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    EL SECRETO DE LOS FLAMENCOSFEDERICO ANDAHAZI

    EDITORIAL PLANETA, S.A.Primera Edicin, Enero 2002Portada por Ada PoppoImpreso en Argentina

    Para AdaPara Verita

    I

    ROJO BERMELLN

    I

    Una bruma roja cubra Florencia. Desde el Forte da Basso hasta el deBelvedere, desde la Porta al Prato hasta la Romana. Como si estuviesesostenida por las gruesas murallas que rodeaban la ciudad, una cpulade nubes rojas trasluca los albores del nuevo da. Todo era rojo debajode aquel vitral de niebla carmn, semejante al del rosetn de la iglesiade Santa Mara del Fiore. La carne de los corderos abiertos al medio quese exhiban verticales en el mercado y la lengua de los perros famlicoslamiendo los charcos de sangre al pie de las reses colgadas; las tejasdel Ponte Vecchio ylos ladrillos desnudos del Ponte alie Grazie, las gar-

    gantas crispadas de los vendedores ambulantes y las narices entumeci-das de los viandantes, todo era de un rojo encarnado, an ms rojo queel de su roja naturaleza.

    Ms all, remontando la ribera del Arno hacia la Via della Fonderia,una modesta procesin arrastraba los pies entre las hojas secas del rin-cn ms oculto del viejo cementerio. Lejos de los monumentales mau-soleos, al otro lado del pinar que separaba los panteones patricios delraso erial sembrado de cruces enclenques y lpidas torcidas, tres hom-

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    bres doblegados por la congoja ms que por el peso exiguo del fretrodesvencijado que llevaban en vilo avanzaban lentamente hacia el fosorecin excavado por los sepultureros. Quien presida el cortejo, cargan-do l solo con el extremo delantero del atad, era el maestro FrancescoMonterga, quiz el ms renombrado de los pintores que estaban bajo elmecenazgo, bastante poco generoso por cierto, del duque de Volterra.

    Detrs de l, uno a cada lado, caminaban pesadamente sus propios dis-cpulos, Giovanni Dinunzio y Hubert van der Hans. Y finalmente, ce-rrando el cortejo, con los dedos enlazados delante del pecho, iban dosreligiosos, el abate Tomasso Verani y el prior Severo Setimio.

    El muerto era Pietro della Chiesa, el discpulo ms joven del maestroMonterga. La Compagnia della Misericordia habacosteado los mdicosgastos del entierro, habida cuenta de que el difunto no tena familia. Enefecto, tal como testimoniaba su apellido, Della Chiesa, haba sido de-jado en los brazos de Dios cuando, a los pocos das de nacer, lo aban-

    donaron en la puerta de la iglesia de Santa Mara Novella. Tomasso Ve-rani, el cura que encontr el pequeo cuerpo morado por el fro y muyenfermo, el que le administr los primeros sacramentos, era el mismoque ahora, diecisis aos despus, con un murmullo breve y monocor-de, le auguraba un rpido trnsito hacia el Reino de los Cielos.

    El atad estaba hecho con madera de lamo, y por entre sus juntasempezaba a escapar el hedor nauseabundo de la descomposicin ya en-trada en das. De modo que el otro religioso, con una mirada imperati-va, conmin al cura a que se ahorrara los pasajes ms superfluos de la

    oracin; fue un trmite expeditivo que concluy con un prematuroamn. Inmediatamente, el prior Severo Setimio orden a los sepultu-reros que terminaran de hacer su trabajo.

    A juzgar por su expresin, se hubiera dicho que Francesco Montergaestaba profundamente desconsolado e incrdulo frente al estremecedorespectculo que ofreca la resuelta indiferencia de los enterradores.

    Cinco das despus de su sbita e inesperada desaparicin, el cadverde Pietro della Chiesa haba sido hallado extramuros, en un depsito de

    lea no lejos de la villa donde residan los aldeanos del Castello Corsini.Presentaba la apariencia de la escultura de Adonis que hubiese sido vio-lentamente derribada de su pedestal. Estaba completamente desnudo,yerto y boca abajo. La piel blanca, tirante y salpicada de hematomas, leproporcionaba una materialidad semejante a la del mrmol. En vida,haba sido un joven de una belleza infrecuente; y ahora, sus restos rgi-dos le conferan una macabra hermosura resaltada por la tensin de sufina musculatura. Los dientes haban quedado clavados en el suelo,

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    mordiendo un terrn hmedo; tena los brazos abiertos en cruz y lospuos crispados en actitud de defensa o, quiz, de resignacin. Lamandbula estaba enterrada en un barro formado con su propia sangre,y una rodilla le haba quedado flexionada bajo el abdomen.

    La causa de la muerte era una corta herida de arma blanca que lecruzaba el cuello desde la nuez hasta la yugular. El rostro haba sido

    desollado hasta el hueso. El maestro Monterga manifest muchas difi-cultades a la hora de reconocer en ese cadver hinchado el cuerpo desu discpulo; pero por mucho que se resisti a convencerse de queaquellos despojos eran los de Pietro della Chiesa, las pruebas eran irre-futables. Francesco Monterga lo conoca mejor que nadie. Como a supesar, finalmente admiti que, en efecto, la pequea cicatriz en elhombro derecho, la mancha oblonga de la espalda y los dos lunaresgemelos del muslo izquierdo correspondan, indudablemente, a las se-as particulares de su discpulo dilecto. Para despejar toda posible du-

    da, a poca distancia del lugar haban sido encontradas sus ropas dise-minadas en el bosque.Tan avanzado era el estado de descomposicin en que se encontra-

    ban sus despojos, que ni siquiera haban podido velarlo con el cajnabierto. No solamente a causa de la pestilencia que despeda el cuerpo,sino porque, adems, el rigor mortis era tan tenaz que, a fin de aco-modarlo en el atad, tuvieron que quebrarle los brazos que se obstina-ban en permanecer abiertos.

    El maestro Monterga, con la mirada perdida en un punto impreciso si-

    tuado ms all incluso que el fondo del foso, record el da en que ha-ba conocido al que llegara a ser su ms leal discpulo.

    II

    Un da del ao 1474 lleg al taller de Francesco Monterga el abateTomasso Verani con unos rollos bajo el brazo. El padre Verani presidael Ospedale degli Innocenti. Salud al pintor con una expresin fulgu-rante, se lo vea animado como nunca, incapaz de disimular una euforia

    contenida. Desenroll con aire expectante las hojas sobre una mesa deltaller y le pidi al maestro su docta opinin. Francesco Monterga exa-min al principio sin demasiado inters el primero de los dibujos que elcura haba puesto intempestivamente frente a sus ojos. Conjeturandoque se trataba de una temeraria incursin del propio abate en los in-trincados mares de su oficio, intent ser compasivo. Sin ningn entu-siasmo, con un tono cercano a la disuasin, meneando ligeramente lacabeza, dictamin ante el primer dibujo:

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    No est mal.Se trataba de un carbn que representaba los nueve arcos del prtico

    del orfanato construido por Brunelleschi. Pens para s que, despus detodo, poda estar mucho peor tratndose de un nefito. Destac el sa-gaz manejo de la perspectiva que dominaba la vista del prtico y, alfondo, el buen trazo con que haba dibujado las alturas del campanario

    de la Santissima Annuziata. El recurso de luces y sombras era un tantotorpe, pero se ajustaba, al menos, a una idea bastante precisa del pro-cedimiento usual. Antes de que pudiera enunciar una crtica ms con-cluyente, el padre Verani despleg el otro dibujo sobre aquel que toda-va no haba terminado de examinar el maestro. Era un retrato del pro-pio abate, una sanguina que revelaba un trazo inocente pero decidido ysuelto. La expresin del clrigo estaba ciertamente lograda. De cual-quier modo, se dijo para s el maestro, entre la correccin que revela-ban los dibujos y el afn de perfeccin que requera el talento del artis-

    ta, exista un ocano insalvable. Ms an teniendo en cuenta la edaddel padre Verani. Intent buscar las palabras adecuadas para, por unlado, no herir el amor propio del cura y, por otro, no entusiasmarlo envano.Mi querido abate, no dudo del esmero que revelan los trabajos. Pero

    a nuestra edad... titube. Quiero decir..., sera lo mismo que si yo, amis aos, aspirara a ser cardenal...

    Como si acabara de recibir el mayor de los elogios, al padre Verani sele encendi la mirada e interrumpi el veredicto:

    Y todava no habis visto nada dijo el cura.Tom a Francesco Monterga de un brazo y, poco menos, lo arrastrhasta la puerta, abandonando el resto de los dibujos sobre la mesa. Locondujo escaleras abajo y, antes de que el maestro atinara a hablar, yaestaban en la calle camino al Ospedale degli Innocenti.

    El maestro conoca la vehemencia del padre Verani. Cuando algo se lepona entre ceja y ceja, no existan razones que pudieran disuadirlohasta conseguir su propsito. Caminaba sin soltarle el brazo, y Monter-ga, mientras intentaba seguir su paso resuelto, mascullando para s, no

    se perdonaba la vaguedad de su dictamen. Cuando doblaron en la Viadei Serui, el pintor se solt de la mano sarmentosa que le oprima elbrazo y estuvo a punto de gritarle al cura lo que debi haberle dichodos minutos antes. Pero ya era tarde. Estaban en la puerta del hospicio.Cruzaron en diagonal la Piazza, caminaron bajo el prtico y entraron aledificio. Armado de un escudo de paciencia y resignacin, el maestro sedispona a perder la maana asistiendo al nuevo capricho del abate. Elpequeo cubculo al que lo condujo era un improvisado taller oculto tras

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    el recndito dispensario; tan reservado era el lugar, que se hubierasospechado clandestino. Aqu y all se amontonaban tablas, lienzos,papeles, pinceles, carbones, y se respiraba el olor spero del atramen-tum y los extractos vegetales. Cuando se acostumbr un poco a la os-curidad, el maestro alcanz a ver en un ngulo de la habitacin la es-palda menuda de un nio sobre el fondo claro de una tela. La mano del

    pequeo iba y vena por la superficie del lienzo con la misma soltura deuna golondrina volando en un cielo difano. Era una mano tan diminutaque apenas poda abarcar el dimetro del carbn.

    Contuvo la respiracin, conmovido, temiendo que el ms mnimo rui-do pudiera estropear el espectculo. El padre Verani, con las manoscruzadas bajo el abdomen y una sonrisa beatfica, contemplaba la ex-presin perpleja y maravillada del maestro.

    El nio era Pietro della Chiesa; todava no haba cumplido los cincoaos. Desde el da en que el cura lo recogi cuando fue abandonado en

    la puerta de la iglesia de Santa Mara pensando que estaba muerto y,contra todos los pronsticos, sobrevivi, supo que no habra de ser co-mo el resto de los nios del orfanato.

