EXPERIENCIAS Y ANHELOS DE UN MAESTRO...
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EXPERIENCIAS Y ANHELOS DE UN MAESTRO ESCRITOR
Fabio Enrique Barragán Santos
Grupo de Investigación TAREPE
UNISANGIL
[email protected], [email protected]
http://monchuelo.blogspot.com
Ponencia para la mesa 4 (Literatura en el aula) del X Taller nacional para la
transformación de la formación docente en Lenguaje –Tumaco, 2012.
Nodo Guanentá
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Resumen
A partir de las experiencias que he vivido en encuentros con lectores de mis obras en
la ciudad de Bucaramanga, reflexiono sobre mis expectativas cuando escribo, sobre
la naturaleza de la creación literaria, sobre la tendencia de muchos docentes y
editoriales de valorar las obras literarias según las enseñanzas o los valores morales
que a su juicio promueven y sobre algunas acciones didácticas que los docentes
realizan con la obra literaria.
Palabras clave
Función de la literatura, encuentros con lectores, maestro escritor, acciones
didácticas
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Podría denominarme un maestro escritor
En 1995 pisé por primera vez un aula en calidad de profesor, fue con noveno grado,
en el kilómetro 10 de la vía Bogotá-Villavicencio. Soportando un frío que corría por mi
cuerpo como savia por xilema, viajando en tres vehículos de transporte público para
llegar allí, partiendo a las 4:00 a.m. desde Suba, para arribar al colegio dos horas
más tarde, detestando mucho de las prácticas educativas y los discursos que me
rodeaban en aquel lugar y esperando con ansiedad un salario que nunca llegó… así
transcurrieron dos largos meses y en esas condiciones confirmé que había elegido la
vocación correcta.
Desde entonces he andado muchas aulas y las he compartido con cientos de
humanidades, desde retozones y díscolos seres en su primera infancia hasta
quienes exhiben u ocultan las rayas que traza la madurez en sus cabelleras y
rostros.
Y ese transitar por la docencia ha sido una resortera que se estira y se retrae,
acercándome a la literatura y distanciándome de ella. A veces me hallo en medio de
una clase leyendo en voz alta un intrincado cuento de Cortázar, un extraordinario
poema de Neruda, un desconocido capítulo de algún narrador novel. Otras ocasiones
me descubro atrapado, coartado, tensionado, en alguna de las trampas del sistema
educativo, mientras en mi computador esperan decenas de poemas sin pulir, cuentos
anclados en el nudo, novelas pausadas, y en mi cabeza ideas apiñadas arman
insurrección para ser atendidas.
Imagino que ha sido así también para otros que, como yo, han consolidado su oficio
de escritor de literatura durante el ejercicio de la docencia. Experiencias como las de
Triunfo Arciniegas, Daniel Pennac y Julio Cortázar me confirman que el trasegar es
duro y paulatino, pero que disciplina y vocación sólida ayudan a lograrlo, en algunas
ocasiones con grandes resultados.
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En mi caso personal, tuve que tomar distancia de las aulas en el 2007 para culminar
y publicar una obra narrativa que intentaba configurar desde hacía rato: La Casa
Embuhada (2009). Así accedí al mundo editorial y tomé el impulso que requería para
transformar en páginas las ideas insurgentes. En el 2009 se publicó también La niña
que me robó el corazón1 y en el 2010, El terrario y las desapariciones2. Son estas las
obras que me han propiciado los insumos para abordar el tema de este texto: mis
expectativas cundo escribo obras literarias, mis encuentros con lectores de estas
obras en la ciudad de Bucaramanga y lo que los docentes hacen con ellas.
En la actualidad sigo vinculado con la pedagogía, menos dando clases y más desde
la investigación, la publicación y la formación de docentes. También continúo
trabajando en proyectos literarios todos los días, a la madrugada; aunque tengo
pausadas algunas obras de literatura infantil por tejer con dedicación la que podría
ser mi primera novela para adultos.
1 Finalista en el concurso El Barco de Vapor, 2008. Publicada por ediciones SM.
2 Publicada por Editorial Panamericana.
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Cuando escribo no pienso en enseñar
Javier Munguía, un apreciado lector de México hizo en su blog un comentario crítico
que agradezco mucho sobre La niña que me robó el corazón. Además de reconocer
varios aciertos en mi obra, él escribió: “las enseñanzas están planteadas de forma
muy evidente (…) La historia parece existir para revelarle al lector que no debe
discriminar nunca en razón del sexo ni acusar a alguien sin fundamento” (2010).
