Entre Ocre y Negro

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Entre Ocre y Negro Juan Fernández Segovia

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Entre Ocre y Negro

Juan Fernández Segovia

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Por Juan Fernández Segovia

Tercer clasificado en el III Concurso de Cuentos Mariví Matínez Gómez 2007

Boecillo (Valladolid)

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Entre Ocre y Negro

Era de noche. Hacía unas horas que el tañido de las campanas quebró la negrura

del cielo, anunciando que las puertas de la villa quedaban cerradas hasta el amanecer del

nuevo día. A través de los pequeños ventanales de las saeteras del templo de Santa

María la Mayor del Castillo, apenas sí era perceptible un pequeño destello. En su

interior, el crujir de la madera denotaba el esfuerzo de soportar aquel cuerpo a tan alta

distancia. Encaramado al andamio, que cubría todo el ábside de su única nave, se

recortaba la silueta famélica de un hombre muerto en vida. En su mano izquierda

soportaba un pequeño cuenco de barro en el que, tan sólo, quedaba un pigmento. Era el

único que necesitaba, un color que tan sólo él podía conseguir, una mezcla entre ocre y

negro imposible de describir y que llevaba clavado en lo más profundo de su ser. Sus

movimientos eran precisos, como si siempre hubiesen permanecido en lo más recóndito

de su cabeza. Sus pinceladas, más que pinceladas parecían caricias de las que brotaran

hermosas formas, surgidas del cuidado desmedido que ponía en cada uno de sus

amorosos gestos. Mientras, por su rostro corría un mar de lágrimas que morían

enredadas en la espesura de su barba, que ya empezaba a clarear. En el exterior, la

helada castigaba las piedras que, en irregulares hileras, conformaban los espacios de las

casas que, como lúgubres sombras, se erigían impertérritas a un lado y otro de las calles.

Todo el mundo dormía, menos él. No lo hacía desde aquella otra noche, tan distinta y

tan cercana a ésta que pasaba colgado del techo de una iglesia de una comarca perdida.

La luna había extendido ya su manto sobre la bóveda celeste. Su luz inundaba

todos los rincones de la villa vieja trayendo el frescor que tanto se anhelaba en

aquellas jornadas estivales. Sentado en el patio reservado para los sirvientes, sostenía

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entre sus manos el boceto de lo que sería una pintura mural. Repasaba, una y otra vez,

los trazos a carbón repitiendo, hasta la saciedad, aquellos motivos que no le convencían.

En la parte superior aparecería la silueta de Cristo Redentor, rodeado de los cuatro

evangelistas, bajo un cielo preñado de estrellas. Los criados se afanaban por concluir las

tareas domésticas corriendo de un lado a otro. Se oía el alboroto y el rechinar de los

platos, como si se tratase de campanadas que, en la lejanía, ambientaban las escenas de

la vida de Cristo que serían dibujadas en los huecos de las saeteras entre parajes de una

Jerusalem castellana. Ensimismado en sus pensamientos, entre campos y bosques cuya

fragancia sería más parecida a la del temple y la grasa animal, se encontraba el viejo

artesano, cuando unos golpes secos retumbaron en el portalón de la entrada.

Violentamente le sacaron de su ensoñación. La inesperada llamada hizo cundir el

revuelo y decenas de cabezas aparecieron entre las puertas y ventanas. Su expresión se

tornó entre la preocupación y la curiosidad, tratando de descubrir el motivo de aquella

repentina perturbación. Pronto se escucharon los primeros pasos que aprisa se acercaban

hasta donde el pintor se encontraba. El gesto del emisario parecía contrariado y hablaba

palabras que no oía o que quizás no quisiera entender. Dejó caer los papeles que con

tanto celo custodiaba entre sus manos. Calle arriba un cuerpo yacía muerto bañado por

la luz de una gélida luna llena veraniega. El viejo se levantó apresurado pero sus

piernas parcamente respondían al impulso nervioso de su mente que, aún, le obligaba a

acelerar su marcha. Eran unos metros pero el trayecto parecía eterno. Cuando llegó al

fatídico lugar se derrumbó ante aquella estampa. Tendido en el suelo, un hombre que

apenas había empezado a vivir se deshacía entre cientos de heridas que brotaban de todo

su cuerpo. No había duda. Era su hijo. A pesar de la desfiguración, seguía siendo él:

barba ensortijada y ojos almendrados de un color entre ocre y negro en los que aún se

distinguía un destello de inocente jovialidad. Junto a él, su padre lo llamaba como