    Igual que todos sus hermanos de infortunio, el pequeo fue inscritoen el precario, ilegible y muchas veces olvidado Registro da Nascita,con el apellido Della Chiesa. Pero a diferencia de los dems, cuyosnombres se correspondan con el del santo del da en el que ingresabanal Ospedale degli Innocenti, el padre Verani decidi romper la regla ybautizarlo Pietro en homenaje a su propia persona, que llevaba por

    nombre Pietro Tomasso.El nio demostr muy pronto una curiosidad infrecuente. Sus ojos,negros y vivaces, examinaban todo con el ms inusitado inters. Talvez porque era el protegido del abate, goz siempre en el Ospedale demayores atenciones que los dems. Pero era un hecho cierto y objetivoque, mucho ms temprano de lo habitual, fij la mirada sobre los obje-tos de su entorno y empez a tratar de representarlos. Con tal fin, ymuy precozmente, aprendi a utilizar todo aquello que pudiese servirpara dejar rastros tanto en el suelo como en las paredes, en su ropa y

    hasta sobre su propio cuerpo. Sor Mara, una portuguesa de tez morenaque era la encargada de su crianza, da tras da descubra, es-candalizada, las nuevas peripecias del pequeo. Cualquier cosa erabuena para dejar testimonio de su incipiente vocacin: barro, polvo,restos de comida, carbn, yeso araado de las paredes. Cualquier ma-teria que cayera en sus manos era utilizada de manera inmisericordesobre cuanta inmaculada superficie estuviera a su alcance. Si la herma-na Mara decida encerrarlo en castigo, se las compona de cualquier

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    modo para no interrumpir su obra: insectos aplastados, concien-zudamente emulsionados con sus propias excreciones, eran para el pe-queo Pietro el ms estimado de los temples. El gran patio central erasu ms exquisito almacn de provisiones. Aqu y all tena al alcance dela mano las mejores acuarelas: frutas maduras, pasto, flores, tierra,babosas y polen de los ms variados colores.

    La paciencia y la tolerancia de su protector parecan no tener lmites.Sor Mara no se explicaba por qu razn el abate, que sola mantener ladisciplina con mano frrea, permita que el pequeo Pietro convirtiera elOspedale en un verdadero porquerizo. Antes de mandar a que limpiaranlas paredes, el abate se quedaba extasiado mirando la hedionda obrade su protegido, como quien contemplara los mosaicos de la cpula delBaptisterio. En parte para que la hermana Mara dejara de cacarear suindignacin y terminara de lanzar imprecaciones en portugus, en partepara alimentar la aficin de su consentido, el padre Verani le llev al

    pequeo un puado de carbonillas, unas sanguinas, un lpiz trado deVenecia y una pila de papeles desechados por la imprenta del Arzobis-pado. Fue un verdadero hallazgo. El lpiz se acomodaba a su mano co-mo si fuera parte de su anatoma.

    Pietro aprendi a dibujarse a s mismo antes de poder pronunciar supropio nombre. Y a partir del momento en que recibi aquellos regalosel nio se limit por fin a la breve superficie de las hojas, aunque nuncaabandon su afn de experimentacin con elementos menos conven-cionales. Los avances eran sorprendentes; sin embargo, las precoces

    habilidades del pequeo iban a encontrarse contra un muro difcil defranquear.Los enojos de sor Mara con Pietro eran tan efusivos como efmeros,

    en contraste con el incondicional cario que le prodigaba. Y, ciertamen-te, sus fugaces raptos de iracundia no eran nada en comparacin con lasilenciosa furia que despertaba el nio en quien habra de convertirseen una verdadera amenaza para su feliz existencia en el hospicio: elprior Severo Setimio.

    Severo Setimio era quien supervisaba todos los establecimientos per-

    tenecientes al Arzobispado. Cada semana, sin que nadie pudiera preverda ni hora, haca una sorpresiva visita al Ospedale. Con los dedos enla-zados por detrs de la espalda, el mentn prognatito y altivo, recorralos pasillos, entraba en los claustros y revisaba con escrpulo, hastadebajo de los camastros, que todo estuviera en orden. Ante la miradaaterrada de los internos, Severo Setimio se paseaba flanqueado por elpadre Verani, quien rogaba en silencio que nada hubiera que pudierairritar el viperino espritu del prior. Pero las mudas splicas del cura

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    nunca parecan encontrar abrigo en la Suprema Voluntad; una arrugainopinada en las cobijas, un gesto en el que pudiera adivinar un picede irrespetuosidad, el ms imperceptible murmullo eran motivos paraque, inexorablemente, algn desprevenido expsito fuera sealado porel ndice condenatorio de Severo Setimio.

    Entonces llegaban las sanciones sumarias e inapelables: los pequeos

    reos eran condenados a pasarse horas enteras de rodillas sobre granosde almorta o, si las penas era ms graves, el mismo prior se ocupaba,personalmente, de descargar el rigor de la vara sobre el pulpejo de losdedos de los jvenes delincuentes. La ms intrascendente minucia eramotivo para constituir una suerte de tribunal inquisitorial; si, por ejem-plo, durante la inspeccin algn pupilo dejaba escapar una leve risa portraicin de los nervios mezclados con el marcial patetismo que inspirabala figura del prior, la silenciosa furia no se haca esperar. Inmediata-mente ordenaba que todos se formaran en dos filas enfrentadas;

    abrindose paso en el estrecho corredor infantil, examinaba cada rostroy, al azar, elega un fiscal del juicio sumario. El acusador deba sealaral culpable y determinar la pena que habra de caberle. Si el infortuna-do elegido mostraba una actitud de complicidad, alegando que desco-noca la identidad del responsable, entonces pasaba a ser el culpable dehecho y ordenaba que otro decidiera la pena que le corresponda. Si elprior consideraba que el castigo era demasiado complaciente y fundadoen la camaradera, entonces tambin el indulgente verdugo era acu-sado.

    Y as, condenando a inocentes por culpables, consegua que alguienconfesara el delito original. Pero los castigos antes enumerados eranpiadosos en comparacin con el ms temido de todos, y cuya sola ideadespertaba en los nios un terror superior al de la ira de Dios: la casadei morti.

    ste era el nombre con el que se conoca al viejo presidio, el temidoinfierno al que descendan aquellos cuyos delitos eran tan graves quesignificaban la expulsin del Ospedale. La casa de los muertos era unafortificacin en la cima del alto pen que coronaba un monte sin nom-

    bre. Rodeada por cinco murallas que se precipitaban al abismo, cercadapor una fosa de aguas negras que se estancaban al pie de la falda es-carpada, resultaba imposible imaginar, siquiera, un modo de fuga. Demanera que, por muy cruel que pudiera resultar el castigo, cada vezque el prior dictaba una sentencia a cumplirse intramuros del Ospedale,el reo soltaba un suspiro de alivio.

    El inspector arzobispal pareca tener un especial inters por el peque-o Pietro. O, dicho de otro modo, el antiguo encono que el prior le pro-

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    fesaba al padre Verani converta al preferido del cura en el blanco detodo su resentimiento. No bien tuvo noticias de la temprana vocacinde Pietro, determin que quedaba prohibida cualquier manifestacinexpresada en papeles, tablas, lienzos y, ms an, en muros, paredes ocualquier otra superficie del orfanato. Y, por supuesto, confisc todoslos enseres que sirvieran a tales fines. De manera que, cada vez que

    sor Mara escuchaba la voz del prior Severo Setimio, corra a borrarcuanta huella quedara de la demonaca obra de Pietro. El padre Veranihaca esfuerzos denodados por distraer al inspector arzobispal, con elfin de darle tiempo a la religiosa para que limpiara las paredes, es-condiera los improvisados utensilios y lavara las manos del pequeo,cuyos dedos mugrientos delataban el crimen. Sin embargo, aunque elprior no siempre consiguiera reunir las pruebas suficientes, saba que elpadre Verani apaaba las oscuras actividades de Pietro. Ante la duda,de todos modos, siempre haba un castigo para el preferido del abate.

    El padre Verani saba que si un espritu generoso no se apiadaba ytomaba bajo su proteccin al pequeo Pietro, cuando tuviera la edadsuficiente habra de ser trasladado, inexorablemente, a la casa de losmuertos.

    III

    Aquel lejano da en el que Francesco Monterga conoci al protegidodel abate, no poda salir de su asombro mientras vea con qu destreza

    el pequeo blanda el carbn sobre el lienzo. El nio se incorpor, miral viejo maestro y le ofreci una reverencia. Entonces el padre Veranihizo un leve gesto al nio, apenas un imperceptible arqueo de cejas.Sin decir palabra, el pequeo Pietro tom un papel, ordinario y sinprensar, se trep a una silla y, de rodillas, alcanz la altura de la tablade la mesa. Clav sus ojos en los rasgos del maestro y luego lo exami-n de pies a cabeza.

    Francesco Monterga era un hombre corpulento. Su abdomen, gruesoy prominente, quedaba disimulado en virtud de su estatura augusta. La

    cabeza, colosal y completamente calva, se hubiera dicho pulida comoun mrmol. Una barba gris y poblada le confera un aspecto beatfico ya la vez temible. La apariencia del maestro florentino impona respeto.Sin embargo, tanto el tono de su voz como sus modos contrastaban conaquel porte de leador; tena un timbre levemente aflautado y hablabacon una entonacin un tanto amanerada. Sus dedos, largos y delgados,no dejaban de agitarse, y sus gruesos brazos acompaaban con unademn ampuloso cada palabra. Cuando por alguna razn se vea tur-

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    bado, pareca no poder controlar un parpadeo irritante. Entonces susojos, pardos y profundos, se convertan en dos pequeas gemas tmidasy evasivas hechas de incertidumbre. Y tal era el caso ahora, mientrasposaba inesperadamente para el precoz artista. El pequeo apret elcarbn entre sus dedos mnimos y se dispuso a comenzar su tarea. Nosin cierta curiosidad maliciosa, Francesco Monterga gir de repente su

    cabeza en la direccin opuesta. Pietro trabajaba concentrado en el pa-pel, de tanto en tanto diriga una rpida mirada al maestro y pareca noimportarle en absoluto que hubiera cambiado de posicin. En menostiempo del que tard en consumirse el resto de la vela que arda sobrela mesa, el nio dio fin a su trabajo. Se descolg de la silla, caminhasta donde estaba Francesco Monterga, le entreg el papel y volvi ahacer una reverencia.

    El maestro contempl su propio retrato y se hubiera dicho que estabafrente a un espejo. Era un puado de trazos que resuman con precisin

    el gesto del pintor. Abajo, en letras romnicas, se lea: Francesco Mon-terga Florentinus Magister Magistral. El corazn le dio un vuelco en elpecho y, pese a que era un hombre de emociones comedidas, se sor-prendi conmovido. Nunca haba obtenido un reconocimiento semejan-te; ningn colega se haba molestado en hacer un retrato del maestro.Ni siquiera l se haba permitido el ntimo homenaje de un autorretrato.Era la primera vez que vea su rostro fuera del espejo resquebrajado desu habitacin. Y, pese a que gozaba de un slido reconocimiento en Flo-rencia, nunca antes lo haban honrado con el ttulo de Magister Magis-

    tral. Y ahora, mientras contemplaba el retrato, por primera vez pensen la posteridad.Vindose en la llanura del papel, pudo confirmar que ya era un hom-

    bre viejo. Su vida, se dijo, no haba sido ms que una sucesin de opor-tunidades desaprovechadas. Podra haber brillado con el mismo fulgorque el Dante haba atribuido al Giotto, se crea con el mismo derecho alreconocimiento del que ahora gozaba Piero della Francesca y, cierta-mente, mereca la misma riqueza que haba acumulado Jan van Eyck deFlandes. Poda haber aspirado como ste a la proteccin de la Casa

    Borgoa o a la de los mismsimos Medicis, y no tener que depender delavaro mecenazgo del duque de Volterra. Ahora, en el otoo de su exis-tencia, empezaba a considerar que ni siquiera se haba permitido dejar,en su fugaz paso por este valle de lgrimas, la simiente de la descen-dencia. Estaba completamente solo.

