El secreto de la garganta del ruiseñor

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Peter Verhelst Carll Cneut barbara fiore editora el secreto de la garganta del ruiseñor

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978-84-936778-4-8 Peter Verhelst Carll Cneut Septiembre 2009 / Media tela / 29,5 x 24,5 / 72 páginas / 24 € Sinopsis No es de extrañar que en su primer libro para niños Peter Verhelst reescriba un cuento, pues su obra está imbuida de ellos. A primera vista parece tratarse de una adaptación poco significativa de “El ruiseñor”: el argumento resulta perfectamente reconocible, los principales personajes se mantienen y hasta se respeta la moraleja de Andersen. Sin embargo, las apariencias engañan. Bajo la superficie se esconden un sinfín de elementos novedosos y sugerentes.

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Peter VerhelstCarll Cneutbarbara fiore editora

El Emperador de los Emperadores de China sueña con un nuevo Jardín de los Jardines. Solamente un hombre es capaz de

arrancar el sueño de la cabeza del Emperador y de diseñar un magnífico jardín. Sin embargo, hasta los sueños imperiales pueden

fallar. Cuando el Emperador oye cantar al ruiseñor, comprende que su jardín aún no es perfecto. El ruiseñor es complaciente,

aunque tiene voluntad propia. Su canto es único y, aparentemente, inimitable.

Un fascinante viaje a través de un maravilloso mundo de ensueño.

Este cuento para niños es una joya de la que no puede prescindir ningún coleccionista que se precie. Patrick Jordens

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Basado en El ruiseñor, de H.C. Andersen

Peter VerhelstCarll Cneut

el secreto de la garganta del ruiseñor

barbara fiore editora

Traducción del neerlandés Goedele De Sterck

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Hace cientos de años, los hombres acostumbraban a raparse la

cabeza dejándose un solo mechón en la parte de atrás. Ese mechón

crecía y crecía hasta que se deslizaba por la espalda como una

delgada serpiente negra. Las mujeres calzaban durante toda su vida

zapatos de niña para tener siempre los pies pequeños. En esos

tiempos tan lejanos, el Emperador de los Emperadores de China

llamó al Palacio de los Palacios a todos los jardineros del país.

Los jardineros recibieron la orden de dibujar un nuevo Jardín de los

Jardines. Aquel que presentara el proyecto más hermoso, capaz de

hacer realidad los sueños del Emperador, sería inmortalizado en una

estatua hecha de oro macizo y de tamaño natural.

Los jardineros acudieron en masa desde todos los rincones del

Imperio.

El Emperador examinó uno por uno los proyectos. A cada proyecto

que veía, comenzaba a bostezar, de modo que el dibujo era quemado

de inmediato en un pequeño infiernillo. El jardinero de turno se

postraba en el suelo y se cubría la parte trasera de la cabeza con un

paño para pedir perdón al Emperador por haberle robado su valioso

tiempo.

Cuando el Emperador pasó a examinar el plano de un jardinero

desconocido y poco importante del rincón más remoto del Imperio,

el hombre enseguida se echó al suelo con un paño en la cabeza para

disculparse de antemano.

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—Ejem —dijo el Emperador. Agitó la mano derecha. Todo el mundo

caminó hacia atrás con el cuerpo inclinado hacia delante hasta

alcanzar la pared del palacio y todos contuvieron la respiración. Sin

embargo, cuando también el jardinero comenzó a reptar hacia atrás,

el Emperador le puso un pie sobre la ropa y se dio unos golpecitos en

la boca con el dedo índice. El plano era tan complejo, tan asombroso

y tan deslumbrante que harían falta decenas de especialistas para

comprender cada uno de sus elementos.

—Ejem, ejem —dijo el Emperador. Los cortesanos no sabían qué

pensar. ¿Le gustaba el plano o le disgustaba?

El Emperador cerró los ojos. Algunos cortesanos movían la cabeza

en señal de reprobación y articulaban en silencio: «¡Qué plano más

estúpido! ¡Es muy pero que muy estúpido!». Otros intercambiaban

gestos de aprobación y articulaban en silencio: «¡Qué plano más

hermoso! ¡Es muy pero que muy hermoso!».