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cuando de pequeño jugaba a esconderse por entre los andamios de las iglesias, sin darse

cuenta que la vida de su hijo se deslizaba como un reguero calle abajo. Las lágrimas

desconsoladas se agarraban con fuerza al pecho del cuerpo inerte sin que tan siquiera los

criados, que al punto llegaron hasta allí, se atrevieran a separarlos.

Ocurrió en el pequeño huerto que tras palacio existía. Allí, Diego Melgar se

reunía, cada noche, con Catalina Mencías hasta el día en que pudieran hacer público un

amor que todo el mundo vislumbraba. Nadie supo lo ocurrido, tan sólo Catalina

conociera los verdaderos motivos de aquella tragedia en la que treinta y dos puñaladas

acabaron con la vida de Diego. Quizás sólo ella tuviera la respuesta, pero de nada

hubiera servido. El cuerpo de la doncella aparecía, poco tiempo después, colgado de

uno de los balcones del patio de sirvientes del Palacio de los Briceño, ondeando como

un cruel pendón mecido por la brisa nocturna. El horror de haber presenciado el cruel

momento en el que una navaja desgarraba la figura de su amado, para derramar hasta

la última gota de su ser, o la angustia de cargar con aquella pena, le llevaron a

abandonar su vida dejándola amarrada en un trozo de cuerda a varios metros del suelo.

La villa quedó sumida en un silencioso dolor.

No habían pasado unas semanas desde la noche en la que acaecieron los hechos

y la pena vencía a Esteban Melgar que aún no había sido capaz de retomar las pinturas

para desesperación de Fray Hernando de Briceño que lo había contratado confiando en

que estarían concluidas para la reunión que los caballeros del Temple celebrarían allí

el primer viernes del próximo año.

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Hernando de Briceño era un hombre frío. Siempre tuvo clara su vocación de

sacerdote ya que jamás fue capaz de amar a nadie, a veces, ni a sí mismo. Su vida se

traducía en un extenso plan perfectamente trazado que encumbraría su apellido a los

más altos niveles de la creciente nobleza castellana. No en vano, su familia había sido

designada para custodiar el castillo gracias a su influencia en la corte real. Éste fue su

primer gran logro. El segundo vendría con la culminación de las pinturas de la iglesia de

Santa María la Mayor y su inclusión en la Orden del Temple. A cada instante soñaba

con el día en el que los caballeros se reunieran bajo la bóveda del templo para escuchar,

devotamente, la misa que él mismo predicaría. Desde su privilegiada posición podría

contemplar las miradas de asombro que escudriñarían cada uno de los detalles de aquel

lienzo de piedra.

Junto a Fray Hernando se encontraba siempre su hermano menor Lucas,

demasiado diferente a él. Desde su nacimiento su padre y él acordaron su futuro como

clérigo a fin de asegurar el poderío y riqueza del apellido Briceño. Lucas no doblegó

tan fácilmente su voluntad a los deseos de sus mayores y ya desde pequeño daba

sobradas muestras de rebeldía que de nada sirvieron para que tuviera que acatar los

designios que desde su infancia le habían sido impuestos anteponiendo su libertad a una

vida de lujo, poder y opulencia.

El mayor de los vástagos de los Briceño andaba nervioso por la marcha de las

pinturas, mientras Esteban apenas si era visto fuera de los aposentos que le fueron

asignados cuando comenzó su trabajo. Acompañado de su hermano se interesó por el

estado del viejo artesano ofreciéndole una nueva morada en una de las habitaciones del

torreón del palacio destinadas a los invitados más ilustres. Esteban Melgar

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encontraría mejor descanso y sosiego que en un patio rodeado de curiosos y, de este

modo, podría tenerlo bajo su control para que retomara sus obligaciones lo más pronto

posible.