    Se hubiera dicho que el padre Verani poda leer en los ojos ausentesde Francesco Monterga.Estamos viejos dijo el abate, y consigui arrancarle al maestro una

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    sonrisa amarga.El cura pos sus manos sobre los hombros del pequeo Pietro y lo

    acerc un paso ms hacia el pintor. Carraspe, busc las palabras msadecuadas, adopt un sbito gesto de circunspeccin y, despus de unlargo silencio, con una voz entrecortada pero resuelta, le dijo:Tomadlo bajo vuestro cuidado.

    Francesco Monterga qued petrificado. Cuando termin de entenderel sentido de aquellas cuatro palabras, mientras giraba lentamente lacabeza hacia el padre Verani, la cara se le iba transfigurando. Hastaque, como si acabara de ver al mismo demonio, con un movimiento es-pasmdico, retrocedi un paso. Un surco que le atravesaba el centro delas cejas revelaba una mezcla de espanto y furia. De pronto crey en-tender el motivo de tanto homenaje.

    Francesco Monterga poda pasar de la calma a la ira en menos tiempodel que separa el relmpago del trueno. En esas ocasiones su voz se

    volva an ms aguda y sus manos describan en el aire la forma de sufuria.Eso es lo que querais de m.Agit el retrato que todava sostena entre los dedos, sin dejar de re-

    petir:Eso es lo que querais...Entonces arroj el papel a las narices del cura, dio media vuelta y con

    paso decidido se dispuso a salir del improvisado taller. El pequeo Pie-tro, ganado por la decepcin ms que por el miedo, recogi el retrato

    intentando alisar las arrugas de la hoja con la palma de la mano. En elmismo momento en que Francesco Monterga empezaba a desandar elcamino hacia la calle, el abate, que acababa de pasar de la sorpresa ala indignacin, lo sujet del brazo con todas sus fuerzas, al tiempo quele gritaba:Miserable!Francesco Monterga se detuvo, se volvi hacia el padre Verani y, rojo

    de ira, pens un rosario de insultos e imprecaciones; justo cuando es-taba por soltarlos, vio cmo el nio se refugiaba asustado detrs del

    hbito prpura del clrigo. Entonces se llam a silencio limitndose aagitar el ndice en el aire. Intentando recuperar la calma, el padre Ve-rani le explic que era un pecado inexcusable condenar al pequeo otravez a la orfandad, que estaba seguro de que jams haba visto seme-jante talento en un nio, lo inst a que mirara otra vez el retrato, y leadvirti que nunca habra de perdonarse por desahuciar ese potencialque Dios haba puesto en su camino. Viendo que Francesco Monterga seacercaba a la puerta dispuesto a salir, el padre Verani concluy:

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    Nadie que no tenga un discpulo merece que lo llamen maestro.Aquella ltima frase pareci ejercer un efecto inmediato. Los raptos

    de iracundia de Francesco Monterga solan ser tan altisonantes comoefmeros; inmediatamente las aguas solan volver al cauce de su espri-tu y la furia se disipaba tan pronto como se haba desatado. El pintor sedetuvo justo debajo del dintel del portal, mir al pequeo Pietro y en-

    tonces no pudo evitar recordar a su propio maestro, el gran Cosimo daVerona.Francesco Monterga, con la cabeza gacha y un poco avergonzado, le

    record al abate que era un hombre pobre, que apenas si le alcanzabael dinero para su propio sustento. Le hizo ver que su trabajo en la deco-racin del Palazzo Medid, bajo la desptica direccin de Michelozzo,adems de terminar de romperle las espaldas, no le dejaba ms queunos pocos ducados.Nada tengo para ofrecer a este pobre hurfano se lament, sin de-

    jar de mirar al suelo.Pero quiz s l tenga mucho para daros contest el abate, mien-tras vea cmo el pequeo Pietro bajaba la cabeza ruborizado, sintin-dose responsable de la discusin.

    Entonces el padre Verani le invoc formalmente al pintor los regla-mentos de tutora, segn los cuales se le otorgaba al benefactor el de-recho de servirse del trabajo del ahijado, y le record que, en el futuro,poda cobrarse los gastos de alimentacin y manutencin cuando eldesamparado alcanzara la mayora de edad. Le hizo notar asimismo que

    en las manos de aquel nio haba una verdadera fortuna, le insisti enque bajo su sabia tutela habra de convertirse en el pintor ms grandeque haya dado Florencia y concluy diciendo que, de esa forma, Dios leretribuira su generosidad con riquezas en la Tierra y, por toda la eter-nidad, con un lugar en el Reino de los Cielos.

    El padre Verani, ganado por una tristeza que se le anudaba en la gar-ganta y un gesto de pena disimulado tras una sonrisa satisfecha, viocmo la enorme figura del maestro se alejaba seguida del paso corto,

    ligero y feliz del pequeo Pietro della Chiesa a salvo, por fin, de los de-signios del prior Severo Setimio. Al menos por un tiempo.

    IV

    Y ahora, viendo cmo los sepultureros terminaban de hacer su maca-bra tarea, Francesco Monterga evocaba el da en que aquel nio de ojosnegros y bucles dorados haba llegado a su vida.

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    La primera vez que el pequeo Pietro entr en su nueva casa sintiuna felicidad como nunca antes haba experimentado. No le alcanzabansus dos enormes ojos oscuros para mirar las maravillas que, aqu y all,abarrotaban las estanteras del taller: pinceles de todas las formas ytamaos, esptulas de diversos grosores, morteros de madera y debronce, carbones de tantas variedades como jams haba imaginado,

    esfuminos, goteros, paletas que, de tan abundantes, parecan habersegenerado con la misma espontnea naturalidad con la que crecen laslechugas; sanguinas y lpices con mango de cristal, aceites de todas lastonalidades, frascos repletos de pigmentos de colores inditos, tintas, ytelas y tablas y marcos, e innumerables objetos y sustancias cuya utili-dad ni siquiera sospechaba.

    Desde su escasa estatura, Pietro miraba fascinado los compases, lasreglas y las escuadras; en puntas de pie se asomaba a los inmensoscaballetes verticales, girando la cabeza hacia uno y otro lado miraba la

    cantidad de papeles y pergaminos, y hasta los viejos trapos con los queel maestro limpiaba los utensilios le parecieron verdaderos tesoros. Sedetuvo, absorto, frente a una tabla inconclusa, un viejo retrato del du-que de Volterra que Francesco Monterga se resista a terminar desdehaca aos. Observaba cada trazo, cada una de las pinceladas y la su-perposicin de las distintas capas con la ansiedad impostergable del ni-o que era. Mir de soslayo a su nuevo tutor con una mezcla de timidezy admiracin. Su corazn estaba inmensamente feliz. Todo aquello es-taba ahora al alcance de su mano. Hubiera querido tomar una paleta y,

    en ese mismo instante, empezar a pintar. Pero todava no saba cuntofaltaba para que llegara ese momento.Esa noche el maestro y su pequeo discpulo comieron en silencio.

    Por primera vez en muchos aos Francesco Monterga comparta su me-sa con alguien que no fuera su propia sombra. No se atrevan a mirar-se; se dira que el viejo maestro no saba de qu manera dirigirse a unnio. Pietro, por su parte, tema importunar a su nuevo tutor; coma in-tentando hacer el menor ruido posible y no dejaba de mover nerviosa-mente las piernas que colgaban desde la silla sin llegar a tocar el suelo.

    Hubiera querido agradecerle la generosidad de haberlo tomado bajo sucuidado pero, ante el cerrado silencio de su protector, no se animaba apronunciar palabra.

    Hasta ese momento, Pietro nunca se haba preguntado nada acercade su orfandad; no conoca otro hogar que el Ospedale no saba, exac-tamente, qu era un padre. Y ahora que tena una casa y, por as decir-lo, una familia, una tristeza desconocida se instal de pronto en su gar-ganta. Cuando terminaron de comer, el pequeo se descolg de la silla

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    y recogi los platos, examin la cocina, y con la vista busc la cubetadonde lavarlos. Sin levantarse, Francesco Monterga seal hacia un rin-cn. Sentado en su silla, y mientras el nio lavaba los platos, el maes-tro florentino miraba a su inesperado husped con una mezcla de ex-traeza y satisfaccin.

    Cuando termin con su tarea, Pietro se acerc a su tutor y le pregun-

    t si se le ofreca algo. Francesco Monterga sonri con la mitad de laboca y neg con la cabeza. Como impulsado por una inercia incontrola-ble, el pequeo camin hacia el taller y, otra vez, se detuvo a contem-plar los tesoros que atiborraban los anaqueles. Respir hondo, llenn-dose los pulmones con aquel aroma hecho de la mezcla de la almciga,del pino y las nueces para preparar los aceites y resinas. Entonces sutristeza se disolvi en los efluvios de aquella mezcla de perfumes hastadesvanecerse. El maestro decidi que era hora de dormir, de modo quelo condujo hacia el pequeo altillo que habra de ser, en adelante, su

    cuarto.Maana habr tiempo para trabajar le dijo y, tomando uno de loslpices de mango de cristal, se lo ofreci.

    Pietro se durmi con el lpiz apretado entre sus manos deseando quela maana siguiente llegara cuanto antes.

    Cuando se despert tuvo terror de abrir los ojos y descubrir que todoaquello no hubiera sido ms que un grato sueo. Tema despegar losprpados y encontrarse con el repetido paisaje del techo descascarado

    del orfanato.Pero all estaba, en su mano, el lpiz que le diera Francesco Montergala noche anterior. Entonces s, abri los ojos y vio el cielo radiante alotro lado del pequeo ventanuco del altillo. Se incorpor de un salto, sevisti tan rpido como pudo y corri escaleras abajo. En el taller, de piefrente al caballete, estaba su maestro preparando una tela. Sin mirarlo,Francesco Monterga le reproch, amable pero severamente, que sasno eran horas para empezar el da. Tena que acostumbrarse a levan-tarse antes del alba. El pequeo Pietro baj la cabeza y antes de que

    pudiera intentar una disculpa el viejo maestro le dijo que tenan unalarga jornada de trabajo por delante. Inmediatamente tom un frascorepleto de pinceles y lo deposit en las manos de su nuevo discpulo. APietro se le ilumin la cara. Por fin iba a pintar como un verdadero ar-tista, bajo la sabia tutela de un maestro. Cuando estaba por elegir unode los pinceles, Francesco Monterga le seal una tinaja llena de aguamarrn y le orden:Quiero que queden bien limpios. Que no se vea ni un resto de pintu-

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    ra.Antes de retomar su tarea, el pintor volvi a asomarse desde el vano

    de la puerta y agreg:Y que no pierdan ni un solo pelo.El pequeo Pietro se ruboriz, avergonzado de sus propias y desati-

    nadas ilusiones. Sin embargo, se hinc sobre el cubo y comenz su ta-

    rea poniendo todo su empeo. Haban sonado dos veces las campanasde la iglesia cuando estaba terminando de limpiar el ltimo pincel. An-tes de que pusiera fin a su trabajo, Francesco Monterga se acerc a suaprendiz y le pregunt dnde estaba el lpiz que le haba dado la nocheanterior. Con las manos mojadas y las yemas de los dedos blancas yarrugadas, Pietro rebusc en la talega de cuero que llevaba colgada a lacintura, extrajo el lpiz y lo exhibi vertical frente a sus ojos.Muy bien sonri el maestro, es hora de empezar a usarlo.Pietro no se atrevi a alegrarse; pero cuando vio que Francesco Mon-

    terga traa un papel y se lo ofreca, su corazn lati con fuerza. Enton-ces el maestro seal la inmensa estantera que alcanzaba las penum-brosas alturas del techo y le dijo que ordenara absolutamente todocuanto se apiaba en los infinitos anaqueles, que limpiara lo que estu-viera sucio y que luego, con lpiz y papel, hiciera un inventario de todaslas cosas. Y antes de volver hacia el caballete le dijo que le preguntarapor el nombre de los objetos que desconociera.