Tal como se lo manifesté a Munguía en su blog y él tuvo la gentileza de publicarlo,
estoy de acuerdo en que la finalidad esencial de la literatura no es enseñar y lo que
pretendo, fundamentalmente, con mis obras no es eso. Sin embargo, una narración,
que está hecha básicamente con las vivencias de personajes, si tiene lo que Vargas
Llosa llama “poder de persuasión” (1997, pp. 33-38) ─es decir, si logra ser verosímil
aunque sea ficción, aunque sea pura fantasía─ no puede ocultar lo que los
personajes aprenden de sus vivencias ni evitar que los lectores hallen enseñanzas
morales en ellas.
“La literatura cuenta, muestra qué cosa es la vida. Un relato que muestra, por
ejemplo, cómo se hace miserable la vida de un malvado o de un traidor, nos da un
sentido moral de la vida” (Magris, 2003).
Crimen y castigo podría dejar la enseñanza de que un criminal no logra escapar de la
condena de su propia conciencia (Dios no castiga ni con palo ni con rejo); La
vorágine podría enseñar que hay que racionalizar el amor para que no se convierta
en el purgatorio de los amantes; El castillo podría dejar como moraleja que el pueblo
no debe permitir el crecimiento de burocracias que luego lo someterán. En fin, cada
obra puede, según la óptica desde la que se mire, dejar muchas y diversas
enseñanzas.
Volviendo a La niña que me robó el corazón también podría dejar moralejas de amor
para los adolescentes, enseñanzas para los docentes, lección de perseverancia y
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amistad, etc. La guía docente que Sm diseñó para esta obra, por ejemplo, enfatiza
en cuatro valores: “Amistad - Equidad - Justicia - Humildad” (Robayo, 2009, p. 10).
Además, la misma guía, contiene un apartado denominado Inteligencia emocional y
enfoca algunos fragmentos de la obra al desarrollo de habilidades para comprender
los sentimientos de los demás.
Pero lo que quiero decir no es que yo escribí para transmitir moralejas o desarrollar
la inteligencia emocional en los lectores. Esas enseñanzas que vio Grace Robayo en
mi obra, y las que Munguía halló, y las que otros hayan podido encontrar, no fueron
intencionales de mi parte.
En un fragmento de esta obra, el narrador dice: “Eran lágrimas que parecían haber
estado ahí durante mucho tiempo, lágrimas viejas y dolorosas que habían crecido
mucho de tanto retenerlas” (Barragán-Santos, 2009, p. 18).
¿Cómo podría haber previsto yo que esas palabras iban a ser incluidas en la guía
docente para desarrollar la inteligencia emocional de los estudiantes, para que los
estudiantes aprendan a comprender los sentimientos de sus congéneres?
Mi única motivación era expresar el dolor que Claudia sintió en ese momento de la
historia, describir su llanto en esa situación, de la manera más bella y original que
pudiera. Y creo que esa es la intención primigenia de quien escribe literatura:
expresar algo de la manera más bella y novedosa posible.
La escritora española Laura Gallego (2011) ha dicho algo al respecto en
declaraciones durante el lanzamiento de uno de sus libros: “No escribo para enseñar,
ni para acercar a los jóvenes a la literatura. Ni mucho menos para moralizar. Mis
libros no pretenden ser libros de texto, y quizás por eso gusten”.
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Es posible que para algunos lectores resulten evidentes ciertas enseñanzas en las
obras, pero para otros no. Son diversos los sentidos que los lectores dan a lo que
leen, y a veces contrapuestos, como hay también intereses diferentes.
El lector no solo lee lo leído y escrito por un autor sino lo complementa con
sus propias maneras de leer y captar lo leído, según lo que la vida misma le
haya entregado, lo que su experiencia vital le haya deparado, lo que su
familiaridad con otros libros y otras lecturas le hayan otorgado y enseñado
(Giraldo, 2006, pp. 44-45).
Ahora, por ejemplo, pienso que si algún lector quisiera usar La niña que me robó el
corazón para enseñar un antivalor moral, podría reforzar con algunos fragmentos de
ésta aquella frase popular tan nefasta en las relaciones amorosas: “si no es mío no
es de nadie”; y se me ocurre también que Pelea en el parque, de Evelio Rosero,
podría parecerles a algunos una apología al matoneo o el pandillismo. Ojalá nunca
ocurra algo como eso.
