankenstein. “¡Pronto crearemos al hombre!”, exclama, aterrorizado, Heidegger en La ciencia no piensa. Antes que él, lo señaló una joven de apenas veinte años. Mary Shelley, en 1818, escribe El moderno Prometeo. Ahí, ya, el hombre creaba al hombre, pero, al hacerlo, le salía un Monstruo. Que es lo que pensaba Heidegger. Marion Crane grita porque ha visto el futuro apocalíptico de la humanidad. El Angel de la Historia del cuadro de Paul Klee que Benjamín tanto amó, no miraba al futuro. Encontraba el horror en el pasado. Pero (y esto lo aclara Benjamín en sus Tesis sobre filosofía de la historia) desde el paraíso sopla un huracán que lo aparta de ese pasado de ruinas y lo impulsa hacia un futuro que no será mejor, aunque muchos le pongan el nombre de progreso. El grito de Janet Leigh (o Marion Crane) no sólo es el grito ante su inminente, propia e intransferible muerte. Grita porque ha visto el futuro. De aquí que ése sea el momento más alto del film de Hitchcock. El que lo ha llevado más allá de sí mismo. André Breton, citado por Benjamín, dice: “La obra de arte sólo tiene valor cuando tiembla de reflejos del futuro” (Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, cap. 14. No es casual que haya elegido citar este texto en que Benjamin se ocupa del cine, arte que Alfred Hitchcock cultivó y enriqueció como pocos). Y cómo, y hasta qué desmedido punto, “tiembla de reflejos del futuro” el grito de Janet. En ese grito late y grita toda la historia de la humanidad a partir de 1960. El grito de Psicosis es el grito del siglo XX, como el de Munch. Pero es también el grito del siglo XXI. Es el grito que ve las torturas en Argelia, en Vietnam, en Chile, en Argentina, el grito por la guerra de Bosnia, por los niños que mueren de hambre a millones a causa de las masacres estructurales del neoliberalismo, la caída de la Torres Gemelas, el terrorismo fundamentalista, los horrores de la Guerra contra el terror, Guantánamo, Irak, Corea del Norte y lo que todavía vendrá.

Domingo, 13 de enero de 2013

Deconstrucción y odioPor José Pablo Feinmann

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Han surgido –acaso sin saberlo– maestros de la deconstrucción. Se apoderan de un texto y alteran su sentido. Ante todo, por el lugar y el espacio que le dan en la red. El lector de Letrinet, siempre superficial y apurado, leerá el copete y seguirá adelante. Pero con la simple lectura del copete hará su juicio sobre el escrito del emisor. Y, para colmo, vomitará algún veredicto insultante, veloz, que llega con frecuencia a la cumbre del ultraje (a mí me han dicho delicadezas como Gordo bufarrón, por ejemplo) en la abominable sección Comentarios. Al principio, me reía. No porque la frase fuese ingeniosa, sino por lo desmedida que era, acaso por arañar la cima del disparate, del absurdo. O por el asombro que provocaba el desparpajo para el agravio que existía perversamente en ciertos individuos. Ya no me río. El asco y la pena reemplazaron a la risa. El destino de un texto es el de su distorsión por el medio que lo reproduce y luego lo espera el estercolero de los Comentarios, donde una cantidad inmensa de anónimos resentidos, de anónimos llenos de odio, dejará caer sobre el escritor del texto (que se ha cuidado, para colmo, de redactarlo bien, cuidando su estilo) una serie de palabras que llegan también a otra cumbre similar a la anterior (la del ultraje): la cumbre de lo soez. Todo esto porque el texto le ha parecido “K” al que arroja toda esa basura sobre el emisor al que considera “anti-K”. Aunque los “K” también incurren en la blasfemia. Pero menos. Bastará analizar los insultos del 8-N para comprobarlo. Los insultos provienen de los grandes medios de comunicación. Es más: creo que tienen expertos que son los que escriben la mayoría de los comentarios o los alteran. ¡Jacques Derrida en las letrinas de Internet! Sin saberlo, estos anónimos personajes penetran en los terrenos de la deconstrucción en que los juegos del lenguaje pueden hacerle decir a un texto diferentes significados. “En suma, un texto puede tener tantos diferentes significados que le es imposible tener uno” (J.A. Cuddon, Dictionary of literary terms and literary theory, Penguin Books, Londres, 1991, p. 223). Por ejemplo: en mi último incidente de este tipo dije, en mi ex programa de radio de Continental, que si el dibujante Sábat creía que un traspié judicial de la Presidenta le otorgaba el derecho a dibujarla con un ojo morado, expresando flagrantemente un caso de violencia de género, se equivocaba: “Si piensa eso mejor que no lo dibuje”. Más claro agua: si el señor Sábat cree que a alguien (a cualquier mujer, no importa que en este caso hubiese sido la Presidenta), cuando tiene un traspié, se la puede dibujar con un ojo morado, porque, desde luego, le han dado una trompada en el ojo, si piensa esa barbaridad, señor, no la dibuje. Lo mismo habría hecho si, en mi diario, Página/12, a Rep se le hubiera ocurrido dibujar a Carrió con un ojo morado