    Sin que Pietro pudiera saberlo, aqul era el primer peldao de la em-pinada escalera que constitua la formacin de un pintor. As lo haba

    escrito quien fuera el maestro de Francesco Monterga, el gran Cosimoda Verona. En su Tratado de pintura, indicaba:

    Lo primero que debe conocer quien aspire a ser pintor son las herra-mientas con las que habr de trabajar. Antes de hacer el primer boceto,antes de trazar la primera lnea sobre un papel, una tabla o una tela,debers familiarizarte con cada instrumento, como si fuera parte de tucuerpo; el lpiz y el pincel habrn de responder a tu voluntad de lamisma manera que lo hacen tus dedos. (...) Por otra parte, el orden es

    el mejor amigo del ocio. Si, ganado por la pereza, dejases los pincelessucios, ser mucho mayor el tiempo que debas invertir luego para des-pegar las costras secas del temple viejo. (...) El mejor y ms caro delos pinceles de nada habr de servirte si no est en condiciones, puesarruinara tanto el temple como la tabla. (...) Tendrs que saber cul esla herramienta ms adecuada para tal o cual fin, antes de usar un car-bn debes comprobar su dureza: una carbonilla demasiado dura podraarruinar el papel y una muy blanda no hara mella en una tabla; un pin-

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    cel de pelo rgido arrastrara el material que no ha terminado de fraguarpor completo y otro demasiado flexible no fijara las capas gruesas detemple. Por eso, antes de iniciarte en el dibujo y la pintura, debes po-der reconocer cada una de las herramientas.

    Haba cado la noche cuando Pietro, cabeceando sobre el papel y ha-

    ciendo esfuerzos sobrehumanos para mantener los prpados separados,termin de hacer la lista con cada uno de los objetos de la estantera.Francesco Monterga mir los altos anaqueles y descubri que no tenamemoria de haberlos visto alguna vez tan ordenados. Los frascos, pin-celes y herramientas estaban relucientes y dispuestos con un ordenmetdico y escrupuloso. Cuando el maestro volvi a bajar la vista vio alpequeo Pietro profundamente dormido sobre sus anotaciones. Fran-cesco Monterga se felicit por su nueva inversin. Si todo se ajustaba alas previsiones del abate, en algunos aos habra de cosechar los frutos

    de la trabajosa enseanza.Siempre siguiendo los pasos de su propio maestro, Cosimo da Vero-na, Francesco Monterga se cea a los preceptos segn los cuales la en-seanza de un aprendiz se completaba en el decimotercer ao. La edu-cacin del aspirante, en trminos ideales, deba comenzar justamente alos cinco aos.

    Primero, de pequeo, se necesita un ao para estudiar el dibujo ele-mental que ha de volcarse en el tablero. Luego, estando con un maes-

    tro en el taller, para ponerse al corriente en todas las ramas que perte-necen a nuestro arte, comenzando por moler colores, cocer las colas,amasar los yesos, hacerse prctico en la preparacin de los tableros,realzarlos, pulirlos, dorar y hacer bien el graneado, sern necesariosseis aos. Despus, para estudiar el color, decorar con mordientes, ha-cer ropajes dorados e iniciarse en el trabajo en muro, son necesariostodava seis aos, dibujando siempre, no abandonando el dibujo ni enda de fiesta, ni en da de trabajo. (...) Hay muchos que afirman que sinhaber tenido maestros, han aprendido el arte. No lo creas. Te pondr

    este libro como ejemplo: si lo estudiases da y noche sin ir a practicarcon algn maestro, no llegaras nunca a nada; nada que pueda figurarbien entre los grandes pintores.

    Durante los primeros tiempos, el pequeo Pietro se resign a su nue-va existencia que consista en limpiar, ordenar y clasificar. Por momen-tos extraaba su vida en el orfanato; sin dudas el alegre padre Veraniera un grato recuerdo comparado con su nuevo tutor, un hombre hos-

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    co, severo y malhumorado. Pietro admita para s que ahora conocauna cantidad de pigmentos, aceites, temples y herramientas cuya exis-tencia hasta haca poco tiempo ignoraba por completo; reconoca quepoda hablar de igual a igual con su maestro de distintos materiales,tcnicas y de los ms raros artefactos, pero tambin se preguntaba dequ habra de servirle su nueva erudicin si todo aquello le estaba ve-

    dado para otra cosa que no fuera limpiarlo, ordenarlo o clasificarlo. PeroFrancesco Monterga saba que cuanto ms postergara las ansias de sudiscpulo, con tanta ms fuerza habra de desatarse su talento conteni-do cuando llegara el momento.

    Y el gran da lleg cuando Pietro menos lo esperaba. Una maana detantas, el maestro llam a su pequeo aprendiz. Delante de l habauna pequea tabla, tres lpices, cinco gubias bien afiladas y un frascode tinta negra. Como homenaje a su maestro, Francesco Monterga en-comend a Pietro della Chiesa su primer ejercicio. En el coro de la capi-

    lla del hospital de San Egidio haba un pequeo retablo, obra de Cosi-mo, conocido como El triunfo de la luz. El maestro florentino dio a sudiscpulo la tarea de copiar la obra y luego tallar la tabla con esas gu-bias resplandecientes. El grabado era la ms completa y, por cierto, lams compleja disciplina; combinaba el dibujo, la talla y la pintura. Sintener las tres dimensiones de la escultura, la figura deba imitar lamisma profundidad; sin contar con la ventaja del color, deba ofrecer laimpresin de las tonalidades con el nico recurso de la tinta negra y elfondo blanco del papel.

    Los enormes ojos negros de Pietro no caban en sus rbitas cuandoescuch al maestro hacerle el encargo. Una sonrisa involuntaria se ins-tal en sus labios y el corazn pugnaba por salir del pecho. Era, ade-ms, toda una muestra de confianza ya que el menor descuido en eluso de las filosas gubias poda significar un accidente horroroso. Sindudas, era un premio a la paciencia mucho mayor del que poda espe-rar.

    En pocos das el trabajo estuvo terminado. Francesco Monterga esta-ba maravillado. El resultado fue sorprendente: el grabado no solamente

    haca entera justicia del original, sino que se dira que, con el mnimorecurso de la tinta negra, dimanaba una profundidad y una sutileza ansuperiores. Pero ni Pietro ni Francesco Monterga imaginaban que aque-llas cuatro tallas iban a cambiar el curso de sus vidas.

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    V

    Junto a la fosa rectangular que iba devorando con cada nueva paladade tierra los restos corrompidos de quien hasta haca poco presentaba

    el aspecto de un efebo, Francesco Monterga no poda evitar una caticasucesin de recuerdos. De la misma forma que la evocacin de un hijoremite a la rememoracin del padre, Francesco Monterga pensaba aho-ra en su propio maestro, Cosimo da Verona. De l haba aprendido todocuanto saba y de l haba heredado, tambin, todo lo que ignoraba. Y,en efecto, Francesco Monterga pareca mucho ms obsesionado por to-dos aquellos misterios que no haba podido develar que por el puadode certezas del que era dueo. Pero lo que ms lo atormentaba, lo que

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    nunca haba podido perdonarse, era el vergonzoso hecho de haberpermitido que su maestro muriera en prisin, a la que fue llevado porlas deudas. Preso, viejo, ciego y en la ms absoluta indigencia, ningndiscpulo, incluido l mismo, haba tenido la generosidad de pagar a susacreedores y sacarlo de la crcel. Pero el viejo maestro Da Verona, le-jos de convertirse en un misntropo corrodo por el resentimiento con-

    serv, hasta el da de su muerte, la misma filantropa que siempre logui. Hasta haba tenido la inmensa generosidad de dejar en manos delpor entonces joven Francesco Monterga su ms valioso tesoro: el anti-guo manuscrito del monje Eraclius, el tratado Diversarum Artium Sche-dula. Sin dudas, aquel manuscrito del siglo IX exceda con creces elmonto de su deuda; pero nunca iba a permitir que acabara en las mise-rables manos de un usurero. Antes que eso, prefera morir en su celda.Y as lo hizo. Segn le haba revelado Cosimo da Verona a FrancescoMonterga el da en que le confi el tratado, aquel manuscrito contena

    el secreto ms buscado por los pintores de todos los tiempos, aquel ar-cano por el que cualquier artista hubiese dado su mano derecha o, msan, lo ms valioso para un pintor: el don de la vista. En ese manuscri-to estaba el preciado Secretus colors in status purus, el mtico secretodel color en estado puro. Sin embargo, cuando Francesco Monterga leycon avidez el tratado y rebusc una y otra vez en el ltimo captulo, Co-loribus et Artibus, lejos de encontrarse como esperaba con la ms pre-ciosa de las revelaciones, s se top con una inesperada sorpresa. Puesen lugar de una explicacin clara y sucinta de ese secreto no haba otra

    cosa que un largo fragmento de Los Libros del Orden de San Agustn,en cuyas lneas se intercalaban series de nmeros sin arreglo aparentea orden alguno. Durante ms de quince aos intent Francesco Monter-ga descifrar el enigma sin conseguir dilucidar algn sentido. El maestroatesoraba el manuscrito bajo siete llaves. El nico al que confi la exis-tencia del tratado fue Pietro della Chiesa.

    Su discpulo haba aprendido el oficio muy rpidamente. La tempranamaestra que revelaba aquel remoto primer grabado era un plido anti-cipo de su potencial. En doce aos de estudio junto a su maestro, se-

    gn todas las opiniones, haba superado en talento a Taddeo Gaddi, elms reconocido alumno de Giotto, quien permaneci veinticuatro aosbajo la tutora del clebre pintor.

    Pietro se haba convertido con los aos en un joven delgado, alegre ydisciplinado. Tena una mirada inteligente y una sonrisa afable y clara.Su pelo ensortijado y rubio contrastaba con aquellos ojos renegridos,profundos y llenos de preguntas. Hablaba con una voz suave y un decir

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    sereno, y haba heredado aquel leve amaneramiento de su maestro,despojado sin embargo de toda afectacin. Conservaba los mismos ras-gos que tena de nio, ahora estilizados por la pubertad, y llevaba suinusual belleza con cierta timidez.