El Emperador abrió los ojos y miró al jardinero.

Sonrió.

Al instante, los cortesanos se sonrieron unos a otros.

El Emperador asintió con la cabeza.

—Sí —afirmó—. En mis sueños paseo a menudo por un jardín.

—Señaló el plano—. Por este jardín.

—¡SÍ! —exclamaron todos—. ¡SÍÍÍÍ!

—¡HERMOSA ELECCIÓN! —gritaron—. ¡IMPRESIONANTE!

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Entre fuertes aplausos, el jardinero fue nombrado Primer Jardinero

Imperial. Acto seguido comenzó a dar forma al Jardín de los

Jardines. No había que perder ni un solo segundo.

Los más célebres floricultores del país empezaron a cruzar flores y

plantas hasta conseguir nuevas especies que se parecían como dos

gotas de agua a las de los dibujos del Primer Jardinero Imperial.

Para supervisar mejor las obras, el Primer Jardinero Imperial se subió

a una cesta colgada de un globo de aire caliente.

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—No volveré a pisar el suelo hasta que esté terminado el Jardín de

los Jardines —prometió con solemnidad. En lo alto del cielo escribía

sus órdenes en tiras de papel de arroz que luego enrollaba y ataba a

las patas de unas palomas adiestradas, que llevaban los mensajes a los

obreros y regresaban poco después con una galleta de arroz o un

lichi para el jardinero.

El globo flotó en el aire durante muchos años. Miles de obreros

llegaron y se marcharon.

Las instrucciones que el jardinero iba anotando en las tiras de papel

se volvieron cada vez más breves y las letras cada vez más pequeñas.

El último mensaje de todos estaba escrito en un papelito poco mayor

que un grano de arroz. Hizo falta un microscopio para descifrarlo.

Decía: Terminado.

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Nada en el jardín es lo que parece. Los troncos de los árboles relucen

como gigantescas botas de cuero y los campos de flores cambian a

cada segundo de color por la acción del viento. Hay cálices que

tintinean como finísimas campanillas de cristal. Otros se abren de

pronto al tocarlos. Y algunas flores sólo despiden su fragancia cuando

los enamorados las miran, un aroma tan dulce que embriaga a los

enjambres de abejas y los hace adoptar formas muy diversas, similares

a las de los fuegos artificiales.

Los setos forman un laberinto tan engañoso e interminable que nadie

puede entrar en él sin una banderita que sobresalga varios metros por

encima de las plantas; es la única manera de encontrar a todos antes

del anochecer.

En el corazón del Jardín de los Jardines brilla como un enorme

diamante el Palacio de los Palacios. Ante las puertas se hallan decenas

de guardias imperiales con espadas afiladísimas. Las cien muchachas

más bellas y los cien muchachos más bellos del país danzan en silencio

por los pasillos, sosteniéndose sólo sobre las puntas de los pies.

Llevan atado a la cintura un paño de seda de muchos metros de largo

con el que barren el polvo mientras bailan.

Miles de personas hormiguean por el palacio y cada cual sabe qué

debe hacer y qué está estrictamente prohibido.

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Un millón de personas vive en torno al Jardín de los Jardines y sueña

cada noche con servir algún día en palacio.

Mil millones de personas de todo el país giran al menos una vez al

día el rostro como girasoles hacia el palacio que resplandece en

medio del Jardín de los Jardines.

Dos mil millones de ojos para un único Emperador.

Y a ese único Emperador le basta un solo chasquido de los dedos

para que esos mil millones de súbditos inclinen la cabeza. Una sola

ceja arqueada para que todos se arrodillen atemorizados. Una sola

sonrisa para que sonrían de oreja a oreja, durante horas si es

necesario. Un solo bostezo, y se corren las cortinas del palacio y se

esparce un puñado de luciérnagas para que el Emperador pueda

descansar bajo su cielo estrellado favorito.

En definitiva, la vida del Emperador de los Emperadores de China

es fácil.

No.

La vida del Emperador de los Emperadores de China fue fácil.