Pienso también que sí es posible que algún escritor tenga una intención moralizante,
o dogmatizante, que desee profundamente convencer a sus lectores de algo y
escriba procurando asegurar que su deseo se realice. Esopo, Samaniego y Pombo lo
hicieron en su momento. Sin embargo, no creo que estas posibles intenciones
dogmatizantes o moralizantes deban ser el común denominador de los literatos ni
convertirse en una obsesión que conduzca a evaluar todas las obras literarias para
menores de edad y elegirlas en la escuela según los valores que puedan aplicarse
en ellas, los valores morales que promuevan.
Si en mis obras el lector aprende mucho (vocabulario, valores morales, procesos de
pensamiento, geografía, biología…) y si lo que aprende es para el bienestar propio y
el de las demás personas, me alegro mucho. Pero es necesario dejar claro que esa
no es la intención esencial que tengo al escribir; es decir, no escribo para ello. Las
obras literarias son como flores, unos deciden aprovecharlas para enamorar, otros
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para decorar, otros para transmitir condolencias, otros para hacer perfumes… No
podríamos responsabilizar a la naturaleza del significado que le hemos dado a los
colores de las flores, por ejemplo ¿O sí?
Mis encuentros con lectores siempre han sido maravillosos
En una ocasión recibí más de un centenar de cartas de niños de Básica Primaria
invitándome a su colegio, hace poco visité una institución en la que algunos
estudiantes habían personificado a los protagonistas de mi obra, otra vez prepararon
parodias de canciones para narrar algunas escenas… siempre es evidente su interés
por sorprenderme favorablemente, por mostrarme su afecto e impresionarme, y
siempre lo logran.
Cuando llego a un colegio, mientras paso por los pasillos, o por los patios, o por las
oficinas, reconozco a los estudiantes que han leído mi obra. No sé por qué. Es difícil
de explicar pero es como si ya nos conociéramos.
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Quizás en cierta forma es así. Cuando el lector aborda el libro se produce su
encuentro con el escritor. Y este perdurará por siempre como el más valioso, bien
sea si alguna vez se accede al autor en persona o si nunca ocurre esto.
Recuerdo muy bien mis emociones extraordinarias cuando obtuve los autógrafos y
estreché las manos de Jairo Aníbal Niño, Celso Román, William Ospina, Fernando
Savater y otros autores que admiro. Pero eso no supera el encuentro que ya había
tenido con ellos en La alegría de querer, El imperio de las cinco lunas, La decadencia
de los dragones y Ética para Amador, respectivamente.
El encuentro verdaderamente íntimo y significativo con el autor se logra cuando la
obra se abre para el lector; y el texto “se abre solo a quien se acerca a él
amorosamente, a quien está dispuesto a encontrarse a fondo con él, a descubrirse
en él” (Giraldo, 2006, pp. 45-46).
Cuando me encuentro personalmente con lectores de mis obras, en esas visitas a los
colegios, vienen los abrazos, los autógrafos, los protocolos, las fotografías… y las
preguntas. Siempre quieren saber más porque casi siempre desconocen que lo que
el autor tenía que decirles ya lo escribió en lo que han leído. En todo caso hay que
responder, porque esa es la particularidad de ese encuentro. Hay que decirles de
dónde salió la idea, cuánto tiempo tardé en escribir el libro, si algunos de los
personajes son de la vida real, etc. Existen preguntas que los lectores siempre hacen
pero cada vez las respondo sin pensar en las anteriores.
Sonrío, disfruto, confieso, y al volver la mirada hacia un rincón, ahí está con una
sonrisa de oreja a oreja, un rostro de satisfacción y alegría: el de la maestra3.
3 Uso el femenino porque hasta el momento estos encuentros han sido siempre con maestras.
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En cada encuentro celebro aciertos de los docentes y presiento desatinos
Esa sonrisa arrinconada de la maestra me satisface mucho, brota en mí el colega
que conoce sus desvelos y padecimientos, sus esfuerzos para que los estudiantes
sean lectores, sus necesidades y aspiraciones.
Ella me agradece que haya escrito esa obra y que esté presente allí, rematando
aquella experiencia de lectura. Yo le agradezco que haya elegido mi escrito y que me
haya invitado a conocer esos lectores. Gratitud, ese es el sentimiento mutuo.
Quedo además fascinado por las actividades lúdicas y creativas que se han derivado
de la lectura de mi obra y la han enriquecido, y por las bondades que le han
encontrado. Pero debo decir que también quedo preocupado por algunos detalles
que alcanzo a percibir en el breve lapso del encuentro.
Me pregunto, por un lado, si aquellos chicos y aquellas chicas quisieron leer mi obra
o fueron forzados a hacerlo. Tanta dicha, tanta energía, tanta satisfacción, tanta
curiosidad… ¿Acaso alguna vez hubo emociones antagónicas a estas de hoy,
causadas por la lectura de mi obra?