    A su disposicin natural para el dibujo se haba sumado el estudiometdico de la geometra y las matemticas, las proporciones ureas,

    la anatoma y la arquitectura. Poda afirmarse que era un verdadero flo-rentino. El manejo impecable de las perspectivas y los escorzos revela-ban una perfecta sntesis entre la sensibilidad nacida del corazn y elclculo minucioso de las frmulas aritmticas. Francesco Monterga nopoda disimular un orgullo que le hencha el pecho ante los elogiososcometarios de doctos y profanos acerca del talento de su discpulo. Perocomo corresponda a su austera naturaleza despojada de toda arrogan-cia, Pietro conoca sus propias limitaciones; poda admitir que, no sinmuchos esfuerzos, haba logrado dominar las tcnicas del dibujo y el

    manejo de las perspectivas. Sin embargo, a la hora de aplicar los colo-res su aplomo se desvaneca frente a la tela y su pulso seguro con ellpiz se volva vacilante e indeciso bajo el peso del pincel. Y pese a quesus tablas no revelaban sus ntimas incertidumbres, el color constituapara l un misterio indescifrable. Si todas las virtudes del futuro pintorque poda exhibir Pietro eran obra de la paciente enseanza de sumaestro, con la misma justicia haba que admitir tambin que las fi-suras en su formacin eran responsabilidad de Francesco Monterga. Y adecir verdad, quiz sin advertirlo, el maestro florentino haba instalado

    en el espritu de su discpulo sus mismas carencias y obsesiones.Ya era un hombre viejo, pero Francesco Monterga no se resignaba amorir sin poder develar el secreto del color. Quiz su aprendiz, joven,inteligente y profundamente inquieto, pudiera ayudarlo a resolver elenigma. Juntos, encerrados en la biblioteca, pasaban noches enterasreleyendo y estudiando, una y otra vez, cada uno de los dgitos que semezclaban con el texto de San Agustn y que no parecan responder auna lgica inteligible.

    En el momento de la tragedia, Pietro della Chiesa estaba a punto de

    completar su formacin y convertirse, por fin, en pintor. Y sin dudas, enuno de los ms brillantes que hubiera dado Florencia. De modo que to-dos podan comprender el desconsuelo de Monterga, por momentos ra-yano con el patetismo. Se dira que el maestro florentino vea cmo seevaporaban ante sus ojos las esperanzas de vindicar sus propias frus-traciones en la consagracin de su hijo de oficio.

    VI

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    Mientras asista a la atroz ceremonia de los enterradores echando pa-ladas de tierra hmeda sobre el lastimoso atad, Francesco Montergamantena la expresin abstrada de quien se concentra profundamenteen sus pensamientos. El prior Severo Setimio, la cabeza gacha y lasmanos cruzadas sobre el pecho, con sus pequeos ojos de ave movin-

    dose de aqu para all, escrutaba a cada uno de los deudos. Su voca-cin siempre haba sido la de sospechar. Y eso era, exactamente, lo queestaba haciendo. Su presencia en los funerales de Pietro della Chiesa notena por propsito elevar plegarias por el alma del muerto ni rendirle elpostumo homenaje. Si durante los primeros aos de Pietro el otrorainspector arzobispal se haba convertido en su ms temible pesadilla,ahora, diecisis aos despus, pareca dispuesto a acosarlo an hasta elms all.

    Quiso el azar o la fatalidad que la comisin ducal constituida para in-

    vestigar la oscura muerte del joven pintor quedara presidida por el vie-jo inquisidor infantil, Severo Setimio. Ms calvo y algo encorvado, toda-va conservaba aquella misma mirada suspicaz. El prior no manifestabapesar alguno; al contrario, su antiguo recelo hacia el preferido del abateVerani pareca haberse ahondado con el paso del tiempo. Tal vez por-que no haba tenido la dicha de poder enviar al pequeo Pietro a la casadel morti, a causa quiz de este viejo anhelo incumplido, por paradjicoque pudiera resultar, todas sus sospechas parecan dirigirse a la propiavctima. Los primeros interrogatorios que hizo giraban en torno a una

    pregunta no pronunciada: qu terrible acto haba cometido el jovendiscpulo que pudiera ocasionar ese desenlace?A la derecha del prior, con la vista perdida en un punto incierto situa-

    do por sobre las copas de los pinos, estaban los otros dos discpulos,Giovanni Dinunzio y Hubert van der Hans. Los ojos huidizos de SeveroSetimio se haban posado ahora sobre este ltimo, un joven longilneode pelo lacio y tan rubio que, envuelto en la claridad de la maana,presentaba la apariencia de los albinos. De hecho, el prior no alcanzabaa determinar si su expresin lacrimgena y congestionada era producto

    de la afliccin por la muerte de su condiscpulo o si, molesto por el soloblicuo que empezaba a darle de lleno en el rostro, no poda evitar lasucesin de muecas acompaadas de lgrimas y humores nasales.

    El prior Severo Setimio, durante sus primeras indagaciones, supo queHubert van der Hans haba nacido en la ciudad de Maaselk, en Limbur-go, cerca del lmite oriental de los Pases Bajos. Su padre, un prsperocomerciante que exportaba sedas de Flandes a Florencia, haba descu-bierto la temprana vocacin del primognito por la pintura. De modo

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    que decidi presentar a su hijo a los ms prestigiosos maestros flamen-cos, los hermanos Greg y Dirk van Mander. Siendo un nio de apenasdiez aos, Hubert lleg a convertirse en el ms adelantado de losaprendices de los hermanos de Flandes. Su intuicin para preparar co-lores, mezclar los componentes del temple, los pigmentos y barnices, eimitar con precisin las tonalidades de las pinturas antiguas, le augura-

    ba un futuro venturoso al abrigo del mecenazgo de Juan de Baviera.Diez aos permaneci Hubert en el taller de los hermanos Van Mander.Pero los vaivenes financieros del negocio de las sedas obligaron a quela familia Van der Hans se trasladara a Florencia: ahora resultaba mu-cho ms rentable importar los paos vrgenes de Flandes, utilizar lasnuevas tcnicas florentinas de teido y luego exportar de nuevo el pro-ducto final a los Pases Bajos y otros reinos. Una vez instalados en Flo-rencia, por recomendacin del duque de Volterra, el padre de Hubertdecidi que su hijo se incorporara como aprendiz al taller del maestro

    Francesco Monterga, para que no perdiera la continuidad de sus estu-dios.Dirk van Mander se lamentaba amargamente ante quien quisiera or-

    lo, alegando que la desercin de Hubert significaba una verdaderaafrenta; no solamente porque el pintor florentino lo despojaba de sudiscpulo dilecto, sino porque, adems, aquel hecho constitua un nuevopaso en la guerra sorda que libraban desde antao.

    En efecto, entre el maestro Monterga y el menor de los hermanosVan Mander haba crecido una rivalidad que, de algn modo, sintetizaba

    la disputa por la supremaca de la pintura europea entre las dos gran-des escuelas: la florentina y la flamenca. No eran los nicos. Otros mu-chos estaban enzarzados en una guerra cuyo botn lo constituan losmecenas, prncipes y duques, los discpulos y los maestros, los noblesretratados y los nuevos burgueses con vanidades patricias y ansias deposteridad, los muros de los palacios y los bsides de las iglesias, lospanteones de la corte borgoona y los recintos papales. Y en esa guerraantigua, a la que Monterga y Van Mander se haban sumado tiempoatrs, los combatientes pergeaban alianzas y estrategias, recetas del

    color y tcnicas secretas, mtodos de espionaje y sistemas de oculta-miento y encriptacin de frmulas. Se buscaban textos antiguos y seatesoraban manuscritos de sabios autnticos y alquimistas dudosos.Todo era un territorio en disputa que unos y otros pretendan dominaren un combate en el que luchaban armados con pinceles y esptulas,mazas y cinceles. Y quiz, tambin con otras armas.

    El prior Severo Setimio no ignoraba que tanto en Florencia como enRoma, en Francia y en Flandes, tuvieron lugar extraos acontecimien-

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    tos: Masaccio muri muy joven, envenenado en 1428, bajo circunstan-cias nunca esclarecidas. Muchas suspicacias haba en torno a la trgicamuerte de Andrea del Castagno y, segn algunas versiones razonable-mente dudosas, su asesino fue Domenico Veneziano, discpulo de FraAnglico. Otros rumores, ms oscuros y menos documentados, que ha-ban llegado a odos del prior, hablaban de varios pintores muertos a

    causa de sospechosos envenenamientos atribuidos al descuido en eluso de ciertos pigmentos que, como el blanco de plomo, podan resultarmortferos. Sin embargo, los escpticos tenan sus fundamentos paradudar.

    En medio de esta silenciosa beligerancia que pareca no tener lmites,el joven Hubert van der Hans se haba convertido en una involuntariaprenda de guerra. Segn haba podido establecer en sus breves inte-rrogatorios el prior Severo Setimio, las relaciones entre el discpulo fla-

    menco y Pietro della Chiesa nunca haban sido demasiado amables.Desde el da en que el nuevo aprendiz cruz la puerta del taller, elprimognito, por as llamarlo, no pudo evitar un contradictorio senti-miento. Se dira que experiment los celos naturales que sentira un ni-o ante el nacimiento de un hermano; sin embargo, se encontraba antela paradoja de que el nuevo hermano era dos aos mayor que l. Demodo que ni siquiera le quedaba el consuelo de la autoridad a la quetiene derecho el primognito sobre el benjamn. De hecho, el benja-mn exceda su modesta estatura en casi dos cabezas, y su voz gruesa

    y su aire mundano, su acento extranjero, sus vestiduras caras y un po-co exticas y su evidente superioridad en el manejo del color, habandejado muy pronto a Pietro en inferioridad de condiciones a los ojos deFrancesco Monterga. Sufra en silencio. Lo aterrorizaba la idea de per-der lo poco que tena: el amor de su maestro. De un da para el otro suvida se haba convertido en un sordo calvario.

    Por otra parte, no poda evitar sentir que el enemigo haba entrado ensu propia casa. Pietro della Chiesa haba crecido escuchando las maldi-ciones que Francesco Monterga lanzaba contra los flamencos. Cada vez

    que llegaba la noticia de que un florentino se haba hecho retratar porun pintor del norte, el maestro bramaba de furia. Haba calificado detraidor al cardenal Albergati, el enviado del papa Martn V, por haberposado en Brujas para Jan van Eyck. Repudiaba al matrimonio Arnolfinipor haberse hecho retratar, tambin, por el miserable flamenco, ydeseaba a su descendencia la ms bochornosa bancarrota, mientras lededicaba los insultos ms iracundos.

    Por esta razn, lejos de entender la nueva adquisicin de Frances-

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    co Monterga como una pieza capturada al enemigo, Pietro della Chiesano consegua explicarse por qu peregrino motivo su maestro le revela-ba los ms preciados secretos de su arte a quien haba sido protegidode su acrrimo rival. Lo cierto es que, adems del malicioso placer deexhibir el trofeo arrebatado, Francesco Monterga reciba de manos delpadre de Hubert una paga ms que generosa.

    Al maestro florentino no le alcanzaban las palabras para abominar delos flamencos. Se desgaitaba condenando a los nuevos ricos de losPases Bajos, cuyo mecenazgo haba rebajado la pintura a sus misrri-mos criterios estticos. Sealaba la pobreza del uso de la perspectiva,sustentada en un solo punto de fuga. Deploraba la tosquedad en el em-pleo de los escorzos, que en su opinin apenas si quedaba disimuladapor un detallismo tan trabajoso como intil, y que reemplazaba la espi-ritualidad propia de la pintura por la ostentacin domstica que caracte-

    rizaba a la burguesa. Sin embargo, deca, los nuevos mecenas retrata-dos no podan disimular su origen: debajo de los lujosos ornamentos,los fastuosos ropajes y oropeles, poda verse el calzado del hombre co-mn que deba desplazarse a pie y no a caballo o en litera como lo ha-ca la nobleza. As lo testimoniaba la pintura de Van Eyck: el marido delmatrimonio Arnolfini, aunque se hiciera pintar rodeado de boatos, sedasy pieles, apareca posando con unos rsticos zapatos de madera.