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porque algo no le salió como quería. La violencia de género, el femicidio, es una realidad atroz, no saberlo es vivir en otro planeta. Creo que Sábat no superó la época de Rico Tipo, revista de los años cincuenta, donde, sí, había mujeres golpeadas o personajes que se llamaban Pochita Morfoni o Bólido. Allá él, que dibuje lo que quiera. Él ni se molesta en contestar. ¿Para qué? Muchos le ahorran el trabajo. Todo el sistema de los medios poderosos. Que publicaron –alterando mi texto– “Feinmann pide que Sábat no dibuje lo que piensa”. Y bien, esto es sólo un ejemplo del periodismo que hoy reina. Que es parte de la banalidad de los tiempos, de la instauración de la mentira como herramienta periodística. Antes, el periodismo trabajaba sobre una materialidad, un mundo fáctico al que interpretaba. Hoy no. No necesita hechos. Los inventa. A los textos los reconstruye y les cambia sus significados. O los cercena y pone esos fragmentos como grandes títulos de las notas. En suma: miente.

Esta modernidad informática se presenta con unas características temibles. Ya no se interpreta la realidad (recordemos la frase de Nietzsche: no hay hechos, hay interpretaciones), se la falsea, se la distorsiona, se miente sin ningún obstáculo moral. El periodismo de hoy carece de barreras morales. Sólo busca herir a su enemigo (ni siquiera adversario) del modo más efectivo y más destructivo posible.

Nos resta analizar el poder de Internet en estas maniobras de falsedad y agresión. Todo “se sube a la red”. El medio hegemónico transcribe la noticia y la parte “dura” queda para el lumpenaje que llena los comentarios. Ya se pide la pena de muerte, el fusilamiento o el cercenamiento de miembros para los que los “grandes medios” señalan como culpables. La realidad se ha empobrecido de un modo –creo– irrecuperable. Vivimos en un mundo binario: K y anti-K. Ese mundo binario –diría Carl Schmmit– no puede sino desatar una guerra. Es lo que apunta con la díada amigo-enemigo. Es lo que ya había señalado Marx en el Manifiesto: burguesía y proletariado. Hoy podrá tener la nominación que se nos ocurra (más acertadamente) darle. Pero es la historia como conflicto, como antagonismo excluyente. Retengamos este concepto: hay un antagonismo excluyente cuando dos grupos, que entran en conflicto, niegan o rechazan la existencia de cualquier otro, centralizando en el enfrentamiento entre ambos todos los elementos de la realidad. No existe el “tercero”. O se está en un bando o en otro. Para cada uno de los bandos el que está en el otro es un ser abominable con el que todo diálogo es imposible. No hay una posible voz de conciliación pues debería ubicarse en un lugar al que no se le permite existir: un lugar, no neutral, pero alejado de la condición binaria creada por los bandos en pugna. Que se expresa en el célebre: o ellos o nosotros. Esta ausencia del tercero permite el desborde vital e ideológico del binarismo del odio. O se crean opciones diferenciadas, que puedan al menos pensar al margen del odio, o el futuro se presenta oscuro y repetitivo. Todo es previsible. Uno ya sabe qué va a decir alguien con sólo saber a qué bando pertenece. Nadie patea el tablero. La única que podría modificar esta situación es la Presidenta por ser el cuadro político más capacitado de la pobre escena nacional. Podría buscar opositores para sostener alguna forma de diálogo. Sería un comienzo. “¿Con quiénes?”, dirá ella con razón. Es cierto: hay pocos. Habrá que encontrar alguno. Si, al menos, no la hubieran insultado tanto, desmereciéndose como opositores, sería más fácil. Pero alguien habrá. Tal vez la tarea más delicada del Gobierno sería apoyar el surgimiento de una nueva oposición. Colaborar en esa tarea. Cuando uno no tiene con quién dialogar tiene que ayudar a crearlo. La soledad es sombría, triste y, según se dice, mala consejera. Hay que ir en busca de gente inteligente

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que no piense como uno. Es difícil. Pero no imposible. El país tiene que salir del empobrecimiento de lo binario. Del odio de lo binario. Hagamos algo antes. Porque Dios hace dos mil años que no dice nada. Lo mejor que podría surgir es una fuerza autónoma que pudiera –honestamente– servir de puente, descomprimir, reemplazar los insultos por las ideas. Nadie –en la vieja y repetitiva “oposición”– está en condiciones de hacerlo. Ha surgido un político radical con una buena consigna y él no se ha embarrado en la figura del “enemigo”. La consigna es: “Crear una nueva oposición”. Gente del perfil de Sabbatella antes de su incorporación al gobierno. Son pocos. Pero es una tarea necesaria. Alguien, el día en que murió Néstor Kirchner y empezó el censo, escribió: “El censo empezó bien: un hijo de puta menos”. ¿Cuánto tiene que odiar un ser humano para escribir algo así?