Hasta el día en que leyó el libro.

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La primera vez que vi al Emperador fue el día en que todo cambió.

Aquella mañana el Emperador, como de costumbre, paseó por el

mullido césped cubierto de rocío del Jardín de los Jardines y después se

tomó un desayuno ligero a base de mango, nueces y granos de

chocolate mientras el mayordomo leía en voz alta fragmentos del Libro

del Jardín de los Jardines.

En aquel libro los visitantes del Jardín Imperial expresaban su

admiración con poemas y cartas.

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El mayordomo leyó una breve poesía escrita en forma de flor:

Como la delicada piel de una doncella

se sonrojan los pálidos pétalos

al escuchar los pasos del Emperador.

Cuando el Emperador oyó estas palabras, esbozó una sonrisa,

y sonrió también el mayordomo, y entonces la sonrisa viajó de boca

en boca, de habitación en habitación, recorrió los pasillos del palacio

y se detuvo un instante junto a los muros exteriores, donde los

severos guardias vigilaban el entorno con la mano en la espada. Allí

la sonrisa se transformó en mariposa y así pudo proseguir su viaje

hasta los confines más remotos del Imperio.

Alentado por la sonrisa del Emperador, el mayordomo leyó otro

poema, escrito en forma de melocotón:

Tierno como una ciruela, suave como un melocotón

es el Jardín cuando el Emperador muestra

buena disposición.

El Emperador dejó escapar unas risitas ahogadas.

—Tierno como una ciruela —repitió—. ¡Suave como un melocotón!

Se rió con ganas y su risa retumbó hasta las fronteras del país.

Entonces el mayordomo leyó los siguientes versos:

El gardín es dibinamente belo,

bero más belo aún

es el ganto del ruizenor.

El Emperador arqueó una sola ceja.

En todo el palacio, los cortesanos y los sirvientes contuvieron

atemorizados la respiración.

—¡El Emperador ha arqueado una ceja!, ¡uy!, ¡uy!, ¡ha arqueado

una ceja!

—Léelo otra vez —ordenó el Emperador.

El mayordomo tosió, se aclaró la garganta y susurró:

—A lo mejor es imposible interpretar bien lo que pone aquí, porque

el poema está repleto de faltas. Tal vez el autor quiera decir otra cosa

muy distinta de la que nosotros leemos.

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Una mañana el Emperador despertó y no consiguió levantarse.

Abatido por la Tristeza permaneció en la cama mirando un punto

fijo sin ver nada, durante días.

De pronto dijo, sin dirigirse a nadie, como hablando en medio de un

sueño profundo:

—Tristeza, sólo hay Tristeza.

Y el Emperador suspiró, como un globo que se deshincha.

Al Médico Imperial le asaltó el pánico.

—Debemos curar al Emperador antes de que se contagie todo el país

—opinó, así que untó al Emperador con fango hirviente, le dio a

beber infusiones secretas, trajo a cuentachistes y a osos danzantes,

hizo venir a unas damas entendidas en masajes, y clavó agujas en los

Lóbulos Imperiales y en las Plantas de los Pies Imperiales, pero nada

surtió efecto.

El Emperador yacía en cama con la mirada perdida, como si

estuviera hechizado.

El Médico Imperial susurró:

—Quizá padezca una enfermedad desconocida.

Acudieron médicos de todo el país, pero ninguno dio con la solución.

—¡El ruiseñor! —exclamó el Médico Imperial—. ¡Cómo es posible

que no se nos haya ocurrido antes!

El ruiseñor cantó su canción día y noche, en vano. El Emperador no

mejoró.

Al contrario.

La Tristeza que a esas alturas le cubría por completo alcanzó también

al ruiseñor.

Los que estaban reunidos en torno a la Cama Imperial

escucharon un extraño ¡clic! y, después de unas notas

desafinadas, la melodía empezó a desvanecerse

hasta que se extinguió del todo.

El ruiseñor enmudeció, con el pico abierto.

El oro se apagó.

Las joyas perdieron su brillo.

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Una enorme sombra negra se cernió sobre el Dormitorio Imperial,

una especie de frío.