Tras el cambio de alcoba Esteban decidió volver al interior del templo donde

todo estaba como lo había dejado. Un andamio de madera cubría el ábside

entreviéndose los trazos que delimitaban algunas de las figuras. Subió y el crujir de la

madera pareció clavársele en lo más hondo de su sentido. Habían sido cientos las veces

que su hijo le había acompañado en aquel mismo lugar. Era su único discípulo, la única

persona que permaneció a su lado tras la perdida de su mujer cuando ésta le dio a luz.

Ahora, como entonces, se encontraba solo, frente a un muro blanco en el que apenas

aparecía dibujado el boceto de un dios que se cebada con su desdicha.

Tomó el carbón entre sus manos y comenzó a definir las trazas de los elementos

que compondrían su obra. Parecía inexplicable, pero aquellos movimientos le

devolvieron la paz de espíritu que las amargas horas de soledad no consiguieron. En su

mente el recuerdo imborrable de su hijo que desde el otro extremo del andamio parecía

seguir narrando los planes de un futuro truncado como afamado pintor que hubiera

llegado, quién sabe, a decorar alguna de las grandes catedrales que empezaban a surgir

en el nuevo Reino de Castilla, una vez que los ecos de la guerra se iban alejando.

El viejo artesano tenía, ahora, un lugar donde mitigar su dolor. Siempre

acompañado por el crujir de la madera, gustaba pasar horas tumbado bajo aquel cielo

inconcluso con su pensamiento absorto, amparado por aquella sinfonía de tablones.

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Los días iban pasando y pocos eran los que recordaban los amargos

acontecimientos que turbaron la paz de la tranquila ciudadela, sin que nunca llegaran a

revelarse los verdaderos motivos de la tragedia, considerando el suicidio pasional como

la más probable de las causas que desencadenaron los hechos.

Las pinturas avanzaban a medida que los árboles se despojaban de sus

vestiduras y ya se adivinaban los primeros restos de color en la blancura del ábside. Para

satisfacción de Fray Hernando, estarían rematadas para la fecha acordada y eso le

bastaba. Tras el almuerzo, iba hasta la iglesia, se sentaba y escrutaba las alturas

imaginando el resto de las formas a través de las pinceladas que quedaban al

descubierto. Bajo Cristo en majestad, que presidiría el punto más alto, una inscripción

en letra gótica recordaría a perpetuidad su apellido y, así, quedaría ligado para siempre a

la próspera historia del templo.

Una de esas tardes en que su mirada permanecía extasiada en el ábside, para

desdicha de su castigado cuello, un fuerte portazo le expulsó bruscamente de sus

pensamientos. No le hizo falta volverse para saber que se trataba de su hermano menor.

A pesar de los años, aún, no había aprendido a cerrar las puertas con cuidado. Llego

hasta él. Parecía nervioso. Llevaba bastante tiempo que no venía siendo el de siempre.

El viejo clérigo llegó a pensar que, por fin, había cambiado.

- Necesito confesarme padre – balbuceó Lucas.

Aquellas palabras le dejaron inmóvil y un sudor frío recorrió su cuerpo. De

nuevo, la sombra de la desgracia parecía planear sobre el imperio Briceño.

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- ¿De qué te acusas?

Hubiera sacudido a su hermano para obligarlo a hablar inmediatamente con tal

de evitar esos segundos de amarga y tensa incertidumbre.

- Amo a una mujer.

En el semblante de Fray Hernando de Briceño apareció el gesto de severidad

que siempre le había caracterizado.

- Eres un hombre consagrado. Recuerda tus votos necio, son para toda la vida.

Si fueras libre tendrías opción de elegir, además, las mujeres sólo traerían

desgracias a esta casa - el tono de su voz era cada vez mayor -. Llevo toda

una vida luchando por el buen nombre de esta familia y no voy a echarlo a

perder por tu inmadurez. Tienes que renunciar a esas tonterías o te tendré que

mandar muy lejos de aquí, donde tus egoísmos no escandalicen ni manchen

el apellido de nuestros antepasados… ¡Renuncia a ella!

- No has de temer nada hermano, tu honor y tu reino están asegurados. Lo

único que corre peligro es la salvación de mi alma atormentada, la mujer que

amo, que amaba, está muerta.

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Por un segundo el sacerdote respiró profundamente hasta que en algún lugar

recóndito de su cabeza se asoció la idea de una joven muerta que aparecía colgada del

patio de su palacio. El gesto de horror se hizo patente en su semblante.