    Sin embargo, detrs de la iracundia verbal de Francesco Monterga seocultaba un resentimiento construido con la cal de la envidia y la arga-

    masa de la inconfesable admiracin. Cierto era que los nuevos mecenaseran burgueses con pretensiones aristocrticas; pero no era menoscierto que su noble benefactor, el duque de Volterra, apenas si le dabaunos mseros ducados para preservar las apariencias. Su generosidadno alcanzaba para impedir que el viejo maestro Monterga se viera obli-gado a trabajar, casi como un albail, en las remodelaciones del PalacioMedici. Cierto era, tambin, que Francesco Monterga posea un oficioinigualable en el uso de las perspectivas, y que sus tcnicas de escorzoobedecan a secretas frmulas matemticas guardadas celosamente en

    la biblioteca. Por conocerlas, incluso el ms talentoso de los pintoresflamencos hubiese dado todo lo que tena. Pero tambin era cierto queel mejor de sus temples se vea opaco frente a la luminosidad de la mstorpe de las tablas pintadas por Dirk van Manden. Las veladuras de suscolegas de los Pases Bajos dimanaban un realismo tal, que se dira quelos retratos estaban animados por el soplo vital de los mortales.

    Francesco Monterga no dejaba de preguntarse con qu secreto com-puesto mezclaban los pigmentos para que sus pinturas tuvieran seme-

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    jante brillo inalterable. ntimamente se deca que estaba dispuesto adar su mano derecha por conocer la frmula. Pietro della Chiesa lo ha-ba escuchado musitando esa frase y no poda menos que sonreramargamente cada vez que se la oa pronunciar: su maestro sola de-cirle con frecuencia que l era su mano derecha.

    Fiel a su aprendizaje en Flandes, Hubert no tena una nocin dema-

    siado sutil de las perspectivas y los escorzos. El aprendiz flamenco di-bujaba sin orden o clculo matemtico alguno ni punto de fuga que pu-diera inferirse en algn lugar de la tabla. Era dueo de un espritu defina observacin, pero los resultados de su trabajo eran unos bocetoscaticos, plagados de lneas emborronadas con el canto del puo, cosaque enfureca al maestro Monterga. Sin embargo, a la hora de aplicar elcolor, aquel esbozo enredado en sus propios trazos iba cobrando unagradual armona que reposaba en la lgica de las tonalidades antes queen la de las formas. Al contrario que Pietro della Chiesa, a cuyas condi-

    ciones naturales para el dibujo se haban sumado el estudio sistemticoy disciplinado de las ciencias y la lectura de los antiguos matemticosgriegos, Hubert van der Hans supla su escaso talento para con el lpizcon su innata intuicin del color y la indudable buena escuela de sumaestro del norte. Algo que Pietro no poda ms que envidiar.

    Por su parte, Hubert van der Hans no mostraba la menor estima porsu condiscpulo. Sola burlarse de su voz aflautada y su escasa estatura,y lo atormentaba llamndolo la bambina. Rojo de furia, con las venas

    del cuello a punto de estallar, al pequeo Pietro, considerando las di-mensiones de su oponente, no le quedaba otra alternativa que escon-derse a llorar.

    El da anterior a la desaparicin de Pietro della Chiesa, el maestroFrancesco Monterga haba sorprendido a sus dos discpulos discutiendoacaloradamente. Y pudo escuchar cmo Hubert, sealndolo con el n-dice, lo instaba a guardar cierto secreto o asumir las consecuencias.Cuando los interrog, no consigui sacarles una palabra y dio el asunto

    por concluido, en la conviccin de que aquello no era ms que una delas habituales peleas infantiles a las que ya estaba acostumbrado.

    VII

    Los inquietos ojos del prior, que se mantena en un discreto segundoplano, estaban ahora disimuladamente fijos sobre el tercer discpulo deFrancesco Monterga. Giovanni Dinunzio haba nacido en Borgo San Se-

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    polcro, en las cercanas de Arezzo. Todo haca prever que el pequeoGiovanni, al igual que su padre y que el padre de su padre, habra deser talabartero, lo mismo que sus hermanos y que todos los Dinunziode Arezzo durante generaciones. Sin embargo, el hijo menor del matri-monio, desde su ms temprana infancia, haba desarrollado una re-pulsin por los vahos del cuero que pronto habra de derivar en una ra-

    ra dolencia. El contacto con las pieles curtidas le provocaba una varie-dad de reacciones que iban desde la aparicin de eczemas y pruritos,que llegaban a presentar el aspecto de la sarna, hasta disneas y angus-tiosos ahogos que lo dejaban exhausto.

    Sus primeros pasos en la pintura estuvieron guiados por los arbitriosde su frgil salud. Antonio Anghiari fue su mdico antes que su maes-tro. Los conocimientos de anatoma del viejo pintor y escultor de Arezzolo haban convertido, a falta de alguien mejor preparado, en el nicomdico del pueblo. A causa de sus frecuentes y prolongadas afecciones,

    el pequeo Giovanni pasaba la mayor parte del tiempo en casa delmaestro Anghiari. El olor de las adormideras y el de los pigmentos decinabrio, el perfume de las hojas maceradas y los aceites que reinabaen el taller de Antonio Anghiari pareca ejercer un efecto curativo inme-diato sobre la delicada salud de Giovanni Dinunzio. De este modo, eltrnsito de paciente a discpulo se produjo de un modo casi espontneo.Giovanni Dinunzio estableci con la pintura una relacin tan natural eimprescindible como la respiracin, dicho esto en trminos literales:haba encontrado en el aceite de adormideras el antdoto para todos sus

    pesares. Sin que nadie pudiese percibirlo empezaba a germinar, en sucuerpo y en su nimo, una incoercible necesidad de respirar las emana-ciones del leo que se extraa de la amapola.

    Seis aos permaneci Giovanni Dinunzio junto a su maestro. Viendoste que el talento de su discpulo superaba en potencial a sus pobresrecursos, Antonio Anghiari convenci al viejo talabartero de que enviaraa su hijo a estudiar a la vecina Siena. Cuando Giovanni lleg finalmentea la ciudad, las tonalidades ocre le hicieron comprender el sentido ms

    esencial del color siena. Una felicidad como nunca haba experimentadole confirm la sentencia escrita en la puerta Camolilla: Cor magis tibiSenapandit. (Siena te abre an ms el corazn.)

    Sin embargo, la dicha habra de durarle poco. El maestro que le re-comendara Antonio Anghiari, el clebre Sassetta, lo esperaba, horizon-tal, plido y ptreo dentro de un cajn. Acababa de morir. Matteo diGiovanni, su alumno ms destacado, se hizo cargo de la enseanza deljoven llegado de Arezzo. Pero apenas ocho meses pas junto a l. Gio-

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    vanni Dinunzio no pudo sustraerse a la tentacin de la aventura floren-tina. Quiso el azar que diera, casi accidentalmente, con el maestro Mon-terga.

    El joven provinciano le produjo a Francesco Monterga una suerte defascinacin inmediata. Sus ojos, tan azules como tmidos, su pelo negroy desordenado, la modesta candidez con la que le mostraba sus traba-

    jos, casi avergonzado, consiguieron conmover al viejo maestro floren-tino. Despus de considerar escrupulosamente sus dibujos y pinturas,Francesco Monterga lleg a la conclusin de que la tarea que tena pordelante era la de demoler primero para luego reconstruir.

    El breve paso de Giovanni Dinunzio por las tierras de Lorenzo de Mo-naco haba sido suficiente para que adquiriera todos los vicios de la es-cuela sienesa: las figuras, forzadamente alargadas y pretenciosamenteespirituales, los escenarios cargados y los floreos amanerados al estilofrancs, los paos describiendo pliegues y curvas imposibles, el exceso

    pedaggico que revelaban las escenas, con una obviedad narrativa irri-tante, y los fondos ingenuos y decorativos, constituan para el maestroMonterga el declogo de lo que no deba ser la pintura.

    Su nuevo discpulo era una verdadera prueba. Giovanni Dinunzio erael exacto opuesto a Pietro della Chiesa. ste era como la arcilla fresca,maleable y dcil; el recin llegado, en cambio, tena la tosca mate-rialidad de la piedra. No porque careciera de talento, al contrario; simantena la misma disposicin para desembarazarse de todos los viciosque haba sabido asimilar en tan poco tiempo, an quedaban esperan-

    zas. Para Pietro della Chiesa, contrariamente a lo que poda esperarse,la llegada del nuevo condiscpulo de Arezzo signific un verdadero ali-vio. La timidez y la modestia de Giovanni contrastaban con el altivo ci-nismo de Hubert van der Hans. Giovanni Dinunzio aceptaba las obser-vaciones crticas de Pietro della Chiesa y, aun siendo dos aos mayorque l, acceda de buen grado a seguir sus indicaciones y sugerencias.

    Pietro de la Chiesa y Giovanni Dinunzio llegaron a hacerse amigos enmuy poco tiempo. Al ms antiguo discpulo del maestro Monterga no

    pareca molestarle en absoluto la dedicada atencin que ste le presta-ba al nuevo alumno. El flamenco, por su parte, no poda evitar para conel recin llegado un trato rayano con el desprecio. Las costumbres pro-vincianas, el atuendo despojado y el espritu sencillo del hijo del tala-bartero, le provocaban poco menos que repulsin.

    Una tarde de agosto, mientras Giovanni Dinunzio se cambiaba las ro-pas de trabajo, Pietro della Chiesa lo descubri accidentalmente en elmomento en que se estaba desnudando. Para su completo estupor, pu-

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    do ver que a su condiscpulo le colgaba entre las piernas un badajo deun tamao que se le antoj semejante al de la campana de la catedral.Contemplaba aquella suerte de animal muerto, surcado por venas azu-les que se bifurcaban como ros, y no poda comprender cmo sobrelle-vaba aquel fenmeno con semejante naturalidad. Desde aquel da, Pie-tro della Chiesa no poda evitar cierta lstima para con su propia perso-

    na cada vez que vea las exiguas dimensiones con que Dios lo habaprovisto o, ms bien, desprovisto. Pero hubo todava un segundo ha-llazgo que habra de espantarlo an ms.

    Cierta noche, Pietro della Chiesa escuch un ruido sospechoso queprovena de la biblioteca. Desconcertado, y temiendo que hubiesen en-trado ladrones, decidi atisbar por el ojo de la cerradura. Entonces pu-do ver cmo Francesco Monterga acababa de descubrir el oculto prodi-gio de su nuevo discpulo. Y, segn pudo comprobar, tan asombradoestaba el maestro que, desconfiando del sentido de la vista, apelaba al

    del tacto y, por si este ltimo tambin lo engaaba, recurra al del gus-to. Tal era la angustiosa sorpresa del ahijado de Francesco Monterga,que perdi el equilibrio. Y lo hizo con tan poca fortuna que trastabill yse desplom contra la puerta, abrindola de par en par. Los tres se mi-raron horrorizados.