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Ahí viene un chico con una mirada diferente, ansiosa quizás, hace fila como los
demás para pedir mi autógrafo pero no trae como ellos el libro en sus manos. No. Él
trae una hoja de papel arrugada, arrancada bruscamente de algún cuaderno, como
sus bordes disparejos y rasgados lo revelan. Él trae un temor, o una hipótesis. Por fin
llega su turno y me pregunta, estirando su mano: “¿Me puede firmar aquí?”. La
maestra interviene desde su rincón, reprochadora: “Les dije que trajeran el libro”. Me
apresuro a responder para distender la escena: “¿Cómo te llamas?”. Mi firma y mi
dedicatoria salvan el temor, comprueban o reprueban su hipótesis. “El autor me
firmó” ―tal vez les dirá a sus compañeros―, “aunque no traje el libro… aunque no
leí su obra” ―puede que agregue.
Creo que lo peor que me puede pasar como escritor no es que nadie lea mis obras
sino que en algún lugar del mundo exista un niño que haya sido castigado por no leer
alguna de ellas o que haya sido sometido a hacerlo.
Pienso, como docente y como escritor, que hay que reconocerles a los estudiantes
de alguna manera el derecho que Pennac hace tiempo explicitó: “El derecho a no
leer” (2004, p. 154). Ya sé que la mayoría cree que si no se les obliga, si no se les
exige, los niños y los jóvenes se entregarán sin riendas a la lujuria de la televisión,
los videojuegos y la internet. Entonces, hay que recordar las palabras de William
Ospina:
“El peor camino para iniciar a alguien en la lectura es el camino del deber.
Cuando un libro se convierte en una obligación o en un castigo, ya se ha
creado entre él y el lector una barrera que puede durar para siempre. A los
libros se llega por el camino de la tentación, de la seducción, de la libertad”
(2006, p. 57).
Cualquier intento que el docente haga por forzar el encuentro inicial entre el lector y
el escritor a través de la obra es ya artificial y puede causar efectos lamentables e
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irreversibles. Es decir, en el afán por hacer leer se pueden malograr muchos lectores
(Barragán-Santos, 2010).
Y si a esa obligatoriedad le sumamos la obsesión por el aprendizaje… He visto
ejemplares de mis obras en que las palabras son subrayadas con tres colores
diferentes: sustantivos, adjetivos y verbos. He visto también largos informes de
lectura sin significación alguna que me recuerdan mis épocas de estudiante.
Presiento que aún sobreviven fantasmas pedagógicos que maltratan la lectura de
obras literarias y pretenden convertirla en ejercicios insípidos que podrían hacerse,
con menos efectos colaterales, leyendo cualquier periódico o revista de farándula
(Rodari, 1999, citado en Savater, 1997).
Pero es una dicha que esos fantasmas hayan sido ahuyentados ya de tantas aulas.
Me regocijo al ver que hay maestras que han leído mi obra antes de presentársela a
los estudiantes y que los han antojado a partir de su propia experiencia de lectura, a
partir de su propio goce. Es realmente difícil resistirse a algo que otro nos presenta
como deleitante.
Para terminar, mis anhelos como maestro escritor
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Anhelo que ningún estudiante sea obligado a leer obra literaria alguna. Por supuesto,
deseo que lean mucho, voluntariamente. Eso mismo deseo para mis hijos, pero he
tenido que ver cómo descartan la lectura de más de una decena de obras que les he
recomendado, o comprado tras su propia elección.
Mientras escribo este texto ellos me han confirmado lo que estoy diciendo. El mayor
ha padecido con las primeras páginas de Delirio ―obra que le referí como
extraordinaria por los placeres que me causó―, mantiene el libro en la mesa de
noche pero no quiere avanzar en él, en cambio me invitó a una librería para que le
comprara el segundo tomo de la saga Canción de hielo y fuego ―el primero tenía
ochocientas páginas y lo leyó encantado―. Por su parte, el menor se ha
decepcionado de La pandilla salvaje y El caso del celular. Me ha pedido que le
consiga Percy Jackson y los dioses del Olimpo II después de leerse la primera parte,
de casi trescientas páginas.
Hago énfasis en la extensión de los libros porque ese es, para niños y jóvenes, un
factor determinante que en muchas ocasiones los aleja de una obra. Que quieran
leer algo por cuenta propia es ya esperanzador. Que ese algo tenga varias centenas
en su paginación lo es mucho más.