- ¿Qué quieres decir?

- La amaba. Desde siempre la amé, desde que era un niño sabía que sólo con ella

mi vida tendría el sentido del que hoy carece. El regreso a palacio cada verano

me devolvía la alegría y me permitía seguir con esta farsa. Me alegraba

simplemente con verla aunque jamás me quiso. Huía de mí, descubría mis

intenciones e incluso llegó a temerme. Cuando la vi con él no sé que me pasó…

Lucas empezó a llorar mientras Hernando comenzaba a perder los nervios.

-¿Qué hiciste inepto?

Se acercó hasta su hermano que ocultaba su rostro con las manos, lo agarró con

rabia y lo zarandeó hasta que éste cayó al suelo gimiendo y gritando:

-Yo le maté, no podía verlos juntos, su felicidad era la que vosotros me

arrebatasteis encerrándome en esta cárcel de oro. Cuando los vi en el huerto algo

se quemaba dentro de mí. Fui hasta ellos y tomé a Catalina por la muñeca. Sabía

que le hacía daño pero la quería para mí. Era su señor y no podía negarse pero se

interpuso ese pobre infeliz. Me separó de ella y, en ese momento, algo se

apoderó de mi ser. Saqué la daga que escondo entre los pliegues de mi túnica, le

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miré a los ojos y en un instante estaba clavándole, una y otra vez, aquel frío

metal, hasta treinta y dos veces, tantas heridas como las que tiene mi alma.

Catalina salió corriendo, traté de seguirla pero el miedo a ser descubierto hizo

que me refugiara en mi alcoba. Ahora no está, la maté a ella también, aunque

mis manos no tocaran su sangre ni trenzaran la cuerda que acabó con su vida. La

maté y ahora no hay ni paz ni descanso para mi alma. Allá estarán amándose

disfrutando de mi felicidad mientras yo me consumo en este fuego eterno.

- Mil veces seas maldito y mil más el día que aquella mujer entró en esta casa

para desdicha de nuestra familia – sentenció -. Eres un insensato, nunca

debimos confiar en ti. Has traído la desgracia por tu maldito capricho y de

nada ha servido tanto trabajo y esfuerzo.

Hernando parecía derrumbado por primera vez como si permaneciendo invicto

durante toda la guerra hubiera perdido la última batalla.

- Sólo pido el perdón de Dios, el tuyo sé que nunca lo tendré. Los únicos ojos

que vieron lo sucedido ahora yacen en la oscuridad de la tierra. Tu imperio está

a salvo, tu fama y honor están intactos y el apellido de nuestra familia estará

siempre ligado al próspero destino que tú le procuraste.

- ¡Qué tu alma alimente el fuego del que hablas por todos tus actos! Tus

manos están manchadas de sangre y tu única salida es aplicar una misa por

cada una de las heridas mortales que provocaste a su cuerpo y que sea Dios,

y no yo, el que te juzgue.

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Aún de rodillas, con el rostro en el suelo, Lucas asintió:

– Así sea.

No volvió a mirar a su hermano. Sabía que nunca lo perdonaría pero al menos

su alma descansaba sosegada después de tantas semanas de angustia. Celebraría

aquellas misas y sus manos quedarían limpias.

Pasarían largos los minutos hasta que Fray Hernando de Briceño abandonara la

iglesia. De nuevo había salvado su plan. Tal vez debiera mandar lejos al benjamín y

evitar así un nuevo escándalo, aunque mejor sería hacerlo tras ese viernes que ahora,

más que nunca, anhelaba que llegara. La fecha se aproximaba y las pinturas debían

estar listas.

Cerró bruscamente, dio una vuelta de llave y el templo quedo en aparente

silencio, sólo roto por el incesante crujir de la madera. Desde el andamio un cuerpo

tendido miraba petrificado un cielo de yeso. Esteban Melgar había asistido

involuntariamente a una confesión brutal. Nunca hubiera deseado oír aquello. Lloraba

amargamente con la esperanza de que alguna de aquellas tablas cediera y sus huesos

dieran contra el frío mármol antes que seguir adelante con su vida. Desde entonces no

volvería a conciliar el sueño. Una y otra vez le invadía la imagen de la muerte de su

hijo. Desearía tener el valor de ir hasta sus aposentos y matarlo al igual que él hizo con

su primogénito.