    Mientras Giovanni Dinunzio corra avergonzado, el maestro se incor-por y, con un gesto desconocido, mir severamente a Pietro dellaChiesa sin pronunciar palabra. Fue una clara sentencia: jams habavisto nada. Sucedi exactamente el da anterior a su desaparicin.

    Pero el prior Severo Setimio, por mucho que quisiera adivinar en elsilencio de los deudos, nada poda saber de estos domsticos episodiosacaecidos puertas adentro.

    VIII

    Conforme el sol se elevaba por sobre los montes de Calvana, la bru-ma roja empezaba a disiparse. La sombra oblicua de los pinos se des-plazaba, imperceptible como el movimiento de la aguja de un reloj de

    sol, hacia el medioda de la capilla ubicada en el centro del cementerio.La brisa de la maana traa el remoto perfume de las vides de Chianti yde los olivares de Prato. El prior Severo Setimio, recluido bajo la capu-cha prpura, consideraba a los deudos, reunidos en torno al sepulcro,mientras cruzaban miradas furtivas, bajando la vista si eventualmentese sorprendan observndose. Se dira que el cerrado silencio en el quese refugiaban no obedeca solamente a la congoja. Cada uno parecaguardar una sospecha impronunciable o un secreto recndito cuyo de-

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    positario, por un camino o por otro era, siempre, el muerto. Pietro dellaChiesa, fiel al callado mandato de su maestro, se llevaba a la tumba elhorrendo descubrimiento del que nadie tena que enterarse. En rigor,aquella postrera y accidental visin en la biblioteca no fue un descubri-miento sino una dolorosa confirmacin.

    Severo Setimio no ignoraba que, desde algn tiempo, circulaban cier-tos rumores sobre la relacin de Francesco Monterga con sus discpulos.Cada vez con mayor insistencia proliferaban historias dichas a mediavoz. Pietro della Chiesa jams haba prestado odos a semejantes mur-muraciones que, de hecho, lo involucraban. Sin embargo, tan poca erala importancia que le otorgaba al asunto que nunca se le hubiese ocu-rrido indagar en torno a las habladuras. De hecho, si no pudo sustraer-se a mirar por el ojo de la cerradura, fue por una razn muy precisa:pocos das atrs haba sorprendido a Hubert van der Hans revisando el

    archivo de Francesco Monterga e intentando forzar el pequeo cofredonde atesoraba el manuscrito del monje Eraclius, el tratado Diversa-rum Artium Schedula. Bien saba Pietro della Chiesa lo que significabaaquel libro para su maestro. En aquella ocasin Pietro entr intempesti-vamente en la biblioteca y le record a su condiscpulo que FrancescoMonterga le tena terminantemente prohibido el acceso al archivo. An-tes de que el florentino subiera ms an el tono de voz, y temiendo queel maestro, advertido por el bullicio, pudiera irrumpir en el archivo, Hu-bert van der Hans empuj a Pietro fuera de la biblioteca y lo arrastr a

    lo largo del pasillo hasta el taller. All lo tom por el cuello y, literalmen-te, lo levant en vilo dejndolo con los pies colgando en el aire. Narizcontra nariz, sin dejar de llamarlo bambino,, sealando con la quija-da un frasco que contena limadura de xido de hierro, le dijo que si te-na la peregrina idea de mencionarle el asunto a Francesco Montergaiba a encargarse personalmente de convertirlo en polvo para pigmento.

    Fue en ese momento cuando entr el maestro y presenci el eplogode la escena. Pidi explicaciones sin demasiada conviccin, ms moles-to por el escndalo que por el motivo de la discusin y, ante el silencio

    conseguido, sin otorgarle apenas importancia al altercado, se dio mediavuelta y volvi a sus ocupaciones.Pietro della Chiesa estaba dispuesto a contarle todo a su tutor. Pero

    la idea de que Hubert van der Hans pudiera enterarse de la denuncia loaterrorizaba. Se dijo que deba encontrar el momento oportuno. Porquedesde ese da Pietro tuvo la firme conviccin de que su condiscpuloera, en realidad, un espa enviado por los hermanos Van Manden Perola pregunta era: cmo se haban enterado de la existencia del manus-

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    crito, que slo l y su maestro conocan? Quiz Pietro della Chiesa nun-ca hubiese podido responder este interrogante. O, quiz, en su elucida-cin haba encontrado el motivo de su muerte. Lo cierto es que, paraPietro, el recinto de la biblioteca se haba convertido, en las ltimassemanas, en el lugar de las pesadillas o, ms bien, en su propia conde-na.

    Por otro lado, fue en ese mismo lugar donde tambin Hubert habasido furtivo testigo de un extrao episodio. En el curso de los primerosinterrogatorios, Severo Setimio tuvo conocimiento de un hecho quellam su atencin: algunas semanas atrs haba llegado a Florencia unadama, la esposa de un comerciante portugus, con el propsito de ha-cerse retratar por el maestro. Por alguna razn, Francesco Montergamantuvo su nuevo encargo en el ms hermtico secreto. Su cliente lle-gaba a la casa de forma subrepticia y, envuelta en un velo que le cubrala cara, con la cabeza gacha, pasaba rpidamente hacia la biblioteca.

    Cada vez que llamaban a la puerta, el maestro ordenaba a sus discpu-los que se encerraran en una estancia vecina al taller, y slo los autori-zaba a salir despus de que la enigmtica visita se retirara. Muchas ve-ces se haba quejado Francesco Monterga de las excntricas veleidadesde los burgueses, pero esto pareca demasiado. Una tarde, corrodo porla intriga, Hubert van der Hans se desliz sigilosamente hasta la puertadel recinto privado donde trabajaba el maestro. La puerta estaba leve-mente entornada; y, a travs del nfimo intersticio, pudo ver a la mu-jer: la espalda, el medio perfil de su busto adolescente, y apenas uno

    de los pmulos de su rostro huidizo. Le bast para inferir que se tratabade una persona muy joven, y con su ardor juvenil la imagin inmensa-mente bella. Frente a la joven, de pie junto al caballete, estaba Fran-cesco Monterga haciendo los primeros apuntes a carbn.

    Las visitas se prolongaron a lo largo de una semana. Pero el ltimoda la visitante, tan sigilosa hasta aquel momento, rompi imprevista-mente el silencio. Los gritos de la portuguesa llegaban hasta el taller.Indignada, se quejaba ante el pintor dando voces y manifestando sudisconformidad con el progreso del trabajo. Hubert no crea que hubiese

    nadie capaz de dirigirse de ese modo al maestro florentino. El escndalotermin con un sonoro portazo.Desde luego, ninguno de sus discpulos se atrevi a comentar jams

    este bochornoso episodio con Francesco Monterga. Este acontecimientoen apariencia intrascendente no ms que una afrenta olvidable, ha-bra de encadenarse con un hecho ulterior de consecuencias en aquelentonces insospechadas.

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    Cuando los sepultureros terminaron de apisonar la tierra, FrancescoMonterga rompi en un llanto ahogado y tan ntimo que no hubiera ad-mitido ni siquiera el intento de un consuelo. Tal vez por esa razn, elabate Tomasso Verani contuvo el impulso de acercarse a ofrecerle unapalabra de alivio. Se limit a mirar sucesivamente a cada uno de losdeudos, como si quisiera penetrar en lo ms recndito de su espritu y

    encontrar all una respuesta a la pregunta que nadie pareca atreverse aformular: quin mat a Pietro della Chiesa?

    2

    AZUL DE ULTRAMAR

    I

    A la misma hora en que acababan de enterrar a Pietro della Chiesa enFlorencia, en la extensa concavidad hundida entre el Mar del Norte y lasArdenas, al otro extremo de Europa, el sol era apenas una conjeturatras un techo de nubes grises. Como si fuesen ramas verticales en bus-ca de un poco de luz, los altsimos cimborrios de las iglesias de Brujasse perdan entre las nubes ocultando sus agujas. Era la hora en la quedeban sonar, a un mismo tiempo, las campanas de las tres torres quedominaban la ciudad: las de Salvators kathedraal, las de la iglesia de

    Nuestra Seora y las de la torre del Belfort. Sin embargo, el carilln delos cuarenta y siete bronces estaba mudo. Slo se escuch una sola ydbil campanada, cuya reverberacin se perdi con el viento.

    Haca varios aos que la mquina del reloj se haba detenido. Un si-lencio sepulcral reinaba en la Ciudad Muerta. Brujas ya no era el cora-zn palpitante de la Europa del norte que brillaba bajo el resplandor delflorecimiento de los gremios. Ya no era la prfida y altiva dama deFlandes bajo el reinado de los Borgoa, sino un fantasma gris, ruinoso ysilente.

    Desde que el cauce del ro Zwin se convirti de un da para el otro enun pantano, la ciudad se qued hurfana de mar. La caudalosa corrien-te de agua que una Brujas con el ocano se haba transformado en unacinaga innavegable. Aquel puerto que otrora acoga en sus fondeade-ros a los barcos venidos a travs de todos los mares y ros del mundo,ahora no era ms que una serie de muretes en torno a una cinaga. Porotra parte, la absurda muerte de Mara de Borgoa, aplastada bajo lagrupa de su caballo, haba marcado el fin del reino de los duques bor-

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    goones. Pero cuando al rigor de la fatalidad se sum la necedad de losnuevos gobernantes, que haban aumentado los impuestos inicuamen-te, la paciencia de los ciudadanos acab por colmarse, y el prncipe Ma-ximiliano, viudo de Mara, termin encerrado en la torre de Cranenburga manos del pueblo.

    Todos los reinos de Europa se sobrecogieron ante la noticia. Cuandoel rey Federico III, padre de Maximiliano, envi sus fuerzas armadas, elprncipe fue liberado despus de hacer la promesa de respetar los de-rechos de la poderosa burguesa. Pero la venganza de Maximiliano ha-bra de ser descomunal, y signific una sentencia de muerte para la or-gullosa ciudad de Brujas: el prncipe decidi trasladar a Gante la resi-dencia imperial y ceder a Amberes las prerrogativas comerciales y fi-nancieras que detentaba Brujas. Desde esa fecha, y durante los cincosiglos siguientes, la ciudad habra de conocerse como la Ville Morte.

    Aquella maana, bajo ese sudario de nubes grises, Brujas se veams triste que nunca. Slo se oa el lamento del viento aullando contrala aguja de la cpula que coronaba la torre de Crnenburg. El centro dela ciudad, en la plaza del Markt, el otrora bullicioso mercado, era ahoraun exiguo pramo de piedra. Ms all, sobre el pequeo puente quecruzaba por sobre la calle del Asno Ciego, se levantaba el singular tallerde los hermanos Van Manden Era un diminuto cubo de cristal construidosobre el arco elevado, cuyas paredes laterales eran dos ventanales en-frentados entre s. El acceso al taller era indescifrable, un camino labe-

    rntico que se iniciaba en una puerta cercana a la esquina de la calle.Para llegar a los altos, despus de cruzar la puerta, estrecha y de bajodintel, haba que atravesar un pasillo en penumbras, subir una escaleraangosta y tortuosa, y decidirse al azar por una de las tres puertas queaparecan en la planta superior. De modo que los visitantes ocasionalespreferan gritar desde la calle hacia los ventanales del puente.