Nuestra misión en el hábito de lectura de obras literarias consiste en “dar de leer”,
como dice Pennac (2004), en “lanzar puentes”, como dice Petit (2008), en tender la
mano con un libro en ella para tentar al estudiante, manteniéndola dispuesta a
recibirlo de vuelta sin resultado alguno y, dispuesta además a volverlo a intentar.
Anhelo que mis obras sean leídas por los docentes antes de decidir si intentarán que
los estudiantes las lean también. Aunque sé que no es posible trasladarle la
experiencia personal a los estudiantes, creo, como Michèle Petit que “el gusto por la
lectura, más que enseñarse, se transmite y se debe en buena parte a la capacidad
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de establecer con los libros una relación afectiva, emotiva y no solamente
cognoscitiva” (2008, p. 27).
Anhelo que los docentes dejen que el estudiante aprenda de la literatura, no que
pretendan enseñar con ella; es decir, que estén atentos a lo que los estudiantes,
como lectores autónomos, aprenden, y que propicien mecanismos para explicitar y
discutir esos aprendizajes. Tal vez sea posible convertir el aula en una comunidad de
lectores interlocutores, que tienen como uno de sus temas cotidianos su propia
experiencia de lectura.
Anhelo que los estudiantes no deban hacer informes de su lectura de obras literarias,
ni subrayar palabras en las obras como tarea, ni escribir textos sin sentido derivados
de la lectura, ni identificar enseñanzas. Es decir, deseo que gocen de la lectura de
literatura sin otra pretensión que gozársela, y que ese goce sea suficiente para el
docente.
La búsqueda que la escuela mantiene de valores y enseñanzas en la literatura ha
hecho que el mundo editorial pretenda satisfacer esa demanda y se preocupe
principalmente por publicar:
Libros creados para enseñar a ser tolerantes, a no discriminar, a resolver los
conflictos dialogando, a cuidar el medio ambiente, a vivir en paz... Libros que
se ocupan de problemáticas sociales como el sida, la pobreza, la
delincuencia, la anorexia… Libros a la carta, hechos a medida, listos para
cualquier necesidad didáctica de transmisión de "contenidos transversales" a
los niños-alumnos. Y también, y sobre todo, un modo de lectura, un tutelaje
pedagógico moralizante sobre la totalidad de la literatura destinada a los
chicos (Carranza, 2006).
Anhelo que la literatura no sea pensada ni usada para dogmatizar. No escribo para
eso, tal vez sí para liberar. Anhelo que el estudiante, cansado de las normas y los
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convencionalismos que le imponen en casa y en la escuela, hastiado de la realidad
que atrapa y tulle su creatividad, sofocado por todos aquellos que pretenden
enseñarle cómo vivir… abra el libro, y en sus páginas, en sus renglones, en sus
palabras y sus ritmos, encuentre libertad y paz.
Referencias bibliográficas
Barragán-Santos, F. (2009). La niña que me robó el corazón. Bogotá: Sm.
Barragán-Santos, F. (2010). Lesiones de la lectura y la escritura en Colombia. San
Gil: Unisangil.
Carranza, M. (2006). La literatura al servicio de los valores, o cómo conjurar el
peligro de la literatura. En: Imaginaria, No. 181. (En línea). Disponible en:
http://www.imaginaria.com.ar/18/1/literatura-y-valores.htm. Consultado: junio 16
de 2012.
Gallego, L. (2011). No escribo para enseñar, ni para acercar a los jóvenes a la
literatura. Ni mucho menos para moralizar. Citada por Santamaría, J. Disponible
en: http://el-marcapaginas.blogspot.com/2011/10/laura-gallego-no-escribo-para-
ensenar.html. Consultado: junio 18 de 2012.
Giraldo, L. (2006). Escribir: leer con todo el cuerpo. En: Colombia, la alegría de
pensar. Bogotá: Número.
Magris, C. (2003). En entrevista realizada por Susana Reinoso para el diario La
nación. Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/490026-la-literatura-tiene-una-
funcion-moral. Consultado junio 16 de 2012.
Munguía, J. (2010). Disponible en: http://www.libro-adicto.com/2010/08/la-nina-que-
me-robo-el-corazon-fabio.html. Consultado: junio 15 de 2012.
Ospina, W. (2006). Lo que entregan los libros. En: Colombia, la alegría de pensar,
pp. 55-65. Bogotá: Número.
Pennac, D. (2004). Como una novela. Bogotá: Norma.
Petit, M. (2008). Dos o tres pasos hacia el mundo de lo escrito. Bogotá: Asolectura.
Robayo, G. (2009). Guía docente La niña que me robó el corazón. Bogotá: Sm.