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Al día siguiente fue avisado que empezarían las misas que el mismo Lucas

Briceño aplicaría por su hijo. Desde su posición, Esteban interrogaba a Cristo acerca

del lugar en el que se encontraba la justicia de la que tanto había escuchado hablar. El

viejo artesano no asistiría, no podría contenerse, atacaría al joven sacerdote y la villa de

Arévalo le tacharía de loco, acabando, en el mejor de los casos, en algún presidio por

agredir a un hombre de Dios. Desde ese día, pasó todo su tiempo en la iglesia. Aquellas

pinturas eran cuanto le quedaban. A la caída de la noche todo era oscuridad, aunque

desde los ventanales de Santa María la Mayor del Castillo apenas sí era perceptible un

pequeño destello. En su interior, un hombre encaramado a un andamio pinta algo entre

ocre y negro mientras las lágrimas surcan su cara hasta morir enredadas en lo profundo

de una barba de un color como la nieve que parece caer, desde el cielo, ahí fuera. Era la

noche anterior al día acordado para la entrega de las pinturas. Sería su última obra. Todo

estaba hecho.

Desde bien temprano los tablones y cuerdas, que durante meses taparon el ábside

de la única nave de la que se componía el Templo de los Briceño, aparecieron agolpados

en la puerta. Fray Hernando permanecía en su habitación, casi no había dormido y oraba

dando gracias porque el día señalado había llegado. Salió de su aposento y mandó

buscar a Esteban para examinar su trabajo. Su sirviente volvió solo, en la habitación

del torreón no quedaban restos de su presencia, el viejo artesano había desaparecido.

Una sombra de duda cruzó como un rayo el pensamiento del clérigo. Es posible que no

se hubiesen completado las pinturas y el pintor decidiera huir camuflado en la noche

antes de enfrentarse a su ira. Ni los centinelas ni los guardines de las puertas habían

visto salir a nadie, su rastro desapareció, como si su vida se hubiera ido consumiendo a

medida que las pinturas del ábside iban avanzando.

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Hernando de Briceño se cruzó con su hermano. No hicieron falta palabras, su

semblante bastaba para comprender que algo pasaba. Salió tras él como si la mayor de

las fatalidades hubiera ocurrido. Llegaron a la puerta, giraron los goznes y la humedad

del templo buscó cobijo entre las sotanas de los dos clérigos. La luz del Sol traspasaba

los vidrios de la iglesia, todo estaba concluido.

Las pinturas se extendían enmarcando escenas de la vida de Cristo en aquellos

paisajes llenos de miles de verdes contrastados en los que se distinguían las torres y la

muralla de la villa de Arévalo, imágenes que sólo una mano maestra hubiera sido capaz

de plasmar. En el punto más alto, aparecía Cristo Redentor, rodeado de los símbolos que

representan a sus cuatro evangelistas. Como si pudiera rebuscar en el alma de todos

aquellos que se ponían bajo su mirada, su mano derecha se eleva con ademán de

bendecir o, tal vez, de alzar una espada que nunca fue pintada. En su siniestra soporta

un orbe coronado por una cruz del Temple. Tras él, un cielo cuajado de estrellas como si

de una noche de verano se tratase. Arrodillados, los dos sacerdotes, bañados en

lágrimas, parecen escuchar enmudecidos una sentencia. Pero su atención permanece

inmóvil en un único punto, bajo los pies del pantocrátor, concretamente, en un friso

formado por treinta y dos ladrillos colocados en esquinilla de los que surgían unas

pinturas que jamás fueron proyectadas. En cada una de aquellas estructuras se dibuja el

mismo rostro. Treinta y dos pares de ojos que observan impasibles al criminal y su

cómplice. Treinta y dos bocas de piedra que calladas gritan el nombre de su asesino.

Es una cara inconfundible: barba ensortijada y ojos almendrados en los que parece

descubrirse un destello de inocente jovialidad. Su color, una mezcla entre ocre y negro,

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un color imposible de definir. Un color que tan sólo un padre podía ser capaz de

conseguir.