    Tal era el caso del mensajero que, despus de varios fracasos, en-trando y saliendo por cuanta puerta se le presentaba a uno y otro ladode la calle del Asno Ciego, decidi romper el silencio matinal, vociferan-

    do el nombre de Dirk van Manden.El maestro estaba preparando la imprimacin de una tabla. Su her-mano mayor, Greg, sentado junto al fuego del hogar, seleccionaba altacto los materiales que luego habra de moler para elaborar los pig-mentos. Cuando escucharon el grito del mensajero no se sobresaltaron;estaban acostumbrados a tal procedimiento. Dirk se incorpor, dej latabla, se asom a la ventana y comprob que no conoca al recin lle-gado. Un poco contra su voluntad, ya que el fro de afuera era tenaz y

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    la casa se mantena caliente, abri una de las hojas de la ventana.Un viento helado le punz las mejillas. El mensajero le dijo que traa

    una carta a su nombre. Habida cuenta de la dificultad que supona ex-plicarle el camino a los altos, y de la pereza que le provocaba al maes-tro la idea de bajar a su encuentro, Dirk van Mander descolg desde loalto del pequeo puente una talega de cuero sujeta por una soga que

    tena preparada para tales circunstancias. Cuando tuvo la carta en susmanos, rompi el lacre y despleg el breve rollo con displicencia. Leyla nota rpidamente y no pudo evitar un acceso de euforia. Jams ima-gin que aquella grata noticia habra de significar un vuelco tan enormeen su resignada existencia.

    II

    Era verdaderamente notable la destreza del mayor de los hermanos

    Van Mander para el preparado de los colores. Sus manos iban y venande frasco en frasco, separando el molido de los pigmentos, mezclndo-los con las emulsiones y los disolventes con una precisin ex-traordinaria. Prescinda para tales manipulaciones de la ayuda de lasbalanzas, los goteros o los tubos marcados. Se hubiera podido afirmarque era capaz de trabajar con los ojos cerrados, y de hecho as era yaque Greg van Mander se haba quedado ciego. Precisamente cuando seencontraba en el punto ms elevado de su carrera haba sufrido la tra-gedia. Esto ltimo coincidi en el tiempo con otro hecho. Por aquel en-

    tonces Greg van Mander estaba trabajando bajo la proteccin de losduques de Borgoa. En 1441, Jan van Eyck, el ms grande de los pinto-res de Flandes y, a decir de muchos, el que mejor conoca las claves delcolor, se llev sus frmulas secretas a su sepulcro en la iglesia de SanDonaciano.

    En ese momento el duque Felipe III le encomend a Greg van Manderla difcil tarea de volver a descubrir las recetas con las que Van Eyckobtena sus colores inigualables. Y, contra todo pronstico, Greg vanMander no slo consigui igualar perfectamente las tcnicas de su ante-

    cesor, sino que lleg a concebir un mtodo que incluso las mejoraba.A partir de sus hallazgos, comenz a pintar La Virgen del Manto Do-rado, la obra maestra con la que pretenda mostrar su descubrimiento aFelipe III. Quienes tuvieron el raro privilegio de ver las sucesivas fasesdel trabajo de Greg atestiguaron que, en efecto, nunca hasta entonceshaban contemplado nada semejante. No tenan palabras para describirla viva calidez de las veladuras; la piel de la Virgen presentaba, por unlado, la exacta apariencia de la materia viviente y, por otro, la inasible

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    sustancia de la santidad. Se hubiera dicho que los ojos estaban hechosdel mismo color de los pigmentos que tien el iris, y que guardaban laluz de quien ha sido testigo de la milagrosa concepcin. Otros hacannotar que incluso el manto dorado estaba libre del artificio plano quesola revelar el uso del polvo de oro mezclado con barnices o aplicadoen la delgada capa de los panes. Sin embargo, cuando apenas faltaban

    los ltimos retoques, y sin que nada pudiera anunciarlo, Greg van Man-der perdi la vista por completo sin llegar a concluir su obra.Este hecho, y otros tan igualmente turbios y poco documentados co-

    mo aquella tragedia, rodearon esa Virgen de Van Mander de un halo deoscurantismo y supersticin. Y lo cierto fue que el propio pintor, furiosopor haber sido vctima de un destino tan desdichado, decidi destruir supintura antes de que pudiera verla Felipe III. El hermano menor, Dirk,que entonces era muy joven, casi un nio, fue testigo del iracundo des-consuelo de Greg, y lleg a ofrecrsele para concluir el trabajo. Pero

    Greg ni siquiera le permiti volver a ver la obra antes de arrojarla alfuego.Dirk, que se haba iniciado como miniaturista, hered rpidamente el

    oficio de su hermano mayor. Greg le ense todos los secretos del tra-bajo; sin embargo, se abstuvo escrupulosamente de revelarle aquellosatinentes a la preparacin de los colores, o, al menos, no ms que losrudimentos y las nociones elementales. La decisin de legarle la heren-cia habra de fundamentarse en una clusula inamovible: Dirk se dedi-cara nicamente a la ejecucin de obras, mientras que Greg se encar-

    gara de preparar las imprimaciones, los temples, los barnices, y losaceites de adormideras y nueces con los que se disolvan los pigmentos.Y Dirk tuvo que jurar que nunca se inmiscuira en la tcnica que su her-mano mayor se reservara siempre para s.

    Con los aos, los hermanos Van Mander llegaron a convertirse en lossucesores de los Van Eyck. Sus pinturas eran admiradas en la corte delos duques de Borgoa, y el reconocimiento de su obra acab viajandoms all de los lmites de las ciudades de Brujas y de Amberes, de Gan-

    te y de Hainaut, e incluso cruz las fronteras y se difundi ms all delas Ardenas. Desde los lugares ms remotos de Europa llegaban jve-nes que suplicaban ingresar a su taller como discpulos o aprendices.

    Sus temples sobre tabla, sus leos y frescos eran logradsimos y con-seguan deslumbrar a monarcas y banqueros de toda Europa. Su famaiba creciendo con cada nueva obra terminada; cardenales, prncipes ycomerciantes prsperos solicitaban sus servicios y confiaban en pasar ala posteridad retratados por ellos. Sin embargo, ninguna de las pinturas

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    alcanz jams a ser ni siquiera una remota sombra de la La Virgen delManto Dorado. Ciego y silenciosamente indignado por su destino, Gregvan Mander renunci a la tcnica perfecta que haba llegado a descu-brir, y le hizo jurar a su hermano pequeo que jams pretendera si-quiera investigar ninguna tcnica que tratara de superar la de sus ante-cesores, los Van Eyck.

    En las postrimeras del imperio de los Borgoa, cuando Maximilianodecidi trasladar la residencia ducal a Gante, propuso a Greg y Dirkmudarse a la nueva y prspera capital. Pero el mayor de los hermanosno estaba dispuesto a abandonar Brujas; nunca habra de perdonarle alduque la sentencia de muerte que hiciera caer sobre su ciudad natal.Como por reaccin transitiva, un resentimiento sordo iba poco a pocohoradando el espritu de Dirk; as como Greg alimentaba su rencor ha-cia Maximiliano cuando asista a la progresiva ruina de Brujas, Dirk nopoda dejar de maldecir el destino al que lo haba condenado su her-

    mano, mientras vea cmo su juventud se iba consumiendo en la negramelancola de la Ciudad Muerta.As, aunque acab convirtindose en uno de los pintores ms renom-

    brados de Europa, Dirk van Mander termin albergando la desesperantesensacin de estar trabajando con los brazos atados. Por una parte, pe-saba sobre sus espaldas el juramento y la interdiccin de conocer losingredientes que componan las pinturas que utilizaba para realizar suobra; por otro, renegaba ntimamente de lo pobres que eran sus co-nocimientos en la tcnica de la perspectiva y en la del escorzo. Quiz

    tales limitaciones escaparan a los ojos de los nefitos e incluso de mu-chos de sus colegas flamencos, pero no poda engaarse a s mismo;cada vez que examinaba sus propias obras, acuda a su memoria el re-cuerdo de las que haba llegado a contemplar durante un fugaz viaje aFlorencia. Desde aquel ya lejano da se desvelaba pensando en las fr-mulas matemticas que regan la aplicacin de la perspectiva en laspinturas de quien acabara convirtindose en su ms detestado rival, enel ms acrrimo de sus enemigos, el maestro Francesco Monterga.

    III

    Sin abandonar su asiento junto al fuego, Greg van Mander interrog asu hermano por las nuevas que haba trado el mensajero. EntoncesDirk le ley la carta:

    A Vuestras Excelencias, los cancilleres Greg van Mander y Dirk vanMander:

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    Quiso la providencia que, en el largo derrotero que ha sido mi vida, lafortuna pusiera frente a mis ojos los ancestrales tesoros del Oriente.Vide, tambin, las maravillas de las Indias y los admirables monumen-tos de las tierras del Nilo y el Egeo. Pero nunca, como ahora, he cadode rodillas, rendido ante la contemplacin de vuestras pinturas. Ojosnunca vieron arte tan excelso y prodigioso. Ha poco tiempo, el destino

    concedime la gracia de descubrir vuestra sublime Anunciacin de laVirgenen el Palacio del Duque da Gama en Porto. Debo confesaros que,desde aquel da, me vi convertido en vuestro ms fiel devoto. Y, otravez, como si me estuviese predestinado, la buenaventura me concediel ms grato de los regalos. Durante un reciente y fugaz paso por Gan-te, lleg a mis odos la noticia de que en las afueras de la ciudad, elconde de Cambrai atesoraba una de vuestras preciosas tablas. Tantosupliqu por ver la pintura que, a instancias de un buen amigo allegadoal conde, obtuve una invitacin a su castillo. Una vez ms, mi espritu

    se vio conmovido ante la visin de tan magnnima obra: La familia.Nunca antes me fue dado ver tanta belleza; el vivido calor de las vela-duras pareca estar hecho del mismo hlito que anima a la materia.vido por ver toda vuestra obra, recorr cada ciudad de vuestra patria.De Gante hasta Amberes, de Amberes hasta el Valle del Mosa y las Ar-denas. Segu las huellas de vuestras tablas por Hainaut, Bruselas, LaHaya, Amsterdam y Rotterdam segn me guiaran las noticias o la intui-cin. Y ahora que los arbitrios de los negocios, tan semejantes a los delviento, han de llevarme por fin a Brujas, me invade una emocin seme-

    jante a la que sentira el peregrino al aproximarse a Tierra Santa. Peroen el entusiasmo por manifestar mi devocin hacia Vuestras Excelen-cias, he olvidado presentarme. No poseo ttulo de hidalgo y ni siquierade caballero, no tengo cargo pblico ni diplomtico. No soy ms que unmodesto armador de navos. De seguro, vuestras Altezas, nunca habisescuchado hablar de mi ignota persona. Pero quiz, s, hayis visto fon-deado en el puerto de Brujas el mstil de alguno de mis barcos. Tengomi astillero en Lisboa, que es como decir el mundo. En la pequea ciu-dadela que se levanta junto a los muelles del Tajo, puedo ver los dia-

    mantes trados de Mausilipatam, el jengibre y la pimienta de Malabar,las sedas de la China, el clavo de las Malucas, la canela de Ceyln, lasperlas de Manar, los caballos de Persia y de Arabia y los marfiles delfrica. En las tabernas se escucha el gra