Todos hundieron la cabeza entre los hombros.

Entonces fue cuando comenzó lo peor.

Igual que la risa del Emperador había provocado un tornado de

carcajadas en todo el Imperio o que el enojo del Emperador había

hecho que todos se arrastraran de rodillas por el suelo, temblando de

miedo, hasta en los rincones más remotos del país, del mismo modo,

ahora, la extraña enfermedad del Emperador contagió a millones

de chinos.

La Tristeza creció cada vez más.

Y la sombra se interpuso entre la gente y el Sol.

Planeó sobre todo el país.

Los chinos yacían inmóviles en la cama. Tenían los ojos clavados en

un punto fijo y murmuraban:

—Tristeza, sólo hay Tristeza.

Hasta que dejaron de murmurar.

Silencio.

Todavía no me explico por qué la Tristeza no se apoderó de mí.

Era demasiado pequeña, imagino, y por eso la Tristeza no advirtió

mi presencia.

O bien era tan ágil que eludí la Tristeza sin darme cuenta. O a lo

mejor me hallaba a mucha altura y la Tristeza no se atrevió a trepar

por un delgado tallo de bambú.

A veces, cuando me encuentro en la copa de un árbol, siento algo

para lo que no tengo nombre. Algo que guarda relación con el

pueblo que abandoné, o con mis padres a los que no visito desde

hace tiempo, o con el ruiseñor al que vi salir volando de una ventana

del palacio rumbo a su propio bosque verde.

Una suerte de anhelo por algo que tal vez ni siquiera exista.

Entonces me estiro poniéndome de puntillas y trato de tocar las

estrellas que parpadean, aun a sabiendas de que algunas de ellas ya

no están.

Trato de atrapar estrellas que quizá hayan dejado de existir.

Bien mirado, todo es complejo y trivial al mismo tiempo.

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A duras penas me abrí paso por entre el denso aire, hacia arriba,

trepando por el árbol más alto, hasta alcanzar la copa, que parecía

estar a kilómetros de distancia.

Me sujeté a una rama con las piernas. Jadeante y empapada en sudor,

puse las manos como un embudo ante la boca y grité, chillé, aullé,

hasta que tuve la garganta en llamas y ya no pude pronunciar

palabra.

No hubo respuesta.

Seguí esperando.

Ignoro cuánto tiempo estuve allí, pero sé que siempre hay alguien

que te oye por mucho que la Tristeza se empeñe en sofocar cualquier

ruido.

Esa noche, mientras me acurrucaba afónica en mi árbol, oí de pronto

una voz susurrante que reconocí de inmediato:

—No podemos quedarnos aquí. Puede que nos vea alguien.

Demasiado peligroso. Cierra los ojos. Confía en mí.

Eso fue lo que escuché. No está claro que haya que confiar en nadie

cuando estás en la copa de un árbol, y mucho menos con los ojos

cerrados.

Por todas partes se oían ruidos que me recordaban a los abanicos con

los que los sirvientes del palacio ahuyentaban el calor, cientos de

abanicos.

El viento se sentía por todos lados.

Era como si a todo mi cuerpo lo sujetaran miles de yemas de dedos.

Mis pies se desprendieron del árbol.

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© 2009 barbara fiore editora

Original title: het geheim van de keel van de nachtegaal

© 2008 Uitgeverij De Eenhoorn bvba, Vlasstraat 17, B-8710 Wielsbeke

© TextoPeter Verhelst

© IlustracionesCarll Cneut

© Traducción del neerlandés Goedele De Sterck

CorreccionesAibana Productora

TipografíaStempel Garamond

ImpresiónOranje, Sint-Baafs-Vijve

depósito legal gr 2137-2009 isbn 978-84-936778-4-8

Todos los derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción o publicación de esta obra, ya sea a través de una impresión, fotocopia, microfilm o cualquier otro procedimiento,sin la autorización previa por escrito del editor.

Esta obra ha sido publicada con el apoyo financiero del Fondo flamenco de las letras.(Vlaams Fonds voor de Letteren - www.vfl.be)

www.barbara-fiore.com

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